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«Valera. Clarín»

Domingo Ynduráin






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Juan Valera y Alcalá Galiano nació el 18 de octubre de 1824 en Cabra, pueblo de la provincia de Córdoba; su padre era oficial de marina, de ideas liberales y espíritu abierto, su madre, marquesa de la Paniega, pertenecía a la influyente familia de los Alcalá Galiano, lo que pesó no poco en la carrera civil de nuestro autor, al mismo tiempo que le permitía relacionarse con toda naturalidad con la mejor sociedad española de su tiempo; así, por ejemplo, frecuentaba la tertulia de la condesa de Montijo, la futura emperatriz de Francia.

Durante los primeros años de su vida repartió su tiempo entre Cabra y el pueblo próximo de Doña Mencía; de ambos lugares, sobre todo del último, hay abundantes recuerdos en su obra literaria, no tanto descripciones pictóricas o costumbristas, cuanto evocaciones ambientales, embellecidas por el recuerdo y la distancia. Estudió en el Seminario Conciliar de Málaga, y después, comenzó la carrera de leyes en el Colegio del Sacro Monte de Granada, para continuarla, más tarde, en las Universidades de Granada y de Madrid, donde no lo hizo con excesivo provecho: fue un estudiante mediano, poco interesado por la ciencia jurídica, y pocos o nulos recuerdos de esta formación se pueden detectar en sus obras; lo que le interesaba era la literatura. En cualquier caso, y aunque Valera no le dé gran importancia, se puede pensar que sus estudios, especialmente los que realizó en el colegio del Sacro Monte, le dieron las bases de su formación humanística y filosófica, sin contar la más que probable enseñanza sobre literatura espiritual y mística, que tanta influencia tendrá después en todos los planteamientos de Valera; es una afición y un interés que perdurará a lo largo de toda su vida, informando de una u otra manera sus novelas, incluso aquellas que parecen, por el tema, más ajenas al espiritualismo religioso; véase, por ejemplo, lo que dice Rafaela la Generosa en Genio y figura:

«Siempre me figuraba yo como legítimo y bueno, el andamio, la escala, la a modo de Torre de Babel que el alma construye a veces para encaramarse por ella y subir al cielo de su ideal más alto; pero importa que esta torre, andamio o lo que sea, se construya sobre firme y sólido cimiento de sentido común. De lo contrario es casi seguro que cuando ya esté muy alta la torre y nos complazcamos y ufanemos en contemplarla, se cuartee por culpa de la base y acabe por hundirse lastimosamente».


Sin embargo, en la formación de Valera no parecen haber calado los sentimientos religiosos, se trata más bien, si se me permite la expresión, de un espiritualismo o misticismo laico, no comprometido con doctrina o dogma alguno; es un deísmo vago que, a veces, puede recordar, sin identificarse con ella, la filosofía importada por Sanz del Río. Valera, sin embargo, no tiene el rigor ni la devoción que en todos los sentidos caracteriza a esa secta; nuestro autor es mucho más libre, más relativista y liberal, y sobre todo, es mucho más sensualista, partidario de la vida inmediata, antidogmático.

Como el mismo Valera cuenta, recordándolo como un hecho importante, «en 1839 y 1840, aunque muy niño todavía, traté y trabé amistad en Málaga y en los baños de Caratraca con Espronceda, Miguel de los Santos Álvarez, Romea, Zaragoza y otros hombres que ahora figuran, y que entonces eran amigos de mi hermano mayor». Aunque más tarde se librara de la influencia romántica, no cabe duda de que el ambiente y estas primeras amistades influyeron en el joven Valera, no tanto en su actitud vital como en sus primeros escritos. Publicó algunas poesías en revistas que estaban a su alcance, dentro del ámbito regional en el que se mueve por estos años, en El Guadalhorce de Málaga, en La Alhambra, La Tarántula, El Pasatiempo, revistas editadas en Granada; con estas y otras poesías su padre le publicó, para celebrar sus veinte años (1844), un volumen de versos titulado modestamente Ensayos poéticos; a pesar del título, al ver el escasísimo éxito de venta, retiró la edición. Es curioso señalar cómo este hecho, parece prefigurar lo que será su vida en este aspecto: Valera siguió escribiendo poesía pero nunca alcanzó ni un éxito mediano con ella; como Cervantes, su gran ilusión era ser un gran poeta, aunque tuvo que «quedarse» en novelista y crítico literario. Lo cierto es que los poemas de Valera son bastante insulsos, de una perfección que quiere ser clásica y se queda en académica.

Una vez terminada la carrera de leyes, marcha a Madrid, donde se limita a cultivar la vida de sociedad, los ambientes aristocráticos y galantes. Vive del escaso dinero que le envían sus padres, sin hacer nada de provecho en lo que respecta a lo material; en esta época es un paseante en corte. Sin embargo, Valera es un lector extraordinario y profundo, de manera que aprovecha el tiempo en el aspecto intelectual, labrándose una cultura como no tendrá, salvo quizá Clarín, ninguno de los novelistas de su generación. Posiblemente, a causa de su sólida formación cultural, Valera desarrolla un agudo sentido crítico, lo que le hace ver lo inestable de su situación y la relatividad de los valores cortesanos que, a pesar de todo, siguen gustándole y atrayéndole. Decidido a hacer algo de provecho, a buscar un porvenir, opta por la carrera diplomática que responde admirablemente a sus gustos y aficiones, aunque no tanto a sus ideas. En el año 1847, don Antonio Alcalá Galiano y el duque de Rivas, consiguen que Istúriz nombre a Valera agregado en la embajada de Nápoles, la cual estaba desempeñada por el duque de Rivas; el nombramiento no llevaba aparejado sueldo alguno para nuestro Valera. En Nápoles estuvo Valera desde el año 1847 hasta el 1849; allí recibió la influencia literaria y humana de su jefe de embajada; también conoció a una dama rumana, Lucía Paladi, la cual era marquesa de Bedmar por su matrimonio. A ella, le unió una profunda amistad; parece que a pesar de los sentimientos de Valera, no pasó de amistad; se cree que Lucía Paladi le instó a escribir y a leer y estudiar a todos los clásicos, latinos y griegos, lo que Valera hizo con toda profundidad y extensión, de manera que la afición que comenzó a sentir por estos autores, le duraría durante toda su vida. En Nápoles conoció también a Estébanez Calderón, llamado «el solitario», de quien nuestro autor guardó siempre un agradecido recuerdo; a él le atribuye Valera una gran influencia en su propia carrera literaria, especialmente en el reconocimiento de lo andaluz y de lo español, en la valorización de la pureza que tiene el idioma, etc.

Me parece que es importante señalar cómo nuestro Valera, a quien no se le pueden señalar maestros inmediatos y que es el menos regionalista de sus contemporáneos, tenga esa conexión con uno de nuestros escritores costumbristas más caracterizados.

Y no se trata solamente de que Valera reconozca el magisterio de Estébanez, sino que hay, mirándolo objetivamente, una influencia clara en Valera del costumbrismo, como visión de la realidad. Frente a la novela ideológica, beligerante, típica de los novelistas de la época del autor, Valera aspira tan sólo a entender, a reflejar una serie de comportamientos individuales, siempre dentro del medio en que se mueven, esto es, siempre dentro de las influencias de las costumbres que ya son existentes, sin llegar a plantearse nunca como problema central la validez objetiva y metafísica de dichas costumbres; tampoco presenta rasgos determinantes la herencia o los caracteres fisiológicos, sino que la actuación de sus personajes se adecua a las costumbres que rigen en la sociedad de que se trate, con todo el relativismo e in-trascendencia que tienen los usos sociales. Por otra parte, quizá pueda ser influencia costumbrista la distancia que Valera tiene respecto al objeto de la narración, distancia en el sentido de que no se compromete con el caso que narra, ni trata de elevar la conclusión a doctrina de validez general. Por último, la visión de la literatura como entretenimiento amable, interesado, ameno, puede tener el mismo origen. Claro que no se trata de una influencia exclusiva ni determinante, más bien se podría hablar de afinidades electivas. En cualquier caso, dos frases de Mesonero podrían, de alguna manera, ilustrar la actitud de Valera novelista: «la moral y la verdad en el fondo, la amenidad en la forma, y la pureza y el decoro en el estilo», o bien «¡oh, qué fortuna no ser político, ni revolucionario, ni retrógrado; no ser poeta ni clásico ni romántico...!» (Escenas, págs. 18 y 21 respectivamente). Es la libertad e independencia que Valera aprecia por encima de cualquier cosa, inaugurando con ello, en la novela, una línea que enlaza directamente con alguno de los escritores del 98. Así, Valera, en De varios colores, afirma:

«No me propongo enseñar nada, ni probar tesis, ni resolver problemas, ni censurar vicios y costumbres. Lo único que me propuse al escribir los tales cuentos es distraerme del casi forzoso retiro a que mi vejez y mis achaques me condenan».


Y en otro lugar en 1867, escribe:

«Si yo fuese rico, ya que no puedo desechar este mal absurdo, esta manía de literatear, esta scribendi ca coethes, publicaría mis libros en ediciones de doscientos ejemplares sólo, y no vendería ninguno, sino que todos los regalaría, empezando por decir en el prólogo que me ciscaba en el público».


Párrafos que tanto en el contenido como en la expresión, recuerdan estos de Pío Baroja, con los que coinciden incluso con algunas expresiones a la letra:

«En París o en Londres, de ser yo rico, me hubiera gustado habitar en el centro, y escribir unas impresiones de estas ciudades que serían como miradas dirigidas a través de la literatura y del tiempo. Me hubiera agradado disponer de medios de locomoción e ir en París, por ejemplo, a ver todos los rincones descritos por Balzac, Eugenio Sué y Victor Hugo y confrontar los textos con la realidad. Después, dictarle a una mecanógrafa las impresiones mías, obtenidas en la confrontación, y con este material hacer un libro sin principio ni fin, sin ninguna corrección literaria, que editaría con una tirada cortísima, destinada a obsequiar a cincuenta o sesenta amigos que se interesasen por tales cosas».


Y en Los amores tardíos:

«Ni tesis ni conclusiones, ni estéticas ni moralejas, ni la gran moral ni la pequeña moral; esa negación es nuestra pequeña afirmación. Se marcha, se divierte uno, se aburre uno y..., adelante».


O en La intuición y el estilo: «Eso de la tesis (en la novela), me ha parecido una tontería». Luego, las realizaciones serán muy diferentes pero la conexión entre estos planteamientos es indudable, y se podría extender a otros aspectos, como veremos. Respecto a los costumbristas, Valera tiene una actitud mucho más abierta y cosmopolita, sus desarrollos son también más amplios, y responden a una mayor conceptuación comprensiva; esto es obvio si pensamos en unos como autores de «cuadros», y en otro como autor de novelas; quizá, mejor que costumbrista, a Valera habría que llamarle novelista de moeurs. Ya veremos esto más despacio, cuando nos ocupemos de sus obras directamente.

Continuando su carrera diplomática, don Juan Valera estuvo destinado un año en Lisboa, cuando su tío Alcalá Galiano era ministro, y dos en Brasil, en Río de Janeiro. Vuelve a Madrid en 1853, viaja a Portugal, Andalucía, etc. Es ahora cuando empieza a escribir artículos de crítica, entre ellos «De la poesía del Brasil», publicado en la Revista española de Ambos Mundos, «El Romanticismo y Espronceda», en la misma revista. Otras publicaciones que acogen artículos y poesías de Valera son, entre otros, El Semanario pintoresco español, El Estado, El mundo universal, La revista Peninsular, La América.

En 1854, tiene lugar el pronunciamiento de O'Donnell; como resultado de este cambio político se convocan elecciones para ocupar los escaños de las nuevas cortes constituyentes. Valera se había presentado ya a diputado por Málaga durante el Gobierno de Narváez y fue derrotado por el Marqués de Salamanca; ahora vuelve a probar fortuna pero, a pesar de contar con el favor del general Serrano, vuelve a ser derrotado. Estuvo, durante unos meses de 1885, destinado en Dresde, como secretario de la legación diplomática. Hasta 1856 se puede decir que Valera interviene con asiduidad y éxito en la vida intelectual española, dándose a conocer y siendo estimado por sus contemporáneos; desgraciadamente, este aprecio no le sirve para obtener ningún puesto importante en la administración ni en la política.

En 1856, fruto de su prestigio, es nombrado secretario de la embajada extraordinaria que el Gobierno envía a Rusia, embajada presidida por el Duque de Osuna; en Rusia permanece hasta 1857, durante estos dos años escribe una serie de cartas personales a su jefe en Madrid, Leopoldo Augusto de Cueto, que tiene la ocurrencia de publicarlas en la prensa con muy leves retoques. Son cartas muy interesantes, y sobre todo, divertidísimas, en las que Valera muestra su fina ironía y su agudo sentido crítico. Con ellas, nuestro autor se da a conocer al público como un maestro del género epistolar; desde sus anteriores cargos en legaciones extranjeras había sido un fecundo cultivador del género pero estas cartas no habían trascendido fuera de los destinatarios y de algunos amigos de éstos, ahora su éxito es mucho más amplio. Contra la costumbre general hispánica, Valera mantuvo siempre una correspondencia muy abundante y literariamente muy cuidada; los volúmenes publicados con estas cartas (y los que quedan por publicar), son una delicia para el lector. No cabe duda de que don Juan Valera depuró su estilo en este menester y quizá recordara a otros literatos ilustres en nuestra historia cuyas cartas constituyen algunas de sus mejores páginas; en este sentido cabe recordar que en su primera novela, Pepita Jiménez, utiliza las cartas para construir la primera parte de la historia, y quizá la más importante, lo que también cuenta con abundantes y valiosos antecedentes, tanto en nuestra literatura, como en la clásica o en la alemana del siglo XIX. En cualquier caso, la costumbre de escribir cartas muestra un carácter reflexivo y analítico, dado a la introspección. Por supuesto que Valera era perfectamente consciente del valor literario de sus misivas, prueba de ello es que algunos párrafos o fragmentos de ellas los incluyó más tarde en sus novelas, reproduciéndolos al pie de la letra o casi, aunque sin referirse al origen del texto.

