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Capítulo XXXIII

Lealtad


«La mejor y principal garantía del orden es la libertad. Si un gobierno concede a los ciudadanos la libertad de ejercer sus derechos, sin amenazas ni presión, el orden está asegurado por sí mismo, y reposa en bases más indestructibles que las que podría prestarle el más aguerrido y numeroso ejército.»


(V. REYES, Discurso en las Cámaras Legislativas.
Sesión de 6 de junio de 1871.)
               


La dicha de Anselmo, como toda dicha de este mundo, no era completa. Aunque se hallaba poseedor del inapreciable tesoro por el cual había suspirado durante años enteros, bastábale ver en desgracia a su antiguo jefe, a su protector y amigo, para no ser completamente feliz. Casi se echaba en cara su propia dicha al acordarse de la mala fortuna de su querido general, y cada día se afirmaba más en la idea de reunirse con él y con sus demás compañeros para poner su espada al servicio de la causa constitucional, que aún no se creía perdida del todo.

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Pero nadie sabía el objeto de Freire al dirigirse con sus fuerzas hacia Coquimbo, y todos sus partidarios sentían que el general hubiese tomado una determinación tan inconducente, pues no era hacia el norte, sitio hacia el sur de la república, a donde debía haberse dirigido, en atención a que sólo allí podía encontrar puntos de apoyo para obrar contra las fuerzas reaccionarias. Y era tanto más extraña la determinación del jefe constitucional, cuanto que al mismo tiempo de zarpar su pequeña escuadra hacia el norte, una parte de la división, bajo las órdenes de los coroneles Viel y Tupper, había puesto proa hacia el sur, con intención de alcanzar hasta Talcahuano, en cuya bahía fondearon en los primeros días de febrero de 1830. Allí supieron que la provincia de Concepción les era favorable, pues los habitantes de la capital se habían pronunciado por la causa liberal, deponiendo a las autoridades peluconas, y poniendo al mando de la provincia al general Rivera. Este mandatario se condujo con sus enemigos políticos con toda la hidalguía y generosidad características de los defensores de las ideas democráticas; y los hechos volvieron a evidenciar que los liberales no abrigaban odio contra las personas, y que solamente habían tomado las armas para defender sus queridas instituciones.

En efecto, apenas se restableció el orden interrumpido, cuando el jefe de la provincia mandó sacar de sus prisiones a todos los reos políticos, bajo palabra de no hacer armas contra el gobierno provincial, y de que ninguno de ellos saliese de su respectiva casa hasta nueva orden. Pero esta generosidad no podía ser dignamente apreciada por un partido sin ideas, animado por el odio más implacable contra las instituciones republicanas, lleno de ambiciones personales, y que después elevó el fraude y el engaño al rango de elementos de gobierno.

Así fue que el coronel don José María de la Cruz (a cuyo cargo había puesto el gobierno pelucón las fuerzas de la provincia) no tuvo el menor escrúpulo de faltar a su palabra, fugándose a Chillan en donde pudo reunir unos setecientos hombres con los cuales se fue sobre Concepción.

No parecía sino que los hombres del partido reaccionario hubiesen pactado secretamente entre sí el faltar a su palabra para convertir a los liberales en víctimas de su generosidad.

Concepción estaba indefensa; y tan pronto como vieron los soldados de la pequeña guarnición que su antiguo jefe estaba con su ejército a las puertas de la ciudad, empezaron a desertar pasándose   -191-   a los sitiadores. Los pocos soldados que permanecieron fieles a la causa de la Constitución, desalojaron la ciudad; y el coronel Cruz pudo entrar triunfalmente en ella, sin encontrar otra resistencia que la pasiva de los consternados habitantes, cuya generalidad se había decidido por la Constitución.

Nada de esto se sabía positivamente en Santiago. Corrían de boca en boca las noticias más contradictorias, que cada cual comentaba a su placer, engendrando aquí y allí la esperanza o la intranquilidad. El gobierno mismo no estaba más adelantado, y tenía escasa noticia sobre el cambio que en las opiniones se había operado en el sur de la república. Para oponerse a esta reacción, había dispuesto la Junta de gobierno, que el general Prieto marchase hacia el sur a la cabeza de un ejército de más de dos mil hombres que él iba engrosando a su paso por las provincias.

Anselmo desorientado, como todo el mundo, sin saber en dónde se hallaba Freire, y detenido además por la dulce cadena del amor, estaba indeciso sobre el punto hacia adónde se dirigiría, cuando una circunstancia imprevista vino a decidirlo.

Después de mil conjeturas sobre la expedición de Freire al norte, se supo en Santiago que este general volvía de Coquimbo con intención de desembarcar sus tropas en el sur de la república. Los amigos de Freire, y especialmente Anselmo, se alegraron, pues la reacción operada en el sur en favor de la Constitución debía ser alentada y protegida oportunamente. Pero la buena noticia había llegado junta con otra mala: la escuadra liberal había perdido dos buques y algunos hombres.



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Capítulo XXXIV

Política de los vencedores



    «¡Oh, libertad!, después te profanaron,
y en un siglo de luz para matarte
tus altares de víctimas mancharon,
¡y alcanzaron al fin a esclavizarte!
Asesinos tu nombre proclamaron
del crimen y el terror hicieron arte»...


(C. W. MARTÍNEZ.)                


Regía en esos días la República don Francisco Ruiz Tagle, el cual había recibido (aunque no aceptado) formales instigaciones de parte del padre Hipocreitía para que aprisionase al peligrosísimo enemigo, Anselmo Guzmán, que a su cualidad de ardiente pipiolo, reunía la de ser amigo y protegido del general Freire.

Pero esta última circunstancia fue la que libró a Anselmo de ser aprisionado (como a otros muchos pipiolos, por la única razón de serlo), pues Ruiz Tagle apreciaba las buenas cualidades de Freire,   -194-   de quien había sido amigo, y naturalmente repugnaba obrar, sin motivos serios, contra un pariente cercano del general enemigo. Por otra parte, el presidente conocía los motivos que hacían obrar al jesuita, pues no ignoraba nada de lo últimamente ocurrido en la familia del finado don Marcelino de Rojas, y esto era otra razón más para que Ruiz Tagle dejase tranquilo en su casa al joven Guzmán. Desgraciadamente para éste, a las hipócritas insinuaciones del jesuita, se unían los imperiosos consejos del clérigo Franco que desempeñaba dos ministerios, el del Interior y el de Relaciones Exteriores; y por último, se agregaba a todo esto varias cartas dirigidas al presidente y a su ministro Franco, en las cuales se les advertía que Anselmo era un espía de Freire y un enemigo del partido del orden (ya comenzaba a tomar este nombre, después de haber desordenado a todo el país) tanto más peligroso cuanto más rica era la herencia que esperaba por su matrimonio con Lucinda. El presidente, más bien por no contrariar de frente al rencoroso clérigo, que por dar crédito a sus palabras o a las cartas recibidas, mandó llamar un día a Anselmo. Presentose éste en el palacio, y tuvo allí que sufrir un vergonzoso interrogatorio que el mismo Ruiz Tagle le hizo sobre sus relaciones con el enemigo. Contestó el joven de una manera que pareció satisfacer al presidente; y ya éste le había ordenado retirarse, cuando se dejó oír fuera un ruido como de gentes que se acercaban. No tuvo el presidente tiempo para preguntar la causa de aquel ruido porque la puerta de la sala del despacho se abrió, y al mismo tiempo se oyeron estas palabras dichas con una voz ronca y agitada:

-¡Señor Tresidente! ¡Tictoria, tictoria!

-¿Qué hay señor Franco? ¿Qué significa esto? -preguntó el presidente a su ministro, mientras los que lo acompañaban habían quedado en la antesala.

-Yo se lo diré a Vuecencia -respondió don Cándido de la Rueda con agitada voz y adelantándose de entre los acompañantes-. El caso es, señor presidente, que la religión va triunfando, y que ese perro de Tupper ha muerto en Talcahuano.

-Aquí traigo las comunicaciones que relatan todo el hecho -agregó el ministro, mostrando a Ruiz Tagle unos papeles que llevaba en la mano.

-Señor Franco -le interrumpió el presidente con tono severo-, ruego a usted que haga despejar la antesala; pero antes de esto -prosiguió en voz alta- sería bueno que usted hiciese ver a esos caballeros,   -195-   ¡que es poco digno, poco humano, el manifestar de ese modo su adhesión al gobierno!

Franco salió de la sala refunfuñando, a tiempo que el padre Hipocreitía entraba y decía confidencialmente a Ruiz Tagle:

-Tiene mucha razón Vuecencia. No es de hombres que se dicen cristianos el alegrarse de la muerte de los enemigos, aun cuando éstos sean herejes. ¡Qué Dios lo haya mirado en caridad!

Ruiz Tagle no contestó al jesuita por estar embebido en la lectura de las comunicaciones que su ministro acababa de entregarle.

Por lo que toca a Anselmo, que había sido testigo de aquella vergonzosa escena, sintió hervir la sangre en sus venas al oír la fatal noticia. ¡Había muerto su querido jefe! ¡Y esta noticia había llenado de especial regocijo a sus crueles enemigos! Sin querer saber más, bajó precipitadamente las escaleras del palacio, y al salir a la plaza vio con indignación que un grupo de gente del pueblo corría gritando:

-¡Gracias a Dios que murió el maldito hereje!

-¡Viva la religión!

-¡Mueran los extranjeros descomulgados!

Anselmo se dirigió apresuradamente a su casa.

-¿Qué tienes, Anselmo? -le preguntó Lucinda en cuanto lo vio entrar-. ¡Tú estás pálido!, ¿qué te ha sucedido?

-¡Lucinda! -respondió él, abrazando a su solícita esposa-, ¡traigo el alma destrozada!

Enseguida le relató en breves palabras las escenas de que había sido testigo, agregando:

-Yo no podía creer a mis ojos, pues entre aquellas gentes que se alegraban por la muerte de un hombre tan digno de mejor suerte venían caballeros que se dicen respetables y que se tienen por cristianos. ¡Si hubieras visto al clérigo Franco con su manteo terciado, su sombrero echado atrás, capitaneando a aquellos fanáticos! Menos que un sacerdote, ¡parecía un capitán de bandidos vestido de sotanas! ¡Ah! ¡Lucinda mía! ¡Que tenga yo que dejarte!

-¡Qué dices! -le interrumpió ella-. ¿Por qué te has de separar de mí?

-Porque mi deber me llama a otra parte, querida mía.

-¡Ah!, ¡no! ¡Eso no puede ser! -exclamó Lucinda estrechando a su marido entre sus brazos-. ¡Es imposible que tú pienses formalmente en dejar sola a tu esposa que te ama tanto, que ha sufrido tanto   -196-   por ti, y que te prometería, Anselmo mío, amarte más, si me fuera posible amarte más de lo que te amo!

Estas últimas palabras fueron moduladas cerca del oído de Anselmo, con tal acento de ternura, que le fue a éste imposible contrariar con su contestación a su amante esposa. Ella había cesado de hablar; pero seguía hablando más elocuentemente aún con sus ojos preñados de lágrimas. Mirola Anselmo, y viendo en aquella mirada el apasionado corazón de su mujer, inclinose sobre ella cual si tratase de respirar el aroma de un manojo de flores que tuviera entre sus brazos. Sus alientos se confundieron, y un doble beso resonó en el espacio.

Al mismo tiempo se dejó oír afuera un ruido de voces que despertó a los amantes esposos de sus sueños de oro. Quiso Anselmo abrir la ventana que caía a la calle para ver la causa de aquellas voces que parecían de carácter amenazador, pero se detuvo al sentir varias pedradas que chocaron en las rejas de las ventanas.

-¡Dios mío! -exclamó Lucinda-, ¡y así me querías dejar! ¡Parece cómo que atacaran la casa! ¿Qué significará esto?

-Yo te explicaré lo que esto significa -respondió Anselmo-, o más bien, los asaltantes lo explicarán. Oye lo que dicen, pero no tengas miedo.

Y mientras él salía apresuradamente a hacer que se atrancase la puerta de calle, Lucinda, temblando, se puso a escuchar el vocerío que había aumentado considerablemente.

-¡Muera Freire! -gritaban-. ¡Viva la religión!

-¡Ya ha muerto el condenado Tupper, y así irán muriendo poco a poco todos los malditos herejes y pipiolos!

-¡Bala fría, muchachos! ¡Bala fría contra el pipiolo Guzmán!



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Capítulo XXXV

El deber y las circunstancias


«¿Merecen nuestros gobiernos el nombre de republicanos? En vez de gobernar con el pueblo, por el pueblo y para el pueblo, han gobernado con el partido, por el partido y para el partido.»


(JUSTO ARTEAGA A, Discurso, agosto 4 de 1870.)                


«Bajo la influencia de una mala política se pervierten los mejores talentos y los mejores caracteres; desaparece la dignidad de la inteligencia, y la probidad del corazón.»


(DOMINGO ARTEAGA A, Discurso, octubre 14 de 1871.)                


Lucinda se había hincado a rezar en un ángulo de la pieza: las pedradas continuaban resonando en las puertas de las ventanas, cuyos vidrios caían hechos trizas.

-Ya ves, querida Lucinda -dijo Anselmo entrando de nuevo-, ya ves la suerte que me espera si me quedo en Santiago.

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-Pues nos retiraremos a vivir lejos de aquí, en una de nuestras haciendas.

-¡Ah!, ¡querida mía! Todavía no podemos saber qué cosa de tu herencia nos pertenezca mientras el padre Hipocreitía y don Melitón tengan en su poder esa arma contra nosotros...

-¿El primer testamento de mi padre?

-Sí, hijita; pero tranquilízate, esto pasará.

-Estoy tranquila... Pero, dime: ¿no está anulado ese primer testamento por el segundo?

-Es cuestión de tribunales, Lucinda; y ya echarás tú de ver si estando el poder en manos de nuestros encarnizados enemigos, podremos tener fe en los juzgados que ellos han empezado ya a corromper. No, hijita, es preciso que yo salga pronto de aquí...

-¡Bien! -interrumpió Lucinda con exaltación-. ¡Está bien! Salgamos: yo te acompañaré...

-Pero, advierte que yo tengo que ir a...

-No te detengas, concluye: ¿a la guerra, quieres decir?

-Es verdad -respondió tristemente el joven.

-Pues yo no tengo miedo en acompañarte cualquiera que sea el lugar a donde quieras ir. ¿No soy tu mujer?

Anselmo por toda contestación abrazó a su idolatrada esposa, diciéndola:

-Lucinda: ¡eres el ángel de mi dicha! No puedo explicarte lo que siento al tener que separarme de ti; pero un deber sagrado me llama cerca de mi general, de nuestro amigo, y más que todo eso, Lucinda mía, del protector de nuestros amores. ¿Te acuerdas cuando sus palabras nos alentaban dándonos esperanzas sobre nuestra unión, que a veces nos parecía imposible? Ahora, él se encuentra en el campo de batalla, y yo debo correr a su lado. La patria reclama mis servicios, y es preciso que desenvaine esta espada en defensa de nuestras instituciones y nuestra libertad, la más preciosa herencia que podemos dejar a nuestros hijos. ¡Oye las voces de esos hombres feroces que quisieran beber mi sangre porque he dado la mía por darles libertad a ellos mismos! Ellos no saben lo que dicen ni lo que hacen, pero han sido azuzados por los jefes de un partido sanguinario, que, a nombre de la religión, predica la matanza y trabaja por implantar en Chile el despotismo y todos los vicios que de él se derivan. ¿Cómo permanecer a sangre fría, viendo que los enemigos de la democracia se han adueñado del gobierno? ¡Perdóname, Lucinda, que te hable así, pronto nos volveremos a ver!...   -199-   Tú te quedarás con doña Estrella, quien ya me ha ofrecido su casa.

Lucinda callaba mientras tanto; pero se conocía la violencia que tenía que hacerse para no contrariar a Anselmo. Ya la bulla había cesado en la calle, y los grupos se habían deshecho, yéndose a alborotar otras calles y apedrear otras casas de pipiolos.

Anselmo llamó a su asistente que le servía de portero, y de cuya fidelidad tenía repetidas pruebas.

-Pedro -le dijo-, yo tengo que salir mañana de aquí: prepara los caballos.

-¿Nos vamos al sur, mi capitán? -preguntó Pedro.

-Me iré yo -respondió Anselmo.

-¿Y yo?

-Tú te quedarás aquí.

-Pero...

-Calla. ¿No dices que me quieres?

-Más que a mi vida, y por eso me admira de que me ordene quedarme.

-Porque quedándote me darás una prueba de tu fidelidad y cariño por mí. Te encargo a Lucinda: si algo le sucede por tu descuido...

-Ya entiendo, mi capitán. La señora tendrá en mí un perro dispuesto no sólo a ladrar sino a morder al que trate de hacerla el menor daño.

-Está bien. Ahora, búscame un buen baqueano que me acompañe a Talca por el camino de la costa. Será bien pagado.

Pedro saludó militarmente y se retiró a cumplir su comisión.



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Capítulo XXXVI

Anselmo se despide de Andrés



    «Así perece la infancia
y la blanca juventud,
del patricio la arrogancia,
del patriota la constancia,
y la voz de la virtud.»


(DOMINGO ARTEAGA A.)                


Habiendo tomado su resolución, Anselmo se fue a casa de doña Estrella; y después de haber hablado con ésta, se dirigió a la morada de su amigo, el capitán Andrés Muñoz, a quien le comunicó su proyecto, creyendo que su antiguo compañero seguiría su ejemplo.

Andrés dejó hablar a su amigo, y cuando hubo concluido, le dijo con tristeza:

-Te acompañaría, Anselmo; pero mi mala suerte me lo impide.

-¿Por qué?

-He dado mi palabra de honor al gobierno actual de no hacer armas contra él.

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-¿Tú, uno de los soldados que más han peleado por el sostén de nuestras instituciones?

-Es cierto, Anselmo, que he derramado mi sangre por esa causa, porque la creo santa. Estaría dispuesto a dar mi vida por ella. ¿Qué es la vida de un hombre, y más cuando ese hombre es un soldado? Una puñalada, un sablazo, una bala tirada al acaso, pueden cortarla en un momento... Pero cuando de esa vida depende la de otros seres queridos e inocentes... Mira...

Andrés no concluyó su expresión; pero mostró con el dedo a su amigo las ventanas de una pieza que estaba enfrente del cuarto en donde hablaban. Miró el joven, y al través de las rejas vio a Cecilia sentada con un niño en los brazos, mientras otros dos mayores se entretenían en jugar alegremente alrededor de su cariñosa madre. Este cuadro, digno del pincel de Rembrandt, oprimió el corazón de Anselmo porque le trajo a la memoria su separación de Lucinda, cuyas últimas palabras resonaban aún temblorosas en sus oídos.

