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Capítulo XVII

En vísperas de la batalla



    «Por qué, pues, siento retemblar el suelo,
al eco de la guerra;
y en cambio de la oliva y los laureles,
de los suaves cantares
de ciudadanos fieles;
escucho de aguerridos batallones,
los belicosos sones;
y miro sólo sables, bayonetas.»


(M. BLANCO CUARTIN.)                


Las cuatro de la mañana serían, del 10 de diciembre de 1829, cuando se deshizo aquel conciliábulo que no sirvió para otra cosa sino para hacer perder a los liberales toda esperanza de honrosa conciliación. En ese mismo día leíase por las calles de la ciudad, en una hoja suelta firmada por el general Lastra, lo siguiente:

  -90-  

«¡Pueblos de Chile! ¡Hombres imparciales que no estáis afectados de intereses particulares! ¡Habitantes inocentes de la campana que vais a ser la víctima de la más injusta guerra! Pronunciad vuestro juicio sobre el cuadro que os presento de mi conducta y la del gobierno supremo. Comparadla y examinadla detenidamente. El general Prieto no quiere la paz, que le ha sido propuesta infinitas veces. Tampoco quiere decidir las cuestiones en una batalla que le ha sido presentada. Preguntadle qué quiere, y a qué viene. Él ha hecho sus proposiciones y le han sido admitidas, buscando luego pretestos para eludir una paz acordada casi, y que según los comisionados estaba en sus intereses. Él pretende que los tratados sean ratificados por mí sólo, por el general de un ejército, y en el término preciso de dos horas para que no pueda dar cuenta al gobierno que reconocemos, y contraviniendo expresamente la constitución en el artículo 83 del capítulo 7.° sobre las atribuciones del poder ejecutivo. Pretende que un general de una República constituida suscriba a la renuncia de su presidente, que sólo puede ser voluntaria, y que sin embargo se le ha prometido a su nombre; que suscriba a la reunión del senado para hacer la elección de un nuevo presidente, facultad que sólo al gobierno le está reservada en casos extraordinarios según esa misma constitución que ha tomado por pretesto. No hay ya medios que proponerle para el restablecimiento de la paz que él mismo ha perturbado. Ya no queda otro recurso que el de la fuerza, y tal vez será preciso emplearla contra los sentimientos de mi corazón. ¡Él responderá a vosotros de los males que origina a la nación! -Cuartel general en la cañada de Santiago, diciembre 8 de 1829.»

FRANCISCO DE LA LASTRA.»

La proclama de Lastra decía la verdad. Prieto atrincherado en su cuartel de Ochagavía parecía no estar dispuesto a trabar el combate a que el jefe constitucional lo desafiaba. Los hechos prueban que no eran ni el horror al derramamiento de sangre, ni el amor a la tranquilidad pública, los motivos de aquella inacción del ejército reaccionario. Después de haberse negado obstinadamente a todo medio de conciliación, se empeñaba Prieto en ahondar más y más   -91-   el abismo que separaba a los dos partidos, haciendo que sus soldados saqueasen algunas casas de sus enemigos políticos, después de haber robado los animales de sus potreros. Mientras los pelucones eran no solamente respetados sino ocupados en los destinos públicos por el gobierno, los pipiolos se veían diariamente espuestos a sufrir los efectos de la rabia reaccionaria que no despreciaba jamás la ocasión de hacer una presa. Los vecinos de los alrededores de Santiago que algo tenían que temer a este respecto se refugiaron dentro de la ciudad; mas no por esto encontraron allí la seguridad que buscaban, pues la ciudad misma fue varias veces invadida por los soldados enemigos, sin otro resultado práctico que aumentar la consternación y el terror de los pacíficos habitantes.

La ciudad estaba poco menos que indefensa. Custodiaban su interior unas tres compañías de infantería, la mayor parte reclutas al mando de un teniente. Toda la fuerza constitucional se encontraba en el campamento de Lastra, situado en los terrenos que se extendían al poniente de la Alameda. La ciudad no tenía nada que temer por ese viento; pero no sucedía así respecto de los otros costados, pues los revolucionarios, cuyo cuartel de Ochagavía estaba situado unas dos millas hacia el sudoeste, podían, haciendo un rodeo, atacar la ciudad por el sur y por el oriente.

Las fuerzas de Lastra, compuestas de poco más de mil infantes y de sólo cien hombres de caballería, eran insuficientes para rodear a Santiago de una línea de defensa. Prieto tenía mil doscientos hombres de infantería y seiscientos de caballería, lo que le proporcionaba una verdadera ventaja sobre el ejército constitucional, especialmente para las escaramuzas que tuvieron lugar entre los dos ejércitos, y muy principalmente para alarmar y afligir a los consternados habitantes de la capital espuesta, hora por hora, a aquellos salvajes malones que en nada podían aprovechar al ejército pelucón. La ciudad, pues, vivía temblando como si a sus puertas hubiese las amenazadoras tribus de Arauco para las cuales el arte de la guerra consiste en hacer todo el daño posible, por innecesario que sea; y no parece sino que un ejército que pretendía ser protector de los intereses del pueblo, creyese cumplir con su misión, haciéndole la guerra al pueblo indefenso. Pero era menester que ese ejército obrase siempre en conformidad con sus antecedentes: una traición lo había formado, volviendo contra la patria las armas que ésta había puesto en sus manos para su defensa. Traiciones, mentiras y calumnias lo habían sostenido y hecho llegar hasta las   -92-   puertas de Santiago: así pues, era lógico que siguiese marchando por el camino de las mentiras y traiciones; que se titulase defensor del pueblo, cuando venía a hacerle la guerra al pueblo; y que se apellidase libertador, cuando venía a hundir a los pueblos en la esclavitud; que se llamase defensor de la Constitución, cuando venía a echar por tierra esa misma Constitución arrancando de raíz nuestras nacientes instituciones liberales.

La plaza de Armas era el centro a donde concurrían los habitantes, ya buscando noticias de lo que diariamente pasaba, ya creyendo encontrar allí un asilo contra los insultos salvajes de un enemigo que nada sabía respetar.

Los dos principales puntos de reunión eran los conocidos Cafés de la Nación y de Hevia. En el primero se reunían comúnmente los pipiolos, mientras que el Café de Hevia, célebre por la abundancia de los comestibles, así como la riqueza de su vajilla de plata, servía de punto de cita a los pelucones. Sin embargo, había en uno y otro café cuartos que podemos llamar neutrales, en atención a que se veían indistintamente llenos de pelucones y pipiolos en torno de las mesas de malilla y de monte, las que no sólo tienen el poder de enemistar a los amigos sino que poseen también la virtud de unir, siquiera por un momento, hasta a los enemigos políticos.

Una de estas piezas neutrales, en el Café de Hevia, se encontraba, en la noche del 12 de octubre, llena de individuos que jugaban, bebían o charlaban. La voz de don Catalino Gacetilla sobresalía por encima de las demás, así como se veía descollar la talla de don Pablo Motiloni sobre las cabezas de todos.

En los cuartos vecinos, otros grupos se quejaban en voz baja de la conducta del ejército revolucionario. Como las quejas se remojaban con ponche en leche, los dolientes iban alzando la voz poco a poco, con tanta mayor razón cuanto mayor era la concordancia de opiniones a este respecto.

Las quejas prosiguieron; y aunque algunos pelucones o apeluconados trataron de acallarlas, nadie pudo hacer callar a don Catalino, el cual hablaba como si recientemente le hubieran dado cuerda.

-¿No es cierto, pues, amigo Motiloni -decía- que esto ya pasa de raya? Si Prieto ha venido a pelear y quiere guerra, ¿por qué no le presenta el cuerpo a Lastra? ¡Pero no, señor! Ahí está metido en su cueva de Ochagavía como zorro que oye ladrar a los perros y sólo sabe venir de vez en cuando a cazar gallinas aquí a la ciudad.   -93-   Dígolo porque él parece mirar a nuestra capital como a un gallinero abierto, ¡según es la poca cortesía con que nos trata!

-Al cabo había de hablar en razón este Gacetilla -dijo uno.

Motiloni miró de reojo al que había hablado, y parecía querer contestar, cuando viendo que una gran parte de los circunstantes dio muestras de aprobación, tomó el partido de callarse. Gacetilla, alentado por la aprobación general, o tal vez animado por los vapores del ponche, continuó:

-Porque, una de dos: o quiere la guerra, o desea la paz. Si quiere la guerra ¿por qué no se la hace luego al gobierno para que los hombres honrados y pacíficos sepamos pronto a qué atenernos? ¿Ha venido por acaso el señor General Libertador y Protector de los pueblos a hacerle la guerra al pueblo de Santiago? Muchas gracias, señor general, por esa protección que nos tiene aquí como en capilla y con el credo en la boca. ¡Ah! si yo me metiera en estos asuntos, quiero decir, si yo fuera el general...

-El orador se paró de repente al oír un ruido de caballos en la plaza.

-¿Qué haría usted si fuera el general? -le preguntó Motiloni, sonriendo.

-¡Oiga usted, don Pablo! -exclamó Gacetilla asustado- ¿Quién sabe si son de la caballería de Prieto?

-Así parece -respondió otro, poniendo el oído.

El ruido creció de repente, y luego se dejaron sentir algunos tiros que metieron la alarma en el café. Unos salieron a la calle y otros quisieron atrancar las puertas, mas no pudieron conseguirlo porque en aquel mismo instante entró al patio una partida de más de diez hombres.

Al oír esto, Gacetilla exclamó:

-¡Invasión tenemos! ¡No hay que tener miedo! Vámonos al último patio. Yo sé el camino, ¡síganme! ¡No hay que turbarse! -gritaba- ¡Al último patio!

-¡Pero, hombre! -volvió a preguntarle don Pablo, sujetándolo de un brazo-, ¿qué haría usted si fuera el general?

-Después se lo diré, mi don Pablo. Por ahora, ¡importa correr pronto! ¿Qué es lo que sucede, amigo? -preguntó al primero que encontró en el corredor.

-Que Baquedano acaba de invadir la plaza con más de cien jinetes y se está tiroteando con el teniente Banderas -respondió el otro.

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Don Catalino no oyó el resto porque echó a correr hacia el interior de la casa. Pero viendo que el comedor (por el cual tenía que pasar para llegar a los otros patios) estaba lleno de los asaltantes, volvió atrás seguido de los que lo acompañaban, en lo cual hicieron muy bien, pues la catadura de los que habían asaltado el comedor no era para inspirar confianza. Mientras unos recogían los objetos del servicio que había sobre la mesa, otros forzaban la cerradura de un gran escaparate que había en el testero de la pieza.

-¡Manuel Barragán! -gritaba Miguel Turra, forcejando con la gruesa puerta de roble y con el cerrojo del escaparate- ¡Tráeme tu catana que la mía se ha quebrado en esta chapa de todos los diablos! ¡Déjate de arrollar manteles, hombre de Dios! Ésos no son más que trapos. Aquí están las cucharas y platos de plata, ¡que es lo que importa! ¡Pégale, Chato, por ese lado!

-¡Ya está!

-¡Ya se abrió!

-¡Esto sí que vale la pena de trabajar para agarrarlo! -exclamó Turra, mirando con satisfacción la brillante vajilla.

Y mientras cada cual agarraba lo que mejor le parecía, el bandido decía riendo:

-¡Eso es, hijos míos! Hagamos la obra de caridad de quitar de aquí esta maldita plata, que según dice el cura de la Estampa, es la causa de las riñas y de las disputas.

-Busquemos bien -decía Barragán-. ¡Que no quede nada!

-¡Sí!, ¡sí! -agregaba otro-. ¡Hagamos la obra de caridad por completo!

En tanto que los bandidos se burlaban de las mismas personas a quienes estaban despojando, el hotelero había salido a pedir auxilio. Algunos parroquianos habían abandonado el café; otros se habían ocultado en los cuartos, y más de uno de los criados ayudaban a los salteadores en su caritativa tarea.



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Capítulo XVIII

Don Catalino visita, sin quererlo, el campamento enemigo


«En América no han faltado caudillos que, levantando la voz hayan dicho ¡queremos el bien de los pueblos! Con este pretesto han reunido prosélitos; y por más que no se les haya admitido su bien, ellos han dicho ¡aquí lo tenéis! y para darlo les ha sido necesario regar con sangre infructuosa el suelo de los países que elegían por campo de sus especulaciones ambiciosas.»


(J. VILLARINO, Revoluciones en América. Pág. 1281.)                


Don Catalino y sus medrosos compañeros habían corrido hacia la plaza, y huyendo de un peligro dieron con otro no menor, pues la plaza era el teatro de una verdadera refriega entre la caballería   -96-   del coronel Baquedano y la infantería inesperta del teniente Banderas que custodiaba la ciudad.

No viendo Gacetilla abierta otra puerta que la del Café de la Nación, corrió allí con dos o tres de los fugitivos.

-¡Amigos míos! -exclamó al entrar-. ¿Hasta cuándo se abusará de la paciencia de esta canonizable ciudad? ¡Ya no es vida la que este Prieto nos hace pasar!

-¿De dónde vienes? -le preguntó un amigo.

-Del Café de Hevia en donde he dejado una partida de pelucones araucanos que han ido allí a dar un malon por encargo, sin duda, de su digno jefe el Libertador, el Protector de los pueblos de Chile, el Defensor de nuestra Constitución...

-¡Calla la boca, por Dios! -le dijo uno de los más prudentes-. ¿No ves que pueden oírte?

-¡Qué me calle la boca! -interrumpió el sempiterno hablador-, ¡cuando vengo respirando venganza! ¡Si tú hubieras pasado por lo que yo acabo de pasar!

-¡Ah!, entonces ¿tuviste que sufrir algo de parte de los asaltantes?

-¡He sufrido el mayor de los miedos! ¡Y luego quieres que calle!... ¡Ah, esos vándalos me la pagarán!

-Entonces, baja un poco la voz.

-¡No!, ¡no! Digo y diré en alta voz que el general Prieto tiene una manera rara de proteger a los pueblos enviándonos sus soldados al mando de un caball...

-¿Quién dice que mi coronel es un caballo? -interrumpió un soldado entrando-. ¡Ah!, ¿es usted? -prosiguió, echándose sobre don Catalino, quien más muerto que vivo, decía:

-¡Yo, señor mío! ¡Yo he dicho tal cosa!

-¡Sí, usted! -contestó el soldado, arrastrando hacia afuera a Gacetilla.

-A este Catalino lo ha de perder su lengua -decían los que quedaron en la pieza.

Don Catalino al verse arrastrado sin consideración alguna, protestaba, diciendo:

-Oiga usted, señor soldado, señor sargento, señor... ¿cuál es su graduación? ¡Oiga usted, por el amor de Dios! Usted se ha equivocado porque no me dejó concluir. Yo iba a decir que el señor Baquedano era un caballero.

-¡Ésa no cuela! -dijo el soldado.

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-Es como se lo digo -repuso Gacetilla-. Yo iba a decir que era un caballero; pero cortándome la palabra en la mitad, le ha parecido a usted que yo... ¡Señor don Pablo! -gritó divisando a Motiloni, que a cuarenta, pasos de distancia conversaba en la plaza con un hombre de a caballo-, ¡amigo don Pablo! ¡Venga usted a socorrerme!

Pero Motiloni no contestó, e internándose en los grupos que pululaban por la plaza, se perdió de vista.

El combate había cesado y los asaltantes se habían retirado llevándose consigo algunas armas. El mismo Bandera, hombre de una talla extraordinaria y de fuerzas hercúleas, habiendo querido echarse sobre Baquedano para luchar cuerpo a cuerpo con el jefe enemigo, logró desarmar a dos de los soldados que rodeaban al coronel, arrojando caballo abajo a uno de los oficiales. Pero rendido al fin de fatiga y acosado por el número, tuvo que entregarse prisionero, y, en calidad de tal, fue conducido al campamento enemigo.

Como dejamos dicho, la vanguardia de los vencedores había partido con dirección a la Cañada, llevándose el botín de la victoria. Luego siguió el grueso del cuerpo, en grupos más o menos desordenados, llenando de terror a los vecinos con sus gritos descompasados y los groseros insultos que lanzaban al pasar por enfrente de las casas tenidas por pipiolas.

Sólo quedaba en la ciudad la parte más indisciplinada de la retaguardia, compuesta de soldados de línea desbandados, de guasos acompañantes y de bandidos de la Partida del Alba. Uno de dichos soldados era el que había tomado preso a Gacetilla, y ya iba a soltarlo, no se sabe si por haber quedado satisfecho con las explicaciones de don Catalino, o porque deseaba reunirse cuanto antes con sus compañeros, cuando se le acercó el hombre que poco rato antes había hablado con Motiloni, y le dijo:

-No suelte a ese caballero, amigo, ¡porque es una buena presa!

-¿Y quién es usted? -preguntó el soldado, tomando la rienda de su caballo que otro soldado le tenía.

-Soy Manuel Barragán -respondió el interpelado-, y yo le aseguro como que me he de morir, que este caballero Gacetilla es una buena alhaja.

-¿Me conoce usted, señor mío? -preguntó don Catalino.

-Sí, señor -respondió Barragán-, y sé además que usted es uno de los que más hablan contra nuestro ejército.

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-¿Yo hablar contra el gran ejército restaurador de nuestras libertades?...

-Sí, mi señor, y contra nuestro general.

-¡Ah!, señor de Barraganes, o como es su gracia, usted se equivoca al creer que yo puedo motejar en una tilde al defensor de nuestra Constitución. Yo siempre he dicho y sostendré que ni el mismo Bolívar merece tan bien el nombre de gran Libertador como el benemérito en grado eminente, general de división, don Joaquín Prieto.

-Y no sólo habla mal de nuestro general -agregó el soldado que aún tenía de la mano a don Catalino-, sino que acaba de decir que nuestro coronel Baquedano es un caballo.

-¡Ah!, ¿conque eso ha dicho? -preguntó Barragán.

-Entonces no hay que soltarlo -dijeron cuatro o seis compañeros de éste.

-¡Ah! -exclamó Gacetilla-, ¡cuánto no es lo que las gentes se equivocan en tiempo de revueltas! ¡Yo no he dicho tal cosa!

-¡Sí, lo ha dicho! -replicó Barragán-, y estoy pronto a jurar que lo he oído.

-Yo también lo he oído con estas orejas que se ha de comer la tierra -agregó otro que venía llegando.

-¡Y nosotros juramos lo mesmo! -exclamaron ocho o diez más.

-Pues entonces, ¡al caballo con él! -ordenó Barragán-. Allá contestará al señor general.

-¡Por los clavos de Cristo! -interrumpió Gacetilla, viendo que los bandidos se disponían a ponerlo a la grupa de un soldado-. ¡No me pierdan! Miren que soy un honrado padre de familia, cargado de hijos, con la pobre mujer enferma, y además mi suegra...

Por este estilo prosiguió don Catalino enumerando los motivos para que se le diera libertad, mientras los bandidos lo montaban en ancas, atándole los pies por debajo de la barriga del caballo para que no tratase de escaparse.

-¡Ah! -murmuraba entre dientes el desolado prisionero-, ¡bien me decía el Ñato que mi lengua me había de perder! Si de esta escapo (que lo dudo) prometo mandarme hacer una buena mordaza y llevarla siempre en los bolsillos para cuando me venga la tentación de hablar a destiempo. Pero, señores -prosiguió en voz alta-, ¿cómo pueden ustedes figurarse que yo haya dicho que el coronel Baquedano es un caballo, cuando todo el mundo habla del esclarecido talento de este dignísimo jefe?... ¡Ah!, no me aprieten tanto, por Dios,   -99-   miren que soy un honrado padre de familia, un ciudadano pacífico que vive sin meterse en nada; un hombre, en fin, incapaz de desplegar sus labios...

El resto de la palabrería de don Catalino se perdió en el ruido que los caballos hicieron al partir a todo galope hacia el campamento.

Cuando éstos llegaron al cuartel general de Prieto, ya Baquedano había hecho desensillar a su tropa y puesto en su cuarto con centinela de vista al teniente Banderas. El coronel era de cortos alcances, y no pudo contener su cólera cuando supo que Gacetilla había dicho a gritos, en el Café de la Nación, que él era un caballo. Al momento mandó poner al pobre prisionero en cepo de campaña, ordenando que se le aplicase a la boca una mordaza para que no hablase. Así pasó el resto de la noche el desdichado parlanchín; por manera que cuando vino el día, se hallaba casi exánime de fatiga y de ganas de charlar. Quitáronle la mordaza y las ligaduras; y aunque apenas podía tenerse en pie, no por esto dejaba de hablar y jurar que su intención no había sido otra que decir caballero, y que su aparente culpabilidad nacía de haberle cortado la palabra en la boca. Pero viendo que más de diez hombres juraban por su parte haberle oído decir caballo, pensó defenderse de otro modo.

-¿Conque usted ha tenido la desvergüenza de decir que yo soy un caballo? -le preguntó Baquedano con airado ceño.

-No, señor -replicó Gacetilla con aplomo-. ¡Lo que he dicho es que usted es un buen caballo!

-¿Está usted loco? ¿Quiere que lo mande fusilar?

-¿Mandarme fusilar porque lo alabo a usted, señor Baquedano?

-¡Bonita la alabanza!

-¡Cuando debiera usted estimar el coraje que he necesitado para ensalzarlo a usted delante de sus propios enemigos!

-Buen modo de ensalzar tiene usted; mas le advierto que yo no entiendo de burlas.

-Ni yo me atrevería a burlarme de un jefe tan digno como el señor coronel que me hace el honor de escucharme. Pero le ruego que no me juzgue usted sin oírme. He dicho eso, pero es en sentido figurado. Usted no ignora lo que es un tropo.

-Tropa, querrá usted decir -interrumpió el coronel-. Hable usted claro si quiere que le entienda. ¿Pues no he de saber lo que es una tropa?