Vuelto de la embajada en Rusia en 1857, permaneció en España hasta 1865; durante estos años desarrolló una intensa actividad pública, tanto en el aspecto político como en el periodístico y literario; en 1858 conseguía, al fin, ser elegido diputado en Archidona. En 1859, junto con Alarcón y Santos Álvarez y Maldonado Macanaz, funda un periódico satírico llamado La Malva, «periódico suave, aunque impolítico», como todas las publicaciones de este tipo, La Malva, tuvo una vida efímera ya que duró apenas tres meses; al año siguiente vuelve a probar fortuna, esta vez con Antonio Segovia, fundando la revista titulada El Cócora, de carácter humorístico y que tampoco tuvo larga vida. En 1860, su antiguo rival, el marqués de Salamanca, funda El contemporáneo, y Valera es nombrado redactor del nuevo periódico, donde tiene a Bécquer por compañero de redacción; tres años estuvo nuestro autor en ese periódico, que dirigía J. L. Albareda en una línea liberal dentro del partido moderado. En El Contemporáneo, publica Valera su primer intento novelesco, Mariquita y Antonio, germen o ensayo -frustrado- de lo que más tarde será Pepita Jiménez; ahora deja aquella novela sin terminar. Colabora en otras publicaciones, da lecciones en el Ateneo, polemiza con Castelar; en 1858 edita un volumen de versos titulado Poesías; en 1864 salen a la luz sus dos tomos de Estudios críticos sobre literatura, política y costumbres de nuestros días, antología de sus ensayos ya publicados. Ya en 1861, había sido elegido miembro de la Real Academia Española de la Lengua, evidentemente más por su actividad crítica y teórica que por sus méritos de creador literario.

Valera es nombrado ministro de España en Francfort en 1865, donde permanece dos años. A su vuelta a España comienza a publicar su traducción de la Poesía y arte de los árabes en España y Sicilia, de Schack, en tres volúmenes que salieron entre 1862 y 1871. Con la revolución del 68, Valera entra con más ímpetu que nunca en la vida política, apoyado por el triunfo de los liberales; así, el general Serrano le nombra subsecretario de Estado. Por segunda vez consigue ser diputado, ahora en las nuevas cortes constituyentes, formadas en el año 1869. Al año siguiente va a Florencia con la comisión que, presidida por Ruiz Zorrilla, ofreció el trono a Amadeo de Saboya. Durante el reinado de este monarca, fue Director General de Instrucción Pública. La abdicación de Amadeo de Saboya, duque de Aosta, dio al traste con su carrera política; en el nuevo régimen, Valera no tenía posibilidades en ese sentido. En consecuencia, Valera se retira de la Corte y marcha a vivir a Doña Mencía; los siete años que permaneció apartado de la vida pública es una de las épocas de más abundante producción literaria en la vida de don Juan Valera, especialmente en lo que respecta a la creación novelesca que inicia ahora en serio. Ya había publicado en La Revista de España, los «Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas», donde contesta a La cuestión palpitante, de doña Emilia Pardo Bazán, ahora pasa de la teoría a la práctica.

Pepita Jiménez, la primera novela que consiguió terminar, fue apareciendo en la Revista de España, entre marzo y mayo de 1874; a continuación publica Las ilusiones del doctor Faustino (entre octubre de 1874 y junio de 1875); El comendador Mendoza (1876-1877); Pasarse de listo (1877-1878); Doña Luz (1878-1879). Escribe unos ensayos dramáticos en 1879, La venganza de Atahualpa, obra dramática, el diálogo de tipo platónico titulado Asclegenia, Gopa, lo mejor del tesoro..., pero, como le ocurre con la poesía, tampoco con el teatro tiene éxito Valera. También escribe numerosos cuentos, como El pájaro verde, Parsondas, etc. Traduce Dafnis y Cloe, de Longo en 1880, etc.

Como se puede ver, Valera llega muy tarde a la novela ya que publica Pepita Jiménez, cuando tenía cincuenta años; es cierto que había publicado 19 capítulos de Mariquita y Antonio, y que en 1850 había empezado una novela epistolar, Cartas de un pretendiente, y que tampoco acabó Lulú, princesa de Zabulistán... pero es ahora cuando ofrece una obra completa, acabada. De esta manera, el escritor más viejo de su grupo, de la llamada generación del 68, empieza a publicar novelas después que otros autores mucho más jóvenes que él; Alarcón, que era nueve años más joven, se adelanta con El final de Norma (1855); Pereda, que, como Alarcón, había nacido en 1833, publica su primer libro, las Escenas montañesas, en 1864; Galdós, que era diecinueve años más joven que Valera también edita antes que él pues La Fontana de oro, es de 1867. Doña Emilia Pardo Bazán, la más joven del grupo siguiente, nace en 1851 y ya en 1879, publica Pascual López, sólo cinco años después de que saliera Pepita; Clarín, nace en 1852 y La Regenta es del 84; Palacio Valdés, nace en el 53 y El señorito Octavio, es del 81. Con esto quiero señalar cómo los escritores de esta generación, aún con diferencias de edad muy acusadas, comienzan a publicar sus novelas en fechas muy próximas, sobre todo si tenemos en cuenta, no tanto las primeras obras como las más importantes pues, por ejemplo, Alarcón publicó El sombrero de tres picos en 1874; El buey suelto es del 76; la primera serie de los Episodios Nacionales, comienza en el 73; Doña Perfecta, es del 76, Gloria, del 77 y La Familia de León Roch y Marianela, de 1878; etc. Y el hecho es que cuando Valera comienza a publicar novela, lo hace ya como un maestro, Pepita Jiménez, no es una obra de principiante, sino una novela perfectamente construida, hasta tal punto que una gran parte de la crítica la considera como la mejor novela de su autor.

Sin embargo y frente al extraordinario número de ejemplares vendidos por Alarcón, Valera tuvo poco éxito de público con sus novelas; la crítica le trató muy bien y elogió sin reservas sus novelas, especialmente la primera, Pepita Jiménez, pero esta favorable acogida por parte de la crítica, no tuvo el efecto correspondiente en el aspecto económico. Parece ser que por dificultades financieras -Valera se había casado en 1867 con Dolores Delavat- decide volver a la carrera diplomática y en 1881 fue nombrado ministro de España en Lisboa; estuvo después en Washington y Bruselas; fue consejero de Estado y su último destino fue el de embajador en Viena, puesto para el que fue nombrado en 1893 y del que dimitió en 1895, a los 71 años de edad. En estos diez años no escribió ninguna novela, aunque sí abundantes artículos y trabajos de crítica literaria, actividad que nunca abandonó ya que cuando en 1905 le sorprende la muerte, estaba escribiendo un discurso académico sobre el Quijote. Así, dejando ahora la producción novelesca, de la que nos ocuparemos inmediatamente, señalaremos otras obras de Valera, como las Cartas Americanas, publicadas en La España Moderna y en El Imparcial; el volumen misceláneo De varios colores; Canciones, romances y poemas (1885), La mano de la sultana, poema ambientado en la guerra turco-griega. Artículos como «Metafísica a la ligera», «La metafísica y la poesía», «El budismo esotérico», etc. Edita en cinco tomos, El Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX y, junto con el conde de las Navas y otros amigos, Cuentos y Chascarrillos andaluces, muy otros que los recogidos por Cecilia Böhl de Faber. Sin que estos escasos títulos agoten, ni mucho menos, su producción de estos años, pasamos a señalar las últimas novelas.

El mismo año que Valera vuelve de Viena, publica Juanita la larga, novela que parece escrita de un tirón y que muestra una alegría y un vitalismo sorprendente en un hombre de 71 años; en 1897 aparece Genio y figura, y en 1899, la última de sus novelas, Morsamor. Resulta impresionante pensar que don Juan Valera, escribió estas últimas novelas cuando ya estaba ciego y debía dictar sus obras a Pedro de La Gala, su secretario.

Hemos visto, pues, cómo en la obra novelesca de don Juan Valera es posible distinguir dos grupos; el primero estaría formado por las novelas escritas entre 1874 (Pepita Jiménez) y 1879 (Doña Luz), y el segundo entre 1895 (Juanita la Larga) y 1899 (Morsamor). Así encontramos que el primer grupo de novelas sale a la luz en los años en que empieza a formarse el grupo de novelas de escritores realistas o naturalistas; dentro de esta corriente hay que situar las obras de nuestro autor, aunque la mayor parte de los críticos opinen que Valera muy poco, o nada tiene que ver con esas teorías literarias; según estos críticos, tampoco resultaría afectado, a pesar de su edad, por el movimiento romántico del que todavía no se han librado por estas fechas los escritores más precoces, especialmente Alarcón, como vimos. Entre las dos series novelescas de Valera pasan dieciséis años, en este tiempo las nuevas corrientes se han consolidado y, en gran medida, han pasado de moda; la influencia de Zola o de Balzac, ha sido modificada -quizá sustituida- por el humanismo cristiano o deísta, representado por L. Tolstoy; don Juan Valera, no parece sufrir esta nueva influencia pero sí muestra haber superado los planteamientos de su primera época, especialmente en lo que tenían de trascendentalismo, y de lucha contra el ilusionismo romántico. En cualquier caso, Valera, en su reaparición como novelista, llega tarde, y sus obras no llegan a interesar al público ni a influir, en ese momento al menos, en la marcha de la novela española.

Aunque no sea el tema de nuestro curso, que está dedicado específicamente a la novela, al hablar de don Juan Valera no parece posible -ni conveniente- prescindir de su labor como crítico literario, aunque sólo sea para dedicar al tema unas pocas palabras.

Recordaremos que, entre los novelistas de la segunda mitad del siglo XIX, es muy frecuente que la creación acompañe a la crítica literaria; ya vimos cómo esta doble actividad se daba en doña Emilia Pardo Bazán, también Leopoldo Alas escribe cuentos y novelas al mismo tiempo que publica obras críticas sobre otras novelas y novelistas, o escritos teóricos de índole diversa. Otros personajes menos relevantes alternan ambos menesteres. Se podía decir que los novelistas de la generación del 68 se caracterizan por su preocupación teórica y por su actividad crítica y autocrítica; todos reflexionan sobre la actividad novelesca en general y se preocupan por fundamentar la suya, en particular, quizá esto se deba a que tanto el Realismo como el Naturalismo -si son dos cosas distintas- son, o se suponen que son movimientos precientíficos y, en consecuencia, su práctica debe apoyarse sobre la teoría, o debe generarla; incluso los enemigos de esta ideología literaria, como Valera o Pereda, deben fundamentar su repulsa, conceptualizando y racionalizando sus argumentos al entablar polémica con otros escritores. Por otra parte, el aspecto polémico de las producciones de estos años, en cuanto se presentan como paradigmas de comportamientos sociales, obligan a conectar la producción literaria con unas creencias o teorías ideológicas de validez general.

En esa situación, nada tiene de raro que don Juan Valera se plantee problemas teóricos sobre la novela en general o aplique sus conclusiones a la crítica de realizaciones individuales. Entre las obras que corresponden al primer grupo podríamos citar los Estudios críticos sobre literatura, política y costumbres de nuestros días, Disertaciones y juicios literarios, «Naturaleza y carácter de la novela», «Apuntes sobre el nuevo arte de escribir comedias», etc. En ellas defiende Valera la libertad del arte, que no debe plegarse a ninguna ley o norma salvo las que él mismo se fija, esto es, que cualquier teoría puede ser válida si lo es la realización concreta. Sin embargo, ataca la novela regionalista y costumbrista aunque no tanto por su teoría como por la ausencia de planteamiento claro de lo que este tipo de obras son, ya que para Valera, la acción de la novela tiene que desarrollarse inevitablemente en algún sitio y, por ello, todas las novelas son regionalistas; es la falta de definición lo que reprocha nuestro crítico a esa tendencia. Es enemigo declarado del Romanticismo y del Naturalismo, tampoco por los presupuestos teóricos, sino por la realización; para él la forma es el único criterio para juzgar el valor de una obra, en consecuencia, depende de cómo se aplique la teoría, no de cuál sea ésta. Rechaza, en este sentido, la falacia literaria que consiste en imitar la realidad en la novela, en reproducirla; esto en el sentido de que para contar una realidad deprimente, torpe, o fea, el artista no debe producir una obra que lo sea también, o que para comunicar el aburrimiento de un personaje o de una situación, el escritor no debe recurrir a aburrir al lector con su novela. Don Juan Valera no expresa exactamente esto así, lo hace en formulaciones positivas (lo que la novela debe ser), y en juicio de valor pero, a mi entender, es lo que, en definitiva, supone su posición.

En este sentido, Valera puede distinguir perfectamente entre unas obras y otras; así, opinaba que el Naturalismo es inaceptable, en «la grosería de Paul de Koch o de Pigault Lebrun, o en el bajo realismo de algunas comedias de Bretón, como Dios los cría y ellos se juntan, El qué dirán, y otras» (1860) pero también puede defender determinadas obras realistas:

«Otros acusan al señor Ortiz de Pinedo de sobrado realista en este drama (Frutos amargos); mas para nosotros no es fatal el realismo en ciertos géneros. Los dramas bourgeois pueden ser, y deben ser a menudo, como las comedias, una pintura satírica de las costumbres y de los vicios de la época. Y puesto que en día, por una tendencia que lamentamos, se imita todo de Francia, concluiremos que si bien el realismo grosero y repugnante de Feydan y Champefleury no debe imitarse, el de Dugier y el de Fenillet puede y debe, porque es el realismo de los poetas que aman la verdad, no porque suele ser fea, sino porque es verdadera».


(1861)                


Lo primero que llama la atención, al leer estos textos, es el amplio conocimiento que Valera tiene de la literatura francesa: si comparamos sólo estos dos fragmentos con La cuestión palpitante, de la Pardo Bazán, advertiremos que en la obra de la condesa se repiten y barajan siempre tres o cuatro nombres (siempre los mismos), que corresponden a los más conocidos y populares escritores franceses; Valera, sin embargo, amplía considerablemente el campo de observación. Pero, dejando esto apuntado solamente, notemos la distinción que hace Valera entre fealdad -resultado de una elección- y realidad, identificada con verdad, y la diferente valoración de una y otra, independientemente de la escuela que sirva de sustento teórico, y que en este caso es la misma. Por otra parte, nuestro escritor critica la inconsistencia de la teoría realista (que no distingue del Naturalismo), desde una perspectiva filosófica, al compararla con la práctica: «Feydon, Flaubert y Champfleury se fingen y nos presentan un ideal, aunque perverso y abominable», (1860), pero lo cierto es que Valera hace aquí una pequeña trampa al identificar idealismo literario con la corriente idealista filosófica, aunque la misma identificación (y la correspondiente, realismo-positivismo), la había hecho ya doña Emilia Pardo Bazán con mucho menos rigor y conocimiento de causa que Valera.

