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El Periquillo Sarniento

Tomo IV

José Joaquín Fernández de Lizardi



portada

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...Nadie crea que es suyo el retrato, sino que hay muchos diablos que se parecen unos a otros. El que se hallare tiznado, procure lavarse, que esto le importa más que hacer crítica y examen de mi pensamiento, de mi locución, de mi idea, o de los demás defectos de la obra.


TORRES VILLARROEL en su prólogo de la Barca de Aqueronte.                




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ArribaAbajoManuscrito

Que el autor dejó inédito por los motivos que expresa en la siguiente


Copia de los documentos que manifiestan la arbitrariedad del gobierno español en esta América relativos a este cuarto tomo, por lo que se entorpeció su oportuna publicación en aquel tiempo y no ha podido ver la luz pública sino hasta el presente año. Paran en mi poder los documentos originales.

Excelentísimo señor:

Don Joaquín Fernández de Lizardi, con el debido respeto ante Vuestra Excelencia, digo: que el señor su antecesor me concedió su permiso para dar a las prensas una obrita que he compuesto con el título de Periquillo Sarniento, previa la calificación del señor alcalde de corte don Felipe Martínez.

Con esta condición y permiso han visto la luz pública los tres tomos primeros de esta obrita. El cuarto está concluido y aprobado por el ordinario, como verá Vuestra Excelencia por el documento que original acompaño; y, siendo necesaria para su publicación la licencia de Vuestra Excelencia, le suplico se sirva concedérmela, decretando si dicho tomo deberá pasar a la censura del señor Martínez como los tres anteriores, o a otro sujeto que sea del superior agrado de Vuestra Excelencia.

Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años. México, octubre 3 de 1816.

Excelentísimo señor.

Joaquín Fernández de Lizardi.

México, 6 de octubre de 1816.

Pase a la censura del señor alcalde del crimen don Felipe Martínez.

Una rúbrica.

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Excelentísimo señor:

He visto y reconocido el cuarto tomo del Periquillo Sarniento; todo lo rayado al margen en el capítulo primero en que habla sobre los negros me parece, sobre muy repetido, inoportuno, perjudicial en las circunstancias e impolítico, por dirigirse contra un comercio permitido por el rey; igualmente las palabras rayadas al margen y subrayadas en el capítulo tercero deberán suprimirse; por lo demás, no hallo cosa que se oponga a las regalías de Su Majestad, y Vuestra Excelencia, si fuere servido, podrá conceder su superior licencia para que se imprima.

México, 19 de octubre de 1816.

Martínez.

México, 29 de noviembre de 1816.

No siendo necesaria la impresión de este papel, archívese el original y hágase saber al autor que no ha lugar a la impresión que solicita.

Una rúbrica.

Fecho.

Una rúbrica.



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ArribaAbajoVida y hechos de Periquillo Sarniento

Escrita por él para sus hijos



ArribaAbajoCapítulo I

Refiere Periquillo su buena conducta en Manila, el duelo entre un inglés y un negro y una discusioncilla no despreciable


Experimentamos los hombres unas mutaciones morales en nosotros mismos de cuando en cuando que tal vez no acertamos a adivinar su origen, así como en lo físico palpamos muchos efectos en la naturaleza y no sabemos la causa que los produce, como sucede hasta hoy con la virtud atractiva del imán y con la eléctrica; por eso dijo el Poeta que era feliz quien podía conocer la causa de las cosas.

Pero así como aprovechamos los efectos de los fenómenos físicos sin más averiguación, así yo aproveché en Manila el resultado de mi fenómeno moral, sin meterme por entonces en inculcar su origen.

El caso fue que, ya por verme distante de mi patria, ya por libertarme de las incomodidades que me acarrearía el servicio   —6→   en la tropa por ocho años a que me sujetaba mi condena, o ya por el famoso tratamiento que me daba el coronel, que sería lo más cierto, yo procuré corresponder a sus confianzas, y fui en Manila un hombre de bien a toda prueba.

Cada día merecía al coronel más amor y más confianza, y tanta llegué a lograr que yo era el que corría con todos sus intereses, y los giraba según quería; pero supe darme tan buenas trazas que, lejos de disiparlos, como se debía esperar de mí, los aumenté considerablemente comerciando en cuanto podía con seguridad.

Mi coronel sabía mis industrias; mas, como veía que yo no aprovechaba nada para mí, y antes bien tenía sobre la mesa un libro que hice y titulé Cuaderno económico donde consta el estado de los haberes de mi amo, se complacía en ello y cacareaba la honradez de su hijo. Así me llamaba este buen hombre.

Como los sujetos principales de Manila veían el trato que me daba el coronel, la confianza que hacía de mí y el cariño que me dispensaba, todos los que apreciaban su amistad me distinguían y estimaban en más que a un simple asistente, y este mismo aprecio que yo lograba entre las personas decentes era un freno que me contenía para no dar que decir en aquella ciudad. Tan cierto es que el amor propio bien ordenado no es un vicio, sino un principio de virtud.

Como mi vida fue arreglada en aquellos ocho años, no me acaecieron aventuras peligrosas ni que merezcan referirse. Ya os he dicho que el hombre de bien tiene pocas desgracias que contar. Sin embargo, presencié algunos lancecillos no comunes. Uno de ellos fue el siguiente.

Un año que con ocasión de comercio habían pasado del puerto a la ciudad algunos extranjeros, iba por una calle un comerciante rico, pero negro. Debía de ser su negocio muy importante, porque iba demasiado violento y distraído, y en   —7→   su precipitada carrera no pudo excusarse de darle un encontrón a un oficial inglés que iba cortejando a una criollita principal; pero el encontrón o atropellamiento fue tan recio que, a no sostenerlo la manileña, va a dar al suelo mal de su grado. Con todo eso, del esquinazo que llevó se le calló el sombrero y se le descompuso el peinado.

No fue bastante la vanidad del oficialito a resistir tamaña pesadumbre, sino que inmediatamente corrió hacia el negro tirando de la espada. El pobre negro se sorprendió, porque no llevaba armas, y quizá creyó que allí llegaba el término de sus días. La señorita y otros que acompañaban al oficial lo contuvieron, aunque él no cesaba de echar bravatas en las que mezclaba mil protestas de vindicar su honor ultrajado por un negro.

Tanto negreó y vilipendió al inculpable moreno que éste le dijo en lengua inglesa: Señor, callemos. Mañana espero a usted para darle satisfacción con una pistola en el parque. El oficial contestó aceptando, y se serenó la cosa o pareció serenarse.

Yo, que presencié el pasaje y medio entendía algo del inglés, como supe la hora y el lugar señalado para el duelo, tuve cuidado de estar puntual allí mismo por ver en qué paraban.

En efecto, al tiempo aplazado llegaron ambos, cada uno con un amigo que nombraba padrino. Luego que se reconocieron, el negro sacó dos pistolas y presentándoselas al oficial le dijo: Señor, yo ayer no traté de ofender el honor de usted, el atropellarlo fue una casualidad imprevista; usted se cansó de maltratarme, y aun quería herirme o matarme; yo no tenía armas con que defenderme de la fuerza en el instante del enojo de usted, y conociendo que el emplazarlo a un duelo sería el medio más pronto para detenerlo y dar lugar a que se serenara, lo verifiqué y vine ahora a darle satisfacción con una pistola como le dije.

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Pues bien, dijo el inglés, despachemos, que aunque no me es lícito ni decente el medir mi valor con un negro, sin embargo, seguro de castigar a un villano osado, acepté el desafío. Reconozcamos las pistolas.

Está bien, dijo el negro, pero sepa usted que el que ayer no trató de ofenderlo, tampoco ha venido hoy a este lugar con tal designio. El empeñarse un hombre de la clase de usted en morir o quitar la vida a otro hombre por una bagatela semejante me parece que lejos de ser honor es capricho, como lo es sin duda el tenerse por agraviado por una casualidad imprevista; pero, si la satisfacción que he dado a usted no vale nada, y es preciso que sea muriendo o matando, yo no quiero ser reo de un asesinato, ni exponerme a morir sin delito, como debe suceder si usted me acierta o yo le acierto el tiro. Así pues, sin rehusar el desafío, quede bien el más afortunado, y la suerte decida en favor del que tuviere justicia. Tome usted las pistolas; una de ellas está cargada con dos balas, y la otra está vacía; barájelas usted, revuélvalas, deme la que quiera, partamos, y quede la ventaja por quien quedare.

El oficial se sorprendió con tal propuesta; los testigos decían que éste no era el orden de los duelos, que ambos debían reñir con armas iguales y otras cosas que no convencían a nuestro negro, pues él insistía en que así debía verificarse el duelo para tener el consuelo de que si mataba a su contrario, el cielo lo ordenaba o lo favorecía para ello especialmente; y si moría era sin culpa, sino por la disposición del acaso como pudiera en un naufragio. A esto añadía que, pues el partido no era ventajoso a nadie, pues ninguno de los dos sabía a quién le tocaría la pistola descargada, el rehusar tal propuesta no podía menos que deber atribuirse a cobardía.

No bien oyó esta palabra el ardiente joven cuando, sin hacer aprecio de las reflexiones de los testigos, barajó las pistolas y, tomando la que te pareció, dio la otra al negro.

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Volviéronse ambos las espaldas, anduvieron un corto trecho y, dándose las caras al descubrir, disparó el oficial al negro, pero sin fruto, porque él se escogió la pistola vacía.

Se quedó aturdido en el lance, creyendo con todos los testigos ser víctima indefensa de la cólera del negro; pero éste con la mayor generosidad le dijo: señor, los dos hemos quedado bien; el duelo se ha concluido; usted no ha podido hacer más que aceptarlo con las condiciones que puse, y yo tampoco pude hacer sino lo mismo. El tirar o no tirar pende de mi arbitrio; pero, si jamás quise ofender a usted, ¿cómo he de querer ahora viéndolo desarmado? Seamos amigos, si usted quiere darse por satisfecho; pero, si no puede estarlo sino con mi sangre, tome la pistola con balas y diríjalas a mi pecho.

Diciendo esto, le presentó la arma horrible al oficial, quien, conmovido con semejante generosidad, tomó la pistola, la descargó en el aire y, arrojándose al negro con los brazos abiertos, lo estrechó en ellos diciéndole con la mayor ternura: Sí, mister, somos amigos y lo seremos eternamente, dispensad mi vanidad y mi locura. Nunca creí que los negros fueran capaces de tener almas tan grandes. Es preocupación que aún tiene muchos sectarios, dijo el negro, quien abrazó al oficial con toda expresión.

Cuantos presenciamos el lance nos interesamos en que se confirmara aquella nueva amistad, y yo, que era el menos conocido de ellos, no tuve embarazo para ofrecerme por amigo, suplicándoles me recibieran en tercio, y aceptaran el agasajo que quería hacerles llevándolos a tomar un ponche o una sangría en el café más inmediato.

Agradecieron todos mi obsequio y fuimos al café, donde mandé poner un buen refresco. Tomamos alegremente lo que apetecimos, y yo, deseando oír producir al negro, les dije: señores, para mí fue un enigma la última expresión que usted dijo de que jamás creyó que los negros fueran capaces de tener   —10→   almas generosas, y lo que usted contestó a ella diciendo que era preocupación tal modo de pensar, y cierto que yo hasta hoy he pensado como mi capitán, y apreciara aprender de la boca de usted las razones fundamentales que tiene para asegurar que es preocupación tal pensamiento.

Yo siento, dijo el prudente negro, verme comprometido entre el respeto y la gratitud. Ya sabe usted que toda conversación que incluya alguna comparación es odiosa. Para hablar a usted claramente es menester comparar, y entonces quizá se enojará mi buen amigo el señor oficial, y en tal caso me comprometo con él; si no satisfago el gusto de usted, falto a la gratitud que debo a su amistad, y así...

No, no, mister, dijo el oficial, yo deseo no sólo complacer a usted y hacerle ver que si tengo preocupaciones no soy indócil, sino que aprecio salir de cuantas pueda; y también quiero que estos señores tengan el gusto que quieren de oír hablar a usted sobre el asunto, y mucho más me congratulo de que haya entre usted y yo un tercero en discordia que ventile por mí esta cuestión.

Pues siendo así, dijo el negro dirigiéndome la palabra, sepa usted que el pensar que un negro es menos que un blanco generalmente es una preocupación opuesta a los principios de la razón, a la humanidad y a la virtud moral. Prescindo ahora de si está admitida por algunas religiones particulares, o si la sostiene el comercio, la ambición, la vanidad o el despotismo.

Pero yo quiero que de ustedes el que se halle más surtido de razones contrarias a esta proposición me arguya y me convenza si pudiere.

Sé y he leído algo de lo mucho que en este siglo han escrito plumas sabias y sensibles en favor de mi opinión; pero sé también que estas doctrinas se han quedado en meras teorías, porque en la práctica yo no hallo diferencia entre lo que hacían   —11→   con los negros los europeos en el siglo XVII y lo que hacen hoy. Entonces la codicia acercaba a las playas de mis paisanos sus embarcaciones, que llenaban de éstos, o por intereses o por fuerza, las hacían vomitar en sus puertos y traficaban indignamente con la sangre humana.

En la navegación ¿cuál era el trato que nos daban? El más soez e inhumano. Yo no quiero citar a ustedes historias que han escrito vuestros compatriotas, guiados de la verdad, porque supongo que las sabréis, y también por no estremecer vuestra sensibilidad; porque ¿quién oirá sin dolor que en cierta ocasión, porque lloraba en el navío el hijo de una negra infeliz y con su inocente llanto quitaba el sueño al capitán, éste mandó que arrojaran al mar a aquella criatura desgraciada, como se verificó con escándalo de la naturaleza?

Si era en el servicio que hacían mis paisanos y vuestros semejantes a los señores que los compraban, ¿qué pasaje tenían? Nada más cruel. Dígalo la isla de Haití, que hoy llaman Santo Domingo; dígalo la de Cuba o La Habana, donde, con una calesa o una golosina con que habilitaban a los esclavos, los obligaban a tributar a los amos un tanto diario fijamente como en rédito del dinero que se había dado por ellos. Y si los negros no lograban fletes suficientes, ¿qué sufrirán? Azotes. Y las negras, ¿qué hacían cuando no podían vender sus golosinas? Prostituirse. ¡Cuevas de La Habana! ¡Paseos de Guanabacoa! Hablad por mí.

¿Y si aquellas negras resultaban con el fruto de su lubricidad o necesidad en las casas de sus amos, qué se hacía? Nada, recibir con gusto el resultado del crimen, como que de él se aprovechaban los amos en otro esclavito más.

Lo peor es que, para el caso, lo mismo que en La Habana se hacía a proporción en todas partes, y yo en el día no advierto diferencia en la materia entre aquel siglo y el presente. Crueldades, desacatos e injurias contra la humanidad se cometieron   —12→   entonces; e injurias, desacatos y crueldades se cometen hoy contra la misma, bajo iguales pretextos.

«La humanidad, dice el célebre Buffon, grita contra estos odiosos tratamientos que ha introducido la codicia, y que acaso renovaría todos los días, si nuestras leyes poniendo freno a la brutalidad de los amos no hubieran cuidado de hacer algo menor la miseria de sus esclavos; se les hace trabajar mucho, y se les da de comer poco, aun de los alimentos más ordinarios, dando por motivo que los negros toleran fácilmente el hambre, que con la porción que necesita un europeo para una comida tienen ellos bastante para tres días, y que por poco que coman y duerman están siempre igualmente robustos y con iguales fuerzas para el trabajo. ¿Pero cómo unos hombres que tengan algún resto de sentimiento de humanidad pueden adoptar tan crueles máximas, erigirlas en preocupaciones y pretender justificar con ellas los horribles excesos a que la sed del oro los conduce? Dejémonos de tan bárbaros hombres...».

Es verdad que los gobiernos cultos han repugnado este ilícito y descarado comercio, y, sin lisonjear a España, el suyo ha sido de los más opuestos. Usted (me dijo el negro), usted como español sabrá muy bien las restricciones que sus reyes han puesto en este tráfico, y sabrá las ordenanzas que sobre el tratamiento de esclavos mandó observar Carlos III; pero todo esto no ha bastado a que se sobresea en un comercio tan impuro. No me admiro, éste es uno de los gajes de la codicia. ¿Qué no hará el hombre, qué crimen no cometerá cuando trata de satisfacer esta pasión? Lo que me admira y me escandaliza es ver estos comercios tolerados, y estos malos tratamientos consentidos en aquellas naciones donde dicen reina la religión de la paz, y en aquéllas en que se recomienda el amor del semejante como el propio del individuo. Yo deseo, señores, que me descifréis este enigma. ¿Cómo cumpliré bien los preceptos   —13→   de aquella religión que me obliga a amar al prójimo como a mí mismo, y a no hacer a nadie el daño que repugno, comprando por un vil interés a un pobre negro, haciéndolo esclavo de servicio, obligándolo a tributarme a fuer de un amo tirano, descuidándome de su felicidad y acaso de su subsistencia, y tratándolo, a veces, quizá poco menos que bestia? Yo no sé, repito, cómo cumplirá en medio de estas iniquidades con aquellas santas obligaciones. Si ustedes saben cómo se concierta todo esto, os agradeceré me lo enseñéis, por si algún día se me antojare ser cristiano y comprar negros como si fueran caballos. Lo peor es que sé por datos ciertos que hablar con esta claridad no se suele permitir a los cristianos por razones que llaman de estado o qué sé yo; lo cierto es que, si esto fuere así, jamás me aficionaré a tal religión; pero creo que son calumnias de los que no la apetecen.

Sentado esto, he de concluir con que el maltratamiento, el rigor y desprecio con que se han visto y se ven los negros, no reconoce otro origen que la altanería de los blancos, y ésta consiste en creerlos inferiores por su naturaleza, lo que, como dije, es una vieja e irracional preocupación.

Todos vosotros los europeos no reconocéis sino un hombre principio y origen de los demás, a lo menos los cristianos no reconocen otro progenitor que Adán, del que, como de un árbol robusto, descienden o se derivan todas las generaciones del universo. Si esto es así, y lo creen y confiesan de buena fe, es preciso argüirles de necios cuando hacen distinción de las generaciones, sólo porque se diferencian en colores, cuando esta variedad es efecto o del clima, o de los alimentos, o si queréis de alguna propiedad que la sangre ha adquirido y ha transmitido a tal y tal posteridad por herencia. Cuando leéis que los negros desprecian a los blancos por serlo, no dudáis de tenerlos por unos necios; pero jamás os juzgáis con igual severidad cuando pensáis de la misma manera que ellos.

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Si el tener a los negros en menos es por sus costumbres, que llamáis bárbaras, por su educación bozal y por su ninguna civilización europea, deberíais advertir que a cada nación le parecen bárbaras e inciviles las costumbres ajenas. Un fino europeo será en el Senegal, en el Congo, Cabo Verde, etc., un bárbaro, pues ignorará aquellos ritos religiosos, aquellas leyes civiles, aquellas costumbres provinciales y, por fin, aquellos idiomas. Transportad con el entendimiento a un sabio cortesano de París en medio de tales países, y lo veréis hecho un tronco que apenas podrá a costa de mil señas dar a entender que tiene hambre. Luego, si cada religión tiene sus ritos, cada nación sus leyes, y cada provincia sus costumbres, es un error crasísimo el calificar de necios y salvajes a cuantos no coinciden con nuestro modo de pensar, aun cuando éste sea el más ajustado a la naturaleza, pues si los demás ignoran estos requisitos por una ignorancia inculpable, no se les debe atribuir a delito.