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-Demasiado bien sabe usted eso, señor coronel; pero yo no le hablo de tropas, sino de tropos.

-Y no me dirá usted, con mil diablos, ¿qué cosa es un tropo? -preguntó Baquedano mirando de hito en hito a Gacetilla.

-Es una figura de retórica, señor, que yo he empleado para...

-No le entiendo palabra -interrumpió el coronel ya amostazado-. Venga usted a explicarse ante nuestro general, que desea interrogarlo. Veremos si él entiende sus tropos y figuras.

-¡Pues no me ha de entender! -exclamó Gacetilla-, ¡cuando el señor general es de reconocida capacidad! Sí, señor -prosiguió-, ¡como que él ha sido capaz de comprender lo que muchos que se tienen por sabios no entienden, a saber: las violaciones de nuestra Constitución cometidas por los pipiolos, y la necesidad que el país tenía de que se nos libertara de los liberales!

En esto llegaron a la pieza, en donde el general Prieto estaba hablando con don Manuel Jifreno y don Rodrigo Aldeano.

-¡Oh! señor Aldeano, ¡señor Jifreno! -dijo Gacetilla en cuanto los vio-. Ruego a ustedes que intercedan ante el ilustrísimo general del ejército libertador de los pueblos, en favor de un honrado ciudadano que jamás le ha hecho mal a nadie...

-Y sin embargo -le interrumpió Prieto-, usted se ha atrevido a expresarse de una manera indecorosa en contra mía y de los jefes que me acompañan.

-Lo han engañado a Usía -respondió don Catalino-, y pongo por testigo al cielo de que jamás he dicho una palabra en contra del leal, del noble, del desinteresado general que, poniendo su invicta espada al servicio de la más justa de las causas, viene a vengar nuestra naciente Constitución. En ese sentido hablaba en el Café de la Nación cuando...

-Déjese de esas engañifas y farsas -interrumpió Baquedano-. Lo cierto es que usted ha dicho que yo soy...

-¿Un buen caballo? Así lo dije; pero fue en sentido figurado. Si esto merece castigo, también deberá castigárseme porque dije a gritos que el ilustre jefe del ejército del sur era la mejor espada de Chile. ¿Quiere por acaso decir esto que el invicto general que tiene la complacencia de escuchar mi defensa, sea un cuchillo de Chile, un pedazo de fierro, o cosa parecida? No, señor; ser una buena espada, un buen florete, es manejar diestro y valientemente estas armas. Así pues, al referirme al señor Baquedano, uno de los más apuestos jefes (sin agraviar a lo presente) de nuestras milicias   -101-   ecuestres, he podido decir con justicia que es un excelente caballo, en sentido figurado, se entiende.

Aldeano y Jifreno no pudieron contener la risa, y aún el mismo Prieto los acompañó en su hilaridad. Amostazado Baquedano, se acercó a don Rodrigo y le preguntó en voz baja, pero ruda:

-¿Qué significa esa risa, señor Aldeano?

-Que este hombre tiene razón -respondió don Rodrigo, tratando de cohonestar su proceder-. Si nos hemos reído -prosiguió- es por las circunstancias que él ha agregado.

-Por manera que esos tropos que él dice...

-Esos tropos, amigo mío, son figuras de retórica, es decir, maneras de hablar elegantemente, por las cuales no se debe entender las palabras como suenan.

-¡Ya, ya!

-¿No ha solido usted exclamar al hacer una chambonada en la malilla: ¡Soy un bruto! ¡Qué bestia soy!...?

-¡Muchas veces!

-Pues ahí tiene usted un tropo, puesto que nadie debe entender esas expresiones al pie de la letra; así como también, cuando de un hombre valiente dicen que es un tigre, un león; o de un cobarde, que es una gallina, etc.

-¡Acabáramos! -exclamó Baquedano-. Ahora sí que entiendo eso de los tropos; y muchas veces los he echado de a pares sin pensarlo yo mismo, como por ejemplo, anoche cuando vi pelear tan bien al teniente Banderas, eché un reniego y dije: ¡Me gusta este hombre! ¡Es como perro de bravo!

Mientras Aldeano daba lecciones de retórica al coronel, Prieto y Jifreno seguían interrogando a Gacetilla; y así por las contestaciones de éste como por el conocimiento que Jifreno tenía de su carácter, se encontró prudente y además muy político, el hacer sufrir al parlanchín un castigo correccional. Pero la fatal orden no alcanzó a darse, pues en aquel momento entró un oficial que, saludando militarmente a Prieto, le dijo:

-Señor general: uno de nuestros espías acaba de llegar de la ciudad trayendo esta carta.

Tomó Prieto la carta y leyó el sobre: «Al señor general Prieto, para entregar al señor Aldeano.»

-Veamos qué dice la epístola -dijo éste recibiendo el papel de piano de Prieto.

Rompió el sobre y leyó lo siguiente:

  -102-  

Estimado señor y amigo:

A estas horas debe encontrarse en ese campamento don Catalino Gacetilla, preso anoche en esta ciudad por un error de concepto. Don Catalino es amigo mío, y puedo asegurar a usted que en él tendremos siempre un ardiente partidario. Yo garantizo su conducta con mi propia persona; y en esta virtud, si de algo valen mis servicios a la justa causa, le ruego que interponga su influjo para con el señor general a fin de que ponga prontamente en libertad a este amigo. Lo saluda afectuosamente.

S. S. Q. B. S. M.

MOTILONI.

En otro pedazo de papel aparte, había una posdata que decía:

El parlanchín nos conviene aquí: necesitamos de hombres que hablen a nuestro favor; trátenlo bien y muéstrele usted la carta para que vea que me debe a mí su libertad, a fin de que se preste a mis indicaciones.

Leída esta posdata, Aldeano le mostró a Prieto todo lo escrito.

-Está bien -dijo el general a media voz-, haga usted lo que le parezca de ese hombre.

Aldeano se acercó entonces a Gacetilla y le dijo al oído:

-¡Sígame usted!

-Me van a mandar fusilar sin duda alguna -pensó en su interior don Catalino mientras salía detrás de don Rodrigo-. Por lo menos, son azotes o una carrera de baqueta. ¡Ah! yo me contentaría con veinticinco, con cincuenta... ¡Vaya, me contentaría con tres veces veinticinco azotes! ¡Pero carrera de baqueta!...

Llegados al corredor, le dijo Aldeano:

-Amigo mío: ¡se ha escapado usted de una y buena!

-¡Me he escapado, señor Aldeano! -exclamó Gacetilla-. ¿Es decir que estoy libre?

-Sí, lo está, merced a esta carta que acabo de recibir. Léala usted.

-¡Ah, es de mi amigo Motiloni! -dijo don Catalino al ver la firma.

-¡Mi digno amigo! Tiene muchísima razón: ¡siempre he sido partidario de la santa causa que ustedes defienden!

  -103-  

-Está bien -le dijo don Rodrigo-. Usted puede quedarse aquí o volverse a Santiago.

-Prefiero lo segundo, señor, porque deseo testificar mi reconocimiento a mi amigo don Pablo, y luego publicar a gritos la generosidad e hidalguía de nuestro general Prieto.

Un cuarto de hora después, nuestro incorregible hablador atravesaba el campamento, custodiado por cuatro soldados, los cuales haciendo un gran rodeo por el lado del oriente, lo llevaron hasta cerca del convento de San Francisco, desde donde se dirigió solo hacia la plaza, montado en el buen caballo que le habían proporcionado.

-¡Catalino! -exclamaron sus amigos al verlo entrar al Café de la Nación-. ¡Te creíamos muerto!

-¡Ah, mis amigos! -respondió Gacetilla-. ¡Yo mismo me palpo y me admiro de encontrarme sano y salvo!

-Pero ¿cómo has podido escapar?

-Y no solo he escapado sino que he salido ganando este magnífico caballo con su silla de granadero. Todo ello me cuesta algunas horas de cepo de campaña, fuera del miedo y del galope que me hicieron dar de aquí al campamento. ¡Qué galope aquél, amigos míos! ¡Iba ya como ánima que se lleva el diablo! ¡Y hubo momentos en que deseaba que se abriera la tierra y nos tragase a todos juntos! ¡Y luego la noche que pasé! ¡Ah, me río de los calabozos de la Inquisición!

-Pero cuéntanos cómo...

-¡Oh! ¡Es muy largo de contar, hombre! Por ahora no tengo tiempo sino para cumplir con los compromisos que he contraído.

-¿Qué compromiso es ése?

-El de alabar la hidalguía, grandeza, honradez y talentos del general Prieto. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! ¡Qué de cosas no le pasan a uno en las guerras!



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Capítulo XIX

La batalla


«Después de inútiles negociaciones de paz, durante las cuales las divisiones de Lastra y Prieto no dejaron de prepararse para el combate, ambas fuerzas vinieron a las manos, en el campo de Ochagavía donde la victoria se inclinó al ejército de los liberales.»


(R. SOTOMAYOR V, El Ministro Portales.)                


«En efecto, la victoria fue de la justicia.»


(F. BILBAO, Sociabilidad chilena III.)                


Los dos ejércitos vinieron por fin a las manos el día 14 de diciembre por la mañana, y el llano en donde se verificó esta acción (memorable bajo más de un concepto) es el mismo en donde hoy se halla el Campo de Marte. Las fuerzas liberales estaban acampadas al oeste de la línea que hoy recorre la calle del Dieciocho; y pocas cuadras hacia el sur se divisaba el campamento enemigo, cuya ventajosísima posición no quería abandonar.

El general Prieto había desarrollado su ejército formando un arco   -106-   abierto, cuya cuerda estaba en dirección de oriente a poniente, poco más o menos. La artillería ocupaba el punto medio de este arco, a cargo del sargento mayor don Justo Arteaga; la infantería, el estremo poniente, y la caballería al mando del coronel Bulnes formaba sus escuadrones en el estremo oriente. Esta posición, si bien no muy estratégica para el ataque, estaba admirablemente elegida para la defensa, porque la infantería con su flanco izquierdo apoyado en las casas de la chacra de Ochagavía que le servían de defensa por el poniente, tenía su flanco derecho protegido por la artillería, la cual era a su vez defendida por los escuadrones de Bulnes, que con toda facilidad podían atacar el flanco izquierdo del enemigo con sólo describir un pequeño arco de círculo en el campo parejo y sin estorbos que se extendía hacia el oriente. Por desgracia, el ejército constitucional carecía de esta arma, pues sólo contaba con cien carabineros y cincuenta húzares.

Para que el lector se haga cargo por completo de la topografía del campo, sólo nos falta decir que de las mencionadas casas de Ochagavía, partía hacia el norte la tapia de un potrero que completaba la defensa del flanco izquierdo de la infantería pelucona. Ésta tenía a su retaguardia una gran viña, y hacia el sudeste una serie de potreros cerrados con tapias de adobón.

Bien comprendía el general Lastra la dificultad del ataque; pero también veía la necesidad de atacar para dar término al estado de intranquilidad y zozobra que afligía día y noche a toda la población.

La acción comenzó por una pequeña escaramuza iniciada por el general de los liberales, la cual no podía tener otro objeto que llamar la atención del ejército reaccionario hacia su flanco derecho, a fin de comenzar el verdadero ataque contra la izquierda del enemigo, que, como queda dicho, era el lugar ocupado por la infantería de Prieto. El valiente coronel don Francisco Porras, con sólo setenta carabineros reclutas, se echó sobre la veterana y bien equipada caballería de Bulnes, hasta llegar a incorporarse con ella, y al mismo tiempo empezó a cruzar sus fuegos, la artillería de uno y otro bando. El ataque de Porras no podía llamarse una carga: sólo era un acto de arrojo en el cual los soldados patriotas se vieron envueltos por los escuadrones enemigos. Peleaban uno contra nueve: así es que el éxito no podía ser dudoso. Porras fue rechazado; y perseguido por cuatrocientos cazadores y granaderos, llegó a la alameda cerca del lugar en donde ahora se eleva la estatua de San Martín. Aquel sitio estaba lleno de hoyos, zanjas y matorrales que impedían   -107-   maniobrar rápidamente a una gran caballería; y tanto por esto como porque una buena parte del enemigo se había vuelto al lugar de la batalla, el jefe patriota hizo volver cara a su diminuta tropa. La lucha se trabó allí de nuevo, cuerpo a cuerpo, maniobrando al mismo tiempo con el sable, el machete y el puñal. La victoria estuvo indecisa un cuarto de hora, pero a ese tiempo se vio aparecer por el poniente una partida como de doscientos hombres que, a todo el correr de sus caballos, venía por el centro de la cañada gritando desaforadamente: ¡Mueran los pipiolos!... ¡Viva la religión!

Era la Partida del Alba entremezclada de jinetes de poncho y machete. Los liberales, viéndose atacados de frente y por su flanco derecho por fuerzas cuádruples, torcieron riendas sobre su izquierda, y echaron a correr por la Alameda hacia el oriente, perseguidos por la Partida del Alba, que venía de refresca, y por algunos soldados de los escuadrones enemigos, que prefirieron entremezclarse con los bandidos de don Alejo Calvo, antes que volver al campo de batalla con sus demás compañeros. Los perseguidos, entrando por varias bocacalles, atravesaron el centro de la ciudad y se dirigieron al puente de cal y canto, en donde no tuvieron que hacer resistencia sino a muy pocos de sus perseguidores, pues la mayor parte se había desbandado por las calles de la consternada ciudad, con el objeto de asaltar las casas de los pipiolos ricos. Porras entonces no pensó sino en volver con los pocos soldados que le quedaban al campo de batalla, en donde encontró la acción fuertemente empeñada.

Al mismo tiempo que los carabineros de Porras eran perseguidos, como acabamos de decir, el coronel Bulnes, describiendo un gran arco de círculo, se echó sobre la izquierda de los liberales, mientras el ala derecha y el centro contestaban los fuegos de la infantería y de los cañones enemigos. Bulnes fue rechazado dos veces; pero la ventajosa posición del ejército revolucionario lo hacía, como queda dicho, inatacable por su flanco izquierdo. Viendo Lastra que no podría avanzar sin grandes pérdidas, mientras la infantería de Prieto ocupase el ángulo formado por las líneas de las casas de Ochagavía y la tapia de la viña, antes mencionada, mandó que una compañía de cien hombres del Chacabuco, a las órdenes del arrojado teniente Concha, se fuese por entre las casas y el ejército enemigo hasta tomarle su retaguardia. La comisión era difícil y por demás peligrosa; pero también era digna del valiente joven a quien se la encargaba. Sin disparar un solo tiro, y recibiendo un nutrido fuego de fusilería, condujo Concha a sus soldados arrastrándose   -108-   por entre los matorrales como una culebra; hasta llegar a una distancia en que podían oír las palabras de los soldados enemigos. Éstos no podían creer en tanta audacia; y alzando sus fusiles, muchos de ellos gritaron:

-¡Son pasados!

-¡No tiren!

-¡Vienen pasados!

Concha y sus soldados pasaron, pero no a las filas enemigas, sino más allá de las filas; y con toda la ligereza que sus piernas le permitían, corrieron hacia la tapia de la viña y la salvaron bajo el fuego graneado del enemigo, que ya había comprendido el verdadero objeto de aquel atrevidísimo movimiento.

Entonces fue cuando el batallón Pudeto recibió la orden de avanzar rápidamente. El coronel Tupper iba a su cabeza, y llevaba de ayudante a Anselmo, quien poco antes quería morir peleando, pero ahora deseaba sobrevivir aun a la derrota misma. La infantería pelucona se vio, pues, entre los fuegos del Pudeto y de Concha que la acribillaba por la espalda, lo cual le hizo cambiar de posición hacia el sudeste, inutilizando su propia artillería.

A ese tiempo, la caballería de Bulnes había sido rechazada por tercera vez; y Lastra pudo marchar a paso de trote con el Concepción y el resto de Chacabuco hasta envolver por completo la infantería enemiga, a la cual le era imposible salvar la tapia de la viña, porque de cada parra salía un tiro. La caballería de los patriotas, que no había podido seguir en su rápida marcha a la infantería, se vio entonces amenazada de muerte por una cuarta carga de los escuadrones de Bulnes; y habría sucumbido irremediablemente, si a ese tiempo no hubiera llegado la mitad del batallón Pudeto a las órdenes del mayor Varela, que atacándola enérgicamente la puso en completo desorden. Porras, que en aquellos momentos entraba en el campo con poco más de la mitad de sus soldados, se unió a los húzares, mandados por el sargento mayor Jofré, y entre ambos dieron a la caballería enemiga (puesta en desorden por Varela) la última carga que la dispersó completamente.

Mientras tanto, verificábase en medio de la refriega de la infantería un hecho notable que apresuró la victoria de los liberales. El mejor de los batallones de Prieto era el Carampangue. Hubo un momento en que éste se vio entre dos fuegos, con el Chacabuco a vanguardia, y parte del Pudeto a retaguardia. Sólo unos pocos pasos de distancia separaban los tres cuerpos y ningún tiro salía   -109-   de las filas. Entonces el coronel Godoy, por cuya orden se había ejecutado el movimiento que tenía envuelto al Carampangue, dirigió la palabra a este cuerpo: «Bajad a tierra la boca de vuestros fusiles (les dijo); ¡ved que tenéis enfrente a vuestros compañeros de armas!»

Los soldados del Carampangue titubean; entonces un sargento de este cuerpo manda hacer fuego sobre el Chacabuco y apunta él mismo con su fusil; pero cae muerto de un pistoletazo. Los soldados bajaron sus fusiles y ambos batallones se confundieron en un fraternal abrazo.

Diez minutos después, ya no se oía en el campo un solo tiro. La infantería de los pelucones estaba rendida, y su caballería dispersa.



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Capítulo XX

La traición


«Pero la victoria fue entre chilenos; y la nobleza de alma del vencedor se apoyó en la fe del enemigo. El desprendimiento, la confianza, fueron burlados por el misterio, por la mentira, por el engaño, por la traición.»


(F. BILBAO, Sociabilidad chilena III.)                


«Los vencedores... en medio de su asombro, no podían creer en semejante infamia.»


(F. ERRÁZURIZ.)                


Prieto, viendo deshecho su ejército, se había dirigido hacia las casas que formaban el centro de su cuartel general. Iba acompañado de algunos oficiales, y allí se encontró con don Rodrigo Aldeano que le servía de consejero. El general era valiente; pero se ha menester más que el valor de un soldado para resistir a la evidencia de una derrota.

-¡Todo es perdido! -exclamó-. ¡Hasta la caballería se ha dispersado!

-Aún quedan esperanzas -contestó Aldeano-. Salga usted al encuentro   -112-   del enemigo, solicite una entrevista, y convide a los oficiales a tener un arreglo en las casas de la chacra...

-¿Y he de exponerme a ser vejado por...?

-Ya no se oye un solo tiro: Lastra es un alma sin hiel, y Viel es un don Quijote, que, en hablándole de honor, patria, fraternidad etc., se vuelve loco. Si conseguimos que vengan a las casas, ¡son nuestros!

No pudieron proseguir esta conversación sostenida a media voz y según lo permitía el trote de los caballos, porque fueron detenidos por una compañía del batallón Concepción, que con el Pudeto se ocupaba en juntar los prisioneros dispersos.

-General -dice el oficial-, ¡ríndase usted!

-Lo haré ante Rondizzoni -contestó Prieto, sin entregar su espada.

Un momento después llegó el jefe del Concepción, quien trató a su ilustre prisionero con todos los miramientos debidos a su clase y a su desgracia.

-Deseo hablar con Lastra -dijo Prieto a Rondizzoni-; lléveme usted a su presencia.

Lastra, que con varios oficiales venía ya a su encuentro, se acercó al general enemigo, y le apretó cordialmente la mano. En aquel momento los oficiales prisioneros recibían de los vencedores las más inequívocas manifestaciones de fraternal cortesía.

-Todo es concluido: ¡ahora somos hermanos! -decía el coronel Viel abrazando con efusión a los oficiales contrarios.

-General -dijo entonces Prieto dirigiéndose a Lastra-, conozco demasiado su hidalguía para esperar de usted un trato indigno. Creo que usted usará conmigo de la misma generosidad que yo habría usado con usted en iguales circunstancias.

-No debe usted dudarlo -contestó Lastra-, desde que le he tendido la mano de amigo. Ahora no hay aquí ni vencedores ni vencidos; todos somos chilenos.

-Por otra parte -prosiguió Prieto-, aunque me queda poca infantería, usted sabe que mi caballería ha quedado intacta. Pronto estará reunida; tengo confianza en Bulnes. Así es que todavía no se ha decidido la victoria. Pero no quiero que se derrame más sangre, y estoy dispuesto a que tengamos un arreglo amigable.

-Acepto -contestó Lastra.

-Lo que deseo, principalmente, es salvar el honor de las tropas de mi mando y obtener las garantías necesarias.

  -113-  

-Tendré un placer en ello, general.

-Pues, entonces, vamos a tratar el asunto a las casas. El calor que aquí hace es sofocante; allí encontraremos algún refrigerio, del cual han menester nuestros oficiales.

Aceptó Lastra el convite; y después de encargar a Tupper que quedase custodiando a los prisioneros, se dirigió con Viel, Godoy y otros oficiales, al cuartel de Prieto. Al entrar éste en la casa, un soldado puso en sus manos un papelito escrito con lápiz, que leyó rápidamente. Los oficiales de uno y otro bando entraron a la casa entremezclados como si nada hubiera sucedido entre ellos; pero apenas estuvieron dentro, cuando vieron que las puertas se cerraban y que las piezas eran invadidas por los soldados.

-¿Qué significa esto? -preguntó Viel.

-Esto significa -contestó Prieto- que usted, sus compañeros y su general ¡son mis prisioneros! Entreguen al momento sus espadas.

-¡Esto es una infamia atroz! -exclamó Lastra, tratando de resistir.