Es este último un aspecto que me parece fundamental a la hora de valorar y describir la labor crítica de Valera, me refiero a su formación cultural. Es uno de los pocos novelistas que tiene una sólida base filosófica, quizá sólo pueda ser comparado con Clarín; a ella une un amplio conocimiento de las literaturas clásicas, antiguas y modernas, además de una enorme cantidad de lecturas de obras contemporáneas, tanto españolas como extranjeras. No cabe duda de que estas condiciones le prestan a Valera una perspectiva y una seguridad de juicio de la que carecen otros escritores y críticos de su época; la mayor parte de ellos. Esta seguridad es, quizá, lo que le permite mantener una actitud amable ante las obras estudiadas; procura no juzgar nunca demasiado rotundamente ni presentar sus opiniones como dogmas o utilizar la crítica agresiva, beligerante, tan característica de su época.

Probablemente, por todas estas razones y motivos, don Juan Valera mantiene un relativismo o una casuística que le distingue entre sus colegas; esto resulta especialmente claro respecto a su historicismo. Acostumbrado por sus lecturas a ver pasar las modas, las corrientes y las escuelas; a que las obras revolucionarias se queden, pasados unos años, en clásicas, advertido de que las opiniones que, en una época determinada, parecían inamovibles pasaron en la siguiente como la verdura de las eras, concluye por valorar, en la obra artística, la forma sobre todas las cosas dejando un tanto al margen las ideas circunstanciales. Naturalmente, esta actitud marcadamente culturalista tiene también sus desventajas, sus inconvenientes; por ejemplo, la dificultad para apreciar el llamado arte popular, los motivos tradicionales, etc., que consideraba versiones derivadas y degradadas del arte culto; éste puede ser el motivo de que Valera no prestara la menor atención a la obra poética de Rosalía de Castro, hasta el punto de no incluirla en su Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX. En el caso de Bécquer las razones son otras: hasta 1878, fecha de la segunda edición de las Rimas, Valera no le concedió importancia, a pesar de haber sido compañeros de redacción en El Contemporáneo desde 1860; posiblemente lo que no le gustaba a Valera era el arrastre romántico de Gustavo Adolfo Bécquer, la vaguedad e imprecisión de sus poesías o, lo que es lo mismo, la falta de claridad, de clasicismo tan caro a Valera y, seguramente, la comparación consciente o inconsciente, con los equivalentes poetas alemanes, con Heine en particular. Frente a estos errores de juicio o equivocaciones, que son explicables, Valera apreció y defendió desde el primer momento la obra de Rubén Darío lo mismo que la de Benavente, también reconoció el valor de Baroja, etc., como antes había comprendido y defendido a los krausistas.

Por esta actitud abierta y antidogmática Valera fue uno de los poquísimos novelistas y críticos aceptados por la generación posterior a la suya, especialmente por los noventayochistas, incluidos Baroja y Valle-Inclán, los más críticos de todos ellos.


Las novelas

En este apartado nos ocuparemos de cuatro novelas, dos del primer grupo y otras dos del segundo, serán: Pepita Jiménez y Las ilusiones del doctor Faustino, por una parte; de Juanita la Larga y Morsamor, por otra.

Como vimos, Pepita Jiménez, primera novela acabada por don Juan Valera, apareció en la Revista de España, entre marzo y mayo de 1874, como casi todas las novelas de esta época por entregas, en los folletones periodísticos. Esta novela puede dividirse en dos partes, la primera consta de quince cartas; la segunda parte, es la narración que Valera hace de los hechos. Así, ya desde la forma, sin entrar ahora en los contenidos, podemos distinguir una presentación objetiva inmediata; esto es, las cartas transcritas al pie de la letra, de la otra parte en la que aparece un narrador que describe y comenta los hechos, con ironía y distanciamiento: en esta segunda parte, Valera, siguiendo una vieja tradición en las letras hispánicas, rompe en ocasiones la ficción narrativa o, mejor, el mundo literario, como realidad cerrada, para referirse a la realidad exterior, al efecto de su obra en los lectores, etc.:

«Una señora de ciudad, que conoce lo que llamamos conveniencias sociales, hallará extraño y hasta censurable lo que voy a decir de Pepita; pero Pepita, aunque elegante de suyo, era una criatura muy a lo natural, y en quien no cabían la compostura disimulada y toda la circunspección que en el gran mundo se estilan. Así es que [...], brincaba y reía y daba otras muestras de júbilo, que en medio de todo, tenían mucho de infantil y de inocente».


(C. c., pág. 190)                


Es un tipo de reflexión digresiva que don Juan Valera repetirá en todas sus obras, intensificando incluso el procedimiento. Como tal procedimiento, no es nuevo, lo hemos visto en Fernán Caballero; en Alarcón y en otros autores. Ahora bien, si comparamos las advertencias de Valera con las de Cecilia, notaremos la enorme diferencia que las separa: mientras esta autora trata de dar a sus observaciones una extensión general, paradigmática, proyectándolas desde el texto a la realidad exterior, Valera por su parte trata de justificar el caso individual de su obra, señalando lo que hay en él de excepcional, explicando esta excepción para que sea interpretada dentro de la creación literaria; además, y esto me parece fundamental, Valera jamás deduce juicios de valor o enseñanzas morales, lo que no es el caso en los otros escritores citados.

En lo que respecta a las cartas que ocupan la primera parte de la novela, notaremos, por una parte, la carga de subjetividad que lleva consigo el procedimiento, en cuanto todas ellas están escritas por un personaje, y por un personaje directamente involucrado e interesado en la historia que cuenta; de esta manera, todo lo vemos a través de una personalidad concreta y determinada: no hay narrador ajeno al objeto narrado ni hay tampoco descripciones objetivas. La utilización de un narrador interpuesto es -lo hemos visto- muy frecuente en el siglo XIX, no hay más que recordar las novelas o cuentos de Alarcón, por ejemplo. En Pepita Jiménez, sin embargo, hay diferencias notables, pues el narrador interpuesto no sólo cuenta las cosas, sino que analiza los hechos, especialmente los procesos interiores de los distintos personajes, empezando por los suyos. En este sentido, es importante la diferencia entre lo que pudiéramos llamar historia comentada y juzgada frente a la historia simplemente contada, donde los comentarios o juicios forman parte del relato; en la segunda manera -la de Valera en esta novela-, al no haber más que un sólo punto de vista, se produce una falta de relieve que contrasta con la doble perspectiva, el relieve, de otras novelas. Esto es así porque el lector no tiene, en la novela que nos ocupa, experiencia directa de lo que ocurre, todo lo recibe interpretado, conceptualizado en las cartas que don Luis escribe. Naturalmente, las cartas, esto es, la forma autobiográfica adoptada (primera persona), condiciona y favorece este resultado, aunque se podría pensar en cartas menos interpretadoras, que presentaran y reprodujeran directamente la realidad. Pero no se trata solamente de la forma epistolar; también cuando aparece un narrador, éste se oculta en cuanto autor que participa de los hechos, prefiere la objetivación distanciada que objetiva conceptualmente los acontecimientos sin comprometerse emocional o afectivamente con ellos. Valera comenta y justifica este hecho desde fuera:

Aquí vuelvo yo, como responsable que soy de la publicación y divulgación de esta historia, a creerme en la necesidad de interpolar varias reflexiones y aclaraciones de mi cosecha.

«Dije al empezar que me inclinaba a creer que esta parte narrativa o Paralipómenos era obra del señor Deán, a fin de completar el cuadro y acabar de relatar los sucesos que las cartas no relatan; pero entonces aún no había y leído con detención el manuscrito. Ahora, al notar la libertad con que se tratan ciertas materias y la manga ancha que tiene el autor para algunos deslices, dudo mucho que el señor Deán, cuya rigidez sé de buena tinta, haya gastado la de su tintero en escribir lo que el lector habrá leído. Sin embargo, no hay bastante razón para negar que sea el señor Deán el autor de los Paralipómenos.

La duda queda en pie, porque en el fondo nada hay en ellos que se oponga a la verdad católica ni a la verdad cristiana. Por el contrario, si bien se examina, se verá que sale de todo una lección contra los orgullosos y soberbios, con ejemplar escarmiento en la persona de don Luis. Esta historia pudiera servir sin dificultad de apéndice a los Desengaños místicos del Padre Arbiol.

En cuanto a lo que sostienen dos o tres amigos míos discretos, de que el señor Deán, a ser el autor, hubiera referido sucesos de otro modo, diciendo mi sobrino al hablar de don Luis, y poniendo sus consideraciones morales de vez en cuando, no creo que es argumento de gran valor. El señor Deán se propuso contar lo ocurrido y no probar ninguna tesis, y anduvo atinado en no meterse en dibujos y en no sacar moralejas. Tampoco hizo mal, en mi sentir, en ocultar su personalidad y en no mentar su yo, lo cual no sólo demuestra su humildad y modestia, sino buen gusto literario, porque los poetas épicos y los historiadores, que deben servir de modelo, no dicen yo aunque hablen de ellos mismos y ellos mismos sean héroes y actores de los casos que cuentan. Jenofonte Ateniense, pongo por caso [...] El señor Deán, que era un hombre de gusto y muy versado en los clásicos, no había de incurrir en el error de ingerirse y entreverarse en la historia a título de tío y ayo del héroe, y de moler a lector saliendo a cada paso un tanto difícil y resbaladizo con un párate ahí, con un ¿qué haces?, ¿mira no te caigas, desventurado!, o con otras advertencias por el estilo. No chistar tampoco ni oponerse en ninguna manera, hallándose presente, al menos en espíritu, sentaba mal en algunos de los lances que van referidos. Por todo lo cual, a no dudarlo, el señor Deán, con la mucha discreción que le era propia, pudo escribir estos Paralipómenos, sin dar la cara, como si dijéramos.

[...] Hasta aquí la nota del señor Deán, escrita con desenfado íntimo, como para él sólo, pues bien ajeno estaba el pobre de que yo había de jugarle la mala pasada de darla al público».

Sigamos ahora la narración.


(págs. 195-200)                


Este extenso y, a mi modo de ver, fundamental fragmento, ofrece una serie de aspectos que merece la pena considerar. Las referencias cultas, literarias especialmente, son aquí muy notables y constituyen una constante en todos los escritos de Valera, cuando tratemos de Juanita la Larga me ocuparé de ellos más despacio; ahora solamente señalaré que revelan una cultura mucho más profunda y extensa que la de la mayor parte de sus contemporáneos, y sobre todo, que está asimilada, pues no aparece como una forma de prestigiar la narración, sino de explicarla o justificarla, lo que lleva a que las comparaciones o referencias, cuando las hay, no remitan al objeto, proyectándose sobre él, sino que se presenten como resultado de la personalidad del narrador o del autor: son asociaciones establecidas, explícitamente, por don Juan Valera. En cuanto al narrador interpuesto, señalaré la libre naturalidad con que procede Valera, que en ningún momento trata de engañar o convencer al lector de la existencia de un señor Deán, manuscrito, etc. De manera muy cervantina, lo toma como un pretexto o procedimiento artístico que si, por una parte, le permite burlarse de los intentos realistas, documentales, de sus contemporáneos (Cfr. Alarcón), por otra, funciona como un procedimiento para dar entrada al autor «sin dar la cara» y, de esta forma, comentar y juzgar su propia obra desde otra perspectiva exterior. Así, expone su idea de lo que debe ser una historia (la referencia a la épica es irónica; como lo es la comparación con Jenofonte), explicando su sentido y su intención: el autor -Valera-, entra y sale del relato con toda naturalidad, sin disfraces, demostrando así que lo escrito es una obra literaria, una convención artística que, por serlo, aunque descubra la trama, no se rompe el encanto, ya que para él consiste, fundamentalmente, no en que la obra parezca realidad, llegue a confundirse con ella y no se note el artificio inventado; por el contrario, el encanto artístico consiste precisamente en que se trata de una creación, es poiesis, poesía.

