Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  -271-  
ArribaAbajo

Capítulo XLV

El ejército liberal llega a Talca


«Como insistiesen Viel y Tupper en las ventajas de su plan, tratando de vencer la resistencia que les oponía Freire, llegó éste a incomodarse; y sacando de los bolsillos puñados de papeles, los colocó sobre la mesa, diciéndoles: «¡lean ustedes!»


(F. ERRÁZURIZ.)                


Aún no había concluido Pedro su relato, cuando se oyó en la calle cierta agitación que fue creciendo por momentos.

Salió el mendigo a ver lo que pasaba, y luego volvió diciendo:

-Acaba de llegar la caballería de nuestro ejército, y pronto estará aquí el general Freire con toda la infantería. Monte a caballo,   -272-   don Pedro, y trate de entregar luego las cartas. Yo lo esperaré aquí ahora, en cuanto comience a teñir la noche, con un buen asado de vaca.

-No le desecho sus favores -respondió Pedro-, y tome usted para que le agregue al asado una buena cazuela y un poco de mosto, porque tengo que correr toda la noche.

Diciendo esto, pasó al mendigo un peso que éste recibió después de alguna hesitación. Enseguida, se puso el paquete en los bolsillos, montó a caballo y se dirigió a la plaza.

Las calles estaban llenas de curiosos viendo pasar las tropas, parte de las cuales se acuarteló en el convento de Santo Domino, mientras el resto permaneció al sur de la ciudad, en donde no podía ser atacado por el enemigo, cuya principal fuerza era la caballería. Las gentes iban y venían, manifestando el mayor alborozo en sus semblantes; y los jefes constitucionales tuvieron la satisfacción de ver que podían contar con las simpatías de los liberales hijos de Talca.

Poco después de haber llegado Pedro a la plaza, vio entrar en ella al general, rodeado de la mayor parte de sus oficiales, entre los que venía una multitud de caballeros que habían salido a encontrarlo.

Siéndole imposible al leal servidor llegar hasta donde su jefe se encontraba, contentose con seguir de atrás el numeroso convoy. Detúvose éste enfrente de la casa que se había destinado para que alojara el estado mayor; y echando todos pie a tierra, reuniose al momento el consejo de guerra en que debía tratarse sobre las medidas que convenía tomar.

La plaza se fue despejando poco a poco, los curiosos comenzaron a retirarse; pero Pedro, apeándose de su caballo, se puso a esperar que el general se desocupase para hablar con él.

Concluido el consejo, quedó Freire en la pieza acompañado de los coroneles Viel y Tupper.

-Señor -le dijo el primero-, ya hemos hablado largamente con nuestro valiente amigo que nos oye sobre una idea que, puesta en práctica con decisión y prontitud, puede, y no sólo puede darnos, sino que nos dará precisamente la victoria sin tirar un solo tiro.

-Veamos qué idea es ésa -dijo Freire sonriendo con incredulidad.

-Es muy sencilla -prosiguió Viel-. Dejamos descansar hoy y mañana a nuestros soldados, mientras se hacen los preparativos necesarios.   -273-   Mañana en la tarde pasamos el río Claro, en el punto llamado Guapí, y nos dirigimos a marchas forzadas hacia la capital, que a la fecha está indefensa...

-Y entonces le será muy difícil a Prieto volver a adueñarse de Santiago -concluyó Tupper.

-Encuentro una dificultad -dijo Freire-, y es que nosotros no podemos marchar con la rapidez que puede hacerlo Prieto, quien, teniendo tan buenos caballos, puede hacernos mucho mal por la retaguardia.

-Pero observe usted, general -replicó Viel-, que tomando nosotros el camino que corre por el pie de las montañas del poniente, entre éstas y el río Claro, nada tenemos que temer de la caballería enemiga.

-¡Un camino quebrado! -exclamó el general medio impacientado-. ¿No echan de ver ustedes que, si tomamos ese mal camino, Prieto puede llegar mucho antes que nosotros a Curicó y cortarnos la marcha?

-Eso no es posible, señor, desde que nosotros podemos tomar caballos en las haciendas por donde hemos de pasar.

-Pues yo sé que Prieto ha dejado las haciendas exhaustas, pues ha tomado a su paso los mejores caballos -respondió Freire-. ¿Quieren ustedes que nos separemos de esta ciudad en donde contamos con tantas adhesiones y recursos de todo género? Por otra parte -agregó, exaltándose más-, ya les he dicho la convicción que tengo de que la mayor parte del ejército de Prieto viene descontenta de él; y si sus oficiales y soldados desean que llegue el momento de la batalla, es para pasarse a nuestras filas.

-¿Y puede usted creer eso, general?

-Tengo mis razones para creerlo así -respondió Freire levantándose del asiento con marcado disgusto-. ¡Yo no soy un niño para abrigar una idea o tomar una resolución seria sin motivo alguno!

En aquel momento, por una ventana entreabierta que caía a la calle, el general vio a Pedro, de pie en la vereda, con su caballo de la rienda.

Admirado de verlo allí, cuando lo creía cerca de Quechereguas, llamolo al instante.

-¿Cómo es eso, bribón? -le preguntó exasperado-. ¿Así cumples con las órdenes de tu jefe?

-Por cumplir mejor con ellas me he quedado en la ciudad -respondió Pedro, saludando militarmente-. Aquí he encontrado a uno   -274-   de los nuestros que ha prometido llevarme esta noche por cierta senda en la cual no tropezaré con el enemigo, que tiene tomados todos los pasos del Lircai. Además -prosiguió, bajando la voz-, ese mismo individuo me ha encargado decir a mi general que la caballería enemiga viene muy mala y que los oficiales están (con perdón de su merced) renegando contra su jefe. Por último, me dio estas cartitas para que se las trajese.

El general tomó el paquetillo que Pedro le pasó con aire misterioso, y no bien hubo reconocido a la ligera algunas de las esquelas enviadas por Garduño, cuando se dirigió apresuradamente hacia el rincón en donde Viel y Tupper observaban lo que pasaba sin hablar palabra.

-Aquí tienen -les dijo- la razón por que no quiero seguir ninguno de los planes que se me ha propuesto. Lean ustedes estas cartas -prosiguió, pasándoselas- y se convencerán de que no soy víctima de una ilusión. Y adviertan que ésas no son las únicas que he recibido. He aquí también otras que dicen lo mismo.

Y sacando de sus bolsillos un puñado de papelitos doblados, los arrojó sobre la mesa y salió a largos pasos de la sala.



  -275-  
ArribaAbajo

Capítulo XLVI

La merienda



    «En este pícaro mundo
el que menos corre, vuela;
el diablo parece santo,
y el más amigo la pega.»


(Versos populares.)                


Pedro, una vez cumplida su comisión, se había vuelto al rancho del mendigo, pues se acercaba la hora en que debía ponerse en marcha. Llegado al rancho, se encontró solamente con los otros pordioseros, los cuales le dijeron que su compañero les había encargado darle de merendar a su merced, y llevarlo enseguida a cierto punto en donde el otro mendigo estaría esperándolos cuando hubiera anochecido por completo.

Pedro puso su caballo a comer dentro del sitio, en donde había yerba en abundancia, y enseguida se vino a merendar con los otros pordioseros, que lo trataron a él y se trataron ellos mismos, como si no fueran lo que parecían.

Despachó con buen apetito su ración de cazuela; hizo grandes elogios   -276-   al charquicán, que remojó con un cacho lleno de mosto que manaba por la manizuela de un cuero, puesto sobre dos adobes que servían de mesa; y por último, le sobró gana para arremeterle al asado, el cual, ensartado en una larga varilla de coligüe, tenía uno de los mendigos al amorcito del fuego, mientras los demás, armados de sendos cuchillos, le daban (como decía Pedro después) una carga cerrada a la bayoneta, que no había más que ver. Y a cada tajada que tragaban, acudían al cacho, que pasaba de mano en mano y de boca en boca, mientras otros (por estar el cacho ocupado) agarraban el cuero a dos manos, y haciéndole cariñitos, chupaban la manizuela con tanto ahínco, que si los que miraban no se las quitaban de la boca, se habrían quedado allí dormidos, mamando como el niño pegado al pecho de la madre.

Pedro estaba encantado y decía que en cuanto dejara de ser soldado, había de tomar el oficio de limosnero, por ser, como parecía, tan lucrativo, mayormente en estos tiempos (agregaba) en que no se le paga a uno ni el sueldo.

-¡Muy bien pensado! -le respondió uno de los alegres compañeros. Cuando le vaya a usted mal por esos mundos, no tiene más que venirse con nosotros, y verá cómo lo pasa bien y con la barriga llena.

-Pero es el caso que yo no soy baldado -dijo Pedro riendo.

-Eso es lo de menos -replicó otro-. Para pedir limosna no hay necesidad de estar lisiado, porque nada cuesta hacerse una grande hinchazón en una pierna, con trapos y un poco de afrecho; o si usted quiere, no tiene más que aprender a andar todo descoyuntado, y cayéndose al suelo de cuando en cuando, que es muy bonita manera de pedir limosna, por lo bien que así se ablandan los corazones. Véngase no más, amigo, a trabajar con nosotros, que aquí le enseñaremos a andar a lo patuleco, a hacerse ciego, a levantarse unas buenas potras en la barriga, a figurar muy preciosas hinchazones de cara, con ataditos de estopas metidos en la boca, y por fin, a hablar con voz lastimosa y triste, que es lo mejor para limosnear. Yo que tengo experiencia se lo digo. Los ricos son así: bien pueden ver a un hombre enfermo de veras y muriéndose de hambre, sin que ellos le digan por allí te pudres. Pero en cuanto lo oyen a uno hablar con tono triste y quejumbroso se les ablandan las entrañas... ¡Vaya, pues! -exclamó, mirando de repente al que tenía la manizuela en la boca-, ¡no te lo chupís todo, Ñico!

  -277-  

Y al decir esto, arrancó de un tirón la manizuela que el otro tenía entre los dientes, agregando:

-¡Vaya que este Ñico tira más que el buey negro!

-Bebo porque me ha costado mi bueno -dijo Ñico-, pues todo el santo día lo he pasado trajinando por esas calles, con esta joroba de lana que me ha retostado los lomos.

-Calle la boca, Ñico -replicó el otro, disponiéndose a beber-, no vengas a echarnos en cara lo que has trabajado hoy, pues si no fuera por la plata que nos dio el caballero...

-¿Qué caballero? -interrumpió Pedro.

-No les haga caso, cumpita -le respondió al oído el que había tenido el asador mientras los demás cortaban y comían-, no les haga caso a estos borrachos.

-¡Yo no estoy borracho! -exclamó Ñico sentándose en el suelo en donde poco antes estaba echado de barriga-. Digo que me ha costado mi sudor y mi trabajo, porque es así, mientras que éste -y señaló con el dedo al que poco antes hablaba con Pedro- no sabe sino estarse aquí en el rancho camastreando, y sólo tiene habilidad para echarla de sabido y dar lecciones, ¡cuando no es capaz de hacer ni siquiera una potra bien hecha!

-¡Que no sé hacer ni una potra! -exclamó el otro, herido en su amor propio.

-¿Y quién fue, badulaque, quien te enseñó a andar con la joroba?

-Vos no sos capaz de enseñarme a mí -replicó Ñico con orgullo-. Yo aprendí solo; y también le aprendí a un limosnero de Rancagua, que sabía más que Catete; ¡ése sí que era hombre! -prosiguió, dirigiéndose a Pedro-. Si usted quiere, amigo, venirse con nosotros, yo le enseñaré todas las argucias de que aquel cristiano se valía para sacarle plata a todo el mundo. ¡Vaya pues! -dijo a su interlocutor-, si sos tan hábil, te apuesto dos reales a que no hacís un tullido como yo.

Diciendo esto, quiso levantarse del suelo para manifestar su destreza; pero el estado en que se hallaba se lo impidió, o más bien dicho, el vino que había bebido lo hizo representar tan bien su papel de tullido, que, doblándosele las piernas, cayó de bruces sobre el suelo.

-Es verdad que ni un tullido verdadero podría hacerlo mejor -dijo Pedro riendo.

En esto se acercó a Pedro el que había tenido el asador (que no había bebido sino unos pocos tragos), y le dijo al oído:

  -278-  

-Ya es hora, cumpita, de ir a donde el compañero nos está esperando.

-¡Y se me había olvidado! -exclamó Pedro-. ¡Lo que es el diablo!

-Y el mostito -agregó el otro sonriendo.

Pedro montó a caballo y siguió al mendigo que iba a pie, adelante, sirviéndole de guía. Éste echó andar hacia el norte por la calle Tres oriente, y al llegar a la Dos norte, torció sobre su izquierda y empezó a trotar, diciendo a Pedro que apurase el paso.

La noche estaba tan oscura, que el guía creyó necesario advertir a Pedro que se fuese por la vereda de la derecha para que no cayese en el profundo estero de Baeza, que corría a lo largo de la acera izquierda.

En poco rato llegaron a la pequeña colina, en donde hoy se encuentra situado el Seminario, y que en aquel tiempo se hallaba coronada por el cementerio de la ciudad.

-¿Para adónde diablos me lleva, amigazo? -preguntó Pedro-. Yo creo que estamos sobre el pantión.

-Así es -dijo el guía-, y por eso es que usted no debe pronunciar esa mala palabra.

-¿Qué palabra?

-El Diacho. ¡Mire que estamos cerca de lugar sagrado!

-¿Y qué venimos a hacer aquí?

-Aquí es donde nos está esperando el compañero. ¿No ve esa tapia negra? Es la del campo santo. ¿No divisa allá, al fin de la tapia, unos dos bultos que se mueven?

-No veo ni palabra -respondió Pedro.

-Pues ellos son, quiero decir, que debe ser él, que habrá venido con otro para que lo acompañe, porque no es nada bueno andar sólo su alma por estos lugares.

Pedro no respondió, sino que, habiéndose santiguado, empezó a rezar un Padrenuestro.

En aquel momento tocaban la hora de ánimas en la torre del convento de San Agustín (patrón de la ciudad) situado entonces en la calle Dos poniente, y en el mismo lugar que hoy ocupa la Penitenciaría.

El guía, entonces, poniéndose en cuatro pies, empezó a ladrar, concluyendo con un lastimero aullido, tan bien imitado, que Pedro estuvo casi por creer que su compañero se había convertido en perro. Y habiéndose dejado oír un aullido igual en el otro estremo de la tapia, alzose el hombre del suelo y dijo:

  -279-  

-Él es, no hay duda.

-¡Vaya! ¿Conque ustedes saben hasta la lengua de los perros? -preguntó Pedro con aire zumbón.

-De todo es preciso saber en este mundo -respondió sentenciosamente el guía-. Y mi abuela, que era una médica que curaba a lo divino, y era muy buscada porque estaba bienquista con los brujos, y tenía unas manos de ángel para curar el mal de daño de manera que no había enfermedad que le aguantase más de un día y una noche... Digo, pues, que mi abuela decía siempre que dos cosas no estaban nunca de más; y eran: el tener y el saber, aunque no fuera más que tener achaques y saber rebuznar.

-Pues yo le habría preguntado a su abuela (¡Dios la tenga en buen lugar!), de qué le sirve al cristiano tener achaques -dijo Pedro riendo, como para distraerse de las ideas lúgubres que le ocasionaba la proximidad del cementerio.

-Mi abuela está enterrada detrás de esa tapia -dijo el guía-; y si ella pudiese hablar, como allá en su tiempo, que no había nadie que la dejara callada, le respondería que los achaques le sirven al cristiano para entretenerse con ellos, pues no hay mayor gusto para un enfermo que hablar y volver a hablar de sus enfermedades. ¡Mire si sirven todas las cosas que Dios ha hecho! Y en cuanto a lo de saber, le diré, que andando una noche por las montañas de Curillinque me libré de las garras de un león (después de Dios), sólo porque sabía ladrar. ¡Para que vea si sirve a veces saber la lengua de los perros!... Pero ya hemos llegado, y aquí está nuestro compañero.

-¿Quién vive? -preguntó Pedro al ver en medio de la oscuridad un hombre que se acercaba a su guía sin hablar una palabra.

-¡Gente de paz! -respondió el hombre, por cuya voz reconoció Pedro al mendigo de la tarde.

-¡Ah!, es usted, amigazo -le dijo-, ¿cómo se halla para indicarme el camino que debo seguir?

-Estoy pronto. Dígame antes si usted cumplió con mi encargo.

-Como bala y pinta -respondió Pedro-. Yo mismo puse las cartas en manos del general.

-Entonces vamos andando -dijo el otro-. Sígame usted, y tenga cuidado de hacer el menor ruido posible, para que los centinelas no nos sientan, porque vamos a pasar muy cerca de ellos. Ahora se me ocurre una cosa.

-¿Qué cosa?

  -280-  

-Que usted debe quitarse las espuelas, para que los centinelas no oigan el tilinteo de las rodajas; y también sería bueno desenfrenar el caballo que va metiendo mucha bulla con el rodajón.

Pareciéndole bien a Pedro uno y otro consejo, los siguió al pie de la letra; y echando a la boca del caballo el bozal llamado riendero, montó de un salto, después de haber dado a su primer guía una peseta, con la cual se santiguó aquél deseándole un buen viaje.

Enseguida, nuestro viajero echó a andar, paso a paso tras de su segundo guía, el cual, después de un corto trecho, le dijo con lastimera voz:

-Don Pedrito, voy con un pie lastimado: ¿podría hacerme la gracia de llevarme en ancas? Ya estamos cerca del río: ¿no oye sonar la corriente del agua?

-Como aquella noche en que me llevaban para fusilarme a la orilla de este mismo río -respondió Pedro con voz lúgubre-. Monte usted.

Montó el mendigo a la grupa, y dijo a Pedro:

-¿No divisa aquella mancha negruzca?

-Sí, la veo -respondió éste.

-Es el Carrisal de Guapi. Dirija su caballo a la punta del norte, que por allí hemos de pasar.

Pedro taloneó su cabalgadura dirigiéndola al punto que se le indicaba, cuando en ese mismo instante se oyó un silbido.

-¡Jesús, qué miedo! -exclamó el mendigo, rodeando con sus brazos a Pedro.

-¡Suélteme usted, con mil diablos! -exclamó éste, tratando de desasirse de aquellos brazos que lo aprisionaban.

Pero el mendigo, en vez de soltar, apretó más fuerte y contestó al silbido con otro igual. Entonces se oyó un tropel de caballos que se acercaba. El pobre Pedro quiso echar a correr a la ventura, pero estaba sin espuelas, con el caballo desenfrenado, y más que todo, preso entre aquellos brazos de fierro que no lo soltaban. Empezó al instante a pedir socorro, lo cual sirvió para que los asaltantes diesen más presto con él, guiados por los gritos que daba.

Pocos momentos después, se vio rodeado de un piquete de caballería, cuyo oficial, mostrando con el dedo a nuestro viajero, gritó imperiosamente...

-¡Amarren al momento a ese hombre!... ¡Y también al otro! -agregó después.

Pedro vio que era inútil hacer resistencia, preso como estaba entre   -281-   los robustos brazos de su guía, así fue que se dejó maniatar y amarrar los pies por debajo de la barriga de su caballo, al mismo tiempo que montaban en otro a su compañero, sin tomar ninguna precaución para que el reo se escapara.

Mientras lo ataban, nuestro viajero quiso preguntar por qué lo capturaban; pero, en vez de contestarle, le pusieron en la boca un pañuelo retorcido, atado fuertemente sobre la nuca.

Enseguida, los soldados empezaron a desfilar por la orilla izquierda del río hacia el oriente, llevando del diestro el caballo de Pedro, quien, no pudiendo hablar, pensaba en su interior:

-No hay duda que he vuelto a caer entre los prietistas... De ésta sí que no me escapo... Si no hubiera sido porque mi baqueano me hizo sacarle el freno al caballo y a mí las espuelas, no me habrían pillado... ¡Y luego este hombre de Dios, que me abrazó de modo que no pude moverme...! Pero ¿no podría ser este baqueano el mismo que me ha vendido? A mí me amarran y a él lo dejan suelto sobre su caballo... Y ahora que me acuerdo: aquel silbido que dio contestando al otro de estos pícaros... No hay duda, este diablo se venía haciendo el santito, y me ha hecho caer en el guachí... Pero yo tengo la culpa sabiendo como sé que, en estos tiempos, el más amigo la pega... Eso me pasa por confiado. ¡Dejarme engañar como un leso! Qué le diré a mi general cuando me pregunte... Pero ¡qué diablos he de poder decir nada a nadie, cuando luego me han de meter cuatro balas en la caja del cuerpo! Sí, señor, ya se acabó todo, porque ahora sí que no me fusilarán de por ver, como allá en el Camarico.



