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ArribaAbajoCapítulo XII

En el que refiere Periquillo su conducta en San Agustín de las Cuevas y la aventura del amigo Anselmo, con otros episodios nada ingratos


Así como se dice que el sabio vence su estrella, se pudiera decir con más seguridad que el hombre de bien, con su conducta constantemente arreglada, domina casi siempre su fortuna por siniestra que sea.

Tal dominio experimenté yo, aun las ocasiones que observé un proceder honrado por hipocresía; bien que, luego que trastabillaba y me descaraba con el vicio, volvían mis adversas aventuras como llovidas.

Desengañado con esta dolorosa y repetida observación, traté de pensar seriamente, considerando que ya tenía más de treinta y siete años, edad harto propia para reflexionar con juicio. Procuré manejarme con honor y no dar que decir en aquel pueblo.

Cada mes en un domingo venía a México, me confesaba con mi amigo Pelayo y con él me iba después a pasar al resto del día en la casa y compañía de mi amo, quien me manifestaba cada vez más confianza y más cariño. A la tarde salía a pasear a la Alameda o a otras partes.

¡Cuántas veces me decía Pelayo!: Sal, expláyate, diviértete. No está la virtud reñida con la alegría ni con la honesta diversión. La hermosura del campo para recreo de los sentidos y la comunicación recíproca de los hombres por medio de la explicación de sus conceptos para desahogo de sus almas es bendita por el mismo Dios, pues su Majestad crió así la belleza, aromas, sabores, virtudes y matices de las plantas, flores y frutos, como la viveza, gracia, penetración y sublimidad de los entendimientos, y todo lo hizo, crió y destinó para recreo y utilidad del hombre; y, si no, ¿a qué fin sería dotar a las criaturas   —153→   subalternas de bellezas, y al racional de espíritu para percibirlas, si no nos había de ser lícito ejercitar sobre ellas nuestro talento ni sentidos? Sería una creación inútil por una parte, y por otra una tiranía que degradaría a la Deidad, pues probaría que había criado entes espectables y deliciosos, y nos había dotado de apetitos, prohibiéndonos la aplicación de éstos y la fruición de aquéllos. Pena que los gentiles la hallaron digna de ser castigo infernal para los crueles y avaros como Tántalo, a quien concedieron la vista inmediata de las manzanas y el agua, que llegaban a su boca, y no podía satisfacer su sed ni su hambre.

Ya se ve que esto sería un absurdo pensarlo; pero, aunque sin malicia, no forman mejor concepto de la Divinidad los que creen que se ofende de nuestras diversiones inocentes.

El abuso y no el uso es lo que se prohíbe hasta en las obras de virtud. Yo tengo esta opinión por muy segura, y como tal te la aconsejo: no peques y diviértete cuanto quieras, porque Dios nos quiere santos, no monos, ridículos, hurones ni tristes. Eso quédese para los hipócritas, que los justos, en esta expresión del santo David, deben alegrarse y regocijarse en el Señor, y pueden muy bien cantar y saltar con su bendición al son de la cítara, la lira y el salterio.

Frases son éstas conque el santo rey explica que Dios no quiere mustios ni zonzos. El yugo de la ley del Señor es suave, y su carga muy ligera. Cualquier cristiano puede gozar de aquella diversión que no sea pecaminosa ni arriesgada. Ninguna dejará de serlo, ni la asistencia a los templos, si el corazón está corrompido y mal dispuesto; y cualquiera no lo será, aunque sea un baile y unas bodas, si asistimos a ellas con intención recta y con ánimo de no prevaricar. Las ocasiones son próximas y debemos huir los peligros cuando tenemos experimentada nuestra debilidad. Conque, así, diviértete según te dicte una prudente observación.

Fiado en éstos y otros muchos iguales documentos, me salía   —154→   yo a pasear buenamente; y, aunque encontraba a muchos de aquellos briboncillos que se habían llamado mis amigos, procuraba hacer que no los veía; y, si no lo podía excusar, me desembarazaba con decirles que estaba destinado fuera de México y que me iba a la noche, con lo que perdían la esperanza de estafarme y seducirme.

En una de estas lícitas paseadas me habló a la mano un muchachito muy maltratado de ropa, pero bonito de cara, pidiéndome un socorro por amor de Dios para su pobre madre, que estaba enferma en cama y sin tener qué comer.

Como estas palabras las acompañaba con muchas lágrimas, y con aquella sencillez propia de un niño de seis años, lo creí y, compadeciéndome del estado infeliz que me pintó, le dije me llevara a su casa.

Luego que entré en ella vi que era cierto cuanto me dijo, porque en un cuarto, que llaman redondo (que era toda la casa), yacía sobre unos indecentes bancos de cama una señora como de veinticinco años de edad, sin más colchón, sábanas ni almohada que un petate, una frazada y un envoltorio de trapos a la cabecera. En un rincón de la misma cama estaba tirado un niño como de un año, hético y extenuado, que de cuando en cuando estiraba los secos pechos de su débil madre exprimiéndole el poco jugo que podía.

Por el sucio aposentillo andaba una huerita de tres años, bonita a la verdad, pero hecha pedazos, y manifestando en lo descolorido de su cara el hambre que le había robado lo rozagante de sus mejillas.

En el brasero no había lumbre ni para encender un cigarro, y todo el ajuar era correspondiente a tal miseria.

No pudo menos que conmover mi sensibilidad una escena tan infeliz; y así, sentándome junto a la enferma en su misma cama, le dije: Señora, lastimado de las miserias que de usted me contó este niño, determiné venir con él a asegurarme de su   —155→   verdad, y por cierto que el original es más infeliz que el retrato que me hizo esta criatura.

Pero, pues estoy satisfecho, no quiero que mi venida a ver a usted le sea enteramente infructuosa. Dígame usted quién es, qué padece y cómo ha llegado a tan deplorable situación; pues, aunque con esta relación no consiga otra cosa que disipar la tristeza que me parece la agobia, no será mal conseguir, pues ya sabe que nuestras penas se alivian cuando nos las comunicamos con confianza.

Señor, dijo la pobre enferma con una voz lánguida y harto triste, señor, mis penas son de tal naturaleza que pienso que el referirlas, lejos de servirme de algún consuelo, renovará las llagas de que adolece mi corazón; pero, sin embargo, sería yo una ingrata descortés si, aunque a costa de algún sacrificio, dejara de satisfacer la curiosidad de usted...

No, señora, le dije, no permita Dios que exigiera de usted ningún sacrificio. Creía que la relación de sus desdichas le serviría de refrigerio en medio de ellas; pero, no siendo así, no se aflija. Tenga usted esto poco que tengo en la bolsa y sufra con resignación sus trabajos, ofreciéndoselos al Señor, y confiando en su amplísima Providencia que no la desamparará, pues es un Padre amante que cuando nos prueba nos amerita y premia, y cuando nos castiga es con suavidad, y aun así le queda la mano adolorida.

Yo tendré cuidado de que un sacerdote amigo mío venga a ver a usted y le imparta los auxilios espirituales y temporales que pueda. Conque adiós.

Diciendo esto, le puse cuatro pesos en la cama y me levanté para salirme, mas la señora no lo permitió; antes, incorporándose como mejor pudo en su triste lecho, con los ojos llenos de agua, me dijo: no se vaya usted tan presto, ni quiera privarme del consuelo que me dan sus palabras. Suplico a usted que se siente, quiero contarle mis desventuras, y creo que ya me será alivio el comunicarlas a un sujeto que sin mérito   —156→   me manifiesta tanto interés en mi desgraciada suerte.

Yo me llamo María Guadalupe Rosana; mis padres fueron nobles y honrados, y, aunque no ricos, tenían lo suficiente para criarme, como me criaron con regalo. Nada apetecía yo en mi casa, era querida como hija y contemplada como hija única. Así viví hasta la edad de quince años, en cuyo tiempo fue Dios servido de llevarse a mi padre, y mi madre, no pudiendo resistir este golpe, lo siguió al sepulcro dentro de dos meses.

Sería largo de contar los muchos trabajos que sufrí y los riesgos a que se vio expuesto mi honor en el tiempo de mi orfandad. Hoy estaba en una casa, mañana en otra, aquí me hacían un desaire, allí me intentaban seducir, y en ninguna encontraba un asilo seguro, ni una protección inocente.

Tres años anduve de aquí para allí, experimentando lo que Dios sabe, hasta que, cansada de esta vida, temiendo mi perdición y deseando asegurar mi honor y subsistencia, me rendí a las amorosas y repetidas instancias del padre de estas criaturas. Me casé por fin, y en cuatro o cinco años jamás me dio mi esposo motivo de arrepentirme. Cada día estaba yo más contenta con mi estado; pero habrá poco más de un año que mi dicho esposo, olvidado de sus obligaciones, y prendado de una buena mujer que, como muchas, tuvo arte para hacerlo mal marido y mal padre, me ha dado una vida bastante infeliz, y me ha hecho sufrir hambres, pobrezas, desnudeces, enfermedades y otros mil trabajos, que aún son pocos para satisfacción de mis pecados.

La disipación de mi marido nos acarreó a todos el fruto que era natural; ésta fue la última miseria en que me ve usted y él se mira.

Cuando fue hombre de bien sostenía su casa con decencia, porque tenía un cajoncito bien surtido en el Parián y contaba con todos los géneros y efectos de los comerciantes, en virtud del buen concepto que se tenía granjeado con su buena conducta; pero, cuando comenzó a extraviarse con la compañía   —157→   de sus malos amigos, y cuando se aficionó de su otra señora, todo se perdió por momentos. El cajoncito bajo de crédito con su ausencia; el cajero hacía lo que quería, fiado en la misma, porque mi esposo no iba al Parián sino a sacar dinero, y no a otra cosa; la casa nuestra estaba de lo más desatendida, los muchachos abandonados, yo mal vista, los criados descontentos y todo dado a la trampa.

Es verdad que, cuando a mí me pagaba casa de a diez pesos y me tenía reducida a dos túnicos y a seis reales de gasto, tenía para pagar a su dama casa de veinte, dos criadas, mucha ropa y abundantes paseos y diversiones; pero así salió ello.

Al paso que crecían los gastos se menoscababan los arbitrios. Dio con el cajón al traste prontamente, y la señorita, en cuanto lo vio pobre, lo abandonó y se enredó con otro. A seguida vendió mi marido la poca ropa y ajuar que le había quedado, y el casero cargó con el colchón, el baúl y lo poco que se había reservado, echándonos a la calle, y entonces no tuvimos más recurso que abrigarnos en esta húmeda, indecente e incómoda accesoria.

Pero, como cuando los trabajos acometen a los hombres llegan de tropel, sucedió que los acreedores de mi marido, sabedores de su descubierto y satisfechos de que había disipado el principal en juegos y bureos, se presentaron y dieron con él en una prisión donde lo tienen hasta que no les facilite un fiador de seis mil pesos que les debe. Esto es imposible, pues no tiene quién lo fíe ni en seis reales, ni aun sus amigos, que me decía que tenía muchos, y algunos con proporciones; aunque ya se sabe que en el estado de la tribulación se desaparecen los amigos.

La miseria, la humedad de esta incómoda habitación y el tormento que padece mi espíritu me han postrado en esta cama no sé de qué mal, pues yo que lo padezco no lo conozco; lo cierto es que creo que mi muerte se aproxima por instantes, y esta infeliz chiquita expirará primero de hambre, pues no   —158→   tienen mis enjutos pechos con qué alimentarla; estas otras dos criaturas quedarán expuestas a la más dolorosa orfandad, mi esposo entregado a la crueldad de sus acreedores, y todo sufrirá el trágico fin que le espera.

Ésta, señor, es mi desgraciada historia. Ved si con razón dije que mis penas son de las que no se alivian con contarlas. ¡Ay, esposo mío! ¡Ay, Anselmo, a qué estado tan lamentable nos condujo tu desarreglado proceder...!

Perdone usted, señora, le dije, ¿quién es ese Anselmo de quien usted se queja? Quién ha de ser, señor, sino mi pobre marido, a quien no puedo dejar de amar por más que alguna vez me fuera ingrato.

Ése es un carácter noble, le dije, y a seguida me informé y quedé plenamente satisfecho de que su marido era aquel mi amigo Anselmo, que no me conoció, o no me quiso conocer, cuando imploré su caridad en medio de mi mayor abatimiento; pero, no acordándome entonces de su ingratitud, sino de su desdicha y de la que padecía su triste e inocente familia, procuré aliviarla con lo que pude.

Consolé otra vez a la pobre enferma, hice llamar a una vieja vecina que la quería mucho y solía llevarle un bocadito al medio día, y ofreciéndole un buen salario se quedó allí sirviéndola con mucho gusto.

Salí a la calle, vi a mi amo, le conté el pasaje, le pedí dinero a mi cuenta, le hice entrar en un coche y lo llevé a que fuera testigo de la miserable suerte de aquellas inocentes víctimas de la indigencia.

Mi amo, que era muy sensible y compasivo, luego que vio aquel triste grupo de infelices, manifestó su generosidad y el interés que tomaba en su remedio.

Lo primero que hizo fue mandar llamar un médico y una chichigua para que se encargasen de la enferma y de la criatura. En esa noche envió de su casa colchón, sábanas, almohadas   —159→   y varias cosas que urgían con necesidad a la enferma.

No me dejó ir a San Agustín por entonces, y al día siguiente me mandó buscar una viviendita en alto. La solicité con empeño, y a la mayor brevedad mudé a ella a la señora y a su familia.

Con el dinero que pedí, habilité de ropa a los chiquillos y, no restando más que hacer por entonces, me despedí de la señora, quien no se cansaba de llenarme de bendiciones y dar agradecimientos a millares. Cada rato me preguntaba por mi nombre y lugar donde vivía. Yo no quise darle razón, porque no era menester; antes le decía que aquella gratitud la merecía mi amo, que era quien la había socorrido, pues yo no era sino un débil instrumento de que Dios se había servido para el efecto.

Sin embargo, decía la pobre toda enternecida, sin embargo de que ese caballero haya gastado más que usted en nuestro favor, usted ha sido la causa de todo. Sí, usted le habló, usted lo trajo y por usted logramos tantos favores. Él es un hombre benéfico, no lo dudo, ni soy capaz de agradecerle ni pagarle lo bueno que ha hecho conmigo y mis criaturas; pero usted es, a más de benéfico, generoso, pues gasta con liberalidad siendo un dependiente, y... Ya está, señora, ya está, le dije, restablézcase usted que es lo que nos importa, y adiós hasta el domingo. ¿Viene usted el domingo a verme y a sus hijos? Sí señora, vengo. Les compré fruta a los muchachitos, los abracé y me despedí no sin lágrimas en los ojos por la ternura que me causó oírme llamar de papá por aquellos inocentes niñitos, que no sabían cómo manifestarme su gratitud sino apretándome las rodillas con sus bracitos y quedándose llorando rogándome que no me fuera. Trabajo me costó desprenderme de aquellas agradecidas criaturas, pero por fin me fui a mi destino, reencargándolas a mi amo y a Pelayo.

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Al domingo siguiente vine sin falta. No estaba mi amo en casa, y así en cuanto dejé el caballo fui a ver cómo estaba la enferma y sus niños; pero ¡cuál fue mi gusto cuando la hallé muy restablecida y aseada, jugando en el estrado con sus niños! Tan entretenida estaba con esta inocente diversión que no me había visto, hasta que diciéndole yo: me alegro mucho, señorita, me alegro, alzó la cara, me vio y, conociéndome, se levantó y, llena de un entusiasmo imponderable y de un gozo que le rebosaba por sobre la ropa, comenzó a gritar: Anselmo, Anselmo, ven breve, ven a conocer al que deseas. Anda, ven, aquí está nuestro amigo, nuestro bienhechor y nuestro padre. Los niños se rodearon de mí y estirándome de la capa me llevaron al estrado al tiempo que salió de la recámara Anselmo.

Sorprendiose al verme, fijó en mí la vista y, cuando se satisfizo de que yo era el mismo Pedro a quien había despreciado y tratado de calumniar de ladrón, luchando entre la gratitud y la vergüenza, quería y no quería hablarme; más de una vez intentó echarme los brazos al cuello, y dos veces estuvo para volverse a la recámara.

En una de éstas, mirándome con ternura y rubor, me dijo: Señor... yo agradezco... y no pudiendo pronunciar otra palabra bajó los ojos. Yo, conociendo el contraste de pasiones con que batallaba aquel pobre corazón, procuré ensancharlo del mejor modo; y así, tomando a mi amigo de un brazo y estrechándolo entre los míos, le dije: ¡qué señor ni qué droga! ¿No me conoces, Anselmo? ¿No conoces a tu antiguo amigo Pedro Sarmiento? ¿Para qué son esas extrañezas ni esas vergüenzas con quien te ha amado tanto tiempo? Vamos, depón ese rubor, reprime esas lágrimas, y reconoce de una vez que soy tu amigo.

Entonces Anselmo, que había estado oyéndome con la cabeza reclinada sobre mi hombro izquierdo, alentado con mis palabras, alzó la cara, y volviéndose a su esposa le dijo: ¿y tú   —161→   sabes, querida mía, quién es este hombre benéfico que tanto nos ha favorecido? No, no he tenido el gusto de saberlo, dijo la señora, sólo reconozco en él un singular bienhechor, a quien todos debemos la vida, la subsistencia y el honor. Pues sábete, hija mía, que este señor es don Pedro Sarmiento, mi antiguo amigo, a quien debí mil favores, y a quien le correspondí con la mayor villanía en las circunstancias más críticas en que necesitaba mis auxilios.

Hincose a este tiempo, y abrazándome tiernamente me decía: Perdóname, querido Pedro, soy un vil y un ingrato; mas tú eres caballero y el único hombre digno del dulce título de amigo. Desde hoy te reconoceré por mi padre, por mi libertador y por el amparo de mi esposa y de mis hijos, a quienes hice desgraciados por mis excesos. No te acuerdes de mi ingratitud, no paguen estos inocentes lo que yo solo merecí... seremos tus esclavos... nuestra dicha consistirá en servirte... y...

