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ArribaAbajoCapítulo VII

En el que Perico cuenta el maldito modo con que salió de la casa del chino, con otras cosas muy bonitas, pero es menester leerlas para saberlas


Como no hay hombre tan malo que no tenga alguna partida buena, yo, en medio de mis extravíos y disipación, conservaba algunas semillas de sensibilidad, aunque embotadas con mi soberbia, y tal cual respetillo y amor a mi religión, por cuyo motivo, y deseando conquistar a mi amo para que se hiciera cristiano, lo llevaba a las fiestas más lucidas que se hacían en algunos templos, cuya magnificencia lo sorprendía, y yo veía con gusto y edificación el grande respeto y devoción con que asistía a ellas, no sólo haciendo o imitando lo que veía hacer a los fieles, sino dando ejemplo de modestia a los irreverentes, porque, después que estaba arrodillado todo el tiempo del sacrificio, no alzaba la vista, ni volvía la cabeza, ni charlaba, ni hacía otras acciones indevotas que muchos cristianos hacen en tales lugares, con ultraje del lugar y del divino culto.

Yo advertí que movía los labios como que rezaba y, como sabía que ignoraba nuestras oraciones y no tenía motivo para pensar que creía en nuestra religión, me hacía fuerza, y un día, por salir de dudas, le pregunté qué decía a Dios cuando oraba en el templo. A lo que me contestó: yo no sé si tu Dios existe o no existe en aquel precioso relicario que me enseñas; pero, pues tú lo dices y todos los cristianos lo creen, razones sólidas, pruebas y experiencias tendrán para asegurarlo. A más de esto, considero que, en caso de ser cierto, el Dios que tú adoras no puede ser otro sino el mayor o el Dios de los dioses, y a quien éstos viven sujetos y subordinados; seguramente adoráis a Laocon Izautey, que es el gobernador del cielo, y en esta creencia le digo: Dios grande, a quien adoro en este   —88→   templo, compadécete de mí, y haz que te amen cuantos te conocen para que sean felices. Esta oración repito muchas veces.

Absorto me dejó el chino con su respuesta; y, provocado con ella, trataba de que se enamorara más y más de nuestra religión, y que se instruyera en ella; pero, como no me hallaba suficiente para esta empresa, le propuse que sería muy propio a su decencia y porte que tuviera en su casa un capellán. ¿Qué es capellán?, me preguntó; y le dije que capellanes eran los ministros de la religión católica que vivían con los grandes señores, como él, para decirles misa, confesarlos y administrarles los santos sacramentos en sus casas, previa la licencia de los obispos y los párrocos.

Eso está muy bueno, me dijo, para vosotros los cristianos, que estáis instruidos en vuestra religión, que os obliga, y obedeceréis exactísimamente sus preceptos; pero no para mí que soy extranjero, ignorante de vuestros ritos, y que por lo mismo no los podré cumplir.

No, señor, le dije, no todos los que tienen capellanes cumplen exactamente con los preceptos de nuestra religión. Algunos hay que tienen capellanes por ceremonia, y tal vez no se confiesan con ellos en diez años, ni les oyen una misa en veinte meses. ¿Pues entonces de qué sirven?, decía el chino. De mucho, le respondí, sirven de decir misa a los criados dentro de la casa para que no salgan a la calle y hagan falta a sus obligaciones; sirven de adorno en la casa, de ostentación del lujo, de subir y bajar del coche a las señoras, de conversar en la mesa, y alguna ocasión de llevar una carta al correo, de cobrar una libranza, de hacer tercio a la malilla o de cosas semejantes.

Eso es decir, repuso el chino, que en tu tierra los ricos mantienen en sus casas ministros de la religión más por lujo y vanidad que por devoción, y éstos sirven más bien de adular   —89→   que de corregir los vicios de sus amos, patronos o como les llames.

No, no he dicho tanto, le repliqué, no en todas las casas se manejan de una misma manera. Casas hay en donde se hace lo que te digo, y capellanes serviles que, no atendiendo al decoro debido a su carácter, se prostituyen a adular a los señores y señoras, en términos de ser mandaderos y escuderos de éstas; pero hay otras casas que, no teniendo los capellanes por cumplimiento sino por devoción, les dan toda la estimación debida a su alta dignidad; ya se ve que también estos capellanes no son unos cleriguitos de palillera, seculares disfrazados, tontos enredados en tafetán ni paño negro, ni son, en dos palabras, unos ignorantes inmorales que, con escándalo del pueblo y vilipendio de su carácter, den la mano a sus patronos para abreviarles el paso a los infiernos en su compañía, ya contemporizando con ellos infamemente en el confesonario, ya tolerándoles en la ocasión próxima voluntaria, ya absolviéndoles sus usuras, ya ampliándoles sus conciencias con unas opiniones laxísimas y nada seguras, ya apoyándoles sus más reprensibles extravíos, y ya, en fin, confirmándoles en su error, no sólo con sus máximas, sino también con sus ejemplos detestables. Porque, ¿qué hará una familia libertina si ve que el capellán, que es o debe ser un apóstol, un ministro del santuario, un perro que sin cesar ladre contra el vicio sin el menor miramiento a las personas, una pauta viva por cuyas líneas se reglen las acciones de los fieles, un maestro de la ley, un ángel, una guía segura, una luz clarísima y un Dios tutelar de la casa en que vive, que todo esto y más debe ser un sacerdote? ¿Qué hará, digo, una familia que se entrega a su dirección, si ve que el capellán es el primero que viste con lujo, que concurre a los bailes y a los juegos, que afecta en el estrado con las niñas las reverencias, mieles y monerías de los más frescos pisaverdes, etc., etc., etc.? ¿Qué hará, digo otra vez,   —90→   sino canonizar sus vicios y tenerse por santa, cuando no imite en todo al capellán?

Ya veo, señor, que usted dirá que es imposible que haya capellanes tan inmorales, y patronos tan necios que los tengan en sus casas; pero yo le digo que ¡ojalá fuera imposible!, no hubiera conocido yo algunos originales cuyos retratos le pinto; pero, en cambio, de éstos hay también, como insinué, casas santas y capellanes sabios y virtuosos, que su presencia, modestia y compostura solamente enfrenan, no sólo a los criados y dependientes, sino a los mismos señores, aunque sean condes y marqueses. Capellanes he conocido bien arreglados en su conducta y tan celosos de la honra de Dios que no se han embarazado para decir a sus patronos la verdad sin disimulo, reprendiéndoles seriamente sus vicios, estimulándolos a la virtud con sus persuasiones y ejemplos, y abandonando sus casas cuando han hallado una tenaz oposición a la razón.

De esos capellanes me acomodan, dijo el chino, y desde luego puedes solicitar uno de ellos para casa; pero ya te advierto que sea sabio y virtuoso, porque no lo quiero para mueble ni adorno. Si puede ser, búscamelo viejo, porque cuando las canas no prueben ciencia ni virtud, prueban a lo menos experiencia.

Con este decreto partí yo contentísimo en solicitud del capellán, creyendo que había hecho algo bueno, y diciendo entre mí: ¡válgame Dios!, ¡qué porción de verdades he dicho a mi amo en un instante! No hay duda, para misionero valgo lo que peso cuando estoy para ello. Pudiera coger un púlpito en las manos y andarme por esos mundos de Dios predicando lindezas, como decía Sancho a don Quijote.

Pero ¿en qué estará que, conociendo tan bien la verdad, sabiendo decirla y alabando la virtud con ultraje del vicio, como lo hago a veces tan razonablemente en favor de otros, para mí sea tan para nada que en la vida me predico un sermoncito?

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¿En qué estará también que sea yo un Argos para ver los vicios de mis prójimos, y un Cíclope para no advertir los míos? ¿Por qué yo, que veo la paja del vecino, no veo la viga que traigo a cuestas? ¿Por qué, ya que quiero ser el reformador del mundo, no empiezo componiendo mis despilfarros, que infinitos tengo que componer? Y, por fin, ¿por qué, ya que me gusta dar buenos consejos, no los tomo para mí cuando me los dan? Cierto que para diablo predicador no tengo precio.

Pero ya se ve, ¿qué me admiro de decir a veces unas verdades claras, de elogiar la virtud, ni reprobar el vicio, acaso con provecho de quien me oye, cuando esto no lo hago yo sino Dios, de quien dimana todo bien? Sí, en efecto, Dios se ha valido de mí para traer un buen ministro a este chino, tal vez para que abrace la religión católica; y como se valió de mí, ¿no se pudo haber valido de otro instrumento mejor o peor que yo? ¿Quién lo duda?

Pero la Divina Providencia no hace las cosas por acaso, sino ordenadas a nuestro bien, y según esto, ¿por qué no he de pensar que Dios me ha puesto todo esto en la cabeza no sólo para que se bautice el chino, sino también para que yo me convierta y mude de vida?

Así debe ser, y yo estoy en el caso de no desperdiciar este auxilio, sino corresponderlo sin demora. Pero soy el diablo. Mientras no veo a mis amigos, ni a mis queridas, pienso con juicio; pero en cuanto estoy con ellos y con ellas se me olvidan los buenos propósitos que hago, y vuelvo a mis andanzas.

No son estos los primeros que hago, ni el primer sermón que me predico; varios he hecho, y siempre me he quedado tan Periquillo como siempre, semejante a la burra de Balaan, que después de amonestar al inicuo se quedó tan burra como era antes.

¿Pero siempre he de ser un obstinado? ¿No me docilitaré alguna vez a los suaves avisos de mi conciencia, y no responderé   —92→   algún día a los llamamientos de Dios? ¿Por qué no? Eh, vida nueva, señor Perico, acordémonos que estamos empecatados de la cruz a la cola, que somos mortales, que hay infierno, que hay eternidad y que la muerte vendrá como el ladrón cuando no se espere, y nos cogerá desprevenidos, y entonces nos llevarán toditos los diablos en un brinco.

Pues no, a penitencia han tocado, Periquillo, penitencia y tente perro, que las cosas de esta vida hoy son y mañana no. Buscaré al capellán, lo encargaré de ciencia, prudencia y experiencia; me confesaré con él, me quitaré de las malas ocasiones, y adiós tertulias, adiós paseos, alameda, coliseo y visitas, adiós almuercitos de Nana Rosa, adiós villares y montecitos, adiós amigos, adiós Pepitas, Tulitas y Mariquitas, adiós galas, adiós disipación, adiós mundo; un santo he de ser desde hoy, un santo.

¿Pero qué dirán los tunantes mis amigos y mis apasionadas? ¿Dirán que soy un mocho, un hipócrita, que por no gastar me he metido a buen vivir, y otras cosas que no me han de saber muy bien? Pero, ¿qué tenemos con esto? Digan lo que quisieren, que ellos no me han de sacar del infierno.

Con estos buenos aunque superficiales sentimientos me entré en casa de don Prudencio, amigo mío y hombre de bien, que tenía tertulia en su casa. Le dije lo que solicitaba, y él me dijo: puntualmente hay lo que usted busca. Mi tío el doctor don Eugenio Bonifacio es un eclesiástico viejo, de una conducta muy arreglada y un pozo de ciencia, según dicen los que saben. Ahora está muy pobre, porque le han concursado sus capellanías, y es tan bueno que no se ha querido meter en pleitos, porque dice que la tranquilidad de su espíritu vale más que todo el oro del mundo. Le propondré este destino, y creo que lo admitirá con mucho gusto. Voy a mandarlo llamar ahora mismo, porque el llanto debe ser sobre el difunto.

Diciendo esto, se salió don Prudencio; me sacaron chocolate   —93→   y mientras que lo tomé dieron las oraciones y fueron entrando mis contertulios.

Se comenzó a armar la bola de hombres y mujeres, y los bandolones fueron despertando los ánimos dormidos y poniendo los pies en movimiento.

Como a las siete de la noche ya estaba la cosa bien caliente, y yo me había sostenido sin querer bailar nada, acordándome de mis buenos propósitos, causando a todos bastante novedad mi chiqueo, pues nadie me hizo bailar aun después de gastar la saliva en muchos ruegos.

Yo bien quería bailar, sobre que estas fiestecillas eran mi flanco más débil; los pies me hormigueaban, pero quería ensayarme a firme en medio de la ocasión, y mantenerme ileso entre las llamas, y así me decía: no, Perico, cuidado, no hay que desmayar; nadie es coronado si no pelea hasta el fin; ánimo, y acabemos lo comenzado, mantente tieso.

En estos interiores soliloquios me entretenía, satisfecho en que mis propósitos eran ciertos, pues me había sujetado a no bailar en dos horas, y había tenido esfuerzo para resistir no sólo a los ruegos y persuasiones de mis amigos, sino también a las porfiadas instancias de varias señoritas que no se cansaban de importunarme con que bailara, ya porque meneaba bien las patas, y ya porque tenía dinero. Poderosísima razón para ser bien quisto entre las damas.

Sin embargo, yo desairé a todas las rogonas, y hubiera desairado al Preste Juan en aquel momento, pues no quería quebrantar mis promesas.

Pero a las siete y media fue entrando a la tertulia Anita la Blanda, muchacha linda como ella sola, zaragata como nadie, y mi coquetilla favorita. Con ésta tenía yo mis conversaciones en las tertulias, era mi inseparable compañera en las contradanzas, y no tenía más que hacer para que me distinguiera entre todos sino llevarla a su casa, después de hacerla cenar   —94→   y tomar vino en la fonda, dejarla para otro día seis u ocho pesos y hacerla unos cuantos cariños. Todo esto muy honradamente, porque iba siempre acompañada con su tía... pues... con su tía, que era una buena vieja.

Entró, digo, esa noche mi Anita vestida con un túnico azul nevado de tafetán con su guarnición blanca, su chal de punto blanco, zapatos del mismo color, media calada y peinado del día. Vestido muy sencillo; pero, si con cualquiera me agradaba, esa noche me pareció una diosa con el que llevaba, porque sobre estos colores bajos resaltaban lo dorado de sus cabellos, lo negro de sus ojos, lo rosado de sus mejillas, lo purpúreo de sus labios y lo blanco de sus pechos.

Luego que se sentó en el estrado se me fueron los ojos tras ella, pero me hice disimulado platicando con un amigo y haciendo por no verla; mas ella, advirtiendo mi disimulo, noticiosa de que no había querido bailar y temiendo no estuviera yo sentido por algún motivo suyo, que me los daba cada rato, se llegó a mí y me dijo más tierna que mantequilla: Pedrillo, ¿no me has visto? Me dicen que no has querido bailar y que has estado muy triste, ¿qué tienes? Nada, señora, le dije con la mayor circunspección. ¿Pues que estás enfermo? Sí estoy, le dije, tengo un dolor. ¿Un dolor?, decía ella, pues no, mi alma, no lo sufras; el señor don Prudencio me estima, ven a la recámara, te mandaré hervir una poca de agua de manzanilla o de anís y la tomarás. Será dolor flatoso.

No es dolor de aire, le dije, es más sólido y es dolor provechoso. Váyase usted a bailar. Yo hablaba del dolor de mis pecados, pero la muchacha entendía que era enfermedad de mi cuerpo, y así me instaba demasiado haciéndome mil caricias, hasta que, viendo mi resistencia y despego, se enfadó, me dejó y admitió a su lado a otro currutaquillo que siempre había sido mi rival y estaba alerta para aprovechar la ocasión de que yo la abandonara.

