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ArribaAbajoMeteorología

En 1860 era yo asiduo concurrente a la tertulia del brigadier del ejército español don Antonio Vigil, quien, después de la capitulación de Ayacucho, tomó servicio con los republicanos y alcanzó a investir la clase de general. Era nacido en el norte del Perú, y murió casi nonagenario, con reputación de valiente y entendido militar y de caballero honrado a carta cabal.

Decíame una noche Vigil que todo hombre lleva en sí la intuición de la forma como ha de herirlo la muerte, y que esa intuición se revela hasta en las palabras favoritas. Y como para probármelo, me contó lo que yo, a mi manera, voy a contar a ustedes.

El brigadier arequipeño don Juan Ruiz de Somocurcio que, como subjefe del mariscal Valdés, capituló en Ayacucho, debió ser soldado de mucho ñeque, cuando, a pesar de su condición de americano, llegó a investir tan alta clase militar en diez y siete años de carrera, principiada, como cadete, en 1806. Casi no hubo batalla ni acción de guerra en el Alto Perú en que no se encontrara. -Guaqui, Salta, Vilcapugio, Ayohuma, Viluma y Zepita fueron campos en los que, dice Mendiburu, ostentó su bravura. Sus ascensos todos no fueron, pues, hijos del favor, sino conquistados en regla.

Aunque vivió desde niño en los cuarteles, nadie oyó jamás a Somocurcio una de esas palabrotas o tacos redondos de que tanto abusaban (y abusan, digámoslo claro) los militares, y especialmente los españoles, magüor no visten uniforme. Dícese que mal puede ganar batallas general que a tiempo no sabe echar un terno.

Si yo fuera el obispo Villarroel escribiría que Somocurcio entró en el cuartel; pero el cuartel no entró en él.

El brigadier Somocurcio tenía afición a la meteorología, y a ella pedía prestadas palabras cuando le era preciso hablar gordo.

¿El asistente demoraba en lustrar las botas? «¡Rayos! -exclamaba su señoría.- ¿Vienen o no vienen esas botas? ¡Mil rayos!»

¿Se hacía el asistente remolón para ir a desempeñar un recado? Pues no faltaba un «¡Granizo! ¿Vas o te hago ir más que de prisa? ¡Granizo!»

El asistente no había ensillado el caballo? Pues don Juan Ruiz de Somocurcio   —299→   se convertía en tempestad deshecha, y todo se le volvía gritar: «¡Rayos y truenos! ¡Malo centella te parta, tunante!»

¿Daba un tropezón y se lastimaba un callo? «¡Relámpagos! «¡Mil relámpagos!»

Sólo delante de Valdés amainaba un poco la tormenta. Cuando el español, por cualquier futesa, soltaba un.... «¡Ca...rámbano!» (se entiende, sin dirigirse a Somocurcio, que era su segundo y a quien estimaba muy cordialmente), el arequipeño lo interrumpía diciendo con brío: «¡Nubes y lluvia, mi general» Valdés desarrugaba el ceño, tendía la mano a Somocurcio, y contestaba:

-Vamos, don Juan, que siempre ha de tener usted a mano el chaparrón para apagar la candela.

El brigadier se había casado en 1816, y en los siete años transcurridos hasta el día de la batalla de Ayacucho, tal vez no excedían de seis meses, por junto, los pasados en su hogar. Por eso el general La-Mar, que era, muy arraigo y apreciador de Somocurcio, se interesó con Sucre para que, libre de la condición de prisionero, le permitiera residir en Arequipa al lado de su esposa.

El 3 de enero de 1835, hallándose el viajero en la pampa de Langui, camino del Cuzco a Arequipa, se desencadenó una furiosa tormenta, y don Juan Ruiz de Somocurcio pereció herido por un rayo.

Vivió y murió meteorológicamente.




ArribaAbajoAl pie de la letra

El capitán Paiva era un indio cuzqueño, de casi gigantesca estatura. Distinguíase por lo hercúleo de su fuerza, por su bravura en el campo de batalla por su disciplina cuartelera y sobre todo por la pobreza de su meollo. Para con él las metáforas estuvieron siempre de más, y todo lo entendía ad pedem litteræ.

Era gran amigote de mi padre, y éste me contó que, cuando yo estaba en la edad del destete, el capitán Paiva, desempeñó conmigo en ocasiones el cargo de niñera. El robusto militar tenía pasión por acariciar mamones. Era hombre muy bueno. Tener fama de tal, suele ser una desdicha. Cuando se dice de un hombre: Fulano es muy bueno, todos traducen que ese Fulano es un posma, que no sirve para maldita de Dios la cosa, y que no inventó la pólvora, ni el gatillo para sacar muelas, ni el cri-cri.

