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ArribaAbajoLos jamones de la Madre de Dios

«¡Vaya un título para irreverente», díjome, leyendo por encima de mi hombro, mi mujer; y a fe que mi conjunta tendría razón de sobra, si no fuera frase popular entre los limeños viejos el decir, por supuesto, sin pizca de intención antirreligiosa, siempre que se trata de suscripción o colecta de monedas para alguna aventura o empresa de inverosímil resultado: «¡Si saldremos con los jamones de la Madre de Dios!»

Y como la frase tiene historia, casi contemporánea, ahí va sin muchos dingolondangos,


y el que haga aplicaciones
con su pan se las coma,



que yo me lavo las manos, como Pilatos.


I

La batalla de Zepita, dada al 35 de agosto de 1823, fue partida tablas, porque así españoles como peruanos se adjudicaron la victoria. Lo cierto es que si las tropas del general Santacruz quedaron dueñas del campo, las del general Valdés se retiraron en orden y como obedeciendo a un plan estratégico que les permitió, a los pocos días, tomar la ofensiva con tal vigor que, desmoralizadas las fuerzas patriotas, apenas pudo llegar Santacruz al puerto de Ilo con ochocientos infantes, que reembarcó en la fragata Monteagudo y goleta Carmen, y cerca de trescientos húsares de la legión peruana al mando de los comandantes Aramburu y Soulange. Estos trescientos hombres de caballería, con el coronel don José María de la Fuente y Mesía, marqués de San Miguel de Híjar, titulo creado por Felipe IV en 1646, se embarcaron en la fragata chilena Mackenna, que antes se llamó la Carlota de Bilbao.

Aunque la flotilla principió navegando con rumbo a Arica, donde calculaba Santacruz que debía ya encontrarse la división auxiliar que al mando del general Pinto nos enviaban de Chile, a poco surgieron a borde tales controversias, que para poner remate a ellas hubo que enderezar proa al Callao, cesando los buques de navegar en conserva.

Chiloe, con el brigadier don Antonio Quintanilla, permanecía fiel al rey   —313→   de España, y acababa de expedirse por el tenaz brigadier patente de corso al capitán Mitchell, propietario del Puig, bergantín muy velero artillado con catorce cañones de a diez y ocho. El Puig cambió nombre por el de General Valdés.

La Mackenna tuvo malos vientos, y en alta mar fue, sin combate, capturada por el corsario. El marqués de San Miguel con todos los jefes y oficiales y veinte soldados que servían a éstos en condición de asistentes, fueron trasbordados al Valdés, y ambas naves tornaron proa al Archipiélago.

A fines de noviembre y encontrándose a la altura de Chiloe, una furiosa tormenta vino a separarlas. La Mackenna y la Genovesa, buque mercante aprosado en la travesía, lograron al fin, aunque con gruesa avería, anclar en Chiloe, pero del Valdés nadie volvió a tener noticia. No quedaba duda de que se había sumergido en los abismos del mar.

En abril de 1824 se recibió en Lima comunicación oficial confirmatoria de la catástrofe, lo que fue motivo de grandísimo duelo, pues el marqués de San Miguel y veintiocho de las víctimas eran jóvenes limeños, entroncados con las familias más aristocráticas y acaudaladas.

Las exequias, en el templo de San Francisco, fueron pomposas; y la oración fúnebre, que impresa he leído, es una joyita, como pieza de literatura lacrimosa.




II

Y pasaron años hasta seis o siete, pues no estoy seguro de si fue en 1830 o 1831, cuando fondeó en el Callao con procedencia de Chiloe y con cargamento de maderas la barca Alcance, de la que era capitán un andaluz apellidado Loro. Honraba su apellido por lo farandulero y charlatán.

Éste trajo la noticia de que en la isla de la Madre de Dios, una de las que forman el Archipiélago, existían pobladores que no podían ser sino los náufragos del año 1823. Contó que los había visto, desde dos millas de distancia, formando un grupo como de cuarenta personas; que eran hombres blancos y con barba crecida; que cambió señales con ellos, y que aunque despachó un boto, éste no pudo encontrar varadero, por hacer la peñolería de la costa imposible el desembarco. Añadió que los marineros alcanzaron a percibir gritos angustiosos, como de gente que en buen castellano demanda socorro.

