Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Vida y literatura en Valera: una alternativa para el viejo tópico (corte y aldea)

Enrique Miralles García





Tenía puestas don Juan Valera muchas ilusiones en el proceso revolucionario iniciado en 1868, como para que el fracaso político que supuso la caída de la monarquía saboyana no le arrastrara a él también, entre otros muchos intelectuales. Corría el año de 1873. Disfrutaba por entonces nuestro escritor del cargo de Director General de Instrucción Pública, el cual hubo de dejar con el advenimiento del nuevo régimen. No era la primera vez que quedaba cesante ni tampoco sería la última. Anteriormente había sufrido el mismo infortunio tras su vuelta de Rusia, adonde había acompañado en 1858 al duque de Osuna en una embajada extraordinaria. Durante siete años, bastante apacibles, a juicio de Manuel Azaña1, tuvo que vivir a expensas de la familia, pero el ocio en su carrera profesional le permitió consagrarse a una intensa actividad literaria y periodística, que se tradujo en la elaboración de discursos, cuentos, artículos periodísticos (en El Contemporáneo, la Crónica de Ambos Mundos y el Mundo Pintoresco), además de dictar lecciones en el Ateneo, polemizar con Castelar o fundar las revistas La Malva y El Cócora. Su fama de escritor subió muchos puntos y el premio inmediato fue el ingreso en la Real Academia Española el año 1861, cuando contaba con 37 años de edad y le sonreía un futuro brillante.

La vuelta a la diplomacia el año 1865, al ser nombrado ministro de España en Francfort, interrumpió su plena dedicación a las letras para ocuparse en otros menesteres más gratos, que supo saborear a gusto, a pesar de las quejas que de vez en cuando salpicaba en sus cartas. El brillo público, inherente al cargo, junto al sustancioso beneficio económico eran fruta nada despreciable para quien cuidaba con tanto esmero los placeres espirituales como los corporales y apetecía con empeño respirar los perfumes de los salones aristocráticos. Su fama de hombre liberal y su amistad con el general Serrano le abrieron las puertas, tras la Revolución de Septiembre, para acceder a las cumbres de su carrera política. Diputado en las Cortes Constituyentes del 69, Director General y Consejero de Estado, gozó además del privilegio de formar parte de la comitiva, presidida por Ruiz Zorrilla, que ofreció el trono de España en Florencia al duque de Aosta.

Pero la Fortuna se muestra voluble. Tras el éxito están prestas las pesadumbres y fueron unas cuantas las que se agolparon en la vida de don Juan, apenas producida su renuncia política. Falto de prudencia para el ahorro, se encontró el escritor carente de fondos para mantener el ritmo de unos gastos domésticos muy elevados. El reciente fallecimiento de su madre, aparte del dolor, agrietó aún más su situación económica por las deudas heredadas. Su único beneficio, las rentas agrícolas, que apenas subían a los veinte mil reales, resultaban a todas luces insuficientes para satisfacer sus numerosas necesidades, lo cual provocó las primeras tormentas dentro del matrimonio. No tuvo Valera entonces más remedio que alejarse algunas temporadas de la capital madrileña y trasladar su residencia a Doña Mencía, donde las cargas domésticas eran menos gravosas, a la espera de tiempos mejores que permitieran su vuelta a la función pública. Los lectores hemos de agradecer, no obstante, ese revés profesional, pues merced a él pudo dedicarse de nuevo al cultivo de las letras, sacando a luz una buena parte de su obra novelística.

«Desengañado de la Corte, superadas las ambiciones políticas, Valera se entrega a la delicia de la creación artística, y por vez primera ve que es capaz de escribir la obra que siempre ha deseado; una obra perfecta y en apariencia sencilla, aunque un análisis profundo nos muestre su complejidad: una obra que le deja plenamente satisfecho y de la que siempre se sentirá orgulloso», comenta con acierto Carmen Bravo Villasante en la biografía que le dedica2.

La verdad es que hasta ese momento le habían atraído más la atención otros géneros, antes que el novelístico: la poesía (con la misma obsesión, y también frustración, cervantina), el ensayo y la epístola. Los tanteos narrativos se limitaron a dos cuentos de factura romántica -Parsondes (1859) y El pájaro verde (1860) - y a varios capítulos de una obra de más altos vuelos -Mariquita y Antonio-, los cuales fueron apareciendo por entregas en El Contemporáneo a partir del 10 de febrero de 1860. En estas contadas páginas se adivina ya un ideal novelístico que toma enseguida cuerpo teórico a través del artículo «De la naturaleza y carácter de la novela» (1860)3, donde se conjunta una serie de principios a los cuales permanecerá siempre fiel el escritor. El poema en prosa, como gusta de llamar al relato, significa para Valera un medio de expresión ameno por el que el artista consigue mostrar «lo bello» encerrado en la naturaleza, en la moral y en el alma misma del individuo. De ahí ese etiquetamiento como defensor de actitudes idealistas, cuando, bien entendida, su teoría supone una feliz síntesis entre unos gustos románticos y unos gustos clásicos. También desde un principio admite que tanto monta como materia inspiradora el exotismo oriental o el enigma histórico como la realidad de una geografía familiar y cotidiana, siempre que se cumpla la condición de ser todo sublimado a una categoría artística, fenómeno sólo conseguido por un «quid divinum» de que dispone el poeta. El arte, nos dice, «no es la imitación de la Naturaleza, sino la creación de la hermosura y la manifestación de la idea que tenemos de ella en el alma, revistiendo esta idea de forma sensible»4.

Esta definición temprana la encontraremos repetida de distintas maneras a lo largo de su trayectoria crítico-literaria.

En su andamiaje teórico adquiere asimismo notable relieve la indiscriminación de géneros, tal como lo ha puesto de manifiesto Bermejo Marcos cuando afirma: «¿Drama, novela, cuento, poema...? Todo ello no es, en su opinión, más que la misma y eterna especie: poesía»5. Todas las demás consideraciones que abarcan estos mínimos principios irán ajustándose a tales fundamentos sin que su doctrina sufra las fisuras de la incoherencia. Así, dentro del terreno novelístico admite Valera el principio aristotélico de que este tipo de creación sirve «para descender de lo sublime y noble a lo vulgar y pedestre» (O. C., II, p. 192a), o dicho de otro modo, con validez para reproducir una realidad particular y concreta, siempre que se evite la descripción grosera. Años más tarde, cuando se ponga de moda el naturalismo francés, discrepará radicalmente de él en base a este principio de encubrir los vicios purulentos de una realidad humana o social. Tampoco se acomoda el realismo valeriano a extraer de la observación una tesis del signo que sea: moral, política, social o religiosa; con ello se anticipa ya a los propósitos perseguidos por los novelistas de la Restauración, de cuyas filas evitará formar parte.