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Mi abuela decía: «la oración del Padre nuestro es muy buena, no puede ser mejor; pero no sirve para la consagración en la misa».

A varios de sus compañeros de armas he oído referir que el capitán Paiva, lanza en ristre, era un verdadero centauro. Valía él solo por un escuadrón.

En Junín ascendió a capitán; pero aunque concurrió después a otras muchas acciones de guerra, realizando en ellas proezas, el ascenso a la inmediata clase no llegaba. Sin embargo de quererlo y estimarlo en mucho, sus generales se resistían a elevarlo a la categoría de jefe.

Cadetes de su regimiento llegaron a coroneles. Paiva era el capitán eterno. Para él no había más allá de los tres galoncitos.

¡Y tan resignado y contento y cumplidor de su deber, y lanceados y pródigo de su sangre!

¿Por qué no ascendía Paiva? Por bruto, y porque de serlo se había conquistado reputación piramidal. Vamos a comprobarlo refiriendo, entre muchas historietas que de él se cuentan, lo poco que en la memoria conservamos.

Era en 1835 el general Salaverry jefe supremo de la nación peruana y entusiasta admirador de la bizarría de Paiva.

Cuando Salaverry ascendió a teniente, era ya Paiva capitán. Hablábanse tú por tú, y elevado aquel al mando de la República no consintió en que el lancero le diese ceremonioso tratamiento.

Paiva era su hombre de confianza para toda comisión de peligro. Salaverry estaba convencido de que su camarada se dejaría matar mil veces, antes que hacerse reo de una deslealtad o de una cobardía.

Una tarde llamó Salaverry a Paiva y le dijo:

-Mira, en tal parte es casi seguro que encontrarás a don Fulano y me lo traes preso; pero si por casualidad no lo encuentras allí, allana su casa. Tres horas más tarde regresó el capitán y dijo al jefe supremo:

-La orden queda cumplida en toda regla. No encontré a ese sujeto donde me dijiste; pero su casa la dejo tan llana como la palma de mi mano y se puede sembrar sal sobre el terreno. No hay pared en pie.

Al lancero se le había ordenado allanar la casa, y como él no entendía de dibujos ni de floreos lingüísticos, cumplió al pie de la letra.

Salaverry, para esconder la risa que le retozaba, volvió la espalda, murmurando:

-¡Pedazo de bruto!

Tenía Salaverry por asistente un soldado conocido por el apodo de Cuculí, regular rapista a cuya navaja fiaba su barba el general.

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Cuculí era un mozo limeño, nacido en el mismo barrio y en el mismo año que don Felipe Santiago. Juntos habían mataperreado en la infancia y el presidente abrigaba por él fraternal cariño.

Cuculí era un tuno completo. No sabía leer, pero sabía hacer hablar a las cuerdas de una guitarra, bailar zamacueca, empinar el codo, acarretar los dados y darse de puñaladas con cualquierita que le disputase los favores de una pelandusca. Abusando del afecto de Salaverry, cometía barrabasada y media. Llegaban las quejas al presidente, y éste unas veces enviaba a su barberillo arrestado a un cuartel, o lo plantaba en cepo de ballesteros, o le arrimaba un pie de paliza.

-Mira, canalla -le dijo un día don Felipe,- de repente se me acaba la paciencia, se me calienta la chicha y te fusilo sin misericordia.

El asistente levantaba los hombros, como quien dice: «¿Y a mí qué me cuenta usted?», sufría el castigo, y rebelde a toda enmienda volvía a las andadas.

Gorda, muy gorda debió ser la queja que contra Cuculí le dieron una noche a Salaverry; porque dirigiéndose a Paiva, dijo:

-Llévate ahora mismo a este bribón al cuartel de Granaderos y fusílalo entre dos luces.

Media hora después regresaba el capitán, y decía a su general:

-Ya está cumplida la orden.

-¡Bien! -contestó lacónicamente el jefe supremo.

-¡Pobre muchacho! -continuó Paiva.- Lo fusilé en medio de dos faroles.

Para Salaverry, como para mis lectores, entre dos luces significaba al rayar el alba. Metáfora usual y corriente. Pero... ¿venirle con metaforitas a Paiva?

