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Capítulo LIII

Angustias


«Cuando ya Tupper había entregado su espada, llegó un oficial de innoble memoria, y dio a los soldados la voz brutal de: «¡Hachen, muchachos!», señalando a los prisioneros; y como los soldados hirieran a Amunátegui, gritoles el asesino: «¡A ése no, al gringo!»


(B. V. MACKENNA, Biografía de Tupper.)                


El día siguiente al de los sucesos referidos fue de gran agitación en la villa de Molina.

Un caballero llegado en la mañana, que parecía venir huyendo de la temida catástrofe, aseguraba que el general Prieto había movido sus tropas para empeñar de una vez la batalla, y que, si Freire no tenía miedo y dejaba sus ventajosas posiciones, en pocas horas más se haría el desenlace de la jornada.

Esta noticia exaltó los ánimos de todos los moradores, a muchos de los cuales se había hecho creer que Freire tenía en su ejército una gran partida de araucanos, y que si salía vencedora derramaría   -352-   sus indios por aquellas indefensas comarcas, entregándolas al pillaje y a la devastación.

El miedo a los malones, profetizados varias veces, había reunido en la villa un gran número de habitantes campestres, lo cual, dejando indefensas muchas habitaciones rurales, multiplicó los robos y salteos, haciendo al mismo tiempo encarecer los artículos más necesarios para la vida. A tales causas de común intranquilidad, se agregaba la angustia particular de cien madres, esposas, hermanas e hijas que temblaban por la suerte de sus deudos en la fratricida lucha.

A cada rato llegaban noticias del sur, tanto más creídas por unos u otros de los diversos partidos cuanto más contradictorias eran; y esto, lejos de tranquilizar, exaltaba e irritaba los ánimos, ahondando más y más el abismo que se había abierto entre ambos partidos. Los unos a nombre de la constitución que defendían, y los otros a nombre de la constitución y de la religión que aparentaban defender, se echaban mutuamente en cara los actuales sufrimientos de la patria.

Tal era el estado de los espíritus en la villa (que no por ser pequeña dejaba de contener gentes animadas de los mismos afectos, pasiones, deseos y aspiraciones que suelen fermentar en las grandes ciudades) cuando amaneció el día 17 de abril de 1830.

Aquella mañana estaba nublada, pero bien pronto apareció el sol, que deshaciendo las nubes que lo entoldaban, se alzó radiante sobre el horizonte, inundando de luz los campos por donde corre el Lircai, antes de echar sus aguas en el río Claro, campos que habían de ser por segunda vez tan fatales a la causa de la democracia chilena.

Veintidós años antes se habían encontrado allí dos ejércitos: representantes, el uno de la monarquía y el otro de la república; y hoy estaban a punto de venir a las menos otros dos ejércitos, que sostenían también sendos principios: el uno en contra y el otro a favor de la ley y de la libertad. Verdad que el tiempo se ha encargado de demostrar durante cuarenta años de experiencia y de ruda enseñanza.

En aquel entonces, el triunfo fue de la monarquía; y ahora lo había de ser también de los representantes de la idea monárquica, disfrazada bajo el manto republicano.

Un descuido de San Martín dio la victoria a los españoles que supieron aprovecharse de la sorpresa del ejército patriota; y la desmedida   -353-   confianza de Freire iba a dar la victoria al español Dorriga, quien, después de alimentar esa confianza, supo aprovecharse tan bien de ella. Ossorio y Ordóñez vinieron a librar a Chile del terrible azote de los insurgentes; Prieto y Dorriga iban a librar a Chile del terrible azote de los pipiolos. Tan facinerosos fueron los patriotas para los españoles y sus amigos, como llegaron a serlo los liberales para los pelucones y sus partidarios. Los españoles de entonces pugnaron por su rey, a nombre de Dios y de la religión; los pelucones luchaban por su partido, a nombre de Dios y de la religión. Los pelucones, así como los españoles de antaño, se decían también animados por el más acendrado patriotismo, y llamaban a sus enemigos los enemigos de la patria. Unos y otros persiguieron sin compasión a sus contrarios como a eternos perturbadores del orden social, porque, tanto los españoles realistas como los pelucones monarquistas, hacían consistir el orden social en su dominación, y la tranquilidad pública en el anonadamiento del pueblo. El rey de España gobernó sin acordarse para nada del pueblo chileno; el partido pelucón ha gobernado como haciendo abstracción de la voluntad del país. Y sin embargo, éste y aquél se han decretado coronas cívicas. El gobierno del rey era tan personal, que alcanzó a serlo más (pero sólo un poco más) que el del partido reaccionario. La voluntad del rey era la ley allá en lo antiguo; acá, los pelucones dictaron una constitución para imponer siempre su voluntad. Y los chilenos llegaron a ser tan sumisos como los españoles de la colonia. Todos los que no eran del rey estaban fuera de la ley para los españoles; todos los que no eran del partido llegaron a estar fuera de la ley para los pelucones. El clero español lanzó terribles anatemas contra los patriotas, y el clero pelucón trocó sin cesar contra los liberales. Las puertas del cielo se han visto cerradas para insurgentes y pipiolos.

Perdónenos el benigno lector este paralelo en gracia de que, pudiendo alargarlo cuatro veces más, no lo hacemos, y sólo apuntaremos, por último, la circunstancia notable de que, ocupando Freire sus posiciones del sur, cerca de la ciudad, y Prieto las del norte, cerca del río, vino a empeñarse la batalla después de un completo cambio de posiciones entre ambos ejércitos, hallándose los pelucones hacia el mismo viento que los realistas de 1818, y los liberales hacia al viento contrario, ocupado por los insurgentes de San Martín.

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Nuestros amigos de Molina esperaban de un momento a otro noticias sobre el encuentro de ambos ejércitos.

A cada instante llegaban diversas gentes del sur, cuyas exageradas, y a veces contradictorias, aseveraciones aumentaban la intranquilidad de la villa. Lucinda había recibido en la mañana la siguiente carta:

«Adorada mía:

Sé que estás en Molina. Mi buen amigo G*, (el que tú sabes) me lo ha contado todo. ¡Gracias, vida mía!... Ya que no puedo correr a abrazarte, te escribo para decirte que estoy bueno. Ambos ejércitos están para venir a las manos. Si la suerte me es adversa, moriré siquiera sin el gran desconsuelo de dejarte sola en una ciudad extraña, y espuesta a sufrir quién sabe qué clase de insultos de parte de esos malvados. Nuestro amigo G*, (que a pesar de estar aparentemente con ellos, es de los nuestros) me ha prometido servirte...»

Aquí la carta tenía casi renglón y medio borrados; y luego concluía:

«No puedo extenderme más por ahora. El tiempo urge, y están tocando llamada.

Tu esposo

-¡Esta carta no es de Anselmo! -exclamó Lucinda-. Mi corazón me lo dice.

Enseguida, llamando al hombre que había traído la esquela, preguntole:

-¿Quién le entregó a usted esta carta para que la trajese aquí?

-Un oficial, señorita -respondió el interpelado-, y por más señas, que me pagó muy bien, haciéndome jurar que no le cobraría nada a su merced. Pero me dijo que entregase la carta en mano propia de doña Lucinda de Rojas, y además me dijo que le advirtiera a su merced que la carta no venía escrita de su puño y letra de él, ni se nombraba en ella a ninguna persona, porque los tiempos están muy peligrosos.

Lucinda quedó sumamente perpleja con esta contestación, pues, atendiendo al estilo de la carta, no podía creer que Anselmo la hubiese escrito. Sin embargo, se resolvió a esperar el resultado de los   -355-   acontecimientos, poniendo su corazón y su confianza en Dios, apoyo necesario de la debilidad humana en las tribulaciones de la vida.

Durante media hora permaneció sentada en el estrado de doña Manuela, que andaba ocupada en sus quehaceres cotidianos.

Serían cerca de las diez de la mañana, cuando, sintiendo bulla en la calle, se asomó por la ventana que daba a la plaza, y vio que las gentes iban y venían con inusitada animación. Iba a salir para inquirir la causa de aquel movimiento, cuando entró doña Manuela diciendo con gran exaltación:

-¡Ya están, ¡hijita! ¡Ya están peleando! ¡Ánimas benditas del purgatorio!

-¿Quién ha traído la noticia? -preguntó Lucinda palideciendo.

-El viento sur -respondió doña Manuela-. La noticia ha llegado traída por el viento sur. ¿No oyes los cañonazos?... ¡Mira cómo está la plaza llena de gente!

Dicho esto, salió a la plaza, y siguiola Lucinda sin saber lo que hacía. Allí encontraron diversos grupos de gentes que hablaban, disputaban o callaban, poniendo el oído como para percibir algún ruido lejano.

Lucinda se puso también a escuchar, y sintió, como los demás, el sordo ruido del cañón que la hizo estremecer.

-¡Cuántos habrán muerto, hijita! -exclamaba doña Manuela-. ¡Ánimas benditas del purgatorio!

Los cañonazos siguieron sintiéndose a intervalos, y aunque muy apagados por la distancia, resonaban lo suficiente para agitar dolorosamente el corazón de Lucinda, quien, con las lágrimas en los ojos, nada decía, y sólo miraba al cielo.

-Vámonos de aquí, hijita -le dijo doña Manuel-, vámonos a rezar para las benditas ánimas... ¡Válgame Dios! ¡Cuántos no habrá allí en pecado mortal! ¿Si se confesaría Santiago antes de entrar en la pelea? Harto se lo dije, porque yo sé lo que son los mozos del día, que tan en poco miran el asunto de la salvación, cuando es cierto que sólo se gana el cielo mientras dura el resuello, y que una vez no más se muere el cristiano. ¡Madre y Señora mía del Carmen! ¡Acuérdate de que yo, con estas manos con que cuido y limpio tu altar todos los miércoles, le puse al cuello tu santo escapulario para que lo librases de las balas! ¡Juana! ¡Mulata! -prosiguió, llamando a sus criadas-, dejen todo eso como está, y vengan a rezar, que después hacemos mediodía como podamos.

Y enseguida la señora púsose con su familia a rezar el trisagio,   -356-   al cual le agregó una corona o rosario completo de quince casas; y luego siguieron los dolores y gozos de la Virgen, los de San José, la novena de las ánimas, las llagas de San Francisco, una estación mayor, tres Credos, media docena de Salves, y una multitud de oraciones más o menos largas.

Concluido el rezo, se fueron a la mesa; pero apenas habían principiado a comer, cuando les llamó la atención un canto religioso que se dejaba sentir en la calle.

-Concluyamos de comer pronto -dijo doña Manuela-, para ir a ver qué es eso. Parecen letanías cantadas. Juana -prosiguió, dirigiéndose a su criada-, dile a la Mulata y al Chino que masquen y traguen pronto, para que salgamos a acompañar la procesión, pues esto debe ser y no otra cosa; y en asuntos religiosos, nadie debe andar moroso. Eso es, y pronto han de pasar por enfrente de la ventana... ¡Ánimas benditas de mi corazón!... Hinquémonos, Lucinda, porque como dicen: a Dios en oyendo, y al rey en viendo.

Arrodillose la señora, y se puso a murmurar Padrenuestros y Avemarías, interrumpiéndose a cada rato para entremezclar sus oraciones con los dichos y refranes que ella acostumbraba, cualesquiera que fueren las circunstancias en que se encontrase. Por fin, vinieron las criadas, y saliendo todos a la plaza, incorporáronse en la procesión.

Era ésta, en efecto, una rogativa a los santos para que intercediesen con el Dios de los ejércitos, a fin de que el cielo concediera la victoria a las armas del gobierno, armas defensoras de la religión y del orden.

Precedía la ceremonia el padre Hipocreitía, con el presbítero O* a su derecha y el cura párroco a su izquierda. En pos de ellos, marchaban en dos filas los principales caballeros de la villa, con sendas velas en las manos, y luego seguía el pueblo formando una cola de hombres y mujeres revueltos que se extendía más de tres cuadras.

