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Veintiún sonetos de Sor Juana y su casuística del amor

Georgina Sabat de Rivers



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Sor Juana




ArribaAbajoIntroducción



Seis cosas excelentes en belleza
hallo, escritas con C, que son notables
y dignas de alabaros su grandeza:

[...]

Sin éstas, hallaréis otras mil cosas
de que carece España, que son tales,
al gusto y a la vista deleitosas.


Juan de la Cueva,
Epístola al licenciado Sánchez de Obregón
               


Los sonetos amorosos de Sor Juana Inés de la Cruz se inscriben en la larga y variada tradición de la poesía amorosa occidental, la cual remonta, por lo menos, a la literatura griega1. En Homero el estentóreo estilo épico se había prestado a los grandiosos temas masculinos y públicos de la guerra y de la política; más tarde Safo, la primera gran poeta amorosa de Grecia, desarrolló una voz muy diferente, más personal e introspectiva, atenta siempre a los afectos íntimos, entre dulces y amargos, a menudo angustiados y asociados con los síntomas de una enfermedad. En esta poesía, la mujer ocupa el centro de la escena; con ella nace el cultivo típicamente occidental de la personalidad individual, con una gran variedad   —398→   de emociones sutilmente analizadas. Anacreonte, en cambio, otro poeta del amor, canta, de una manera que se entiende por más masculina, los gustos del vino, del sexo y de la música. La Antología griega de Alejandría, muy leída también en Roma, contiene mucha poesía erótica de prostíbulo, tanto heterosexual como homosexual.

Catulo, el primer gran poeta del amor en latín, reanudó la tradición de Safo con los conflictos emocionales que él sintetiza en sus epigramas, que son breves dichos sentenciales: «Odi et amo [...]»: «Yo odio y amo. Quizá preguntas por qué lo hago: / no sé, pero lo siento y me hace agonizar». Este típico epigrama está constituido por un solo dístico elegíaco, es decir, por una pareja asimétrica de versos: el primero es un hexámetro y el segundo un pentámetro. (Más tarde, en la España del siglo XVI, Fernando de Herrera había de identificar genéricamente con el epigrama el soneto, que mantiene la asimetría en las estrofas: dos cuartetos y dos tercetos). La elegía, o sea el lamento, escrita en una serie de tales dísticos, era el género más conocido de la poesía amorosa latina. Además de Catulo, escribían elegías amorosas Propercio, Tibulo, Ovidio, Ausonio y otros poetas menores. En dísticos elegíacos, Ovidio fue el autor de toda una serie de poemas. En los siglos siguientes, tanto durante la Edad Media como en el Renacimiento, sus elegías más conocidas fueron las Heroidas (lamentos de mujeres traicionadas por sus amantes), el Ars amatoria (arte amoroso), y los Remedia amoris (remedios del amor).

En la naciente literatura vernácula de la Edad Media cristiana, sobre todo en Francia, se desarrolló en el siglo XII otra dicotomía histórica entre la grandiosa poesía épica o chansons de geste, recitada oralmente para guerreros, y la nueva poesía de los trovadores, hoy llamada poesía de amor cortés, escrita y cantada para las grandes damas y señores cortesanos en el sur de Francia (la Provenza). Esta poesía, aunque mantiene elementos ovidianos, marca un nuevo concepto y código del amor aristocrático: según este código estilizado y convencional, el poeta masculino, imaginado por lo general como joven sin compromiso y sin grandes recursos, exaltaba y adoraba en secreto a la hermosa dama casada, el dons provenzal, quien en las ausencias de su esposo era la omnipotente señora del castillo, y a quien se dotaba de suma belleza física y de insuperables virtudes morales. Este apasionado culto amoroso, este abnegado servicio literario a la dama, imponía una disciplina feudal y ennoblecedora al poeta enamorado, quien aprendía a disfrutar positivamente del sufrimiento causado por la distancia social que lo separaba de su dama inaccesible. Según el código, era la frustración del deseo lo que le provocaba al poeta el canto amoroso, la cansó trovadoresca. Además de   —399→   influencias ovidianas y feudales, hay, en el amor cortés evidentes paralelos religiosos con la glorificación del humilde sufrimiento de Cristo crucificado (gloria crucis et passionis) y el culto gótico de la Virgen María, fuente de toda hermosura y gracia divina. Desde Occitania, los trovadores viajaban de corte en corte, llevando consigo hasta Alemania, Inglaterra, Portugal, Cataluña, Italia e incluso Sicilia, sus canciones de amor cortés; de este modo, las lenguas vernáculas de cada región iban adoptando todo este mundo poético, e iba formándose en cada región una escuela local de poesía amorosa con sus propios cancioneros.