Pero haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, dijo a su amigo:

-¡Te comprendo, Andrés!

-No tengo -dijo éste- a quién encargar el cuidado de mi familia... Tú sabes que este gobierno no sólo persigue a sus enemigos, sino también a las mujeres y a los niños... ¿Qué sería de ellos si yo los dejase aquí abandonados a merced de hombres irritados y rencorosos? ¡Ah!, yo también quise acompañar a Picarte para reunirme con Freire en Valparaíso; pero me pusieron entre la espada y la pared, ¡y juré no hacer jamás armas contra estos traidores!

-Comprendo tu posición y te compadezco -respondió Anselmo.

-En cuanto a ti -prosiguió el capitán-, alabo la determinación que has tomado... Vete a reunir con Freire y dile... ¡No!, ¡no pronuncies mi nombre ante mis antiguos compañeros! Sólo te digo que pueden estar seguros de mi amistad, ¡y tú más que todos ellos!

-Lo creo, amigo mío -dijo tristemente el joven-. ¡Adiós!

-¡Adiós! Anselmo, ¡que la victoria te acompañe siempre!

-Dime, Andrés -exclamó de repente Anselmo-, ¿no podrías...? Pero no... Es preciso que cumplas tu palabra empeñada... ¡Adiós!, otra vez... Despídete por mí de tu esposa, y dile...

-Así lo haré -interrumpió precipitadamente Muñoz-. ¡Pobre Cecilia! -prosiguió, mirando tristemente hacia la ventana en donde se divisaba su familia reunida-. Mejor es que no vayas a despedirte de   -203-   ella... Evitémosle un mal rato... ¡Ha tenido que sufrir tanto, amigo mío!

Al decir esto, se abrazaron; y con las lágrimas en los ojos, se separaron estos dos antiguos compañeros a quienes tal vez estaba reservado el encontrarse bien pronto el uno enfrente del otro en el campo de batalla.

-¡Maldita sea la lucha que así divide a los hijos de un mismo país y que obliga a la patria a destrozarse las entrañas con sus propias armas! -exclamó Andrés cayendo sobre una silla.

Enseguida se puso de pie como por un movimiento febril, y empezó a pasearse a lo largo del cuarto con una agitación que revelaba bien claro la intranquilidad de su alma.

-¡Ah! -decía, como si su amigo pudiera oír sus entrecortadas expresiones-, ¡tienes razón, Anselmo! Tienes razón en compadecerme por haber tenido que renegar de mi bandera... ¡Y quién sabe si debiera yo decir: ¡por haber traicionado!... ¡Porque aquí, en mi conciencia, siento que es algo como una traición esto de quebrar su espada cuando podría esgrimirla contra los enemigos de mi causa!... ¡Fatalidad de mi suerte! ¿Por qué no me mató una bala en el campo de Ochagavía? ¡Pero no! ¡Soy un insensato!... ¡Gracias, Dios mío!, ¡por haberme conservado esta vida, que es la vida de mi pobre mujer y de mis hijos! ¡Sí! -prosiguió, apretando la empuñadura de su sable-. ¡He jurado no hacer armas contra esos miserables traidores!; ¡pero también juro ahora no pelear a su lado contra los amigos de la república!

En aquel momento entró al cuarto Julia, la hijita mayor de Andrés.

-¡Papá! -exclamó la niña, con las lágrimas en los ojos, al notar la tristeza de su padre.

-¿Qué tienes? -le preguntó éste acariciándola-. ¿Por qué lloras?

-Y usted ¿por qué está triste?

-¡Yo no estoy triste, hija mía!

-Y entonces yo tampoco lloro -contestó la niña sonriendo mientras se limpiaba los ojos.

Abrazola Andrés; y al besarla en la frente, una lágrima que rodó por las tostadas mejillas del soldado, cayó como el bautismo de la desgracia sobre los ensortijados cabellos de la niña.



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Capítulo XXXVII

La barra de constitución


«Es una torpeza en un hombre de estado cerrar la puerta para toda conciliación, y poner a sus adversarios en la alternativa de perecer o combatir.»


(M. L. AMURRÁTEGUI, Dictadura de O' Higgins, capítulo XI.)                


«Cuando un pueblo se divide en vencedores y vencidos, en verdugos y víctimas; cuando el gobierno jamás perdona, sino que persigue sin tregua a sus adversarios rendidos en tal caso, es buena y útil, justa y santa la reacción que se intente para restablecer el equilibrio perdido.»


(MARCIAL GONZÁLEZ, Los proscritos y las letras.)                


Pero Tupper no había muerto; y he aquí el origen de esta falsa noticia, que tan de buen humor había puesto al belicoso clérigo Franco.

Según hemos dicho en el capítulo anterior, Tupper y Viel habían llegado a Talcahuano en el bergantín Constituyente poco después de   -206-   la sublevación de Concepción a favor de la causa liberal. Veinticuatro horas después de haber fondeado ellos en el puerto antedicho, llegaba a la isla Quiriquina, situada en la boca de la extensa bahía, el bergantín Aquiles, de la escuadra pelucona, que había seguido la pista al Constituyente. Tupper concibió el proyecto de tomarse al Aquiles, atacándolo al abordaje por medio de lanchas que sólo le habían de servir para conducir sus soldados. Una sola tarde le bastó para formar el proyecto y preparar su gente, que hizo embarcar en ocho lanchas en cuanto las sombras de la noche cubrieron la bahía. La noche era oscura, y el mar estaba en calma. Los asaltantes alcanzaron a rodear el bergantín, y habrían acertado su atrevido golpe de manos, si no hubiesen sido descubiertos a tiempo de abordar el buque. El combate fue corto, pero terrible. Se peleaba cuerpo a cuerpo. El mismo Tupper, herido en un brazo, cayó al agua y se le creyó muerto, por amigos y enemigos, lo cual decidió la victoria en favor de los asaltados. Los asaltantes fueron rechazados; pero tuvieron la felicidad de salvar la vida a su valiente jefe, que había conseguido permanecer a flote y a quien recogieron casi exánime.

Por manera que el placer del ambicioso y feroz clérigo se tornó en rabia cuando se supo después en Santiago que el bravo coronel, lejos de haber muerto, había tomado por asalto, en unión con Viel, la plaza de Chillán defendida por el coronel don José María de la Cruz, cuyas fuerzas eran el doble de la de los sitiadores.

Poco después de estos sucesos, es decir, a fines del mes de marzo, llegó Freire al puerto de Constitución con sólo dos buques: el bergantín Aquiles, en donde iba él y la mayor parte de los oficiales, y la goleta Diligente. A estos dos buques había quedado reducida la escuadra liberal, compuesta de seis embarcaciones al salir de Coquimbo. Dos de éstas, la balandra Juana Pastora y el bergantín Dos Hermanos, habían sido capturadas casi en las aguas del puerto antedicho por la goleta contraria Colocolo. Los otros dos bergantines (Railef y Olifante) habían navegado en convoy hasta la costa de la Navidad, en donde, combatidos por una tormenta, estuvieron a punto de perderse con más de trescientos soldados del Concepción y del Chacabuco que conducían, al mando de sus respectivos jefes, el coronel Rondizzoni y el teniente coronel Castillo. Hubo que desembarcar la tropa, después de lo cual se fue a pique el Olifante. Y habiendo determinado los antedichos jefes conducir sus soldados por tierra hacia Constitución, volviose el Ralief a Valparaíso.

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Nada de esto sabía Freire, así es que esperaba ver llegar de un momento a otro los buques atrasados. La tropa estaba en tierra; pero el general no había querido desembarcarse, manteniéndose en observación con su bergantín listo, para prestar auxilio a sus otros buques en caso necesario. Mas habiendo tenido noticias de que Rondizzoni y Castillo se acercaban por tierra, y sospechando lo sucedido, determinó desembarcar al momento. Aunque los conocedores le hicieron ver los peligros que ofrecía la poca agua de la barra de aquel puerto, famosa en siniestros, a lo cual se agregaba el mucho calado del Aquiles, no desistió de su idea y ordenó entrar en el puerto. Los temores se realizaron, y el bergantín encalló en un banco de arena, abriéndose por la proa. Un grito de horror fue lanzado por la multitud de gentes que desde la playa presenciaban la terrible escena, y al momento se prepararon varios botes y lanchas para socorrer a los náufragos.

El buque, combatido por las marejadas del sur, que cual ariete inmenso golpeaban su costado de babor, se iba abriendo cada vez más y hundiéndose por la popa. Cada marejada arrastraba una parte de la obra muerta, llevándose ya un marinero, ya un soldado de los que habían quedado a bordo. El golpe de las olas sobre el casco, el silbido del viento por entre la arboladura, el chasquido de las cuerdas que se cortaban y el crujimiento seco de los mástiles sacudidos en su base, formaban un ruido aterrador.

Los botes se habían echado al agua, y embarcádose ya en ellos una gran parte de la tripulación.

El general, de pie, cerca de la proa y asido fuertemente a una parte de la obra muerta, parecía empeñado en no bajar a la lancha que lo aguardaba, hasta que no desembarcase el último hombre. Habíase atado a la borda el estremo de una escala de cuerda que descendía hasta la lancha, y por ella acababa de bajar don Nicolás Freire, sobrino del general, quien gritaba a su tío que descendiese pronto.

El buque seguía crujiendo horriblemente, y amenazaba hundirse de un momento a otro cuando el general bajó a la lancha. Desgraciadamente el mar estaba agitado, y las corrientes del sur impelían la lancha hacia la playa de Quivolgo, en cuyos bancos de arena se han perdido tantas embarcaciones. De las demás lanchas y botes unos habían quedado atrás, y otros iban entrando por la boca del río, y sólo una lancha se había perdido enfrente de las gigantescas rocas llamadas las «VENTANAS».

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Por en medio de estas rocas el mar parecía vomitar olas que atravesaban el canal de entrada, dificultando el paso hacia el interior del puerto. Al pasar por el punto antedicho, la lancha del general sufrió, de costado, el choque terrible de una marejada que hizo volver su proa hacia el norte, poniéndola en inminente peligro de perderse, pues el timón se había quebrado; y no pudiendo virar, una segunda marejada la llenó casi de agua.

La tripulación hacía grandes esfuerzos por enfilar la corriente del río; pero la falta del timón les impedía maniobrar en este sentido. Ya creían su pérdida segura, cuando vieron venir hacia afuera tres lanchas y un bote, impulsados no sólo por los remos, sino por la corriente del reflujo. El bote y una de las lanchas venían adelante; las otras dos lanchas se habían quedado atrás como temerosas de arrostrar el peligro. Éste, en efecto, era considerable en atención a que, para llegar a la lancha amenazada, se debía virar hacia el noroeste, lo que exponía a recibir por el costado las repetidas marejadas de las «VENTANAS».

Al enfrentar a estas rocas, el bote se adelantó rápidamente, y el general Freire pudo ver que el oficial que allí venía con dos marineros era Anselmo Guzmán.

-¡Anselmo! -gritó Freire-, ¡no te expongas a una muerte segura! ¡Mira que es imposible que esta embarcación tan débil pueda resistir el golpe de la ola!

Pero Anselmo, saludando con la mano a su general, dirigió la palabra a los dos marineros y requirió el timón.

El bote volvió con la prontitud de un ligero corcel y se lanzó como una flecha hacia la lancha, a la cual le era imposible salir de un remolino formado por las encontradas corrientes. En balde quisieron los bogadores neutralizar con los remos el empuje de la marejada, a fin de evitar un peligroso choque contra la lancha: el bote chocó contra la proa de ésta, haciéndola virar hacia el sur y pasando unas diez o doce brazas adelante. Con el cambio de posición, la lancha, ya en muy mal estado, recibió por la popa un terrible golpe de ola que acabó de abrirla, llenándola de agua. Afortunadamente uno de los marineros del bote había lanzado al pasar un cabo que otro marinero de la lancha pudo coger en el aire; y he aquí por qué aquella embarcación, a pesar de la velocidad que traía, no se había alejado de la lancha sino el largo de la cuerda. Tomados de ésta, pudieron atraer hacia ellos el bote, a tiempo que la desencuadernada lancha se hundía bajo de las olas.

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Sólo quedaron flotando los que sabían nadar. En aquel momento supremo fue cuando don Nicolás Freire, viendo que su tío luchaba en vano contra la corriente, se lanzó hacia él; y tomándolo de un brazo, pudo llevarlo a nado hacia el bote en el cual sólo se veían los dos marineros de su tribulación, otros dos de la lancha y un oficial que llegó después nadando.

-¿Y Anselmo? -preguntó el general-. ¡Ha muerto! -exclamó viéndolo exánime en el fondo del bote.

-No, señor -respondió uno de los marineros que se ocupaba de atar con un pañuelo la cabeza del joven.

-¡Respira! -dijo con alegría el general examinando de cerca al que afinaba, como si fuera su propio hijo-. ¡Pronto a tierra! -gritó-. ¡Pronto!, ¡pronto!

Mientras el bote se dirigía hacia el desembarcadero, le contaron que, al dar éste contra la lancha, le había sido imposible a Anselmo evitar que su cabeza chocase con la proa por debajo de la cual había pasado el ligero bote con extrema velocidad.

El golpe le había roto la frente cerca del ojo izquierdo, dejándolo aturdido instantáneamente; pero pronto empezó a dar señales de vida. Sin embargo, no hablaba y parecía atacado por una fiebre que algunos momentos después se hizo violenta.

Llegados a tierra, pusiéronlo sobe una camilla improvisada, y cuatro soldados lo llevaron al alojamiento del general. Éste, que lo atendía con el mayor interés, ordenó que lo acostaran en su propia cama, sentándose él mismo a la cabecera del enfermo.

El cirujano había examinado y curado la herida, declarando peligrosa la fiebre que se había producido. El enfermo empezó a delirar:

-¡Pobre Lucinda! -exclamó con palabras entrecortadas-. Ven, mi querida esposa, ¡acércate!... ¡Más todavía, porque apenas tengo fuerzas para hablar!... ¡El corazón no te engañaba cuando me decías llorando que yo había de venir a morir aquí!... ¡Que yo iba a dejarte para siempre!... ¡Pero, perdóname, alma mía...! ¿Cómo no había yo de venir a compartir la suerte de mis compañeros de armas?... ¡Tú sabes cuánto me costó separarme de tus brazos!... ¡Ah! ¡Era tan dulce aquel lazo que me detenía!... Pero, ¿cómo dejar que mi querido jefe, mi protector... sufriese solo las fatigas de la guerra... sin volar a su lado para pelear contra los malvados que lo han engañado tan miserablemente?... ¿Oyes Lucinda?... ¡El amor me manda quedarme junto a ti... pero el deber me ordena poner al   -210-   servicio de la república esta espada que el mismo general Freire me regaló!... ¡Adiós, Lucinda! ¡Adiós!...

El febrático, haciendo un esfuerzo como para levantarse, volvió a caer exánime sobre la almohada. El general, que se había alzado de su asiento, lo miraba lleno de emoción; y no bien hubo concluido de hablar el enfermo, cuando él, volviendo la cara, entró en la pieza inmediata. No quería que sus oficiales allí presentes lo viesen llorar.



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Capítulo XXXVIII

El consejo


«Meneses sentía una gran repugnancia por toda innovación, y estaba muy distante de poner su voluntad o su brazo al servicio de una política que no hubiese recibido el aliento de su propia inspiración.»


(R. SOTOMAYOR VALDEZ, El Ministro Portales.)                


La pobre Lucinda había quedado desolada en la capital, y seguía siendo víctima de la más cruel zozobra, pues desde que Anselmo le dio el último abrazo de despedida, no había tenido noticias de él. Por fortuna la pobre niña había encontrado en Andrés Muñoz y en Cecilia (para quienes Anselmo dejó una larga carta encargándoles a su querida esposa) había encontrado, decimos, en los dignos amigos de su marido, un consuelo que le hacía más soportable la soledad de su corazón. Tener cerca de sí una persona con quien hablar íntimamente de su esposo era para ella una verdadera necesidad;   -212-   así fue que, habiéndole rogado Cecilia que se fuese a vivir a su casa, mientras volvía Anselmo, Lucinda aceptó con gratitud la oferta de su buena amiga, y se trasladó a casa de Andrés.

Pero esto no bastaba para tranquilizar el combatido espíritu de la hija de don Marcelino, para la cual los días eran cada vez más largos. Acostábase todas las noches con la esperanza de que al día siguiente llegarían noticias del sur; pero amanecía el día siguiente, y las noticias no llegaban; y si llegaban, eran tan contradictorias que más servían para desorientarla que para conocer la verdad.

El gobierno mismo no estaba más adelantado sobre el particular; y tanto a él como al partido pipiolo les sucedía lo que a todo interesado en la realización de un hecho cualquiera: cada cual comentaba a su modo las contradictorias noticias llegadas a la capital; y despreciando las adversas, daban acogida solamente a las que estaban acordes con sus más ardientes deseos.

Por fin llegó a saberse, de una manera fidedigna, el desembarco de Freire en Constitución; y las conjeturas y chismes cesaron para dar lugar a chismes y conjeturas de otra especie. No faltaba quien asegurase que Freire había muerto ahogado; pero otros mostraban cartas de puño y letra del general, escritas desde Constitución. Había quienes miraban como una locura el querer derrocar un gobierno como el de la Junta, tan sólidamente establecido ya; mientras que otros, perdonándole al jefe pipiolo su anterior extravío, lo miraban como al redentor de las libertades públicas, y lo esperaban todo de su heroísmo, con una fe ciega en el prestigio de su antigua gloria.

Por su parte, el gobierno se había reunido en consejo para resolver sobre las medidas que convendría adoptar. ¿Debía esperarse a Freire en Santiago o salirle al encuentro en su marcha hacia la capital? He aquí una cuestión de suma trascendencia que requería una solución tanto más pronta y enérgica cuanto que, en casos como el presente, el éxito depende las más veces de la prontitud y de la energía en las operaciones. Pero era menester oír la opinión de los prohombres del partido; y en consecuencia, fueron llamados al Consejo los amigos más íntimos, entre los cuales se distinguían nuestros antiguos conocidos don Víctor Dorriga y el incansable jesuita, quien ya no hacía misterio de su adhesión a los religiosos pelucones, y hablaba de las ideas anticristianas de los pipiolos, no solamente dentro del palacio del gobierno, sino también delante de los amigos de su antiguo confesado, el general Pinto.