Como es corriente, la charla populachera se encargó de abultar más la noticia, inventando pormenores, todo lo que produjo gran conmoción social.

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La marquesa de Sierra Bella y el conde de la Vega del Ren congregaron a todos los títulos emparentados con el marqués de San Miguel de Híjar, y formaron un bolsillo, que ascendió a diez y ocho mil pesos, para organizar expedición que fuese en busca de los náufragos.

El pueblo también quiso contribuir a tan humanitario como patriótico proyecto, y para ello se colocó un domingo en la plazuela de los Desamparados lo que nuestros antepasados llamaban una mesa, y que no era sino un tabladillo de un metro de altura, en el que se veía una salvilla de plata destinada a recibir el óbolo de la caridad pública. Toda limosna mayor de dos reales era correspondida con un poco de mistura, un juguetito de briscado, un níspero, manzanita u otra fruta claveteada con canela.

En esta vez, para más avivar la compasión, exhibiose sobre el tabladillo un gran lienzo en el que el churrigueresco pincel de don Pedro Mantilla, el pintor de los carteles de teatro y toros en esa época, presentaba a los náufragos vestidos de pieles y con luenga barba, sobre rocas escarpadas y batidas por oleaje espumoso. Escena del Robinsón Crusoe.

La mesa de los Desamparados produjo cinco mil pesos, que unidos al bolsillo de los deudos y a una colecta de cuatro mil duros, encabezada por las comunidades religiosas, dieron un total de veintisiete mil pesos. Item, los comerciantes hicieron en víveres y ropa un donativo que se estimó en seis mil pesos.

Pero siendo punto serio el correr aventuras en mares tenidos por muy borrascosos y casi ignotos por entonces, nadie quiso embarcarse para ir en busca de los compatriotas, y todo el mundo convino en confiar la empresa al capitán Loro, quien zarpó en su buque con rumbo a la Madre de Dios y sin dejar en tierra a los veintisiete mil morlacos y no pasajeros.

Y corrió un año, espera que espera, y al cabo de él súpose que el Loro había remontado el vuelo hasta Cádiz, después de vender la nave en Valparaíso.

La barca Alcance, con nuevo capitán, regresó al Callao, trayendo... ¿a los náufragos de la Madre de Dios?, preguntará el lector.

¡Quia! Lo que trajo, señor mío, fue un cargamento de sabrosos jamones de Chiloe.





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ArribaAbajoLa conga

(Reminiscencias)


El puente Balta, en Lima

El puente Balta, en Lima

Dice bien Abelardo Gamarra cuando dice que la gracia y originalidad de nuestros cantos populares ha muerto. La chispa criolla ha ido al osario, y nos hemos zurzuelizado.

Cierto. La Conga fue el último chisporroteo del criollismo. ¿Cómo nació y cómo murió la Conga? Eso lo sé yo con puntos y comas, como que la Conga está unida al recuerdo de mis mejores días de entusiasmo juvenil; a mis tiempos de periodista político y de aventuras revolucionarias, y a mis horas de asaltador, con fortuna no siempre adversa, de plazas femeniles.

Menos pañito y más chocolate. Basta de guaraguas, y a la Conga. Pero como no me propongo hacer historia contemporánea, y menos sobre una época en la que diz que hice papel, y no de estraza, escribiré sólo lo pertinente a mi tema.

El coronel don José Palta era el ídolo del pueblo chiclayano. Caudillo revolucionario contra la administración del coronel don Mariano Ignacio Prado, llegó a Chiclayo el 6 de diciembre de 1867. Ciento cincuenta hombres harapientos, mal armados y escasos de municiones, formaban su ejército.

Los chiclayanos recibieron con frenético entusiasmo a Balta y a los que lo acompañábamos. Tres días después llegaba a las goteras de la ciudad una división enviada por el gobierno de Lima al mando del ministro de   —316→   Guerra. Constaba de un regimiento de caballería, mil infantes y catorce cañones. Resistir, con probabilidad de éxito, parecía imposible.