-¡Usted es un traidor! -agregó Viel, dirigiéndose a Prieto-, ¡un miserable a quien le hago el honor de desafiarlo!...

-¡Coronel! -le interrumpió Bulnes-, cálmese usted.

-¿Me cree usted bastante vil para mirar a sangre fría tanta infamia?

-Hágame el favor de darme su espada, señor -dijo Bulnes.

-¿Para que no la manche en la sangre de ese miserable? -preguntó Viel-. Siendo así, tiene usted razón; esa garganta merece un cordel. Enseguida arrojó a un lado la espada que Bulnes le pedía.

-Sería locura resistir -observó Lastra con calma-; quien ha sido capaz de engañarnos de este modo está dispuesto a llegar hasta al asesinato.

-¡Buena manera de estipular convenios tienen los pelucones! -dijo a media voz el coronel Godoy-. Pero aquí debe andar la mano de don Rodrigo. A Prieto no le da el palo para tanto.

-¿Qué decía usted? -preguntó Baquedano a Godoy.

-Decía ¡que don Rodrigo Aldeano es un gran político práctico!

Prieto había salido de la pieza, dejando encargada la custodia de los prisioneros a los coroneles Bulnes y Baquedano.

-¿Por qué nos deja solos el general? -preguntó Godoy-. ¡Ah! -prosiguió con una carcajada que puso de mal humor a Baquedano-, el general va a pedir órdenes.

-Órdenes ¿a quién? -preguntó Baquedano.

  -114-  

-Al maestro de ceremonias. ¡Pero ya vuelve!

En efecto, Prieto entraba en aquel instante, trayendo un papel en la mano.

-Amigos míos -dijo a sus prisioneros-, ya veis que la rueda de la fortuna da vuelta rápidamente. Es preciso que os convenzáis de que toda resistencia es inútil para que oigáis lo que os voy a proponer. Ya no soy el vencido de hace poco. Se ha tomado medidas oportunas para rehacer nuestro ejército. Mi infantería se está reuniendo aquí; los soldados llegan en dispersión, pero llegan a su cuartel. Mi caballería está rehecha; y sé que, a la hora presente, han entrado a la ciudad algunas compañías como vencedoras. En vuestras manos está el evitar los males que es fácil preveer...

-¿Pero no me ha dicho usted, general, que quería celebrar un tratado de paz? -preguntó Lastra.

-Pero para eso necesitamos de reunirnos aquí en consejo -contestó Prieto-. Aquí traigo una orden que usted debe firmar para que sus oficiales vengan al momento a reunirse con nosotros.

-¡Ésa es una nueva traición! -exclamó Viel-. General -prosiguió, dirigiéndose a Prieto-, mandadnos fusilar; ¡pero no nos obliguéis a servir de reclamo para hacer caer en un lazo a nuestros compañeros!

En aquel momento fue contenido por Godoy, quien dijo a Lastra:

-Firme usted la orden, señor general.

-Pero...

Por toda contestación, Godoy tomó solapadamente la mano de Lastra y se la apretó, sacudiéndola ligeramente.

Este movimiento fue comprendido. Lastra tomó el papel y firmó; pero nunca había hecho una rúbrica más mal formada ni una letra con más temblorosa mano. Sin embargo, el semblante del general no era el de un hombre a quien le tiembla el pulso.

-¿No será preciso que esta orden vaya autorizada por el secretario? -preguntó Godoy tomando el papel.

-Lo que abunda no daña -contestó Franco que entraba en aquel momento a la pieza.

Godoy estampó su firma, y agregó a la rúbrica unos nuevos rasgos que jamás usaba. Al poner la arenilla anduvo tan torpe, que medio borró la entintada rúbrica con la manga de su casaca.

-Cualquiera diría que tengo miedo al ver temblequear mi mano -murmuró, entregando el papel.

-¿Y firma usted, coronel? -preguntó Viel.

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-Es el único medio de que podamos arribar a algo -contestó Godoy.

La orden fue entregada a uno de los oficiales de Cazadores a caballo, de Prieto, el cual la condujo a escape a donde se hallaba Tupper.



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Capítulo XXI

Sospechas realizadas


«De este modo el ejército vencido, destrozado, imponía una capitulación mediante el abuso que su jefe había cometido de la confianza y generosidad de los vencedores.»


(J. V. LASTARRIA, Juicio histórico sobre Portales.)                


Hallábase el coronel Tupper reunido con sus compañeros, no lejos de las casas de Ochagavía, custodiando los prisioneros que los soldados constitucionales iban trayendo allí, poco a poco, cuando tuvo noticias de que la ciudad había sido invadida por algunas compañías de la dispersa caballería de Prieto. Agregábase que los soldados, secundados por la Partida del Alba, cometían las mayores fechorías en las casas de los indefensos habitantes de Santiago. Con este motivo había comisionado a Anselmo para que, al mando de dos compañías de Granaderos, se trasladase sin pérdida de tiempo a la ciudad, a fin de prestar auxilio a los invadidos.

Media hora después, llegó el comisionado de Prieto, con la orden firmada por Lastra para que Tupper, Rondizzoni y varios oficiales se trasladasen al momento a las casas de Ochagavía. Tupper leyó la orden y notó que las firmas parecían contrahechas. Enseguida llamó a sus compañeros y conferenció con ellos.

-¿No es estraño -les dijo- que Lastra haya enviado esta orden con un oficial contrario?

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-Debiera haber venido Godoy o Viel -dijo Rondizzoni.

-Además -agregó Varela-, hemos notado que las puertas de las casas están cerradas ¿qué significa esto?

-Hay motivos para sospechar una traición -dijo Tupper.

-Todo se puede esperar de estos infames -agregó Varela.

-¡Ésta no es la firma de Godoy! -exclamó Rondizzoni, examinando el papel detenidamente.

-¿Qué os parece que hagamos? -preguntó Tupper-. Yo creo que no debemos obedecer esta orden sospechosa.

-Yo también. Podemos resistir porque somos dueños del campo -dijo Rondizzoni.

-Nosotros somos del mismo parecer -contestaron los demás oficiales.

Entonces Tupper tomó el papel, y dirigiéndose al oficial portador, le dijo enérgicamente:

-Esta orden es falsa o arrancada por la fuerza. De todos modos, estamos convencidos de que esto no es más que un lazo que se nos tiende. Dígale usted a Prieto que si no pone en libertad a nuestros jefes en el momento, el ejército constitucional sabrá castigar su felonía.

-Señor -dijo el oficial-, nuestro general no...

-Voy a preparar el ataque a las casas -le interrumpió Tupper-, ¡y prometo arrasarlas en un cuarto de hora y quemar ustedes como a ratas en su guarida!

El oficial saludó y partió a escape.

La contestación de los oficiales del ejército liberal desilusionó a los traidores, acerca de las esperanzas que la credulidad de los liberales les había hecho concebir.

-¡El diablo protege a los suyos! -exclamó Franco.

-Dejemos al diablo a un lado -le interrumpió Aldeano-, y vamos a lo que importa. Cuando no es posible obtenerlo todo, debemos contentarnos con algo siquiera.

Enseguida, llamando aparte a don M. Jifreno, le dio sus instrucciones para que advirtiese a Prieto sobre lo que debía hacer en tales circunstancias. Jifreno se dirigió entonces al cuarto donde se encontraba Prieto con sus prisioneros; y poniendo en sus manos un papel plegado en forma de carta, sobre el cual había escrito estas palabras: «Se niegan a venir» dijo al general:

-Acaba de llegar el oficial comisionado, diciendo que el señor Tupper estará pronto aquí con sus compañeros. Pero como no llega   -119-   todavía y las circunstancias piden una pronta determinación, tal vez convendría firmar un armisticio.

-Soy por el armisticio -contestó Prieto, viendo que las palabras de Jifreno eran una verdadera orden de Aldeano-. ¿Qué dice usted, general? -prosiguió, dirigiéndose a Lastra.

-Yo nada puedo determinar desde que me encuentro en poder de ustedes -contestó el viejo soldado con marcado disgusto.

-¿En nuestro poder? -replicó Jifreno-. ¿Y puede usted, señor general, creer que nosotros hayamos querido valernos de esta circunstancia para obligarlos a nada que no sea honroso entre militares? Los hemos llamado para llevar a cabo un convenio amigable. Ustedes están en libertad para aceptar o no.

Estas palabras hicieron comprender a Prieto toda la verdad de lo sucedido; y en consecuencia, se decidió a tratar con muestras de cordialidad a los mismos que poco rato antes había tratado como a cautivos enemigos. El general era un digno discípulo de Aldeano.

-Aquí tienen ustedes sus espadas -dijo, devolviéndoselas-. Están ustedes en libertad; pero creo que, como amigos de la tranquilidad pública, aceptarán el armisticio propuesto, durante el cual se firmará un convenio definitivo de paz.

-No crean ustedes -agregó Jifreno- que nuestras intenciones hayan sido otras que las de arribar a un convenio honroso para ambas partes. Al principio se creyó necesario usar de esta estratagema para sacar más partido; pero hemos pensado que no había necesidad de esto, tratando con militares de honor.

-Los traidores se han enredado en sus propios lazos -murmuró Godoy al oído de Lastra.

El armisticio fue firmarlo enseguida. Duraría cuarenta y ocho horas, y dentro de este término debía celebrarse un tratado de paz por medio de plenipotenciarios nombrados por uno y otro bando.

Ya era tiempo porque aún no se había concluido de firmar el armisticio, cuando llegaron a las casas las noticias de que el ejército liberal se preparaba al ataque. Al momento se puso una bandera blanca sobre los tejados, y los jefes liberales, puestos en libertad, fueron conducidos por los oficiales revolucionarios hasta fuera de las puertas de su cuartel.

Tal fue el desenlace de una batalla en la cual los liberales tuvieron los honores del triunfo, y los pelucones el provecho de la traición, como se verá más adelante.



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Capítulo XXII

¡Viva la religión! ¡Mueran los herejes!


«¿Os acordáis de aquellos días en que Santiago tenía cerradas las puertas de sus casas y en que el terror revestía el rostro de sus habitantes?»


(F. BILBAO, Sociabilidad chilena.)                


La credulidad con que los liberales se dejaron engañar por sus contrarios dio en aquel entonces origen a mil sátiras y recriminaciones que no hacen gran honor al partido reaccionario. Comentose los hechos de diversos modos, y se reía en los círculos pelucones a expensas de los cándidos pipiolos que habían sido víctima de su necia credulidad. He aquí cómo los que se decían amigos del orden y de la religión echaban en cara su lealtad a los nobles amigos de la república. Por muchos años después se ha seguido defendiendo de esta manera el partido dominante, sin echar de ver que nada lo denigra más que esa defensa, porque nadie puede ser víctima de su propia credulidad sin serlo al mismo tiempo de la perfidia de sus contrarios, o bien, de lo que un historiador moderno llama política ardidosa y arbitrista. Dicho historiador rescata estos ejemplos, de gran sabiduría, ante los ojos de la juventud chilena, sin duda para que, aprendiendo por principios los arbitristas ardides y los ardidosos   -122-   arbitrios, se formen los ciudadanos, patriotas, francos, desinteresados y leales, de que tanto ha menester el país.

Pero dejando al autor de la Historia ele los cuarenta años la tarea de elevar la perfidia y la traición al rango de patriotismo (que lo demás es querer ponerle puertas al mar) proseguiremos la ingrata relación de aquellos desastres.

Mientras se decidía, en los campos de Ochagavía, la suerte de la democracia chilena, verificábanse en la ciudad las escenas más escandalosas.

Recordará el lector que la Partida del Alba, persiguiendo al coronel Porras hasta cerca del puente de cal y canto, se había desbandado en diversas direcciones con los soldados de Bulnes que la siguieron, adueñándose por completo de la capital.

Nada les fue entonces más fácil y hacedero que atacar y robar las casas de los pipiolos ricos, (y aun las de muchos pelucones de poca importancia) pues la ciudad carecía de una formal custodia. Los pocos vigilantes que recorrían las solitarias calles, huyeron despavoridos o se enrolaron en aquellos salvajes grupos, que, al grito de ¡Viva la religión! ¡Mueran los pipiolos! echaban abajo las puertas y desmantelaban las casas de los indefensos ciudadanos. Elegíase naturalmente aquellas casas cuyos dueños eran tildados de liberales, pipiolos o herejes, que para los pelucones todo esto era igual. Poco a poco fueron llegando del campo de batalla nuevas partidas de la caballería de línea, mandadas por sargentos y aun por soldados que venían a ayudar en aquella obra de atroz vandalismo. Un cortejo formado por la última hoz del populacho, ansioso siempre de disturbios y de trastornos, seguía aquí, allá y más allá, a los soldados de ese ejército que se titulaba libertador y protector de las garantías sociales. Las principales avenidas estaban verdaderamente inundadas, y ese grito de: ¡Abajo los extranjeros! ¡Mueran los herejes!, repetido por mil y mil bocas, llenaba de pavor a los habitantes, detrás de sus puertas atrancadas. Las granizadas de piedras acribillaban los balcones y las ventanas, o bien, zumbando por sobre los techos, iban a caer dentro de los patios. Una ligera indicación bastaba para que una puerta de calle cayese en astillas o fuese arrancada de sus quicios, al son del murmullo o de la algazara y la rechifla de la desenfrenada multitud. Los muebles eran lanzados a la calle, cortadas en retazos las alfombras, y repartidas las piezas de vajilla así como los pedazos de espejos y porcelanas. Rompían, por el gusto de romper, y se hacía el daño sin mirar el provecho propio. Era aquello el   -123-   ataque del que no tiene contra el que posee, el odio del que sufre contra el que goza; la guerra del salvaje contra la civilización.

Entre todas las casas de la calle del Puente, con sus puertas cerradas, hacíase notable la habitación de don Pablo Motiloni, cuyas ventanas estaban abiertas. La puerta del zaguán se veía a medio cerrar, y allí se hallaba el italiano hablando con nuestro amigo don Catalino Gacetilla, quien, muerto de miedo, rogaba a don Pablo que atrancase la puerta de calle.

-He concurrido a su llamamiento -decía Gacetilla- para probarle a usted, mi señor don Pablo, cuánto es el cariño que le profeso. ¡Yo no sé cómo he atravesado esas calles! ¡Gritos aquí, pedradas allá, cuchilladas y puñetazos más allá!... ¡Vaya! Yo no soy cobarde, ¡pero a cualquiera se la doy!... Le aseguro a usted que casi he tenido miedo...

Y don Catalino daba diente con diente, revelando el pavor que pretendía disimular.

-Como sé que usted no es hombre que tiene miedo -le dijo don Pablo-, he enviado a buscarlo para pedirle un favor.

-Hable usted; estoy dispuesto a todo, con tal que no sea salir a la calle... Digo, mientras ruja la tormenta.

-Pero es el caso que lo necesito a usted en la calle, y al momento.

-¡Imposible!, amigo mío... Oiga usted esas vociferaciones... ¡Caramba!, ¡mire usted cómo caen las piedras en el patio!... ¿No sería bueno cerrar la puerta? En boca cerrada no entran moscas.

-Ya le digo que tenemos que salir pronto de aquí... Necesito que usted me ayude a cumplir con una comisión que se me ha encargado.

-¿Y no podríamos dejar ese negocio para otro día?

-Ha de ser hoy, ¡hombre de Dios!

-Pero un día más o menos...

-Si no se hace hoy, todo es perdido; y como confío en su lealtad...

-En cuanto a eso, no debe usted dudar.

-Y en su valor...

-En cuanto a eso otro... Pero salir ahora... ¡Sería una temeridad, mi señor don Pablo! Yo no soy cobarde, pero...

-Pues bien, si no me ayuda, puede usted irse a su casa.

-¡Pues estamos bien! Es decir ¿que si no salgo a cumplir con su comisión, he de salir para irme a mi casa?... El caso es que yo no quisiera salir de ninguna manera... Pero después de todo, ¿qué comisión es ésa? Quiero saberla.

  -124-  

-Se trata de arrebatar a Lucinda...

-¿De casa del cónsul?

-Y llevarla a la de su padre, aprovechando el movimiento de hoy...

-¿Y quién se ha de atrever...?

-Soy amigo de don Melitón, y le he prometido sacar de allí a Lucinda -prosiguió el italiano.

-¿Ir usted, mi señor don Pablo?

-No. Yo no sirvo para estos negocios.

-Pero ¿quién será capaz de tanto arrojo?

-Me he acordado de usted, amigo Gacetilla...

-No comprendo... No le entiendo a usted.

-Para que arrebate a la muchacha.

-¿Está usted fuera de su juicio? ¡Robarla de casa del cónsul, y en este día!... ¡No es nada, señor don Pablo!

-No habrá peligro alguno; yo le daré gente que le sirva de custodia... Es gente de pelo en pecho.

-¡Oh! Usted se chancea, don Pablo.

-No me chanceo. El caso es que usted cumplirá con la comisión, mal que le pese -replicó Motiloni, con una seguridad que dejó confundido a don Catalino-. Pronto llegará la gente, usted irá con ellos; y como Lucinda sabe que usted es amigo de Anselmo, hará menos resistencia y se dejará llevar creyendo que irá a dar a los brazos de su amante; usted le hablará en este sentido.

-¡Oh! ¡Jamás! -exclamó Gacetilla temblando-. ¿Es conciencia hacer eso con una niña principal?

-Pero, ¡hombre de lana! ¿Le pido yo acaso que vaya a esponer su vida? No: irá usted bien acompañado... Sólo le pido que hable a Lucinda en sentido conveniente, porque en estos casos las resistencias suelen ser peligrosas... Pero en cuanto a su persona, no habrá peligro alguno... La casa del cónsul está sola, y la gente que va a dar el asalto es de la cáscara amarga...

-Pero, don Pablo, ¡por Dios! ¡Usted me pide que cometa una iniquidad! ¿No sabe usted que Anselmo es mi amigo?

-Y sin embargo, usted ha vendido su secreto.

-Por mi seguridad personal; ¿pero ir yo en persona a arrebatar a su querida de la respetable casa en donde se encuentra? ¡Traicionar tan atrozmente a la amistad! ¡No señor!

-Mas es para llevar la niña a casa de su padre.

-¡Atacar al cónsul!, ¡a la Francia!...

-Si es un pobre gabacho que...

  -125-  

-Representante del pueblo francés, sobre cuyos tejados ondea el tricolor de... ¡tres colores!

-¡Eso no es más que tres tiras de trapo atados a un palo, hombre!

-¿Que yo vaya a atacarlo? ¡Yo había de exponerme a que mañana u otro día viniera el rey de los franceses y me hiciera cargos!... Vaya don Pablo, que si no lo viera tan formal, creería que usted se chanceaba.

-Pronto verá usted que no me chanceo -contestó Motiloni, atisbando por las aberturas del postigo-. ¡Allí viene -exclamó- la gente que lo ha de acompañar!

-¿Entonces usted insiste todavía? Pero, ¿qué ruido de caballos...? ¡Dios santo!



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Capítulo XXIII

Gacetilla asciende a comandante sin pretenderlo


«¿No visteis en esos días de silencio pavoroso a una multitud de hombres que marchaban a escape por las calles; que llevaban la cabeza atada, la bota del campo y el poncho del guaso; que blandían el hacha en una mano, y en la otra el puñal y las riendas; que llevaban el vandalaje en los ojos y la espuma de la rabia en la boca; que arrastraban alfombras, muebles despedazados y vestidos de habitantes; que pasaban en grupos gritando y formando un estrépito de demonios?»


(F. BILBAO, Sociabilidad chilena.)                


En aquel momento, una partida como de doce hombres llegó a escape a la puerta de don Pablo; y el capitán, que no era otro que Miguel Turra, habiéndose apeado, entró al zaguán de la casa, dijo a Motiloni:

  -128-  

-Ya estamos, señor.

-¿Cuántos son?

-Aquí venimos unos doce; pero del otro lado del puente me esperan más de treinta.

-¡Bueno es eso!

-Y como mi compadre Juan Diablo está advertido, debe venir con su partida del cerro Blanco.

-Está bien; lo que abunda no daña.

-Además hemos prevenido a muchos amigos de la Recoleta para que cada cual traiga su gente y nos ayude a despachar al hereje.

-Pero debe usted acordarse de que su principal objeto es traer a la niña.

-Sí, sí... Yo dejaré mis hombres encargados a Manuel Barragán... Agarro la chiquilla, la pongo por delante, y patitas para qué te quiero. No necesito más que de cuatro o seis hombres que me espaldeen... A los que encuentre por delante no les tengo miedo. Ayer afilé mi catana, y acabo de hacer la prueba. Está de atentar pechona.

-Vea usted si habría peligro yendo con tales hombres -dijo don Pablo a Gacetilla, quien, parado en un rincón del zaguán, casi no creía lo que estaba oyendo.

-¿Conque todavía persiste usted, don Pablo, en que yo vaya? -preguntó el sempiterno parlanchín.

-Su presencia es de absoluta necesidad para que convenza a la niña y la decida a no hacer una resistencia que la perjudicaría a ella misma.

-¿También es de la partida este caballero? -preguntó Miguel sonriendo.

-Sí -contestó Motiloni.

-¡Jamás! Prefiero que me ahorquen -exclamó Gacetilla.

-¿Hay algún buen caballo desocupado? -preguntó el italiano.

-Nuestros caballos son a cual mejor -contestó Turra saliendo a la calle y llamando a uno de sus soldados, a quien le ordenó desmontarse.

Hízolo así el soldado, y Turra dijo:

-Ya está el caballo prontito. No hay más que montar y apretar las piernas, porque es lo que hay que ver de bueno. Sí, señor; de lo que poco se enfrena.

-¡Pues, a caballo! -dijo Motiloni, tomando del brazo a Gacetilla.

-¡Jamás, jamás! -exclamó éste resistiéndose.

