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Don Jenaro García Alas fue nombrado gobernador civil de Zamora, cargo que ocupó durante algunos años. Por esta circunstancia, su tercer hijo nace en dicha ciudad el 25 de abril de 1852; el niño es bautizado con el nombre de Leopoldo. No le falta razón a Clarín cuando afirma «me nacieron en Zamora», ya que fue un hecho circunstancial y no el resultado de una adscripción familiar lo que motivó el lugar de nacimiento de nuestro autor.

Leopoldo García Alas y Ureña comienza sus primeros estudios en León en el colegio que los jesuitas tienen instalado en el viejo convento de San Marcos, donde, al parecer, obtiene muy buenas calificaciones y consigue la simpatía de los profesores. Como vemos, la relación de Leopoldo con Zamora es mínima, lo mismo ocurre con León, pues ya en 1859 vuelve la familia a Oviedo, ciudad en la que nuestro autor echaría profundas raíces. En 1863 comienza el bachillerato, aunque entonces no se llamara así; hace algunas amistades entre sus compañeros, amistades que mantendrá durante toda su vida, por ejemplo la de Armando Palacio Valdés, algo mayor que Leopoldo, Tomás Tuero, Pío Rubín, etc.

Parece ser que a la edad de trece años es cuando Leopoldo García Alas comienza su carrera literaria, escribe versos y epigramas que no se han conservado y que, lógicamente, no tendrían mucha calidad. En cualquier caso, no deja de ser interesante y revelador el hecho de que sus primeros escritos sean epigramas, es la temprana revelación de una decidida vocación por la sátira, de la actitud crítica hacia la realidad. Esta tendencia se confirma poco después, cuando empieza a colaborar en Gil Blas, semanario de carácter humorístico, satírico, que se edita en Madrid.

Acaba el joven Leopoldo sus estudios en el Instituto el año 1869, fecha en que obtiene el grado de bachiller en artes. El curso siguiente ingresa en la Universidad de Oviedo, en la facultad de Derecho, donde permanecerá hasta 1871; en tan breve espacio de tiempo, Clarín consigue darse a conocer, especialmente gracias a un periódico de tipo burlesco y satírico que escribe él sólo, lo titula Juan Ruiz, este periódico está escrito a mano y todo lo hace Leopoldo: noticias, artículos, redacción y difusión en los ambientes estudiantiles. Tras dejar memoria de su paso por las aulas ovetenses, el futuro Clarín marcha a Madrid para continuar los estudios jurídicos.

A la capital de las Españas llega Leopoldo García Alas y Ureña en 1871, donde cursará estudios de Filosofía y Derecho. Aparte de la actividad literaria, de la que luego nos ocuparemos, Clarín forma parte de una tertulia compuesta por asturianos trasterrados a la corte; la tertulia tiene su asiento en la Cervecería Inglesa, y pronto es conocida por lo afilado de las lenguas de los contertulios, esto hasta el punto de ser conocida como Bilis Club. Con los compañeros de bachillerato, que ahora lo son de carrera universitaria en Madrid, Leopoldo funda un periódico, cuyo título lo dice todo: Rabagás (periódico audaz), muy en la línea de Gil Blas y Juan Ruiz; de esta publicación madrileña sólo se editaron tres números.

En la Universidad, Leopoldo García Alas sigue los cursos de Canalejas, Camus, Salmerón, Francisco Giner de los Ríos, Azcárate, etc. En conjunto, sus profesores son discípulos de Sanz del Río, el introductor del ideario krausista en España.

En 1875 se funda en Madrid un nuevo periódico llamado El Solfeo, en la redacción de esta nueva publicación figura Leopoldo García Alas; en sus colaboraciones firma con su nombre o con varios seudónimos; el dos de octubre de 1875 utiliza por vez primera el de Clarín para firmar el «Azotacalles de Madrid». En este contexto parece clara la razón del seudónimo elegido: en una publicación con nombre musical es lógico que el seudónimo corresponda al mismo campo semántico, es el nombre de un instrumento dentro de la orquesta que forma la redacción de El Solfeo. Dentro de esta metafórica orquesta, el clarín es uno de los instrumentos de más agudo y claro timbre metálico. Se ha dicho que el nombre de Clarín podría tener relación con el gracioso del mismo nombre que aparece en La vida es sueño; no parece posible, entre otras cosas, porque el personaje creado por Calderón se caracteriza por su inestabilidad, por servir tan pronto a un amo como a otro, y, además, actúa de manera tan prudente que más bien resulta cobarde; nada de esto conviene a la intención ni al carácter de Leopoldo García Alas. Por otra parte, tenemos que nuestro autor, cuando utiliza el seudónimo, piensa en el instrumento musical, no hay indicios de que influya el nombre calderoniano; así parece indicarlo el título dado a la colección de artículos: Solos de Clarín.

A partir de este momento, las colaboraciones del que llamaremos ya Clarín, se multiplican. Después de El Solfeo escribe en La Unión, El Progreso, La Correspondencia, El Día, El Imparcial. También colabora para la Revista de Asturias, en esta publicación irán apareciendo algunos de los primeros cuentos que escribió Clarín; sobre estas primeras manifestaciones de creación literaria puede verse el apéndice de Laura de los Ríos a su obra Los cuentos de Clarín (Revista de Occidente, Madrid, 1965).

Simultaneando la actividad crítica y creadora con los estudios universitarios, Leopoldo García Alas obtiene el título de doctor en Derecho Civil y Canónico en julio de 1878; la tesis doctoral lleva por título El Derecho y la moralidad; el tema entra de lleno en las preocupaciones krausistas y, dato muy significativo, va dedicada a Don Francisco Giner de los Ríos, uno de los más activos propagadores de la nueva teoría que todavía ejercerá influencia decisiva en generaciones posteriores, en Antonio Machado, por ejemplo. Poco después, García Alas oposita a una cátedra de universidad y consigue que el tribunal le coloque en el primer lugar de la terna propuesta al Ministerio; sin embargo, parece ser que por presiones del conde de Toreno, el Ministerio designa al opositor que había obtenido el segundo lugar. Como contestación a tan descarada arbitrariedad que mostraba a las claras la parcialidad en contra de Clarín por parte del poder político, la Revista de Legislación y Jurisprudencia publica el trabajo de investigación que García Alas había presentado a las oposiciones, titulado Programa analítico de Economía política y estadística.

Entre tanto, a la espera de que el Ministerio se dignara en concederle su plaza de catedrático, Clarín colabora en el Madrid Cómico, uno de los periódicos de mayor prestigio en la época, pronuncia conferencias en el Ateneo sobre el polémico tema del Naturalismo, antes de que la Pardo Bazán se pronunciara sobre el mismo tema; escribe en el periódico La Diana sobre el Positivismo y continúa con sus colaboraciones periódicas.

Por fin, en 1882, es nombrado catedrático de Zaragoza, lo que le permite, por fin también, casarse con una señorita ovetense, Onofre García Argüelles; el viaje de novios lo realizan por Andalucía, lo que le da ocasión a Clarín para escribir una serie de artículos iniciados bajo el nombre genérico de «El hambre en Andalucía», escritos en los que denuncia la situación social del campo y propone, como solución, un cambio en la estructura y distribución de la propiedad rural; como es lógico, con ellos promueve un gran escándalo. En Zaragoza, Clarín solo permanece un curso académico ya que al año siguiente toma posesión de la cátedra de Derecho romano en la Universidad de Oviedo; es su dedicada vocación asturiana lo que le lleva allí ya que parece guardar buen recuerdo de la capital aragonesa, a juzgar por los personajes que aparecen en sus escritos, recordemos que, en La Regenta, son de aquellas tierras, el obispo y el marido de Ana Ozores, entre otros personajes que podríamos citar.