  -213-  

-¡Señores! -dijo el ardiente clérigo Franco, arrebatando, más bien que tomando la palabra-, ya sabemos el arribo del revoltoso Freire a la Nueva Bilbao...

-Constitución, señor -le interrumpió don Francisco Ruiz Tagle.

-Constitución o Nueva Bilbao, poco importa por ahora el nombre -replicó, terciándose el manteo el antiguo realista, que no podía avenirse aún con dar a los lugares los nombres dados por los republicanos-. Lo que importa es saber, como ya lo sabemos de positivo, que el revoltoso enemigo del orden ha desembarcado en aquel puerto. Mas, por gracia de la Divina Providencia, que tan evidentemente está favoreciendo nuestra santa causa, no ha podido Freire desembarcar allí sino con muy pocos soldados. Siendo como es un iluso, no es extraño que pretenda venir a arrebatarnos el poder que Dios ha puesto en nuestras manos, y que la religión misma nos ordena y manda defender a todo trance, muriendo, si es preciso, antes que entregarlo a los que tan mal uso saben hacer de él. Esas pretensiones del cándido Freire las vemos reflejarse aquí en el semblante de sus crédulos adeptos, que llenan esta capital, y de los cuales debemos defendernos y librarnos, antes que de su ya desprestigiado general. Tenemos, pues, al enemigo en casa; por manera que no me parece prudente dejar indefensa esta ciudad, enviando nuestras fuerzas a combatir contra un enemigo casi reducido ya a la impotencia, y que la Divina Misericordia acabará de...

-¡Sí!, ¡aténgase a la Virgen y no corra! -interrumpió Aldeano sonriendo.

-¿Qué decía usted, señor don Rodrigo? -preguntó Franco con mirada chispeante.

-Decía -respondió el interpelado- que cuando se divisa un inconveniente a nuestra marcha, es preciso ir pronto hacia él, para quitarlo del camino, y no esperar que ese estorbo ruede hacia nosotros, ¡porque puede llegarnos muy crecido!

-Pues yo creo al contrario que ese inconveniente, lejos de crecer disminuirá, porque llegará hecho pedazos a nosotros.

-¿Por virtud del Altísimo? -preguntó Aldeano.

-No, sino por su propia virtud -respondió Franco, moviendo su brazo como quien juega al sable.

-Pues yo soy del parecer del señor Aldeano -dijo el padre Hipocreitía-. Más fácil es pasar el curso de un río en su nacimiento que más adelante...

-En cuanto a mí -interrumpió Franco-, hallo más fácil pasar   -214-   la corriente del río, cuando parte de sus aguas se han consumido en el camino.

-Y ¿si han sido aumentados con ricos afluentes? -replicó el jesuita.

-¡Oh! -exclamó don Diego Portales, que estaba sentado cerca del presidente-, hablen de modo que se entienda, ¡por el amor de Dios! ¡Don José Tomás me acaba de decir que no ha comprendido palabra de lo que han dicho ustedes!

-Yo no he dicho eso -replicó el presidente mirando de reojo a Portales-. Lo que he dicho es que aquí hemos venido a ver si conviene o no enviar tropas al sur. ¿Qué le parece a usted, señor Dorriga?

-Yo creo que debieran ya estar nuestros soldados a orillas del Maule -respondió con voz clara don Víctor-. Verdad es que Freire tiene ahora pocos soldados, más por lo mismo debemos impedir que aumente sus fuerzas, lo cual conseguirá si llega a Talca y pasa prontamente a Colchagua, cuyos habitantes son, en su mayor parte, pipiolos. Es menester que no nos engañemos: Freire tiene muchos partidarios entre el Maule y el Cachapoal; por consiguiente, no debemos dejarlo poner el pie en esos centros de población, en donde puede formar y equipar un ejército. Es preciso, pues, irnos en derechura al Maule, y ojalá no sea demasiado tarde para impedir el paso a los soldados de Rondizzoni y de Castillo, que harán por reunirse cuanto antes con su general.

Prevaleciendo el parecer de Dorriga, diose orden a Prieto de que alistase su ejército para ponerse prontamente en marcha hacia el sur.

La Junta nombró auditor de guerra al mismo don Víctor, y los sucesos posteriores probaron el acierto de este nombramiento.

Junto con las noticias que tanto preocupaban a los pelucones, había llegado la del siniestro acaecido en la barra de Constitución. Lucinda oyó, más muerta que viva, la relación de un acontecimiento que tan cruelmente la hería en el corazón; y como no faltaba quien dijera haber visto cartas de Constitución en que se hablaba de la segura muerte de Anselmo, la pobre niña se resolvió a ir ella en persona, a prestar los indispensables servicios a su esposo; y rogaba a Dios que si había de morir el hombre que tanto amaba, lo conservase siquiera el tiempo necesario para ir a recibir su último aliento. En vano le hicieron ver Andrés y Cecilia los peligros a que se exponía con un viaje tan largo, por caminos intransitables,   -215-   plagados de salteadores, y teniendo que atravesar un territorio conmovido por la guerra civil. Ella, no escuchando más que a su corazón, allanaba todas las dificultades que Muñoz trataba de pintarle con los más vivos colores; y siendo el amor tan ingenioso para concebir un proyecto, como activo y enérgico para llevarlo a cabo, en menos de veinticuatro horas, ya Lucinda había preparado su pequeño equipaje de viajero, agregando a él un vestido completo de hombre, que Pedro le aconsejó llevar.

Viendo Andrés que nada podía disuadir a Lucinda de su pensamiento, resolvió acompañarla; pero por desgracia, en esos mismos días, recibió el capitán Muñoz la perentoria orden de no salir de la ciudad, mientras el gobierno no dispusiera otra cosa, advirtiéndosele que tendría que desempeñar, en pocos días más, una comisión importante en Valparaíso.

Bien conoció Andrés que no se tenía confianza en su lealtad al nuevo gobierno, y que sólo se buscaba un pretesto para separarlo del ejército que pronto debía batirse con los liberales. Lejos de resentirse por esto, agradeció que se le tuviera por leal a las ideas a que siempre había servido; pero sintió grandemente el no poder acompañar a Lucinda, la cual se dirigió al sur, por el camino de Melipilla, que era la vía de menos inconvenientes en aquellas circunstancias.

Vestida como una pobre mujer del pueblo, y acompañada solamente por Pedro, para evitar sospechas, emprendió su peligrosísimo viaje, confiando en que llegaría a su término sin ser conocida.

Al mismo tiempo que Lucinda se dirigía al sur, por el camino de la costa (muy conocido por su fiel asistente), el general Prieto conducía su ejército hacia Talca, por el camino llamado entonces de la Concepción, que divide longitudinalmente el gran valle central de Chile. Constaba el ejército pelucón de mil trescientos infantes, más de ochocientos hombres de caballería, y doce piezas de artillería bien montadas. Aunque, según el parecer del consejero Dorriga (cuya opinión respetaba grandemente el general Prieto), debía andarse en marchas forzadas para llegar a tiempo, no era posible conducir con mayor prontitud un ejército por una vía mala de suyo, y que las primeras lluvias habían hecho casi intransitable. Mas, a pesar de tales dificultades, una semana después de dada la orden de marcha por la Junta de Gobierno, es decir, el 2 de abril, el ejército había atravesado el río Tinguiririca, y su vanguardia se hallaba ya acampada sobre la margen izquierda del Chimbarongo. Allí se supo   -216-   que las fuerzas constitucionales no habían atravesado aún el Maule, y que Freire se ocupaba en reorganizar su ejército, al cual ya se había incorporado Viel y Tupper, quienes habían traído del sur algunos veteranos de caballería, con los cuales venían como auxiliares, unos ciento cincuenta a doscientos indios bien montados.

Esta noticia puso de buen humor al hábil Dorriga, que a todo trance quería pasar los ríos Lontué y Claro, antes de que el enemigo se enseñorease del ondulado llano que se extiende hacia el sur, atravesado por una multitud de quebradas y esteros, cada uno de los cuales presentaban un punto de apoyo y de defensa al ejército allí acampado, mayormente si ese ejército carecía de cañones bien montados y de una robusta caballería, que era precisamente lo que se verificaba en el ejército constitucional. Por el contrario, don Víctor lo esperaba todo de su caballería; y deseaba encontrarse con el enemigo en un lugar en donde ésta pudiese obrar ventajosa y libremente.

Otra idea preocupaba además al sagaz consejero. Nadie había podido decirle con certeza si Rondizzoni y Castillo habían atravesado el Mataquito, con su gente desembarcada en la Navidad. Si los antedichos jefes conseguían reunirse con Freire, éste adquiriría un refuerzo de cerca de cuatrocientos soldados pertenecientes a los aguerridos batallones Chacabuco y Concepción. Era, pues, necesario impedirles el paso; y el lugar más a propósito para ello era el valle por donde el río Mataquito (formado por el Lontué y el Teno) se dirige hacia el mar. Y como en tal incertidumbre la prudencia aconsejaba, por una parte, no perder tiempo, y por la otra, no dividir las fuerzas hasta no saber si Castillo y Rondizzoni estaban al norte del Mataquito, don Víctor hizo despachar un emisario secreto para inquirir este importantísimo dato. El emisario debía partir a matacaballos hacia la costa, y allí se cercioraría de la verdad de los hechos. Enseguida, atravesando el antedicho río, se dirigiría por el costado sur hacia la estancia de las Quechereguas en donde se uniría al ejército.

Cúpole el desempeño de esta comisión a nuestro antiguo conocido Juan Diablo, quien, deseando ganar por dos lados (como él decía), había dejado a su inteligente esposa vendiendo aguardiente aguado en la calle de San Pablo, mientras él, enrolado en las filas del orden, no solamente ganaba su sueldo de sargento, sino que también hacía su negocio de proveedor de los soldados, por medio   -217-   del inteligente Vizco, que podía apostárselas a la más experta vivandera.

Aquí conviene advertir al curioso lector, que, sólo a condición de hacerse soldado del orden, había conseguido Juan Diablo que el gobierno le perdonase al Vizco aquella travesura que costó la vida al verdugo Catana, y que dio tanto que hablar a la ciudad de Santiago.



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Capítulo XXXIX

La expedición


«Para viajar, prudencia; y para mentir, memoria.»


(Dicho popular.)                


Montados en muy buenos caballos, con los bolsillos repletos de dinero y disfrazados de paisanos, Juan Diablo y el soldado que lo acompañaba dejaron el ejército, sin que nadie lo echase de ver, y se dirigieron rectamente hacia la costa.

Todavía era de noche cuando comenzaron a subir la montaña occidental; y aunque estos cerros estaban plagados de salteadores, nada temían, pues el asistente del bodegonero era un digno soldado de la Partida del Alba, gran conocedor de aquellas serranías, así como de las prácticas, usos y costumbres de los salteadores que las habitaban.

Amanecioles sobre el portezuelo de la Higuera; y ya había salido el sol cuando comenzaron a galopar, atravesando diagonalmente el extenso y feraz valle de Santa Cruz. De cuando en cuando se paraban o andaban al paso; pero era sólo el tiempo necesario para refrescar   -220-   sus cabalgaduras medio fatigadas, o bien para «hacer la mañana» con largos tragos de aguardiente, y abrigar el estómago con un causeito. Mas no porque mascaban perdían tiempo, pues, a una con meterle el diente a los fiambres que llevaban en las alforjas, metíanles las espuelas a sus caballos, por manera que, aún no eran las siete y media de la mañana cuando ya ellos se habían alejado más de once leguas del ejército.

En todo el camino hecho, no habían encontrado ni una sola persona a quien preguntarle nada; y como deseaban dar con alguien a quien interrogar, paráronse cerca de una vía trillada que atravesaba el abierto llano, y allí les quitaron el freno a sus caballos para refrescarlos un rato, esperanzados en que bien pronto había de pasar algún ser viviente por aquel camino, que parecía muy traficado.

Los transeúntes no se hicieron esperar mucho rato. El digno bodegonero fue quien primeramente vio, por entre los espinos del gran llano, dos bultos que venían del lado del norte, los cuales no eran sino dos hombres de a caballo, que marchaban el uno al lado del otro, ya al trote, ya al paso.

El previsor Juan Diablo ordenó entonces a su compañero que pusiera prontamente el freno al caballo, y lo mismo hizo él con el suyo, pues aquellos hombres que se acercaban podían muy bien ser mala gente; pero habiéndose acercado más los transeúntes, conocieron nuestros hombres que nada tenían que temer de ellos, en atención a que el uno parecía ser fraile franciscano (por el hábito que vestía), y el otro era sin duda su mozo de servicio, según lo indicaba la maleta que traía sobre las ancas de su caballo.

Traía el fraile la cabeza y parte de la cara atadas con un gran pañuelo de seda; la capilla, a medio calar, le cubría la nuca, y un gran sombrero de paja de Italia le sombreaba el rostro, que, a pesar de sus regulares facciones, parecía un poco desfigurado por ciertas manchas rojo-negruzcas (vestigios tal vez de alguna antigua enfermedad) que presentaban sus redondos carrillos.

Juan Diablo no pudo ver el color de sus ojos, pues el devoto sacerdote los tenía fijos sobre las cuentas de un gran rosario que llevaba en las manos; y tan embebido parecía ir en su rezo, que apenas contestó con un ligero movimiento de cabeza al saludo que se le dirigiera.

Acercose entonces el bodegonero al criado, quien, a diferencia de su patrón, no había despegado de Juan y de su compañero el único   -221-   ojo que le quedaba libre, pues llevaba el otro cubierto con un gran parche de trapo azul.

-¿Para dónde bueno, amigazo? -preguntó el bodegonero, después del saludo de cortesía.

-Vamos aquí luego, señor -respondió el del parche, poniendo la mano (distraídamente al parecer) sobre el laboreado mango de la catana que llevaba en la cabeza de la enjalma, y cuya aguda punta alcanzaba a pasar una pulgada más abajo de los pellones de su montura.

-¿Cómo dice usted que va aquí luego -observó el compañero de Juan-, y lleva esa gran maleta que no se usa sino para los viajes largos?

-Menos averigua Dios y perdona -respondió el del parche, mirando de reojo al que lo interpelaba, y acariciando de nuevo su catana.

Al oír esta contestación, el fraile volvió la cara y miró a su mozo, que pareció arrepentirse de haber hablado con demasiada acritud, porque dirigiéndose a Juan, le dijo con la voz más suave:

-Es cierto, señor, que no vamos aquí muy lueguito, y por eso dije aquí luego solamente. Mi patrón es un padrecito que recién ha cantado misa en San Fernando; y ahora va muy enfermo de las muelas, y no puede hablar palabra. ¿Se le ha pasado el dolor, señorcito? -preguntó, acercándose a su patrón, el cual respondió con voz baja, algunas palabras que los otros no pudieron oír-. Dice que se le ha pasado algo -prosiguió el del parche, volviéndose a Juan-; pero siempre va punzándole la cara esta muela condenada. ¡Dios me libre! ¿Para qué diablos le mandará Dios estos dolores a un santo como es él, que no se lo pasa sino reza que reza?

-Pero, ¿después de tanto hablar, no nos ha dicho para adónde marcha? -preguntó el bodegonero sonriéndose.

-¡Ah!, ¡creía habérselo dicho a usted! -exclamó el del parche, con cierto movimiento de disgusto-. El hecho es que vamos a un convento de San Francisco que hay en San Pedro de Alcántara, en donde el padrecito tiene que cantar misa pasado mañana.

-Pero ¿no me dijo usted que ya había cantado misa en San Fernando?

-¡Ah! es verdad -respondió muy contrariado el del parche-. Esto quiere decir que va a cantar misa otra vez en San Pedro de Alcántara. Porque ha de saber usted, mi señor -prosiguió, bajando la voz con cierto misterio-, que este padrecito no es de esos padres   -222-   que bota la ola, sino que el mismo Santo Papa, según dicen, mandó desde allá de Roma las órdenes que lleva encima, con una multitud de indulgencias y bendiciones, porque es herejía el número de indulgencias que vinieron con las órdenes, y todas ellas más grandes, por supuesto, que las que puede dar el señor Obispo de Santiago. Y al mismo tiempo envió a decir el Santo Papa de Roma que el que tocase a este siervo de Dios, o lo moslestase lo negro de la uña, caería lisiado al momento, y moriría de mala muerte. Todo lo cual ya ha comenzado a verificarse.

-¿Cómo así? -preguntó Juan Diablo abriendo tamaños ojos.

-Ha de saber usted que anoche tuvo mi patrón con el provincial de San Francisco no sé qué dimes y diretes, cuando, sin saber cómo ni cuándo, cayó el pobre provincial al suelo, con un mal de hora que daba compasión. ¿No ha oído usted decir...?

-No he oído nada de esto, pues no soy de este lugar -respondió Juan mirando fijamente al sacerdote que marchaba adelante pasando unas tras otras las cuentas de su rosario.

-Pues si esto hace Dios con los sacerdotes que le dicen una mala palabra a mi patrón, ¿qué hará con los demás cristianos? Preguntéselo usted a todos los del convento de San Fernando y verá lo que le responden. En sólo dos noches que allí estuvo hizo como tres milagros, fuera de lo del padre provincial. ¡Para que vea usted! Pero... esto es nada comparado con...

-¿Todavía más? -preguntó Juan Diablo con marcado interés.

-¡Mire usted! -respondió el del parche, con ese tono animado de quien ha producido efecto. Mírelo que parece que no quiebra un huevo; pero ahí donde usted lo ve, es capaz de cantárselas al más pintado, y no le tiene miedo a alma nacida, sobre todo cuando va como ahora con su pistola de virtud...

-¿Qué dice usted?

-Una pistolita de virtud, pues, señor, que mi patrón tiene la que jamás yerra tiro...

-¿Y también se la mandó el santo Papa? -preguntó Juan con cierta sonrisa.

-No le sabré decir -respondió el del parche-; pero de todos modos la pistola es bendita, porque según dicen, la cacha es hecha del mismo palo de la Santa Cruz, y aquél a quien se le apunta con ella, cae redondito al tiro... ¡Jesús...! ¡Dios me libre!

-Mire, ño Diab... ño Juan -dijo a esta sazón el asistente del bodegonero; ¡mire que ya se va haciendo tarde!

  -223-  

-¡Ah! -exclamó Juan-, ¡se me había olvidado! Dígame, amigo, y perdone. ¿No ha oído usted decir si han marchado o no para el sur los soldados enemigos del gobierno que han desembarcado por aquí por estos medios?

-Nada sé de eso -respondió el del parche, porque yo no soy de este partido.

-Pues yo necesito apurar la marcha para llegar hoy mismo al Mataquito -dijo Juan despidiéndose de su interlocutor.