La procesión dio vuelta por el contorno de la plaza, y entró en la iglesia parroquial, en donde se dirigió una plegaria a Nuestra Señora del Carmen, patrona de las armas chilenas (pues al hacernos independientes de la España era natural y justo que eligiéramos en la corte celestial otro santo que el Señor Santiago, para que tomase cartas en nuestras disensiones con moros y cristianos); y concluida que fue la devotísima plegaria, encaminose todo el convoy hacia la misión, punto de donde había salido. Allí hubo Credos, Padrenuestros   -357-   y Salves, y luego oración mental, con la divina Majestad expuesta y el altar iluminado. Por último, el presbítero O* subió al púlpito, y en un sermón dividido en siete puntos (fuera de la peroración, del exordio y de la salutación a la Virgen), probó, con grandísima cantidad de textos latinos, que los chilenos eran católicos, pues provenían de un país tan católico como la España; que fuera del catolicismo no había salvación posible; que el gobierno de los pipiolos había puesto en peligro la religión, protegiendo a los extranjeros y quitando sus bienes a la Santa Iglesia, para emplearlos en objetos mundanos; y que, en consecuencia de lo dicho, y según el parecer de los Santos Padres, todos las chilenos estaban obligados, bajo pena de pecado mortal, a combatir por todos los medios posibles a los pipiolos, hasta extirpar el pipiolismo en Chile.

Concluida la distribución, acercose la Sierva de Dios a doña Manuela; y saludándola afablemente, así como a Lucinda, convidolas a descansar. Aceptaron las invitadas, pues bien lo habían menester, y siguiendo a la Sierva entraron a un cuarto contiguo al de la Médica Santa, cuyas paredes estaban cubiertas de estampas benditas. Enseguida entró la Beatita, que fue muy bien recibida por doña Manuela y Lucinda, y todas cuatro se pusieron a platicar sobre los sucesos que las preocupaban, concluyendo la Sierva de Dios con decir que en la noche anterior había tenido, en sueños, una revelación por la cual podía asegurarse el triunfo de Dios y de la religión, en los llanos del Lircai.

En esto estaban, cuando sintieron que alguien entraba con espuelas al patio de la casa, y salieron a ver quién venía.

-¡Es Pedro! -exclamó Lucinda, reconociendo a su leal sirviente-. ¡Ya estás libre!

-Sí, señorita -respondió Pedro, marchando aceleradamente hacia su señora.

-¡Gracias a Dios! -exclamó doña Manuela.

-Diga también «y a la Virgen» -le apuntó en voz baja la Sierva de Dios.

-¡Calla la boca! -exclamó medio enfadada doña Manuela-, ¡que sin Dios no habría Virgen, y estando bien con Dios, los santos son inquilinos!

Y después volvió en sí, como arrepentida, y murmuró:

-¡Madre y Señora mía del Carmen! Perdóname si he dicho una herejía, ¡pero esta Sierva de Dios es capaz de hacerme decir barbaridades con sus cosas que tiene!

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-¿Y cómo te libraste de ellos? -preguntaba Lucinda a Pedro-. Dime ¿qué sabes de Talca?

-En primer lugar -respondió Pedro-, me libré de los salteadores por permisión de Dios...

-Y de la Virgen -interrumpió la Sierva.

-Eso es -prosiguió Pedro-, ¡y de la Virgen de Mercedes, de quien soy tan devoto!... Me llevaron maniatado a donde llaman la Rinconada de los Gutiérrez...

-Es decir, de los ladrones -interrumpió doña Manuela-, pues allí saben robar hasta los niños de pecho.

-Así debe ser -prosiguió Pedro-, pues los salteadores encontraron allí muchos conocidos y amigos. Metiéronme en un rancho, y en él estuve hasta esta mañana al venir el día, hora en que una patrulla de veteranos, mandada por don Santiago Garduño, me libertó como por milagro...

-¡Y dicen que mi sobrino es hereje! -exclamó doña Manuela, dando una palmada de gozo-. ¿Y después?

-Después me hizo llevar don Garduño a la casita de un hombre que vive al otro lado del portezuelo de Pulmudón.

-¿Se llama Ambrosio Cornejo ese hombre? -preguntó doña Manuela. -No le sabré decir -respondió Pedro-, porque el hombre no estaba allí ni he averiguado cómo se llama.

-Pues ése debe ser -repuso la señora-. ¿Y por qué no lo envió aquí?

-Me dijo que era preciso que me quedase allá, y yo le obedecí, pues me había librado de la muerte por tercera vez. Ahora soy capaz de dejarme fusilar por él. Yo no vi más a don Garduño, porque se fue para Talca; pero esta tarde, al entrame el sol, llegó a la casita con el caballo bañado en sudor, y me dijo antes de apearse: «Pedro, ya sabes que te he librado la vida tres veces. Ahora es menester que hagas lo que te digo.» «Mande, señor, y obedeceré», le respondí yo... Él me dijo entonces: «Yo vengo huyendo, pues ha vencido Prieto y han descubierto mi traición...»

-¡Jesús! -exclamó doña Manuela-, ¿qué traición es ésa?

-¿Y Anselmo? -preguntó Lucinda.

-¡Loado sea Dios! -exclamó la Sierva-. Mi revelación ha salido cierta.

-Mi capitán está vivo, señorita -prosiguió Pedro-, porque don Garduño me dijo: «Vengo con Anselmo Guzmán, el cual no ha podido   -359-   llegar conmigo, porque viene herido.» No se asuste, señorita, por Dios, que la herida no es nada. En fin, don Garduño me dijo después: «Es preciso que vayas al momento a Molina, y le digas a Lucinda que Anselmo quiere verla antes de morir, porque viene mal herido...»

-¡Y no me lo decías! -interrumpió Lucinda-. ¡Un caballo, Pedro!, ¡un caballo! ¡Vamos al momento!

En vano le hicieron presente a Lucinda los peligros a que se exponía, porque, a pesar de todo, quiso ponerse en camino en el mismo instante.

Afortunadamente la noche estaba clara, y Pedro había venido acompañado de tres soldados que podían servir de custodia. Además habían traído, por encargo de Garduño, un caballo muy manso para Lucinda; así fue que habiéndose pedido prestado un sillón de montar, pudo la esposa de Anselmo ponerse en camino, antes de tres cuartos de hora, y cuando la luna se había elevado sobre el horizonte.

-¡Dios te guíe por buen camino! -exclamó doña Manuela, al despedirse de ella-. Si yo pudiera marchar tan ligero como tú habrás de irte, te acompañaría, porque a mí me gustan mucho las mujeres que quieren a sus maridos... ¡Mire usted! -prosiguió, dirigiéndose a la Sierva de Dios y señalando a Lucinda, que partía azotando enérgicamente a su caballo-, ¡mire usted, amigaza! ¡Eso es lo que se llama servir a Dios!

La Sierva, al oír esto, se cubrió los ojos con ambas manos y ordenó a la Beatita que se retirase de allí.

Iba a retirarse doña Manuela, pues ya era hora de cenar, cuando fue detenida por la llegada de otra persona. Era Nicolás Peñaloza, el hermano de las Niñas y padre de la Beatita, que venía del campo de batalla. Había corrido más de doce leguas sin descansar, por poder decir, antes que otro alguno: ¡Regocijaos!, ¡hemos vencido! Pero más feliz que el griego (que cayó muerto al pronunciar estas palabras), Nicolás Peñaloza pidió que le dieran de comer y de beber, pues juraba que jamás había tenido una hambre y una sed como aquellas. Trajéronle de lo uno y de lo otro; y mientras comía, contaba el caso de la batalla al padre Hipocreitía, a doña Manuela y a varias otras personas que habían ocurrido a saber noticias.

-¡Chambonada más grande que la que Freire ha hecho hoy no la ha cometido alma nacida! -dijo Nicolás, echándose una tajada de   -360-   carne asada a la boca-. No parece sino que se hubiera vuelto loco para darnos la victoria...

-Todo eso sucede por permisión de Dios -interrumpió la Sierva-, pues su Divina Majestad, para castigar a los enemigos de la religión, les quita el juicio, como lo hizo con Nabucodonosor...

-Déjate de Nabucodonosor, hermana, y dame de aquella chichita de las damajuanas, porque la sed que ahora traigo es de chicha, y no de mosto -dijo Nicolás-. Figúrense ustedes -prosiguió-, que Freire, no trayendo caballería, y sabiendo que nosotros teníamos buenos escuadrones, tuvo la ocurrencia de dejar el campo quebrado cerca de la ciudad que lo favorecía para venir a torearnos al llano de Cancha Rayada, en donde nuestra bien equipada caballería podía hacer de las suyas. Prieto dijo entonces «aquí es la mía», y echando de sopetón sus escuadrones entre la cuidad y los pipiolos, les cortó la retirada. Los pipiolos herejes tuvieron que sufrir dos ataques a un tiempo: el de nuestra infantería que los atacó de frente, y el de nuestra caballería que les dio una carga por el flanco derecho. Eran como las once de la mañana; y a las doce, se había ya enredado la pita de tal modo, que no la desenredaría el mismo diablo...

-¡Nicolás! -interrumpió la Sierva de Dios, con acento de reproche.

-¡Vaya pues! -exclamó Nicolás-, no diré diablo, aunque un soldado tiene derecho para decir eso y mucho más. Lo cierto del caso fue que en aquel momento no quedó títere con cabeza. Ellos se defendían desesperadamente; pero el Señor de los ejércitos (como dice mi hermana) estaba de nuestra parte. A la tercera carga de nuestros escuadrones, la caballería enemiga fue puesta en desorden por los mismos indios (que una vez que vuelven las espaldas no los sujeta el mismo Dia... cho), y tuvo que replegarse sobre el río, en el bajo de las Pulgas... Mientras tanto, las dos infanterías cruzaban sus fuegos un poco más al oriente, y allí me encontraba yo, con mi jefe Garduño. ¡Qué hombre! Ha hecho prodigios de valor, pero después contará esto... No se puede negar tampoco que los pipiolos se han portado valerosamente; y hubo un instante en que el maldito Tupper casi nos arrolló, pero en esos momentos Freire, con su caballería, se echaba dentro del río Lircai y huía a todo escape, lo cual permitió a una parte de nuestros escuadrones atacar la infantería enemiga. Nosotros nos rehicimos y cargamos a la bayoneta sobre el flanco derecho del enemigo, mientras nuestra artillería hacía   -361-   pedazos su flanco izquierdo. ¡Aquí sí que fue lo bueno! Su caballería estaba derrotada, su artillería apenas podía moverse, pues llevaban las cureñas tiradas por bueyes, y su infantería se encontró entre dos fuegos. ¡Qué diablos nos habían de resistir...! ¡Ya fui a decir diablo otra vez...! Desde entonces, el campo fue nuestro, y como a las tres de la tarde ya no había más que hacer sino ¡dar hacha y hacha! por manera que cayeron pipiolos como moscas. Yo había perdido de vista a mi capitán Garduño, y empecé a buscarlo, cuando me encontré con cuatro hombres que llevaban preso al hereje Tupper con otro más. Entonces vi aparecer de repente a mi capitán acompañado de diez soldados gritando: ¡al hereje!, ¡al gringo! Los soldados se echaron sobre el otro; pero yo, que conocía a Tupper, fui el primero en darle un hachazo en la cabeza. Los demás compañeros acabaron la santa obra de matar al condenado, pues yo tuve que obedecer a la voz de mi capitán que me ordenó seguirlo, con otros tres soldados más. Era que mi capitán quería atrapar a un oficialito que iba arrancando por la orilla del río abajo. «¡Es un hereje descomulgado!» nos dijo don Santiago; y el que lo mató gana cuarenta días de indulgencias y una onza de yapa. Lo alcanzamos en el pedregal del río, y en un dos por tres lo trajimos a tierra. Después supe que el oficial se llamaba Anselmo Guzmán.

-¡Jesús, María y José! -exclamó doña Manuela-. ¿Está usted seguro de lo que dice?

-¿Pues no he de estarlo, señora? El filisteo (como dice mi hermana) iba en un caballo rosillo-moro, que era la seña que le habían dado a mi capitán para encontrarlo. Yo mismo me apeé, no sólo para cerciorarme de si estaba muerto, sino para quitarle al cadáver un cinturón con seis onzas, de las cuales tres he dejado para mí y estas otras tres se las ofrecí al momento al Niño Dios de mi hermana, como su devoto que soy.

Y al mismo tiempo que así hablaba, sacaba del bolsillo tres onzas de oro que entregó a la Sierva de Dios, diciéndole:

-Toma, hermana mía, pónsela en su urnita al bendito Niño para pagarle el milagro de librarme de las balas pipiolas, que hoy ha hecho conmigo.

Doña Manuela no tuvo paciencia para seguir oyendo a Nicolás todas las peripecias del combate. Despidiose fríamente de los circunstantes, y se retiró a su casa.

-¡No es posible! -repetía en el camino- ¡No puede ser eso! Mi sobrino   -362-   es incapaz de cometer tal crimen, matando a la misma persona que llevaba encargo de proteger.

La pobre señora se puso a llorar en chanto llegó a su casa. Por una parte, la falta de Lucinda, y por otra, la narración de Nicolás Peñaloza, habíanla afectado lo bastante para no poder cenar a gusto.