El coronel Balta pensó en dirigirse sobre Huaraz, donde contaba con partidarios activos y con elementos para aumentar su diminuta fuerza; pero los chiclayanos se obstinaron en que no partiese. Estaban decididos a triunfar o sucumbir con su caudillo. Y hubo bombardeo y cambio diario de balas durante un mes, y los chiclayanos se batieron siempre con bizarría. Ahora vamos a la Conga.

Callos traía ya en los oídos de oír cantar en las zamacuecas de Chepén y Guadalupe:


   «Viva el sol, viva la luna,
viva la flor del picante,
viva la mujer que tiene
a un baltista por amante:»



copla que, francamente, me pareció siempre sosa.

En la primera noche que pasé en Chiclayo tuve, en mi carácter de secretario general, casi ministro de Estado (y no gasté prosa, créanmelo), que acompañar a hacer visitas al futuro presidente constitucional de la República. En todas las casas había jolgorio, y se bailaba y cantaba. Poco de piano y mucho de guitarra; nada de vals, polcas, dancitas ni cuadrillas; baile de la tierra, baile criollo, nacional purito.

¿Habría mucho champagne, jerez, oporto y cerveza? ¡Quite usted allá, hombre! ¿Éramos acaso franceses, españoles, portugueses o alemanes? Chicha y moscorrofio del legítimo.

Aquella noche nació la Conga. Se cantaba:


   «De los coroneles
¿cuál es el mejor?
El coronel Balta
se lleva la flor».



Y luego venía la fuga, que era una delicia del sexto cielo de Mahoma por la gracia y soltura de las parejas; y en coro acompañado de palmadas teníamos lo de


   Ahora sí la Conga,
      (¡ahora!)
señora Manonga,
      (¡ahora!)
y no se componga
      (¡ahora!)
que se desmondonga.
      (¡ahora!)



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¡Vamos! Quien no vio bailar la Conga no ha visto cosa buena y sabrosa. Aquello era la resurrección de la carne, como dijo un arzobispo.

Llegó la noche del 6 de enero, noche decisiva para la causa defendida por los chiclayanos.

A las once toda la fuerza sitiadora emprendía el ataque sobre la plaza. Los ciento cincuenta soldados baltistas, cuyo número no había sido posible aumentar por falta de fusiles, se parapetaron en la torre.

Entretanto el pueblo, que sólo poseía escopetas de caza, algunos revólvers y poquísimos fusiles, combatía de una manera especial, especialísima.

El sitiador embistió por tres de las avenidas que conducían a la plaza, y al pasar por las calles, los vecinos desde las ventanas de las casas cantaban:


   Ahora sí la Conga,
      (¡ahora!)
-¡Pin!, un balazo-
señora Manonga,
      (¡ahora!)
-¡Pin!, otro balazo-.



El coronel don José Balta

El coronel don José Balta

Por todas partes no se oía sino la Conga. Chiclayo era una Conguería.

Yo, el tradicionista, aunque la curiosidad me impelía a subir de rato en rato a la torre, en breve la lluvia de confites de plomo me obligaba a descender.

La distribución de fulminantes (que aún no usaban los ejércitos del Perú las cápsulas de los modernos rifles) me estaba encomendada.

Eran nuestro tesoro, y yo los escatimaba. En nuestro parque no había más que diez mil cartuchos y poco menos de ocho mil fulminantes. No estábamos, pues, para derroches.

A las cinco de la mañana bajó el coronel Balta a pedirme personalmente   —318→   fulminantes, porque minutos antes le había hecho aviar que la provisión de ellos quedaba agotada.

Sobre la espaciosa mesa que servía de parque veíanse pocos centenares de cartuchos y unos cuantos fulminantes diseminados, que por fortuna habían rodado al romperse la cajita de cartón que los contenía. El coronel Baltta los recogió con la avidez del mendigo que anda tras la limosna los guardó en el bolsillo del pantalón, y a toda prisa regresó a la torre. Al partir le pregunté:

-¿Y cómo va el combate?

-¿No oye usted la Conga? -y se alejó.

Contestar a mi pregunta con otra pregunta era dejarme a obscuras.

