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ArribaAbajoGuía de poetas norteamericanos


As a new heaven is begun
and it is now thirty-three
years since its advent...


W. B.                


«Puesto que ha empezado un nuevo cielo y transcurrido treinta y tres años desde su advenimiento...» el mundo de la poesía norteamericana se reanima. Estas líneas de Blake son un epígrafe digno de presidir una ideal antología de poetas norteamericanos. Más de treinta y tres años hace que, muerto Walt Whitman, apareció (1892) la colección completa de sus poesías. A los doce poemas que formaban la primera edición se añadieron tantos que suman ahora cerca de cuatrocientos. Una época parecía concluir con Whitman. No era sino un nuevo paraíso el que regalaba a los poetas norteamericanos que, desde el Renacimiento de 1912 hasta hoy, han recibido más de una inspiración, más de un punto de apoyo, y, sobre todo, la conciencia de una libertad rica en deberes personales para su empleo, conquistada para ellos por este gran espíritu. Washington de la poesía se le ha llamado, y Lincoln. Mejor me parece llamarlo Adán de la poesía norteamericana. Sólo perdiendo un paraíso el poeta se hace acreedor a otro, al suyo. Whitman lo obtuvo y no sólo para sí. Una tierra propia que cultivar y la necesidad de una expresión inconfundible, forman el legado del Whitman que superó el paraíso gratuito de su tiempo. A lo lejos, Poe hace las veces de Jehová...

La dicha de este nuevo paraíso póstumo la comparte Whitman con una mujer, Emily Dickinson. Contemporánea de Whitman, Eva de la Poesía norteamericana, fina y hermética, sin ambiciones literarias, muere antes de publicar sus poesías. Nada espera, nada recibe de sus contemporáneos. Pero el tiempo maestro la reconoce al fin y, ahora, la perfila. Por su modernidad y porque su obra no es aún claramente conocida, Conrad Aiken la hace inaugurar la misma colección de poetas americanos en que su perversidad crítica ha rechazado nada menos que a Sandburg, Pound y Lee Masters. Emily Dickinson anticipa a la nueva poesía los finos ritmos, el gusto epigramático y un admirable deseo de exactitud y síntesis. Como de Walt Whitman es la voz dinámica que rueda en los versículos, de ella la llama inmóvil de la voz que arde sin consumirse y que hiere en vez de quemar.

Rápida en Europa, la resonancia de Whitman se convierte en una lenta y eficaz influencia en los Estados Unidos. Después de una verdadera pausa, en 1912 la revista Poetry anuncia un nuevo y feliz despertar de poesía, y en unos cuantos años (1913-1917) los poetas Vachel Lindsay, James Oppenheim, Amy Lowell, Robert Frost, Edgar Lee Masters, John Gould Fletcher y Carl Sandburg inician el fervor. Algunos libros ahora famosos aparecieron entonces: Chicago Poems de Sandburg, Spoon River Anthology de Masters. Con ayuda de Masters se fijan las cualidades de una gran porción de poesía norteamericana: el dibujo acabado, la ausencia de abundancia, el retorno a un lenguaje simple y directo que ha sabido ahogar toda literatura. Masters mantiene su propia poesía no sólo con la precisión psicológica de sus tipos, de sus pequeños cuadros y dramas poéticos, sino también con la orgullosa modestia de una mirada que penetra tan hondamente en su mundo pequeño que realiza el milagro de elevarlo a categoría universal.

Sandburg toma de Whitman cuanto necesita para realizarse, prolongándolo, enriqueciéndose en su admiración y enriqueciendo a su vez la música del autor de Leaves of grass. La voz de Whitman renace en los poemas de James Oppenheim. También la voz de la Biblia, por boca de los salmistas, se escucha detrás de los largos versos de este guerrero místico que acepta y cultiva, como Masters, una poesía de asunto, tan íntima que, a menudo, nos obliga a reconocernos en ella, sirviéndonos de espejo:


And as in a trance I hear these boys
knocking asunder the world I lived in.
And opening up a larger world of mystery
and passion...
And yet so soon as I see this larger world
I know it is mine also...

La preocupación de Lindsay es diversa. Aparta los elementos dramáticos de sus compañeros y se inclina esencialmente a la busca y práctica de ritmos actuales. Su poesía, inspirada en las disonancias del jazz y en las sugestiones de la danza de los negros, es un intento de arquitectura musical. Primaria y refinada a un tiempo, se opone a la de Alfred Kreymborg -el más original de los jóvenes insurgentes, lo llama Untermayer- que traza dibujos musicales sin sombra de contrastes, sin atrevidas disonancias, y que conduce una gracia lineal deliciosa, infantil.

Si una porción del movimiento renacentista se define a la vista de la poesía de Whitman, en otra porción la música de Emily Dickinson parece haber anticipado el tono. En cierto modo -ya se ha dicho- Emily Dickinson es, en el tiempo, el primer poeta imagista. El uso de un lenguaje sencillo, el mismo de la expresión hablada, sólo que empleado con exactitud y sin éxtasis decorativo; la no insistencia en el uso del verso libre como la única forma de expresión poética; la libertad de selección del sujeto de poesía -cualquiera puede serlo en manos de un verdadero poeta-, el uso de imágenes exactas y particulares; y el afán de concentración, esencial en poesía, fueron las reglas de los poetas imagistas, y, en muchas ocasiones, la dirección, si no única, característica de la poesía norteamericana moderna. El poeta Ezra Pound forma el grupo que integran tres poetas ingleses, Aldington, Flint, Lawrence y tres americanos, John Gould Fletcher, H. D. y Amy Lowell. De las dos mujeres, H. D., Hilda Doolittle, permanece fiel a las normas de su grupo y realiza poesías perfiladas, verdaderos poemas imagistas. Como un poco de agua, Amy Lowell se entrega a todas las formas sin dar tiempo a que el vaso, conteniéndola un momento, la deforme.

Radicado en Europa, Ezra Pound, amigo de James Joyce, es el Ulises de esta poesía. Curioso, inquieto, viaja por los caminos de Europa y de su literatura, estudia a Lope de Vega... Su nombre trae a la memoria, por asociación de afinidades y destinos, los nombres de otros poetas que como él han vivido Europa o en ella: T. S. Eliot, Ernest Hemingway. También, por razones de geografía, el de Sherwod Anderson.

Viajes diversos llevan a Pound y Eliot a preocupaciones poéticas que no están lejos de las europeas. En cambio, Anderson prefiere conservar la mirada virginal característica de la poesía norteamericana, opuesta a la mirada llena de ironía, de química, que quisiera para sí la poesía europea. Virginidad y pureza son los términos que pueden calificar, de pronto, estos dos mundos. Poesía virginal la americana. Poesía que pretende realizarse a fuerza de pureza, la europea. Dos términos que no sólo difieren sino que, a menudo, se oponen.

Como Edgar Poe, Thomas Stearns Eliot es, al mismo tiempo que un poeta, un teórico de la composición. A menudo, sus conclusiones son exactas de claridad y síntesis. Quisiera Eliot, en el momento de la creación, separar el hombre y sus pasiones de la mente que crea, con el objeto de que ésta aproveche con mayor lucidez y trasmute las pasiones que la alimentan... Y añade, «no es la magnitud ni la intensidad de las emociones ni los componentes, lo que importa, sino la intensidad del proceso artístico, la presión, por decirlo así, bajo la cual tiene lugar la fusión». Su poesía está llena de la lucidez que exige al espíritu que crea, y de una ironía que impide a la pasión, siempre presente, desbordar. Ningún poeta de Estados Unidos logra una lentitud tan precisa, tan completa en sus expresiones, ni la elegancia natural de movimientos y de imágenes. Todos los espasmos, todos los relámpagos están previstos.