-Adiós, señor, y que le vaya bien -murmuró éste, viendo con gran gusto que los otros dos echaban a andar a buen galope.

Una o dos cuadras se habría separado Juan con su compañero, cuando éste le dijo:

-¿Sabe en lo que estaba pensando, ño Diablo?

-¿Cómo lo he de saber, si no me lo has dicho? -respondió el otro.

-Pues voy a decírselo. Yo creo que conozco a este tuerto del parche.

-Bien puede ser.

-Aunque cuando lo conocí, no estaba tuerto.

-También puede ser así.

-Y así es. No estaba tuerto, y era un diablo, no agraviando a lo presente. Se llamaba Pedro Cáceres, y peleamos juntos en Chiloé. Me acuerdo como si fuera ahora...

-Y ¿qué nos importa todo eso?

-Voy a decírselo, ño Diablo. Este Pedro Cáceres era un embusterazo, y nadie le creía ni lo que rezaba, por lo cual lo llamábamos don Costal de Mentiras. Como se lo cuento, ño Diablo: este hombre las inventaba en un santiamén, ¡y las echaba al vuelo que era horror! A mí nadie me quita de la cabeza que éste es el mismo don Costal, y que todo lo que le ha encajado a usted no es más que una cáfila de mentiras. Ni pestañaba el hombre cuando las echaba rabiataditas por la boca.

-Nada nos importa eso -dijo el bodegonero-. ¡Ahora no debemos pensar sino en picar fuerte!

Calló el otro; pero un poco más allá, volvió a decir:

-¿Sabe en lo que estaba pensando, ño Juan? Yo creo que sería una cosa muy acertada.

-¿Qué cosa es ésa? -preguntó Juan Diablo sin dejar de galopar.

-La cosa es que el caballo de don Costal me ha gustado mucho, y a usted le debe haber parecido bien el del padrecito. Son unos... preciosos animales, que, según parece, van muy cuidados y marchan   -224-   con un paso que da gusto... ¿No es verdad que son dos buenas piezas...? Y como los nuestros van aflojando algo y tenemos que andar tanto todavía...

-¿Quieres que volvamos a quitarle los caballos al padre? -preguntó Juan, mirando fijamente a su compañero.

-¡Oh! -exclamó éste-, ¡bien haiga que tiene potencias y entiende las cosas al momento!... ¿Usted me lo ha comprendido todo, como si se lo hubiera dicho? ¿Quiere que volvamos a trocar nuestros caballos por esos otros?

-¡Badulaque! -exclamó el honradísimo bodegonero-, ¿cómo te atreves a proponerle tal cosa a un hombre como yo?

-Pero, ño Diablo -replicó el otro-, ¿por qué encuentra la cosa tan mala? Dígame usted: ellos van aquí luego, como dicen, y nosotros tenimos que andar como un descosido para llegar mañana en la noche a las Quechereguas; ¿será, pues, conciencia que ellos vayan en buenas bestias y que nosotros tengamos que hacer tan largo viaje en estos animales medio gastados? ¡Mire que todavía es tiempo, ño Diablo!

-¡Te prohíbo que me vuelvas a hablar de esto! -exclamó enérgicamente el bodegonero.

-Pues si no le gusta, lo deja -refunfuñó el soldado, picando de nuevo su caballo-. ¡Ya se ve! -prosiguió-, más adelante encontraremos remuda en los potreros de algún rico. ¡Para eso le vamos sirviendo al gobierno y a la religión!

Ya en esto habían llegado al pie de la cadena de montañas que cierra por el sudoeste el gran valle de Santa Cruz. Un camino trillado los condujo a la cuesta llamada de la Lajuela; que aunque no presentaba como ahora una carretera de fácil tránsito, era el único punto por donde podía trasmontarse aquellos cerros, sin grave peligro de extraviarse, o decaer con caballo y todo, en alguna profunda quebrada. Emprendieron, pues, la subida por la tortuosa y estrecha senda, en donde apenas cabía la uña del caballo, al cual era necesario que el jinete se entregara a discreción. Las rocas que a veces interceptaban la vía; invadiéndola con sus puntas salientes, parecían querer empujar a los viajeros hacia los precipicios; y los gruesos árboles, extendiendo las ramas sobre el camino, ayudaban a las rocas, como si allí los hubiese plantado el dios del statu quo para impedir el paso a los transeúntes.

Sólo el que haya tenido que atravesar nuestras montañas de la costa, que a pesar de la necesidad de cortarlas por buenos caminos,   -225-   habrían seguido en el mismo estado, durante diez o veinte siglos más de la dominación española, sólo ellos, decimos, podrán apreciar los peligros que el transeúnte corría teniendo que pasar, ya por sobre una roca resbaladiza entre un peñón tajado a pico y un oscuro precipicio, en el cual amenazaba el peñasco hundirse con viajero y todo, ya por debajo de troncos de árboles, de cuyas ramas solían quedar pendientes el sombrero o los girones del vestido del pobre transeúnte.

En tales casos, era menester abandonarse a la sagacidad y destreza de su caballo; y lejos de pretender dirigirlo, el jinete debía cuidar solamente de sí mismo, y estar atento, para no caer, a los movimientos del noble animal, cuando ladereaba, inclinando ligeramente su cuerpo hacia el cerro; cuando subía arañando la tierra, o afirmando sus cascos en las puntas de las rocas; y por fin, cuando bajaba, resbalando, sentado sobre sus cuartos traseros.

Llegados a la cumbre del portezuelo, nuestros hombres se apearon con el doble fin de dar descanso a sus caballos fatigados y de hacer medio día con lo que llevaban en las alforjas.

Enseguida bajaron, así como habían subido, es decir, caracoleando o saltando de grada en grada, hasta llegar al pie occidental de la cuesta, en donde la vía comenzaba a ser menos áspera, corriendo a lo largo de los estrechos y montuosos valles de Nerquihue y Caillihue.

Una vez salidos de estos oscuros y entretejidos bosques de espinos seculares, se encontraron en la sábana despejada y blanquizca, conocida con el nombre de valle de Lolol. Ninguno de los pobres transeúntes que encontraron habían sabido darle la menor noticia sobre las tropas de Rondizzoni.

Cabizbajo y sediento marchaba Juan Diablo seguido de su compañero, no menos sediento que él, cuando al dar vuelta una puntilla se encontraron de repente con un hombre que venía montado en un macho, y arreaba una yegua cargada con un par de chiguas que servían de base a un voluminosísimo sobornal elevado como una torre sobre el lomo de la yegua.

Juan miró al hombre de arriba abajo, y en el momento conoció que era costino, pues así lo revelaba su puntiagudo bonete azul, su chapa de bayeta negra, su calzón corto de cordoncillo, y sus calcetas de lana cortadas en los pies, que el hombre traía desnudos, no, sin duda, por carecer de calzado, pues llevaba los zapatos colgando   -226-   hacia uno y otro lado de la cabeza de la enjalma para ponérselos en cuanto llegase a poblado.

-Buenos días, amigo -le dijo Juan-. ¡Óigame una palabrita!

-Buenas tardes, señor -respondió el pescador-, aquí me tiene, mi su merced, al su mandar.

-Dígame ¿viene usted de la costa?

-Sí, mi señor; yo soy de la boca de Llico; y esta mañana salí de allá, al canto de los gallos, con esta carguita de pescado y de luche, para irla a vender a San Fernando, a donde llegaré esta noche, al venir el día, con el favor de Dios. Voy atrasado, porque, con perdón de su merced, esta mañosa (y miró a la yegua) se ha venido mañereando por todo el camino; así es que...

-Bueno, bueno -le interrumpió Juan-, ahora, dígame: ¿Sabe si han pasado las tropas pipiolas para el sur?

-No le daré razón -respondió el hombre de la carga.

-Y ¿por qué no me dará razón?

-Porque... porque no le sabré decir a su merced. Yo me lo paso ocupado en mi pesca, y nada más, porque con esto me mantengo, gracias a Dios, pues en algo se ha de ocupar el pobre para ganar la vida; y yo no soy hombre para estar mano sobre mano, no lo había de decir yo: ahí está todo el lugar que me conoce...

-¡Con mil diablos! -exclamó Juan-. ¿Qué me importa a mí todo eso que me está diciendo? Lo que le pregunto es ¿si han pasado el Mataquito los soldados que desembarcaron ahora poco en la Navidad?

-Sí, mi señor, en la Navidad, ¡eso es! Allí fue donde se quebró un barco lleno con los soldados de los señores pipiolos que gobiernan en la ciudá.

-Ya no gobiernan los pipiolos, ¡sino nosotros los pelucones! -exclamó Juan, mirando con altivez al pescador.

-Así será, pues, señor -respondió el costino-, nosotros los pobres no sabemos esas cosas de gobiernos, que son hechos para los ricos.

-Pero, en fin, ¿me dará usted las noticias que le pido?

-Vaya, pues, mi su merced, le diré como si me fuera a confesar que esa quebradura del barco ha metido mucha bulla por todos estos medios.

-¿Y los soldados?

-Hay ciertos runrunes sobre la soldadesca, porque unos cristianos dicen que ya pasaron para el sur; otros dicen que no han pasado; otros aseguran que ya pasaron; mientras otros juran que no   -227-   han podido pasar. Pero otros dicen que los han visto atravesar el río, y otros no creen tal cosa, porque...

-Y a usted ¿qué le parece?

-A mí me parece que ya pasaron; pero también me parece que no, porque no es bueno arriesgar la verdad, y las cosas se han decir como son.

-Es decir, ¿qué usted no sabe nada?

-Así es, mi señor, ¡para qué es decir una cosa por otra! No sé palabra de si pasaron o no han pasado; y, con perdón de su merced, mentiría si le dijera que algo sé de cierto sobre los runrunes que corren.

-Pues, buenas noticias nos da el amigo, ¡después de tanto hablar! -exclamó Juan soltando una carcajada.

-Cada cual da las noticias que sabe -observó el pescador mirando de través al bodegonero.

-Ahora, dígame -preguntó éste-, ¿cuál es el camino que va derecho a la costa?

-Mire, su merced -respondió el costino, apuntando con el dedo a medida que hablaba-. No tiene usted más que irse por aquí, estero abajo; y cuando llegue a aquella puntilla redondona con tres espinitos en la coronilla, pasa el estero, y lo va orillando por el lado del sur, hasta unos cardones quemados que hay en la barranca del estero; y luego allí pasa el estero para el norte, y más allá vuelve a pasar el estero, en una puerta de tranqueros, y vuelve a orillarlo por entre un renovalito de espinos; y cuando llegue a la estancia de don Choño el rico, vuelve a pasar el estero...

-¡Hasta cuándo diablos me hace pasar el estero! -exclamó Juan desesperado.

-Pues, mi señor -replicó flemáticamente el pescador-, si no pasa otra vez el estero, no llega nunca al camino de Llico, y se quedará embolsado en la estancia de don Choño. ¡No hay remedio, pues! Es preciso que entre otra vez a la caja del estero, y entonces se va, caja adentro, hasta llegar al bebedero que el rico tiene en otra puerta de trancas; y allí agarra el camino real que atraviesa derecho como una vela, el valle de Nilagüe, subiendo por la cuesta que llaman de...

-Bueno, bueno, amigo: ¡hasta otro día! -interrumpió Juan, picando su caballo.

-¡Queriendo Dios!, mi señor -respondió el pescador, dando al mismo tiempo un recio latigazo sobre la cargada yegua.



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Capítulo XL

Resultados de la expedición



    «Si no principia el chicote
a hacerles operación,
no quedará monigote
que no haga revolución.»


JUAN DE LAS VIÑAS.                


Merced a las circunstanciadas señas del pescador, pudieron, Juan Diablo y su compañero, llegar al camino que debía conducirlos a las costas de Llico. Habiendo salido del despoblado valle de Lolol, se internaron en el de Nilagüe, uno de los más importantes de nuestras costas, que, comenzando en el elevado monte de Ranguil, se extiende más de catorce leguas, entre dos risueñas cadenas de cerros que van separándose y estrechándose, formando entre sus lomajes cuchillas, morros y puntillas salientes, caprichosas ramificaciones del mismo valle, hasta llegar a la playa de Cahuil, en donde se encuentran las más ricas salinas de Chile.

Un estero caudaloso, corriendo medio escondido por entre un tupido bosque de altos espinos, divide al valle longitudinalmente; y   -230-   después de recibir el agua de muchos esterillos tributarios que bajan por los cajones de los cerros laterales, desemboca en el mar con todo el aspecto de un gran río. Las márgenes de este estero, cubiertas de chacarerías de rulo, sembradas anualmente desde tiempo inmemorial, demuestran la feracidad del valle (que ya en aquel tiempo se veía dividido en estancias), entrecortado por las cercas de los potreros y sembrados de habitaciones y arboledas.

Nuestros viandantes respiraron con satisfacción al llegar a la habitada comarca, después de haber atravesado una serranía y un bosque casi salvajes. La sabana despoblada, seca, pulverulenta y desnuda de vegetación que acababan de dejar formaba contraste con aquel campo cubierto de rastrojos hasta más allá de la media falda, y en donde el bramido de las vacas, el ladrido de los perros y el chirrido de las carretas de algunos chacareros atrasados hicieron concebir a Juan Diablo ardientes deseos de acercarse a pedir hospitalidad en algunos de los simpáticos humos que se elevaban aquí y allá sobre los techos de algunas habitaciones.

El soldado acompañante fue del mismo parecer; y habiendo encontrado a un hombre que iba a pie descalzo, con una hacha sobre el hombro, y colgando del hacha un par de ojotas chacareras, le preguntaron dónde vivía el juez prefecto, que era como se llamaba entonces a los señores subdelegados de hoy.

-Don Chuma, el Guapo, es mi patrón -respondió el chacarero-. Vive detrás de aquella puntillita baja, sobre la cual se ve aquel corral de piedra, que es donde duermen las ovejas y las cabras de mi patrón. Sigánme no más, caballeros, que yo los indilgaré por lo más corto.

Echaron a andar detrás del chacarero; y cuando llegaron a casa de don Tomás (o don Chuma, como aquél decía), ya el sol se había escondido detrás de los cerros de la costa, y sus mortecinos rayos daban el último adiós al valle, dorando pálidamente las orientales cumbres de granito.

El oficioso guía, después de hacer entrar a los recién venidos dentro de una especie de corral, formado por un gran pajar a la derecha, un largo rancho de totora enfrente, y una gruesa estacada de espino en lo demás del circuito, señaló con el dedo hacia el pajar, y dijo:

-Allí está el patrón don Chuma.

Salió éste del pajar, con un gran harnero lleno de paja en la mano, haciendo resonar sobre el desigual y pedroso pavimento las   -231-   claveteadas suelas de sus zapatones. Aquel hombre, con una capa de polvo, y paja menuda sobre el cuerpo, barbas y cabellos revueltos, chaqueta y chaleco desabotonados, y abierto de par en par el cuello de la camisa, como para mostrar la fortaleza de un bien formado pecho, miró a los recién llegados con cara de pocos amigos (como suele decirse), y les preguntó entre hablando y gruñendo:

-¿Qué se les ofrecía a ustedes, caballeros?

El tono áspero y la mirada escudriñadora con que el señor prefecto acompañó su pregunta eran para intimidar a otro que no fuera Juan Diablo. Apeose éste sin contestar; y acercándose al montaraz dueño de casa lo impuso en voz baja, de la comisión que el general Prieto le había encargado. Al oír el relato, frunció don Tomás el entrecejo; pero cambiando repentinamente de fisonomía, llegó casi a sonreírse, y convidó cortésmente a sus huéspedes para que se fueran a sentar en el gran banco de roble puesto debajo del corredor de la casa.

Enseguida, entregando el harnero a un peón, para que concluyese de cribar la paja que había de cenar su caballo favorito, ordenó que se preparase pronto una buena merienda para el señor sargento.

Mientras llegaba la merienda, pusiéronse a hablar sobre los últimos sucesos. Cada nueva noticia que el señor prefecto ignoraba (que eran las más) lo hacía exclamar:

-¡Oh!, ¿quién lo había de creer? ¡Bueno! ¡Cúmplase la voluntad de Dios!

-Sí, señor -decía Juan-, la voluntad de Dios se ha cumplido, pues no podía Dios permitir que el gobierno siguiese permaneciendo en manos de los herejes que tanto han perseguido a los ministros del Señor. Ahora es otra cosa; y si conseguimos no dejar uno, vera usted cómo la religión cunde por todo el país, pues es bien sabido que nosotros somos hombres de cristiandad y de temor de Dios; razón por la cual, nosotros los pelucones que ahora gobernamos hemos prometido apretarle las medidas al pipiolaje. Porque es menester convencerse -agregó- que si no se les va a la mano, no nos dejarán quietos jamás en el gobierno, por ser ya cosa sabida que ellos nacieron para hacer revoluciones y aspirar a subir al mando, como si los herejes supieran lo que es gobernar cristianos que tienen un Dios y una religión.

Don Tomás no contestó una palabra, sino que miró de arriba abajo a su interlocutor.

  -232-  

Después de un corto instante, dijo:

-Yo también, señor, soy hombre de religión como el que más, y muy devoto de la Virgen. Todas las noches, a esta hora, se reza en esta casa el santo rosario; y ahora espero que ustedes nos acompañarán mientras llega la merienda.

-¡Ah! -exclamó Juan dando un bostezo-, venimos tan cansados que yo preferiría comenzar por la cena. Prometo rezar mañana dos rosarios por uno.

-¡Vaya, pues, que así sea! -respondió el dueño de casa, sonriéndose imperceptiblemente.

Enseguida mandó servir la merienda; hizo acostar en buenas camas a sus huéspedes, y se fue a un cuartito que había en un estremo del corredor. Encendió luz, cerró y trancó la puerta; y cortando una hoja de papel del cuaderno en donde hacía sus apuntes, escribió, o más bien dibujó temblorosamente estas palabras:

«Crean en un todo cuanto les diga el portador.

Y con esto se despide su afectísimo Q. B. S. M. Rajen el papel.

Tomás Espina.

Posdata:

No se les olvide rajar el papel, porque ya saben lo vengativos que son estos diablos. Y no les digo más, por falta de tiempo. El portador es carta viva. Rájenlo y échenlo al fuego.

Vale

Una vez escrita la esquela, le echó un poco de tierra que recogió del suelo; y doblando cuidadosamente el papel, salió del cuarto y se acercó al corredor del pajar. Allí dormía un hombre, que, al sentir pasos cerca de sí, despertó y alzó la cabeza.

-¡Narciso! -dijo el patrón en voz baja.

-Aquí estoy, señor -respondió Narciso, poniéndose de pie al momento.