En la preocupación natural de mi espíritu, no me había fijado en que se cantaban dos nuevas coplas:



   Venga la victoria,
la aurora rayó
y canta mi gallo
el cocorocó.
Ahora sí la Conga...
       (¡ahora!)

   ¿Qué dice del gallo
el cocorocó?
Dice viva Balta,
Cornejo corrió.
Ahora sí la Conga...
      (¡ahora!)



La fuerza sitiadora había penetrado en la plaza por tres puntos; pero tan poco concierto hubo en el ataque, que los de un extremo tomaron, en la lobreguez de la noche, por enemigos a los de la esquina opuesta.

Los nuestros, después de tres horas de fuego nutrido sobre la plaza, forzados a economizar los fulminantes, recibieron orden de hacer cada soldado un tiro de cinco en cinco minutos. Los asaltantes se mataban entre ellos.

A las seis de la mañana la derrota de éstos era completa. Y aquí pongo punto: primero, porque, cocho ya lo he dicho, no me propongo historiar; y segundo, porque lo que pudiera escribir no tendría la menor concomitancia con la Conga.

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En 1868 la fiebre amarilla hizo grandes estragos en el norte, principalmente en Chiclayo. Entonces se cantaba:


-¡Tun! ¡tun! -¿Quién es?
-¿Quién vive aquí?
-¡Ay! Será la Conga
que viene por mí.



Ocurriósele a un presbítero decir en el púlpito que la Conga era la fiebre amarilla, y que, pues se llamaba con burla a quien no era sorda, ella acudía y se llevaba al cantor. Todo pueblo es supersticioso; y cata el cómo y el porqué murió la Conga, que fue la Marsellesa de los chiclayanos en la noche del 6 de enero.

Plaza de Armas y calle Real de Chiclayo

Plaza de Armas y calle Real de Chiclayo



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ArribaAbajoLos buscadores de entierros


I

Locura que no tiene cura es la de echarse a buscar lo que uno no ha guardado; y ella, desde los tiempos de la conquista, ha sido epidémica en el Perú.

En los días de Pizarro no se hablaba sino de caudales extraídos de las huacas o cementerios de indios por aventureros afortunados, de tesoros escondidos por los emisarios de Atahualpa, que no llegaron a Cajamarca con la oportunidad precisa, y de proyectos para desaguar el Titicaca o la laguna de Urcos, sitios donde se suponía estar criando moho la maciza cadena de oro con que diz que se rodeó la plaza del Cuzco en las fiestas con que fue festejado el nacimiento de un inca.

Empezaba a calmar esta fiebre, cuando vino a renovarla el regalo que un chimu o cacique de Trujillo hizo a un español de la huaca llamada Peje chico o de Toledo. Entonces revivió también la conseja de que a inmediaciones de Casma o Santa estaban enterrados tan centenar de llamas cargados de oro para el rescate del inca, especie que en 1890 ha vuelto a resucitar, organizándose sociedad por acciones para acometer la aventura, a la vez que se formaba en Lima otra compañía para descubrir los tesoros de la cacica Catalina Huanca. Por supuesto, han sacado hasta hoy... lo que el negro del sermón:


que ni Vera-Cruz es cruz,
ni Santo-Domingo es santo,
ni Puerto-Rico es tan rico
como lo ponderan tanto.



Cuando la persecución de los portugueses en la época del virrey marqués de Mancera, se dijo que los hostilizados mineros para burlar la codicia de la Inquisición habían enterrado barras de plata en Castrovirreyna en Ica y otras provincias. Mucho se las ha buscado, sobre todo las que se supone existir en los sitios denominados Poruma y Mesa de Magallanes; pero mientras más se las busca, menos se las encuentra. Parece que hay un demonio cuya misión sobre la tierra es cuidar de los tesoros ocultos y extraviar a los buscadores. Dícese que muchos han visto a tal diablejo, y hasta conversado con él.

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Vino la expulsión de los jesuitas, y a todo el mundo se le clavó entre ceja y ceja la idea de que en las bóvedas o subterráneos de sus conventos dejaban el oro y el moro enterrados. Ignoraban, sin duda, los que esto propalaban que los jesuitas nunca tuvieron la plata ociosa, y que apenas reunían alguna cantidad decente la destinaban a lucrativas operaciones mercantiles o a la adquisición de fundos rústicos. No hace un cuarto de siglo que, con anuencia ministerial, se organizó en Lima una sociedad para buscar tesoros en San Pedro, y en un tumbo de dado estuvo que derrumbasen la monumental iglesia. Y derrumbada habría quedado por los siglos de los siglos.