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Luego que ella se la proporcionó, se sentó él con ella y la comenzó a requebrar con todas veras. La fortuna mía fue que era pobre, si no me desbanca en cuatro o cinco minutos, porque era más buen mozo que yo.

Advirtiendo el desdén de ella y la vehemente diligencia que hacía mi rival, se me encendió tal fuego de celos que eché a un lado mis reflexiones y se llevó el diablo mis proyectos.

Me levantó como un león furioso, fui a reconvenir al otro pobre con los términos más impolíticos y provocativos. La muchacha, que aunque loquilla era más prudente que yo, procuró disimular su diligencia y serenó la disputa haciéndome muchos mimos, y quedamos tan amigos como siempre.

Luego que eché a las ancas mi conversión, bailé, bebí, retocé y desafié a Anita para que cuerpo a cuerpo me diese satisfacción de los celos que me había causado. Ella se excusó diciéndome que estaban prohibidos los duelos, y más siendo tan desiguales.

En lo más fervoroso de mi chacota estaba yo, cuando don Prudencio me avisó que había llegado su tío el doctor, que pasara a contestar con él al gabinete para que de mi boca oyera la propuesta que le hacía.

No estaba yo para contestar con doctores, y así, hurtando un medio cuarto de hora, entré al gabinete y despaché muy breve todo el negocio, quedando con el padre en que a las ocho del día siguiente vendría por él para llevarlo a casa.

Quería el pobre sacerdote informarse despacio de todo lo que le había contado su sobrino, pero yo no me presté a sus deseos, diciéndole que a otro día nos veríamos y le satisfaría a cuanto me quisiese preguntar. Con esto me despedí, quedando en el concepto de aquel buen eclesiástico por un tronera mal criado.

Así que me despedí de él, me volví con Anita y a las nueve, hora en que me recogía a lo más tarde por respeto de mi amo,   —96→   y eso a costa de mil mentiras que le encajaba, la fui a dejar a su casa tan honrada como siempre, y me retiré a la mía.

Cuando llegué ya dormía el chino, y así yo cené muy bien y me fui a hacer lo mismo.

Al día siguiente y a la hora citada fui por el padre doctor, que ya me esperaba en casa de don Prudencio; lo hice subir en el coche y lo llevé a la presencia de mi amo.

Este respetable eclesiástico era alto, blanco, delgado, bien proporcionado de facciones, sus ojos eran negros y vivos, su semblante entre serio y afable, y su cabeza parecía un copo de nieve. Luego que entré a la sala donde estaba mi amo, le dije: señor, este padre es el que he solicitado para capellán, según lo que hablamos ayer.

El chino, luego que lo vio, se levantó de su butaque y se fue a él con los brazos abiertos y, estrechándolo en ellos con el más cariñoso respeto, le dijo: me doy los plácemes, señor, porque habéis venido a honrar esta casa que desde ahora podéis contar por vuestra; y, si vuestra conducta y sabiduría corresponden a lo emblanquecido de vuestra cabeza, seguramente yo seré vuestro mejor amigo.

Os he traído a mi casa porque me dice Pedro que es costumbre de los señores de su tierra tener capellanes en sus casas. Yo, desde antes de salir de la mía, supe que era muy debido a la prudencia el conformarse con las costumbres de los países donde uno vive, especialmente cuando éstas no son perjudiciales, y así ya podéis quedaros aquí desde este momento, siendo de vuestro cargo sacrificar a vuestro Dios por mi salud y hacer que todos mis criados vivan con arreglo a su religión, porque me parece que andan algo extraviados. También me instruiréis en vuestra creencia y dogmas, pues, aunque sea por curiosidad, deseo saberlos, y, por fin, seréis mi maestro y me enseñaréis todo cuanto consideréis que debe saber de vuestra tierra un extranjero que ha venido a ella sólo por ver   —97→   estos mundos; y por lo que toca al salario que habéis de gozar, vos mismo os lo tasaréis a vuestro gusto.

El capellán estuvo atento a cuanto le dijo mi amo, y así le contestó que haría cuanto estuviera de su parte para que la familia anduviese arreglada; que lo instruiría de buena gana no sólo en los principios de la religión católica, sino en cuanto le preguntara y quisiera saber del reino; que acerca de su honorario, en teniendo mesa y ropa, con muy poco dinero le sobraba para sus necesidades; pero que, supuesto le hacía cargo de la familia, era menester también que le confiriese cierta autoridad sobre ella, de modo que pudiera corregir a los díscolos y expeler en caso preciso a los incorregibles, pues sólo así le tendrían respeto y se conseguiría su buen deseo.

Pareciole muy bien a mi amo la propuesta, y le dijo que le daba toda la autoridad que él tenía en la casa para que enmendara cuanto fuera necesario. El capellán fue a llevar su cama, baúl y libros, y a solicitar la licencia para que hubiera oratorio privado.

Lo primero se hizo en el día, y lo segundo no se dificultó conseguir, de modo que a los quince días ya se decía misa en la casa.

De día en día se aumentaba la confianza que hacía mi amo del capellán y el amor que le iba tomando. Querían los más de los criados vivir a sus anchuras con él, así como vivían conmigo, pero no lo consiguieron; pronto los echó a la calle y acomodó otros buenos. La casa se convirtió en un conventito. Se oía misa todos los días, se rezaba el rosario todas las noches, se comulgaba cada mes, no había salidas ni paseos nocturnos, y a mí se me obligaba como a uno de tantos a la observancia de estas religiosas constituciones.

Ya se deja entender qué tal estaría yo con esta vida: desesperado precisamente, considerando que había buscado el cuervo que me sacara los ojos; sin embargo, disimulaba y sufría a   —98→   más no poder, siquiera por no perder el manejo del dinero, la estimación que tenía en la calle y el coche de cuando en cuando.

Quisiera poner en mal al capellán y deshacerme de él, pero no me determinaba, porque veía lo mucho que mi amo lo quería. Desde que fue a la casa, sacaba a pasear a mi amo con frecuencia a coche y a pie, llevándole no sólo a los templos, como yo, sino a paseos, tertulias, visitas, coliseo y a cuantas partes había concurrencia, de suerte que en poco tiempo ya mi amo contaba con varios señores mexicanos que lo visitaban y le profesaban amistad, haciendo yo en la casa el papel más desairado, pues apenas me tenían por un mayordomo bien pagado.

Luego que venían de algún paseo, se encerraban a platicar mi amo y el capellán, quien en muy poco tiempo le enseñó a hablar y escribir el castellano perfectamente, y lo emprendió mi amo con tanto gusto y afición que todos los días escribía mucho, aunque yo no sabía qué, y leía todos los libros que el capellán le daba, con mucho fruto, porque tenía una feliz memoria.

De resultas de estas conferencias e instrucción, me tomó un día cuentas mi amo de su caudal con mucha prolijidad, como que sabía perfectamente la aritmética y conocía el valor de todas las monedas del reino. Yo le di las del Gran Capitán, y resultó que en dos o tres meses había gastado ocho mil pesos. Hizo el chino avaluar el coche, ropa y menaje de casa, sumó cuánto montaba el gasto de casa, mesa y criados, y sacó por buena cuenta que yo había tirado tres mil pesos.

Sin embargo, fue tan prudente que sólo me lo hizo ver, y me pidió las llaves de los cofres, entregándoselas al capellán y encargándole el gasto económico de su casa.

Este golpe para mí fue mortal, no tanto por la vergüencilla   —99→   que me causó el despojo de las llaves, cuanto por la falta que me hacían.

El capellán desde que me conoció formó de mí el concepto que debía, esto es, de que era yo un pícaro, y así creo que se lo hizo entender a mi amo, pues éste, a más de quitarme las llaves, me veía no sólo con seriedad, sino con cierto desdén, que lo juzgué precursor de mi expulsión de aquella Jauja.

Con este miedo me esforzaba cuanto podía por hacerle una barba finísima; y una vez que estaba trabajando en este tan apreciable ejercicio, a causa de que el capellán no estaba en casa, y él estaba triste, le pregunté el motivo, y el chino sencillamente me dijo: ¿Que no se usa en tu tierra que los extranjeros tengan mujeres en sus casas? Sí se usa, señor, le respondí, los que quieren las tienen. Pues tráeme dos o tres que sean hermosas para que me sirvan y diviertan, que yo las pagaré bien, y si me gustan me casaré con ellas.

Halleme aquí un buen lugar para poner en mal al capellán, aunque injustamente, y así le dije que el capellán no quería que estuvieran en casa, que ése era el embarazo que yo pulsaba; pero que mujeres sobraban en México, muy bonitas y no muy caras.

Pues tráelas, dijo el chino, que el capellán no me puede privar de una satisfacción que la naturaleza y mi religión me permiten.

Con todo eso, señor, le repliqué, el capellán es el demonio; no puede ver a las mujeres desde que una lo golpeó por otra en un paseo y, como está tan engreído con el favor de usted, querrá vengarse con las muchachas que yo traiga, y aun las echará a palos por más lindas que sean y usted las quiera.

Enojose el chino creyendo que el capellán le quitaría su gusto, y así enardecido dijo: ¿Qué es eso de echar a palos de mi casa a ninguna mujer que yo quiera? Lo echaré yo a él   —100→   si tal atrevimiento tuviere. Anda y tráeme las mujeres más bellas que encuentres.

Contentísimo salí yo a buscar las madamas que me encargaron, creyendo que con el madurativo que había puesto el capellán debía salir de casa, y yo debía volver a hacerme dueño de la confianza del chino.

No me gustaba mucho el oficio de alcahuete, ni jamás había probado mi habilidad para el efecto; me daba vergüenza ir a salir con tal embajada a las coquetas, porque no era viejo ni estaba trapiento, y así temía sus chocarrerías y, a más que todo, temblaba al considerar la prisa que se darían ellas mismas para quitarme el crédito; pero, sin embargo, el deseo de manejar dinero y verme libre del capellán me hizo atropellar con el pedacillo de honor que conservaba, y me determiné a la empresa.

Llegué, vi y vencí con más facilidad que César. Buscar las cusquillas, hallarlas y persuadirlas a que vinieran conmigo a servir al chino fue obra de un momento.

Muy ancho fui entrando al gabinete del chino con mis tres damiselas, a tiempo que estaba con él el capellán, quien, luego que las vio y conoció por los modestos trajes, les preguntó encapotando las cejas que a quién buscaban.

Ellas se sorprendieron con tal pregunta, y hecha por un sacerdote conocido por su virtud, y así, sin poder hablar bien, le dijeron que yo las había llevado y no sabían para qué. Pues hijas, les dijo el capellán, vayan con Dios que aquí no hay en qué destinarlas.

Salieron aquellas muchachas corridísimas, y jurándome la venganza. El capellán se encaró conmigo y me dijo: sin perder un instante de tiempo saca usted su catre y baúles y se muda, calumniador, falso y hombre infame. ¿No le basta ser un pícaro de por sí, sino también ser un alcahuete vil? ¿No está contento con lo que le ha estafado a este pobre hombre, sino   —101→   que aun quiere que le estafen esas locas? Y, por fin, ¿no bastará condenarse, sino que quiere condenar a otros? Eh, váyase con Dios, antes de que haga llamar dos alguaciles y lo ponga donde merece.

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Consideren ustedes cómo saldría yo de aquella casa, ardiéndome las orejas. Frente al zaguán estaban dos cargadores, los llamé, cargaron mis baúles y mi catre y me salí sin despedida.

Iba con mi casaca y mi palito tras de los cargadores, avergonzado hasta de mí mismo, considerando que todos aquellos ultrajes que había oído eran muy bien merecidos y naturales efectos de mi mala conducta.

Torcía una esquina pensando irme a casa de alguno de mis amigos, cuando he aquí que por mi desgracia estaban allí las tres señoritas que acababan de salir corridas por mi causa, y no bien me conocieron cuando una me afianzó del pelo, otra de los vuelos, y entre las tres me dieron tan furiosa tarea de araños y estrujones, que en un abrir y cerrar de ojos me desmecharon, arañaron la cara e hicieron tiras mi ropa, sin descansar sus lenguas de maltratarme a cual más, repitiéndome sin cesar el retumbante título de alcahuete.

Por empeño de algunos hombres decentes que se llegaron a ser testigos de mis honras, me dejaron al fin, ya dije cómo, y lo peor fue que los cargadores, viéndome tan bien entretenido y asegurado, se marcharon con mis trastos sin poder yo darles alcance porque no vi por dónde se fueron.

Así todo molido a golpes, hecho pedazos y sin blanca, me hallé cerca de las oraciones de la noche frente de la plaza del Volador, siendo el objeto más ridículo para cuantos me miraban.

Me senté en un zaguán, y a las ocho me levanté con intención de irme a ahorcar.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

En el que nuestro Perico cuenta cómo quiso ahorcarse, el motivo por que no lo hizo, la ingratitud que experimentó con un amigo, el espanto que sufrió en un velorio, su salida de esta capital y otras cosillas


Es verdad que muchas veces prueba Dios a los suyos en el crisol de la tribulación, pero más veces los impíos la padecen porque quieren. ¿Qué de ocasiones se quejan los hombres de los trabajos que padecen, y dicen que los persigue la desgracia, sin advertir que ellos se la merecen y acarrean con su descabellada conducta? Así decía yo la noche que me vi en el triste estado que os he dicho, y, desesperado o aburrido de existir, traté de ahorcarme. Para efectuarlo vendí mi reloj en una tienda en lo primero que me dieron, me eché a pechos un cuartillo de aguardiente para tener valor y perder el juicio, o lo que era lo mismo, para no sentir cuándo me llevaba el diablo. Tal es el valor que infunde el aguardiente.

Ya con la porción del licor que os he dicho tenía en el estómago, compré una reata de a medio real, la doblé y guardé debajo del brazo, y marché con ella y con mi maldito designio para el paseo que llaman de la Orilla.

Llegué allí medio borracho como a las diez de la noche. La obscuridad, lo solo del paraje, los robustos árboles que abundan en él, la desesperación que tenía y los vapores del valiente licor me convidaban a ejecutar mis inicuas intenciones.

Por fin me determiné, hice la lazada, previne una piedra que me amarré con mil trabajos a la cintura para que me hiciera peso, me encaramé en un escaño de madera que había junto a un árbol para columpiarme con más facilidad y, hechas estas importantes diligencias, traté de asegurar el lazo en el árbol;   —103→   pero esto debía ejecutarse lazando el árbol con la misma reata para afianzar el un extremo que me debía suspender.

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Con el mayor fervor comencé a tirar la reata a la rama más robusta para verificar la lazada; pero no fue dable conseguirlo, porque el aguardiente perturbaba mi cabeza más y más, y quitaba a mis pies la fijeza y el tino a mis manos; yo no pude hacer lo que quería. Cada rato caía en el suelo armado de mi reata y desesperación, prorrumpiendo en mil blasfemias y llamando a todo el infierno entero para que me ayudara a mi tan interesante negocio.