  -129-  

Entonces Motiloni habló algunas palabras al oído de Turra, y éste hizo apearse a cuatro soldados, los cuales tomando a don Catalino en el aire, lo subieron más muerto que vivo sobre un fogoso caballo. Quiso Gacetilla arrojarse al suelo; pero dos soldados lo sostuvieron de las piernas y le obligaron a tomar la rienda en sus temblorosas manos. Enseguida, acercándose Turra al soldado por fuerza, le dijo:

-Si no se porta como hombre de ley, ¡lo traspaso de una cuchillada!

Estas palabras dichas a media voz y con un tono brutal hicieron tiritar a don Catalino, quien ya no pensó en arrojarse a tierra, sino en tratar de sostenerse sobre el caballo, que ansioso por correr, tascaba el freno y saltaba lleno de fuego.

-Pero ya que he de ir a esta expedición -dijo Gacetilla con voz lastimera-, querría otro caballo menos vivo.

-¡Es el mejor de todos, señor comandante! -le gritó uno de los soldados con socarronería.

Esta palabra comandante excitó la hilaridad de todos, que exclamaron:

-¡Viva nuestro nuevo comandante!

-Pero ¿dónde se ha visto un jefe vestido de paisano? -preguntó uno de los soldados.

-¡Cierto! -dijeron otros-. ¡Que se saque la blusa!, fuera ese sombrero de pajar. ¡Aquí hay una casaca y un quepis!

Esto diciendo, uno de los circunstantes sacó de un atado los antedichos objetos, robados poco antes; y vellis nollis, se los pusieron a don Catalino. Enseguida, rodeando a éste de modo que no pudiera escaparse, partieron al galope con dirección al puente de cal y canto, en donde los demás compañeros los esperaban.

Iba el pobre don Catalino como encajonado en una gruesa montura de pellones, y metidos los pies en sendos estribos de madera, que no le dejaban mover las piernas como él lo habría deseado.

El vestido en desorden y el quepis echado atrás, hacían de él una figura tan grotesca, que movía a risa a los soldados. Su caballo iba a saltos más bien que al galope; y parecía dispuesto a aprovechar la menor oportunidad para escaparse, pues el jinete, atendiendo antes a sostenerse con ambas manos que a dirigirlo, había soltado la rienda.

Pasado el puente y llegados a la ribera norte del río, se les incorporó el grueso de la partida, y el formidable pelotón se dirigió entonces   -130-   a la calle de la Recoleta, en donde estaba la habitación de Mr. La Forest. Ya el cónsul tenía noticias del asalto, y había tomado algunas providencias con su familia, haciéndola ocupar las piezas del fondo de la casa. Estaba en aquellos momentos arreglando y poniendo en seguridad algunos papeles, cuando oyendo la gritería y el tropel de los asaltantes que se acercaban, mandó cerrar la puerta de la calle, sobre cuyo mojinete ondeaba el tricolor francés. Apenas estuvo Turra a media cuadra de la casa, cuando gritó a los suyos con voz estentórea:

-¡A la carga, muchachos!

Y el pelotón, formando un solo cuerpo, se lanzó como un rayo arrastrando tras de sí una inmensa cola de populacho que lo seguía sin saber de qué se trataba, pero ansiosos de rapiña y descalabros.

En cuanto a don Catalino, no tuvo más tiempo que para agarrarse con ambas manos de la cabeza de la enjalma. Su caballo iba como una furia por los azotes que recibía de los de atrás y por los furiosos gritos con que los bárbaros se animaban mutuamente. No sabía lo que le pasaba y corría como llevado por una legión de demonios. El fogoso animal, espantado y no sintiendo el gobierno de la rienda, había mordido el freno; y adelantándose a los demás, había llegado el primero a la puerta que en aquel momento atrancaban los criados del cónsul.

El encontrón dado a la puerta mencionada fue tan recio, que ésta se entreabrió, rompiéndose algunas trancas; y a pesar de ir don Catalino como clavado en su montura, saltó de ella y pasó hacia adelante como una bala, yendo a caer en cuatro pies al medio del zaguán. Los criados asustados redoblaron sus esfuerzos para afirmar de nuevo las trancas.

En aquel instante se acercaba el cónsul con un rifle en la mano, apuntando a Gacetilla, le dijo:

-¿Qué significa esto, señor?

-¡Ah! ¡Musiú! -exclamó don Catalino, alzándose medio aturdido-, no me mate; yo soy amigo... ¡A la puerta! ¡Carguen las trancas, muchachos! -dijo maquinalmente Gacetilla.

Diciendo esto, se fue él mismo a ayudar a los criados a sostener la puerta, cuyas hojas crujían a los recios empellones de afuera.

-¡Entréguesenos a nuestro comandante! -gritaban los soldados de Turra.

-¿Es usted el comandante de la partida? -preguntó Mr. La Forest   -131-   a Gacetilla-, ¿qué objeto tiene este desorden?

-Soy comandante a la fuerza -contestó don Catalino-, y hemos venido... No..., quiero decir que ellos vienen a robar a Lucinda. Me han obligado a esto, y mi caballo me ha traído hasta aquí, sin quererlo yo.

-¿Cómo?

-Como se lo digo, Musiú. Si estoy aquí, es sólo porque no pude conseguir que mi caballo corriera para otra parte por más que le torcía la rienda... Aunque también es verdad que yo no podía agarrar bien la rienda porque traía las manos tan ocupadas en sujetarme... ¡Pero no hay que perder tiempo! -prosiguió-. La puerta cede... ¡Vamos a librar a esa pobre niña! ¡Vamos pronto!

-Vamos -contestó el cónsul, espantado al ver que ya principiaba a caer la puerta hecha astillas.

Ambos se dirigieron al patio interior a fin de huir con las señoras por una puerta falsa. Pero ésta había caído; y mientras la desenfrenada turba invadía las piezas de la casa, Turra, guiado por la sagacidad del mal, se internaba en los patios con ocho o diez de sus compañeros.

-En estos casos -decía el bandido- debe buscarse a las mujeres en el fondo de las casas... Siempre está lo mejor en el concho del baúl.

En cuanto a don Catalino, tan pronto como vio invadida la casa, aprovechándose de un momento en que el cónsul se había adelantado, entró en un cuartito cuya puertecilla entreabierta parecía convidarlo. Era la leñera, y allí se quedó oculto cubriéndose lo mejor que pudo con una pila de carbón que había en un ángulo del cuarto.

Turra entró llamando a gritos al pícaro gabacho hereje, descomulgado. Sus compañeros registraban las piezas que iban encontrando, y pasaban adelante. Mientras tanto, los demás bandidos se ocupaban de robar y destrozar los objetos de las piezas principales, las cuales en un momento estuvieron desmanteladas. Rompían lo que no podían llevarse; sacaban a la calle los muebles para entregarlos a la turba que enseguida los hacía trizas. Nada se respetó. Los libros, la correspondencia oficial y demás papeles del consulado, fueron hechos pedazos y lanzados por las ventanas a la calle en donde los recibía la multitud que no cabía en el interior de la casa.

Mientras tanto un hombre observaba desde un lugar seguro cuanto pasaba. Era don Pablo Motiloni, quien montando a caballo   -132-   había seguido la partida de Turra, de la cual se separó enfrente de la iglesia de la Recoleta Francisca. Allí entregó su caballo al sacristán y subió al pequeño campanario de la iglesia desde donde miraba, con diabólica satisfacción, las escandalosas escenas.

-¡Yo veré -decía Motiloni-, yo veré, gabacho pícaro, si otra vez te metes a servir de apoyo a las malas ideas que van perdiendo a estas Américas!

Y luego se puso a cantar.


«¡Mala la hubiste franceses
«en esa de Roncesvalles!»

Tanto fue lo que Turra y sus amigos revolvieron y trajinaron, que al fin dieron con la pieza que servía de escondite a la familia del cónsul. Éste no había podido llegar hasta su familia por haber sido detenido por tres o cuatro de los asaltantes, de los cuales logró deshacerse apelando a su rifle. Viéndose interceptado por Turra, que se hallaba entre él y el cuarto donde estaban las señoras, rompió los balaustres de una ventana que caía a una huerta, y saliendo por allí, rodeó la casa con el fin de defender la pieza, haciendo fuego por el postigo de una puerta. Pero al acercarse notó que el ruido había cesado; y escalando otra ventana que caía a la misma huerta, entró a la habitación. Allí encontró a su mujer acompañada de dos o tres criados.

-¿Y Lucinda? -preguntó.

-¡La han arrebatado esos bárbaros! -contestó llorando la señora.

Viendo Mr. La Forest que no había tiempo que perder, hizo salir del cuarto a toda su familia con el fin de ocultarse entre los matorrales y zarzas de la huerta, en donde permanecieron hasta que se restableció la calma.



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Capítulo XXIV

El matrimonio inesperado



    «¡Oh! estrecharte entre mis brazos,
con tu aliento respirar
un instante de tus ecos,
que interrumpe la ansiedad.
Sentir vagar por mi oído
el concierto celestial;
como un viento de ventura,
venir mi frente a enjugar
la seda de tus cabellos.»


SALVADOR SANFUENTES, Tendo, parte 1.ª XXXI.)                


He aquí lo que le había sucedido a Lucinda.

Habiendo oído llantos dentro de uno de los cuartos, Turra dijo a sus compañeros:

-¡Aquí lloran! ¡Aquí está lo que buscamos!

Y después de echar abajo la puerta, a puntapiés, entraron a la pieza con una alegría feroz.

-¡Son cuatro! -exclamó Barragán.

-¡No es más que una la que venimos a buscar! -le interrumpió Miguel. No hay que entretenerse con las otras, ¡pues no debemos perder tiempo, hijos míos!

  -134-  

Las pobres mujeres estaban desoladas creyendo que aquel era el último día de su vida.

-¿Quién de ustedes se llama Lucinda Rojas? -preguntó Turra con brusca voz-. ¡Si me contestan pronto, prometo no hacer ningún daño a las otras!

Ninguna de ellas contestó una palabra.

-¿Es usted? -prosiguió Miguel, dirigiéndose a la señora del cónsul.

-¡Ah!, ¡no hagáis ningún mal a mi amiga! -exclamó Lucinda.

-Entonces ¿por qué no contestan?

-La que buscáis soy yo -respondió la niña, mirando de frente a Turra.

-¡Lucinda!, ¿qué haces? -preguntó la señora en tono de amistoso reproche.

-Evitar que insulten a una amiga -contestó Lucinda-. ¿Venís a asesinarme? -prosiguió, dirigiéndose al bandido-. Aquí estoy; ¡concluid pronto!

Miguel titubeó ante el digno aspecto de aquella niña cuya palidez realzaba su extraordinaria belleza.

-No es eso, no -contestó el bandido-; sólo vengo a buscarla para llevarla a casa de don Marcelino.

-¿De mi padre?

-Sí, señorita, y si no se decide a seguirme, me veré en la necesidad de emplear la fuerza.

-Me dejaré matar antes que seguir a usted -respondió Lucinda con firmeza.

Apenas hubo dicho esto, cuando Miguel dio dos pasos hacia la joven; y levantándola en el aire a pesar de la resistencia que ella oponía, se lanzó fuera de la pieza.

-¡Síganme todos! -gritó el bandido.

Y viendo en un estremo del corredor una puerta escusada que daba a una callejuela, se dirigió a ella y gritó a sus amigos:

-¡Por aquí! ¡Por aquí vamos más derecho! Yo conozco el camino... Y tú, Barragán -prosiguió-, corre a la calle y dile a Juaco y a Ñico que den vuelta los caballos por la esquina... Aquí los esperamos... ¡Pronto, pues, hombre del diablo!... ¡Ya te quedaste encantado mirando a esas mujeres!

Barragán salió a cumplir la orden de su jefe. Mientras tanto, éste se dirigía a la puerta llevando en brazos a la niña, que se encomendaba a Dios, sin tener fuerza ni aun para pedir auxilio. Al llegar a la puerta falsa, el bandido la depositó en tierra, pero teniéndola   -135-   siempre tomada de una mano. Lucinda, con el desorden de su traje que tan bien se aunaba con la melancólica expresión de su semblante, parecía aún más bella. Era imposible mirarla sin conmoverse; y Turra tuvo ocasión de contemplarla algunos momentos. El alma del asesino tembló de emoción; su hercúlea mano apretó con fuerza el brazo delicado de la niña, y casi se olvidó de que tenía que huir pronto. So pretesto de asegurar más a Lucinda, rodeó su talle con el brazo derecho, y atrayéndola hacia sí, quedose estático mirándola. La mirada del bandido se había dulcificado, el movimiento de su brazo alrededor de la cintura de Lucinda había sido suave y casi tímido. A Lucinda le aconteció lo que a toda mujer (cualesquiera que sean las circunstancias en que se encuentre): conoció la impresión que había hecho en aquel hombre, y le dijo con una voz tan dulce que hizo saltar el corazón del tigre:

-¡Es imposible, amigo, que usted quiera hacer mal a una mujer que jamás lo ha ofendido!

-¿Yo hacerle mal a usted, señorita? -contestó Miguel-. De ningún modo. No es otro mi objeto sino llevarla a casa de su señor padre, porque así me lo han mandado.

-¿Y quién se lo ha mandado a usted?

-No puedo decirlo; pero si usted quiere permanecer aquí o que la lleve a otra parte, no tiene más que decírmelo a condición de...

-¿A condición de qué? -le preguntó la niña entre el temor y la esperanza.

Miguel se calló y la miró de un modo particular.

-No me haga usted ningún daño; déjeme aquí en donde estoy, y le daré cuanto usted me pida... Soy rica, muy rica -le dijo Lucinda-. Prometo darle a usted un fundo con el dinero necesario para cultivarlo, si me deja en libertad.

-No le pido a usted plata, señorita -le interrumpió Turra-. Prometo hacer lo que usted me diga con tal de que usted se comprometa a...

-¿A qué?

-A casarse conmigo -contestó Miguel, estrechándola nuevamente con su brazo.

-¡Dios mío! -exclamó Lucinda, cubriéndose la cara con la mano que tenía libre y tratando de deshacerse de aquel brazo que rodeaba su cintura como un círculo de fierro.

-¡Tonto de mí! -dijo Turra, lanzando una carcajada de despecho-. He sido un tonto al creer que una señorita quisiera casarse con un   -136-   pobre como yo... Los pobres causan repugnancia a los ricos... Ya vienen los caballos -prosiguió, dirigiéndose a sus hombres que esperaban en el patio-. ¡Vamos pronto, muchachos!

En efecto, sintiose en aquel momento un gran tropel en la avenida de la Recoleta; pero cuando Turra creyó ver a sus hombres, observó que entraba por la callejuela una compañía de Granaderos a caballo. Eran los soldados que Tupper enviaba a las órdenes de Anselmo. Sabedor éste del meditado ataque contra el cónsul, había venido a todo escape; pero llegó cuando la casa estaba ya desmantelada.

Mientras que una de las compañías pugnaba por obligar a los asaltantes a evacuar la casa, se dirigió con la otra por la callejuela a fin de entrar por la puerta falsa. Turra estaba parado en la vereda junto a la dicha puerta; así fue que Anselmo, en cuanto entró en la callejuela, conoció a su querida, y batiendo los ijares de su caballo, cayó como un rayo sobre Turra y sus compañeros, que a pesar de su corto número, se atrevieron a resistir. Cinco minutos después, Turra y siete de sus compañeros estaban atados a los pilares del corredor.

Lucinda creía soñar viéndose sostenida por Anselmo, quien le juraba que nada tenía que temer. Mientras tanto los bandidos, atacados por los Granaderos, retrocedieron hasta el último patio de la casa; y viendo a sus compañeros presos, los desataron sin que pudieran impedirlo los soldados de Anselmo, ocupados en registrar todas las piezas para ver si encontraban la familia del cónsul. Turra entonces tomó el mando de los suyos, y dividiéndolos en dos partidas hizo resistencia a un mismo tiempo hacia las dos calles. La casa se convirtió en un verdadero campo de batalla, por manera que Anselmo no pensó sino en sacar de allí a Lucinda. Montando inmediatamente a caballo, puso la niña por delante y partió a escape por la callejuela. La retirada era protegida por Pepe Tronera, que se batía como un león.

-Atajen al pipiolo, al hereje que se escapa -gritaba Turra a sus compañeros de la gran avenida mientras él los acosaba por la retaguardia. Al desembocar la callejuela, vio Anselmo un mar de gente que era preciso atravesar; y volviéndose a los suyos les gritó:

-¡Al convento, al convento!

Diez Granaderos marcharon adelante, y veinte más tomaron al joven en el centro mientras Tronera sostenía el combate por la retaguardia.

  -137-  

Anselmo no se acordaba sino de llegar cuanto antes a la portería del convento, y escudando a Lucinda, a quien sostenía entre sus brazos, enterraba sus espuelas en los ijares de su fatigado caballo. Una lluvia de piedras y de balas zumbaba por sobre su cabeza. Habíale tocado una bala en una pierna, y una pedrada en la frente, de cuya herida salía un chorro de sangre que caía sobre los vestidos de Lucinda. Ésta, reanimada con esa escitación nerviosa producida por la presencia de un gran peligro, olvidando el que ella corría, se empeñaba en restañar con su pañuelo la sangre de su amante.

-¡Alma mía! -exclamaba el joven sin sentir el dolor de su herida-. ¡Casi no me atrevo a creer en tanta dicha! Verte aquí entre mis brazos, habiendo tenido la suerte de librarte de tantos peligros, servirte de escudo y defensa, respirar el aroma de tu perfumado aliento, y sentir que tu mano toca y refresca con su dulce contacto mi acalorada frente; ¡oh, Lucinda!, ¡dime que todo esto es cierto! ¡Dime que no estoy soñando al escuchar la melodía de tu encantadora voz!

Oyendo estas palabras, Lucinda lanzó un grito; rodeó con sus brazos el cuello de su amante; y reclinando la cabeza sobre su hombro, pronunció cerca de su oído estas palabras:

-¡Anselmo! ¡Anselmo mío! ¡Quién pudiera amarte aún más de lo que te amo!

El joven se estremeció de dicha, olvidando completamente el peligro que por todos lados los amenazaba. El caballo corría en la misma dirección, como por instinto, y las balas y las piedras se cruzaban por sobre aquel veloz grupo. Al llegar a la portería del convento, ésta se abrió como por encanto; y entrando al claustro Anselmo con una parte de sus soldados, volvió la puerta a cerrarse. El padre que salió a recibir a los refugiados, era fray Prudencio Álvarez, que, como recordará el lector, estaba confinado a la Recoleta por el padre provincial de la Casa Grande.

-Desde una ventana de las celdas del oriente he visto lo que pasaba y he venido a abriros la puerta -dijo fray Prudencio al joven-. Pero ¿qué es esto? -prosiguió-. ¡Lucinda aquí!

-Vengo a pedirle a su paternidad refugio para ella -le dijo Anselmo.

-Perdóneme, padre mío, el que me haya atrevido a entrar al claustro -dijo Lucinda.

-Al contrario, hijos míos -contestó el padre: os agradezco el que   -138-   me proporcionéis la ocasión de serviros.

-Pues entonces -dijo Anselmo- dejo a Lucinda en manos de su paternidad.

-¿Y tú -preguntó la niña- qué piensas hacer?

-Voy a cumplir con mi deber.

-¡Oh!, ¡por Dios! ¡Mire su paternidad cómo viene herido, y así quiere volver a la lucha!...

-Es necesario -dijo Anselmo.

-¿Y si no nos volvemos a ver? ¡Ah!, quiero ser tu esposa antes de separarnos... Si vuelves herido de gravedad, quiero tener el derecho de cuidarte y... ¡Y si mueres, quiero conservar tu nombre hasta el fin de mis días!... Padre mío -prosiguió Lucinda dirigiéndose a fray Prudencio-, ¡bendecidnos!

Anselmo lanzó a Lucinda una mirada llena de amor, y dijo al padre:

-¡Oh, si pudierais hacerlo!

El padre hizo una seña afirmativa; y abriendo una puertecita que comunicaba con la nave de la iglesia, condujo allí a los jóvenes.

Todo el mundo miraba aquella escena con un profundo silencio, el cual contrastaba con los gritos y el estruendo del combate exterior.

-Aquí, en presencia de Dios os pregunto -dijo el padre con voz sonora dirigiéndose a los jóvenes que, apoyados el uno en el otro, formaban un grupo lleno de gracia y de dulzura-, os pregunto a vos Anselmo: ¿queréis a Lucinda por esposa? A vos Lucinda: ¿aceptáis a Anselmo por esposo?

-¡Sí! -contestó la niña inclinando su cabeza, debilitada por la emoción, sobre el hombro del joven.

-¡Sí! -respondió éste, rodeando con su brazo la cintura de Lucinda, que parecía desfallecer.

El padre prosiguió con voz grave:

-¡Que el cielo bendiga vuestra unión como yo lo hago en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo!



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Capítulo XXV

De cómo don Catalino estuvo en peligro de pasar por hereje


«Es verdad que se encontraban doblemente expuestas a experimentar estos excesos las personas y propiedades de los extranjeros, a quienes el partido pelucón profesaba un odio ciego, dirigido muy especialmente contra ingleses y franceses.»


(F. ERRÁZURIZ.)                


-¡Este matrimonio es nulo! -gritó una voz que salía de la nave de la iglesia.

Los circunstantes volvieron la cara y vieron a don Pablo Motiloni, quien dirigiéndose a fray Prudencio, dijo:

-¡Padre Álvarez! ¿Cómo se ha atrevido usted a casar estos jóvenes sin cumplir con las formalidades?

-Tengo permiso para ello cuando median imperiosas circunstancias -contestó el padre-. Y por otra parte -añadió, frunciendo el ceño-, ¿con qué derecho viene usted, señor, a pedirme cuenta de mis acciones?