Pero, volviendo ahora al análisis del narrador interpuesto como fórmula que, al igual que las cartas, traduce la realidad de acuerdo a un solo criterio personal, notaremos que este procedimiento elimina tanto la realidad natural objetiva -libre- como los discursos personales. Así, por ejemplo, Pepita es un personaje al que casi nunca vemos directamente, sino interpretada a través de los narradores interpuestos e interesados en ella; por esto Valera debe, en algún caso, como el reproducido arriba, intervenir en el relato, tomar la palabra y explicar directamente el carácter de Pepita que, de otra forma, hubiera resultado excesivamente intelectual y reflexivo. La perspectiva elegida, tiene otras consecuencias: en la novela como género literario, no hay, en principio, una lengua o discurso narrativo único, de la misma manera que tampoco hay una visión directa de la totalidad; en la «historia» que la novela cuenta aparecen comprensiones parciales (encarnadas en los diferentes personajes), que van en direcciones diferentes y aun contradictorias; el criterio para interpretar la realidad o la bondad de las diferentes opciones lo da el narrador bien directamente (por ejemplo F. Caballero), o bien por referencia a la realidad que él da como objetiva, puesto que no depende de la posición de ningún personaje: puede ser la peripecia, el desenlace, el contraste con otros hechos, etc. En algunas ocasiones, este centro de gravedad o plano neutro, medida de todos los discursos particulares, falta. En Pepita Jiménez lo que faltan son los discursos particulares. De esta manera, nuestro escritor sustituye los datos de la realidad por su interpretación; es lo que tantas veces se le ha reprochado injustamente: que todos los personajes hablan como el propio Valera, que todos ellos se parece. Es reproche, a mi manera de ver, injusto, ya que en nuestra novela, en Pepita Jiménez, es el resultado lógico de la forma narrativa adoptada. En cualquier caso, se trata de una interpretación intelectual de los hechos de los que se da tanto la visualización o el desarrollo como su significado; esto, que vale para toda su obra, resulta especialmente claro en la que nos ocupa. Así, por ejemplo, si atendemos a la Naturaleza, que tanto juego descriptivo ha dado en otros autores que enumeran minuciosamente cada uno de sus rasgos, notaremos que falta en Pepita Jiménez. Esto es así no sólo porque el estilo epistolar de don Luis lo sea, sino porque el campo no es funcional en el desarrollo de los hechos; sin embargo, cuando la naturaleza influya en el comportamiento de los personajes, la encontraremos en el texto, pero no de cualquier forma, sino sólo en aquellos rasgos o aspectos que concuerden con el desarrollo argumental. Cuando la emoción del personaje es paralela a la naturaleza y filtra, de todas las sensaciones que asaltan los sentidos, sólo aquéllas ante las cuales se muestra receptivo: cuando el seminarista sale a pasear por el campo, llega a un típico y literario locus amoenus, cuyas connotaciones no hace falta señalar, ante el que reflexiona: «se concibe la vida de los antiguos Patriarcas y de los primitivos héroes y pastores, y las apariciones que tenían de ninfas, deidades y ángeles», por supuesto, la reflexión de don Luis está deformada subjetivamente, la desviación concuerda con sus intereses, pues los Patriarcas no tenían esas visiones, él sí ya que en este momento aparece Pepita, integrándose en la línea «ninfas, deidades y ángeles». Después, don Luis duda entre el amor humano y el divino, pasea de noche por el campo, y «don Luis se sintió dominado, seducido, vencido por aquella voluptuosa naturaleza» y va a casa de Pepita: parece claro que no es la naturaleza lo que le empuja a casa de su amada, sino el amor humano de ésta lo que la hace ser dominado, seducido y vencido por la noche campesina. La naturaleza no es la causa, sino el síntoma y consecuencia de lo otro. En cualquier caso, lo que hay es correspondencia entre lo uno y lo otro, de manera que la naturaleza no es un elemento libre, sino significativo y funcional en el desarrollo del relato, y que don Juan Valera se ocupa sólo de darnos estos aspectos.

Montesinos, por su parte, explica de esta manera el hecho que nos ocupa: «Pepita Jiménez, excepción en muchas cosas, lo es también en lo que al ambiente rústico se refiere. El interés de la novela es psicológico, radica en un conflicto íntimo, los personajes conocen los lugares y no necesitan describirlos, si no son interiores a los que no todos tienen acceso. La sugestión del ambiente está lograda con parcos toques. Valera, formado en el gusto clásico, no gustaba de las descripciones a la moda y, como los clásicos, indica los lugares y sus accidentes por menciones o alusiones ocasionales de lo que es preciso tener en cuenta. Este arte raya en Pepita Jiménez más alto que en cualquiera otra de sus novelas, exceptuada tal vez Juanita la Larga, que, sin embargo, es muy diferente. Y es que la naturaleza que en Pepita se sugiere, ni bravía ni remota, los inmediatos aledaños de un pueblo agrícola, sus huertas, sus sembrados, en este tiempo vernal que don Luis vive, se diría que por primera vez, interviene tanto en el desarrollo de la novela que es casi uno de los protagonistas. Por una vez, Valera se muestra hombre de sensibilidad extraordinaria, y no creo que haya en su obra pasaje alguno que pueda compararse al que refiere las sensaciones de don Luis antes de acudir a la cita, en medio de los campos que ensombrece un sereno atardecer. Pero estos primores no son en la novela pezzi di bravura, puestos allí para alardear de riquezas de paleta. Aquello está allí porque está don Luis, y un don Luis afligido por muy esquiva congoja. Es necesario ver lo que Valera ha hecho con sus personajes para comprender el valor relativo de todo el resto». (Op. cit. páginas 108-109).

Creo que lo expuesto basta para mostrar cómo Valera atiende a la función de los elementos, utiliza formas o descripciones significativas, no meros adornos más o menos valiosos por sí mismos. La formación clásica de Valera le lleva a organizar la obra en este sentido, buscando un equilibrio entre los elementos que la componen. Sin embargo -lo hemos visto- la adecuación de los elementos a un sistema coherente sólo se explica si el sistema cumple una función; de otra manera las partes quedarían sueltas, como un simple agregado de visiones momentáneas. Para Valera, en teoría al menos, parece que la finalidad significativa de sus novelas le preocupa poco; en el prólogo para la edición en inglés de Pepita (1886) escribe a este respecto:

«Yo soy partidario del arte por el arte. Creo de pésimo gusto, impertinente siempre y pedantesco con frecuencia, tratar de probar tesis escribiendo cuentos. Escríbanse para tal fin disertaciones o libros pura y severamente didácticos. El fin de una novela ha de ser deleitar, imitando pasiones y actos humanos y creando, merced a esta imitación una obra bella. Objeto del arte es la creación de la belleza y le humilla quien le somete a otro fin, por alta que sea su utilidad. Pero [...]

Lo cierto es que, si alguna consecuencia debe sacarse de un cuento, lo que del mío se infiere es que la fe en Dios, personal y providente, y el amor de este Dios, que asiste en el centro del alma, aun cuando faltemos a la más alta vocación a que nos induce y solicita, aun cuando, como don Luis, cometamos en una sola noche, arrastrados por violentas pasiones mundanas, casi todos los pecados capitales, eleva el alma, purifica los otros amores, sostiene a dignidad humana y presta poesía nobleza y santidad a los más vulgares estados, condiciones y maneras de vida [...] Acaso, aun prescindiendo de lo trascendente, mi novela interese y divierta por un par de horas...»


Donde vemos que empieza defendiendo el arte por el arte, el entretenimiento en la novela, para pasar, después, a la posibilidad de sacar alguna consecuencia de su historia: incluso es él mismo quien señala la que le parece más acertada, aunque no nos lo parezca a nosotros, como veremos. En cualquier caso, lo que ahora me preocupa es señalar cómo ente las dos afirmaciones de Valera no hay contradicción, ni se excluyen mutuamente. En Valera, el arte por el arte no supone la búsqueda de un efecto meramente sensorial, ni la belleza se basa exclusivamente en la forma. Evidentemente, la forma es una condición imprescindible, pero no suficiente: para ser buena, la novela debe entretener, interesar, lo que no supone escribir folletines donde la peripecia o, en general, la identificación proyectiva con los personajes sea el único recurso; Valera entiende que el conocimiento intelectual de las cosas, la reflexión conceptual, puede ser más interesante que las acciones físicas, por complicadas que éstas sean, y esto es lo que hace. Como él mismo afirma, el valor de esta novela «estriba en el lenguaje y en el estilo, y no en las aventuras, que son de las que ocurren a cada paso; ni en el enredo, harto sencillo o casi nulo. [...]. Siendo la acción tan pobre, esto se nota y sale de realce por el análisis sutil y por la expresión de los actos, que en la traducción pueden perderse» (pról. cit.). En efecto, Valera nos indica aquí perfectamente la clave y la solución del problema: si consideramos el valor de la forma por un lado, y lo que podríamos llamar el análisis de contenidos, por otro, notaremos al autor preocupado porque las sutilezas de los análisis no se pierdan en la traducción, pero no dice nada del peligro, aparentemente mayor, de que en la traducción desaparezcan las bellezas formales, de estilo. Esto es así porque lo que Valera llama estilo o lenguaje es la correspondencia de las palabras empleadas con el objeto al que se refieren, correspondencia que parece aquí de una especial precisión y sutileza; ahora bien, si esto fuera así, la correspondencia entre palabras y objetos sólo tendría sentido en el caso de que el autor describiera una realidad existente fuera de la novela, no creada directamente en ella. Insisto y señalo esto, porque en la novela del siglo XIX es frecuente que estilo, lenguaje y belleza de la forma se entienda, efectivamente, desde criterios exclusivamente formales, i. e., sensoriales; son los pezzi di bravura de que habla Montesinos, que podemos ejemplificar con las exhibiciones coloristas de la Pardo Bazán, hechas a la manera de los Goncourt, o con las descripciones naturalistas de Pereda, donde lo que se describe es lo que hay, sin que tengamos otro punto de referencia fuera del que nos da el propio texto. Sin embargo, en Valera, los matices de su lengua no buscan la coherencia interna, sino la descripción explicativa de estados de ánimo: este tipo de descripción no trata tanto de convencer literaria y retóricamente al lector, sino de lograr la verosimilitud por medio de la posibilidad objetiva del análisis, más que del caso concreto. Es el tantas veces señalado intelectualismo de Valera.

El análisis abstrae, presenta un resultado conceptual que puede adoptar diversas formas concretas, que puede ser deducido de muchos casos diferentes. En este sentido, tiene razón Valera cuando afirma que una fábula (una novela), no puede nunca demostrar nada, pero puede explicar un tipo de comportamientos. Es lo que ocurre aquí.

La pregunta que cabe hacerse ahora es cuál es el «argumento» de la novela que nos ocupa. La peripecia de Pepita Jiménez es sencilla y trivial y tiene poca importancia, tan poca que sólo se nos da traducida mediante esas cartas que ahora nos parecen una elección formal excelente para expresar los análisis introspectivos del seminarista. Menéndez Pelayo cree, con toda razón, que la novela trata de la victoria del amor sobre las falsas vocaciones y el falso misticismo; nótese bien que se trata de un conflicto entre conceptos, no entre Pepita y don Luis, que son sólo los soportes de aquéllos. Pero quizá esto sea reducir y esquematizar demasiado las cosas; a mi entender, el planteamiento de Valera es menos doctrinal y más amplio que la anécdota a que reduce el caso Menéndez Pelayo: en Fernán Caballero, Alarcón, la Pardo Bazán, Pereda o el primer Galdós, los personajes son, efectivamente, representaciones ideológicas concretas, pero don Luis no representa la vocación religiosa ni Pepita el amor humano, se trata más bien de una actitud vital, ejemplificada en un caso, uno más de entre los muchos posibles. Montesinos, por su parte, señala, como problema general: «el ansia de absoluto que contristaba y atosigaba a aquellos espíritus que no podían racionalmente asentir a los ideales ni vivir de las esperanzas del catolicismo tradicional, pero que no podían resignarse a vegetar en lo relativo y contingente» (pág. 98), dada esta situación entre los contemporáneos de Valera y, quizá, en la propia conciencia de nuestro autor, «sus obras están llenas de almas desorbitadas y sedientas, que andan siempre por los mayores extremos» (pág. 99). En Pepita Jiménez -deduce Montesinos-, hay una «repulsa de la actitud, mística negativa y mortal, superada por el amor humano. Valera se ha liberado de esa fe, de esa religión gazmoña de Fernán Caballero y otros correligionarios, que se hallaban en peligro de perder los cuerpos buscando el centro de las almas. A pesar de esto, Valera no combate misticismos; verdaderos y vivificadores. Plantea el caso de don Luis porque el suyo es un falso misticismo. La lección que se deduce es siempre la misma: la del primado de la vida sobre la especulación ociosa, de la experiencia plena y fecunda sobre la ensoñación malsana y estéril».

En mi opinión, este planteamiento es acertado, aunque quizá un tanto excesivo: aquí los personajes son gente vulgar, corriente y moliente, aunque ellos crean no serlo; don Luis no tiene nada de extremista ni de extraordinario. Por otra parte, el problema «religioso», la mística, no constituye el centro del problema: es una de tantas desmesuras o formas que puede adoptar el heroísmo trascendente de los Románticos. Para mí, entonces, Valera no se opone, en esta novela, a la religión gazmoña de Fernán Caballero, sino al ilusionismo romántico por cuyas narraciones (verso o prosa) pululan, aquí sí, seres desorbitados y sedientos que andan siempre por los mayores extremos, como si esto fuera lo habitual y la realidad de las cosas. Valera no plantea la oposición entre misticismo y vida, sino entre realidad y ficción; y tan real o ficticio puede ser el misticismo como el amor humano. Don Luis no trata de alcanzar un ideal inaccesible, por el contrario, trata de alcanzar algo que le parece muy al alcance de la mano y muy real: equivoca la realidad, pero su intención es buscar la realidad, y se equivoca porque parte de un pensamiento libresco, hecho de antemano, y trata de imponer ese pensamiento a la realidad de las cosas: hay una concepción de la realidad dentro de la cual quiere meter la vida. Pero el camino lógico, el que defiende Valera, es el inverso, el que partiendo de la realidad de la vida se eleva sobre ella, de la forma que sea. Naturalmente, don Luis se da cuenta, en determinado momento, de que su punto de partida es falso, equivocado, y por ello, en su caso, la vida es superior a la razón.

Dada esta quiebra en las ilusiones de don Luis, la solución en este caso, está al alcance de la mano: aceptar la realidad y casarse con Pepita. Ahora bien, ¿qué hubiera pasado si la crisis se llega a producir después de que don Luis se hubiera ordenado sacerdote? Es lo que Valera trata de ver en doña Luz y en parte también en Morsamor, como dice Montesinos «Valera, espíritu dialéctico si lo hubo, ha planteado el problema tres veces, por todas sus fases, irónicamente, sarcásticamente, trágicamente, como un peligro, como un hecho consumado» (pág. 103); pero los casos de conciencia no acaban aquí, El comendador Mendoza o Genio y figura, pueden entrar en el mismo grupo que las anteriores desde esta perspectiva, aunque quizá más que de casos de conciencia se podría hablar de dar soluciones reales a problemas dados; la elección de temas eclesiásticos se debe, a mi manera de ver, a que los estudios espiritualistas le proporcionaban al escritor una base sólida sobre la cual elevar su propio edificio, y además, a la situación límite que supone la ordenación, especialmente como renuncia u oposición a la vida de los sentidos.