Por Dios, Anselmo, basta, le dije levantándolo y apretándolo en el pecho. Basta, soy tu amigo, y lo seré siempre que me honres con tu amistad. Serénate y hablemos de otra cosa. Acaricia a tus niños que lloran porque te ven llorar. Consuela a esta señora que te atiende entre la aflicción y la sorpresa. Yo no he hecho sino cumplir en muy poco con los naturales sentimientos de mi corazón. Cuando hice lo que pude por tu familia, fue condolido de su infeliz situación, y sabiendo que era tuya, cuya sola circunstancia sobraba para que, cumpliendo con los deberes de la amistad, hiciera en su obsequio lo posible. Pero, después de todo, Dios es quien ha querido socorrerte; dale a su Majestad las gracias y no vuelvas a acordarte de lo pasado por vida de tus niños.

Quería yo despedirme, pero la señora no lo consintió; tenía el almuerzo prevenido, y me detuvo a almorzar.

Nos sentamos juntos muy gustosos, y en la mesa me informaron cómo Pelayo y mi amo habían desempeñado tan bien mi encargo   —162→   que, no contentos con socorrer a la enferma y su familia, solicitaron a los acreedores de Anselmo, y, a pesar de hallar a algunos inexorables, rogaron tanto y se empeñaron tanto que al fin consiguieron la remisión de la deuda hasta mejora de fortuna; y, para que Anselmo pudiera sostener a su familia, lo colocó mi amo de mayordomo en una de sus haciendas, a donde debía partir luego que se acabara de restablecer su esposa.

Estas noticias me colmaron de gozo, considerando que Dios se había valido de mí para hacer feliz a aquella pobre familia, a la que di los plácemes, y luego me despedí de todos entre mil abrazos, lágrimas y cariñosas expresiones.

A mi amo y a Pelayo les di también muchos agradecimientos por lo que habían hecho, y a la tarde me volví a mi destino, sintiendo no sé qué dulce satisfacción en mi corazón por el mucho bien que había resultado a aquella triste familia por mi medio. La contemplaba dentro de ocho días tan otra de como la había hallado. Ella, decía yo entre mí, estaba sepultada en la indigencia. El padre, entregado sin honor y sin recurso a la voracidad de sus acreedores, y confundido con la escoria del pueblo en un lóbrego calabozo; su mujer con el espíritu atormentado y desfallecida de hambre en una accesoria indecente; las criaturas desnudas, flacas y expuestas a morirse o a perderse; y ahora todo ha cambiado de semblante. Ya Anselmo tiene libertad, su esposa salud y marido, los niños padre, y todos entre sí disfrutan los mayores consuelos. ¡Bendita sea la infinita Providencia de Dios que tanto cuidado tiene de sus criaturas!, y ¡bendita la caridad de mi amo y de Pelayo, que arrancó de las crueles garras de la miseria a esta familia desgraciada y la restituyó al seno de la felicidad en que se encuentra! ¡Cómo se acordará el Todopoderoso de esta acción para recompensarla con demasía en la hora inevitable de su muerte! ¡Con qué indelebles caracteres no estarán escritos   —163→   en el libro de la vida los pasos y gastos que ambos han dado y erogado en su obsequio! ¡Qué felices son los ricos que emplean tan santamente sus monedas y las atesoran en los sacos que no corroe la polilla! ¡Y de qué dulces placeres no se privan los que no saben hacer bien a sus semejantes! Porque la complacencia que siente el corazón sensible cuando hace un beneficio, cuando socorre una miseria o de cualquier modo enjuga las lágrimas del afligido, es imponderable, y sólo el que la experimenta podrá, no pintarla dignamente, pero a lo menos bosquejarla con algún colorido.

No hay remedio, sólo los dulces transportes que siente la alma cuando acaba de hacer un beneficio deberían ser un estímulo poderoso para que todos los hombres fueran benéficos, aun sin la esperanza de los premios eternos. No sé cómo hay avaros y no sé cómo hay hombres tan crueles que, teniendo sus cofres llenos de pesos, ven perecer con la mayor frialdad a sus desdichados semejantes. Ellos miran con ojos enjutos la amarillez con que el hambre y la enfermedad pintan las caras de muchos miserables, escuchan como una suave música los ayes y gemidos de la viuda y el pupilo, sus manos no se ablandan aun regadas con las lágrimas del huérfano y del oprimido... en una palabra, su corazón y sus sentidos son de bronce, duros, impenetrables e inflexibles a la pena, al dolor del hombre y a las más puras sensaciones de la naturaleza.

Es verdad que hay mendigos falsos y pobres a quienes no se les debe dar limosna, pero también es verdad que hay muchos legítimamente necesitados, especialmente entre tantas familias decentes, que con nombre de vergonzantes gimen en silencio y sufren escondidas sus miserias. A éstas debía buscarse para socorrerse, pero éstas son a las que menos se atiende por lo común.

Entretenido en estas serias consideraciones llegué a San Agustín de las Cuevas.

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En el tal pueblo procuré manejarme con arreglo, haciendo el bien que podía a cuantos me ocupaban y granjeándome de esta suerte la benevolencia general.

Así como me sentía inclinado a hacer bien, no me olvidé de restaurar el mal que había causado. Pagué cuanto debía a los caseros y al tío abogado, aunque no volví a admitir la amistad de éste ni de otros amigos ingratos, interesables y egoístas.

Tuve la satisfacción de ver a mi amo siempre contento y descansando en mi buen proceder, y fui testigo de la reforma de Anselmo y felicidad de su familia, pues la hacienda en que estaba acomodado se me entregó en administración.

Sólo al pobre trapiento no lo hallé por más que lo solicité para pagarle su generoso hospedaje; lo más que conseguí fue saber que se llamaba Tadeo.

Tampoco hallé a nana Felipa, la fiel criada de mi madre, ni a otras personas que me favorecieron algún día. De unas me dijeron que habían muerto, y de otras que no sabían su paradero, pero yo hice mis diligencias por hallarlas.

Continuaba sirviendo a mi amo y sirviéndome a mí en mi triste pueblo, muy gustoso con la ayuda de un cajero fiel que tenía acomodado, hombre muy de bien, viudo, y que, según me contaba, tenía una hija como de catorce años en el colegio de las Niñas.

Descansaba yo enteramente en su buena conducta y le procuraba granjear por lo útil que me era. Llamábase don Hilario, y le daba tal aire al trapiento que más de dos veces estuve por creer que era él mismo, y por desengañarme le hacía dos mil preguntas, que me respondía ambigua o negativamente, de modo que siempre me quedaba en mi duda, hasta que un impensado accidente proporcionó descubrir quién era en realidad este sujeto.

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ArribaAbajoCapítulo XIII

En el que refiere Perico la aventura del misántropo, la historia de éste y el desenlace del paradero del trapiento, que no es muy despreciable


Aunque mi cajero era, como he dicho, muy hombre de bien, exactísimo en el cumplimiento de su obligación y poco amigo de pasear, los domingos que no venía yo a la ciudad cerraba la tienda por la tarde, tomaba mi escopeta, le hacía llevar la suya y nos salíamos a divertir por los arrabales del pueblo.

Esta amistad y agrado mío le era muy satisfactorio a mi buen dependiente, y yo lo hacía con estudio, pues, a más de que él se lo merecía, consideraba yo que sin perder nada granjeaba mucho, pues vería aquellos intereses más como de un amigo que como de un amo, y así trabajaría con más gusto. Jamás me equivoqué en este juicio, ni se equivocará en el mismo todo el que sepa hacer distinción entre sus dependientes, tratando a los hombres de bien con amor y particular confianza, seguro de que los hará mejores.

En una de las tardes que andábamos a caza de conejos, vimos venir hacia nosotros un caballo desbocado, pero en tan precipitada carrera que por más que hicimos no fue posible detenerlo; antes, si no nos hacemos a un lado, nos arroja al suelo contra nuestra voluntad.

Lástima nos daba el pobre jinete, a quien no valían nada las diligencias que hacía con las riendas para contenerlo. Creímos su muerte próxima por la furia de aquel ciego bruto, y más cuando vimos que, desviándose del camino real, corrió derecho por una vereda y, encontrándose con una cerca de piedras de la huerta de un indio, quiso saltarla y, no pudiendo, cayó en tierra cogiendo debajo la pierna del jinete.

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El golpe que el caballo llevó fue tan grande que pensamos se había matado, y al jinete también, porque ni uno ni otro se movían.

Compadecidos de semejante desgracia corrimos a favorecer al hombre; pero éste, apenas vio que nos acercábamos a él, procuró medio enderezarse y, arrancando una pistola de la silla, la cazó dirigiéndonos la puntería, y con una ronca y colérica voz nos dijo: enemigos malditos de la especie humana, matadme si a eso venís, y arrancadme esta vida infeliz que arrastro... ¿Qué hacéis, perversos? ¿Por qué os detenéis, crueles? Este bruto no ha podido quitarme la vida que detesto, ni son los brutos capaces de hacerme tanto mal. A vosotros, animales feroces, a vosotros está reservado el destruir a vuestros semejantes.

Mientras que aquel hombre nos insultaba con éstos y otros iguales baldones, yo lo observaba con miedo y atención, y cierto que su figura imponía temor y lástima. Su vestido negro, y tan roto que en partes descubría sus carnes blancas, su cara descolorida y poblada de larga barba, sus ojos hundidos, tristes y furiosos, su cabellera descompuesta, su voz ronca, su ademán desesperado, y todo él manifestaba el estado más lastimoso de su suerte y de su espíritu.

Mi cajero me decía: vámonos, dejemos a este ingrato, no sea que perdamos la vida cuando intentamos darla a este monstruo. No, amigo, le dije, Dios que ve nuestras sanas intenciones nos la guardará. Este infeliz no es ingrato como usted piensa. Acaso nos juzga ladrones porque nos ve con las escopetas en las manos, o será algún pobrecito que ha perdido el juicio, o está para perderlo por alguna causa muy grave; pero, sea lo que fuere, de ninguna manera conviene dejarlo en este estado. La humanidad y la religión nos mandan socorrerlo. Hagámoslo.

Esto platicamos fingiendo que no lo veíamos y que queríamos   —167→   retirarnos, mientras él no cesaba de injuriarnos lo peor que podía; pero, viendo que no le hacíamos caso y le teníamos vueltas las espaldas, procuró sacar la pierna azotando con el látigo al caballo para que se levantara; mas éste no podía, y el hombre, deseando desquitar su enojo, le disparó la pistola en la cabeza, pero en vano porque no dio fuego.

Entonces registró la cazueleja y, hallándola sin pólvora, trataba de cebarla, cuando, aprovechando nosotros aquel instante favorable, corrimos hacia él y, afianzándole los brazos, le quitó mi cajero las pistolas, yo alcé al caballo de la cola y sacamos de esta suerte de debajo de él al triste roto, que, enfurecido más con la violencia que reconocido al beneficio que acababa de recibir, se esforzaba a maltratarnos, diciéndonos: os cansáis en vano, ladrones insolentes y atrevidos. Nada tengo que me llevéis. Si queréis el caballo y estos trapos, lleváoslos, y quitadme la vida como os dije, seguros en que me haréis un gran favor.

No somos ladrones, caballero, le dije, somos unos hombres de honor que, paseándonos por aquí, hemos visto la desgracia de usted y, obligados por la humanidad y la religión, hemos querido aliviarlo en su mal, y así no pague con injurias esta prueba de la verdadera amistad que le profesamos.

¡Bárbaros!, nos respondió el hombre puesto en pie, ¡bárbaros!, ¿aún tenéis descaro para profanar con vuestros impuros labios las sagradas voces de honor, amistad y religión? ¡Crueles! Esas palabras no están bien en la indigna boca de los enemigos de Dios y de los hombres.

Seguramente este pobre está loco como usted ha pensado, me dijo mi cajero. Entonces se le encaró el roto y le dijo: no, no estoy loco, indigno; pluguiera a Dios que jamás hubiera tenido juicio para no haber tenido tanto que sentir de vosotros. ¿De nosotros?, preguntaba muy admirado mi cajero. Sí, cruel, de vosotros y de vuestros semejantes. ¿Pues quiénes somos   —168→   nosotros? ¿Quiénes sois?, decía el roto. Sois unos impíos, crueles, ladrones, ingratos, asesinos, sacrílegos, aduladores, intrigantes, avaros, mentirosos, inicuos, malvados, y cuanto malo hay en el mundo. Bien os conozco, infames. Sois hombres y no podéis dejar de ser lo que os he dicho, porque todos los hombres lo son. Sí, viles, sí, os conozco, os detesto, os abomino; apartaos de mí o matadme, porque vuestra presencia me es más fastidiosa que la muerte misma; pero id asegurados en que no estoy loco sino cuando miro a los hombres y recuerdo sus maquinaciones infernales, sus procederes malditos, sus dobleces, sus iniquidades y cuanto me han hecho padecer con todas ellas. Idos, idos.

Lejos de incomodarme con aquel infeliz, lo compadecí de corazón, conociendo que, si no estaba loco, estaba próximo a serlo; y más lo compadecí cuando advertí por sus palabras que era un hombre fino, que manifestaba bastante talento, y si aborrecía al género humano no procedía esta fatal misantropía de malicia de corazón, sino de los resentimientos que obraban en su espíritu furiosamente cuando se acordaba de los agravios que le habían hecho sufrir algunos de los muchos mortales inicuos que viven en el mundo.

Al tiempo que hacía estas consideraciones, reflexionaba que no es buen medio para amansar a un demente oponerse a sus ideas, sino contemporizar con ellas por extravagantes que sean; y así, aprovechando este recuerdo, le dije al cajero: el señor dice muy bien. Los hombres generalmente son depravados, odiosos y malignos. Días ha que se lo he dicho a usted, don Hilario, y usted me tenía por injusto; pero gracias a Dios que encontramos a otro hombre que piense con el acierto que yo.

Tal es la experiencia que tengo de ellos, dijo el misántropo, y tales son los males que me han hecho.

Si vamos a recordar agravios, le dije, y a aborrecer a los hombres por los que nos han inferido, nadie tiene más motivo   —169→   para odiarlos que yo, porque a nadie han perjudicado como a mí.

Eso no puede ser, contesto el misántropo, nadie ha sufrido mayores daños ni crueldades de los malditos hombres que el infeliz que usted mira. ¡Si supiera mi vida...!

Si oyera usted mis aventuras, le contesté, aborrecería más a los pésimos mortales y confesara que debajo del sol no hay quien haya padecido más que yo.

Pues bien, decía, refiérame los motivos que tiene para aborrecerlos y quejarse de ellos, y yo le contaré los míos; entonces veremos quién de los dos se queja con más justicia.

Éste era el punto a donde quería yo reducirlo, y así le dije: convengo en la propuesta, pero para eso es necesario que vayamos a casa. Sírvase usted pasar a ella y contestaremos.

Sea en hora buena, dijo el misántropo, vamos. Al dar el primer paso cayó al suelo, porque estaba muy lastimado de un pie. Lo levantamos entre los dos y apoyándose en nuestros brazos lo llevamos a casa.

Fuimos entrando al pueblo representando la escena más ridícula, porque el enlutado roto iba renqueando en medio de nosotros dos, que lo llevábamos con nuestras escopetas al hombro y estirando al caballo, cojo también, que tal quedó del porrazo.

Semejante espectáculo concilió muy presto la curiosidad del vulgo novelero y, como con la ocasión de haber fiestas en el pueblo había concurrido mucha gente, en un instante nos vimos rodeados de ella.

Algo se incomodó el misántropo con semejantes testigos, y más cuando uno de los mirones dijo en alta voz: sin duda éste era un gran ladronazo y estos señores lo han cogido, y lastimado lo llevan a la cárcel.

Entonces, brotando fuego por los ojos, me dijo: ¿ve usted quiénes son los hombres? ¿Ve usted qué fáciles son para pensar de   —170→   sus semejantes del peor modo? Al instante que me ven me tienen por ladrón. ¿Por qué no me juzgan enfermo y desvalido? ¿Por qué no creen que ustedes me socorren, sino que antes su caridad la suponen justicia y rigor? ¡Ah!, ¡malditos sean los hombres!

¿Quién hace caso, le dije, del vulgo, cuando sabemos que es un monstruo de muchas cabezas con muy poco o ningún entendimiento? El vulgo se compone de la gente más idiota del pueblo, y ésta no sabe pensar, y cuando piensa alguna cosa es casi siempre mal, pues, no conociendo las leyes de la crítica, discurre por las primeras apariencias que le ministran los objetos materiales que se le presentan, y, como sus discursos no se arreglan a la recta razón, las más veces son desatinados, y los forma tales con la misma ignorancia que un loco; pero, así como no debemos agraviarnos por las injurias que nos diga un loco, porque no sabe lo que dice, tampoco debemos hacer aprecio de los dicterios ni opiniones perversas del vulgo, porque es un loco y no sabe lo que piensa ni lo que habla.

En esto llegamos a la casa, hice desensillar el caballo y dispuse que al momento lo curasen con el mayor esmero. Vinieron los albéitares, lo reconocieron, lo curaron; hice que le pusieran caballeriza separada, la mandé asear y que se le echara mucho maíz y cebada, y destiné un mozo para que lo cuidara prolijamente. Todo esto fue delante del misántropo, quien, admirado del cuidado que me debía su bestia, me dijo: mucho aprecia usted a los caballos. Más estimo a los hombres, le dije. ¿Cómo puede ser eso, me dijo, cuando no ha veinte minutos que me aseguró usted que los aborrecía? Así es, le contesté, aborrezco a los hombres malos, o más bien las maldades de los hombres; pero a los hombres buenos como usted los amo entrañablemente, los deseo servir en cuanto puedo, y cuanto más infelices son, más los amo y más me intereso en sus alivios.