Ya instalado en su Oviedo, Clarín edita La Regenta en 1885, a los 33 años de edad; este mismo año aparece Sermón perdido; de 1886 en su primer libro de cuentos, que lleva el título del primero de ellos, en orden y en valor literario, Pipá; completan el volumen «Amor'e Furbo», «Mi entierro», «Un documento», «Avecilla», «El hombre de los estrenos», «Las dos cajas», «Bustamante» y «Zurita». La fecha de estos escritos corresponde a los años 1882-1884, salvo «Pipá», escrito en Oviedo en 1879. Dejando ahora otros cuentos como Doña Berta (1891), Cuervo y Superchería (1892), me parece fundamental detenernos en el volumen titulado El Señor, y lo demás son cuentos, editado en 1896, libro en que se agrupan trece cuentos breves entre los que hay que destacar «¡Adiós Cordera!» (1892) seguramente el mejor cuento de todo el siglo XIX y, sin duda, el mejor de los que escribió Clarín, quizá comparable a «La leva», de Pereda. De 1892 es otro cuento incluido en este volumen, el titulado «Cambio de luz» que suele tomarse como reflejo del cambio de actitud espiritual que Clarín sufre por estos años, aunque la crisis también podría detectarse desde «Superchería», de 1890. Pero lo cierto es que es en el 92 cuando se produce ya definitivamente la nueva manera, como se puede apreciar también en «El Señor», donde Clarín expone el tema del martirio sufrido en la vida vulgar de un sacerdote, sin necesidad de espectaculares signos externos, padecido dentro de lo cotidiano. Es, en definitiva, el mismo planteamiento que nuestro autor expondrá en Teresa, su fracasada obra teatral. Más tarde, en 1895, publica los Cuentos morales, donde confirma el nuevo rumbo espiritualista emprendido. Sin poner en duda lo que en esta evolución haya de crisis de conciencia, de cambio íntimo y personal, no podemos olvidar que, desde un punto de vista literario, coincide con la aparición de lo que se ha llamado humanismo cristiano, con la nueva corriente espiritualista impulsada por Tolstoi y que tanto influyen también en los demás componentes de la llamada Generación del 68, en Doña Emilia Pardo Bazán, por ejemplo, y sobre todo en Galdós.

Como la mayor parte de los novelistas de la segunda mitad del siglo XIX, como la mejor parte de ellos, Clarín cultiva la novela al mismo tiempo que la crítica literaria. Es, como hemos visto, uno de los escritores que posee una de las más amplias y sólida formación teórica; su capacidad de abstracción conceptual está fuera de toda duda. Sólo puede compararse con don Juan Valera, de quien se distingue en el rigor que pudiéramos llamar profesional de su formación, el andaluz tiene un aire más de aficionado. Sin embargo, la crítica de Clarín se mantiene, contra lo que se podría esperar, en un nivel práctico, atenido a lo concreto, a los casos particulares. Por supuesto, esto no quiere decir que la crítica se haga sin bases teóricas, tampoco que, en ocasiones, Clarín deje de generalizar; pero eso ocurre pocas veces, lo normal es que nuestro autor se dirija más a la corrección de errores ajenos que a la construcción de teorías válidas en abstracto.

Las críticas de Clarín se publican en periódicos, después se reúnen y editan en forma de libros; de esta manera aparecen los Solos de Clarín en 1881, obra que tuvo una acogida extraordinaria para esta clase de escritos, ya que en 1891 salía ya la cuarta edición, y no es lo normal que un libro de crítica «efímera» se reedite siquiera una sola vez. En 1885 publica Sermón perdido; en 1889, Mezclilla; Ensayos y revistas sale en el 92 y al año siguiente lo hace Paliques; en 1896 saca a la luz el volumen significativamente titulado Crítica popular; y el año de su muerte aparece Siglo pasado.

En mi opinión el carácter de la crítica clariniana viene dado en gran parte por los ideales del krausismo como doctrina moral. Los krausistas creen que la regeneración de la cultura occidental no depende tanto de los sistemas económicos o de las reformas sociales como de un cambio radical de la moral pública; ésta es la única garantía de que aquéllas prosperen. Se trata, entonces, de intensificar el valor y la importancia de la autonomía y la responsabilidad personal, para lograrlo hay que empezar por educar al pueblo y. educarlo de acuerdo con la razón y para la razón. A conseguir estos fines es a lo que Clarín va a dedicar su actividad crítica, en el doble frente que puede deducirse de los planteamientos señalados, esto es, a educar al pueblo y a promover el sentido de la responsabilidad en los escritores, como veremos. Los resultados prácticos obtenidos por la crítica clariniana son absolutamente coherentes con la teoría y la intención del autor; sin embargo, llama la atención la ausencia de elitismo en la crítica. No hay cripticismo ni dificultad conceptual alguna para entender esos escritos, lo que contrasta con la práctica corriente de los krausistas, y contrasta, incluso, con la actitud académica, fría y distante de un Valera. Clarín acude a la ironía lo mismo que al sarcasmo o a las salidas más o menos chistosas basadas en juegos de palabras, retruécanos o salidas de tono; hay una especie de vulgarización consciente, buscada, pero que afecta, fundamentalmente a la forma, pues lo que cada artículo dice, en conjunto, no tiene nada de vulgar y sí mucho de agudeza crítica y de sentido estético, derivado de una gran seguridad en los juicios, cosa que sólo se consigue después de numerosas y profundas lecturas. Clarín es perfectamente consciente de que sus escritos, como tales, son efímeros, o acepta el riesgo de que lo sean; pero tiene confianza en que el efecto que produzcan será más profundo y duradero. Veamos, por ejemplo, lo que escribe en el «Prefacio a modo de sinfonía» de Solos de Clarín:

Obsérvese que no tengo inconveniente en hablar de la rifa del Pardo, de Piña Domínguez y de otras cosas y personas efímeras, de poco momento, renunciando de este modo a la inmortalidad. No quiero adelantarme a mi siglo por no dar celos a la patrona, a quien no adelanto nada, y así, humildemente, barajo en estas páginas nombres de autores, que son como las rosas en lo de vivir l'espace d'un marin. Escritos muchos de los artículos que siguen a guisa de crónica literaria, hablase en ellos de lo que tuvo pasajero interés, aluden a veces a lo que ya no existe o pasará pronto.

Diga lo que quiera el erudito del siglo futuro, yo no soy responsable de sus equivocaciones ni del pésimo gusto que suelen llevar a esta clase de sabios a gastar todo el calor natural, ocupándose con libros insignificantes que sólo tienen el mérito de ser raros, gracias a lo muy desarrollado que está el comercio al por menor. Escribo sin pensar en las generaciones venideras, escribo para mis contemporáneos, y escribo..., con algunos galicismos. En tanto, pues hay que escoger entre el espíritu y la letra, nos quedamos con el espíritu.


En este texto, lo mismo que en cualquiera de los que hemos reproducido al estudiar la obra de otros novelistas, se pueden ver esos desplantes o salidas de tono a las que me refería antes, la alusión a la patrona, por ejemplo, que rebaja bruscamente la tensión y el tono del escrito, desdramatizando e, incluso, trivializándolo. Hay algo de aquellos sarcasmos byronianos, tan del gusto de los escritores románticos y postrománticos españoles, claro que, aquí, no aparecen dentro de un contexto literario, sino crítico. En este sentido, Clarín los utiliza para atraerse al lector poco cultivado, para que si éste se acerca a sus solos o Paliques se encuentre ante un estilo que le resulta habitual y próximo, para que no se asuste ni se sienta incómodo en un campo que no conoce; hay una decidida voluntad de modestia, perfectamente asumida, para ponerse al nivel de los lectores del pueblo al que Clarín se dirige. En muchos rasgos, y no en los más superficiales, recuerda Clarín a Larra, al Larra de los artículos de costumbres; sobre todo parece tener presente el asturiano aquel artículo en el que Larra compara los intelectuales españoles a unos caballos fogosos que, hartos de tirar del carretón pesado que es la cultura de sus conciudadanos, rompen las ataduras y escapan al galope, dejando el carretón abandonado a su suerte, parado en medio del camino. Nuestro autor cree un deber moral seguir arrastrando el carro por despacio que esto le obligue a caminar, y, también una necesidad derivada de la propia naturaleza de su actividad que, si no es eso, no es nada, no tiene sentido.

Respecto a la actitud satírica, Gonzalo Sobejano, en un artículo recogido en Forma literaria y sensibilidad social (Gredos, Madrid, 19), la pone en relación con la corriente regeneracionista y educadora que no empieza sólo con el 98 o poco antes, sino que se puede detectar ya desde la segunda mitad del siglo XVIII, en los románticos europeístas, en el krausismo y en Galdós o en Clarín. Dice Sobejano:

Cualquiera que sea el procedimiento, la sátira sólo tiene plena razón de ser cuando reprueba errores difundidos, repetidos, hechos costumbre individual o colectiva. Es, por consiguiente, un género moral en doble sentido: porque compara las deficiencias de la realidad -explícita o implícitamente- con un bien ideal, y porque las acusa como peligrosas costumbres («mores»).