Para mí, en estos casos, sobre todo en los primeros, Valera plantea, de manera muy cervantina, el enfrentamiento entre un punto de partida ideológico falso y la realidad, la quiebra de esa ilusión que provoca el súbito enfrentamiento del iluso con la verdad y las posibles reacciones. Desde una perspectiva histórica, Valera presenta la ruptura del mundo romántico, deshaciendo sus bases desde dentro. En este sentido, las novelas de Valera no son ya románticas. Se ha dicho que tampoco son naturalistas, que son una excepción, una anomalía dentro de la literatura del siglo XIX. Esto no es así, es cierto que, a primera vista, lo parece, pero no es así: Pepita Jiménez, lo mismo que las otras novelas, entra dentro de los supuestos teóricos del Naturalismo, aunque no coincida con la realización práctica de esa teoría.

Si, como vimos al tratar de doña Emilia Pardo Bazán, el Naturalismo quiere situar a la novela en la línea de las ciencias experimentales, darle un carácter científico, la novela de Valera cumple estas condiciones. En efecto, Valera actúa como el científico en su laboratorio, combinando una serie de ingredientes para ver lo que sale, experimenta con una serie de combinaciones posibles y, lo que es más «científico» todavía, conceptualiza los planteamientos y los resultados estableciendo si no leyes generales, sí posibilidades lógicas que abstrae de la experiencia; en este sentido es, sin duda, el más intelectual, científico, de los naturalistas. Por supuesto, él sabe que es el autor quien decide las situaciones y los movimientos de los personajes, como el científico experimental decide lo que combina y el orden en que lo hace: la regla, en uno y otro caso, para que los experimentos tengan carácter científico, esto es, sean algo más que hechos libres, que una enumeración de fenómenos, es su adscripción a una teoría dentro de la cual sean coherentes, es lo que se ha llamado círculo epistemológico. Lo que en Valera -y en la literatura-, sustituye a la coherencia teoría-práctica, a la verificación, es la verosimilitud del caso y de la explicación analítica. Otra cosa es que Valera «experimente» con materiales nobles, agradables y bellos mientras otros lo hacen con elementos sucios y repugnantes.

Pero, dejando esto aquí, podemos volver al tema de Pepita Jiménez. El error de don Luis está en aceptar un modelo de comportamiento que se toma sin discusión, sin preocuparse de averiguar si el modelo es cierto o falso, posible o imposible y, sobre todo, sin pararse a pensar si el camino emprendido es adecuado a la personalidad del que debe realizarlo; estas normas o modelos tienen un carácter fundamentalmente literario (vida de santos...), lo que podría dar lugar a un conflicto romántico o idealista..., pero lo cierto es que el ideal perseguido es perfectamente accesible para quien tenga fuerzas, vocación o sea así, no para quien es de otra manera, no para don Luis; por esto no se puede hablar de idealismo, sino de posibilidades, reales todas ellas. La equivocación de nuestro personaje está, pues, en su autovaloración o autocomprensión y, paradójicamente, la reflexión es lo que le oculta la verdad y cada vez le aleja más de ella, pero es en la reflexión donde el personaje piensa encontrar la solución a los hechos que no entiende. Un rasgo típico de estas novelas es la pasividad del personaje central: don Luis no hace nada, las cosas le pasan, como si fuera un espectador de sí mismo. El error en el punto de partida, en el enfoque, hace imposible la solución si alguien desde fuera no le saca de la confusión. Es lo que hace Pepita, todavía en buen momento y con éxito, porque le presenta un choque brutal con la inmediata realidad de la vida, extremo opuesto a las especulaciones librescas, le obliga a actuar y a pensar después sobre los hechos, no a priori. Pero la cosa puede ser de otra manera, el mismo problema puede darse en otras circunstancias, lo que cambia el desarrollo y la solución; vamos a verlo en la segunda novela de Valera.

Las ilusiones del doctor Faustino. Este libro se publicó en la Revista de España, durante los años 1874-75. También en este caso, la historia está contada por un narrador interpuesto:

«La narración de don Juan Fresco, arreglada luego a mi modo, es la que voy a referir; pero entiéndase que no pretendo probar, al referirla, ninguna tesis contraria a las ilusiones. Don Juan Fresco sigue su opinión y yo la mía, que aquí no es del caso.


Yo, terminada esta introducción, me retiro de la escena donde me he entrometido como personaje secundario, y me limito a mero narrador de los sucesos».


(Págs. 76-77)                


Aunque este don Juan Fresco funcione a lo largo de toda la novela como verdadero autor omnisciente, más que como cronista. Parece, en muchos momentos, que don Juan Fresco no es más que un desdoblamiento de don Juan Valera, procedimiento que le permitiría exponer sus opiniones de otra manera dialéctica.

Por «ilusiones» entiende el narrador algo muy próximo al valor que el vocablo tiene en los escritores del XVII, en Quevedo o Gracián, por ejemplo; serían las falsas creencias, las falsas convicciones; en el prólogo se definen así:

«-Un concepto sugerido por la imaginación, sin realidad alguna -contestó don Juan-. Ilusión equivale a error o mentira. Perder las ilusiones es lo mismo que salir del error y alcanzar la verdad».


(Pág. 69)                


En principio, pues, Las ilusiones del doctor Faustino, trata de otro caso, como el de don Luis, en Pepita Jiménez, en el que un individuo se cree destinado para acciones extraordinarias y desmesuradas, para las que realmente no vale y que nunca conseguirá. Es, otra vez, una crítica a las ilusiones románticas, contrastadas con la realidad material e inmediata; esa ansia de gloria está perfectamente reflejada en el capítulo segundo «¿Para qué servía?», cuando lo cierto es que no servía para nada o para muy poco, aunque él y su madre creyeran lo contrario. En este sentido, la tesis de la obra, en cuanto proyecto y realización (que no coinciden), tiene un indudable valor como anuncio de lo que será uno de los temas preferidos por los escritores del 98, especialmente por Baroja, cuya serie de Los amores tardíos recuerdan muy de cerca la historia de Faustino; incluso podemos encontrar otras coincidencias, por ejemplo:

«Eso no quita para que la vida tenga más de un sueño y de ilusión que de realidad. El hombre cree en sí mismo, cree que es sensato, original, ingenioso, valiente. Cuando comprende que no lo es y que todas sus suposiciones son gratuitas, no se convence; transforma su ilusión y le da otro aspecto. En cambio, cuando su ímpetu desaparece, ya puede tener algún criterio, algún valor, alguna fantasía, es igual; ese criterio, ese valor, esa fantasía ya no puede utilizarlos. En algún sentido, la vida es como una enfermedad infecciosa: mientras la alimentan los gérmenes, sigue; cuando ellos desaparecen, acaba. Todo cambia, todo se agota, siempre hay una decadencia en el sentido de la energía, y quizá lo más agotador es la inteligencia».


(El caballero de Erláiz)                


El pesimismo de Baroja le lleva a predicar de todos los hombres lo que Valera dice de uno solo, o de un grupo de ellos; por lo demás el planteamiento coincide, lo mismo que coincide en oponer vida o energía frente a inteligencia o reflexión, recordemos esta frase de Valera: «Otro poeta ha dicho: El árbol de la ciencia no es el árbol de la vida; pero yo sostengo lo contrario: el árbol de la vida es el árbol de la verdadera ciencia» (pág. 69), pensamiento desarrollado en el epílogo como interpretación de toda la novela:

«Estos objetos simbolizan las causas de la perdición de mi sobrino político. El traje de doctor es la vanidad científica, la pedantería filosófica, la duda y la incertidumbre sobre cuanto importa para ser enérgico en la vida, con energía sana; el uniforme de miliciano nacional es símbolo de la confusión que solemos hacer de la verdadera libertad con el tumulto, la bullanga y el desorden; y el uniforme de maestrante es símbolo de la manía nobiliaria, de donde nace la pereza, el despilfarro y la incapacidad para las faenas y menesteres que dan riqueza y prosperidad a las naciones».


(Pág. 447-448)                


Sin embargo, don Juan Fresco, conoce mal a su sobrino político, el pobre Faustino no tiene nada de bullanguero ni tumultuoso, más bien es abúlico y un tanto hipocondríaco, de aquí le viene su falta de energía y de sentido práctico, no de su manía nobiliaria que, a lo largo de la obra, no juega un gran papel, pues, en definitiva, el rechazo de Rosa tiene unas causas bien reales e inmediatas. No obstante, como un armónico, Valera vuelve a plantear la ilusión de aquellas personas que sin esfuerzo piensan que pueden llegar a las más altas cotas, por su cara bonita, como si dijéramos; es lo que, según el autor define a Faustino como personaje:

«Además, desde el principio de esta historia debe saber el lector que no tratamos de poner al doctor Faustino como ejemplo de virtud y como dechado de perfecciones, sino como muestra de lo que pueda viciarse y torcerse un claro entendimiento y una voluntad sana con lo que vulgarmente se llaman ilusiones; esto es, cómo un concepto demasiado favorable de sí mismo, con la persuasión de que los propios merecimientos deben allanarnos el camino para el logro de toda esperanza ambiciosa, y con la creencia de que el grande hombre está en nosotros en germen, y de que, siendo así, sin perseverancia, sin trabajo, sin esfuerzos incesantes, sino llevados de la propia naturaleza hemos de trepar a todas las alturas y rodearnos del fulgor inmortal de toda gloria».


(Pág. 394)                


Algo muy semejante piensa el señor Deán cuando reflexiona sobre las ilusiones místicas de don Luis (pág. 199, ed. cit.). Tanto uno como otro equivocan, a mi manera de ver, el problema central del caso, pues si don Luis no llega a místico no es por falta de trabajo, sino por falta de vocación. En el caso de Faustino, la cosa es más compleja.

Faustino, por educación y carácter, es un individuo atraído por el misterio, la vida folletinesca o literaria; se cree un ser no sé si superior, pero indudablemente diferente a los otros, destinado a una intensa y profunda vida interior y espiritual, alejado de los materiales y prosaicos intereses tras los que corren otros. A vivir esa vida dedica sus ilusiones; no otra es la causa de que renuncie a un matrimonio ventajoso por amor de la hidalguía, del amor poético, de su ilusión. Es cierto que quizá Faustino elija esta vía como un escape, pues está claro -y seguramente él, en el fondo, lo sabe- que no es capaz de alcanzar el éxito económico por su cuenta y, en cualquier caso, tampoco por cuenta ajena, ya que no está dispuesto a renunciar a sus vagos y evanescentes ideales. El hecho es que, por las causas que fueren, el doctor Faustino aspira a otra cosa, a salir de la vulgaridad del ambiente que le rodea. Mucho hay de bovarismo en este personaje, y mucho de La Regenta (o viceversa); no es extraño, pues, que fuera Clarín uno de los pocos críticos que salió en defensa de esta novela, estableciendo unos curiosos paralelos:

«En Las ilusiones del doctor Faustino hay un género de gracia que no se había visto después del Quijote, y el público no lo ha notado; hay allí también cierta profundidad psicológica que iguala al autor con los grandes observadores artistas extranjeros y lo coloca sobre todos los de España. ¿Sí? Pues como si no hubiera nada de eso. Una crítica superficial y un vulgo distraído y sin iniciativa en el juicio, han decretado y sancionado que Las ilusiones «era una caída». Ni más ni menos que la Educación sentimental de Flaubert que «una caída» para la crítica francesa de entonces, y hoy es una novela de las más importantes de las contemporáneas».


(Apud. C.C. De Coster, ed. cit., págs. 18-19)                


En efecto, hay un problema psicológico como fondo de toda la novela, pero quizá se pudiera decir que es el opuesto al de Don Quijote, pues Faustino topa constantemente con sus ideales sin darse cuenta de ello. Es un caso patético, triste. Está claro que el doctor Faustino no actúa para conseguir que se realicen sus esperanzas íntimas, no las que le impone su madre o las circunstancias, espera que le caigan del cielo porque sí. Y es el caso que, en efecto, le caen: vive un amor misterioso con ribetes esotéricos junto a su inmortal amiga; corre aventuras folletinescas y románticas cuando es apresado por los bandidos; obtiene el éxito en los salones y el amor de Constanza, sobrevive al duelo y continúa sus relaciones... ¿Qué le falta?, parece que en este aspecto no le falta nada: Faustino suspira por que sus fantasías se realicen, pero basta que así suceda para que abandone todo interés por la situación dada y corra en pos de un nueva ilusión que, para colmo, también se logrará. Es lógico, pues Faustino es uno de esos tipos que tratan, no de vivir, sino de verse vivir, lo que evidentemente resulta imposible para un carácter introspectivo, crítico; es posible para Faustino vivir sus fantasías, pero no puede vivenciarlas. Por ello salta de una situación a otra, atendiendo a cada nueva solicitación como si tratara de agotar las posibilidades que ofrece la vida y, más que la vida, la fantasía; ninguna de las opciones realizadas totaliza el amplio aspecto de las posibles, porque esto es lógicamente inabarcable. Sólo cuando pierde algo, Faustino es capaz de apreciar el valor de la pérdida; el resultado es la frustración sistemática, el dolor propio y el ajeno. Todo ello por vivir de posibilidades teóricas: cuando la literatura entra en la vida, el fracaso de ésta es inevitable.

Juanita la Larga. Esta novela se publicó en 1895, procede o es un desarrollo animado de «La cordobesa», artículo de 1872. Como en otras novelas, hay un narrador que, no coincide con el autor:

«Cierto amigo mío, diputado novel, cuyo nombre no pongo aquí porque no viene al caso, estaba entusiasmadísimo con su distrito y singularmente con el lugar donde tenía su mayor fuerza, lugar que nosotros designaremos con el nombre de Villalegre».


(Pág. 10)                


Se supone que este diputado novel es quien ha contado la historia al autor, a Valera que, con el material, hace lo que quiere, lo presenta como le parece. Aquí cuadra perfectamente la frase de Montesinos cuando caracteriza la novela de Valera como «ficción libre»; en efecto, el autor de Juanita la Larga, contrasta con algunos otros escritores del XIX, tan preocupados por el método, por la técnica del novelar; frente a ellos, Valera se comporta como un narrador no sujeto a ninguna norma ni ley previa, apareciendo su novela como la transcripción escrita de una narración oral. No se trata, por supuesto, de que el estilo sea conversacional -que no lo es-, sino de que la obra parece reflejar toda la improvisación constructiva que tiene el que cuenta un sucedido en una tertulia de amigos: las digresiones son frecuentes, lo mismo que los comentarios sobre la propia historia; hay vuelta atrás, anuncios, explicaciones..., y equivocaciones que son modificadas sobre la marcha. Veamos algunos casos:

«Sin el menor artificio he presentado ya a mis lectores a varios de los personajes principales que han de figurar en la presente historia; pero me quedan dos todavía, de los cuales conviene dar previamente alguna noticia».