Yo entiendo que el fondo del hombre está sembrado por igual de las semillas del vicio y de la virtud; su corazón es el terreno oportunamente dispuesto a que fructifique uno u otra, según su inclinación o su educación. En aquélla influye el clima, los alimentos y la organización particular del individuo, y en ésta la religión, el gobierno, los usos patrios, y el más o menos cuidado de los padres. Luego nada hay que extrañar que varíen tanto las naciones en sus costumbres, cuando son tan diversos sus climas, ritos, usos y gobiernos.

Por consiguiente, es un error calificar de bárbaros a los individuos de aquélla o aquellas naciones o pueblos que no suscriben a nuestros usos, o porque los ignoran, o porque no los quieren admitir. Las costumbres más sagradas de una nación son tenidas por abusos en otras; y aun los pueblos más cultos y civilizados de la Europa con el transcurso de los tiempos han desechado como inepcias mil envejecidas costumbres que veneraban como dogmas civiles.

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De lo dicho se debe deducir que despreciar a los negros por su color y por la diferencia de su religión y costumbres es un error; el maltratarlos por ello, crueldad; y el persuadirse a que no son capaces de tener almas grandes que sepan cultivar las virtudes morales, es una preocupación demasiado crasa, como dije al señor oficial, y preocupación de que os tiene harto desengañados la experiencia, pues entre vosotros han florecido negros sabios, negros valientes, justos, desinteresados, sensibles, agradecidos, y aun héroes admirables.

Calló el negro, y nosotros, no teniendo qué responder, callamos también, hasta que el oficial dijo: yo estoy convencido de esas verdades, más por el ejemplo de usted que por sus razones, y creo desde hoy que los negros son tan hombres como los blancos, susceptibles de vicios y virtudes como nosotros, y sin más distintivo accidental que el color, por el cual solamente no se debe en justicia calificar el interior del animal que piensa, ni menos apreciarlo o abatirlo.

Iba a interrumpirse la tertulia cuando yo, que deseaba escuchar al negro todavía, llené los vasos, hice que brindáramos a la salud de nuestros semejantes los negros, y concluida esta agradable ceremonia dije al nuestro: mister, es cierto que todos los hombres descendemos después de la primera causa de un principio creado, llámese Adán, o como usted quiera; es igualmente cierto que, según este natural principio, estamos todos ligados íntimamente con cierto parentesco o conexión innegable, de modo que el emperador de Alemania, aunque no quiera, es pariente del más vil ladrón, y el rey de Francia lo es del último trapero de mi tierra, por más que no se conozcan ni lo crean; ello es que todos los hombres somos deudos los unos de los otros, pues que en todos circula la sangre de nuestro progenitor, y conforme a esto es una preocupación, como usted dice, o una quijotería el despreciar al negro por negro,   —16→   una crueldad venderlo y comprarlo, y una tiranía indisimulable el maltratarlo.

Yo convengo en esto de buena gana, pues semejante trato es repugnante al hombre racional; mas, limitando lo que usted llama desprecio a cierto aire de señorío con que el rey mira a sus vasallos, el jefe a sus subalternos, el prelado a sus súbditos, el amo a sus criados y el noble a los plebeyos, me parece que esto está muy bien puesto en el orden económico del mundo; porque si, porque todos somos hijos de un padre y componemos una misma familia, nos tratamos de un mismo modo, seguramente perdidas las ideas de sumisión, inferioridad y obediencia, el universo sería un caos en el que todos quisieran ser superiores, todos reyes, jueces, nobles y magistrados; y entonces, ¿quién obedecería? ¿Quién daría las leyes? ¿Quién contendría al perverso con el temor del castigo? ¿Y quién pondría a cubierto la seguridad individual del ciudadano? Todo se confundiría, y las voces de igualdad y libertad fueran sinónimas de la anarquía y del desenfreno de todas las pasiones. Cada hombre se juzgara libre para erigirse en superior de los demás, la natural soberbia calificaría de justas las atrocidades de cada uno, y en este caso nadie se reconocería sujeto a ninguna religión, sometido a ningún gobierno, ni dependiente de ninguna ley, pues todos querrían ser legisladores y pontífices universales; y ya ve usted que en esta triste hipótesis todos serían asesinatos, robos, estupros, sacrilegios y crímenes.

Pero, por dicha nuestra, el hombre, viendo desde los principios que tal estado de libertad brutal le era demasiado nociva, se sujetó por gusto y no por fuerza, admitió religiones y gobiernos, juró sus leyes e inclinó su cerviz bajo el yugo de los reyes o de los jefes de las repúblicas.

De esta sujeción dictada por un egoísmo bien ordenado nacieron las diferencias de superiores e inferiores que advertimos en todas las clases del estado, y en virtud de la justificación   —17→   de esta alternativa no me parece violento que los amos traten a sus criados con autoridad, ni que éstos los reconozcan con sumisión, y siendo los negros esclavos unos criados adquiridos con un particular derecho en virtud del dinero que costaron, es fácil concluir que deben vivir más sujetos y obedientes a sus amos, y que en éstos reside doble autoridad para mandarlos.

Callé, y me dijo el negro: español, yo no sé hablar con lisonja; usted me dispense si le incomoda mi sinceridad; pero ha dicho algunas verdades que yo no he negado, y de ellas quiere deducir una conclusión que jamás concederé.

Es inconcuso que el orden jerárquico está bien establecido en el mundo, y entre los negros y los que llamáis salvajes hay alguna especie de sociedad, la cual, aun cuando esté sembrada de mil errores lo mismo que sus religiones, prueba que en aquel estado de barbarie tienen aquellos hombres alguna idea de la Divinidad y de la necesidad de vivir dependientes, que es lo que vosotros los europeos llamáis vivir en sociedad.

Según esto, es preciso que reconozcan superiores y se sujeten a algunas leyes. La naturaleza y la fortuna misma dictan cierta clase de subordinaciones a los unos, y confieren cierta autoridad a los otros; y así, ¿en qué nación, por bárbara que sea, no se reconoce el padre autorizado para mandar al hijo, y éste constituido en la obligación de obedecerlo? Yo no he oído decir de una sola que esté excluida de estos innatos sentimientos.

Los mismos tiene el hombre respecto de su mujer, y ésta de su marido; el amo respecto de su criado, el señor respecto de sus vasallos, éstos de aquéllos, y así de todos.

¿Y en qué nación o pueblo, de los que llaman salvajes vuelvo a decir, dejarán los hombres de estar ligados entre sí con alguna de estas conexiones? En ninguno, porque en todos hay hombres y mujeres, hijos y padres, viejos y mozos. Luego   —18→   pensar que hay algún pueblo en el mundo donde los hombres vivan en una absoluta independencia, y disfruten una libertad tan brutal que cada uno obre según su antojo, sin el más mínimo respeto ni subordinación a otro hombre, es pensar una quimera, pues no sólo no ha habido tal nación, mientan como quieran los viajeros, pero ni la pudiera haber, porque el hombre, siempre soberbio, no aspiraría sino a satisfacer sus pasiones a toda costa, y cada uno queriendo hacer lo mismo, se querría erigir en un tirano de los demás, y de este tumultuoso desorden se seguiría sin falta la ruina de sus individuos. Hasta aquí vamos de acuerdo usted y yo.

Tampoco me parece fuera de la razón que los amos y toda clase de superiores se manejen con alguna circunspección con sus súbditos. Esto está en el orden, pues, si todos se trataran con una misma igualdad, éstos perderían el respeto a aquéllos, a cuya pérdida seguiría la insubordinación, a ésta el insulto y a éste el trastorno general de los estados.

Mas no puedo coincidir con que esta cierta gravedad, o seriedad, pase en los superiores a ser ceño, orgullo y altivez. Estoy seguro que, así como con lo primero se harán amables, con lo segundo se harán aborrecibles.

Es una preocupación pensar que la gravedad se opone a la afabilidad, cuando ambas cosas cooperan a hacer amable y respetable al superior. Cosa ridícula sería que éste se expusiera a que le faltaran al debido respeto los inferiores, haciéndose con ellos uno mismo; pero también es cosa abominable el tratar a un superior que a todas horas ve al súbdito erguido el cuello, rezongando escasísimas palabras, encapotando los ojos y arrugando las narices como perro dogo. Esto, lejos de ser virtud, es vicio; no es gravedad sino quijotería. Nadie compra más baratos los corazones de los hombres que los superiores, y tanto menos les cuestan cuanto más elevado es el grado de superioridad. Una mirada apacible, una respuesta suave, un tratamiento cortés, cuesta poco y vale mucho   —19→   para captarse una voluntad; pero por desgracia la afabilidad apenas se conoce entre los grandes. La usan, sí, mas la usan con los que han menester, no con los que los han menester a ellos.

Yo he viajado por algunas provincias de la Europa y en todas he observado este proceder, no sólo en los grandes superiores, sino en cualquier rico... ¿qué digo rico?, un atrapalmejas, un empleado en una oficina, un mayordomo de casa grande, un cajerillo, un cualquiera que disfrute tal cual protección del amo o jefe principal, ya se maneja con el que lo va a ocupar por fuerza con más orgullo y grosería que acaso el mismo en cuyo favor apoya su soberbia. ¡Infelices!, no saben que aquellos que sufren sus desaires son los primeros que abominan su inurbana conducta y maldicen sus altísimas personas en los cafés, calles y tertulias, sin descuidarse en indagar sus cunas y los modos acaso vergonzosos con que lograron entronizarse.

Me he alargado, señores; mas ustedes bien reflexionarán que yo sé conciliar la gravedad conveniente a un amo, o sea, el superior que fuero, con la afabilidad y el trato humano debido a todos los hombres; y usted, español, advertirá que unas son las leyes de la sociedad, y otras las preocupaciones de la soberbia; que, por lo que toca al doble derecho que usted dijo que tienen los amos de los negros para mandarlos, no digo nada, porque creo que lo dijo por mero pasatiempo, pues no puede ignorar que no hay derecho divino ni humano que califique de justo el comerciar con la sangre de los hombres.

Diciendo esto, se levantó nuestro negro y, sin exigir respuesta a lo que no la tenía, brindó con nosotros por última vez y, abrazándonos y ofreciéndonos todos recíprocamente nuestras personas y amistad, nos retiramos a nuestras casas.

Algunos días después tuve la satisfacción de verme a ratos con mis dos amigos el oficial y el negro, llevándolos a casa   —20→   del coronel, quien les hacía mucho agasajo; pero me duró poco esta satisfacción, porque al mes del suceso referido se hicieron a la vela para Londres.




ArribaAbajoCapítulo II

Prosigue nuestro autor contando su buena conducta y fortuna en Manila. Refiere su licencia, la muerte del coronel, su funeral y otras friolerillas pasaderas


En los ocho años que viví con el coronel me manejé con honradez, y con la misma correspondí a sus confianzas, y esto me proporcionó algunas razonables ventajas, pues mi jefe, como me amaba y tenía dinero, me franqueaba el que yo le pedía para comprar varias anchetas en el año, que daba por su medio a algunos comerciantes para que me las vendiesen en Acapulco. Ya se sabe que en los efectos de China, y más en aquellos tiempos y a la sombra de las cajas que llaman de permiso, dejaban de utilidad un ciento por ciento, y tal vez más. Con esto es fácil concebir que, en cuatro viajes felices que logré hicieran mis comisionados, comenzando con el principalillo de mil pesos, al cabo de los ocho años ya yo contaba míos como cosa de ocho mil, adquiridos con facilidad y conservados con la misma, pues no tenía en qué gastarlos, ni amigos que me los disiparan.

El día mismo que se cumplieron los ocho años de mi condena, contados desde el día en que me pasaron por cajas1 en México, me llamó el coronel y me dijo: Ya has cumplido a mi lado el tiempo que debías haber cumplido entre la tropa como por castigo, según la sentencia que merecieron en México tus   —21→   extravíos. En mi compañía te has portado con honor, y yo te he querido con verdad, y te lo he manifestado con las obras. Has adquirido, desterrado y en tierra ajena, un principalito que no pudiste lograr libre en tu patria; esto, más que a fortuna, debes atribuirlo al arreglo de tus costumbres, lo que te enseña que la mejor suerte del hombre es su mejor conducta, y que la mejor patria es aquélla donde se dedica a trabajar con hombría de bien.

Hasta hoy has tenido el nombre de asistente, aunque no el trato; pero desde este instante ya estás relevado de este cargo, ya estás libre, toma tu licencia; ya sabes que tienes en mi poder ocho mil pesos, y así, si quieres volver a tu patria, prevén tus cosas para cuando salga la nao.

Señor, le dije yo enternecido por su generosidad, no sé cómo significar a Vuestra Señoría mi gratitud por los muchos y grandes favores que le he debido, y siento mucho la proposición de Vuestra Señoría, pues ciertamente, aunque celebro mi libertad de la tropa, no quisiera separarme de esta casa, sino quedarme en ella aunque fuera de último criado; pues bien conozco que desechándome Vuestra Señoría pierdo no a mi jefe ni a mi amo, sino a mi bienhechor, a mi mejor amigo, a mi padre.

Vamos, deja eso, dijo el coronel, el decirte lo que has oído no es porque esté descontento contigo ni quiera echarte de mi casa (que debes contar por tuya), sino por ponerte en entera posesión de tu libertad, pues, aunque me has servido como hijo, viniste a mi lado como presidario, y, por más que no hubieras querido, hubieras estado en Manila este tiempo. Fuera de esto considero que el amor de la patria, aunque es una preocupación, es una preocupación de aquellas que, a más de ser inocentes en sí, pueden ser principio de algunas virtudes cívicas y morales. Ya te he dicho, y has leído, que el hombre debe ser en el mundo un cosmopolita o paisano de todos sus semejantes, y que la patria del filósofo es el mundo; pero, como   —22→   no todos los hombres son filósofos, es preciso coincidir, o a lo menos disimular, sus envejecidas ideas, porque es ardua, si no imposible empresa, el reducirlos al punto céntrico de la razón; y la preocupación de distinguir con cierto amor particular el lugar de nuestros nacimientos es muy antigua, muy radicada y muy santificada por el común de los hombres.

Te acordarás que has leído que Ovidio gemía en el Ponto no tanto por la intemperie del clima, ni por el miedo de los Getas, naciones bárbaras, guerreras y crueles, cuanto por la carencia de Roma, su patria; has leído sus cartas y visto en ellas los esfuerzos que hizo para que a lo menos le acercaran el destierro, sin perdonar cuantas adulaciones pudo, hasta hacer Dios a Augusto César que lo desterró.

Pero, ¿qué me entretengo en citar este ejemplo del amor de la patria, cuando tú mismo has visto que un indio del pueblo de Ixtacalco no trocará su jacal por el palacio del virrey de México?

En efecto, sea preocupación o lo que fuere, este amor de la tierra en que nacemos no sé qué tiene de violento que es menester ser muy filósofos para desprendernos de él, y lo peor es que no podemos desentendernos de esta particular obligación sin incurrir en las feas notas de ingratos, viles y traidores.

Por esto, pues, Pedrillo, quise enterarte de la libertad que ya disfrutas, y porque pensé que tu mayor satisfacción sería restituirte a tu patria y al seno de tus amigos y parientes.

Muy bien está eso, señor, dije yo, justo será amar a la patria por haber nacido en ella o por las conexiones que ligan a los hombres entre sí; pero eso que se quede para los que se consideren hijos de su patria, y para aquéllos con quienes ésta haya hecho los oficios de madre, pero no para mí, con quien se ha portado como madrastra. En mis amigos he advertido el más sórdido interés de su particular provecho, de modo que cuando he tenido un peso he contado un sin fin de amigos, y, luego que me han visto sin blanca, han dado media vuelta a la   —23→   derecha, me han dejado en mis miserias, y hasta se han avergonzado de hablarme; en mis parientes he visto el peor desconocimiento, y la mayor ingratitud en mis paisanos. ¿Conque a semejante tierra será capaz que yo la ame como patria por sus naturales? No señor, mejor es reconocerla madre por sus casas y paseos, por su Orilla, Ixtacalco y Santa Anita, por su San Agustín de las Cuevas, San Ángel y Tacubaya, y por estas cosas así. De verdad aseguro a Vuestra Señoría que no la extraño por otros motivos. Ni una alma de allá me debe la memoria más mínima; al paso que hasta sueño la fiesta de Santiago, y hasta las almuercerías de las Cañitas y de Nana Rosa2.

No, no te esfuerces mucho en persuadirme ese tu modo de pensar, dijo el coronel, pero sábete que es amuchachado y muy injusto. Verdad es que no sólo para ti sino para muchos es la patria madrastra; pero, prescindiendo de razones políticas que embarazan en cualquier parte la igualdad de fortunas en todos sus naturales, has de advertir que muchos por su mala cabeza tienen la culpa de perecer en sus patrias por más que sus paisanos sean benéficos; porque ¿quién querrá exponer su dinero ni franquear su casa a un joven disipado y lleno de vicios? Ninguno, y en tal caso los tales pícaros ¿deberán quejarse de sus patrias y de sus paisanos, o más bien de su estragada conducta?

Tú mismo eres un testigo irrefragable de esta verdad; me   —24→   has contado tu vida pasada, examínala y verás como las miserias que padeciste en México, hasta llegar a verte en una cárcel, reputado por ladrón, y por fin confinado a un presidio, no te las granjeó tu patria ni la mala índole de tus paisanos, sino tus locuras y tus perversos amigos.

Mientras que el coronel hacía este sólido discurso, di un repaso a los anales de mi vida, y vi de bulto que todo era como me lo decía, y entre mí confirmaba sus asertos, acordándome tanto de los malos amigos que me extraviaron, como Januario, Martín Pelayo, el Aguilucho y otros, como de otros amigos buenos que trataron de reducirme con sus consejos, y aun me socorrieron con su dinero, como don Antonio, el mesonero, el trapiento, etc., y así interiormente convencido dije a mi jefe: señor, no hay duda que todo es como Vuestra Señoría me lo dice, conozco que aún estoy muy en bruto, y necesito muchos golpes de la sana doctrina de Vuestra Señoría para limarme, y por lo mismo no quisiera desamparar su casa.

No hay motivo para eso, dijo el coronel, siempre que tu conducta sea la que ha sido hasta aquí, ésta será tu casa y yo tu padre. Le di un estrecho abrazo por su favor y concluyó esta seria sesión quedándome en su compañía con la confianza que siempre y disfrutando las mismas satisfacciones; pero estaba muy cerca el plazo de mi felicidad, se acabó presto.

Como a los dos meses de estar ya viviendo de paisano, un día después de comer le acometió a mi amo un insulto apoplético tan grave y violento que apenas le dio una corta tregua para recibir la absolución sacramental, y como a las oraciones de la noche falleció en mis brazos dejándome en el mayor pesar y desconsuelo.