Después de cenar se puso a rezar con sus criadas, hasta que éstas, rendidas de fatiga, cayeron dormidas sobre el suelo.

Admirada doña Manuela de la poca caridad de aquellas mujeres, que se dormían habiendo muerto tantos cristianos ese día en Lircai, se fue a la cama, en donde su intranquilidad apenas la dejó dormir unos pocos momentos.

Al amanecer despertó sobresaltada, oyendo en el patio ruido de caballos y de espuelas. Vistiose apresuradamente, y saliendo a ver lo que pasaba, encontrose con un oficial de desembarazado continente que le preguntó:

-¿Es la señora doña Manuela Villagrán a quien tengo el honor de hablar?

-Una servidora de usted, caballero, ¿qué se lo ofrecía a usted?

-Ruégole a usted que me dispense el haberla venido a molestar tan temprano; pero hay mil ocasiones en que la necesidad...

-Sí, ya sé -interrumpió la señora-, que la necesidad tiene siempre cara de hereje. Y ¿para qué me necesita usted?

-Necesito hablar con Lucinda de Rojas, que según me han dicho, se encuentra en esta casa -respondió el oficial.

-¡Ah! -exclamó doña Manuela-, ahora no está aquí Lucinda... Pero ¿quién es usted?

-Mi nombre es José, pero me llaman Pepe Tronera -respondió el otro-. Soy íntimo amigo del marido de Lucinda.

-¿Vive don Anselmo? -preguntó la señora.

-Sí vive -respondió Pepe-, y me ha encargado traerle esta carta a Lucinda...

-¡Gracias a Dios! -exclamó la señora, respirando con más descanso-. Pero es el caso que Lucinda se ha separado anoche de nosotras.

Enseguida contó a Pepe todos los sucesos que tenían relación con la intempestiva ida de Lucinda, agregando lo que había dicho Nicolás sobre la muerte de Anselmo, y concluyendo con decir que daba gracias a Dios de que todo aquello fuera mentira.

-Desgraciadamente -dijo Pepe-, hay algo de verdad en todo eso, pues...

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-Muy bien puede ser -interrumpió la señora-, porque siempre la mentira es hija de algo.

-Ahora es menester que yo hable cuanto antes con Lucinda -prosiguió Tronera-. ¿Podría usted proporcionarme un baqueano? Yo no puedo dejarme ver mucho, porque soy liberal.

-Pero cuénteme usted...

-No podemos perder tiempo, señora. Sepa solamente que Lucinda corre gran peligro; y si el que le ha tendido ese lazo (que ahora comprendo), no fuera un pariente de usted, diría yo que ese hombre es el mayor bribón que pisa la tierra.

-¿Quién? ¿Mi sobrino? Entonces usted cree...

-Creo lo que he visto, señora, y adivino el resto. No me desdigo de lo dicho; y para que vea que tengo razón, le diré que don Santiago Garduño ha mandado asesinar a Anselmo...

-¡Ah! -exclamó la señora-, ¡conque es verdad!... ¡Virgen del Carmelo!

-Por fortuna Anselmo se escapó, por no haber alojado en el rancho en donde pensábamos hacer noche cuando nos vinimos de Constitución. Yo no me separé de Anselmo en toda la batalla. Cuando cada cual huía por su lado, me mataron mi caballo de un balazo. Mi amigo me convidó entonces a montar en las ancas del suyo; pero viendo yo que el caballo no podía correr con los dos, le dije que huyese solo, y yo me metí por entre un tupido chilcal. Entonces Anselmo se apeó, y dejó ir su caballo a la ventura, diciéndome que prefería correr mi misma suerte.

-¡Tan generoso y bueno como Lucinda! -exclamó doña Manuela-. ¡Bien haya quien a lo suyo se parece! ¿Y después?

Enseguida vimos por entre las chilcas que otro oficial, montado en el caballo de Anselmo, era perseguido de cerca por tres o cuatro enemigos. «¡Es el mismo!», gritaba Garduño, que iba a la cabeza de los perseguidores, «¡hachen, muchachos, sin misericordia! ¡Lo conozco por el caballo rosillo-moro!»

-No me diga usted más -interrumpió doña Manuela llorando-. Ahora lo comprendo todo. ¡El hijo de mi buena hermana! ¡Bien dicen que la gallina negra pone huevos blancos, y que ni los dedos de las manos son iguales!

-Por consiguiente -agregó Tronera-, Pedro ha sido engañado; y temo mucho que su sobrino no se haya valido de él como de un anzuelo para arrancar a Lucinda del lado de usted.

La señora no contestó una sola palabra, y con el dedo índice sobre   -364-   la frente y la mirada vaga en el espacio, parecía reflexionar. Estaba pálida; pero enrojeciéndose repentinamente su semblante, y dando una patada en el suelo, exclamó:

-¡Es menester que yo vaya! Quien no se arriesga no pasa el río.

-¿Qué dice usted?

-Que yo seré el baqueano que habrá de llevarlo a usted al lugar en donde está Lucinda. Conozco la casa: es de un antiguo sirviente del padre de mi sobrino. Yo, aunque vieja, puedo andar a caballo. Ojalá lleguemos a tiempo. ¡Dios mío! ¡El hijo de mi hermana, a quien he criado en mis brazos! Pero, ¡ay de él, si es verdad lo que usted me ha contado! Más valiera no haber nacido, porque yo le aseguro a usted que ¡nos han de oír los sordos!



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Capítulo LIV

Lucinda y Garduño


«Se hallaba a merced de un hombre, en un sitio apartado... La vehemencia de su pasión la había conducido ahí, sin calcular los peligros a que podía exponerse.»


(V. MURILLO, Una víctima del honor.)                


Como hemos dicho anteriormente, Lucinda, acompañada de su fiel asistente y de cuatro o cinco soldados de caballería, salió de Molina cuando ya había entrado la noche, circunstancia que habría puesto temor en otro espíritu que en el de una mujer apasionada como ella. Nada intimidaba a la valerosa niña, y marchaba sin acordarse de los peligros que el camino ofrecía, como si en su espíritu, lleno de esperanzas y de deseos de ver al objeto de su cariño, no pudiese tener cabida ningún sentimiento indigno de su amor.

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La comitiva, precedida de un baqueano (que los accidentes del terreno hacían indispensable), se dirigió hacia el poniente, cortando el pantanoso valle situado entre la villa de Molina y las primeras cadenas de cerros de la costa. Después de dos horas de penosa marcha, llegaron al portezuelo de Pulmudón, el cual trasmontaron sin el menor inconveniente, merced a la claridad de la luna, y apenas hubieron llegado a la base occidental del cerro, cuando el baqueano dijo:

-Ya estamos cerca de la casa. Ahora es menester que nos dirijamos al norte.

-Dígame, amigo -le preguntó Lucinda-, ¿podremos acelerar más la marcha?

-Sí, señorita -respondió el guía-, porque el camino es como la palma de la mano.

Lucinda, al oír esto, dio un azote a su caballo, apurando el paso todo cuanto lo permitían las asperezas del terreno. Pocos minutos después, divisaron un rancho de totora, iluminado por una fogata, y oyeron los ladridos de diez o doce perros.

-¿Aquélla es la casa? -preguntó Lucinda, con emoción.

-Sí, señorita -respondió el baqueano-. ¡Pero tenga cuidado, por Dios! -exclamó, viendo que la niña ponía su caballo al galope, en dirección de la fogata-. ¡Mire, señorita, que poco antes de llegar al rancho hay un zanjón de mal paso! ¡Al lado del mar está la posada! ¡Al lado del mar...! ¡Pero en fin, ya pasó! ¡Qué señora tan varonil! ¡Vaya!, yo no me tengo por tan cutama que digamos; y sin embargo, me habría temblado la barba al atravesar el zanjón por donde ella acaba de pasar.

En efecto, la destreza del caballo de Lucinda la había librado de un gran peligro. Pedro, que seguía de cerca a su señora, lanzó un grito al ver el precipicio por donde el caballo bajó, y luego volvió a subir sin que Lucinda hubiese abandonado su recta posición sobre la silla.

El baqueano y los soldados, encantados de tan valiente agilidad, no cesaban de alabar a la joven; pero ella, sin curarse de tales alabanzas, prosiguió al galope hacia el rancho, en donde fue recibida por la cuadrilla de perros de que todo rancho chileno está siempre provisto.

Dos mujeres desgreñadas que había cerca del fuego salieron armadas de sendos palos; y después de algún trabajo, consiguieron ahuyentar a los quiltros y perros mayores, saludando al mismo   -367-   tiempo, con mucha cortesía a los recién llegados, a quienes parecían esperar, según lo indicaban dos o tres ollas que hervían y un gran asado que se doraba al amorcito del fuego.

Apeose Lucinda en brazos de su asistente, y luego preguntó por Anselmo.

-Señorita -respondió en voz baja la más vieja de las mujeres-, el caballerito está durmiendo como un tronco, y la médica ha dicho que no lo despierten ni por pienso.

-¡Ah! -exclamó Lucinda-, ¡cómo me olvidé de traer un médico!

-¡Más vale así que no le haiga venido! -respondió la otra mujer-, pues la méica que aquí tenimos sabe más que todos los méicos juntos, cura a lo divino y a lo humano que es bendición, sin necesidad de boticas ni cosa que se le parezca.

-No obstante -replicó Lucinda, alarmada sin saber por qué-, yo querría ver por mis ojos al enfermo.

-Hablemos primero con la médica, y ella nos dirá lo que conviene hacer -dijo la que había hablado primero-. Mientras tanto, venga su merced a sentarse, pues debe venir muy cansada.

Diciendo esto, condujo a Lucinda al cuarto principal de la casa, en donde había una cama, y una mesa cubierta con manteles limpios.

Las paredes del cuarto eran de quincha embarrada, y colgaban de ella varias estampas, un mal labrado crucifijo y muchas cruces de palma bendita. En un rincón, pendía de una estaca de coligüe una guitarra, y en el centro del pavimento había un hoyo en donde se echaba las brasas que calentaban la pieza. El hoyo, o mejor dicho, el brasero, estaba rodeado de bancos de diversos tamaños y formas, y junto al catre, se veía un espacio del suelo cubierto con pieles de carnero. A este lugar fue a donde la dueña de la casa llevó a Lucinda, quien, sintiéndose fatigada, se sentó sobre los pellejos, no sin hacer mil preguntas sobre las heridas de Anselmo, rogando a la mujer que fuese a buscar a la médica, para saber de ella noticias positivas.

Salió la que parecía dueña de casa, y entonces fue cuando Lucinda se acordó de Garduño. ¿Por qué no se había presentado el oficial, que tan solícito se había mostrado en servirla? Quiso llamar a Pedro para preguntarle por Santiago, pero a ese tiempo entró la médica, la cual era tan vieja, que, a juzgar el saber por los años, merecería el título de doctora en todas las universidades de Italia y Alemania.

Saludó a Lucinda, haciendo una mueca de contento, y le dijo que no tuviese cuidado por el heridos, pues merced a los emplastos, cataplasmas,   -368-   sorbetorios, bebidas, lavatorios y enjuagatorios con agua agarrada en el corazón de la corriente, habría de sanar, no más, con el favor de Dios; y que al presente se encontraba durmiendo con gran tranquilidad, para lo cual le había puesto a la cabecera de la cama la cruz de Salomón, hecha con varillas de palqui pasadas por el rescoldo, que era santo remedio para no tener malos sueños; y que, por fin, le tenía los pies envueltos en su mismo refajo de castilla lacre, sahumado con palma bendita, pronunciando las palabras al tiempo de quemar la palma, lo cual era un primor para tirar la calor para abajo.

Lucinda no hallaba qué pensar de lo que estaba oyendo, y, sobresaltada seriamente, exclamó:

-¡Yo quiero ver a mi marido! ¿En dónde está don Santiago Garduño?

-Los soldados se fueron -respondió la dueña de casa.

-¿Y mi sirviente?

-También se fue con ellos al monte a buscar a don Garduño, que se ha ido a esconder, porque... ¿No sabe su merced que agora está mal con el gobierno?

-¡Dios mío! -exclamó la pobre niña llena de susto-. ¿Si me habrán engañado?

-Aquí no hay engaño, señorita -dijo la mujer, con todas las apariencias de la buena fe-. Don Santiago vendrá pronto, pero es preciso que su merced cene alguna cosa.

-Esto es lo principal -agregó la médica-, y créame a mí, que tengo experiencia, pues si el enfermo que come no se muere, ¿qué será con los sanos que comen?

-¡Esto parece una burla o un engaño atroz! -exclamó Lucinda aterrorizada.