(pág. 141)                


No cabe duda de que Clarín cree en la capacidad del pueblo para progresar, para entender, siempre que se le hable con claridad. A este público dirige sus críticas para enseñarle y marcarle el camino que puede seguir, sin aleccionarle a lo dómine, sin tratar de engañarle con retóricas o seducciones literarias, sino razonando y, alguna vez, deleitándole con esas que ya no son salidas de tono, sino como descansos o gratificaciones que compensan el esfuerzo realizado. Y notemos que no se trata de concesiones demagógicas ya que no se trata de halagar las pasiones, la vanidad del lector; son burlas dirigidas contra el autor o contra el propio texto. De esta manera, Clarín se opone a aquellos otros compañeros de generación para quienes el pueblo nunca sabrá leer, aunque, lo aprenda, como Doña Emilia Pardo Bazán; se opone a los que creen que lo mejor para el pueblo es mantener su santa ignorancia nativa, y a ello se dedican todos sus esfuerzos, como José María de Pereda. Clarín cree, con Valera, que de lo malo, de la ignorancia, no puede proceder lo bueno, y, frente a Valera, se dedica a mejorar la condición de sus contemporáneos. El resto de los críticos, incluido, por supuesto, don Juan Valera y Alcalá Galiano, escriben sus escritos para que los lean sus colegas, forman una élite ilustrada, aristocráticamente aislada del pueblo. Sólo Clarín se dirige a la mayoría y trata de poner al alcance de ésta las obras consideradas patrimonio de la clase letrada. Sobejano insiste en este punto:

Menos recordado es el propósito (sólo parcialmente cumplido, por desgracia) que animó las «Lecturas» iniciadas en Mezclilla: popularizar las letras griegas y romanas, la antigua literatura española y la extranjera. Así concebía Clarín la crítica: como crítica popular, en modo alguno vulgar ni vulgarizadora, sino abierta al pueblo necesitado de cultura y destinada a ese pueblo, el suyo;


(op. cit., pág. 145)                


Opinión semejante sostiene A. Ramos Gascón en el prólogo la edición de Pipá (Cátedra, Madrid, 19), cuando escribe:

Para Clarín, crítica es enseñanza, magisterio orientado no tanto hacia el que escribe como al que lee, hacia «el público grande», hada «el pueblo». Tal vez sería conveniente que de ahora en adelante nos acercáramos a su estudio, situándolos en la tradición reformista y pedagógica a que pertenecen, viendo en su modalidad festiva y vulgarizadora un intento de trascender la clausura académica o parauniversitaria, con la que varios maestros de Clarín no supieron romper.


Quizá habría que retocar la primera fase del último texto reproducido y decir que el magisterio de Clarín se orienta tanto hacia el que escribe como al que lee, y, en ambos casos por las mismas razones. Se trata, a mi entender de lograr que cada uno cargue con sus propias responsabilidades, de que el escritor acepte el juicio sobre sus escritos en lugar de escaparse con unos triviales e inmerecidos elogios que nada significan. El escritor es libre de escribir lo que quiera pero esa autonomía lleva consigo la responsabilidad moral de lo que ha publicado, y Clarín se lo señala. Cada palo que aguante su vela, la educación se dirige al lector y, como vocero de éste, el crítico la dirige también al escritor, señalándole los defectos, los errores y las trampas, sobre todo las trampas, pues Clarín se fija mucho más en los caracteres de los personajes, en la ideología y en el «mensaje» de la obra tratada que en la forma, «entre el espíritu y la letra, nos quedamos con el espíritu», había dicho. Por ello, la crítica de Clarín tiene mucho de denuncia, esto es, de defensa del lector y de acusación al falsificador.

No creo, pues, que en la actividad crítica de Leopoldo García Alas se pueda separar, ni mucho menos enfrentar, lo que corresponde al lector de lo que corresponde al literato. Es uno de los poco críticos que se da cuenta del valor y la función social de la obra literaria, de la relación entre sociedad y literatura y de la doble influencia que una ejerce sobre la otra. Con ello se adelanta, efectivamente, a su época. Para empezar por el principio, Leopoldo García Alas entiende que la extraordinaria floración novelística de su época es el resultado de la revolución del 68, no una mera casualidad; al mismo tiempo, la producción ideológica, entre la que se cuenta la literatura, contribuye al triunfo de las ideas revolucionarias pero sólo ha sido posible crear y difundir esas obras después del 68:

La semilla (de la revolución del 68), no hubiera dado fruto si sólo se hubiera hecho la propaganda en la tribuna y en el periódico: para hacerla cundir, nada como estos elementos; para hacerla fecundar, otros se necesitaban.

Y contribuyeron a este trabajo meritísimo la literatura filosófica, la novela, el teatro, la lírica como elementos principales del gran movimiento progresivo de nuestros días.


(«El libre examen y nuestra literatura presente» Solos de Clarín).                


En este panorama, como es lógico, Clarín destaca la función que cumple el arte en el progreso de los pueblos, positiva o negativamente, según los casos; ahora bien, las obras superiores son aquellas que añaden a una forma adecuada ideas valiosas, profundas. El arte puede ser desinteresado pero al tener, sobre todo el arte literario, que ser receptáculo de conceptos, está claro que uno de los valores de la obra artística será su «racionalidad», la capacidad del autor para dar vida en personajes concretos, individuales, a caracteres verosímiles, y a encuadrarlos dentro de una realidad general cuyos mecanismos debe explicar o, mejor, hacer patentes y vívidos el autor. Como, según Clarín, la sociedad progresista se basa en la razón, está claro que los ideales de una y las realizaciones de las otras coinciden. He aquí cómo plantea la cuestión el propio Leopoldo García Alas:

La lucha es desigual, porque Galdós y Valera son ingenios de primer orden, pensadores profundos, aunque de ello no hagan intempestivo alarde, y Alarcón y Pereda son meramente artistas, y al querer buscar tendencia trascendental para sus obras demuestran que son espíritus vulgares en cuanto se refiere a las ideas más altas e importantes de la filosofía y de las ciencias sociológicas. No tiene más grandeza ni más profundidad su pensamiento que el de cualquier redactor adocenado de El Siglo Futuro o de La Fe; y enoja y causa tedio la desproporción que hay entre los medios de expresión artística de que disponen y la inopia de fondo del pensamiento que pretenden exhibir. Quieren defender el pasado por medio de la novela; el propósito merece respeto, pero sus fuerzas son escasas, sus alegatos pobres, adocenados, y la comparación con los que en pro de la nueva vida presentan Valera y Galdós, sería sencillamente sarcasmo.


El juicio de Clarín es agudísimo, especialmente en la clasificación de Valera, autor que podía prestarse a confusiones. Plantea perfectamente el conflicto que, también en la novela, divide a los partidos de la segunda mitad del XIX, y realiza un diagnóstico preciso al centrar la cuestión en el irracionalismo sentimental e interesado, por una parte, y el racionalismo progresista, por la otra. Ahora bien, el planteamiento es apropiado para la novela, y para la novela posterior al 68 en particular porque en ese género y en esta época el elemento conceptual es muy marcado; sin embargo, en el teatro y, sobre todo, en la poesía ya no ocurre lo mismo, en esta última prima lo subjetivo, lo no conceptualizado. Esto explica, a mi entender, que Clarín acertara plenamente en su crítica sobre novelas, pero se equivocara en su excesiva valoración de Echegaray, de Campoamor o de Núñez de Arce. Cuando Clarín escriba novelas, aplicará la receta de una manera total, científica, y obtendrá esa maravilla que es La Regenta; cuando pruebe fortuna en el teatro, fracasará.

La crítica «higiénica y policíaca» de Leopoldo Alas cumplió su función como lo prueba el éxito de público y el refrendo de la posteridad a sus juicios, en materia novelesca. A esta labor de difusión dedicó toda su vida, poco antes de su muerte, ocurrida el 13 de junio de 1901, acaba la traducción de Trabajo de Zola, más para dar a conocer a tan controvertido autor que para defender el Naturalismo, en el que ya no militaba. En su época fue más apreciado y conocido por sus trabajos de crítica que por los de creación; hoy nos sucede lo contrario, más que los Paliques o solos nos interesan sus cuentos, y más que éstos La Regenta, probablemente la mejor novela del siglo XIX.

La Regenta salió en dos volúmenes, el primero de ellos aparecido en 1884, el segundo al año siguiente. Ambos tomos tienen el mismo número de capítulos, quince en los dos casos; las dos partes tienen aproximadamente la misma extensión, aunque es un poco más larga la segunda. La división en dos tomos no es solamente editorial, física, afecta a la composición de la novela, lo mismo que la coincidencia en el número de capítulos, etc.

Si con una sola palabra tuviéramos que definir la novela, esa palabra sería coherencia, en la composición, en los personajes, en el estilo, en todo. La Regenta está construida como un reloj en el que todas las piezas engranan perfectamente. Como consecuencia de lo anterior, otro de los rasgos de la obra es la densidad, todos los elementos cumplen su función, no hay descripciones inútiles o superfluas, cualquiera de los formantes está en relación directa o indirecta con el fin de la novela, con el conjunto, al que se supeditan las partes; por otro lado, la acción progresa de forma muy lenta pero ininterrumpida, arrastrando al lector sin darle un momento de respiro, un descanso. En ocasiones, da la impresión de que unas fuerzas inexorables mueven y empujan a los individuos, dirigiéndolos hacia un fin inevitable; la progresión puede ser más o menos rápida, puede haber rodeos, incluso retrocesos momentáneos, pero al final está siempre en la perspectiva; lo único que los individuos consiguen es retrasar el desenlace.