Inmediatamente concurrió a casa lo más lucido de Manita; dispusieron amortajar el cadáver a lo militar, y cuanto era necesario en aquella hora porque yo no estaba capaz de nada.

Como el interés es el demonio, no faltó quien luego tratara   —25→   de que la justicia se apoderara de los bienes del difunto, asegurando que había muerto intestado; pero su confesor ocurrió prontamente al desengaño pidiéndome la llave de su escribanía privada.

La di y sacaron el testamento cerrado que pocos días antes había otorgado mi amo, el que se leyó, y se supo que dejaba encargado su cumplimiento a su compadre el Conde de San Tirso, caballero muy virtuoso y que lo amaba mucho.

El testamento se reducía a que a su fallecimiento se pagasen de sus bienes las deudas que tuviese contraídas, y del remanente se hiciesen tres partes, y se diese una a una sobrina suya que tenía en España en la ciudad de Burgos; otra a mí, si estaba yo en su compañía; y la tercera a los pobres de Manila, o del lugar donde muriera, y, caso de no estar yo a su lado, se le adjudicara a dichos pobres la parte que se me destinaba.

Con esto se acabó la esperanza del manejo a los que pretendían el intestato, y se dio paso al funeral.

Al día siguiente, apenas se divulgó por la ciudad la muerte del coronel, cuando se llenó la casa de gente. ¿Pero de qué gente? De doncellas pobres, de viudas miserables, de huérfanos desamparados y otros semejantes infelices a quienes mi amo socorría con el mayor silencio, cuya subsistencia dependía de su caridad.

Estaba el cadáver en el féretro, en medio de la sala, rodeado de todas aquellas familias desgraciadas que lloraban amargamente su orfandad en la muerte de su benefactor, a quien con la mayor ternura le cogían las manos, se las besaban, y regándolas con el agua del dolor decían a gritos: ha muerto nuestro bienhechor, nuestro padre, nuestro mejor amigo... ¿Quién nos consolará? ¿Quién suplirá su falta?

Ni la publicidad, ni la concurrencia de los grandes señores que suelen solemnizar estas funciones por cumplimiento, bastaba   —26→   a contener a tanto miserable que se consideraba desamparado y sujeto desde aquel momento al duro yugo de la indigencia. Todos lloraban, gemían y suspiraban, y, aun cuando daban treguas a su llanto, publicaban la bondad de su benefactor con la tristeza de sus semblantes.

No desampararon el cadáver hasta que lo cubrió la tierra. La música fúnebre lograba las más dulces consonancias con los tristes gemidos de los pobres, legítimos dolientes del difunto, y las bóvedas del sagrado templo recibían en sus concavidades los últimos esfuerzos del más verdadero sentimiento.

Concluida esta religiosa ceremonia, me volví a la casa lleno de tal dolor que en los nueve días no estuve apto ni para recibir los pésames.

Pasado este término, el albacea hizo los inventarios; se realizó todo y se cumplió la voluntad del testador, entregándome la parte que me tocaba, que fueron tres mil y pico de pesos, los que recibí con harta pesadumbre por la causa que me hacía dueño de ellos.

Pasados cerca de tres meses me hallé más tranquilo, y no me acordaba tanto de mi padre y favorecedor; ya se ve que me duró la memoria mucho tiempo respecto de otros, pues he notado que hijos, mujeres y amigos de los difuntos, aun entre los que se precian de amantes, suelen olvidarlos más presto, y divertirse a este tiempo con la misma frescura que si no los hubieran conocido, a pesar de los vestidos negros que llevan y les recuerdan su memoria.

Como ya tenía más de once mil pesos míos y estaba bien conceptuado en Manila, procuré no extraviarme ni faltar al método de vida que había observado en tiempo del coronel, a pesar de los siniestros consejos y provocaciones de los malos amigos que nunca faltan a los hombres libres y con dinero; y esto lo hacía así por no disipar mis monedas, como por no perder el crédito de hombre de bien que había adquirido. ¡Qué cierto   —27→   es que el amor al dinero y nuestro amor propio, aunque no son virtudes, suelen contenernos y ser causa de que no nos prostituyamos a los vicios!

De este evidente principio nace esta necesaria consecuencia: que mientras menos tiene que perder el hombre, es más pícaro, o, cuando no lo sea, está más expuesto a serlo. Por eso los hombres más pobres y los más soeces de las repúblicas son los más perdidos y viciosos, porque no tienen ni honor ni intereses que perder, y por lo mismo están más propensos a cometer cualquier delito y a emprender cualquiera acción por vil y detestable que sea; y por esto también dicta la razón que se debería procurar con el mayor empeño por todos los superiores que sus súbditos no se educasen vagos e inútiles.

Pero, dejando estas reflexiones para los que tienen el cargo de mandar a los demás, y volviendo a mí, digo que, viéndome solo en Manila y con dinero, me picó el deseo de volver a mi patria, así para que viesen mis paisanos la mudanza de mi conducta, como para lucir y disfrutar en México de mi caudal, que ya lo podía nombrar de esta manera según mis cuentas.

Para esto emplié con tiempo mis monedas, comprando bien barato, y, cuando fue tiempo de que la nao se alistara para Acapulco, me despedí de todos mis amigos y de los de mi amo, a cuya memoria, antes que otra cosa, dispuse que se le hiciese un solemne novenario de misas, lo que se me tuvo muy a bien, y concluido esto salí para Cavite y me embarqué con todos mis intereses.



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ArribaAbajoCapítulo III

En el que nuestro autor cuenta como se embarcó para Acapulco, su naufragio, el buen acogimiento que tuvo en una isla donde arribó, con otras cosillas curiosas


¡Qué deliciosos son aquellos fantásticos jardines en que solemos pasearnos a merced de nuestros deseos! ¡Qué cuentas tan alegres nos hacemos cuando las hacemos sin la huéspeda, esto es, cuando no prevenimos lo adverso que puede suceder, o lo más cierto, cuando no advertimos que la alta Providencia puede tener decretadas cosas muy distintas de las que nos imaginamos!

Tales fueron las que yo hice en Manila cuando me embarqué con mi ancheta para Acapulco. Once mil pesos empleados en barata, decía yo, realizados con estimación en México, producirán veinte y ocho o treinta mil; éstos, puestos en giro con el comercio de Veracruz, en un par de años se hacen cincuenta o sesenta mil pesos. Con semejante principal yo, que no soy tonto ni muy feo, ¿por qué no he de pensar en casarme con una muchacha que tenga por lo menos otro tanto de dote? Y con un capital tan razonable, ¿por qué no he de buscar en otro par de años, ruinmente y libres de gastos, cuarenta o cincuenta talegas? Con éstas, ¿por qué no he de poder lograr en Madrid un título de conde o marqués? Seguramente con menos dinero sé que otros lo han conseguido. Muy bien; pero siendo conde o marqués ya me será indecoroso el ser comerciante con tienda pública, me llamarán el marqués del Alepín, o el conde de la Musolina. ¿Y qué le hace? ¿Muchos no se han titulado y subido a tan altas cumbres por iguales escalones? Pero, sin embargo, es menester buscar otro giro por donde subsistir, siquiera para que no me muerdan mucho los envidiosos maldicientes. ¿Y qué giro será éste? El campo, sí, ¿cuál otro más   —29→   propio y honorífico para un marqués que el campo? Compraré un par de haciendas de las mejores, las surtiré de fieles e inteligentes administradores y, contando por lo regular con la fertilidad de mi patria, levantaré unas cosechas abundantísimas, acopiaré muchos doblones, seré un hombre visible en México, contaré con las mejores estimaciones, y mi mujer, que sin duda será muy bonita y muy graciosa, se llevará todas las atenciones, ¿y por qué no se merecerá las de la virreina? Ya se ve que sí, la amará por su presencia, por su discreción y porque yo fomentaré esta amistad con los obsequios que saben ablandar a los peñascos. Ya que esté de punto la virreina y sea íntima amiga de mi mujer, ¿por qué no he de aprovechar su patrocinio? Me valdré de él, lograré la mayor estrechez con el virrey y, conseguida, con muy poco dinero beneficiaré un regimiento; seré coronel, y he aquí de un día a otro a Periquillo con tres galones y un usía en el cuerpo más grande que una casa.

¿Parará en esto? No señor, las haciendas aumentarán sus productos, mis cofres reventarán en doblones, y entonces mi amigo el virrey se retirará a España y yo me iré en su compañía. Él, por una parte bien quisto con el rey y por otra oprimido de mis favores, hará por mí cuanto pueda en el ministerio de gracia y justicia en el departamento de Indias; yo no me descuidaré en granjear la voluntad del secretario de estado, y a pocos lances, a lo más dentro de dos años, consigo los despachos de virrey de México. Esto es de cajón, y tan fácil de hacerse como lo digo, y entonces... ¡Ah!, ¡qué gozo ocupará mi corazón el día que tome posesión del virreinato de mi tierra!

¡Oh!, ¡y cuantas adulaciones no me harán todos mis conocidos! ¡Qué de parientes y amigos no me resultarán, y cómo no temerán mi indignación todos los que me han visto con desprecio!

Fuera de esto, ¿qué días tan alegres no me pasaré en el gobierno   —30→   de aquel vasto y dilatado reino? ¿Qué de dinero no juntaré por todos los medios posibles, sean los que sean? ¿Qué diversiones no disfrutaré? ¿Qué multitud de aduladores no me rodeará canonizando mis vicios como si fueran las virtudes más eminentes, aunque en el juicio de residencia no se vuelvan a acordar de mí, o tal vez sean mis peores enemigos? Pero, en fin, aquellos años cuando menos los pasaré anegados en las delicias, y no descuidándome en atesorar plata; con ella podré tapar las bocas de mis enemigos y comprar las de mis amigos, para que éstos abonen mi conducta y aquéllos callen mis defectos; y, en este caso, he aquí un Periquillo, un hidalgo según dicen, un hombre de mediana fortuna, y si se quiere un pillo de primera, bonificado a la faz del rey y de los hombres buenos, por más que sus iniquidades gritarían la venganza entre los particulares agraviados.

Así ni más ni menos era mi modo de pensar en aquellos días primeros que navegaba para mi tierra, y, si Dios hubiera llenado la medida de mis inicuos deseos, quién sabe si hoy estarían infinitas familias desgraciadas, la mía deshonrada y yo mismo decapitado en un patíbulo.

Siete días llevábamos de navegación, y en ellos tenía yo la cabeza llena de mil delirios con mi soñado virreinato. Bandas, bordados, excelencias, obsequios, sumisiones, banquetes, vajillas, paseos, coches, lacayos, libreas y palacios eran los títeres que bailaban sin cesar en mi loco cerebro, y con los que se divertía mi tonta imaginación.

Tan acalorado estaba con estas simplezas que, aún no ponía la primera piedra a este vano edificio, cuando ya me hallaba revestido de cierta soberbia con la que pretendía cobrar gajes de virrey sin pasar de un triste Periquillo; y en virtud de esto hablaba poco y muy mesurado con los principales del barco, y menos o nada con mis iguales, tratando a mis inferiores con un aire de majestad el más ridículo.

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Inmediatamente notaron todos mi repentina mutación, porque, si antes me habían visto jovial y cariñoso, dentro de cuatro días me veían fastidioso, soberbio e intratable, por lo que unos me ridiculizaban, otros me hacían mil desaires y todos me aborrecían con razón.

Yo advertía su poco cariño, pero decía a mis solas: ¿qué con que esta gentuza me desprecie? ¿Para qué los necesita un virrey? El día que tome posesión de mi empleo, estos que ahora se retiran de mí, serán los primeros que se pelarán las barbas por adularme. Así continuaba el nuevo Quijote en sus locuras caballerescas, que iban tan en aumento de día en día y de instante en instante que, a no permitir Dios que se revolvieran los vientos, ésta fuera la hora en que yo hubiera tomado posesión de una jaula en San Hipólito.

Fue el caso que, al anochecer del día séptimo de nuestra navegación, comenzó a entoldarse el cielo y a obscurecerse el aire con negras y espesas nubes; el nordeste soplaba con fuerza en contra de nuestra dirección; a pocas horas creció la cerrazón, obscureciéndose los horizontes; comenzaron a desgajarse fuertes aguaceros, mezclándose con el agua multitud de rayos que cruzando por la atmósfera aterrorizaban los ojos que los veían.

A las seis horas de esta fatiga se levantó un sudeste furioso, los mares crecían por momentos y hacían unas olas tan grandes que parecía que cada una de ellas iba a sepultar el navío. Con los fuertes huracanes y repetidos balances no quedó un farol encendido; a tientas procuraban maniobrar los marineros; la terrible luz de los relámpagos servía de atemorizarnos más, pues unos a otros veíamos en nuestros pálidos semblantes pintada la imagen de la muerte, que por momentos esperábamos.

En este estado un golpe de mar rompió el timón, otro el palo del bauprés, y una furiosa sacudida de viento quebró el mastelero del trinquete. Crujía la madera y las jarcias sin   —32→   poderse recoger los trapos que ya estaban hechos pedazos, porque no podía la gente detenerse en las vergas.

Como los vientos variaban y carecíamos del timón, bogaba el barco sobre las olas por donde aquéllos lo llevaban; no valió cerrar los escotillones para impedir que se llenara de agua con los golpes de mar, ni podíamos desaguar lo suficiente con el auxilio de las bombas.

En tan deplorable situación ya se deja entender cuál sería nuestra consternación, cuáles nuestros sustos y cuán repetidos nuestros votos y promesas.

En tan críticas y apuradas circunstancias llegó el fatal momento del sacrificio de las víctimas navegantes. Como el navío andaba de acá para allá lo mismo que una pelota, en una de éstas dio contra un arrecife tan fuerte golpe que, estrellándose en él, se abrió como granada desde la popa al cumbés, haciendo tanta agua que no quedó más esperanza que encomendarse a Dios y repetir actos de contrición.

El capellán absolvió de montón, y todos se conformaron con su suerte a más no poder.

Yo, luego que advertí que el barco se hundía, trepé a la cubierta como gato, y la divina Providencia me deparó en ella un tablón del que me así con todas mis fuerzas, porque había oído decir que valía mucho una tabla en un naufragio; pero apenas la había tomado, cuando me vi sobreaguar, y a la luz macilenta de un relámpago vi frente de mis ojos acabarse de ir a pique todo el buque.

Entonces me sobrecogí del más íntimo terror, considerando que todos mis compañeros habían perecido y yo no podía dejar de correr igual funesta suerte.

Sin embargo, el amor de la vida y aquella tenaz esperanza que nos acompaña hasta perderla, alentaron mis desmayadas fuerzas y, afianzado de la tabla, haciendo promesas a millones e invocando a la madre de Dios bajo la advocación de Guadalupe,   —33→   me anduve sosteniendo sobre las aguas, llevado a la discreción de las olas y de los vientos.

Unas veces el peso de las olas me hundía, y otras el aire contenido en los poros de la tabla me hacía surgir sobre la superficie del agua.

Como hora y media batallaría yo entre estas ansias mortales sin ninguna humana esperanza de remedio, cuando, disipándose las nubes, sosegándose los mares y aquietándose los vientos, amaneció la aurora, más hermosa para mí en aquel punto que lo fue para el monarca más pacífico del universo. El sol no tardó en manifestar su bella y resplandeciente cara. Yo estaba casi desnudo y veía la extensión de los mares; pero, acobardado mi espíritu con el pasado infortunio, y temeroso siempre de perder la vida en aquel piélago, no podía ver con entero placer las delicias de la naturaleza.

Aferrado con mi tabla, no trataba sino de sobreaguar, temiendo siempre la sorpresa de algún pez carnicero, cuando en esto que oí cerca de mí voces humanas. Alcé la cara, extendí la vista y observé que los que me gritaban eran unos pescadores que bogaban en un bote. Los miré con atención y observé que se acercaban hacia mí. Es imponderable el gusto que sintió mi corazón al ver que aquellos buenos hombres venían volando a mi socorro, y más cuando, abordándose el barquillo con mi tabla, extendieron los brazos y me pusieron en su bote.

Ya estaba yo enteramente desnudo y casi privado de sentido. En este estado me pusieron boca abajo y me hicieron arrojar porción de agua salada que había tragado. Luego me dieron unas friegas generales con paños de lana, y me confortaron con espíritu de cuerno de ciervo que por acaso llevaba uno de ellos, después de lo cual me abrigaron y condujeron al muelle de una isla que estaba muy cerca de nosotros.

Al tiempo de desembarcarme, volví en mí del desmayo o pataleta que me acometió, y vi y advertí lo siguiente.

Me pusieron bajo un árbol copado que había en el muelle, y   —34→   luego se juntó alrededor de mí porción de gente, entre la que distinguí algunos europeos. Todos me miraban y me hacían mil preguntas de mera curiosidad, pero ninguno se dedicaba a favorecerme. El que más hizo me dio una pequeña moneda del valor de medio real de nuestra tierra. Los demás me compadecían con la boca y se retiraban diciendo: ¡Qué lástima...! ¡Pobrecito...! Aún es mozo..., y otras palabras vanas como éstas, y con tan oportunos socorros se daban por contentos y se marchaban.

Los isleños pobres me veían, se enternecían, no me daban nada, pero no me molestaban con preguntas, o porque no nos habíamos de entender, o porque tenían más prudencia.

Sin embargo de la pobreza de esta gente, uno me llevó una taza de té y un pan, y otro me dio un capisayo roto que yo agradecí con mil ceremonias, y me lo encajé con mucho gusto porque estaba en cueros y muerto de frío. Tal era el miserable estado del virrey futuro de Nueva España, que se contentó con el vestido de un plebeyo sangley, que por tal lo tuve. Bien que entonces ya no pensaba yo en virreinatos, palacios ni libreas, ni arrugaba las cejas para ver, ni economizaba las palabras; antes sí procuraba poner mi semblante de lo más halagüeño con todos y, más entumido que perro en barrio ajeno, afectaba la más cariñosa humildad. ¡Qué cierto es que muchos nos ensoberbecemos con el dinero, sin el cual tal vez seríamos humanos y tratables!

Tres o cuatro horas habría que estaba yo bajo la sombra del árbol robusto sin saber a dónde irme, ni qué hacer en una tierra que reconocía tan extraña, cuando se llegó a mí un hombre que me pareció isleño por el traje, y rico por lo costoso de él, porque vestía un ropón o túnica de raso azul bordado de oro con vueltas de felpa de Marta, ligado con una banda de burato punzó3, también bordada de oro, que le caía hasta los pies,   —35→   que apenas se le descubrían cubiertos con unas sandalias o zapatos de terciopelo de color de oro. En una mano traía un bastón de caña de China con puño de oro, y en la otra una pipa del mismo metal. La cabeza la tenía descubierta y con poco pelo, pero en la coronilla o más abajo tenía una porción recogida como los zorongos de nuestras damas, el cual estaba adornado con una sortija de brillantes y una insignia que por entonces no supe lo que era.

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Venían con él cuatro criados que le servían con la mayor sumisión, uno de los cuales traía un payo, como ellos les dicen, o un paragua, como decimos nosotros, el cual paragua era de raso carmesí con franjas de oro, y también venía otro que por su traje me pareció europeo, como en efecto lo era, y nada menos que el intérprete español.