En éstas y las otras se pasarían dos horas, cuando ya muy fatigado con mi piedra, trabajo y porrazos que llevaba, y advirtiendo que aun tenerme en pie me costaba suma dificultad, temeroso de que amaneciera y alguno me hallara ocupado en tan criminal empeño, hube de desistir más de fuerza que de gana, y, quitándome la piedra, echando la reata a la acequia y buscando un lugar acomodado, volví cuanto tenía en el estómago, me acosté a dormir en la tierra pelada, y dormí con tanta satisfacción como pudiera en la cama más mullida.

El sueño de la embriaguez es pesadísimo, y tanto que yo no hubiera sentido ni carretas que hubieran pasado sobre mí, así como no sentí a los que me hicieron el favor de desnudarme de mis trapos, sin embargo de que las cuscas malditas los habían dejado incodiciables.

Cuando se disiparon los espíritus del vino que ocupaba mi cerebro, desperté y me hallé como a las siete del día en camisa, que me dejaron de lástima.

Consideradme en tal pelaje, a tal hora y en tal lugar. Todos los indios que pasaban por allí me veían y se reían; pero su risa inocente era para mí un terrible vejamen que me llenaba de rabia, y tanta que me arrepentía una y muchas veces de no haberme podido ahorcar.

En tan aciago lance se llegó a mí una pobre india vieja   —104→   que, condolida de mi desgracia, me preguntó la causa. Yo le dije que en la noche antecedente me habían robado, y la infeliz, llena de compasión, me llevó a su triste jacal, me dio atole y tortillas calientes con un pedazo de panocha y me vistió con los desechos de sus hijos, que eran unos calzones de cuero sin forro, un cotón de manta rayada y muy viejo, un sombrero de petate y unas guarachas. Es decir, que me vistió en el traje de un indio infeliz; pero al fin me vistió, cubrió mis carnes, me abrigó, me socorrió, y cuanto pudo hizo en mi favor. Cada vez que me acuerdo de esta india benéfica se enternece mi corazón, y la juzgo en su clase una heroína de caridad, pues me dio cuanto pudo, y sin más interés que hacerme beneficio sin ningún merecimiento de mi parte. Hoy mismo deseara conocerla para pagarle su generosidad. ¡Qué cierto es que en todas las clases del estado hay almas benéficas, y que para serlo más se necesita corazón que dinero!

Últimamente yo, enternecido con la expresión que acababa de merecer a mi pobre india vieja, le di muchas gracias, la abracé tiernamente, le besé su arrugada cara y me marché para la calle.

Mi dirección era para la ciudad, pero al ver mi pelaje tan endiablado, y al considerar que el día anterior me había paseado en coche y vestido a lo caballero, me detenía una porción de tiempo en andar, pues en cada paso que daba me parecía que movía una torre de plomo.

Como dos horas anduve por la plazuela de San Pablo y todos aquellos andurriales sin acabar de determinarme a entrar en la ciudad. En una de estas suspensiones me paré en un zaguán por la calle que llaman de Manito, y allí me estuve, como de centinela, hasta la una del día, hora en que ya el hambre me apuraba, y no sabía dónde satisfacerla; cuando en esto que entró en aquella casa uno de mis mayores amigos, y a quien puntualmente el día anterior había yo convidado a almorzar con su mujer y sotacuñados.

  —105→  

Luego que él me vio, hizo alto, me miró con atención y, satisfecho de que yo era, quería hacerse disimulado y meterse en su casa sin hablarme; pero yo, que pensaba hallar en él algún consuelo, no lo consentí, sino que, atropellando con la vergüenza que me infundía mi aindiado traje, lo tomé de un brazo y le dije: Yo soy, Anselmo, no me desconozcas, yo soy Pedro Sarmiento, tu amigo, y el mismo que te ha servido según sus proporciones. Este traje es el que me ha destinado mi desgracia. No vuelvas la cara ni finjas no conocerme, ya te dije quién soy; ayer paseamos juntos y me juraste que serías mi amigo eternamente, que te lisonjeabas de mi amistad, y que deseabas ocasiones en que corresponderme las finezas que me debías. Ya se te proporciona esta ocasión, Anselmo. Ya tienes a las puertas de tu casa, sin saberlo, a tu infeliz amigo Sarmiento, desamparado en la mayor desgracia, sin tener a quién volver sus ojos, sin un jacal que lo abrigue ni una tortilla que lo alimente, vestido con un cotón de indio y unos calzones de camuza indecentísimos que le franqueó la caridad de una vieja miserable, los que, aunque cubren sus carnes, le impiden por su misma indecencia el presentarse en México a implorar el favor de sus demás amigos. Tú lo has sido mío, y muchas veces me has honrado con ese dulce nombre; desempéñalos, pues, y socórreme con unos trapos viejos y algunas migajas de tu mesa.

¿Que piensas, pícaro, me dijo el cruel amigo, que piensas que soy algún bruto como tú, que me has de engañar con cuatro mentiras? Don Pedro Sarmiento, a quien te pareces un poco, es mi amigo, en efecto, pero es un hombre fino, un hombre de bien y un hombre de proporciones, no un pillastrón, vagante y encuerado. Vaya con Dios. Sin esperar respuesta se entró al patio de su casa dándome con las puertas en la cara.

Es menester no decir como quedaría yo con tal desprecio, sino dejarlo a la consideración del lector, porque suceden algunas fatalidades en el mundo de tal tamaño que ninguna   —106→   ponderación basta para explicarlas con la energía que merecen, y sólo el silencio es su mejor intérprete.

Entre la cólera y desesperación, la tristeza y el sentimiento, me quedé en el zaguán, cavilando sobre el lance que me acababa de pasar. Quisiera retirarme de aquellos recintos, que me debían ser tan odiosos, quisiera esperar a Anselmo y hacerlo pedazos entre mis manos, pero calmaba mi enojo cuando me acordaba que había hablado bien de mí, y no me conoció. No hay duda, decía yo, él es mi amigo y me quiere; este traje y el mal pasaje de anoche tal vez me desfiguraran de modo que no me conozca; yo lo esperaré en este lugar y, si después que lo cerciore bien que soy Pedro Sarmiento, él no me quisiere conocer, me alejaré de su vista como de la de un vestiglo, detestaré su amistad, abominaré su nombre y me iré por donde Dios quisiere.

Así estuve batallando con mi imaginación hasta las oraciones de la noche, a cuya hora bajó Anselmo con un sable desnudo y me dijo: parece que se ha hecho usted piedra en mi casa; sálgase usted que voy a cerrar la puerta.

Cuando le hablé a usted la primera ocasión, le dije, fue creyendo que me conocía y era mi amigo, y valido de este sagrado me atreví a implorar su favor. Ahora no le pido nada, sólo le digo que no soy un pícaro como me dijo, ni me valgo del nombre de don Pedro Sarmiento, sino que soy él mismo, y en prueba de ello acuérdese que ayer fue usted conmigo y su querida Manuelita, con los dos hermanos de ésta y una criada, a la almuercería de la Orilla, donde yo costié el almuerzo, que fueron envueltos, guisado de gallina, adobo y pulque de tuna y de piña.

Acuérdese usted que costó el almuerzo ocho pesos, y que los pagué en oro. Acuérdese que cuando me lavé las manos me quité un brillante y, aficionada de él su dama, lo alabó mucho, se lo puso en el dedo y yo se lo regalé, por cuya generosidad me dio usted muchas gracias, ponderando mi liberalidad. Acuérdese   —107→   que, paseándonos los dos solos por una de aquellas gateras, me dijo que su mujer le había olido la podrida (fueron palabras de usted), que por este motivo tenían frecuentes riñas, y que usted pensaba abandonarla y llevarse a Manuelita a Querétaro, donde se le proporcionaba destino. Acuérdese que a esto le dije que no hiciera tal cosa, pues sería añadir a una injusticia un agravio, que sobrellevara a su mujer y procurara negarle todo cuanto sabía, no darle motivo de sospecha, hacerle cariño y manejarse con prudencia, pues al fin era su esposa y madre de sus hijos. En fin, acuérdese que al separarnos subí al coche a Manuelita, y ésta pisó el túnico de coco en el estribo y lo rompió.

Éstas son muchas señas y muy privadas para que usted dude de mi verdad. Si mi semblante está desfigurado y mi traje no corresponde a quien soy, lo ha causado la adversidad de mi suerte y las vicisitudes de los hombres, de lo que usted no está seguro, y quizá mañana se verá en situación más deplorable que la mía.

El negar que me conoce será una vil tenacidad después que le doy tantas señas, y después que me ha oído tanto tiempo, porque, aunque los semblantes se desfiguren, las voces permanecen en su tono, y es muy difícil no conocer por la voz al que se ha tratado mucho tiempo.

Todo cuanto usted ha charlado, dijo Anselmo, prueba que usted es un perillán de primera clase, y que, para venir a pegarme un petardo, me ha andado a los alcances y ha procurado indagar mi vida privada, valiéndose tal vez de la intriga con mi amigo Sarmiento para saber de él mis secretos; pero ha errado usted el camino de medio a medio. Ahora menos que nunca debe esperar de mí un maravedí; antes yo me recelaré de usted como de un pícaro refinado... Mátame con ese sable, le dije interrumpiéndole, mátame antes de que me lastime tu lengua con tales baldones, y baldones proferidos por un amigo. ¿Éste es, Anselmo, tu cariño? ¿Éstas tus correspondencias?   —108→   ¿Éstas tus palabras? ¿Qué más dejas para un soez de la plebe cuando tú, que te precias de noble, obras con tanta bastardía que no sólo no pagas los beneficios, sino que obstinadamente finges no conocer al mismo a quien los debes? Anselmo, amigo, ya que no te compadeces de mí como del que lo fue tuyo, compadécete a lo menos como de un infeliz que se acoge a tus puertas. Bien sabes que la religión obliga a todos los cristianos a ejercitar la caridad con los amigos y enemigos, con los propios y los extraños; y así no me consideres un amigo, considérame un infeliz, y por Dios...

Por Dios, dijo aquel tigre, que se vaya usted que es tarde, y ya me es sospechosa su labia y su demora. Sí, ya creo que será un ladrón y estará haciendo hora de que se junten sus compañeros para mi asaltar mi casa. Váyase enhoramala antes que mande llamar la guardia del vivac.

¿Qué es eso de ladrón?, le dije lleno de ira, el ladrón, el pícaro y el villano serás tú, mal nacido, canalla, ingrato.

No se atrevió Anselmo a hacer uso del sable, como me temía, pero hizo uso de su lengua. Comenzó a gritar, auxilio, auxilio... ladrones... ladrones, cuyas voces me intimidaron más que el sable y, temiendo que se juntara la gente y me viera en la cárcel por este inicuo, me salí de su casa renegando de su amistad y de cuantos amigos hay en el mundo, poco más o menos parecidos al infame Anselmo.

Como a las ocho de la noche, y abrigado con su lobreguez, me interné por la ciudad muerto de hambre y de cólera contra mi falso y desleal amigo. ¡Ah!, decía yo, si me hallara ahora con el brillante que le regalé ayer a la puerca de su amiga, tendría qué vender o qué empeñar para socorrer mi hambre; pero ahora, ¿qué empeñaré ni de qué me valdré, cuando no tengo cosa que valga un real sino la camisa? ¿Mas será posible que me quite la camisa? No hay remedio, no tengo cosa mejor, yo me la quito.

Haciendo este soliloquio me la quité y, como estaba limpia   —109→   y casi nueva, no me costó trabajo que me suplieran sobre ella ocho reales, con los que cené con hartas apetencias y compré cigarros.

En las diligencias del empeño y de la cenada se me fue el tiempo sin advertirlo, de suerte que cuando salí del bodegón eran las diez dadas, hora en que no hallé ningún arrastraderito abierto.

Desconsolado con que no me podían valer mis antiguas guaridas, determiné pasarme la noche vagando por las calles sin destino, y temiendo en cada una caer en manos de una ronda, hasta que por fortuna encontré por el barrio de Santa Ana una accesoria abierta con ocasión de un velorio.

Me metí en ella sin que me llamaran, y vi un muerto tendido con sus cuatro velas, seis u ocho leperuzcos haciendo el duelo y una vieja durmiéndose junto al brasero con el aventador en la mano.

Saludé a los vivos con cortesía, y di medio real para ayuda del entierro del muerto.

Mi piedad movió la de aquellos prójimos y, recibiendo sus agradecimientos, me quedé con ellos en buena paz y compañía.

Cuando llegué estaban contando cuentos; a las doce de la noche rezaron un rosario bostezando, cantaron un alabado muy mal, y se soplaron cada uno un tecomate de champurrado muy bien, sin quedarme yo de mirón.

Como a la una de la mañana se acostó la vieja y roncó como un perro; y, porque no hiciéramos todos lo mismo, sacó un caritativo una baraja y nos pusimos en un rincón a echar nuestros alburitos por el alma del difunto.

A mí se me arrancó brevecito, como que mi puntero era muy débil y la suerte estaba decidida en mi contra. Sin embargo, me quedé barajando de banco por ver si me ingeniaba; pero nuestra velita se acabó, y no hubo otro arbitrio que tomar un cabo prestado al señor muerto.

Antes de esto habían cerrado la accesoria, temiendo no pasara   —110→   una ronda y nos hallara jugando. Quién sabe quién cerró, ni quién tenía la llave; el cuartito era redondo y tenía una ventana que caía a una acequia muy inmunda; el envigado estaba endemoniado de malo, y al muerto lo habían puesto, sin advertirlo, en una viga a la que le faltaba apoyo por un extremo; con esto, al ir uno de aquellos tristísimos dolientes por el cabito para seguir jugando, pisó la viga en que estaba el cadáver por donde estaba sin apoyo, y con su peso se hundió para adentro; y como levantó la viga, alzó también el cuerpo del difunto, lo que visto por mí y mis camaradas nos impuso tal horror, creyendo que el muerto se levantaba a castigarnos, que al punto nos levantamos todos atropellándonos unos a otros por salir, y gritando cada cual las oraciones que sabía.

Fácil es concebir que luego luego nos quedamos a obscuras, pasando y aun dando de hocicos sobre el muerto y el hundido, que sin cesar gritaba que se lo llevaba el diablo; la infeliz vieja no lo pasaba mejor, pues todos caíamos sobre ella la vez que nos tocaba; cada encontrón que se daba uno contra otro, pensaba que se lo daba con el muerto; crecía la aflicción por instantes porque no parecía la llave, hasta que uno advirtió abrir la ventana y salir por ella. A su ejemplo todos hicimos lo mismo sin acordarnos de la acequia para nada. Con esto unos tras otros fuimos dejándonos caer en ella, y salimos hechos un asco de lodo y algo peor; pero al fin salimos sin hacer el menor aprecio de la pobre vieja, que se quedó a acompañar al difunto. Cada uno se fue por su parte a su casa, y yo a la del más trapiento de todos, que me manifestó alguna lástima.

Luego que llegamos a ella, despertó a su mujer y le contó el espanto con la mayor formalidad, diciéndole cómo el muerto se había levantado y nos había golpeado a todos. La mujer no lo quería creer, y en la porfía de si fue o no fue se nos pasó lo que faltaba de la noche, y a la luz del nuevo día creyó la mujer el espanto al ver lo descolorido de nuestras caras, que, por lo que toca a la despeñada que nos dimos en el cieno,   —111→   no puso la menor duda, porque luego que entramos se lo avisaron sus narices y, aunque no había luz, ella creía que estábamos maqueados más que si lo viese.