Con el único deseo de elaborar un arte puro, sin ningún adjetivo que lo desvirtúe, elige el escritor para la mayoría de sus ficciones un marco que no le oculte secretos ni le exija esfuerzos de imaginación: su tierra andaluza, donde pasó los mejores años de su infancia, juventud y algunas temporadas de la madurez, Mariquita y Antonio representa ya el primer intento de insertar una historia dentro de una realidad local y contemporánea, con lo que el novelista se adelanta al renacimiento de un género que tendrá feliz éxito en el último cuarto de siglo. No pretendo, al hacer esta puntualización, otorgarle una categoría de precursor, que sería inmerecida, sino simplemente destacar el hecho de que varios años antes de que la novela burguesa, sabiamente dirigida por la mano de Galdós, se consolidara, don Juan tenía una idea bastante clara de las características esenciales que distinguirán este producto literario. Entre ellas la observación de una realidad, aunque contemplada desde un ángulo diferente al preferido por Galdós, Pereda, Clarín, Pardo Bazán y otros autores menores. Ya desde ese primer artículo, anteriormente citado, en contra del discurso de D. Cándido Nocedal, Valera nos pone en la pista de cuáles van a ser sus principales objetivos novelísticos: «Hay otra clase de novelas, en las cuales, examinadas superficialmente, nada sucede que de contar sea. En ellas apenas hay aventuras ni argumento. Los personajes se enamoran, se casan, se mueren, empobrecen o se hacen ricos, son felices o desgraciados, como los demás del mundo. Considerados aislada y exteriormente, los lances de estas novelas suelen ser todo lo contrario de memorables y dignos de escritura; pero en lo íntimo del alma de los personajes hay un caudal infinito de poesía que el autor desentraña y muestra, y que transforma la ficción, de vulgar y prosaica, en poética y nueva». (O. C. II, p. 195a).

Tales ideales tiene ocasión de llevarlos a la práctica en Mariquita y Antonio, y como la insustancialidad de las anécdotas o la premiosidad de la andadura narrativa hacen peligrar la paciencia del lector, el novelista se siente obligado a justificarse de vez en cuando, apoyándose en el hecho de la veracidad de su historia, tan gris y monótona, como cualquier otra: «Si yo estuviera fantaseando a mi antojo una historia fingida, tal vez podría acusarme el lector de que hasta ahora no ha sucedido nada, acostumbrado como debe de estar a que sucedan en las novelas desde el comienzo los lances más inauditos, pero yo me debo disculpar con que esto no es novela más que en el título, siendo en el fondo verdadera historia, en la cual quiero y debo ir con pausa y reposo, relatando hasta los ápices más diminutos, importantes todos, a mi ver, a la perfecta inteligencia y conocimiento de mis personajes y de los casos y peripecias que les ocurran». (O. C. I, p. 921b). Para transformar entonces una materia tan particular y concreta en una creación artística, le basta con realizar una simple operación consistente en filtrar todas las fealdades y asperezas, escandalosas al buen gusto, logrando de esta manera un producto de contornos hermosos, tanto en lo que concierne al espectáculo de la naturaleza como al panorama íntimo de los personajes, limpios de groserías y sublimados a una categoría ideal, paradigmas al estilo clásico de cuantas virtudes o flaquezas, ilusiones o frustraciones se dan cita en una generación o un sector social. Así se explican declaraciones como la siguiente: «Lo que me mueve a escribir es el maravilloso parecido de Mariquita a la mujer y de Antonio al hombre como idealmente los concebimos». (O. C. I, p. 951a).

El escenario escogido para la acción de Mariquita y Antonio es Granada. Valera revive en él cálidos recuerdos de su etapa de estudiante en leyes, allá por los años 1841 y 1842. Desde la pensión de doña Francisca (de nombre moratiniano) hasta la vega de Fuente Vaqueros se dibuja una realidad de trazos idílicos, sea el cuarto que ocupan el protagonista y el narrador, sea el aderezo de Mariquita, las habilidades culinarias de la patrona, el vino de la tía Gorica o los fondos paisajísticos que rodean la bella capital andaluza. Para muestra, un párrafo: «[...]todos nos sentamos alrededor de los manteles y de lo que sobre ellos había, y empezamos a comer con un apetito envidiable [...] Sólo Miguel y la tía Gorica se habían quedado de pie. El nos escanciaba el vino manejando la damajuana como si fuese un pomito de esencias olorosas, y ella nos escanciaba el agua, haciendo el uno y el otro de Hebe y de Ganimedes de aquel Olimpo». (O. C. I, p. 943a).

Se ha dicho, a la vista de tales alabanzas, que la Andalucía poética que el escritor se finge es el resultado de unas nostalgias alimentadas cuando se encuentra lejos de su tierra. No lo niego, aunque creo que existe una razón más poderosa, que por sí sola basta para explicarlo: su concepción del arte. Ello no es óbice para que se tenga también en cuenta el hecho cierto de que Valera necesite el bienestar de su residencia madrileña para dar curso libre a una inspiración que su casa solariega andaluza no podía proporcionarle por falta de acomodo. Así lo expresa en una carta dirigida a su esposa: «He empezado a escribir una novela, titulada Doña Luz; pero, sin mis libros, sin la comodidad de mi despacho, y sobre todo sin la atmósfera algo más literaria y bastante menos salvaje que la de aquí, la novela no me sale»6. Volveré más adelante sobre este punto.

Somete, en suma, nuestro autor su estética a una dialéctica planteada desde los mismos inicios de su carrera literaria. Uno de los diálogos entre Antonio y el narrador, en la novela que nos ha venido ocupando, cifra las claves del problema. Discurren ambos interlocutores acerca de si la belleza reside en las cosas o en el espíritu de quien las contempla. Ante el dilema cada cual opta por una respuesta: a uno la realidad le parece mezquina; el otro, por el contrario, la considera venero de ideales. El acuerdo final de la discusión es una síntesis acertada: si bien lo creado guarda en su seno fragmentos de hermosura, el espíritu de hombre ha de estar abierto a la revelación intentando reunir, en un ansia de absoluto, las partes que componen la Belleza total. El diálogo concluye con una afirmación desde la cual se explica el proceso creador de Valera: «Yo no confundo lo ideal con lo real en mí. Fuera de mí, es cierto que no logro distinguirlos ni marcar exactamente sus límites». (O. C. I, p. 909a). Esta complicidad de lo real con lo ideal, sin que se distingan sus fronteras, suscita continuos interrogantes que el autor pone en boca de sus personajes; todos ellos resumibles a los siguientes términos: ¿Será el encanto, percibido por los sentidos, efecto engañoso de la imaginación? Se trata, pues, de un problema de conocimiento, centrado primordialmente en los secretos femeninos, cuya respuesta se dejará al arbitrio del lector. La misión del novelista se limitará a tejer y destejer espejismos.