(pág. 23)                


«En el momento que va a empezar la acción de esta verdadera historia, Juana tendría unos cuarenta años muy cumplidos [...]. El vulgo añadió después al nombre del mismo epíteto, por donde esta niña, que será la principal heroína de nuestra historia, vino a ser apellidada Juanita la Larga».


(Págs. 29-30) (Cfr. cap. XV, «Era doña Inés López de Roldán personaje...»)                


En algunos casos la ironía es patente, como en este caso en que se burla de la retórica romántica:

«Arrebatado yo por la corriente de los sucesos, por la importancia que les doy y por la rapidez con que quiero narrarlos, he descuidado la cronología. Está vaga y confusa, y conviene fijarla un poco. Nada más fácil. Basta decir para ello que el día de la fuga de don Paco, acertó a ser Domingo de Ramos».


(Pág. 247)                


Donde la ironía sobre el arrebato y entusiasmo creador se dobla en autoironía, pues esta reflexión, donde afirma tener prisa por contar la historia, le sirve para describir la procesión del domingo de Ramos durante todo el capítulo XXXVI, en una de esas disgresiones tan frecuentes aquí, como la que nos ha dado en las páginas 97-99:

«A los soldados romanos que salen allí en las procesiones de Semana Santa, les pusieron en el pecho cruces de terciopelo carmesí, y los convirtieron de perseguidores de Cristo, en perseguidor de herejes y de judíos, enemigos de Cristo; y a los judíos que salen también en Semana Santa los dejaron judíos aunque de otra época, o bien los transformaron en herejes de los que los amigos del santo habían metido en costura. Los soldados romanos estaban vestidos con mucha propiedad porque en el pueblo había un santo nacido en él, el cual santo perteneció la legión tebana; y como en compañía de una de sus canillas, hallada en las catacumbas, vino de Roma su imagen, el traje que llevaba sirvió de modelo para hacer los de los soldados romanos. [...] En suma, la procesión no dejó nada de desear. El público quedó muy satisfecho».


La burla es amable y no tiene mala intención, sino un tanto de ironía simpática; si comparamos la actitud ante lo popular de la de Pardo Bazán con la que ofrece aquí Valera, notaremos la diferencia. Parece incluso, que el propio don Juan ha cambiado un tanto sus criterios y ha llegado a apreciar la ingenuidad espontánea del arte popular y, sobre todo, el sentido que tiene para las gentes. No es Valera un folklorista a lo Fernán Caballero, que ensalza lo popular por el mero hecho de serlo..., y oculta lo que no le gusta; Valera ve perfectamente las insuficiencias, errores o fealdades de arte popular, pero lo comprende y lo disculpa y, al mismo tiempo, lo prefiere a las pretensiones de los semisabios que al pretender mejorarlo, lo estropean; léase a este respecto la disquisición sobre teoría literaria y arte popular que se encuentra en la página 249.

Es muy frecuente que don Juan Valera no sólo describa la realidad, sino que, además, la interprete, y la explique, como una manera de comprender a los personajes. Incluso en aquellos casos en que, teóricamente, habla o piensa un personaje, es Valera quien traduce y organiza el material, intelectualizando el proceso:

«Allá, en el fondo de su alma, cuando estaba a solas con su conciencia, y con el notabilísimo despejo y la serenidad imparcial con que ella lo miraba todo, hacía repetidas veces las sutiles reflexiones que trataremos de expresar aquí en el siguiente soliloquio».


(Pág. 144)                


O la interpretación directa:

«Toda aspiración suya había sido hasta entonces modesta, prosaica y pacíficamente asequible; pero Juanita había venido en mal hora a turbar su calma y a aguijonear su fantasía para que remontase el vuelo a muy altas regiones, donde si bien había más luz, había también tempestades de su alma pacífica y sólo acostumbrada al sosiego, apenas podía sufrir.

En resolución, don Paco vino a creer que la aparición tardía de lo ideal, casi muerta ya su juventud, y el nacimiento póstumo de sus aspiraciones que sólo por ella deben ser fomentadas, era lo que le tenía tan desatinado, tan infeliz y tan loco».


(Págs. 214-215; cifr. pág. 43)                


Establecido ya este nivel de conceptualización explicativa, la digresión teórica aparece con toda naturalidad, como en este caso:

«A ella no le pasó jamás por la imaginación querer a Antoñuelo como una mujer quiere a un hombre. Y él, como por una parte la tenía por un ser superior, y por otra parte sus instintos amorosos eran vulgarísimos, procuraba emplearlos y satisfacerlos en más fáciles objetos, y sin darse cuenta de ello, e ignorando su esencia y su nombre, consagraba a Juanita un afecto puro, ideal y platónico. Sentimientos tales, si bien se recapacita, no son extraños al alma de los más vulgares sujetos. Todos o casi todos los hombres tienen sed, tienen necesidad de venerar y adorar algo. El espiritual, el sabio, el discreto, comprende con facilidad y adora a una entidad metafísica: a Dios, a la virtud o a la ciencia. Pero el rudo...»


(Pág. 152)                


Las desviaciones en este sentido son muy frecuentes y pueden recordar -el caso reproducido al menos- las generalizaciones de la Fernán Caballero; sin embargo, la distancia que las separa es muy grande: por una parte el tono, el estilo; por otra, Valera se limita a describir lo que hay, o lo que a él le parece que hay, sin tomar partido por ninguna de las posibilidades ni mucho menos atribuirle un valor moral a la elección.

Junto a estas conceptualizaciones y teorías, nos encontramos en Juanita la Larga, mucho más que en cualquier otra de sus obras, un gusto decidido por lo sensorial, sean visualizaciones, olores y sabores o por el sonido de una palabra. Es muy frecuente el uso de palabras cuya forma es curiosa, sonora, como: pelafustana (34), madapolán (51), filipichín (101), pirujilla (201), trébedes (213), ajilimójili (260), etc. En algunos casos aparecen en enumeraciones donde la palabra o palabras en cuestión puedan no corresponder a la serie en que están colocadas y han sido atraídas a ella por vagas conexiones semánticas y, sobre todo, por su sonido o forma: «Juanita barría y aljofifaba los platos, enjalbegaba algunos cuartos y la fachada de la casa» (pág. 32).

El gusto por la descripción material le lleva a duplicaciones en las que no busca la vaguedad o imprecisión del posibilismo como la multiplidad de realidades presentes ante el lector:

«Era una dehesa o coto, donde había de haber abundancia de conejos y liebres. El terreno está quebrado y cubierto de matas o monte bajo -sólo a trechos descollaban algunos pinos, hayas y encinas-».


(Pág. 216)                


Pero donde más a gusto parece encontrarse es en la descripción enumerativa de los productos culinarios andaluces, sea sobre el campo o en la cocina; todo ello doblado de consideraciones económicas que a nuestro autor parecen serle tan apetitosas como las provisiones de boca. Con frecuencia todo aparece mezclado y revuelto sin que este desorden amengüe nada el atractivo:

«La tienda del Murciano, tienda bien abastecida, y donde, según dicen por allí, había de cuanto Dios crió y de cuanto puede imaginar, forjar, tejer y confeccionar la industria humana: naipes, fósforos, telas de seda, lana y algodón, especiería, quesos, garbanzos y habichuelas, ajonjolí, matalahuva y otras semillas. Casi eran los únicos artículos que allí faltaban las carnes de vaca y de carnero y toda la pasmosa variedad de sabrosos productos que resultan de la matanza y sacrificio de los cerdos».


(Págs. 55-56)                


Donde Valera aprovecha para describir incluso lo que falta. Por otra parte es muy frecuente que este tipo de descripciones rebasen el marco novelesco para establecer comparaciones con términos que quedan fuera del lugar y del ambiente descrito, es decir, que pertenece al mundo del autor y de sus oyentes, pero no al de la novela. La ponderación de un producto puede hacerse, primero, comparándolo con un término coherente con su contexto y, después, relacionándolo con una asociación culta; por ejemplo:

«Poseía dos hazas en el ruedo, de tres fanegas la una. La otra sólo tenía una fanega y cinco celemines; pero como allá en lo antiguo había estado el cementerio en aquel sitio, la tierra era muy generosa y producía los garbanzos más mantecosos y más gordos y tiernos que se comían en toda la provincia, y en cuya comparación eran balines los celebrados garbanzos de Alfarnate. Poseía también don Paco quince aranzadas de olivar, cuyos olivos no eran ningunos cantacucos, sino muy frondosos y que llevaban casi todos los años abundante cosecha de aceitunas, siendo famosas las gordales, que él hacía aliñar muy bien, y que, según los peritos en esta materia, sobrepujaban a las más sabrosas aceitunas de Córdoba, tan celebradas ya en la Gatomaquia por el Fénix de los Ingenios, Lope de Vega».


(Pág. 13)                


La referencia literaria puede ser sustituida por referencias a la vida de la alta sociedad urbana; sin perder por ello, en ninguno de los dos casos, el gusto natural de la descripción:

«En sus diferentes oficios, Juana la Larga ganaba por término medio, y según los cálculos más juiciosos, sobre ocho reales al día, o dígase cerca de 3.000 cada año. Y esto sin contar las adehalas, regalos y obsequios que recibía a menudo. [...] Sus longanizas, morcillas, morcones y embuchados dejaban muy atrás a lo mejor que en este género se condimenta en Extremadura. [...]. Hacía también como nadie, tortillas de azúcar y polvorones que dejaba muy atrás a los tan encomiados de Morón [...], y ella cortaba vestidos, con tanto arte y primor como Worth o Doucet en la capital de Francia».


(Págs. 24-27)                


Otras veces salta la comparación directa: «hacía trajes para las mujeres dignos de figurar en los salones de la corte y de ser descritos por Montecristo o por Asmodeo» (pág. 159). Es un procedimiento muy frecuente y se puede englobar dentro de las frecuentísimas referencias literarias que don Juan Valera hace constantemente en esta novela. Hay algunos casos, pocos, en los que la cita va puesta en boca de un personaje y mejor o peor justificada; pero es el caso que, como dijimos, es siempre Valera el que habla, el que se presenta a sus oyentes o lectores directamente, sin tratar ni por un momento de mantener la ficción o la impasibilidad: hay una perspectiva en la narración, y es la de Valera que no trata de aparentar un objetivismo que no le interesa y del que se burla en más de una ocasión. La relación que busca Valera es directa, sin fingimientos, y la historia se cuenta aceptando la inevitable subjetividad del narrador. Un caso muy claro es éste, tantas veces señalado:

«Ruego al lector que me dé entero crédito y que no imagine que son ponderaciones andaluzas, o que mis simpatías hacia Juanita me ciegan. Lo que digo es la verdad exacta, pura y no exagerada. Yo he estado en Villalegre, he visto algunos trajes hechos por Juanita y me he quedado estupefacto. Y cuenta que yo tengo buen gusto. Todo el mundo lo sabe».


(Pág. 159)                


Donde no se puede hablar de que haya una quiebra o de que se rompa la convención porque nunca la hubo. Lo que sí es de notar es la distancia que separa a Valera de los realistas cuando predican la impasibilidad del autor, el distanciamiento, la objetividad, etc., y, en general, de los que conciben la novela como un espejo. Es curioso, y revelador, en este sentido, ver un lapsus de Valera en el uso de la persona en el verbo; la que habla es Juanita hija: «Y ve tú ahí lo que son las mujeres» (pág. 196).

En definitiva, tenemos que las referencias literarias o, en general, culturales, son perfectamente coherentes con el sistema narrativo empleado. Valera no proyecta los temas culturales sobre la realidad que se describe (como la Pardo Bazán o Alarcón, por ejemplo), sino que es él, como autor, quien encuentra el parecido o la referencia. De esta manera eleva e integra la realidad dentro del mundo cultural que, para Valera, es algo completamente asimilado en su sensibilidad. Se podría decir que para nuestro autor el arte es vida, si es algo; vemos, pues, en Juanita la Larga, una forma de conciliar el mundo intelectual con la vida inmediata; esta conciliación no la hacen los personajes, sino el autor. Es, en definitiva, el equilibrio clásico, donde lo uno no excluye lo otro, donde el arte revaloriza la naturaleza, y viceversa. Es muy interesante ver la gracia con que Valera introduce algunos textos literarios cuyo efecto concuerda y refuerza el de la situación descrita, por ejemplo este caso referido a Juanita:

«Por coincidencia y aunque ella no hubiese leído el soneto de Lope, concebía imágenes pastoriles y acaso se figuraba a doña Agustina como a una mayorala o rabadana que llevaba ya en pos de sí, atado con un cordón, el manso que ella, la zagala Juanita, había cuidado con esmero, dándole de su sal a puñados. Y entonces se le antojaba decir a doña Agustina: suelta mi manso, que es mío; déjale en libertad, y verás como viene a mí: Que aún tienen sal las manos de su dueño».


(185-186)                


También hay que notar cómo introduce el texto del romance «en vez de decir amén, decían amor, amor» (pág. 103); o la oportunidad de la cita de Castiglione en la página 105. En otros casos hay también referencias literarias o culturales directas: Rebeca y Eliacer (pág. 34); Nausicáa (pág. 60); Francisco Gregorio de Salas (pág. 77); Cid (pág. 96); Cornelia (pág. 160); Tristán e Iseo (pág. 193), etc. Hay referencias al romancero general, a Tirso de Molina, Cervantes, etc. Sin embargo, en algunos casos, Valera no da la clave, sino solamente el texto; así, por ejemplo; los versos de la página 316, que comienzan «Valiente eres, capitán», remiten a través de Góngora al Abencerraje; el texto de la páginas 238-239, «Las flores del romero» parece venirle a Valera de Góngora, dada la referencia de los celos que se encuentran en ambos textos (como es lógico dado el color de las flores y del listón). El texto que doy a continuación podría haber sido sugerido por Garcilaso, o, quizá, por San Juan:

«Luciendo así el primor y la pulcritud de su peinado y dejando ver lo bien plantada que estaba la cabeza sobre sus airosos cuello, sólo sombreado por algunos ricillos menudos, que se substraían a la cautividad en que tenía el moño los más largos cabellos».