Salaverry, que no se había propuesto sino aterrorizar a su asistente y enviar la orden de indulto una hora antes de que rayase la aurora, volteó la espalda para disimular una lágrima, murmurando otra vez:

-¡Pedazo de bruto!

Desde este día quedó escarmentado Salaverry para no dar a Paiva encargo o comisión alguna. El hombre no entendía de acepción figurada en la frase. Había que ponerle los puntos sobre las íes.

Pocos días antes de la batalla de Socabaya, hallábase un batallón del ejército de Salaverry acantonado en Chacllapampa. Una compañía boliviana, desplegada en guerrilla, se presentó sobre una pequeña eminencia; y aunque sin ocasionar daño con sus disparos de fusil, provocaba a los salaverrinos. El general llegó con su escolta a Chacllapampa, descubrió con auxilio del anteojo una división enemiga a diez cuadras de los guerrilleros;   —302→   y como las balas de éstos no alcanzaban ni con mucho al campamento, resolvió dejar que siguiesen gastando pólvora, dictando medidas para el caso en que el enemigo, acortando distancia, se resolviera a formalizar combate.

-Dame unos cuantos lanceros -dijo el capitán Paiva- y te ofrezco traerte un boliviano a la grupa de mi caballo.

-No es preciso -le contestó don Felipe.

-Pues, hombre, van a creer esos cangrejos que nos han metido el resuello y que les tenemos miedo.

Y sobre este tema siguió Paiva majadeando, y majadereó tanto que, fastidiado Salaverry, le dijo:

-Déjame en paz. Haz lo que quieras. Anda y hazte matar.

Paiva escogió diez lanceros de la escolta; cargó reciamente sobre la guerrilla, que contestó con nutrido fuego de fusilería; la desconcertó y dispersó por completo, e inclinándose el capitán sobre su costado derecho, cogió del cuello a un oficial enemigo, lo desarmó y lo puso a la grupa de su caballo.

Entonces emprendió el regreso al campamento: tres lanceros habían muerto en esa heroica embestida y los restantes volvieron heridos.

Al avistarse con Salaverry gritó Paiva:

-Manda tocar diana. ¡Viva el Perú!

Y cayó del caballo para no levantarse jamás. Tenía dos balazos en el pecho y uno en el vientre.

Salaverry le había dicho: «Anda, hazte matar»; y decir esto a quien todo lo entendía al pie de la letra, era condenarlo al muerte.

Yo no lo afirmo; pero sospecho que Salaverry, al separarse del cadáver, murmuró conmovido:

-¡Valiente bruto!



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ArribaAbajoLa proeza de Benites

(Al señor don Justiniano Borgoño)


Ilustración

El tesorero de Lima escribió una mañana al general Salaverry participándole que tenía en arcas treinta mil pesos, y que esperaba mandase por ellos a un oficial con la suficiente escolta, pues el trayecto entre el Carrizal de la Legua y Bellavista lo hacía inseguro un cardumen de montoneros. Los montoneros de entonces eran bandidos que, a la sombra de una bandera, desvalijaban al prójimo. Como siempre, la política era el pretexto.

Paseábase Salaverry en la plaza de Bellavista delante de la casa que le servía de alojamiento, cuando recibió la carta del tesorero, y después de leerla, tendió la vista en torno, a tiempo que por una de las esquinas cruzaba un oficial.

-¡Capitán Benites! -gritó Salaverry.

El oficial caminó la media cuadra que lo separaba del jefe supremo, y después del militar salado esperó órdenes, mientras Salaverry, sacando del bolsillo una cartera, escribió con lápiz algunas líneas, arrancó la hoja, y pasándola al oficial le dijo:

Tome usted, capitán, un piquete de lanceros, y vaya a Lima por el contingente que le entregará el tesorero. Lo aguardo de regreso antes de las cinco de la tarde.

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-Se cumplirá, mi general -contestó Benites, saludó y se encaminó al cuartel.

Era el capitán Benites un joven limeño de veinticuatro años de edad, simpático de figura, alegre camarada, respetuoso con sus superiores, nada despótico con los subalternos, querido por los soldados de su escuadrón, bravo, inteligente y honrado. Pero como sólo en los ángeles cabe perfección, tenía Benites el defecto de ser viciosamente aficionado a las hijas de Eva. Habiendo faldas de por medio, el capitancito perdía los estribos del juicio.