Al oír estas palabras, que pronuncié con el posible entusiasmo,   —171→   advertí no sé qué agradable mutación en la frente del misántropo, y, sin dar lugar a reflexiones, lo metimos a mi sala, donde tomamos chocolate, dulce y agua.

Concluido el parco refresco, me preguntó mis desgracias, yo le supliqué me refiriera las suyas, y él, procediendo con mucha cortesía, se determinó a darme gusto, a tiempo que un mozo avisó que buscaban a don Hilario. Salió éste, y entretanto el misántropo me dijo: Es muy larga mi historia para contarse con la brevedad que deseo; pero sepa usted que yo, lejos de deber ningún beneficio a los hombres, de cuantos he tratado he recibido mil males. Algunos mortales numeran entre sus primeros favorecedores a sus padres, gloriándose de ello justamente, y teniendo sus favores por justísimos y necesarios; mas yo, ¡infeliz de mí!, no puedo lisonjear mi memoria con las caricias paternales como todos, porque no conocí a mi cruel padre, ni aun supe cómo era mi indigna madre.

No se escandalice usted con estas duras expresiones hasta saber los motivos que tengo para proferirlas. A este tiempo entró mi cajero muy contento, y aunque quise que me descubriera el motivo de su gusto no lo pude conseguir, pues me dijo que acabaría de oír al misántropo y luego me daría una nueva que no podía menos de darme gusto.

Ved aquí excitada mi curiosidad con dos motivos. El primero por saber las aventuras del misántropo, y el segundo por cerciorarme de la buena ventura de mi dependiente; mas, como éste quería que aquél continuara, se lo rogué, y continuó de esta suerte.

Dije, señor, prosiguió el misántropo, que tengo razón para aborrecer entre los hombres en primer lugar a mi padre y a mi madre. ¡Tales fueron conmigo de ingratos y desconocidos! Mi padre fue el marqués de Baltimore, sujeto bien conocido por su título y su riqueza.

Este infame me hubo en doña Clisterna Camõens, oriunda   —172→   de Portugal. Ésta era hija de padres muy nobles, pero pobres y virtuosos. El inicuo marqués enamoró a Clisterna por satisfacer su apetito, y ésta se dejó persuadir más por su locura que por creer que se casaría con ella el marqués, porque siendo rico y de título no era fácil semejante enlace, pues ya se sabe que los ricos muy rara vez se casan con las pobres, mucho menos siendo aquéllos titulados. Ordinariamente los casamientos de los ricos se reducen a tales y tan vergonzosos pactos que más bien se podían celebrar en el consulado por lo que tienen de comercio, que en el provisorato por lo que tienen de sacramento. Se consultan los caudales primero que las voluntades y calidades de los novios. No es mucho, según tal sistema, ver tan frecuentes pleitos matrimoniales originados por los enlaces que hace el interés y no la inclinación de los contrayentes.

Como el marqués no enamoró a Clisterna con los fines santos que exige el matrimonio, sino por satisfacer su pasión o apetito, luego que lo contentó y ésta le dijo que estaba grávida buscó un pretexto de aquellos que los hombres hallan fácilmente para abandonar a las mujeres, y ya no la volvió a ver ni a acordarse del hijo que dejaba depositado en sus entrañas. ¿A este cruel podré amarlo ni nombrarlo con el tierno nombre de padre?

La tal Clisterna tuvo harta habilidad para disimular el entumecimiento de su vientre, haciendo pasar sus bascas y achaques por otra enfermedad de su sexo, con los auxilios de un médico y una criada que había terciado en sus amores.

No se descuidó en tomar cuantos estimulantes pudo para abortar, pero el cielo no permitió se lograran sus inicuos intentos.

Se llegó el plazo natural en que debía yo ver la luz del mundo. El parto fue feliz, porque Clisterna no padeció mucho, y prontamente se halló desembarazada de mí y libre del riesgo de que, por entonces, se descubriera su liviandad. Inmediatamente me envolvió en unos trapos, me puso un papel que decía   —173→   que era hijo de buenos padres y que no estaba bautizado, y me entregó a su confidenta para que me sacara de casa. ¿Merecerá esta cruel el tierno nombre de madre? ¿Será digna de mi amor y gratitud? ¡Ah, mujer impía! Tú con escándalo de las fieras y con horror de la naturaleza apenas contra tu voluntad me pariste, cuando me arrojaste de tu casa. Te avergonzaste de parecer madre, pero depusiste el rubor para serlo. Ningún respeto te contuvo para prostituirte y concebirme, pero para parirme, ¡cuántos!, para criarme a tus pechos, ¡qué imposibles! Nada tengo que agradecerte, mujer inicua, y mucho por que odiarte mientras me dure la vida, esta vida de que tantas veces me quisiste privar con bebedizos... pero apartemos la vista de este monstruo, que por desgracia tiene tantos semejantes en el mundo.

La bribona criada, tan cruel como su ama, como a las diez de la noche salió conmigo y me tiró en los umbrales de la primera accesoria que encontró.

Allí quedé verdaderamente expuesto a morirme de frío, o a ser pasto de los hambrientos perros. La gana de mamar o la inclemencia del aire me obligaban a llorar naturalmente, y la vehemencia de mi llanto despertó a los dueños de la casa. Conocieron que era recién nacido por la voz; se levantaron, abrieron, me vieron, me recogieron con la mayor caridad, y mi padre (así lo he nombrado toda mi vida), dándome muchos besos, me dejó en el regazo de mi madre, y a esa hora salió corriendo a buscar una chichigua.

Con mil trabajos la halló, pero volvió con ella muy contento. A otro día trataron de bautizarme, siendo mis padrinos los mismos que me adoptaron por hijo. Estos señores eran muy pobres, pero muy bien nacidos, piadosos y cristianos.

Avergonzándose, pidiendo prestado, endrogándose, vendiendo y empeñando cuanto poco tenían, lograron criarme, educarme, darme estudios y hacerme hombre; y yo tuve la   —174→   dulce satisfacción, después que me vi colocado con un regular sueldo en una oficina, de mantenerlos, chiquearlos, asistirlos en su enfermedad y cerrar los ojos de cada uno con el verdadero cariño de hijo.

Ellos me contaron del cruel marqués y de la impía Clisterna todo lo que os he dicho, después que al cabo de tiempo lo supieron de boca de la misma criada de quien tan ciega confianza hizo Clisterna. Al referírmelo me estrechaban en sus brazos; si me veían contento, se alegraban; si triste, se compungían y no sabían cómo alegrarme; si enfermo, me atendían con el mayor esmero; y jamás me nombraron sino con el amable epíteto de hijo, ni yo podía tratarlos sino de padres, y de este mismo modo los amaba... ¡Ay, señores!, ¿y no tuve razón de hacerlo así? Ellos desempeñaron por caridad las obligaciones que la naturaleza impuso a mis legítimos padres. Mi padre suplió las veces del marqués de Baltimore, hombre indigno no sólo del título de marqués, sino de ser contado entre los hombres de bien. Su esposa desempeñó muy bien el oficio de Clisterna, mujer tirana a quien jamás daré el amable y tierno nombre de madre.

Cuando me vi sin el amparo y sombra de mis amantes padrinos, conocí que los amé mucho y que eran acreedores a mayor amor del que yo fui capaz de profesarles. Desde entonces no he conocido y tratado otros mortales más sinceros, más inocentes, más benéficos ni más dignos de ser amados. Todos cuantos he tratado han sido ingratos, odiosos y malignos, hasta una mujer en quien tuve la debilidad de depositar todos mis afectos entregándole mi corazón.

Ésta fue una cruel hermosa, hija de un rico, con quien tenía celebrados contratos matrimoniales. Ella mil veces me ofreció su corazón y su mano, otras tantas me aseguró que me amaba y que su fe sería eterna, y de la noche a la mañana se entró en un convento y perjura indigna ofreció   —175→   a Dios una alma que había jurado que era mía. Ella me escribió una carta llena de improperios que mi amor no merecía; ella sedujo a su padre, atribuyéndome crímenes que no había cometido, para que se declarara, como se declaró, mi eterno y poderoso enemigo; y ella, en fin, no contenta con ser ingrata y perjura, comprometió contra mí a cuantos pudo para que me persiguieran y dañaran, contándose entre éstos un don Tadeo hermano suyo, que, afectándome la más tierna amistad, me había dicho que tendría mucho gusto en llamarse mi cuñado. ¡Ah, crueles!

Mientras que el misántropo contaba su historia, advertí que mi cajero lo atendía con sumo cuidado y, desde que tocó el punto de sus mal correspondidos amores, mudaba su semblante de color a cada rato, hasta que, no pudiendo sufrir más, le interrumpió diciéndole: Dispense usted, señor, ¿cómo se llamaba esa señora de quien usted está quejoso? Isabel. ¿Y usted? Yo, Jacobo, al servicio de usted.

Entonces el cajero se levantó y, estrechándolo entre sus brazos, le decía con la mayor ternura: buen Jacobo, amigo desgraciado, yo soy tu amigo Tadeo, sí, yo soy el hermano de la infeliz Isabel, tu prometida amante. Ninguna queja debes tener de mí, ni de ella. Ella murió amándote, o más bien murió en fuerza del mucho amor que te tuvo; yo hice cuanto pude por informarte de su suerte, de su fallecimiento y constancia, pero no fue posible saber de ti por más que hice.

Cuanto padeciste tú, mi hermana y yo, fue ocasionado por el interés de mi padre, quien por sostener el mayorazgo de mi hermano Damián impidió el casamiento de Isabel, forzó a Antonio a ser clérigo y a mí me dejó pereciendo en compañía de mi infelice madre, que Dios perdone. Conque no tengas queja de la pobre Isabel, ni de tu buen amigo Tadeo, que quizá la suma Providencia ha permitido este raro encuentro para que te desagravie, te alivie y recompense en cuanto pueda tu virtud.

  —176→  

A todo esto estaba como enajenado el misántropo, y yo, acordándome del cuento del trapiento, y oyendo que el dicho cajero no se llamaba Hilario sino Tadeo, y que concordaba bien cuanto me contó aquél con lo que éste acababa de referir, le dije: don Hilario, don Tadeo o como usted se llame, dígame usted, por vida suya y con la ingenuidad que acostumbra, ¿se ha visto usted alguna vez calumniado de ladrón? ¿Ha vivido en alguna accesoria? ¿Ha tenido o tiene más hijos que la niña que me dice? Y, por fin, ¿se llama Tadeo o Hilario? Señor, me dijo, me he visto calumniado de ladrón, he vivido en accesoria, he tenido dos niños, a más de Rosalía, que han muerto, y en efecto me llamo Tadeo, y no Hilario.

Pues sírvase usted de decirme cómo fue esa calumnia. Estando yo una tarde, me dijo, parado en un zaguán cerca del Factor y en el pelaje más despreciable, un mocetoncillo que iba con unos soldados se afirmó en que yo le había dado a vender una capa de golilla, que resultó robada, con la que se habían robado unos libros, una peluca y qué sé yo qué más. Los soldados me llevaron ante el juez, éste por fortuna me conocía, y a toda mi familia, sabía cuál era mi conducta y la causa de mis desgracias, y no dudó asegurar que estaba yo inocente, y prometió probarlo siempre que se le manifestara al que me calumnió; pero esto no pudo ser, porque los soldados ya lo habían soltado; con esto me dejaron en libertad.

¿Y qué hizo usted, don Tadeo, le pregunté, llegó usted a ver a su calumniador? ¿Supo quién era? Y si lo vio, ¿qué hizo para vindicarse? Es regular que lo pusiera usted en la cárcel. No, señor, me dijo, pasó en la misma tarde por mi casa, lo conocí, lo metí en ella y, cuando lo convencí de que era hombre de bien, lo hospedé en mi casa esa noche, mi madre le curó unas ligeras roturas de cabeza y lo dejé ir en paz.

¿Y cómo se llamaba ese pícaro que calumnió a usted?, le pregunté, y don Tadeo me contestó que no lo sabía ni se lo había   —177→   querido preguntar. Entonces yo, lleno del júbilo que no soy bastante a explicar, me abracé de don Tadeo, y el misántropo, satisfecho del buen proceder de su amigo, y creyéndome algo bueno, se abrazó de nosotros, y en un nudo que expresaba el cariño y la confianza se enlazaron nuestros brazos; nuestras lágrimas manifestaban los sentimientos de la gratitud, la reconciliación y la amistad, y un enfático silencio aclaraba elocuente las nobles pasiones de nuestras almas.

Yo, antes que todos, interrumpí aquel éxtasis misterioso, y dije a Tadeo: yo, yo soy, noble amigo, aquel mismo que cuando me prostituí agravié a usted imputándole un robo que no había cometido, yo soy a quien benefició el extremo de su caridad, yo quien sé todas sus desgracias, yo quien lo he tenido por mi sirviente, y yo, por último, soy quien tendré por mucha honra que desde hoy me asiente entre sus amigos.

Esta mi sincera confesión no hizo más que confirmar a aquellos señores en que yo era hombre de bien a toda prueba, y así, después de que más despacio nos contamos nuestras aventuras, confirmamos nuestras amistades y juramos conservarlas para siempre.

El misántropo, enteramente mudado, dijo: cierto, señores, que tengo mucho que agradecer a mi caballo, porque me condujo a un pueblo a donde yo no pensaba venir... pero, ¿qué hablo? Al cielo, a la Providencia, al Dios de las bondades es a quien debo agradecer semejante impensado beneficio. Por uno de aquellos estudiados designios de la Deidad, que los hombres necios llamamos contingencias, se desbocó mi caballo a tiempo que ustedes me vieron y porfiaron por traerme a su casa, en donde he visto el desenlace de mis desgracias con una felicidad no esperada; pues es felicidad satisfacerme, aunque tarde, de la constante fidelidad de mi amada y de mi buen amigo Tadeo. Ya conozco que es un desatino aborrecer al género humano por las ingratitudes de muchos de sus individuos,   —178→   y que, por más inicuos que haya, no faltan algunos beneméritos, agradecidos, finos, leales, sensibles, virtuosos y hombres de bien a toda prueba. Es menester hacer justicia a los buenos por más que abunden los malos. Yo lo conozco, y en prueba de ello pido a ustedes que me perdonen del loco concepto que me debían.

Deja eso, dijo Tadeo, yo he sido, soy y seré tu amigo mientras viva. Estoy persuadido de que la misma bondad de tu genio, tu sencillez, tu sensibilidad y tu virtud te hicieron creer que todos los hombres se manejaban como debían, según el orden de la razón, y, habiendo experimentado que no era así, incurriste en otro error más grosero, creyendo que no había hombre bueno en el mundo, o cuando menos que éstos eran demasiado raros, y, según esta equivocación, no era muy extraña tu misantropía; pero ya ves que no es como lo has pensado, y que, susceptible al error, creíste que yo e Isabel te fuimos ingratos, al mismo tiempo que ésta murió por amarte y yo no he perdonado diligencia por saber de ti y confirmarte en mi amistad.

Yo también pensaba que los hombres prostituidos al vicio jamás podían mudar enteramente de conducta; creía que, conservando los resabios del libertinaje, les sería muy difícil el sujetarse a la razón y ser benéficos; y hoy con la mayor complacencia me ha desengañado mi amo y mi amigo don Pedro, cuya conducta en el tiempo que le he servido me ha edificado con su arreglo...

Calle usted, señor don Tadeo, le dije, no me avergüence recordando mis extravíos y elogiando mi debido proceder. Mucho menos me trato de amo, sino de amigo, de cuyo título me lisonjeo. Yo acomodé a usted en mi servicio sin saber quién era, y en el tiempo que me ha acompañado tengo harto que agradecerle. En este tiempo todas han sido felicidades para mí,   —179→   siendo la última el feliz encuentro y satisfacción del caballero don Jacobo.

No es la última felicidad que usted sabe, me dijo mi cajero, aún resta otra que ustedes dos escucharán con gusto. Oigan esta carta que acabo de recibir. Dice así: «Señor don Tadeo Mayoli. México, 10 de octubre etc. Mi amigo y señor: Ha fallecido su hermano de usted, el señor don Damián, y, debiendo recaer en usted el mayorazgo que poseía por haber muerto sin sucesor, la Real Audiencia ha declarado a usted legítimo heredero del vínculo, por lo que, después de darle los plácemes debidos le suplico se sirva venir cuanto antes a la capital para enterarlo del testamento de su señor hermano y ponerlo en posesión de sus intereses, en cumplimiento de la orden superior que para el efecto obra en el oficio de mi cargo.

»Aprecio esta ocasión para ofrecerme a la disposición de usted como su afectísimo amigo y atento servidor que besa su mano. Fermín Gutiérrez».

Este sujeto es el escribano ante quien se otorgó el testamento. En virtud de esta carta tengo que partir para México cuanto antes. A usted, señor don Pedro, mi amigo, mi amo y favorecedor, le doy las gracias por el bien que me ha hecho, y por el buen trato que me ha dado en su casa, ofreciéndole mis cortos haberes y suplicándole no olvide en cualquier fortuna que soy y he de ser su amigo; y a ti, querido Jacobo, te ofrezco mis intereses con igual sinceridad y, para desenojarte de los agravios que te infirió mi padre negándote a mi hermana por ser tú pobre, pongo a tu disposición mis haberes con la mano de mi hija si la quisieres. Es muchacha tierna, bien criada y nada fea. Si gustas, enlázate con ella, que, ya que no es Isabel, es Rosalía, quiero decirte que es rama del mismo tronco.

El misántropo, o don Jacobo, no sabía cómo agradecer a Tadeo su expresión, pero se hallaba avergonzado por ser pobre,   —180→   y por dudar si sería agradable a su hija, mas éste lo ensanchó diciéndole: no es defecto para mí la pobreza donde concurren tan nobles cualidades; aún no eres viejo y creo que mi hija te amará así que yo la informe de quién eres.

Pasados estos cariñosos coloquios, tratamos de vestir con decencia a Jacobo, y al día siguiente hizo Tadeo traer un coche y se fueron en él para México, dejándome bien triste la ausencia de tan buenos amigos.