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En fin, la pobre lavó a su marido y a mí de pilón, quedándonos los dos cobijados con una frazada vieja entre tanto se secaron los trapos.

Aunque los míos se encerraban en dos, a saber: el cotón y los calzones, porque el sombrero y guarachas se quedaron en la campaña, se tardaron en secar una porción de tiempo, de modo que ya mi amigo estaba vestido y yo no podía moverme de un lugar.

La pobre mujer me dio un poco de atole y dos tortillas; lo bebí más de fuerza que de gana, y después, para divertir mi tristeza, amolé un carboncito, le hice punta y en el reverso de una estampa que estaba tirada junto a mí escribí las siguientes décimas.



Aprended, hombres, de mí,
Lo que va de ayer a hoy;
Que ayer conde y virrey fui
Y hoy ni petatero soy.

Ninguno viva engañado
creyendo que la fortuna,
si es próspera, ha de ser una
sin volver su rostro airado.
Vivan todos con cuidado,
cada uno mire por sí,
que es la suerte baladí,
y se muda a cada instante,
yo soy un ejemplo andante.
Aprended, hombres, de mí.

Muy bien sé que son quimera
las fortunas fabulosas,
—112→
pero hay épocas dichosas,
y llámense como quiera.
Si yo aprovechar supiera
una de éstas, cierto estoy
que no fuera como voy;
pero desprecié la dicha,
y ahora me miro en desdicha;
¡lo que va de ayer a hoy!

Ayer era un caballero
con un porte muy lucido,
y hoy me miro reducido
a unos calzones de cuero.
Ayer tuve harto dinero,
y hoy sin un maravedí
me lloro ¡triste de mí!
sintiendo mi presunción,
que, aunque de imaginación,
ayer conde y virrey fui.

En este mundo voltario
fui ayer médico y soldado,
barbero, subdelegado,
sacristán y boticario.
Fui fraile, fui secretario,
y, aunque ahora tan pobre estoy,
fui comerciante en convoy,
estudiante y bachiller.
Pero ¡ay de mí! esto fui ayer
y hoy ni petatero soy.

Luego que concluí mis coplillas, las procuré retener en la memoria, y las pegué con atole en la puerta de la casita.

  —113→  

Ya mi cotón estaba seco, pero los calzones estaban empapados, y yo, que estaba desesperado por salir en busca de nuevas aventuras, no tuve paciencia para aguardar a que los secara el sol, sino que los cogí y los puse a secar junto al tlecuil o fogón en que la mujer hacía tortillas; mas, habiendo salido a desaguar, cuando volví los hallé secos pero achicharronados.

No puedo ponderar la pesadumbre que tuve al ver todo mi equipaje inservible. El amigo, luego que se informó de mi desgracia, me dio un poco de sebo de vaca, y me aconsejó que les diese una friega con él para que se suavizaran un poco.

En efecto, les apliqué el remedio, y quedaron más flexibles, pero no mejores, porque en donde les penetró bien el fuego no valieron diligencias; saltaron los pedazos achucharrados, y descubrieron más agujeros de los que eran menester, lo que no me gustó mucho pues no tenía calzones blancos. Ello es que yo me los encajé y, como estaban ennegrecidos del hollín y llenos de agujeros, resaltaba lo blanco de mi piel por ellos mismos, y parecía yo tigre.

Advirtiendo esta ridiculez, y queriendo remediarla, tomé un poco del mismo humo y, mezclándolo con otro poco de sebo, hice una tinta y con ella me pinté el pellejo, quedando así más pasadero.

Los dueños de la casa me compadecían, pero se reían de mis arbitrios, y, sabedores de que mi intención era salirme de México en aquel instante a buscar fortuna, me dijeron que me fuera a Puebla, que allí tal vez hallaría destino. Al mismo tiempo me dieron unos frijoles que almorzar, y la mujer me puso un itacate de tortillas, un pedazo de carne asada y dos o tres chiles. Todo esto me lo envolvió en un trapito sucio, y yo me lo até a la cintura.

Así, después de haber almorzado y dádole las gracias, busqué un palo para que me sirviera de bordón, alcé un sombrero muy viejo de petate que estaba tirado en un muladar, me   —114→   lo planté, me despedí de mis hospedadores y tomé el camino de la garita de San Lázaro.

Llegué al pueblo de Ayotla, donde dormí aquella noche sin más novedad que acabar, por vía de cena, con mi repuesto.

Al día siguiente me levanté temprano y seguí mi camino para Puebla, manteniéndome de limosna hasta llegar a Río Frío, donde me sucedieron las aventuras que vais a leer en el capítulo que sigue.




ArribaAbajoCapítulo IX

En el que Periquillo refiere el encuentro que tuvo con unos ladrones, quiénes fueron éstos, el regalo que le hicieron y las aventuras que le pasaron en su compañía


Nada de fabuloso tiene la historia que habéis oído, queridos hijos míos; todo es cierto, todo es natural, todo pasó por mí, y mucho de este todo, o acaso más, ha pasado, pasa y puede pasar a cuantos vivan entregados como yo al libertinaje y quieran sostenerse y aparentar en el mundo a costa ajena, sin tener oficio ni ejercicio, ni querer ser útiles con su trabajo al resto de sus hermanos.

Si todos los hombres tuvieran valor y sinceridad para escribir los trabajos que han padecido, moralizando y confesando ingenuamente su conducta, veríais, sin duda, una porción de Periquillos descubiertos que ahora están solapados y disimulados, o por vergüenza o por hipocresía, y conoceríais más a fondo lo que os he dicho, esto es: que el hombre vicioso, flojo y disipado padece más en la vida que el hombre arreglado y de buen vivir. Entendidos que en esta triste vida todos padecen, pero sin proporción padecen más en todas las clases de la república los malvados, sea por un orden natural de las cosas,   —115→   o por un castigo de la Divina Providencia, empeñada en ejecutar su justicia aun en esta vida miserable.

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Siendo yo uno de los perdidos, fuerza era que también me llorara desgraciado, creciendo mis desventuras a medida de mi maldad por una necesaria consecuencia, según los principios que llevamos establecidos.

Dejé pendiente mi historia diciéndoos cómo caminaba para Puebla, desnudo, hambriento, cansado, deshonrado entre los que sabían mi mala conducta, despreciado de mis amigos y abandonado de todo el mundo.

Así, y lleno de una profunda melancolía, y de los remordimientos interiores que devoraban mi corazón trayéndome a la memoria mis maldades, llegué un día al anochecer a una venta cerca de Río Frío, donde pedí por Dios que me dieran posada. Lo conseguí, que al fin Dios castiga, pero no destruye a sus hijos por más que estos le sean ingratos. Cené lo que me dieron y dormí en un pajar, teniendo a mucha bonanza encontrar alguna cosa blanda donde acostarme, pues las noches anteriores había dormido en la dura tierra.

A otro día madrugué, y el ventero, sabedor de mi ruta, me dijo que fuera con cuidado, porque había una cuadrilla de ladrones por aquel camino. Yo le agradecí su advertencia, pero no desistí de mi intento, seguro de que, no teniendo qué me robaran, podía caminar tranquilamente delante de los ladrones, como nos dejó escrito Juvenal.

Empapado en mil funestos pensamientos iba yo, con la cabeza cocida con el pecho y mi palo en la mano, cuando cerca de mí oí tropel de caballos; alcé la cara y vi cuatro hombres montados y bien armados que, rodeándose de mí y teniéndome por indio, me dijeron: ¿de dónde has salido hoy y de dónde vienes? Señores, les dije, he salido de esta última venta y vengo de México para servir a ustedes. Entonces conocieron que no era indio, y uno de ellos, a quien yo tenía especies de haber visto   —116→   algún día, fijándome la vista, se echó del caballo abajo y, abrazándome con mucha ternura, me decía: ¿Tú eres, Periquillo, hermano? ¿Tú eres, Periquillo? Sí, no hay duda, las señas de tu cara son las mismas, a mí no se me despintan mis amigos. ¿No te acuerdas de mí? ¿No conoces a tu antiguo amigo el Aguilucho, a quien debiste tantos favores cuando estuvimos juntos en la cárcel?

Entonces yo lo acabé de conocer perfectamente y, deseando aprovechar aquella coyuntura favorable que me proporcionaba la ocasión, lo apreté entre mis brazos con tal cariño que el pobre Aguilucho me decía a media voz: ya está, Perico, hermano, ya está, por Dios no me ahorques antes de tiempo.

Ahora sí, decía yo lleno de consuelo y entusiasmo, ahora sí que se acabaron mis trabajos, pues he tenido la dicha de encontrar a mi mejor amigo, a quien debí tantísimos favores, y de quien espero me socorra en la amarga situación en que me hallo.

¿Pues qué ha sido de tu vida, hijo de mi alma?, me preguntó, ¿qué suerte has corrido? ¿Qué malas aventuras has pasado que te veo tan otro y tan desfigurado de ropa? Qué ha de ser, le contesté, sino que soy el más desgraciado que ha nacido de madre. Después que me separé de mi amigo Juan Largo, que, sin agravio de lo presente, era tan hombre de bien y tan buen amigo como tú, he tenido mil aventuras favorables y adversas; aunque, si vale decir verdad, más han sido las malas que las buenas.

Pues eso es cuento largo, me dijo el mulatillo interrumpiéndome, sube a las ancas de mi caballo, nos encaramaremos sobre aquella loma y allí podremos platicar más despacio, porque en los caminos reales espantamos la caza.

No entiendo eso de espantar la caza, le dije, pues yo jamás he visto cazar en caminos reales, sino en los bosques y lugares no transitados por los hombres.

  —117→  

Tanto así tienes de guaje13, me dijo el Aguilucho, pero cuando sepas que nosotros no andamos a caza de conejos ni de tigres, sino de hombres, no te hará fuerza lo que te digo. Por ahora sube a caballo, que es lo que te importa. Yo obedecí su imperioso precepto, subí y guiamos todos a un cerrito que no estaba lejos del camino.

Luego que llegamos, nos apeamos, escondieron los caballos tras de su falda y nos sentamos entre un matorral, desde donde veíamos muy bien, y sin poder ser vistos de cuantos pasaban en el camino real.

Ya en esta disposición sacó el Aguilucho de un talego de cotense un queso muy bueno, dos tortas de pan y una botella de aguardiente.

Desenvainó un cuchillo de la bota campanera, partió el pan y el queso y comenzamos todos a darle vuelta.

Acabada la comida nos dio por su mano un traguito de aguardiente a cada uno, pero tan poquito que apenas me llegó al galillo. Los ojos se me iban tras de la botella, y a los otros también; mas él la guardó diciendo: no hay mayor locura en los hombres que prostituirse a la bebida. Nadie debía emborracharse, pero mucho menos los de nuestro oficio, pues vamos muy arriesgados.

¿Pues cuál es tu oficio?, le pregunté muy admirado, y él sonriéndose me dijo: Cazador, y ya ves que un cazador borracho no puede hacer buena puntería.

Pero en tal caso, le repliqué, lo más que puede suceder es hacer sin fruto la caravana o correría, mas hasta aquí no hay riesgo, como dices. Sí hay, dijo él, pueden cazarnos a nosotros, y tan bien que no nos quiten las esposas hasta después de muertos.

No me hables con enigmas, le dije, por vida tuya, explícame   —118→   lo que hablas. Allí lo sabrás, dijo él, pero cuéntanos tus aventuras.

Pues has de saber, le dije, que, cuando fui a dar a la cárcel donde tuve el honor de conocerte, fue de resultas de una manotadilla de amigos que iba a dar a la casa de una viuda mi querido Juan Largo, en cuyo lance pudo haber sido presa de los soldados y sereneros; pero tuvo la fortuna de escapar con tiempo en compañía de otro amigo suyo muy hábil y valiente que se llamaba Culás el Pípilo, muchacho bueno a las derechas, y que según me decía Januario había aprendido a robar con escritura... Buena sea la vida de usted, me dijo riéndose un negrito alto, chato y de unos ojillos muy vivos y pequeños. Yo soy, continuó, yo soy el tal Pípilo, aunque no muy guajolote, y me acuerdo de usted y de la noche en que lo vi con el sereno cuando pasé corriendo. ¿Conque en qué paró usted por fin, y cómo fue eso de que fuera a dar a la de pita por nosotros?

Entonces les conté todas mis aventuras, que celebraron mucho, y me dijeron cómo Januario era capitán de cazadores de gentes, y andaba por otros rumbos no muy lejos de por allí; que ellos eran del arte con otros tres compañeros que se habían extraviado algunos días antes, y los esperaban por horas con algunos buenos despojos; que el jefe de ellos era el señor Aguilucho; que aquel oficio era muy socorrido, que solía tener sus contingencias, pero que al fin se pasaba la vida y se tenían unos ratos famosos; y, por último, amigo, me decía el Pípilo, si usted quiere alistarse en nuestras banderas, experimentar esta vida y salir de trabajos, bien podrá hacerlo, supuesta la amistad que lleva con nuestro capitán, y su gentil disposición, que, pues ha sido soldado, no le cogerán de nuevo las fatigas de la guerra, los asaltos, los avances, las retiradas ni nada de esto que nunca falta entre nosotros.

Amigo, le dije, yo le estimo su convite y el deseo que tiene   —119→   de hacerme beneficio, pero se ha engañado en su concepto creyéndome útil para el caso, pues para eso de campaña no es mi disposición gentil, sino hereje y judía, porque nada vale. Siempre he tenido miedo a que me aporreen, y he procurado evitar las ocasiones, y con todo esto no me ha valido. Una vez una vieja me estampó una chinela en la boca; otra, me puso al parto un payo a palos; otra, me molieron a trompones los presos de la cárcel en compañía del señor capitán Aguilucho, que no me dejará mentir; otra, me dieron una puñalada que por poco no la cuento; otra, me jorobaron a pedradas los indios de Tula; otra, me quebró setenta ollas en la cabeza un indio macuache; otra, me desmecharon unas coscolinas; y, por última, me aporreó un difunto en un velorio. Conque vean ustedes si soy desgraciado y con razón estoy acobardado.

Vamos, dijo el Aguilucho, ésas son delicadezas, los hombres no deben ser cobardes, mucho menos por niñerías. En esas pendencias que has tenido, Periquillo cobarde, ¿qué vara de mondongo te han sacado? ¿Con cuántas jícaras te han remendado el casco? ¿Qué costillas menos cuentas? ¿Ni qué pie ni mano echas menos en tu cuerpo? Nada de esto te ha pasado, tú estás entero y verdadero sin lacra ni cicatriz notable. Conque ésa es una cobardía vergonzosa o una grande conveniencia, porque me parece que tú eres más convenienciero14 que cobarde, y quisieras pasarte buena vida sin arriesgarte a nada; pero hijo, eso está verde, porque el que no se arriesga no pasa la mar, y los trabajos se hicieron para los hombres.