Luego que se acercó a mí, me miró con una atención muy patética, que manifestaba de a legua interesarse en mis desgracias, y por medio del intérprete me dijo: «No te acongojes, náufrago infeliz, que los dioses del mar no te han llevado a las islas de las Velas4, donde hacen esclavos a los que el mar perdona. Ven a mi casa».

Diciendo esto, mandó a sus criados que me llevaran en hombros. Al instante se suscitó un fuerte murmullo entre los espectadores que remató en un sinnúmero de vivas y exclamaciones.

Inmediatamente advertí que aquél era un personaje distinguido, porque todos le hacían muchas reverencias al pasar.

No me engañé en mi concepto, pues luego que llegué a su casa advertí que era un palacio, pero un palacio de la primera jerarquía. Me hizo poner en un cuarto decente, me proveyó de alimentos y vestidos a su uso, pero buenos, y me dejó descansar cuatro días.

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Al cabo de ellos, cuando se informó de que yo estaba enteramente restablecido del quebranto que había padecido mi salud con el naufragio, entró en mi cuarto con el intérprete y me dijo: y bien, español, ¿es mejor mi casa que la mar? ¿Te hallas bien aquí? ¿Estás contento? Señor, le dije, es muy notable la diferencia que me proponéis; vuestra casa es un palacio, es el asilo que me ha libertado de la indigencia y el más seguro puerto que he hallado después de mi naufragio; ¿no deberé estar contento en ella y reconocido a vuestra liberalidad y beneficencia?

Desde entonces me trató el isleño con el mayor cariño. Todos los días me visitaba y me puso maestros que me enseñaran su idioma, el que no tardé en aprender imperfectamente, así como él sabía el español, el inglés y francés, porque de todos entendía un poco, aunque lo champurraba mucho con el suyo.

Sin embargo, yo hablaba mejor su idioma que él el mío, porque estaba en su tierra y me era preciso hablar y tratar con sus naturales. Ya se ve, no hay arte más pronto y eficaz para aprender un idioma que la necesidad de tratar con los que lo hablan naturalmente.

A los dos o tres meses ya sabía yo lo bastante para entender al isleño sin intérprete, y entonces me dijo que era hermano del tután o virrey de la provincia, cuya capital era aquella isla llamada Saucheofú; que él era su segundo ayudante, y se llamaba Limahotón. A seguida se informó de mi nombre y de la causa de mi navegación por aquellos mares, como también de cuál era mi patria.

Yo le satisfice a todo, y él mostró condolerse de mi suerte, admirándose de algunas cosas que te conté del reino de Nueva España.

Al día siguiente a esta conversación me llevó a conocer a su hermano, a quien saludé con aquellas reverencias y ceremonial   —37→   en que me habían instruido, y el tal Tután me hizo bastante aprecio; pero con todo su cariño me dijo: ¿y tú qué sabes hacer? Porque, aunque en esta provincia se usa la hospitalidad con todos los extranjeros pobres, o no pobres, que aportan a nuestras playas, sin embargo, con los que tratan de detenerse en nuestras ciudades no somos muy indulgentes, pasado cierto tiempo; sino que nos informamos de sus habilidades y oficios para ocuparlos en lo que saben hacer, o para aprender de ellos lo que ignoramos. El caso es que aquí nadie come nuestro arroz ni la sabrosa carne de nuestras vacas y peces sin ganarlo con el trabajo de sus manos. De manera que al que no tiene ningún oficio o habilidad se lo enseñamos, y dentro de uno o dos años ya se halla en estado de desquitar poco a poco lo que gasta el tesoro del rey en fomentarlo. En esta virtud, dime qué oficio sabes, para que mi hermano te recomiende en un taller donde ganes tu vida.

Sorprendido me quedé con tales avisos, porque no sabía hacer cosa de provecho con mis manos, y así lo contesté al Tután: Señor, yo soy noble en mi tierra, y por esto no tengo oficio alguno mecánico, porque es bajeza en los caballeros trabajar corporalmente.

Perdió su gravedad el mesurado mandarín al oír mi disculpa, y comenzó a reír a carcajadas, apretándose la barriga y tendiéndose sobre uno y otro cojín de los que tenía a los lados, y cuando se desahogó me dijo: ¿Conque en tu tierra es bajeza trabajar con las manos? ¿Luego cada noble en tu tierra será un Tután o potentado, y según eso todos los nobles serán muy ricos? No, señor, le dije, no son príncipes todos los nobles, ni son todos ricos; antes hay innumerables que son pobrísimos, y tanto que por su pobreza se hallan confundidos con la escoria del pueblo.

Pues entonces, decía el Tután, siendo esos ejemplares repetidos, es menester creer que en tu tierra todos son locos caballerescos;   —38→   pues mirando todos los días lo poco que vale la nobleza a los pobres, y sabiendo lo fácil que es que el rico llegue a ser pobre y se vea abatido aunque sea noble, tratan de criar a los hijos hechos unos holgazanes, exponiéndolos por esta especie de locura a que mañana u otro día perezcan en las garras de la indigencia.

Fuera de esto, si en tu tierra los nobles no saben valerse de sus manos para buscar su alimento, tampoco sabrán valer a los demás, y entonces dime: ¿de qué sirve en tu tierra un noble o rico (que me parece que tú los juzgas iguales)? ¿De qué sirve uno de éstos, digo, al resto de sus conciudadanos? Seguramente un rico o un noble será una carga pesadísima a la república.

No, señor, le respondí, a los nobles y a los ricos los dirigen sus padres por las dos carreras ilustres que hay, que son las armas y las letras, y en cualquiera de ellas son utilísimos a la sociedad.

Muy bien me parece, dijo el virrey. ¿Conque a las armas o a las letras está aislada toda la utilidad por venir de tus nobles? Yo no entiendo esas frases. Dime, ¿qué oficios son las armas y las letras?

Señor, le contesté, no son oficios sino profesiones, y si tuvieran el nombre de oficios serían viles y nadie querría dedicarse a ellas. La carrera de las armas es aquélla donde los jóvenes ilustres se dedican a aprender el arte de la guerra con el auxilio del estudio de las matemáticas, que les enseña a levantar planos de fortificación, a minar una fortaleza, a dirigir simétricamente los escuadrones, a bombear una ciudad, a disponer un combate naval, y a cosas semejantes, con cuya ciencia se hacen los nobles aptos para ser buenos generales, y ser útiles a su patria defendiéndola de las incursiones de los enemigos.

Esa ciencia es noble en sí misma y demasiado útil a los ciudadanos,   —39→   dijo el chino, porque el deseo de la conservación individual de cada uno exige apreciar a los que se dedican a defenderlos. Muy noble y estimable carrera es la del soldado; pero, dime, ¿por qué en tu tierra son tan exquisitos los soldados? ¿Que no son soldados todos los ciudadanos? Porque aquí no hay uno que no lo sea. Tú mismo, mientras vivas en nuestra compañía, serás soldado y estarás obligado a tomar las armas con todos, en caso de verse acometida la isla por enemigos.

Señor, le dije, en mi tierra no es así. Hay porciones de hombres destinados al servicio de las armas, pagados por el rey, que llaman ejércitos o regimientos; y esta clase de gentes tiene obligación de presentarse sola delante de los enemigos, sin exigir de los demás, que llaman paisanaje, otra cosa que contribuciones de dinero para sostenerse, y esto no siempre, sino en los graves apuros.

Terrible cosa son los usos de tu tierra, dijo el Tután, ¡pobre rey!, ¡pobres soldados, y pobres ciudadanos! ¡Qué gasto tendrá el rey! ¡Qué expuestos se verán los soldados, y qué mal defendidos los ciudadanos por unos brazos alquilados! ¿No fuera mejor que en caso de guerra todos los intereses y personas se reunieran bajo un único punto de defensa? ¿Con cuánto más empeño pelearían en este caso, y qué temor impondría al enemigo esta unión general? Un millón de hombres que un rey ponga en campaña, a costa de mil trabajos y subsidios, no equivale a la quinta parte de la fuerza que opondría una nación compuesta de cinco millones de hombres útiles de que se compusiera la misma nación. En este caso habría más número de soldados, más valor, más resolución, más unión, más interés y menos gasto. A lo menos así lo practicamos nosotros, y somos invencibles para los tártaros, persas, africanos y europeos.

Pero toda ésta es conversación. Yo no entiendo la política   —40→   de tu rey, ni de los demás de Europa, y mucho menos tengo noticia del carácter de sus naciones; y pues ellos, que son los primeros interesados, así lo disponen, razón tendrán; aunque siempre me admiraré de este sistema.

Mas, supuesto que tú eres noble, dime, ¿eres soldado? No, señor, le dije, mi carrera la hice por las letras. Bien, dijo el asiático, ¿y qué has aprendido por las letras o las ciencias, que eso querrás decir?

Yo, pensando que aquél era un tonto, según había oído decir que lo eran todos los que no hablaban castellano, le respondí que era teólogo. ¿Y qué es teólogo?, dijo el Tután. Señor, le respondí, es aquel hombre que hace estudio de la ciencia divina, o que pertenece a Dios. ¡Hola!, dijo el Tután, este hombre deberá ser eternamente adorable. ¿Conque tú conoces la esencia de tu Dios a lo menos? ¿Sabes cuáles son sus atributos y perfecciones, y tienes talento y poder para descorrer el velo a sus arcanos? Desde este instante serás para mí el mortal más digno de reverencia. Siéntate a mi lado y dígnate de ser mi consejero.

Me sorprendí otra vez con semejante ironía, y le dije: señor, los teólogos de mi tierra no saben quién es Dios ni son capaces de comprenderlo; mucho menos de tantear el fondo infinito de sus atributos, ni de descubrir sus arcanos. Son unos hombres que explican mejor que otros las propiedades de la Deidad y los misterios de la religión.

Es decir, contestó el chino, que en tu tierra se llaman teólogos los santones, sabios o sacerdotes que en la nuestra tienen noticias más profundas de la esencia de nuestros dioses, de nuestra religión o de sus dogmas; pero por saber sólo esto y enseñarlo no dejan de ser útiles a los demás con el trabajo de sus manos; y así a ti nada te servirá ser teólogo de tu tierra.

Viéndome yo tan atacado, y procurando salir de mi ataque a fuerza de mentiras, creyendo simplemente que el que me hablaba   —41→   era un necio como yo, le dije que era médico. ¡Oh!, dijo el virrey, ésa es gran ciencia, si tú no quieres que la llame oficio. ¡Médico!, ¡buena cosa! Un hombre que alarga la vida de los otros y los arranca de las manos del dolor es un tesoro en donde vive. Aquí están los cajones del rey abiertos para los buenos médicos inventores de algunos específicos que no han conocido los antiguos. Ésta no es ciencia en nuestra tierra, sino un oficio liberal, y al que no se dedican sino hombres muy sabios y experimentados. Tal vez tú serás uno de ellos y tendrás tu fortuna en tu habilidad; pero la veremos.

Diciendo esto, mandó traer una yerba de la maceta número diez de su jardín. Trajéronla y, poniéndomela en la mano, me dijo el Tután: ¿Contra qué enfermedad es esta yerba? Quedeme embarazado con la pregunta, pues entendía tanto de botánica como de cometas cuando desatiné sobre éstos en Tlalnepantla; pero, acordándome de mi necio orgullo, tomé la yerba, la vi, la olí, la probé, y lleno de satisfacción dije: esta yerba se parece a una que hay en mi tierra que se llama parietaria o tianguispepetla, no me acuerdo bien de ellas, pero ambas son febrífugas.

¿Y qué son febrífugas?, preguntó el Tután, a quien respondí que tenían especial virtud contra la fiebre o calentura.

Pues me parece, dijo el Tután, que tú eres tan médico como teólogo o soldado, porque esta yerba tan lejos está de ser remedio contra la calentura, que antes es propísima para acarrearla, de suerte que, tomadas cinco o seis hojitas en infusión de medio cuartillo de agua, encienden terriblemente en calentura al que las toma.

Descubierta tan vergonzosamente mi ignorancia, no tuve más escape que decir: señor, los médicos de mi tierra no tienen obligación de conocer los caracteres particulares de las yerbas, ni de saber deducir las virtudes de cada una por principios generales. Bástales tener en la memoria los nombres   —42→   de quinientas o seiscientas, con la noticia de las virtudes que les atribuyen los autores, para hacer uso de esta tradición a la cabecera de los enfermos, lo que se consigue fácilmente con el auxilio de las farmacopeas.

Pues a ti no te será tan fácil, dijo el mandarín, persuadirme a que los médicos de tu tierra son tan generalmente ignorantes en materia del conocimiento de las yerbas, como dices. De los médicos como tú, no lo negaré; pero los que merezcan este nombre sin duda no estarán enterrados en tan grosera estupidez, que, a más de deshonrar su profesión, sería causa de infinitos desastres en la sociedad.

Eso no os haga fuerza, señor, le dije, porque en mi tierra la ciencia menos protegida es la medicina. Hay colegios donde se dan lecciones del idioma latino, de filosofía, teología y ambos derechos; los hay donde se enseña mucho y bueno de química y física experimental, de mineralogía o del arte de conocer las piedras que tienen plata, y de otras cosas; pero en ninguna parte se enseña medicina. Es verdad que hay tres cátedras en la Universidad, una de prima, otra de vísperas, y la tercera de methodo medendi, donde se enseña alguna cosita, pero esto es un corto rato por las mañanas, y eso no todas las mañanas, porque, a más de los jueves y días de fiesta, hay muchos días privilegiados que dan de asueto a los estudiantes, los que, por lo regular, como jóvenes, están más gustosos con el paseo que con el estudio.

Por esta razón, entre otras, no son en mi tierra comunes los médicos verdaderamente tales, y, si hay algunos que llegan a adquirir este nombre, es a costa de mucha aplicación y desvelos, y arrimándose a éste o a aquel hábil profesor para aprovecharse de sus luces.

Agregad a esto que en mi tierra se parten los médicos o se divide la medicina en muchos ramos. Los que curan las enfermedades exteriores, como úlceras, fracturas o heridas, se llaman   —43→   cirujanos, y éstos no pueden curar otras enfermedades sin incurrir en el enojo de los médicos, o sin granjearse su disimulo. Los que curan las enfermedades como fiebres, pleuresías, anasarcas, etc., se llaman médicos; son más estimados porque obran más a tientas que los cirujanos, y se premia su saber con títulos honoríficos literarios, como de bachilleres y doctores.

Ambas clases de médicos exteriores e interiores tienen sus auxiliares que sangran, ponen y curan cáusticos, echan ventosas, aplican sanguijuelas, y hacen otras cosas que no son para tomadas en boca, y éstos se llaman barberos y sangradores.

Otros hay que confeccionan y despachan los remedios, los que de poco tiempo a esta parte están bien instruidos en la química y en la botánica, que es la que llamáis ciencia de las yerbas. Éstos sí, conocen y distinguen los sexos de las plantas, y hablan fácilmente de cálices, estambres y pistilos, gloriándose de saber genéricamente sus propiedades y virtudes. Éstos se llaman boticarios, y son de los auxiliares de los médicos.

Atendríame yo a ellos, dijo el Tután, pues a lo menos se aplican a consultar a la naturaleza en una parte tan necesaria a la medicina como el conocimiento de las clases y virtudes de las yerbas. En efecto, en tu tierra habrá boticarios que curarán con más acierto que muchos médicos.

Cuanto me has dicho me ha admirado, porque veo la diferencia que hay entre los usos de una nación y los de otra. En la mía no se llama médico ni ejercita este oficio sino el que conoce bien a fondo la estructura del cuerpo humano, las causas porque padece y el modo con que deben obrar los remedios que ordena; y, a más de esto, no se parten como dices que se parten en tu tierra. Aquí el que cura es médico, cirujano, barbero, boticario y asistente. Fiado el enfermo a su cuidado, él lo ha de curar de la enfermedad de que se queja, sea externa o interna, ha de ordenar los remedios, los ha de hacer, los ha de ministrar y ha de practicar cuantas diligencias   —44→   considera oportunas a su alivio. Si el enfermo sana, le pagan, y si no lo echan noramala; pero en cada nación hay sus usos. Lo cierto es que tú no eres médico, ni aun puedes servir para aprendiz de los de acá; y así, di que otra cosa sabes con que puedas ganar la vida.

Aturdido yo con los aprietos en que me ponía el chino a cada paso, le dije que tal vez sería útil para la abogacía. ¿Abogacía?, dijo él, ¿qué cosa es? ¿Es el arte de bogar en los barcos? No señor, le dije, la abogacía es aquella ciencia a que se dedican muchos hombres para instruirse en las leyes nacionales, y exponer el derecho de sus clientes ante los jueces.

Al oír esto, reclinose el Tután sobre la mesa poniéndose la mano en los ojos y, guardando silencio un largo rato, al cabo del cual levantó la cabeza, me dijo: ¿conque en tu tierra se llaman abogados aquellos hombres que aprenden las leyes del reino para defender con ellas a los que los ocupan aclarando sus derechos delante de los Tutanes o magistrados?

Eso es, señor, y no más. ¡Válgame Tien!, dijo el chino. ¿Es posible que en tu tierra son tan ignorantes que no saben cuáles son sus derechos, ni las leyes que los condenan o favorecen? No me debían tan bajo concepto los europeos.

Señor, le dije, no es fácil que todos se impongan en las leyes por ser muchas, ni mucho menos en sus interpretaciones, las que sólo pueden hacer los abogados porque tienen licencia para ello, y por eso se llaman licenciados... ¿Cómo, cómo es eso de interpretaciones?, dijo el asiático, ¿pues que las leyes no se entienden según la letra del legislador? ¿Aún están sujetas al genio sofístico del intérprete? Si es así, lástima tengo a tus connaturales, y abomino el saber de sus abogados.

Pero sea de esto lo que fuere, si tú no sabes más de lo que me has dicho, nada sabes; eres un inútil, y es fuerza hacerte útil porque no vivas ocioso en mi patria. Limahotón, pon a este extranjero a que aprenda a cardar seda, a teñirla, a hilarla y a bordar con ella; y, cuando me entregue un tapiz de su   —45→   mano, yo le acomodaré de modo que sea rico. En fin, enséñale algo que le sirva para subsistir en su tierra y en la ajena.

Diciendo esto se retiró, y yo me fui bien avergonzado con mi protector, pensando cómo aprendería al cabo de la vejez algún oficio en una tierra que no consentía inútiles ni vagos Periquillos.




ArribaAbajoCapítulo IV

En el que nuestro Perico cuenta cómo se fingió conde en la isla, lo bien que lo pasó, lo que vio en ella y las pláticas que hubo en la mesa con los extranjeros, que no son del todo despreciables


Os acordaréis que, apoyado desde mi primera juventud o desde mi pubertad en el consentimiento de mi cándida madre, me resistí a aprender oficio y, aborreciendo todo trabajo, me entregué desde entonces a la holgazanería. Habréis advertido que ésta fue causa de mi abatimiento, que por éste contraje las más soeces amistades, cuyos ejemplos no sólo me prostituyeron a los vicios, sino que me hicieron pagar bien caro las libertades que me tomaba, viéndome a cada paso despreciado de mis parientes, abandonado aun de mis malos amigos, golpeado de los brutos y de los hombres, calumniado de ladrón, sin honor, sin dinero, sin estimación, y arrastrando siempre una vida fatigosa y llena de miserias; y cuando reflexionéis en que a la edad de más de treinta y años, después de salir desnudo de un naufragio y de haber tenido la suerte de un buen acogimiento en la isla, me propusieron enseñarme algún arte con que no sólo pudiera subsistir sino llegar a hacerme rico, diréis: forzosamente nuestro padre aquí abrió los ojos y, conociendo así la primitiva causa de sus pasadas desgracias, como el único medio de evitar las que podía temer en lo futuro, abrazaría gustoso el partido de aprender a solicitar el pan por su arbitrio y sin la mayor dependencia de los demás.