A pocos días me escribieron haberse casado Jacobo y Rosalía, y que vivían en el seno del gusto y la tranquilidad.

Murió a poco el administrador de la hacienda en donde estaba Anselmo, y mi amo me escribió mandándome que fuera a recibirla.

Con esta ocasión fui a la hacienda y tuve la agradable satisfacción de ver a mi amigo y a su familia, que me recibió con el mayor cariño y expresión.

Desde aquel día fue Anselmo independiente, y yo un testigo de su buena conducta. Los hombres de fina educación y entendimiento, cuando se resuelven a ser hombres de bien, casi siempre desempeñan este título lisonjero.

Yo me volví a San Agustín y viví tranquilo muchos años.




ArribaAbajoCapítulo XIV

En el que Periquillo cuenta sus segundas nupcias y otras cosas interesantes para la inteligencia de esta verdadera historia


No me quedé muy contento con la ausencia de don Tadeo, su falta cada día me era más sensible, porque no me fue fácil hallar un dependiente bueno en mucho tiempo. Varios tuve, pero todos me salieron averiados, pues el que no era ebrio, era jugador; el que no era jugador, enamoraba; el que no enamoraba,   —181→   era flojo; el que no tenía este defecto era inútil, y el que era hábil sabía darle sus desconocidas al cajón.

Entonces advertí cuán difícil es hallar un dependiente enteramente bueno, y cómo se deben apreciar cuando se encuentran.

Sin embargo de mi soledad, no dejaba yo de venir a México con frecuencia a mis negocios. Visitaba a mi amo, a quien cada día merecía más pruebas de confianza y amistad, y no dejaba de ver a Pelayo, ya en la iglesia, ya en su casa, y siempre lo hallaba padre y amigo verdadero.

Casualmente encontré un día al padre capellán de mi amo el chino en el cuarto de mi amigo Pelayo. Este padre capellán tenía mucha retentiva o conservaba fijamente las ideas que aprendía con viveza, y como por mí disfrutaba el acomodo que tenía, y fue causa de que saliera yo de la casa de su patrón, retuvo muy bien en su fantasía mi figura y al instante que me vio me conoció, y mirando que el padre Pelayo me hacía mucho aprecio, me habló con el mismo, y satisfecho de la mutación de mis costumbres por sus preguntas, por el asiento de mi conversación y por el informe de Pelayo, se me dio por conocido, alabó mi reforma, procuró confirmarme en ella con sus buenos consejos, me dio las gracias por el influjo que había tenido en su colocación, me aseguró en su amistad y me llevó a la casa del asiático, a pesar de mi resistencia, porque le tenía yo mucha vergüenza.

Luego que entramos le dijo el capellán: aquí tiene usted a su antiguo amigo y dependiente don Pedro Sarmiento, de quien tantas veces hemos hecho memoria. Ya es digno de la amistad de usted, porque no es un joven vicioso ni atolondrado, sino un hombre de juicio y de una conducta arreglada a las leyes del honor y de la religión.

Entonces mi amo se levantó de su butaque y dándome un apretado abrazo me dijo: mucho gusto tengo de verte otra vez   —182→   y de saber que por fin te has enmendado y has sabido aprovecharte del entendimiento que te dio el cielo. Siéntate, hoy comerás conmigo, y créete que te serviré en cuanto pueda, mientras que seas hombre de bien, porque desde que te conocí te quise, y por lo mismo sentí tu ausencia; deseaba verte, y hoy que lo he conseguido estoy harto contento y placentero.

Le di mil gracias por su favor; comimos, le informé de mi situación y en donde estaba, le ofrecí mis cortos haberes, le supliqué que honrara mi casa de cuando en cuando y, después de recibir de él las más tiernas demostraciones de cariño, me marché para mi San Agustín de las Cuevas, aunque ya no se disolvió la amistad recíproca entre el asiático, el capellán y yo, porque los visitaba en México, los obsequiaba en mi casa cuando me visitaban, nos regalábamos mutuamente y nos llegamos a tratar con la mayor afabilidad y cariño.

También en uno de los días que venía a México encontré al pobre Andresillo muy roto y despilfarrado; me habló con mucho respeto y estimación, me llevó casi a fuerza a su casa, me dio su buena mujer de almorzar, y el pobre no supo que hacerse conmigo para manifestarme su gratitud.

Yo me compadecí de su situación y le pregunté que ¿por qué estaba tan de capa caída, que si no valía nada su oficio, que si él jugaba o era muy disipadora su mujer? Nada de eso hay, señor, me dijo Andrés, yo ni conozco la baraja, no soy tan chambón en mi oficio y mi mujer es inmejorable, porque se pasa de económica a mezquina; pero está México, señor, hecho una lástima. Para diez que se hacen la barba, hay diez mil barberos; ya sabe su mercé que en las ciudades grandes sobra todo, y así creo que hay más barberos que barbados en México. Solamente los domingos y fiestas de guardar rapo quince o veinte de a medio real, y en la semana no llegan a seis. Esto de dar sangrías, echar ventosas o sanguijuelas, curar cáusticos y cosas semejantes, apenas lo pruebo; con esto no tengo para   —183→   mantenerme, porque en la ciudad se gasta doble que en los pueblos, y, como primero es comer que nada, cate usted que lo poco que gano me lo como, y no tengo ni con qué vestirme, ni con qué pagar la accesoria.

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Condolido yo con la sencilla narración de Andrés, le propuse que, si quería irse a mi casa, lo acomodaría de cajero, dándole lugar a que buscara lo que pudiera con su oficio.

El infeliz vio el cielo abierto con semejante propuesta, que admitió en el momento, y desde luego dispuso sus cosas de modo que en el mismo día se fue conmigo.

Él era vulgar pero no tonto. Fácilmente aprendió el mecanismo de una tienda, y me salió tan hombre de bien que en puntos de despacho y fidelidad no extrañaba yo a mi buen amigo don Tadeo, a quien tampoco dejé de visitar, ni a su yerno don Jacobo, a quien visité en su casa con frecuencia, y tuve el gusto de verlo casado y contento con la señorita doña Rosalía, a la que vi muy niña cuando la conocí por hija del trapiento.

Estas amistades tuve y conservé cuando fui hombre de bien, y jamás hubo motivo de arrepentirme de ellas. Prueba evidente de que la buena y verdadera amistad no es tan rara como parece, pero ésta se halla entre los buenos, no entre los pícaros, aduladores y viciosos.

Cosa de cuatro años viví muy contento en el estado de viudo en San Agustín de las Cuevas, adelantando a mi amo su principal, contando quieto y sosegado seis u ocho mil pesos míos, visitando muy gustoso a mi amo, al chino, a Roque, a Pelayo, a Jacobo y a Tadeo, y durmiendo con aquella tranquilidad que permite una conciencia libre de remordimientos.

Una tarde, estando paseándome bajo los portales de la tienda, vi llegar al mesón, que estaba inmediato, una pobre mujer estirando un burro, el que conducía a un viejo miserable. El burro ya no podía andar, y si daba algunos pasos era acosado   —184→   por una muchachilla que venía también azotándole las ancas con una vara.

Entraron al mesón, y a poco rato se me presentó la niña, que era como de catorce años, muy blanca, rota, descalza, muy bonita y llena de congoja; tartamudeando las palabras y derramando lágrimas en abundancia me dijo: Señor, sé que usted es el dueño del mesón. Mi padre viene muriéndose y mi madre también. Por Dios, denos usted posada, que no tenemos ni medio con que pagar, porque nos han robado en el camino.

He dicho que yo debí a Dios una alma sensible y me condolía de los males de mis semejantes en medio de mis locuras y extravíos. Según esto fácil es concebir que en este momento me interesé desde luego en la suerte de aquellos infelices. En efecto, me pareció muy poco el mandar alojarlos en el mesón, y así respondí a la mensajera: niña, no llores, anda y haz que tu madre y tu padre vengan a mi casa, y diles que no se aflijan.

La niña se fue corriendo muy contenta, y a pocos minutos volvió con sus ancianos padres. Los hice entrar en mi casa, ordené que les dieran un cuarto limpio y que los asistieran con mucho cuidado.

Conforme a mis órdenes, Andrés dispuso que les pusieran camas y que les dieran de cenar muy bien, sin perdonar cuanto gasto consideró necesario a su alivio.

Yo me alegré de verlo tan liberal en los casos en que una extrema necesidad lo exigía, y a las diez de la noche, deseando saber quiénes eran mis huéspedes, entré a su cuartito y hallé al pobre viejo acostado sobre un colchoncito de paja; su esposa, que era una señora como de cuarenta años o poco menos, estaba junto a su cabecera, y la niña sentada a los pies de la misma cama.

Luego que me vieron, se levantaron la señora y la niña, y el anciano quiso hacer lo mismo; mas yo no lo consentí, antes   —185→   hice sentar a las pobres mujeres y yo me acomodé inmediato al enfermo.

Le pregunté ¿de dónde era, qué padecía y cuándo o cómo lo habían robado?

El triste anciano, manifestando la congoja de su espíritu, suspiró y me dijo: señor, los más de los acaecimientos de mi vida son lastimosos; usted, a lo que me parece, es bastante compasivo, y para los corazones sensibles no es obsequio el referirles lástimas.

Es cierto, amigo, le contesté, que para los que aman como deben a sus semejantes es ingrata la relación de sus miserias; pero también puede ser motivo de que experimenten alguna dulzura interior, especialmente cuando las pueden aliviar de algún modo.

Yo me hallo en este caso, y así quiero oír los infortunios de usted no por mera curiosidad, sino por ver si puedo serle útil de alguna manera.

Pues señor, continuó el pobre anciano, si ése es sólo el piadoso designio de usted, oiga en compendio mis desgracias.

Mis padres fueron nobles y ricos, y yo hubiera gozado la herencia que me dejaron si hubiera mi albacea sido hombre de bien; pero éste disipó mis haberes y me vi reducido a la miseria. En este estado serví a un caballero rico que me quiso como padre y me dejó cuanto tuvo a su fallecimiento. Me incliné al comercio, y de resultas de un contrabando perdí todos mis bienes de la noche a la mañana. Cuando comenzaba a reponerme, a costa de mucho trabajo, me dio gana de casarme, y lo verifiqué con esta pobre señora, a quien he hecho desgraciada. Era hermosa, la llevé a México, la vio un marqués, se apasionó de ella, halló una honrada resistencia en mi esposa y trató de vengarse con la mayor villanía: me imputó un crimen que no había cometido y me redujo a una prisión. Por fin, a la hora de su muerte le tocó Dios, y me volvió mi honor y los intereses que perdí por su causa. Salí   —186→   de la prisión y... Perdone usted, señor, le interrumpí diciéndole, ¿cómo se llama usted? Antonio. ¡Antonio! Sí, señor. ¿Tuvo usted algún amigo en la cárcel a quien socorrió en los últimos días de su prisión? Sí tuve, me dijo, a un pobre joven que era conocido por Periquillo Sarniento, muchacho bien nacido, de fina educación, de no vulgares talentos y de buen corazón, harto dispuesto para haber sido hombre de bien; pero por su desgracia se dio a la amistad de algunos pícaros, éstos lo pervirtieron y por su causa se vio en aquella cárcel.

Yo, conociendo sus prendas morales, lo quise, le hice el bien que pude, y aun le encargué me escribiera a Orizaba su paradero. El mismo encargo hice a su escribano, un tal Chanfaina, a quien le dejé cien pesos para que agitara su negocio y le diera de comer mientras estuviera en la cárcel, pero ni uno ni otro me escribieron jamás. Del escribano nada siento, y acaso se aprovecharía de mi dinero; pero de Periquillo siempre sentiré su ingratitud.

Con razón, señor, le dije, fue un ingrato; debía haber conservado la amistad de un hombre tan benéfico y liberal como usted. Quién sabe cuáles habrán sido sus fines; pero, si usted lo viera ahora, ¿lo quisiera como antes?

Sí lo quisiera, amigo, me dijo, lo amaría como siempre. ¿Aunque fuera un pícaro? Aunque fuera. En los hombres debemos aborrecer los vicios, no las personas. Yo desde que conocí a ese mozo viví persuadido en que sus crímenes eran más bien imitados de sus malos amigos que nacidos de malicia de su carácter. Pero es menester advertir que, así como la virtud tiene grados de bondad, así el vicio los tiene de malicia. Una misma acción buena puede ser más o menos buena, y una mala más o menos mala, según las circunstancias que mediaron al tiempo de su ejecución. Dar una limosna siempre es bueno, pero darla en ciertas ocasiones, a ciertas personas, y tal vez darla un pobre que no tiene nada superfluo,   —187→   es mejor, ya porque se da con más orden, y ya porque hace mayor sacrificio el pobre cuando da alguna limosna que el rico, y por consiguiente hace o tiene más mérito.

Lo mismo digo de las acciones malas. Ya sabemos que robar es malo; pero el robo que hace el pobre acosado de la necesidad es menos malo, o tiene menos malicia, que el robo o defraudación que hace el rico que no tiene necesidad ninguna, y será mucho peor o en extremo malo si roba o defrauda a los pobres. Así es que debemos examinar las circunstancias en que los hombres hacen sus acciones, sean las que fueren, para juzgar con justicia de su mérito o demérito. Yo conocí que el tal muchacho Periquillo era malo por el estímulo de sus malos amigos más bien que por la malicia de su corazón, pues vivía persuadido de que, quitándole estos provocativos enemigos, él de por sí estaba bien dispuesto a la virtud.

Pero, amigo, le dije, si lo viera usted ahora en estado de no poderlo servir en lo más mínimo, ¿lo amara? En dudarlo me agravia usted, me respondió, ¿pues que usted se persuade a que yo en mi vida he amado y apreciado a los hombres por el bien que me puedan hacer? Eso es un error. Al hombre se ha de amar por sus virtudes particulares, y no por el interés que de ellas nos resulte. El hombre bueno es acreedor a nuestra amistad aunque no sea dueño de un real, y el que no tenga un corazón emponzoñado y maligno es digno de nuestra conmiseración por más crímenes que cometa, pues acaso delinque o por necesidad o por ignorancia, como creo que lo hacía mi Periquillo, a quien abrazaría si ahora lo viera.

Pues, digno amigo, le dije arrojándome a sus brazos, tenga usted la satisfacción que desea. Yo soy Pedro Sarmiento, aquel Periquillo a quien tanto favor hizo en la cárcel, yo soy aquel joven extraviado, yo el ingrato o tonto que ya no le volví a escribir, y yo el que, desengañado del mundo, he variado de conducta y logro la inexplicable satisfacción de apretarlo ahora entre mis brazos.

  —188→  

El buen viejo lloraba enternecido al escuchar estas cosas. Yo lo dejé y fui a abrazar y consolar a su mujer, que también lloraba por ver enternecido a su marido, y la inocente criatura derramaba sus lagrimillas sabiendo apenas por qué. La abracé también, le hice sus zorroclocos, y pasados aquellos primeros transportes me acabó de contar don Antonio sus trabajos, que pararon en que, viniendo para México a poner a su hija en un convento, con designio de radicarse en esta capital, habiendo realizado todos sus bienecillos que había adquirido en Acapulco, en el camino le salieron unos ladrones, le robaron y le mataron al viejo mozo Domingo, que los sirvió siempre con la mayor fidelidad. Que ellos en tan deplorable situación se valieron de un relicario de oro que conservó su hija o se escapó de los ladrones, y el que vendieron para comprar un jumento, en el que llegó a mi casa don Antonio muy enfermo de disentería, habiendo tenido que caminar los tres sin un medio real como treinta leguas, manteniéndose de limosna hasta que llegaron a mi casa.

Cuando mi amigo don Antonio concluyó su conversación, le dije: no hay que afligirse. Esta casa y cuanto tengo es de usted y de toda su familia. A toda la amo de corazón por ser de usted, y desde hoy usted es el amo de esta casa.

En aquella hora los hice pasar a mi recámara, les di buenos colchones, cenamos juntos y nos recogimos.

Al día siguiente saqué géneros de la tienda y mandé que les hicieran ropa nueva. Hice traer un médico de México para que asistiera a don Antonio y a su mujer, que también estaba enferma, con cuyo auxilio se restablecieron en poco tiempo.

Cuando se vieron aliviados, convalecientes y surtidos de ropa enteramente, me dijo don Antonio: siento, mi buen amigo, el haber molestado a usted tantos días; no tengo expresiones para manifestarle mi gratitud, ni cosa que lo valga para pagarle el beneficio que nos ha hecho; pero sería un impolítico y un   —189→   necio si permaneciera siéndole gravoso por más tiempo, y así me voy en mi burro como antes, rogándole que si Dios mudare mi fortuna, usted se servirá de ella como propia.

Calle usted, señor, le dije. ¿Cómo era capaz que usted se fuera de mi casa atenido a una suerte casual? Yo fui favorecido de usted, fui su pobre, y hoy soy su amigo, y si quiere seré su hijo y haremos todos una misma familia. He examinado y observado las bellas prendas de la niña Margarita, tiene edad suficiente, la amo con pasión, es inocente y agradecida. Si mi honesto deseo es compatible con la voluntad de usted y de su esposa, yo seré muy dichoso con tal enlace y manifestaré en cuanto pueda que a ella la adoro y a ustedes los estimo.

El buen viejo se quedó algo suspenso al escucharme, pero pasados tres instantes de suspensión me dijo: don Pedro, nosotros ganamos mucho en que se verifique semejante matrimonio. A la verdad que, considerándolo con arreglo a nuestra infeliz situación, no lo podemos esperar mejor. La muchacha tiene cerca de quince años, y es algo bonitilla; ya yo estoy viejo y enfermo, poco he de durar; su pobre madre no está sana, ni cuenta con ninguna protección para sostenerla después de mis días. Por lo regular, si ella no se casa mientras vivo, acaso quedará para pasto de los lobos y será una joven desgraciada. Pensamiento es este que me quita el sueño muchas noches.