  -283-  
ArribaAbajo

Capítulo XLVII

Lucinda encuentra amigos


«¡Triste destino del hombre! Por más que su razón se esfuerce, por más que trate de elevarlo sobre las miserias de la vida, el corazón lo arrastrará siempre al fuego de la desgracia, y lo hundirá más cada día en el abismo tenebroso de los deseos insaciables.»


(VÍCTOR TORRES A., «La Loca.»)                


El orden de la narración nos obliga a dejar al buen Pedro otra vez preso en el campamento de Prieto, a orillas del río Lircai, y trasladarnos a Quechereguas, para dar cuenta al lector del estado en que se hallaba la triste Lucinda.

En la misma noche en que Santiago Garduño tuvo la crueldad de hacer sufrir a Pedro todas las angustias de un verdadero fusilamiento, mientras el fiel servidor marchaba hacia el sur llevando el paquete de las traidoras esquelas, el oficial, principal instrumento y autor en parte de aquella fama, se dirigía a todo galope a   -284-   la estancia de Quechereguas con el fin de ver cuanto antes a Lucinda, cuyo tenaz recuerdo no lo había dejado dormir.

Al amanecer, atravesó corriendo la villa de Molina, y diez minutos después, se apeaba en la estancia de Quechereguas.

Apenas se hubo apeado cuando el caballo, rendido de fatiga, cayó al suelo; pero Garduño, a pesar del cariño que tenía a su corcel, no hizo más que mostrárselo con el dedo a su soñoliento asistente, para que le aflojase las cinchas, mientras él se encaminaba a las piezas que ocupaba Lucinda.

La primera persona que encontró fue el padre Hipocreitía que, debajo del corredor, estaba paseándose con aire meditabundo.

-Mucho ha madrugado su paternidad -dijo Garduño después de saludar al jesuita-. ¿Cómo está la enferma?

-No he podido informarme de su salud, porque aún no se han levantado en la casa -respondió el padre-; pero, a juzgar por lo que ha sufrido en la noche, creo que no podemos llevarla hoy a la villa.

-Sin embargo -repuso el oficial-, sería bien que la llevásemos cuanto antes. En la villa estará mejor atendida que aquí. Allí hay un italiano que, si no es médico, lo parece siquiera. Además, en la misma plaza vive una tía mía muy inteligente en medicina y en cuya casa puede estar Lucinda con toda comodidad.

-Parece que usted se interesa verdaderamente por esta pobre muchacha -dijo el padre, clavando en Garduño la punzante mirada de sus ojitos grises.

-No puedo negarlo -respondió Garduño con un ligero temblor en la voz-. La desgracia de esta niña me ha afectado grandemente y el deseo de saber de su salud me ha hecho venir ahora, a pesar de mi trasnochada.

-Agradezco a usted el interés que toma por ella -dijo el jesuita sacando su caja de rapé-. Yo fui muy amigo de su señor padre...

-Don Marcelino de Rojas, siempre oí hablar bien de ese caballero -interrumpió Garduño.

-¡Era un hombre de pro, a quien Dios tenga en su santa gloria! Yo le debí mucha amistad y confianza y no puedo menos de pagar esos favores amparando a esta pobre niña, fuera de que -agregó el jesuita- a ello me obligan la caridad cristiana y el ministerio que ejerzo.

-Pues aquí me tiene a su disposición, para ayudarle en todo cuanto su paternidad reverenda crea conveniente hacer en favor de   -285-   esta desgraciada niña. Le repito que en casa de mi buena tía puede ella...

-Yo sé bien -interrumpió vivamente el padre- que Lucinda no tendría nada que desear en casa de la tía de usted, doña Manuelita. Conozco mucho a esa santa señora: es mi confesada. Pero ya he hablado con esas santas mujeres, en cuya casa tengo establecida la misión...

-¡Ah! ¡Las Peñalozas!

-Sí. Ellas me han prometido atender a Lucinda como si fuese una hija de la casa.

-¿Y le ha hablado su paternidad a Lucinda sobre llevarla a casa de las beatas..., quiero decir, de las niñas Peñalozas?

El padre miró a Garduño de una manera particular, y luego dijo:

-No comprendo su pregunta, amigo mío.

-Yo decía eso -prosiguió el oficial con cierta hesitación- porque, como Lucinda es una niña tan principal, quién sabe si ello tendría a bien el que se lo ofreciese aquel alojamiento...

El jesuita, sin hablar una palabra, interrogó a su interlocutor con una mirada escudriñadora.

-Verdad es que las niñas Peñalozas son muy españolitas -prosiguió Garduño-, es decir, algo agentadas...

-Son unas santas esas señoras -interrumpió el jesuita.

-Yo no digo lo contrario, reverendo padre -prosiguió Garduño-. Cada cual es señor y rey en su casa; pero, por más santas que sean las niñas Peñalozas, ya sabe su paternidad que no son muy trigo limpio, quiero decir, de muy buena sangre, y no sería bien visto llevar allí a una señorita de alcurnia como Lucinda.

El oficial cortó aquí su majadero razonamiento y miró al padre, que no contestó sino con una sonrisa despreciativa, mientras decía en su interior:

-¡Y éstos son los republicanos que han peleado y pelean por la libertad! Pues son tan republicanos como mi abuela.

-¿Qué le parece lo que lo digo? -preguntó Garduño.

-A mí me parece que Lucinda es dueña de elegir lo que ella crea por más conveniente.

-Es cierto... Sí... pero, ahora que se me ocurre, ¿y si elige volverse a Santiago, que tal vez sería lo más acertado, ¿no podría su paternidad aconsejárselo, si es que ella puede hacer el viaje? ¡Yo me ofrezco a llevarla con el mayor cuidado!

  -286-  

-¡Cómo! -exclamó el jesuita-, ¿y abandonaría usted sus banderas cuando la patria reclama sus servicios?

-No es mi ánimo desertarme -dijo riendo el oficial-. Decía eso solamente porque me parece que es lo que Lucinda debe hacer. Yo creo que don Víctor Dorriga desea que ella se vuelva a la capital y, por lo que hemos hablado sobre esto, me parece que don Víctor no llevaría a mal el que yo escoltase, con tres o cuatro soldados, a esta desgraciada niña... Usted podría escribir al general, pidiéndole que yo...

-¿Tanto desea usted separarse del campo de batalla? -preguntó el fraile con sarcástico tono-. ¿Tiene usted miedo de encontrarse con los pipiolos?

-¡Padre! -exclamó Garduño, poniendo la mano sobre el pomo de su espada-, ¡muy mal sientan en la boca de un Ministro del Señor las palabras injuriosas, puesto que su hábito nos impide dar la contestación que ellas merecen!

-Buen empleo encontraría su espada en un pobre viejo como yo -dijo Hipocreitía sonriendo melosamente.

-No tengo tan cobarde intención -repuso Garduño-, pero ya sabe su paternidad que palabras sacan palabras.

-Y ¿cree usted que yo he tenido ánimo de ofenderlo?

-No lo creo, pero ningún soldado de honor puede oír impasiblemente que lo llamen cobarde. En fin, dejemos esto, y dígame si le parece conveniente escribir al general...

-Es inútil, amigo mío -interrumpió el jesuita-. Lucinda no volverá a Santiago hasta que no se convenza de que Anselmo...

-¡Ah sí, de que Anselmo ha muerto! -exclamó Garduño con cierto temblor en la voz, que no se escapó a la penetrante observación del fraile.

-Eso es lo que iba a decir, y me lo quitó usted de la boca -agregó éste-. Pero después de todo, ¿qué ha sabido usted sobre la muerte de ese moro?

-No he encontrado noticias ciertas, pero luego las tendremos -respondió el oficial con voz sorda y sin mirar a su interlocutor.

Éste tenía la vista fija sobre el oficial y tanto en el temblor de la voz, como en los cambios de color y contracciones del semblante de Garduño, había, el astuto jesuita, llegado a descubrir la verdad que poco antes sospechaba solamente.

De repente, pareció que Garduño tomaba una resolución definitiva. Separose bruscamente del padre y, llamando a su asistente, le   -287-   ordenó que fuese al momento a dejar a su tía una pequeña hoja de papel, en donde él puso con el lápiz unas pocas palabras a la ligera.

Enseguida se puso a arreglar, él mismo en persona, ayudado de dos soldados, una silla de vaqueta con el objeto de convertirla en silla de manos, atándole dos palos uno en cada costado.

Veíalo obrar el jesuita, observándolo hasta en sus menores movimientos, sin que el oficial pareciese apercibirse de aquella tenaz asidua observación.

Por último, atados los palos y tapizada la silla con pellones y ponchos, Garduño dijo al padre, mostrando con el dedo su obra:

-¿No le parece a su reverencia que aquí puede ir la enferma con toda comodidad?

-Todavía no sabemos si ella permite ser conducida de ese modo o de otro -respondió el padre meneando la cabeza-; pero creo que ya se puede hablar con ella...

-Es verdad -interrumpió el oficial mirando hacia los cuartos que ocupaba Lucinda-. Se han abierto las puertas y ventanas, y ella debe estar en pie. ¡Dios lo permita! De todos modos, conviene hablar con ella para consultar su parecer, pues don Víctor me ha encargado tratarla con todos los miramientos y atenciones a que es acreedora, tanto por su alcurnia como por su desgracia.

Nada dijo el padre, y aunque algo hubiera dicho, es muy probable que Garduño no se hubiera quedado escuchándole, pues parecía dudoso de llegar a las piezas de Lucinda, hacia a donde se dirigió.

Serían las nueve de la mañana, y en aquel momento salía del cuarto una vieja que parecía ocupada en servir el desayuno a la hija de don Marcelino. Preguntó Garduño a la vieja si la señora estaba en pie y habiendo contestado aquella que Lucinda «se había levantado de una vez alentada, después de haber pasado una noche no tan peor», él envió a solicitar de la niña el permiso de hablar con ella, de parte del señor don Víctor Dorriga.

Poco después volvió la vieja, diciendo que Lucinda esperaba en su cuarto al oficial.

No se hizo aguardar mucho el enamorado Garduño y sin reparar en que el jesuita estaba a su lado, siguió a la vieja, con el contento pintado en el semblante.

El padre echó a andar tras él, murmurando entre dientes:

-Veamos en lo que va a parar todo esto para obrar en consecuencia. La lógica es tan necesaria para entender los hechos, como para hacer producir buenos resultados a los hechos más ilógicos.

  -288-  

El padre y Garduño entraron a las piezas de Lucinda, quien los recibió con cierta reserva, al través de la cual se echaba de ver la ansiedad por obtener las noticias que deseaba.

La pobre niña tenía el dolor pintado en su pálido y bello semblante, a pesar del esfuerzo que hacía por dominar la exaltación de su agitado espíritu. Olvidándose, al parecer, del padre Hipocreitía, fijó marcadamente su atención en Garduño, quien la miraba de hito en hito, como deseoso de no perder un solo instante de verla.

-Señor oficial -le dijo con triste sonrisa-, ya que usted viene de parte del señor Dorriga, ¿podría decirme si estoy aquí presa o soy dueña de mis acciones?

-Enteramente dueña, señorita -respondió Garduño, inclinandose cortésmente.

-¿Y esos soldados que veo pasearse por el corredor?

-Esos soldados son servidores de usted, como lo es el jefe que tiene el honor de dirigirle la palabra en este momento, y que tendría el placer de servirla en lo que usted ordenase.

-Mil gracias -respondió ella con voz conmovida.

-Todo eso lo habría sabido usted anoche, ¡hija mía! -dijo el jesuita con melosísima voz- si hubiera querido oírme.

Al oír estas palabras, Lucinda miró fijamente al padre. Sus ojos se abrieron extraordinariamente, sus labios temblaron y varias manchas rojas aparecieron en su frente y en sus mejillas, para volver a quedar más pálidas que antes.

Enseguida, hizo un movimiento como para rehacerse, y dijo al jesuita:

-No he querido oír a su paternidad, porque... ¡Vaya! No me obligue su paternidad a decir el porqué.

-No comprendo, hija mía, el proceder de usted con un viejo amigo de su señor padre, a quien Dios tenga en gloria -dijo el jesuita acercándose lentamente hacia Lucinda.

-Vaya, pues -replicó ésta-, ya que su paternidad me obliga a ello, le diré una vez por todas, que no le creo, que no está en mis facultades el creer una sola palabra de lo que su paternidad habla, y he aquí la razón por qué no he querido escucharlo.

Garduño, que no cesaba de mirar a Lucinda, hizo un movimiento en la silla, en donde se encontraba, y el padre tosió y sacó su caja de rapé, sin que su semblante revelase la menor intranquilidad.

Enseguida dijo con melosa voz, pero con el aire de la amistad herida en sus más vivos sentimientos:

  -289-  

-Jamás habría creído yo que la hija de mi inolvidable amigo, don Marcelino de Rojas, me tratase de una manera que tan poco merezco; pero el recuerdo de mi amigo me haría olvidarlo todo, si de esto necesitase un hombre como yo, cuya religión le manda perdonar las ofensas, mayormente cuando ellas vienen de parte de una persona como usted, a quien no me es posible dejar de amar, y compadecer en su desgracia:

Lucinda, no prestando atención a las palabras del jesuita, dijo a Garduño:

-Pero, señor oficial, si yo no estoy presa ¿por qué no se me entrega lo que me pertenece?

-¿Por acaso no se le ha entregado a usted su equipaje? -exclamó Garduño alzándose de su asiento-. ¿Qué le falta a usted, señorita?

-El dinero que traía en mi maleta -respondió ella-. Lo necesito porque debo pagar a estas pobres mujeres los cuidados con que me han favorecido.

-Nada tiene usted que pagar, hija mía -interrumpió el jesuita-. Esas mujeres la sirven a usted por encargo mío.

-Gracias, padre, pero...

-Tranquilícese usted...

-No puedo estar tranquila mientras me crea como en una guarida de ladrones. Se me ha arrebatado a mi sirviente, me han robado mi dinero, y luego se me dice que soy dueña de mis acciones... ¿No es esto, señor oficial, lo que usted me venía a decir de parte del señor Dorriga? ¿Qué es de mi fiel servidor?

Señorita -respondió Garduño con voz temblorosa-, desgraciadamente nada puedo yo decirle acerca de la suerte de su sirviente. Marchó con el ejército, y nada más sé por ahora, pero bien pronto podré darle noticias ciertas. Mientras tanto, le repito que tengo encargo de servirla, como usted merece ser servida. No se preocupe usted por la falta de ese dinero, cuya desaparición yo ignoraba. Dígame si usted desea volverse a Santiago...

-¡No!, ¡no! -interrumpió vivamente Lucinda-. ¡No me volveré hasta no saber la suerte de mi esposo...!

Al decir esto, fuele imposible dejar de romper en llanto. Sus interlocutores trataron de consolarla. Al fin Garduño dijo:

-De todos modos, señorita, necesita usted un alojamiento cómodo y seguro...

-Yo también creo lo mismo -dijo el jesuita-, y por esto he mandado preparar en Molina una habitación en donde...

  -290-  

-No prosiga su paternidad -dijo vivamente Lucinda-. Prefiero quedarme aquí mientras veo lo que debo hacer enseguida.

-Pues yo me atrevo a ofrecer a usted la casa de una tía mía, a quien miro como a mi propia madre -dijo a su vez Garduño-. Le aseguro a usted, señorita, que mi buena tía tendrá a mucha honra el que usted se digne aceptar. No sé por qué he tenido la presuposición de creer que usted no despreciaría mi pobre oferta, y aun había ya preparado la silla de manos en que pensaba trasladarla, en caso de que no pudiese hacer este camino de otra manera...

-¡Ah! -exclamó Lucinda-, ¿para mí había usted preparado esa silla que me había hecho creer que existía otro enfermo en casa?

-Sí, señorita. Ya le digo que yo temía el que usted no pudiese...

-Mil gracias, señor, por haber pensado en esta desgraciada -interrumpió ella.

-Nada tiene usted que agradecerme, señorita. Afortunadamente, usted puede andar a caballo la legua corta que nos separa de Molina. ¡Ah!, y me olvidaba... ¡Con el permiso de usted, señorita!

Garduño, saludando a Lucinda, salió con cierta precipitación de las piezas, y se dirigió al patio exterior de la casa. Su exclamación había sido producida por la vista de un gran carretón con toldo de madera pintado de verde, que en aquel momento se dirigía hacia la casa tirado por una robusta yunta de bueyes overos, tan cuidados y limpios como el carretón. Llegado éste al patio, paráronse los bueyes, y Garduño se adelantó a recibir a una señora que salió por una de las puertas de aquel castillo ambulante.

-¡Mi querida tía! -exclamó Garduño- ¡Cuánto le agradezco que usted se haya dignado venir en persona! Yo sólo le había enviado a decir que me mandase el carretón.

-Y ¿por qué no había de venir yo? -dijo la señora-. Aun cuando tú no te hubieses empeñado, me habría bastado saber la desgracia de esta pobre niña para que yo la hubiera venido a buscar. ¿En dónde está?

-En las piezas del rincón.

-Pues vamos andando, Santiago, porque la caridad perezosa es caridad a medias.

La buena señora echó a andar con más agilidad de lo que sus cincuenta años parecían permitirle. Garduño se adelantó a anunciarla, y Lucinda salió a recibirla.

  -291-  

Apenas la señora hubo visto a ésta, cuando corrió hacia ella y la estrechó entre sus brazos, diciéndola:

-No he necesitado sino verte, hijita, para quererte. Sí, niña. Sé que eres desgraciada, y esto aumenta mi cariño. Al momento de recibir la esquelita de mi sobrino Santiago, mandé que me enyugasen los bueyes y colgasen el carretón, para venirte a buscar. Nada tienes que decirme, -prosiguió, viendo que Lucinda, medio confundida con la franca cordialidad de la señora tía, trataba de manifestarle su agradecimiento-, no me digas nada, porque en el mundo estamos para ayudarnos y no para estorbarnos los unos a los otros, como dice el adagio: «hoy por ti y mañana mí.» Te ofrezco mi casita y todos mis posibles para que dispongas de ellos.

-Dios le pagará a usted esta obra de caridad que hace -le dijo Lucinda, correspondiendo al tercer abrazo de la afectuosa tía de Garduño.

-Déjate de eso, mi alma; no hablemos sino de ponernos luego en camino. Es preciso que me trates como a una antigua amiga. Yo no puedo ver los cumplimientos, y las etiquetas me dan jaqueca. Ya mi sobrino te habrá dicho que yo me llamo Manuela Villagrán: este es mi nombre para servirte, mi vida. ¡Ah, reverendísimo padre! -exclamó, viendo al jesuita que se hallaba a pocos pasos de distancia-, ¡dichosos los ojos que merecen ver a su paternidad!, ¿cómo lo pasa de salud?

-Estoy bueno, señora, gracias a Dios -respondió el padre-. Voy a llamar a alguien que venga a poner el equipaje de Lucinda en el carretón.

Salió el jesuita, y en la puerta se encontró con Garduño, que ya venía con dos soldados al efecto. Mientras se arreglaba en el carretón el corto equipaje de Lucinda, no cesaba doña Manuela de prodigar su afecto a la hija de don Marcelino la cual le correspondía en la misma moneda; por manera que, aún no se habían puesto en camino, y ya las dos mujeres se trataban con la cordial franqueza de dos antiguas amigas.



  -293-  
ArribaAbajo

Capítulo XLVIII

Los consejos de la tía



    «La mala intención
siempre es tropezón.»


(Dicho popular.)                