El país donde florece la poesía ha llamado a los Estados Unidos Enrique Díez-Canedo. El país donde florece y fructifica la poesía. Sin duda, la cantidad de poetas hace difícil una mirada atenta. Los críticos y antologistas -Untermayer, Monroe, Lowell, Aiken, O'Neil- detienen su información, injustamente, un momento antes de presentar a los poetas más recientes. En las antologías clásicas no aparecen poetas como John Dos Passos o E. E. Cummings de aguda sensibilidad, fino producto el segundo de las conquistas nuevas de la poesía.

En compañía de Elliot Paul y Robert Sage, Eugène Jolas dirige en París la revista Transition, tiene treinta y cuatro años y acaba de publicar, para la casa KRA, una antología de la nueva poesía de su país. Bajo una corteza del mismo color naranja, la casa KRA publicó hace algún tiempo dos selecciones de escritores franceses, una para la prosa, otra para la poesía, que se mantenían por buenas razones de arquitectura crítica, por su criterio riguroso y hasta por sus omisiones distinguidas: Cocteau, Breton, Lacretelle y Crevel no aparecen representados en la antología de prosistas. La colección que se ha confiado al gobierno de Jolas parece dichosa de abrir sus hojas a todos los poetas americanos que se han colocado al alcance de su mano, de su memoria y de un conocimiento del francés poco común en los norteamericanos. Entre los poetas escogidos -al fin la puerta es ancha- el mismo traductor. Ocurre pensar que, acaso, un afinado sentido de la modestia decidió a Jolas a abrir de esa manera el compás de su admisión con el objeto de que su presencia pasara inadvertida o, si advertida, perdonada.

Pero una Antología no es nunca un banquete al que pueda asistir cualquiera que pague su cuota. El poeta propone y el crítico dispone. Para justificar su amor a la cantidad y a la superficie, Jolas debió pensar un título irónico para su colección. Supongamos: Estadística de poetas norteamericanos, o de otro modo, Catálogo y muestras de poetas norteamericanos.

De la vertiginosa estadística a que se entrega el poeta americano podemos sacar informaciones curiosas. Por ejemplo, que Countee Cullen, nacido en 1903, es el más joven de los poetas negros americanos. Que George Dillon lo es más que los tiernos poetas mexicanos o españoles que parecían tener una edad inimitable. En fin, que Eugène Jolas, no contento con exponer 126 poetas, ha traducido ligeramente uno o dos poemas de cada cual, y que las muestras que hace llegar a nuestros ojos apenas sí presentan al poeta. ¿Cómo pedir que lo representen si Jolas no se preocupa de elaborar sino un Échantillon réduit? Alfred Kreymborg aparece en el catálogo con sólo un poema, como Amy Lowell, James Oppenheim, E. E. Cummings, T. S. Eliot, Robert Frost, Hemingway, Edgar Lee Masters, Edna St Vicent, William Carlos Williams... y Eugène Jolas. Ezra Pound, Sandburg, H. D. y Anderson merecieron, por una concesión inexplicable en el coleccionista, dos poemas. Jolas olvida que un poema bien traducido se convierte en medio poema: el cambio de palabras y de ruidos lo reduce, cuando menos, a una pálida mitad. Ahora sólo falta de decir que las traducciones de Jolas reducen más de la mitad.

El propósito expreso del coleccionista fue reflejar el espíritu poético de los últimos quince años en los Estados Unidos y dar a conocer en Francia a los principales poetas que se revelaron durante el renacimiento de 1912. Pero la superficial ambición de Jolas, entregándose a una pasión numérica, se convierte al fin en su enemiga, ensombreciendo su idea de la nueva poesía americana. Un buen número de poemas de Lindsay, Lowell, Masters, Sandburg y Frost habría bastado para dibujar la estación más intensa, no la única ni la más fina de la poesía americana. La preferencia de Jolas por cierto grupo o, al menos, por ciertos nombres de poetas nuevos, habría sido útil para orientar, así fuera sólo por reacción, a los nuevos visitantes de la poesía norteamericana. Y no es esto todo. Asombrémonos. La única preocupación que en Jolas parecía perfecta y que consistía en no olvidar a nadie, resulta mutilada. El afán de prestar atención a poetas imprecisos lo hace olvidar a otros importantes, definidos ya -como John Dos Passos- y a una mujer más joven aún que los más jóvenes poetas que presenta: James Feibleman, Braving Imbs, Countee Cullen, George Dillon. Niña prodigio, nacida en 1910, Hilda Conkling, la olvidada, escribía ayer deliciosamente:


The world turns softly
not to spill its lakes and rivers.
The water is held in the water.
What is water,
that pours silver,
and can hold the sky?

Esperábamos de Jolas un mapa ordenado de la poesía norteamericana y encontramos una nebulosa: deseábamos una guía de poetas y encontramos una mediana estadística.

1928.




ArribaAbajoEnsayistas franceses contemporáneos

Si fuera posible, aunque no es cosa deseable, lograr que todos los países del mundo concurrieran, del mismo modo que a una exposición de ganadería, a un concurso de productos literarios, a pesar de que un clásico francés, Montaigne, es el inventor del genero, Francia presentaría en cualquier tiempo un grupo menos nutrido y menos importante de ensayistas que Inglaterra. No sólo por ingenua xenofilia los ingleses consideran a Montaigne como suyo, arrullándolo con el posesivo our.

Con toda clase de reservas y para retirar en seguida la afirmación, he escrito que Montaigne es el inventor del «género» ensayo. Es más justo decir que Montaigne es el inventor del ensayo, ya que esta forma literaria, si me reconocen ustedes el derecho de llamar forma a lo que no tiene ninguna singular, no ha constituido propiamente un género.

¿Existe una poética, una retórica del ensayo?

A esta pregunta, que un preceptista no se plantearía jamás, tendremos que responder con las mismas palabras que uso Ramón Fernández para contestar otra, planteada del mismo modo, pero referida a la novela: no existe. No existe una poética del ensayo, no existen reglas externas que guíen la mano o modifiquen la conducta del ensayista en el momento de la expresión. Un ensayo no es tampoco, de ningún modo, en el terreno de la prosa, lo que un soneto en el de la poesía. Pero si no es un «género» ni una forma artística, y aunque no llegue a serlos jamás desde el sistemático punto de vista del preceptista o del historiador literario, el ensayo es ya una realidad palpable en la literatura moderna.

En todas las literaturas del mundo se cultiva este producto equidistante del periodismo y del sistema filosófico. Inglaterra y los Estados Unidos cuentan con ensayistas de primer orden, escritores que usando el indefinible vehículo de expresión lograron fama e influencia y las logran aún. Me avergonzaría tener que escribir sus nombres.

Tierra de moralistas y oradores, Francia no podría competir con Inglaterra en un concurso de esta especie. A fin de cuentas, el siglo XIX francés es el siglo de la novela, como el XVIII es el de la filosofía y la ciencia del derecho, como el XVII es el siglo de los retratistas morales y de los hombres de teatro. En cambio, Inglaterra, tierra de poetas líricos, es también pródiga en ensayistas.

Por eso el hecho de que un editor logre reunir en un volumen antológico treinta escritores franceses de calidad, agrupándolos como ensayistas contemporáneos, no puede menos que producir la efervescencia de una mezcla de curiosidad y asombro.