-¿Estás bien despierto?

-¡Sí, señor! He despuntado bien el sueño.

-Entonces, oye lo que voy a decirte. Ensilla mi caballo rosillo al momento, y dale un refregón, sin descansar hasta Naicura.

-Sí, muy bien, señor.

  -233-  

-Es preciso que este papel llegue a manos de Rondizzoni o de Castillo, o bien de alguno de los oficiales patriotas. Si todavía no han acabado de pasar los soldados, diles que pasen luego y que sigan sin parar hasta que se junten con Freire, porque el ejército de Prieto ya esta en Quechereguas y tienen intención de atajarlos. ¿Te acordarás bien de todo?

-Sí, señor, no me diga más -respondió Narciso calándose su poncho.

Aunque Juan Diablo y su compañero se levantaron muy temprano al día siguiente, encontraron a don Tomás en pie y tomando mate bajo el corredor de la casa.

-¡Mala noticia tenemos, señor sargento! -exclamó el señor prefecto al ver a su huésped.

-¿Cómo así, señor? -preguntó éste-, ¿qué mala noticia es ésa?

-Que ya los soldados pipiolos deben estar muy cerca del Maule, porque según lo que me envía a decir un amigo de Licanten, han pasado el Mataquito hace dos o tres días.

-¡Se nos han escapado! -exclamó Juan.

-Pero no se escaparán del general Prieto -dijo don Chuma soltando una carcajada-; así como no se escaparán de nuestros dientes unos pasteles que acabo de mandar hacer para festejarlos a ustedes, señor sargento.

-Muchas gracias, señor -respondió Juan-. Prometo conducirme valerosamente con los pasteles, ya que no es posible pillar a los pipiolos.

-No esperaba menos de su patriotismo, señor mío; y le advierto que los pasteles serán remojados con una chichita que tengo ahí, para cuando repican fuerte.

-¡Viva la patria! -exclamó Juan Diablo, sobándose las manos con satisfacción.

Las diez de la mañana serían cuando Juan y su digno asistente, después de haber hecho honor a los pasteles, y más que honor a la añeja chicha, se despidieron del señor prefecto, alegres como unas pascuas, y tomaron el camino de Quechereguas, por parecerles inútil proseguir su excursión hasta la costa.

Precedíalos un guía que don Chuma el Guapo les había suministrado, y al cual le había dicho a solas antes de salir:

-Oye, Cayetano: es preciso que lleves a estos caballeros por caminos extraviados, para que no se encuentren con personas que puedan darles noticias ciertas sobre el paso de los pipiolos para el   -234-   sur. Ellos no conocen estos caminos, y tú puedes llevarlos por donde se te antoje. Vete de manera que cuando bajen a los planes del Mataquito se haya entrado el sol, para que hagan de noche todo ese atravieso. Ya me entiendes. ¡Y cuenta con hablar nada, fuera de lo necesario! En boca cerrada no entran moscas; por callar, nadie perdió palabra, y por hablar, muchos han quedado mudos.

Sonriose Cayetano, sin decir esta boca es mía; pero el gesto de inteligencia con que respondió a su patrón manifestó que comprendía muy bien el encargo que se le había hecho.

En efecto, mientras anduvieron por el valle de Nilagüe, no se separaron ni un ápice de la vía recta que conduce al sureste; pero, no bien hubieron entrado en la escabrosa faja de cerros que separa al interior del valle por donde serpentea el Mataquito, cuando empezó el guía a dar vueltas y rodeos, pretextando que había en el camino real varios trechos intransitables, o peligrosos por lo menos.

Cayetano, después de andar unas pocas cuadras hacia el sur, torció al poniente, llevando a los viajeros por el fondo de uno de esos vallecitos estrechos y profundos, llamados cajones. Enseguida los encaminó sobre un alto cordón de cerros, para hacerlos descender mas allá a otro cajón tan profundo y solitario como el anterior.

De esta manera fue como el buen baqueano consiguió llegar a los planes de la margen derecha del Mataquito, cuando ya comenzaba a oscurecerse, sin que los comisionados del gobierno hubieseis atravesado (como él dijo después a su patrón) una sola palabra con cristiano nacido.

Como los caballos estaban fatigados, Cayetano se dirigió al rancho de su compadre, en donde, si bien no podían las personas encontrar en qué dormir ni qué cenar, hallarían siquiera un poco de paja para sus cabalgaduras.

El hambriento Juan Diablo y su compañero, no menos hambriento, tuvieron que contentarse con el charque machucado de sus alforjas, humedecido una y otra vez con aguardiente; y acordándose de los pasteles del almuerzo, se acostaron sobre los pellones de sus monturas hasta el primer canto de los gallos, que fue cuando los despertó el baqueano, pues quería hacerlos pasar de noche todo aquel valle.

Desgraciadamente para el guía, no podían galopar, pues el camino estaba entrecortado por quebradas y zanjones de peligroso atravieso. Cuando comenzó a alborear el día, se encontraron cerca de una ranchería de miserable aspecto.

  -235-  

-Estamos en el pueblo de Indios de la Huerta -dijo el baqueano-. Allí enfrente de aquel culenar tupido hay un vado, pero con este Mataquito no se juega naide; y se llama así, según dicen, porque mata y quita cristianos por docenas todos los años.

-Me habían dicho que por aquí encontraríamos lanchas para pasar este río -dijo Juan Diablo.

-La lancha está enfrente de aquella puntilla que llaman del Barco -respondió el baqueano, mostrando con el dedo un cerro redondo y pedregoso, coronado de quiscas, que se divisaba hacia el sur por entre la blanquecina niebla del valle-, pero yo le tengo más miedo a la lancha que al vado. En fin, sus mercedes sabrán lo que han de hacer; pero si por mí fuera, iríamos a pasar el río a Peteroa, pues allí está mansito como una oveja, y de llegar y entrar.

Mientras Juan hablaba con el baqueano, el asistente se había separado de ellos, y acercádose a un rancho en donde se veía dos caballos ensillados.

Luego volvió diciendo a Juan con aire misterioso:

-¿Sabe, ño Diablo, que he hecho una buena pillada?

-¿A quién? -preguntó Juan.

-Al padrecito del llano de Santa Cruz, o más bien dicho, a don Costal de Mentiras que va con él. ¿No se lo decía yo? ¡Si este cristiano ha de mentir hasta después de muerto! Le dijo a usted que iban para San Pedro de Alcántara, y la verdad es que van para el Maule. Ahora me acuerdo que este don Costal era muy apipiolado. ¿No le parece que pueden ser espías o propios que los pipiolos de Santiago le envían a Freire, con papeles y qué sé yo qué más?

-Todo puede ser -respondió Juan, reflexionando-. Vamos a hablar con ellos.

-Yo me adelantaré -dijo el otro- para hacer una prueba.

Y picando su caballo, se acercó al rancho a tiempo que salía de allí el padre de los milagros, seguido de su tuerto sirviente para montar a caballo.

-¡Buenos días, Don Costal! -gritó con voz clara y sonora, dirigiéndose al tuerto.

Volvió éste rápidamente la cara, y se puso pálido al encontrarse de manos a boca con Juan y su compañero; pero bien pronto se rehízo, y contestó:

-Yo no me llamo don Costal, ¡señor mío!

-¡Ah! -exclamó el otro-, ¡usted no me engaña a mí! Lo he conocido   -236-   al momento de verlo; y apuesto a que ese parche que lleva sobre el ojo zurdo es para engañar a la gente.

No contestó el del parche, sino que volviéndose hacia su patrón (que sin hablar palabra, parecía estar temblando de miedo) le habló algo en voz baja, y lo empujó hacia el interior del rancho.

Enseguida, dirigiéndose más bien a Juan que al asistente, les dijo:

-Caballeros, todo el mundo sabe que no es bueno meterse en vidas ajenas: Sigan ustedes su camino, que nosotros seguiremos el nuestro, como Dios manda.

-Es que también manda Dios que las gentes digan la verdad -replicó Juan, terciando en la cuestión-. Usted nos dijo que se dirigía a San Pedro de Alcántara, y...

-Hemos mudado ahora de parecer -interrumpió el del parche.

-Así será ello, pero yo creo que en todo esto hay gato encerrado -replicó Juan; y para descubrirlo, es preciso que usted y su patroncito nos sigan hasta las Quechereguas, en donde está el general Prieto con su ejército.

-Nosotros nada tenemos que hacer con el señor general Prieto -repuso el del parche con visible exaltación.

-¡Pero el general tiene que hacer con ustedes! -exclamó Juan, picando su caballo-. Sí, amiguito, nosotros los del gobierno tenemos que hacer (y mucho) con los revoltosos, porque no somos como los pipiolos que gobernaron a la buena de Dios es grande, sino que hemos jurado ponerle las peras a cuarto a todo pipiolo que quiera alzar el gallo. Conque, no perdamos tiempo, dígale a su patroncito que salga, para que nos acompañe a Quechereguas.

-¿Piensan ustedes llevarnos presos? -preguntó el del parche, sacando rápidamente la catana que llevaba en la cabeza de la enjalma, y poniéndose contra la quincha del rancho-. Yo quisiera saber ¿con qué derecho se nos quiere capturar?

-Aquí tiene usted el derecho y el revés -respondió Juan, sacando del bolsillo una orden que facultaba al bodegonero para tomar preso a cualquier individuo que le pareciese sospechoso.

-¡Ésos no son más que papeles! -exclamó el del parche, rojo de cólera-. Ahora lo que vale es el puño; y si alguno de ustedes se atreve, o bien sea los dos juntos, aquí los espero... crúcenle no más...

-¡Bravo es el sacristán del padrecito! -exclamó Juan Diablo riéndose-, ¡pero veamos si puede barajar esta bala con su catana!

-¡Cobarde! -exclamó el hombre del parche, rugiendo como un león acosado por los perros-. ¡Contra esa bala tengo estas dos!

  -237-  

Y con una rapidez inconcebible arrojó al suelo la catana, y metiendo ambas manos en su ancha faja de lana lacre, sacolas armadas de sendas pistolas, que apuntó, una a Juan, y otra a su compañero.

-Acuérdate -exclamó, dirigiéndose a este último-, acuérdate, ladrón sempiterno, de que con estas manos te pasé el santo en...

La cara de aquel hombre, roja con la sangre que había afluido a su cabeza, se puso de repente pálida como el mármol; al oír por entre la quincha un agudo gemido en el interior del rancho. Las palabras murieron en sus labios, que temblaron de emoción, y una lágrima apareció en el ojo chispeante que tenía clavado sobre sus enemigos.

-¡Señor! -dijo a Juan, lanzando un suspiro que se asemejaba a un rugido-, me doy a preso con una condición...

-Baje sus pistolas y hablemos -respondió Juan.

-Y usted también la suya -dijo el del parche.

Las tres pistolas se inclinaron a un mismo tiempo, dejando su posición amenazante.

-Diga usted ¿con qué condición se da a preso? -preguntó el sargento.

-La de que usted no le hará ningún daño a mi patrón -respondió el del parche, con voz conmovida-. Mátenme, descuartícenme a mí, si quieren; pero ¡por lo que usted más estime y ame, señorito! -prosiguió con voz suplicante y acercándose al bodegonero-, no le haga ningún daño, porque le juro por mi salvación ¡que él es incapaz de hacerle mal a nadie! ¿Me lo promete usted?

-No tenemos intención de hacer mal a cristiano nacido -respondió Juan- con tal que no se resista a las órdenes que traemos.

-Pero, señor, ya ve usted que no nos resistimos -repuso el del parche, con voz temblorosa, poniéndose de mil colores.

-¡Entonces, vamos andando! El padrecito debe también acompañarnos.

-Aquí estoy -dijo el sacerdote, saliendo del rancho, con cierta entereza que antes no se había notado en él.

Mientras se verificaba esta rápida escena, el baqueano se había acercado a varios de los vecinos rancho, cuyos moradores, cerrando sus puertas, atisbaban por entre las quinchas.

Montados a caballo, dijo a Juan Diablo, su compañero:

-Vea, ño Diablo, ¿cómo permite que esa maleta vaya a las ancas de don Costal? Ahí debe estar todo el gato.

  -238-  

-Dices bien -respondió Juan-. Quita de ahí la maleta y llévala tú mismo.

La orden no fue dada a un sordo, porque, en pocos segundos, la maleta pasó a manos del ágil compañero de Juan, a pesar de las observaciones de sus dueños. Y no parece sino que las manos de aquel hombre estuviesen acostumbradas a abrir y registrar todo cuanto se ponía a su alcance, pues la maleta se abrió como por encanto.

-¿Qué has hecho, badulaque? -exclamó Juan, alzando sobre su compañero el ramal de sus riendas.

-¡Ah!, ¡ño Diablo! -respondió cínicamente el otro-. ¡Yo creía que era necesario ver si aquí venía el gato encerrado! ¡Vei no, pues! -prosiguió, sacando de dicha maleta un gran paquete de cartas-. Aquí está el gato, ¡ño Juan! ¡Córtenme las dos orejas, si estas cartitas no son para los pipiolos!

-¡Señor! -exclamó el padre con dolorida voz-, deme esos papeles, que a nadie importan sino a mí, ¡y llévese la maleta con todo lo que contiene!

-No es nuestra intención robarle a usted nada -respondió el bodegonero-; y en cuanto a estas cartas, quedarán como antes en la maleta, para que nuestro general haga de ellas el uso que crea conveniente.

El honorable bodegonero puso el paquete en su lugar, y notando que su asistente guardaba algo debajo del poncho, le preguntó:

-¿Qué otra cosa has sacado de la maleta?

-¡Nada, ño Juan! -respondió el otro.

-¿Nada? ¡Quien no te conoce que te compre!

-Ya le digo, ño Diablo, que no he sacado más que las cartas. ¡Nadita más!, ¡como si me fuera a confesar!

-¿Y eso que tienes debajo del poncho?

-¡Qué es lo que tengo, pues! ¡Trasbúsqueme, si quiere!

Diciendo esto, el bellaco alzó ambas manos y presentó su pecho como para que Juan lo registrase; pero éste, sin examinar los bolsillos de su compañero, le tomó súbitamente la mano izquierda que tenía en el aire medio abierta con el poncho; y abriéndosela, vio que el ladrón tenía empuñada una gran bolsa de seda llena de onzas y escudos de oro.

-¡Ah! ¡bribón! -exclamó Juan-, ¿conque éste era el gato tras de que ibas?

-Es que siempre conserva su antigua costumbre -observó el del parche.

  -239-  

-Mire, ¡ño Juan! -replicó el cínico ladrón-, le juro, como si me fuera a confesar, ¡que no me había fijado en la bolsa platera! Ello fue que, cuando saqué las cartas, salió también enredada esta bolsa, y como usted agarró solamente los papeles...

-Bueno, bueno -interrumpió Juan-. Después darás tus disculpas a quien te las crea. Ahora es preciso que nos pongamos luego en camino. Lleva tú la maleta, que yo llevaré la bolsa, pues esto es lo más prudente.

Mientras así hablaba el prudentísimo Juan Diablo metió el dinero en sus bolsillos, y ordenó que el convoy se pusiese en camino, en dirección del cercano vado. Y aunque el baqueano le volvió a hablar de los peligros que allí ofrecía el río, Juan repitió la orden con aire de autoridad, y fue obedecido.

Poco antes de llegar a la orilla del río, el asistente de Juan dijo a ése:

-Si no amarramos a don Costal, se nos cae del caballo y se nos pierde. ¡Yo lo conozco mucho!

-Átalo con tu lazo -le dijo entonces Juan Diablo.

Apeose el otro, sacó su lazo, y ató los pies del hombre del parche por debajo de la barriga de su caballo. El hombre, conteniendo con dificultad la cólera que aparecía en sus ojos, se dejó atar; pero no sin decir en voz baja a su verdugo:

-¡Pícaro ladrón! ¡Véngate ahora de la tunda de porrazos que te di en San Carlos! ¡Pero ya llegará la mía y me la pagarás!

-Mire, señor don Costal -respondió el bribón con burlesca sonrisa-, sepa que es usted el que va a pagar todas las hechas y por hacer.

-Pues yo hablaré con el señor general Prieto, ¡y le diré quién eres! -exclamó en alta voz el del parche.

-¡Mire, ño Juan! -dijo entonces el otro-, ¡mire cómo de picadito saca versos! ¡Sabe Dios cuántas mentiras no estará inventando este don Costal en contra mía, para irlas a vaciar al ejército!



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Capítulo XLI

La loca


«Aquella niña está desmayada o aletargada; el conjunto de sus facciones es tan perfecto y seductor, que más bien parece una de aquellas fantasías trasladadas al lienzo por un hábil pintor que la creatura condenada como las demás a las penalidades y exigencias de la vida.»


(RAMÓN PACHECO, El Puñal y la Sotana.)                


Mientras los demás hablaban y cuestionaban; el baqueano iba adelante con la cabeza baja, muy contrariado al parecer con la determinación de atravesar por allí el río. Su patrón le había dicho que las personas que conducía no debían hablar con los transeúntes que encontrasen, y la margen izquierda del Mataquito era sumamente poblada. ¿Cómo evitar que el sargento no obtuviese noticias   -242-   ciertas sobre el paradero de los soldados liberales, que casi habían naufragado pocos días antes, en las costas de la Navidad?

Habiendo atravesado el Mataquito, sin grandes dificultades, nuestro baqueano tomó la huella trazada por el tráfico de las gentes sobre el pedregal del río. Y como ésta se perdía a veces, borrándose por completo, le fue fácil al guía el separarse del camino recto y conducir el convoy por veredas más o menos torcidas. Pero tanto fue lo que abusó de sus ventajas de baqueano, que al fin le preguntó Juan:

-Dígame, amigazo, ¿es éste el camino real?

-Aquí no hay camino real -contestó el guía-, pues el río borra las huellas todos los años, y tenemos que ir rumbeando hasta llegar al llano alto, en donde tenemos el camino carretero.

-¡Pero, hombre! -exclamó el bodegonero, no convencido todavía-, por aquí vamos cayendo y levantando por esta pedrazón que sólo el diablo ha podido atravesar antes que nosotros. Dígame, ¿no es el camino aquella faja ancha y blanquizca que se ve por entre aquellos chilcales?

-Ya le digo, señor, que aquí todo es camino -respondió el guía.

-Pues si aquí todo es camino -repuso Juan-, tomemos aquel que debe ser mejor que éste, pues veo venir por él a algunas personas. ¡Cuarto de conversión sobre la izquierda! -gritó con voz sonora-. ¡Acerquémonos a aquellos hombres que allí vienen para preguntarles si saben algo sobre estos diablos de pipiolos! Casi estoy arrepentido de no haber llegado hasta la costa.