Bien pronto se puso el carretón en movimiento, seguido de Garduño a la cabeza de cuatro soldados. El oficial iba con el gozo pintado en el semblante, y el jesuita, que marchaba a su lado, parecía tan contento como él, pues aun cuando sentía grandemente que Lucinda no hubiese aceptado el hospedaje en casa de las beatas Peñalozas, no por eso dejaba de manifestar la mayor satisfacción.

El padre sabía ocultar su despecho mucho más que su alegría, y tenía por máxima el mostrarle siempre buena cara a los acontecimientos. Jamás se daba por vencido, y a pesar de lo que había oído de boca de Lucinda, no abandonaba la esperanza de reconciliarse con ella, en beneficio de sus ambiciosas miras.

Durante el viaje, Lucinda contó su historia a doña Manuela,   -294-   quien se mostraba cada vez más interesada en favor de la desgraciada niña.

Llegado el convoy a la casa, doña Manuela renovó sus afectuosos ofrecimientos, y Lucinda respiró con esa satisfacción que se experimenta al sentirse (especialmente la mujer) bajo el techo de un hogar amigo.

El padre Hipocreitía se había despedido de sus compañeros de viaje e ídose a su casa.

Doña Manuela, instalando a Lucinda en la cuadra, sentola sobre su gran cojín, el cual ocupaba una buena parte de la tarima de su estrado, en donde los pies profanos apenas osaban pisar. Enseguida llamó aparte a su sobrino, y con voz de autoridad le dijo:

-Santiago, es preciso hacer el bien por entero; y ya sabes que no me gustan las cosas a medias... Acuérdate de lo que decía tu abuela...

-Pero, tía, ¿de qué se trata ahora?

-Tu abuela, esto es mi madre (que Dios tenga en gloria), decía que ser bueno a medias era ser malo casi siempre. Se trata de obtener noticias del marido de esta pobrecita... Se llama..., se llama... ¡Ya se me olvidó! ¡Tengo una memoria de perro!

-Se llama Anselmo Guzmán -dijo Garduño.

-¡Ése es el nombre! Lo tenía en la punta de la lengua; pero... Y ahora que me acuerdo ¿no es freirista?

-Sí, tía, pelea en las filas contrarias.

-Entonces me has de prometer que si se encuentran..., quiero decir, en la pelea (¡lo que Dios no permita!), tú habrás de protegerlo en vez de herirlo, porque, hijo, el hacer bien nunca es perdido aun cuando sea a nuestro mayor enemigo, tanto más al marido de esta pobrecita, a quien ya he comenzado a querer, por lo que ella me ha dicho... Porque has de saber, sobrino, que ella lo quiere a morir. ¡Vaya!, a mí me encantan los matrimonios de dos que se quieren así. Conque ¿me lo prometes?

-No es posible prometer eso, tía -dijo Garduño con voz sorda.

-¡Bendito sea Dios! -exclamó doña Manuela-. ¿Y por qué no puedes prometer eso?

-Porque ya echará de ver usted, tía, que en medio de la refriega, nadie conoce a nadie.

-¡Virgen purísima! ¿Entonces en esas guerras pelean como perros rabiosos, y cierran los ojos y se embisten sin acordarse de que   -295-   Dios hizo a los unos y también a los otros? ¡Qué herejía, por las llagas benditas...!

-Tía -replicó Garduño-, no hablemos más de esto. Yo no puedo responder de mí, si en medio de la batalla...

-¡Santiago! -interrumpió la exaltada señora-. ¡Vaya que tú tienes unas ocurrencias lo mismo que tu padre! Pobrecito, ¡no te ofendan mis palabras!, pero era así, que a veces andaba con el alma al revés, como parece que tú la tienes ahora, ¡Dios me perdone! ¿Cómo me dices en tu esquela de hoy que te interesas tanto pon la suerte de esta pobrecita?

-¡Ah! Yo..., pero tía...

-¿Y cómo si te interesas por su bien, no me prometes que protegerás a su marido a quien ella quiere tanto? ¡Que me corten las dos orejas si entiendo esto!

Garduño había guardado silencio durante el largo razonamiento de su tía, y parecía sumamente contrariado; pero tomando al fin una resolución, dijo:

-Concluyamos, tía, ¡por Dios! Le prometo que haré todo lo que esté a mis alcances por que no le suceda ningún daño al marido de Lucinda.

-Dios te guíe por buen camino, hijo -repuso la señora-, y ten seguro que así lo hará si tienes sana intención; pero de lo contrario, será el Malo quien te guíe (no lo permita Dios). Y ya sabes que tu santa abuela decía «que nosotros vemos las acciones y el Señor las intenciones». Ahora sí que quedo contenta, aunque sintiendo los peligros a que te vas a esponer. ¡Malditas guerras! ¿Por qué no tratarán estos cristianos de vivir en paz...?, que no parece sino que Dios los echara al mundo como echan los gallos en la rueda... Pero las ánimas benditas del purgatorio (a las cuales les rezo todas las noches su novena para que hagan por que esto acabe buenamente) habrán de alcanzar de su divina Majestad que no se verifique esta última pelea, que nos tiene a todos con el Credo en la boca. Sin embargo, bueno es, por sí o por no, estar preparado, pues sólo Dios sabe lo que será. Quiero hablarte, sobrino, del cocaví para el otro mundo. Dime ¿te has confesado?

-Sí, tía -respondió riendo el oficial-. Tengo arregladas mis cuentas.

-No te rías, Santiago -replicó la señora, acentuando sus palabras con el dedo índice-. Mira que nadie tiene la vida comprada, ni hay aquí abajo hora segura, porque para la muerte, que no respetó   -296-   ni a Cristo, lo mismo es de noche que de día, y tanto trabaja en invierno como en verano, y es tan traicionera que se parece al perro bravo, pues si a veces ladra, en mil ocasiones muerde sin ladrar; y cuando menos se piensa se corta la cuerda, ¡y hombre al hoyo! Así lo decía siemprecito mi madre (que del reino de Dios esté gozando). A los mozos de hoy les parece (¡bendito Dios!) que solamente los viejos se mueren; pero mira, Santiago, no te olvides de que tan pronto se va el cordero como el carnero; y muchas veces sucede que un viento apaga la vela y el candil ardiendo queda; mayormente en estos calamitosos tiempos tan llenos de tropezones y peligros, que el que no cae resbala. Así es que las pobres mujeres que han quedado aquí solas lo pasan con el Credo en la boca, pues sus maridos y parientes están como quien dice: «con un pie en la sepultura y el otro en una concha de jabón...»

-Bueno, tía, tendré presente sus advertencias -interrumpió Garduño, tratando de huir de la letanía de refranes con que su buena tía acostumbraba catequizarlo, como ella decía-. Es preciso que me ponga pronto en camino, y voy a despedirme de Lucinda.

-Vamos -dijo la tía encaminándose hacia las piezas en donde Lucinda había quedado-. Mientras tú andas por allá, nosotras te encomendaremos a Dios y a la Virgen y a las Ánimas benditas del purgatorio, que son de las que se agarraba mi buena madre siempre, en todos sus apuros. Pero, después de todo -prosiguió la prudente señora-, aún no hemos hecho medio día, y tú, por más apurado que estés, no puedes irte sin hacer antes algo por la vida. No es caridad matarse de hambre aunque sea por la patria, y si Dios manda cuidar el alma, también nos manda cuidar el cuerpo, porque de carne y hueso somos hechos, y es preciso tener fuerzas para servir a la patria, pues no habiendo fuerzas, de nada sirve la buena voluntad, y tripas llevan piernas...

Diciendo esto, se fue doña Manuela a preparar el almuerzo para su sobrino, mientras éste entraba en la cuadra en donde se hallaba Lucinda.

-Dispense usted, señorita, a mi tía -le dijo-. Es sola y no puede atenderla a usted como ella quisiera.

-Lejos de eso -respondió la niña sonriendo-, su señora tía me tiene avergonzada con sus demostraciones de afecto que yo...

-Que usted merece por más de un motivo -interrumpió el oficial-. Lo que yo siento es que usted no encuentre en esta su casa las comodidades que nosotros quisiéramos proporcionarle; y siento más todavía,   -297-   que mis deberes me impidan quedarme aquí para servirla, como ardientemente lo deseo.

-Mucho tengo que agradecer a usted y a su bondadosa tía -dijo Lucinda-; y si yo no temiese ser importuna, le rogaría a usted que me comunicase las noticias que sobre la suerte de mi esposo pudiese obtener; y, por último, que hiciera valer su influencia cerca de los jefes del ejército, para que se me devuelva a mi sirviente.

-Prometo hacerlo todo tal como usted me lo ordena -respondió Garduño.

-¡Santiago, Santiago! -gritó desde afuera doña Manuela-. Ven que ya el almuerzo se enfría; y el que come frío, mal sabe abrigar su estómago, como decía mi madre. Camina luego -prosiguió, entrando a la pieza-, que bastante necesidad tienes de fuerzas; y ya sabes que en estos tiempos de revueltas, el prudente soldado debe andar con una comida adelantada, como decía tu padre, aunque él agregaba siempre: «y con dos bebidas».

Y echó a reír con la mejor gana del mundo, diciendo a Lucinda cuando Santiago hubo salido:

-Perdóname, hijita, por no poder hacerte la corte como yo quisiera; pero las dueñas de casa somos esclavas, y no siempre puede una repicar y andar en la procesión. Yo no sé cómo tengo fuerzas para reírme ahora -prosiguió la señora con voz triste-, viendo a este muchacho que se va quizá para no volver a verlo. Pero ése es mi genio; y genio y figura hasta la sepultura. Te aseguro que cuando me acuerdo de estas guerras, me dan ganas de llorar. ¡Vaya!, no está en mí dejar de pensar en esto; y si a veces me río, es sólo por hacer pecho ancho. Pero las Ánimas benditas me lo han de traer sano y salvo. Es un buen muchacho, de muy buenas partidas, y lo quiero como si fuera mi hijo: lo he criado en mis brazos, y al fin y postre, vendrá a ser el dueño de estos cuatro trapos cuando Dios me eche la tierra encima.

Aún hablaba la impresionable doña Manuela, cuando entró de nuevo su sobrino para despedirse.

-Dios se lo pague, tía -le dijo-. El almuerzo ha estado magnífico.

-¡Eso es! -exclamó ella-. A barriga llena, corazón contento. Ahora no te olvides de mis encargos -prosiguió riendo-, para que no se diga: a comida hecha amistad deshecha. En cuanto tengas noticias de don Anselmo, me despachas un mozo que yo lo pagaré aquí. Yo misma te he puesto en las alforjas un poco de charque machucado,   -298-   y al asistente le entregué dos botellas de aguardiente de sustancia, que eso conforta. Y cuenta con andarte metiendo muy adentro en la refriega, porque una sola vez no más se muere el cristiano; y más vale que digan aquí arrancó el falso, que aquí murió el guapo. Eso de morir por la patria es cosa para dicha en versos. Sí, Santiago, bueno es ser patriota; pero también es bueno cuidar el número uno, como Dios manda. Conque, ¡adiós, hijo!, que yo quedaré aquí rogando a las benditas Ánimas... Y ahora, dime: ¿tienes el escapulario del Carmen que te di?

-Sí, tía, lo llevo al cuello como usted me lo encargó.

-Bien hecho: mira que ese escapulario me lo dieron las Capuchinas, y tiene una reliquia. No dejes de llevarlo: mira que han sucedido mil casos en que un relicario ha librado de las balas al que lo cargaba con devoción. Y adiós otra vez, querido sobrino.

Ido Santiago, la señora entró en la sala llorando a mares, mientras Lucinda trataba de consolarla con las más afectuosas expresiones.

-Tienes razón, hijita -dijo al fin doña Manuela-. No debemos llorar sino por nuestros pecados; y alma que se amilana es alma de lana. Vámonos a hacer medio día, que ya es hora.

Cinco minutos después, doña Manuela hacía los honores de la mesa, con la cara más risueña del mundo.



  -299-  
ArribaAbajo

Capítulo XLIX

Que sirve de explicación a otro capítulo anterior


«El demonio se revestía de la astucia, y avanzaba en la prosecución de sus propósitos.»


(V. MURILLO, Una víctima del honor.)                


Sólo la obligación que Garduño tenía de volver al campamento había podido hacerlo separarse de Lucinda; y sintiéndose cada vez más dominado por la fatal pasión que ella sin pensarlo le inspirara, maldecía sus deberes de soldado, que lo obligaban a alejarse del objeto de su loco amor. Y era tal la locura que se había apoderado del joven oficial, que, a pesar de los encargos, consejos y refranes de su bonísima tía, había ya comenzado a aborrecer a Anselmo, como se aborrece a un afortunado rival.

Al mismo tiempo que envidiaba su dicha, deseaba que fuese cierta la noticia de su muerte; y cual si Guzmán le hubiese hecho algún agravio, el sobrino de doña Manuela ardía en deseos de vengarse.

Bien había echado de ver el jesuita lo que pasaba en el interior del fogoso oficial; pero no estando aún seguro, y temiendo dar un   -300-   paso en falso, aguardaba que las circunstancias se aclarasen lo suficiente para obrar con esperanzas de éxito seguro.

Habíase separado Garduño unas dos cuadras de la plaza y poco más de la casa de su tía, cuando se encontró de repente con el jesuita, que parecía haber estado esperándolo en una bocacalle.

-Sabía que usted había de pasar por aquí -dijo el fraile-, y he estado aguardándolo para rogarle que le lleve a mi señor don Víctor una carta.

-Con mucho gusto -respondió el oficial-. Démela su paternidad.

-La tengo en mi cuarto -dijo el jesuita-, y no he querido ir a buscarla por temor de que usted se me fuese sin verlo. Podemos ir allá, y mientras tanto aprovecharemos el tiempo hablando del mismo asunto de la carta, pues se me ha ocurrido que conviene mucho que usted lo sepa.

-¿Qué asunto es ése? -preguntó Santiago volviendo su caballo en dirección del alojamiento del padre, después de ordenar a su asistente y demás soldados que lo acompañaban que lo esperasen a la salida del pueblo.

-Se trata, amigo, de un proyecto que he comunicado ya al señor Dorriga -respondió el fraile bajando la voz-. ¿No le parece a usted que es muy conveniente conocer bien la opinión de los habitantes de Talca, respecto de la lucha que hemos emprendido contra el pipiolismo?

-Eso es evidente, padre mío, pues aquella ciudad ha de ser el punto de apoyo de uno u otro bando, según sean las ideas de sus principales habitantes. Para llegar a saber cuáles son esas ideas, ha preparado don Víctor...

-Los espías que yo le aconsejé -concluyó el fraile-. Aún hice más: le di un hombre muy ladino para esta clase de negocios; y yo creo que desempeñará a las mil maravillas la más ardua comisión que se le encargue. ¿Conoce usted a Nicolás Peñaloza?

-¿No es el hermano de las niñas...?

-El mismo.

-Sólo lo conozco de vista.

-Trate usted de sacar partido de él. Parece tonto, pero en eso consiste su mayor habilidad, porque no es lo que parece ser. Para espía no tiene precio, porque, sobre ser astuto y poco hablador, conoce a todo el pueblo de Talca, en donde ha nacido y vivido muchos años. No hace mucho tiempo que me descubrió el paradero de una muchacha que se robaron en San Fernando, la cual estaba destinada   -301-   a ser monja Clara; y aun ya se había reunido entre sus tíos la dote necesaria, cuando desapareció de repente. Expliquele el caso a Nicolás, dile las señas, y él empezó a calcorrear por aquí y por allá, hasta que llegó a Talca, y allí, vestido de mendigo (papel que hace divinamente) vino a dar con la muchacha, que estaba viviendo con su amante en una solitaria calle. Haciendo yo memoria de este suceso, he creído que Nicolás, vestido de mendigo, puede entrar en todas las principales casas de la ciudad y escuchar lo que se hable, sin que nadie ponga atención en ello, pues de un mendigo nadie se recata.

-Comprendo muy bien -interrumpió Garduño-; y aun podría yo dar otros compañeros a Nicolás. No ha echado su paternidad en saco roto esta advertencia, y le prometo sacar de ella todo el partido posible.

Si el lector recuerda las escenas aquellas en que los mendigos hicieron caer en el garlito al servidor de Lucinda, verá bien cómo Garduño supo cumplir su promesa. Solamente debemos advertir aquí (y es una circunstancia esencial de esta historia) que aquel mendigo que sirvió de conductor a Pedro por las calles de Talca hasta el cementerio, y que tan bien sabía ladrar como perro, no era otro que el mismo Nicolás Peñaloza en persona, que más tarde tendrá ocasión de conocer el mismo lector.

-Ya creo que siembro en buena tierra -prosiguió el astuto fraile-; y estoy seguro de que usted realizará mi idea, en caso de que don Víctor haga poco caso de ella. Nicolás conoce a todos los pordioseros de Talca, en donde (sea dicho entre paréntesis) los hay de todas clases, no siendo muy pequeña la clase que podemos llamar de mendigos fraudulentos, por estar llenos de granos, quebraduras, potras y lobanillos postizos. Por consiguiente, aun dado caso de que sorprendan a uno de nuestros mendigos, cuando más será mirado como pordiosero fraudulento, más no como espía. Pero ya hemos llegado. Desmóntese un momento, que tiene tiempo de sobra para alcanzar el ejército.

Desmontáronse enfrente de una casa, situada a tres cuartos de cuadra de la plaza hacia el sur, en la calle que entonces se llamaba del Estado, y hoy de Quechereguas, y que era, y es todavía la calle principal de Molina.

Allí era donde había establecido su misión el jesuita, quien, entre otros privilegios, tenía el dar sus misiones en el lugar que mejor le acomodara, con notable perjuicio de los intereses de muchos párrocos,   -302-   que nunca miraban con buenos ojos que otro viniese a cultivar y cosechar aquel pedazo de Viña del Señor que se había puesto a su cuidado.

Apeáronse, pues, como queda dicho, y entrando por un zaguán tejado a teja vana y cerrado exteriormente por una gran puerta de mal cepilladas tablas de roble, se encontraron en un gran patio cuadrado, cubierto con una extensa ramada de fajina y sostenida por horcones de espino.

Era aquél el cuerpo de la iglesia de la misión, cuyas naves estaban formadas por las cuatro filas de horcones, y cuyo santa-santorum se hallaba en un cuarto, llamado el Oratorio, y situado en el frente del patio. El costado sur de éste cerrábalo un edificio de vetusto aspecto, ocupado por las Niñas, o como muchos decían, las beatas Peñalozas, y hacia el costado norte se extendía una arboleda de frutales plantados en desorden. Por último, el edificio que cerraba el patio por el lado de la calle, en no mejor estado que lo anterior, era el que las beatas Niñas habían aderezado para habitaciones del padre y de su ayudante, el clérigo O*, al cual conoce ya de nombre el memorioso lector, por ser el mismo que sirvió de confesor de Lucinda durante su forzada permanencia en el monasterio de las Capuchinas.

Cuando el jesuita y Garduño entraron al patio, o mejor dicho, a la ramada, notaron cierto movimiento y agitación interior que hizo fruncir las cejas del padre, y admirarse grandemente a Garduño. Varias mujeres salían corriendo de las piezas de las Niñas, y mientras unas se santiguaban y rezaban en alta voz y otras corrían desgreñadas hacia la arboleda, una se dirigió al oratorio; y sacando el lebrillo de greda que servía de pila para el agua bendita, empezó a regar con ella el pavimento, pronunciando en alta voz: ¡Vade retro! ¡vade retro, Satanás!

-¡Mala visita tenemos! -exclamó el padre, poniendo el oído con dirección a las habitaciones de las Niñas, de donde se oía salir gemidos y sollozos, que bien pronto se cambiaron en gritos descompasados y aullidos que nada tenían de humano.

Iba Garduño a preguntar lo que aquello significaba, cuando vio venir corriendo (otro diría rodando), por entre los horcones de la ramada, a un cleriguito retaco, rechoncho y casi redondo, con la sotana rasgada de arriba abajo, el bonete pastoral echado atrás, un hisopo en la mano derecha, un santo Cristo en la izquierda, y sobre las sotanas un roquete hecho jirones.

  -303-  

-¿Qué sucede, señor presbítero O*? -preguntó el jesuita.