Hermano, le dije, no sólo es conveniencia, sino que soy miedoso de mío, y naturalmente no me hace buen estómago que me aporreen. Es cierto que en las malas aventuras que he tenido no me han sacado las tripas, ni me han quitado un brazo,   —120→   ni una pierna, como dices; pero también es cierto que, a excepción de la pendencia del indio, yo he llevado mis buenos porrazos sin buscarlos y sin provocar a nadie. Esto me ha hecho más cobarde, porque, si sin meterme a valiente, y antes excusando las ocasiones, he salido tan mal librado, ¿qué fuera si yo hubiera sido valentón, espadachín y perdonavidas? Seguramente ya me hubieran despachado a los infiernos, a buen componer, haciéndome primero picadillo.

Conque así no, hermano, yo no valgo nada para cazador. Si acaso quieren les serviré de escribiente para su mayoría, de marmitón o ranchero, de mayordomo, de guardarropa, de tesorero, de caballeriza, de médico y cirujano que algo entiendo, de asesor, de barbero o cosa semejante; pero para esto de salir a campaña y batirme con los caminantes, ni por pienso. Si fuera cosa de hallarlos amarrados y durmiendo, tal vez haría algo de mi parte, y eso acompañado con ustedes; pero esto de salirles mano a mano, viniendo ellos con las suyas sueltas y prevenidas con un sable, una pistola o una escopeta... ¡Jesús me valga!, ni pensarlo, camaradas, ni pensarlo. Ya digo que tengo miedo, y cuidado, que confesar un hombre que tiene miedo es el mayor sacrificio que puede hacer a la verdad, porque reflexionen ustedes y verán que apenas habrá uno que haga alarde de buen mozo, de sabio, de rico y cosa así; antes no tienen embarazo para tenerse en menos que otros en hermosura, en talento, en riqueza o en habilidad; mas, en tocándoles en lo valiente, ¡cuerpo de Cristo!, no hay un cobarde, siquiera con la boca, todos se vuelven Escipiones y Aníbales, nadie tiene miedo a otro, y cada uno se cree capaz de tenérsela con el mismo Fierabrás.

Esto prueba que, aunque no todos los hombres sean valientes, a lo menos todos quieren parecerlo cuando llega la ocasión, y tan lejos están de conocer y confesar su cobardía que el más tímido suele ser el que más bravea cuando no tiene delante   —121→   al enemigo. Conque ser yo la excepción de la regla y venir confesando que tengo miedo es prueba de que soy un hombre de bien a las derechas, pues no sé mentir, que es otra prenda tan apreciable como rara en los hombres.

Mira cuánto has hablado, hermano, me dijo el Aguilucho, no en balde te llaman Periquillo. Pero dime, hombre, ¿cómo siendo tan cobarde fuiste soldado?, porque ese ejercicio está tan reñido con el miedo como la luz con las tinieblas.

Eso no te haga fuerza, le contesté, lo primero, que yo fui soldado de mantequilla, pues no pasé de un asistente flojo y regalón, sin saber no ya lo que es una campaña, pero ni siquiera las fatigas del servicio. Lo segundo, que no todos los soldados son valientes. ¿Cuántos van a fuerza a la campaña, que no irían si los generales al aproximarse al enemigo publicaran, como Gedeón, un bando para que el que se sintiera débil de espíritu se fuera a su casa? Yo aseguro que no pasarían de trescientos valientes en el ejército más lucido y numeroso, si no la llevaban muy cocida, o les instigaba la codicia del saco. Lo tercero y último, que no todos los que dicen que tienen valor saben lo que es valor.

Monsieur de la Rochefoucauld dice que «el valor en el simple soldado es una profesión peligrosa que toma para ganar su vida». Explica las diferencias de valores, y concluye diciendo que «el perfecto valor consiste en hacer sin testigos lo que serían capaces de hacer delante de todo el mundo». Conque ya ves que el ser soldado no es prueba de ser valientes.

¡Caramba, Periquillo, y lo que sabes!, me dijo con ironía el Aguilucho, pero con todo tu saber estás en cueros; más sabemos nosotros que tú. En fin, que traigan los caballos, irás a ver nuestra casa y, si te acomodare, te quedarás en nuestra compañía; pero no pienses que comerás de balde, pues has de trabajar en lo que puedas.

En esto fueron a traer los caballos, les apretaron las cinchas   —122→   y yo monté en las ancas del de el Aguilucho, que era famoso, y nos fuimos.

En el camino iba yo lisonjeándome interiormente de la habilidad que había tenido para engañar a los ladrones exagerándoles mi cobardía, que no era tanta como les había pintado; pero tampoco tenía ganas de salir a robar a los caminos exponiendo mi persona. Si el modo conque éstos roban, decía yo a mi cotón, no fuera tan peligroso, con mil diablos me echara yo a robar, pues ya no me falta más que ser ladrón; pero esto de ponerme a que me cojan o me den un balazo, eso si está endemoniado. ¡Dichosos aquellos ladrones que roban pacíficamente en sus casas sin el menor riesgo de sus personas! ¡Quién fuera uno de ellos!

En estas majaderías entretenía mi pensamiento, mientras que tropando cerros, bajando cuestas y haciendo mil rodeos, fuimos a dar a la entrada de una barranca muy profunda.

A poco de haber entrado en ella avistamos unas casas de madera, adonde llegamos y nos apeamos muy contentos; pero más alegres que nosotros salieron a recibirnos otros tres cazadores, que eran los que el Aguilucho me dijo que se habían extraviado pocos días antes de aquél.

Luego que vieron al Aguilón, le dieron muchos abrazos, y éste se los correspondió con gravedad. Entramos a la cueva y le manifestaron dos cajones de dinero, un gran baúl de ropa fina y un envoltorio de ropa también, pero más ordinaria, junto con una buena mula de carga y dos caballos excelentes. Esto es, decía uno de ellos, todo el fruto del negocio que hemos hecho en siete días que faltamos de tu lado.

No esperaba yo menos de la viveza de ustedes, dijo el Aguilucho, vamos a ver, repartámonos como hermanos. Diciendo esto comenzó a repartir la ropa entre todos y el dinero se echó al granel en unos baúles que allí había, añadiendo el señor capitán: ya saben ustedes que en el dinero no cabe repartición,   —123→   y así cada uno tomará lo que guste con mi aviso para lo que necesite. A este pobre mozo, dijo señalándome, es menester que cada uno lo socorra, pues es mi amigo viejo, viene atenido a nosotros, y, aunque es miedosillo, ahí se le quitará con el tiempo; tiene lo más, que es no ser tonto; da esperanzas.

Apenas oyeron la recomendación aquellos buenos prójimos, cuando todos a porfía me agasajaron. Uno me dio dos camisas de estopilla muy buenas; otro una cotona de paño de primera azul guarnecida con cordón y flecos de oro; otro unos calzones de terciopelo negro con botones de plata nuevos y sin más defecto que tener el aforro ensangrentado; otro me habilitó de medias, calzoncillos y ceñidor; otro me regaló botas, zapatos y ataderos; otro me dio un sombrero tendido, de color de chocolate de muy rico castor, con su galoncito de oro al bordo y una famosa toquilla; y el último me dio una buena manga de paño de grana con su dragona de terciopelo negro, guarnecida con galón y flecos de plata.

Después que todos me habilitaron con lo que quisieron, el Aguilucho me regaló su mismo caballo, que era un tordillo quemado del mejor mérito, y me lo dio sin quitarle la silla, armas de pelo, freno ni cosa alguna. A esta galantería añadió la de regalarme sus buenas espuelas y tantos cuantos pesos pudo sacar en seis puñados, y me mandaron vestir a toda prisa.

Concluida esta diligencia, hicieron una seña con un pito, y salieron cuatro muchachonas no feas y bien vestidas, las que nos saludaron muy afables, y luego nos sirvieron una buena mesa, y tal que yo no la esperaba semejante en aquellas barrancas tan ocultas y retiradas del comercio de los hombres.

Así que se acabó la comida, me dijeron cómo aquellas señoras estaban destinadas al servicio común de todos, y tanto ellas entre sí como ellos entre ellos se llevaban como hermanos, sin andar con etiquetas, y sin conocerse en aquella feliz Arcadia la maldita pasión de los celos.

  —124→  

Acabáronse estas inocentes conversaciones, mandaron ensillar los caballos del Aguilucho y del Pípilo y se marcharon todos a ver si hallaban caza, dejándome solo con las mujeres, y diciéndome que me entretuviera en reconocer y limpiar las armas.

Yo jamás había limpiado una escopeta, pero las mujeres me enseñaron y se pusieron a ayudarme; y para hacer el trabajo llevadero, me preguntaron mi vida y milagros, y yo las entretuve contándoles mil mentiras, que creyeron como los artículos de la fe; y en pago de mi cuento me refirieron todas sus aventuras, que se reducían a decir que se habían extraviado y habían venido a dar con aquellos hombres desalmados, una porque su madre la regañaba, otra porque su marido era celoso, aquélla porque el Pípilo la engañó, y la última porque la tentó el diablo.

Así pretendía cada una disimular su lubricidad y hacerse tragar por una bendita; pero ya era yo perro viejo para que me la dieran a comer, conocía bien al común de las mujeres y sabía que las más que se pierden es porque no se acomodan con la sujeción de los padres, maridos, amos o protectores.

Sin embargo, yo me hice tonto y alegre, y supe de este modo todos los arcanos de mis invictos compañeros; me dijeron cómo eran ladrones y daban asaltos de interés, que todos eran muy valientes, que rara vez salían sin volver habilitados y que ya estaban ricos.

En prueba de esto me enseñaron un cuarto lleno de ropa, alhajas, baúles de dinero, armas de todas clases, sillas, frenos, espuelas y otras mil cosas, por las que eché de ver que en realidad eran ladrones por mayor; mas, admirándome de que cómo no se apartaban de aquella vida, que no podía ser muy buena ni muy segura, teniendo ya todos con qué pasarla, cuando no sin zozobras interiores, a lo menos sin sustos de la justicia y sin riesgo de los robados, me dijeron que era imposible que dejaran esa vida, lo uno porque no podían sacar la cara   —125→   sin exponerse a ser conocidos, y lo otro porque el robar era vicio, lo mismo que el beber, jugar y fumar; y así que pretender quitar a aquellos señores de los caminos con clase de ladrones sería lo mismo que querer quitarles las barajas a los tahures y los vasos a los ebrios.

En esto estábamos cuando ya al anochecer llegaron los valientes a casa; se apearon y, después de jugar y chacotear tres o cuatro horas, cenamos todos juntos muy contentos y después nos fuimos a acostar, dándome para el efecto suficiente ropa y una piel curtida de cíbolo.

Yo advertí que se quedaban cuatro de guardia a la entrada de la barranca para hacer su cuarto de centinela, como los soldados, y así me acosté y dormí con la mayor tranquilidad, como si estuviera en compañía de unos varones apostólicos; pero como a las tres de la mañana me la interrumpieron los gritos desaforados que dieron todos, unos pidiendo su carabina, otros su caballo y todos cacao15, como vulgarmente dicen.

El azoramiento de todos ellos, los gritos y llantos de las mujeres, el ruido de varios tiros que se dan a la entrada de la barranca y el alboroto general me tenían lelo. No hice más que sentarme en la cama y estarme hecho un tronco esperando el fin de aquella terrible aventura, cuando entró una mujer, su llegó a mi rincón y, tropezando conmigo, me conoció y, enfadada de mi flema, me dio un pescozón tan bien dado que me hizo poner en pie muy deprisa. Salga usted, collón, me decía, mandria, amujerado, maricón; ya la justicia nos ha caído y están todos defendiéndose, y el muy sinvergüenza se está echadote como un cochino. Ande usted para fuera, socarrón, y coja ese sable que está tras de la puerta, o si no yo le exprimiré esta pistola en la barriga.

Esta fiesta era a obscuras, pero de que yo oí decir exprimir   —126→   pistolas, salí como un rayo, porque no me acomodaban esas chanzas.

Como mi salida fue en camisa y con el sable que me dio la mujer, me desconocieron los compañeros y, juzgándome alguacil en pena, me dieron una zafacoca de cintarazos que por poco me matan, y lo hubieran hecho muy fácilmente según las ganas que tenían, pues uno gritaba: dale a filo, asegúralo, asegúralo; pero a ese tiempo quiso Dios que saliera una mujer con un ocote ardiendo, a cuya luz me conocieron y, compadecidos de la fechoría que habían hecho, me llevaron a mi cama y me acostaron.

A poco rato se sosegó el alboroto, y a éste siguió un profundo silencio en los hombres y un incansable llanto en las mujeres. Yo, algo aliviado de los golpes que llevé, al escuchar los llantos, y temiendo no fuera otro susto que acarreara a mi cama alguna maldita mujer desaforada, me levanté con tiempo, me medio vestí, salí para la otra pieza y me encontré a todos los hombres y mujeres rodeados de un cadáver.

La sorpresa que me causó semejante funesto espectáculo fue terrible, y no pude sosegar hasta que me dijeron cuanto había sucedido, y fue que los centinelas apostados de vigilancia vieron pasar cerca de ellos, y como con dirección a la barranca, una tropa de lobos y, creyendo que eran alguaciles, les dispararon las carabinas, a cuyo ruido se alborotaron los de abajo; subieron para la cumbre y, pensando que dos de sus compañeros que bajaron a avisar eran alguaciles, les dispararon con tan buen tino que a uno le quebraron una pierna y al otro lo dejaron muerto en el acto.

Cuando oí estas desgracias me di de santos de que no hubiera yo sufrido sino cintarazos, y hasta creo que se me aliviaron más mis dolores. Ya se ve, el hombre, cuando compara su suerte con otra más ventajosa, se cree desdichado; pero, si la compara con otra más infeliz, entonces se consuela y no se lamenta tanto de sus males. La lástima es que no acostumbramos   —127→   compararnos con los más infelices, sino con los más dichosos que nosotros, y por eso se nos hacen intolerables nuestros trabajos.

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En fin, amaneció el día y a su llegada concluyó el velorio y sepultaron al difunto. El Aguilucho me dijo: tú me dijiste que entendías de médico; mira a ese compañero herido y dime los medicamentos que han de traer de Puebla, que los traerán sin falta, porque todos los venteros son amigos y compadres, y nos harán el favor.

Quedeme aturdido con el encargo, porque entendía de cirugía tanto como de medicina, y no sabía qué hacer, y así decía entre mí: si digo que no soy cirujano sino médico, es mala disculpa, pues le dije que entendía de todo; si empeoro al enfermo y lo despacho al purgatorio, temo que me vaya peor que en Tula, porque estos malditos son capaces de matarme y quedarse muy frescos. ¡Virgen Santísima!, ¿qué haré? Alúmbrame... Ánimas benditas, ayudarme. Santo mío, San Juan Nepomuceno, pon tiento en mi lengua...

Todas estas deprecaciones hacía yo interiormente sin acabar de responder, fingiendo que estaba inspeccionando la herida, hasta que el Aguilucho, enfadado con mi pachorra, me dijo: ¿por fin, a qué horas despachas? ¿Qué se trae?