Sin salirnos del ejemplo de Mariquita y Antonio podemos observar que, aun cuando es abrumador el número de detalles que perfilan el alma de la heroína no se termina por descubrir algunas facetas ocultas de su personalidad. Los esfuerzos tropiezan una y otra vez con un misterio crucial, pues de su solución depende el juicio definitivo que merece esta criatura: si mujer adornada de las más altas prendas o ser vulgar, mezquino y egoísta. A lo largo de la trama juega el autor con mantener en pie esta incógnita, acumulando indicios de uno u otro signo. Frente a la opinión del mozo enamorado, que se forja una imagen perfecta («Lo que más me llama la atención es el reflejo de inteligencia que ilumina su rostro, el aire de nobleza de toda su persona, y yo no sé qué aroma de pasión y de entendimiento, que se diría que exhala ella de sí y que la sirve de ambiente», O. C. I, p. 914b), se contrapone el parecer del narrador, más trivial («Siempre he sido materialote y poco metafísico, y todo me lo he explicado o he querido explicármelo de la manera más vulgar. Así es que yo imaginaba y daba por cierto que doña Mariquita era, como suele decirse, una buena pieza de arrugadillo, más retrechera que el reloj de Pamplona, y que procuraba, con desdenes y altiveces de desamorada, templados por las finezas y los rendimientos de la amistad, encender en el corazón de Antonio una amorosa llama, en que su vanidad se gozase, ya que no se complaciese su codicia». O. C. I, p. 916a, b). En suma, dos Mariquitas opuestas, ideadas por dos personajes que son trasunto del mismo autor, como si éste no supiera a qué carta quedarse, lo cual puede entenderse como un claro autorreflejo de sus personales contradicciones internas o como fruto de un plan novelístico. Ambas interpretaciones parecen plausibles. De una parte basta con remitirnos a ese espejo de vida que reflejan sus cartas para captar las bromas y veras con que apreciaba un mismo asunto7, el desprecio y el afecto a su mujer8, los elogios y los exabruptos hacia su lugar natal, los vaivenes de ánimo durante sus estancias en el extranjero9, a ratos feliz y lleno de ilusiones, a ratos hastiado y con apremiantes deseos de regresar al país. De otra parte, el gusto cervantino por desdoblar paradigmas humanos -Antonio y el narrador, Mariquita y doña Francisca, Antonio y Miguel- o valorar los sucesos desde distintas vertientes, como la pintoresca aventura del rapto, entre misteriosa y ridícula. Es una antinomia constante que asalta a los mismos protagonistas de la ficción, como es el caso de Antonio, «que lamentaba, sin duda, su pérdida con un dolor sublime y que al mismo tiempo veía en el lance y en todos sus pormenores tanto de cómico, de vulgar y de ridículo que principalmente pesaba sobre él, que se sentía como abrumado y avergonzado, y deseaba que se le tragara la tierra. La historia de sus amores con Mariquita era hermosa, noble, poética, mirada allá en el santuario y en la profundidad de su corazón; mirada exteriormente, mirada por los profanos y de un modo profano, se prestaba más a la burla que a la compasión trágica; más que al llanto a la risa». (O. C. I, p. 959b). No se piense por la lectura de este párrafo que los términos del binomio corren a cargo de personajes o sectores humanos contrapuestos. Así puede ocurrir, pero también se albergan en la conciencia de un individuo. Vb. gr., el Antonio de marras, para el cual «la doña Mariquita que veía en su mente se le transformaba a veces en este ser ideal, y la sonreía con una sonrisa de ángel, llena de melancolía y de amor; pero luego se le volvía a aparecer alegre, regocijada y vivaracha, recibiendo al tenor, al comisionista, a don Fernando y a otros amigos». (O. C. I, p. 938b).

He hecho hincapié en este capítulo referente al arte novelístico de Valera, apoyándome en ejemplos de su primera e inconclusa novela, porque creo nos permitirá dilucidar con mayor claridad cuantos problemas se suscitan al contemplar el cuerpo de su producción literaria, entre ellos el que preside el presente trabajo.

Recordaba en un principio el alejamiento del escritor del tráfago político a raíz de la caída de la monarquía saboyana, gracias a lo cual dispuso del ocio suficiente para entregarse de lleno a una actividad literaria. Los resultados están a la vista: Pepita Jiménez (1874); Las ilusiones del doctor Faustino (1874-75); El Comendador Mendoza (1876-77); Pasarse de listo (1877-78), y Doña Luz (1878-79). En tres de estos títulos la historia discurre íntegramente por tierras andaluzas; en otro, el lugar de la acción se sitúa en Madrid, y, por último, Las ilusiones del doctor Faustino tiene como marco ambos escenarios. Surge entonces una pregunta que acapara toda mi atención y sobre la que procuraré dar cumplida respuesta: ¿Por qué un hombre conocedor de tantos ambientes por su carrera diplomática ha preferido ceñirse a un cuadro tan concreto y modesto como un pueblecito andaluz para hacer discurrir en él su imaginación narrativa?

El contexto literario quizá pueda orientarnos hacia una posible explicación. Hasta el comienzo de la década de los años setenta la única narradora que había despuntado dentro de un panorama mediocre había sido Fernán Caballero. Con esta misma convicción Valera le había dedicado un trabajo en 1861, titulado «Breves observaciones sobre un artículo que en alabanza de las obras completas de Fernán Caballero ha aparecido en el último número de la Revista de Edimburgo» (O. C. II, pp. 232-36), en el que, aparte de dejarse arrastrar por un espíritu patriótico y nacionalista al renegar de juicios adversos venidos del exterior, reconoce que efectivamente el género se encontraba en un estado de penuria lamentable, si bien podía atisbarse en el horizonte un futuro más prometedor a la vista de algunos frutos dignos de mérito. Y cita los nombres de Villoslada, Enrique Gil, Villalta, Escosura y Cánovas del Castillo, todos ellos cultivadores, no obstante, de la novela histórica. Concluye entonces: «Todavía no estamos tan pobres que la aparición entre nosotros de Fernán Caballero sea una resurrección del espíritu nacional, ni siquiera en el sólo género de la novela». (O. C. II, p. 235b). Su exagerado fervor hacia el país le hace disculpable de juicios tan generosos. La verdad es que diez años después de este escrito seguía viva la misma atonía, aunque ya por poco tiempo. Así pues, el único modelo que tenía presente nuestro escritor era la autora de La Gaviota y La familia de Alvareda y de entonces a acá ya habían transcurrido cinco lustros. Bien es cierto que doña Cecilia era admirada por la frescura de sus cuadros populares andaluces, de fuerte sello romántico, donde los campesinos, libres aún del contagio de una civilización, cifraban el espíritu más puro de un pueblo (el volkgeist del romanticismo alemán), pero también hay que decirlo, se la consideraba inaguantable a causa de las digresiones empalagosas con que adornaba sus historias. Valera, poco aficionado a la pluma de esta señora, no deja de advertírnoslo; con todo, no deberíamos descartar la influencia que su amor por el sabor local pudo ejercer en él, al menos para corregir algunos desenfoques. «Ve las cosas de España al través de un prisma de sentimentalismo germánico que las desfigura o trastrueca». (O. C. II, p. 235b), comenta en aquel artículo.