En la escuela siciliana, precisamente, un culto notario de la corte, Giacomo da Lentino, inventó en el siglo XIII una nueva cancioncilla, o «sonétto», de catorce versos, divididos entre dos cuartetos y dos tercetos de rima diferente: así nació el soneto amoroso. Esta innovación pronto tuvo éxito en el norte de Italia; son notables los sonetos juveniles de Dante dirigidos a Beatriz. Luego, en el siglo XIV, Petrarca durante gran parte de su larga vida fue creando y perfeccionando su cancionero personal dirigido a Laura. Este cancionero es una combinación artística de canciones y sonetos en los cuales el poeta expresa y analiza minuciosamente cada estado de ánimo y cada etapa y matiz de la historia de su apasionado desarrollo espiritual. El cancionero de Petrarca se impuso en el Renacimiento como el corpus más influyente de poesía amorosa; el petrarquismo se convirtió en el siglo XVI en un importante movimiento literario, no sólo en Italia sino también en España y en los demás países europeos.

Los primeros sonetos españoles, que son probablemente los primeros escritos fuera de Italia, pertenecen al siglo XV, cuando por fin en castellano se había desarrollado una escuela de amor cortés: en ellos, el Marqués de Santillana (1398-1458) traduce e imita sonetos espirituales y amorosos de Dante y de Petrarca, al impulso de la fama creciente del dolce stil nuovo. Pero estos sonetos no se publicaron y, por tanto, su influencia fue escasa en la literatura española posterior. La historia del soneto español realmente comienza en pleno Renacimiento, con la publicación en 1543 de la poesía de Boscán y Garcilaso: con el verso endecasílabo triunfó en español el soneto, alcanzando enseguida un prestigio que conserva hasta hoy, en todo el mundo hispánico.

El soneto español de amor se mantuvo básicamente fiel a su origen italiano y petrarquista en la forma de rimas, en la estructura sintáctica, semántica y de temas; su desarrollo estuvo a la par del soneto italiano, ejerciéndose una influencia mutua durante dos siglos2. El argumento, en general, combina el amor cortés con temas y paisajes clásicos y mitológicos, pero los tópicos son muy diversos: van de lo más religioso y espiritual,   —400→   de las expresiones más delicadas de amor humano, a lo más brutal y grotesco, escatológico. Según avanzamos antes, se debe a Herrera el establecer la conexión entre lo conciso que exigía el epigrama latino, plagado de juegos conceptuales de agudeza mental, y el soneto3. Los poetas barrocos, con sus «argucias», complicaron aún más lo paradójico, antitético, contradictorio y poco común que encontraron en la poesía anterior, recursos a los que eran muy aficionados, como lo era la muy aguda e ingeniosa Juana Inés.

Hombre con escudo

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Da Lentino, el ya mencionado inventor del soneto, agrupó los catorce versos endecasílabos de sus «cancioncillas» en los dos cuartetos y dos tercetos que han llegado a nosotros, excepto que en los sonetos posteriores, en Italia y en España, se cambió el esquema métrico de sus cuartetos (ABAB:ABAB) al de ABBA:ABBA; en el esquema métrico de los tercetos, se mantuvieron las dos combinaciones que nos legó: CDE:CDE o CDC:DCD4, las cuales, según Tomás Navarro5, han sido las más utilizadas por los sonetistas españoles, prefiriendo éstos la combinación CDE:CDE. El esquema normal de los sonetos españoles se puede representar de la manera siguiente: ABBA:ABBA; CDE:CDE o CDC:DCD; notemos que la última combinación de los tercetos (por cierto, muy preferida de Sor Juana) sólo presenta dos rimas y no tres como la otra combinación (CDE:CDE). Tomás Navarro también nos dice que, además, se desarrollaron otras variantes métricas en los tercetos: CDE:DCE; CDC:EDE; CDE:DEC; CDC:CDC; CDE:EDC, las cuales fueron empleadas por la mayoría de los poetas españoles, aunque cada uno mostrara preferencia por algunas de ellas en particular.