Esto es decir, amigo, que yo deseo casar a mi hija cuanto antes; pero, como padre al fin, quisiera casarla no con un rico ni con un marqués, pero sí con un hombre de bien, con experiencia del mundo, y a quien yo conociera que se casaba con ella por su virtud, y no por su tal cual hermosura.

Todas estas cualidades y muchas más adornan a usted, y en mi concepto lo hacen digno de mujer de mejores prendas que las pocas que me parece tiene Margarita; pero es preciso considerar que a usted le han de faltar pocos años para cuarenta, según su aspecto, y, suponiendo que tenga usted treinta   —190→   y seis o treinta y siete, ésa es una edad bastante para ser padre de la novia, y esto puede detenerla para querer a usted. Sé dos cosas bien comunes. La una que un moderado exceso en la edad de un hombre respecto a la de su mujer tan lejos está de ser defecto que antes debería verse como circunstancia precisa para contraerse los matrimonios, pues, cuando los jóvenes se casan tan muchachos como sus novias, por lo regular sucede que acaban mal los matrimonios, porque, siendo más débil el sexo femenino que el masculino, y teniendo que sufrir más demérito en el estado conyugal que en otro alguno, sucede que a los dos o tres partos se pone fea la mujer, y como, en el caso de que hablamos, los muchachos no tienen por lo común otra mira al contraer el matrimonio que la posesión de un objeto hermoso, sucede también, por lo común, que, acabada la belleza de la mujer, se acaba el amor del hombre, pues, cuando es de treinta o treinta y seis años, ya su mujer parece de cincuenta, le es un objeto despreciable y la aborrece injustamente.

Esta razón, entre otras, debería ser la más poderosa para que ni los hombres se casaran muy temprano ni las niñas se enlazaran con muchachos; pero es ardua empresa el sujetar la inclinación de ambos sexos a la razón en una edad en que la naturaleza domina con tanto imperio en los hombres. Lo como es que los matrimonios que celebran los viejos son ridículos, y los que hacen los niños, desgraciados las más veces. Esto quiere decir que yo apruebo y me parece bien que usted se case con mi hija, pero ignoro si ella querrá casarse con usted.

Es verdad, y ésta es la otra cosa que sé: es verdad que ella es muy dócil, muy inocente, me ama mucho, y hará lo que yo le mande; pero jamás la obligaré a que abrace un estado que no le incline, ni a que se una con quien no quiera, en caso que elija el matrimonio.

En virtud de esto, usted conocerá que el enlace de usted con mi   —191→   hija no depende de mi arbitrio. En ella consiste, yo la dejaré en entera libertad sin violentar para nada su elección, y, si quisiere, para mí será de lo más lisonjero.

Concluyó don Antonio su arenga, y yo le dije: señor, si solamente éstos son los reparos de usted, todos están allanados a mi favor, y desde luego mi dicha será cierta si usted y la señora su esposa dan su beneplácito; porque, antes de hablar a usted sobre el particular, examiné el carácter de su hija, y no sin admiración encontré en tan tiernos años una virtud muy sólida y unos sentimientos muy juiciosos.

Ellos me han prendado más que su hermosura, pues ésta acaba con la edad, o se disminuye con los achaques y enfermedades que no respetan a las bellas. De buenas a primeras manifesté a su niña de usted mis sanas intenciones, y me contestó con estas palabras que conservaré siempre en la memoria: señor, me dijo, mi padre dice que usted es hombre de honor, y otras veces ha dicho que apetecería para mí un hombre de bien aunque no fuera rico. Yo siempre creo a mi padre, porque no sabe mentir, y a usted lo quiero mucho después que lo ha socorrido; me parece que con casarme con usted aseguraría a mis pobres padres su descanso, y así, ya por no verlos padecer más, y ya porque quiero a usted por lo que ha hecho con ellos, y porque es hombre de bien, como dice mi padre, me casara con usted de buena gana; pero no sé si querrán mi padre y madre, y yo tengo vergüenza de decírselo.

Ésta fue la sencilla respuesta de su niña de usted, tanto más elocuente cuanto más desnuda de artificio. En ella descubrí un gran fondo de sinceridad, de inocencia, de gratitud, de amor filial, de obediencia y de respeto a sus padres y bienhechores. Pensaba cómo significarle a usted mi deseo; mas, queriendo usted separarse de mi casa, me he precisado a descubrirme. De parte de los prometidos todo está hecho, resta sólo el consentimiento de usted y de su mamá, que les suplico me concedan.

Don Antonio era serio pero afable, y así, después que me oyó,   —192→   se sonrió, y dándome una palmada en el hombro me dijo: ¡Oh, amigo! Si ya ustedes tenían hecho su enjuague, hemos gastado en vano la saliva. Vamos, no hay muchacha tonta para su conveniencia. Apruebo su elección, todo está corriente por nuestra parte; pero, si lo ha pensado usted bien, apresure el paso, que no es muy seguro que dos que se aman, aunque sea con fines lícitos, vivan por mucho tiempo desunidos bajo de un mismo techo.

Entendí el fundado y cristiano escrúpulo de mi suegro y, encargándole el cuidado de la tienda y del mesón, mandé en aquel momento ensillar mi caballo y marché para México.

Luego que llegué, conté a mi amo todo el pasaje, dándole parte de mis designios, los que aprobó tan de buena gana que se me ofreció para padrino. A Pelayo, como a mi confesor y como a mi amigo, le avisé también de mis intentos, y, en prueba de cuánto le acomodaron, interesó sus respetos, y en el término de ocho días sacó mis licencias bien despachadas del provisorato.

En este tiempo visité a mi amo el chino y al padre capellán, a don Tadeo y a don Jacobo, convidándolos a todos para mi boda. Asimismo mandé convidar a Anselmo con su familia. Compré las donas o arras que regalé a mi novia y, como tenía dinero, facilité desde esta capital todo lo que era menester para la disposición del festejo.

Un convoy de coches salió conmigo para San Agustín de las Cuevas el día en que determiné mi casamiento. Ya Anselmo estaba en mi casa con su familia, y su esposa, que elegí para madrina, había vestido y adornado a Margarita de todo gusto, aunque no de rigorosa moda, porque era discreto y sabía que el festín había de celebrarse en el campo, y yo quería que luciera en él la inocencia y la abundancia más bien que el lujo y ceremonia. Según este sistema, y con mis amplias facultades, dispuso Anselmo mi recibimiento y el festejo según quiso y sin perdonar gasto. Como a las seis y media   —193→   de la mañana llegué a San Agustín, y me encontré en la sala de mi casa a mi novia, vestida de túnico y mantilla negra, acompañada de sus padres, a Anselmo con su esposa y familia, a Andrés con la suya, y los criados de siempre.

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Luego que pasaron las primeras salutaciones que prescribe la urbanidad, envió Anselmo a avisar al señor cura, quien inmediatamente fue a casa con los padres vicarios, los monacillos y todo lo necesario para darnos las manos. Se nos leyeron las amonestaciones privadas, se ratificó en nuestros dichos y se concluyó aquel acto con la más general complacencia.

Al instante pasamos a la iglesia a recibir las bendiciones nupciales y a jurarnos de nuevo nuestro constante amor al pie de los altares.

Concluido el augusto sacrificio, nos volvimos a esperar al señor cura y a los padres vicarios. Se desnudó mi esposa de aquel traje y, mientras que la madrina la vestía de boda, entré yo a la cocina para ver qué tal disposición tenía Anselmo; mas éste lo hizo todo de tal suerte que yo, que era el dueño de la función, me sorprendía con sus rarezas.

Una de ellas fue no hallar ni lumbre en el brasero. Salí a buscarlo bien avergonzado, y le dije: hombre, ¿qué has hecho, por Dios? ¡Tanta gente de mi estimación en casa y no haber a estas horas ni prevención de almuerzo! ¿No te escribí que no te pararas en dinero para gastar cuanto se ofreciera? ¡Voto a mis penas! ¡Qué vergüenza me vas a hacer pasar, Anselmo! Si lo sé, no me valgo de ti seguramente.

¡Pues cómo ha de ser, hijo! Ya sucedió, me respondió con mucha flema, pero no te apures, yo tengo una familia que me estima en este pueblo, y allá nos vamos a almorzar todos luego que lleguen el señor cura y los vicarios.

Ésa es peor tontera e impolítica que todo, le dije, ¿no consideras que cómo nos hemos de ir a encajar de repente más de   —194→   veinte personas a una casa, donde tal vez no tendré yo el más mínimo conocimiento? Y luego a almorzar y sin haberles avisado.

Como de esas imprudencias se ven todos los días en el mundo, decía Anselmo, en los casos apurados es menester ser algo sinvergüenzas para no pasarlo tan mal.

Renegaba yo de Anselmo y de su flema, cuando nos llamaron diciéndonos que ya estaban en casa los padres.

Salí a cumplimentarlos bien amostazado, y me hallé con mi esposa transformada de cortesana en pastora de la Arcadia, porque la madrina la vistió con un túnico de muy fina muselina bordada de oro, le puso zapatos de lama del mismo metal y le atravesó una banda de seda azul celeste con franjas de oro. Tenía el pelo suelto sobre la espalda y recogido en la cabeza con un lazo bordado, y cubierta con un sombrerillo de raso también azul con garzotas blancas.

Este sencillo traje me sorprendió también, y me serenó algo la cólera que me había dado el descuidado de Anselmo; porque, como mi novia era hermosa y tan niña, me parecía con aquel vestido una ninfa de las que pintan los poetas. A todos les pareció lo mismo y la celebraban a porfía.

Cuando Anselmo me vio un poco sereno, dijo, vámonos, señores, que ya es tarde. Salieron todos y yo con ellos al lado de mi esposa, pensando con qué pito iría a salir el socarrón de Anselmo. Pero ¡cuál fue mi gusto cuando, llegando a una gran casa de campo, que era de un conde rico, fui mirando lo que no esperaba!

No quiso Anselmo que nos dilatáramos en ver la casa, sino que nos llevó en derechura a la huerta, que era muy hermosa y muy bien cultivada.

Al momento que entramos en ella salió a recibirnos una porción de jovencitas muy graciosas, como de doce a trece años, las que, vestidas con sencillez y gallardía, teniendo todas ramos   —195→   de flores en las manos, formaban unas contradanzas muy vistosas al compás de dos famosos golpes de música de viento y de cuerda que para el caso estaban prevenidos.

Esta alegre comitiva nos condujo al centro de la huerta, en el que había colocadas con harta simetría muchas sillas decentes, y asimismo el suelo estaba entapizado con alfombras.

Se gozaba del aire fresco sin que los rayos del sol incomodaran para nada, porque pendientes de los árboles estaban varios pabellones de damascos encarnados, amarillos y blancos, que daban sombra y hermosura a aquel lugar en que se respiraban las delicias más puras e inocentes.

Pasado un corto rato, salieron de un lado de la huerta porción de criadas y criados muy aseados y, tendiendo sobre las alfombras los manteles, nos sentamos a la redonda y se nos sirvió un almuerzo bastantemente limpio, abundante y sazonado, durante el cual nos divirtió la música con sus cadencias y las muchachas con la suavidad de sus voces con que cantaron muchos discretos epitalamios a mi esposa.

Acabado el almuerzo, nos fuimos a pasear por la huerta hasta que fue hora de comer, lo que también se hizo allí por gusto de todos.

A las siete de la noche se sirvió un buen refresco; hubo un rato de baile hasta las doce, hora en que se dio la cena, y concluida nos recogimos todos muy contentos.

Al día siguiente se despidieron los señores convidados dejándome mil expresiones de afecto, y ofreciéndose con el mismo a mi disposición y de mi esposa. Mi padrino, que saben ustedes que fue mi amo, entendido de que Anselmo había corrido con el gasto general de la función, le pidió la cuenta para pagarla, deseando hacerme algún obsequio; pero se admiró demasiado cuando, esperando hallar una suma de seiscientos o más pesos, según la abundancia y magnificencia de la fiesta, encontró que todo ello no había pasado de doscientos.

  —196→  

Apenas lo creía, pero Anselmo le aseguró que no era más, y le decía: señor, no son los festejos más lucidos los que cuestan más dinero, sino los que se hacen con más orden, y como la mejor disposición no es incompatible con la mayor economía, es claro que puede hacerse una función muy solemne sin desperdicios, que son en los que no se repara y los que hacen las funciones más costosas sin hacerlas más espléndidas.

Es mucha verdad, dijo mi amo, y supuesto que el gasto es tan corto, que lo gaste mi ahijado, que yo me reservo para mejor ocasión el hacerle su obsequio a mi ahijadita. Diciendo esto, se fue a México, Anselmo a su destino y yo a mi tienda.

Con el mayor consuelo y satisfacción vivía en mi nuevo estado, en la amable compañía de mi esposa y sus padres, a quienes amaba con aumento, y era correspondido de todos con el mismo.

Ya mi esposa os había dado a luz, queridos hijos míos, y fuisteis el nudo de nuestro amor, las delicias de vuestros abuelos y los más dignos objetos de mi atención; ya contabas tú, Juanita, dos años de edad, y tú, Carlos, uno, cuando vuestros abuelos pagaron el tributo debido a la naturaleza, llevándose pocos meses de diferencia en el viaje uno al otro.

Ambos murieron con aquella resignación y tranquilidad con que mueren los justos. Les di sepultura y honré sus funerales según mis proporciones. Vuestra madre quedó inconsolable con tal pérdida, y necesitó valerse de todas las consideraciones con que nos alivia en tales lances la religión católica, que puede ministrar auxilios sólidos a los verdaderos dolientes.

Pasado este cruel invierno, todo ha sido primavera, viviendo juntos vuestra madre, yo y vosotros, y disfrutando de una paz y de unos placeres inocentes en una medianía honrada que, sin abastecerme para superfluidades, me ha dado todo lo   —197→   necesario para no desear la suerte de los señores ricos y potentados.

Vuestro padrino fue mi amo, quien mientras vivió os quiso mucho, y en su muerte os confirmó su cariño con una acción nada común que sabréis en el capítulo que sigue.




ArribaAbajoCapítulo XV

En el que Periquillo refiere la muerte de su amo, la despedida del chino, su última enfermedad y el editor sigue contando lo demás hasta la muerte de nuestro héroe


Excusemos circunloquios y vamos a la sustancia. Murió mi amable amo, padrino, compadre y protector; murió sin hijos ni herederos forzosos y, tratando de darme las últimas pruebas del cariño que me profesó, me dejó por único heredero de sus bienes, contándose entre éstos la hacienda que administraba yo en compañía de Anselmo, bajo las condiciones que expresó en su testamento y que yo cumplí como su amigo, como su favorecido y como hombre de bien, que es el título de que más nos debemos lisonjear.

Si sentí la muerte de este buen hombre, no tengo para qué ponderarlo, cuando era necesario haber sido más que bruto para no haberlo amado con justicia.

Leí el testamento que otorgó a mi favor, y al llegar a la cláusula que decía que por lo bien que lo había servido, lo satisfecho que estaba de mi honrada conducta y por cumplir el obsequio que había ofrecido a su ahijada, que era mi esposa, me donaba todos sus bienes, etc., no pude menos que regar aquellos renglones con mis lágrimas, nacidas de amor y gratitud.

Asistí a sus funerales; vestí luto con toda mi familia, no por ceremonia, sino por manifestar mi justo sentimiento; cumplí   —198→   todos sus comunicados exactamente y, habiendo entrado en posesión de la herencia, disfruté de ella con la bendición de Dios y la suya.

No por verme con algún capital propio me desconocí, como había hecho otras veces, ni desconocí a mis buenos amigos. A todos los traté como siempre, y los serví en lo que pude, especialmente a aquellos que en algún tiempo me habían favorecido de cualquier modo.

Entre éstos tuvo mucho lugar en mi estimación mi amo chino, a quien restituí como tres mil y pico de pesos que le disipé cuando viví en su casa; pero él no los quiso admitir, antes me escribió que era muy rico en su tierra, y en la mía no le faltaba nada, que se daba por satisfecho de aquella deuda, y me los devolvía para mis hijos. Concluyó esta carta diciéndome que estaba para regresar a su patria sin querer ver más ciudades ni reinos que el de América, por tres razones: la primera, porque se hallaba quebrantada su salud; la segunda, porque según las observaciones que había hecho no podía menos el mundo que ser igual en todas partes, con muy poca diferencia, pues en todas partes los hombres eran hombres; y la tercera y principal, porque la guerra, que al principio no creyó que fuese sino un motín popular que se apagaría brevemente, se iba generalizando y enardeciendo por todas partes.

Yo admití su favor dándole las debidas gracias por su generosidad, y el día que no lo esperaba llegó a mi casa en un coche de camino precedido de mozos y mulas que conducían su equipaje.

Hizo que parase el coche a la puerta de la tienda, y desde allí se despidió sobre la marcha. No lo permití yo; antes, valiéndome de la suave violencia que sabe usar la amistad, lo hice bajar del coche y que descargaran las mulas. A éstas, a   —199→   los mozos y cocheros se les asistió en el mesón, y a mi amo en casa, en la que se expresó mi esposa para agasajarlo.

Mucho platicamos ese día, y entre tanto como hablamos le pregunté: ¿qué escribía tanto cuando yo estaba en su casa? Si lo vieras, me dijo, acaso te incomodarías, porque lo que escribí fueron unos apuntes de los abusos que he notado en tu patria, ampliándolo con las noticias y explicaciones que oía al capellán, a quien después daba los cuadernos para que los corrigiera.

¿Y qué se han hecho esos cuadernos, señor? ¿Los lleva usted ahí? No los llevo, me dijo, dos años ha que se los remití a mi hermano el tután, con algunas cosas particulares de tu tierra.