Cabría también tener en cuenta los textos costumbristas. Don Juan, como buen lector, estaba el corriente de estas publicaciones, en las que desempeñó un papel destacado su amigo Estébanez Calderón, mentor suyo, allá por Italia, en las letras y en la política. El ideal de iberismo que defendía El Solitario contagió a su discípulo, muy sensible al engrandecimiento nacional, mientras que en punto a la literatura el influjo ejercido se tradujo en «cierta simpatía de Valera por la gracia espontánea popular, el deleite con que trata en las novelas a los tipos de ese linaje y el aprecio de la inspiración y tradiciones populares en el renacimiento de la música, según se expresa quien mejor ha espigado en esta amistad»10. El aprecio de sus méritos supo manifestarlo en el suelto que dedicó a las Escenas andaluzas, publicado en la Revista Peninsular el año 1856, en tanto que el seguimiento literario vendrá años más tarde con la creación de «La cordobesa», preciosa muestra del género, incluida en el volumen colectivo Las mujeres españolas, portuguesas y americanas (Madrid, 1873), escrita justamente por las mismas calendas en que se gestaba Pepita Jiménez. La riqueza del léxico, la descripción morosa de los usos locales y el primor de lo pintoresco descubren la impronta del viejo maestro. De todos modos, la deuda con don Serafín se mantuvo dentro de unos límites, que no debemos desmesurar; además, no fue Valera el único de su generación en admitirla, pues alcanzó también a los otros novelistas de la Restauración. Así lo reconoció don Juan al cabo de los años, después de producido el feliz renacimiento del género narrativo, con estas palabras: «La novela y el cuento, poco cultivados en España durante el siglo XVIII y primer tercio del XIX, volvieron a cultivarse en España siguiendo las huellas de escritores ingleses y franceses... También en este punto se señaló Estébanez Calderón, prestando en las Escenas Andaluzas originalidad notoria y sello peculiar e indígena a los usos y costumbres, lenguaje y estilo, fisonomía y traza a los personajes que pintaba. En todo ello considero yo a Estébanez Calderón, aunque harto menos popular y menos fecundo, de más trascendencia y benéfico influjo y de más acendrados quilates, cuya alta estimación ha de durar más, aunque hoy se reconozca menos, que los cuadros de costumbres de "El Curioso Parlante", y aun que los de Larra o "Fígaro"»11.

Como ni Fernán Caballero ni Estébanez Calderón parecen factores decisivos para la inclinación de Valera a trasladar a sus páginas retazos de su vida cordobesa, se hace necesario dirigir la mirada hacia otro punto cardinal, sobre el que me voy a detener seguidamente.

Coincidieron todos los críticos contemporáneos en afirmar que los personajes principales estaban hechos a la medida del autor, careciendo de vida propia, y que en esto debía aprender don Juan de otros novelistas12. Quizá el aspecto donde más se advierte esta común hechura estriba en el lenguaje, tan pulcro y elegante que desentona con el decoro exigido por unas creaturas de condición rústica. A Clarín, a quien pocos detalles se le escapaban, tampoco le pasó desapercibido éste y lo sacó a colación cuando comentó Doña Luz: «El señor Valera ha reincidido en el defecto de decírselo él todo o casi todo, y hasta cuando son los personajes los que hablan, se oye la voz del consueta»13. Afirmaciones tan inmisericordes como ésta hicieron mella en el ánimo del escritor, que confesó dolorido a su amigo Campillo: «Supone el crítico que mis personajes todos son yo, con lo cual hace de mí un Proteo, pues harto diversos caracteres he retratado, y supone además que todos hablan como yo en igual situación hablaría, con erudición, discretas sutilezas y espíritu filosófico impropios de su condición humilde y hasta de su sexo, ya que a menudo mis mujeres se pasan de listas»14. En parte llevaba razón con estas quejas, al repudiar como nocivo para la lengua literaria, aunque a primera vista parezca más decoroso, el uso de deformaciones dialectales o de vulgarismos, de que hacían gala algunos regionalistas como Pereda con su intento de reflejar el habla local. En un artículo destinado a valorar el panorama de las letras andaluzas al filo del siglo Valera rechaza de plano «la adulteración de la ortografía para reproducir gráficamente el modo de pronunciar los andaluces», añadiendo a continuación: «A mi ver esto no imprime esencial carácter al diálogo, ni le hace más ameno y chistoso, y propende, en cambio, a crear un nuevo dialecto, o más bien de una lengua bárbara e informe. Cervantes hace hablar a la gente más ruin de Andalucía sin marcar lo vicioso de la pronunciación en la escritura. Estébanez Calderón sigue su ejemplo [...] Y protestando de que sea inmodestia, y con todas las inconvenientes salvedades, me atreveré a citarme yo mismo, recordando que Antoñona, Respetilla, Dientes, Juana y Juanita las Largas, y otras figuras del vulgo andaluz, que introduzco yo en mis narraciones, hablan como por allí se habla, sin necesidad de notar lo mal y disparatadamente que acaso pronuncian»15.

La autoridad de Montesinos sentencia, a mi juicio, definitivamente la polémica, considerando que la forma interna del lenguaje valeriano es tan andaluza como la que más. En este punto le da la razón, pero también justifica el sentir de la crítica, en cuanto el escritor imprime su propia notación intelectual en el alma de sus personajes16. Su pecado contra el decoro no radica en la palabra sino en el pensamiento.

Nadie discute, pues, que lo mismo sus creaturas novelísticas como los sucesos narrados o la realidad descrita se encuentran tan íntimamente ligados al yo del autor que sus libros parecen retazos de una experiencia vivida, imaginada o deseada, transplantables por su misma factura y contenido a las páginas de su copiosa correspondencia epistolar, y viceversa, que acuda a este último molde, en el que es maestro indiscutible, para componer su obra maestra, Pepita Jiménez. En sus personajes vierte don Juan sus ilusiones y sus fracasos, su pasado y su presente. Luis Vargas, Faustino, don Fadrique, don Braulio, Alhedín y el Padre Enrique son retales de un mismo paño, a veces el sobrehaz y el envés, como es el caso de Luis Vargas y Alhedín, que representan el lado amable y triunfador de la vida en dos ambientes opuestos, aldea y corte, frente a Faustino o don Braulio, imágenes del fracaso, una derrota que la atenazaba al escritor por aquellas calendas en que daba curso a su pluma, salvo quizá en los primeros momentos, cuando las lejanías de Madrid y de la vida pública significaban todavía el reposo placentero. No olvidemos que Pepita Jiménez fue redactada en una etapa de bienestar y euforia espiritual, según confesión del propio autor: «Yo la escribí en las más robusta plenitud de mi vida, cuando más sana y alegre estaba mi alma, con optimismo envidiable y con un panfilismo simpático a todos que nunca más se mostrará ya en lo íntimo de mi ser, por desgracia»17. La figura de Alhedín, en cuanto cosechador de éxitos, se explica, de una parte, por su débil contextura narrativa y, de otra, para que brillen más los contrastes con don Braulio. Su agradable conversación, su conocimiento de otros ambientes extranjeros, su graciosa desenvoltura y su afición por las historias antiguas constituyen los perfiles más acusados de una etopeya en la que se refleja el porte más atractivo de Valera18. Con Luisito, el seminarista, retrocede éste hacia el pasado y, a la distancia del tiempo, recuerda ilusiones juveniles, afanes inalcanzables, productos de un espíritu exacerbado, que brotan de nuevo con la lectura de los místicos. Párrafos de este estilo resultan habituales en las cartas del seminarista «El objeto de mi amor superior se ofrece a los ojos de mi mente como el sol que todo lo enciende y alumbra, llenando de luz los espacios; y el objeto de mi amor más bajo, como átomo de polvo que vaga en el ambiente y que el sol dora...» (O. C. I, p. 114a, b). Extremos parecidos a los que embargan el ánimo del personaje, sea el consagrarse a una vida misionera en el Extremo Oriente o retirarse a un paraje solitario, debieron aquejar más de una vez al ilustre cordobés en los fervores juveniles, pues tenemos, por ejemplo, el testimonio de una carta dirigida a Laverde, en la que le descubre su pensamiento de hacerse monje si tuviera fe19.