No pude disimular más, y así le dije: mira, no se puede ensamblar la pierna, porque el hueso está hecho astillas (y era verdad). Es menester cortarla por la fractura de la tibia, pero para esto se necesitan instrumentos, y yo no los tengo.

¿Y qué instrumentos se han menester?, preguntó el Aguilucho. Una navaja curva, le respondí, y una sierra inglesa para aserrar el hueso y quitarle los picos. Está bien, dijo el Aguilucho, y se fueron.

A la noche vinieron con un tranchete de zapatero y una sierra de gallo. Sin perder tiempo nos pusimos a la operación. ¡Válgame Dios!, ¡cuánto hice padecer a aquel pobre! No quisiera acordarme de semejante sacrificio. Yo le corté la pierna   —128→   como quien tasajea un trozo de pulpa de carnero. El infeliz gritaba y lloraba amargamente, pero no le valió porque todos lo tenían afianzado. Pasé después a aserrarle los picos del hueso, como yo decía, y en esta operación se desmayó, así por los insufribles dolores que sentía, como por la mucha sangre que había perdido, y no hallaba yo modo de contenérsela, hasta que con una hebra de pita le amarré las venas, y aprovechando su desmayo le cautericé la carne con una plancha ardiendo. Entonces volvió en sí y gritaba más recio, pero algo se le contuvo la hemorragia.

Finalmente, a mí no me valió el aceite de palo, el azúcar y romero en polvo, el estiércol de caballo, ni cuantos remedios de éstos le aplicaba; cada rato se le soltaban las vendas y le salía la sangre en arroyos. Esto, junto con lo mal curado de lo restante, hizo que el debilísimo paciente se agangrenara pronto y tronara como tronó dentro de dos días.

Todos se incomodaron conmigo atribuyendo aquella muerte a mi impericia, y con sobrada razón; pero yo tuve tal labia para disculparme con la falta de auxilios a la mano que al fin lo creyeron, enterraron al muerto y quedamos tan amigos. ¡Cuántas averías hacen los hombres más o menos funestas por meterse a lo que no entienden!

Así pasé después sin novedad como dos meses, escribiendo los apuntes que querían, rasurándolos y quedándome de día a cuidar el serrallo de mis amos, amigos y compañeros. Una noche de los cinco que salieron volvieron cuatro muy confusos, porque les mataron uno en cierta campaña que tuvieron; pero no perdieron el ánimo, antes propusieron vengarse al otro día. Son tres, decían, y tres mozos; éstos no valen nada, y así el partido está por nosotros; nos la han de pagar por los huesos de mi madre. Mañana han de pasar por Río Frío, allí nos veremos.

Acabadas estas amenazas, cenaron y se acostaron. Yo hice lo mismo, pero no muy a gusto, reflexionando que se iba   —129→   desmembrando la compañía y acordándome de echar mi barba en remojo, porque veía pelar muy seguido la de mis vecinos.

Pensaba en desertarme, pero no me atrevía, porque ignoraba la salida de aquel encantado laberinto; ni aun osaba comunicar mi secreto a las mujeres, temeroso de que me descubrieran.

En estos cálculos pasé la noche, y a otro día muy de madrugada me levantaron y me hicieron vestir. Yo lo hice luego luego. Después ensillaron mi caballo y me pusieron dos pistolas en la cintura, una cartuchera y un sable; me acomodaron una mojarra en la bota y me pusieron una carabina en la mano.

¿Para qué son tantas armas?, preguntaba yo muy espantado. ¿Para qué ha de ser, bestia?, decía el Aguilón, para que ofendas y te defiendas.

Pues nada haré seguramente, decía yo, porque para ofender no tengo valor, y para defenderme me falta habilidad. Yo en los casos apurados me atengo a mis talones, porque corro más que una liebre, y así para mí todo esto es excusado.

Enfadose el Aguilucho con mi cobardía, y sacando el sable me dijo muy enojado: vive Dios, bribón, cobarde, que si no montas a caballo y nos acompañas, aquí te llevan los demonios. Yo, al verlo tan enojado, hice de tripas corazón, fingiendo que mi miedo era chanza, y que era capaz de salir al encuentro al demonio si viniera en traje de caminante con dinero; se dieron por satisfechos; seguimos nuestro camino con designio de salirles a los viandantes, robarlos y matarlos; pero no sucedió según lo pensaron.



  —130→  

ArribaAbajoCapítulo X

En el que nuestro autor cuenta las aventuras que le acaecieron en compañía de los ladrones, el triste espectáculo que se le presentó en el cadáver de un ajusticiado y el principio de su conversión


Aunque muchas veces permite Dios que el malvado ejecute sus malas intenciones, o para acrisolar al justo, o para castigar al perverso, no siempre permite que se verifiquen sus designios. Su Providencia, que vela sobre la conservación de sus criaturas, mil veces embaraza o destruye los inicuos proyectos para que las unas no sean pasto de la ferocidad de las otras.

Así le sucedió al Aguilucho y sus compañeros la mañana que salimos a sorprender a los viandantes.

Serían las seis cuando desde la cumbre de una loma los vimos venir por el camino real. Venían los tres por delante con sus escopetas en las manos; luego seguían cuatro caballos ensillados de vacío, esto es, sin jinetes; a seguida venían cuatro mulas cargadas con baúles, catres y almofreces, que se conocía lo que era de lejos, a pesar de venir cubiertas las cargas con unas mangas azules; y por fin venían de retaguardia los tres mozos.

Luego que el Aguilucho los vio, se prometió la venganza y un buen despojo, y así nos hizo ocultar tras un repecho que hacía la loma en su falda y nos dijo: ahora es tiempo, compañeros, de manifestar nuestro valor y aprovechar un buen lance, porque sin duda son mercaderes que van a emplear a Veracruz y toda su carga se compondrá de reales y ropa fina. Lo que importa es no cortarse, sino acometerlos con denuedo, asegurados en que la ventaja está por nosotros, pues somos cinco, y ellos son sólo tres, que los mozos, gente alquilona y cobarde, no deben darnos cuidado. Tomarán correr a los primeros   —131→   tiros; y así, tú, Perico, yo y el Pípilo los saldremos de frente en cuanto lleguen a buena distancia, quiero decir, a tiro de escopeta, y el Zurdo y el Chato les tomarán la retaguardia para llamarles la atención por detrás. Si se rinden de bueno a bueno, no hay más que hacer que quitarles las armas, amarrarlos y traerlos a este cerro de donde los dejaremos ir a la noche; pero si se resisten o nos hacen fuego no hay que dar cuartel, todos mueran.

Tanto la vista de los enemigos, que por instantes se acercaban, como la consideración del riesgo que me amenazaba, me hacían temblar como un azogado sin poder disimular el miedo, de modo que mi temor se hizo sensible, porque, como mis piernas temblaban tanto, hacían las cadenillas de las espuelas un sonecillo tan perceptible con los estribos que llamó la atención del Aguilucho, quien, advirtiendo mi miedo, echando fuego por los ojos, me dijo: ¿que estás temblando sinvergüenza, amujerado? ¿Piensas que vas a reñir con un ejército de leones? ¿No adviertes, bribón, que son hombres como tú, y solos tres contra cinco? ¿No ves que no vas solo sino con cuatro hombres, y muy hombres, que se van a exponer al mismo riesgo, y te sabrán defender como a las niñas de sus ojos? ¿Tan fácil es que tú perezcas y no alguno de nosotros? Y, por fin, supón que te dieron un balazo y te mataron, ¿qué cosa nueva y nunca vista es ésa? ¿Has de morir de parto, collonote, o te has de quedar en el mundo para dar fe de la venida del Anticristo? ¿Qué quieres, tener dinero, comer y vestir bien, y ensillar buenos caballos de flojón, encerrado entre vidrieras y sin ningún riesgo? Pues eso está verde, hermano, con algún riesgo se alquila la casa. Si me dices, como me has dicho, que has conocido ladrones que roban y pasean sin el menor peligro, te diré que es verdad; pero no todos pueden robar de igual modo. Unos roban militarmente, quiero decir, en el campo y exponiendo el pellejo; y otros roban cortesanamente, esto es, en las ciudades, paseando bien y sin exponerse a perder la vida;   —132→   pero esto no todos lo consiguen, aunque los más lo desean. Conque cuidado con las collonerías, porque te daré un balazo antes que vuelvas las ancas del caballo.

Asustado yo con tan áspera reprensión y tan temida amenaza, le dije que no tenía miedo, y que si temblaba era de puro frío, que entraríamos al ataque y vería cuál era mi valor. Dios lo haga, dijo el Aguilón, aunque lo dudo mucho.

En esto llegaron los caminantes a la distancia prefijada por el Aguilucho. Se desprendieron de nuestra compañía el Chato y el Zurdo y les tomaron la retaguardia, al mismo tiempo que el Pípilo, yo y el Aguilucho les salimos al frente con las escopetas prevenidas gritándoles: párense todos, si no quieren morir a nuestras manos.

A nuestras voces saltaron de sobre las cargas cuatro hombres armados que ocuparon en el momento los caballos vacíos y se dirigieron contra el Zurdo y el Chato, los cuales recibiéndolos con las bocas de sus carabinas, mataron a uno y ellos huyeron como liebres.

Los tres viandantes se echaron sobre nosotros, matándonos al Pípilo en el primer tiro. Yo disparé mi escopeta con mala intención, pero sólo se logró el tiro en un caballo, que tiré al suelo.

Cuando el Aguilucho se vio solo, porque no contaba conmigo para nada, me dijo: ya éste no es partido, un compañero han muerto, dos han huido, los contrarios son nueve, huyamos.

Al decir esto quiso volver la grupa de su caballo, pero no pudo, porque éste se le armó, de modo que, a pesar de que cargábamos y disparábamos aprisa, no haciendo daño y lloviendo sobre nosotros los balazos, temíamos nos cogieran con arma blanca, porque se iban acercando a nosotros los tres viandantes a todo trapo, sin tener miedo a nuestras escopetas.

Entonces el Aguilucho se echó a tierra, matando a su caballo   —133→   de un culatazo que le dio en la cabeza, y al subir a las ancas del mío le dispararon una bala tan bien dirigida que le pasó las sienes y cayó muerto.

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Casi por mi cuerpo pasó la bala, pues me llevó un pedazo de la cotona. La sangre del infeliz Aguilucho salpicó mi ropa. Yo no tuve más lugar que decirle: Jesús te valga, y, viéndome solo y con tantos enemigos encima, arrimé las espuelas a mi caballo y eché a huir por aquel camino más ligero que una flecha. La fortuna fue que el caballo era excelente, y corría tanto como yo quería. Ello es que al cuarto de hora ya no veía ni el polvo de mis perseguidores.

Extravié veredas y, aunque pensé ir a dar el triste parte de lo acaecido a las madamas de la casa, no me determiné, ya porque no sabía el camino, y ya porque, aunque lo hubiera sabido, temía mucho volver a aquellas desgraciadas guaridas.

Cansado, lleno de miedo y con el caballo fatigado, me hallé como a las doce del día en un solo y agradable bosquecillo.

Allí desocupé la silla, aflojé las cinchas al caballo, le quité el freno, le di agua en un arroyo, le puse a pacer la verde grama, me senté bajo un árbol muy fresco y sombrío y me entregué a las más serias consideraciones.

No hay duda, decía yo, la holgazanería, el libertinaje y el vicio no pueden ser los medios seguros para lograr nuestra felicidad verdadera. La verdadera felicidad en esta vida no consiste, ni puede consistir, en otra cosa que en la tranquilidad de espíritu en cualquier fortuna; y ésta no la puede conseguir el criminal, por más que pase alegre aquellos ratos en que satisface sus pasiones; pero a esta efímera alegría sucede una languidez intolerable, un fastidio de muchas horas y unos remordimientos continuos, pagando en estos tan largos y gravosos tributos aquel placer mezquino que quizá compró a costa de mil crímenes, sustos y comprometimientos.

Éstas son unas verdades concedidas por todo el que   —134→   reflexione atentamente sobre ellas. Mi padre me las advertía desde muy joven, el coronel no dejaba de repetírmelas, yo las he leído en los libros y tal vez las he oído en los púlpitos, ¿pero qué más? El mundo, los amigos, mi experiencia han sido unos constantes maestros que no han cesado de recordarme estas lecciones en el discurso de mi vida, a pesar de la ingratitud con que yo he desatendido sus avisos.

El mundo, dije, sí, el mundo, mis malos amigos, los funestos sucesos de mi vida, todo ha conspirado uniformemente a mi desengaño, aunque por distintos rumbos; porque un mundo falaz y novelero, un mal amigo vicioso y lisonjero, una desgracia que nos acarrea nuestra conducta disipada, y todos los males de la vida, son maestros que nos enseñan a reglar nuestras acciones y a mejorar nuestro modo de vivir. Ello es cierto que malos maestros pueden dar buenas lecciones. La infidelidad de un amigo, la perfidia de una mujer, la trácala que nos hizo el lisonjero, los golpes que nos hizo sufrir el agraviado, la prisión a que nos redujo la justicia por nuestra culpa, la enfermedad que padecimos por nuestro exceso, y otras cosas así, a la verdad que son ingratas a nuestro espíritu y a nuestro cuerpo, pero la experiencia de ellas debía hacernos sacar frutos dulces de sus mismas amargas raíces.

¿Y qué mejor fruto podíamos sacar de estas dolorosas experiencias que el escarmiento para gobernarnos en lo futuro? Entonces ya nos guardaríamos de tener amigos indistintamente y, sin saber cuáles son las señas del verdadero amigo, nos sabríamos recelar de las mujeres sin fiar nuestro corazón a cualquiera, huiríamos de los lisonjeros como de unas fieras mansas pero traidoras, trataríamos de no agraviar a nadie para no exponernos a recibir los golpes de la venganza, cuidaríamos de manejarnos honradamente para no padecer los rigores de las cárceles, enfrenaríamos nuestros apetitos sensuales para no lidiar con las enfermedades y, por fin, haríamos por   —135→   vivir conforme a las leyes divinas y humanas para no volver a experimentar esos trabajos y lograr la verdadera felicidad, que, como digo, es el fruto de la buena conciencia.

Esto conseguiríamos si supiéramos aprovecharnos de la experiencia, pero la lástima es que no aprendemos por más frecuentes que sean las lecciones.

Dígalo yo. ¿Qué de trabajos, qué de desaires, qué de vergüenzas, qué de ingratitudes, qué de golpes, prisiones, sustos, congojas y contratiempos no he pasado? ¿A qué riesgos no me he expuesto, y en qué situación tan deplorable me veo? Yo he tenido que sufrir azotes y reprensiones de los maestros, golpes de toros y caballos, zapatazos, baños de agua hirviendo, amenazas y desvergüenzas de las viejas, deslealtades, burlas y desprecios de los malos amigos, palos de payos, desaires de cortesanos, ingratitudes de parientes, abominaciones de extraños, lanzamientos de los amos, vejaciones de tunos, prisiones de la justicia, ollazos de indios, heridas dadas con razón por casados agraviados por mí, trabajos de hospitales, araños de coquetas, sustos de muertos y velorios, robos de pícaros y trescientas mil desventuras que, lejos de servirme de escarmiento, no parece sino que las primeras me han sido unos estímulos eficaces para exponerme a las segundas.