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Así discurriréis tal vez con arreglo a la recta razón, y así debía haber sido; mas no fue así. Yo tenía terrible aversión al trabajo en cualquiera clase que fuera; me gustaba siempre la vida ociosa, y mantenerme a costa de los incautos y de los buenos; y, si tal cual vez me medio sujetaba a alguna clase de trabajo, era o acosado de la hambre, como cuando serví a Chanfaina y fui sacristán, o lisonjeado con una vida regalona en la que trabajaba muy poco y tenía esperanzas de medrar mucho, como cuando serví al boticario, al médico y al coronel.

Después de todo, por una casualidad no esperada me encontré una Jauja5 con el difunto coronel; pero estas Jaujas no son para todos, ni se hallan todos los días. Yo debía haberlo considerado en la isla, y debía haberme dedicado a hacerme útil a mí mismo y a los demás hombres con quienes hubiera de vivir en cualquier parte; pero, lejos de esto, huyendo del trabajo y valiéndome de mis trapacerías, le dije a Limahotón (cuando lo vi resuelto a hacerme trabajar poniéndome a oficio) que yo no quería aprender a nada porque no trataba de permanecer mucho tiempo en su tierra, sino de regresar a la mía en la que no tenía necesidad de trabajar pues era conde.

¿Eres conde?, preguntó el asiático muy admirado. Sí, soy conde. ¿Y qué es conde? Conde, dije yo, es un hombre noble y rico a quien ha dado este título el rey por sus servicios o los de sus antepasados. ¿Conque en tu tierra, preguntó el chino, no es menester servir a los reyes personalmente, basta   —47→   que lo hayan servido los ascendientes para verse honrados con liberalidad por los monarcas?

No dejó de atacarme la pregunta, y le dije: la generosidad de mis reyes no se contenta con premiar solamente a los que efectivamente les sirven, sino que extienden su favor a sus hijos; y así yo fui hijo de un valiente general, a quien el rey hizo muchas mercedes, y por haber yo nacido hijo suyo me hallé con dinero, hecho mayorazgo y con proporción de haber sido conde, como lo soy por los méritos de mi padre.

Según eso también serás general, decía Limahotón. No soy general, le dije, pero soy conde. Yo no entiendo esto, decía el chino. ¿Conque tu padre batió castillos, rindió ciudades, derrotó ejércitos, en una palabra, afianzó la corona en las cabezas de sus señores, y acaso perdería la vida en alguna refriega de ésas, y tú, sólo porque fuiste hijo de aquel valiente y leal caballero, te hallaste en estado de ser conde y rico de la noche a la mañana, sin haber probado los rigores de la campaña y sin saber qué cosa son los afanes del gabinete? A la verdad en tu tierra deben ser los nobles más comunes que en la mía. Pero dime, estos nobles que nacen y no se hacen, ¿en qué se ejercitan en tu país? Supuesto que no sirven ni en la campaña ni en los bufetes de los príncipes, si no son útiles ni en la paz ni en la guerra, ni saben trabajar con la pluma ni con la espada, ¿qué hacen, dime? ¿En qué se entretienen? ¿En qué se ocupan? ¿Qué provecho saca de ellos el rey o la república?

¿Qué han de hacer?, dije yo, imbuido en mis flojas ideas. Tratan de divertirse, de pasearse, y cuando más trabajan en que no se menoscabe su caudal. Si vieras las casas de algunos condes y nobles de mi tierra, si asistieras a sus mesas, si observaras su lujo, el número de sus criados, la magnificencia de sus personas, lo aparatoso de sus coches, lo grande de sus libreas, y lo costoso y delicado de su tren, te admirarías, te llenarías de asombro.

¡Oh, poderoso Tien!, dijo el chino, ¡cuánto más valía ser   —48→   conde o noble de tu tierra, que la tercera persona del rey en la mía! Yo soy un noble, es verdad, y en tu tierra sería un conde; pero ¿qué me ha costado adquirir este título y las rentas que gozo? Fatigas y riesgos en la guerra, y un sinnúmero de incomodidades en la paz. Yo soy un ayudante, o segundo del Tután, o jefe principal de la provincia; tengo honores, tengo rentas, pero soy un fiel criado del rey y un esclavo de sus vasallos.

Sin contar con los servicios personales que he hecho para lograr este destino, ahora que lo poseo, ¡cuántos son los desvelos y padecimientos que tolero para sostenerlo y no perder mi reputación! Sin duda, amigo, yo apreciara más ser conde en tu tierra que Loitia6 en la mía. Pero, después de todo, ¿tú quieres volver a México, tu patria? Sí señor, le dije, y apetecería esa ocasión. Pues no te desconsueles, me dijo Limahotón, es fácil que consigas lo que quieres. En una ensenada nuestra está fondeada una embarcación extranjera que llegó casi destruida de un naufragio que padeció en estos mares pocos días antes de tu desgracia. La tal embarcación está acabándose de componer, y los pasajeros que vienen en ella permanecen en la ciudad, esperando también que abonance el tiempo. Luego que ambas cosas se verifiquen, que será de aquí a tres lunas, nos haremos a la vela, pues yo deseo ver más mundo que el de mi patria; mi hermano me aprueba mi deseo, soy rico y puedo cumplirlo; pero esto resérvalo para ti solo.

Tengo dos amigos de los pasajeros que me aman mucho, según dicen, y todos los días vienen a comer conmigo. No te los he enseñado porque te juzgaba un pobre plebeyo; pero, pues eres rico y noble como ellos, desde hoy te sentaré a mi mesa.

Concluyó el chino su conversación, y a la hora de comer me sacó a una gran sala donde se debía servir la comida.

Había varios personajes, y entre ellos distinguí dos europeos,   —49→   que fueron los que me dijo Limahotón. Luego que entré a la sala dijo éste: aquí está, señores, un conde de vuestras tierras que arrojó el mar desnudo a estas playas, y desea volver a su patria.

Con mucho gusto llevaremos a su señoría, dijo uno de los extranjeros, que era español. Le manifesté mi gratitud, y nos sentamos a comer.

El otro extranjero era inglés, joven muy alegre y tronera. Allí se platicaron muchas cosas acerca de mi naufragio. Después el español me preguntó por mi patria, dije cuál era, y comenzamos a enredar la conversación sobre las cosas particulares del reino.

El chino estaba admirado y contento oyendo tantas cosas que le cogían de nuevo, y yo no estaba menos, considerando que me estaba granjeando su voluntad; pero por poco echa a perder mi gusto la curiosidad del español, pues me preguntó: ¿Y cuál es el título de usted en México? Porque yo a todos los conozco. Halleme bien embarazado con la pregunta, no sabiendo con qué nombre bautizar mi condazgo imaginario; pero, acordándome de cuánto importa en tales lances no turbarse, le dije que me titulaba el Conde de la Ruidera.

¡Haya caso!, decía el español, pues apenas habrá tres años que falto de México, y con motivo de haber sido rico y cónsul en aquella capital tuve muchas conexiones y conocí a todos los títulos; pero no me acuerdo del de usted, con ser tan ruidoso.

No es mucho, le dije, pues cabalmente hace un año que titulé. ¿Conque es título nuevo? Sí señor. ¿Y qué motivo tuvo usted para pretender un título tan extravagante?

El principal que tuve, contesté, fue considerar que un conde mete mucho ruido en la ciudad donde vive, a expensas de su dinero, y así me venía de molde la Ruidera del título. Se rió el español, y me dijo: es graciosa la ocurrencia; pero conforme a ella usted tendrá mucho dinero para meter ese ruido, y a fe que no todos los condes del mundo pueden titular tan ruidosamente. Antes he oído decir

  —50→  
Que en casa de los condes muchas veces
Más suele ser el ruido que las nueces.

Pues señor, en la mía hasta la hora de ésta son más las nueces que el ruido, como espero en Dios lo verá usted con sus ojos algún día. Yo lo celebro, dijo el español, y variando la plática se concluyó aquel acto, se levantaron los manteles, se despidieron de mí con el mayor cariño y nos separamos.

A la noche fue un criado que me llevó de parte del comerciante español un baúl con ropa blanca y exterior, nueva y según el corte que usamos. Lo entregó el criado con una esquelita que decía: Señor conde, sírvase Vuestra Señoría usar esa ropa que le asentará mejor que los faldellines de estas tierras. Dispense lo malo del obsequio por lo pronto, y mande a su servidor. -Ordóñez.

Recibí el baúl, contesté a lo grande en el mismo papel, y en esto se hizo hora de cenar y recogernos.

Al día siguiente amanecí vestido a la europea. En la mesa hubo qué reír y criticar con el joven inglés, que era algo tronera, como dije, hablaba un castellano de los diablos, y a más de eso tenía la imprudencia de alabar todo lo de su tierra con preferencia a las producciones del país en que estaba, y delante de Limahotón, el que su mosqueaba con estas comparaciones; pero en esta ocasión, murmurando el dicho inglés el pan que comía, no lo pudo sufrir el chino y, amostazándose más de lo que yo aguardaba de su genio, le dijo: mister, días hace que os honro con mi mesa, y días hace que observo que os descomedís en mi presencia abatiendo los efectos, y aun los ingenios de mi patria, por elogiar los de la vuestra.

Yo no repruebo que nuestros países, usos, religión, gobierno y alimentos os parezcan extraños; eso es preciso, y lo mismo me sucedería en vuestra Londres. Mucho menos repruebo que alabéis vuestras leyes y costumbres y las producciones de vuestra tierra. Justo es que cada uno ame con preferencia el país   —51→   en que nació, y que, congeniado con sus costumbres, climas y alimentos, los prefiera a los de todo el mundo; pero no es justo que esta alabanza sea apocando la tierra en que vivís y delante del que os sienta a su mesa.

Si se habla de religiones, vituperáis la mía y ensalzáis la anglicana; si de leyes, me aturdís con las cámaras; si de población, me contáis en vuestra capital un millón de hombres; si de templos, me repetís la descripción de la catedral de San Pablo y la abadía de Westminster; si de paseos, siempre os oigo alabar el parque de San James y el Green Park... En fin, ya me tenéis la cabeza hecha un mapa de Londres.

Si como os cansáis en alabar las cosas de vuestra tierra, despreciando o abatiendo las de la mía, os contentarais con referir sencillamente lo que se os preguntara y viniera al caso, dejando que la alabanza y la comparación la hicieran los oyentes, seguramente os hicierais bien quisto; pero hablar mal del pan de mi tierra, y decir que es mejor el de la vuestra, cuando éste y no aquél os alimenta, es una grosería que no me agrada, ni agradará a ninguno que os escuche.

Antes a todos hostigará vuestra jactancia y os dirán que ¿quién os llamó a su tierra? Y que si no os acomoda, ¿por qué no os mudáis con viento en popa, como yo os lo digo desde luego?

Diciendo esto, se levantó Limahotón sin acabar de comer, y sin despedirse de ninguno se retiró demasiadamente enojado.

Todos nos quedamos avergonzados, y más que nadie el español, quien, explicando bien al inglés todo cuanto había dicho el asiático, añadió: nos avergonzó, pero tuvo razón, camarada. Usted ha traspasado los límites de la urbanidad. En tierra extraña, y más cuando recibimos favores de los patricios, debemos conformarnos con sus usos y todo lo demás; y si no nos acomodan, marcharnos; pero nunca abatirlos ni ponderar lo de nuestra tierra sobre lo de la suya.

El Loitia ha dicho bien. Aunque los panes de Londres, de   —52→   Madrid y de México sean mejores que el de aquí, éste nos es útil y mejor que ninguno, porque éste es el que comemos, y es una villanía no agradecer el bien que recibimos, tratando de apocarlo delante de quien nos lo hace.

¿Qué le parecería al señor Conde de la Ruidera si yo alabara el vino de Sanlúcar despreciando la bebida regional de su tierra, que llaman pulque? ¿Qué diría si ensalzara el Escorial, la catedral de Sevilla y otras cosas particulares de España, murmurando igualmente de la alameda, del palacio y otras cosas de las Indias, y esto en México mismo, en las orejas y bigotes de los mexicanos, y quizá en su misma casa y al tiempo mismo en que me hacía un obsequio? Cuando me hiciera mucho favor, ¿no haría muy bien en tenerme por un tonto, incivil y de ruines principios? Pues en ese concepto ha quedado usted con Limahotón, y a fe de hombre de bien que le sobra justicia.

Si el inglés se avergonzó con la reprensión del chino, quedó más corrido con el remache del español; pero, aunque era un joven atolondrado, tenía entendimiento y docilidad; y así, convencido de su error, trató con el español de que satisficieran al japón, como hizo en el momento, suplicándole saliera, y éste, que en realidad era caballero, se dio por satisfecho y quedamos todos tan amigos como siempre, guardándose el inglés de menospreciar nada del país en que habitaba.

Algunos días permanecimos en la ciudad muy contentos, y yo más que todos, porque me veía estimado y obsequiado grandemente a merced de mi título fingido, y en mi interior me daba los plácemes de haber fraguado tal embuste, pues a la sombra de él estaba bien vestido, bien tratado y con ciertos humillos de título rico que ya estaba por creer que era de veras. Tales eran los cariños, obsequios y respetos que me tributaban, especialmente el español y el chino, quienes estaban persuadidos a que yo les sería útil en México. Ello es que lo pasé bien en tierra y en la navegación, y esto no lo hubiera conseguido   —53→   si hubieran sabido que mi título propio era el de Periquillo Sarniento; pero el mundo las más veces aprecia a los hombres, no por sus títulos reales, sino por los que dicen que tienen.

No por esto apruebo que sea bueno el fingir, por más que sea útil al que finge; también al lenón y al droguero les son útiles sus disimulos y sus trácalas, y sin embargo no les son lícitas. Lo que quiero que saquéis por fruto de este cuento es que advirtáis cuán expuestos vivimos a que nos engañe un pícaro astuto pintándonos gigantes de nobleza, talento, riqueza y valimiento. Nos creemos de su persuasión o de lo que llaman labia, nos estafa si puede, nos engaña siempre, y cuando conocemos la burla es cuando no podemos remediarla. En todo caso, hijos míos, estudiad al hombre, observadlo, penetradlo en su alma; ved sus operaciones, prescindiendo de lo exterior de su vestido, títulos ni rentas, y así que halléis alguno que siempre hable verdad y no se pegue al interés como el acero al imán, fiaos de él y decid: éste es hombre de bien, éste no me engañará, ni por él se me seguirá ningún perjuicio; pero, para hallar a este hombre, pedidle a Diógenes prestada su lanterna.

Volviendo a mi historieta, sabed que, cuando el asiático me tuvo por un noble, no se desdeñó de acompañarse conmigo en lo público; antes muchos días me sacaba a pasear a su lado, manifestándome lo hermoso de la ciudad.

El primer día que salí con él arrebató mi curiosidad un hombre que en un papel estaba copiando muy espacio unos caracteres que estaban grabados en una piedra de mármol que se veía fijada en la esquina de la calle.

Pregunté a mi amigo ¿qué significaba aquello? Y me respondió que aquél estaba copiando una ley patria que sin duda le interesaría. ¿Pues que, le dije, las leyes patrias están escritas en las esquinas de las calles de tu tierra? Sí, me dijo, en la ciudad están todas las leyes fijadas para que se instruyan en ellas los ciudadanos. Por eso mi hermano se admiró tanto cuando le hablaste de los abogados de tu tierra.

  —54→  

Es verdad que tuvo razón, dije yo, porque ciertamente todos debíamos estar instruidos en las leyes que nos gobiernan para deducir nuestros derechos ante los jueces, sin necesidad de valernos de otra tercera persona que hiciera por nosotros estos oficios. Seguramente en lo general saldrían mejor librados los litigantes bajo este método, ya porque se defenderían con más cuidado, y ya porque se ahorrarían de un sinnúmero de gastos que impenden en agentes, procuradores, abogados y relatores.

No me descuadra esta costumbre de tu tierra, ni me parece inaudita ni jamás practicada en el mundo, porque me acuerdo haber leído en Plauto que, hablando de lo inútiles, o a lo menos de lo poco respetadas que son las leyes en una tierra donde reina la relajación de las costumbres, dice:


...Eæ miseræ etiam
Ad parietem sunt fixæ clavis ferreis, ubi
Malos mores adfigi nimis fuerat æquius.

Arrugó el chino las cejas al escucharme, y me dijo: conde, yo entiendo mal el español y peor el inglés; pero esa lengua en que me acabáis de hablar la entiendo menos, porque no entiendo una palabra.

¡Oh, amigo!, le dije, ésa es la lengua o el idioma de los sabios. Es el latino, y quiere decir lo que oíste que son infelices las leyes en estar fijadas en las paredes con clavos de hierro, cuando fuera más justo que estuvieran clavadas allí las malas costumbres. Lo que prueba que en Roma se fijaban las leyes públicamente en las paredes como se hace en esta ciudad.

¿Con que eso quiere decir lo que me dijiste en latín?, preguntó Limahotón. Sí, eso quiere decir. Pues si lo sabes y lo puedes explicar en tu idioma, ¿para qué hablas en lengua que no entiendo?

¿Ya no dije que ésa es la lengua de los sabios?, le contesté, ¿cómo sabrías que yo entendía el latín, y que tenía buena memoria,   —55→   pues te citaba las mismas palabras de Plauto, manifestando al mismo tiempo un rasgo de mi florida erudición?

Si hay algún modo de pasar plaza de sabios en nuestras tierras es disparando latinajos de cuando en cuando. Eso será, dijo el chino, las veces que toque hablar entre los sabios, pues, según tu dijiste, es la lengua de los sabios y ellos se entenderán con ella; pero no será costumbre hablar en ese idioma entre gentes que no lo entienden.

Poco sabes de mundo, Limahotón, le dije. Delante de los que no entienden el latín se ha de salpicar la conversación de latines para que tengan a uno por instruido; porque delante de los que lo entienden va uno muy expuesto a que le cojan un barbarismo, una cita falsa, un anacronismo, una sílaba breve por una larga, y otras chucherías semejantes; y así no, entre los romancistas y las mujeres va segurísima la erudición y los latinorum. Yo he oído en mi tierra a muchos sujetos hablar en un estrado de señoras de Códigos y Digestos; de los sistemas de Ptolomeo, Cartesio o Renato Descartes, y de Newton; del fluido eléctrico, materia prima, turbillones, atracciones, repulsiones, meteoros, fuegos fatuos, auroras boreales y mil cosas de éstas, y todo citando trozos enteros de los autores en latín; de modo que las pobres niñas, como no han entendido nada, se han quedado con la boca abierta diciendo: ¡mira qué caso!