-Qué ha de suceder, reverendo padre -respondió jadeando el otro-, ¡sino que tenemos al diablo en casa!

-¡Ah!, lo presumía; y bien se echa de ver que usted ha tenido una buena lucha con Lucifer.

-Así es la verdad -contestó el clérigo O*, echando una mirada de compasión sobre sus rasgadas vestiduras-. Lucifer no respeta ni lo más santo; y no solamente me ha insultado, como indigno ministro y gran pecador que soy, sino que me ha arañado con sus uñas, y me ha hecho pedazos las sotanas y todo. Jamás había visto al Demonio tan resistente como hoy: se ha reído del agua bendita, ha escupido el hisopo y se ha mofado del crucifijo.

-Pero, hombre, ¡por la Virgen Santa! -exclamó el padre escandalizarlo-. ¡Usted ha olvidado la estola!

-¡Tiene razón su paternidad! -exclamó el clérigo-. Con la precipitación me olvidé de ponerme al cuello la estola. Voy a buscarla, ¡y veremos si el diablo se resiste ahora!

-Oiga, señor presbítero -dijo el jesuita-, prepáreme a mí también mis vestiduras.

Mientras el presbítero O* rodaba hacia el oratorio, Garduño miraba al jesuita como interrogándolo con los ojos, sin atreverse a hacerlo con la lengua. Comprendiolo el padre y le dijo:

-Si usted ve esto por la primera vez, amigo mío, debe causarle mucha admiración.

-Es cierto -respondió el oficial-. Varias veces he oído hablar de esta niña mal espirituada, así como de sus otras dos hermanas...

-No son hermanas las tres -le interrumpió el padre-, sino solamente dos de ellas: la mal espirituada, a quien llaman la Sierva de Dios (y con mucha razón), y la paralítica, que es la mayor...

-¿A quien llaman la Médica Santa?

-Sí, mi amigo, y le aseguro a usted que es una verdadera santa. Yo la confieso. Por lo que respecta a sus conocimientos en medicina, yo la he visto hacer prodigios (por no decir milagros). Por último, la tercera niña es sobrinita de las primeras, e hija única de Nicolás Peñaloza.

-¡Ah! ¿Es la que llaman Beatita en el pueblo?

-La misma. Esta muchacha es un dechado de virtud. A pesar de ser joven y bien parecida, ha rehusado varias propuestas de matrimonio por dedicarse al servicio del Señor.

-¿Piensa ser monja?

  -304-  

-En el convento de las Claras, para lo cual sus otras dos hermanas han reunido ya la dote.

-¡Ah! Yo creía que eran pobres.

-No son ricas -dijo el jesuita-, pero Dios las ha protegido y las protege. La Médica con sus curaciones, y la Sierva de Dios con las limosnas que recibe han conseguido reunir algo; y como viven con gran economía... Pero es menester que me prepare a la batalla. Sírvase usted aguardarme un momento, y será testigo de verdaderos prodigios.



  -305-  
ArribaAbajo

Capítulo L

Que enseñará al lector lo que eran las niñas Peñalozas


«Una india estaba enferma, y el diablo la perseguía mucho, incitándola a que se ahorcase... Más no lo consiguió el Maligno, disuadida ella de los consejos del padre. -Llevando la extremaunción a una india enferma, un padre de casa, al entrar el padre en el rancho, le dijo la india: así que entraste aquí, se fueron muchos demonios. -Yendo otro padre a confesar otra, que estaba en mal estado, la avisó el padre que debía dejar aquella mala ocasión. Respondió a que con todas veras prometía la enmienda; y en este punto le parecía al padre que salía de ella un bulto entre una niebla, como puerco...»


(EL P. OLIVARES, Historia de los Jesuitas en Chile.)                


Quedose Garduño debajo de la ramada mientras el padre entraba al oratorio, en donde el presbítero O* lo esperaba con las vestiduras preparadas sobre la mesa del altar. Hincose el jesuita al pie de un crucifijo y se puso a hacer oración, después de haber ordenado   -306-   al clérigo O* que no se moviese de allí.

Garduño lo observaba todo desde afuera, y detenido allí por la curiosidad, olvidó sus deberes de soldado, y no se atrevía a ponerse en camino hasta no ver en lo que iban a parar aquellos preparativos. Repetidas veces había oído hablar de las tres Niñas Peñalozas, a quienes el pueblo daba los nombres de Médica Santa, Sierva de Dios y Beatita; pero jamás había creído ni la décima parte de lo que se decía. Sin embargo, celebraba que la casualidad le hubiese presentado la ocasión de ver por sus ojos a una mujer con el diablo dentro del cuerpo, cosa que allá en lo antiguo se veía a cada paso.

Por fin salió el padre Hipocreitía revestido de sobrepelliz y estola, llevando en las manos el viejo libro que le servía para exorcizar. Seguíalo el presbítero O*, ya más animado contra Lucifer, por la estola que colgaba de su cuello, y también (sea dicho sin agraviar la fe del presbítero) por la compañía del santo jesuita, que lo confortaba mucho más que la estola y que la caldereta de agua bendita que llevaba en las manos.

Al ver salir a los sacerdotes, todos los curiosos que habían entrado al patio, atraídos por la bulla, se prosternaron devotamente y se encaminaron en convoy hacia las piezas en donde seguía sintiéndose el gritar y aullar del Demonio. Garduño se acercó a los sacerdotes que encabezaban el convoy, pues quería satisfacer cuanto antes su aguijoneada curiosidad, y, despojado al parecer de su incredulidad, se santiguaba y rezaba en voz alta (¡oh, poder del ejemplo!) ni más ni menos, como la más crédula de las viejas que asistían a la ceremonia.

Llegados a la pieza, el oficial miró ávidamente hacia el interior. Las blanqueadas paredes del cuarto estaban cubiertas de estampas de santos, y varias efigies de madera o de otro material se veían aquí, allí o más allá, sostenidas por pequeñas repisas, o metidas en nichos dentro de la pared. Había otras en urnas de hoja de lata, colocadas sobre mesas que más se parecían a la mesa de un altar, que a las de una habitación humana.

En un rincón del cuarto había una cama encortinada con angaripola de dibujos lacres en fondo blanco y, en el otro estremo, una alta tarima sobre la cual se veía un altarcito con un Niño Dios dentro de una grandísima urna adornada de flores de esmalte y de papel.

En la cama yacía una mujer al parecer enferma, y al pie del altar   -307-   de la tarima se hallaba hincada una joven como de quince años y de una fisonomía tan simpática, que era imposible mirarla sin sentirse conmovido.

Vestía la niña una especie de hábito negro, y sobre su cabeza tenía unas tocas blancas que daban cierto aire de candidez a su bello semblante.

Embebida en su oración, y con los ojos fijos en el Niño Dios, parecía no haberse apercibido de la llegada de los sacerdotes.

El presbítero O*, después de recorrer con la vista todo el cuarto, abrió los brazos en señal de asombro, y exclamó:

-¡Dios mío! ¡Si se la habrá llevado el Diablo!

Sonriose el jesuita, sin quererlo, y dijo:

-En efecto, no se la ve en ninguna parte. ¿Cómo me dijo usted que estaba aquí?

-Aquí la dejé yo -respondió el otro-, y estoy seguro de que no ha salido, pues no he dejado de tener los ojos fijos en la puerta del cuarto. Preguntemos...

-No pregunte usted -le interrumpió el padre-. ¡Espíritu infernal! -gritó con voz de trueno-, ¿en dónde estás? ¡Contéstame!

-¡No quiero! -respondió una voz chillona que parecía venir del techo del cuarto.

Todos alzaron los ojos y quedaron mudos de sorpresa al ver que sobre una de las descubiertas vigas del enmaderado había una mujer acurrucada como un gato que huye de sus perseguidores. Con el semblante contraído, las manos crispadas sobre la viga, la boca llena de espuma blanca y los ojos sanguinolentos, miraba la mujer a los circunstantes, y se recogía más y más en el rincón, a donde se había subido como para escaparse de sus enemigos.

-¡Baja de ahí, espíritu inmundo! -gritaron a un tiempo los dos sacerdotes.

-¡No quiero bajar! -respondió enérgicamente la endemoniada.

-¡Hermanita! -exclamó entonces la enferma de la cama, medio incorporándose con gran trabajo-, ¡bájese, por Dios!

-Yo no soy hermana tuya -respondieron de arriba.

-¡Hágalo por nuestro Señor Jesucristo! -exclamó la niña con una voz dulcísima, desde el otro estremo del cuarto.

-Yo no tengo nada que ver con tu Señor Jesucristo -volvieron a contestar.

-Pues habrás de obedecer a él, mal que te pese -dijo valerosamente   -308-   el presbítero O*, mostrando a la mujer la estola que él llevaba al cuello.

Esta vez la mujer dio una gran carcajada, y exclamó:

-¡Ah! ¿Es el clérigo Bola el que habla? ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! ¿Piensas tú vencerme a mí, monigote redondo? ¿A mí, que tengo el poder suficiente de echarte a rodar hasta los mismos infiernos? ¡Pues es divertido el tono de autoridad con que viene a mandarme! ¡Estos monigotes creen que les basta meterse en una sotana para que yo les obedezca! ¡Es para morirse de risa! Pero, ten entendido -prosiguió, amenazando con los puños cerrados al presbítero O*- que aun cuando te hayas embolsicado en esa sotana y en esa sobrepelliz, siempre te has quedado tan redondo como antes, y más todavía, porque ahora comes y bebes más que cuando eras seglar. Sigue comiendo y bebiendo hasta quedar como bola hecha a torno, que es lo que yo estoy esperando para echarte a rodar hasta las calderas de plomo derretido. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!

Todos manifestaron el terror y la admiración que los poseía, y muchos huyeron de aquel endiablado lugar, mientras el padre Hipocreitía acercaba sus labios al oído de su compañero, y le decía en voz baja:

-Mire, señor presbítero, como yo tenía razón cuando le aconsejaba que no se entregara demasiado a los placeres de la mesa.

El presbítero bajó los ojos sin contestar una palabra, mientras Garduño miraba aquello sin saber lo que le pasaba.

-¡Por la última vez te mando que bajes de ahí! -gritó el padre Hipocreitía.

-Me bajaré -respondió la mujer-, pero a condición de que el clérigo redondo se vaya. Su vista me hace reír, y yo no estoy ahora para reírme.

-¡Que me vaya! -exclamó el presbítero O*, mirando rencorosamente a la endemoniada e interrogando con los ojos al jesuita.

-Es necesario -respondió éste, haciéndole una señal para que saliese.

-Pero, reverendísimo padre, ¿será bueno hacerle su gusto al diablo? ¿Cómo hemos de permitir que se ría de un sacerdote?

-Dios permite estas cosas, amigo mío -respondió el jesuita-, para edificación de las almas; y aún, en mil ocasiones, es necesario hacerle su gusto al diablo, para encaminar a los hombres por la vía del cielo. Sálgase usted.

Salió el presbítero refunfuñando, al mismo tiempo que la mujer decía desde las vigas:

  -309-  

-¡Padre Hipocreitía! Voy a bajar, pero no porque tú me lo mandas, ¡sino por eso que traes en la mano!

Diciendo esto, saltó de viga en viga, como lo habría hecho un saltimbanquis, y llegando a un rincón de donde pendía una soga que nadie había visto, bajose por ésta como un gato, y cayó sobre la tarima cerca del altarcito en donde su sobrina estaba hincada.

La niña, lejos de huir, echó sus brazos sobre los hombros de su tía, rogándole que se estuviese quieta; pero ésta, separando bruscamente a la niña, exclamó:

-¡Vete de aquí! ¡Te aborrezco porque tú no me quieres!

-¡Sí la quiero mucho, tía! -decía llorando la pobre niña.

-¡Ah! -exclamó la poseída, con ojos amenazantes-, si me quisieras, no pensarías en irte al monasterio... ¡Déjame!

Y diciendo esto, saltó de la tarima y se encaminó a la cama de su hermana, con ánimo al parecer de maltratarla.

Varios de los concurrentes quisieron sujetarla, interponiéndose entre ella y la cama de la enferma; pero ninguno se atrevió a tocarla.

-¡Déjenme rasguñar a esta pícara! -gritaba-, a esta pícara embustera que se hace enferma, para que le den limosnas, ¡y quiere hacer creer que es médica!

A este tiempo la puerta se había despejado un tanto; y aprovechando esta circunstancia, la endiablada saltó fuera del cuarto atropellando al padre, que no cesaba de dirigirle la palabra, y a cuantos quisieron oponerse a su salida.

Enseguida empezó a saltar y a correr como una bestia feroz, por debajo de la ramada, dándose golpes contra los horcones y aullando terriblemente.

Bien pronto fue ella el centro de un círculo formado por los circunstantes, círculo movible que variaba de posición ensanchándose o estrechándose, con el fin de encaminarla al oratorio, que era a donde los sacerdotes querían llevarla sin poderlo conseguir.

Ella, entre los insultos que dirigía al clérigo O* y al jesuita, no cesaba de repetir que no entraría jamás en el oratorio.

Viendo el padre que era menester emplear la fuerza, dijo:

-Los que sean capaces de llevarla al oratorio, sin hacerle mal, ganarán cuarenta días de indulgencia.

Al oír esto, varios se abalanzaron hacia la mujer, la cual supo defenderse tan bien con sus puños y con un palo de que se había armado, que los más animosos renunciaron de la empresa.

  -310-  

-¡Déjenmela a mí! -exclamó entonces un guaso que acababa de llegar-. Esas indulgencitas me las voy a ganar en un santiamén.

Dicho esto, se sacó el poncho, y lanzándolo diestramente sobre la cabeza de la espirituada, tomola entre sus robustos brazos y la condujo al oratorio. Y como la mujer pataleaba y trataba de morderlo, pugnando por desasirse de él, decía el guaso:

-¡Menéate no más, diablito, que al fin habías de dar con la horma de tu zapato!

Llegado al oratorio, depositó su carga sobre la tarima del altar mayor, y preguntó cándidamente al padre Hipocreitía:

-Dígame, señor cura, ¿he ganado o no bien mis indulgencias?

No contestó el padre porque estaba ocupado en hacer que cuatro o seis individuos sujetasen de pies y manos a la poseída.

La pobre mujer había caído como desmayada sobre la tarima; y sólo con la respiración daba muestras de vida.

-Sujétenla bien -decía el guaso a los que la sostenían-. Yo sé lo que es el diablo cuando se le mete a una mujer en la caja del cuerpo: se hace muerto para que lo velen, y en cuanto uno se descuida ¡cataplum! No hay que confiarse mucho en esos desmayos. ¿No ven que hace más de doce años que soy casado?

La mujer había vuelto en sí, y hacía esfuerzos por levantarse; pero los diez o doce brazos que la sujetaban la tenían como clavada sobre la tarima.

El clérigo O* le puso la estola sobre el pecho, mientras el jesuita pronunciaba las palabras del exorcismo. Pero Satanás permanecía en aquel cuerpo sin querer dejarlo, a pesar de los vade retro y de las aspersiones.

Por no mirar la estola o tal vez por no ver al presbítero O*, la mujer había cerrado los ojos y no quería responder a lo que se le preguntaba.

El jesuita hizo entonces despejar el oratorio, dentro del cual sólo quedó Garduño con tres personas más, fuera de los que sujetaban a la mujer.

Enseguida se acercó a ésta, y aplicándole la boca al oído, pronunció algunas palabras que nadie oyó.

La poseída empezó poco a poco a calmarse, pero no daba señales de haber vuelto a su estado normal cuando, lanzando un suspiro, exclamó:

-¡Quítenme a ese hombre de delante!

-¿A quién? -le preguntó el jesuita.

  -311-  

-No lo puedo nombrar porque no me es permitido, pero lo estoy viendo con los ojos cerrados.

-¿Es el señor presbítero O*?

-No es él, sino otro que anda en malos pasos, y tiene su pensamiento fijo en una mujer casada, y desea la muerte del marido, y aun ha concebido el proyecto de matarlo...

-¡Calla, espíritu infernal...! -exclamó el presbítero O*, poniendo la estola sobre la boca de la mujer.

Ésta se calló, mientras el jesuita se daba vuelta hacia los circunstantes para rogarles que salieran del oratorio; pero su verdadero objeto había sido ver qué efecto producían en Garduño las palabras de la Sierva de Dios.

El oficial se había puesto pálido como los manteles del altar, pero el jesuita, sin darse por apercibido de ello, hizo evacuar el oratorio diciendo que ya la mujer estaba libre, pues se le oía rezar el Credo.

-¡Sí! -exclamó el presbítero O*, con acento de triunfo-. No hay que dudarlo: el demonio ha tocado retirada, ¡podemos cantar el Te Deum de la victoria! No era posible que el padre de la mentira tuviera fuerzas para resistir a los golpes de estola, mayormente cuando han sido dados en nombre de las tres Marías; y yo juraría que al tercer golpe fue cuando salió, pues vi pasar algo como un relámpago por entre los labios de esta infeliz.

Después de pocos momentos salió el padre del oratorio, y sin mirar a nadie se dirigió a su cuarto, en donde entró dejando entornada la puerta.

Garduño entró enseguida, y sin más preámbulo, díjole:

-¡Padre mío! ¡Yo soy ese hombre...! ¡Yo!

-¿Qué hombre? -preguntó el jesuita, afectando una gran sorpresa-. No le entiendo, amigo mío. Explíquese usted.

-¡Ni yo tampoco entiendo lo que pasa! -exclamó el oficial confundido-. Pero el hecho es que esa mujer, o ese demonio, ha dicho la verdad.

-Ha dicho tantas cosas que no tengo memoria para acordarme de todas -dijo flemáticamente el jesuita.

-Me refiero a lo que dijo sobre ese hombre que había puesto sus pensamientos en una mujer casada, y que...

-¡Ah! -hizo el reverendo.

-¡Y que deseaba la muerte del marido...! Verdad es, padre, que yo no sabré decir si deseo positivamente la muerte de Anselmo; pero...

  -312-  

-Pero si se muriera, usted no lo sentiría grandemente -concluyó el padre-. ¡Ah!, ahora caigo en todo. Usted es esa persona a quiten la Sierva de Dios se refería. Cada día me convenzo más de que esta bienaventurada tiene el don de adivinación, y tal vez el de profecía. Siéntese usted, amigo mío... Por lo visto, ¿usted ama a Lucinda?

-¡Padre mío! -exclamó Garduño-, la amo a pesar mío y sin poderlo remediar. Pero mi amor es honesto...

-Es decir, ¿que usted se casaría con Lucinda si ella fuera libre?

-Sí, padre.

-Eso nada tiene de reprehensible, desde que usted sólo desea obtener una cosa marchando por las vías legítimas. De lo contrario, usted sería culpable, ¡muy culpable!

-Bien puede ser que haya deseado la muerte de Anselmo -prosiguió Garduño, dominado por la escudriñadora mirada del fraile-, pero en cuanto a lo de querer asesinarlo... Creo no haber tenido jamás tal pensamiento. Sin embargo, padre, yo quisiera hacerle una pregunta como se la haría a mi confesor.

-Pues le contestará el confesor y el amigo -respondió el jesuita.

-El caso es -prosiguió el oficial- que bien pronto nos hemos de ver en el campo de batalla, y yo quisiera saber a qué atenerme para obrar como corresponde a un hombre de bien. En este momento me hallo en tal estado de agitación, que no sabría distinguir lo malo de lo bueno, y espero que su paternidad me indique lo que debo hacer si las peripecias del combate me llegan a poner enfrente de Anselmo Guzmán... ¿Debo cargar sobre él, o permanecer siempre a la defensiva? Porque ya ve, su paternidad, que el honor me impediría huir de él.

-Oiga usted -dijo el jesuita con voz solemne-, si usted se encuentra con el marido de Lucinda, debe tratarlo como trataría a cualquier otro de los enemigos. Él pelea en las filas contrarias, y usted defiende una causa justa: sus deberes de soldado leal le enseñarán el resto.

-Ya sé lo que debo hacer -respondió Garduño alzándose de la silla-. Su paternidad me descarga de un gran peso.