¿Qué tengo ya que perder? El lustre de mi nacimiento se halla opacado con mis vergonzosos extravíos, mi salud arruinada con mis excesos, los bienes de fortuna perdidos con mi constante disipación, amigos buenos no los conozco, y los malos me desprecian y abandonan. Mi conciencia se halla agitada por los remordimientos de mis crímenes, no puedo reposar con sosiego, y la felicidad tras que corro parece que es una fantasma aérea que al quererla asir se deshace entre mis manos.

Todo, pues, lo he perdido. No tengo más que la vida y el alma que cuidar. Es lo último que me queda, pero también lo más apreciable.

  —136→  

Dios se interesa en que no me pierda eternamente. ¡Cuántas veces pude haber perdido la vida a manos de los hombres, en poder de los brutos, en medio de la mar y aun a mis propias manos! Innumerables. Hoy pudo haber sido el último de mis días. A mi lado cayó el Pípilo, a otro el Aguilucho, y las balas unas tras otras cruzaban crujiendo el aire junto de mis orejas, balas que ciertamente se dirigían a mi persona, y balas que me pasaban la muerte por los ojos.

Como aquéllos murieron, ¿no pude yo haber muerto? Como hubo balas bien dirigidas para ellos, ¿no pudo haber alguna para mí? ¿Yo me libré de ellas por mi propia virtud y agilidad? Claro es que no. Una mano invisible y Todopoderosa fue la que las desviaba de mi cuerpo con el piadoso fin de que no me perdiera para siempre. ¿Y qué méritos tengo contraídos para haberle debido tal cuidado? ¡Oh, Dios!, yo me avergüenzo al acordarme que toda mi vida ha sido una cadena de crímenes no interrumpida. He corrido por la niñez y la juventud como un loco furioso, atropellando por todos los respetos más sagrados, y me hallo en la virilidad con más años y delitos que en mi pubertad y adolescencia.

Treinta y tantos años cuento de vida, y de una vida pecaminosa y relajada. Sin embargo, aún no es tarde, aún tengo tiempo para convertirme de veras y mudar de conducta. Si me entristece lo largo de mi vida relajada, consuéleme saber que el Gran Padre de familias es muy liberal y bondadoso, y tanto paga al que entra a la mañana a su viña como al que comienza a trabajar en ella por la tarde. Esto es hecho, enmendémonos.

Diciendo esto, lleno de temor y compunción aderecé el caballo, subí en él y me dirigí al pueblo o venta de San Martín.

Llegué cerca de las siete de la noche, pedí de cenar y mandé que desensillaran y cuidaran de mi caballo a título de valor, pues no llevaba un real.

  —137→  

Después que cené, salí a tomar fresco al portalito de la venta, donde estaba otro pasajero en la misma diligencia.

Nos saludamos cortésmente y enredamos la conversación hasta hacerse familiar, siendo el asunto principal el suceso acaecido aquel día con los ladrones. Me dijo cómo había salido de Puebla y caminaba para Calpulalpan, teniendo que hacer una corta demora en Apan.

Yo le dije que iba para este último pueblo, de donde tenía que pasar a México, y así podríamos ir acompañados, porque yo tenía mucho recelo de los ladrones.

Se debe tener, me contestó el pasajero, pero, con los sustos que han llevado de la semana pasada a esta parte, es regular que no se rehagan tan presto las gavillas. En pocos días les han pillado seis, han cogido uno y han quedado tendidos en el campo cuatro. Conque ya ve usted que son de menos en su cuenta once, y a este paso los días son un soplo.

Como yo no había visto coger a nadie, sabía que los muertos eran dos, y me constaba que apenas éramos cinco, le dije con un aire de duda: dable puede ser eso, pero temo que hayan engañado a usted, porque son muchos los ladrones agotados. No, no me han engañado, dijo él, lo sé bien, sobre que soy teniente de la Acordada, tengo las filiaciones de todos, sé sus nombres, los parajes por donde roban, las averías que han hecho y los que han caído hasta hoy, vea usted si lo sabré o no.

Frío me quedé cuando le oí decir que era teniente, aunque me consolé al advertir que yo no había salido más que a una campaña, y era imposible que nadie me conociera por ladrón. Entonces le di todo crédito y le pregunté que ¿por qué rumbos habían cogido a los demás? A lo que me contestó que por entre Otumba y Teotihuacán.

Parlamos largo sobre otras cosas, y a lo último le dije cómo yo tenía sobrada razón para temer a los ladrones, pues era perseguido de ellos. Vea usted, le decía muy formal, no me han salido esos ladrones, pero anoche se me huyó el mozo con   —138→   la mula del almofrez y me dejó sin un real, pues se llevó los únicos doscientos pesos que yo llevaba en mi baúl.

¡Qué picardía!, decía el teniente muy compadecido, ya ese pícaro estará con ellos. ¿Cómo se llama? ¿Qué señas tiene? Yo le dije lo que se me puso, y él lo escribió con mucha eficacia en un librito de memoria; y así que concluyó nos entramos a acostar.

Me convidó con su cuarto; yo admití y me fui a dormir con él. Luego que vio mis pistolas, se enamoró de ellas y trató de comprármelas. Con el credo en la boca se las vendí en veinticinco pesos, temiendo no se apareciera su dueño por allí. Ello es que se las dejé y me habilité de dinero sin pensar.

Nos acostamos, y a otro día muy temprano nos pusimos en camino, en el que no ocurrió cosa particular. Llegamos a Apan, donde fingí salir a buscar a un amigo, y al día siguiente nos separamos y yo continué mi viaje para México.

Aquella noche dormí en Teotihuacán, donde me informé de cómo en la semana anterior habían derrotado a los ladrones cogiendo al cabecilla, a quien habían colgado a la salida del pueblo.

Con estas noticias, lleno de miedo, procuré dormir, y a otro día a las seis la mañana ensillé y, encomendándome a Dios de corazón, seguí mi marcha.

Como una legua o poco más había andado cuando vi afianzado contra un árbol, y sostenido por una estaca, el cadáver de un ajusticiado con su saco blanco y montera adornada con una cruz de paño rojo que le quedaba en la parte delantera de la cabeza sobre la frente, y las manos amarradas.

Acerqueme a verlo despacio; pero, ¿cómo me quedaría cuando advertí y conocí en aquel deforme cadáver a mi antiguo e infeliz amigo Januario? Los cabellos se me erizaron, la sangre se me enfrió, el corazón me palpitaba reciamente, la lengua se me anudó en la garganta, mi frente se cubrió de un sudor mortal y, perdida la elasticidad de mis nervios, iba a   —139→   caer del caballo abajo en fuerza de la congoja de mi espíritu.

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Pero quiso Dios ayudar mi ánimo desfallecido y, haciendo yo mismo un impulso extraordinario de valor, me procuré recobrar poco a poco de la turbación que me oprimía.

En aquel momento me acordé de sus extravíos, de sus depravados consejos, ejemplos y máximas infernales; sentí mucho su desgracia, lloré por él, al fin lo traté de amigo y nos criamos juntos; pero también le di a Dios muy cordiales gracias porque me había separado de su amistad, pues con ella y con mi mala disposición fijamente hubiera sido ladrón como él, y tal vez a aquella hora me sostendría el árbol de enfrente.

Confirmé más y más mis propósitos de mudar de vida, procurando aprovechar desde aquel punto las lecciones del mundo y sacar fruto de las maldades y adversidades de los hombres y empapado en estas rectas consideraciones, saqué mi mojarra y en la corteza del árbol donde estaba Januario grabé el siguiente




Soneto16


   ¿Conque al fin se castigan los delitos,
Y el crimen siempre su cabeza erguida
No llevará? Januario aunque sin vida
Desde ese tronco lo publica a gritos.
    ¡Oh, amigo malogrado! Estos distritos
Salteador te sufrieron y homicida;
Pero una muerte infame y merecida
Cortó el hilo de excesos tan malditos.
—140→
    Tú me inculcaste máximas falaces
Que mil veces seguí con desacierto;
Mas hoy suspenso del dogal deshaces
    Las ilusiones. Tu cadáver yerto
Predica desengaño, y las veraces
Lecciones tomo que me das ya muerto.

Concluido mi soneto, me fui por mi camino encomendándolo a Dios muy de veras.

Procuré entrar en México de noche, paré en el mesón de Santo Tomás, cené y, estando paseándome en el corredor, oí llanto de mujeres en uno de los cuartos.

La curiosidad o la lástima me acercó a la puerta y, poniéndome a acechar, oí que un viejo decía: vamos hijas, ya no lloren, no hay remedio, ¿qué hemos de hacer? La justicia debió hacer su oficio, el muchacho dio en maleta desde chico, no le valieron mis consejos, mis amenazas ni mis castigos, él dio en que se había de perder, y por fin se salió con ello.

Pero yo lo siento, decía una pobre vieja, al fin era mi sobrino. Yo también lo siento, decía el anciano, y prueba de ello son las diligencias y el dinero que he gastado por librarlo, pero no fue capaz. ¡Válgate Dios por Januario desgraciado! Eh, hija, no llores, mira, nadie sabe que es nuestro pariente, todos lo tienen por huérfano de la casa. La pobre Poncianita ¡cuánto se avergonzará de este suceso! Pero al fin ya la muchacha es monja y, aunque se supiera su parentesco, monja se había de quedar; encomiéndalo a Dios y acostémonos para irnos muy de mañana.

Acabaron de hablar mis vecinos y a mí no me quedó duda en que eran don Martín y su esposa. Yo me fui a recoger, y a otro día madrugué para hablarles, lo que conseguí con disimulo, conociéndolos bien y sin darme a conocer de ellos. Supe que habían venido de la hacienda y se iban a establecer a Tierra Adentro. Me despedí de sus buenas personas, de las   —141→   que ya no he sabido. Es regular que hayan muerto, porque las pesadumbres, las enfermedades y los muchos años no pueden acarrear sino la muerte.

Fuime a misa bien temprano, volví a desayunarme y no salí en todo el día, ocupándome en hacer las más serias reflexiones sobre mi vida pasada, y en afirmar los propósitos que había hecho de enmendar la venidera.

Una de las cosas por donde conocí que aquel propósito era firme, y no como los anteriores, fue que, pudiendo sacar algún dinero del caballo, manga, sombrero, sable y espuelas, pues todo era bueno y de valor, no me determiné, no sólo temeroso de que me conocieran alguna pieza, como me conocieron en otro tiempo la capa del doctor Purgante, sino escrupulizando justamente porque aquello no era mío, y por tanto no podía ni debía enajenarlo.

Propuse, pues, conservar aquellos muebles hasta entregárselos al confesor, con intención de pagar las pistolas que vendí, siempre que Dios me diera con qué y supiera de su dueño.

Con esta determinación me salí cerca del anochecer a dar una vuelta por las calles sin destino fijo. Pasé por el templo de la Profesa, que estaba abierto; me entré a él con ánimo de rezar una estación y salirme.

Estaban puntualmente leyendo los puntos de meditación; me encomendé a Dios aquel rato lo mejor que pude y oí el sermón que predicó un sacerdote harto sabio. Su asunto fue sobre la infelicidad de los que desprecian los últimos auxilios, y la incertidumbre que tenemos de saber cuál es el último. Concluyó el orador probando que jamás faltan auxilios, y que debemos aprovecharnos de ellos, temiendo no sea alguno el último y, despreciándolo, o nos corte Dios los pasos cerrando la medida de nuestros crímenes, o nos endurezca el corazón cayendo en la impenitencia final.

¡Pero con qué espíritu y energía esforzaba el orador estas verdades! La mayor desgracia, decía lleno de un santo celo,   —142→   la mayor desgracia que puede acaecer al hombre en esta vida es la impenitencia final. En tan infeliz estado los cielos o los infiernos abiertos serían para el impenitente objetos de la más fría indiferencia. Su empedernido corazón no sería susceptible del amor a Dios, ni del temor de la eternidad, y, cierto en que hay premios y castigos perdurables, ni aspiraría a los unos, ni procuraría libertarse de los otros.

Llovían sobre Faraón y el Egipto las plagas; los castigos eran frecuentes, y Faraón perseveraba en su ciega obstinación, porque «su corazón se había endurecido», como nos dicen las sagradas letras: induratum est cor Faraonis. Por tanto, oyentes míos, «si alguno de vosotros ha oído hoy la voz del Señor, no quiera endurecer su corazón»; si se siente inspirado por algún auxilio, no debe despreciarlo ni dilatar su conversión para mañana, pues no sabe si despreciando este auxilio ya no habrá otro y se endurecerá su corazón. Hodie si vocem ejus audieritis, nolite obdurare corda vestra, nos dice el santo rey profeta. Hoy, pues, en este mismo instante debemos abrir el corazón, si toca a él la gracia del Señor; hoy debemos responder a su voz si nos llama, sin esperar a mañana, porque no sabemos si mañana viviremos, y porque no sea que cuando queramos implorar la misericordia de Dios su majestad nos desconozca como a las vírgenes necias, y siendo inútiles nuestras diligencias se cumpla en nosotros aquel terrible anatema con que el mismo Señor amenaza a los obstinados pecadores. Os llamé, les dice, os llamé y no me oísteis; toqué vuestro corazón y no me lo franqueasteis; yo también a la hora de vuestra muerte me reiré y me burlaré de vuestros ruegos.

Por semejante estilo fue el sermón que oí, y que me llenó de tal pavor que, luego que el padre bajó del púlpito, me entré tras él y le supliqué me oyera dos palabras de penitencia.

El buen sacerdote condescendió a mi súplica con la mayor dulzura y caridad; y, luego que se informó de mi vida en compendio y se satisfizo de que era verdadero mi propósito, me   —143→   emplazó para el día siguiente a las cinco y media de la mañana, hora en que acababa de decir la misa de prima, previniéndome que lo esperara en aquel mismo lugar, que era un rincón obscuro de la sacristía. Quedamos en eso, y me fui al mesón más consolado.

Al día siguiente me levanté temprano, oí su misa y lo esperé donde me dijo.

No me quiso confesar entonces, porque me dijo que era necesario que hiciera una confesión general, que tenía una bella ocasión que aprovechar si quería, pues en esa tarde se comenzaba la tanda de ejercicios, los que él había de dar, y tenía proporción de que yo entrara si quería.

Y cómo que quiero, padre, le dije, sí, a eso aspiro, a hacer una buena confesión. Pues bien, me contestó, disponga usted sus cosas y a la tarde venga; dígale su nombre al padre portero y no se meta en más.

Dicho esto se levantó, y yo me retiré más contento que la noche anterior; aunque no dejó de admirarme lo que me dijo el confesor de que dijera mi nombre en la portería, pues él no me lo había preguntado.

No obstante, no me metí en averiguaciones. Llegué al mesón, comí a la hora regular, pagué lo que debía, encargué mi caballo dejando para su comida, y a las tres me fui para la Casa Profesa.