-Tengo más derecho del que usted piensa: vengo a hacerle ver   -140-   un impedimento para este matrimonio... Esta señorita ha estado con las informaciones hechas para casarse con un amigo mío, y yo exijo...

-Es tarde -contestó el padre-: están casados.

-¡Casados! -exclamó Motiloni con mal reprimida rabia-. Yo daré cuenta al padre provincial de lo que usted ha hecho, y si es necesario me presentaré al señor Obispo.

-El padre provincial podrá hacer lo que quiera de mí, porque soy su humilde súbdito -contestó fray Prudencio-; pero carece de poder para deshacer una unión ratificada por Dios y bendecida en su santo nombre.

-¡Una unión realizada sin las formalidades debidas!

-Ya he dicho que yo puedo dispensarlas.

-Pero...

-Dios ratifica y bendice la unión de dos jóvenes que se aman lícitamente -le interrumpió el padre-; ¡ay del que se oponga a su voluntad! Lo que no puede bendecir un Dios justo -prosiguió- son esas uniones hijas de la ambición y de la codicia, y en las cuales lo único que hay de formal son las fórmulas y las exterioridades.

Notará el lector que sabiendo el padre Álvarez la amistad que ligaba a Motiloni con el reverendo Hipocreitía, todo cuanto acababa de decir al primero eran golpes asestados a la conducta del segundo... Y volviéndose a los soldados que estaban pendientes de sus palabras, les dijo:

-Id, amigos míos, a cumplir con vuestro penoso deber, y dad gracias al cielo por haberos hecho los guardianes de la ley. Dios ha puesto la espada en vuestras manos para que defendáis la misma causa por la que Jesucristo murió en una cruz: ¡la causa de la libertad! Pero acordaos de que vais a luchar con vuestros hermanos; sabed que el uso de la fuerza sólo es justo hasta allí donde es necesario, ¡y que Dios os pedirá cuenta de la última gota de sangre que derraméis sin necesidad!

Dicho esto se dirigió con Lucinda a la celda del padre guardián, quien, sabedor de lo que pasaba, venía a ofrecer sus buenos oficios a la niña.

Anselmo salió con sus soldados a la plazuela en donde encontró a Tronera acosado todavía por la partida de Turra. Pepe había sido rechazado por los del Alba hasta apoyarse en el costado oriente de la iglesia.

Viendo Anselmo el peligro en que su amigo se encontraba, describió   -141-   con su gente un cuarto de círculo, y atacó a Turra por la espalda.

Las fuerzas de éste, ya fatigadas al verse entre dos fuegos, se replegaron hacia el norte y permitieron que Anselmo se pusiera al lado de Tronera. Por último, una carga entre ambos hizo volver grupas a los bandidos, quienes se dispersaron a las dos cuadras de persecución.

Mientras tanto, tenían lugar otras escenas en la casa del consulado francés. Don Catalino había tenido la suerte de que nadie hubiese entrado a la carbonera en donde todavía permanecía oculto. Cuando cesó el ruido interior y creyó él que la casa estaba desocupada, pensó en salir de su escondite, y empezó por asomarse poco a poco, a ver lo que pasaba. Daba algunos pasos fuera de su encierro y al menor ruido que sentía en la calle, volvía a meterse entre el carbón, diciendo:

-¡Una de las cosas más necesarias en la guerra es la prudencia!

En efecto, no podría encontrarse un jefe más prudente que Gacetilla. Lo único que no cuidaba era su vestido, pues se metía una y otra vez en la pila de carbón, sin gastar miramiento alguno con la galoneada casaca. Considere el lector cómo se pondría el señor comandante con sus continuas escaramuzas en la carbonera. Parecía un espantajo. Cuando se cercioró de que podía salir sin peligro, se dirigió al zaguán, pero tomando sus medidas para no caer en una emboscada. La puerta de calle estaba en el suelo, y el patio lleno de escombros y de muebles hechos pedazos.

-¡He aquí nuestra obra! -exclamó-. ¡Y que yo haya sido por un momento el comandante de estos demonios! ¡Maldito Motiloni! Tú has de ser siempre mi mal genio; ¡pero ya me la pagarás!

En esto se oyó en la calle un ruido que lo hizo meterse apresuradamente dentro de una de las piezas que comunicaban con el zaguán. El tropel, que crecía por momentos, era formado por partidas de guasos de a caballo que habían llegado apuradísimos para ver descuartizar al gringo hereje y excomulgado. Pero encontrándose con que ya estaba todo concluido, se lamentaban de su retardo y revolvían sus caballos con notable despecho.

-¿Y el gringo? -preguntaban.

-¿Mataron al hereje?

-¡Es preciso acabar con la casta!

-¡Imposible, compadre! El señor cura dice que los herejes brotan por virtud del diablo.

  -142-  

-Se ha escapado ese maldito: no lo hemos podido encontrar -dijeron algunos que se habían hallado en la refriega.

Gacetilla oía estas palabras metido debajo de unos pedazos de alfombra que habían quedado dentro de la pieza. Enseguida oyó que entraban dentro del zaguán y revolvían los trastos despedazados.

-¡Nada!, ¡nada de provecho! -exclamaban algunos que buscaban entre los escombros algo que llevarse como por vía de memoria de aquella jornada.

Enseguida invadieron las piezas, y Gacetilla empezó a temblar como un perlático.

-Aquí hay algo que se mueve -exclamó uno levantando los pedazos de alfombra.

Don Catalino se alzó con el vestido desordenado y tiznado como estaba de pies a cabeza. El miedo que tenía pintado en su semblante daba a aquel hombre una expresión singular.

-¡Jesús María! -exclamaron retrocediendo los que vieron por primera vez aquel fantasma carbonizado.

La exclamación fue oída por los de afuera, y en el momento se llenó la pieza de curiosos.

-¡El diablo! -dijo uno.

-¡El diablo!, ¡el diablo! -repitieron en coro los demás haciéndole la cruz.

-¡Pero, hombre! ¡Si no revienta ni por ésas!

-Este diablo es a prueba de cruces -dijo riendo un chulo.

La risa de éste reanimó a los demás, quienes pudieron ya prestar oído a las palabras de Gacetilla.

-No, amigos míos; yo no soy el diablo -les decía.

-Entonces es por lo menos el hereje -interrumpió un guaso, lanzándose sobre él.

-¡Eso es!, ¡que se dé a preso el excomulgado!

-¿Yo hereje? ¿Yo descomulgado? -gritaba Gacetilla arrinconándose en una esquina del cuarto y armándose de unas astillas como un gato que se dispone a arañar a su perseguidor cuando no puede huir-. Para que vean que no soy hereje -prosiguió-, voy a rezarles un Padrenuestro, y una Salve, y un Credo y un...

-¡Que rece! Veremos si revienta o no -gritó una mujer.

-Creo en Dios Padre, Todopoderoso... ¡Dios te salve Reina y Madre!... -decía Gacetilla tartamudeando.

-¡Qué hacen, hombres de Dios! -entró diciendo uno de los soldados   -143-   de Turra, que en vez de acompañar a sus compañeros, había preferido quedarse-. ¿No ven que es nuestro comandante?

-¡Ah! ¡Se me había olvidado que era el jefe! -exclamó don Catalino-. ¡Ustedes me tomaban por el hereje cuando yo soy uno de sus perseguidores!

-¡Sí!

-¡El comandante de la partida!

-¿De veras?

-Hemos tenido una refriega espantosa... ¡Ya ven ustedes cómo he quedado!

-Es cierto. Está como si lo hubieran arrastrado por la calle.

-Esos pícaros, no contentos con barrer el suelo conmigo, han querido asesinarme... ¡Pero así les ha ido a los malditos! No les hemos dejado estaca en la pared... La victoria ha sido completa...

-Sí, demasiado completa -dijo tristemente un guaso-; ¡no nos han dejado nada que hacer a nosotros!

-¡Se lo han llevado todo!

-Y yo -agregó don Catalino- he quedado por muerto entre estos escombros.

-¡Viva el comandante! -gritaron algunos.

-¡Viva!, ¡viva!

-¡Qué lástima que se haya escapado el estranjero!

En aquel momento acertó don Catalino a mirar por entre las rejas de la ventana, y vio en la acera de enfrente a un hombre que montaba a caballo mientras otro le sostenía el estribo.

-¿No es Motiloni? -murmuró entre dientes.

En efecto, aquel hombre era don Pablo, que, después de sus palabras con fray Prudencio, había resuelto ir a hablar al momento con el guardián de San Francisco; pero no había creído prudente salir del convento, sino cuando vio que la batalla cesaba y los tumultos se deshacían. El sacristán le había tenido oculto su caballo, y le ayudaba a montar.



  -145-  
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Capítulo XXVI

Motiloni se hiere con sus propias armas



    «¿Qué se hizo? ¿Adónde está?
¿Era acaso una alma en pena?
¿Se la llevó Satanás?
¿O se la tragó la tierra?»


(Antiguos versos populares.)                


A don Catalino se le ocurrió en aquel momento una idea diabólica.

-¡Qué casualidad! -exclamó-. Mirad, amigos, ¡cómo Dios lo pone en vuestras manos!

-¿A quién?

-Al hereje, al gringo de esta casa -contestó Gacetilla mostrando con el dedo a Motiloni que se acomodaba ya en su montura para marcharse.

-¿Dónde está?

-Allí, allí... ¿No veis aquel hombre alto, rubio, con anteojos, que acaba de montar a caballo?

-¡Sí! Tiene cara de estranjero.

  -146-  

-¿Pues no ha de tenerla? ¡Si es el gringo en persona!

-¡Pues vámonos sobre él! -dijeron algunos montando en sus caballos.

-¡Lo pillaremos vivito!...

-O muerto, no importa: la cuestión está en que no se escape.

-Pero si tiene pacto con el diablo es imposible pillarlo.

-Aun cuando fuera el mismo Lucifer, no se escaparía de mi lazo -interrumpió uno, haciendo su armada y dirigiendo su caballo hacia Motiloni.

-¡Comandante! -gritó otro dirigiéndose a Gacetilla-. ¡Usted debe marchar a la cabeza de nosotros!

-Lo haría; ¡pero como he quedado tan fatigado con esta refriega, no puedo!

-¡No, no! ¡Es preciso que usted nos acompañe, señor comandante!

-¡Pero, amigos míos, no tengo caballo! -exclamó don Catalino con suplicante voz...

-Eso nunca falta: ¡aquí hay caballo!

Nuestro comandante tuvo que resignarse a montar en un caballo que le presentaban, mientras el pelotón de guasos se dirigía al galope hacia el punto en donde estaba Motiloni. Éste, comprendiendo al momento de lo que se trataba, en vista de las amenazas que oía contra él, quiso refugiarse en el convento; pero ya el sacristán había cerrado y atrancado las puertas, y no contestaba a los recios golpes de don Pablo.

-Ese lugar es sagrado y no te corresponde, ¡pícaro excomulgado! -le gritó el guaso de la armada.

Y luego agregó dirigiéndose a los que venían atrás:

Maquéenmelo por esa orilla y verán si se me escapa! Prometo enlazarlo con caballo y todo.

Don Pablo sacó entonces del bolsillo una gran navaja y aplicó fuertemente las espuelas a su caballo que partió a escape por el centro de la calle. Enseguida el hombre del lazo dio a los rollos dos o tres vueltas sobre su cabeza, y lanzó aquella especie de madeja sobre el fugitivo. Los rollos volaron por el aire; la cuerda se estiró como una espiral que se convierte en línea recta, y la armada fue a caer con exacta precisión sobre el fugitivo, envolviéndose como una serpiente en torno de él y de su caballo espantado.

-¡Ya está cazado! -exclamaron algunas voces.

-¡Qué costalada va a dar el hereje!

Pero nada de esto sucedió, y todos vieron, con la mayor extrañeza,   -147-   que Motiloni pasaba adelante, enteramente desembarazado del lazo.

-¡Milagro!, ¡milagro! -gritó uno.

-No, compadre -le interrumpió otro-, ése no es milagro sino arte diabólica. ¡Santito es el excomulgado para que haga milagros!

-¿No les decía yo que si tenía pacto con el diablo no lo habríamos de pillar?

-¡Me ha cortado el lazo este condenado! -exclamó el guaso de la armada.

En efecto, ¡tal era la explicación del milagro! Motiloni había abierto su navaja, y en cuanto se vio envuelto con la cuerda, la cortó y pasó adelante. Los guasos lo seguían de cerca; pero el caballo del italiano, que era muy bueno, lo libraba cada vez que lo querían atajar. Metido por la primera callejuela que encontró al paso, se dirigió al puente de cal y canto y de allí a su casa. Sus perseguidores iban tan cerca, que algunos alcanzaban a darle de latigazos por las espaldas. Pero el generoso caballo parecía redoblar a cada rato sus esfuerzos con los latigazos que su dueño recibía y con los desaforados gritos de:

-¡Al hereje!, ¡al excomulgado!

Don Catalino, montado en su arrogante Bucéfalo, iba también entre los perseguidores. Parecía un Fierabrás, todo teñido y desmelenado, siendo de notar que esta vez no llevaba miedo. Gritaba como el que más, y aun hubo momentos en que se creyó capaz de cualquiera arriesgada empresa en lo sucesivo. Al ver que Motiloni entraba por la calle que conducía a su casa, dijo a los suyos:

-¡El hereje va a entrar en aquella casa de puerta verde con mojinete caído! ¡Córtenle la retirada! ¡Cárguese la gente al lado derecho!; ¡atájenlo!

-¡Ya llega el condenado a su madriguera! ¡Atajen! ¡Atajen!

Pero a pesar de las órdenes del señor comandante, don Pablo logró entrar por el zaguán de su casa dando una recia topada a la puerta, que se abrió de par en par. Sus perseguidores entraron detrás; pero él, saltando de su caballo al suelo, se fue derecho a un cuarto, metió la llave en la cerradura y entró a tiempo de que ya uno de los guasos le había echado el guante. Pero éste se quedó teniendo en la mano un pedazo del vestido de Motiloni, el cual cerró y atrancó la puerta por dentro.

-¡El pájaro se voló! -dijo el guaso-. ¡Sólo me han quedado las plumas en la mano!

-Pero es preciso pillarlo -repuso otro.

  -148-  

-¡Fuego a la casa! -dijeron algunas voces-. Démosle un humazo al condenado para que desde luego sepa cómo ha de ser tratado en el infierno.

-¡No!, ¡no! -interrumpió Gacetilla-. ¿No veis que se pueden quemar las casas de los cristianos vecinos?

-Tiene razón nuestro comandante -agregaron otros-. ¡Sería lástima que por este maldito se fuera a quemar un cristiano de Dios!

-¡Bueno! No lo quememos por ahora. El diablo lo hará cuando le llegue su turno; pero es preciso atraparlo.

-Echémosle la puerta abajo, y santas pascuas.

-¡Eso es! ¡Hacha con la puerta!

-¡Vengan piedras!

La puerta del cuarto era fuerte; pero en menos de cinco minutos vino al suelo, bajo los golpes de las grandes piedras que sobre ella lanzaron. Los asaltantes estaban furiosos, y en cuanto cayó la puerta se lanzaron dentro del cuarto; pero retrocedieron espantados al ver de pie, en medio de la pieza, a un sacerdote con un crucifijo en las manos.

-¡El padre Hipocreitía! -exclamaron algunos.

-¡El padre! ¡Milagro patente!

-¿Qué queréis?, ¡desalmados, sin religión ni temor de Dios! -preguntó el fraile con voz de trueno-. ¿Venir a matarme?

-¡No, reverendo padre! -contestaron-. ¿Cómo habíamos de atrevernos a eso? ¡Somos gentes religiosas!

-Pues si venís a asesinarme, aquí estoy -interrumpió el padre-; ¡pero preparaos a que el rayo del cielo caiga sobre vuestras cabezas!... ¡Aquí tenéis a Jesucristo en la cruz, que os está mirando!...

-¡Perdón!, ¡perdón! -contestaron algunos, inclinando humildemente la cabeza.

-Pero el hecho es -observó otro- que por esa puerta ha entrado el hereje...

-¿Qué hereje?

-El estranjero a quien veníamos persiguiendo.

-En resumidas cuentas, la cosa no es con su paternidad sino con el otro.

-Aquí no ha entrado nadie -contestó el padre-. Buscad y veréis... El diablo os ha engañado, hijos míos.

Dos o tres individuos entraron en el cuarto y salieron haciéndose cruces.

-¡No hay nadie! -dijeron a los demás.

  -149-  

-Se habrá salido por otra puerta -replicaron.

-El cuarto no tiene otra puerta que ésta, y hemos registrado hasta por debajo del catre -respondieron los otros.

-El diablo os ha equivocado -dijo el padre-, y os ha traído aquí para que insultéis a un ministro del Señor. Yo conozco sus arterías. Retiraos -prosiguió con voz sonora-. ¡Os lo mando en nombre de nuestro Señor Jesucristo que veis aquí! ¡El que no me obedezca queda excomulgado!

Al oír este anatema, la mayor parte de los circunstantes evacuaron el patio.

Don Catalino lo observaba lleno de asombro, y murmuraba:

-¡Es un hecho! Motiloni y el padre son una misma cosa. ¡Y que yo no lo hubiera descubierto antes! No se lo puedo perdonar.

Y a medida que recordaba varias circunstancias anteriores, convencíase más y más de su idea.

-¿Quién es aquel hombre? -preguntó el padre mostrando con el dedo a don Catalino.

-Es nuestro comandante; contestaron.

Don Catalino, al verse designado, se ocultó detrás de los suyos por temor de ser conocido por el fraile.

-¡Ved cómo se esconde! -dijo éste-. Ya sé quién eres... ¡Tienes miedo de encontrarte enfrente de un crucifijo! Mirad -prosiguió, dirigiéndose a la turba-. ¡Ahí tenéis al diablo: sacadlo de aquí!

-¡No habíamos caído en ello! Éste sí que es el diablo -dijo uno.

-O por lo menos un hereje. ¡Qué cara!

-¡Parece recién salido del infierno!

-Agarrémoslo, ya que se nos ha escapado el otro.

-¡No, no! -replicaron algunos, ¡no permitiremos que se toque a nuestro comandante!

Trabose entre la turba una disputa que auguraba malos resultados, y a favor de la cual logró don Catalino llegar hasta el cuarto del padre en donde entró.

-Señor don Pablo -dijo al fraile-, estoy enterado de todo, y si usted no me defiende de estos diablos, ¡canto aquí la cosa clarito! ¡Ya usted me entiende!

-Don Catalino, usted está loco -contestó el fraile.

-Ya verá usted si estoy loco -replicó éste, lanzándose sobre una peluca y unos anteojos que estaban en el suelo-. ¡Aquí veo los anteojos de Motiloni! ¡Éstos son sus mismos cabellos!

El padre palideció y dijo a don Catalino:

  -150-  

-Oculte esos objetos y lo salvaré a usted.

Enseguida dijo a la turba que había vuelto a invadir el patio:

-Retiraos, amigos míos. Dejadme aquí al hereje que ya está arrepentido. Voy a catequizarlo y a convertirlo a nuestra santa religión.

Los circunstantes se retiraron, dispersándose por las calles de la ciudad.

-¡Vaya, don Pablo! -exclamó don Catalino-, ¡que se ha escapado usted de una y buena!

-¿Y usted? -observó Motiloni.

-¡Lo que son estas gentes! -exclamó Gacetilla-. En este día he aprendido más que en cuarenta años de mi vida. He pasado de ciudadano pacífico a hombre de guerra, de jefe de una banda de asesinos a fugitivo oculto, de aquí a perseguidor de herejes, y de perseguidor a perseguido, ¡para llegar a ser catequizado por usted! ¡Lo que son las cosas!

El padre no contestó una palabra.

-Y después de todas estas peripecias -prosiguió don Catalino, quien se mostraba más locuaz mientras menos miedo tenía-, ¿no es cosa milagrosa que no me haya tocado ni un rasguño? He sido en general afortunado. Sin embargo, no volveré a meterme en otra. Es malo jugar con pólvora. Nunca había comprendido, como hoy, la facilidad con que estas gentes se convierte en instrumento con sólo pronunciar la palabra «religión»... Si uno quiere deshacerse de un enemigo, no hay más que decirles: ¡al hereje! y mostrarle al hombre con el dedo para que se lancen sobre él como perros rabiosos... Pero también he visto que se suele cambiar la tortilla, envolviéndose el mismo atizador en los lazos que ha armado. ¿No es verdad, padre mío?

-Estoy muy fatigado -contestó el padre-, y quisiera que usted me dejara solo, amigo mío.

-Me retiro -contestó Gacetilla viendo que podía llegar sin peligro a su casa, pues la calle estaba despejada-. Déjeme su paternidad lavarme y quitarme este polvo de carbón que me convierte en un verdadero demonio. Respecto de su secreto -prosiguió, mientras se lavaba la cara-, ¡no debe usted tener cuidado alguno, mi señor don Pablo!... Adiós: yo estoy resuelto a dejar la carrera que hoy había comenzado.

-Adiós -dijo tétricamente el fraile-. No olvide que usted está tan interesado como yo en silenciar este negocio.

  -151-  

-No tenga cuidado su paternidad. Ya sé que no me conviene el que se sepa que yo he sido el jefe de la jornada contra el cónsul francés.

Don Catalino pudo retirarse a su casa sin que le sucediera ningún percance, pues ya se había restablecido el orden en las calles de la ciudad, especialmente en las centrales. Tupper, enviado por Lastra, había ya limpiado de malhechores las calles, obligando al populacho a retirarse hacia la Cañada y a la ribera norte del Mapocho.



  -153-  
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Capítulo XXVII

¿Qué es de don Marcelino?