No era posible eludir esta orden, y el baqueano tuvo que torcer, sin chistar, hacia el camino real por donde venían unos cinco hombres de a caballo. Mas no por eso desmayó el buen servidor de don Chuma, sino que, acercándose a Juan, le dijo:

-¿Su merced quiere saber noticias de aquellos hombres? Pues entonces, voy a salirles por aquí al encuentro para no perder tiempo y preguntarles si saben algo de los pipiolos.

Y diciendo y haciendo, echó a correr por lo más derecho, saltando más bien que galopando sobre el pedregal.

Llegado que hubo al grupo de transeúntes, les dijo frunciendo el entrecejo:

-¡Alto ahí!

-¿Qué significa esto? -preguntó uno de los hombres-. ¿Quién es usted para hacernos parar en medio del camino?

  -243-  

-¿Quién soy? Un soldado del gobierno. Allí viene mi jefe quien les manda decir a ustedes que lo esperen aquí.

-¿Con qué objeto?

-Con el de llevarlos al ejército del general Prieto, porque nosotros somos reclutadores de gente.

Los tres hombres abrieron tamaños ojos, sin decir una palabra.

-¡Y cuenta con resistirse! -prosiguió el baqueano-, porque mi jefe es de malas pulgas, y no aguanta pellejo en el lomo. En Licanten le dio un balazo a uno porque no quiso seguirnos.

-Pero, ¿dónde está la gente reclutada? -preguntó otro, dudando todavía.

-Está descansando un rato en el pueblo de la Huerta. Nosotros nos hemos adelantado para reclutar algunos en estos ranchos del camino.

Apenas el guía hubo dicho estas palabras, cuando dos de los transeúntes volvieron rápidamente sus caballos, y echaron a correr hacia atrás, gritando al pasar por enfrente de los ranchos que había sobre el camino:

-¡La recluta! ¡Viene la recluta de Prieto! ¡Dicen que no perdonan ni a los chiquillos!

En cuanto al tercero, parecía aún dudar sobre lo que haría; y habiéndole preguntado nuestro baqueano si era casado, él contestó:

-Sí, señor, y tengo mucha familia menuda.

-Pues, entonces, lo perdono por ser padre de familia; pero arranque luego, porque mi sargento no perdona a nadie.

Al oír esto el hombre torció la rienda hacia el río, y se perdió entre los matorrales a tiempo que llegaba Juan Diablo.

-¿Por qué se han arrancado esos hombres? -preguntó con voz agria.

-Yo no sé qué les ha dado a estos cristianos -respondió el guía-. No han querido responder palabra.

-Más adelante hallaremos quien nos conteste -dijo Juan, picando su caballo.

Pero, aun cuando más allá encontraron nuevos ranchos y casitas de agricultores, no les fue posible dar con ningún hombre. Todas las puertas estaban cerradas, y muchos ranchos habían sido abandonados repentinamente, según lo indicaba el fuego de las cocinas.

Juan notó que de algunas casitas salían mujeres medio desgreñadas con atados en la cabeza y llevando sus hijos de la mano; y de otros ranchos se alejaban hombres a caballo con mujeres en ancas   -244-   y niños en los brazos, internándose todos en los potreros para meterse en los primeros bosques que encontraban.

Era que el grito terrible de ¡la recluta! llevado en alas del viento había derramado la alarma por toda la pacífica comarca.

Marchaba el baqueano contentísimo por haber conseguido su objeto. Sin embargo, no daba la menor muestra de la satisfacción que experimentaba, y seguía su camino sin desplegar los labios.

Al avistar el valle de Curicó, acercose a Juan y preguntole:

-Dígame, señor, y perdone, ¿tiene horero?

-No le entiendo, amigo -respondió Juan-. ¿Qué cosa es horero?

-Esos redondones que llevan los ricos en la cartera para ver la hora.

-¡Ah!, ¡reloj! -exclamó el bodegonero soltando una carcajada-. No lo llevo ahora porque se me quedó olvidado en casa; pero yo creo que serán como las diez.

-Nosotros los pobres no tenemos más horero que el sol -respondió el guía; y cuando el día está nublado como ahora, tenemos que escucharle al estómago. A mí me parece que ya deben ser las doce y un poco, según es la hambre que llevo. ¿No cree usted muy justo que pasemos a hacer medio día a un bodegoncito que hay al fin de este callejón?

-Así lo haremos -respondió el bodegonero, mirando de reojo al hombre del parche, que platicaba en voz baja con su patrón.

Llegados al punto indicado por el guía, se apearon y comieron y bebieron a discreción.

El padrecito estaba cada vez más triste y taciturno, apenas comió algunos bocados; y como al parecer iba enfermo, nadie se admiraba de que permaneciese callado y con la cara medio envuelta en dos grandes pañuelos.

Acabada la comida, Juan pagó generosamente por todos, y entonces el guía le dijo:

-Comida hecha y amistad deshecha, señor mío.

-¿Qué quiere usted decir? -le preguntó Juan.

-Que hasta aquí dura mi mala compaña, porque yo tengo que volverme luego a casa de mi patrón, y su merced ya no me necesita para nada. Este camino va derecho a la estancia de las Quechereguas, y su merced no podrá perderse porque, como dice mi patrón: «quien boca tiene a Roma llega.» Y ahora que me acuerdo -agregó-, mi patrón me encargó mucho que no le recibiera a su merced ni un cuartillo, aun cuando quisiera su merced pagarme algo por este   -245-   viaje que he hecho en mi propia bestia, pues la hacienda no da bestias para estos mandados, y yo soy un pobre que...

-Bueno, bueno -interrumpió Juan pasando al baqueano cuatro reales que éste recibió y guardó en su bolsillo, diciendo:

-Vaya pues, ya que su merced se empeña, le admitiré. ¡Dios se lo pague!, y hasta otro día, patroncito.

Mientras el sirviente del señor prefecto apellidado el Guapo se volvía a su lugar, Juan y sus compañeros de viaje proseguían su marcha hacia el oriente. Cuando llegaron a Quechereguas, ya la vanguardia del ejército había partido en la mañana, y la retaguardia estaba a punto de ponerse en marcha.

Juan Diablo se fue al momento a hablar con Dorriga para darle cuenta de su comisión.

-Señor -dijo a don Víctor-, ya los pipiolos pasaron el Mataquito; pero hemos hecho una buena presa. Es un padre franciscano que marcha para el sur, acompañado de un hombre de mala cara, al cual le quitamos una maleta con unos papeles, que según parece, son cartas de los pipiolos de Santiago escritas a los del Maule.

-¿Dónde están esas cartas? -preguntó Dorriga.

-En la misma maleta en donde venían.

Don Víctor, sin decir una palabra, tocó un pito y se presentó al momento un oficialito pequeño, delgado, de aceitunado semblante y de ruin aspecto; pero que en sus ojos vivos y penetrantes revelaba cierta sagacidad y perspicacia, mientras vagaba en sus delgados y pálidos labios la indefinible sonrisa con que la solapada malicia suele cubrir sus intenciones.

-Garduño -dijo don Víctor dirigiéndose al oficial-, haga usted conducir aquí a esos dos individuos que ha traído presos este sargento; y usted -prosiguió, dirigiéndose a Juan-, tráigame la maleta con todo lo que contiene.

Salió Garduño seguido del bodegonero, y a poco rato volvió éste trayendo en sus brazos la maleta de los presos. Detrás venía el oficial conduciendo al fraile y a su criado. Don Víctor, ansioso de saber lo que el paquete contenía, abrió él mismo la maleta; y ya había sacado una de las cartas, cuando el fraile entró precipitadamente a la pieza, y adelantando éste sus manos como para impedir que Dorriga leyese la carta que ya tenía extendida, le dijo con voz entera:

-Si usted es un caballero, ¡no ponga los ojos sobre esas cartas, señor don Víctor!

  -246-  

Miró éste al religioso, y disgustado de su actitud al mismo tiempo que sorprendido de su juventud y de su belleza (pues parecía un adolescente), le preguntó:

-¿Quién es usted?

-Se lo diré al señor general -respondió el joven fraile-. ¿Dónde está el señor Prieto? ¡Quiero hablar con él!

-El general está ocupado en hacer marchar al ejército: puede usted hablar conmigo.

-No puedo hacerlo delante de estas personas -repuso el fraile-. Si usted manda despejar esta pieza, le diré quién soy.

En aquel momento entró, por una puerta que comunicaba a la pieza con otra vecina, un sacerdote vestido de viaje, con hábito o sotanas arremangadas y calzadas las espuelas.

Era el padre Hipocreitía, que todo esos días anteriores había estado dando unos ejercicios públicos en Molina, en donde había predicado el evangelio contra los pipiolos.

Al ver al joven fraile, se puso pálido; pero luego se rehízo, y dando dos pasos hacia él, le dijo con cierta emoción que apenas pudo ocultar:

-¡Usted no es lo que parece, amigo mío!

-¡Y usted trata de parecer lo que no es ni podrá ser jamás! -respondió el interpelado, mirando fijamente al jesuita.

-¿Qué quiere usted decir?

-Que usted trata de desempeñar el rol del hombre de bien en esta comedia -contestó el joven fraile.

Púsose el jesuita de mil colores, y se acercó a don Víctor, quien, habiendo visto solamente la firma de la carta, dijo entre dientes:

-Esta carta viene firmada por Anselmo Guzmán.

-No puede ser eso -observó Garduño-, pues Anselmo está en el Maule.

-Y además, acabamos de saber que ha muerto -agregó el jesuita con voz sorda.

-¿Ha muerto? ¿Decís que Anselmo Guzmán ha muerto? -exclamó, sin poderse contener, el joven fraile dando dos pasos hacia el jesuita.

Éste, mirando de arriba abajo al mozo, respondió con esta sola palabra:

-Sí.

Ese , agudo y rápido como un dardo, pareció atravesar el pecho del pobre fraile, pues, pálido como un cadáver, permaneció unos cuantos segundos como clavado en el suelo y sin pronunciar una   -247-   sola palabra. Sus labios se pusieron lívidos y sus ojos extraordinariamente abiertos, y sin pestañar, estaban fijos sobre el jesuita que en aquel momento abría su caja de rapé.

De repente, la cara del fraile se coloreó como iluminada por la rojiza luz de un incendio, e irguiendo la cabeza, arrancose el pañuelo que ocultaba a medias su fisonomía.

Con el rápido movimiento, la capilla del hábito cayó hacia atrás, y una gran madeja de cabellos negros se esparció sobre sus espaldas.

Todos los circunstantes lanzaron un grito de sorpresa, menos don Víctor que había ya descubierto el secreto, leyendo la carta de Anselmo, y el jesuita, que había conocido a Lucinda en el momento de verla, a pesar de lo bien disfrazada que venía.

El oficial Garduño miraba a la preciosa niña sin ocultar la impresión que su belleza le causara.

-¡Lucinda! -exclamó el jesuita, manifestando gran admiración y adelantándose a tomarla de la mano-. ¿Por qué veo aquí a la hija de mi inolvidable amigo, y en un traje tan ajeno de su sexo?

-Porque vosotros me habéis obligado a ello, y especialmente vos, ¡padre Hipocreitía! -exclamó Lucinda, dando un paso atrás como si viera acercarse una culebra-. No me toquéis, vil ladrón, miserable asesino, que no contento con desposeerme del amor de mi padre para arrebatarme una pobre herencia, matasteis de dolor a mi madre, ¡y fuisteis el verdugo del desgraciado autor de mis días!

-¡Ah!, ¡conque es una mujer! -se oyó decir a una voz en la puerta exterior de la pieza.

-¡Sí, general! -respondió Lucinda, volviéndose rápidamente hacia Prieto, que en aquel momento entraba al cuarto-. Soy la esposa, o mejor dicho, soy la viuda de Anselmo Guzmán, ¡asesinado por ustedes!

-¿Por nosotros? ¡Señora!

-Sí, por ustedes, ¡sobre cuya cabeza caerá la sangre que se ha derramado y que seguirá derramándose en el país! Por ustedes, que después de haber dado el ejemplo de la más escandalosa guerra civil, han perseguido a hombres indefensos como mi esposo, ¡hasta el punto de mandarlos insultar cobardemente en su propia casa!

-Pero, señora...

-¡Ah! -prosiguió Lucinda con vehemencia-. Ustedes dirán que no le han dado orden al populacho para que fuera a apedrear nuestras ventanas. Solamente dejaron que las apedrearan y que nos insultasen soezmente, obligando así a mi esposo a que dejase su hogar, y...

  -248-  

-Cálmese usted, señora -interrumpió don Víctor acercándosele.

-Y advierta -agregó Prieto-, que lejos de perseguir a Guzmán, el gobierno lo ha considerado más de lo que convenía al orden público, a pesar de tenerse conocimiento de sus traidoras intenciones.

-¡Orden público! -exclamó Lucinda moviendo la cabeza de arriba abajo y con los ojos medio extraviados-. ¡Orden público! ¡Bien está esa palabra en boca de los que han sembrado y cultivado el desorden en el país! ¡Esperad la cosecha! Pero más me admira, general, el que usted pueda pronunciar la palabra traidor con la misma boca con que mandó a sus soldados que volviesen contra la república las armas que ella había puesto en sus manos para su defensa; ¡con los mismos labios con que convidó al general Lastra a entrar en las casas de Ochagavía para traicionarlo un momento después!

-¡Oh! ¡Ésa es una calumnia infame! -exclamó el general fuera de sí-. ¡Joaquín Prieto no ha sido ni será jamás un traidor!

-Tiene usted razón -repuso Lucinda con irónico acento-. Joaquín Prieto no ha sido ni será jamás un traidor: sólo ha sido y será el instrumento de miserables traidores.

Y al decir esto, lanzó una carcajada seca que se asemejaba a un quejido de dolor. El general Prieto, exaltadísimo, quiso hablar; pero Dorriga acercándose a él, le dijo:

-Cálmese, general, y acuérdese de que es una mujer.

-¡Y además loca! -agregó el jesuita-. ¡Pobre niña!

-En este momento no soy una mujer, dijo ella, dando un paso hacia la puerta: soy la verdad que habla y que algún día será escuchada en Chile. En cuanto al padre Hipocreitía -prosiguió, mostrando al jesuita con el dedo, pero sin mirarlo-, como él es muy cuerdo, no dice nunca la verdad.

Enseguida salió de la pieza con cierta agitación febril.

Uno de los soldados que había en la puerta, quiso oponerse a su paso; pero ella, sin decirle una palabra y aun sin mirarlo, le ordenó con un movimiento de la mano, que se hiciese a un lado, y él la dejó pasar libremente.

Los que estaban en la habitación la siguieron, conmovidos, especialmente Garduño que no había separado los ojos de ella. Cuando estuvo en el corredor, llamó a su sirviente, el cual, con una barra de grillos en los pies, se mantenía afirmado a un pilar y estiraba sus brazos como para socorrer a su señora.

-¡Pedro! -dijo ésta con dolorida voz-, ¡tu patrón ha muerto! El corazón   -249-   no me engañaba. ¡Prepara pronto los caballos porque es preciso que vea siquiera su sepultura!

Pedro quiso andar, pero no pudo, y echó a llorar como un niño. Entonces ella, viendo a su criado que apenas podía tenerse de pie, pareció como que despertaba de una atroz pesadilla; dio un grito terrible, y cayó sobre el suelo como un cadáver.

Al ver caer a su señora, Pedro lanzó un rugido y se arrastró hacia ella, dando una bofetada a un soldado que lo sujetaba.

Todos los circunstantes manifestaron la compasión que la desgraciada esposa de Anselmo les inspiraba; pero el primero que llegó corriendo hacia ella fue el padre Hipocreitía.

-¡Loca!, ¡loca! -decá el jesuita-, ¡qué desgracia! ¡Pobre amigo mío! Ruega al Señor por tu hija, a la cual te prometí servirle en cuanto mis débiles fuerzas alcanzasen.

Mientras así hablaba, trataba de alzar del suelo a Lucinda, que apenas daba señales de vida; y ayudado por Garduño y otros, la condujo a un cuarto en donde había una cama. Vinieron enseguida dos o tres mujeres que le empezaran a hacer algunos remedios caseros; pero el jesuita dijo al general:

-Señor, esta pobre niña no puede quedar aquí. Yo fui amigo de su padre, y tengo que cumplir con un deber de amistad y de conciencia. Ruego a Usía que me dé permiso para hacerla trasladar a casa de unas amigas mías que residen en Molina, en donde será tratada con toda la caridad y cristiandad que caracterizan a esas santas señoras.

Concediole Prieto el permiso que se le pedía; y Garduño, por indicación de Dorriga, se quedó con cinco soldados de caballería para servir de escolta a la enferma.



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Capítulo XLII

Prieto y Dorriga


«En el estado en que se encuentra el país, el gobierno ha estimado necesario y prudente ver correr alguna sangre chilena...»


(Nota del ministro Portales al general Aldunate,
25 de mayo de 1830.)
               


La retaguardia del ejército se había ya puesto en camino, con intención de ir hacer noche en el Camarico, en donde lo esperaba la vanguardia. Bien pronto emprendió la marcha el estado mayor, escoltado por una parte de la caballería, tras de la cual iba Pedro atado sobre el lomo de un macho que un soldado llevaba tirando. Llegado el convoy a la estancia de Itagüe, atravesaron el río Claro, enfrente de la vega del Camarico, en donde encontraron acampado el ejército.

Apenas Dorriga se hubo desmontado del caballo, cuando pidió a un sargento una maletita que éste le llevaba; y metiéndose en un   -252-   cuartito del rancho, en donde había de dormir el general, encendió una vela de sebo, y se puso a leer unos papelitos de diversos tamaños y colores que llevaba en la maleta. Había papelitos blancos, amarillosos, azules, y hasta los había sucios y ajados. Unos eran de algodón, otros de hilo y otros de seda. La letra de cada papel era también distinta de la de los demás; pero todos concluían con una firma y una rúbrica, más o menos llena de rasgos, cruces y comillas. Enseguida plegó y cerró todas estas esquelas (algunas de las cuales tenías pretensiones de cartas), y pegando la mayor parte de éstas con sendas obleas, y sólo dos o tres con pan mascado, hizo de todas un buen paquete. A ese tiempo entró el general en jefe, quien le dirigió la palabra en estos términos:

-Señor don Víctor, estoy perplejo: ¿qué le parece a usted conveniente hacer con ese hombre?

-¿Qué hombre?