Y abriéndose paso por entre las mujeres, salió de la miserable covacha, llamando a Pedro, a grandes voces. Pero Pedro no contestó; y en vez de él, respondió Garduño, que parecía haberse desmontado recientemente del caballo.

-¡Señorita! -dijo-, ¡cálmese usted, por Dios!

-¡Ah!, ¿es usted, señor don Santiago? -exclamó Lucinda en tono de reproche-. Explíqueme usted ¿por qué razón no se me deja ver a Anselmo?

-Todavía no, señorita, porque...

-Antes de todo ¿está aquí mi esposo?

  -369-  

-Entre a la pieza y hablaremos -respondió Garduño-. Yo le explicaré todo lo que ha sucedido.

Lucinda, temblando de emoción, entró al cuarto, y tras ella, Santiago, después de haber ordenado que sirvieran la cena.

-¡Dígame, por Dios, lo que hay! -volvió a exclamar Lucinda con tono suplicante-. Usted no ha contestado a mi pregunta.

-Por no sobresaltarla demasiado. Cálmese usted, señorita, voy a contestarle. El caso es que mi buen amigo Anselmo no está aquí...

-Y ¿cómo me dijo Pedro que lo había visto traer en hombros de cuatro soldados?

-Era otro oficial enfermo, del cual debe haberle hablado la médica.

-¡Ah!, ¡entonces he sido víctima de un engaño! ¿Y Pedro?

-No está aquí... Serénese usted... Lo he enviado a buscar a Anselmo.

-¿En dónde está?

-A media legua de distancia, oculto en un bosque.

-¡Ah! ¿Será verdad? ¿Y la herida...?

-No es de gravedad. Pronto lo veremos llegar. Ahora es menester que usted tome algún alimento -prosiguió Garduño, con voz insinuante.

A ese tiempo las mujeres habían entrado con dos fuentes, una de cazuela y la otra de carne asada.

Lucinda hizo un esfuerzo, y comió algo, no sin abrumar a preguntas a Garduño, cuyas contestaciones evasivas la intranquilizaban más y más. Por último, viendo que ya habían pasado más de dos horas y aún no llegaba Pedro, dijo a Santiago, mirándolo fijamente:

-Señor Garduño, usted me está engañando.

-Señorita -respondió Santiago, con voz temblorosa-, es cierto que me he visto precisado a decirle la verdad a medias, pues el afecto que siento por usted...

-¿Siente usted afecto por mí, y me engaña...?

-Es que a veces la verdad es demasiado cruel, señorita.

-¡Lo que hay aquí cruel es usted! -exclamó Lucinda fuera de sí-. ¡Está viendo cuánto sufro y me tiene en tan gran incertidumbre...!

-Vaya, pues le diré la verdad, a mi pesar. Yo quería preparar su ánimo para que recibiera la fatal noticia de...

-¿La muerte de mi marido? -interrumpió Lucinda.

  -370-  

Garduño no respondió sino con una seña afirmativa.

-¡Y para esto me ha traído usted a este sitio! -exclamó la pobre joven llorando y cayendo desfallecida sobre un banco-. ¡Entre qué gentes estoy, Dios mío!

-Está entre amigos, señorita -repuso Garduño, tratando de hacerse oír de Lucinda-. La he hecho venir a usted por encargo del mismo Anselmo. Juntos hemos peleado en la batalla, pues yo me pasé al enemigo, razón por la cual se me debe andar buscando para fusilarme. Lucinda, créame que siento entrañablemente el tener que decirle esto. Cuando Anselmo cayó herido, lo hice salir del campo, dándole dos soldados que lo atendiesen; y al ver derrotada la caballería liberal, yo busqué a mi amigo... Preguntele si tenía fuerzas para montar a caballo, y me contestó que sí, y que deseaba seguir a los suyos. Juntos emprendimos la retirada trayendo con nosotros ocho soldados. Como no era posible que nos dirigiéramos a Molina, yo le propuse venirnos por este camino extraviado, y él aceptó. Como a dos leguas de aquí, encontramos a Pedro, y presintiendo mi pobre amigo su cercano fin, envió a llamarla a usted. Pedro partió con cuatro soldados para Molina, y yo traté de conducir a Anselmo a este rancho, cuyo dueño es un antiguo sirviente de mi padre; pero mi desgraciado amigo no alcanzó a llegar. Antes de morir, me hizo jurar que la serviría a usted, y que la conduciría a Santiago, defendiéndola y protegiéndola como lo habría hecho él mismo. ¡Pobre amigo mío! -prosiguió el miserable, poniéndose el pañuelo en los ojos-. Yo juré servirla a usted de criado, si necesario fuere; él, habiéndome dado su reloj para que se lo entregase a usted, me apretó la mano, y...

El hipócrita empezó a sollozar, al mismo tiempo que mostraba a Lucinda un reloj que había sacado de sus bolsillos.

La pobre niña tomó el reloj, cubriéndolo de besos con agitación febril, y sin cesar de llorar, llamábase a sí misma la más desgraciada de las mujeres. Pero habiendo echado una mirada sobre aquella prenda que ella creía de su esposo, exclamó:

-¡Éste no es el reloj de Anselmo!

Garduño se puso pálido de emoción y murmuró:

-¡Si me habré equivocado!

-¡Caballero! -dijo Lucinda, con repentina energía-, ¡es menester que yo vuelva al momento a Molina!

-Es imposible, señorita. Ya usted conoce el camino, y a estas horas de la noche...

  -371-  

-Pues entonces me iré mañana -interrumpió Lucinda, con voz seca-. Por ahora le ruego a usted que me deje llorar sola.

Y habiendo hecho una seña a Garduño para que se retirara, fue al momento obedecida.

Enseguida, llamó a la dueña de la casa, y le ofreció recompensarla muy bien si le servía con lealtad.

La mujer prometió velar toda la noche, «mientras la señorita dormía en la cama limpiecita que ella misma había hecho ese día por orden de don Garduño.» Y al decir esto la solícita mujer cerró la puerta y la afirmó con dos trancas.

-¡Con estas trancas -dijo- no le tengo miedo ni a los mismos Pincheiras!

Lucinda se metió en el lecho, pero no pudo dormir tranquila un solo instante. Rendida de fatiga, apenas se quedaba dormida un momento, cuando despertaba llorando a gritos, afligida por las sangrientas y espantosas imágenes que la asaltaban en sus sueños. Hubo instantes en que creyó haber perdido el juicio, hasta que la llegada del día hizo desaparecer los fantasmas de muerte que rodeaban su lecho.

Vistiose y oró, rogando al Señor que fuera mentira todo aquello que aún no podía hallar cabida en su mente.

Enseguida hizo llamar a Garduño, y le manifestó imperiosamente sus deseos de volverse a Molina.

-Señorita -le respondió Santiago, con mentida tristeza-, yo mismo en persona la conduciría a casa de mi tía; pero advierta usted que ando prófugo, y que al presente debe estar la villa ocupada por una parte de las tropas de Prieto. Por la misma razón no puede usted ser conducida por soldados que son también de los pasados al enemigo. Nada sería que a mí me capturasen y me hicieran fusilar, pues con gusto haría el sacrificio de mi vida por satisfacer el menor de sus deseos; pero ¿cómo habría yo de exponerla a usted a sufrir insultos de una soldadesca desenfrenada, después de la victoria?

En fin, fue tanto lo que el hipócrita habló, con tan lastimero tono, que Lucinda se decidió a esperar. Verdad es que no podía hacer otra cosa. Entonces fue cuando Santiago le propuso formalmente llevarla desde allí a la capital, diciéndole que podía hacerlo sin peligro alguno, por un camino muy conocido de los ocho hombres que les servirían de escolta. Pero Lucinda rechazó tenazmente la idea, y preguntó por su sirviente, a lo cual respondió Santiago, que había   -372-   enviado a Pedro a Molina, para saber noticias de su tía, cuya casa habría sido necesariamente asaltada, pues los vencedores creerían que él se encontraba allí refugiado.

Acabada esta conversación, Garduño montó a caballo y se separó del rancho. Dos o tres horas después, volvió acompañado de un soldado, el cual dijo que Pedro había caído en manos de los prietistas, y relató el cuento con tantos detalles que no dejó lugar a ninguna duda.

Afligiose y lloró de nuevo Lucinda, a pesar de que parecía que ya no le quedaban lágrimas que derramar; pero para poder soportar sin sucumbir esta vida de dolores, Dios quiso que la fuente de nuestras lágrimas fuese inagotable.

No obstante el desamparo en que Lucinda se veía, supo resistir enérgicamente a las nuevas instancias de Garduño, que pretendía ponerse con ella en marcha ese mismo día con dirección a la capital. Por fin, viendo el sobrino de doña Manuela que no le sería posible vencer la resistencia de su víctima, quiso tentar la suerte; y, solicitando de Lucinda que le oyese algunas palabras a solas, cometió la locura de hablarle de esta manera:

-Lucinda: una fuerza imperiosa y a la cual no me es dable resistir, me obliga a manifestarle el profundo afecto que siento por usted.

Lucinda miró al oficial, como preguntándole qué significaban sus palabras.

-Este afecto -prosiguió Garduño, dando un paso hacia el banco en donde estaba sentada la joven-, este cariño que usted me ha inspirado desde el primer momento que la vi...

-No comprendo el objeto de sus palabras -dijo vivamente la joven, alzándose del banco.

-Mi objeto es manifestarle a usted cuán grande es ese cariño, ¡cuánto la amo a usted, Lucinda! -exclamó Santiago con el acento de la pasión verdadera.

-¡Ahora lo comprendo todo! -exclamó ella, mirando a Garduño con tan alto desprecio, que éste bajó los ojos ante aquella mirada llena de reconvenciones.

-Tiene usted razón hasta para odiarme -prosiguió Santiago con humilde tono-. Comprendo que no son éstas las circunstancias oportunas para hablarle a usted de esta manera; pero es tal la vehemencia de mi amor, que yo mismo no sé lo que hago. La amé desde que la vi, y lo que no podía decirle ayer, se lo digo hoy...

  -373-  

-Ni hoy ni nunca debiera usted haber dicho eso -interrumpió Lucinda, con severa voz-, y si usted no fuera el sobrino de una señora a quien yo debo tanto, habría contestado, como lo merecen, a sus atrevidas, y podría decir, crueles palabras.

-¡Lucinda! -repuso Garduño-, sepa usted que mi amor es tan respetuoso como verdadero, y que...

-¡En lo que usted ha hecho conmigo conozco el respeto que le debo! -exclamó Lucinda sonriendo amargamente-. Señor Garduño, le ruego a usted que me deje sola. Ahora veo que debo irme hoy mismo a la villa, aun cuando sea a pie... Pues entonces saldré yo -prosiguió, viendo que Santiago no se movía-, y ya que usted no puede facilitarme elementos para irme, sin comprometer su seguridad...

-¡No!, ¡no saldrá usted! -exclamó Santiago fuera de sí e interponiéndose entre ella y la puerta, cuyas trancas puso en un momento-. No saldrá sin haberme dado esperanzas siquiera de...

-¡Socorro!, ¡socorro! -gritó Lucinda al notar en la mirada de su verdugo que nada podía esperar de él.

-No llame usted en balde -le dijo Garduño tratando de apoderarse de una de sus manos, que ella retiró vivamente-. Nadie oirá sus gritos, porque estamos solos.

-¡Solos, no!... -exclamó Lucinda-. No estamos solos, ¡porque Dios está presente! ¡Él oye mis voces!

Y empezó de nuevo a pedir socorro con todas sus fuerzas.

En aquel momento se oyó un ruido de caballos en el patio, y luego un fuerte empellón a la puerta, la cual saltó de su quicio cayendo al suelo con trancas y todo.

Garduño lanzó un rugido de cólera, como la pantera sorprendida dentro de su cueva; y dando vuelta sobre sus talones, quedó allí plantado como si hubiera visto la misma cabeza de Medusa. Era su tía en persona, quien, acompañada de Pepe Tronera y un sirviente, acababa de llegar de la villa.

-¡Gracias a Dios que te encuentro! -exclamó doña Manuela abrazando a Lucinda-. ¡No me digas nada! -prosiguió-, todo lo sé; ¡todo, todo, todo!

Enseguida miró a su sobrino con irritadísimo semblante, y quiso hablar; pero las palabras parecían atropellarse en su boca, por manera que hubo un momento en que la exaltada señora, deseosa de decir mucho, no dijo nada. Garduño, sin poder resistir aquella mirada de fuego, que estaba acostumbrado a respetar, quiso salir;   -374-   pero Tronera, de pie en medio de la puerta, dijo, sacando su espada:

-¡Oiga usted a su señora tía!, y después saldrá.