-Y ahora, dígame usted -preguntó a su vez el padre-: si el hado le fuese a usted favorable, quiero decir, no el Hado, porque éste es un dios pagano, sino en caso de que Dios permitiese la viudez de Lucinda, y usted llegase a obtener su mano y sus grandes riquezas, ¿cuál sería el uso que usted haría de éstas?

-No he pensado en las riquezas sino en el corazón de Lucinda -respondió Garduño con entusiasmo.

  -313-  

-¡Ya, ya! -dijo el fraile-, pero usted debe tener entendido que el Señor nos encamina al logro de nuestros deseos, según sea la santidad de nuestras miras. Yo no digo que usted haya pensado en las riquezas, pero el poseedor de Lucinda lo será también de su fortuna; y no es lo mismo, por ejemplo, pensar en obtener dinero para gastarlo en placeres mundanos, que desear una riqueza para emplear una parte de ellas en servicio de Dios.

-¡Ah! -dijo Garduño con vehemencia-, si Dios me da la dicha de poseer lícitamente a Lucinda, juro por mi salvación eterna emplear una buena parte de la fortuna que obtenga en obras piadosas, ¡según los sabios consejos de su paternidad!

-Amén -respondió el padre, sacudiendo amigablemente la mano de Garduño que se despidió de él y salió al patio, descargado de un grave peso, como él decía.

El patio estaba lleno de gentes que habían acudido, unas a escuchar la plática del presbítero O*, y otras a consultar a la Médica Santa sobre sus enfermedades y dolencias.

Garduño se acercó al cuarto de la Médica, por cuya puerta entraban y salían personas de uno y otro sexo y de diversas edades y condiciones. Había consultas en alta voz y en voz baja. Unas se hacían allí mismo los remedios, que consistían, ya en sobarse la parte enferma con la llavecita de la urna del Niño Dios, ya en recibir las aspersiones de agua bendita prodigadas por la Beatita que servía de ayudante a su tía, la Médica Santa. Otros llevaban consigo las bebidas para tomar tres tragos por la mañana, tres al mediodía y tres al acostarse, todo a nombre de las tres Marías. Lo mismo eran los sorbetorios para repetirlos de tres en tres veces, o de cinco en cinco, en nombre de los cinco mandamientos de la Iglesia; y había muchos que salían contentísimos, después de haber dejado en la bandeja del Niño Dios la indispensable limosna, en cambio de la receta de «sobarse (un lobanillo u otro tumor) con saliva en ayunas, todos los días por la mañana, rezando un Credo con fe». En faltando la fe, la saliva no hacía efecto.

-¡Ay, comadre! -decía, al salir de la pieza, una mujer a una amiga suya- ¡milagro más patente no lo he visto en todos los días de mi vida! Ya usted conocía a mi marido que no la oreaba; y no se contentaba con hacer San Lunes, porque solía pasar bebiendo (¡Dios me favorezca!) hasta los martes. Pero con haberle echado en la chicha los polvitos de la Médica Santa, he conseguido que sólo se emborrache los domingos y demás días de guarda.

  -314-  

-Qué me ha de decir a mí -respondió la otra-, cuando ya hace más de cuatro años que estoy viendo los prodigios de esta médica. Y lo mejor es que no cura con botica...

-¡Y qué necesidad tiene de boticas, que ojalá pudiera yo prenderles fuego -interrumpió una tercera-, ¡cuando sabe curar a lo divino que es bendición! Mire usted, ña Petita, yo sufría el año pasado de un emboticamiento a causa de unos polvos blancos que me dio un boticario de Curicó. No hice más que tomar aquellos malditos polvos, cuando se me plantó un dolor entre pecho y espalda, que se me bajaba al costado izquierdo, y me corría por todo esto, a modo de mal flato. Y luego aquella hinchazón de vientre, ña Petita, que me daba vergüenza salir a la calle, porque nadie es real de carita para que los otros piensen siempre bien de una. Hasta que un día, una prima hermana mía, que es así medio aplicadona a curar por encanto, me dijo que yo estaba emboticada, y me prometió que me desemboticaría. Hizo la cruz de Salomón, pronunció las palabras, y todo; pero fue para lo mismo, porque quedé tan hinchada como antes. Yo creo que mi prima no ha aprendido bien el arte todavía; pero ella me echaba la culpa a mí, diciéndome que yo no tenía fe. Entonces fue cuando se me ocurrió hacerle una manda a la Sierva de Dios y otra al Niño, y me vine a Molina. La Médica Santa se enojó mucho con el boticario, judío hereje, de Curicó, porque conoció al momento de dónde venía el daño; y ese mismo día me dio la bebida de los tres palos que (¡válgame Dios!) casi me hizo echar las tripas, y en la noche me sobó nueve veces con la llavecita de la urna del Niño Dios, con lo cual se me pasó la dolencia como con la mano.

Garduño había oído, sin pretenderlo, la conversación anterior así como otros relatos análogos de los milagros de la Médica. Su cabeza se había despejado y su espíritu se había deshecho de las pasadas impresiones; por manera que aún cuando el incrédulo oficial (es menester decirlo) se había dirigido allí con el objeto de hacerles un regalo a aquellas santas mujeres, a trueque de que rogaran por que él alcanzase sus deseos, fue tan grande el número de disparates que oyó, que volvió atrás medio avergonzado de su idea. Y acordándose de que debía encontrarse pronto en el campamento, corrió hacia la huerta en donde estaba su caballo, montó apresuradamente y partió a escape por el camino del sur.



  -315-  
ArribaAbajo

Capítulo LI

En donde el curioso lector conocerá mejor a doña Manuela


«Los males del país llegaron al exceso durante las vicisitudes ocurridas desde el pronunciamiento de Concepción y del ejército del sur, hasta el combate de Lircai. La fuerza pública, ocupada en los combates civiles, dejó sin seguridad a muchos pueblos; y el robo y el salteo a mano armada, el asesinato y los ataques contra la seguridad, se multiplicaron extraordinariamente.»


(SOTOMAYOR VALDÉS, Historia de los cuarenta años,
cap. I.)
               


Merced a los solícitos cuidados de la buena tía de Santiago Garduño, había logrado Lucinda tranquilizar algún tanto su agitado espíritu. Doña Manuela era muy querida y respetada entre las gentes del pueblo, cuyas simpatías había sabido conquistarse por la   -316-   natural franqueza de su bondadoso carácter, y por su espíritu de beneficencia para con los pobres, quienes encontraban en ella el sostén de su miseria y el alivio de sus dolores. Ningún necesitado acudía a la buena señora sin que se separase bendiciéndola con mil Dios se lo pague, que ella estimaba grandemente, pues decía: «Más vale un Dios se lo pague que un almud de plata.»

Lucinda la quería cada vez más, y estimulada por la alegría y la viveza de la ágil señora, ayudábala en sus quehaceres domésticos, encontrando en ellos no solamente distracción para su preocupado espíritu, sino también ese placer natural que la mujer siente con el ejercicio de las ocupaciones propias de su sexo.

Dos o tres días se habían pasado sin recibir noticias ciertas del sur, lo cual no era extraño en aquellos tiempos en que, a la carencia de caminos y a la falta de toda especie de movimientos, social y comercial, se unían los peligros ofrecidos por la guerra civil. Lucinda había pensado y deseado con ardor enviar al campamento de Freire un baqueano que, internándose por la montaña de la costa, pasase el Maule por alguno de los puntos intermedios entre Perales y Constitución, cuando le llegó un propio enviado por Garduño con una carta, en la cual el oficial le decía que sólo podía darle noticias dudosas sobre lo que tanto le interesaba a ella, pues aún no había llegado al campamento un soldado de confianza que él había enviado al puerto de Constitución; pero que, en cuanto aquél llegase, le comunicaría las noticias que el propio trajese. «De todos modos (concluía la carta), cualesquiera que sean esas noticias, ya favorables o adversas, puede usted, señorita, contar con la decisión de este su fiel servidor, para el cual no hay sacrificio alguno que no esté dispuesto a hacer en obsequio de usted.»

La lectura de esta carta, en la cual un espíritu frío y despreocupado habría echado de ver el fuego de una pasión contrariada, así como las insensatas esperanzas alimentadas por la misma pasión, cautivó, al contrario, la inocente alma de Lucinda, haciéndola tornar por generosidad lo que no era sino el efecto del más refinado egoísmo.

Combatida constantemente por una cruel intranquilidad, y preocupada por su dolor, cual sucede a toda alma ardiente y sensible, la inexperta niña encontró muy natural y justo el interés que sus desgracias habían sabido inspirar al noble corazón del oficial. Y como ella, en un caso análogo, habría obrado de la misma manera, lejos de encontrar exageración o inconveniencia en las ardorosas frases   -317-   de Garduño, sólo vio en ellas el anhelo de ser útil, anhelo que, animando a toda alma bien puesta, da a las más insignificantes acciones los colores de la simpatía y el perfume de la benevolencia.

No es estraño, pues, que la hija del que fue don Marcelino de Rojas contestara al sobrino de su protectora y amiga, manifestándole su gratitud, y dándose los parabienes de haber encontrado en su desgracia amigos tan nobles y desinteresados... «Jamás olvidaré (concluía Lucinda) los servicios con que usted se ha dignado favorecerme, y siempre recordaré con satisfactoria gratitud las cariñosas y delicadas atenciones con que cada día sigue distinguiéndome la tía de usted.» Por último, en una posdata, le recordaba la promesa que él le hiciera al partir de devolverle a su sirviente Pedro, en caso de poder hacerlo.

Todas las amigas de doña Manuela se habían apresurado a visitar a Lucinda, atraídas, unas por el cariño, y aun podría decirse por el respeto con que miraban a la señora, y llevadas otras por el deseo de conocer a la santiaguina, para ver por sus ojos cómo hablaba y cómo venía vestida y tocada, sobre todo lo cual se hacía en el pueblo los más serios comentarios, fundados en las noticias más extrañas y contradictorias. Mientras una decía haber visto a la niña de la capital con un vestido de altranco, hecho de rica y brillante lana, otra aseguraba que el camisón era de angaripola, tan ancho como una pollera de barragán; y una tercera juraba que no era ni lo uno ni lo otro, pues el vestido era de Pequín, y todavía más angosto que los de altranco, pues apenas la dejaba dar paso.

La misma contradicción de noticias había respecto del calzado, pretendiendo unas que los zapatos eran cuchuchos, otras que eran gabuchas recortadas, con media de seda calada y de cuchilla, y con atacados hasta más allá de la media pierna.

Entre los hombres, casi todos estaban acordes en que la santiaguina era niña de mucho garbo y de muy preciosos bajos, no faltando quien asegurase haberle visto la pierna (por más señas, que los atacados eran verdes y de cinta de seda doble), cuando Lucinda había pasado a saltitos por sobre las piedras y palos que servían para atravesar un gran barrial de la Plaza de Armas. Pero si los hombres convenían de algo, las mujeres no querían convenir en nada; y dos matronas respetables tuvieron que ser separadas por sus propios maridos, pues llegaron al estremo de irse a las manos, porque una decía que el peinado de Lucinda era de tres castañas y moño de trueno, mientras la otra quería probarle, a puñadas y rasguñones, que   -318-   no había tal moño de trueno, por haberse pasado la moda antes que Pinto dejase la presidencia, sino que ella sabía muy bien que el peinado de la santiaguina era de ratón dormido.

Por último, y para que se vea la curiosidad que en aquellos tiempos despertaba en provincia la llegada de una persona de Santiago, sólo agregaremos que, al decir de varios cronistas de esa época, una orgullosa señora, enemistada desde años atrás con doña Manuela (a la cual había jurado no visitar mientras ésta conservase el honroso privilegio, solicitado ardientemente por la otra, de atender al servicio y limpieza del altar del Carmen de la iglesia parroquial), olvidando tan serios motivos de devoto encono, fue en persona a casa de su enemiga y la abrazó y charló con ella, sólo por conocer a Lucinda, para que nadie le contase cuentos sobre el particular.

Olvidábasenos decir (y es una circunstancia por demás esencial en esta historia) que casi todas esas visitas eran precedidas de regalitos o presentes, que consistían en pavos mechados, chanchitos en adobo, frascos y botellas con mistelas, calabazas de aloja, frutas, flores, dulces en almíbar, masas delicadas, u otras golosinas juzgadas allá en lo antiguo muy a propósito para conservar viejas amistades, así como para dar sólido cimiento a las nuevas, o reanudar los lazos rotos por algún choque casero.

Las sociedades humanas han conservado siempre esas costumbres bíblicas que brillaron allá en los tiempos de Isaac y de Jacob, y de las cuales se deshacen los pueblos al pasar a ese grado de refinamiento social, en que los amistosos vínculos que unen a las familias se convierten en amanerada y engañadora cortesía.

No sucedía así en la época a que nos referimos: nuestros padres creían que la amistad era algo como los árboles, que debía cultivarse, abonándole el terreno con presentes, no tan ricos que fuesen a herir el amor propio del que los recibía, ni tan escasos que manifestasen la mezquindad o mala voluntad del que los ofrecía.

Doña Manuela estaba contentísima y (¿por qué no decirlo?) orgullosa, viendo las pruebas de afecto que en esos días había recibido, no solamente de sus amigas íntimas, sino también de otras cuyas amistosas relaciones estaban rotas o enfriadas (que a veces suelen ser peores que rotas). Por esto, decía a Lucinda después de despachar a la criada que había traído un azafate de hojuelas, una bandeja de coronillas o una reverenda torta de gradas:

-Mira, mi vida, así me gustan las amigas. Mira qué torta me ha mandado mi comadre Pascualita. Sus hijas tienen unas manos   -319-   de ángeles para toda clase de dulces rellenos; y aunque no necesitaba mi comadre hacerme este regalo, para que yo siguiese creyendo en su eterna amistad, sin embargo, como decía mi madre (¡que Dios tenga en el cielo!), somos de carne y hueso, y nunca dejan de ser útiles estos recorderis, pues, como dijo el otro: «Fuego en donde no se echa leña, pronto se convierte en ceniza, y sólo con aceite arde la lámpara.» No me den a mí esas amistades de sombrero o de puros abrazos y cortesías, porque yo diré siempre como decía mi madre: obras son amores y no buenas razones. ¿No te parece así, mi alma?

Lucinda se apresuraba a aprobar todo cuanto decía la ingenua señora, quien sin esperar ni oír la contestación de la niña, proseguía alegremente:

-¡Sí, pues! Obras son amores... Y no lo que sucede cuando se juntan dos de esas amigas por encima. Es de ver los abrazos y apretones de manos, las cortesías, risas, gritos y alharacas con que parece que se estuviesen engañando (¡Dios me perdone!), y una vez que se separan, si te he visto no me acuerdo. Y lo peor es que si se acuerdan a veces, suele ser para mal: no lo digo por hacer malos juicios de nadie, sino por haber visto muchos cristianos que son como mi madre decía «amigos en presencia y cuchillos en ausencia». No, hijita, no estoy ni estaré jamás con esa moda que ha comenzado en la capital en donde, según yo misma he visto y palpado, se visitan y se despiden con tarjetas, y se dan pésames con esas tarjetas que llaman de luto, y también la felicitan a una en el día de su santo con una tarjeta pelada, sin que venga un ramito de flores ni un dulcecito, ni nada que demuestre que su amiga ha estado pensando en una. ¡Y luego con mandarnos su nombre escrito en un pedazo de cartón blanco, les parece que nos han visitado y cumplimentado, o que han venido a consolarnos en nuestra desgracia! Esto es lo que yo llamo visitas en el nombre, parabienes en el nombre, y pésames en el nombre; razón por la cual las personas que así obran sólo merecen el nombre de amigos en el nombre. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Y ojalá ese nombre lo hubieran puesto ellas mismas, porque algo sería siquiera; y en vista de la dichosa tarjeta, vendríamos en cuenta de que quien nos la envía se acordó de nosotros ese ratito que ocupó en escribir su nombre de su puño y letra; pero no, señor, sino que las tales tarjetas las escriben en las imprentas, o qué sé yo, y luego las empaquetan a modo de naipes para repartirlas como si fueran de algún provecho, ¡fuera del provecho que saca el comerciante que las vende! ¡Ja!, ¡ja! Casi les agradecería yo más   -320-   que mandasen una carta de la baraja con que en las largas noches de invierno solemos todos, cual más cual menos, entretenernos jugando al comercio, al tenderete o a la báciga, porque así, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, nos regalaríamos mutuamente objetos de nuestro uso particular, que además tendrían el mérito de haber sido testigo de nuestros placeres y sinsabores en el juego. ¡Ja!, ¡ja! ¡Si es para la risa!

Y la señora se reía con toda la fuerza de sus pulmones, logrando hacer que Lucinda la acompañase en su hilaridad.

Enseguida, acercándose doña Manuela a un gran canasto de biscochos, y dando sobre él unas cuantas palmaditas de satisfacción, dijo con la cara llena de risa:

-¡Ésta sí que es tarjeta, Lucinda! ¡Ésta sí que es tarjeta!

Y luego se acercó vivamente a la niña, y abrazándola con muestra de gran cariño, le dijo:

-Perdóname, hijita, son arranques de mi genio. Quién sabe cuántas barbaridades he dicho; pero no ha sido por hablar mal de la capital, en donde están todos los tuyos, sino sólo por entretenerte y hacerte reír. ¡Me hace tanto daño el verte triste!

Lucinda contestó echando los brazos al cuello de la buena señora, quien viéndose cubierta de las más tiernas caricias, murmuró:

-¡Dios mío! ¡Cuán grande es sin duda la felicidad de tener una hija que nos ame!

La pobre señora ignoraba, en su candidez, que la mujer nace madre y que lo es, por su corazón, de todos los que sufren.

Permanecían aún abrazadas ambas mujeres, cuando aparecieron en la puerta de la sala dos criadas trayendo en sus manos sendas bandejas, cada una de las cuales contenía una figura de dulce que hoy parecería extraña, pero que nada tenía de chocante en aquella época en que hasta la religión misma se deformaba con la devoción y el amor a las formas, antes que a las ideas religiosas. Una de las bandejas estaba ocupada con un gran monte-calvario de alfeñique, coronado por tres cruces de azúcar, al pie de las cuales se veía sentada a la Virgen María, toda hecha de pasta de almendras, así como también el cuerpo de su sacratísimo Hijo, que tenía en los brazos. El cerro, cubierto de rocas figuradas por almendras y cocos confitados, se abría en varias grietas, por las cuales parecía haber vomitado de su seno mil y mil cadáveres informes de chocolate, canillas y otros huesos de azúcar, y una multitud de calaveras de almendra rellenas de manjar blanco, huevo-molle y otras sustancias   -321-   más o menos a propósito para figurar los sesos. Por último, en la falda del cerro se veía, enarbolada en un mástil de alambre, la bandera chilena, hecha de papel.

La otra mujer, que era lo que todavía se llama en nuestros hogares, una criada de respeto, traía una bandeja cubierta con un gran paño de manos lleno de caladuras, miñaques, puntas, recortes, ojetillos y bordaduras de realce.

Adelantándose hacia doña Manuela que la miraba con aire interrogativo, habló de esta manera:

-Muy buenos días, mi siá Manuelita: dice mi ñorita que cómo ha amanecido; que tenga su merced muy buenos días; que aquí le manda este engañito, para que vea que se acuerda de su merced y para que lo tome con la otra señorita; y también me dijo que sentía mucho que el presente no fuera mucho mejor, pero aunque no es como la persona lo merece, le servirá para diferenciar; y que ella la está encomendando mucho a Dios todos los días que amanece; y me dijo también que le dijera -prosiguió bajando la voz- que me entregase el pañomanito, para tapar este monte-calvario que mi ñorita le manda al señor cura, que hoy es día de su santo.

Doña Manuela, recibiendo la bandeja, depositola sobre la mesa y alzó el paño que la cubría.

-¡Bendito sea Dios! -exclamó con admiración al ver una preciosa cuna de alfeñique, dentro de la cual venía un albo Niño Jesús de almendras-. ¡Qué manos de ángel son las de esta Sierva de Dios! ¡Miren cómo parece que se sonríe...! ¡y con las manitas puestas como para enseñar a rezar a los cristianos, y sus ojitos azules tan humilditos, como si él no fuera el dueño de cielos y tierra, y su linda boquita de clavel, que sólo hablar le falta!