Pues tan lejos estaría yo de incomodarme, señor, con los tales apuntes, que antes apreciaría demasiado su lectura. ¿Quién tiene los borradores? El mismo capellán se queda con ellos, me respondió, pero, no sé por qué, los reserva tanto que a nadie los ha querido prestar. Propuse en mi interior no omitir diligencia alguna que me pareciera oportuna para lograr los tales cuadernos. Se hizo hora de comer, y comí con mi familia en compañía de aquel buen caballero.

A la tarde fuimos al campo a divertirnos con las escopetas y, pasando por donde tiró el caballo o se cayó con el misántropo, le conté la aventura de éste, que el asiático escuchó con mucho gusto.

A la noche volvimos a casa, se pasó el rato en buena conversación entre nosotros, el señor cura y otros señores que me favorecían con sus visitas, y cuando fue hora de cenar lo hicimos y nos fuimos a recoger.

Al siguiente día madrugamos, y fui a dejar a mi querido amo hasta Cuernavaca, desde donde me volví a mi casa después de haberme despedido de él con las más tiernas expresiones de amor y gratitud.

No pude olvidarme de los cuadernos que escribió, y desde luego comencé a solicitarlos con todo empeño por medio de   —200→   mi buen amigo y confesor Martín Pelayo, como que sabía la amistad que llevaba con el doctor don Eugenio, capellán que fue de mi amo el chino, y comentador o medio autor de dichos papeles.

No me han disuadido claramente de mi solicitud, pero hasta ahora no los puedo ver en mis manos, porque dice el padre capellán que los está poniendo en limpio, y que luego que concluya esta diligencia me los prestará. Él es hombre de bien, y creo que cumplirá su palabra.

Cosa de dos años más viví en paz en aquel pueblo, visitando a ratos a mis amigos y recibiendo en correspondencia sus visitas, entregado al cumplimiento de mis obligaciones domésticas, que han sido las únicas que he tolerado; pues, aunque varias veces me han querido hacer juez en el pueblo, jamás he accedido a esta solicitud, ni he pensado en obtener ningún empleo, acordándome de mi ineptitud y de que muchas veces los empleos infunden ciertos humillos que desvanecen al que los ocupa, y acaso dan al traste con la más constante virtud.

Mis atenciones, como he dicho, sólo han sido para educaros, asegurar vuestra subsistencia sin daño de tercero y hacer el poco bien que he podido en reemplazo del escándalo y perjuicios que causaron mis extravíos; y mis diversiones y placeres han sido los más puros e inocentes, pues se han cifrado en el amor de mi mujer, de mis hijos y de mis buenos amigos. Últimamente, doy infinitas gracias a los cielos porque a lo menos no me envejecí en la carrera del vicio y la prostitución, sino que, aunque tarde, conocí mis yerros, los detesté y evité caer en el precipicio a donde me despeñaban mis pasiones.

Aunque en realidad de verdad nunca es tarde para el arrepentimiento, y mientras que vive el hombre siempre está en tiempo oportuno para justificarse, no debemos vivir en esta confianza, pues acaso en castigo de nuestra pertinacia y rebeldía nos faltará esa oportunidad al tiempo mismo de desearla.

Yo os he escrito mi vida sin disfraz, os he manifestado mis   —201→   errores y los motivos de ellos sin disimulo, y por fin os he descubierto en mí mismo cuáles son los dulces premios que halla el hombre cuando se sujeta a vivir conforme a la recta razón y a los sabios principios de la sana moral.

No permita Dios que después de mis días os abandonéis al vicio y toméis sólo el mal ejemplo de vuestro padre, quizá con la necia esperanza de enmendaros como él a la mitad de la carrera de vuestra vida, ni digáis en el secreto de vuestro corazón: sigamos a nuestro padre en sus yerros, que después lo seguiremos en la mudanza de su conducta, pues tal vez no se logran esas inicuas esperanzas. Consagrad, hijos míos, a Dios las primicias de vuestros años, y así lograréis percibir temprano los dulces frutos de la virtud, honrando la memoria de vuestros padres, excusándoos las desgracias que acompañan al crimen, siendo útiles al estado y a vosotros mismos, y pasando de una felicidad temporal a gozar otra mayor que no se acaba.

Corté el hilo de mi historia, pero acaso no serán muy inútiles mis últimas digresiones.

Dos años más después de la ausencia de mi amo el chino, como ya os dije, viví en San Agustín de las Cuevas, hasta que me vi precisado a realizar mis intereses y radicarme en esta ciudad, ya por ver si en ella se restablecía mi salud, debilitada por la edad y asaltada por una anasarca o hidropesía general, y ya por poner aquéllos a cubierto de mis resultas de la insurrección que se suscitó en el reino el año de 1810. ¡Época verdaderamente fatal y desastrosa para la Nueva España! ¡Época de horror, de crimen, sangre y desolación!

¡Cuántas reflexiones pudiera haceros sobre el origen, progresos y probables fines de esta guerra! Muy fácil me sería hacer una reseña de la historia de América y dejaros el campo abierto para que reflexionarais de parte de quién de los contendientes está la razón, si de la del gobierno español, o de los americanos que pretenden hacerse independientes de la España; pero es muy peligroso escribir sobre esto y en México   —202→   el año de 1813. No quiero comprometer vuestra seguridad instruyéndoos en materias políticas que no estáis en estado de comprender. Por ahora básteos saber que la guerra es el mayor de todos los males para cualquiera nación o reino, pero incomparablemente son más perjudiciales las conmociones sangrientas dentro de un mismo país, pues la ira, la venganza y la crueldad, inseparables de toda guerra, se ceban en los mismos ciudadanos que se alarman para destruirse mutuamente.

Bien conocieron esta verdad los romanos, como tan ejercitados con estas calamidades intestinas. Entre otros son dignos de notarse Horacio y Lucano. El primero, reprendiendo a sus conciudadanos enfurecidos, les dice: «¿A dónde vais, malvados? ¿Para qué empuñáis las armas? ¿Por ventura se han teñido poco los campos y los mares con la sangre romana? Jamás los lobos ni los leones han acostumbrado, como vosotros, ejercitar su encono sino con otras fieras sus desiguales o diferentes en especie. Y por ventura, aun cuando riñen, ¿es su furor más ciego que el vuestro? ¿Es su rabia más acre? ¿Es su culpa tanta? Responded. ¿Pero qué habéis de responder? Calláis, vuestras caras se cubren de una horrorosa amarillez y vuestras almas se llenan de terror convencidas por vuestro mismo crimen».

De semejante modo se expresaba el sensible Horacio; y Lucano hace una viva descripción de los daños que ocasiona una guerra civil en unos versos que os traduciré libremente al castellano. Dice, pues, que en las conmociones populares


   Perece la nobleza con la plebe
Y anda de aquí acullá la cruel espada,
Ningún pecho se libra de sus filos.
La roja sangre hasta las piedras mancha
De los sagrados templos; no defiende
A ninguno su edad, la vejez cana
Ve sus días abreviar y el triste infante
—203→
Muere al principio de su vida ingrata.
¿Pero por qué delito el pobre viejo
Ha de morir y el niño que no dañan?
¡Ah, que sólo vivir en tiempos tales
Es grande crimen, sí, bastante causa!

Con más valentía pintó Erasmo todo el horror de la guerra, y se esfuerza cuando habla de las civiles. «Común cosa es, dice, el pelear: despedázase una gente con otra, un reino con otro reino, príncipe con príncipe, pueblo con pueblo, y lo que aun los étnicos tienen por impío, el deudo con el deudo, hermano con hermano, el hijo con el padre; y finalmente, lo que a mi parecer es más atroz, un cristiano con un hombre; y ¿qué sería (dígolo por la mayor de las atrocidades) si fuese un cristiano con otro cristiano? Pero ¡oh, ceguedad de nuestro entendimiento! ¡Que, en lugar de abominar esto, haya quien lo aplauda, quien con alabanzas lo ensalce, quien la cosa más abominable del mundo la llame santa y, avivando el enojo de los príncipes, cebe el fuego hasta que suba al cielo la llama!».

Virgilio conoció que nada bueno había en la guerra y que todos debíamos pedir a Dios la duración de la paz. Por esto escribió: Nulla salus bello, pacem te poscimus omnes.

De todo esto debéis inferir cuán gran mal es la guerra, cuán justas son las razones que militan para excusarla, y que el buen ciudadano sólo debe tomar las armas cuando se interese el bien común de la patria.

Sólo en este caso se debe empuñar la espada y embrazar el broquel, y no en otros, por más lisonjeros que sean los fines que se propongan los comuneros, pues dichos fines son muy contingentes y aventurados, y las desgracias consecutivas a los principios y a los medios son siempre ciertas, funestas y generalmente perniciosas. Pero apartemos la pluma de un asunto tan odioso por su naturaleza, y no queramos manchar las páginas de mi historia con los recuerdos de una época teñida con sangre americana.

  —204→  

Después de realizados mis bienes y radicado en México, traté de ponerme en cura, y los médicos dijeron que mi enfermedad era incurable. Todos convenían en el mismo fallo, y hubo pedante que, para desengañarme de toda esperanza, apoyó su aforismo en la vejez, diciéndome en latín que los muchos años son una enfermedad muy grave. Senectus ipsa est morbus.

Yo, que sabía muy bien que era mortal y que ya había vivido mucho, no me dilaté en creerlos. Quise que no quise, me conformé con la sentencia de los médicos, conociendo que el conformarse con la voluntad de Dios a veces es trampa legal, pues queramos que no queramos se ha de cumplir en nosotros; hice, como suelen decir, de la necesidad virtud, y ya sólo traté de conservar mi poca salud paliativamente, pero sin esperanza de restablecerla del todo.

En este tiempo me visitaban mis amigos, y por una casualidad tuve otro nuevo que fue un tal Lizardi, padrino de Carlos para su confirmación, escritor desgraciado en vuestra patria y conocido del público con el epíteto con que se distinguió cuando escribió en estos amargos tiempos, y fue el de Pensador Mexicano.

En el tiempo que llevo de conocerlo y tratarlo he advertido en él poca instrucción, menos talento y últimamente ningún mérito (hablo con mi acostumbrada ingenuidad); pero, en cambio de estas faltas, sé que no es embustero, falso, adulador ni hipócrita. Me consta que no se tiene ni por sabio ni por virtuoso; conoce sus faltas, las advierte, las confiesa y las detesta. Aunque es hombre, sabe que lo es, que tiene mil defectos, que está lleno de ignorancia y amor propio, que mil veces no advierte aquélla porque éste lo ciega, y últimamente, alabando sus producciones algunos sabios en mi presencia y en la suya, le he oído decir mil veces: señores, no se engañen, no soy sabio, instruido ni erudito, sé cuánto se necesita para desempeñar estos títulos; mis producciones os deslumbran leídas   —205→   a la primera vez, pero todas ellas no son más que oropel. Yo mismo me avergüenzo de ver impresos errores que no advertí al tiempo de escribirlos. La facilidad con que escribo no prueba acierto. Escribo mil veces en medio de la distracción de mi familia y de mis amigos, pero esto no justifica mis errores, pues debía escribir con sosiego y sujetar mis escritos a la lima, o no escribir, siguiendo el ejemplo de Virgilio o el consejo de Horacio; pero, después que he escrito de este modo, y después de que conozco por mi natural inclinación que no tengo paciencia para leer mucho, para escribir, borrar, enmendar ni consultar despacio mis escritos, confieso que no hago como debo, y creo firmemente que me disculparán los sabios, atribuyendo a calor de mi fantasía la precipitación siempre culpable de mi pluma. Me acuerdo del juicio de los sabios, porque del de los necios no hago caso.

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Al escuchar al Pensador tales expresiones, lo marqué por mi amigo y, conociendo que era hombre de bien y que si alguna vez erraba era más por un entendimiento perturbado que por una depravada voluntad, lo numeré entre mis verdaderos amigos, y él se granjeó de tal modo mi afecto que lo hice dueño de mis más escondidas confianzas, y tanto nos hemos amado que puedo decir que soy uno mismo con el Pensador y él conmigo.

Un día de éstos en que ya estoy demasiadamente enfermo, y en que apenas puedo escribir los sucesos de mi vida, vino a visitarme y, estando sentada mi esposa en la orilla de mi cama y vosotros alrededor de ella, advirtiéndome fatigado de mis dolencias y que no podía escribir más, le dije: toma esos cuadernos para que mis hijos se aprovechen de ellos después de mis días.

En ese instante dejé a mi amigo el Pensador mis comunicados y estos cuadernos para que los corrija y anote, pues me hallo muy enfermo...

  —206→  

Notas del Pensador

Hasta aquí escribió mi buen amigo don Pedro Sarmiento, a quien amé como a mí mismo y lo asistí en su enfermedad hasta su muerte con el mayor cariño.

Hizo llamar al escribano y otorgó su testamento con las formalidades de estilo. En él declaró tener cincuenta mil pesos en reales efectivos puestos a réditos seguros en poder del conde de San Telmo, según constaba del documento que manifestó certificado por escribano y debía obrar cosido con el testamento original, y seguía:

Item declaro que es mi voluntad que, pagadas del quinto de mis bienes las mandas forzosas y mi funeral, se distribuya lo sobrante en favor de pobres decentes, hombres de bien y casados, de este modo: si sobran nueve mil y pico de pesos, se socorrerán a nueve pobres de los dichos que manifiesten al albacea que queda nombrado certificación del cura de su parroquia en que conste son hombres de conducta arreglada, legítimos pobres, con familias pobres que sostener, con algún ejercicio o habilidad, no tontos ni inútiles, y a más de esto con fianza de un sujeto abonado que asegure con sus bienes responder por mil pesos que se le entregarán para que los gire y busque su vida con ellos, bien entendido de que el fiador será responsable a dicha cantidad siempre que se le pruebe que su ahijado la ha malversado; pero, si se perdiere por suerte del comercio, robo, quemazón, o cosa semejante, quedarán libres de responsabilidades así el fiador como el agraciado.

Declaro que, aunque pudiera con nueve mil pesos hacer limosna a veinte, treinta, ciento o mil pobres, dándoles a cada uno una friolera como suele hacerse, no lo he determinado porque considero que éstos no son socorros verdaderos, y sí lo serán en el modo que digo, pues es mi voluntad que, después que los   —207→   socorridos hagan su negocio y aseguren su subsistencia, devuelvan los mil pesos para que se socorran otros pobres.

Declaro también que, aunque pudiera dejar limosnas a viudas y a doncellas, no lo hago porque a éstas siempre les dejan los más de los ricos, y no son las primeras necesitadas, sino los pobres hombres de bien, de quienes jamás o rara vez se acuerdan en los testamentos, creyendo, y mal, que con ser hombres tienen una mina abundante para sostener sus familias.

De este modo fueron sus disposiciones testamentarias. Concluidas, se trató de administrarle los santos sacramentos de la Eucaristía y Extrema-Unción. Le dio el viático su muy útil y verdadero amigo el padre Pelayo. Asistieron a la función sus amigos don Tadeo, don Jacobo, Anselmo, Andrés, yo y otros muchos. La música y la solemnidad que acompañó este acto religioso infundía un respetuoso regocijo, que se aumentó en todos los asistentes al ver la ternura y devoción con que mi amigo recibió el Cuerpo del Señor Sacramentado. El perdón que a todos nos pidió de sus escándalos y extravíos, la exhortación que nos hizo y la unción que derramaba en sus palabras arrancó las lágrimas de nuestros ojos, dejándonos llenos de edificación y de consuelo.

Pasados estos dulces transportes de su alma, se recogió, dio gracias y a las dos horas hizo que entraran a su recámara su mujer y sus hijos.

Sentado yo a la cabecera, y rodeada su familia de la cama, les dijo con la mayor tranquilidad: «Esposa mía, hijos míos, no dudaréis que siempre os he amado, y que mis desvelos se han consagrado constantemente a vuestra verdadera felicidad. Ya es tiempo que me aparte de vosotros para no vernos hasta el último día de los siglos. El Autor de la naturaleza llama ya a las puertas de mi vida: él me la dio cuando quiso, y cuando quiere cumple la naturaleza su término. No   —208→   soy árbitro de mi existencia, conozco que mi muerte se acerca, y muero muy conforme y resignado en la divina voluntad. Excusad el exceso de vuestro sentimiento. Bien que sintáis la falta de mi vista como pedazos que habéis sido de mi corazón, deberéis moderar vuestra aflicción considerando que soy mortal y que tarde o temprano mi espíritu debía desprenderse de la masa corruptible de mi cuerpo.

»Advertid que mi Dueño y el Dueño de mi vida es el que me la quita, porque la naturaleza es inmutable en cumplir con los preceptos de su Autor. Consolaos con esta cierta consideración y decid: el Señor me dio un esposo, el Señor nos dio un padre, él nos lo quita, pues sea bendito el nombre del Señor. Con esta resignación se consolaba el humilde Job en el extremo de sus amarguísimos trabajos.

»Estos pensamientos no inspiran el dolor ni la tristeza, sino antes unos consuelos y regocijos sólidos que se fundan no menos que en la palabra de Dios y en las máximas de la sagrada religión que profesamos. Quédese la desesperación para el impío, y para el incrédulo la duda de nuestra futura existencia, mientras que el católico arrepentido y bien dispuesto confía con mucho fundamento que Dios, en cumplimiento de su palabra, le tiene perdonados sus delitos, y sus deudos con la misma seguridad piadosamente creen que no ha muerto, sino que ha pasado a mejor vida.

»Conque no lloréis, pedazos míos, no lloréis. Dios os queda Dios os queda para favoreceros y ampararos, y, si cumplís sus divinos preceptos y confiáis en su altísima Providencia, estad seguros de que nada, nada os faltará para ser felices en esta y en la otra vida.