El escepticismo, no obstante, también le salía al paso, frenándole los arrebatos. Ante tales vaivenes de ánimo, que se traducían en enamoramientos volubles o en desprecios hacia lo lugareño, cuando poco antes lo colmaba de querencias, disponía nuestro novelista de una experiencia más que suficiente para contemplar la vida y a las personas desde una óptica irónica, acechando en medio de la gravedad de un asunto la burla zumbona que deshace el espejismo. Vb. gr., la magia sensual de una atractiva mujer basta para desmoronar el castillo de proyectos religiosos que había ido alimentando Luis Vargas. Lo mismo le sucede al Padre Enrique, en Doña Luz, sólo que aquí no queda más remedio que resignarse, amargura que conocía muy bien Valera a la vista de su penitencia matrimonial.

Las palpitaciones líricas del seminarista retumban asimismo cuando contempla las bellezas del lugar. La actitud del escritor, al elaborar estos párrafos encendidos, es ahora totalmente seria. No existe el más leve indicio para sospechar que pueda tratarse de un artificio para poner en solfa la sensiblería romántica. Tampoco, a pesar de que este tipo de descripciones se convierte en un hábito dentro de la novela regionalista, cabe interpretarlas como un canto a la tierra natal. Pardo Bazán y Palacio Valdés todavía no habían hecho su aparición en el escenario de la literatura, en tanto que Pereda no se había reconciliado plenamente con su patria montañesa20. Además, cuando el subgénero alcance un cultivo notable, veremos a Valera reaccionar sin disimulos contra esta etiqueta aplicada al producto: «Yo no sabía que hubiese un género de novelas llamadas regionales, opuesto a otro género de novelas llamadas tal vez, porque esto no resulta bien claro, nacionales o cosmopolitanas. Yo he creído siempre que la novela es representación y pintura de actos y pasiones de la vida humana, los cuales actos y pasiones pasan por fuerza en alguna región cuando los personajes no viajan o en varias regiones cuando los personajes son trashumantes». (1897. En Ecos Argentinos, Madrid, Fe, 1901, p. 119). En el fondo subleva su ánimo que la exaltación de la región esconda unos móviles separatistas. Por ahí no pasa. Pero sí reconoce la diversidad cultural, folclórica y, sobre todo, lingüística de aquellos territorios peninsulares arraigados en una fuerte tradición histórica, como son Cataluña y Galicia. Aplaude además, quizá sin mucho entusiasmo, el desarrollo literario conseguido en estas dos lenguas. Había sustentado estas opiniones pocos meses antes, con ocasión de una reseña que hizo a la Parte III de «Las literaturas regionales y la hispano-americana» del Padre Blanco García. (O. C. II, pp. 897-908). El artículo levantó ampollas por los varapalos que suministraba contra cualquier exceso regionalista que significara un despropósito a la unidad nacional. Ante las protestas desencadenadas por su rigor se vio nuevamente obligado Valera a terciar en cuestión tan delicada, acudiendo, si era necesario, al tono premonitorio para lograr una mayor persuasión entre sus lectores. Los términos del párrafo cantan por sí solos: «No he de negar por esto que, si bien dentro de ciertos límites juiciosos me hechizan, me deleitan y hasta me arrancan aplausos las literaturas regionales, sobre todo cuando son cándidas, espontáneas y sencillas, todavía me asustan y me afligen cuando se convierten en tema y vienen a extralimitarse. Entonces me parecen síntomas de decadencia y ruina; entonces me parecen amenaza de disolución nacional, si bien confío siempre en la Providencia y espero que la amenaza no se cumpla, que lo ominoso o fatídico salga fallido, que la enfermedad pase y que la nación persista sana, salva y una». (O. C. II, pp. 914b - 915a). Volverá a remachar en estos mismos puntos cuatro años después en su artículo «El regionalismo literario en Andalucía» (O. C. II, pp. 1047-1054).

Tampoco el camino de una postura reivindicativa hacia la región nos ofrece una respuesta al problema que tenemos planteado. Además ya se ha insistido suficientemente en el desagrado que le producía a Valera no sólo el agro andaluz, sino el de todo el territorio español. «El campo de España es feísimo», le comenta a Campillo en 1862, y dos años después a Laverde: «Yo no soy para vivir en los lugares, y cuanto más viejo me voy poniendo, menos me acomodo a vivir ut prisca gens mortalium». Por estas fechas los exabruptos brotan sin piedad: «Este lugar es el menos a propósito para la literatura que puede imaginarse». «Aseguro a Ud. que este es un país abominable e inhospitable para las musas». «[...]este país salvaje por más que yo le poetice en Pepita Jiménez y en Las ilusiones del doctor Faustino»21. Me imagino que este profundo disgusto vendría causado, entre otras razones, por la escasa rentabilidad que le proporcionaban sus posesiones en Cabra y Doña Mencía, insuficientes para mantener el tren de vida que le gustaba al matrimonio Valera. Sin embargo, el cuadro no siempre se presentaba con colores tan sombríos; a temporadas se intercalaban pinceladas más alegres, clara muestra de las vacilaciones de ánimo del escritor. Le transmite, por ejemplo, a Alarcón su sueño bucólico: «Casado con una muchacha que yo quisiese y que me quisiese, no tendría yo dificultad en retirarme a Cabra o a Doña Mencía y acabar mi vida con un idilio»22. A medida que se iba aproximando a la vejez, fatigado de tanto viaje por distintas capitales europeas y americanas, ya apuradas sus ambiciones políticas, es cuando crece su añoranza por su pueblo natal. La idea de un retiro feliz en el campo empezó a obsesionarle, aun sin renunciar del todo a los regalos que también le ofrecía la vida madrileña. Los dos ambientes pesaban por igual en su ánimo; todo era cuestión de saber distribuir sendos extremos. El caso es, insisto, que Andalucía se le representaba a Valera llena de atractivo, quizá en un principio como remedio desesperado al problema familiar. «A veces estoy tan desesperado y abatido que considero mi único recurso y término retirarme a Cabra, a donde este demonio no me seguirá y me dejará tranquilo», le confiesa a su hermana Sofía en carta del 22 de octubre de 188223. Esta idea acariciadora se hizo pronto extensiva a toda suerte de dificultades, fueran de orden profesional o económico. Entonces llega a exclamar: «A veces pienso en abandonarlo todo y en meterme en Cabra o en Doña Mencía. En fin, estoy aburridísimo, desesperadísimo: mal de dinero y de todo» (29 de Agosto de 1883)24; Un deseo que pudo cumplir durante una corta temporada del mismo año. Los días que duró el reencuentro con la patria chica se sucedieron felices, entre actividades bucólicas. Habla, por ejemplo, del entretenimiento de sus hijos «Hoy han ido a cazar pajarillos en red, cimbel y reclamo. Esto los va a encantar, si por dicha los pajarillos acuden, y ellos logran hacer buena presa», (21 de octubre de 1883)25. Quiso además don Juan que su hermana Sofía participara del mismo entusiasmo, acudiendo a su lado. Poco después, desde Liverpool, camino de Washington para hacerse cargo de la Embajada, todavía frescas las impresiones de esta breve estancia, volvería a recordarle su deseo: «Ya verás de qué sol tan radiante y de qué cielo tan azul disfrutamos. ¿No es preferible la pobreza con aquel cielo y aquel sol glorioso que la riqueza entre esta tierra húmeda y engendradora de spleen?». (5 de enero de 1885)26.