La primera parte de La Regenta dura tres días; la segunda tres años. El contraste no es casual ni arbitrario. En la primera parte de la obra de Clarín presenta la sociedad de Vetusta, la serie de capas sociales y de individuos que la componen, las relaciones entre la topografía vetustense y la categoría de los habitantes, etc. En definitiva, se trata de analizar y exponer las reglas y leyes estructurales que rigen el mundo en cuestión. Quizá sería necesario afirmar que en esta primera parte el protagonista es un protagonista colectivo, es la ciudad de Vetusta; si se acepta este hecho, entonces la extensión temporal de la primera parte -tres días- queda clara: la descripción de una estructura se hace señalando el mecanismo, esto es, poniendo de manifiesto las líneas de fuerza que se establecen entre los componentes del sistema, sus dependencias, oposiciones, etc. Las redes que se establecen así, son atemporales, como lo son las reglas o leyes de juego de cualquier estructura; por ello, el desarrollo temporal es mínimo, no tiene importancia y podría haber sido eliminado o reducido a unas horas. Si Clarín emplea tres días en la descripción es por la técnica narrativa empleada, muy próxima al realismo; de esta manera la verosimilitud exige que los personajes no se presenten todos juntos en el mismo momento; tampoco el autor se despega completamente de la narración en la que, de alguna manera, se encuentra metido y, por lo tanto, debe seguir el movimiento de los personajes para irlos encontrando y describiendo: no es el narrador absolutamente omnisciente que, desde el principio, define de una vez para siempre la realidad.

Así, pues, el primer volumen, o la primera parte, describe el status questionis, la situación general. La segunda, tomando aquella como base, desarrolla la vida de unos personajes concretos, de unos individuos que forman parte de la estructura antes descrita y pueden ser interpretados como «ejemplo» representativo. Es la máquina en movimiento; ahora sí aparece la dimensión temporal, pues los hombres se mueven en el tiempo, tanto o más que en el espacio. De esta manera, Clarín pone de manifiesto las relaciones existentes entre los individuos y su entorno, el entorno social lo mismo que el físico. Ahora bien, al tiempo de la acción presente -los tres años- habría que añadirle los relatos y evocaciones retrospectivas, que constituyen la historia de los personajes principales y, en gran medida, explica sus caracteres. La novela es el choque o, simplemente, la reacción y relaciones que se establece entre esos caracteres y el medio.

En La Regenta la acción aparece enmarcada por el clima y por las festividades, religiosas o laicas, que corresponden a cada época del año: el ciclo del año pasa e influye en las reacciones de los personajes, estimulándolos en un determinado sentido o conformándolos; por ejemplo, la tristeza y el hastío concuerdan con el invierno. Los capítulos suelen empezar con una frase que sirve de ambientación y da el tono al desarrollo posterior. Tenemos el inicio de la primera parte, con esta maravillosa descripción cuya primera frase condiciona no sólo el capítulo, sino la novela entera:

La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia al noreste. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.

Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica.


La visión de una sociedad decadente, abotargada, está perfectamente expresada en el contraste heroica-siesta, un acorde inicial que luego se desarrolla en el último párrafo reproducido, insistiendo en la modorra, en el glorioso pasado, pasado y lejano y añadiendo el elemento religioso, más bien litúrgico, como un elemento que contribuye a tranquilizar la siesta. Al mismo tiempo tenemos cómo la detalladísima descripción de los remolinos, a la manera realista, que se dobla con la humanización (pilluelos) de la basura y puede ser interpretada como una descripción, por contagio, de la sociedad de Vetusta, cuyos componentes son arrastrados por el remolino, variando su comportamiento de acuerdo con su naturaleza pero todos empujados por el mismo impulso ciego. Sin ánimo de buscar fuentes; sólo como constatación de una comunidad de visión, que corresponde a la época, podemos aducir este texto de la Pardo Bazán:

Se ha mudado la decoración, ha pasado casi un año, corre el mes de enero. No llueve; el cielo está aborregado de nubes lívidas que presagian tormenta, y el viento costeño, redondo, giratorio como los ciclones, arremolina el polvo, los fragmentos de papel, los residuos de toda especie que deja la vida diaria en las calles de una ciudad. .


(La Tribuna, ed. cit., pág. 79)                


Resulta claro que el texto de Clarín es más escuetamente descriptivo, menos explicativo que el de doña Emilia. Sería interesante comparar estos remolinos naturalistas con los remolinos románticos.

No es el que acabo de citar el único caso en que el capítulo comienza con una frase de ambientación; casi todos ellos responden al mismo principio, y con frecuencia, enlazan unos con otros, el capítulo segundo parece remontar el inicio del primero y particularizarlo:

El coro había terminado: los venerables canónigos dejaban cumplido por aquel día su deber de alabar al Señor entre bostezo y bostezo. Uno tras otro iban entrando en la sacristía con el aire aburrido de todo funcionario, que desempeña cargos oficiales mecánicamente, siempre del mismo modo, sin creer en la utilidad del esfuerzo con que gana el pan de cada día. El ánimo de aquellos honrados sacerdotes estaba gastado por el roce continuo de los cánticos canónicos, como la mayor parte de los roquetes, mucetas y capas de que se despojaban para recobrar el manteo.


La comparación del ánimo con los roquetes, de lo espiritual con lo material, es característica. Por otra parte, el inicio del capítulo pone al lector en autos, de una manera global o general, de lo que se irá desarrollando después; por ejemplo, el III: «Aquella tarde hablaron la Regenta y el Magistral en el paseo», el IV: «La familia de los Ozores era una de las más antiguas de Vetusta»; el V: «la señorita doña Asunción Ozores había llegado a los cuarenta y siete años sin salir de la provincia de Vetusta»... el XI: «El Magistral era gran madrugador». Entre otros casos de ambientación climática, que corresponde a la actitud de los personajes, podemos citar el inicio del capítulo XIII: «El sol entraba en el salón amarillo y en el gabinete de la Marquesa por los anchos balcones abiertos de par en par;...»; relación que resulta especialmente clara en el XVI, capítulo con el que comienza la segunda parte y donde el cambio de tiempo climático coincide con el cambio de planteamiento literario: «Con octubre muere en Vetusta el buen tiempo» y vemos el efecto ya en la protagonista:

Ana Ozores no era de las que se resignaban. Todos los años, al oír las campanas doblar tristemente el día de los Santos, por la tarde, sentía una angustia nerviosa que encontraba pábulo en los objetos exteriores, y sobre todo en la perspectiva ideal de un invierno, de otro invierno húmedo, monótono, interminable, que empezaba con el clamor de aquellos bronces.

Aquel año, la tristeza había aparecido a la hora de siempre. Estaba Ana sola en el comedor.


Volvemos a encontrar la asociación de la vida con el sonido de las campanas, casi como una asociación o leit motiv subliminal que concuerda con el planteamiento general de la obra. Y encontramos a un personaje si no en lucha, por lo menos en protesta ante su circunstancia. Otros casos podrían ser el capítulo XVIII:

Las nubes pardas, opacas, anchas como estepas, venían del Oeste, tropezaban con las crestas de Corfín, se desgarraban y deshechas en agua caían sobre Vetusta. La tristeza resignada, fatal de la piedra que la gota eterna horada, era la expresión muda del valle y del monte; [...]. Molestaba; no inspiraba melancolía, sino un tedio desesperado.


Donde el mal tiempo, la lluvia se une -o provoca- a la tristeza y al aburrimiento; otros efectos tiene la primavera, en general y en un personaje particular:

Don Robustiano Somoza, en cuanto asomaba marzo, atribuía las enfermedades de sus clientes a la Primavera médica [...]. La Primavera médica fue la que postró en cama, según don Robustiano, a la Regenta, que se acostó una noche de fines de marzo con los dientes apretados sin querer y la cabeza llena de fuegos artificiales. Al despertar al día siguiente, saliendo de sueños poblados de larvas, comprendió que tenía fiebre.


En general, la correspondencia entre estos diferentes aspectos suele ser muy estrecha; la Cuaresma se asocia a la lluvia y a la tristeza; el Domingo de Ramos sólo se respiraba religión por las calles del pueblo, etc.