(Pág. 36)                


La alusión al Quijote es transparente en: «Don Paco se armó de valor y se dirigió a averiguarlo, contento de tropezar con una aventura que de sus desventuras le distrajese» (pág. 217). También es cervantino el objetivo de don Andrés, cuando trata de seducir a Juanita, para abrirle los ojos a don Paco y que éste no se case con ella (pág. 265). Más recuerdos de Cervantes hay en la salida de don Paco (pág. 204); en los pastores (pág. 212); la del alba (203); expresiones como se parecía o en resolución (pág. 213 y passim.), también tienen el mismo cuño. De Garcilaso es el «¡Oh dulces prendas por mi mal halladas» de la páginas 208, y quizá el caminar embebecido de la 205.

Un recuerdo de la Celestina o de alguno de sus descendientes poetizados, podría encontrarse aquí:

«Importa, pues, que tú te dirijas a la criada de dicha persona y ganes su voluntad, con presentes o como quiera que sea, para que ella hable con su ama y la convenza y la incline a darme la cita».


(Pág. 268)                


La escena en que doña Inés escondida ve la actuación de don Andrés con Juanita podría ser entroncada, si se apuran las cosas, con Tirso de Molina, pero no hace falta, ni tampoco hace falta aumentar los ejemplos: la obra está absolutamente plagada de ecos, como corresponde a la cultura de don Juan Valera.

Al lado de todas estas conexiones de tipo cultural hay algunas referencias a lo que pudiéramos llamar costumbres populares o dichos y expresiones del mismo origen. Alguna vez utiliza Valera expresiones populares o coloquiales para atraer una comparación al mundo de lo habitual o cotidiano:

«Juanita estaba así tan guapa que se parecía, aunque sin alas, al propio arcángel San Miguel dando una soba al diablo».


(Pág. 312)                


También utiliza, en este tipo de situaciones, coplas populares o popularizadas, como el conocido «Arroz con leche», de la página 321 o en la que comienza «Yo no quiero al conde de cabra» en la misma página. Notemos, de paso, cómo en el momento del desenlace sentimental se polarizan estas expresiones populares. En algunas ocasiones aparecen los dichos populares, no en cuanto expresiones lingüísticas, sino en lo que respecta a creencias. Cuando éstas son de detalle, anecdóticas o circunstanciales, don Juan Valera los ve con simpatía y los acepta:

«A las diez se cantó la misa mayor con órgano, que le hay allí muy bueno, y no sucede lo que en Tocina y en otros lugares de Andalucía baja, donde dicen que a falta de órganos tocan la guitarra en la iglesia. De esto no respondemos. Puede que sea una calumnia. Lo contamos porque lo hemos oído contar».


(Pág. 100)                


Curiosamente, este chisme sobre Tocina se encuentra también la introducción a Las ilusiones del doctor Faustino, en una enumeración de pullas de este tipo. Valera, por contra, no se muestra satisfecho respecto a otros aspectos, como pueden ser los refranes:

«Cada cual recordó allá en sus adentros alguna de las varias sentencias vulgares que sostienen como verdad la transmisión de la culpa por medio de la sangre: de tal palo tal astilla; la cabra tira al monte; quien lo hereda no lo hurta; de casta le viene el galgo, el ser rabilargo; así la madre, así la hija y así la manta que les cobija».


(Pág. 109)                


Le bastan a nuestro autor dos toques (vulgares, como verdad) para desautorizar estos refranes que también desautorizará en el desarrollo de la historia. De esta manera Juanita la Larga, es una novela en la que Valera señala frecuentes rasgos de la vida rural que no parecen convencerle en absoluto, aunque no insista sobre ello y se limite a dejar constancia del hecho, atenuándolo o poetizando la realidad circundante para crear un mundo alegre y agradable; mundo del que no se puede decir que sea falso, pues contiene todos los elementos de la realidad, o los más importantes al menos. Hay, eso sí, una renuncia a plantear esos elementos como problema sin tratar tampoco de engañar al lector haciéndole creer que la realidad es otra; lo que en mi opinión ocurre es, que Valera presenta a Villalegre como una excepción que, como tal, no es representativa. Tomemos, por ejemplo, el problema político de los caciques, verdadera plaga de la época, sobre todo en Andalucía; ésta es la solución que encuentra Valera:

«No me incumbe a mí probar ni reprobar aquí el despotismo, aunque sea con ilustración, ni mostrarme partidario o adversario del cacicazgo. Yo tomo y empleo el vocablo en cierta acepción como generalmente se emplea, aunque siento que contenga implícita una injuria para las poblaciones en que hay cacique, porque es suponerlas salvajes y no quiero calificar de tales a los de Villalegre. Desecho, pues, la suposición implícita y acepto y empleo los vocablos cacique y cacicazgo como los más usados y adecuados para expresar la condición de don Andrés y el poder que en Villalegre ejercía».


(Pág. 178)                


Está clara la condena del despotismo «aunque sea con ilustración», lo mismo que el salvajismo que ve en el cacicazgo, pero hay un decidido voluntarismo tendente a salvar a su pueblo de los aspectos negativos. Sin embargo hay, a lo largo de toda la novela, una serie de matices que van juzgando personas y situaciones sociales sin que por ello se llegue nunca a la condena directa ni a las descripciones agrias; un caso muy revelador es el de doña Inés, a quien conocemos a través de la descripción del padre Anselmo (pág. 20-21), con quien forma pareja ideológica; a Valera no le resulta simpática esta señora y llega a comentar que no sabe para qué la ha sacado en la novela, pues no acaba de integrarse sin esfuerzo en el mundo idílico de Villalegre; la actuación de doña Inés es rastrera y baja, pero el autor atenúa dentro de lo posible estos rasgos; en último término tenemos, por ejemplo, esta irónica observación: «resultaba que doña Inés, por obra y gracia de lo mirada que era, tenía lectora y auditorio y acompañanta de balde» (pág. 163), donde el polisíndeton acentúa la censura (cfr. págs. 165-166). Ahora bien, la actuación general de doña Inés plantea directamente un conflicto implícito a lo largo de toda la novela, me refiero a la división de los personajes en clases sociales, en estamentos: la exposición del estado de cosas la hace Valera al describir al padre Anselmo:

«El cura párroco, un fraile exclaustrado de Santo Domingo, muy severo en su moral, muy religioso y muy amigo del orden, de la disciplina y del respeto a la jerarquía social. Casi siempre en sus pláticas, en sus conversaciones particulares y en los sermones que predicaba con frecuencia, porque era excelente predicador, clamaba mucho contra la falta de religión y contra la impiedad que va cundiendo por todas partes, con lo cual los ricos pierden la caridad y los pobres la resignación y la paciencia, y en unos y otros, germinan y fermentan los vicios, las malas pasiones y las peores costumbres».


(Pág. 20)                


Este cura es el reducto ideológico de la clase elevada, doña Inés lo utiliza cuando necesita defender su posición de los intentos populares por entrar en ella; así, cuando las dos Juanas van a la iglesia vestidas como no las corresponde por la clase a la que pertenecen, doña Inés azuza al cura para que, desde el pulpito, les corte el paso: el pobre don Anselmo parece un cura un tanto fatuo y poco inteligente o, mejor, ingenuo; no se da cuenta de que es utilizado, de que sirve como instrumento a doña Inés y a sus intereses de clase. El sermón va directamente dirigido contra las dos Juanas, con motivo de su atuendo; Valera cuenta el sermón sin molestarse en señalar las simplezas y simplicidades que contiene, pero lo mejor es el comentario final: «En suma, el padre Anselmo estuvo muy bien aquel día: censuró el vicio sin censurar al vicioso, y no designó ni aludió a nadie» (pág. 109), con lo que Valera indica que el cura, embebecido en su oratoria y arrastrado por sus prejuicios, ni siquiera se da cuenta de lo que en realidad hace, manejado como está por doña Inés. Y no olvidemos que el narrador ha dado la clave real del conflicto concreto sucedido en la iglesia, me refiero a que los trajes no son una anécdota, ya que, incluso en el texto de la novela, Valera describe los vestidos de los villalegrinos de acuerdo con la clase social a la que pertenecen (vid. pág. 92). Parece, pues, por todo lo dicho, que la obra de Valera no es un escapismo idílico: acepta y plantea las condiciones objetivas en que tiene lugar la historia de Juanita. Desde esta perspectiva, se puede hablar de que hay en Juanita la Larga, un problema social, un conflicto de clases, aunque no creo conveniente extremar la nota en este sentido. Montesinos cree que la novela pertenece a la tradición clásica: «Por una de sus fases, el drama de Juanita es de la misma índole de aquellos que tanto interesaron en el siglo XVII a poetas dramáticos y mosqueteros, unidos en una misma ética; es, aunque parezca mentira, un drama de la familia de Peribáñez, aunque muchos supuestos sean otros. Juanita siente dentro de sí, como el villano de Ocaña, el derecho imprescriptible de hacerse respetar, por humilde que sea su condición social, desde que se siente capaz de honra» (pág. 163). No me parece a mí que la cosa sea exactamente así; puestos a buscar un antecedente clásico que corresponda al tono de esta novela, habría que pensar en Marta la piadosa pues, como dice el mismo Valera, a las heroínas de Tirso se parece Juanita «por lo desenfadada y traviesa». Por otra parte, aquí no hay drama y, creo, la tesis que se puede sacar de la obra poco tiene que ver con Peribáñez; el orgullo de Pepita es el que corresponde a la dignidad humana, que en las obras de Valera se manifiesta con especial claridad en las mujeres, como protagonistas que son de ellas.

Mientras no se demuestre lo contrario, Juanita la Larga plantea unos problemas mucho más próximos e inmediatos. Como en las novelas anteriores, Valera vuelve a presentar aquí un caso práctico, entendiendo por tal el que plantea el problema de un individuo en una situación concreta y real, aceptando los datos del problema sin cuestionar la validez o la injusticia de la tal situación, por lo menos no como cuestión específica. De la misma manera que en Doña Luz, la historia que cuenta no le sirve para discurrir sobre la naturaleza del catolicismo, sobre el sentido del celibato eclesiástico, etc., y acepta esa situación como un hecho para, sobre ella, montar el desarrollo del conflicto, de la misma manera, digo, en Juanita la Larga la existencia de clases sociales, de problemas económicos, de caciques y de padres Anselmos o de Juanitas es lo dado; son una serie de hechos que hay que aceptar porque están ahí, son reales. A mi modo de ver, la cuestión que Valera plantea es la siguiente: dada la situación en que Juanita se encuentra, cuál puede ser su actuación para conseguir los fines que se propone, esto es, mejorar su situación social e integrarse en el mundo que le corresponde teniendo en cuenta sus cualidades personales. Don Juan Valera, por supuesto, no es un revolucionario y en consecuencia no trata de romper la organización social existente; tampoco es reaccionario ultramontano y por ello no la considera perfecta e inamovible: no condena las aspiraciones de Juanita, sino que las ve con simpatía. Don Juan Valera es un liberal que trata de modificar la situación sin que por ello se produzcan situaciones dramáticas ni extremas: lo que más le preocupa son los problemas personales pero, como él sabe muy bien, esos problemas personales dependen de la situación general. Y así plantea el caso.

Según esta novela, si Juanita intenta el ataque frontal, descarado y rápido, el resultado es el fracaso; cuando la heroína se adapta al terreno en que vive, actúa con habilidad sin provocar al contrario, más bien tratando de ganárselo, el éxito (y el cambio) está asegurado. Quizá pueda parecer esto un tanto maquiavélico, pero dadas las circunstancias, Juanita no tiene otra solución si quiere lograr sus objetivos que, en definitiva, son justos. Claro que Juanita podría anteponer su amor propio, su orgullo, a sus objetivos y renunciar a esos disimulos y tejemanejes y cambalaches que se ve obligada a realizar. Pero, para Valera, esto sería sacrificar la realidad a sus ilusiones: el individuo debe adaptarse al medio en que vive.

Este último dato nos plantea un aspecto de la novela que me parece fundamental, quizá el más importante, y que no hemos tenido en cuenta. Me refiero a las relaciones que puede haber entre Juanita la Larga y la novela realista o naturalista. En mi opinión aquí Valera realiza una crítica semejante a la que del Romanticismo habría hecho con Las ilusiones del Doctor Faustino o con Pepita Jiménez; no es para tanta truculencia, parece decir Valera.

Si analizamos la novela que ahora nos ocupa, advertimos que en ella se encuentran todos los personajes y situaciones que ha tipificado la novela decimonónica, especialmente la posterior a La Gaviota. Podemos realizar un rápido recuento: el cacique rural es tipo frecuente, recordaré sólo los artículos que dedica a este tema Pereda y, en parte, Galdós. La dama infatuada por su situación, fanáticamente religiosa, intransigente, podría ser doña Inés, recuerdo de Doña Perfecta o de tantas otras. La relación del señor con su administrador o mayordomo que encontramos, por ejemplo, en Los Pazos de Ulloa, la vemos aquí entre don Andrés y don Paco. El sacerdote (exclaustrado o no), defensor inquebrantable del orden natural, tradicional, aparece en El escándalo o en La familia de León Roch, en casi todas las novelas de la época. También tenemos aquí un sucesor de los liberales ateos, o poco menos, anticlericales de olor a azufre que tanto abundan en las obras de tesis y que podemos representar en el Vitriolo de El Niño de la bola, en nuestra obra sería Policarpo:

«Don Policarpo, el boticario de Villalegre, hacía muy bien los honores del establecimiento, en donde concurrían casi todos los personajes del lugar, a despecho de las mujeres, que eran devotas y que abominaban del boticario, porque, lejos de estar en olor de santidad, alcanzaba la poco envidiable fama de descreído y materialista. Siempre había permanecido soltero, tenía una lengua como un hacha, con la que destrozaba las reputaciones, y en su maligno rostro, en sus ojos vivarachos, y algo bizcos, en su nariz aguileña y en su boca sumida y burlona se revelaba cierta diabólica y punzante travesura».