Así me he quedado yo, dijo el chino, al oírte desatinar en tu idioma y en el extraño; pero no porque no entiendo te tendré por sabio en mi vida; antes pienso que te falta mucho para serlo, pues la gracia del sabio está en darse a entender a cuantos lo escuchen; y, si yo me hallara en tu tierra en una conversación de esas que dices, me saldría de ella, teniendo a los que hablaban por unos ignorantes presumidos, y a los que los escuchaban por unos necios de remate, pues fingían divertirse y admirarse con lo que no entendían.

  —56→  

Viendo yo que mi pedantería no agradaba al chino, no dejé de correrme, pero disimulé y traté de lisonjearlo aplaudiendo las costumbres de su país; y así le dije: después de todo, yo estoy encantado con esta bella providencia de que estén fijadas las leyes en los lugares más públicos de la ciudad. A fe que nadie podrá alegar ignorancia de la ley que lo favorece o de la que lo condena. Desde pequeñitos sabrán de memoria los muchachos el código de tu tierra; y no que en la mía parece que son las leyes unos arcanos cuyo descubrimiento está reservado para los juristas, y de esta ignorancia se saben valer los malos abogados con frecuencia para aturdir, enredar y pelar a los pobres litigantes.

Y no pienses que esta ignorancia de las leyes depende del capricho de los legisladores, sino de la indolencia de los pueblos y de la turbamulta de los autores que se han metido a interpretarlas, y algunos tan larga y fastidiosamente que, para explicar o confundir lo determinado sobre una materia, verbigracia sobre el divorcio, han escrito diez librotes en folio, tamañotes, amigo, tamañotes, de modo que sólo de verlos por encima quitan las ganas de abrirlos.

¿Conque, según eso, decía el chino, también entre esos señores hay quienes pretendan parecer sabios a fuerza de palabras y discursos impertinentes? Ya se ve que sí hay, le contesté, sobre que no hay ciencia que carezca de charlatanes. Si vieras lo que sobre esto dice un autorcito que tenía un amigo que murió poco hace de coronel en Manila, te rieras de gana.

¿Sí? ¿Pues qué dice? Qué ha de decir, escribió un librito titulado Declamaciones contra la charlatanería de los eruditos, y en él pone de oro y azul a los charlatanes gramáticos, filósofos, anticuarios, historiadores, poetas, médicos... en una palabra, a cuantos profesan el charlatanismo a nombre de las ciencias, y tratando de los abogados malos, rábulas y leguleyos,   —57→   lo menos que dice es esto: «Ni son de mejor condición los indigestos citadores, familia abundantísima entre los letrados; porque, si bien todas las profesiones abundan harto en pedantes, en la jurisprudencia no sé por cuál fatalidad ha sido siempre excesivo el número. Hayan de dar un parecer, hayan de pronunciar un voto, revuelven cuantos autores pueden haber a las manos, amontonan una enorme salva de citas y, recargando las márgenes de sus papelones, creen que merecen grandes premios por la habilidad de haber copiado de cien autores cosas inútiles e impertinentes...

»Deberíamos también decir algo aquí de los que profesan la Rabulística, llamada por Aristóteles Arte de mentir. Cuando los vemos semejarse a la necesidad, esto es, carecer de leyes; cuando, para lograr nombre entre los ignorantes, se les ve echar mano de sutilezas ridículas, sofismas indecentes, sentencias de oráculos, clausulones de estrépito, y las demás artes de la más pestilente charlatanería; cuando, abusando con pérfida abominación de las trampas que suministran lo versátil de las fórmulas y de las interpretaciones legales, deduciendo artículos de artículos, nuevas causas de las antiguas, dilatan los pleitos, obscurecen su conocimiento a los jueces, revuelven y enredan los cabos de la justicia, truecan y alteran las apariencias de los hechos para deslumbrar a los que han de decidir; y todo esto por la vil ganancia, por el interés sórdido, y a veces también por tema y terquedad inicua; cuando se les ve, digo...». Ya está, dijo Limahotón, que eso es mucho hablar, y mis orejas no se pagan de la murmuración.

No, Loitia, le dije, no es murmuración, es crítica juiciosa del autor. El murmurador o detractor es punible porque descubre los defectos ajenos con el maldito objeto de dañar a su prójimo en el honor, y por esto siempre acusa la persona determinándola. El crítico, ya sea moral, ya satírico, no piensa   —58→   en ninguna persona cuando escribe, y sólo reprende o ridiculiza los vicios en general con el loable deseo de que se abominen; y así, Juan Burchardo, que es el autor cuyas palabras oíste, no habló mal de los abogados, sino de los vicios que observó en muchos, y no en todos, pues con los sabios y buenos no se mete.

¿Luego también hay abogados buenos y sabios?, preguntó el chino, a quien dije: y como que los hay excelentes, así en su conducta moral, como en su sólida instrucción. Unos Solones son muchos de ellos en la justicia, y unos Demóstenes en la elocuencia, y claro es que éstos, lejos de merecer la sátira dicha, son acreedores a nuestra estimación y respetos.

Con todo eso, dijo el chino, si tú y ese autor cayeran en poder de los abogados malos y embrolladores, habíais de tener mal pleito. Si era su encono por sólo esto, le contesté, sería añadir injusticia a su necedad, pues ni el autor ni yo hemos nombrado a Pedro, Sancho ni Martín; y así haría muy mal el abogado que se manifestara quejoso de nosotros, pues entonces él mismo se acusaba contra nuestra sencilla voluntad.

Sea de esto lo que fuere, dijo el asiático, yo estoy contento con la costumbre de mi patria, pues aquí no hemos menester abogados porque cada uno es su abogado cuando lo necesita, a lo menos en los casos comunes. Nadie tiene autoridad para interpretar las leyes, ni arbitrio para desentenderse de su observancia con pretexto de ignorarlas. Cuando el soberano deroga alguna o de cualquier modo la altera, inmediatamente se muda o se fija según debe regir nuevamente, sin quedar escrita la antigua que estaba en su lugar. Finalmente, todos los padres están obligados, bajo graves penas, a enseñar a leer y escribir a sus hijos, y presentarlos instruidos a los jueces territoriales antes que cumplan los diez años de su edad, con lo que nadie tiene justo motivo para ignorar las leyes de su país.

  —59→  

Muy bellas me parecen estas providencias, le dije, y, a más de muy útiles, muy fáciles de practicarse. Creo que en muchas ciudades de Europa admirarían este rasgo político de legislación que no puede menos que ser origen de muchos bienes a los ciudadanos, ya excusándolos de litigios inoportunos, y ya siquiera librándolos de las socaliñas de los agentes, abogados, y demás oficiales de pluma, de que no se escapan por ahora cuando se ofrece.

Pero ya te dije, este mal o la ignorancia que el pueblo padece de las leyes, así en mi patria como en Europa, no dimana de los reyes, pues éstos, interesados tanto en la felicidad de sus vasallos cuanto en hacer que se obedezca su voluntad, no sólo quieren que todos sepan las leyes, sino que las hacen publicar y fijar en las calles apenas las sancionan; lo que sucede es que no se fijan en lápidas de mármol como aquí, sino en pliegos de papel, materia muy frágil para que permanezca mucho tiempo.

A los soldados se les leen las ordenanzas o leyes penales para que no aleguen ignorancia; y, por fin, en el código español vemos expresada claramente esta voluntad de los monarcas, pues entre tantas leyes como tiene se leen las palabras siguientes: Ca tenemos que todos los de nuestro señorío deben saber estas nuestras leyes7. Y debe la ley ser manifiesta, que todo hombre la pueda entender, y que ninguno por ella reciba engaño8.

Todo lo que prueba que, si los pueblos viven ignorantes de sus derechos y necesitan mendigar su instrucción, cuando se les ofrece, de los que se dedican a ella, no es por voluntad de los reyes, sino por su desidia, por la licencia de los abogados y, lo que es más, por sus mismas envejecidas costumbres, contra las que no es fácil combatir.

Tú me admiras, conde, decía el chino. A la verdad que   —60→   eres raro: unas veces te produces con demasiada ligereza, y otras con juicio como ahora. No te entiendo.

En esto llegamos a palacio y se concluyó nuestra conversación.




ArribaAbajoCapítulo V

En el que refiere Periquillo cómo presenció unos suplicios en aquella ciudad, dice los que fueron y relata una curiosa conversación sobre las leyes penales que pasó entre el chino y el español


Al día siguiente salimos a nuestro paseo acostumbrado y, habiendo andado por los parajes más públicos, hice ver a Limahotón que estaba admirado de no hallar un mendigo en toda la ciudad, a lo que él me contestó: aquí no hay mendigos aunque hay pobres, porque, aun de los que lo son, muchos tienen oficio con que mantenerse; y, si no, son forzados a aprenderlo por el gobierno.

¿Y cómo sabe el gobierno, le pregunté, los que tienen oficio y los que no? Fácilmente, me dijo, ¿no adviertes que todos cuantos encontramos tienen una divisa particular en la piocha o remate del tocado de la cabeza? Reflexioné que era según el chino me decía, y le dije: en verdad que es como me lo dices, y no había reparado en ella. ¿Pero qué significan esas divisas? Yo te lo diré, me contestó.

En esto nos acercamos a un gran concurso que estaba junto en una plaza con no sé qué motivo, y allí me dijo mi amigo: mira, aquel que tiene en la cabeza una cinta o listón ancho de seda nácar es juez, aquel que la tiene amarilla es médico, el otro que la tiene blanca es sacerdote, el otro que se adorna con la azul es adivino, aquel que la trae verde es comerciante, el de la morada es astrólogo, el de la negra músico; y así con las cintas anchas de seda, ya bordadas de estambre, y ya de   —61→   éste o el otro metal, se conocen los profesores de las ciencias y artes más principales.

Los empleados en dignidad, ya con relación al gobierno político y militar, que aquí no se separan, ya en orden a la religión, se distinguen con sortijas de piedras en el pelo, y, según son las piedras y las figuras de las sortijas, manifiestan sus graduaciones.

Mi hermano, que es el virrey, o el segundo después del rey, ya lo viste, tiene una sortija de brillantes colocada sobre la coronilla del tocado, o en la parte más superior. Yo, que soy un Chaen o visitador general en su nombre, la tengo también de brillantes, pero más angosta y caída para atrás; aquel que la tiene de rubíes es magistrado, aquel de la de esmeraldas es el sacerdote principal, el de la de topacios es embajador, y así se distinguen los demás.

Los nobles son los que visten túnicas o ropones de seda, y los que se han señalado en acciones de guerra las traen bordadas de oro. Los plebeyos las usan de estambre o algodón.

Los artesanos tienen sus divisas de colores, pero cortas y de lana. Aquellos que ves con lazos blancos son tejedores de cocos y lienzos blancos, los de azules son tejedores de todas sedas, los de verdes bordadores, los de rojo sastres, los de amarillo zapateros, los de negro carpinteros, y así todos. Los verdugos no tienen cinta ni tocado alguno, traen las cabezas rapadas y un dogal atado a la cintura, del que pende un cuchillo.

Los que veas que a más de estos distintivos, así hombres como mujeres, tienen una banda blanca, son solteros o gente que no se ha casado, los que la tienen roja tienen mujer o mujeres según sus facultades, y los que la tienen negra son viudos.

A más de estas señales hay algunas otras particulares que pudieras observar fácilmente, como son las que usan los de otros reinos y provincias, y los del nuestro en ciertos casos;   —62→   por ejemplo en los días de boda, de luto, de gala y otros; pero con lo que te he enseñado te basta para que conozcas cuán fácil le es al gobierno saber el estado y oficio de cada uno sólo con verlo, y esto sin que tenga nadie lugar a fingirlo, pues cualquier juez subalterno, que hay muchos, tienen autoridad para examinar al que se le antoje en el oficio que dice que tiene, como le sea sospechoso, lo que se consigue con la trivial diligencia de hacerlo llamar y mandar que haga algún artefacto del oficio que dice tiene. Si lo hace, se va en paz y se le paga lo que ha hecho; si no lo hace, es conducido a la cárcel, y, después de sufrir un severo castigo, se lo obliga a aprender oficio dentro de la misma prisión, de la que no sale hasta que los maestros no certifican que esta idóneo para trabajar públicamente.

No sólo los jueces pueden hacer estos exámenes, los maestros respectivos de cada oficio están también autorizados para reconvenir y examinar a aquél de quien tengan sospechas que no sabe el oficio cuya divisa se pone; y de esta manera es muy difícil que haya en nuestra tierra uno que sea del todo vago o inútil.

No puedo menos, le dije, que alabar la economía de tu país. Cierto que si todas las providencias que aquí rigen son tan buenas y recomendables como las que me has hecho conocer, tu tierra será la más feliz, y aquí se habrán realizado las ideas imaginarias de Aristóteles, Platón y otros políticos en el gobierno de sus arregladísimas repúblicas.

Que sea la más feliz yo no lo sé, dijo el chino, porque no he visto otras; que no haya aquí crímenes ni criminales, como he oído decir que hay en todo el mundo, es equivocación pensarlo, porque los ciudadanos de aquí son hombres como en todas partes. Lo que sucede es que se procuran evitar los delitos con las leyes, y se castigan con rigor los delincuentes. Mañana puntualmente es día de ejecución, y verás si los castigos son terribles.

  —63→  

Diciendo esto nos retiramos a su casa, y no ocurrió cosa particular en aquel día; pero al amanecer del siguiente me despertó temprano el ruido de la artillería, porque se disparó cuanta coronaba la muralla de la ciudad.

Me levanté asustado, me asomé por las ventanas de mi cuarto, y vi que andaba mucha gente de aquí acullá como alborotada. Pregunté a un criado si aquel movimiento indicaba alguna conmoción popular, o alguna invasión de enemigos exteriores. Y dicho criado me dijo que no tuviera miedo, que aquella bulla era porque aquel día había ejecución y, como esto se veía de tarde en tarde, concurría a la capital de la provincia innumerable gente de otras, y por eso había tanta en las calles, como también porque en tales días se cerraban las puertas de la ciudad y no se dejaba entrar y salir a nadie, ni era permitido abrir ninguna tienda de comercio, ni trabajar en ningún oficio hasta después de concluida la ejecución. Atónito estaba yo escuchando tales preparativos, y esperando ver sin duda cosas para mí extraordinarias.

En efecto, a pocas horas hicieron seña con tres cañonazos de que era tiempo de que se juntaran los jueces. Entonces me mandó llamar el Chaen y, después de saludarme cortésmente, nos fuimos para la plaza mayor, donde se había de verificar el suplicio.

Ya juntos todos los jueces en un gran tablado, acompañados de los extranjeros decentes, a quienes hicieron lugar por cumplimiento, se dispararon otros tres cañonazos y comenzaron a salir de la cárcel como setenta reos entre los verdugos y ministros de justicia.

Entonces los jueces volvieron a registrar los procesos para ver si alguno de aquellos infelices tenía alguna leve disculpa con que escapar, y, no hallándola, hicieron seña de que se procediese a la ejecución, la que se comenzó, llenándonos de horror todos los forasteros con el rigor de los castigos; porque a unos los empalaban, a otros los ahorcaban, a otros los azotaban   —64→   cruelísimamente en las pantorrillas con bejucos mojados, y así repartían los castigos.

Pero lo que nos dejó asombrados fue ver que a algunos les señalaban las caras con unos hierros ardiendo, y después les cortaban las manos derechas.

Ya se deja entender que aquellos pobres sentían los tormentos y ponían sus gritos en el cielo, y entre tanto los jueces en el tablado se entretenían en fumar, parlar, refrescar y jugar a las damas, distrayéndose cuanto podían para no escuchar los gemidos de aquellas víctimas miserables.

Acabose el funesto espectáculo a las tres de la tarde, a cuya hora nos fuimos a comer.

En la mesa se trató entre los concurrentes de las leyes penales, de cuya materia hablaron todos con acierto a mi parecer, especialmente el español, que dijo: cierto, señores, que es cosa dura el ser juez, y más en estas tierras, donde por razón de la costumbre tienen que presenciar los suplicios de los reos, y atormentar sus almas sensibles con los gemidos de las víctimas de la justicia. La humanidad se resiente al ver un semejante nuestro entregado a los feroces verdugos que sin piedad lo atormentan, y muchas veces lo privan de la vida añadiendo al dolor la ignominia.

Un desgraciado de éstos, condenado a morir infame en una horca, a sufrir la afrenta y el rigor de unos azotes públicos, o siquiera la separación de su patria y los trabajos anexos a un presidio, es para una alma piadosa un objeto atormentador. No sólo considera la aflicción material de aquel hombre en lo que siente su cuerpo, sino que se hace cargo de lo que padece su espíritu con la idea de la afrenta y con la ninguna esperanza de remedio; de aquella esperanza, digo, a que nos acogemos como a un asilo en los trabajos comunes de la vida.

Estas reflexiones por sí solas son demasiado dolorosas, pero el hombre sensible no aísla a ellas la consideración: su ternura   —65→   es mucha para olvidarse de aquellos sentimientos particulares que deben afligir al individuo puesto en sociedad.

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¡Qué congoja tendrá este pobrecito reo!, dice en su interior a sus amigos, ¡qué congoja tendrá al ver que la justicia lo arranca de los brazos de la esposa amable, que ya no volverá a besar a sus tiernos hijos, ni a gozar la conversación de sus mejores amigos, sino que todos lo desampararán de una vez, y él a todos va a dejarlos por fuerza! ¿Y cómo los deja? ¡Oh, dolor! A la esposa, viuda, pobre, sola y abatida; a los hijos, huérfanos infelices y mal vistos; y a los amigos escandalizados, y acaso arrepentidos de la amistad que le profesaron.

¿Parará aquí la reflexión de las almas humanas? No, se extiende todavía a aquellas familias miserables. Las busca con el pensamiento, las halla con la idea, penetra las paredes de sus albergues y, al verlas sumergidas en el dolor, la afrenta y desamparo, no puede menos aquel espíritu que sentirse agitado de la aflicción más penetrante, y en tal grado que, a poder, él arrancaría la víctima de las manos de los verdugos y, creyendo hacer un gran bien, la restituiría impune al seno de su adorada familia.

Pero, ¡infelices de nosotros si esta humanidad mal entendida dirigiera las cabezas y plumas de los magistrados! No se castigaría ningún crimen, serían ociosas las leyes, cada uno obraría según su gusto, y los ciudadanos, sin contar con ninguna seguridad individual, serían los unos víctimas del furor, fuerza y atrevimiento de los otros.

En este triste caso serían ningunos los diques de la religión para contener al perverso; sería una quimera el pretender establecer cualquier gobierno, la justicia fuera desconocida, la razón ultrajada y la Deidad desobedecida enteramente. ¿Y qué fuera de los hombres sin religión, sin gobierno, sin razón, sin justicia y sin Dios? Fácil es conocer que el mundo, en caso de existir, sería un caos de crímenes y abominaciones. Cada uno sería un tirano del otro a la vez que pudiera. Ni el padre   —66→   cuidaría del hijo ni éste tendría respeto al padre, ni el marido amara a su mujer, ni ésta fuera fiel al marido, y, sobre estos malos principios, se destruiría todo cariño y gratitud recíproca en la sociedad, y entonces el más fuerte sería un verdugo del más débil, y a costa de éste contentaría sus pasiones, ya quitándole sus haberes, ya su mujer, ya sus hijos, ya su libertad y ya su vida.