La descripción de los personajes no suele hacerse de manera directa, sino indirecta; en la mayor parte de los casos la caracterización tiene, entre otros elementos, la ayuda de rasgos idiolectales: incorrecciones, pedanterías, ruralismos, expresiones clericales, etc. Por ejemplo, tenemos la descripción de Quintanar:

Hasta en el estilo se notaba que Quintanar carecía de carácter. Hablaba como el periódico o el libro que acababa de leer, y algunos giros, inflexiones de voz y otras cualidades de su oratoria, que parecían señales de una manera original, no eran más que vestigios de aficiones y ocupaciones pasadas. Así, hablaba a veces como una sentencia del Tribunal Supremo, usaba en la conversación familiar el tecnicismo jurídico, y esto era lo único que en él quedaba del antiguo magistrado.


De la misma manera funcionan las citas calderonianas en el habla de Quintanar, su afición teatral. Otros casos semejantes:

El padre Goberna, que sabía dar calor local a sus oraciones, no decía en Vetusta que no somos más que un poco de polvo, sino un poco de barro, ¿Polvo en Vetusta? ¡Dios lo diera!


Los campaneros:

«Tú pues más que toos. Mia, chico, ¿quiés que l'atice?»


Don Saturnino:

Pero esta devoción en nada empecía (su estilo) a los títulos de hombre de mundo que él reclamaba [...]. Después inclinó la cabeza hacia el pecho, como para meditar, pero en realidad de verdad -estilo de Bermúdez-, para descansar [...]. Las carcajadas de Obdulia, frescas, perladas, como las llamaba don Saturno.


Veámoslo directamente en acción:

Tales fueron los preclaros varones que galardonaron con el alboroque de ricas preseas, envidiables privilegios y pías fundaciones a esta santa Iglesia de Vetusta, que les otorgó perenne mansión ultratelúrica para los mortales despojos.


Ripamilán:

La mujer era el sujeto poético, como él decía, pues se preciaba de hablar como los poetas de los mejores siglos [...] laudatores temporis acti, como decía él [...], en petit comité, según él decía...


La tía de Ana Ozores habla como en las novelas cursis; Glocester es chocorrero; De Pas, científico. Vid, además, en el capítulo XII, el sermón del Obispo, etc.

También las actitudes ayudan a definir los caracteres, como ocurre en el capítulo XIII, en el encuentro de Álvaro Mesía y Ana Ozores en el palacio de Vegallana; allí, el don Juan de Vetusta aparece con la siguiente observación: «se atusaba el rubio y sedoso bigotejo», y, en efecto, el narrador confirma, «era un cínico sistemático», anticlerical «de materialista en octavo francés, de materialista a lo commis voyageur». También le vemos a Mesía en la tertulia del casino, donde cuenta sus aventuras amorosas por un afán de notoriedad y de fama. Queda así retratado como un individuo que sólo es apariencia, fachada, volcado a lo exterior; sus rememoraciones, frente a las de Ana o el Magistral, que son introspectivas, las cuenta a otros, demostrando con ello su carencia de pensamiento, de hábitos de reflexión.

Fermín de Pas, lo mismo que su madre, son presentados a través del diálogo, como en el capítulo XI, y de la introspección del propio magistral, apoyada por el narrador en forma de discurso indirecto.

Era su madre la que atesoraba; por ella, a quien lo debía todo, había él llegado a manosear y mascar el lodo de aquella sordidez poco escrupulosa. Su pasión propia, la que espontáneamente hacía en él estragos era la ambición de dominar; pero esto ¿no era noble en el fondo?, y ¿no era justo al cabo?, ¿no merecía él ser el primero de la diócesis? El obispo, ¿no le reconocía de buen grado esta superioridad moral? Bastante hacía él contentándose, por ahora, con no mandar más que en Vetusta. ¡Oh!, estaba seguro. Si algún día su amistad con Ana Ozores llegaba al punto de poder él confesarse ante ella también, y decirle cuál era su ambición, ella, que tenía el alma grande, de fijo le absolvería de los pecados cometidos. Los de su madre, aquellos a que le había arrastrado la codicia de su madre eran los que no tenían disculpa, los feos, los vergonzosos, los inconfesables.


Y el autor define: «Fermín era la ambición, el ansia de dominar; su madre la codicia, el ansia de poseer»; en efecto, la actuación del magistral así lo demuestra en cada detalle, por ejemplo, cuando reprocha al Obispo su pobreza porque así no «llegaría la Iglesia a dominar en las regiones en que el poder habita», o bien al salir de la casa de Carraspique: «Otros días al salir de aquella casa había gozado el placer fuerte, picante, del orgullo satisfecho; el dominio de las almas que allí ejercía en absoluto le daba al amor propio una dulce complacencia». El carácter de este sacerdote, lleno de ambición, de ansia de dominio y poder, puede recordar al que aparece en La conquête de Plasans, de Zola, aunque este pecado no es tan característico, tan raro entre el clero como para que sea necesario buscarle antecedentes. Clarín puede tomarlo directamente de la sociedad de su época e, incluso, representar en don Fermín la actuación global de la Iglesia.

Frente a esos dos caracteres, dominadores y fuertes, aparece Ana Ozores, sumida constantemente en sus ensueños, recordando su infancia y buscando una compensación a sus frustraciones en la lectura. Su personalidad ha sido deformada por la calumnia de que fue objeto en su infancia; esto la ha hecho disimulada y un tanto retraída. Suple la realidad con sus sueños: «Poco a poco se había acostumbrado a esto, a no tener más placeres puros que los de la imaginación»; por ello resulta extraordinariamente significativo que la primera y segunda aparición de Álvaro Mesía se produzcan en el pensamiento de la propia Regenta.

Las referencias al pasado de Ana nos dan una serie de factores principales: la calumnia que provoca su autorrepresión y su desconfianza frente a los hombres, la infancia solitaria, sin amor ni caricias, con un padre que no se ocupa de ella y que puede verse como un anuncio del futuro marido, de don Víctor; la educación recibida, especialmente el clasicismo. Todo ello forma una especie de sustrato escondido pero pronto a revelarse cuando sea posible. Junto a esas referencias, junto a la historia o causas del carácter de Ana Ozores se completan con la situación presente en la que ella misma se ve sola, tras los cristales del balcón, siempre mirando, como desde una cárcel, al exterior; se completa con las referencias al futuro, futuro vacío como consecuencia de lo que ha sido su vida: tras rememorar su luna de miel y su matrimonio estéril: «Pero no importaba, ella se moría de hastío. Tenía veintisiete años, la juventud huía: veintisiete años de mujer eran la puerta de la vejez a que ya estaba llamando...» y el autor completa la importancia del tiempo, del paso del tiempo: «Se le revelaba la Naturaleza en el ritmo recóndito de los fenómenos, divisibles a lo infinito, sucediéndose, coincidiendo, formando una trama dramática del tiempo con una armonía superior a nuestras facultades perceptivas, que más se adivina que de ella se da testimonio». Es la hipersensibilidad que caracteriza a Ana Ozores y que la hace fácilmente influenciable y cambiante, así, cuando descubre a S. Agustín, S. Juan, Chateaubriand, piensa «¿qué vacío de su corazón iba a llenarse?»; o el clima: «El mal tiempo se llevó la resignación tranquila, perezosa, de Anita Ozores. Con la lluvia pertinaz, machacona, volvieron las antiguas aprensiones repentinas... Y ahora no tenía el Magistral para ayudarla»; otras veces habla, en el campo, en primavera, del «placer sutil, casi voluptuoso, en aquella soledad... Ella también iba a renacer». Muy importante me parece también la representación teatral que tiene lugar en La Regenta y a la que asiste Ana Ozores, es Don Juan Tenorio, de Zorrilla: en la novela de la segunda mitad del siglo XIX es muy frecuente el teatro dentro de la novela (recordemos, entre muchos otros casos, La Tribuna) de manera que la obra representada influye en el ánimo y las decisiones de algún personaje. En el caso que ahora nos ocupa, Clarín demuestra una extraordinaria intuición psicológica al presentar en escena los «fantasmas» subconscientes de Ana Ozores.