Todavía hay mucha gente que cree en los entierros de los jesuitas.

La época de la independencia fue fecunda en historietas sobre entierros. Todo español que huyendo de los patriotas y de los patrioteros se embarcaba para España, de fijo que para la opinión popular dejaba enterrados en un cuarto o en el corral de la casa alhajas y plata labrada, o escondidas en las vigas del techo muchas onzas peluconas.

En el castillo del Callao, sin ir más lejos, raro es el año en que la autoridad no acuerda dos o tres licencias para sacar caudales enterrados por los compañeros de Podil. Y lo particular es que todo solicitante posee un derrotero con el que a ojos cerrados puede determinar el sitio del tapado, derrotero que o se lo han remitido de España, o de un modo casual vino a sus manos. Los buscadores son casi siempre pobres de solemnidad, y nunca dejan de encontrar socio capitalista. A la postre éste se aburre, desiste de continuar cebando la lámpara, y el dueño del derrotero se echa a buscar otro bobo cuya codicia explotar.

En los presidios de España hay industriosos consagrados a forjar derroteros. De repente le llega a un vecino de Lima, como caída de las nubes, carta de Cádiz o de Barcelona, en la que tras una historieta más o menos verosímil, le hablan de próximo envío de derrotero. No falta quienes muerdan el anzuelo, y remitan algunos duretes para gratificar al amanuense que ha de delinear el plano o derrotero. Eso sí, los industriosos son gente de conciencia y cumplen siempre con remitirlo.

Afortunadamente, han sido tantos los chasqueados, que la industria presidiaria es mina que va dando en agua.

Hombres he conocido que sacrificaban no sólo lo superfluo, sino lo preciso, para hallar entierros. Hasta 1880 vivía en Lima un ingeniero italiano, Salini, descubridor de riquísimas canteras de mármol entre Chilca y Lurín. Este bendito señor Salini, que pudo enriquecerse explotando las canteras, prefería pasar meses en la quebrada de Chuñeros buscando un tapado, sin más guía que una tradición popular entre los indios de Lurín.

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Los buscadores de entierros son como los mineros: gente de inquebrantable fe.




II

Los entierros domésticos, en Lima principalmente, empiezan con golpes misteriosos a media noche, duendes o aparición de ánimas benditas o de fuegos fatuos. Cuando lo último acontece, salen a campara las varitas imanadas, ya que no se encuentra ni por un ojo de la cara un zahorí o una bruja; y si algo llega a descubrirse es la osamenta de un perro u otro animal. No diré yo que entre cien casos no se cuente uno en que la fortuna haya sido propicia a los buscadores de lo que otro guardó; pero, precisamente, la noticia de que un prójimo sacó el premio gordo en la lotería, hace que todos nos echemos a comprar billetes.

-Aquí no se puede vivir. En esta casa penan, y mis hijas están al privarse de un susto. Me mudo mañana mismo -decían nuestras abuelas.

-No, hija, no haga usted ese disparate -contestaba la persona a quien se hacía la confidencia.- Aguántese usted, que esta noche vendré con un sujeto que entiende en eso del manejo de las varitas, y puede que saquemos el entierro. Yo haré los gastos. Por supuesto, que la mitad de lo que se saque es para mí.

-Eso no, compadre. Le daré a usted la cuarta parte.

-No sea usted cicatera, comadre.

Y se enfrascaban en disputa sobre el cántaro roto de la lechera de la fábula. A la larga se avenían en las condiciones.

Por la noche llevaba el compadre otro camarada provisto de lampa, barretas, botellas de moscorrofio, pan, queso, aceitunas y salchichas, re facción precisa para quien se propone pasar la noche en vela; esperaban a que no se moviese ya paja en la vecindad, y desenladrilla por aquí, barretea por allá, trabajaban hasta la madrugada, y la casa quedaba en pie bajo su palabra de honor; esto es, con los cimientos movedizos. La vieja y las muchachas se ocupaban en rellenar los hoyos, a la vez que hacían los honores a la bucólica y al pisqueño congratulamini.