Y besando devotamente al Niño sacó de su bolsillo medio real de carita y lo entregó con el paño a la criada.

-Tome, ña Pechoñita -le dijo-, para que compre flores. ¿Y cómo están de salud aquellas santas niñas?

-Dios se lo pague, señorita -respondió la criada-. Ahí lo pasan como el Señor lo quiere; la Médica Santa, que ni se hace ni se deshace, tendida en su camita, que es bendición ver las curas y milagros que hace todos los días; la Sierva de Dios, ya bien repuesta de su último ataque, que no parece sino que el calchilla no tuviera otra cosa que hacer (¡Dios me libre!) sino llevarse de punta con ella, pues cuando menos una lo piensa, ¡tras!, se le mete en la caja del cuerpo, que es compasión ver a la pobre Siervecita cómo salta por sobre   -322-   las vigas y se da contra los palos: pero no se mata, porque todo es permisión de Dios (¡bendito sea!).

-Amén -respondió doña Manuela-. ¿Y la Beatita?

-Allí está más virtuosa que nunca, y reuta en que ha de ser monja. ¡Dios la guarde!

-¡Oh!, en cuanto a eso -exclamó vivamente doña Manuela-, no me parece bien... Quiero decir, no es justo... Pero yo no debo meterme en tales negocios, pues más sabe el loco en su casa, que el cuerdo en la ajena: cada cual sabe su cuento, y Dios el de todos, y acabose. Y ahora, ña Pechoñita, dígale a su señorita que es mi hijita, que no tiene por qué andarse molestando para que yo me acuerde de ella; que la tengo siempre en mi corazón; que le agradezco infinito su regalo, que está muy precioso, como de mano de monja; y que siga encomendándome en sus santas oraciones.

-Así se lo diré, mi siá Manuelita: hasta otro día -dijo la vieja sirviente retirándose con su compañera.

Idas las criadas, dijo doña Manuela a Lucinda, que había presenciado la escena sin desplegar los labios:

-Mira, hijita, lo que son los presentes, o como dijo ña Pechoñita, los engañitos, que es como aquí los llaman. Y tienen razón, porque verdaderamente se engaña con ellos a las personas, pues dádivas quebrantan peñas, como suele decirse, y a un toma, toma, no hay quien no se amanse. ¿Querrás creer que yo estaba mal con las beatas Peñalozas, y ahora con su Niño Dios me han vuelto otra? No digo que estaba enteramente mal con ellas -prosiguió la locuaz señora-, sino así, así, medio, medio; pues te sabré decir, mi vida, que a mí me gusta muy poco la gente beata, porque como mi madre repetía siempre: «de día beatas, de noche gatas», lo cual no quiere decir, ni por pienso, que las Niñas Peñalozas dejan de ser unas santas. Pero, con santidad y todo, suelen decir cosas que a mí me hacen reír (¡Dios me perdone!); razón por la que se han enojado mucho conmigo, y se han atrevido a asegurar que mi sobrino Santiago es un hereje, que está condenado a penas eternas; y le han negado la entrada al cielo, como si ellas tuvieran las llaves de San Pedro. Pero esto, ni me calienta ni me enfría, porque yo sé que sólo Dios es dueño del cielo, y nadie sabe lo que será hasta que no sea, que todo es hablar por hablar. Lo que me calienta y me retuesta la sangre es la creencia de estas pobres mujeres en que la una es médica santa o adivina, y la otra, malespirituada. Porque si la médica santa fuera médica, ya se habría curado de la enfermedad que   -323-   la tiene en cama ha más de veinticinco años; aunque ella dirá también que en casa del herrero, el cuchillo mangorrero. Nada digo de la otra, a la cual se le ha puesto en la cabeza (¡Dios me perdone el mal juicio, si lo fuere!) que el diablo la persigue y repersigue, y que cada mes se le mete dentro del cuerpo, como si el Malo hubiera necesitado meterse dentro de nuestra madre Eva para tentarla y hacerla comer de aquella maldita manzana (¡el Señor nos libre y nos proteja!). Pero callemos -concluyó en voz baja la señora, viendo entrar a una criada-. En boca cerrada no entran moscas, y nadie se arrepintió jamás de haber callado.

Al mismo tiempo, acercando su boca al oído de Lucinda, dijo:

-Yo les tengo, mi alma, mucho miedo a estas cholas, porque son siempre candil de la calle y oscuridad de su casa.

Avisoles la criada que ya estaba la fuente en la mesa, noticia que hizo exclamar a doña Manuela:

-¡Santa palabra! Vamos, hijita, a hacer mediodía; y ten confianza en la Virgen, pues las noticias que nos ha enviado mi sobrino no son para desanimarnos. Ya le tengo hecha una manda a mi señora del Carmen (que está en mi altar de la parroquia) por que libre de las balas a tu marido y a mi sobrino. ¡Cuándo se acabaran estas guerras!

Pasadas a la pieza siguiente, que hacía de comedor, sentáronse a la mesa. Lucinda había logrado deshacerse algún tanto de sus lúgubres ideas, por la locuacidad de doña Manuela, quien, aprovechando los ratos en que la sirviente las dejaba solas, proseguía:

-Sí, hijita, no está en mí: yo no puedo perdonarles a estas mujeres lo que hacen con su sobrina, que es una muchacha muy españolita, nada fea y tan bien hablada, tan recatada y hacendosa, que ya habría encontrado un buen marido si las tías... Mira, muchacha, llévate esos platos y tráelos lavados... Se le ha puesto en la cabeza a estas mujeres que la chiquilla no se ha de casar, a pesar de que yo sé que andan ya muy buenos mocitos por ahí, a las vueltas. Yo he tanteado a la muchacha, y tiene el cejo vivo. ¿Te parece que así podrá ser buena monja?

-Imposible -respondió Lucinda sonriendo y suspirando al mismo tiempo.

-Lo mismo digo yo, pero dale con que la han de meter entre las cuatro paredes de un convento...

La llegada del padre Hipocreitía interrumpió la conversación. Traía el jesuita la intranquilidad pintada en el semblante; y después   -324-   de saludar cortés y afablemente a las señoras, no admitió el asiento que le ofrecieron, diciendo que sólo había pasado a hacerles una advertencia.

-¿Qué hay?, ¿qué sucede? -le preguntaron-. ¿Ha sabido noticias del sur?

-Nada sabemos de positivo -respondió el padre-. Las noticias son algo contradictorias, y no es fácil saber la verdad, pues el camino está interceptado por varias partidas de malhechores que han querido aprovecharse del estado actual de cosas. Pero no se asusten ustedes, pues hemos estado tomando algunas medidas, para que el pueblo no sea invadido por los facinerosos.

-¡Ave María Purísima! -exclamó doña Manuela-. ¿Y cree su paternidad que...?

-Yo no creo que se atrevan a invadirnos; pero bueno es estar prevenidos, y por esto he venido a avisarles, para que en cuanto tiña la noche cierren ustedes sus puertas.

En aquel momento entraba por la puerta de calle un mendigo que con mirada escudriñadora examinó todo el patio; y oyendo hablar en el comedor, se fue acercando allí con pasos que nadie podría decir si eran indolentes o temerosos.

Al divisar desde afuera al padre Hipocreitía, el mendigo volvió sobre sus pasos y dio muestra de querer retirarse; pero doña Manuela alcanzó a verlo, y dijo saliendo a la puerta:

-Aquí anda un limosnero que parece no atreverse a pedir. Razón de más para darle. ¡Pobrecito! El hacer bien nunca es perdido, sino que es hacer escalera para subir al cielo, como decía mi madre. ¡No te vayas, hijo, que ésta no es casa de moros para que salga de ella un pobre con las manos vacías! Espérate por ahí, mientras voy a buscarte algo. Y su paternidad me perdonará que lo deje un momento -prosiguió, dirigiéndose al padre-, pues ya sabe su paternidad que si Dios nos da es para que demos, y la necesidad no espera, razón por la que tengo para mí que dar a tiempo es como dar dos veces.

Doña Manuela se dirigió a la despensa sin cortar su letanía de dichos y refranes, según su inveterada costumbre, y luego volvió trayendo un pedazo de charque, dos panes y una fuente llena de trigo que vació en el poncho del pordiosero.

Éste parecía querer dirigirle la palabra, pero las miradas recelosas que lanzaba hacia el comedor, en donde estaba el fraile, indicaban bien claro que la presencia del reverendo hacía callar al pobre.

  -325-  

-Toma, hijo mío -decía la buena señora-, llena la barriga y agradécele a Dios, no a mí, que sólo Él es el dador de todo. Pero te pido reces por mí tres Salves a la Santa Virgen del Carmelo, que yo sé bien que la oración del pobre siempre el Señor la oye. Y vete en paz, y sufre con paciencia los rigores de la pobreza, que el pobre que no sabe ser pobre es pobre dos veces; y el que anda bien su camino, bien llegará a su destino.

Enseguida entró en el comedor, diciendo:

-Dios se lo pague, padre mío, por las advertencias que nos hace. Estaremos prevenidos, porque hombre prevenido nunca fue vencido... Y a propósito de salteadores... Yo no sé por qué me ha saltado el corazón al ver este limosnero; y el corazón nunca engaña. Yo conozco a todos los limosneros de Molina, y nunca he visto esta cara. ¿No podría ser alguno de los salteadores, vestido de pordiosero que venía a tantear el pueblo, para dar el golpe con más seguridad? Pero no debemos pensar mal de nadie sin haber dado motivo para ello ni el no conocerlo es razón para no darle, pues Dios dice: has bien, y no sepas a quién... Y si el tal hombre quiere pagar con un mal el bien recibido, no me arrepiento de lo hecho, porque hay un Dios en el cielo que ve los corazones y cuida de las criaturas. Pero, después de todo. ¿Sabe su paternidad en dónde se halla a esta hora el ejército del gobierno?

-Sobre las márgenes del Lircai -respondió el padre.

-¿Y Freire? -preguntó tímidamente Lucinda.

-Se presume que haya entrado a Talca, porque ya les digo a ustedes que no es posible saber nada de positivo. En cuanto al esposo de usted, Lucinda, hay razones para creer que haya sanado de su herida, según los informes que he recibido de don Santiago Garduño...

-¿No te lo decía? -interrumpió palmoteando las manos doña Manuela, mientras que la niña, olvidándolo todo, daba sinceramente las gracias al padre por tan grata noticia-. Ya ves tú, mi vida, cómo mi buen sobrino no olvida lo que una vez promete. ¡Y dicen que es hereje!

-Eso no puede decirse de un caballero tan cumplido como él -dijo el jesuita-. Mas como quiera que sea, bueno es vivir prevenido contra la desgracia, y no olvidar que Dios es ducho de la vida de los hombres, y que en este mundo estamos como el viajero en la posada.

  -326-  

Dicho esto, el jesuita se despidió y salió, volviendo enseguida desde la calle para decir a doña Manuela:

-Señora, olvidaba indicar a usted que puede disponer de la casa de la misión, así como todas las personas a quienes he hecho la misma oferta para que se refugien en ella, pues creo que, aun cuando el pueblo sea invadido por los facinerosos, de que tengo noticias, la misión será respetada cono lugar sagrado.

Ambas le dieron las gracias, prometiéndole acudir a aquel sagrado refugio, en caso necesario, y él volvió a salir murmurando un pater noster.

-¡Dormiría una siestecita con alma y vida! -exclamó doña Manuela, que jamás dejaba de hacerlo, según la general costumbre de la época-, pero ¿quién podrá pegar los ojos con estos sustos? Vamos, niña, vamos a rezar el santo rosario, para que la Virgen nos ampare. ¡Madre y Señora mía del Carmen!, hago promesa solemne de vestirme un año entero con tu santo hábito por que este muchacho salga sano y salvo de esta tierra de mis pecados.

Cinco minutos después, toda la familia rezaba en alta voz el rosario, que doña Manuela tenía costumbre de alargar con Salves, Credos y Padrenuestros aplicados a mil diversas necesidades. Pero esta vez la señora se olvidó de agregar muchas oraciones, pues obligada por el sueño de la siesta, dejó para después las últimas rogativas, y se fue a la cama a echar una pestañadita, según dijo a Lucinda.

Serían las dos de la tarde cuando doña Manuela despertó, y ya Lucinda le tenía preparado el mate que la señora acostumbraba tomar después de la siesta.

-¡Ah! -exclamó, chupando la bombilla-, ¡qué sueño tan horrible he tenido! Te lo cuento, niña, para que no salga cierto. He visto a mi sobrino Santiago, al hijo de mi hermana, herido de un balazo y tendido sobre el santo suelo en un charco de sangre. ¡Ave María! Me dan calofríos de sólo acordarme; pero todo es mentira, ¡gracias a Dios!... Está muy bueno tu mate, hijita, pero no le pongas tanto azúcar. Dame ahora una agüita para quitar el dulce de la boca. ¡Tienes unas manos de ángel para cebar mate, mi vida!

Diciendo esto, miraba hacia afuera por entre las rejas de la ventana que daba a la calle; y como viera por segunda vez al mismo mendigo a que le había dado limosna, exclamó:

-¿Qué significa esto? Ahí anda a las vueltas el mismo limosnero, y nunca acostumbran éstos venir dos veces al día. Tal vez se usara   -327-   así allá en su tierra, porque apostaría yo una oreja a que este hombre no es de Molina. Pero mal uso es ese de pedir dos veces al día en una misma casa, pues con una basta para ejercer la caridad, que todo exceso es malo, como decía mi madre, hasta en la virtud misma. ¡Sí, pues, amiguito! -prosiguió, viendo que el mendigo había llegado hasta la puerta de la pieza-, acuérdese de que ya le di una buena causa de charque, con dos panes y su ración de trigo. Bueno es el cilantro, pero no tanto, y sepa que al amigo y al caballo no hay que cansarlo, mayormente ahora que estamos en los meses azules del año, y ya no se merece un poroto partido por la mitad.

-Señorita -respondió el hombre con tono humilde-, perdóneme su merced, que tengo que hablar con...

Al oír esta voz, Lucinda se había alzado repentinamente de su asiento y corriendo hacia el mendigo, lo abrazó con muestras de la mayor alegría.

Doña Manuela, admirada, no sabía qué creer de lo que veía, y dijo:

-¡Si será don Anselmo!

-No es Anselmo, sino Pedro, mi fiel criado -respondió Lucinda arrastrando de un brazo al fingido mendigo hasta sentarlo junto a ella.

-¡Bendito sea Dios! -exclamó doña Manuela, haciendo resonar el mate con el último chupetón. Cuéntenos ahora las noticias que trae.

-Eso mismo le iba a decir yo -agregó Lucinda-. Dime Pedro si has visto a Anselmo.

-No, señorita -respondió aquél-, pero sé que está en Constitución, ya muy mejorado de sus heridas.

Lucinda elevó los ojos al cielo en señal de gratitud, y se dispuso a escuchar la relación de Pedro, quien era interrumpido a cada rato por las exclamaciones y preguntas de doña Manuela.

-¡Quién lo había de haber creído! ¿Conque mi sobrino fue comisionado para hacerlo baliar a usted?

-Sí, señorita.

-¿Y cómo es que estás vivo?, ¡por Dios!

-Va su merced a oírlo -respondió el asistente, relatando la escena en que Garduño lo librara de la muerte.

-¡Loado sea Dios! -exclamó doña Manuela juntando las manos-. Casi se me ha cortado la respiración, porque ya me parecía que   -328-   usted iba a caer muerto al pie de aquel árbol. ¿No te lo decía, niña? -prosiguió, dando un salto de gusto-, ¿no te decía que mi sobrino es todo un hombre de palabra y bueno al remate? ¡Vengan ahora las beatas Peñalozas a decirme que el hijo de mi hermana es un hereje, sin temor de Dios! Y usted, amigo, ¿qué hizo después?

Pedro relató entonces su viaje al Maule, y su vuelta a Talca, con la entrada del ejército liberal en esta ciudad, sin olvidar las escenas con los mendigos, hasta el momento en que fue capturado por los soldados del gobierno, sobre la margen izquierda del Lircai.

-La noche estaba tan oscura que no se veía ni las manos -prosiguió el leal asistente-, y yo había perdido ya toda esperanza, por más señas, que empecé a rezar una estación mayor...

-¡Y dicen que los pipiolos no tienen religión! -interrumpió doña Manuela.

-Iba, pues, más muerto que vivo -prosiguió ingenuamente Pedro-, cuando sentimos un tropel de caballos por la retaguardia, y luego nos alcanzaron tres jinetes, los cuales a nuestro «¿quién vive?» respondieron «¡Prieto y religión!» Yo conocí al momento la voz de don Santiago Garduño en el que había contestado; pero me quedé como en misa, pues por ir amordazado no podía hablar una sola palabra. «¡Oiga usted!», dijo don Garduño al jefe de los soldados que me llevaban, «rodee con su gente por el lado de la Chimba, hasta dar con alguna persona que le diga en dónde tiene su caballada el enemigo...» «Pero llevamos aquí un preso para el campamento», dijo el otro. «Haga como le ordeno», repitió don Santiago, «y déjeme a mí el preso, que yo lo conduciré con mis dos hombres.» El otro se fue, y yo quedé con don Garduño, el cual, acercándose a mí, me dijo que ya sabía que me habían pillado y que venía a librarme, para enviarme a esta villa con la condición de que me disfrazara bien, pues corría peligro su vida si llegasen a conocerme. Enseguida me desataron la boca y me dieron este vestido de limosnero y el mejor de los caballos. Me puse estas tirillas, monté a caballo, y aquí me tiene su merced.

-Y mi sobrino, ¿qué contestará al general cuando le pregunte por el preso?

-Le dirá que me hizo ahorcar, arrojándome después al río. ¡Ah!, se me olvidaba decir que don Garduño había estado ese día en Constitución, según me dijo, y allí habló con mi patrón...

-¿Y no escribió Anselmo? -preguntó Lucinda.

-Eso mismo le pregunté yo también a don Garduño, pero me   -329-   respondió que no había escrito porque las cartas en estos tiempos son peligrosas; pero que había dicho de boca que no tuviese su merced cuidado alguno, que ya estaba casi sano, y que don Garduño era ya muy su amigo, como él mismo me lo dijo anoche en el río Lircai, y que le diera muchos recaditos a doña Manuela, también me dijo don Santiago.

Aquí llegaban de la conversación cuando oyeron un ruido como de caballos al galope, y grandes voces en la calle.

-¡Ellos son! ¡Los salteadores! -exclamó doña Manuela-. ¡Me lo estaba diciendo el corazón!

Pedro salió corriendo de la pieza, al mismo tiempo que tres hombres a caballo entraban de rondón al patio de la casa. El resto de la partida (a juzgar por los gritos de la gente y los ladridos de los perros que se dejaban sentir en varios puntos) se había dividido en grupos para atacar a un tiempo varias casas. Uno de los tres hombres que habían entrado saltó de su caballo y se fue derecho hacia Pedro, y echándole ambas manos sobre el cuello, le dijo con feroz alegría:

-¡Ahora sí que no se escapará el señor don Costal de Mentiras!

-¡Tú eres el que las vas a pagar todas! -exclamó Pedro dando un salto atrás, y descargando sobre la cabeza del bandido el grueso palo que llevaba en las manos.

Cayó el agresor al suelo, dando un rugido de dolor, pero al mismo tiempo los otros dos atacaron a Pedro por la espalda, y tomándolo entre ambos, lo ataron con sus lazos, y lo arrastraron hacia la puerta de calle. Ya el caído se había alzado del suelo, y ciego de furor había sacado un cuchillo para herir a su indefenso enemigo.

-¡Eso sí que no! -gritó con voz de trueno uno de los otros-, cuidado con tocarle un pelo, porque yo entonces te acomodo a ti la persona.

-Pero ño Turra, ¡con mil regiones! ¡Cómo quiere que yo me quede con el garrotazo que me acaba de dar este pícaro! Deme siquiera licencia para aplicarle unos planazos.

-No me opongo -respondió Miguel Turra, que no era otro el que parecía mandar en jefe-, pero dale con lástima, porque hemos prometido llevarlo sano y salvo, y de otra manera no nos pagan.