    «Y cuando yo no pensaba
volver a darme porrazos,
como otra vez me los daba,
alzo los ojos y... esclava
mi alma se queda en tus brazos.
¡Pues es bonita canción!
De mozo dejé el pellejo,
y ahora después de viejo...
¡Maldito mi corazón!»


(JOSÉ A. TORRES.)                


En cuanto doña Estrella supo el desenlace del matrimonio de Lucinda, no esperó consultar a don Cándido para ir al convento de la Recoleta Francisca y traer a su amiga a su casa. Don Cándido tuvo que conformarse por de pronto con vivir bajo un mismo techo con un hereje como Anselmo, que había tenido el atrevimiento de contrariar los proyectos del santo padre Hipocreitía ajando tan escandalosamente la autoridad paternal.

Aunque doña Estrella deseaba que Lucinda se reconciliase con   -154-   don Marcelino, y por más que la niña ardía en deseos de ir a arrojarse a los pies de su airado padre, no habían podido conseguir ver a éste en las repetidas visitas que las señoras habían hecho a la casa con tan plausible objeto. No deseaba menos don Cándido el arreglo de este negocio, pues así se deshacía de aquella braza de fuego, como llamaba a Anselmo. Éste por su parte, conociendo la mala voluntad del señor de la Rueda, había vuelto a tomar su alojamiento en casa de Andrés, y aun había querido llevar allí a su esposa, lo cual de ningún modo lo permitió doña Estrella.

Mientras tanto, se trabajaba por ver a don Marcelino, cuya casa ocupada por criaturas del reverendo Hipocreitía permanecía cerrada. El señor de Rojas había caído a la cama desde la muerte de su mujer, y nadie podía verlo, según prohibición expresa del médico. Exceptuábase sus dos íntimos amigos, el padre Hipocreitía y don Melitón, de quienes no era posible obtener permiso para entrar en el cuarto del enfermo. No dejaba de comentarse este hecho de un modo poco favorable al astuto jesuita; pero éste se reía de los dimes y diretes del público, agregando que, «en cumpliendo él con la obligación de prestar hasta el fin sus amistosos servicios, no importaba que el mundo hablase o callase.»

Pero ¿qué cosa puede permanecer oculta por mucho tiempo en este mundo? Una criada que salió disgustada de la casa contó a sus amigas, y éstas a otras, que don Marcelino daba muestras de estar loco. No quería que nadie, ni los criados, entrasen a su cuarto, y no recibía ninguna clase de servicios, sino de parte de sus jesuitas amigos. El padre pasaba las noches a la cabecera de la cama, y desde afuera se solía oír sus consoladoras exhortaciones. Don Melitón preparaba los remedios; y aunque viejo y achacoso, solía trasnochar, cuando lo pedía la necesidad. Más de una vez se había oído llantos y gritos en el cuarto del enfermo; y los criados que todo lo atisban y escudriñan, vieron que en cierta noche don Marcelino andaba desnudo fuera de su cuarto, llamando a voces a Lucinda.

Pero sus enfermeros habían conseguido volverlo a la cama, diciendo:

-¡Qué lastima! ¡Está loco!

Pronto corrió por la ciudad la noticia de tan tremenda desgracia, noticia que se iba abultando y echando ramas como un pólipo, con los repetidos comentarios que cada día le agregaban una nueva circunstancia.

  -155-  

-Dicen que es manía.

-No: es locura verdadera.

-¿Habrá perdonado a Lucinda?

-¡Sí!

-¡No!

-Estaba decidido a desheredarla.

-¡Es imposible que haga esa barbaridad! ¿No ven ustedes que está dirigido por ese santo religioso?

-¿Y por qué ese misterio?

-El médico dice que no se puede hablar todavía con él.

-¿Y si muere sin haber perdonado a su hija?

-¡Peor para ella!

-¡Peor para él!

-Dicen que no ha hecho testamento.

-Sin embargo, se corre que ha estado varias veces en la casa del escribano Uñeta.

-Yo conozco a don Tragalón Uñeta y nada me ha dicho.

-El testamento está todavía secreto.

-¿Si se habrá confesado?

A juzgar por lo que decía el reverendo, muy poca verdad había en todo aquello que se corría entre las gentes. Verdad que don Marcelino estaba atacado de cierta monomanía, razón por la cual debía permanecer separado de todo trato, pero había mucha esperanza de que sanase. En cuanto a su reconciliación con Lucinda, era preciso esperar la mejoría. Una impresión fuerte en aquellas circunstancias podía ser muy peligrosa; ¡sí! muy peligrosa.

Sin embargo, doña Estrella y Anselmo habían resuelto hacer el último esfuerzo para hablar con don Marcelino, y se resolvieron a ir un día, sin dar parte a Lucinda a quien llevarían después, según fuese el estado en que encontrasen al enfermo.

La pobre niña había escrito dos veces a su padre pidiéndole el permiso de ir a solicitar su perdón; pero la carta había sido devuelta por orden del médico.

En una pieza que antes servía de sala de recibo a doña Trinidad, y en donde entonces tenía su cama don Melitón, hablaba éste con su reverendo amigo sobre un asunto que le importaba sin duda mantener oculto, pues la conversación era a media voz.

-Pero hábleme francamente su paternidad -decía don Melitón-, ¿no cree usted que el matrimonio podrá anularse? Los cánones dicen...

-Digan lo que quieran los cánones -contestó el fraile-, el hecho   -156-   es que están casados. El padre Álvarez tenía facultad para casarlos.

-¡Maldito fraile! ¡Dios me perdone! ¡Ave María Purísima! -interrumpió don Melitón santiguándose dos veces-. La verdad es, padre mío, que... ¡Vaya!, seré franco...

-¿Qué?

-Soy hombre, ¿qué quiere su paternidad?, hombre débil... Yo quería a la muchacha... y a pesar de lo que había pasado, concebía esperanza...

-¿A su edad?

-Sí, padre de mi alma, a mi edad. Lo confieso para vergüenza mía.

-Déjese de niñerías, señor.

-Es verdad que no soy un niño, y a veces creo que el diablo ha puesto este tropezón ante mí para que caiga, quiero decir, para que mi corazón caiga en la red.

-¿Qué dice usted? ¡Por las llagas de San Francisco! -exclamó el padre.

-Que a pesar de mis años, soy un hombre de carne y hueso... ¿Quién lo había de pensar? Aunque a decir verdad, no son tantos mis años para que nos admiremos de... Aguarde su paternidad: yo tenía treinta y nueve años ocho meses cuando el pronunciamiento de...

-Ya sé que en España se clasifican las épocas por pronunciamientos; pero le repito a usted, que perdiendo hemos ganado.

-¡Ganado! ¡Ah! ¡lo que son las niñas!... ¡Lo que es el sí de las niñas, lo dan sólo con la boca!... ¡Sí, señor, nada más que con la boca!

-Sí, amigo mío, a la vejez; pero a la juventud no se lo dan con la boca. Desengáñese usted: pierda toda esperanza a este respecto -observó el reverendo.

-¡No puedo resignarme!... ¡Lo que es el de las muchachas del día!... En mi tiempo era otra cosa, pues...

-Todos los tiempos son iguales -interrumpió el jesuita-, aunque nuestro amor propio nos haga decir que el nuestro fue mejor. Le repito que no piense en esto; primero, porque es cuestión perdida...

-¡Ah!

-Segundo, porque si usted no obtiene la heredera, logra la dote o parte de ella. Esto es lo principal.

-¿Y tercero?

-¿Quiere usted más razones? Sin embargo, podría decirle que aunque   -157-   Lucinda pudiera y quisiera casarse con usted, encontraríamos oposición de parte de su imbécil padre.

-Es verdad que he notado cierta antipatía desde aquella horrible noche de la boda. Sin embargo, lo he amenazado a fuerza de mansedumbre siguiendo las instrucciones de su paternidad.

-Es lo que importa. Con la mansedumbre y la paciencia se gana no sólo los bienes del cielo, sino también los de la tierra.

-No puede su paternidad quejarse de mí.

-De ningún modo: usted se porta como un verdadero hombre fuerte. Por fortuna, el viejo ha caído en ese ensimismamiento...

-Yo a lo que le temo es a esa manía que ha tomado de llamar a su hija. Esta mañana la llamaba a gritos... ¡Le aseguro que me dio compasión, padre mío!

-No olvide usted que es un loco. Ha odiado a Lucinda, ¡y quién sabe si no es el odio lo que le hace hablar!

-No lo crea su paternidad. Me parece que era impulsado por el amor paternal.

-A veces; pero ¿no se ha fijado en que hay días que amanece furioso contra la muchacha?

-Es cierto.

-Entonces -dijo el padre- nosotros no debemos dejar que se junten porque seríamos responsables de lo que pudiera suceder después.

-Tiene razón su paternidad -contestó el viejo con supino candor.

-Afortunadamente hemos concluido ya la cuestión del testamento... Pero ¿quién viene?

En aquel instante se abrió la puerta de calle, y entraban al patio don Cándido con su esposa.

-¡Son ellos! -dijo el padre, saliendo a recibirlos al corredor.

-¡Amigos míos! -les dijo, poniéndose el dedo en la boca-, por favor: ¡chitt!, ¡chitt! ¡El médico ha encargado mucho silencio!...

-¿Cómo está su paternidad? -preguntó don Cándido, sin cuidarse de bajar la voz a pesar de las advertencias del enfermero-. ¿Y usted, amigo don Melitón?

-Aquí vamos pasando como Dios quiere.

-¿Y no sería posible hablar con mi compadre? -preguntó don Cándido.

-¿Está usted loco? -interrumpió el fraile.

-Su debilidad es suma -agregó don Melitón.

-Sin embargo -dijo la señora-, yo creo...

  -158-  

-Imposible, señora mía: la prohibición del médico es expresa, hoy principalmente. Estamos en los días de crisis. Ya usted ve ¡la crisis!

-Eso es -dijo don Melitón-; y mientras la crisis no pase...

-Claro es que el enfermo permanece en la crisis -dijo don Cándido arreglándose la valonilla de su camisa.

-Pues nosotros veníamos a ver si Lucinda podía hablar con él.

-¡Entrevista con la niña! ¿Y en este caso? Sería matarlo... ¡Pobre amigo! ¡No!, ¡no! -dijo el fraile, limpiándose un ojo con la manga de su hábito.

-¿No te lo decía Estelita? -dijo don Cándido, sin comprender las señas que le hacía la señora para que callara y no fuera a decir un disparate-. ¿No te lo decía? Pero tú, que no siempre atiendes a lo que yo te aconsejo, me repetías esta mañana: ¡no! ¡no! Es preciso que Lucinda hable con su padre, a pesar de todo... Ya ves que el médico mismo opina al contrario.

La señora que estaba en ascuas, interrumpió a su marido, diciendo:

-Lo que yo creo es que el reverendo padre ha de encontrar razonable que Lucinda desee reconciliarse...

-¿Querrá reconciliarse con el autor de su existencia...? ¿No es esto? Pues éstos son mis propios sentimientos, señora, y hasta he trabajado... Pero...

-¿Y qué?

-El hombre persiste... Es preciso esperar... El golpe ha sido muy recio... Son cosas que el tiempo cura...

-Soy de su mismo parecer -dijo don Cándido-. ¡El tiempo!, ¡el tiempo!

-¡Pero dejar morir a un padre sin que perdone a su hija! -exclamó doña Estrella.

-¡Sin que le eche la bendición! -agregó don Cándido-. Yo también creo como Estelita que...

-Imposible, por ahora -interrumpió el padre-. Es preciso que el médico decida. La cosa es grave. Don Marcelino se halla en un estado de irritabilidad suma.

-Pero haciéndole ver la razón poco a poco -observó la señora-, ¿no podríamos conseguir que escuchase?

-Eso es, poco a poco -dijo don Cándido-. ¡Nada, nada de repente!

-Ya les he dicho que he trabajado y trabajo sin descansar en   -159-   este sentido. Pero sólo el nombre de su hija lo exaspera hasta el estremo de volverlo loco. Ayer me decía: «¡No la perdono!, ¡no, no la perdonaré jamás!»

-¡Mentira! -gritó en aquel momento una voz extenuada, detrás de la puerta que comunicaba con las piezas por donde se iba al cuarto de don Marcelino.

Todos volvieron la cara y lanzaron un grito de horror al ver que la puerta se abría de repente, apareciendo en ella el mismo don Marcelino. Venía casi desnudo. Su cuerpo flaco y seco, el rostro pálido y desencajado, los ojos hundidos y entelados, su respiración torpe y forzada; todo anunciaba el fin de aquella existencia. Parecía un cadáver que se moviera mecánicamente.

-¡Compadre! -exclamó asustado don Cándido.

-Señor don Marcelino -dijo el fraile-, ¿qué ha hecho usted?

-Venir a oír lo que hablaban -contestó el viejo, tratando de deshacerse de los brazos del padre que quería volverlo a la cama-. Pero no me han contestado -prosiguió-, ¿quién ha dicho que un padre, antes de morir, no desea hablar con su hija?

-No hemos dicho eso -contestó el padre temblando-. Vamos, señor, a su cuarto.

-Pues yo lo he oído aquí, aquí, detrás de esta puerta -replicó don Marcelino, cuyos dientes chocaban con un movimiento convulsivo.

-Vamos, compadre, déjese usted llevar -dijo don Cándido ayudando al reverendo.

-¿Y también usted me quiere llevar a la prisión? -preguntó don Marcelino a su compadre.

-No, señor -le dijo doña Estrella-, sólo queremos librarlo del peligro que corre. Somos amigos suyos los que estamos aquí... Yo soy su comadre Estrella.

-¡Ah!, ¿cómo está, comadre? ¡Sí! La madrina de la boda, ¡eh! -dijo don Marcelino dando una gran carcajada-. ¿Y don Melitón?

-Aquí estoy, amigo mío...

-¡Pues bien! Estese usted ahí... No venga para acá -prosiguió el enfermo, dejándose conducir sin oponer resistencia alguna-. No venga usted. Estoy con mis amigos... ¡Sí!, mis amigos... ¿No es usted, compadre Cándido?

-Sí, compadre, yo soy...

-Muy bien: ahora dígame ¿cuánto tiempo hacía que no nos veíamos?... Desde aquella noche que... ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Los tres amarrados...   -160-   Sí... Y la pobre Trinidad... Ella no vio a su hija, así como yo... Pero... ¡quién sabe ahora si Lucinda...! ¿La conocen ustedes? ¡Oh! ¡Es un ángel!..., ¡mi hija!

Don Marcelino, rendido de fatiga, cayó como un cuerpo muerto sobre su cama.

-Está aletargado -dijo el padre-. Voy a buscar al médico... ¿Y la cuidadora? ¿Dónde está esa vieja imbécil que lo ha dejado salir?

-Aquí estoy -contestó una mujer desde un rincón en donde dormitaba con el mate en la mano.

-Yo cuidaré al enfermo mientras tanto -dijo doña Estrella, al padre-. Vaya su paternidad a buscar al médico.

Sacó el padre a don Cándido del cuarto; y cuando se disponía a salir a la calle, vio con gran disgusto que entraban el padre Álvarez con Anselmo. No fue menor la rabia de don Melitón al ver a su afortunado rival; y apretando los puños se dirigió a él, diciéndole:

-¿Con qué derecho se atreve usted a venir aquí?

-Con el que un hijo tiene de entrar a la casa de su padre...

-¡Oh!, señor Guzmán -le interrumpió el jesuita-. Siéntese usted Padre Álvarez, bienvenido sea. Aquí tiene asiento su paternidad... Y usted, don Melitón, atienda a estos señores mientras voy a buscar al médico.

Antes de salir a la calle, el jesuita se acercó a don Melitón y le dijo a media voz:

-¡Sea usted prudente!

-¡Estoy en un suplicio! -contestó el viejo.

-Si usted no sabe conducirse, ¡todo es perdido! ¡El deber!

-¡Ruegue por mí, padre de mi alma!

-¡El deber!, ¡el deber! -respondió el fraile, saliendo al trote con el sombrero en una mano y su bastón en la otra.



  -161-  
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Capítulo XXVIII

La disputa



    «Ahora, ¡voto va!, no hay Tierra Santa;
ni escudo, ni blasones, ¡tontería!
Ante la heroica edad que se levanta,
para que valgan con razón hoy día
los hombres, caro Andrés, y al mundo entero
den la ley, con soberbia gallardía,
dinero es necesario; sí, dinero...»


(DAVID CAMPUSANO.)                


-¿Ha venido la señora?

-¿Ha visto usted a don Marcelino?

Tales fueron las preguntas que el padre Álvarez y Anselmo hicieron a don Cándido, sin acordarse para nada del enfermero, don Melitón.

-Estelita está adentro con mi compadre -contestó don Cándido-. ¡Pobre compadre de mi alma! Lo acabo de ver...

  -162-  

-¿En su cama?

-No, aquí en este cuarto...

-Entonces ¿está en pie?

-Fue para mí una especie de encanto verlo de pie ahora poco rato aquí. Parecía un esqueleto andante.

-¡Explíquese usted, por Dios!

-Me explico... Estábamos aquí hablando sobre la enfermedad... Mi Estela deseaba ver a mi compadre; pero este caballero y el reverendo Hipocreitía se oponían, diciendo que era matar al hombre el obligarlo a ver a mi amigo, y sobre todo a hablar con su hija... Cuando, ¡gran Dios!, se nos aparece ahí en esa puerta, cadavérico, medio desnudo y diciendo con voz hueca... ¿Qué fue lo que dijo? ¿Se acuerda usted, mi don Melitón?

-Este hombre es un asno -murmuró el señor de Rojas. Y luego dijo en voz alta-: ¡Me voy, quédense ustedes con Dios!

-¿Se va usted y nos deja solos? ¡Ah! ¿Es ésta la cortesía que se usa en España? -preguntó don Cándido-. No, señor, siéntese usted. Ahora nosotros somos las visitas y usted el dueño de casa, encargado del cuidado de nuestro inmejorable amigo... ¡Sería una inhumanidad irse! y... Eso es -prosiguió, viendo que don Melitón volvía a sentarse-, ocupe usted su asiento... ¡Ah! ¡ya me acuerdo! Mi compadre interrumpió nuestra conversación con estas palabras: «¿Y quién ha dicho que un padre no desea ver a su hija antes de morir?»

-¡Ah! -exclamó Anselmo-, ¿y cómo decían que él no quería perdonar a su hija?

El padre Álvarez miró fijamente a don Melitón, cuyos ojitos lanzaban chispas de cólera.

-Es verdad -dijo éste-, que a pesar de los consejos del reverendo Hipocreitía, nuestro buen amigo estaba resuelto a no perdonar la falta de su hija mientras no la viera entrar por sí misma en el camino del deber; pero...

-¿Y por qué no dice usted, señor mío, siguiendo los consejos del reverendo, en vez de decir a pesar de eso?

-¿Qué significan esas palabras?

-Que su santo amigo ha convertido en un instrumento de su codiciosa ambición al dueño de esta casa.

-¡Oh! ¡Eso es ya demasiado!

-Todo Santiago es de la misma opinión.

-¡Me río de su Santiago! -exclamó con desprecio don Melitón.   -163-   ¿Cómo se atreve usted a hablar así de un hombre tan evangélico, tan santo, tan cristiano?

-¡Sí! ¡Se necesita mucho espíritu evangélico para introducir la discordia en una familia! ¿Qué mayor santidad que la de ponerse entre dos esposos, soplando el odio? El evangelio dice: «amaos los unos a los otros»; pero hay hombres evangélicos que dicen: «¡aborreceos los unos a los otros, en nombre de Dios!»

-¡Jesús! -exclamó don Melitón-, ¡esto no se puede oír! ¡Por la Virgen de Atocha!

-Sí; yo sé que quienes entienden de cierto modo el evangelio no pueden oír la verdad. Lo primero que hacen es malquistarse con ella y hacerla antipática a la multitud, a quien pretenden dirigir. Quieren convertir al mundo en instrumento, y las más veces ellos son los instrumentos... Pero volvamos a nuestro objeto. ¿Le parece a usted muy grande la santidad de un hombre que trabaja por separar a dos personas que se aman? -preguntó Anselmo.

-Pero observe usted, joven insensato, ¡que ese hombre es un sacerdote!

-Sacerdote que convierte en pobre oficio su santa y misión de unir a los hombres, estrechando los vínculos del amor y dando ejemplo de caridad. Porque respeto tanto la misión del sacerdote sobre la tierra es por lo que no puedo mirar a sangre fría a ningún mal sacerdote.

-¡Qué manera de hablar en esta tierra!

-Es preciso contentarse con los usos -interrumpió don Cándido riendo-. A la tierra que fueres haz como vieres.

-Yo deseaba una ocasión para hablar con usted y con su reverendo amigo sobre esta materia -prosiguió Anselmo-. Ahora, dígame usted: ¿Le parece a usted buen modo de evangelizar a un hombre el introducir en su pecho el odio contra sus hijos y contrariar a la naturaleza en lo que tiene de más sagrado?

-¡Calle usted!

-¡Que calle!, ¡cuando veo que por intereses mundanos se calumnia a mi padre!

-¡Su padre! -exclamó don Melitón.

-¡Cuando veo que se prepara a un hombre para aparecer ante Dios con el corazón ardiendo en el fuego de un odio contra la naturaleza!

-¡Su padre!, ¡su padre! -murmuraba sordamente el viejo.

-¡Y que todo esto se haga en nombre de la religión de un Dios   -164-   que dijo: «¡amaos los unos a los otros!» ¿Por acaso, apegándose a los bienes terrestres es como un sacerdote cumple con su celeste misión? ¡He ahí a lo que ustedes llaman cristiandad!

-Pues, amigo, no había caído en ello -interrumpió don Cándido-. Tal vez será un bellísimo medio de obligarlo a uno a mirar al cielo, el desposeerlo así o asá de los bienes de la tierra... Por lo demás, no entiendo una jota de lo que ha dicho Anselmo, y no sé a qué viene todo eso.