La multiplicidad, la diversidad y la divergencia de las ideas es, según el anónimo coleccionista de esta galería de ensayistas, uno de los rasgos característicos de la época presente. Sin considerar su afirmación detenidamente, sigo adelante. Pero si las ideas no se juntan en un solo vértice, sino que, al contrario, se apartan a medida que estudiamos obras y autores, en cambio los temas tratados por los ensayistas franceses, los asuntos con que aparecen representados en esta antología, no son muchos. A dos pueden reducirse, sin mucha violencia de mi parte. Ellos son -lo habréis adivinado- el arte y la política. Algunas veces los temas esenciales parecen fundirse, como en el caso de Bernard Fay, que hace, ¡en estos tiempos!, el elogio de las capillas literarias. Tenemos entonces una verdadera política de la literatura. O como en el caso de Maxime Leroy, ensayista de expresion concreta y dibujado estilo, que habla, naturalmente, de la política como el arte de gobernar. Literatura y política. Apenas sí unos cuantos ensayos representan el bando de las ideas filosóficas. Éste es el caso de Marcel Arland, que escribe sobre Port Royal, y del joven Jean Prevost que intitula el ensayo que mejor lo representa a mis ojos: «Faltas de cálculo de la apuesta de Pascal». El mismo Émile Chartier, maestro que fue del propio Prevost y de André Maurois, mejor conocido por Alain, cuya colaboración publicada en la Nouvelle Revue Française refresca mensualmente, para avivarla mejor, la sed de los curiosos de cuestiones filosóficas, publica un Propos acerca del tambor de una orquesta, y añade a otro sobre el boxeo unas reflexiones sutiles.

Pero no hay duda que las disciplinas artísticas y las políticas forman la dominante de esta escala, de esta escuela sin maestro cercano y visible, de ensayistas franceses.

Julien Benda, el intelectualista, el apasionado de la inteligencia, verdadero ejemplar de escritor viviente (nacido en 1876), abre la antología con dos ensayos, de los que el segundo me parece el mejor y uno de los mejores del libro. Se trata de un interesante asunto de estética, de un espiritual debate en torno de una cuestión que, sin una razón definida pero no inexplicable, me hace pensar en Lessing. «De la supremacía de la pintura o de la música», es una composición que, por un legítimo procedimiento de artista dramático, Benda logra ir esculpiendo, aprovechando la diversa conversación de los asistentes a un salón mundano. El debate queda abierto: no olvidemos que se trata de un ensayo.

Jean Prevost (nacido en 1901) cierra la antología con el ensayo antes citado, que sigue a unas reflexiones sobre la poesía. Un estilo áspero y sin brillo, un estilo duro, no impide seguir las actitudes de este joven y combativo escritor que aborda con franqueza escolar los temas más variados, llevándonos siempre al plano de las ideas filosóficas que es el suyo. Creo que pensando más en el estilo de Prevost que en los de Gide o Valéry, el prologuista de la antología se atrevió a decir que en el ensayo el papel del estilo es aun menos importante que en la novela.

André Gide, que sólo por el orden cronológico sigue a Julien Benda, y que si fuera dos años menos joven sería el primero en esta galería, está representado por páginas que nada tienen que ver con el ensayo entendido a la manera inglesa. En cambio, Montaigne reaparece cuando Gide hace la apología de las influencias en literatura, tema típicamente gidiano, o, mejor aún, cuando escribe esas notas que son a modo de íntimos consejos sobre el cuidado que el escritor ha de tener para no confundir arte y manera, o cuando ¡al fin!, explica su alejamiento de Flaubert, del otro Flaubert que no es el de la Correspondencia.

Suares, Siegfried, Thibaudet, Leroy y Romier, se ocupan de política o de política europea y americana. Drieu la Rochelle y Guehenno se ocupan, más concretamente, del comunismo.

Las notas de Suares acerca de la doctrina Monroe son agudas y claras. Nuestros internacionalistas deberían conocerlas y meditar en torno a ellas.

Lucien Romier, viajero entre nosotros hace apenas unos años, ensaya una definición de la sensibilidad americana y la sensibilidad francesa. «El pueblo americano -dice- es sensible, uno de los más sensibles del mundo» y añade, «uno de los más susceptibles, aunque al mismo tiempo se abstenga de gritar sus quejas o sus odios como lo hacen tantos otros». Frase espiritual que teñirá de melancólico orgullo a más de un mexicano sensible que comprenda que, al referirse a America, Lucien Romier pensaba esta vez, concretamente, en México.

Los temas especialmente literarios son también numerosos. León Pierre-Quint escribe acerca de su favorito Marcel Proust y, en otro ensayo, sobre los Cantos de Maldoror. Al leer las notas críticas de este libro, ¿qué fue lo que me hizo pensar que este escritor es uno de los autores de la selección y de las notas? Si Ramón Fernández es el crítico que mejor conoce los textos proustianos, León Pierre-Quint es el mejor testigo de Proust.

Benjamín Cremieux, autoridad en letras italianas y agudo crítico de sus contemporáneos, en el ensayo que lo representa, «Sinceridad y emoción», ejemplifica sus teorías con los nombres y las obras de Proust, Gide y algunos otros. Hombre de letras consumado, en un curioso ensayo acerca del pasado y el porvenir del amor, André Maurois se apoya, biógrafo literario esta vez, en un buen numero de textos y cita a Homero y a Ovidio para llegar, después de un trayecto lleno de nombres y de obras, al mediano Erskine. Aunque no fue cansado leer sus ejemplos, sería cansado repetirlos. Moralista, crítico, ensayista también, Ramón Fernández, de origen mexicano, es uno de los escritores mejor representados en esta colección, y su ensayo, acerca del espíritu clásico, uno de los buenos ensayos del libro.

Larbaud, Bainville y Jaloux, también ensayan en torno a la literatura. Paul Valéry representa, en este congreso, la Estética, naturalmente.

Paulhan, Marcel y Montherlant se aislan automáticamente de los centros mencionados, el primero con un ensayo acerca de la sabiduría popular de los proverbios, el segundo con unas penetrantes reflexiones psicológicas sobre el valor de «lo trágico», y el tercero con una página acerca de... las corridas de toros.

La nota excepcional de este libro es la presencia de un muerto: Jacques Rivière (1886-1925). Los autores de la selección dedican un justo recuerdo a uno de los espíritus más apasionados y apasionantes de su tiempo, cuya juventud literaria, representada por la fervorosa correspondencia con Alain Fournier, es un ejemplo admirable de lo que en un hombre puede llegar a ser la pasión por las ideas.

Las omisiones no son muchas o no son muy apreciables. No obstante, ¿por qué Morand y Lacretelle no aparecen? El primero podría figurar con un ensayo, «De la velocidad», y el segundo con una página «Sobre los celos», que es fácil encontrar en las «Cartas Españolas», o con unas notas sobre «La ira», o bien con...

En contra de esta única objeción que se me ocurre, puede argumentarse que ni las páginas de Morand ni las de Lacretelle tienen el carácter definido del ensayo a la manera anglosajona. Pero ¿acaso un solo ensayo de los que reúne la antología lo tiene?

Los nombres señalados, y algunos más, habrían podido enriquecer la galería de ensayistas, no sólo por su número sino también por su calidad. De los trabajos presentes, como de los que, aunque de otro modo, también lo están, por su ausencia patente, se desprende una afirmación crítica que se enlaza con la que encabeza estas líneas.