-El sirviente de Lucinda. Me han dicho que es un empecinado pipiolo, y de mucho arrojo. Si por casualidad se escapa, puede hacernos mucho daño con sólo ir a poner en conocimiento del enemigo las interioridades de nuestro ejército. ¿Cree usted conveniente que lo hagamos fusilar?

-¿Para qué? ¿En qué aparece culpable ese hombre? Si se ha resistido cuando se le quiso tomar preso, ha sido por defender a su señora, y cumplir mejor con su deber. Una acción como esa no merece cuatro balazos, ¡general!

-Convengo en ello; pero yo hablaba de hacerlo fusilar por política, pues ya usted sabe lo que dice Portales a este respeto. Su opinión es que conviene a veces derramar un poco de sangre chilena, pues de otro modo no se pone a raya el loco atrevimiento de nuestros enemigos. Con esos cuatro balazos nos desharemos de un enemigo...

-Y nos haremos de cien enemigos más -interrumpió Dorriga-. Créame, señor general, la crueldad inútil perjudica siempre al que la emplea. El rigor, aun en la guerra misma, es como ciertos venenos que suele hacerse entrar en la composición de las medicinas. Usados con cordura, pueden sanar al enfermo; pero el abuso de ellos, procede necesariamente la muerte. Al contrario, yo creo que podemos sacar partido de la huida de ese hombre al campamento enemigo.

  -253-  

-¿Cómo puede ser eso?

-Sirviéndonos de él como de un emisario seguro para enviar estas cartitas.

-¡Ah! -exclamó Prieto-, ¿todavía está usted con esa idea? Los pipiolos son inocentes, ¡pero no tanto para que traguen ese anzuelo! Y además -prosiguió sonriéndose-, ¡les hemos hecho ya tragar tantos!

-Pues yo tengo seguridad de que estas esquelitas, firmadas por algunos de nuestros oficiales más apipiolados, han de producir un magnífico resultado. Todas ellas hablan del deseo que sus autores tienen de pasarse al enemigo, unos por evitar la efusión de sangre, otros porque sus antiguas convivencias los arrastran al bando opuesto, y algunos por consideraciones personales de amor y respeto hacia Freire.

-¿Cree usted que este general no se llene de satisfacción al leer estos papeles, y no se descuide, por consiguiente, confiando más en una menuda popularidad que en las fuerzas de su ejército?

-Haga usted lo que le parezca -dijo el general-, pero yo sólo tengo fe en nuestros cañones y en nuestra caballería.

-Trazas quiere la guerra, señor general -repuso don Víctor-, y usted se convencerá más tarde de que más hace la maña que la fuerza, y que cada uno de estos papelillos vale por diez balas de cañón.

Un ruido de caballos que se oyó en el exterior del rancho cortó la conversación.

El general salió del cuartejo, y poco después entró Garduño.

-¿Cómo queda esa niña? -preguntó don Víctor.

-Ha vuelto en sí -respondió el oficial-, pero no ha sido posible conseguir que se despoje del hábito franciscano que tiene puesto. Dice que ya no quiere pertenecer a este mundo, y que aquel traje que lleva es el que más le conviene, por ser el de la sepultura.

Dorriga se conmovió al oír la relación del oficial, pues tenía un corazón humano; y, aunque lleno de preocupaciones contra los pipiolos e incapaz de comprender las ideas que éstos defendían, no alcanzaba su odio hasta las mujeres y los niños, como sucedía con muchos otros defensores del sistema colonial vestido a la republicana. Su contraído semblante revelaba una profunda impresión, y con voz apagada, murmuró:

-¡Pobre muchacha! ¡Ojalá no sea cierta la muerte de su marido!

Enseguida, haciendo un movimiento con la cabeza como para desechar una triste idea, dijo:

  -254-  

-¡Bueno! Vamos a otra cosa. Ya sabe usted, Garduño, lo que tiene que hacer con ese hombre. Nada tengo que repetirle. Tome usted las cartas.

-Obraré en todo como usted me ha ordenado -respondió el oficial recibiendo el paquete y saliendo del cuarto.



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Capítulo XLIII

Garduño y Pedro


«Acompañaba a Prieto en las campañas el español don V... tan famoso por su fecundidad en la invención de ardides y estratagemas de todo género. Éste se valió de diversos oficiales y sargentos, a quienes hacía que escribiesen a Freire, o lo verificaba él mismo tomando el nombre de aquellos, protestando su adhesión a este general y asegurándole, con todo el misterio necesario, que estaban dispuestos a pasarse a sus filas.»


(F. ERRÁZURIZ).                


Garduño se dirigió enseguida al lugar en donde tenían preso a Pedro. Éste se hallaba rodeado de cuatro soldados, con una gruesa barra de grillos en los pies, y atado de las manos al tronco de un maiten.

  -256-  

-¡Señor oficial! -dijo en cuanto conoció a Garduño-, hágalo por lo que más quiere en esta vida, ¡dígame si la señorita vive o muere!

-Está viva -respondió Garduño.

-¡Gracias a Dios!... Ahora le suplico que se empeñe usted con los jefes para que la traten bien y no la hagan sufrir. ¡Harto ha sufrido ya!... Y ahora, hágame el bien de decirme, si le nace de corazón, ¿es cierto que mi patrón ha muerto?

-Ésa es la noticia que aquí ha llegado -respondió Garduño con voz lúgubre.

Pedro no habló más, pues su entrecortada respiración indicaba el nuevo dolor que le había causado la certeza de la fatal noticia.

-Y ¿para usted no pide nada? -preguntó Garduño.

-¿Y qué quiere que pida para mí, cuando se me trata de esta manera? -exclamó Pedro con mal reprimida cólera-. Se me tiene atado a este árbol, como si fuera un animal y como si pudiera huir con esta pesada barra de grillos. ¿Qué he hecho, señor, para que me castiguen de este modo?

-Usted se ha resistido y ha amenazado a los que querían tomarlo preso.

-No he hecho más que defenderme de dos ladrones que me atacaban y que, por más señas, me robaron todo el dinero que traíamos.

-No eran ladrones -repuso el oficial-, sino comisionados por la autoridad legítima para...

-En eso de ser comisionados por la autoridad no me meto -interrumpió vivamente Pedro-, pero sí sostendré siempre que son ladrones como el mismo Judas. ¡Los conozco hace mucho tiempo!

-De todos modos, usted ha hecho armas contra la autoridad, y el consejo de guerra lo ha condenado a muerte.

-¿Me han condenado a muerte? Y ¿por qué? Y entonces, ¿para qué me preguntaba usted si yo tenía algo que pedir?

Garduño no respondió, sino que, volviéndose a uno de los soldados, le dijo:

-Desate usted a ese hombre.

Mientras el soldado cumplía con la orden, Pedro decía al oficial:

-Muchas gracias, señor. Prefiero cuatro balas, a seguir aquí amarrado como un facineroso.

El oficial, sin responder una palabra, dio dos silbidos con un pito que sacó de sus bolsillos, y luego aparecieron seis soldados a caballo con sus tercerolas a la espalda. Otros dos soldados más traían   -257-   dos caballos ensillados, y montando Garduño en uno de éstos, ordenó a Pedro que lo hiciera en el otro, después que le hubieron sacado los grillos.

-Ya sé lo que esto significa -murmuró Pedro, montando en su caballo y poniéndose en marcha rodeado de los soldados.

-Prepárese usted -le dijo el oficial.

-Ya estoy preparado -respondió Pedro.

Por toda precaución, habíanle atado los pies al preso por debajo de la barriga del caballo. El convoy marchaba dando mil y mil vueltas por entre los matorrales que cubrían la margen izquierda del Río Claro.

La noche estaba oscura, espesos nubarrones cubrían la atmósfera, nadie hablaba una palabra, y sólo se oía el ruido de las patas de los caballos, medio apagado por el sordo murmullo del río.

Habiéndose separado del campamento unas diez o doce cuadras hicieron alto debajo de unos árboles, y Garduño mandó desmontarse a los soldados. Bajaron al preso de su caballo; y habiéndolo atado al tronco de un árbol, se retiraron a regular distancia.

Buen dar! -exclamó Pedro, con triste acento-. ¡El pago de Chile! ¡Morir como un ladrón, después de haber peleado por la patria sin haber recibido ni el sueldo siquiera!

-¿Tiene usted miedo? -le preguntó Garduño.

-No le sabré decir si tengo o no tengo miedo -respondió Pedro-, porque no puedo mentir ahora; pero lo que sé muy bien es que tengo rabia, mucha rabia, señor, al ver que se me va a asesinar aquí como a un perro, por mano de mis mismos compañeros con los cuales hemos peleado juntos contra los godos. ¡Denme un fusil -prosiguió con exaltación-, y verán si tengo miedo!

-¡Pues bien! -respondiole Garduño-, usted tendrá un fusil y vivirá si me promete una cosa.

-¿Qué cosa?

-Enrolarse en nuestras filas.

-¡Calle la boca, señor, por Dios, y no me proponga eso! -enseguida, haciendo un esfuerzo, prosiguió-. ¡Por el amor de Dios! señor oficial, ¡no me esté matando a pocos! Despácheme luego, ¡porque ya tengo el ánimo hecho!

Y se puso a rezar un Credo en alta voz.

Garduño dio a sus soldados la orden de prepararse, y se dispuso a mandar el fuego. Pero antes tuvo la crueldad de decir al preso:

  -258-  

-¡Ah!, ¡es usted muy freirista!

-Porque soy un hombre leal -respondió Pedro exasperado, poniéndose enseguida a gritar-: ¡Viva Freire! ¡Viva la Constitución! Creo en Dios padre, Todopoderoso, Criador del cielo y de la tierra...

-¡Fuego! -gritó Garduño.

Oyose una sola detonación, compuesta de los seis tiros que sonaron a un tiempo, y todo quedó en silencio.

Garduño se acercó a Pedro, y habiéndolo tocado, dijo:

-Está muerto. ¡A caballo!

Montaron todos. Uno de los soldados tomó las riendas del caballo en que se había conducido al preso, y partieron al trote hacia el campamento.

Cuando Pedro volvió en sí, apenas se oía el ruido de los caballos que se alejaban. Pero él no se preocupaba de ruido alguno, sino que, admiradísimo de no sentir el más pequeño dolor en todo su cuerpo, se hizo maquinalmente estas dos preguntas:

-¿Estaré vivo? ¿Estaré muerto?

Enseguida se puso a respirar con fuerza. Su cabeza se había debilitado notablemente por la emoción sufrida, y tenía los miembros como engarrotados por las ligaduras y el frío de la noche. Quiso moverse y no pudo; pretendió tocarse el cuerpo, y sus manos no obedecieron a su voluntad. Su cuello estaba tieso y su cabeza, pegada contra el tronco del árbol, parecía carecer de movimiento.

-¡Qué será esto! -exclamaba el pobre hombre lleno de pavor-. ¿Si estaré entre la vida y la muerte, y aún no habré llegado al otro mundo por no haberme acabado de matar? Pero si he muerto, y estoy en el otro mundo, no hay duda de que los dos mundos se parecen mucho. La misma oscuridad, los mismos árboles, el mismo aire, el mismo ruido del río... Y ¿cómo dicen que la muerte duele tanto? ¡Pero no!, ¡no puede ser! ¡Estoy en este mundo! -exclamó respirando con mayor fuerza y con la convicción de su propia existencia.

-¡Silencio! -le dijo a ese tiempo una voz cerca de sus oídos.

-¡Ah!, ¿es usted, señor Garduño? -preguntó Pedro-. ¿Viene usted a acabar de matarme? Concluya usted pronto porque todavía estoy vivo.

-A mí me debe usted la vida de que goza -repuso Garduño-. Óigame usted, y no hable. Yo mismo extraje las balas de las tercerolas que hice dar a los soldados, y por esto es que usted no está herido. Ellos están en el campamento, creyendo haberlo muerto a usted; y   -259-   mientras tanto, yo he vuelto a librarlo de sus ligaduras, pero con una condición...

-¿Cuál es? ¡Diga usted, señor!

-La de que lleve usted este paquete al campamento enemigo y lo ponga en las propias manos de Freire.

Pedro creyó no haber oído bien, y exclamó:

-¿Qué? ¿El general Freire? ¿Usted?... ¿Yo? ¿Qué me ha dicho?

-Que usted debe llevar a don Ramón este paquetito con el mayor sigilo posible. Son cartas que algunos de los oficiales de Prieto le escribimos a Freire, advirtiéndole que estamos descontentos de nuestro general, y queremos pasarnos a la división de los liberales porque nosotros hemos sido solamente pelucones de circunstancias. Yo quise ver hasta dónde llegaba la lealtad de usted; y por eso le hice denantes todas esas preguntas. Ahora sé que puedo contar con su fidelidad.

-Me comeré esos papeles antes de entregarlos, ¡y moriré si es necesario! -exclamó Pedro-. Démelos usted, señor Garduño, y partiré al momento. ¡Ah!, ¡pero estoy atado y no puedo moverme!

-Yo lo desataré -respondió el oficial, poniendo por obra lo que decía.

Al verse libre, Pedro dio dos o tres saltos en el aire, como para cerciorarse de que estaba vivo y libre.

Enseguida dijo:

-Pero ¿no le parece a usted, señor, que debo hacer este viaje a caballo?

-Aquí tiene usted el mío.

-¿Y usted?

-Yo me volveré de a pie al campamento, y allí diré que mi caballo se ha arrancado. Tome usted el paquete, y ¡cuenta con que nadie sepa una palabra de todo lo que hemos hablado!

-No le dé a usted ningún cuidado. ¡Más hablará un muerto que yo! ¡Vaya! ¡Lo que es la vida! ¿Creerá, señor Garduño, que casi había yo creído que estaba muerto?

Enseguida tomó el paquete, lo metió en sus bolsillos y montó a caballo.

-En ese atadito que cuelga del arzón de la silla encontrará usted qué comer -le dijo Garduño.

-¡Dios se lo pague, señor! Ahora quisiera pedirle una gracia.

-Diga usted.

  -260-  

-Quisiera tener noticias de la señorita. ¿Podría usted escribirme...?

-Prometo hacerlo -respondió el oficial-, y si no le escribo, crea usted en todo y por todo lo que la persona que al saludarlo le diga al oído: «Lucinda y Garduño

Pedro miró al oficial meneando enseguida la cabeza, como para desechar una idea insensata. Luego contestó:

-Muy bien, señor, así lo haré. Adiós.

-Que tenga feliz viaje -respondió Garduño, volviéndose al campamento.

A poco andar, el oficial encontró a un soldado que lo esperaba entre unos matorrales con un caballo de la rienda. Montó de un salto, y se dirigió con su asistente al rancho en donde debía pasar el resto de la noche.

Antes de llegar, dijo al soldado:

-Si algún curioso pregunta por el cadáver, dile que entre los dos lo hemos echado al río.

-Sí, señor -respondió el soldado-, y además con una piedra atada al pescuezo.

Garduño hizo un gesto de aprobación, sin contestar una palabra. Llegado al alojamiento se apeó, y vestido como estaba, tendiose sobre una cama de pellejos que el soldado le tenía preparada. Pero mientras éste empezó luego a roncar, tendido sobre su poncho y con un tronco por cabecera, el pobre Santiago no pudo pegar los ojos, como si su espíritu fuera presa de algunos de esos terribles pensamientos cuya ejecución espanta al mismo que desea realizarlos.

Poco después se levantó, despertó al soldado y le ordenó ensillar de nuevo los caballos. Mientras tanto él escribía, a la luz de un candil, un papelito que encargó a otro soldado entregar a Dorriga. Por último, montado a caballo atravesó el río, y galopó hacia Molina, seguido de su soñoliento asistente.

-¡Oh! -murmuraba Santiago, con agitación febril-, ésta no es una mujer sino un ángel... ¡Qué dulzura al mismo tiempo!, ¡qué majestad en aquella fisonomía radiante...! ¡Con cuánto placer no le consagraría mi vida entera...! Y su marido ¿vive?, ¿ha muerto...? Pero puede morir en la refriega, y entonces...



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Capítulo XLIV

A orillas del Maule


«Se sabe cuán propensos son los bandos políticos a forjarse ideas halagüeñas, sobre todo, cuando están caídos.»


(M. L. AMUNÁTEGUI, Dictadura de O'Higgins, cap. XIII.)                


Volvamos ahora la vista al ejército constitucional.

Poco después del desembarco de las tropas de Freire en Constitución, llegaron los jefes Rondizzoni y Castillo, con sus soldados desembarcados en la Navidad, a los cuales se habían agregado algunos reclutas de las costas de Colchagua y de Talca. Freire esperaba con impaciencia a los coroneles Viel y Tupper, ocupados en esos días en sitiar a Chillan, defendido por el coronel Cruz (que tan arrepentido se mostró después de haber sostenido la causa pelucona). Sabedor el general de que Viel y Tupper habían abandonado el sitio de Chillan y se dirigían hacia el norte, puso en movimiento   -262-   sus tropas y se dirigió hacia Talca por la ribera izquierda del río Maule. Algunos días después, es decir, el 29 de marzo, todo el ejército liberal estaba reunido a orillas del antedicho río; y entonces Freire no pensó sino en llegar cuanto antes a la ciudad de Talca, posición estratégica de la mayor importancia, y cuyos habitantes eran adictos a la causa constitucional.

Se nos olvidaba decir que Anselmo no había podido marchar con sus compañeros de armas, pues, aunque lo intentó varias veces por creerse ya restablecido de su enfermedad, no quiso consentirlo el general; y el joven tuvo que moderar su impaciencia y quedarse en Constitución siguiendo las órdenes de su jefe, de acuerdo con las prescripciones del primer cirujano del ejército.

Ese mismo día en que las tropas liberales se disponían a pasar el río, al oriente del puentecito de Perales, mientras los soldados comían las reses que se les acababa de matar con este objeto, Freire y Tupper hablaban acaloradamente debajo de una ramada, sobre la orilla del río.

-Ya le digo a usted, coronel -decía Freire-, que aun cuando su plan sea muy bueno, me es imposible aceptarlo, pues tengo la seguridad de vencer a ese traidor sin haber para qué descargar un fusil. La mayor parte de los oficiales han peleado a mis órdenes, y están arrepentidos de haber abrazado tan mala causa. Esté usted seguro de que, en cuanto nos vean, se pasarán con sus soldados a nuestras filas. ¿Para qué derramar sangre entonces, si tenemos la victoria segura?

Tupper no respondió, y sólo meneó la cabeza con aire de duda. En aquel momento se presentó un oficial seguido de un hombre que traía un caballo de la rienda, y del cual, según parecía, acababa de apearse.

-Señor -dijo el oficial dirigiéndose a Freire-, aquí viene un hombre que se dice portador de una noticia importante.