-¡Anselmo, hijo mío, cálmate, por Dios! -dijo el padre Álvarez.

-¡Su padre!, ¡su padre! -decía don Melitón meneando la cabeza.

-Es el esposo de Lucinda -dijo don Cándido.

-¡Y con qué atrevimiento habla delante de mí!, ¿no sabe usted quién soy?

-Un digno amigo del padre Hipocreitía -contestó Anselmo-. Usted no quiso creerme cuando en días pasados fui a convencerlo a su propia casa de que no debía aspirar a la mano de Lucinda.

-¡Mano que me había ofrecido su propio padre!

-¿A virtud de qué méritos? -preguntole Anselmo.

-Mis antecedentes, la nobleza de mi sangre... ¿No sabe usted que soy un español noble de la casa de Sandoval y Rojas que ha dado ministros a España...?

-¡Ah!, ¡sí! -dijo don Cándido-, ¡ministros, casi reyes! ¡Inquisidores! ¡De todo!, ¡de todo como en botica...!

-Pero usted que habla de méritos -preguntó colérico don Melitón-, ¿cuáles podría presentar un criollo, sin antecedente alguno, digno de compararse con los míos?

-En primer lugar -contestó Anselmo con calma-, tengo sobre usted el mérito de ser amado, que, en tratándose de estos negocios, es el mérito principal, con perdón sea dicho, de todos los pergaminos y...

-¡Eso no más faltaba! ¡Qué usted venga a reírse en mis barbas de una cosa tan sagrada como son los antecedentes de familia!

-Cosas de estas repúblicas, amigo mío -le interrumpió don Cándido-. Es verdad que en España se estima en mucho eso de los pergaminos...

-¿Y por acaso aquí...?

-Aquí se ha arreglado las cosas de otro modo. No hay más antecedentes que la plata.

-¡Válgame la Virgen del Pilar! -exclamó don Melitón.

-No se admire, hombre de Dios -interrumpió don Cándido-, y   -165-   convénzase de que la riqueza vale más que un apellido ilustre. Es cosa que nosotros hemos descubierto.

-Y aun cuando así fuese -dijo don Melitón dirigiéndose a Anselmo-, ¿podría usted alegar ese mérito de la riqueza?

-No, señor -respondió el joven-; pero tengo el de amar...

-¡Vaya con los méritos! -exclamó don Melitón fuera de sí-. ¡Ser amado! ¡Amar!

-Ya le digo, que en tratándose de matrimonio...

-Cosas de esta tierra -interrumpió riendo don Cándido-. Aquí se usa así, porque como no estamos en España... No se enoje usted, amigo mío, -prosiguió, golpeando el hombro de don Melitón que se revolvía en su silla-; no se enoje usted, y siga el proverbio de: a la tierra que fueres, haz lo que vieres. Así lo enseña la filosofía, y usted es un latino excelente para no comprender que en los asuntos de matrimonio es preciso que lo quieran a uno para... Ya usted me entiende... Así lo han dispuesto las mujeres en estas Américas.

-Entonces, ¿aquí se tiene en nada la voluntad del padre de una niña? -preguntó don Melitón poniéndose de pie.

-¡Oh! -exclamó don Cándido, casi arrepentido de lo que había dicho-. La autoridad paterna es una cosa sagrada; y yo que también soy padre, quiero decir, que no he tenido hijos porque Estelita... Pero... ¿qué es lo que digo? ¡Ah!, por fortuna ella no me oye... ¡La autoridad paterna! ¡Yo estoy por ella!

-Pero la voluntad del padre favorece mis derechos -exclamó fuera de sí, don Melitón-. El compromiso de don Marcelino es serio: la muchacha no ha cumplido aún su menor edad para que se haya atrevido a amar sin consultar a su padre; ese matrimonio es nulo; y juro a usted que yo sabré hacer respetar mi derecho, si es que en este país hay leyes justas y razonables.

-Todavía no -le contestó Anselmo-, porque estamos bajo la férula de las leyes españolas; pero un tiempo vendrá en que leyes dictadas por la naturaleza y la humanidad, suplanten ese inmundo fárrago. En cuanto al derecho -prosiguió, dirigiéndose a don Melitón, que lo miraba con ojos espantados-, en cuanto al derecho, bien sabe usted cuánto hemos peleado por verlo imperar en estas regiones.

-¡Regiones de demonios! -murmuró don Melitón, paseándose agitadamente por el cuarto-. ¡Ustedes verán si ese matrimonio no se anula! El mismo señor Obispo me ha prometido...

-Permítame usted, señor, que le diga -le interrumpió el padre   -166-   Álvarez- que ese matrimonio es legal y verdadero... Yo mismo he sido quien los ha casado.

-Veremos -dijo don Melitón-, veremos si usted ha tenido la autoridad suficiente para casarlos.

-Vea usted que es padre Álvarez -le interrumpió al oído don Cándido.

-¡Qué me importa a mí el padre Álvarez! -respondió con nueva cólera el viejo.

-Un sacerdote que...

-Sacerdote que no sabe su obligación...

-¿Y usted era -le interrumpió fray Prudencio- el que ahora poco le echaba en cara a Anselmo su atrevimiento por hablar de los sacerdotes?

-¡Vaya! -dijo don Melitón-. ¡Qué tierras éstas! ¡No conocer la diferencia que hay entre un sacerdote español y un fraile criollo! Lo que a mí me admira -prosiguió- es que llevando usted sobre sus hombros el santo hábito del Seráfico Padre, se haya extraviado hasta el estremo de predicar el error, como sé que lo ha hecho, poniéndose de parte de los pipiolos.

-¡Señor! -interrumpió con gravedad fray Prudencio-, ¡basta de locuras!

-¿Qué dice usted?

-¡Que no permitiré jamás a nadie que aje mi dignidad con insultos groseros!

-Mire, amigo mío, que es el reverendo Álvarez -repitió don Cándido a don Melitón.

-¡Digno hijo de San Francisco! -exclamó don Melitón, riendo de rabia-. Jamás he visto un hábito más bien puesto: ¡basta la humildad con que habla el frailecito! ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!

-¿Y cree usted -le contestó el padre- que yo he cargado este hábito para envilecer mi naturaleza de hombre?

-¡Qué virtud la de estos sacerdotes!

-¿Le parece a usted que la virtud consiste en aceptar ideas erróneas, en proteger las preocupaciones y en servir de estorbo a la marcha de una sociedad?

-Pero ¡qué ideas, Dios mío!

-No es éste el sitio, señor, para ponerme a disputar con usted sobre esta materia; pero le diré, cumpliendo con mi misión de sacerdote (cual es la de ilustrar a sus hermanos cada vez que la ocasión se presente), que la humildad no consiste en el envilecimiento;   -167-   que la fe no debe estar basada en la ignorancia; y que la virtud ha de ir acompañada de la conciencia de sí misma, de la ilustración en la verdad para que produzca en un país los buenos frutos que los amigos de la libertad desean.

-¡Los amigos de la libertad! Al oír esas orgullosas ideas en un siervo de nuestro padre San Francisco, no extrañaré ya más que estos reinos estén plagados de revoltosos, trastornadores del orden establecido desde siglos ha por el poder de Dios mismo.

-No profane usted ese Santo nombre -le interrumpió el padre-, ni llame revoltosos a los que han luchado contra la tiranía para cimentar el derecho en su propia patria. El trastorno no es un mal por sólo el hecho de ser trastorno, pues para establecer el bien, se ha menester derrocar el mal. La sangre que se derrame caerá sólo sobre la cabeza de los que se opusieron al desarrollo de la verdad. ¿Qué hizo Cristo sino trastornar las sociedades romanas cuyos vicios habían prendido como un cáncer por todo el mundo? He ahí al gran Trastornador, cuyo ejemplo debemos imitar.

-¿Y su misión de paz y de caridad cristiana -le preguntó don Melitón- le manda a su paternidad gritar: ¡guerra!, ¡guerra! ¡Fuego!, ¡fuego!?

-Sí -contestó el padre con ojos más animados-. Mientras conserve un átomo de vida, cumpliré con mi deber gritando: ¡guerra!, ¡fuego!; pero no contra los hombres, sino contra el vicio y el error. Gritaré siempre: guerra contra los absurdos sistemas, contra todo orden de cosas que sea contrario a la naturaleza y que desfigure la obra de Dios. He aquí -prosiguió fray Prudencio-, lo que han hecho estos que ustedes llaman revoltosos. Han conquistado su independencia política desterrando un poder injusto...

-¡El del rey nuestro señor!

-Será señor de usted, pero no de los americanos -contestó Anselmo.

-La independencia política nos llevará a la social -dijo el padre- cuando nos deshagamos de las preocupaciones que atan nuestro espíritu, y de aquí a la independencia religiosa no hay más que un paso...

-¡Independencia religiosa! ¡Inaudita herejía dicha por un fraile! ¡Y que esto se tolere! Entonces ¿piensan estas Américas deshacerse de la autoridad del Pontífice romano y meterse de rondón en el protestantismo?

-No me entiende usted, y juzga enseguida con demasiada prontitud...

  -168-  

-¡Bueno para juez! -exclamó don Cándido-. Acortaría los pleitos en los cuales es tan necesaria la prontitud. Dígalo yo, que hace ya tres años que estoy peleando sobre el callejón entre mi casa y la de mi vecino, por cuya tenacidad se me ha humedecido mi dormitorio. ¡Sí!, el pleito lo ganaré al fin, según dice mi sabio abogado; pero ello será cuando yo haya muerto de reumatismo.



  -169-  
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Capítulo XXIX

El enfermo



    «¿Qué importa la riqueza,
la pompa y la grandeza,
mísera escoria que el orgullo viste,
cuando nada resiste
de airada muerte la fatal herida?»


(ROSENDO CARRASCO.)                


En esos momentos entraba el jesuita trayendo de la mano al doctor Matatías.

Hizo el doctor una venia a los que se hallaban en el corredor de la casa, mientras el jesuita decía a don Melitón:

-¿Qué tiene usted, amigo? ¿Qué significa esa cara avinagrada?

  -170-  

-¡Me voy, me voy de este maldito país! -contestó el señor de Sandoval con reconcentrada cólera.

-Bueno. Pero antes de irse es necesario cumplir con su deber...

-¡A España, a España! -interrumpió don Melitón-. Un hombre de mis principios, de mi temple, de mis antecedentes no puede vivir entre estos malditos criollos...

-¿Está usted loco, hombre de Dios? Venga usted acá, que hay todavía tiempo de pensar en ese viaje.

-¡Decirme incrédulo, impío y ateo en mis propias barbas!... No, no: a España, a España...

-Tenernos dos locos en vez de uno -murmuró el jesuita, dejando a don Melitón para seguir al médico que se dirigía al cuarto del enfermo.

-Esperemos -dijo el padre Álvarez a Anselmo- el resultado de la visita: el doctor Matatías nos dirá después si hay o no inconveniente para que yo hable con don Marcelino.

Don Cándido no hizo esta reflexión sino que, siguiendo al médico, entró tras de él en el cuarto del paciente.

-¿Cómo está el enfermo? -preguntó el médico, tosiendo doctoralmente.

-¡Gracias a Dios que ya está usted aquí, doctor! -exclamó doña Estrella, quien con otras mujeres se hallaba ocupada en confeccionar algunas bebidas caseras-. ¡Gracias a Dios!

Deo Gratias! -contestó como un eco don Cándido entrando en aquel momento.

-Hace más de media hora que duerme y no ha sido posible despertarlo -dijo doña Estrella.

-Y ¿para qué despertarlo? -la interrumpió el doctor medio enfadado-. El sueño es una reparación necesaria.

-¡Ah! sí -interrumpió don Cándido-, ¡muy necesaria!

El doctor miró de una manera particular a don Cándido, a quien no conocía, y prosiguió preguntando a doña Estrella sobre el estado del enfermo mientras tenía en la mano el brazo de don Marcelino, cuyo pulso examinaba atentamente.

-Hemos querido despertarlo -dijo doña Estrella-, porque ha tenido un sueño tan intranquilo que daba lástima. ¿Qué cree usted de esta pesadez de sueño?

-Esto significa que aún no ha acabado de dormir -contestó gravemente el doctor.

  -171-  

-Pero es que se ha llevado hablando palabras desacordes. Ha llamado a sus amigos, a su hija...

-¡Oh, las manías no duermen! -interrumpió el doctor-. Aunque el pulso indica una completa paralización en los miembros del cuerpo...

-¿En los miembros del cuerpo? -observó don Cándido, sin echar de ver la acre mirada que le volvió a lanzar el médico.

-No obstante -prosiguió éste-, los espíritus vitales, desalojados de todo el sistema inferior, se han elevado a las regiones del cerebro, y combinando su acción con la somnolencia general, que en casos como éste envuelve todo el sistema nervioso, produce esas imágenes en la medio aletargada memoria de la persona dormida, esto es, del sujeto a medio dormir, o más bien dicho, del ser que se halla atacado del dormir imperfecto. Este casi dormir, según la famosa teoría de Platón...

-¡Por Dios! -interrumpió doña Estrella con su acostumbrada vivacidad-, ¡deje usted en paz, doctor, al pobre Platón y vea lo que conviene hacer con el enfermo!

-Tiene razón Estelita -agregó don Cándido mirando al doctor-. ¡Mire usted cómo mi compadre se revuelve en la cama!

En efecto, don Marcelino se volvía de un lado a otro y movía los brazos como queriendo arrojar lejos de sí las ropas de la cama, pero las fuerzas no le ayudaban. El médico tomó entonces un frasquito de álcali, y lo aplicó a las narices del enfermo. Éste abrió los ojos; quiso incorporarse en la cama, pero volvió a caer desfallecido sobre la almohada.

-¡Oh!, ¡qué cosa tan horrible! -exclamó entre dientes-. ¡Qué terrible cosa es sentir las ansias de la muerte cuando uno quisiera tener vida para...! ¡Dios mío! ¿Por qué no mueren los deseos mundanos y las vanas esperanzas antes que nuestros cuerpos? ¡Sí!... Éste es Satanás que me persigue hasta el borde de la sepultura... ¡Ave María!... ¡Lejos de mí, espíritu maligno!... ¡Señor, Dios mío!, yo pequé... ¡Tened misericordia de mí! -don Marcelino calló, pero sus labios se movían como si rezara. Después de un corto rato empezó a balbucear-: ¿Y para esto he juntado riquezas?... Sí, riquezas que hoy de nada me sirven... Aunque hubiera conseguido ser un grande de España... ¿de qué me aprovecharía hoy?... ¡Oh!, ¡no!, ¡no! Yo quiero salvarme... ¡Vade retro Satanás! Yo quiero salvarme... ¡Perdóname, esposa mía!... ¡Pobre Trinidad!... ¿Ha muerto mi hija?

  -172-  

-¡No, compadre! -le contestó doña Estrella acercándose-. Lucinda vive y lo ama a usted como siempre... Está en mi casa, y cada día son mayores sus deseos de verlo... ¡Oh!, ¡voy a buscarla!

Diciendo esto, la señora se echó sobre los hombros su pañuelo y salió sin atender a las palabras del reverendo padre que, siguiéndola, le decía:

-¡Señora, mire usted lo que hace! ¡La vista de la niña puede ser fatal a nuestro pobre amigo!

-¿Se puede entrar? -preguntó el padre Álvarez a doña Estrella.

-¡Sí! -contestó ésta sin detenerse-. ¡Pobre hombre! ¡Es preciso que muera sin ese peso que parece afligirlo!

Anselmo siguió a doña Estrella; y mientras tanto, fray Prudencio se dirigía al cuarto del enfermo, en donde entró a pesar de las observaciones del jesuita. Don Marcelino había despertado completamente y no cesaba de hablar mientras las enfermeras que lo asistían, cumpliendo con las prescripciones del doctor, se empedaban en envolverle las piernas con bayetas calientes, aplicándole ladrillos ardiendo a las plantas de los pies.

-Es estraño lo que me pasa ahora -decía con voz entera-. Nunca había visto tantas personas en mi cuarto... ¿Es usted, compadre Cándido?

-Sí -contestó éste-, ¡yo soy, compadre!

-¿Quién es usted, padre? -preguntó, dirigiéndose a fray Prudencio.

-Fray Prudencio Álvarez, su amigo -contestó éste-, su amigo que viene a visitarlo.

-¡Ah!, el confesor de la... ¡pobre Trinidad! ¿Me habrá perdonado, padre?

-Sí, amigo mío -contestó fray Prudencio-. ¡Deseche usted esas ideas!

-¡Es que la engañé muchas veces...! Padre Hipocreitía -prosiguió-, ¿se acuerda cuando le fingíamos cartas de Lucinda?...

-Está atacado de su manía -dijo el jesuita-. Sería bueno despejar el cuarto.

-¡Y la pobre Trinidad lloraba y me pedía por favor ver a su hija!, ¡nuestra hija Lucinda! ¿Dónde está?... ¡Pero el padre no quería! Es cierto que no era conciencia dejar que ese mozo hereje se casase con mi hija... ¡No!, ¡no!, ¡no quiero que se case! -gritó de repente, volviendo a quedar exánime.

  -173-  

-Doctor -dijo el padre Hipocreitía-, ¿por qué no manda evacuar el cuarto?

-¿Y don Melitón?... ¿Dónde está que no lo veo? -preguntó el enfermo.

-Aquí estoy, señor -contestó don Melitón.

-¡Ah! -exclamó el enfermo-. ¡Qué jugarreta tan pesada nos hizo ese maldito muchacho!

-Señor -le interrumpió el padre Álvarez-, vuelva en sí; tranquilícese; prepárese a recibir a su hija.

-¿Dónde está Lucinda?

-Luego llegará.

-¡Pero no alcanzaré a verla porque me siento morir! -contestó don Marcelino con voz desfallecida.

Enseguida empezó a hablar palabras inconexas y sin sentido. A veces parecía dominado por la cólera, otras por el arrepentimiento, y las más, por cierto dolor vago que parecía haberse posesionado de todo su ser. Se quejaba, suspiraba, se reía, y pronto volvía a quedar exánime. En uno de estos paroxismos, dijo el médico que ya no había esperanza. En efecto, la parálisis que con levantarse de la cama había adquirido poco antes, le había cogido hasta el tronco del cuerpo. Por último, habiendo permanecido aletargado durante unos veinte minutos, despertó; y con voz reposada aunque balbuciente, dijo:

-Padre Álvarez: necesito quedar solo con su paternidad.

-Aquí me tiene usted, amigo mío -contestó el padre, sentándose a la cabecera mientras los demás salían del cuarto.

-¡Deme la mano, padre mío! ¡Ayúdeme su paternidad a salvarme! He sido un gran pecador... Pero, ¡Dios mío! ¡He sufrido tanto!, ¡tanto! -dijo el pobre viejo con voz apenas inteligible.

Fray Prudencio se apresuró a cumplir con su caritativo ministerio. Entre tanto las salas exteriores se iban llenando de gente; especialmente de señoras, que, sabiendo por doña Estrella que ya se podía ver al enfermo, venían, atraídas unas por el deseo de ser útil, y otras por la curiosidad. Entre los recién llegados estaba el siempre visible Gacetilla, quien, no contento con poner de manifiesto su persona, andaba preguntando aquí, allá y más allá, las más pequeñas circunstancias como si se tratara de un amigo íntimo. Todos iban y venían; todos hablaban a un tiempo formando la más irrespetuosa algarabía y convirtiendo en un pandemonium aquella mansión en donde poco antes reinaba la tranquilidad.

  -174-  

-¿Se habrá confesado? -preguntaba una.

-¿Qué médico lo asiste? -demandaba otra.

-Ya no es tiempo de médico ahora -decía una tercera.

-¡Sí!, ¡su salvación antes que todo! ¡El confesor!, ¡el confesor!

-¡Si se está confesando, niña!

-¿Y su testamento?

-Debe haberlo hecho ya.

-Dicen que no ha tenido tiempo.

-No es posible.

-¿Y por qué no?

-¡Morir intestado!

-Hay a veces mucho descuido en esto, ¡niña de mi alma!

-No importa: en componiéndose con Dios, lo demás es nada.

-Es cierto.

-Pero no está de más dejar arreglados sus negocios en este mundo -dijo don Catalino.

-Tiene razón el señor: esto de morir intestado un hombre es para que quede un semillero de pleitos.

-Yo lo sé eso por experiencia, niña. Todavía están siguiendo los juicios de la testamentaría de mi finado.

-¡No, no! En cuanto a eso, yo le he dicho a mi marido: ¡hijo, el testamento es lo primero!

-Sí, pues nadie tiene la vida comprada.

-Pero como los hombres son tan incrédulos, les parece que nunca se han de morir; y cuando uno menos lo piensa... ¡cae al hoyo!

En aquel instante fray Prudencio llamó al doctor.

-¡Se muere!, ¡se muere! -exclamaron muchas voces.

A tiempo que el doctor entraba en el cuarto del moribundo, Lucinda llegaba a la casa acompañada de Anselmo y de doña Estrella.

-¿Cómo está el enfermo? -preguntaron algunas señoras al padre Álvarez.

-¡Encomiéndenlo a Dios! -contestó éste.

-¡Jesús!, ¡pobre niña! -exclamaron las señoras, viendo entrar a Lucinda.

Ésta conoció su desgracia en los semblantes de los concurrentes, y corrió llorando al cuarto de su padre. No es posible decir si éste alcanzó a oír los sollozos de su hija que lo abrazaba anegada en llanto. Pronto tuvieron que sacar de allí a Lucinda desmayada, y llevarla a otro cuarto para suministrarle los socorros necesarios.

  -175-  

-¡He aquí su obra! padre Hipocreitía -dijo fray Prudencio al jesuita, quien se retiró sin dar muestra de haber oído una palabra.