Montaigne es el creador del ensayo inglés, pero también del ensayo francés. He aquí éste. Existe en Francia un ensayo que no es el de corte anglosajón. La diferencia específica entre ambos no es fácil encontrarla, así, de pronto. Tampoco es imposible encontrarla. Desde luego yo advierto que en la antología que comento, formada por textos representativos, no hay un solo ensayista tocado siquiera de humorismo, mucho menos un humorista. ¿No es ésta una diferencia apreciable? Yo no pretendo que sea la específica, pero es, desde luego, muy elocuente.




ArribaAbajoViajes, viajeros3

El azar sería un maestro admirable si no fuera a menudo, solamente, el discípulo de nuestros deseos inconfesados. Así ha dejado solos, de pronto y como sin objeto, sobre mi mesa, tres libros de tres hombres que podrían entablar una conversación superficial si hablaran el mismo idioma, ya que visitaron no hace mucho tiempo el mismo país: España. Ahora, el extender mi mano los libros, como un juego de cartas, sonrío pensando que los tres autores han regresado ya. ¿Qué otra cosa es escribir un libro de viajes sino regresar? Cansado o dispuesto a un nuevo viaje, pobre o enriquecido, el viajero regresa.

Uno de los autores es un norteamericano, un francés el otro, un mexicano el más joven, el tercero. ¿Qué buscaba cada uno? ¿Qué ha encontrado cada quien? Ninguno de los tres ha llegado a España sin objeto preciso. Viajar por viajar es difícil. El viajero nace. No lo improvisa el azar o el dinero.

Waldo Frank, el norteamericano, ¿no ha ido a llenar las partes del esqueleto que ha de formar un cuerpo sinfónico de su España? El mexicano, ¿no ha ido a España a cumplir con el deber de cierto tipo de americano que considera incompleto su cultivo sin el viaje por Europa? El objeto que persigue Jacques de Lacretelle al partir para España es, ante todo, huir de Francia y, más exactamente, de su amante francesa. Su movimiento es el más puro. Jacques de Lacretelle -a quien llamaremos en esta nota por sus iniciales J. L. para aparentar confundirlo con Jacques Legrand, esquivando la ironía afilada que dedica Lacretelle a quienes se atrevan a pensar que él mismo es su entelequia- apenas va a España para algo. Le interesa huir de su pasión. No busca nada en España y, cuando encuentra algo, ese algo es... la mujer a quien se propone olvidar. Sin embargo, no sin una deliciosa sonrisa, J. L. subraya la necesidad de un pretexto que explique el viaje aunque sea superficialmente. Para ello, su amante desliza a su oído el nombre de Maurice Barrés, invitándolo a contradecirlo un poco. El pretexto del viaje a España de J. L. resulta contradecir a Barrés. El objeto verdadero, huir de aquello que cada momento ha de aparecer a su lado con una pasión que no abandona su inteligencia a pesar de su intensidad. Este viaje de J. L. a España es el viaje alrededor de su amante. Así, cuando se detiene a contemplar la maja desnuda de Goya, no hace sino revivir, con una temperatura admirable, una intimidad amorosa de su amada francesa. Viaje en torno de una pasión, viaje en torno, también, de una inteligencia francesa. Cuando J. L. mira un retrato de Goya viejo acaba por encontrarle parecido, ¿con quien? con Stendhal. Y el parecido no se detiene en las líneas cansadas, resentidas del rostro del español. Se prolonga en los espíritus. J. L. encuentra en Goya y en Beyle, la misma intensidad en el trazo; algunas veces, un poco de caricatura; a menudo, un poco de odio; y, frente a la belleza femenina, la misma sensibilidad a pesar del cinismo común a Goya y Stendhal.

J. L. recorre España, y España lo penetra, a veces. Otras la vida española es sólo un pretexto para afinar sus teorías, para apoyar su técnica de escritor. Asiste a una corrida de toros esperando sensaciones vivas, variadas, y sólo encuentra una diversión teatral monótona. Apenas sí la entrada de la cuadrilla le regala un poco de belleza. La lidia le parece un juego estrecho y brutal. Y, añade, «a pesar de los accidentes, deja poco lugar a lo imprevisto»... Un libro de Barrés y unos cuantos pliegos de papel para escribir, forman el equipaje de J. L. El libro le servirá para mantener despierta su ironía; los pliegos para ir anotando sus hallazgos, sus reflexiones, y, sobre todo, para hablar de su pasión amorosa. Todo ello en cartas que dirige a su amante a quien quisiera dejar de amar sin violencia, alejándose de ella para siempre, sin odio ni amargura.

Si Jacques de Lacretelle llega a España con unos pliegos de papel impreso o en blanco, escritos o por llenar, Waldo Frank lleva a España un baúl mundo. Todo parece caber -no todo cabe- en este baúl musical que el norteamericano lleva a la espalda, sin fatiga, acomodando en su interior todo aquello que encuentra sin sorpresa porque parece haber ido a España a recogerlo. La delicia del viajero es, precisamente, la inversa: encontrar lo que no busca. Waldo Frank encuentra justamente lo que desea para apoyar sus ideas sobre España: ejemplos, datos, fechas y fichas, hombres y nombres. De este modo acomoda sus notas en el baúl del que un día saca, flamante, nada menos que una sinfonía española. ¿Nada menos? Y nada más.

La visión panorámica de Frank hace pensar en una sinfonía de un maestro de ayer. ¿Strauss? Repartida muy hábilmente (El cielo de España, La Tragedia, Mas allá de España) y ejecutada con mucha temperatura (Waldo Frank es al mismo tiempo la partitura y la orquesta) esta obra cerrada y de fuerte apariencia tendrá ecos inmediatos, los tiene ya. El tono del libro y la temperatura del estilo aparecen contagiosos, han contagiado ya a algunos espíritus vegetales. El versículo bíblico, el proverbio árabe, la estrofa castellana, todo aparece en el discurso de Frank, formando aquello que un espíritu apresurado se atreve a llamar lirismo. Ninguna equivocación más exacta. ¿Como confundir el lirismo con la oratoria? Oratoria inteligente, dueña de sí, amiga del giro y de la pausa, de la definición inesperada y de la comparación inevitable.

Pero ¿el viaje? El viaje de Frank se resuelve en torno a la Historia de España, en torno a los hombres vivientes de España. Por momentos, creemos que Frank va a dejar sus hipótesis, sus alegorías, que va a dar un paso fuera de su andante, pero esto no sucede. ¿Como exigírselo? Waldo Frank no es, casi, un viajero. Encuentra lo que busca y escribe un libro wagneriano, atractivo o no, según el espíritu que lo lee -iba a decir que lo escucha-. ¿Un libro de viajes? La España virgen de Waldo Frank es mucho más que un libro de viajes. Pero también mucho menos.