-¡Sí!, ¡es preciso que me oigas! -rompió por fin doña Manuela-. ¡Desleal, atrevido, ingrato, embustero, mal hijo, desvergonzado, sin conciencia, ni religión, ni temor de Dios! ¡Todo lo sé!, ¡todo!, ¡todo! Y asesino también...

-Tía -balbuceó el pobre Santiago-, óigame usted...

-¡Yo no soy tu tía! -interrumpió doña Manuela-. No quiero ser tía de un pícaro sin vergüenza, que no ha respetado mis canas. ¿Son éstos los consejos que yo te he dado? ¿Es ésta la doctrina que yo te he enseñado?... Mocoso deshonesto, que no habías de ver más sino que yo te crié, desde que dejaste la teta, ¡aquí sobre mis rodillas! ¡Ah!, ¡cría cuervos y te sacarán los ojos! Y te enseñé a rezar, y te doctriné yo misma, ¿y para qué? Para sacar tanto en una mano como en la otra, pues, por mal de mis pecados, ¡veo ahora que toda mi enseñanza cayó en saco roto! ¡Cuántas veces no te he dicho que quien obra mal no espere bien, pues Dios da la vida a condición de ser buenos! Dime que miento, y déjame aquí fea, delante de la gente. Para que veas, picaronazo, que no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague; y agradécele a Dios el tener que pagarlas aquí, en vez de ir a lastarlas en el otro mundo. ¿O pensabas poder ocultarme tus picardías y engañarme para siempre? No, hijito, que el que en malos pasos anda, tarde o temprano resbala, y la basura aparece al fin en la espuma. Bien dicen las Beatas Peñalozas que eres un hereje sin religión; y no sería tu tía la que te defienda en lo sucesivo. ¡Tía!, ¡tía! Bien dicen que a quien Dios no le da hijos, ¡el diablo le da sobrinos! Pero, lo que es desde hoy, renuncio del tiazgo, y tú puedes irte a donde te lamba un buey, que no es la hija de mi madre para querer a malos agradecidos. Y ahora te digo que si no me he casado, ha sido por dejártelo todo a ti, a puertas cerradas; ¡pero mándenme sacar una letra si tal hago!

Mientras la señora hablaba, Lucinda se había acercado a Tronera, el cual le refirió el modo como Anselmo había escapado de la batalla, sin lesión alguna, y tenido que seguir a Viel. Este coronel había conseguido organizar la retirada de una gran partida de caballería, con la cual se dirigió hacia el norte por el camino de la costa. Al mismo tiempo, Tronera dio a Lucinda una esquela escrita de puño y letra de Anselmo, en la cual éste le decía que hiciese lo que Pepe le dijera de viva voz.

  -375-  

Por fin, doña Manuela, cansada ya de reprender a su sobrino, puso los ojos en Lucinda; y mirándola con más atención, quedó admiradísima de los estragos que en el semblante de la joven habían hecho aquellas pocas horas de dolor continuo.

-¡Alma mía! -la dijo, abrazándola y llorando al mismo tiempo-, ¡cuánto has sufrido! ¡Canas! -prosiguió, diciendo con balbuciente voz, y palpando y mirando de cerca la cabeza de Lucinda-. ¡Mira, infame!, mira, para que te arrepientas ¡cómo le has hecho salir canas a esta pobrecita, en sólo veinticuatro horas!

Garduño puso los ojos sobre los cabellos de Lucinda, y en efecto, vio que en varios puntos habían comenzado a blanquear prematuramente. Algo debió pasar por la mente de aquel hombre, porque se estremeció de pies a cabeza, y sin decir una palabra salió del cuarto.

Tronera preguntó entonces a Lucinda si podría ponerse en marcha desde luego; y habiendo contestado ella que sí, salió Pepe a buscar las gentes de la casa (que parecían haberse perdido), para preguntarles por el sillón de Lucinda. Al fin encontró a las mujeres metidas en un rincón de la cocina, las cuales le dieron noticias de los arreos de montar. La dueña de casa salió llorando a lágrima viva, y fue a pedir perdón a doña Manuela, por la participación que había tenido en aquel asunto.

-Que te perdone Dios, que te crió, que de mí estás perdonada, Agustina -díjole la señora-, y déjate de lloriqueos, que de nada sirven los ayes, después de clavado el pie. Levántate de ahí, y arrepiéntete de lo que has hecho, pues Dios no pide rodillas sino corazones, y más vale un buen propósito que mil golpes de pecho.

En ese momento se oyó un estallido detrás del rancho; y enseguida apareció la médica, gritando pavorosamente:

-¡Señor, por Dios!, ¡don Santiago se ha baliado él mismo!

-¡Jesús, María y José!, exclamó doña Manuela-. Yo tengo la culpa por haberle reprendido tan duramente. ¡El hijo de mi pobre hermana, que me lo encargó tanto al morir, muerto por su propia mano! ¡En dónde estás Santiago! -prosiguió llorando y encaminándose al sitio de la catástrofe-. ¡Tu tía te perdona! ¡Ánimas benditas del purgatorio!... Que siquiera haya quedado con vida, para que se confiese, pues su salvación es lo primero... ¡Madre y Señora mía del Carmen! ¡Para qué iría yo a ser tan dura con él! ¡Este genio que tengo, Dios mío!



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Capítulo LV

Dios dispone


«Era la primera vez que se sentía turbada en presencia de un hombre. Pudor precioso, que es la prueba más convincente de la virginidad del corazón y el primer preludio de un amor que se despierta.»


(VÍCTOR TORRES, A., La Loca.)                


Pepe Tronera había sido el primero en llegar a donde estaba Garduño, no tendido en el suelo como todos lo esperaban, sino afirmado en la quincha del rancho, con la mano izquierda sobre el corazón, de donde manaba un chorro de sangre, y teniendo aún en la derecha la homicida pistola. Doña Manuela tuvo un rayo de esperanza al ver de pie a su sobrino, y volvió a invocar per la vigésima vez a las benditas ánimas del purgatorio. Mientras tanto, Pepe, examinando con atención la herida, notó que no era de muerte, noticia que llenó de gozo a la afligida tía.

Garduño, pálido como un cadáver, sin hablar una sola palabra y   -378-   con los ojos medio cerrados, como si no quisiera ver a nadie, se dejó conducir hasta la cama, en donde lo acostaron para hacerle las primeras curaciones. Ni hablaba, ni se quejaba, ni prestaba la menor resistencia a lo que se quería hacer con él. Parecía un cadáver que aún no ha adquirido la rigidez de la muerte; pero, tanto por la regularidad de la respiración, como por los acordes aunque precipitados latidos del corazón, aseguraba Pepe a doña Manuela que su sobrino viviría.

En efecto, la bala, entrando casi enfrente del corazón, había dado vuelta en torno de las costillas y salido un poco más abajo del omoplato izquierdo.

La médica, mientras le lavaba y curaba la herida, dijo que estaba acostumbrada a curar cuchilladas entre cuero y carne, y que no tuviesen temor alguno, pues lo mismo debía ser con los balazos que no penetraban en la caja del cuerpo. Por fin, el enfermo se quedó dormido, y todos creyeron conveniente dejarlo descansar y recuperar, por medio del sueño, algo de las fuerzas perdidas con la sangre.

Después de comer, por ser llegada ya la hora de mediodía, determinaron ponerse marcha para la villa.

Doña Manuela, que no se había separado de la cabecera del enfermo, resolvió quedarse para cuidarlo mientras podía llevárselo a la villa, o traer de allí al italiano que se daba los títulos de doctor y gozaba de los fueros de tal. Pero habiendo despertado Santiago, después de una hora de sueño, y manifestado que se sentía mejor, doña Manuela se decidió a marchar esa misma tarde con Lucinda. Eso sí, que no partió la bondadosa tía sino después de haber encargado a las mujeres el cuidado de su sobrino, y visto por sus propios ojos que había una buena provisión de carne y de huevos. Al mismo tiempo hizo recoger y entregó a Pepe las pistolas y demás armas que se pudo encontrar en el rancho.

Cuando andaba en esto, seguida de su sirviente, sintió que de un rincón que servía de pajar, salía una especie de quejido humano; y habiéndose asomado, vio moverse entre la paja a un hombre maniatado, que hacía esfuerzos por gritar, sin poder conseguirlo. Dio voces al momento, y luego vino Tronera, quien, ayudado del sirviente, desenterró y desató al hombre, quitándole de la boca un pañuelo retorcido que le impedía hablar y gritar.

Todos reconocieron en el momento a Pedro, el cual les dijo que estaba allí por orden de Garduño, agregando que había oído los   -379-   gritos de su señora y que había sufrido grandemente por no poder socorrerla.

-¿Y los soldados que nos acompañaron? -preguntó Lucinda, contentísima con el hallazgo de su leal sirviente.

-Dos de ellos -respondió éste- se fueron de aquí anoche, y otros dos quedaron custodiándome; pero, según ciertas palabras que les oí esta mañana, creo que deben haberse ido a beber a un rancho que hay junto al camino que va para el norte.

Doña Manuela decidió llevar a Pedro en lugar de su sirviente, y dejar a éste para que acompañase al herido.

Al tiempo de montar a caballo, vio a Lucinda que, rendida por el cansancio y las emociones del día, se había sentado sobre una piedra de moler, y afablemente le dijo:

-Quítate de ahí, hijita, mira que quien en piedra se sentó, no preguntes de qué murió; y no te amilanes, porque a grandes trabajos, gran corazón. Es preciso hacer de tripas guatas y de la necesidad virtud, que mañana será otro día, y Dios dirá lo que será, porque no todos los tiempos son unos, ni todos los días se parecen. Y ahora, vamos andando, pues el sol se ha ladeado bastante, y lo que se ha de hacer tarde que se haga temprano, y el mal camino andarlo luego; y el que deja de andar, atrás se queda.

Mientras así hablaba la señora, montaban todos a caballo. Doña Manuela iba llena de satisfacción, Pedro riéndose de gusto, y Lucinda con esa alegría al través de la cual se echa de ver el dolor pasado; porque, si bien el dolor borra hasta los recuerdos de la anterior alegría, ésta suele ser siempre impotente para borrar de nuestro semblante el sello del sufrimiento.

Pepe Tronera no iba menos contento que doña Manuela, con la cual le gustaba platicar, pues decía haber congeniado grandemente con ella.

-Pues lo mismo me pasa a mí, don Pepito -contestaba doña Manuela riendo-. Me gustan los hombres como usted, que encuentran las cosas hechas y no amarran el mundo en un trapito. Si no estuviera tan vieja como estoy, creo que haríamos muy buen casamiento.

Y la alegre señora se echaba a reír, con lo cual hacía reír a Lucinda, que era lo que ella quería.

-Pues aquí me tiene usted a su disposición, señora mía -contestaba Pepe, en el mismo tono.

  -380-  

-¡No, no! -decía ella-, ya esta viejo Pedro para cabrero; aunque nadie puede decir de esta agua no beberé, por turbia que esté.

-Eso mismo digo yo -le replicó Pepe-, y cada vez que la oigo hablar, me admira el que usted no se haya casado.

-Es que: estado y mortaja, del cielo baja, don Pepito; además de que no me aflige el haberme quedado soltera, pues de todo ha de haber en la viña de Cristo, y ya sabe usted que el buey suelto... Y no digo más, que Dios me entiende. Y mire usted lo que es el mundo: de dos hermanas que fuimos, se casó la otra que era más fea que yo. Pero la suerte de la fea la bonita la desea, con lo cual no quiero decir, ni por pienso, que yo fuera bonita, sino así, así. Con todo, aquí donde usted me ve, también me pretendieron, porque a nadie le falta Dios, y no hay mujer que no haya tenido su peor es nada; pues si no hubiese malos gustos no se venderían los géneros; y como dice el refrán...

-No tiene usted necesidad de decirme otro refrán para que yo le crea -interrumpió riendo Pepe-, pues hay de sobra con los que acaba de decir.

-¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! ¡Me gusta su franqueza! -exclamó la señora-, y con gentes así me entierren, pues quien la verdad te dirá no te traicionará. Y ya que a usted no le gustan los refranes, no los diré, pues, como decía mi madre: para vivir con los vivos, obrar como ellos. Pero ¿qué quiere usted, don Pepito de mi alma? Mi madre era un libro de adagios, y ya usted sabe que quien lo hereda no lo hurta, y como dicen: bien haya quien a lo suyo se parece.

-¡Y dice que no echará más refranes! -exclamó Pepe, soltando una gran carcajada.