Seguirá abrigando esa misma ilusión durante todo el tiempo de su permanencia en la capital de la joven nación americana. Sus cartas repiten con machacona insistencia un proyecto que sabe, desde lo íntimo de su ser, no se logrará nunca: «Yo no quiero permanecer aquí, arriba de dos años o tres a lo más luego, si Dios me da vida, y ya a flote, me ilusiona la idea de vivir confortablemente y tranquilamente en España, más largas temporadas en Cabra que en Madrid». (10 de febrero de 1884)27. Es natural que con tales nostalgias la gente americana se le aparezca «ordinaria, zafia y nada amena», en tanto que a sus propios compatriotas, a quienes años antes había calificado de mezquinos y vulgares, se los imagine ahora de agradables vecinos: «[...]prefiero mil veces el trato de don Juan Fresco, de Morenito y del Cura Piñón». (18 de abril de 1884)28. En fin, él que jamás había sentido apremios por abandonar su puesto diplomático y fijar su residencia en el país, suspira por el regreso: «Yo no puedo echar de menos la paz y la ventura del hogar doméstico, porque de esto no he disfrutado jamás: pero echo de menos la patria, los hijos, los amigos de por allá, y a ti [Sofía] y a Europa entera». (18 de septiembre de 1884)29.

Al cabo, cuando se produzca el retorno, tras una corta escala en la Embajada de Bruselas, recobra Valera su buen humor y regocijo de espíritu, dejándolos traslucir en las Cartas americanas y en los diversos artículos que entrega a la prensa, aunque los antiguos propósitos se quedan en papel mojado, al permanecer en Madrid, sin voluntad de volver a pisar el suelo de su infancia. Sin embargo, aunque las condiciones para reanudar su obra literaria sean inmejorables, su dedicación a esta tarea habrá de esperar todavía algunos años, hasta su cesantía definitiva. Finalmente, aparecerá en 1895 Juanita la Larga, «el último idilio clásico de la literatura española», como la ha calificado Montesinos, en cuanto, y sigo citando al ilustre crítico, «Valera evoca, con una alegría inusitada en la literatura de su época, estas casas campesinas, sus patios, sus cocinas, sus enseres»30. La última etapa de su vida creadora acababa de comenzar.

He juzgado necesario revisar la biografía del escritor en torno a este punto, para que no surjan dudas en cuanto a lo que significa una emoción personal, distinta de un proyecto literario. La primera, lo acabamos de ver, se encuentra sometida a unas oscilaciones de ánimo que se decantan por el afecto con el paso de los años; lo segundo entra dentro de unas ideas estéticas, cuyos principios se mantienen inmutables por encima de cualquier palpitación vital. Ambos factores son los únicos que nos pueden proporcionar una respuesta adecuada a la pregunta de por qué el novelista centra una buena parte de su mundo narrativo en el modesto escenario andaluz.

Quien se confesaba «partidario del arte puro, de que no haya en él otro fin ni propósito que la creación de la belleza» (O. C. II, p. 917a), no provoca sorpresas si nada más empezar Pepita Jiménez pone ante los ojos del lector una paisaje que hace empalidecer a los típicos cuadros pastoriles. Citaré un fragmento: «Le que ahora comprendo y estimo mejor es el campo de por aquí. Las huertas, sobre todo, son deliciosas. ¡Qué sendas tan lindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez a ambos, corre el agua cristalina con grato murmullo. Las orillas de las acequias están cubiertas de hierbas olorosas y de flores de mil clases. En un instante puede uno coger un gran ramo de violetas. Dan sombra a estas sendos pomposos y gigantescos nogales, higueras y otros árboles, y forman los vallados la zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva». (O. C. I, p. 84a). No le va en zaga la Villabermeja del doctor Faustino por más que confiese el autor ser un «campo menos bonito y ameno» que el de Pepita Jiménez, pues la estampa nace de la misma paleta. Por sus cañadas «serpentean sendos arroyuelos, se ven hermosas alamedas, y todo aquel suelo parece a sus hijos, que enamorados le cultivan, tan fértil y bendito, que no aciertan a explicarse naturalmente su fertilidad generosa, y sostienen que el trono de la Santísima Trinidad está colocado precisamente sobre sus cabezas y que deja sentir su benéfico influjo por todos aquellos contornos». (O. C. I, p. 162b). Los ejemplos son tan numerosos que recogerlos entrañaría reproducir una buena parte de sendas obras. Este tono se mantiene invariable en las dos novelas siguientes, El Comendador Mendoza y Doña Luz, salvo que el número de descripciones disminuye ahora considerablemente, lo cual se explica porque la acción de la primera se sitúa también en Villabermeja, y en cuanto a la segunda, ambientada en Villafría, lugar «cercano de Villabermeja», quizá porque el autor no desee incurrir en abusos de fórmulas ya consagradas por su pluma.

Junto al paisaje el ángulo de visión idílica alcanza a las costumbres aldeanas, desde las fiestas patronales hasta las habilidades domésticas de afamadas lugareñas, pasando por la decoración de las viviendas o el atavío de sus habitantes. Como la imaginación de sucesos y aventuras es el flanco más débil en las dotes del narrador, no resulta extraño que éste se detenga más de lo debido en la presentación del escenario y de los personajes que en él concurren, dedicándoles un espacio superior al habitual en la factura del género. Consecuencia de una andadura tan premiosa es la precipitación con que luego tiene que anudar los relatos para cumplir la norma de entretenimiento, embarullando de tal modo los materiales folletinescos que con grandes apuros supera el trance. El esfuerzo inventivo le desanima y desespera. «Ahí me atasqué», le comenta a Menéndez Pelayo, después de llegar al capítulo octavo de Doña Luz31. Peor suerte tuvo su primera intentona, Mariquita y Antonio, que no logró rematar. Y no digamos de los desenlaces desafortunados con que puso fin a Las ilusiones del doctor Faustino o El Comendador Mendoza. Don Juan sabía muy bien de qué pie cojeaba, él que se había mirado tantas veces al espejo de su interior; de ahí que años después, al emprender Juanita la Larga, se cure en salud, sincerándose ante el lector con la declaración preliminar de ser «más bien historiador fiel y veraz que novelista rico en imaginación y de inventiva». (O. C. I, p. 491a).