La desengañada familia se mudaba inmediatamente, dejando la casa inhabitable y al propietario tirándose una oreja de rabia por los desperfectos. Por mucha que hubiera sido la cautela empleada, la vecindad había sentido algún ruido; y al ver los escombros, el nadie quedaba ápice de duda de que un tapado, y gordo, había salido a luz.

-¡Qué dice usted de la dicha de doña Fulana! ¡Quinientas onzas de oro, cada una como un ojo de buey! -decía una vecina.

-Mojados tiene usted los papeles, doña Custodia. No han sido quinientas, sino mil -interrumpía otra.

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-¡Qué me cuenta usted, vecina!

-Yo no sé la cantidad de onzas -añadía una tercera;- pero me consta que en la carreta de mudanza iba un baulito que me pareció cofre de alhajas.

-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Y qué suerte la de algunas gentes! Ayer no tenían ni para pagarle al pulpero de la esquina, y hoy pueden rodar calesín. Así como suena, vecina.

-No digan que somos envidiosas. A quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.

Y seguía la mar de comentarios... Siempre sobre la nada entre dos platos.




III

Ogorpú, en la provincia de Huamachuco, era en 1817 un pequeño pago o chacra de un mestizo llamado Juan Príncipe. Hacia el lado fronterizo del bosque de Collay; había otra chacrita perteneciente al indígena Juan Sosa Vergaray.

Aconteciole al último tener que abandonar a media noche la cama y salir al campo, urgido por cierta exigencia del organismo animal, y mientras satisfacía ésta, fijó la vista en un cerrillo o huaca de Ogorpú y violo iluminado por vivísima llama que de la superficie brotaba.

No sólo la preocupación popular, sino hasta la ciencia, dicen que donde hay depósito de metales o de osamentas, nada tienen de maravilloso los fuegos fatuos. A Sosa Vergaray se le ocurrió que Dios lo había venido a ver, deparándole la posesión de un tesoro, y sin más pensarlo corrió a la huaca, y no teniendo otra señal que poner en el sitio donde percibiera el fuego fatuo, dejó los calzones, regresando a su casa en el traje de Adán.

Despertó a su mujer y a sus hijos, y les dio la buena nueva. Según él, apenas amaneciese iban a salir de pobreza, pues bastaría un pico, barreta, pala o azadón para desenterrar caudales.

En la madrugada, al abrir la puerta de su casa acertó a pasar su vecino y compadre Antonio Urdanivia, y después de cambiar los buenos días, hízolo Vergaray la confidencia. ¡Nunca tal hiciera!

-¡Está usted loco, compadre -le dijo Urdanivia,- proponiéndose ir de día a sacar el entierro! ¿No sabe usted que la huaca huye con el sol? Espere usted siquiera a las siete de la noche, y cuente conmigo para acompañarlo.

-Tiene usted razón, compadre -contestó Sosa Vergaray,- y que Dios le pague su buen consejo. Lo dejaremos para esta noche.

Urdanivia era un grandísimo zamarro con más codicia que un usurero, y se encaminó a casa de Príncipe. Como él sabía lo de los calzones marcadores del sitio donde se escondía el presunto tesoro, estaba seguro de   —324→   obtener ventajas antes de hacer la revelación. Príncipe convino en cederle la mitad del entierro; pero Urdanivia no fiaba en palabras que arrastra el viento, y le exigió formalizar la promesa delante del gobernador. Príncipe no tuvo inconveniente para acceder.

Pero fue el caso que también al gobernador se le despertó la gazuza, y dijo que a la autoridad tocaba hacer antes una inspección ocular, y percibir los quintos que según la ley tantos, artículo cuantos de la Recopilación de Indias, correspondían al rey. Urdanivia y Príncipe, que no esperaban tal antífona, se quedaron tamañitos; pero ¿qué hacer?