-¡Ah! es cierto, don Pepito; pero ya sabe usted que una cosa es prometer y otra es hacer, pues la cabra tira siempre al monte, y la maña vieja, tarde, mal y nunca se deja. Éste es mi genio; y genio y figura hasta la sepultura, como decía mi madre, que el Señor tenga en el cielo... Ríete, Lucinda. ¡Eso es, hijita! Así me gusta verte.

Platicando de este modo, atravesaron el camino sin sentir, y llegaron al vallecito que se extiende entre los cerros de Pulmudón y la villa. Cuando estuvieron a poca distancia del término del viaje, se encontraron con el padre Hipocreitía que venía montado en una lustrosa mula y acompañado de un mozo. Mostrose el reverendo muy complacido de aquel encuentro, y dijo a doña Manuela que, habiendo sabido su repentina partida de Molina, había resuelto ir él en persona al lugar en donde creía encontrarla, por presumir que algo de   -381-   grave debía pasar allí cuando ella se había puesto en marcha con tanta precipitación.

Agradeció doña Manuela la solicitud del jesuita, y enseguida, sin dejar a nadie la palabra, ni aun al mismo Pepe que reventaba por hablar, contó lo sucedido con todos sus detalles, agregando que esperaba de su paternidad el favor de que iría a auxiliar espiritual y corporalmente a su sobrino. Prometiolo así el padre, y despidiéndose de sus interlocutores, picó su mula y prosiguió su interrumpida marcha.

Nuestros amigos siguieron también la suya, y en poco rato más llegaron a casa de doña Manuela, a quien (según ella misma decía) la habían oído las ánimas del purgatorio en todo y por todo, pues ya no dudaba de que su sobrino comenzaría desde entonces una nueva vida, merced a la confesión general que ella le había encargado hacer, y que sin duda haría en cuanto viese al reverendo padre.

Enseguida se trató de lo que le convendría hacer a Lucinda, y después de mil proyectos se resolvió que la esposa de Anselmo descansase algunos días más en casa de doña Manuela, antes de ponerse en viaje para Santiago con el alegre Pepe Tronera.

Esta determinación parecía además muy prudente, en atención a que el estado político del país hacía por demás peligroso un viaje, mayormente si se trataba de conducir señoras a tan larga distancia. Y como Lucinda deseaba tener noticias de su marido, y dárselas de ella, despachó a Pedro para el norte, con una larga carta para Anselmo, a la cual Tronera agregó una posdata, diciendo en ella a su amigo que se reservaba para contarle de viva voz todo lo acontecido.

Al mismo tiempo, la diligente doña Manuela había hecho que, en la tarde de su llegada a Molina fuera el que se decía médico italiano a ver a su sobrino.

En la noche volvió aquel diciendo que ya no había nada que temer por la vida del enfermo, y que en dos semanas más estaría completamente curado de su herida. Del mismo parecer fue el padre Hipocreitía, quien estuvo de vuelta al día siguiente.

-Señora -dijo a doña Manuela-, su sobrino me ha dejado edificado, y debo decir a usted que se prepare para recibir una agradabilísima sorpresa.

-¿Trae usted alguna noticia nueva? -preguntó la señora.

-Es menester que usted lo sepa antes que todos -respondió el   -382-   jesuita-. Don Santiago está desengañado de la vida del siglo, y desea dejar el mundo; mas, para ponerse el santo hábito, me ha enviado a pedir el consentimiento de usted.

-¡De mil amores! -exclamó la señora contentísima-. ¿Quiere meterse fraile? ¡Pues que se cumpla la voluntad de Dios! Y si tiene vocación...

-Es una vocación verdadera.

-Y ¿a qué convento le tira...?

-Quiere entrar en nuestra orden; y como yo tengo facultades para iniciar a los hermanos, voy a enviarle un hábito con el presbítero O*.

-¡Miel sobre buñuelos, padre mío! -repuso doña Manuela, palmoteando de gozo-. Pero se me ocurre una cosa, y es que, como no existe en este país la Orden de Jesús, yo creía que no pudiesen aquí ordenar jesuitas.

-No tenga usted temor por eso -respondió el padre-. A los jesuitas no se les destierra de un país con un decreto, ni con una real orden. Precisamente ahora que ha vencido en Chile el partido católico es cuando menos tenemos que temer los hijos de nuestro bendito padre San Ignacio.

-Ojalá sea un santo religioso, padre mío; y ahora veo que las ánimas benditas del purgatorio me han oído por completo. Yo había querido que se casara, para que le entrara el juicio, y por eso había pensado dejarle todo lo que tengo, a puerta cerrada...

-El que su sobrino se meta fraile no es un impedimento para que usted le legue sus bienes -interrumpió el jesuita-. Al contrario, con ello hace usted ahora, no solamente una obra de caridad con su pariente, sino también mil y mil obras de beneficencia pública, pues en eso se habrá de emplear después todo su haber.

-Si eso es así, nadie será mi heredero sino fray Santiago Garduño. Dígaselo así de mi parte, y agréguele que le mando mi bendición, y que espero verlo aquí vestido con el santo hábito.

Dos o tres días después, vio doña Manuela cumplidos sus deseos; y casi se volvió loca de gusto al abrazar a su sobrino convertido en un casi padre jesuita, cuyo papel hacía maravillosamente. El nombre de fray Santiago Garduño corrió de boca en boca por toda la villa, y todos querían ver al antiguo oficial que, despreciando el mundo y sus vanidades, había cambiado la casaca por los hábitos. La Sierva de Dios staba contentísima; aseguraba a doña Manuela   -383-   que ella no extrañaba esta trasformación, pues le había sido revelada en la semana anterior.

Preciso es decir como fieles historiadores que el cambio de Santiago Garduño parecía ser completo. De alegre y comunicativo, se había convertido en taciturno y reservado; y al meterse dentro del hábito se había revestido además de toda aquella gravedad que tan bien cuadra al continente de un sacerdote. Sus conversaciones eran serias y edificantes, y desde luego se entregó al estudio y a la lectura de los libros que el padre Hipocreitía puso en sus manos. Pasaba horas enteras con el reverendo padre, en conversaciones útiles e instructivas; y no salía de la misión, sino para dar por la calle algunos paseos, tal cual lo reclamaba el restablecimiento de su salud; y eso solamente cuando así se lo ordenaba el padre Hipocreitía, bajo de santa obediencia. Todos los días ayudaba a misa y llevaba el coro en el rosario de la noche, con grandísima complacencia de la Sierva de Dios, quien alababa mucho la buena voz de fray Santiago para rezar el rosario. La Beatita solía quedarse mirando, durante largo rato, al candidato para jesuita; y más de una vez se habría podido sospechar en el movimiento de su bien contorneado pecho un suspiro apagado.

El presbítero O* notó, con secreto disgusto, el ascendiente que el ex-oficial iba alcanzando en el ánimo de las santas mujeres. La Médica Santa recataba los emplastos que se debía aplicar a la herida del convertido a Dios, como ella lo llamaba. La Beatita corría a la huerta a arrancar por sus manos las yerbas necesarias para los remedios, y la Sierva de Dios confeccionaba las cataplasmas, y aun hubo veces que la necesidad la obligó a aplicarlas ella misma sobre la herida (eso sí cerrando los ojos, y rezando tres Avemarías contra las tentaciones). Cierto es que Santiago pagaba con usura estos y otros servicios, leyéndoles la vida y milagros de todos los santos en el Año Cristiano del presbítero O*, obra que componía toda la biblioteca del buen clérigo.

Las devotas Niñas no hallaban a veces qué cosa era más digna de admiración, si los milagros portentosos que el libro relataba, o el portentoso milagro del militar hereje convertido en oficioso lector del Año Cristiano. Había vidas que no se terminaban sino allá cerca de la medianoche, y tan interesantes eran que, durante la lectura, no separaba la Beatita los ojos del lector, concluyendo al fin con suspirar, ya fuera por el interés que le inspirara el santo protagonista, ya por el conmovido tono de fray Santiago, y por el   -384-   sentimiento que sabía darle a todo lo que leía. Nicolás solía acompañarlos en las veladas, aunque ello era siempre para dar escándalo pues, cinco minutos después de comenzada la lectura, ya estaba bostezando, cuando no roncando diabólicamente, como decía la Sierva de Dios, que se tenía por muy entendida en todo cuanto atañía y tocaba a las malas mañas del Demonio. Pero ella sabía espantarle el diablo del sueño a su indevoto hermano, aplicándole en cada punto acápite, un pellizco en las pantorrillas, que lo hacía saltar sobre el asiento.

El presbítero O* se sentaba siempre cerca de la Sierva de Dios, para resolverle todas las dificultades y dudas que solían ocurrírsele, pues es cosa averiguada ya por los historiadores que ella hacía muy buenas migas con el clérigo, y que sólo parecía aborrecerlo cuando tenía metido a Satanás dentro del cuerpo.

Una noche en que fray Santiago leía la vida de Santa Teresa de Jesús, la Sierva llamó la atención del presbítero O* sobre su sobrina, la cual miraba sin pestañear al lector, y lo escuchaba con manifiesta y grata emoción.

-Mírela usted, señor -dijo en voz baja la Sierva al presbítero-, vea con qué devoción oye leer. Tiene la gracia de Dios pintada en los ojos, y el fuego del divino amor se nota en sus suspiros. ¿No es verdad que parece una santita? ¡Dios quiera que no me echen la tierra encima, hasta no verla en las Claras, lograda y convertida en monja de velo blanco!

Mientras la Sierva hablaba de esta manera, el presbítero miraba a hurtadillas a la linda Beatita, cuya emoción daba nuevos atractivos a su candoroso semblante. Miraba a Garduño con un abandono angelical, y no parecía sino que tuviera el alma en los ojos: tal era la brillantez de su mirada, medio humedecida por las lágrimas de la emoción. De repente Garduño cesó de leer, y alzando la vista, alcanzó a recoger algunos destellos de la mirada de la niña, que al verse observada, bajó los ojos y se ruborizó. Garduño se estremeció, y ahogando un suspiro, prosiguió su lectura con temblorosa voz. La linda Beatita no volvió a mirar a Santiago en toda la noche; y sin atender ya a la lectura, pareció haberse preocupado de repente de los flecos de su pañoleta, que pasaba y repasaba entre sus dedos.

Ya la misión, o mejor dicho, las misiones del padre Hipocreitía habían concluido; y el jesuita pensaba ponerse en camino para la capital, llevándose a Garduño, y con él las esperanzas de obtener los bienes de doña Manuela Villagrán, para emplearlos en el servicio   -385-   de Dios y de la religión, cuando una circunstancia, que nadie había previsto, vino a cruzar los planes del jesuita.

Después de la escena que acabamos de narrar, notó la Sierva de Dios que su sobrina fue acometida de cierta tristeza, que aquélla creyó al momento ser obra del diablo. Así era que, hablando a solas y apretando los pasos como si amenazara a Satanás, decía:

-A ti se te ha puesto en la cabeza, picaronazo enemigo de las almas, que me has de sujetar en el mundo a este angelito que he criado y doctrinado para Dios; pero no lo conseguirás, aunque eches la lengua por esa boca. Ella será monja, y, queriendo Dios, hasta abadesa de las Claras.

Los temores de la Sierva de Dios se hicieron mayores desde un día en que vio a su sobrina en la huerta, sentada precisamente debajo de un gran nogal, en donde solía fray Santiago ponerse a leer los libros que el padre Hipocreitía le facilitaba.

La Beatita, medio oculta por el tronco del árbol, se entretenía en arreglarse los cabellos, enredando en ellos unas flores de siempreviva que acababa de cortar en su jardincito.

Su tía, sobresaltada con aquella diabólica acción, iba a llamarla para hacerle ver cuán mal sentaban los adornos mundanos en una niña prometida al Señor, cuando le vino el pensamiento de espiarla, y se puso en observación.

La Beatita, después de haberse paseado unos diez minutos, no lejos del nogal, agachándose de cuando en cuando como si estuviese ocupada en limpiar los arbustos y quitar la maleza de entre las plantas, parecía muy contrariada; y arrojando por última vez una mirada escudriñadora entre los árboles, salió de la huerta y se fue al oratorio.

-Es el diablo que anda en su persecución -decía la tía, oculta detrás de un gran rosal-. Bien se echa de ver por el aire de intranquilidad que manifiesta. Es preciso saber adónde va.

Dicho esto, se encaminó hacia una puertecilla que comunicaba el oratorio con la huerta; y entrando cautelosamente por allí, escondiose detrás del altar.