La Andalucía poética que nos entusiasma a todos queda reflejada en esas simpáticas crónicas de la vida aldeana, referidas con enorme primor: una siega, una vendimia, las fiestas del Santo Patrón, de San Juan o de Semana Santa, la tertulia del casino, los regocijos de una boda, la ronda nocturna de los enamorados, los juegos infantiles, los bailes, las excursiones campestres, los mentideros públicos... En fin, un rosario de menudos e intrascendentes sucesos, hermoseados por la pluma del escritor, que hacen las delicias de residentes y de forasteros. A estos últimos pertenece Luis Vargas, que no tarda en descubrir las excelencias del lugar, pasadas unas primeras jornadas insoportables por su monotonía. Entonces puede exclamar: «La vida de aquí tiene cierto encanto. Para quien no sueña con la gloria, para quien nada ambiciona, comprendo que sea muy descansada y dulce vida». (O. C. I, p. 102b). No digamos del indiano don Fadrique, cuando en la cumbre de una existencia pletórica de avatares, «sano y bueno, y apareciendo en el semblante, en la robustez y gallardía del cuerpo, y en la serenidad y viveza del espíritu mucho más joven, le entró la nostalgia de que padecen casi todos los bermejinos, y tomó la irrevocable resolución de retirarse a Villabermeja para acabar allí tranquilamente su vida». (O. C. I, p. 340b). Sabia decisión que nunca se atreverá a tomar Valera. «O corte o cortijo», dice el refrán y repite el personaje, pero a la hora de la verdad las cosas son muy distintas de la ficción y, a pesar de los sinsabores que a veces le provoca la capital, el ambiente refinado y el bullicio de la plaza política se le tornan irresistibles. No oculta en sus novelas reniegos, que unas veces salen en forma de vituperios por boca de sus creaturas (de «grotesco, lascivo y asqueroso sainete» califica don Fadrique la vida madrileña), otras en tachaduras morales que desacreditan a los portavoces de una sociedad elegante (piénsese, por ejemplo, en la hipocresía de don Jaime, el esposo d e doña Luz; en el «pájaro de cuenta», palabras del autor, que resulta don Claudio Martínez, marido de Rosita, o en el más «pertinaz, confiado, audaz y fatuo de los galanteadores» de Constancia, el general Pérez, «tremendo espantajo» en opinión de la dama): o bien, por último, a un nivel de esquema argumental, al convertir en grotescos los sucesivos fracasos de Faustino en la corte o los estúpidos celos de don Braulio, el desgraciado protagonista de Pasarse de listo. Además de representar ambos aquella faceta que el autor reprobaba de sí mismo, las culpas recaen también en un ambiente que es semillero de intrigas, donde los únicos valimientos residen en el poder, la riqueza o el linaje, y se precisa una buena dosis de inteligencia, voluntad, pero sobre todo astucia, para saborear las mieles del triunfo. Por eso, cuando leemos la queja de don Braulio al decir que «para un hombre de cierta clase y casado con mujer de ciertas condiciones es terrible esta vida». (O. C. I, p. 441b), nos paree oír el eco de unos lamentos que Valera vierte obsesivamente a través de sus cartas familiares. Tampoco sorprende, en consecuencia, que el autor conduzca a sus dos personajes al suicidio, final que contrasta con los desenlaces felices de sus otras novelas.

No quiero de todos modos caer en el extremo exagerado y simplista de considerar que Valera decante hacia un lado todos los aborrecimientos y hacia otro todas las benevolencias, pero sí deseo insistir en que, aparte de unos objetivos artísticos, cuando nos transmite las realidades de su tierra natal existe en su ánimo un cierto grado de sinceridad que le mueve a hacer declaraciones tan espontáneas y admirables como lo que ilustra el Prólogo de las Ilusiones del doctor Faustino: «Entre las infinitas cosas que yo censuraba, era una la afición de ciertos poetas y escritores a encomiar la áurea medianía, el retiro, la vida campestre y el encanto del lugarcillo en que nacieron, así como la propensión que muestran a volver a dicho lugar, y a vivir y morir allí tranquilos, ni envidiados ni envidiosos, lejos del mundo y de sus pompas vanas». Acude entonces al ejemplo de Martínez de la Rosa, para concluir a renglón seguido: «Más tarde me he convencido de que Martínez de la Rosa no suspiraba sin pasión por su Granada. He incurrido, en mi tanto, en el mismo defecto, si defecto es. Desde hace años, lo confieso, ando siempre diciendo que me voy a mi lugar, que deseo vivir allí, ut prisca gens mortalium, cuidando del pobre pedazo de tierra que me dejó mi padre en herencia [...]. Esto lo decía yo, y lo digo, con sinceridad, hallando preferible a todo aquella descansada vida, deseando ser uno de los pocos sabios que en el mundo han sido, y no cumpliendo, sin embargo, mi deseo cuando al parecer sólo de mí depende cumplirle y satisfacerle». (O. C. I, pp. 161-2).

Sublimar una realidad tampoco significa barrer del todo sus asperezas; de ahí que don Juan no le oculte al lector costumbres reprobables y gentes ruines que se albergan en los escenarios andaluces. Baste con recordar al codicioso don Acisclo en Doña Luz, al maldiciente conde de Genazahar en Pepita Jiménez, a la intransigente doña Blanca en El Comendador Mendoza, al avariento don Ramón y al lujurioso don Andrés en Juanita la Larga, a más del colectivo anónimo, tan pronto simpático como de una vulgaridad exasperante, a juicio de quienes rigen los destinos del pueblecito. Con todo, estos defectos son perdonables (¡y aquí sí que media un abismo con el ambiente madrileño!), pues siempre ganan la batalla en el ánimo del autor otros regalos que hacen olvidar, o cuando menos mirar con indulgencia, tales imperfecciones humanas. Me refiero, por ejemplo, a las delicias de los manjares rústicos, que no desmerecen al paladar más exquisito, habituado, como el de don Juan, al refinamiento de la cocina francesa o rusa. En las casas mejor acomodadas de la aldea no faltan nunca una buena moza de servicio o un ama de llaves, capaces de hacer milagros con la surtida despensa. «¿Qué pavos rellenos; qué cocido con morcilla, chorizo, embuchados y morcones; qué tortillas con espárragos trigueros; qué platazos de pepitoria; qué menestras de cardos, morrillas y guisantes; qué jamón con huevos hilados; qué tortas maimones y qué deliciosas alboronías, picantes salmorejos, frescos gazpachos y ensaladas, y variados arropes y almíbares no condimentó y presentó en la mesa de su amo?» (O. C. I, p. 47b), exclama Valera con jugoso entusiasmo en una de las muchas ocasiones en que puede lucir sus conocimientos sobre el tema. La vistosidad de las prendas femeninas, dentro de una natural sencillez que no distingue a las damas de alto copete de las mujeres humildes, o la pulcritud y comodidad de las viviendas bermejinas son otros tantos dones irresistibles a cualquier forastero exigente. Entre el «jardín amenísimo con sus araucanas» de Pepita Jiménez y el patio de Juana la Larga, «donde se gozaba de mucha frescura y olía a los dompedros[...] a la albahaca y a la hierbaluisa[...] y a los jazmines y a las rosas de enredadera» (O. C. I, p. 152a), se la haría a uno difícil la elección.