Los preceptistas del Siglo de Oro, a partir de Sánchez de Lima6, trataron de buscar una definición del soneto. Herrera afirmaba que era «la más hermosa composición i de mayor artificio i gracia de quantas tiene la poesía Italiana i Española» (ibid., p. 66), dándonos una relación de la capacidad del soneto para tratar todo tipo de argumentos así como de su calidad estilística. Una de las notas en las que más se fijan los preceptistas que tratamos es en la gravedad que se debe mantener en el soneto; hacen también mucho hincapié en que se debe exponer un solo concepto «sin que falte ni sobre nada»7. La ruptura principal en sintaxis y argumento suele encontrarse entre el verso octavo y el noveno, es decir, entre los cuartetos y los tercetos. Aconseja Carvallo (ibid., p. 246) que los versos de los cuartetos deben servir para exponer la materia «de concepto delicado [...] haziendo la cama» porque «en los seys postreros versos conviene estar toda la substancia del Soneto», es decir, prescriben que los cuartetos sean las estrofas de exposición del tema, y que se establezca una pausa entre éstos y entre los tercetos, los cuales deben resumir, aceptando u oponiéndose, a lo que se ha dicho en los cuartetos. Hallamos, sin embargo, variaciones a esta regla, incluyendo el encabalgamiento8 entre versos y entre estrofas, cuando la sintaxis no está de acuerdo con las formas métricas; este tipo de desfase produce llamativos efectos estéticos. Durante el Barroco, a menudo la pausa mencionada se deja para el último terceto y aun para el último verso.

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Antonio García Berrio9, quien ha estudiado miles de sonetos españoles de los Siglos de Oro, nos transmite su convicción con respecto a «la condición temática y tópica con que se organiza la cultura clásica» en el contexto de la tradición literaria de los sonetos. Cada soneto forma parte de una tipología, o sea, de un grupo de tema «unitario» como, en el caso de este estudio, lo constituye el «tipo» de sonetos amorosos; pero siempre estos grupos estarán integrados por «la superposición de dos componentes básicos [...] [el] semántico y el sintáctico», lo que se llamaba, hace años, el fondo y la forma. Y esto podemos aplicarlo a los sonetos amorosos que vamos a estudiar y a todos los del Siglo de Oro, lo mismo que a los que se escriben hoy. Todo ello refleja, a través de las épocas, la «conciencia tradicional» del soneto, la cual está -siempre que el poeta crea su propio texto- en el fondo, ya sea para adoptarla o para rechazarla.

El Canzoniere o Rime sparce de Petrarca, en el cual se combinan principalmente canciones y sonetos, tiene un orden poético que pretende ser cronológico, reflejando una relación amorosa más o menos imaginaria; la muerte de Laura divide en dos partes («in vita» e «in morte») el cancionero entero. El cancionero de Boscán, formado de un conjunto de 10 canciones y 92 sonetos, imita evidentemente el de Petrarca (con ecos también del poeta valenciano Ausiàs March), pero su división principal es muy nueva, basándose en la abrupta transición de un amor «cortés» -al que pinta de pecaminoso sufrimiento erótico- a un amor casto de felicidad matrimonial. Los treinta y tantos sonetos de Garcilaso, en cambio, no se combinan con las cinco canciones ni forman un conjunto coherente; son sonetos sueltos, en su mayor parte petrarquistas y amorosos, pero también de otros tipos, a veces de gran plasticidad clásica.

Aunque hacia el final del siglo XVI Fernando de Herrera construyó otro cancionero según el modelo de Petrarca, el ejemplo garcilasiano de sonetos sueltos es el que predominó en España y en sus colonias. Es interesante, en el siglo XVII, el caso de Lope de Vega, autor de unos 1600 sonetos; publicó varias colecciones de sonetos amorosos, religiosos y burlescos que se leían como conjuntos poéticos, aunque eran claramente diferentes del cancionero de Petrarca. De los otros dos grandes poetas barrocos de la época, Luis de Góngora escribió sonetos amorosos sueltos que carecen de intimidad y no llaman la atención por su sutileza sentimental sino por la impresión de color y solidez estética que evocan; y de Francisco de Quevedo, autor de sonetos amorosos de gran intensidad, sí se dice recientemente que su serie «Canta a Lisi» fue ordenada en forma de cancionero coherente.





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