Afortunadamente para ella, no podía ser vista, pues la pequeña puerta estaba en un ángulo cubierto por el gran retablo que hacía de altar mayor. Por entre el calado de los manteles de la sagrada mesa, vio la Sierva a su sobrina, hincada delante de la urna de un San Antonio quiteño, colocado en una de las paredes laterales y cerca de la puerta principal del oratorio.

  -386-  

La Beatita rezó unos pocos minutos, y luego, como animada por una repentina idea, se puso de pie, abrió la urna y separó del San Antonio al Niño Dios que éste tenía en los brazos.

La Sierva, al observar esto, fue todo ojos, y entonces vio que su sobrina, colocando al Santo Niño sobre la mesa de la urna, cubriolo con un pañuelo y empezó a rezar de nuevo con mayor fervor.

-¡Ya sé lo que eso significa! -murmuró la Sierva-. ¡Lo que es el diablo! Miren no más cómo ha conseguido el Cachudazo que esta chiquilla, gusto a la leche, inocente como es, le venga a pedir novio a San Antonio! Ya veo la necesidad de llevarla pronto a la Casa de Dios, y hoy mismo he de hablar sobre esto con el reverendo Hipocreitía.

Enseguida salió par donde mismo había entrado, y se fue al cuarto de su sobrina, la cual seguía aún rezándole a San Antonio.

La diligente Sierva registró en un momento, y revolvió de arriba abajo todo el cuarto, pronunciando al mismo tiempo ciertas jaculatorias para que el demonio la dejase obrar libremente. A fin de no ser sorprendida, echó llave por dentro a la puerta del cuarto.

No fueron sin resultado sus pesquisas, y su celo inquisitorio fue premiado con tres hallazgos. El primero consistía en un envoltorio de trapos que sacó de una gran cueva de ratones. Deshaciendo el atado, con agitación febril, encontró una pequeña imagen de un San Antonio muy milagroso, que, según se contaba, había hecho mudos casamientos en la villa. El segundo hallazgo fue una estampita del mismo Santo, doblada de manera que éste no viese a su querido Niño. Por último, el tercero fue un ramo de siemprevivas, atado con una cinta verde y envuelto en un papel lleno de cataduras, en cuyo centro se veía, dibujado a pluma, un corazón atravesado con una flecha.

Esto puso el colmo al piadoso mal humor de la Sierva; y saliendo del cuarto, con el cuerpo del delito en el seno, dirigiose apresuradamente a las habitaciones del jesuita.

Hallábase éste platicando con fray Santiago sobre las excelencias, prerrogativas, virtudes y poderío de la Santa Orden de Jesús, cuando entró la Sierva, que, sin reparar en Garduño, exclamó:

-¡Padre!, ¡padre mío de mi alma! ¡El diablo trata de impedir nuestra santa obra!

-¿Qué sucede? -preguntó el jesuita alzándose de su silla-. Hable usted -prosiguió, viendo que aquélla parecía embarazada por la presencia de Santiago-, hable usted, pues el hermano Garduño es hombre de secreto.

  -387-  

-El caso es -prosiguió la Sierva-, que mi sobrina, incitada por Lucifer, se ha vuelto tan devota de San Antonio que ya raya en escándalo.

Enseguida contó todo lo que había visto, y concluyó por mostrar los objetos encontrados.

-Mire su paternidad -decía-, ¡mire cómo esta chiquilla, gusto a leche, ha comenzado ya a darle martirio al Santo, para hallar novio! Como San Antonio es así, que sólo entiende por mal... Pero no lo conseguirá, estando yo de por medio. ¡Ha de ser monja! Para eso me he sacrificado en juntar el dinero necesario, a fin de dársela a Dios. ¡Y que venga ahora el diablo, con sus manos limpias, a llevársela! ¿No le parece a su paternidad que sería bueno que me fuese a la capital con ella para meterla pronto al convento?

-Me parece bien -respondió el padre-. Haremos el viaje juntos, pues yo también deseo llegar pronto a la capital. Mientras tanto, el hermano Santiago se quedará aquí con el presbítero O* a fin de empaquetar nuestras ropas y ornamentos.

Fray Santiago oyó las palabras del jesuita aparentando humildad, pero no pudo reprimir un ligero gesto de disgusto.

Enseguida salió del cuarto, a tiempo que el reverendo preguntaba a la Sierva, en tono confidencial:

-Dígame ahora: ¿Y usted ha reunido ya la cantidad que se ha menester para que la niña sea admitida en el monasterio?

-Sí, padre -respondió ella sonriendo con orgullosa satisfacción-. Tengo enterrados tres cantaritos debajo de la tarima del altar mayor. Uno está lleno de pesos fuertes y onzas narigonas, hasta el gollete; otro está ya hasta más de la mitad de la guatita, con las medias onzas, los cuartos y los escuditos; y en el tercero, que es mayor, tengo toda la plata de cruz.

Mientras la Sierva hablaba con el fraile, Garduño había enviado a decir a su tía que la necesitaba urgentemente, y que, no pudiendo ir él a su casa, pues había jurado no ver más a Lucinda, esperaba que ella vendría a la misión.

Enseguida, viendo entreabierta la puerta del oratorio, entró en él y encontró allí a la Beatita; que aún permanecía hincada a los pies de San Antonio.

Sobresaltada ella, quiso huir, pero se contuvo al oír que Garduño le decía:

-Escúcheme usted, ¡mire que está sucediendo algo de muy grave en esta casa!

  -388-  

-¿Qué sucede? -preguntó la niña, poniéndose colorada como una amapola.

-Que su tía la ha espiado a usted, y que ha encontrado el ramito de siemprevivas que yo le di a usted en la semana pasada...

-¿Sí?... ¡Por Dios! ¡Mi tía me va a matar!

-No se aflija usted, que todo tiene remedio. Ya nuestro amor no puede permanecer oculto...

-¡Nuestro amor! -exclamó la joven asustadísima-. No pronuncie, por Dios, esa palabra aquí en lugar sagrado.

-¿Y qué lugar más a propósito que éste para hablar de una cosa tan santa como el amor que usted me inspira?

-¡Oh!, ¡calle usted!... ¡Si mi tía lo supiera! ¡Ah!... ¡Mire!, no vaya ella a venir, ¡por la Virgen Santísima!... Salga usted, porque...

-No saldré hasta que usted no me diga...

-¡Vaya!, ¡qué trabajo! ¿Cómo quiere que le diga eso aquí delante de Cristo crucificado?... No, no; ahora en la huerta se lo diré todo... Me he llevado esperándolo hoy -concluyó la Beatita con aire de reproche.

-He tenido que estar con el padre Hipocreitía...

-Pues yo creía que usted se había arrepentido.

-¿Arrepentirme yo de amarla a usted?

Iba a hablar la Beatita, cuando se oyó sonar la puerta del cuarto del padre, que estaba casi enfrente de la del oratorio, y como ésta se hallaba a medio cerrar, la niña pudo ver, sin ser vista, que el jesuita y su tía se dirigían hacia a donde ella estaba.

-¡Aquí vienen! -exclamó, empujando a Garduño hacia el altar mayor-. ¡Salga por la puertecita que cae a la huerta!

Fray Santiago corrió en dirección a dicha salida; pero encontrándola con llave, metiose como un gato debajo de la mesa del altar, a tiempo que entraba el Padre seguido de tres o cuatro mujeres con sus rebozos de lana sobre la cabeza.

El jesuita dirigió los ojos hacia el altar, y vio que la Beatita oraba a los pies del Cristo crucificado.

Enseguida se puso a confesar a las mujeres que habían rodeado ya el confesonario, así como a las que poco a poco fueron entrando después. Mientras tanto, la afligida Beatita prosiguió su rezó pidiendo, sin duda, a la Virgen que no fuese oída la sofocada respiración del pobre fray Santiago, que permanecía acurrucado aún en el sitio que hemos dicho. Por último, la joven se levantó y salió al   -389-   patio, en donde la esperaba su tía paseándose debajo de la ramada. No bien hubo visto la Sierva a su sobrina, cuando lo preguntó:

-¿A quién le estabas rezando?

-¿Yo, tía...? -respondió la niña con notable turbación.

-¡Sí!, ¡tú, buena alhaja! Rezándole a San Antonio, ¿eh? ¡Muy bien! Y quitándole el Niñito, para martirizarlo... y luego... envolviéndolo en trapos, para meterlo en las cuevas de los ratones... ¿Quién te ha enseñado a tratar así a un Santo como ése? ¡Dime que no te tengo adivinadas las intenciones!

-Yo... tía... no, pero...

-¿Piensas ensañarme a mí? -interrumpió la Sierva, con los ojos inyectados de sangre-. ¡Muéstrame el San Antonio que llevas al cuello!

Al decir esto, abrió la pañoleta de su sobrina, y metiéndole bruscamente la mano en el seno, sacola llena de escapularios, cruces y medallas que pendían de rosarios, cintas y cordones de diversos colores y formas. Entre las medallas encontró una de San Antonio; y su enojo no reconoció límites cuando vio que el pobre santo, en lugar de estar pendiente de la cabeza, estaba, colgado de los pies, y por consiguiente, con la cabeza para abajo.

-¡Picaronaza! -exclamó-. Ven acá a decirme ¿quién es ese novio por el cual estas martirizando a este pobre Santo de mi corazón?

-Yo no tengo novio, tía -respondió la niña temblando.

-¡Ah!, bien decía yo que todo eso no es más que instigaciones de Satanás. Dime, como si te fueras a confesar: ¿quién te dio estas siemprevivas?

Al ver las flores que su tía le mostraba, la joven soltó el llanto, sin poder responder. Pero la Sierva, que deseaba una pronta contestación, repitió la pregunta, acentuándola con un par de recios pellizcos que hicieron lanzar a la sobrina un agudo quejido de dolor.

Este quejido llegó hasta más allá de los oídos, es decir, hasta el corazón de Santiago, que aún no abandonaba su escondite.

-Ven acá a mi cuarto, y allí te haré contestar a disciplinazos -prosiguió la Sierva, arrastrando de un brazo a su sobrina.

Pero ésta, que tan bien conocía a su tía, en lo que menos pensaba era en seguirla a su pieza; así fue que, tratando de desasirse de aquellas manos de acero, empezó a rogar a la Médica Santa (enfrente de cuya pieza estaban) que la librara de la disciplina.

La resistencia hizo producir nuevos esfuerzos, y éstos aumentaron la resistencia hasta convertirse aquello en una tenaz porfía,   -390-   que pronto se resolvió en pellizcos por parte de la Sierva y en llanto por la de su sobrina.

El presbítero O*, que en ese momento estaba estudiando la plática de despedida que debía pronunciar esa noche, salió corriendo de su cuarto a defender a la Beatita; pero al ir a poner en práctica su caritativa intención, recibió de la Sierva de Dios una feroz puñada que lo hizo rodar al suelo. La Médica Santa llamaba al orden, intertanto a su irritada hermana; pero ésta hacía tanto caso de aquélla, como del padre Hipocreitía, que había salido a poner paz entre el verdugo y la víctima.

Al sentir Garduño los gritos de la atormentada niña, no fue ya dueño de sí, y salió corriendo del sitio en donde estaba oculto, llevándose por delante a las devotas que llenaban el oratorio. Y como Santiago no había tenido tiempo de limpiarse la cabeza, llena de las telarañas que había recogido debajo del altar, ni de arreglarse el hábito, todo empolvado, su aparición hizo apoderarse tal miedo de los ánimos de los concurrentes, que las mujeres huyeron despavoridas y pidiendo a gritos misericordia contra el diablo, pues por tal tuvieron a Garduño. Éste, sin curarse de tal circunstancia, se fue derecho hacia la Sierva de Dios y le arrancó la presa de entre las uñas.

Vade retro! -gritó la Sierva haciendo la cruz a fray Santiago.

-¡Se equivoca! -respondió Garduño... ¡El diablo es usted!

-¡Fray Santiago! -exclamó el presbítero O*, que a duras penas había conseguido ponerse de pie.

-¡Sí!, yo soy, señor presbítero -respondió Garduño-. ¡Ayúdeme a sujetar a esta mujer, pues ya me faltan las fuerzas!

En efecto, Garduño hacía por sujetar entre sus brazos a la furiosa Sierva de Dios, cuyas contorsiones y saltos casi habían traído al suelo al ex-oficial. En cuanto al presbítero O*, no hacía más que rodear el agitado grupo, manteniéndose a respetuosa distancia, por temor a la lluvia de puntapiés que lanzaba la Sierva.

-¡Está con el diablo adentro! -dijo el presbítero-, y yo no me le atrevo, en tal estado, pues me hallo sin armas. Sosténgala usted, hermano Garduño, mientras voy a buscar mi estola.