»Procurad, sí, manejaros en la presente con juicio y honor en cualquiera que sea el estado que abrazareis. Tú, Margarita, si pasares a segundas nupcias, lo que no te impido, trata de conocer el carácter de tu esposo antes de que sea   —209→   tu marido, pues hay muchos Periquillos en el mundo, aunque no todos conocen y detestan sus vicios como yo. Una vez conocido por hombre de bien y de virtud, y con la aprobación de mis amigos, únete con él enhorabuena, pero procura siempre captarle la voluntad alabándole sus virtudes y disimulándole sus defectos. Jamás te opongas a su gusto con altanería, y mucho menos en las cosas que te mandare justas; no disipes en modas, paseos ni extravagancias lo que te dejo para que vivas; no tomes por modelo de tu conducta a las mujeres vanas, soberbias y locas, imita a las prudentes y virtuosas. Aunque mis hijos ya son grandes, si tuvieres otros, no prefieras en cariño a ninguno; trátalos a todos igualmente, pues todos son tus hijos, y de este modo enseñarás a tu marido a portarse bien con los míos; los harás a todos hermanos y evitarás las envidias que suscita en estos casos la preferencia; sé económica, y no desperdicies en bureos lo que te dejo ni lo que tu marido adquiera; sábete que no es tan fácil ganar mil pesos como decir tuve mil pesos, pero decir tuve en medio de la miseria es sobre manera doloroso; últimamente, hija mía, haz por no olvidar las máximas que te he inspirado; huye la maldita pasión de los celos, que lejos de ser útil es perniciosa a las infelices mujeres, y la total y última causa de su ruina; aunque tu marido por desgracia tenga un extravío, disimúlaselo, y entonces hazle más cariño y más aprecio, que yo te aseguro que él conocerá que tu mérito se aventaja al de las prostitutas que adora, y al fin se reducirá, te pedirá perdón y te amará con doble extremo.

»A vosotros, hijos de mi corazón, ¿qué puedo deciros? Que seáis humildes, atentos, afables, benéficos, corteses, honrados, veraces, sencillos, juiciosos y enteramente hombres de bien. Os dejo escrita mi vida para que veáis dónde se estrella por lo común la juventud incauta, para que sepáis dónde están los precipicios para huirlos y para que, conociendo cuál es   —210→   la virtud y cuántos los dulces frutos que promete, la profeséis y la sigáis desde vuestros primeros años.

»Por tanto, amad y honrad a Dios y observad sus preceptos, procurad ser útiles a vuestros semejantes, obedeced a los gobiernos sean cuales fueren, vivid subordinados a las potestades que os mandan en su nombre, no hagáis a nadie daño, y el bien que podáis no os detengáis a hacerlo. Guardaos de tener muchos amigos. Este consejo os lo recomiendo con especialidad, ved que os hablo con experiencia. Un hombre solo, por malo que sea, si anda solo y sin amigos, él sólo sabe sus crímenes, a nadie escandaliza en lo particular, y ninguno es testigo de ellos; cuando, por el contrario, el truchimán y el pícaro lleno de amigos tiene muchos a quienes dar mal ejemplo, y muchos que testifiquen sus infamias.

»Fuera de que, como veréis en mi vida, hay muchos amigos, pero pocas amistades. Amigos sobran en el tiempo favorable, pero pocos o ninguno en el adverso. Tened cuidado con los amigos y experimentadlos. Cuando hallareis uno desinteresado, verdadero y a todas luces hombre de bien, amadlo y conservadlo eternamente; pero, cuando en el amigo advirtiereis interés, doblez o mala conducta, reprochadlo y jamás os fiéis de su amistad.

»Por último, observad los consejos que mi padre me escribió en su última hora cuando yo estaba en el noviciado, y os quedan escritos en el capítulo XII del tomo 1.º de mi historia. Si cumplís exactamente, yo os aseguro que seréis más felices que vuestro padre».

Pasados éstos y otros coloquios semejantes, abrazó don Pedro a sus hijos y a su mujer, dio muchos besos y se despidió de ellos, haciéndome llorar amargamente, porque los extremos de la señora y los niños desmintieron toda la filosofía del razonamiento preventivo. Los llantos, las lágrimas y los extremos fueron lo mismo que si el enfermo no hubiera hablado una palabra.

  —211→  

Por fin quedó el paciente solo y me dijo: ya es tiempo de desprenderme del mundo y de pensar solamente en que he ofendido a Dios y que deseo ofrecerle los dolores y ansias que padezco en sacrificio por mis iniquidades. Haz que venga mi confesor el padre Pelayo. Como este eclesiástico era buen amigo, no faltaba del lado de los suyos a la hora de la tribulación. Apenas se desnudó la muceta, cuando volvió a casa a consolar a su hijo espiritual. Antes que yo saliera de la recámara entró él, y preguntó a don Pedro ¿cómo se sentía? Voy por la posta, dijo el enfermo, ya es tiempo de que no te separes de mi cabecera, te lo ruego encarecidamente; no porque tengo miedo de los diablos, visiones ni fantasmas que dicen que se aparecen a esta hora a los moribundos. Sé que el pensar que todos los que mueren ven estos espectros es una vulgaridad, porque Dios no necesita valerse de estos títeres aéreos para castigar ni aterrorizar al pecador. La mala conciencia y los remordimientos de ella en esta hora son los únicos demonios y espantajos que mira el alma, confundida con el recuerdo de su mala vida, su ninguna penitencia y el temor servil de un Dios irritado y justiciero; lo demás son creederas del vulgo necio.

Para lo que quiero que estés conmigo es para que me impartas los auxilios necesarios en esta hora, y derrames en mi corazón el suave bálsamo de tus exhortaciones y consuelos.

No te apartes de mí hasta que expire, no sea que entre aquí algún devoto o devota que con el Ramillete u otro formulario semejante, me empiece a jesusear, machacándome el alma con su frialdad y sonsonete, y quebrándome la cabeza con sus gritos desaforados.

No quiero decir que no me digan Jesús, ni Dios permita que hablara yo tal idioma. Sé muy bien que este dulce nombre es sobre todo nombre, que a su invocación el cielo se goza, la tierra se humilla y el infierno tiembla; pero lo que no quiero es que se me plante a la cabecera algún buen hombre con un   —212→   librito de los que te digo, que tal vez empiece a deletrear y, no pudiendo, tome la ordinaria cantinela de «Jesús te ayude, Jesús te ampare, Jesús te favorezca», no saliendo de esto para nada, y que conociendo él mismo su frialdad quiera inspirarme fervor a fuerza de gritos, como lo he observado en otros moribundos. Por Dios, amigo, no consientas a mi lado estos que, lejos de ayudarme a bien morir, me ayudarán a morir más presto. Tú sabes que en estos momentos lo que importa es mover al enfermo a contrición y confianza en la divina misericordia, hacerle que repita en su corazón los actos de fe, esperanza y caridad, ensancharle el espíritu con la memoria de la bondad Divina, acordándole que Jesucristo derramó por él su sangre y es su medianero y, por fin, ejercitándolo en actos de amor de Dios y avivándole los deseos de ver a su Majestad en la gloria.

Esto propiamente es ayudar a bien morir, pero no pueden hacerlo todos, y los que tienen instrucción y gracia para ello no se valen de aquellos gritos con que los tontos, lejos de auxiliar al moribundo, lo espantan e incomodan.

También te ruego que no consientas que las señoras viejas me acaben de despachar, con buena intención, echándome en la boca y en estado de agonizante caldo de sustancia ni agua de la palata. Adviérteles que ésta es una preocupación con que abrevian la vida del enfermo y lo hacen morir con dobles ansias. Diles que tenemos dos cañones en la garganta llamados esófago y laringe. Por el uno pasa el aire al pulmón y por el otro el alimento al estómago; mas es menester que les adviertas que el cañón por donde pasa el aire está primero que el otro por donde pasa el alimento. En el estado de sanidad, cuando tragamos tapamos con una valvulita, que se llama glotis, el cañón del aire y, quedando cerrado con ella, pasa el alimento por encima al cañón del estómago como por sobre un puente. Esta operación se hace apretando la lengua al paladar en el acto de tragar, de modo que nadie tragará   —213→   una poca de saliva sin apretar la lengua para tapar el cañón del aire, y cuando por un descuido no se hace esta diligencia y se va aunque sea una gota de agua, lo que llaman irse al galillo, el pulmón, que no consiente más que el aire, al momento sacude aquel cuerpo extraño, y a veces con tal violencia que se arroja hasta por las narices dicho cuerpo si es líquido. Cuando el agua verbigracia que se ha ido al pulmón pesa más que el aire que hay dentro, se ahoga el paciente; y, si es muy poca, la arroja éste, como se ha dicho.

Después que hagas esta explicación a las viejas, adviérteles que el agonizante ya no tiene fuerza, y acaso ni conocimiento para apretar la lengua; de consiguiente, cuando le echan en la boca, se va al pulmón, y si no tose es o porque esta entrada está dañada, o porque ya no tiene fuerza para sacudir, con lo que expira el enfermo más breve. Diles todo esto, y que lo más seguro es humedecerles la boca con unos algodones mojados, aunque todas estas diligencias son más para consuelo de los asistentes que para alivio de los enfermos.

En fin, Pelayo, por vida tuya haz que velen mi cadáver dos días, y no le den sepultura hasta que no estén bien satisfechos de que estoy verdaderamente muerto, pues no quiero ir a acabar de morir al campo santo como han ido tantos, especialmente mujeres parturientas que, no teniendo sino un largo síncope, han muerto antes de tiempo, y los ha enterrado vivos la precipitación de los dolientes.

Acabó don Pedro de hablar con el padre confesor estas cosas, y me dijo: compadre, ya me siento demasiado débil, creo que se acerca la hora de la partida, haz llamar al vecino don Agapito (que era un excelente músico) y dile que ya es tiempo de que haga lo que le he prevenido.

Luego que el músico recibió el recado, salió a la calle y a poco rato volvió con tres niños y seis músicos de flauta, violín y clave, y entró con ellos a la recámara.

Nos sorprendimos todos con esta escena inesperada, y más   —214→   cuando, comenzando a agonizar el enfermo, comenzaron también los niños a entonar con dulces voces, y acompañados de la música, un himno compuesto para esta hora por el mismo don Pedro.

Nos enternecimos bastante en medio de la admiración con que ponderábamos el acierto con que nuestro amigo se hacía menos amargo aquel funesto paso. El padre Pelayo decía: vean ustedes, mi amigo sí ha sabido el arte de ayudarse a bien morir. Con cualquier poco conocimiento que conserve ¿cómo no le despertarán estas dulces voces y esta armoniosa música los tiernos afectos que su devoción ha consagrado al Ser Supremo?

En efecto, se cantó el siguiente




Himno al Ser Supremo17


   Eterno Dios, inmenso,
Omnipotente, sabio, justo y santo,
Que proteges benigno
Los seres que han salido de tus manos.
   El debido homenaje
A tu alta majestad te rindo grato,
Porque en mis aflicciones
Fuiste mi escudo, mi sostén, mi amparo,
    Y cuando sumergido
En el cieno profundo busqué en vano
A quién volver mis ojos
Entumecidos de llorar, e hinchados,
   Extendiste en mi ayuda
Tu generosa y compasiva mano,
Que libre del peligro
—215→
Al puerto me condujo ileso y salvo.
    Tú, señor, desde entonces
Con impulso robusto has guiado
Por el camino recto
Mis vacilantes y extraviados pasos.
   Mis vicios me avergüenzan.
Mis delitos detesto; con mi llanto
Haz, mi Dios, que se borren
Los asientos del libro de los cargos.
   Y en esta crítica hora
No te acuerdes, Señor, de mis pecados,
A los que me arrastraba
La inexperiencia de mis pocos años.
    Recuerda solamente
Que, aunque perverso, pecador, ingrato,
Soy tu hijo, soy tu hechura,
Soy obra en fin de tus divinas manos.
   Si te ofendí yo mucho,
Mucho me pesa, y mucho más te amo,
Como a padre ofendido
Que mis crímenes tiene perdonados.
    Seguro en tus promesas
Invoco tus piedades, y en tus manos
Mi espíritu encomiendo.
Recíbelo, Señor, en tu regazo.

Dos veces se repitió el tierno himno, y en la segunda, al llegar a aquel verso que dice: en tus manos mi espíritu encomiendo, lo entregó nuestro Pedro en las manos del Señor, dejándonos llenos de ternura, devoción y consuelo.

A la noticia de su muerte, acaecida a fines del mismo año de 1813, se extendió el dolor por toda la casa, manifestándolo en lágrimas no sólo su familia, sino sus amigos, sus criados y favorecidos que habían ido a ser testigos de su muerte.

  —216→  

Se veló el cadáver, según dijo, dos días, no desocupándose en ellos la casa de sus amigos y beneficiados, que lloraban amargamente la falta de tan buen padre, amigo y bienhechor. Por fin se trató de darle sepultura.




ArribaAbajoCapítulo XVI

En el que el Pensador refiere el entierro de Perico y otras cosas que llevan al lector por la mano al fin de esta ciertísima historia


A los dos días se procedió al funeral, haciéndole las honras con toda solemnidad, y concluidas se llevó el cadáver al campo santo, donde se le dio sepultura por especial encargo que me hizo.

El sepulcro se selló con una losa de tecali, especie de mármol que compró para el efecto su confesor, haciendo antes esculpir en ella el epitafio y la décima que el mismo difunto puso antes de agravarse. Aquél era latino y los pondré aquí por si agradare a los lectores.


HIC IACET
PETRVS SARMIETO
(VULGO)
PERIQVILLO SARNIENTO
PECCATOR VITA.
NIHIL MORTE.
QVISQVIS ADDES
DEVM ORA
VT
IN ÆTERNVM VALEAT.

  —217→  

Lo que en castellano dice:


AQUÍ YACE
PEDRO SARMIENTO,
COMÚNMENTE CONOCIDO
POR
PERIQUILLO SARNIENTO
EN VIDA
NO FUE MÁS QUE UN PECADOR.
NADA EN SU MUERTE.
PASAJERO,
SEAS QUIEN FUERES,
RUEGA A DIOS LE CONCEDA
EL ETERNO DESCANSO.




Décima


   Mira, considera, advierte,
Por si vives descuidado,
Que aquí yace un extraviado
Que al fin logró santa muerte.
    No todos tienen tal suerte;
Antes debes advertir
Que, si es lo común morir
Según ha sido la vida,
Para no errar la partida
Lo seguro es bien vivir.

  —218→  

A todos sus amigos agradaron estas producciones del difunto por su propiedad y sencillez. El padre Pelayo tomó un carbón del incensario y en la blanca pared del campo santo escribió, currente calamo, o de improviso, el siguiente




Soneto


   Yace aquí Periquillo, que en su vida
Fue malo la mitad, y la otra bueno;
Cuando de la virtud estuvo ajeno
hasta llegó a intentar el ser suicida.
   Tocole Dios, la gracia halló acogida
En su pecho sensible, y lo hizo ameno
Vergel de la virtud. Él murió lleno
De caridad bien pura y encendida.
    ¡Cuántos imitadores, oh querido,
Tienes en la maldad! Pero no tantos
Enmendados hasta hoy te habrán seguido.
   Vamos tras del error y sus encantos
De mil en mil, y al hombre arrepentido
¿Lo imitan muchos? No, sólo unos cuantos.

Con razón o sin ella alabamos todos el soneto del padre Pelayo, unos por cumplimiento y otros por afecto o inclinación al poeta.

A imitación de éste escribió su amigo Anselmo la siguiente




Décima18


   Ante este cadáver yerto
Me avergüenzo de mi trato.
—219→
Fui con él amigo ingrato,
Y le debo aun cuando muerto
Mis alivios. Bien advierto
Que fue mi mejor amigo.
De su virtud fui testigo,
Y creo Dios lo perdonó,
Pues en mí favoreció
Y perdonó a su enemigo.

Como tenemos todos un poco de copleros a lo menos, fuimos escribiendo en la humildísima pared los versuchos que se nos venían a la imaginación y a la mano. Leída la décima anterior, tomó el carbón su amigo don Jacobo, y escribió esta




Octava


   A este cadáver que una losa fría
Cubre de polvo, yo debí mi suerte.
Encontreme con él un feliz día,
Me libró del oprobio y de la muerte.
Dicen que malo fue, no lo sabía;
Su virtud sólo supe, y ella advierte
Que el que del vicio supo retirarse
Es digno de sentirse y de llorarse.

Don Tadeo le quitó el carbón a Jacobo y escribió la siguiente




Quintilla


   Yace aquí mi buen amigo
Que me calumnió imprudente.
Fui de su virtud testigo,
Él me socorrió clemente,
Y hoy su memoria bendigo.

Se le rodaban las lágrimas al maestro Andrés al leer los elogios de su amo, y el padre Pelayo, conociendo cuanto debía de amarlo, por ver lo que producía le dio el carbón y, por   —220→   más que el pobre se excusaba de recibirlo, nos rodeamos de él instándole a que escribiera alguna cosita. Ello nos costó trabajo persuadirlo, pero por fin, hostigado con nuestras súplicas, cogió el tosco pincel y escribió esta




Décima


   Me enseñó a rasurar perros
Este mi amo, a sacar muelas
A las malditas agüelas,
Y cuatrocientos mil yerros.
    Pero no tendrá cencerros
De escrúpulos el mortorio,
Porque también es notorio
Que me enseñó buenas cosas,
Y tendrá palmas gloriosas
Al salir del purgatorio.

Celebramos como era justo la décima del buen Andrés, y seguí yo a escribir mi copla; pero antes de comenzar me dijo el padre clérigo: usted ha de escribir un soneto, pero no libre, sino con consonantes que finalicen en ente, ante, unto y anto. Eso es mucho pedir, padre capellán, le dije, sobre que me conozco chamboncísimo para esto de versos, ¿cómo quiere usted que haga un soneto? Y luego con consonantes forzados. Sin tantas fuerzas es la composición del soneto el castigo que Apolo envió a los poetas, según dijo Boileau, conque ¿qué será con los requisitos que usted pide? A más de que los acrósticos, laberintos, pies forzados, equívocos, retruécanos y semejantes chismes ya prescribieron, y con mil razones, y sólo han quedado para ejemplares de la barbaridad y jerigonza de los pasados siglos.