El gobernador, con sus alguaciles y toda la gente ociosa del pueblo, se encaminó a la huaca. Súpolo Sosa Vergaray y les salió al encuentro. Sostuvo que el tapado era suyo, y muy suyo, por ser él quien tuvo la suerte de descubrirlo, como lo probaban sus calzones, y que en cuanto a los quintos del rey, no era ningún cicatero tramposo para no pagarlos, y con largueza. Arguyó Príncipe que el terreno era suyo, y muy suyo, y que no consentía merodeos en su propiedad.

El gobernador, echándola de autoridad, dijo que siendo el punto contencioso, ahí estaba él para tomar posesión del tesoro en nombre del rey. Los interesados lo amenazaron entonces con papel sellado y con ocurrir hasta la Real Audiencia si la cosa apuraba. El gobernador les contestó: «Protesten ustedes hasta la pared del frente; pero yo saco el tesoro». Y lo habría hecho como lo decía, si los vecinos todos, armados de garrote, no se opusieran amenazándolo con paliza viva y efectiva, amenaza más poderosa y convincente que mil resmas de papel sellado.

Entonces resolvió el gobernador que los calzones quedasen en el sitio hasta que la justicia fallara, y que nadie fuera osado, bajo pena de carcelería y multa, a remover el terreno.

Y hubo pleito que duró tres años; y Vergaray y Príncipe, para dar de comer al abogado, al procurador, al escribano y demás jauría tribunalicia, se deshicieron de sus chacras con pacto de retroventa; esto es, para rescatarlas con el tesoro que cada cual creía pertenecerle.

El fallo de la justicia fue a la postre que Sosa Vergaray era dueño de sus calzones y que podía llevárselos; pero que Príncipe era dueño de la huata o corrillo, y árbitro de dejarlo en pie o convertirlo en adobes.

Por supuesto, que celebró la victoria con una pachamanca, en la cual gastó sus últimos reales, y aún quedó debiendo.

¿Y sacó el tesoro? ¡Clarinete! ¡Vaya si lo sacó!

En la huata no halló ni siquiera objetos curiosos de cerámica incásica, sino varias momias de gentiles.





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ArribaAbajoLos macuquinos de Cuspinique

Ilustración

A no ser por lo largo del mote, de buena gana habría bautizado este artículo con el título: De cómo el tradicionista, que pasa la vida a tragos, regala al lector doscientos mil pesos. -¿Que es filfa?- Lean ustedes y se convencerán de que no chilindrineo.


I

Había por los años de 1767 en la plaza de San Pedro de Lloc, de la jurisdicción del partido de Lambayeque, un tambo que servía de albergue a los que viajaban por la costa abajo, que para tal objeto lo mandó establecer el virrey conde de Superunda; tambo que, dicho sea de paso, sirvió años después de escuela de primeras letras y hoy es cuartel de policía.

A dicho tambo llegaron al caer de la tarde de un día de septiembre del año apuntado, ocho o diez portugueses con cuarenta mulas cargadas de zurrones de plata.

Depositados éstos en un cuarto de la posada, fueron las mulas a forrajear en un alfalfar situado a dos cuadras de distancia, y los conductores se echaron a pasear. Acercáronseles algunos vecinos curiosos, trabaron plática con ellos, y sacaron en limpio que su viaje era al puerto de Paita, donde en uno de los galeones llegados de Panamá para zarpar en octubre,   —326→   con destino a la famosa feria de Portobelo, se proponían embarcar doscientos mil pesos, remitidos por el español don Juan de la Cruz Cuiva, acaudalado mercader de Lima.

Ya entrada la noche llegó a matacaballo un propio con procedencia de Trujillo, entregó pliegos al que aparecía como capataz de los arrieros, leyolos éste, tuvo brevísima conversación con su gente, y sin pérdida de minuto volvieron a aparejar las mulas y emprendieron la marcha con el tesoro, dejando a los honrados vecinos de San Pedro de Lloc en un mar de conjeturas y cavilaciones sobre la causa de tan súbita partida.

Motivo de comentarios era también la circunstancia de que en vez de seguir su itinerario para el Norte, tomaron los viajeros rumbo al Este, hasta llegar a la quebrada de Cuspinique. Como si se los hubiera tragado la tierra, no se volvió a tener más noticia de esos señores.

Descifremos tanto enigma.



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