Doña Manuela y Lucinda, casi muertas de susto, lo miraban todo desde el interior de la pieza, por la hendija de una puerta entreabierta. Pero, por grande que fuera su temor, no pudo la joven contenerse al ver que el miserable asesino descargaba furiosos golpes   -330-   sobre Pedro que no podía defenderse, y salió a rogar a los bandidos que no maltrataran a su sirviente. Doña Manuela, al verse sola, salió por otra puerta que daba al huerto o patio interior plantado de árboles, en donde encontró a la cocinera y a la criada llorando y metidas dentro del horno. A pocos pasos estaba el Corbata, ladrando furiosamente y amenazando cortar el tramojo. Al ver a su gran perro (al cual la señora solía dar el nombre de dueño de casa) tuvo una inspiración que se resolvió a poner en práctica al momento. Hizo salir del horno a las mujeres, que por lo encenizadas se asemejaban a las brujas de Walter Scott, y les ordenó que soltaran a Corbata. Ya a este tiempo los bandidos habían resuelto llevarse a Pedro, a quien tenían atado con sus lazos a los pechuales de sus monturas, cuando Turra, que se había quedado algo atrás, oyó los gritos y súplicas de Lucinda, a quien conoció al momento. Y dejando que sus compañeros se llevasen la presa, cerró la puerta de calle, la atrancó y corrió hacia a donde estaba la niña.

-¡Qué suerte la mía! -dijo Miguel riendo-. No pensaba yo que la había de encontrar aquí solita. Pero esta vez sí que hemos de ser amigos, y no como allá en Santiago en donde usted me despreció y se fue con aquel mocito, que algún día me las pagará todas juntas.

No bien comprendió Lucinda las intenciones del bandido, cuando lanzando un grito de horror, quiso entrar a las piezas. Pero Miguel le impidió el paso, diciéndola:

-¡Vaya pues!, no sea esquiva, ¡y deme por bien lo que puedo obtener por mal!

-Si usted se acerca, ¡creo que Dios me dará fuerzas para matarlo! -exclamó enérgicamente Lucinda, arrimándose a un rincón del corredor y enarbolando el palo de Pedro que había recogido con resolución de defenderse hasta la muerte.

-Ya que usted prefiere pelear -dijo Miguel sacando su catana de la cintura-, pelearemos, para tener el gusto de hacer después las paces.

Y sin cuidarse de lo que pasaba a sus espaldas, el bandido se acercó resueltamente a la víctima. Lucinda, con las fuerzas de la desesperación, le asestó un garrotazo en la mano derecha, haciendo saltar lejos el afilado puñal del bandido.

A ese tiempo doña Manuela abrió la puerta que comunicaba los dos patios, y echó por allí al perro, el cual se lanzó furioso sobre las espaldas del bandido, hincándole sus colmillos en un hombro, y trayéndolo al suelo en un instante. Lucinda huyó despavorida, llevando   -331-   en sus manos el garrote, que doña Manuela le quitó al pasar, para irle a ayudar a Corbata.

Éste y el bandido se revolcaban en el suelo, como dos bestias en feroz y terrible lucha; y al mismo tiempo que la alentada señora azuzaba a su perro, con el ¡túmele, túmele, Corbata!, descargaba pausados pero fuertes garrotazos sobre los puntos del enemigo que Corbata dejaba libre. Miguel, rugiendo de dolor y de cólera, pedía que le quitaran de encima aquel demonio de animal que lo hacía pedazos; pero doña Manuela, sin dejar de apalear, le respondía:

-Todavía no es tiempo, picaronazo, hasta que quedes imposibilitado para hacernos daño, porque en toda ley de conciencia, la defensa es permitida, y el mismo Dios dice: ayúdate, que yo te ayudaré. ¿O pensabas que, porque somos mujeres, podías tú venir aquí con tus manos limpias a hacer de las tuyas? ¡Sí!, buena es la hija de mi madre para quedarse mano sobre mano, viendo que un pelagatos como tú viene a faltarle al respeto en su propia casa, ¡como si todo fuera decir y hacer! ¡No, amiguito!, porque hay un refrán que dice: a Dios rogando y con el mazo dando. ¡Toma! ¡Túmele Corbata, que todavía no es tiempo de dejar en paz al que paz no quiere! ¡Para que veas que a cada puerco le llega al fin su San Martín! ¡Juana! ¡Juana! ¡Mulata! ¿Adónde se han ido éstas, que no vienen a ayudarme?

-¡Aquí vamos, señora! -respondieron las criadas llevando en sus manos, la una el brasero lleno de fuego, y la otra el tacho con agua caliente.

-¡No!, ¡no! -exclamó la buena señora-, ¡no sean herejes! ¿Quieren asar vivo a este cristiano?

-¡Éste no es cristiano! -exclamó la cocinera, vaciando el brasero sobre el herido cuerpo del miserable.

-¡Que me quemo! ¡Socorro! -gritaba Miguel, mirando con ojos espantados a las encenizadas fantasmas-. ¡O son brujas éstas, o diablos del infierno! ¡Jesús, María y José!

-¡Apaguen, apaguen! -gritaba la señora-. ¿No ven que ya dijo Jesús?

-Pues allá va el agua para apagar las brasas -dijo Juana derramando el tacho sobre el cuerpo de Miguel, quien ya no tenía ánimos para defenderse del perro.

  -332-  

-¡Basta! ¡Ya es tiempo! -dijo la señora separando al perro que no quería dejar su presa.

-Nadie debe querer la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva, y acordémonos de que también el malo, hijo de Dios es.

Quitado el perro, levantaron al herido que apenas podía marchar por sus pies. Y llevándolo a un cuarto, en donde le hicieron una cama con los pellones de su montura, acostáronlo y le curaron las heridas y quemaduras como mejor pudieron. Mientras tanto, Miguel no decía una sola palabra, y sólo se echaba de ver que vivía por la trabajosa respiración y por los gritos de dolor que le arrancaban las llagas de que su cuerpo estaba cubierto.

-Mira, hijo -le decía doña Manuela mientras, ayudada de Lucinda y de sus criadas, preparaba los paños y cataplasmas-, nada te habría sucedido si te hubieras estado en tu casa cumpliendo tus obligaciones como hombre de bien, en vez de andar de Seca en Meca, metiéndote en las casas ajenas sin decir «aquí me entro que llueve». Tu mala cabeza te hace andar en malos pasos; y el que anda en malos pasos, cuando no cae resbala. Porque, como dice el adagio: el que obra mal no espere bien, y yo siempre le oía decir a mi madre que «quien en sus fuerzas se fía, al cielo desafía». No eches en saco roto lo que te digo, porque estas desgracias son advertencias del cielo. ¿No has oído decir que la letra con sangre entra? Pues lo propio sucede con el juicio. Hay cristianos a los cuales no les entra sino a mazo, y por eso se dice muy bien «que a golpes se labran santos». Déjame ponerte este paño con clara de huevo, que es santo remedio para las quemaduras. Y tú, muchacha, no le tires tan fuerte la camisa que tiene pegada sobre las espaldas. ¡Es preciso hacer las cosas con su señor modo! Eso es, hijo, quéjate, no tengas vergüenza, que el cristiano sólo debe avergonzarse de haber hecho el mal, o de haber dejado de hacer el bien, pudiendo. Por eso te repito que tengas siempre en la memoria que estos polvos traen estos lodos, para que no presumas de bravo, pues es bien sabido que donde hay unos hay otros, o como suele decirse «donde las dan las toman», y cuando uno menos lo piensa, se encuentra con la horma de su zapato, razón por la que estamos viendo a cada vuelta de esquina que uno va por lana y vuelve trasquilado; así es que...

-¡Señora! -exclamó Miguel colérico-, ¿quiere que le pida un favor?

-Pide, hijo, pide, que ahora que necesitas de mí, estoy pronta a servirte.

  -333-  

-Pues entonces, hágame la gracia de no decirme más refranes, ¡por el amor de Jesucristo! ¡Prefiero que me eche su perro encima para que me mate luego y me coma a pedazos! -exclamó el bandido rugiendo de cólera.



  -335-  
ArribaAbajo

Capítulo LII

En donde el sagaz lector echará de ver que Santiago Garduño estaba decidido


«-Es una equivocación...

-Está bien. La discreción es una virtud..., pero entre nosotros es inútil en este caso.»


(J. M. TORRES A., Los Mártires del deber.)                


Mientras en casa de doña Manuela se verificaban los sucesos que acabamos de narrar, los compañeros de Miguel Turra se habían desparramado por la villa como una partida de zorros hambrientos en un corral de gallinas, echando abajo las puertas de las casas y robando y maltratando a los indefensos habitantes. Una partida de cuatro o seis bandidos se había presentado a las puertas de la misión, y pretendían nada menos que adueñarse de la custodia y vasos sagrados del oratorio, así como de los demás objetos preciosos que poseyesen las Niñas Peñalozas, cuya fama de ricas corría parejas   -336-   con la de santas que el pueblo les daba. Pero al querer entrar, encontráronse los facinerosos con el padre Hipocreitía, de pie en medio del zaguán, vestido de sobrepelliz y estola, y con un crucifijo en las manos. Acompañábalo el presbítero O*, quien, a las armas sagradas, había creído prudente agregar una pistola de dos cañones que ostentaba en su mano derecha, mientras con la izquierda alzaba el santo Cristo. Por último, la Sierva de Dios había traído la urna del Niño Jesús, y colocándola en medio de la entrada, decía a gritos:

-¡Yo veré si se atreven ahora a pasar estos desalmados por sobre el mismo Dios en persona!

Pero su confianza en Dios no impidió a la prudentísima Sierva el pensar en medios de defensa más mundanos, y corriendo a la huerta, desató un par de perros bravos que allí había, y los trajo al zaguán.

No nos sería dable decir cuál fuera la causa que impidió a los bandidos penetrar en el sagrado recinto de la misión, y lo único que como concienzudos historiadores podemos afirmar es que los asaltantes no se atrevieron a entrar, a pesar de estar abierta la puerta, y huyeron a todo correr, con gran admiración de cuantos presenciaron el hecho que luego tuvieron por milagro patente. Sin embargo, no todos creyeron que la repentina huida de aquellos malvados fuera un hecho sobrenatural, y sobre esto hubo en aquel entonces mil pareceres, suscitándose disputas, algunas de las cuales pararon en verdaderas riñas. Porque unos atribuían el hecho al temor de Dios, que el padre Hipocreitía había sabido despertar en aquellos endurecidos corazones, y otros al miedo del diablo y de las excomuniones con que el presbítero O* los amenazaba. Había quien pretendió probar que no era el diablo sino la pistola y los perros lo que había hecho huir aquella canalla; y por último, los devotos (que estaban en notable mayoría) juraban que la victoria se debía a los crucifijos y al Niño Jesús.

En cuanto a lo que a nosotros atañe, no nos decidimos por ninguna opinión, y dejamos que el sagaz lector adopte lo que mejor cuadre a su entendimiento, en vista de los hechos que minuciosa y fielmente vamos relatando. Pero sí diremos, porque de ello estamos seguros, que la opinión más generalmente admitida en la villa fue la que atribuía a milagro del Niño Dios aquella repentina huida de los malhechores. Y hacemos notar esta circunstancia porque ella explica la nueva fama adquirida por el milagroso Niño, y   -337-   en consecuencia el aumento de mandas hechas por los devotos habitantes.

En el año siguiente, las Niñas, aconsejadas por el padre Hipocreitía, emplearon el dinero recogido en la compra de una casa en Santiago y de un fundo cerca del río Maipo, todo lo cual admiraba a unos y edificaba a la mayor parte de las gentes, que decían: «Así paga el Señor de cielos y tierra a quien bien le sirve.»

Pero sigamos el hilo de nuestra historia. Bien pronto los bandidos no tuvieron nada que hacer en la villa, y se retiraron siguiendo diferentes direcciones, pero con el fin de reunirse en un punto fijado por su jefe Miguel Turra. Nadie sabía que éste había quedado herido en casa de doña Manuela, y en cuanto esta noticia llegó a oídos del jesuita, se fue volando a casa de la señora, y manifestó deseos de hablar con el enfermo para prestarle los auxilios de la religión, solicitud que nada tenía de estraño en un espíritu tan evangélico y propagandista como el del reverendo Hipocreitía.

Mientras éste cumplía con sus deberes de sacerdote (mal o bien, que esto no hemos podido jamás averiguarlo), cerca del lecho de dolor, doña Manuela había salido a la puerta de calle con el fin de «pillar las noticias al vuelo», como ella decía. Instalada allí, empezó a preguntar cuanto se le ocurría a todos los que pasaban, y aun llamaba a las personas que, reunidas en grupos, había en la plaza, para que viniesen a relatarle los principales sucesos del día, especialmente lo ocurrido en la misión, que, si no es milagro (decía ella) le pasa raspando. Pero tuvo la desgracia de no encontrar dos personas que le relataran los hechos de la misma manera. Unos referían el suceso, explicándolo natural y sencillamente; otros venían después y le agregaban tan crecido número de circunstancias más o menos sobrenaturales, que lo desfiguraban por completo o lo convertían en un verdadero milagro; y, por fin, llegaban algunos más atrevidos que contradecían todos los relatos anteriores y juraban contarlo todo tal como pasó. Y lo peor era que cada cual decía haber visto o sabido de buena tinta los sucesos. Por manera que doña Manuela, deseosa de conocer la verdad, se vio envuelta y confundida entre mil y mil noticias extraordinarias e increíbles, llenas de circunstancias contradictorias que la desorientaron por completo.

-¡Bendito seas, tan gran Señor! -exclamó, dando una gran carcajada-. ¡Lo que son las noticias! Ahora que me las han contado todas,   -338-   estoy menos enterada que antes. Bien dice el adagio que la verdad sólo Dios la sabe.

Diciendo esto, quiso cerrar la puerta de calle para irse a sentar tranquila en su cojín, cuando vio pasar por la vereda a un hombre de buen parecer. Y como la curiosidad jamás se cansa de inquirir, aun después de mil engaños y desengaños, preguntole al hombre si conocía los sucesos de la misión.

-Yo no los he visto del todo, señora -respondió gravemente el interpelado-, porque llegué al fin; pero me los acaba de referir un amigo de mucha verdad, en cuya casa estoy alojado, pues yo no soy de Molina, y ni aún sé cómo se llama la calle en donde está la misión.

Enseguida refirió el acontecimiento de tal modo que doña Manuela creyó haber dado con la pura verdad.

-¡Dios se lo pague!, amigo -dijo la señora contentísima-. Ahora sí que puedo decir que sé lo que ha pasado.

-Pero eso es nada -prosiguió el hombre-, comparado con lo que ha pasado en casa de una señora rica de aquí de la plaza, según me contó también mi buen amigo, que lo vio todo.

-¿Y qué le contó su amigo? -preguntó doña Manuela, pensando naturalmente que su interlocutor se refería a lo que acababa de suceder en su propia casa.

-Mi amigo me dijo -prosiguió inocentemente el hombre- que los salteadores se dirigieron, en primer lugar, a casa de esa señora, que por más señas, es muy guapa y tiene fama de sabida y refranera, pues sabe más adagios que Catete, y a cada tranco que da se le andan cayendo de la boca como cuando llueve. Su merced debe conocerla.

-Sí, amigo -respondió la señora sonriendo-. La conozco algo, pero no es tan bravo el toro como lo ponderan. Y ahora, cuénteme lo que le dijo su amigo, sin meterse en vidas ajenas ni separare del camino real, pues quien se aparta del camino, tarde o mal, llega a su destino. Ya le oigo.

-Es pues el caso -prosiguió el hombre-, que esa santa señora, en cuanto vio entrar a los facinerosos, agarró un bastón de virtud que tiene, y, acompañada de un perro bravazo, se echó sobre la cuadrilla, y a punta de palo los hizo correr a todos hasta la calle.

-¿De veras?

-Sí, señora, y lo mejor fue que el perro agarró del poncho al jefe de los saltadores y lo tiró para adentro, a tiempo que la patrona   -339-   cerraba la puerta. De modo que el perro aquel casi hizo pedazos al dicho jefe, llamado Miguel Turra, y quién sabe si lo mató (¡Dios lo haya perdonado!). Esto es todo lo que yo sé.

-Pues si así es todo lo que su amigo le ha contado, ¡enterados quedamos! -exclamó doña Manuela, riendo con tantas ganas, que el hombre se retiró mohíno y con pocos deseos de repetir su relato a nadie.

Riose la buena señora, durante dos largos minutos; pero como no podía estar mucho tiempo sin hablar, aun cuando fuese consigo misma (lo cual le sucedía a menudo), cortó al fin su risa para decir:

-¡Pues no sabía yo que tenía fama de refranera! Bien dicen que nadie se conoce, y que los ojos de la cara, con estar casi juntos como están, no se ven el uno al otro, ni tampoco a sí mismos, si no se miran en el espejo. Y ahora caigo en que este espejo en el cual nos debemos mirar para conocernos, son los demás cristianos, pues en ese hombre he venido a ver que yo soy refranera. Y tal vez será así, porque mi santa madre era amiguísima de los adagios; y de tal padre tal hijo, por lo cual se dice «hijo de gato, caza ratones» y «quien lo hereda no lo hurta». En fin, sea como se fuere, no creo hacer mal a nadie con esta costumbre (si es que la tengo); y quien a nadie hace daño, no pasará mal año. Pero, después de todo, yo me he quedado en ayunas de lo que venía a saber, después de haber oído más cuentos y opiniones que pelos tengo en la cabeza. Es mucha cosa ésta. ¡Y que haya cristianos que pretendan escribir historias de lo que pasó allá en aquellos siglos remotos cuando andaban las culebras paradas! No será la hija de mi madre la que crea en tales historias, cuando hoy mismo, contándome hechos sucedidos aquí a cuatro trancos, y aun en mi presencia, me han llenado la cabeza de mentiras. Pero ¿quiénes son aquéllas? -prosiguió, poniéndose la mano sobre los ojos para ver si conocía a tres mujeres que por la misma vereda venían a un cuarto de cuadra de distancia-. ¿No son las Beatas? ¡Que me corten una oreja si no son! Pues ellas me lo han de contar todo como bala y pinta.

Doña Manuela no se había equivocado. Por la misma vereda venían la Sierva de Dios y su sobrina la Beatita, seguidas de la señá Pechoña.

No bien hubieron llegado a pocos pasos de la señora, que las esperaba con la curiosidad elevada a la quinta potencia, cuando la Sierva de Dios exclamó:

  -340-  

-¡Mi siá Manuelita! ¡Gracias a Dios y al Niño que tengo el gusto de verla! ¡Dios me la guarde!

La señora correspondió amablemente al saludo de la tía y acarició a la sobrina, sin olvidarse de dirigir la palabra a la criada, con risueña benevolencia.

-Mi siá Manuelita ¿es cierto lo que cuentan? -preguntó a media voz la vieja criada.

-¿Y qué es lo que cuentan? -dijo la señora sonriéndose.

-Que su merced, con un palo de virtud que tiene...

Una carcajada de doña Manuela cortó la palabra en boca de la señá Pechoñita.

-Entonces, ¿no es verdad? -preguntó cándidamente la Sierva de Dios.

-No, hijita, respondió la señora-. De dineros y bondades, la mitad de las mitades. Es verdad que ha habido palo, perro y salteador.

Enseguida contó el hecho tal como había sucedido, y convidó a la Sierva a que entrase un momento a descansar. Siguió ésta con sus compañeras a la señora, quien la llevó a la cuadra en donde se hallaba. Lucinda.

La hija de don Marcelino no pudo menos de fijarse en la meticulosa gazmoñería de la llamada Sierva de Dios, quedando al mismo tiempo sumamente prendada de la simpática fisonomía de la sobrina.

Era tal el contraste que presentaban entrambas, que costaría trabajo creer que fuesen parientes o que vivían en familia, si no sucediese a menudo ver en el mismo hogar diversas fisonomías y caracteres diametralmente opuestos.