Las relaciones entre Ana y el Magistral se caracterizan por su ambigüedad, reflejada en las conversaciones: ella le llama Fermín, y dice: «Quiero volver a nuestro verano, el verano dulce, tranquilo... sí, tranquilo al cabo; a nuestro hablar sin fin de Dios», y cuando le escribe le trata de «hermano mayor querido». Ahora bien, después de la procesión de Viernes Santo, Ana está en vivero, reposando y reponiéndose de una crisis nerviosa; en este contexto aparece en ella un panteísmo o deísmo campestre a lo Rousseau, porque Ana actúa y siente de acuerdo con modelos preestablecidos, convencionales que le permitan representar un papel prestigiado culturalmente. Es la búsqueda de un protagonismo impreciso y vago que podemos caracterizar como Bovarysmo en cuanto ella se cree superior y diferente a sus conciudadanos, llamada a más altos destinos, lejos de la vulgaridad ambiental que la rodea. Así va de lo uno a lo otro, buscando esa plenitud soñada o leída que, naturalmente, no aparece por ningún sitio precisamente por ser buscada, por no ser movimiento espontáneo y profundo; durante un cierto tiempo, Ana puede mantener la ficción, sobre todo si es ayudada por algo o por alguien. La religión -y don Fermín- le sirven durante un cierto tiempo, por ejemplo, la música de la catedral le lleva a «regiones ideales, de inefable tristeza de la música [...] y se arrojó a las olas de la música triste con un arranque de suicida»; en esta sustitución en la que Ana intenta sublimar sus instintos y sus deseos hay muchos elementos sensoriales, sensuales, y muy poco de auténtica religión o de espiritualismo... El Magistral así lo comprende y reacciona de acuerdo con la ambigüedad de su posición; le aconseja que se empape de las bellezas del culto, aunque cree que esto es «ofender la santidad del dogma». Sin embargo, cuando los apoyos sensoriales faltan, entonces no se produce reacción alguna en el espíritu de Ana: «La iglesia sin culto le pareció como un teatro de día», y busca refugio en la piedad colectiva, en el arropo de la masa y la costumbre.

Fuera del contexto y de las influencias directas, Ana Ozores, personaje de carácter débil y fantasioso que puede recordar, mutatis mutandis, al protagonista de El doctor Faustino, cambia de actitud. Por ejemplo, en el capítulo XXV, Ana cambia de humor con el cambio de clima y aparecen las dudas, su fe se hace vacilante, acepta lo que Clarín llama «los sofismas vulgares de don Carlos el libre pensador». Cuando la Regenta está en Vivero, en contacto directo con la naturaleza, comienza a escaparse de la influencia del Magistral, a mirarle con ojos críticos, ya no le tiene compasión y se da cuenta de que él abusa de su triunfo, del que ella no saca nada, en definitiva. Por otra parte, pero en íntima relación con lo anterior, Ana le culpa de su frustración ya que todas las conversaciones, todas las prácticas religiosas no han conseguido satisfacer sus ansias de infinito, sus deseos de plenitud; el fracaso se debe, por una parte, a que la religión en Ana es pura apariencia, fórmulas externas y vacías, por otra parte, a que la religión funciona como sucedáneo de algo a lo que no puede sustituir, aunque quizá sí combatir, la sexualidad insatisfecha de la Regenta; pero el hecho es que ni ella ni el Magistral se han dado cuenta, de manera consciente, del problema, no quieren aceptarlo, por ello la batalla está perdida de antemano. Don Fermín no acepta la situación real, «ni por las mientes se le pasaba reflexionar sobre su situación... no quería ver las ramificaciones carnales». Y cuando ella se da cuenta de la naturaleza del amor que le profesa el Magistral se siente engañada, lo que, unido a su sentido de lo convencional, hace que rechace la idea, «se estremeció como al contacto de un cuerpo viscoso y frío», antes había tenido un susto al ver un sapo, orilla de la fuente, sola. Al final de la novela vuelve a aparecer la misma sensación, cuando Celedonio, el sacristán, la besa:

Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.

Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.


Con esta sensación acaba la novela, como cifra y resumen de todo, como veremos. Pero, dejando esto, volvemos a ver a Ana en Vivero, donde, al parecer, recobra fuerzas y cambia de actitud espiritual, sublimándose en el deísmo natural a lo Rousseau, actitud que se impondrá cuando sea la amante de Álvaro Mesía.

Estos personajes viven en una sociedad concreta donde hay una serie de elementos fundamentales que afectan tanto al conjunto como a cada uno de los individuos. Uno de esos elementos es el aburrimiento, no la melancolía, sino el aburrimiento. Ana se refiere constantemente a esta situación: «A quién no embrutece la vida de Vetusta», «Hastío sin remedio, eterno», «en Vetusta se ahogaba», «toda Vetusta se aburría aquella tarde, o tal se imaginaba Ana», «el tedio horroroso», «la estupidez general», las «necedades y pequeñeces que la rodeaban», estaba «condenada a vivir entre necios»... y piensa que Álvaro Mesía, porque se marcha a Madrid, es «el menos tonto». En consecuencia, la Regenta que se encuentra metida, le parece, en un mundo insufrible de aristócratas y beatas «se reservaba el derecho de despreciar a su tirano, viviendo de sueños» y concluye «¡Qué vida tan estúpida!» Pero Ana no es mejor ni distinta de sus conciudadanos.

También Vetusta entera vive de la misma manera aburrida, vacía y sin objeto, donde el único cambio, el único motivo de actuación lo dan elementos exteriores; las fiestas religiosas marcan la actividad de cada momento, Todos los Santos corresponde a una tristeza aburrida, Navidad a la alegría ingenua; carnaval a la diversión loca. La fuerza de estas convenciones es enorme, por ello Mesía no ataca en Cuaresma, espera a la Pascua Florida; de la misma forma el aburrimiento es mayor en la ciudad que en el campo, y la religión se acepta porque no hay nada mejor, por esta razón Mesía no ataca tampoco en el campo, donde ella se «sublimiza», sino en la ciudad, donde el ambiente es más opresivo y más vacío una vez que ella ha roto con el Magistral, con la religión gracias a su estancia en Vivero. Pero este proceso de Ana no tiene nada de especial, es exactamente el mismo que se da en Vetusta entera:

La lluvia, el aburrimiento, la piedad, la costumbre, trajeron su contingente respectivo al templo, que estaba todas las tardes de bote en bote.

Y en la Novena de los Dolores: mientras el padre Martínez repetía por centésima vez -y ya llevaba ganados unos cinco mil reales-, que como el dolor de una madre no hay otro [...], el amor sacrílego iba y venía volando invisible por naves y capillas.


La obsesión lúbrica se manifiesta en todo momento y en todos los personajes, impregna el ambiente de una manera total y mucho más profunda que la religión. En general, Clarín no reflexiona ni lo describe por extenso en la novela, pero constantemente está señalando su presencia con ligeras observaciones, por la forma de describir un objeto, etc. Aparece, pues, en los momentos más inesperados y con los motivos más insospechados, lo que, en definitiva, indica también la represión a que está sometida. La lubricidad se manifiesta, por ejemplo, en los relieves del coro que toca De Pas, la fachada del palacio episcopal, recargado de adornos, tiene «un aspecto grotesco de viejo verde», en los objetos, como el capitoné con sus bultos que «a don Saturnino se le antojaban impúdicos». Lo mismo se observa en las personas que alguna vez hablan de ello directamente, como cuando Mesía, en el banquete de Guimarán, cuenta en general sus aventuras donjuanescas y se detiene a explicar con todo detalle la del hórreo y maíz con la brava, pero tampoco aquí se trata de una declaración espontánea y limpia, natural, pues, como señala el autor, «entre la admiración general serpeaba la envidia abrazada a la lujuria: las dos tenias del alma». De pasada señalaré que Mesía ni siquiera es un donjuán serio, le ridiculizan, por ejemplo, esos paseos en caballo para estar en forma, su actividad tiene más de dominio y de vanidad que de cualquier otra cosa, es también una sexualidad deforme y enfermiza, morbosa. Como toda la de Vetusta, ya que se cita varias veces como lectura favorita de los vetustenses la Historia de la prostitución, de Dufour. La proyección sustitutoria es constante, por ejemplo, don Fermín, al evocar su niñez pobre, «gozaba De Pas como un pecado de lascivia», Celedonio «daba una intención lúbrica y cínica a su mirada, como una meretriz de calleja», Iriarte «saboreaba por adelantado la lujuria del porvenir», Mesía imaginaba «declaraciones inconscientes de lascivia refinada y contrahecha», el Marqués está «como los gatos en enero», el frío le sirve de afrodisíaco, «ni los mariscos producen en mí el efecto del agua y la nieve».

Las relaciones entre los personajes responden a esta situación, Obdulia y Saturnino tienen furtivos contactos con los pies y las rodillas, no pasa ningún hombre junto a una mujer que no la toque o lo intente. También Ana Ozores participa y ha sido influida por este ambiente, por una parte en lo que respecta a su educación infantil, por otra en el momento actual: el aya de Ana, que era católica liberal, tenía una «lujuria satisfecha a la inglesa», recordemos que Ana escucha también la conversación de las solteronas y es iniciada por sus tías en la técnica del «ten con ten». Es una versión refinada del ten con ten la que establecen el Magistral y la Regenta, y la identificación de la religión con el consuelo frente a otras solicitaciones desemboca en que la pérdida de una lleve aparejada la de la otra; en parte a Fermín de Pas le ocurre lo mismo, cuando evoca la confesión de la Regenta, que ha durado dos horas, recuerda también su infancia, «necesitaba su alma alguna dulzura, una suavidad de corazón que compensara tantas asperezas». Pero estos «coloquios espirituales» le están vedados porque también a él le fallan las bases religiosas, la dulzura se convierte en deseo amoroso que se confunde e identifica de manera egoísta con su afán de dominio. En este sentido hay un episodio capital, me refiero a la confesión que don Fermín hace a Ana en el capítulo XXI, después, en el capítulo XXV vuelven a encontrarse tras el baile donde ha ido la Regenta, los dos se sienten solos, él confiesa su «amor» en forma velada porque lo ha reconocido antes:

Una ola de púrpura inundó el rostro del clérigo. Primero había visto desvanecerse dentro de aquella cabeza de gracia musical lo que él amaba debajo de aquella hermosura, el alma de la Regenta, su pensamiento, después pensó en aquella hermosura exterior incólume, en las esperanza de saciar su amor sin miedo de testigos, sólo, sólo él con un cuerpo adorado.