Acompañado de un sargento y quince soldados, hizo el peligroso trayecto del Carrizal sin encontrar ni sombra de montoneros. AI pasar por el tambo de la Legua, donde era obligatorio en aquellos tiempos para los viajeros entre el Callao y Lima detenerse a remojar una aceitunita, hizo alto el piquete, y el capitán agasajó a su tropa con una botella del pisqueño. Tocábales a copa por cabeza, lo preciso para enjuagarse la boca y refrescarla.

En el corredor del tambo había un grupo de mozos carcundas, que en compañía de media docena de niñas de esas del honor desgraciado estaban pasando un día de campo y de jolgorio. A Benites se le despertó el apetito por una de las muchachas, echó un trago con ella y sus concurbitáceas, y siguió a cumplir la comisión.

De regreso, a las tres de la tarde, con cuatro mulas que en zurrones de cuero conducían los treinta mil cautivos, volvió a detenerse en el tambo para obsequiar otra botella a los soldados.

La parranda estaba en su apogeo. Se zamacuequeaba de lo lindo, con arpa, guitarra y cajón. Hombres y mujeres rodearon al capitán, y la hembra que le llenaba el ojo dijo:

-Bájate, negro de oro, negro lindo, toma una copa y ven el echar un cachete conmigo.

No sé que abunden los puritanos que desairen a una buena moza. El que se crea hombre con entrañas para resistir a la tentación, que levante el dedo.

Calculó Benites que bien podía pasar un cuarto de hora en la jarana, y en cinco minutos de trote largo reunirse con sus soldados antes de que llegaran a Bellavista. Descabalgó y dijo:

-Siga usted, mi sargento, con la fuerza, que ya les daré alcance.

Y empezaron a menudear las copas y hubo lo de


-Con usted mi amor se va.
-Correspondido será.
-Venga una copa de allá.
-¡Alza, mi vida!- ¡Ya está!



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y el capitán tomó pareja, y bailó una zamacueca por lo fino con lo de


dale fuego a la lata,
      reina de Lima,
si no quieres que te eche
      mi gato encima;
dale fuego a la lata,
      cogollo verde,
y cuídate del perro,
      que el perro muerde.



Estaba en lo mejor y más borrascoso de la fuga, cuando ¡pin!, ¡pin! ¡Santa Catalina!... ¿Balazos?... Sí, señor..., balazos.

Benites saltó sobre el caballo y partió a escape tendido.

Cinco o seis cuadras más adelante del tambo principiaba el Carrizal, y de la espesura del monte habían salido de improviso cuarenta montoneros capitaneados por Mundofeo, bandido que era el espanto del vecindario de Lima y Callao.

-¡Rendirse, que aquí está Mundofeo!- gritó el facineroso, a la vez que su gente hacía una descarga echando al suelo a tres lanceros.

Fuese el pánico de la sorpresa o el terror que inspiraba el nombre del bandolero, ello es que el sargento labró en dirección a Bellavista, y los soldados retrocedieron en fuga para Lima. Salioles al encuentro el capitán, los apostrofó, retempló sus bríos, y a la cabeza de doce lanceros llegó al que fuera sitio de la sorpresa, en momentos en que ya los ladrones internaban en el monte las codiciadas mulas conductoras del dinero.

Encarnizada, sangrienta fue la lucha. Si bien en ésta Benites perdió otros dos hombres, mató personalmente de un pistoletazo a Mundofeo, y los lanceros ajustaron la cuenta a otros quince bandidos. Los demás hallaron salvación en el monte, no sin que siete cayeran prisioneros.

Entretanto el sargento había llegado despavorido a Bellavista y presentádose a Salaverry, que paseaba la plaza viendo hacer ejercicio al batallón «Victoria».

El sargento era un palangana fanfarrón. Dijo que el capitán había abandonado la tropa; que él tuvo que dirigir el combate contra más de cien montoneros bien armados y mejor cabalgados; que con su lanza despachó media docena de enemigos, y que abrumado por el número, aunque sin recibir rasguño, había tenido que venir a dar parte para que sin pérdida de minuto se enviara siquiera un regimiento a rescatar la plata.

Salaverry lo oyó sin interrumpirlo, y cuando hubo terminarlo su relato,   —306→   que parecía interminable, dijo, dirigiéndose al coronel del «Victoria»:

-Cuatro números de la primera compañía y Un cabo.

Y cinco hombres salieron de las filas.

-Cuatro tiros a ese cobarde.

Y el sargento fue a ver a Dios.

Salaverry volteó la espalda y entró en la casa donde funcionaba el Estado Mayor.