El mexicano parece haber ido a buscar la madurez sin zumo de España. Una España maestra, dura, agotada. Y ha encontrado la España presentida por nosotros inmóviles, joven otra vez, y amiga. Gracias a este delicioso fracaso, Manuel Gómez Morín ha hallado una tierra viva, fiel a su misión. España fiel. Y un paisaje que recibe y describe ahora, agradecido, con viveza. También a su modo ha encontrado elementos para formar una arquitectura musical española. «De Castilla -dice- vienen esas notas graves que en la 'sinfonía' España no se escuchan a veces, pero que insensiblemente, sin cambiar de tono, apresuran el compás, se acercan y dominan con imperio varonil, con resonancias trascendentales, todo el caudal de las otras melodías». (¿No será esto el recuerdo subconsciente de una suite española? ¿de Albéniz? ¿de Granados?) Pero lo que importa es que Manuel Gómez Morín ha ido a encontrar en España, en vez de su propia madurez, su juventud espiritual, su fervor y -quisiéramos- su desconfianza. Sus ojos de hombre de acción buscaban en España la pereza inactiva, la pobreza, la rutina del trabajo primario, y han encontrado fuerzas activas, trabajos modernos. En vez de decepcionarlo, de robarle fuerzas para la acción, España lo asegura, y él, en recompensa, escribe y lee públicamente unas cuantas páginas -de las que Waldo Frank no está ausente- cálidas, discretas, agradecidas.




ArribaAbajoTraduciendo a Paul Valéry

De algunos años a esta parte, el numero de traducciones de poesías y fragmentos de escritos en prosa de Paul Valéry ha ido en sensible aumento. Pocas traducciones son buenas, pero todas son el síntoma claro de que los escritores españoles e hispanoamericanos, insatisfechos de un conocimiento privado y de un placer egoísta, quieren compartir su hallazgo con un público menos preparado que ellos, pero no menos ávido de los goces que procura la obra de un espíritu de claridad y de tacto excepcionales.

Las traducciones de El cementerio marino iniciaron la marcha. Jorge Guillén, Mariano Brull y más tarde Emilio Oribe se atrevieron a intentarlas, y alcanzaron aciertos parciales, tanto, que Guillén, más inteligente por más desconfiado, se apresuró a opinar que el arte de traducir debe ser un arte de colaboración: aportaciones de acentos y de aciertos vendrían de todos los rumbos y se unirían para formar un solo coro, un edificio único en el que los nombres de los colaboradores quedarían modesta u orgullosamente ocultos. A raíz de un artículo en que Alfonso Reyes recogió esta idea de Guillén, al lado de otras suyas, imaginaba yo un ideal congreso de traductores, en que los miembros fueran los más atentos y apasionados espíritus afines a la obra del poeta. Al cabo de unos meses de silencioso, difícil y desesperante trabajo, bien podría resultar ¿una buena traducción de El cementerio marino?... apenas sí una traducción discreta para uso de quienes no tienen la fortuna de conocer el idioma en que esta escrito.

Porque la traducción de la poesía es siempre un trabajo melancólico. Los frutos de la cosecha son pálidos, convencionales muestras; basta hincarles el diente para recibir un zumo sin sabor ni perfume, una ausencia en vez de una presencia deliciosa. La transfusión de sangre de un idioma a otro, posible cuando se trata de una obra escrita en prosa, no lo es cuando de poesía se trata. Valéry me ayudaría a subrayar esta imposibilidad. El objeto de un escrito en prosa puede repetirse una y muchas veces más en otro escrito en prosa, así sea en otro idioma, pero ¿cómo expresar en otro verso y en otro idioma aquello que no se propone un fin, sino que es un fin en sí mismo, y que si llega, del mismo modo que la prosa, a alguna parte, no es porque se lo haya propuesto sino porque lo ha conseguido?

Las traducciones que Alfonso Reyes ha hecho de algunas poesías de Mallarmé, cuentan y contarán entre las mejores. No olvido, sino tengo presentes las afinidades, las aproximaciones momentáneas a Mallarmé, de Alfonso Reyes. Y, no obstante, ¿qué son estas traducciones sino sombras desgarradas de un fantasma inasible?

De Paul Valéry no conozco aún traducciones al castellano que pueda juzgar de cierta permanencia, que tengan materia para durar. Apenas el poema de «Las granadas», traducido por Jorge Guillén, conserva en castellano algo de su arquitectura secreta.

Las dificultades, invencibles cuando se trata de la poesía, no lo son tanto si el objeto es traducir un escrito en prosa. Ya un poeta mexicano, excepcionalmente dotado para este juego de palabras cruzadas, como llama Cremieux al ejercicio de la traducción, Gilberto Owen, publicó hace años en castellano, amorosa y fielmente, unos pequeños textos poéticos, Ilustraciones de grabados de Paul Valéry. Pero ¿obras cómo Monsieur Teste, El alma y la danza o los tomos de Variedad, para ir de lo más a lo menos complejo? De mí puedo decir que sólo el hecho de pensar en traducir algo más que un fragmento, un aforismo o una página de Paul Valéry, me produce -si se me permite decirlo- un calofrío horrible.

Una dichosa fortuna me dio la oportunidad de conocer, inéditas aún y en plena marcha, las traducciones de tres breves cuadernos de Paul Valéry. Hablo de Littérature, Choses tues y Anfion, traducidos, respectivamente, por tres escritores de México, Ricardo de Alcázar, Rodolfo Usigli y José D. Frías. Ni la traducción de las notas y reflexiones que forman Choses tues, ni la del melodrama sobre el mito de Anfión, que musicó Honegger, han pasado de los manuscritos a la imprenta. Sólo Literatura4 alcanzó ya la primera sanción, la de la imprenta, y espera, desde la sencillez no exenta de gracia de su arquitectura tipográfica, la mirada impaciente que trasponga las columnas de letras para adentrarse en las numerosas, breves y profundas estancias que la forman: aforismos, reflexiones, observaciones, consejos y notas sobre la poesía, la retórica, la claridad, la obra y su duración, y el escritor clásico y el romántico, temas típicamente valeryanos que, a pesar de su diversidad, tienen unidad de estilo y de fondo.

Difícil por su sencillez aparente es la forma literaria del aforismo, hermano de la máxima en que los franceses aciertan como ninguno. Decir cuanto se quiere decir, y no más, pero no menos, y siempre en pocas palabras, sería la poética del aforismo, si el aforismo admitiera alguna poética. Un dicho muy conocido de Gracián debiera estar siempre presente en el espíritu del escritor. En uno de sus consejos, que aparece precisamente en Literatura, Valéry extrema el dicho de Gracián sobre la bondad de lo breve, diciendo: «entre dos palabras es preciso escoger la menor».

De todas las notas que contiene el cuaderno, las más importantes son las que se refieren a la poesía. Con facilidad encontramos en la literatura inglesa, antigua y contemporánea, intentos admirables dirigidos a la definición de la poesía, de su ambición y objeto. No sucede lo propio en la literatura francesa. Por ello, cuando un espíritu tan profundamente francés como el de Valéry, se inclina sobre el papel para definir y situar lo que tantas veces ha realizado en versos sin mancha, el lector halla un goce impagable. Un solo poeta de América -donde la inspiración es todavía el principio y el fin de la actitud poética- no debe ignorar estas páginas en que se dice que el poema debe ser una fiesta del intelecto y no otra cosa. Mas no sólo el especialista o el que cree serlo, sino el simple lector que ama o cree amar la poesía por un deber oscuro, ciego, religioso, encontrará en estas definiciones motivos más libres, más claros y lúcidos para amarla plenamente, en el uso de sus facultades, con los riesgos de una responsabilidad. Mientras tanto, pensemos que «La mayor parte de los hombres tienen de la poesía una idea tan vaga, que esa vaguedad misma de su idea es para ellos la definición de la poesía».