Pero esto, el amor, es rápidamente sustituido por el afán de poder, de manera que incluso el deseo de poseer el cuerpo de Ana tiene más el valor de un triunfo que el de la satisfacción amorosa: si ha perdido el alma de la Regenta puede conquistar su cuerpo. Ya no piensa en ella, piensa solamente en él mismo, en su prestigio:

Sí, usted lo ha dicho... Y ese es el camino. Yo sin Dios..., no soy nada... Sin Dios puede usted ir a donde quiera, Ana..., esto se acabó... Estoy en ridículo, Vetusta entera se ríe de mí a carcajadas... Mesía me desprecia, me escupirá en cuanto me vea... El padre espiritual..., es un pobre diablo. ¡Oh, pero por quién soy... Miserable... Me insulta porque estoy preso!...


Ante esta reacción, Ana Ozores interpreta perfectamente el fenómeno, la reacción del Magistral:

Una idea con todas sus palabras había sonado dentro de ella, cerca de los oídos. «¡Aquel señor canónigo estaba enamorado de ella!» «Sí, enamorado como un hombre, no con el amor místico, ideal, seráfico que ella se había figurado». Tenía celos, moría de celos... El Magistral no era el hermano mayor del alma, era un hombre que debajo de la sotana oculta pasiones, amor, celos, ira... ¡La amaba un canónigo! Ana se estremeció como al contacto de un cuerpo viscoso y frío. Aquel sarcasmo de amor la hizo sonreír a ella misma con amargura que llegó hasta la boca desde las entrañas.


La cosa, pues, parece clara y, sin embargo, el Magistral vuelve a recuperar parte del terreno perdido, lo que indica que, en el fondo, algo hay de ese sentimiento en Ana Ozores también, aunque se niegue a aceptarlo, a pensar siquiera en ello, qué papel haría ¡enamorada de un canónigo!, ridículo. El caso es que Ana va descalza en la procesión de Viernes Santo... con ello el Magistral se ha pasado de la raya: en el capítulo XXVII, Ana, curándose de la crisis nerviosa que le ha provocado la procesión, escribe a De Pas -y a su médico-, afirma que la penitencia impuesta la ha hecho por compasión. No por otra cosa. Escribe un diario...

El proceso de la seducción de Ana por Álvaro Mesía también tiene fases alternativas: el desmayo en el baile, en brazos de su pareja, ha sido precedido por otra caída imaginativa, la que sufre cuando, después de asistir a la representación del Tenorio, Ana siente que ha traicionado a su marido y al Magistral porque no ha ido a confesarse. En cualquier caso hay algo perfectamente claro, todo, el ambiente, el Magistral, Mesía, incluso su marido, le empujan a Ana en el mismo sentido.


Las técnicas narrativas

El efecto expresionista es frecuente en La Regenta, me refiero a la visión de la realidad objetiva deformada o interpretada de modo que concuerde con la situación en la que aparece y contribuya a crear un sentido, por ejemplo, en la conversación de Ana y De Pas, «La torre de la catedral, que espiaba desde lejos, entre la niebla, dejó oír tres campanadas, como un aviso», donde el sentido de «espiar» y el «aviso» producen en el lector la idea de que aquel encuentro tiene algo de furtivo, culpable... El procedimiento inverso, la búsqueda del contraste se da en el momento en que don Víctor descubre el adulterio: «En aquel momento el reloj de la catedral, como si bostezase, dio tres campanadas».

Es constante la premonición, el anuncio de lo que ocurrirá más tarde, pero el lector no sabe que, efectivamente, los hechos se producirán de esa manera: las premoniciones funcionan como posibilidades y, cuando se cumplen, el lector tiene la impresión de que ha ocurrido algo inexorable, algo esperado y que de alguna manera ya estaba en el ambiente. Por supuesto, cuando los hechos se producen, el autor no recuerda el anuncio, ni éste es una profecía directa. Tenemos, por ejemplo, la insinuación efectista del capítulo XXVIII, en el episodio de la tormenta, cuando todos corren por el bosque y al llegar a la cabaña encuentran una liga roja, después don Víctor exclama «¡una liga de mi mujer!»... pero es de Petra, episodio que tiene un efecto tragicómico, suceso equivalente al anterior es el del guante morado descubierto por Frígilis. El procedimiento se repite en la procesión de Viernes Santo, cuando Quintanar le dice a Álvaro Mesía:

¡Lo juro por mi nombre honrado! ¡Antes que esto, prefiero verla en brazos de un amante!

Sí, mil veces, sí -añadió- ¡búsquenle un amante, sedúzcanmela; todo antes que verla en brazos del fanatismo!...

Y estrechó, con calor, la mano que don Álvaro le ofrecía.

La marcha fúnebre sonaba a lo lejos. El chin, chin de los platillos, el rum-rum del bombo servían de marco a las palabras grandilocuentes de Quintanar.

¡Qué sería del hombre en estas tormentas de la vida, si la amistad no ofreciera al pobre náufrago una tabla donde apoyarse!

¡Chin, chin, chin!, ¡bom, bom, bom!

¡Sí, amigo mío! ¡Primero seducida que fanatizada!...

Puede usted contar con mi firme amistad, don Víctor; para las ocasiones son los hombres...



El sarcasmo recuerda el clásico tema de el viejo y la niña.

En algunas ocasiones el expresionismo resulta gratuito respecto al momento concreto de la acción, aunque se relacione con la intención y el ambiente general de la obra:

Los muebles forrados de damasco amarillo, barnizados de blanco también, de un lujo anticuado, bonachón y simpático, reían a carcajadas con sus contorsiones de madera retorcida, ora en curvas panzudas, ora en columnas salomónicas. Los brazos de las butacas parecían puestos en jarras, y los pies de las consolas hacían piruetas...



La deformación degrada a un personaje determinado: «Al pobre Tifón le salían los versos montados unos sobre otros: igual defecto tenía en los dedos de los pies». En otros casos, el autor busca el contraste temporal entre el tiempo psicológico del personaje y la morosidad del relato; así, mientras el Magistral espera ansioso la vuelta de los excursionistas, Clarín, en estilo indirecto libre:

El reloj de la Universidad dio tres campanadas, ¡Tres cuartos de hora! Andaría adelantado... No... La catedral, que era la autoridad cronométrica, ratificó la opinión de la Universidad; por lo que pudiera valer, el reloj del Ayuntamiento, que no había podido secularizar el tiempo, vino a confirmar lo dicho lacónicamente por sus colegas, exponiendo su opinión con su voz aguda de esquilón cursi.



Todo lo que ocurre en La Regenta se presenta desde una perspectiva concreta; siempre hay un testigo que ve las cosas desde un ángulo personal. Por ejemplo, la Procesión de Viernes Santo está vista por Mesía y por Quintanar, luego se nos dará las sensaciones de Ana.

Por otra parte, la aparición de los diferentes personajes, las relaciones que se establecen entre ellos y la presentación, se hace de una manera «natural». Al iniciar el capítulo primero de La Regenta, el autor describe la ciudad a la hora de la siesta, momento en que suenan las campanas de la catedral, esto da ocasión para pasar a los campaneros que, en lo alto de la torre, ven subir al Magistral, éste sirve de intermediario para describir la ciudad desde su perspectiva aérea. Baja don Fermín al interior de la catedral y allí se encuentra con Custodio, en la sacristía aparece don Saturnino Bermúdez, el erudito local, acompañado de Obdulia Fandiño, viuda. De coro pasa a don Cayetano Ripamilán, que sale y también es descrito..., etc.

El mismo tipo de relación puede observarse en el paso del relato interno a la presentación de los hechos; por ejemplo, en el capítulo III:

Don Víctor observó que la muchacha no había reparado el desorden de su traje, que no era traje, pues se componía de la camisa, un pañuelo de lana, corto, echado sobre los hombros y una falda que, mal atada al cuerpo, dejaba adivinar los encantos de la doncella, dado que fueron encantos, que don Víctor no entraba en averiguaciones, por más que, sin querer, aventuró, para sus adentros, la hipótesis de que las carnes debían de ser muy blancas, toda vez que la chica era rubia azafranada...