Si el cariño hacia la tierra natal encuentra fácil acomodo en un ideal artístico, resulta natural que el escritor fustigue cualquier actitud observadora de una realidad expuesta desde su lado más innoble. La aparición del naturalismo le dará motivo sobrado para despacharse a gusto contra este enemigo de su estética, dedicándole, como ya sabemos, el extenso trabajo titulado «Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas» (1886-7). Frente a los gustos de aquellos cultivadores que «pecan y desbarran en tomar por lo trágico asuntos grotescos y sucios, aunque sean archideplorables», obras en las que «no interesan ni conmueven estéticamente la cocinera lujuriosa, la ramera podrida, el asesino por naturaleza, el enamorado tonto que se consuela a solas, el glotón que tiene cólico y otros tipos de la propia laya», él contrapone una «inspiración casi sobrenatural del alma humana», capaz de «levantarse hasta la belleza soberana y hallar la verdad en el mundo de las ideas, y traerla a este bajo mundo revestida de hermosa forma sensible». (O. C. II, p. 631a). Fiel a tales principios neoplatónicos, filtrados por la lectura de los místicos, nuestro novelista intenta ponerlos en práctica, sirviéndose del ánimo de sus protagonistas, veneros de una refinada sensibilidad hacia todo los que les rodea y, en especial, hacia la persona que les enamora. A Luis Vargas se le representa Pepita «con determinados contornos, clara, evidente, luminosa, con la luz velada que resisten los ojos del espíritu», inspirándole de esta manera un noble sentimiento que «se alza de las profundidades de mi ser, y me llama a sí, y me dice que todo mi ser debe darse y perderse en el objeto amado». (O. C. I, pp. 110a, 114a). Volveremos a escuchar este mismo lenguaje en boca del Padre Enrique, cuando sueña, por ejemplo, con ser mentor de doña Luz y «servir de guía a su espíritu en sus vuelos audaces cuando subía por cima de todo lo natural y creado, anhelante de tocar a la inaccesible, eterna e inexhausta fuente de donde mana». (O. C. I, p. 60a). Igual satisfacción espiritual experimenta el armazón filosófico de Faustino, al estimar que «ni la boca, ni los ojos, ni los brazos, ni la frente, ni todo el cuerpo en conjunto, eran lo esencial de aquella mujer», su misteriosa amiga María, sino «que algo había en ella de indivisible que pensaba y amaba, y a esto llamaba espíritu». (O. C. I, p. 231b).

Tales arrebatos harían insoportables estas novelas, si no los frenara una cierta dosis de escepticismo contenido en la personalidad paradójica del autor. Su inclinación intelectual hacia polos tan opuestos, como el idealismo y el positivismo, pudo haber desembocado en un grave conflicto interior, pero Valera consiguió salvar a lo largo de su existencia este peligro, gracias a una chispa de humor con el que deshace las malas pasadas de su imaginación febril. Es un guiño con gracia que, me atrevería a decir, le viene de su natural andaluz. En el Prólogo a El Comendador Mendoza avisa al lector de este particular enfoque:

«Escribí mi primera novela sin caer, hasta el fin, en que era novela lo que escribía.

Acababa yo de leer multitud de libros devotos.

Lo poético de aquellos libros me tenía hechizado, pero no cautivo, mi fantasía se exaltó con tales lecturas, pero mi frío corazón siguió en libertad y mi seco espíritu se atuvo a la razón severa».



A la luz de esta contradicción acertamos a explicarnos algunas de las modulaciones que imprime al curso de sus historias. Por ejemplo, el que la mujer, encarnación de la belleza, oculte bajo el velo del misterio una duda desmitificadora, que la convierte no solamente en un ser de carne y hueso sino en persona calculadora y astuta. Lo vimos en Mariquita y lo volvemos a ver en las siguientes figuras femeninas: Pepita, Inés y Juanita la Larga. Unas veces corresponde a los enamorados y otras al autor preguntarse si la conducta de ellas responde a un habilísimo fingimiento. Recordaré la duda de Luis Vargas cuando después de cubrir de alabanzas las partes corporales y espirituales de Pepita se pregunta: «Yo me paro a pensar si todo esto será estudiado; si esta Pepita será una gran comedianta». (O. C. I, p. 96a). Y más adelante: «Yo no acierto aún a determinar si es un ángel o una refinada coqueta llena de astucia instintiva, aunque los términos parezcan contradictorios». No ocurre lo mismo con doña Luz, que se encuentra libre de sospechas, quizá porque la trama discurre por otros cauces, sin seducciones que las provoquen, o porque en su etopeya existen lunares que deslucen su atractivo. El párrafo de su presentación se cierra con estas palabras: «Todo era en ella frialdad tranquila y contentamiento suave». (O. C. I, p. 6a). Frente a ella se alza la humanidad de Juanita, incapaz de encerrar secretos. Parece como si Valera, cansado del juego, se decidiera a descubrir al lector esos perfiles de mujer, donde caben por igual el frío cálculo que las elevadas prendas. Su humilde condición social da pie, por otra parte, para que le novelista sienta la tentación de deslizarse por la pendiente del folletín social, pero el simpático humor con que trata a su creatura la defiende de peligros. Los desaires que sufre la joven por presumir de un lujo superior a su medio, las amenazas que acechan a su honor por parte del lujurioso cacique y cuantos obstáculos se oponen a sus proyectos son sorteados gracias a su audacia y singular instinto femenino. ¡Cuán lejos se encuentra esta figura de las otras heroínas valerianas, tan candorosas y poéticas al sentir de sus admiradores! Don Juan no necesita esta vez romper la fuerza del encanto con una humorada final, como en las anteriores historias, a fin de advertir al lector de la intrascendencia del asunto. Califica Montesinos de «uno de esos extraños, inquietantes rasgos humorísticos de Valera» la quijotada de don Fadrique, el indiano de El Comendador Mendoza, al resarcir con casi toda su fortuna al legítimo heredero y cómo éste, hombre rudo y menguado, responde al acto generoso casándose con una moza bravía que le llena la casa de hijos espúreos32. La mofa se repite en Pasarse de listo con el comentario final «Don Braulio se había suicidado porque era tétrico de carácter, porque tenía menos religión que un caballo, porque estaba desesperado de ser feo y enclenque, porque había cometido la imprudencia de haberse casado con una mujer joven y hermosa [...]. En suma, Inesita daba por evidente que lo mejor que don Braulio podía haber hecho era matarse». (O. C. I, p. 490b). Las ilusiones del doctor Faustino no precisa de tales colofones, pues a lo largo de los capítulos aprovecha el narrador numerosas oportunidades para poner en solfa a su héroe y sus desventuras.

Entre el arte por el arte y la realidad de tejas abajo media la misma distancia que del idealismo al escepticismo, un abismo que sólo la ironía consigue franquear y ella nos hace dudar del fervor o de la incredulidad de Valera, de sus amarguras o de sus alegrías, de su satisfacción en la corte o de su amor por la aldea. O si no, ¿cómo deberíamos acoger estas tremendas palabras que ponen punto final a su obra maestra?: «La gente de Madrid suele decir que en los lugares somos gansos y soeces, pero se quedan por allá y nunca se toman el trabajo de venir a pulirnos; antes al contrario, no bien hay alguien en los lugares que sabe o vale, o cree saber y valer, no para hasta que se larga, si puede, y deja los campos y los pueblos de provincias abandonados». (O. C. I, p. 158b).





 
Indice