-¡Está muerto! -dijo el médico saliendo de la casa-. Me voy.

-Hace bien el doctor en irse -dijo Gacetilla-. Desde que está muerto el enfermo, su misión está cumplida. ¡Buen viaje!



  -177-  
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Capítulo XXX

El testamento



    «Cual ángel en el cielo, a Dios saluda:
que ahora con la muerte,
su espíritu escapó del anatema
de la materia inerte,
y en la mansión suprema;
luce en su sien de arcángel la diadema.»


(B. CARABANTES.)                


Idos que fueron muchos de los concurrentes, y no quedando sino los amigos más íntimos en la casa mortuoria, empezose a tratar más seriamente la importante cuestión de si el difunto habría hecho o no su testamento. A todas estas demostraciones de interés; a todas estas razones, dudas, cavilaciones y preguntas, respondió el padre Hipocreitía diciendo:

  -178-  

-Ya ven ustedes, señores míos, que nuestro inolvidable amigo ha muerto como un verdadero cristiano... Si su vida ejemplar ha sido envidiable, no es menos digna de envidiar su muerte. ¿Cómo un hombre tan honrado, piadoso y timorato, cual lo fue don Marcelino, había de haber descuidado sus sagradas obligaciones? Les aseguro, bajo mi palabra, que ha hecho su testamento como un verdadero cristiano: y creo -añadió, enterneciéndose a medida que hablaba-, creo en mi conciencia, que sus últimas disposiciones pondrán de manifiesto ante todo el mundo, no sólo la piedad sino también la generosidad y espíritu evangélico que animaba la bella alma de nuestro buen amigo, ¡a quien Dios habrá dado ya su galardón!

-El testamento debe ser corto -dijo a esta sazón Gacetilla que en todo se había de meter-. Sí, debe ser de dos o tres ítemes... No tiene más que un heredero y esto acorta los testamentos.

-En cuanto a eso -contestó el padre mirando de reojo a don Catalino-, bien poco sé, porque no me agrada mucho averiguar vidas ajenas, mayormente en lo que toca a intereses... Sólo sé que don Marcelino ha dejado una gran parte de su caudal para beneficio de su alma, según me lo ha asegurado don Melitón de Rojas, a quien, como uno de sus más queridos parientes, ha dejado de albacea nuestro don Marcelino.

-¿Pariente? -dijo don Catalino-. Yo no sé cómo podrá ser eso, cuando el mismo don Melitón me ha asegurado bajo su palabra que no había venido a estas Américas ninguna persona de su noble familia.

-A eso podría contestar don Melitón, si estuviese aquí -dijo el padre suspirando-. No tengo mi ánimo para pensar en familias y parentescos.

-¿Y dónde se halla el señor albacea? -preguntó don Catalino, recalcando la voz en la palabra albacea.

-Fue a buscar al escribano, don Tragalón Uñeta, en cuyo poder está el testamento para que dicho señor lo lea en público hoy mismo.

-¿Por qué?

-Porque tal es la voluntad del testador -respondió el jesuita-. Varias veces le oí yo mismo que decía a don Melitón: «amigo mío, no quiero que nadie sepa mi última voluntad mientras yo viva; pero en cuanto cierre los ojos, le encargo que haga leer por el escribano mi testamento delante de todas las personas que quieran oírlo.»

-Cosas de don Marcelino -refunfuñó Gacetilla sonriendo-. Era   -179-   así el hombre tan... ¡Pobrecito! -agregó medio arrepentido-, ¡no te ofendan mis palabras...! ¡Dios lo tenga en la gloria!...

-Amén -contestó el jesuita.

El testamento de una persona rica es cosa que todos quieren oír leer, desde los herederos beneficiados hasta los que no tienen la más mínima esperanza de ser legatarios. Este placer se parece mucho al que reciben ciertos individuos con tocar o ver contar el dinero ajeno. Así fue, que muchos de los circunstantes se quedaron hasta apurar las últimas peripecias de aquellas lúgubres escenas.

Un cuarto de hora después, llegó don Melitón con el honorable don Tragalón Uñeta, antiguo escribano de corte en tiempo de Fernando VII, y que se había pasado al servicio de la república sin dejar sus costumbres del tiempo del coloniaje, como muchos otros.

-Señores -dijo el escribano, sentándose junto a una mesa en torno de la cual se había allegado una multitud de curiosos-, voy a leer la postrimera voluntad del señor don Marcelino de Rojas, en cumplimiento del solemne encargo que me hizo cuando vivía...

-Claro es -dijo Gacetilla- que debió hablarle en vida, porque después de muerto...

-¡Chitt!, ¡callen! -dijeron algunos.

-«En el nombre de Dios -leyó el escribano-, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ¡tres personas distintas y un solo Dios verdadero!... Sepan todos cuantos vieren esta carta de mi última voluntad, como yo, don Marcelino de Rojas...

-Hay gentes que ni al morir dejan el don -murmuró Gacetilla-. ¡Pobrecito!... ¡Dios lo haya perdonado!

-«Don Marcelino de Rojas -prosiguió el escribano-, natural de esta ciudad de Santiago de Nuestra Señora del Socorro y capital de este reino de Chile...»

-Se le olvidó a don Tragalón que estamos en república -interrumpió don Catalino.

-Es verdad -dijeron otros.

-¿Qué importa que diga reino o república? -preguntó una vieja-. ¡Siga no más, señor Uñeta, que todo eso está muy cristiano!

-«Hallándome, por la gracia de Dios, en mi entero y cabal juicio...»

-¿No decían que estaba loco? -volvió a interrumpir don Catalino.

-¡Qué trabajo! -exclamó el escribano-. Con estas interrupciones no acabamos nunca. Cuando se hizo el testamento estaba en su   -180-   juicio cabal, y bastaba que yo lo afirmara, yo, el escribano, para que se tuviera por cierto. ¡Soy el escribano público!

-No es nada: siga, señor.

El escribano prosiguió leyendo, y en breve llegó a lo siguiente:

-«Primeramente, lego y mando mi cuerpo a la tierra de que fue formado, etc.»

-Cuando yo me muera -dijo Gacetilla-, no he de legar mi cuerpo a la tierra: ¡veremos qué hacen con él los vivos!

-«En segundo lugar -prosiguió don Tragalón-, doy y encomiendo mi alma a Dios que la redimió, etc.»

-¡Buena cosa! Primer legatario, la tierra; ¡segundo, Dios! Yo me espero a otros ítemes -volvió a interrumpir el incansable don Catalino-. ¡Pobrecito!... ¡Dios lo haya perdonado!...

El escribano había leído ya un buen trozo, cuando Gacetilla volvía a seguir escuchando.

-«Ítem.-Declaro por universal heredera a mi hija doña Lucinda de Rojas, a condición de que no verifique su matrimonio con Anselmo Guzmán; pero en caso de que, despreciando las razones antedichas, se casare con él, la dicha mi hija sólo será dueña, por esta mi última voluntad, de aquella parte de mi hacienda que estrictamente le corresponde por la ley. Declárelo así para que conste...»

Todos se miraron las caras sin pronunciar una palabra. El escribano prosiguió:

-«Ítem. -En caso de verificarse el matrimonio antedicho, mi albacea, el ante nombrado señor don Melitón Sandoval y Rojas, etc. dispondrá de toda aquella parte de mis bienes de que por la ley esté yo autorizado a legar especialmente bajo la siguiente forma y manera: se hará de ellos cuatro partes iguales. La primera se empleará en misas a beneficio de mi alma, y bajo la dirección de mi amigo y confesor, el reverendo padre Hipocreitía. La segunda, la empleará mi albacea en la construcción de una casa para un colegio religioso, o seminario particular, con el fin de educar a aquellos jóvenes pobres que quisiesen seguir la carrera eclesiástica. Nombro de patronos de este establecimiento a mi albacea y a mi antedicho confesor, pudiendo ellos encargar su dirección a las personas que crean más idóneas y capaces. Con la tercera parte, se fundará una   -181-   capellanía de legos a favor de mi albacea, mientras viviera, quedando después de sus días a favor del director del establecimiento antedicho. Por último, la cuarta parte se repartirá como limosna entre clérigos pobres, a juicio de mi confesor. Declárolo así para que conste...»

Dejose oír entre los circunstantes un murmullo que no era posible distinguir si era de aprobación o reprobación.

«Ítem... -prosiguió el escribano.

-No siga usted -le interrumpió el padre Álvarez-, señor Uñeta, ese testamento es nulo...

-¡Reverendo padre! -contestó don Tragalón-. ¿Cómo ha de ser nulo, cuando está en regla, firmado por los testigos de la ley, y además autorizado por mí?

-¿Nulo? -preguntó temblando de coraje don Melitón.

-Aquí tengo yo un documento que lo anula -contestó fray Prudencio, sacando un papel de la capilla de su hábito.

-¿Qué documento es ése?

El padre leyó en alta voz:

-«En el último trance de la muerte; pero en mi cabal y entero juicio, por la gracia de Dios, ante cuya presencia voy a comparecer, declaro por único y universal heredero de todos mis bienes, y sin condición alguna, a mi hija doña Lucinda de Rojas, a quien nombro mi albacea testamentario. En consecuencia, será de ningún valor todo otro testamento o codicilio de fecha anterior a la presente que apareciese con mi firma. Lo declaro así para que conste, hoy veinte de enero de 1830, ante los testigos abajo firmados, doctor Matatías y don Cándido de la Rueda. -Marcelino de Rojas; testigo, Dr. Matatías; testigo, Cándido de la Rueda.

-Pues este testamento me gusta más: es más corto -dijo Gacetilla, mientras los demás daban muestras de atenerse unos al primer testamento, y otros al codicilio.

-Y ¿qué escribano ha autorizado ese papel? -preguntó Uñeta.

-Ninguno.

-Ustedes han hecho firmar al pobre loco lo que han querido -interrumpió don Melitón.

-No entraremos en disputas inútiles -contestó fray Prudencio-. Los tribunales decidirán.

  -182-  

-Nos atendremos a ellos -dijo el jesuita-. Se verá de parte de quién está la justicia.

Enseguida se retiraron todos, quedando solamente en la casa mortuoria las personas necesarias para prestar los últimos servicios al cadáver de don Marcelino.

En cuanto a Lucinda, fue llevada por doña Estrella a su casa con el fin de seguirle suministrando aquellos tiernos consuelos que sus tristes circunstancias requerían.



  -183-  
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Capítulo XXXI

Traición sobre traición


«Del todo ciego, y confiando en la buena fe de sus falsos amigos, el general Freire se entregó de esta manera, sin defensa, a las maquinaciones indignas de los que sólo querían anularlo y quitarlo del medio para que no fuese un obstáculo a sus planes traditorios.»


(F. ERRÁZURIZ, Chile bajo el imperio de la Constitución
de 1828
, cap. VI, X.)
               


Después de todo, don Cándido estaba gozosísimo viendo el color que habían tomado los asuntos de su ahijada, porque el pobre hombre miraba muy en poco el dolor que ésta sufría por la muerte de su padre, y sólo se acordaba de verla casada y poseedora de una rica herencia. Él mismo se daba el parabién de haber sido (como decía a sus amigos) el autor principal del matrimonio de los jóvenes, y creía de buena fe, que, a faltar su poderosísimo apoyo, no se habrían vencido jamás los inconvenientes a tal unión. A don Cándido le pasaba igual cosa todos los días, y no se verificaba ningún   -184-   hecho importante a su alrededor, sin que él creyese que el buen éxito era debido a las influencias de su personalidad y de sus relaciones.

-Al fin ya hemos conseguido su unión -decía a su mujer-, ahora nos resta, Estelita, hacer que el testamento del escribano Uñeta no tenga efecto. He hablado con el padre Álvarez sobre el particular.

-Me han dicho que don Melitón está resuelto a echarse sobre todo y a sostener el juicio -dijo la señora-. ¡Pobre Lucinda!

-No te dé cuidado, hijita; mi ahijada ganará la partida: haremos valer nuestras influencias. Yo tengo amigos en las dos Cortes de justicia... Amigos de pro, ¿entiendes?

Pero la satisfacción de don Cándido no era completa. Si bien es cierto que le interesaba la suerte de su ahijada, no podía dejar de mirar con cierta distancia a Anselmo. Además, los últimos acontecimientos políticos le hacían mirar como peligrosas sus relaciones con el joven, y don Cándido era un hombre demasiado prudente para exponerse a pasar por enemigo del gobierno, cultivando la amistad de un mozo mirado entre ojos por las autoridades.

Extraños parecerán al lector los temores de don Cándido, pues, ¿qué podía temer Anselmo de parte de las autoridades siendo jefe de la Junta de gobierno, el mismo general Freire, su protector?

Sin embargo, los temores del señor de la Rueda eran fundados. Para explicar su embarazosa situación, permítasenos volver algunos días atrás.

Dos días después de la batalla de Ochagavía, es decir, el dieciséis de diciembre, se firmó por los dos partidos un tratado de paz, en el cual se estipulaba, entre otras cosas: «que Prieto y Lastra dejarían el mando de sus respectivas divisiones; que se pondría todo el ejército bajo las órdenes del general Freire; que habría completa amnistía por una y otra parte; y que se nombraría una Junta provisoria de gobierno, bajo la dirección del general Freire.» La Junta se instaló, compuesta de los señores don José Tomás Ovalle, don Isidoro Errázuriz y don José María Guzmán, teniendo por secretario a nuestro conocido, el presbítero Franco, quien, ayudado por el padre Hipocreitía, había llegado al fin a poner los pies dentro de los umbrales del gobierno, objeto único de las aspiraciones de aquel ambicioso clérigo.

El carácter y los principios de los miembros de esta Junta halagaban las codiciosas esperanzas de los reaccionarios; mientras los   -185-   liberales, por su parte, lo esperaban todo de Freire, puesto a la cabeza del ejército.

Veinticuatro horas después de firmados los tratados, el general Lastra les dio cumplimiento, en la parte que le tocaba, poniendo en manos de Freire las fuerzas de su mando. La honradez de este viejo soldado de la patria contrastaba notablemente con la descarada deslealtad de Prieto, quien defirió el cumplimiento de su deber. Mientras tanto, los reaccionarios estudiaban las intenciones de Freire; y viendo que este general estaba dispuesto a defender la Constitución, formaron el plan de debilitar sus fuerzas, haciendo al mismo tiempo que Prieto conservase las suyas. Incapaz el general Freire de sospechar ocultas miras en las operaciones de la Junta de gobierno, se dejó gobernar por ella; y creyendo que nada había que temer de parte de los revolucionarios, dispersó las tropas constitucionales que guarnecían a la capital, enviándolas a diversos puntos de las provincias. La Junta, entonces, empezó a tomar activas medidas para dar el golpe de mano que los pelucones tenían premeditado.

El 25 de diciembre destituyó en masa al cabildo de Santiago, nombrando en su lugar otro, compuesto de sus partidarios; y diez días después, decretó la destitución de todos aquellos jueces letrados de las provincias que podían ser contrarios a sus proyectos. Con dichas operaciones, la Junta infringía abiertamente la Constitución que estaba obligada a defender.

No sólo fue esto: la Junta provisoria se atrevió aún a ordenar al general de las fuerzas constitucionales que separase de sus destinos en el ejército a algunos de sus subalternos. Freire abrió por fin los ojos; pero ya era tarde. El 17 de enero de 1830 ofició a Prieto, demandando el cumplimiento de los tratados, a lo cual se negó redondamente el general revolucionario, y puso en movimiento sus tropas para entrar en la indefensa capital. El golpe estaba dado: principió por una traición y concluyó por otra. Dos días después, la Junta de gobierno deponía a Freire, y nombraba en su lugar al general Prieto. La noticia corrió por toda la república, y dispuso los ánimos a la guerra civil, comenzada por el partido reaccionario para posesionarse del mando, y alimentada en lo sucesivo por su mal sistema de gobierno, cuya base fundamental fue siempre la persecución de todo hombre que abrigase ideas liberales. Fueron dados de baja, no sólo los principales jefes del partido republicano, entre los cuales se veía viejos soldados de la independencia (cuyas virtudes y cuyos laureles no supieron ni apreciar ni respetar los   -186-   enemigos de la libertad), sino también algunos subalternos, víctimas de su leal amor a la república.

Huyendo de las venganzas de aquellos que poco antes lo llamaran su amigo, salió el general Freire de Santiago el 18 de enero, y se dirigió a Valparaíso con el fin de reunir allí las tropas fieles a la Constitución. Bien pronto estuvieron bajo las órdenes de su antiguo jefe, el Chacabuco, el Concepción y el Pudeto; y una semana después, zarpaba de aquel puerto la pequeña expedición con rumbo al norte, valiéndose para ello de los buques de la escuadra, anclados en la bahía, y llevándose consigo todos los pertrechos de guerra que pudieron embarcar. La lucha, pues, no había concluido, y debía aún derramarse más lágrimas y más sangre.

Entre los dados de baja estaba también Anselmo, cuya decisión por el partido constitucional era tan conocida. Aún más: se susurraba de que el gobierno tenía muy serios informes en contra del joven, razón por la cual le aconsejaban sus amigos a éste que huyese prontamente de la capital. Pero el joven, hallándose bajo el imperio de las circunstancias narradas en los capítulos anteriores, no podía resolverse a abandonar a su esposa, ni a dejar sus intereses a merced de sus ávidos enemigos.

Don Cándido era uno de los más interesados en que Anselmo dejase a Santiago, pues no podía permanecer tranquilo mientras frecuentase su casa un individuo sospechoso al gobierno, y más todavía, protegido por el desgraciado general Freire. Desde que éste asumió el mando del ejército, el señor de la Rueda fue el primero en manifestar ardientemente su adhesión al popular jefe, llevando su amor al partido constitucional hasta el estremo de predicar la persecución, sin cuartel, contra los enemigos de las cautas instituciones, como él decía. Sin duda quería hacerse perdonar todo lo que antes hubiera hablado a favor de los reaccionarios, pues no cesaba de pregonar el apoyo que él había prestado y que estaba decidido a prestar en lo sucesivo al partido liberal. Pero en cuanto vio que este partido caía, cambió de ideas, con la misma facilidad con que una veleta gira a impulsos del viento sobre la aguja de un campanario. Las visitas de Anselmo fueron desde entonces para él una verdadera pesadilla. ¿Cómo había él de permitir que el gobierno dudase de su lealtad? ¿Cómo seguir teniendo relaciones con un mozo tildado de hereje y perseguido por las autoridades?



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Capítulo XXXII

Lucinda en su casa


«La decepción fue dolorosa. Aquel lecho estaba vacío; y en lugar de las sonrisas del amor, debía encontrar la nada, la realidad fría que iba a herir su corazón. Cayó de rodillas al pie del lecho; y estrechando con mano convulsa los cobertores de la cama, miró al cielo con dolor infinito, mientras con voz desesperada exclamaba: ¡Dios mío!, ¿qué te hacía ella para que te alejaras de mí? ¿Qué te hacía yo para que me privaras de su amor?»


(R. PACHECO, El Puñal y la Sotana.)                


Los acontecimientos subsiguientes vinieron a satisfacer los deseos de don Cándido.

Lucinda, cuerdamente aconsejada por doña Estrella, trató de tomar posesión de su casa, de la cual había querido adueñarse don Melitón, fundado en las disposiciones testamentarias de don Marcelino. Después de vencer algunas dificultades, consiguió la hija de doña Trinidad posesionarse del hogar de sus padres, que no le fue   -188-   posible volver a ver sin derramar amargas lágrimas. Al pisar los umbrales de su casa, al recorrer los cuartos, al ver los muebles y otros objetos que recordaban su infancia, parecíale a la pobre niña como que volviera de un largo viaje o de un prolongado letargo.

Uno de los primeros cuartos en donde entró fue el de su padre. Allí estaban el bracero, la tetera y el mate de don Marcelino. Lucinda miró con tierno interés estos objetos, y se acercó a la silla de vaqueta en que su padre se sentaba. Del respaldo de la silla colgaba un gran rosario y un escapulario del Carmen: ella los tomó; y acercándolos respetuosamente a sus labios, oró por el autor de su existencia. Salió de allí con el corazón oprimido de penosos recuerdos, y prosiguió su excursión por toda la casa. En un momento lo recorrió todo con ansiedad febril y como buscando algo que le hiciera falta. Dos veces pasó por enfrente del dormitorio de doña Trinidad, y no se atrevió a entrar. Al fin entró, y corriendo hacia el lecho, con los brazos abiertos, como si tratase de abrazar a su querida madre, dio un grito y cayó de rodillas junto al borde de la cama.

-¡Madre mía! -exclamó-, mi corazón te buscaba, y ha sido necesario el que yo vea desierto tu lecho para convencerme de que ¡ya no te veré más!

Doña Estrella y Anselmo, que la acompañaban respetando en silencio su dolor, apenas se habían atrevido a dirigirle algunas palabras de consuelo. Pero viendo la necesidad de distraerla, sacáronla de allí y la llevaron al jardín. La vista y el aroma de las flores que ella había cultivado hicieron más que las tiernas palabras de sus amigos, pues los grandes dolores no saben escuchar, y sólo el cambio de escenas puede a veces mitigarlos algún tanto.

A pesar de esto, Lucinda escuchaba agradecida las amistosas palabras de doña Estrella; y sentía aumentarse su amor por Anselmo al tocar con la mano la realidad de los hechos que a cada paso le advertían que no tenía más apoyo que su marido.

-¡Ah, querido mío! -solía exclamar al oído de Anselmo-, ¡qué sería de mí, si no fuera por tu amor!

Y luego agregaba en voz alta, dirigiéndose a doña Estrella:

-¿En qué consistirá, amiga mía, esto de parecerme que hace muchos años que me hallaba separada de mi casa?

¡Pobre niña! ¡No echaba de ver que los días dolorosos por que acababa de pasar eran para ella como muchos años de vida!



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