Dos páginas más allá continúa el tema: «don Víctor levantó entonces los ojos y pudo apreciar que eran, en efecto, encantos los que no velaba bien aquella chica». Normalmente, el narrador, cuando interviene en la obra, lo hace con una impasibilidad completa, pocos son los casos en los que toma partido y acude al discurso narrativo como instancia ante el lector, esto sucede, por ejemplo, cuando describe la conducta de Frígilis y dice sobre él que era comprensivo, inteligente, tenía la noble manía de perdonarlo todo..., «pero de esto ya se hablará en su día»; y en otra ocasión: «La Regenta recordaba todo esto como va escrito, incluso el diálogo, pero creía que, en rigor, de lo que se acordaba no era de las palabras mismas, sino del posterior recuerdo en que la niña había animado y puesto en forma de novela los sucesos de aquella noche». Pero es más frecuente que el narrador no intervenga ante el lector, aunque sí lo haga en el monólogo, como presentador, por ejemplo, Ana, ante el espejo, decide ir al teatro, «y formulando su pensamiento en períodos completos dentro del cerebro, se dijo: Bueno, voy, pero...».

Los monólogos aparecen en tercera persona pero dramatizados siempre, salvo pasajes muy fugaces y breves. Lo normal es que los monólogos vayan entrecomillados, aunque algunas veces no es así, entonces se da un tipo de diálogo muy curioso, sin persona marcada y sin presentación de interlocutores, lo que produce una cierta incertidumbre; es lo que ocurre al comienzo del capítulo XXIV, del XXVII o del XXX. Los monólogos no van expresados en estilo directo (yo, tú) sino indirecto (él), o pasan del estilo narrativo al directo libre: «¡Aquello era señorío! ¡Ni una mancha!» «¡Don Fermín contemplaba la ciudad... ¡Qué! ¿También aquel imperio habían de arrancarle? No, era suyo, lo había ganado en buena lid».

La presencia del autor se realiza en el texto, de manera indirecta, por otros medios, por ejemplo en la visión de las cosas y en el estilo, algún resabio clásico «fatigando el monte y la llanura», o, cuando Frígilis y Quintanar van en el tren:

Miraba el cielo pardo y veía desaparecer entre la niebla una falange de cuervos por aquel desierto de aire. Ya parecían polvos de imprenta, después aprensión de la vista, después nada.



Donde esos polvos de imprenta corresponde a la experiencia del autor, no a la de los personajes. En ocasiones, Clarín le proporciona al lector informaciones que los personajes no poseen. Y también le oculta otras, llevándole por pistas falsas; recordemos el caso de la liga, el guante morado del Magistral, cuando Petra miente: Frígilis, que vuelve de madrugada, tiene que pensar que el olvido ha sido nocturno. Otro caso se produce en el capítulo XXVI: cuando la Regenta y el Magistral están más distanciados, cuando el crédito de don Fermín está más bajo, hay una carta de Ana de la que se informa al lector sólo en parte, otra parte se oculta; de Pas, después de leerla, exclama: «¡Pues ya se vería lo que iba a hacer la Regenta!», de manera que Clarín crea la expectativa pero no la resuelve hasta que, de pronto, en la tertulia de Vegallana, «la noticia estalló como una bomba»; aquí el lector se encuentra identificado con el público.

La progresión de la historia se produce con cambios bruscos, con un movimiento de zig-zag, pero estas desviaciones no detienen el progreso ni hacen retroceder el movimiento de Ana, que avanza como algo fatal hasta el desenlace. Incluso en los casos en que parece que el tema principal se olvida, se mantiene la relación: el capítulo XX, por ejemplo, está dedicado a Guimarán, el ateo, se describe el casino, el banquete... pero el tema Ana no desaparece ya que prosigue como un armónico o como un subtono que, luego pasará a ser el tema central, introducido por Guimarán.

Fundamentalmente hay dos enfoques, dos tipos de atención. Por una parte, el problema psicológico de Ana (y del Magistral...), centrado en conversaciones, monólogos, evocaciones y resúmenes, etc. Por otra parte, las incidencias de la historia ante el público; esto se desarrolla por medio de indicios, pistas falsas, ocultaciones. Este segundo enfoque tiene un destino irónico ya que se dirige en dos direcciones, una de ellas afecta al lector, la otra a los personajes.

La obra que estamos estudiando no ofrece solamente la historia de tres o cuatro personajes como si fueran un «caso» aislado, particular. En La Regenta, Clarín nos da la visión de una sociedad completa, dentro de la cual se explica la aventura de los personajes: explica -literariamente- las relaciones que se establecen entre la sociedad y los individuos que la forman.

Vetusta puede ser cualquier ciudad española, aunque Clarín pensara en Oviedo, porque pertenece a eso que se ha llamado la geografía moral de España. En este sentido representa, en esquema, la organización social de la época en que se sitúa la acción, y lo hace de manera funcional, con una exactitud y precisión sorprendentes. Desde el primer momento, lo particular y lo general se presentan unidos: cuando don Fermín de Pas sube a la torre de la catedral, describe toda la ciudad desde su perspectiva, empezando por el barrio de la Encimada, después en ensanche, la colonia de los nuevos ricos; por último los barrios pobres de la periferia y las fábricas. El autor señala:

A pesar de esta justicia distributiva que don Fermín tenía debajo de sus ojos, sin que le irritara, el buen canónigo amaba el barrio de la catedral, aquel hijo predilecto de la Basílica, sobre todos. La Encimada era su imperio natural, la metrópoli del poder espiritual que ejercía. El humo y los silbidos de la fábrica le hacían dirigir miradas recelosas al campo del Sol; allí vivían los rebeldes; los trabajadores sucios, negros por el carbón y el hierro amasados con sudor; los que escuchaban con la boca abierta a los energúmenos que les predicaban igualdad, federación, repartos, mil absurdos, y a él no querían oírle cuando les hablaba de premios celestiales, de reparaciones de ultra-tumba.



Desde el primer momento, la sociedad aparece dividida en clases enfrentadas; la alusión a la República Federal es clarísima y no se limita el autor a presentarla como un mero nombre o como una fantasía más o menos folklórica, sino que en tres palabras define su contenido: igualdad, federación, reparto. Si recordamos ahora La Tribuna resultará evidente la enorme distancia que separa esta obra de La Regenta. Aquí hay una profundidad y una comprensión más objetiva de la realidad de los problemas sociales. La sociedad de Vetusta, incluso en lo físico, es una sociedad en forma de pirámide; históricamente corresponde al momento de la restauración borbónica donde el clero y la aristocracia ocupan los lugares más altos aunque de manera precaria. La Iglesia había sufrido las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz y su poder parecía definitivamente acabado; sin embargo, con la restauración de Alfonso XII en 1874 cambian otra vez las cosas ya que Cánovas favorece a la Iglesia para separarla del carlismo: hay una nueva alianza, la de la Iglesia y la aristocracia liberal, que sojuzga y controla a la tradicional: en la Encimada se mezclan y conviven conventos y casonas, clérigos y nobles, pero éstos están absolutamente dominados por aquéllos, dentro de la ficción que es la vida política oficial. En La Regenta, el marqués de Vegallana, jefe del partido conservador mantiene excelentes relaciones con Álvaro Mesía, jefe del partido liberal; de esta alianza resulta que gobierna siempre la misma aristocracia mientras el pueblo se empieza a plantear las cosas de forma más realista y radical; los proletarios, por ejemplo, dicen: «los curas no son ni más ni menos malos que los demás burgueses. Malo es el fanatismo, pero el capital era peor». Por el otro lado están los indianos, es decir, la burguesía capitalista, dispuesta a tomar relevo de la aristocracia.

Todo está preparado para devorar una clase dirigente degradada y ya inútil, tan inútil que ni siquiera se da cuenta de que sus días están contados y vive en la frivolidad y el vacío. Es, en cierto modo, el tema, tantas veces tratado en la novela del siglo XIX de la decadencia y desaparición de una clase social, normalmente la nobleza feudal (Pardo Bazán, Pereda); pero Clarín, lo mismo que Galdós, plantea el problema en sus justos términos: la desaparición de la aristocracia urbana cuya función histórica ha desaparecido. Ahora es el turno de la burguesía. La sociedad de La Regenta ofrece todos esos problemas, y centra el argumento en el grupo agonizante, mostrando la inutilidad y variedad de sus vidas, las de todos, la historia de Ana Ozores es como es por el contexto social en que aparece.