Notas sobre el pensamiento y la poesía en que Valéry dice cuál es el verdadero papel del pensamiento que «debe estar escondido en el verso como en el fruto la virtud nutricia»; sobre el lirismo, que le parece el desarrollo de una exclamación; sobre la rima, que tiene la virtud de enfurecer a la gente simple que cree ingenuamente que hay algo bajo el cielo más importante que una convención; y sobre la duración de la obra: la mejor, para Valéry, es aquella que guarda su secreto más largo tiempo, forman lo mejor de Literatura. Menos felices son las notas sobre clásicos y románticos. La diferencia entre ellos no es tan simple como le parece a Valéry, cuando dice que es la que establece el oficio entre el que lo ignora y el que lo ha aprendido. «El romántico que ha aprendido su arte, se vuelve clásico». Y añade: «por eso el romanticismo acabó en el Parnaso». Me resisto a pensar que alguien puede considerar clásica la poesía de los parnasianos, que sólo es académica. El académico es el romántico que ha aprendido un oficio que no es el suyo. El romántico es el que no aprende un oficio jamás. Vecino de la acera de enfrente, el clásico es el que no aprende su oficio precisamente porque ya lo sabe y lo ejercita.

Sorpresas de la sorpresa: Valéry se pregunta: ¿ésta puede ser objeto del arte? Y responde: a condición que la sorpresa sea infinita, «obtenida merced a una disposición siempre renaciente y contra la que toda la espera del mundo no pueda prevalecer». No es otro el objeto, al menos, de la obra de teatro. Así lo expresaba yo hace poco tiempo al decir que una obra dramática debe ser un enigma, un rompecabezas, un juego de palabras cruzadas. Pero Valéry se ha apresurado a decirlo en una sola y breve frase: «Toda obra dramática es una charada». Y como entre dos frases, la mejor es la menor...

Ricardo de Alcázar ha traducido este inagotable cuaderno de Paul Valéry. Sólo un poeta está capacitado para realizar una tarea cuyos resortes secretos se ocultan a quien no lo sea. Ricardo de Alcázar lo es y de calidad. Un conocimiento seguro de nuestro idioma y un placer de filólogo por las etimologías, lo colocan en una situación ventajosa con relación a traductores menos bien armados; una vigilancia sin reposo, una bien nutrida desconfianza presidió el conocimiento de los delicados problemas que ha sabido resolver o despejar limpiamente.

1933.




ArribaAbajoPaul Morand

¿Recordáis el prefacio de Anatole France a «Los placeres y los días», el libro primero de Proust? Anatole France parece reconocer únicamente en el Proust de entonces, en vez de las cualidades originales que formaron más tarde una rama de la literatura actual y ensombrecieron el limitado prado ameno del mismo autor de «El crimen de Silvestre Bonnard», virtudes refinadas. Cualidades, virtudes. Para France, Marcel Proust era un virtuoso lo cual en arte -¿en música, quien lo ignora?- no es, en modo alguno, diverso de un vicioso.

¿Recordáis, en cambio, el prefacio de Marcel Proust a «Tendres Stocks» de Paul Morand?

La respiración es otra: da tiempo para escribir y, en seguida, leer en voz alta una frase larga. Proust tuvo la conciencia clara de como el tiempo se impone a los escritores y de que modo aparecen nuevos escritores que imponen, al tiempo, su tiempo. Hablando del minotauro Morand, supo afirmar que lo cierto es que, de cuando en cuando, surge un nuevo escritor y este escritor tiene que aparecer a los ojos egoístas de la generación precedente y a los ojos de vidrio que esta generación ha logrado mantener enfrente a modo de público, un escritor difícil. Como en una delicada venganza y dirigiéndose al mismo Anatole France, escribe Proust: «Podemos seguirlo hasta la mitad de la frase, pero allí desistimos».

Nosotros imaginamos que Anatole France no pudo ir más alla de la mitad de una frase del Proust que hacía decir a Paul Morand: «vuestra voz, también blanca, traza una frase tan larga...»

Frente a un espejo de dos lunas -Morand ha dibujado en La Europa galante uno delicioso, donde las lunas son tres- tenemos los perfiles diversos de un mismo rostro. ¿Quién no es asimétrico, aunque sea ligeramente? Uno de los perfiles de Morand parece hecho para mirar a las mujeres; otro, para mirar a las ciudades.

En un principio, las mujeres de Morand -Clarisa, Delfina, Aurora- eran a un solo tiempo la figura y el ambiente. De este modo, el aire engendraba la figura sin pretender ahogarla, y la figura creaba el paisaje con sólo un movimiento, con una frase o, simplemente, con un silencio. En un principio también, al recordar estas tres figuras de Morand pensábamos en las muñecas grises y delgadas que aun de frente parecen enseñar sólo el perfil, de Marie Laurencin. Ahora, la asociación nos parece impropia, a favor de Morand.

Clarisa es rubia, aficionada a las antigüedades, pero, «más que el objeto, le seduce la imitación». Delfina tiene unos negros ojos líquidos. Aurora, de aficiones salvajes, danza desnuda, «dejando en nuestras retinas una imagen hindú con brazos y piernas múltiples».

Más tarde, las cosas que forman la tela de Morand pueden verse y palparse por separado, al punto que casi podríamos decir que el segundo término habitual de un cuadro cualquiera pasa a ser aquí, victoriosamente, el primero. Sus breves novelas ya no se titulan, no podrían titularse, con nombres de mujeres. El tiempo y el espacio intervienen como un convidado cuya presencia no nos asombra sino en vista de nuestra falta de previsión. Aparecen la «noche» y la «tierra». La noche catalana, la noche turca, la noche nórdica no se llaman ya, simplemente: Remedios, Ana, Aino.

Las mujeres y las ciudades. El plano de una mujer, el sexo de una ciudad. Los perfiles de Morand desaparecen. Ahora, compuesto su rostro de frente, mira, indistintamente, a las mujeres y a las ciudades. Para conocer a las mujeres es necesario recorrerlas. Para conocer las ciudades es preciso palparlas. Y las ciudades y las mujeres de Paul Morand no pueden ser una sola. Viajero obligado, su vida es la vida cosmopolita. Tiene ya, detenido en libros, su Occidente, su Pre-Oriente, su Oriente. Parece conocer una parte de Norteamérica; y, además, de los Estados Unidos ha sabido decir que los viejos automóviles Ford son sus únicas ruinas.

Morand es el observador rapidísimo de gestos y lugares, que en dos minutos levanta en un interior toda una ciudad o una raza. Hombres y mujeres se mueven, gesticulan, callan, se frotan o se buscan. En Ouvert la nuit, en Ferme la nuit, pasan nombres, vocablos y sitios que son el universo internacional de este arquero que lanza tan certeras flechas sobre todo cuanto mira, que, si tuviera tiempo de detenerse un momento frente a un espejo, su imagen quedaría acribillada.

Paul Morand tiene treinta y ocho años y un público internacional que lo busca por diversas razones, aun por aquellas que no son estrictamente literarias. Esto último nada tiene de extraño: Chesterton nos enseña que un impresor, leyendo la Biblia, no encuentra sino las erratas.

Sus asuntos sexuales y su lenguaje han contribuido a imantarle lectores. Su más reciente libro se titula, significativamente, Ríen que la terre. Como todos los suyos, es el libro de un sensual, de un hombre que pone en juego sus sentidos, alejándolos y acercándolos como el fotógrafo el silencioso acordeón de su cámara de fuelle, para conseguir la visión exacta.

A la inversa de Valéry Larbaud -a quien recordamos por lo mucho que de Morand difiere-, más que el carácter le interesa la manía del sujeto. El tic nervioso, la zozobra de un instante, el ademán que descubre un vicio o un deseo, el laberinto psicológico cuya salida está en una mirada. Por todo esto, su estilo es agudo y rápido. Quebrado estilo de hombre que husmea, frota, espía... En pocas palabras, estilo de hombre sensual.