Todo eso está muy bien y es como usted lo dice, me contestó el padrecito, pero, como va usted a escribir esto entre amigos, en un campo santo, y no para lucir en ninguna academia, está usted autorizado para hacer lo que pueda y darnos gusto. Algo   —221→   hemos de hacer mientras que se acaba de colocar la piedra del sepulcro.

Pareciome impolítica porfiar, y así contra mi voluntad tomé el carbón y escribí este endemoniado




Soneto


   Por más que fuere el hombre delincuente,
Por más que esté de la virtud distante,
Por más malo que sea y extravagante,
Desesperar no debe neciamente.
    Si se convierte verdaderamente,
Si a Dios quiere seguir con fe constante,
Si su virtud no es falsa y vacilante,
Dios lo perdonará seguramente.
    Según esto es feliz nuestro difunto,
Pues, si en su mocedad delinquió tanto,
Después fue de virtudes un conjunto.
    Es verdad que pecó, mas con su llanto
Sus errores lavó de todo punto.
Fue pecador en vida y murió santo.

Alabaron mi verso como los demás, ya se ve, ¿qué cosa hay, por mala que sea, que no tenga algún admirador? Con decir que alabaron el verso de Andrés y la siguiente coplilla que le hicieron escribir al indio fiscal de San Agustín de las Cuevas, que para asistir al entierro de su amigo se vino a México luego que supo su muerte, se dijo todo.

La dicha copla, después de muchos comentos que sobre ella hicimos a causa de que estaba ininteligible por su maldita letra, sacamos en limpio que decía:


Con esta y no digo más:
Aquí murió señor don Pegros,
Que nos hizo mil favores,
So mercé no olvidaremos.

  —222→  

Ya no hubo quien quisiera escribir nada después que oyeron alabar la copla del indio, y así nos entretuvimos en copiar los versos con la ayuda de un lápiz que por fortuna se encontró en la bolsa don Tadeo.

Jamás esperaba yo que semejantes mamarrachos tuvieran la aceptación que lograron. De unas en otras se aumentaron tanto las copias que en el día pasan seguramente de trescientas las que hay en México y fuera de él19.

Acabaron de poner la piedra y, habiendo el padre Pelayo, y otros sacerdotes que fueron convidados, dicho los últimos responsos sobre el sepulcro, tomamos los coches y pasamos a dar el pésame y a cumplimentar a la señora viuda.

Todos los nueve días estuvo la casa mortuoria llena de los íntimos amigos del difunto, y entre éstos fueron muchos pobres decentes y abatidos, a quienes socorría en silencio.

Ignorábamos hasta entonces que diera tantas limosnas y tan bien distribuidas. En su testamento dejó un legado de dos mil pesos para que yo los repartiera a estos pobres según me pareciera y conforme a las sólitas que para el caso me daba en el comunicado respectivo, en el que constaban en una lista los nombres, casas, familias y estados de los dichos.

Cumplí este encargo con la exactitud que todos los suyos; continué visitando a la señora y sirviéndole en lo que he podido, advirtiendo siempre y aun admirando el juicio, la conducta, la economía y el arreglo con que se maneja en su casa; y así ha educado a sus hijos con tino tan feliz, que ellos seguramente honrarán la memoria de su padre y serán el consuelo de la madre.

Pasado algún tiempo, y ya más serena la señora, le pedí los cuadernos que escribió mi amigo, para corregirlos y anotarlos   —223→   conforme lo dejó encargado en su comunicado respectivo.

La señora me los dio y no me costó poco trabajo coordinarlos y corregirlos, según estaban de revueltos y mal escritos; pero por fin hice lo que pude, se los llevé y le pedí su permiso para darlos a la prensa.

No lo permita Dios, decía la señora muy escandalizada, ¿cómo había yo de permitir que salieran a la plaza las gracias de mi marido, ni que los maldicientes se entretuvieran a su costa, despedazando sus respetables huesos?

Nada de eso ha de haber, le contesté, gracias son en efecto las del difunto, pero gracias dignas de leerse y publicarse. Gracias son, pero de las muy raras, edificantes y divertidas. ¿Le parece a usted poca gracia ni muy común que en estos días haya quien conozca, confiese y deteste sus errores con tanta humildad y sencillez como mi compadre? No, señora, esto es muy admirable, y me atrevo a decir que inimitable. Hoy el que hace más se contenta con conocer sus defectos, pero en esto de confesarlos no se piensa; y aun son muy raros estos conocimientos, lo común es cegarnos nuestro amor propio y obstinarnos en solapar nuestros vicios, ocultarlos con hipocresía y tal vez pretender que pasen por virtudes.

Es verdad que don Pedro escribió sus cuadernos con el designio de que sólo sus hijos los leyeran; pero por fortuna éstos son los que menos necesitan su lectura, porque, sobre los buenos y sólidos fundamentos que puso mi compadre para levantar el edificio de su educación política y cristiana, tienen una madre capaz de acabar de formarles bien el espíritu, de lo que ciertamente no se descuidará.

En México, señora, y en todo el mundo hay una porción de Periquillos, a quienes puede ser más útil esta leyenda por la doctrina y la moral que encierra.

Mi compadre manifiesta sus crímenes sin rebozo, pero no lisonjeándose de ellos, sino reprendiéndose por haberlos cometido.   —224→   Pinta el delito, pero siempre acompañado del castigo, para que produzca el escarmiento como fruto.

Del mismo modo refiere las buenas acciones, alabándolas para excitar a la imitación de las virtudes. Cuando refiere las que él hizo, lo hace sobre la marcha y sin afectar humildad ni soberbia.

Escribió su vida en un estilo ni rastrero ni hinchado, huye de hacer del sabio, usa un estilo casero y familiar, que es el que usamos todos comúnmente, y con el que nos entendemos y damos a entender con más facilidad.

Con este estudio no omite muchas veces valerse de los dicharachos y refranes del vulgo, porque su fin fue escribir para todos. Asimismo suele usar de la chanza, tal cual vez, para no hacer su obra demasiado seria, y por esta razón fastidiosa.

Bien conocía su esposo de usted el carácter de los hombres; sabía que lo serio les cansa, y que un libro de esta clase, por bueno que sea, en tratando sobre asuntos morales, tiene por lo regular pocos lectores, cuando, por el contrario, le sobran a un escrito por el estilo del suyo.

Un libro de éstos lo manosea con gusto el niño travieso, el joven disipado, la señorita modista y aun el pícaro y tuno descarado. Cuando estos individuos lo leen, lo menos en que piensan es sacar fruto de su lectura. Lo abren por curiosidad y lo leen con gusto, creyendo que sólo van a divertirse con los dichos y cuentecillos, y que éste fue el único objeto que se propuso su autor al escribirlo; pero, cuando menos piensan, ya han bebido una porción de máximas morales, que jamás hubieran leído escritas en un estilo serio y sentencioso. Estos libros son como las píldoras, que se doran por encima para que se haga más pasadera la triaca saludable que contienen.

Como ninguno cree que tales libros hablan con él determinadamente, lee con gusto lo picante de la sátira y aun le acomoda originales que conoce, y en los que el autor no pensó; pero, después que vuelve en sí del éxtasis delicioso de la diversión   —225→   y reflexiona con seriedad que él es uno de los comprendidos en aquella crítica, lejos de incomodarse, procura tener presente la lección y se aprovecha de ella alguna vez.

Los libros morales es cierto que enseñan, pero sólo por los oídos, y por eso se olvidan sus lecciones fácilmente. Éstos instruyen por los oídos y por los ojos. Pintan al hombre como él es, y pintan los estragos del vicio y los premios de la virtud en acaecimientos que todos los días suceden. Cuando leemos estos hechos nos parece que los estamos mirando, los retenemos en la memoria, los contamos a los amigos, citamos a los sujetos cuando se ofrece, nos acordamos de éste o del otro individuo de la historia luego que vemos a otro que se parece, y de consiguiente nos podemos aprovechar de la instrucción que nos ministró la anécdota. Conque vea usted, señora, si será justo dejar sepultado en el olvido el trabajo de su esposo cuando puede ser útil de algún modo.

Yo no elogio la obra por su estilo ni por su método. Digo lo que puede ser, no lo que es en efecto. Mucho menos digo esto por adular a usted. Sé que su esposo era hombre y, siéndolo, nada podía hacer con entera perfección. Esto sería un milagro.

La obrita tendrá muchos defectos, pero éstos no quitarán el mérito que en sí tienen las máximas morales que incluye, porque la verdad es verdad, dígala quien la diga, y dígala en el estilo que quisiere, y mucho menos se podrán tildar las rectas intenciones de su esposo, que fueron sacar triaca del veneno de sus extravíos, siendo útil de algún modo a sus hijos y a cuantos leyeran su vida, manifestándoles los daños que se deben esperar del vicio, y la paz interior y aun felicidad temporal que es consiguiente a la virtud.

Pues, si a usted le parece, me dijo la señora, que puede ser útil esta obrita, publíquela y haga con ella lo que quiera.

Satisfechos mis deseos con esta licencia, traté de darla a luz sin perder tiempo. ¡Ojalá el éxito corresponda a las laudables intenciones del autor.




 
 
FIN
 
 


  —226→  


ArribaPequeño vocabulario

De las voces provinciales de origen mexicano usadas en esta obra, a más de las anotadas en sus respectivos lugares


A

Acocote: de Acocotli, guaje o calabazo prolongado de que usan los indios para extraer el aguamiel de los magueyes ya raspados.

Ahuizote: de Ahuizotl, cierto animalejo de agua como perrillo. Animal de mal agüero. Véase la nota de la página 59 del tomo 1.º.

Amilpa: Véase Milpa.

Atole: Bebida y alimento regional muy sano y de fácil digestión, resultado de varias operaciones que se hacen con el maíz, de cuya pepita interior es una legítima horchata.

Axcan: adverbio. Ahora. Así, eso es, así es.

C

Cacaxcle: de Cacaxtli. Véase la nota de la página 60 del tomo 3.º.

Cajete: Vasija de barro poroso y sin barniz en que solía darse el pulque en las pulquerías a los que lo bebían allí mismo, y un ella adquiría cierto saborcillo agradable. Hoy se le han sustituido los vasos comunes.

Chambón: Parece que es corrupción de Chanflón. Adjetivo. Hombre de pocos conocimientos o de poca destreza en su oficio o ejercicio.

Chichi, Chichigua: Ama de leche, nodriza. Derivado de Chichitl en la acepción de bofes, porque también significa saliva. De esta misma voz se derivan: Chichini, el que mama; Chichinipul, mamón; Chichinalaapilol, tetona o mujer de grandes tetas; Chichinalayoatl, suero; Chichinalayotl, leche; y Chichinalli, teta.

Chilaquil: Tortilla en caldo de chile y, por analogía, sombrero   —227→   descompuesto o desarmado de modo que las faldas estén caídas o arrugadas.

Chile: De Chilli, ají o pimiento de América.

Chinguirito: Véase la nota de la página 89 del tomo 2.º.

Chiquihuite: De Chiquiuitl, cesto o canasta.

Cisca: Color encendido del rostro por la vergüenza.

Ciscarse: Verbo recíproco. Avergonzarse, ponerse colorado de vergüenza.

Clemole: Véase Tlemole.

Cuate: Véase Mellizo. Gemelo.

Cucharero: Adjetivo. Ladrón ratero.

G

Guaje o Huaje: Calabazo. Como adjetivo se aplica al hombre bobo, distraído y poco reflexivo.

Guajolote: Pavo americano. También se aplica como adjetivo al hombre torpe en sus acciones y movimientos, distraído y poco reflexivo.

Guaracha, Guarache: Cacle o sandalia.

I

Itacate: De Ytacatl. Véase la nota de la página 159 del tomo 1.º.

J

Jacal: De Xacalli. Choza, bohío o casa de paja, cañaveral o carrizo.

Jauja: Véase la nota de la página 46 del tomo 4.º.

Jícara o Xícara: Vasija formada del fondo de un guaje o calabazo. Están comúnmente barnizadas y pintadas al estilo de China.

Jonuco: Rincón o cobacha pequeña, húmeda y obscura.

M

Macuache: Indio bozal o semibárbaro. Suele también llamársele Bacuache o Pacuache.

Manga, Mangas: Manta grande, sin esquinas y redondeada en los dos extremos, con una abertura en el centro por donde se mete la cabeza. Se hacen de paño o de lana tejida en cordoncillo. Se forran de indiana u otro género de algodón y se adorna la abertura del medio con terciopelo   —228→   de color obscuro y flecos de seda, o con galones y flecos de plata u oro, cuyo adorno llaman dragona.

Mecapal: De Mecapalli. Cordel con su frentero de piel curtida para llevar carga a cuestas.

Mecate: De Mecatl. Cordel o soga.

Meco: Indio bárbaro o salvaje, se les dice comúnmente a los que no lo son, por apodo.

Metate: De Metlatl. Piedra lisa con tres pies donde las mujeres, hincadas de rodillas, muelen el maíz.

Metlapil: De Metlapilli. Mano o moledor de piedra, cuya forma es parecida a un huso, que sirve para moler el maíz en el metate.

Milpa: De Milli. Heredad. Solar o pedazo de tierra en que siembran los indios maíz y otras semillas. Del mismo nombre se derivan: Milpanecatl, labrador o aldeano, y Miltpantli, linde entre heredades de muchos.

Molcajete: Vasija de barro vidriado con tres pies pequeños, y áspero por dentro, que sirve de mortero o molino de mano. También se hacen de piedra compacta.

Mole: Véase Tlemole.

Mulato: El que nace de español y negra, o viceversa, así como se llama Mestizo el que nace de español e india o de indio y española, y Lobo de negro e india o de indio y negra.

N

Nene: De Nenetl, que en mexicano significa la natura de la mujer y los monos o muñecos con que juegan los niños. Se aplica a toda clase de juguetes y, por desprecio, al hombre desmedrado o cobarde.

P

Petate: De Petlatl. Estera.

Picha: Véase la nota de la página 136 del 2.º tomo.

Pichancha: Cubeta de cuero o de madera de que hacen uso los tocineros para echar lejía o agua en las pailas donde se fabrica el jabón.

Pichicuaraca: Se usa familiarmente para designar la amiga con que se vive en ilícita mancebía.

Pilguanejo: De Pilhua, que en mexicano significa la persona que tiene hijos y, usando de esta voz los indios recién conquistados   —229→   para designar al fraile que los tenía a su cargo, se han llamado Pilguanejos los mozos de los frailes.

Pilón: Antiguamente se fabricaban unos panecitos o piloncillos de azúcar de la misma forma que los grandes, y se daba uno al que en las tiendas de pulpería, o cacahuaterías, como se llamaban entonces, en las velerías y otras casas de comercio, compraba medio real de alguna cosa.

Después se generalizó más el nombre, llamándose pilón todo lo que se daba gratis, o como ganancia o premio al que compraba medio de cualquiera cosa.

Mas posteriormente se le dio al pilón un valor fijo, dividiéndose el real en dos medios, cuatro cuartillas y ocho tlacos, cada tlaco en dos mitades y cada mitad en dos pilones, equivaliendo cada uno a seis cacaos, pues con éstos se suplía en el menudeo la falta de moneda de cobre.

En estos últimos tiempos se le dio otro valor acuñándose monedas pequeñas de cobre por mitad de un tlaco u octavo, y se han llamado generalmente pilones; pero, amortizado el cobre viejo, en la nueva acuñación no se han fabricado monedas de este valor.

R

Rancho: Cortijo dependiente o separado de alguna hacienda de labor, o el lugar donde forman sus chozas los labradores para descansar en la noche, cuando queda a mucha distancia su pueblo.

Ranchero: El que habita en estas chozas.

S

Sarape: Especie de frazada tejida en cordoncillo y cargada de colores vivos, con abertura en el centro para meter la cabeza.

Socucho o Sucucho: Pieza larga y muy angosta que, no pudiendo habitarse por no prestar comodidad para amueblarse convenientemente, sólo sirve como de bodega o prisión provisional.

Sombrero de petate: Se llama así el construido de paja o palma, principalmente el ordinario que usan los indios.

T

Tajamanil: Véase Tejamanil.

Tapextle: De Tlapextli. Camilla portátil, hecha de varas, para conducir enfermos, piezas grandes de loza, etc.

Tecolote: De Tecolotl. Búho.

  —230→  

Tejamanil: Tira delgada de madera como de una vara de largo y una sesma de ancho que, colocado de modo que un extremo quede debajo de otra tira, suple la teja de barro, y de este modo se forman los tejados de madera.

Tejolote: De Texolotl. Mano de piedra para moler en el molcajete.

Tencuas: Labios desbordados o bordes lastimados. Metafóricamente se dice en mexicano Tencuauitl, hombre de mala boca. Se llaman Tencuas comúnmente los que nacen con un labio roto o los que han quedado así por alguna herida o golpe.

Tepalcate: De Tepalcatl, tiesto o pedazo roto de vasijas de barro.

Tepehuaje: Madera compacta y dura del árbol así llamado.

Tianguis: Feria o día destinado en cada pueblo o lugar corto para la venta y compra de lo que se lleva de otras partes para su abastecimiento y consumo.

Tilichis: Véase la nota de la página 140 del tomo 2.º.

Tlecuil: De Tlecuilli. Hogar u hornilla formada con tres piedras sobre las que se coloca el comal para las tortillas o la olla para guisar la comida. En el espacio que dejan las piedras se acomoda la leña o el carbón.

Tlemole: Guiso hecho con chile colorado molido, tomates y especias.

Tompiate: Especie de banasto formado y tejido con palma en vez de mimbre.

Topil: De Topile. Alguacil. Topilli, bordón, asta de lanza o vara de justicia.

Z

Zopilote: De Zopilotl. Especie de aura o buitre.

Zarazón: Se dice de los frutos y granos cuando empiezan a madurar o llenar, y metafóricamente se aplica a los bebedores cuando empiezan a emborracharse.