(Pág. 130)                


Este don Policarpo cuenta, entre otras actividades diabólicas, con la habilidad de encender con la uña un candil o disparar «un cañoncito muy cuco que usaba para esta experiencia». No falta el prestamista usurero que no reconoce los favores recibidos, como el don Caifás de El niño de la bola. Por su parte, Juanita es un compendio: hija única, como todos los protagonistas de las novelas decimonónicas; hija sin padre, como muchos de ellos; ha sido educada en la calle, como La Gaviota, como la niña de Los pazos, como Sotileza...; con la Gaviota comparte el intento (y el logro) de ascender en la pirámide social, y como la Tribuna, que también se ha educado en la calle y busca el ascenso por vía amorosa (recordemos que en esta última obra también describen las clases sociales por la ropa que llevan), pero Juanita, como Sotileza, se mantiene pura; las relaciones entre Sotileza y Muergo o entre La Pródiga y el pueblerino, tienen su contrapartida en las de Juanita y Antoñuelo (pág. 152), relaciones parecidas a las de Nicolasa y Tomasuelo en El Comendador de Mendoza o a las de la Tribuna. El problema de las relaciones amorosas entre un viejo y una niña podrían llevarnos muy lejos, en la época recordaremos sólo algún caso, por ejemplo Pepita Jiménez, El amigo manso, La Regenta (que además, también utiliza la ambientación de las fiestas religiosas y las reminiscencias clásicas), La madre naturaleza (D. Gabriel). El sombrero de tres picos, La Gaviota, etcétera. El interesado misticismo femenino es también muy frecuente, lo mismo que la relaciones amorosas entre individuos de clases sociales distintas donde el hombre, de clase alta seduce o intenta seducir a la humilde mujer. Las relaciones ambiguas entre un sacerdote y una mujer, como por ejemplo las que mantienen el Magistral y doña Ana Azores en La Regenta, tampoco son extrañas en la época y pueden ser recordadas por la pareja doña Inés y don Anselmo (Cfr. Don Julián y Nucha, Pazos..., págs. 82-89).

En el popularismo y ambiente rústico andaluz no hay para qué insistir, quizá había que señalar únicamente a la importancia que en nuestra novela tiene la naturaleza (Vid. v. gr. pág. 206). El bandolerismo que ya habíamos encontrado en Faustino es frecuente en la novela de la época, desde Fernán Caballero por lo menos; y lo mismo se puede decir de la influencia el folletín en general. El tema, tan caro al Naturalismo, de la herencia también planea sobre la obra, aunque al final sea irrelevante.

Por los temas, planteamiento y personajes, Juanita la Larga puede servir como paradigma de la novela del siglo XIX, respecto a ella se podría establecer una clasificación de las demás obras, calificando sus elementos como negativos o positivos. No se trata, por supuesto, de realizar un trabajo de este tipo, que tampoco merecería demasiado la pena, simplemente trato de señalar con ello la abundancia de conexiones, de coincidencias. Si a estas conexiones y coincidencias con obras contemporáneas añadimos las referencias a temas o modelos clásicos, advertiremos que prácticamente toda Juanita está hecha a base de elementos conocidos. Es un ejemplo perfecto de cómo con materiales viejos se puede hacer una obra nueva, y de cómo los temas o motivos no bastan para caracterizar un hecho literario, pues aquí el carácter y el tono de esos hechos es totalmente diferente de aquellos con los que coincide, aunque la coincidencia sea un dato irrefutable.

En mi opinión, Valera arranca constantemente de «modelos», de situaciones hechas para frustrar la expectativa despertada en el lector, reduciendo los lances a dimensiones reales, cotidianas. Me parece esto casi una parodia de la novela decimonónica. Veamos algunos casos, por ejemplo esta reacción de Juanita, tan terrible... y que acaba en nada:

«Y levantándose entonces de la silla, se dirigió hacia su madre con los ojos echando chispas y haciendo la cruz como para persignarse, dijo solemnemente:

-Por esta cruz lo juro: yo me vengaré. Ella se acordará de mí durante toda su asquerosa vida o me han de borrar el nombre que tengo.

-Sí, hija mía -repuso Juana-; véngate. Nada más natural y razonable, pero sin hacer ninguna barrabasada. Y sobre todo no jures, que es pecado mortal. Véngate sin juramento: con cachaza y mala intención».


(Pág. 112)                


Las palabras y el gesto de Juanita podrían ser de Alarcón, la respuesta de la madre es de Valera: lo teatral queda reducido a sus justos términos y el posible drama queda en resolución práctica; lo vemos también aquí, cuando Juanita ya ha aprendido cómo bandearse por su mundo:

«-Pero no te apures ni te sobrecojas. No será menester tocar en tales extremos; no llegará la sangre al río. Aunque será severa la lección que yo dé, no pasará a ser tragedia y quedará en sainete».


(Pág. 298)                


Incluso el hecho de que don Andrés bese a Juanita o que, en medio de la pelea, su mano se haga atrevida, responde al mismo planteamiento de quitar trascendencia literaria a determinados hechos, dejándolos en la intrascendencia que les corresponde en realidad; se podría hablar de desmitificación de temas literarios. Donde mejor se ve esto es en la persona de don Paco, personaje «combatido por harto contrarios sentimientos» (pág. 54), cuya suerte en determinados momentos ignoramos de manera que el autor vuelve a sacar al lector de la incertidumbre: «No quiero tener más tiempo suspenso y sobresaltado al lector y en incertidumbre sobre la suerte de don Paco» (pág. 201), éste se ha echado al monte. Como don Quijote, en Peña Pobre, vaga sólo por la idílica naturaleza, desesperado; esta literaria e intensa situación se resuelve: «En suma, fuerza es confesarlo, don Paco tuvo hambre», es la vuelta a la realidad donde el desequilibrio con la anterior se acentúa por la descripción de lo que contiene el envoltorio que abre don Paco: «había media docena de hermosos pedazos de lomo de cerdo, gruesos como el puño...» (pág. 207) la descripción detallistas y el regodeo con que Valera la hace, trivializan la «quijotesca» salida del personaje, y señalan el triunfo de la vida sobre los prejuicios, sobre las ilusiones. Para colmo, el bulto estaba «envuelto, bien envuelto, en un antiguo número de "El imparcial"».

Poco después vuelve don Paco a encontrarse en situación literaria, si antes era del género pastoral o sentimental ahora corresponde al aventurero:

«Se confirmó más en esta idea al ver de pronto una lucecita que, a cierta distancia brillaba en las tinieblas, según sucede a menudo a los niños cuando en los cuentos de hadas se extravían en un bosque [...]. Don Paco se armó de valor y se dirigió a averiguarlo, contento de tropezar con una aventura que de sus desventuras le distrajese».


(Pág. 217)                


Ahí acaba el capítulo, dejando, como en los folletines, suspenso al lector. Valera ha montado una inducción a lo maravilloso y a la aventura, pero ambas con clave irónica, ya que, por una parte, ha explicado la clave literaria mediante la comparación explícita con el cuento de hadas presentado como fuente que autoriza la veracidad de su narración y, por otra, por la transparente alusión al Quijote, cuyas palabras copia literalmente. No obstante, al comenzar el capítulo siguiente, hace uso de fórmulas literarias en línea con las obras de misterio o maravillosas: «Hombre o demonio -decía- quien quiera que seas, apiádate de mí y no me atormentes sin fruto» (pág. 219). Como es sabido, la terrible situación se resuelve de manera más natural y trivial.

Los personajes de esta obra renuncian a vivir la vida a través de la literatura y Valera se complace y divierte en señalarlo. La literatura arranca de la vida y no al revés, Juanita la Larga, es una demostración de este principio, tan caro a Valera.




Morsamor

Esta novela, la última de las que Valera escribió, se publica en 1899, aunque se comenzara a escribir entre 1887 y 1892; como se sabe, don Juan tardaba mucho tiempo en concluir sus obras. Según el autor, éste es «un libro de caballerías a la moderna, donde se aspira a manifestar la grandeza real de una época histórica, para España y Portugal gloriosísima, a través de una acción fantástica y soñada. Sobre esto hay además en Morsamor, como en casi todas mis obras, muchas filosofías de mi cosecha, propendiendo siempre a las optimistas, a místicas y a un tanto cuanto indulgentes con las flaquezas y pasiones humanas...» (carta a J. María Carpio).

En efecto, es una novela donde lo misterioso y lo fantástico tienen una gran importancia, ya que están en la base de la obra. Ya hemos visto cómo, en otras novelas, hay una cierta afición por los temas y planteamientos esotéricos que, sin embargo, se resolvían en desenlaces naturales que explicaban el aparente misterio. Ahora, Valera deja libre su fantasía y no hay clave realista: lo maravilloso es maravilloso; y la verosimilitud parece importarle bastante poco al autor. Pero lo cierto es que esta novela se desarrolla a otro nivel que el puramente argumental ya que tiene un claro valor simbólico, como veremos.

El tema de Morsamor, el viejo que cree volverse joven y vivir una maravillosa aventura para despertar después y darse cuenta de que todo ha sido un sueño, arranca de don Juan Manuel, del ejemplo de don Illán de Toledo, en lo que respecta al sueño fingido. También se ha dicho que Morsamor tiene conexiones con el Fausto, Fray Miguel de Zuheros sería una especie de doctor Fausto y su diablo acompañante, Tiburcio de Simahonda, correspondería a Mefistófeles; indudablemente, bastante hay de esto, aunque las diferencias sean también notables.

Como en todas las obras de don Juan Valera, los elementos culturales son muy frecuentes, aunque quizá aquí destaquen más las disquisiciones filosóficas que las referencias puramente literarias. Hay también, como señala Montesinos, abundante uso de fuentes históricas: «algunas partes de los acontecimientos históricos que se ve obligado a rememorar han salido de la Historia de Portugal de Oliveira Martins, con tan pocos retoques, que es posible ver el original a través de la transformación novelesca» (págs. 184-185). Lo que no resulta extraño pues Morsamor es, en definitiva, una novela histórica.

El primer elemento simbólico aparece ya en el título de la obra: Mors, amor, esto es, amor y muerte, como elemento central de la novela, quizá lo único que queda tras el desengaño final, cuando despierta Miguel de Zuheros. La ambigüedad del último capítulo, tan irónica (y tan unamuniana, quizá) no permite decidir con seguridad sobre la permanencia del recuerdo amoroso de la imagen de Urbasi como en Segismundo. Pero, en cualquier caso, nos encontramos, otra vez, con el tema del engaño y desengaño, llámese ilusión, misticismo o como se quiera. Fray Miguel de Zuheros es un contemplativo, enamorado de la acción, que, en un momento determinado de su vida, casi al final de ella, se da cuenta de que la ha desperdiciado por falta de decisión. En el sueño inducido, Zuheros, descarga toda su energía en aventuras amorosas y guerreras..., pero lo perdido no tiene remedio posible ya que todo ello es sueño y, tanto en un caso como en otro, el final es el mismo, la muerte.

La comprensión del tiempo en esta novela es muy interesante. En primer lugar por el contraste entre tiempo real y tiempo soñado: aquél, mucho más extenso, está vacío de acontecimientos, el soñado, en el que se desarrolla casi toda la acción novelesca y varios años de la vida de Zuheros, solamente dura un instante de tiempo real. Por otra parte, en las aventuras soñadas de Zuheros, las referencias a la realidad saltan del presente al futuro constantemente, creando una especie de pancronismo desrealizador. El autor, dueño del tiempo y de la narración, escribe cosas como estas:

«No pocos días se pasaron en tan importantes asuntos y si bien Morsamor se empleaba en ellos, lejos de mostrarse comunicativo y alegre, andaba triste y silencioso, esquivaba el trato y la conversación de todos, hasta del fiel Tiburcio, y para reposar de sus afanes gustaba de ir a esconderse en cierta pintoresca gruta, que había entre los peñascos de un cerro y desde la cual se oteaba el mar azul y se descubría extenso horizonte.

Al escribir la historia de Morsamor, nosotros haríamos célebre esta gruta, aunque ya no lo fuese; pero nos ahorra el trabajo de darle celebridad la que ya tiene desde antiguo por la circunstancia de haber imitado a Morsamor, sin saberlo, el glorioso poeta Luis de Camoens, que pocos años después, solía ir allí a meditar y a entregarse a los más poéticos soliloquios. Los de Morsamor eran poéticos también, aunque todavía, más que poéticos eran filosóficos, por lo cual podremos aquí muy en resumen uno de estos soliloquios a fin de que el sentir y el pensar de Morsamor sean entendidos sin que se fatiguen y sin que califiquen el soliloquio de latoso los lectores pocos inclinados a la filosofía».


(Págs. 271-272, cito por la ed., de Labor, Barcelona, 1970)                


En este texto podemos ver la decidida intrusión del autor en la narración, incluso en el estilo; también vemos la referencia a un hecho posterior, aunque pasado (Camoens), y a la fama de que goza en el presente. Está claro que Valera no le preocupa conseguir el ilusionismo realista típico de otros autores del XIX; no trata de convencernos de que su novela es verídica, histórica. Pero además incluye esos factores de distanciamiento, de manera que el lector no pueda identificarse con la historia contada, y, si en algún momento lo hace, el autor con este tipo de intervenciones y comentarios, le recuerda la realidad de las cosas. El lector, a lo largo de la obra se encuentra varias veces en la misma situación que Miguel de Zuheros al despertar, saltando repentinamente de la ilusión a la realidad. De esta manera los anacronismos e intrusismos funcionan como advertencias al lector para que no se deje engañar del todo y mantenga, en el fondo, la perspectiva literaria: el sueño de Zuheros y la obra literaria se identifican en parte, y en parte se oponen. El resultado final, tanto el sueño de Zuheros como de la literatura, es el mismo, la realidad y la muerte; pero el desengaño será menor o no existirá, si el lector hace caso de las advertencias distanciadoras. Sueño y literatura son, para Valera, pura consolación -consciente- frente a la realidad.

«Hasta aquí la historia de Fray Miguel de Zuheros y de Padre Ambrosio, el notable mágico. Acaso nada enseñe. Yo lo he contado, no obstante, porque me parece curiosa. Ojalá que mis lectores la hallen también divertida».


(Pág. 333)                






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