Tal fuera el espantoso cuadro del despotismo universal que se vería en el mundo si faltara el rigor de la justicia, o por mejor decir, el freno de las leyes con que la justicia contiene al indómito, asegurando de paso al hombre arreglado y de conducta.

Yo convendré sin repugnancia en que, después de este raciocinio, una alma sensible no puede ver decapitar al reo más criminal con indiferencia. Aún diré más: los mismos jueces que sentencian al reo mojan primero la pluma en sus lágrimas que en la tinta cuando firman el fallo de su muerte. Estos actos fríos y sangrientos les son repugnantes como a hombres criados entre suaves costumbres; pero ellos no son árbitros de la ley, deben sujetarse a sus sanciones y no pueden dejar eludida la justicia con la indulgencia para con los reos, por más que su corazón se resienta como de positivo sucede. Prueba de ello es que en mi tierra no asisten a estos actos fúnebres los jueces.

¿Pero acaso porque estas terribles catástrofes aflijan nuestra sensibilidad la razón ha de negar que son justas, útiles y necesarias al común de los ciudadanos? De ninguna manera. Cierto es que una alma tierna no mira padecer en el patíbulo a un delincuente, sino a un semejante suyo, a un hombre; y entonces prescinde de pensar en la justicia con que padece, y solamente considera que padece, pero esto no es saber arreglar nuestras pasiones a la razón.

A mí me ha sucedido en semejantes lances verter lágrimas de compasión en favor de un desdichado reo al verlo conducir al suplicio cuando no he reflexionado en la gravedad de   —67→   sus delitos; mas cuando he detenido en éstos la consideración y me he acordado de que aquel que padece fue el que por satisfacer una fría venganza o por robar, tal vez una ratería, asesinó alevosamente a un hombre de bien, que con mil afanes sostenía a una decente y numerosa familia que por su causa quedó entregada a las crueles garras de la indigencia, y que quizá el inocente desgraciado pereció para siempre por falta de los socorros espirituales que previene nuestra religión (hablo de la católica, señores); entonces yo no dudo que suscribiría de buena gana la sentencia de su muerte, seguro de que en esto haría a la sociedad tan gran bien, con la debida proporción, como el que hace el diestro cirujano cuando corta la mano corrompida del enfermo para que no perezca todo el cuerpo.

Así sucede a todo hombre sensato que conoce que estos dolorosos sacrificios los determina la justicia para la seguridad del estado y de los ciudadanos.

Si los hombres se sujetaran a las leyes de la equidad, si todos obraran según los estímulos de la recta razón, los castigos serían desconocidos; pero por desgracia se dejan dominar de su pasiones, se desentienden de la razón y, como están demasiado propensos por su misma fragilidad a atropellar con ésta por satisfacer aquéllas, es necesario valerse, para contener la furia de sus ímpetus desordenados, del terror que impone el miedo de perder los bienes, la reputación, la libertad o la vida.

Tenemos aquí fácilmente descubierto el origen de las leyes penales, leyes justas, necesarias y santas. Si al hombre se le dejara obrar según sus inclinaciones, obrara con más ferocidad que los brutos. Ciertamente éstos no son capaces de apostárselas en ferocidad a un hombre cuando pierde los estribos de la razón. No hay perro que no sea agradecido a quien le da el pan, no hay caballo que no se sujete al freno, no hay gallina que repugne criar y cuidar a sus hijos por sí misma, y así de todos.

  —68→  

Por último, ¿qué ocasión vemos que los brutos más carniceros se amontonen para quitarse la vida unos a otros en su especie, ni en las que les son extrañas? Y el hombre, ¿cuántas veces desconoce la lealtad, la gratitud, el amor filial y todas las virtudes morales, y se junta con otros para destruir su especie en cuanto puede?

Un caballo obedece a una espuela y un burro anda con la carga por medio del palo; pero el hombre, cuando abandona la razón, es más indómito que el burro y el caballo, y de consiguiente necesario ha menester estímulos más duros para sujetarse. Tal es el temor de perder lo más apreciable, como es la vida.

La justicia, o los jueces que la distribuyen según las buenas leyes, no privan de la libertad o de la vida al reo por venganza sino por necesidad. No le quita a Juan la vida precisamente porque mató a Pedro, sino también porque, cuando aquél expía su delito en el suplicio, tenga el pueblo la confianza de que el estado vela en su seguridad, y sepa que, así como castiga a aquél, castigará a cuantos incurran en igual crimen, que es lo mismo que imponer el escarmiento general con la muerte de un particular delincuente.

De estos principios se penetraron las naciones cuando adoptaron las leyes criminales, leyes tan antiguas como el mismo mundo. Crió Dios al hombre y, sabiendo que desobedecería sus preceptos, antes de que lo verificara le informó de la pena a que lo condenaba. No comas, le dijo, de la fruta de este árbol, porque si la comes morirás. Tan autorizado así está el obligar al hombre a obedecer la ley con el temor del castigo.

Pero, para que las penas produzcan los saludables efectos para que se inventaron, es menester9 que se deriven de la naturaleza de los delitos; que sean proporcionadas a ellos;   —69→   que sean públicas, prontas, irremisibles y necesarias; que sean lo menos rigorosas que fuere posible, atendidas las circunstancias; finalmente, que sean dictadas por la misma ley.

En los suplicios que acabamos de ver creo que no han faltado estas circunstancias, si se exceptúa la moderación, porque a la verdad me han parecido demasiado crueles, especialmente la de marcar con hierros ardiendo a muchos infelices, cortándoles después las manos derechas.

Esta pena, en mi juicio, es harto cruel, porque, después que castiga al delincuente con el dolor, lo deja infame para siempre con unas notas indelebles, y lo hace infeliz e inútil en la sociedad a causa del embarazo que le impone para trabajar quitándole la mano.

Ni me sorprenden como nuevas estas penas rigorosas. He leído que en Persia a los usureros les quiebran los dientes a martillazos, y a los panaderos fraudulentos los arrojan en un horno ardiendo. En Turquía a los mismos les dan de palos y multan por primera y segunda vez, y por tercera los ahorcan en las puertas de sus casas, en las que permanece el cadáver colgado tres días. En Moscovia a los defraudadores de la renta del tabaco se les azota hasta descubrirles los huesos. En nuestro mismo código tenemos leyes que imponen pena capital al que hace bancarrota fraudulentamente, y al ladrón casero en llegando la cantidad robada a cincuenta pesos; otras que mandan cortar la lengua y darles cien azotes a los blasfemos; otras que mandan cortar la mano al escribano falsario, y así otras que no están en uso a causa de la mudanza de los tiempos y dulcificación de las costumbres10.

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Todo esto he dicho, Loitia, para persuadiros a que os intereséis con el Tután para que éste lo haga con el rey, a ver si se consigue la conmutación de este suplicio en otro menos cruel. No quisiera que ningún delincuente quedara impune, pero que no se castigara con tal rigor.

Calló, diciendo esto, el español, y el asiático, tomando la palabra, le contestó: Se conoce, extranjero, que sois harto piadoso y no dejáis de tener alguna instrucción; pero acordaos que, siendo el primero y principal fin de toda sociedad la seguridad de los ciudadanos y la salud de la república, síguese por consecuencia necesaria que éste es también el primero y general fin de las penas. La salud de la república es la suprema ley.

Acordaos también que además de este fin general hay otros particulares subordinados a él, aunque igualmente necesarios y sin los cuales no podía verificarse el general. Tales son la corrección del delincuente para hacerlo mejor, si puede ser, y para que no vuelva a perjudicar a la sociedad; el escarmiento y ejemplo para que los que no han pecado se abstengan de hacerlo; la seguridad de las personas y de los bienes de los ciudadanos; el resarcimiento o reparación del perjuicio causado al orden social, o a los particulares11.

Os acordaréis de todos estos principios, y en su virtud advertid que estas penas que os han parecido excesivas están conformes a ellos. Los que han muerto han compurgado los homicidios que han cometido, y han muerto con más o menos tormentos según fueron más o menos agravantes las circunstancias de sus alevosías; porque, si todas las penas deben   —71→   ser correspondientes a los delitos, razón es que el que mató a otro con veneno, ahogado o de otra manera más cruel, sufra una muerte más rigorosa que aquel que privó a otro de la vida de una sola estocada, porque le hizo padecer menos. Ello es que aquí el que mata a otro alevosamente, muere sin duda alguna.

Los que habéis visto azotar eran ladrones que se castigan por primera y segunda vez, y los que han sido herrados y mutilados son ladrones incorregibles. A éstos ningún agravio se les hace, pues, aun cuando les cortan las manos, los inutilizan para que no roben más, porque ellos no son útiles para otra cosa. De esta maldita utilidad abomina la sociedad, quisiera que todo ladrón fuera inútil para dañarla, y de consiguiente se contenta con que la justicia los ponga en tal estado y que los señale con el fuego para que los conozcan y se guarden de ellos aun estando sin la una mano, para que no tengan lugar de perjudicarlos con la que les queda.

En la Europa me dicen que a un ladrón reincidente lo ahorcan; en mi tierra lo marcan y mutilan, y creo que se consigue mejor fruto. Primeramente el delincuente queda castigado y enmendado por fuerza, dejándolo gozar del mayor de los bienes, que es la vida. Los ciudadanos se ven seguros de él, y el ejemplo es duradero y eficaz.

Ahorcan en Londres, en París o en otra parte a un ladrón de éstos, y pregunto: ¿lo saben todos? ¿Lo ven? ¿Saben que han ahorcado a tal hombre y por qué? Creeré que no; unos cuantos lo verán, sabrán el delito menos individuos, y muchísimos ignorarán del todo si ha muerto un ladrón.

Aquí no es así; estos desgraciados, que no quedan sino para solicitar el sustento pidiéndolo de puerta en puerta (únicos a quienes se les permite mendigar), son unos pregoneros de la rectitud de la justicia, y unos testimonios andando del infeliz estado a que reduce al hombre la obstinación en sus crímenes.

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El ladrón ahorcado en Europa dura poco tiempo expuesto a la pública expectación, y de consiguiente dura poco el temor. Luego que se aparta de la vista del perverso aquel objeto fúnebre, se borra también la idea del castigo, y queda sin el menor retraente para continuar en sus delitos.

En la Europa quedan aislados los escarmientos (si escarmentaran) a la ciudad donde se verifica el suplicio; y, fuera de esto, los niños, cuyos débiles cerebros se impresionan mejor con lo que ven que con lo que oyen, no viendo padecer a los ladrones, sino oyendo siempre hablar de ellos con odio, lo más que consiguen es temerlos, como temerían a unos perros rabiosos; pero no conciben contra el robo todo el horror que fuera de desear.

Aquí sucede todo lo contrario. El delincuente permanece entre los buenos y los malos, y por lo mismo el ejemplo permanece, y no aislado a una ciudad o villa, sino que se extiende a cuantas partes van estos infelices, y los niños se penetran de terror contra el robo, y de temor al castigo, porque les entra por los ojos la lección más elocuente.

Comparad ahora si será más útil ahorcar a un ladrón que herrarlo y mutilarlo; y si aun con todo lo que dije persistís en que es mejor ahorcarlo, yo no me opondré a vuestro modo de pensar, porque sé que cada reino tiene sus leyes particulares y sus costumbres propias que no es fácil abolir, así como no lo es introducir otras nuevas; y con esta salva dejemos a los legisladores el cuidado de enmendar las leyes defectuosas según las variaciones de los siglos, contentándonos con obedecer las que nos rigen, de modo que no nos alcancen las penales.

Todos aplaudieron al chino, se levantaron los manteles y cada uno se retiró a su casa.



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ArribaAbajoCapítulo VI

En el que cuenta Perico la confianza que mereció al chino, la venida de éste con él a México y los días felices que logró a su lado gastando mucho y tratándose como un conde


Contento y admirado vivía yo con mi nuevo amigo. Contento por el buen trato que me daba, y admirado por oírlo discurrir todos los días con tanta franqueza sobre muchas materias que parecía que las profesaba a fondo. Es verdad que su estilo no era el que yo escribo, sino uno muy sublime y lleno de frases que regalaban nuestros oídos; pero, como su locución era natural, añadía con ella nueva gracia a sus discursos.

Entre tanto yo gozaba de la buena vida, no me descuidaba en hacer mi negocio a sombra de la amistad que el Chaen me dispensaba, y así ponía mis palabras, interesaba mis súplicas y hacía frecuentemente mis empeños todos por los que me ocupaban sin las manos vacías, y de esta suerte con semejante granjería llené un baúl de regalitos apreciables.

Todo esto se deja entender que era a excusas de mi favorecedor, pues era tan íntegro que, si hubiera penetrado mis malas artes, acaso yo no salgo de aquella ciudad, pues me condena él mismo a un presidio; pero como no es muy fácil que un superior distinga al que le advierte del que le adula y engaña, y más si está preocupado en favor de éste, se sigue que el malvado continúa sin recelo en sus picardías, y los superiores imposibilitados de salir de sus engaños.

Advertido yo de estos secretos, procuraba hablarle siempre al Loitia con la mayor circunspección, declarándome partidario tenaz de la justicia, mostrándome compasivo y nimiamente desinteresado, celoso del bien público y en todo adherido a su modo de pensar, con lo que le lisonjeaba el gusto demasiado.

Era el chino sabio, juicioso y en todo bueno; pero ya estaba   —74→   yo acostumbrado a valerme de la bondad de los hombres para engañarlos cuando podía, y así no me fue difícil engañar a éste. Procuré conocerle su genio, advertí que era justo, piadoso y desinteresado; lo acometía siempre por estos flancos, y rara vez no conseguía mi pretensión.

En medio de esta bonanza no dejaba yo de sentir que me hubiese salido huero mi virreinato, y muchas veces no podía consolarme con mi fingido condazgo, aunque no me descuadraba que me regalaran las orejas con el título, pues todos los días me decían los extranjeros que visitaban al Chaen: Conde, oiga Vuestra Señoría. Conde, mire Vuestra Señoría. Conde, tenga Vuestra Señoría, y daca el conde y torna el conde, y todo era condearme de arriba abajo. Hasta el pobre chino me condeaba en fuerza del ejemplo y, como veía que todos me trataban con respeto y cariño, se creyó que un conde era lo menos tanto como un Tután en su tierra o un visir en la Turquía. Agreguen ustedes a este equivocado concepto la idea que formó de que yo le valdría mucho en México, y así procuraba asegurar mi protección, granjeándome por cuantos medios podía; y los extranjeros, que lo habían menester a él, mirando lo que me quería, se empeñaban en adularlo, expresándome su estimación; y así, engañados unos y otros, conspiraban sin querer a que yo perdiera el poco juicio que tenía, pues tanto me condeaban y usiaban, tanto me lisonjeaban y tantas caricias y rendimientos me hacían, que ya estaba yo por creer que había nacido conde y no había llegado a mi noticia.

¡Qué mano, decía yo a mis solas, qué mano que yo sea conde y no lo sepa! Es verdad que yo me titulé; pero, para ser conde, ¿qué importa que me titule yo o me titule el rey? Siendo titular, todo se sale allá. Ahora ¿qué más tiene que yo el mejor conde del universo? ¿Nobleza? No me falta. ¿Edad? Tengo la suficiente. ¿Ciencia? No la necesito, y ganas me sobran.

Lo único que no tengo es dinero y méritos, mas esto es una   —75→   friolera. ¿Acaso todos los condes son ricos y ameritados? ¿Cuántos hay que carecen de ambas cosas? Pues ánimo, Perico, que un garbanzo más no revienta una olla. Para conde nací según mi genio, y conde soy y conde seré, pésele a quien le pesare, y por serlo haré cuantas diabluras pueda, a bien que no seré el primero que por ser conde sea un bribón.

En estos disparatados soliloquios me solía entretener de cuando en cuando, y me abstraía con ellos de tal modo que muchas veces me encerraba en mi gabinete, y era menester que me fuesen a llamar de parte del Chaen, diciéndome que él y la corte me estaban esperando para comer. Entonces volvía yo en mí como de un letargo, y exclamaba: ¡Santo Dios!, no permitas que se radiquen en mi cerebro estas quiméricas ideas y me vuelva más loco de lo que soy.

La Divina Providencia quiso atender a mis oraciones, y que no parara yo en San Hipólito de conde, ya que había perdido la esperanza de entrar de virrey, así como entran y han entrado muchos tontos por dar en una majadería difícil, si no imposible.

A pocos días avisaron los extranjeros que el buque estaba listo, y que sólo estaban detenidos por la licencia del Tután. Su hermano la consiguió fácilmente, y ya que todo estaba prevenido para embarcarnos, les comunicó el designio que tenía de pasar a la América con licencia del rey, gracia muy particular en la Asia.

Todos los pasajeros festejaron en la mesa su intención con muchos vivas, ofreciéndose a porfía a servirlo en cuanto pudieran. Al fin era toda gente bien nacida, y sabían a lo que obligan las leyes de la gratitud.

Llego el día de embarcarnos y, cuando todos esperábamos a bordo el equipaje del Chaen, vimos con admiración que se redujo a un catre, un criado, un baúl y una petaquilla.

Entonces, y cuando entró el chino, le preguntó el comerciante español que si aquel baúl estaba lleno de onzas de oro. No   —76→   está, dijo el chino, apenas habrá doscientas. Pues es muy poco dinero, le replicó el comerciante, para el viaje que intentáis hacer. Se sonrió el chino y le dijo: me sobra dinero para ver México y viajar por la Europa. Vos sabéis lo que hacéis, dijo el español, pero os repito que ese dinero es poco. Es harto, decía el chino, yo cuento con el vuestro, con el de vuestros paisanos que nos acompañan, y con el que guardan en sus arcas los ricos de vuestra tierra. Yo se los sacaré lícitamente y me sobrará para todo.

Hacedme favor, replicó el español, de descifrarme este enigma. Si es por amistad, seguramente podéis contar con mi dinero y con el de mis compañeros; pero si es en linea de trato, no sé con qué nos podréis sacar un peso. Con pedazos de piedras y enfermedades de animales, dijo el chino, y no me preguntéis más, que cuando estemos en México yo os descifraré el enigma.

Con esto quedamos todos perplejos, se levaron las anclas y nos entregamos a la mar, queriendo Dios que fuera nuestra navegación tan feliz que en tres meses llegamos viento en popa al puerto y ruin ciudad de Acapulco, que, a pesar de serlo tanto, me pareció al besar sus arenas más hermosa que la capital de México. Gozo muy natural a quien vuelve a ver, después de sufrir algunos trabajos, los cerros y casuchas de su patria.

Desembarcamos muy contentos; descansamos ocho días, y en literas dispusimos nuestro viaje para México.

En el camino iba yo pensando cómo me separaría del chino y demás camaradas, dejándolos en la creencia de que era conde, sin pasar por un embustero, ni un ingrato grosero; pero, por más que cavilé, no pude desembarazarme de las dificultades que pulsaba.