ArribaAbajoCapítulo XI

En el que Periquillo cuenta cómo entró a ejercicios en la Profesa, su encuentro con Roque, quién fue su confesor, los favores que le debió, no siendo entre éstos el menor haberlo acomodado en una tienda


Inmediatamente que llegué a la portería de la Profesa di el recado de parte del padre que iba a dar los ejercicios. El portero me preguntó mi nombre, lo dije, entonces vio un   —144→   papel y me dijo: está bien, que metan su cama de usted. Ya está aquí, le dije, la traigo a cuestas. Pues entre usted.

Entré con él y me llevó a un cuarto donde estaba otro, diciéndome: éste es el cuarto de usted y el señor, su compañero. Diciendo esto se fue, y yo luego que le iba a hablar al compañero conocí que era el pobre Roque, mi condiscípulo, amigo y fámulo antiguo. Él también me conoció y, después que nos abrazamos con la ternura imaginable, nos preguntamos recíprocamente y nos dimos cuenta de nuestras aventuras.

Admirado se quedó Roque al saber mis sucesos. Yo no me admiré mucho de los suyos porque, como él no había sido tan extraviado como yo, no había sufrido tanto y sus aventurillas no habían pasado de comunes.

Al fin le dije: yo me alegro mucho de que nos hayamos encontrado en este santo claustro; y que, los que algún día corrimos juntos por la senda de la iniquidad, nos veamos juntos también aquí, animados de unos mismos sentimientos para implorar la gracia.

Yo tengo el mismo gusto, me dijo Roque, y a este gusto añado la satisfacción que tengo de pedirte perdón, como de facto te lo pido, de aquellos malos consejos que te di, pues, aunque yo lo hacía por lisonjearte y granjearme más tu protección hostigado por mi miseria, no es disculpa; antes debería haberte aconsejado bien, y aun perdido tu casa y amistad, que inducido a la maldad.

Yo poco había menester, le dije, no tengas escrúpulo de eso. Créete que sin tus persuasiones habría siempre obrado tan mal como obré.

¿Pero ahora tratas ya de mudar de vida seriamente?, me dijo Roque. Ésa es mi intención, sin duda, le contesté, y con este designio me he venido a encerrar estos ocho días.

Me alegro mucho, continuó Roque, pero, hombre, no sean tus cosas por la Virgen; ya somos grandes, y ya tú le has visto   —145→   al lobo no sólo las orejas sino todo el cuerpo, y así debes pensar con seriedad.

No me disgusta tu fervor, le dije, sin duda eres bueno para fraile, y te había de asentar lo misionero.

No pienso en ser predicador, me contestó, porque no me considero ni con estudios ni con el espíritu propio para el caso; pero sí pienso en ser fraile, y por eso he venido a tomar estos santos ejercicios. Ya estoy admitido en San Francisco y, si Dios me ayuda y es su voluntad, pienso salir de aquí y entrar al noviciado luego luego.

Me alegro, Roque, me alegro. Tú has pensado con juicio, aunque dice el refrán que el lobo harto de carne se mete a fraile. Ése es uno de tantos refranes vulgares y tontos que tenemos, decía Roque. Aun cuando quisieras decirme que después que di al mundo las primicias de mi juventud y ahora que tengo un pie en la vejez quiero sujetarme al claustro y vivir bajo obediencia, no dirías mal; pero, ¿acaso porque fuimos malos muchachos y malos jóvenes hemos de ser también malos viejos? No, Perico, alguna vez se ha de pensar con juicio; jamás es tarde para la conversión, y otro refrán también dice que más vale tarde que nunca.

No, no te enojes, Roquillo, le dije, haces muy bien; ésta es una chanza, ya conoces mi genio que naturalmente es jovial, y más con amigos de tanta confianza como tú; pero haces muy bien en pensar de esta suerte, y yo procuraré sacar fruto de tu enojo.

¡Qué enojo ni qué calabaza!, decía Roque, ya conozco que hablas con chocarrería, pero te digo lo que hay en el particular.

En esto tocaron la campana y nos fuimos a la plática preparatoria.

Concluidos los ejercicios de aquella noche, entró el portero a mi cuarto y me dijo de parte de mi confesor que después de la misa de prima en la capilla lo esperara en la sacristía.   —146→   Leímos yo y Roque en los libros buenos que había en la mesa hasta que fue hora de cenar, y después de esto nos recogimos, habilitándome Roque de una sábana y una almohada.

Al día siguiente me levanté temprano, oí la misa de prima, esperé al padre y comencé a hacer mi confesión general, enamorándome más cada día de la prudencia y suavidad del confesor.

El séptimo se concluyó la confesión a satisfacción del confesor y con harto consuelo de mi espíritu. El padre me dijo que el día siguiente era la comunión general, que comulgara y no fuera a desayunarme a mi cuarto, sino a su aposento, que era el número 7 saliendo de la capilla sobre la derecha. Así se lo prometí y nos separamos.

Increíble será para quien no tenga conocimiento de estas cosas el gusto y sosiego con que yo dormí aquella noche. Parece que me habían aliviado de un enorme peso, o que se había disipado una espesa niebla que oprimía mi corazón, y así era a la verdad.

Al día siguiente nos levantamos, aseamos y fuimos a la capilla, donde, después de los ejercicios acostumbrados, se dijo la misa de gracias con la mayor solemnidad y, después que comulgó el Preste, comulgamos todos por su mano llenos del más dulce e inexplicable júbilo.

Concluida la misa y habiendo dado gracias, fueron todos a desayunarse al chocolatero, y yo, después que me despedí de Roque con el mayor cariño, fui a hacer lo mismo en compañía de mi confesor, que ya me esperaba en su aposento.

¡Pero cuál fue mi sorpresa cuando, creyendo yo que era algún padre a quien no conocía sino de ocho días a aquella fecha, fui mirando que era mi confesor el mismísimo Martín Pelayo, mi viejo amigo y excelente consejero!

Al advertir que ya no era un Martín Pelayo a secas, ni un muchacho bailador y atolondrado, sino un sacerdote sabio, ejemplar y circunspecto, y que a éste y no a un extraño le había   —147→   contado todas mis gracias, no dejé de ruborizarme; a lo menos me lo debió conocer el padre en la cara, pues tratando de ensancharme el espíritu me dijo: ¿que no te acuerdas de mí, Pedrito? ¿No me das un abrazo? Vamos, dámelo, pero muy apretado. ¡Cuántos deseos tenía yo de verte y de saber tus aventuras! Aventuras propias de un pobre muchacho sin experiencia ni sujeción. Entonces nos abrazamos estrechamente, y luego me hizo sentar a tomar chocolate, y continuó diciéndome: Toda vergüenza que tengas de haberte confesado conmigo es excusada, cuando sabes que he sido peor que tú, y tan peor que fui tu maestro en la disipación. Acaso mis malos consejos coadyuvaron a disiparte, de lo que me pesa mucho; pero Dios ha querido darme el placer de ser tu director espiritual y de reemplazar con máximas de sólida moral los perversos consejos que te di algunas veces.

Porque ese espíritu no se acobardara con la vergüenza, traté siempre de confesarte en lo obscuro y tapándome la cara con el pañuelo; mas, luego que logré absolverte, quise manifestarme tu amigo. Nada de cuanto me has dicho me coge de nuevo. Yo habré cometido todos los crímenes que tú; ante Dios soy delincuente, y si no me he visto en los mismos trabajos, y me he sujetado un poco más temprano, ha sido por un efecto especial de su misericordia. Conque, así, no estés delante de mí con vergüenza. En el confesonario soy tu padre, aquí soy tu hermano; allí hago las veces de un juez, aquí desempeño el título de amigo que siempre he sido tuyo, y ahora con doble motivo. En vista de esto me has de tratar aquí como aquí, y allá como allá.

Fácil es concebir que con tan suave y prudente estilo me ensanchó demasiado el espíritu y comencé a perderle la vergüenza, mucho más cuando no permitió que le hablara de usted, sino de tú como siempre.

Entre la conversación le dije: hermano, ya que te he debido tanto cuanto no puedo pagarte, y me has dicho que el caballo,   —148→   la manga, el sable y todo esto debo restituirlo, te digo que lo deseo demasiado, porque me parece que tengo un sambenito, y temo no me vaya a suceder con esto otra burla peor que la que me sucedió con la capa del doctor Purgante. Cierto es que yo no me robé estas cosas, pero, sea como fuere, son robadas, y yo no las debo tener en mi poder un instante.

Yo quisiera quitármelas de encima lo más presto y ponerlas en tu poder para que, o avisando de ello en la acordada, o al público por medio de la gaceta, o de cualquiera otra manera, se le vuelva todo a su dueño lo más pronto, o no se le vuelva; el fin es que me quites este sobrehueso, porque, si lo bien habido se lo lleva el diablo, lo mal habido ya sabes el fin que tiene.

Todo eso está muy bueno, me dijo Pelayo, pero ¿tienes otra ropa que ponerte? Qué he de tener, le dije, no hay más que esto, y seis pesos que han sobrado de las pistolas. Pues ahí tienes, decía Martín, cómo por ahora no puedes deshacerte de todo, pues te hallas en extrema y legítima necesidad de cubrir tus carnes aunque sea con lo robado. Sin embargo, veremos qué se hace. Pero dime, ¿qué giro piensas tomar? ¿En qué quieres destinarte? ¿O de qué arbitrio imaginas subsistir? Porque para vivir es menester comer, y para tener qué comer es necesario trabajar, y a ti te es esto tan preciso que, mientras no apoyes en algún trabajo tu subsistencia, estás muy expuesto a abandonar tus buenos deseos, olvidar tus recientes propósitos y volver a la vida antigua.

No lo permita Dios, le dije con harta tristeza, pero, hermano mío, ¿qué haré, si no tengo en esta ciudad a quién volver mis ojos, ni de quién valerme para que me proporcione un destino o dónde servir aunque fuera de portero? Mis parientes me niegan por pobre, mis amigos me desconocen por lo mismo, y todos me abandonan ya por calavera o ya porque no tengo blanca, que es lo más cierto, pues si tuviera dinero me sobraran amigos y parientes aunque fuera el diablo, como me   —149→   han sobrado cuando lo he tenido; porque lo que éstos buscan es dinero, no conducta, y como tengan qué estafar nadie se mete en averiguar de dónde viene. Venga de donde viniere, el caso es que haya qué chupar, y, aunque sea el chupado más indigno que Satanás, amasado con Gestas y Judas, nada importa, los lisonjeros paniaguados incensarán al ídolo que los favorece por más criminal que sea, y con la mayor desvergüenza alabarán sus vicios como pudieran las virtudes más heroicas.

Lo siento, hermano, pero esto lo sé por una continua experiencia. Estos amigos pícaros que me perdieron, y que pierden a tantos en el mundo, saben el arte maldito de disfrazar los vicios con nombre de virtudes. A la disipación llaman liberalidad, al juego diversión honesta, por más que por modo de diversión se pierdan los caudales, a la lubricidad cortesanía, a la embriaguez placer, a la soberbia autoridad, a la vanidad circunspección, a la grosería franqueza, a la chocarrería gracia, a la estupidez prudencia, a la hipocresía virtud, a la provocación valor, a la cobardía recato, a la locuacidad elocuencia, a la zoncería humildad, a la simpleza sencillez, a la... pero ¿para qué es cansarte, cuando sabes mejor que yo lo que es el mundo y lo que son tales amigos? En virtud de esto, yo no sé qué hacer, ni de quién valerme.

No te apures, me dijo el padre Pelayo, yo haré por ti cuanto pueda. Fía en la Suprema Providencia, pero no te descuides, porque hemos de estar en esta triste vida a Dios rogando y con el mazo dando.

Su Majestad te pague tus consuelos y consejos, le dije, pero, hermano, yo quisiera que te interesaras con tus amigos a efecto de que logre algún destino, sea el que fuere, seguro de que no te haré quedar mal.

Ahora mismo me ha ocurrido una especie, me dijo, espérame aquí. Al decir esto se fue a la calle y yo me quedé leyendo hasta las doce del día, a cuya hora volvió mi amigo.

  —150→  

En cuanto entró, me dijo: albricias, Pedro, ya hay destino. Esta tarde te llevo para que te ajustes con el que ha de ser tu patrón, con quien te tengo muy recomendado. Él es amigo mío y mi hijo espiritual, con esto lo conozco y estoy seguro de sus bellas circunstancias. Vaya, tú debes dar a Dios mil gracias por este nuevo favor, y manejarte a su lado con conducta, pues ya es tiempo de pensar con juicio. Acuérdate siempre de las desgracias que has sufrido y reflexiona en los pagos que dan el mundo y los malos amigos. Vamos a comer.

Le di los debidos agradecimientos, se puso la mesa, comimos y concluido esto rezamos un Padre nuestro por el alma de nuestro infeliz amigo Januario. Dormimos siesta, y a las cuatro, después de tomar chocolate, salí en un coche con el padre Pelayo a la casa del que iba a ser mi amo.

En cuanto me vio parece que le confronté, porque me trató con mucha urbanidad y cariño. Tal debió de ser el buen informe que de mí le hizo nuestro confesor y amigo.

Era hombre viudo, sin hijos, rico y liberal, circunstancias que lo debían hacer buen amo, como lo fue en efecto.

El destino era cuidar como administrador el mesón del pueblo llamado San Agustín de las Cuevas, que sabéis dista cuatro leguas de esta capital, y girar una buena tienda que tenía en dicho pueblo, debiendo partirse a medias entre mí y el amo las utilidades que ambos tratos produjeran.

Se deja entender que admití en el momento, llenando a Pelayo de agradecimientos; y, habiendo quedado corrientes y aplazado el día en que debía recibir, nos fuimos yo y mi amigo Martín para la Profesa.

En la noche platicamos sobre varios asuntos, rematando Pelayo la conversación con encargarme que me manejara con honradez y no le hiciera quedar mal. Se lo prometí así, y nos recogimos.

Al día siguiente me dejó mi amigo en su aposento, y a poco   —151→   rato volvió habilitado de géneros y sastre; hizo me tomara medida de capa y vestido y, habiéndole dado no sé qué dinero, lo despidió.

Si me admiró la generosidad del padre Pelayo, y si yo no hallaría expresiones con que significarle mi gratitud, fácil es conjeturarlo. Él me dijo: te he suplido este dinero y he hecho estas diligencias en tu obsequio por tres motivos: porque no maltrates más esa ropa que no es tuya, porque no te exponga ella misma a un bochorno, y porque tu amo te trate como a un hombre fino y civilizado, y no como a un payo silvestre. Hace mucho al caso el traje en este mundo, y, aunque no debemos vestirnos con profanidad, debemos vestirnos con decencia y según nuestros principios y destinos.

A los tres días vino el sastre con la ropa, me planté con capote y chaquetita, pero al estilo de México; Pelayo fue conmigo al mesón, donde le entregué el caballo y sus arneses; volvimos a la Profesa, hice una lista de todo lo que le entregaba y al otro día puso Martín todo aquello en poder del capitán de la Acordada, para que éste solicitara sus dueños o viera lo que hacía.

No restando ya más que hacer sobre esto, y llegando el día en que había de recibir la tienda y el mesón, fuimos a San Agustín de las Cuevas, me entregué de todo a satisfacción, mi amo y el padre volvieron a México, y yo me quedé en aquel pueblo manejándome con la mejor conducta, que el cielo me premió con el aumento de mis intereses y una serie de felicidades temporales.