-Dos pliegos de papel de oficio -dijo, dirigiéndose a un amanuense.

-Listos, mi general -contestó éste.

-Siéntese usted y escriba.

Salaverry, paseando la habitación, dictó:

ORDEN GENERAL.- El jefe supremo ha dispuesto que el capitán Benites sea fusilado por indigno y cobarde.

-Déme una pluma.

Pasola el amanuense, y Salaverry firmó.

-Tome usted el otro pliego y escriba.

Y volvió a pasear y a dictar:

ORDEN GENERAL.- El jefe supremo, que con espíritu justiciero castiga todo acto deshonroso para la noble carrera de las armas, sabe también premiar a los militares que la enaltecen por su valor; y en tal concepto, atendiendo al heroico comportamiento del capitán Benites, lo asciende, en nombre de la nación, a sargento mayor efectivo.

Y volvió a tomar la pluma y a firmar.

En seguida salió a la plaza, y empezó a pasear delante de la puerta del Estado Mayor. Luego sacó con impaciencia el reloj y consultó la hora. Faltaban diez minutos para las cinco.

Benites era, como hemos dicho, muy querido en el ejército, y apenas dictada la primera orden general, uno de sus compañeros, el capitán don Pedro Balta, que estaba en un cuarto vecino a la sala del Estado Mayor, se deslizó por el callejón de la casa, montó a caballo y se fue al camino a tentar, si era posible, dar aviso a su amigo de la triste suerte que lo esperaba. Apenas había galopado pocas cuadras, cuando divisó a Benites con sus soldados, que a las ancas de la cabalgadura traían los prisioneros.

Balta lo puso al corriente de lo que ocurría, y terminó diciéndole:

-Sálvate, hermano.

El capitán Benites quedó por un momento pensativo. Luego se reanimó y dijo:

-A Roma por todo, compañero -y volviéndose a la tropa, añadió:- ¡Pie a tierra!

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Obedecida la orden continuó:

-Si me han de fusilar, que me lleven la delantera estos pícaros.

Los siete montoneros se arrodillaron junto a los paredones o tapias de la chacra de Velázquez, y sin más fórmula emprendieron viaje a mundo mejor o peor.

Salaverry iba a sacar el reloj para consultar nuevamente la llora y ver si habían pasado las cinco, cuando apareció Benites con sus lanceros, de los que algunos venían heridos.

Antes de que se apeara el capitán, le preguntó el jefe supremo:

-¿Y el contingente?

-Íntegro, mi general, sin que falte un cuartillo.

-Sígame usted.

Y entraron en la oficina del Estado Mayor. Salaverry tomó la primera orden general, en que condenaba a Benites a ser pasado por las armas, y le dijo:

-Lea usted.

Benites obedeció, y terminada la lectura dijo con serenidad:

-Quedo enterado.

-Lea usted esta otra -prosiguió Salaverry, y le pasó la segunda.

Después de la pausa precisa para que el capitán concluyera, continuó:

-¿A cuál de esas dos órdenes generales le dice su conciencia que se ha hecho merecedor?

-A la del ascenso, mi general -contestó el capitán con cierta altivez.

Salaverry tomó la primera orden general, la rompió, estrujó los pedazos haciendo con ellos una bola de papel y la arrojó por la ventana.

-Vaya usted, señor mayor, entregue en comisaría el contingente y véngase a comer conmigo.

Así estimulaba y premiaba Salaverry, el loco Salaverry, el valor militar. ¿Por qué, Dios mío, no favoreciste al Perú con muchos locos como ese?

¿Qué mucho, pues, que los vencidos en Socabaya se hubieran batido como leones y muerto heroicamente, ya en el campo de batalla, ya en el cadalso, o soportado con la resignación serena del valiente el destierro en Santa Cruz de la Sierra? No los venció el esfuerzo de los contrarios, los venció el destino.

Fue en 1870 cuando, invistiendo la clase de coronel, conocí a Benites, ya anciano y con más goteras en la salud que casa que se derrumba por   —308→   vieja. Una vez lo insté, en la tertulia íntima del presidente don José Balta, para que me contara la heroica aventura, y con una modestia que hoy admiro, rehusó hacerlo. Poniéndome la mano sobre el hombro, me contestó:

-Joven, hay viejos a quienes entristece hablar del pasado, y yo soy uno de ellos. Que le cuente eso Balta... cuando yo no esté aquí.