¿Pero no debe ser un lugar común, tan bello como el verso de Racine más veces citado:


La fille de Minos et de Pasiphaé

que la sensualidad es una forma de la inteligencia?

1927.




ArribaAbajoEl renacimiento de Cervantes

Aumentar la literatura en torno a Cervantes es una operación sencilla, al alcance de apresuradas manos. Darle un nuevo e inteligente sesgo a la posición habitual de la crítica y, con la aportación de un solo numero bibliográfico, borrar tantos criterios erróneos, tantas ideas envueltas en bruma y temerosas de claridad, es difícil laboriosa tarea. En torno a Cervantes, el deber de la crítica consiste en «quitar pesos -abrumadores pesos- de encima», para lograr una silueta más dibujada, airosa y sintética del escritor. Américo Castro aumenta la cifra de libros sobre Cervantes con un nuevo volumen, El pensamiento de Cervantes. ¿La aumenta? Más justo sería decir que la disminuye. Su intromisión hace salir automáticamente, del campo cervantino, muchos románticos criterios.

CERVANTES, «INGENIO LEGO»

Américo Castro dirige una idea centro, tendenciosa y justa, que hace de columna vertebral, forma la unidad e impone un método de ordenación y distribución a su obra. No es por una simple manía imaginista que hablo de columna vertebral. Ostelología mejor que miología o neurología, me parece este juicio sobre Cervantes. Duro y estricto, mejor que de ágiles músculos o de alterados nervios.

Américo Castro se propone fijar de una vez, para siempre, la intensidad, la variedad de las líneas que trazaron el pensamiento de Cervantes. No se propone seguir el trayecto de un cuerpo sino el trayecto de una inteligencia.

Hay un momento en el curso del camino, un punto en donde la línea vertical que forma la «Y» se abre y separa en dos porciones que ya no volverán a encontrarse jamás. Hay en la crítica cervantina una idea en la que no sólo es imposible sino melancólico pretender conciliar los criterios. Trátase de la inconsciencia artistíca de Cervantes. Cuando se llega a este punto de la «Y», a este momento del viaje, es preciso optar por seguir a aquellos que la afirman o a la minoría que la niega con firmeza.

En el escollo de la inconsciencia artística del autor del Quijote han chocado afinadas inteligencias. Menéndez Pelayo, Ganivet, Unamuno, Savj López, han contribuido a que Cervantes sea considerado como un bello trozo de naturaleza -una roca o una cascada- y el Quijote como un fruto imprevisto, como un milagro. La idea ha corrido por rumbos y caminos. Cervantes acaba por ser considerado ingenio vulgar, autor involuntario de una obra magnífica.

Américo Castro, enemigo inteligente y decidido de este sencillo modo de resolver el problema del pensamiento de Cervantes, emprende un viaje de humanista y de conocedor de literaturas comparadas, para situarlo en su época histórica e ideológica y descubrir en él un oído atento a las voces de la cultura que somete y esclaviza el don espontáneo tornándolo artístico regalo.

En España se inicia la hora de las rectificaciones a don Marcelino Menéndez Pelayo, tan atento a todas las cosas y, en consecuencia, tantas veces distraído. También ha sonado la hora del homenaje a Ramón Menéndez Pidal, menos ambicioso y, en consecuencia, más seguro. La obra de Castro viene a contrariar el apresurado criterio de Menéndez Pelayo sobre Cervantes a quien tacha de falto de afición por las ideas. Coincide, en cambio, con las afirmaciones de Ramón Menéndez Pidal acerca de la voluntad artística de Cervantes: «Cuanta meditación no revela la depuración del tipo quijotesco, cuán íntima y prolongada convivencia del artista con su creación». «Cervantes quiso dejarla con todas las ligeras inconsecuencias de una improvisación muy a la española. Pero esa improvisación en modo alguno supone inconsciencia sino imprevisión viva, penetrante». Ramón Menéndez Pidal ha puesto el dedo incrédulo -el dedo científico- en la llaga de la crítica cervantina que cree ciegamente en la miseria ideológica de Cervantes. Américo Castro desenvuelve, con meditadas razones, su propósito de revelar al Cervantes untado de la cultura digna de su genio y de su época, en una obra de revisión minuciosa que acabará con la idea de la creación espontánea, que es una idea estética prehistórica.

«NOSTRO CERVANTES»

Los alemanes dicen refíriendose a Shakespeare, unser Shakespeare, los ingleses consideran clásico suyo a Montaigne, our Montaigne, significando de este modo la comprensión profunda y el deseo de conocimiento exacto que un autor extranjero ha acabado por despertar. Ahora, en España, no un extranjero sino un español muy vivo y enraizado, está a punto de lanzar la teoría del italianismo de Cervantes. ¡Cervantes italiano!

¿No es ésta una manera de abrir los ojos a tantos críticos que se han empeñado en estudiarlo encerrándolo en la vida popular española y sólo en ella, sin considerar las influencias del pensamiento extranjero, antiguo y contemporáneo, y las consecuencias de una nueva respiración regulada en el viaje a Italia?

El viaje de Goethe a Italia y, más modestamente, el viaje de Velázquez, no fueron un simple cambio geográfico. ¿Por qué un hombre como Cervantes no había de reaccionar, rechazar y recibir formas y temas de un país, de una época rebosante de incitaciones? El viaje de Goethe a Italia es un momento significativo en su vida. También el viaje de Velázquez. El viaje de Cervantes fue sólo, hasta ahora, una cifra más en la memoria de los pescadores de cifras.

La erudición cervantina se había conformado con el procedimiento muerto -ya que no producía consecuencias- de la búsqueda y registro de todos los movimientos físicos de Cervantes. Este viaje a Italia, que Castro considera esencial en su desarrollo, era, pues, un simple hecho como otro cualquiera. Aquí ocurre comprobar una idea pirandelliana: ¡Los hechos, cuando no están llenos por ideas, que son sino sacos vacíos! Américo Castro se encarga de dar cuerpo a este viaje a Italia. Y con un procedimiento de recreación artística muestra a Cervantes nutrido de la ideología de su tiempo y le señala las fuentes a que recurrió por afinidades instintivas o de elección. Este nuevo Cervantes fue un hombre del Renacimiento italiano, sacudido por los conceptos que se derramaban en toda Europa ayudados por el movimiento de Reforma, que habían de tocar a España a su debido tiempo. Erasmo influye sobre el autor del Quijote, directamente o a través de sus traductores españoles (Mal Lara). También León Hebreo y Baltasar de Castiglione imprimen en Cervantes la idea de «naturaleza» como realidad divina, iniciándolo en la corriente filosófica de ese tiempo: el neoplatonismo.

El nuevo Cervantes, italiano más que español, al participar de esta ideología se convierte en un «europeo». El mismo Américo Castro se asombra -tan certero es su descubrimiento- de encontrar en Cervantes, desarrollados armoniosamente, los más finos temas del Renacimiento.

ESPEJO DE ERUDITOS

La obra de Castro supone una labor larga, despaciosa, lentamente pensada y, ahora, en el libro, sabiamente gobernada. Método filológico es el suyo, pero también y principalmente método filosófico.