En esto avanzábamos leguas de terreno cada día, hasta que llegamos a esta ciudad, y posamos todos en el mesón de la Herradura.

  —77→  

El chino, como que ignoraba los usos de mi patria, en todo hacía alto, y me confundía a preguntas, porque todo le cogía de nuevo, y me rogaba que no me separara de él hasta que tuviera alguna instrucción, lo que yo le prometí, y quedamos corrientes; pero los extranjeros me molían mucho con mi condazgo, particularmente el español, que me decía: conde, ya dos días hace que estamos en México, y no parecen sus criados ni el coche de Vuestra Señoría para conducirlo a su casa. Vamos, la verdad, usted es conde... pues... no se incomode Vuestra Señoría, pero creo que es conde de cámara, así como hay gentiles hombres de cámara.

Cuando me dijo esto me incomodé y le dije: crea usted o no que soy conde, nada me importa. Mi casa está en Guadalajara, de aquí a que vengan de allá por mí se ha de pasar algún tiempo, y mientras no puedo hacer el papel que usted espera; mas algún día sabremos quién es cada cual.

Con esto me dejó y no me volvió a hablar palabra del condazgo. El chino, para descubrirle el enigma que le dijo al tiempo de embarcarnos, le sacó un cañutero lleno de brillantes exquisitos y una cajita, como de polvos, surtida de hermosas perlas, y le dijo: Español, de estos cañuteros tengo quince, y cuarenta de estas cajitas; ¿qué dice usted12, me habilitarán de moneda a merced de ellos?

El comerciante, admirado con aquella riqueza, no se cansaba de ponderar los quilates de los diamantes, y lo grande, igual y orientado de las perlas; y así, en medio de su abstracción respondió: Si todos los brillantes y perlas son como éstas, en tanta cantidad bien podrán dar dos millones de pesos. ¡Oh, qué riqueza!, ¡qué primor!, ¡qué hermosura!

Yo diría, repuso el chino, ¡qué bobería!, ¡qué locura!, ¡y qué necedad la de los hombres que se pagan tanto de unas piedras   —78→   y de unos humores endurecidos de las ostras, que acaso serán enfermedades, como las piedras que los hombres crían en las vejigas de la orina o los riñones! Amigo, los hombres aprecian lo difícil más que lo bello. Un brillante de éstos cierto que es hermoso, y de una solidez más que de pedernal; pero sobran piedras que equivalen a ellos en lo brillante, y que remiten a los ojos la luz que reflecta en ellos matizada con los colores del iris, que son los que nos envía el diamante y no más. Un pedazo de cristal hace el mismo brillo, y una sarta de cuentas de vidrio es más vistosa que una de perlas; pero los diamantes no son comunes, y las perlas se esconden en el fondo de la mar, y he aquí los motivos más sólidos porque se estiman tanto. Si los hombres fueran más cuerdos, bajarían de estimación muchas cosas que las logran a merced de su locura. En uno de esos libros que ustedes me prestaron en el viaje he visto escrito con escándalo que una tal Cleopatra obsequió a su querido, Marco Antonio, dándole en un vaso de vino una perla desleída en vinagre, pero perla tan grande y exquisita que dicen valía una ciudad.

Nadie puede dudar que éste fue un exceso de locura de Cleopatra, y una necia vanidad, pero yo no la culpo tanto. Es verdad que fue una extravagancia de mujer que, apasionada por un hombre, creyó obsequiarlo dándole aquella perla inestimable, en señal de que le daba lo más rico que tenía, pero esto nada tiene de particular en una mujer enamorada. La reputación, la libertad y la salud de las mujeres creeré que valen más para ellas que la perla de Cleopatra, y con todo eso todos los días sacrifican a la pasión del amor y en obsequio de un hombre, que acaso no las ama, su salud, su libertad y su honor.

A mí lo que me escandaliza no es la liberalidad de Cleopatra, sino el valor que tenía la perla; pero ya se ve, esto lo que prueba es que siempre los hombres han sido pagados de lo raro. A mí por ahora lo que me interesa es valerme de su preocupación para habilitarme de dinero.

  —79→  

Pues lo conseguirá usted fácilmente, le dijo el español, porque, mientras haya hombres, no faltará quien pague los diamantes y las perlas; y, mientras haya mujeres, sobrará quien sacrifique a los hombres para que las compren. Esta tarde vendré con un lapidario y emplearé diez o doce mil pesos.

Se llegó la hora de comer y, después de hacerlo, salió el comerciante a la calle y a poco rato volvió con el inteligente y ajustó unos cuantos brillantes y cuatro hilos de perlas con tres hermosas calabacillas, pagando el dinero de contado.

A los tres días se separó de nuestra compañía, quedándonos el chino, yo, su criado y otro mozo de México que le solicité para que hiciera los mandados.

Todavía estaba creyendo mi amigo que yo era conde, y cada rato me decía: conde, ¿cuándo vendrán de tu tierra por ti? Yo le respondía lo primero que se me venía a la cabeza, y él quedaba muy satisfecho, pero no lo quedaba tanto el criado mexicano, que, aunque me veía decente, no advertía en mí el lujo de un conde; y tanto le llegó a chocar que un día me dijo: Señor, perdone su merced, pero dígame, ¿es conde de veras o se apellida ansí? Así me apellido, le respondí, y me quité de encima aquel curioso majadero.

Así lo iba yo pasando muy bien entre conde y no conde con mi chino, ganándole cada día más y más el afecto, y siendo depositario de su confianza y de su dinero con tanta libertad que yo mismo, temiendo no me picara la culebra del juego y fuera a hacer una de las mías, le daba las llaves del baúl y petaquilla, diciéndole que las guardara y me diese el dinero para el gasto. Él nunca las tomaba, hasta que una vez que instaba yo sobre ello se puso serio y con su acostumbrada ingenuidad me dijo: conde, días ha que porfías porque yo guarde mi dinero; guárdalo tú si quieres, que yo no desconfío de ti, porque eres noble, y de los nobles jamás se debe desconfiar, porque el que lo es procura que sus acciones correspondan a sus principios; esto obliga a cualquier noble, aunque sea pobre,   —80→   ¿cuánto no obligará a un noble visible y señalado en la sociedad como un conde? Con que así guarda las llaves y gasta con libertad en cuanto conozcas que es necesario a mi comodidad y decencia, porque te advierto que me hallo muy disgustado en esta casa, que es muy chica, incómoda, sucia y mal servida, siendo lo peor la mesa; y así hazme gusto de proporcionarme otra cosa mejor, y si todas las casas de tu tierra son así, avísame para conformarme de una vez.

Yo le di las gracias por su confianza, y le dije que supuesto quería tratarse como caballero que era, tenía dinero, y me comisionaba para ello, que perdiera cuidado, que en menos de ocho días se compondría todo.

A este tiempo entró el criado mi paisano con el maestro barbero, quien luego que me vio se fue sobre mí con los brazos abiertos y, apretándome el pescuezo que ya me ahogaba, me decía: ¡Bendito sea Dios, señor amo, que lo vuelvo a ver y tan guapote! ¿Dónde ha estado usted? Porque después de la descolada que le dieron los malditos indios de Tula ya no he vuelto a saber de usted para nada. Lo más que me dijo un su amigo fue que lo habían despachado a un presidio de soldado por no sé qué cosas que hizo en Tixtla; pero de entonces acá no he vuelto a tener razón de usted. Conque dígame, señor, ¿qué es de su vida?

Al decir esto me soltó, y conocí que mi amigote, que me acababa de hacer quedar tan mal, era el señor Andresillo, que me ayudaba a afeitar perros, desollar indios, desquijarar viejas y echar ayudas. No puedo negar que me alegré de verlo, porque el pobre era buen muchacho, pero hubiera dado no sé qué porque no hubiera sido tan extremoso y majadero como fue, haciéndome poner colorado y echando por tierra mi condazgo con sus sencillas preguntas delante del señor chino, que como nada lerdo advirtió que mi condazgo y riquezas eran trapacerías; pero disimuló y se dejó afeitar, y,   —81→   concluida esta diligencia, pagué a Andrés un peso por la barba, porque es fácil ser liberal con lo ajeno.

Andrés me volvió a abrazar y me dijo que lo visitara, que tenía muchas cosas que decirme, que su barbería estaba en la calle de la Merced junto a la casa del Pueblo. Con esto se fue, y mi amo el chino, a quien debo dar este nombre, me dijo con la mayor prudencia: acabo de conocer que ni eres rico ni conde, y creo que te valiste de este artificio para vivir mejor a mi lado.

Nada me hace fuerza, ni te tengo a mal que te proporcionaras tu mejor pasaje con una mentira inocente. Mucho menos pienses que has bajado de concepto para mí porque eres pobre y no hay tal condazgo; yo te he juzgado hombre de bien, y por eso te he querido. Siempre que lo seas, continuarás logrando el mismo lugar en mi estimación, pues para mí no hay más conde que el hombre de bien, sea quien fuere, y el que sea un pícaro no me hará creer que es noble, aunque sea conde. Conque anda, no te avergüences, sígueme sirviendo como hasta aquí, y señálate salario, que yo no sé cuánto ganan los criados como tú en tu tierra.

Aunque me avergoncé un poco de verme pasar en un momento en el concepto de mi amo de conde a criado, no me disgustó su cariño, ni menos la libertad que me concedía de señalarme salario a mi arbitrio y pagarme de mi mano; y así, procurando desechar la vergüencilla, como si fuera mal pensamiento, procuré pasarme buena vida, comenzando por granjear a mi amo y darle gusto.

Con este pensamiento salí a buscar casa, y hallé una muy hermosa y con cuantas comodidades se pueden apetecer, y a más de esto barata y en buena calle, como es la que llaman de Don Juan Manuel.

A seguida, como ya sabía el modo, me conchabé con un almonedero, quien la adornó pronto y con mucha decencia. Después solicité un buen cocinero y un portero, y a lo último compré   —82→   un famoso coche con dos troncos de mulas, encargué un cochero y un lacayo, les mandé hacer libreas a mi gusto, y cuando estaba todo prevenido llevé a mi amo a que tomara posesión de su casa.

Hemos de estar en que yo no le había dado parte de nada de lo que estaba haciendo, ni tampoco le dijo que aquella casa era suya, sino que le pregunté qué le parecía aquella casa, ajuar, coche y todo. Y cuando me respondió que aquello sí estaba regular, y no la casucha donde vivía, le di el consuelo de que supiera que era suyo. Me dio las gracias, me pidió la cuenta de lo gastado para apuntarlo en su diario económico, y se quedó allí con mucho gusto.

Yo no estaba menos contento; ya se ve, ¿quién había de estar disgustado con tan buena coca como me había encontrado? Tenía buena casa, buena mesa, ropa decente, muchas onzas a mi disposición, libertad, coche en que andar y muy poco trabajo, si merece el nombre de trabajo el mandar criados y darles el gasto.

En fin, yo me hallé la bolita de oro con mi nuevo amo, quien, a más de ser muy rico, liberal y bueno, me quería más cada día, porque yo estudiaba el modo de lisonjearlo. Me hacía muy circunspecto en su presencia, y tan económico que reñía con los criados por un cabo de vela que se quedaba ardiendo y por tantita paja que veía tirada por el patio; y así mi amo vivía confiado en que le cuidaba mucho sus intereses; pero no sabía que cuando salía solo no iban mis bolsas vacías de oro y plata que gastaba alegremente con mis amigos y las amigas de ellos.

Ellos se admiraban de mi suerte y me rodeaban como moscas a la miel. Las muchachas me hacían más fiestas que perro hambriento a un hueso sabroso, y yo estaba envanecido con mi dicha.

Un día que iba solo en el coche a un almuerzo para que fui convidado en Jamaica, decía entre mí: ¡qué equivocado estaba mi padre cuando me predicaba que aprendiera oficio o me   —83→   dedicara a trabajar en algo útil para subsistir, porque el que no trabajaba no comía! Eso sería en su tiempo, allá en tiempo del rey Perico, cuando se usaba que todo el mundo trabajara y los hombres se avergonzaban de ser inútiles y flojos; cuando no sólo los ricos, sino hasta los reyes y sus mujeres hacían gala de trabajar algunas ocasiones con sus manos; y, finalmente, cuando los hombres usaban greguescos y empeñaban un bigote en cualquiera suma. ¡Edad de hierro! ¡Siglo de obscuridad y torpeza!

¡Gracias a Dios que a ella se siguió la edad de oro y el siglo ilustrado en que vivimos, en el que no se confunde el noble con el plebeyo, ni el rico con el pobre! Quédense para los últimos los trabajos, las artes, las ciencias, la agricultura y la miseria, que nosotros bastante honramos las ciudades con nuestros coches, galas y libreas.

Si los plebeyos nos cultivan los campos y nos sirven con sus artefactos, bien les compensamos sus tareas, pagándoles sus labores y hechuras como quieren, y derramando a manos llenas nuestras riquezas en el seno de la sociedad en los juegos, bailes, paseos y lujo que nos entretienen.

Para gastar el dinero como yo lo gasto, ¿qué ciencia ni trabajo se requiere para adquirirlo como yo lo he adquirido? ¿Qué habilidad se necesita sino una poquilla de labia y alguna fortuna? Así es que yo no soy conde, pero me raspo una vida de marqués. Acaso habrá condes y marqueses que no podrán tirar un peso con la franqueza que yo, porque les habrá costado mucho trabajo buscarlo, y les costará no menor conservarlo.

No hay duda, el que ha de ser rico y nació para serlo, lo ha de ser aunque no trabaje, aunque sea flojo y una bestia; quizá por eso dice un refrán que al que Dios le ha de dar, por la gatera ha de entrar; así como el que nació pobre, aunque sea un Salomón, aunque sea muy hombre de bien y trabaje del día a la noche, jamás tendrá un peso y, aun cuando lo   —84→   consiga, no le lucirá, se le volverá sal y agua, y morirá a obscuras aunque tenga velería.

Tales eran mis alocados discursos cuando me embriagaba con la libertad y la proporción que tenía de entregarme a los placeres, sin advertir que yo no era rico ni el dinero que gastaba era mío, y que, aun en caso de serlo, esta casualidad no me la había proporcionado la Providencia para ensoberbecerme ni ajar a mis semejantes, ni se me habían dado las riquezas para disiparlas en juegos ni excesos, sino para servirme de ellas con moderación y ser útil y benéfico a mis hermanos los pobres.

En nada de esto pensaba yo entonces, antes creía que el que tenía dinero tenía con él un salvoconducto para hacer cuanto quisiera y pudiera impunemente por malo que fuera, sin tener la más mínima obligación de ser útil a los demás hombres para nada; y este falso y pernicioso concepto lo formé no sólo por mis depravadas inclinaciones, sino ayudado del mal ejemplo que me daban algunos ricos disipados, inútiles e inmorales, ejemplo en que no sólo apoyaba mi vieja holgazanería, sino que me hizo cruel a pesar de las semillas de sensibilidad que abrigaba mi corazón.

Engreído con el libre manejo que tenía del oro de mi amo, desvanecido con los buenos vestidos, casa y coche que disfrutaba de coca, aturdido con las adulaciones que me prodigaban infinitos aduladores de más que mediana esfera, que a cada paso celebraban mi talento, mi nobleza, mi garbo y mi liberalidad, cuyos elogios pagaba yo bien caros, y, lo más pernicioso para mí, engañado con creer que había nacido para rico, para virrey o cuando menos para conde, miraba a mis iguales con desdén, a mis inferiores con desprecio, y a los pobres enfermos, andrajosos y desdichados con asco, y me parece que con un odio criminal sólo por pobres.

Excusado será decir que yo jamás socorría a un desvalido, cuando les regateaba las palabras, y en algunos casos en que me   —85→   era indispensable hablar con ellos salían mis expresiones destiladas por alambique: bien, veremos; otro día; ya; pues; ; no; vuelva; y otros laconismos semejantes eran los que usaba con ellos la vez que no podía excusarme de contestarles, si no me incomodaba y los trataba con la mayor altanería, poniéndolos como un suelo, y aun amenazándolos de que los mandaría echar a palos de las escaleras.

Y no penséis que esto lo hacía con los que me pedían limosna, porque a nadie se le permitía entrar a hablarme con este objeto enfadoso; mis orgullos se gastaban con el casero, el sastre, el peluquero, el zapatero, la lavandera y otros infelices artesanos o sirvientes que justamente demandaban su trabajo; por señas que al fin tuvo que pagar mi amo más de dos mil pesos de estas drogas que yo le hice contraer, al mismo tiempo que en paseos, meriendas, coliseo y fiestas gastaba con profusión.

No había funcioncita de Santiago, Santa Ana, Ixtacalco, Iztapalapa y otras a que yo no concurriera con mis amigos y amigas, gastando en ellas el oro con garbo. No había almuercería afamada donde algún día no les hiciera el gasto, ni casamiento, día de santo, cantamisa o alguna bullita de éstas donde no fuera convidado, y que no me costara más de lo que pensaba.

En fin, yo era perrito de todas bodas, engañando al pobre chino según quería, teniendo un corazón de miel para mis aduladores y de acíbar para los pobres. Una vez se arrojó a hablarme al bajar del coche un hombre pobre de ropa, pero al parecer decente en su nacimiento. Me expresó el infeliz estado en que se hallaba: enfermo, sin destino, sin protección, con tres criaturas muy pequeñas y una pobre mujer también enferma en una cama, a quienes no tenía qué llevarles para comer a aquella hora, siendo las dos de la tarde. Dios socorra a usted, le dije con mucha sequedad, y él entonces, hincándoseme delante en el descanso de la escalera, me dijo con las lágrimas   —86→   en los ojos: Señor don Pedro, socórrame usted con una peseta, por Dios, que se muere de hambre mi familia, y yo soy un pobre vergonzante que no tengo ni el arbitrio de pedir de puerta en puerta, y me he determinado a pedirle a usted confiado en que me socorrerá con esta pequeñez, siquiera porque se lo pido por el alma de mi hermano el difunto don Manuel Sarmiento, de quien se debe usted de acordar, y, si no se acuerda, sepa que le hablo de su padre, el marido de doña Inés de Tagle, que vivía muchos años en la calle del Águila, donde usted nació, y murió en la de Tiburcio, después de haber sido relator de esta Real Audiencia, y... Basta, le dije, las señas prueban que usted conoció a mi padre, pero no que es mi pariente, porque yo no tengo parientes pobres; vaya usted con Dios.

Diciendo esto, subí la escalera dejándolo con la palabra en la boca sin socorro, y tan exasperado con mi mal acogimiento que no tuvo más despique que hartarme a maldiciones, tratándome de cruel, ingrato, soberbio y desconocido. Los criados, que oyeron cómo se profería contra mí, por lisonjearme lo echaron a palos, y yo presencié la escena desde el corredor riéndome a carcajadas.

Comí y dormí buena siesta, y a la noche fui a una tertulia donde perdí quince onzas en el monte, y me volví a casa muy sereno y sin la menor pesadumbre; pero no tuve una peseta para socorrer a mi tío. Me dicen que hay muchos ricos que se manejan hoy como yo entonces; si es cierto, apenas se puede creer.

Así pasé dos o tres meses, hasta que Dios dijo: basta.



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