Mientras la tía, con su cara enflaquecida y escuálida, los ojos fijos en el suelo, y casi sin movimiento en todo su cuerpo, parecía un palo vestido, la sobrina con su faz risueña, sus miradas chispeantes, su voz graciosa y atrayente, y sus movimientos llenos de vida, se asemejaba a la lozana flor de mil colores, mecida por el céfiro primaveral.

Encantada Lucinda por aquella ingenuidad de semblante, no pudo resistir a los espontáneos impulsos de su corazón, y abrazándola cordialmente, la dijo:

-Antes de conocerla, ya era amiga de usted por lo que me había dicho mi siá Manuelita.

-Y yo también la quería a usted mucho -respondió sencillamente   -341-   la niña-, pues el padre Hipocreitía nos había contado su historia, y desde entonces tuve grandísimos deseos de conocer a usted.

La tía, que en aquel momento contaba a doña Manuela el milagro del Niño Dios, pero que no por eso dejaba de fijarse en lo que hablaba su sobrina, dijo sin mirar a Lucinda:

-El santo padre Hipocreitía la ama a usted mucho, en el Señor, así es que nosotras no podemos dejar de quererla.

-Yo trataré de merecer ese afecto, que agradezco de corazón, correspondiendo a él del mismo modo -respondió Lucinda.

-¿Cómo no ha de merecer usted el afecto de todas las personas que oigan hablar de sus desgracias?-exclamó la sobrina con adorable candidez-. Sería preciso no tener corazón para...

-Nuestro corazón debe ser solamente de Dios -interrumpió sentenciosamente la tía.

-Déjela usted hablar, mire que me gusta mucho oírla -dijo doña Manuela a la severa tía.

-Decía yo eso -prosiguió tímidamente la sobrina-, porque apenas supe que la señorita se había venido de Santiago siguiendo a su marido...

Al llegar aquí, la niña se interrumpió por un movimiento brusco que su tía hizo en la silla. Enseguida continuó:

-Apenas supe eso, cuando empecé a quererla a usted como si fuese mi hermana. Y cuando me dijeron que el caballero andaba en la guerra y lo habían herido, y usted no sabía si estaba vivo o muerto, entonces se me rodaron las lágrimas, sin quererlo, y me puse a llorar y a rezar por que el caballero volviese sano y salvo.

Lucinda, sin decir una palabra, abrazó a la cándida niña y la besó en la frente, mientras la tía hacía mil movimientos de impaciencia sobre su silla.

-Nada tiene usted que agradecerme -prosiguió en voz más baja la sobrina-, porque ¿quién podrá mirar con indiferencia el dolor que usted sufre sin duda, al encontrarse aquí como atada y sin poder ir a prestarle a su esposo los cuidados que usted quisiera? Debe ser cosa muy dolorosa esto de verse una mujer así, de repente, separada de su marido...

-¿Y quién te mete a ti a hablar de esposos y de maridos y de cuidados y de amores mundanos? -interrumpió la tía con irritado tono-. No parece sino que hablaras por experiencia.

-Yo no hablo por experiencia, tía, sino por lo que me parece; y si hago mal me callaré.

  -342-  

-No te calles, hijita -replicó doña Manuela-. Sigue hablando, porque lo que dices es el evangelio...

-Señora -interrumpió la tía-, el evangelio es una cosa sagrada, y lo que está diciendo esta chiquilla...

-Es también sagrado porque es la pura verdad -interrumpió vivamente la señora-. Deje usted que la niña hable la verdad como ahora, para que sepa conducirse con su marido cuando se case...

-Mi siá Manuelita, ¡por Dios! -exclamó la tía en voz baja-, ¿cómo se atreve usted a decir eso delante de oídos castos?

-Yo creía que no era pecado decir la palabra «casamiento» delante de una muchacha que, tarde o temprano...

-Eso será respecto de las niñas del siglo, pero no de esta que hemos criado para Dios.

-¿Y acaso porque usted se la da a un buen marido se la entrega a calchilla? -preguntó doña Manuela en alta voz.

-Allá se va lo uno por lo otro -respondió la tía, no de muy buen humor.

Doña Manuela soltó una estrepitosa carcajada.

-¡Ah señora! -exclamó la beata con solemne tono-, si usted hubiera leído la Santa Biblia, ¡no se reiría!

-¿Y cree usted -replicó doña Manuela- que yo necesito haber leído la Biblia para decirle a usted la biblia? ¡Sí!, buena era mi madre para que me dejara leer libros prohibidos. Dios sabe cómo me dio licencia para que aprendiese a leer y a firmarme, que es todo lo que sé, para servir a usted. Pero volviendo a lo que hablábamos, le diré que yo no le entiendo a usted ni jota, pues no parece sino que usted no hubiera sido mujer jamás, en razón a que ignora que el gran negocio de toda mujer en este mundo es hallar un buen esposo; y por eso dice aquel refrán, a modo de oración: «Dios mío, dame lo que te pido: plata y un buen marido»...

-¿Y quiere comparar usted, señora, los maridos de la tierra con el Esposo celestial?

-El Señor dio a nuestra madre Eva un marido de la tierra -respondió riendo doña Manuela-, y por eso es que todos nos inclinamos, cual más cual menos, a los maridos terrestres, que mientras estemos en el mundo, dos llevan mejor la carga que uno solo, sin dejar por esto de amar a Dios, pues Dios no pide imposibles y se le puede servir en todos los estados, menos aquel en el cual una mujer no está contenta; razón por la cual no me gusta que a una niña la fuercen a tomar un estado para el cual no ha nacido, porque eso es hacer   -343-   morir de risa al diablo, como sucedería, por ejemplo, si obligasen a una chiquilla a meterse entre las cuatro paredes de un convento.

-Ésa es la puerta del cielo, y la Biblia dice...

-Muchas puertas tiene entonces el cielo, y yo no sé cómo nos salvaremos las mujeres aquí en Molina, no teniendo ninguna puerta para entrar en el cielo...

-Pero la Biblia dice que el estado de castidad es el más santo.

-Yo no digo lo contrario; pero contésteme ¿qué quiere usted que hagan los hombres, si todas las mujeres nos metemos en los monasterios para irnos al cielo? No les queda a los pobres otro recurso que meterse a frailes. ¡Mire qué mundo tan lindo no sería ése lleno de frailes y monjas! No, mi amiga, convénzase usted de que no todas las mujeres son nacidas para el monasterio; y yo sé muy bien que casi a todas ellas les gusta más de a dos en celda, como dicen. ¿O le parece que yo no he sido muchacha para que me venga a contar cuentos? Mucho sabrá usted, amiguita, en asuntos de salvación; pero en los mundanos, creo que la gano a borneo de chicote.

-Entonces ¿usted no cree que hay vocaciones?

-A la muchacha que tenga vocación verdadera, yo le echaré mi bendición, y le diré que vaya a servir a Dios a donde Dios la llama; pero la que no tenga, que se quede en el mudo aun cuando ello sea para vestir santos, que vistiendo santos también se sirve al Señor; y si no, dígalo yo que tengo mi altar del Carmen en la parroquia, el cual no trocara por el más pintiparado de la capital (no lo había de decir yo). Y aquí donde usted me ve, no crea que por mi gusto me he quedado para el oficio, sino que hasta ganas tuve de casarme, y bastante se empeñó mi madre; y si no se verificó, fue porque: estado y mortaja, del cielo baja... Y no porque me faltaran pretendientes... pues a nadie le falta Dios en este mundo, sino porque los tales pretendientes eran tales, que yo dije: más vale sola que mal acompañada, y el buey suelto, bien se lame.

No pudo dejar de reírse Lucinda al ver los aspavientos de la tía cuando escuchaba las palabras de la señora.

En aquel momento salió el padre Hipocreitía del cuarto del enfermo; y entrando en la cuadra, dijo a doña Manuela:

-Señora, el hombre está herido de gravedad y será menester llevarlo a la misión para curarlo.

-Pero ¿es caridad mover a ese pobre en el estado en que se halla?   -344-   -preguntó la señora. Aquí lo podemos curar, y aun puede venir el médico italiano, que yo lo pagaré...

-Aquí se le puede curar de la enfermedad del cuerpo, pero no de la del alma -interrumpió gravemente el jesuita_. Es un pecador endurecido, y ahora está delirando...

-Entonces debe habérsele metido el Malo dentro del cuerpo -dijo temblando la Sierva de Dios-. Yo lo sé por experiencia.

-¡Jesús María! ¡Y quieren llevar a la casa otro calchilla! -murmuró la señá Pechoñita, sentada en un estremo de la tarima de honor de doña Manuela-. Contimás que ya no sabemos qué hacernos con el calchilla de mi ñorita!

-Vamos a verlo -dijo doña Manuela alzándose de su cojín.

-No, mi señora, ¡no! -interrumpió el jesuita poniendo sus dos manos delante de la señora como para sujetarla-. No vaya usted porque se expone a oír cosas horrendas de la boca de aquel endurecido pecador.

-¡Ave María! -exclamó la Sierva, santiguándose y levantándose para irse-. Entonces ya debe estar condenado a penas eternas...

-¡Jesús! ¡No diga usted eso! -interrumpió vivamente doña Manuela.

-¡Que no diga eso! Cuando es de fe...

-A una seña del jesuita, calló la obediente Sierva como si le hubieran tapado la boca. Mientras tanto doña Manuela decía:

-Cada cual con su fe, y Dios obre. Pero yo tengo para mí que es cosa dura esto do condenar a un cristiano, a velas apagadas, por quita allá esas pajas. No parece sino que Dios nos hubiera echado al mundo para que nos condenásemos los unos a los otros.

Habría proseguido la señora si el padre no le hubiera cortado la palabra diciendo:

-De todos modos, señora, conviene llevarlo pronto. Está delirando, o tal vez es el demonio quien habla por su boca. Figúrense ustedes que se le ha metido en la cabeza que si ha venido con su gente a Molina ¡ha sido por mandato de don Santiago Garduño!

-¡Jesús! -exclamó doña Manuela-. ¡Mi sobrino! ¿Y puede creer su paternidad que el hijo de mi hermana...?

-Pero si yo no creo nada de eso, señora -interrumpió el jesuita-. Se lo digo para que vea cómo estará su cabeza.

-Y su alma también, agregó la Sierva de Dios.

-Tiene razón su paternidad -dijo doña Manuela-. Lléveselo a la   -345-   misión para que lo curen allá, que mientras el alma está en el cuerpo, no hay que perder la esperanza.

Salió el padre a diligenciar la conducción del enfermo, y la Sierva de Dios pasó en despedirse.

-Vamos -dijo a su sobrina-, que ya se acerca la hora de arreglar el altar del Niño para la distribución de la novena cantada que le estamos siguiendo, a fin de que consiga con su Eterno Padre que dé fuerzas al gobierno para que venza y estirpe a la herejía. Adiós, pues, mi siá Manuelita, que el Señor me la guarde muchos años. Ayúdenos a rogar por la causa del gobierno, que es la de Dios.

-No me meto yo en si Dios es gobiernista u opositor -dijo jovialmente doña Manuela-, y sólo deseo que se cumpla su santa voluntad.

-Pero su voluntad ha de ser el triunfo de la religión y el vencimiento de los herejes, como dice el reverendo Hipocreitía...

-Muy santo será el padre, amiga mía; pero yo me estoy en lo dicho, pues sólo el Señor sabe lo que es bueno, que nosotros, miserables gusanos, apenas podemos distinguir lo blanco de lo negro, y no siempre...

-¡Ah!, ¡señora, señora! -exclamó la beata, herida en sus más caras afecciones. ¿Cree usted que el padre puede engañarse? Acuérdese de esa falta de fe en la primera confesión que haga. Y para que usted lo vea bien claro, yo le traeré la Sagrada Escritura esta noche, y leeremos el pasaje de la guerra de los judíos, que era el pueblo de Dios, con los filisteos, pueblo de Satanás. Allí verá cómo la voluntad de Dios era que los filisteos muriesen, y por eso envió a Sansón...

-¿Y dónde está aquí Sansón y los filisteos? -preguntó doña Manuela, creyendo que la otra se había vuelto loca.

-¿Pero no lo ve usted claro? Sansón es el general Prieto; los filisteos son los pipiolos herejes...

-¿Entonces los judíos son los pelucones?

-Eso no se pregunta.

-Pues entonces -dijo la señora riendo a carcajadas- yo soy del partido de los filisteos, pues no estoy ni estaré jamás con los que azotaron a Cristo. Adiós, mi vida -prosiguió, correspondiendo al abrazo de despedida de la Beatita-. Dios te me guarde, que no pierdo la esperanza de verte convertida en una dueña de casa hecha y derecha.

  -346-  

Mientras tanto la Sierva de Dios, abrazando a Lucinda, decíale al oído:

-Tenga mucha fe, hijita, en los ministros del Señor, y verá como le va bien; yo me acordaré de usted en mi oración mental de esta noche, que aunque pecadora, también suele oírme su Divina Majestad, no agraviando lo presente.

Fuéronse las visitas, y al pasar la Sierva de Dios por enfrente del cuarto del enfermo, presentó el rosario que llevaba en la mano, como para parar los golpes que Satanás pudiera lanzarle desde adentro.

Pocos minutos después, llegó el padre Hipocreitía con dos ganapanes que llevaban una litera, en la cual metieron, mal de su grado, a Miguel Turra y se lo llevaron a la misión.

Iba el bandido rugiendo de dolor, y habría hablado a gritos si el reverendo padre no le hubiera hecho la caritativa advertencia de que a la menor palabra que dijese, se le aplicaría una docena de disciplinazos en medio de la calle, para hacer callar al hablador y porfiado demonio que tenía dentro del cuerpo.

Doña Manuela, que había oído la amenazante advertencia y visto cómo calló el bandido rechinando los dientes de cólera, dijo a Lucinda:

-Vaya, hijita, ¡que hasta el mismo Satanás es prudente ante el látigo y sabe apearse en los malos pasos...! Bien dicen que el miedo es cosa viva, y que el loco por la pena es cuerdo.

Tal vez se preguntará el curioso lector ¿por qué se empeñaba tanto el padre Hipocreitía en llevarse al enfermo? He aquí una cuestión importantísima que no hemos podido resolver a pesar de nuestros esfuerzos por encontrar los motivos que explicarán el hecho. Pero es el caso que el jesuita no era de los que dejan rastro, por los cuales se venga después en cuenta, así de los motivos como de los fines de sus operaciones; y bien sabe Dios cuánto hemos tenido que registrar y revolver para explicar lo que hasta aquí hemos relatado, y lo que (Dios mediante) contaremos hasta el fin de esta historia.

El discreto lector sabrá perdonarnos cuando le digamos francamente que, a fuer de concienzudos historiadores, más bien queremos confesar nuestra ignorancia que inventar causas, motivos y fines para fraguar explicaciones antojadizas con notable detrimento de la verdad.

Hecha esta necesaria advertencia, proseguimos diciendo que, así   -347-   que hubo llegado el padre a la misión, hizo acostar al enfermo en la cama que se había preparado en un cuarto retirado de la casa, y allí lo dejó con el presbítero O*, para que le suministrase las medicinas espirituales y corporales que necesitaba.

Enseguida se fue al confesonario, en donde estuvo más de dos horas ejerciendo su ministerio, y por fin, subió al púlpito para tronar contra los herejes y los impíos, concluyendo por pedir una estación mayor por la victoria de la causa de la religión, es decir, del gobierno de Santiago y de sus partidarios.

Concluida la distribución se fue a su cuarto. Ya era muy entrada la noche, y pidió su cena, que inmediatamente le fue servida. Cenó con apetito, y habiendo dicho el alabado y el responso a las ánimas, el incansable fraile se puso a escribir una larga carta para Garduño. Estaba ésta al terminarse, cuando sintió dos golpecitos en la puerta, con estas palabras dichas a media voz:

Deo gratias!

-¡Por siempre! -respondió el padre, levantándose y quitando la gruesa tranca con que aseguraba siempre la puerta cuando se ponía a trabajar en su cuarto.

-Amigo don Santiago -dijo, volviendo a trancar la puerta-, si usted hubiese llegado antes, me habría ahorrado el escribir esta larga carta.

-¿Es para mí? -preguntó Garduño tomando la carta en sus manos.

-Para usted -respondió el padre-; y ya que ha llegado a tiempo (pues me ha ahorrado siquiera el trabajo de cerrarla) pase la vista por ella, mientras que yo pongo en orden estas notas.

Al mismo tiempo que hablaba, hojeaba un librito de memorias que tenía en las manos.

Garduño leyó:

«Mi querido amigo:

Permítame decirle cuán imprudente ha sido usted en comisionar a un hombre como Miguel Turra...»

-¡Ah! -exclamó Garduño palideciendo-, ¿por acaso ese bribón ha venido a decir aquí, que yo...?

-Siga leyendo -respondió el fraile con voz glacial, sin dejar de hojear en su librito de memorias.

Garduño, dominándose un tanto, prosiguió:

«... como Miguel Turra para capturar al sirviente de Lucinda...»

-Pero, padre, ¡por Dios! -volvió a decir Garduño-, dígame ¿qué es   -348-   lo que ha sucedido? Yo acabo de llegar, y no sé si Miguel Turra u otro de su laya habrá venido a calumniarme...

-Hablemos claro, amigo mío -le interrumpió el jesuita clavando en él sus ojitos grises-. Entre gentes como nosotros debe hablarse la verdad; lo demás es perder el tiempo, y el tiempo vale plata. ¿Por qué no me impuso usted de su proyecto?

-Pero ¿qué proyecto, señor? -preguntó Santiago, manifestando la mayor admiración.

-Este hombre sería capaz de engañarme si yo no fuese un jesuita, refunfuñó el fraile-. Vale la pena el tratar con él. Óigame, amigo mío -prosiguió en voz alta-, usted ha querido separar a Lucinda de su sirviente, ¿por qué no me consultó su idea?

-¿Y la habría aprobado su paternidad?

-Sí, pero con tal de no inferir ningún daño a la hija de mi antiguo amigo.

-Estoy muy lejos de eso, padre mío; y si mandé prender a Pedro después de haberle dado libertad en el Lircai fue porque temí que Lucinda, viéndose con su valiente y fiel criado, quisiera marcharse a la capital. No puedo ocultarle mis deseos de que ella permanezca en casa de mi tía.

-Eso nada tiene de malo, con tal que los fines de usted sean honestos respecto de Lucinda.

El oficial relató entonces la manera como había atrapado a Pedro, valiéndose de mendigos reales y ficticios, entre los cuales se había metido él en persona. Al mismo tiempo dijo que, por medio de los pordioseros, había obtenido noticias importantísimas sobre el estado de los negocios en Talca.

Oíalo el padre con notable atención, y más de una vez se le vino al pensamiento de que el oficial había nacido para jesuita.

-Mi objeto al dar libertad a Pedro -prosiguió Garduño- fue hacer ver a Lucinda mis deseos de serla útil. Pero al mismo tiempo, temiendo que Pedro la arrastrase a Santiago, comisioné a Miguel Turra para que con seis u ocho de los suyos viniese a tomarlo preso. A esta hora deben tenerlo guardado en el rancho de un antiguo sirviente de mi tía...

-Así debe ser -interrumpió el padre-, porque los facinerosos se llevaron a Pedro, pero el jefe ha quedado aquí.

-¿Miguel? ¿Cómo lo sabe su paternidad?

El padre contestó a esta pregunta narrando todos los sucesos de la tarde. A cada cosa que decía el jesuita, interrumpía el oficial:

  -349-  

-¡Pícaro! ¡Cuando le encargué tanto que diese el golpe con la mayor prudencia!

-La prudencia es género raro entre los hombres -dijo sentenciosamente el fraile.

-Por fortuna -agregó al fin Garduño-, ni Lucinda ni mi tía han sufrido; y por lo que su paternidad me cuenta, han respetado la misión.

-Ahora necesito que usted me diga ¿qué es lo que piensa hacer con el asistente del marido de Lucinda?

-Voy a decírselo a su paternidad -respondió Garduño bajando la voz.

Pero lo que enseguida dijo el enamorado oficial no ha podido aún descubrirse por los biógrafos; y ésta es otra laguna que en esta historia quedará hasta que historiadores más felices que nosotros no den con la verdad sobre tan delicadísima materia.



Arriba
Anterior Indice Siguiente