Ilustración



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ArribaAbajoUna misa de aguinaldo

(Al general Lucio V. Mansilla, en Buenos Aires)


Ilustración

«¡Mañanitas de abril y mayo! ¡Cuán deliciosas sois!», es la exclamación favorita de la juventud de hogaño.

En los tiempos de mi mocedad, la mañana predilecta era la del aguinaldo de diciembre. Y con razón; porque, aparte de que en ese mes la temperatura de Lima es casi idéntica a la de abril y mayo, ni exceso de calor ni exceso de frío, las matinales misas de aguinaldo traían al espíritu un algo, y hasta un mucho de poético.

A las siete de la mañana, cada parroquia era lugar de cita de cuanto Dios crió de bueno y sabroso, en punto a bello sexo limeño.

De mí sé decir que, en mi parroquia, era de los mozos más puntuales a la misa de aguinaldo, atraído por el imán de unos ojos negros, azules, verdes o pardos, que en materia de ojos, siempre fui generalizador y nunca atiné a diferenciar de colores. Todos los ojos me gustaban en cara de buena moza, y ¡qué demonche!, todavía me gustan, que músico viejo nunca pierde el compás.

La misa de aguinaldo, en buen romance, no es del todo cantada ni del todo rezada. Las monjas la llaman misa con discante, que es para ellas como decir misa adefesiera.

Una orquesta criolla, con cantores y cantoras de la hebra, hacía oír todos.   —310→   los aires populares en boga, como hoy lo están el trío de los Ratas o la canción de la Menegilda en la Gran Vía.

Lo religioso o sagrado no excluía a lo mundanal o profano.

En las misas de aguinaldo de mi tiempo, la jarana era completa. Había hasta baile. Un grupo de pallas bailaba el maicillo, cantando al Niño Dios versos como estos:


    Arre, borriquito,
vamos a Belén,
que ha nacido un niño
para nuestro bien.
   Arre, borriquito,
vamos a Belén,
que mañana es fiesta
y el lunes también.



Al final de la misa tocaba la orquesta el himno patrio o la marcha bélica de Uchumayo, o un vals, o rompía con una estrepitosa zamacueca u otro bailecito de la laya.

¡Esas misas de aguinaldo sí que eran cosa rica, y no sosas como las de ahora! Ya no hay pitos, canarios, flautines, zampoñas, matracas, bandurrias, zambombas, canticio ni bailoteo, ni los muchachos rebuznan, ni cantan como gallo, ni mugen como buey, ni ladran como perro, ni nada, ni nada. Las misas de aguinaldo de ahora son un desengaño, no son ni sombra de lo que fueron. Por eso, y para no entristecerme con recuerdos añejos, nunca voy a ellas.


   De tiempos que ya están lejos
aún me cautiva el dibujo...
¡Ay, hijas! Cosas de lujo
hemos visto acá los viejos.



El ínter o auxiliar del cura de mi parroquia era (¡Dios le tenga en gloria!) todo lo que se entiende por un misacantano o clérigo de misa y olla, gran parrandista, y que no podía escuchar aires de zamacueca sin que el cuerpo le pidiese jarana y se lo evaporara el seso.

A la moda estaba por entonces, entre la gente alegre de mi tierra, una zamacueca llamada el se vende, nombre motivado por el estribillo de la letra cantable. La primera vez que junto con el ite misa est hizo la orquesta oír el se vende, necesitó el clérigo de Dios y ayuda para dominarse y vencerla tentación.

Ya en la sacristía, hizo llamar al director de orquesta y le dijo:

-Mira, compadre Sietecueros, te prohíbo formalmente que vuelvas a   —311→   tocar el se vende. Es música muy pecaminosa. Conque... no me comprometas.

Prometió el musiquín respetar la consigna; pero el público dio en echar de menos el airecito popular, excitando a los de la orquesta a insurreccionarse.

Era la última misa de aguinaldo de aquel año, cuando al volverse el oficiante hacia el concurso para darle la bendición de despedida, comenzó la orquesta a tocarlo prohibido.

Los nervios se le sublevaron al ínter, quien murmuró entre dientes:


   Ya le he dicho a ese canalla
que no me toque el se vende,
y por más que se lo he dicho
se hace el sordo y no me atiende...
¡Pues se vende! ¡Pues se vende!



Y con gran sorpresa de la parroquia, escobilló delante del altar un cachete redondo, repitiendo:

-¡Pues se vende! ¡Pues se vende! y... y...


¡Tilingo! ¡Tilingo!
mañana es domingo
de pipiripingo.



Ilustración



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