Américo Castro domina por completo la técnica del erudito, pero no la ostenta porque no es un virtuoso de su instrumento sino un maestro. El conocimiento que revela en literaturas comparadas y su buen estilo de escritor -¡que lejos estamos de las páginas oratorias del inevitable don Marcelino!- hace blandas las naturales durezas del oficio. Su libro está tendido como el lazo del cazador inteligente, con toda suerte de previsiones, con un desarrollo perfecto en el que una página se conecta, por medio de una simple anotación tipográfica, con otra más lejana del mismo libro, ampliando el concepto que no convenía agotar antes de tiempo.

Jugando con una frase de dos filos podemos decir, sin temor a herirnos, que, por su doctrina y por el resultado que alcanza, el libro de Américo Castro puede llamarse El renacimiento de Cervantes.

PÍO BAROJA

Con el tiempo, por la edad, las figuras literarias de algún relieve añaden a la curiosidad intelectual que despiertan, un personal interés anecdótico. Nos interesa su obra y acaba por interesarnos su vida. Hasta podemos intentar un pequeño balance pensando en las posibilidades que ésta les ofreció para mantener su arte.

A quien desconozca el carácter, las costumbres de Pío Baroja, su obra podrá parecerle admirable o no, pero la juzgará de diverso modo cuando algo sepa de su vida. Y, fuerza es consignarlo, Pío Baroja necesita insistir en sus intimidades para que no se juzgue su obra con dureza. Se pasa entonces, insensiblemente, de la dureza a la simpatía.

Vida.- Sospecho que Pío Baroja se propuso en su juventud, como uno de sus personajes, ser un «hombre de acción». Lo cierto es que lo ha conseguido. Médico de aldea, sus cualidades físicas fueron insuficientes para soportar las duras pruebas de la naturaleza: Las noches bajo los árboles, «la esquina al norte de las pulmonías».

Panadero después, y periodista y hombre de negocios. De su fracaso en estas actividades nació, afortunadamente, el escritor, no por vocación o vanidoso impulso. Solitario por «dignidad» ante la España política de su tiempo, ha envejecido, inadaptado y descontento, gruñendo a propósito de todo. Unas veces es interesante oírle; otras veces -para bien de él-, lo mejor es hacerse el sordo.

Con el objeto de ayudar la memoria del curioso literario, los críticos lo han hecho formar parte de la generación de 1898. Baroja no está conforme y para demostrarlo se empeña en negar la existencia de tal generación. Claro que si como grupo tendencioso puede no existir, sí se forma con la lista de los escritores que por ese tiempo empezaron a ganar fama; entonces no tiene más remedio que pertenecer a ella. Más bien Baroja no quisiera ver su nombre al lado de otros de contemporáneos suyos a quienes intelectualmente no estima. Hasta da la impresión de que está por decir: Si es preciso ser de alguna generación, yo soy de la generación de Dickens...

Individualista, español y, más exactamente, vasco, ha marcado a su obra características muy singulares y personales. Podrá haber en España mejores novelistas -los hay-, pero ninguno tan diferente, tan personal.

Baroja ha viajado por Inglaterra y Francia, pero, como un personaje de Jean Cocteau, cuidando de llevar a todas partes su atmósfera. Siente la emoción de lo histórico, pero de lo histórico cercano; gusta de los relatos de aventuras, de viajeros; y de las memorias y las confesiones. En una palabra, es un romántico, sólo que no pertenece a la categoría de los románticos que lloran sino a la de los románticos que gruñen. Además, es pariente de uno de los tipos de sus novelas.

Pecados.- Pío Baroja es primero un novelista, después sigue siendo un novelista, luego no es nada. Cuando se ha propuesto hacer libros de teorías, de ideas, no ha acertado. Sorprende que Eugenio d'Ors confíe en las ideas generales de Baroja, que a nosotros se nos escapan porque a Baroja se le han escapado primero.

Nada menos vertebrado que la ideología de este novelista; nada menos ágil que su pensamiento y nada más directo que su expresión. De Baroja sospechamos que escribe un concepto sin repensarlo y que aunque lo encuentre flojo y contradictorio con el que va a escribir en seguida o con aquel que ya escribió, no se toma la molestia de borrarlo. Piensa en el momento de escribir, pocas veces antes y nunca después. Con tales desventajas es fácil advertir que Baroja no es ni el anverso ni el reverso en la medalla del autor teórico, apenas podría considerársele como el canto.

Sus libros de esta especie son tan personales como sus novelas, lo cual equivale a decir que son tan diluidos, tan llenos de contingencias, de huecos, de penumbras, tan desgarrados como ellas. Cuando algo llega a interesar en tales obras son las confesiones espontáneas o caprichosas, malhumoradas o contradictorias. Las ideas, las ideas se le fugan en seguida.

Baroja, autor teórico, da una impresión melancólica, cuando no la impresión lastimosa que inspira aquel que se ha vestido de alpinista para escalar una colina.

Baroja, tan dueño de su estilo en las novelas, no podría ser un buen ensayista sin antes cambiar su modo de escribir, sin suicidarse antes. Para el movimiento de las ideas, le estorba su estilo, que es un estilo de necio: a cada momento encuentra uno que Baroja emplea tres frases seguidas e iguales para decir la misma cosa.

Milagros.- Es difícil hablar de las cualidades de Pío Baroja como novelista, en cambio, hablar de sus milagros como tal, es más justo y menos comprometedor. Una cualidad difiere de un milagro en que éste dura menos; también en que la cualidad es el fruto de algo anterior, en tanto que el milagro es el fruto de nada. Baroja novelista, procede por milagros que, afortunadamente, no se hacen rogar para aparecer con frecuencia. Su estética no puede ser más sencilla. Le interesa su propia vida, la de aquellos que lo rodean y el arte como «reflejo de la vida». Sus novelas, que él pretende que no sean más que eso, consiguen eso y bastante más.

Su estilo -que juzgado en trozos aislados parece ser la negación del estilo-, es el único que puede acompañarlo en sus diálogos y en sus episodios. Sería injusto imaginar a este autor buscando novedades de expresión y calculando el alcance de sus frases. El milagro de su estilo está en que los lugares comunes suenan en sus páginas como frases modestas, sí pero nunca oídas hasta entonces. Baroja hace del modo de escribir novelas un simple oficio: hilvana como la costurera, y, como el carpintero, ensambla episodios y aventuras. A pesar de ello, en más de una novela suya asombra la precisión armónica del desarrollo, o aquello que en otro autor sería la respuesta de una preconcebida ordenación.

Otro milagro es el de su personalidad. La monotonía espiritual de Baroja llega a ser tan intensa y desnuda que cuando intenta contradecirla es difícil permitírselo. Así, cuando Baroja pinta un paisaje luminoso y colorido, lo sustituimos mentalmente por otro de gris monótono y de lluvia sostenida. Porque en el paisaje de Baroja está lloviendo siempre. Otro milagro descubrimos en su obra y consiste en que para Baroja los milagros duran más tiempo del reglamentario.

Absolución.- Puesto que Baroja se confiesa a menudo, descubriendo sus debilidades, exhibiendo su falta de erudición y de gramática, nos vemos en la necesidad de ir absolviéndolo. No es un cínico, es solamente un «claridoso». No hace alarde de sus faltas, pero tampoco cree su deber ocultarlas. A su parte inmortal seguramente le molesta tanto mostrarlas como sufrirlas, pero su sinceridad humana lo obliga a decirlas en voz alta, asegurándose el consuelo del enfermo que alivia sus males refiriéndolos.

Ahora, Pío Baroja pide disculpas. Pensemos que es un deber absolverlo apresuradamente, de antemano, antes de que pida perdón.

1925.