El general ordenó a aquél que se acercase, y apenas hubo éste hablado, cuando a una con Tupper, exclamó:

-¿No eres Pedro...?, ¿qué es de Lucinda?

-La he dejado enferma en Quechereguas -respondió tristemente el buen servidor.

Enseguida les refirió el viaje que con su señora había hecho desde Santiago, concluyendo por imponerlos de todo cuanto les había sucedido, omitiendo solamente las últimas circunstancias de su fusilamiento y del modo como había escapado con vida, pues no podía   -263-   de otro modo conservar el secreto de las esquelas de que era portador.

-Pues no te había conocido -dijo el general-. ¡Pobre niña! Es preciso despacharle un propio para hacerle saber que Anselmo vive.

-Acabo de saber aquí esa buena noticia -observó Pedro-, y estoy pronto a llevársela.

-Y tú ¿cómo pudiste escapar del enemigo?

-He tenido que disfrazarme para llegar aquí -dijo Pedro, sin responder directamente a la pregunta del general-. Nadie me ha conocido, y así disfrazado, puedo llegar hasta Quechereguas. En cuanto al modo como escapé de los ocho balazos que mandaron tirarme, sólo puedo decírselo a su merced.

Al oír esto, retirose el oficial, y Tupper se fue a hablar con Viel, que no lejos estaba comiendo un trozo de carne asada debajo de un ruinoso rancho.

Pedro refirió entonces al general la manera como fue librado por Garduño, y concluyó por entregarle el paquete de cartas traidoras, que Freire abrió al momento y leyó con avidez.

Enseguida, habiendo hecho repetir a Pedro la última parte de su relato, murmuró:

-El triunfo es seguro. El traidor tiene la traición en casa.

Y luego ordenó a Pedro partir para Quechereguas, con encargo de traer noticias ciertas de Lucinda, y al mismo tiempo pensó en enviar a llamar a Anselmo. Pero como no sabía si el restablecimiento del joven le permitiría ponerse desde luego en camino, creyó prudente enviar un oficial a Constitución con el encargo de volverse con Anselmo, solamente en caso de hallarse éste en estado de montar a caballo sin peligro alguno.

El oficial que recibió esta comisión fue Pepe Tronera, quien, después de haber combatido valientemente en el sur, a las órdenes de Tupper, se había venido con su jefe al campamento de Freire.

Mientras éste daba las órdenes antedichas, Tupper decía a Viel:

-No sé a qué atribuir la ceguera del general. Ha rechazado el plan que le propuse de pasar el río esta noche con quinientos hombres y sorprender a Prieto en su campamento de Lircai. Por nuestros espías sabemos la situación que ocupa su ejército; ¿no cree usted, coronel, que un buen golpe de mano nos podía dar la victoria?

-Muy bien podría ser -respondió Viel-, pero ¿cómo desenfrascar a Freire de la creencia que tan preocupado lo tiene? A él le parece que con sólo presentarse, se pasará el enemigo a nuestras filas.

  -264-  

-Así me lo ha dicho, y no hay modo de hacerlo convenir en lo absurdo de esa idea. A él se le figura que todavía goza de su antigua popularidad en el ejército.

-Pues yo tengo otro proyecto, que a mi juicio nos daría la victoria sin necesidad de batalla alguna, dijo Viel.

-¿Puede usted decirme ese proyecto? -preguntó vivamente Tupper.

-Por ahora no tenemos tiempo de hablar sobre esto -respondió el otro-, pues debemos ponernos en marcha al instante. ¡Mire usted cómo ya los soldados comienzan a pasar el río!

Así era en efecto. Valiéndose de dos balsas que se había construido de palos cruzados y de algunas lanchas y botes llevados desde Perales, el ejército atravesaba el río Maule, mientras la caballería había ido a vadearlo por otro punto.

La operación fue larga, pero ejecutada sin mayores inconvenientes y con toda la presteza que podía esperarse, atendidos los escasos recursos con que se contaba.

Las cuatro de la tarde serían cuando el ejército liberal se encontraba sólo a dos leguas de la ciudad de Talca. Ya Pedro había llegado a esta ciudad, pues, deseoso de alcanzar a Quechereguas esa misma tarde, se había puesto en camino en el momento de recibir las órdenes del general. Su objeto al pasar por Talca era hablar con un carnicero, antiguo amigo suyo, y preguntarle qué camino le convendría seguir para no encontrarse con las tropas del gobierno. Al pasar por enfrente de la quinta llamada El Palacio (antigua residencia del liberal Obispo Cienfuegos, situada hacia el sudoeste de la ciudad), Pedro fue detenido en su marcha por un mendigo que, estirando la mano, decía con lastimera voz:

-¡Por los clavos de Cristo!, ¡por María Santísima!, una limosnita, señor, para un pobre baldado: hágalo por el amor de Dios!, ¡por lo que más quiere!, ¡por Nuestra Señora del Carmen!, por... ¡Dios se lo pague, señorcito! -prosiguió, recogiendo la pequeña moneda que Pedro dejó caer-. ¡En el cielo hallará, la caridá, y Dios quiera que le florezca la suerte en todo cuanto ponga mano!

Pedro notó que dentro de la pequeña ruca o cobertizo de fajina de donde el mendigo había salido a encontrarlo se veía otro mendigo, que, por entre las ramas de la quincha, miraba con marcada atención al transeúnte. Éste, sin parar gran cosa la atención en tal circunstancia, picó de nuevo su caballo; y, a poco más andar, entró en la ciudad con dirección a la Recova, en donde esperaba encontrar   -265-   a su amigo el carnicero. Pero no fue así, pues solamente dio con la mujer del vendedor de carne, la cual le dijo que su marido volvería pronto de una diligencia que había ido a hacer al centro. Y como Pedro deseaba guardar el incógnito, no quiso descubrirse ante la esposa de su amigo, y sólo dijo que lo aguardaría hasta que llegase, para proponerle la compra de cinco bueyes gordos que su patrón vendía, poco menos que de balde.

Enseguida compró en medio real y se puso a comer una colosal empanada, con el fin de matar el tiempo, como él decía, y también (preciso es decirlo) para matar el hambre que llevaba, con lo cual conseguía el buen hombre matar dos pájaros de una sola pedrada.

Con la rienda de su caballo sobre el brazo izquierdo, y sin dejar de mirar a lo largo de la calle, para ver si su amigo venía, abrió Pedro su empanada, destapándola como quien abre un estuche de joyas, y a la verdad que allí dentro encontró algo, para él más precioso que las mismas perlas y diamantes, pues el pequeño baúl de dorada masa no estaba lleno de aire (como la industria moderna lo practica actualmente), sino de carne de vaca exquisitamente preparada con presitas de pollo, aceitunas, huevo picado y frescas pasas del Huasco, cuya mezcla prometía ser tan sabrosa como era agradable e incitante el olor que exhalaba.

Luego hizo pedazos la cóncava tapa de aquella sabrosa caja, y sirviéndose de los trozos como de cuchara, empezó a echar unos bocados sobre otros, mascándolos y tragándolos a veces con cuchara y todo, y acabando al fin por comerse el plato mismo, así como se había comido las cucharas.

Cuando se sacudía las manos y se limpiaba la boca con una esquina de su poncho, vio que por la calle venía no el amigo a quien aguardaba, sino el mendigo que por entre las ramas de la quincha lo había observado poco antes.

Pedro se acercó instintivamente a su caballo, y se afirmó en la silla con aparente indolencia, silbando al mismo tiempo una tonada popular. Aunque no miraba al mendigo, pudo notar que éste se dirigía rectamente hacia a él, y cuando se halló a dos pasos de distancia oyó que le dijo:

-¡Dios se lo pague, mi señor!

-¿A qué viene ese Dios se lo pague? -preguntó Pedro, ya medio sobresaltado por la asiduidad con que el mendigo lo miraba.

-Le doy las gracias -respondió éste-, por la limosna que lo dio a   -266-   mi compañero allá enfrente del Palacio, pues los dos hemos hecho compañía para trabajar.

-Pues, amigo -dijo entonces Pedro-, buen provecho le haga, como a mí la empanada que me acabo de comer.

-Muchas gracias, señor don Pedro -contestó el mendigo con voz clara aunque más baja, dando un paso más hacia su interlocutor.

Al oír su nombre, Pedro no pudo dejar de manifestar su sorpresa, pero rehaciéndose bien pronto, repuso:

-Yo no me llamo Pedro, usted me ha tomado sin duda por otro.

-Y sin embargo -murmuró el hombre harapiento-, yo no puedo equivocarme.

Y acercándose aún más hacia Pedro, pronunció en voz muy baja estas dos palabras:

Lucinda y Garduño

-¿Quién es usted? -preguntó Pedro, mirando fijamente al otro.

-¡Silencio! -respondió rápidamente el mendigo-. No alce usted la voz, y sígame si quiere saber noticias de la señorita Lucinda. Aquí en la calle no podremos hablar.

Diciendo esto, echó a andar por la misma calle, y Pedro lo siguió aguijoneado por la curiosidad que en él se había despertado, y más aún por el vehemente deseo de saber noticias de su señora.

El mendigo andaba sin volver la cara, y al llegar (unas dos cuadras más adelante), a un rancho de miserable aspecto, tocó una puerta de mal clavadas tablas, la cual se abrió dejando ver en el interior del triste cuarto tres o cuatro mendigos más, sentados en el suelo y ocupados en jugar a los naipes.

-Entre usted pronto -dijo a Pedro el misterioso guía.

-¿Y mi caballo, cómo lo dejo solo en la calle? -preguntó Pedro, dudando sobre si entraría o no.

-Entre con caballo y todo -respondió prontamente el otro-, porque adentro tenemos un buen sitio en donde puede estar el caballo mientras platicamos. No tenga miedo.

-Yo no tengo miedo -dijo Pedro, llevando su bestia de la rienda hacia el interior del sitio, mientras los otros mendigos proseguían su juego sin poner, al parecer, atención a lo que pasaba junto a ellos.

Llegados al interior del sitio (que estaba completamente solo y rodeado de ruinosas tapias), el compañero de Pedro dijo a éste:

-Puede usted tener entera confianza en mí, porque soy liberal y amigo de don Santiago.

  -267-  

-¿Quién es don Santiago?

-Don Santiago Garduño, que con otros oficiales de Prieto han resuelto pasarse a las filas del general Freire.

-¿Y en qué me ha conocido usted?

-¡Vaya! -exclamó el otro, sonriendo-. Usted ha mudado de caballo, pero no ha cambiado la silla, ¡y quiere que no lo conozcan! Yo sabía que usted andaba en la misma silla de don Santiago.

-¡Es verdad! -dijo Pedro dándose una palmada en la frente-, ¡qué chambonada he hecho, sin pensarlo! Pero después de todo, ¿qué me dice usted de mi patrona?

-Está buena -respondió el mendigo-, como lo verá usted por esta carta.

Y sacando un papelito doblado lo pasó a Pedro.

-No sé leer, amigo -dijo éste, encogiéndose de hombros.

-Pues yo se lo leeré -repuso el otro, desdoblando el papel, el cual decía:

«Señor don Pedro:

La señorita Lucinda está muy buena de salud, aunque algo triste. Creále en todo y por todo al dador de ésta, que es liberal y muy freirista, y dígale si entregó en mano propia las esquelitas que remití con usted.

SANTIAGO GARDUÑO.»

-¡Ah!, se las entregué al señor general en propia mano -dijo Pedro-. ¡Pobre señora mía!, ¡qué gusto no va a tener cuando le diga que mi patrón vive!

-¿Cómo vive? ¿Quién es su patrón? -preguntó el mendigo vivamente.

-Mi capitán Guzmán, pues, el esposo de la señorita.

-¿No ha muerto?

-No, gracias a Dios, está en Constitución bueno y sano... Pero, ¿qué tiene usted que se ha puesto tan pálido de repente? -exclamó Pedro-. ¿Está enfermo?

-Sí, tengo una fatiga de estómago -respondió el mendigo, tratando de reponerse de la impresión que parecía haber sufrido con saber que Anselmo vivía.

Enseguida, diciendo que iba a beber un trago de aguardiente,   -268-   entró al rancho, de donde salió poco rato después, trayendo un vaso de licor que ofreció a Pedro. Bebió éste, de un sorbo, casi todo el contenido del vaso, y luego dijo:

-¡Dios se lo pague! amigazo: esto vale más que la limosna que les di a ustedes en el callejón. Ahora puede usted decirle a don Garduño que cumplí con el encargo que me hizo, y que...

-Entonces puede usted entregar estas otras cartas -interrumpió el pordiosero sacando un paquete de entre sus andrajos.

-Me es imposible por ahora.

-¿Por qué?

-Porque debo ponerme al momento en camino para Quechereguas.

-¿Y cómo piensa usted atravesar de día el ejército enemigo?

-Espero a un compadre carnicero que tengo aquí, el cual me dará consejo sobre el camino que debo tomar para que no me atajen.

-Pues yo le aconsejo que aguarde la noche para ponerse en marcha. Yo soy muy conocedor de estos campos, y prometo indicarle un caminito seguro, si usted entrega a Freire estas cartas... ¿No dicen que hoy estará el ejército en Talca?

-Llegará esta tarde.

-Entonces tiene usted tiempo para hacerme este favor, y en cerrándose la noche, puede ponerse en camino porque, ya le digo, sería una imprudencia hacerlo de día. Todos los pasos del río están bien custodiados; pero yo conozco un punto por donde puede usted pasar sin peligro alguno.

-Dice usted bien, esperaré la noche. Deme las cartas para irme luego a la recova, que, de todos modos, bueno es que hable también con mi compadre el carnicero.

-¿Qué compadre es ése?... ¿Cómo se llama?

-Cucho Espinosa -respondió Pedro.

-¡Ah! ¡Espinosa, el carnicero! Lo conozco mucho. Desconfíe usted de ese hombre porque es un espía de Prieto, y será capaz de venderlo a usted, como Judas vendió a Cristo.

-¡Imposible! -replicó Pedro-. Cucho es muy freirista y yo sé que no me traicionará.

-Pues yo le digo que Cucho Espinosa se ha pasado a los pelucones; y aunque representa muy bien el papel de freirista, sepa usted que es un espía de Prieto. Esta mañana estuvo en el ejército,   -269-   y, según supe, habló con el general en persona, el cual, por más señas, le regaló una onza de oro.

-Todo puede ser -observó Pedro, dudando ya de la fidelidad de su amigo-, y como lo mejor de los dados es no jugarlos, nada pierdo con no ver al cumpa Cucho.

-Mientras tanto, platicaremos aquí un ratito -agregó el mendigo-. Dígame, señor, ¿cómo viene el ejército? ¿Mucha caballada traen? ¿Son buenos los caballos?

-No vi la caballería -respondió Pedro-, porque anduve perdido varios días en la montaña, y cuando llegué al paso del Barco, me encontré solo con la infantería.

-Pues la caballería de Prieto no vale nada -dijo el mendigo sonriendo-. Yo no sé cómo quiere salir victorioso con aquellos cuatro pingos de mala muerte.

-Usted se engaña -replicó Pedro-. Yo he visto la caballada del gobierno, y es muy lucida.

-¡Ah!, entonces ¿usted no sabe la jugarreta que nosotros, quiero decir, que los de nuestro partido le han hecho al gobierno? -preguntó el pordiosero.

-¿Qué diablura es ésa?

-Voy a decírsela. En la noche que durmieron en el Camarico, un oficial, ayudado de un sargento muy freirista, se fueron al corral en donde tenían los caballos y le dieron a los mejores un buen tajo en el lagarto...

-¿Qué me dice usted?

-Lo que oye. De modo que al otro día se encontraron con los mejores caballos todos rengos.

-¡Qué tiro! -exclamó Pedro-. Se lo he de decir a mi general, para que se anime más, porque aquí para entre los dos, le diré que nuestra caballería es poca y mal montada. Me dijeron que el coronel Viel había traído del sur unos cien indios, pero estos diablos (Dios me perdone) no sirven más que para la primera embestida, y si la yerran, adiós, compadre, porque se dejan charquear de lo lindo, y más es lo que estorban, a veces, que lo que hacen entre una caballería bien disciplinada; razón por la cual sólo sirven para echarlos adelante, como si dijéramos de carnaza, aunque entonces se corre el peligro de desordenar las propias filas, en caso de ser ellos rechazados, pues, en arrancando uno, siguen todos los demás. ¡Y no los hará volver cara ni la misma madre que los parió!

  -270-  

-¿Y la infantería? -volvió a preguntar el otro-, ¿viene bien equipada? Temo mucho que no traigan bastantes pertrechos.

-Algo escasones vienen -respondió Pedro suspirando-, pero si faltan municiones, sobra el valor y el patriotismo.

-Así me gusta oírlo hablar -repuso el pordiosero-. Tengo muchos deseos de que los dos ejércitos se vean luego las caras... Y dígame: ¿cuántos cañones traen?

-Vienen tres piezas bien montadas, con diez artilleros cada una, a las órdenes del jefe Amunátegui.

-¿Y no supo usted, poco más o menos, el número de los soldados?

-Yo creo que han de venir de mil hombres para arriba -respondió Pedro.

-Con ochocientos que vengan basta y sobra -dijo el mendigo con tono de complacencia.

Cada vez que el pordiosero hablaba, Pedro no despegaba de él los ojos, como si algún recuerdo le asaltara y quisiese hallar en la fisonomía de aquel hombre la contestación a una pregunta que ya él se había hecho varias veces en su interior.

Al llegar a este punto de su conversación, le dijo:

-Mire, amigo, porque no me tuviera por demasiado curioso, no le había hecho una pregunta.

-¿Qué pregunta es ésa?

-Dígame ¿por qué se parece tanto su habla a la de don Garduño?

Turbose algo el pordiosero, pero luego respondió:

-Eso será, sin duda, porque (le diré la verdad) somos medio parientes con don Santiago, quiero decir, que yo soy pariente de esos que llaman de contrabando...

-Ya entiendo: ahora caigo en la cuenta de la semejanza. Sólo que usted es muy trigueño, y él es blanco...

-¿Qué quiere usted? Él lo pasa debajo de sombra, y yo, pidiendo limosna al sol. Mas no por esto quiero mal a mi primo, sino que lo sirvo en todo lo que puedo.

-Es un buen caballero -agregó Pedro-. Yo le estoy muy agradecido, pues le debo nada menos que la vida.

-¿Cómo es eso? -preguntó el pordiosero, manifestando una gran curiosidad-. Cuéntemelo usted, si no tiene inconveniente.

-Ninguno -respondió Pedro, comenzando enseguida a relatarle la lúgubre escena del Camarico que ya conoce el lector.



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