El padre Hipocreitía se había acercado y dirigía la palabra a la Sierva; pero sin conseguir que ésta contestase, sino con insultos, razón por la que ya no quedó duda de que se hallaba en aquel momento poseída del mal espíritu.

  -391-  

En aquel instante entraba al patio doña Manuela Villagrán, quien, al ver tal desorden, preguntó la causa.

-Es que la Sierva le estaba pegando a la Beatita, contestole una mujer.

-¿Y por qué? -preguntó la señora con viveza.

-Dicen que ha sido porque la Sierva ha descubierto que su sobrina quiere casarse...

-¿Y por eso le pegaba? ¿En dónde esta la Beatita? Venga para acá, hijita -dijo a la niña, haciéndole señas con la mano-. Dígame, ¿es verdad que su tía la estaba maltratando porque...?

-Señora -le interrumpió el padre Hipocreitía, en voz baja-, acuérdese de que la prudencia aconseja...

-Es cierto, padre mío -replicó la ya exaltada señora-, es verdad que no es bueno meterse en vidas ajenas, pero a veces falla la regla, pues no hay regla sin excepción; y casos hay en que el entrometido es el prudente. Así dice el adagio: «Ni muy adentro que te quemes, ni muy afuera que te hieles.» Todo extremo es vicio; y perdóneme, su paternidad, si le digo que a mí se me ha puesto en la cabeza que quieren sacrificar a esta pobrecita metiéndola entre cuatro paredes, para lo cual no ha nacido ella.

-Y eso ¿qué le importa a usted? -preguntó colérica la Sierva de Dios, que, en estremo cansada, se había echado sobre un banco, sostenida por tres o cuatro mujeres.

-¡Vaya si me importa! -exclamó doña Manuela exaltándose más y más. Dime, niña -prosiguió, dirigiéndose en voz baja a la Beatita-, ¿es verdad que quieres casarte en lugar de ir al monasterio?

-Conteste usted la verdad -dijo Garduño al oído de su amante.

-¡Ah!, ¡Santiago! -exclamó la señora-. ¡No te había visto! ¿Por qué te hallas en tal estado de desarreglo? ¿Para qué me enviaste a llamar? ¡Mira que a mí no me gustan esos frailes que hacen consistir la virtud en andar como unos estropajos!

-Está así porque me ha querido defender -dijo la Beatita.

-¡Eso es bueno! -agregó la señora-, pero usted, hijita, no me ha contestado.

-Es cierto... eso que usted dice -respondió la niña en voz baja.

-¡Pues lo decía yo! -exclamó la señora-. Ahora dime: ¿vale la pena el novio? ¿Quién es? Si es bueno, te prometo ser la madrina.

La Beatita soltó el llanto y se colgó al cuello de la señora. Nadie oyó lo que ella dijo a doña Manuela, quien hizo un movimiento de sorpresa; pero sobreponiéndose, exclamó:

  -392-  

-¡Dios dispone! Y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.

-¡No se casará mientras yo viva! -gritó la Sierva, pidiendo que le acercaran a su sobrina-. ¡Yo no doy mi consentimiento!

-Nadie se lo pedirá a usted sino al padre de la niña -respondió doña Manuela-. ¿Dónde está Nicolás Peñaloza?

-En la fonda de la esquina -respondió un hombre que acababa de llegar.

-Mire, amiguito -le dijo doña Manuela-, si quiere ganar dos reales de carita, vaya a decirle a Nicolás que quiero hablar con él, al momento.

Salió corriendo el hombre, mientras la Sierva proseguía diciendo:

-¡Aquí no hay más padre que yo!

Doña Manuela, sin hacer gran caso de las palabras de la Sierva de Dios, estrechó contra su cuerpo a la Beatita, con aire de la más decidida protección. Y como toda la villa estaba acostumbrada a respetar a la señora, nadie se admiraba de que ella quisiera mandar allí en jefe. El padre Hipocreitía observaba la escena a pocos pasos de distancia, como si no hallara qué partido tomar, y junto a él estaba el presbítero O* mirándolo todo con la boca abierta, con la estola al cuello, el Santo Cristo en una mano y el hisopo del agua bendita en la otra. Habiéndole dicho el jesuita algunas palabras al oído, acercose el presbítero a doña Manuela, y le dijo:

-Mire usted, señora, lo que hace; que eso de proteger la sublevación de esta muchacha contra su tía es cosa contraria al derecho natural, al derecho canónico, al derecho...

-¿Cuántos derechos hay? -interrumpió la señora-. Yo no conozco más que un derecho y un revés; y para mí tengo que el derecho es lo bueno, y el revés es lo malo, y santas pascuas. Todo lo demás es puro velorio y palabrería, señor presbítero. ¿O le parece cosa muy al derecho esto de sacrificar a una pobre niña, en la flor de su edad? ¡Cómo si la ley de Dios pidiera imposibles! Déjeme usted obrar -interrumpió de nuevo la señora, sin dejar hablar al presbítero O*-, déjeme, y verá si sé hacer las cosas al derecho. Mire que no siempre está el huevo donde cacarea la gallina; y yo que conozco tanto las uvas de mi majuelo, sé muy bien en dónde me aprieta el zapato... ¡Gracias a Dios que llegaste, Nicolás! -exclamó, viendo que el padre de su protegida se aproximaba al grupo-. Acércate, que quiero hacerte un par de preguntas.

-Pregunte usted lo que quiere, señora -dijo Nicolás.

  -393-  

-¡No le oigas, hermano mío! -interrumpió la Sierva-, mira que esta señora tiene al diablo en el cuerpo.

-¡Eso sí que no, hijita! -contestó vivamente la señora-, porque yo no he sido nunca beata. Ahora dime en conciencia si te parece mal lo que he hecho -prosiguió, dirigiéndose a Nicolás-. Al entrar aquí, he oído los llantos de tu hija, maltratada por su propia tía; y yo he tomado a la niña bajo mi protección, mientras llegaba su padre para entregársela. Aquí tienes a tu hija. ¿Dime si he hecho mal...?

-¡No! señora, no. ¡Dios se lo pague! -respondió Nicolás enternecido, aunque no siempre se acordaba de que tenía una hija.

Los circunstantes callaban, sin saber en lo que iría a parar todo aquello. La señora prosiguió:

-Como yo conozco las uvas de mi majuelo, y sé dónde el diablo tiene las uñas, puedo asegurarte que mientras siga viviendo aquí tu hija, seguirán maltratándola todos los días, a fin de hacer que ella tome el hábito, para lo cual no ha nacido. Dime, pues, (y esta es la otra pregunta), ¿quieres darme a tu hija para esposa de mi sobrino Santiago Garduño?

Nicolás abrió tamaños ojos, sin responder una palabra; y todos lanzaron una exclamación de sorpresa.

-No se admiren ustedes -repuso la señora-, que no es señor quien señor nace, sino el que lo sabe ser; y esta niña sabrá ser señora, como la más pintada... Pero, ¿en dónde está mi sobrino?

Todos buscaban con la vista a fray Santiago, el cual había repentinamente desaparecido, cuando lo vieron salir de su cuarto, vestido, no con el hábito sino con su casaca de militar. Esta nueva trasformación de Garduño produjo una admiración general. La Sierva de Dios se cubrió los ojos, el presbítero O* temió caerse de espaldas, y el padre Hipocreitía sacó su caja de rapé de la cual tomó una narigada con los tres dedos.

-Espero tu contestación, Nicolás -insistió doña Manuela.

Iba éste a responder, cuando la Sierva dijo:

-Pues yo no doy mi consentimiento; y si mi sobrina se casa sin mi gusto, no le daré ni un cuartillo partido por la mitad.

-Nada importa eso -repuso doña Manuela-, porque yo me obligo a dotar a la niña con la mitad de lo que tengo, y prometo aquí solemnemente legarle después de mis días la otra mitad a mi sobrino.

Los circunstantes acogieron las palabras de la señora con las mayores muestras de contento, mientras Nicolás respondía:

  -394-  

-Si mi capitán me hace el honor de casarse con mi hija, y ella lo quiere, yo doy mi consentimiento con el mayor gusto.

-Ella lo quiere, y él también la quiere -respondió doña Manuela-. Uno y otro me lo acaban de decir, pues han tenido tiempo de arreglar este negocio en estas tres semanas.

-¡Jesús, María! -exclamó la Sierva-. ¡Y todo lo han hecho aquí en nuestras barbas, durante la misión, y sin que nosotros lo echáramos de ver!

-Mire, amigo mío -dijo el jesuita en voz baja, tocando a Garduño sobre el hombro-, yo siento mucho no haber hecho de usted un sacerdote de la Orden; pero el que usted se case, no impide que siga siendo nuestro hermano.

-De ningún modo -respondió Santiago, apretando la mano del padre-. Ustedes pueden contar siempre conmigo.

-Ya te digo y te repito -decía la Sierva a su hermano-. ¡Llévate a tu hija! ¡No quiero verla más, ni tendrá de mi parte ni un solo cuartillo!

-Hija mía -le dijo el jesuita acercándose-, no diga usted eso. La niña es su sobrina; y ya que ha encontrado esta suerte, ella no ha podido ni debido despreciarla. Deseche esas ideas de odio, y perdónela.

La Beatita se había aproximado poco a poco a su irritada tía, y echándose a sus pies, empezó a llorar como una Magdalena. La naturaleza hizo su oficio, como dicen, y la tía perdonó y abrazó a su sobrina, desdiciéndose en cuanto a lo de no darle nada.

Dos días después de los sucesos que acabamos de contar, Griselda Peñaloza (que así se llamaba la Beatita) dio la mano de esposa a Santiago Garduño, en la misma puerta de la iglesia parroquial, delante de una gran muchedumbre que, de lo más apartado de aquella comarca vino a ver el nunca visto prodigio de que una señora de tan alta alcurnia como doña Manuela Villagrán y Santelices hubiese hecho por que su sobrino se casara con una joven de tan humilde condición.

Las gentes en general alababan el desprendimiento y llaneza de la señora; no así algunas de sus aristocráticas amigas, que nunca pudieron perdonarle el haber olvidarlo el lustre de su apellido, hasta el punto de querer mezclar su sangre azul con la sangre roja de los Peñalozas.

Este matrimonio no impidió la traslación de las Niñas a Santiago, en donde, como queda indicado antes, compraron una chacra, de   -395-   cuyo cultivo se encargó Garduño. Allí siguió la Médica Santa admirando a la capital con sus milagrosas curaciones; pero nada dicen las crónicas sobre si la Sierva de Dios seguiría siendo perseguida por Satanás.

No concluiremos este capítulo sin dar a conocer la suerte de Miguel Turra. Completamente curado de sus heridas, el bandido se había quedado en la casa esperando que el padre Hipocreitía se pusiera en camino para la capital con el fin de servirle de compañía. En cambio, el jesuita le había prometido una colocación; y sin tener que empeñarse grandemente, obtuvo para este buen servidor del sistema pelucón el destino de perseguidor de ladrones, en el partido de Colchagua.



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Capítulo LVI

Los tratados de Cuzcuz


«Así se inauguraba la política pelucona desde un principio falsa, odiosa e inmoral.»


(F. ERRÁZURIZ.)                


Tres o cuatro días antes de celebrarse el matrimonio de Santiago Garduño, Lucinda había recibido por conducto de Pedro una carta de Anselmo, en la que éste contaba detalladamente a su esposa todo cuanto le había acontecido desde su separación en Santiago hasta la batalla de Lircai. Respecto de los acontecimientos posteriores, la carta decía de esta manera:

«Mayo 19 de 1830.

Ya nuestro buen amigo Tronera te habrá dicho que yo tuve que seguir al coronel Viel, después del desastre de Lircai, con el fin de ayudarle a este jefe a reorganizar nuestra caballería. Pero además de este motivo, había otro que Tronera no sabe. Viel me pidió que lo acompañase y le ayudase a influir sobre el ánimo del general para tentar de nuevo la suerte de las armas, dirigiéndonos con nuestra   -398-   caballería hacia la capital. Yo no pude negarme, y fui con el coronel a encontrar a Freire, a quien hallamos sumamente abatido. No sé cómo expresarte, alma mía, el dolor que me causó ver a un hombre a quien debo y quiero tanto, sentado sobre el tronco de un árbol caído y con la cabeza entre las manos. Rodeábanlo unos pocos oficiales. 'Señor', le dijo Viel, 'aún no está todo perdido, y todavía podemos tentar la suerte. Nos queda la mayor parte de nuestra caballería: ¿por qué no nos dirigimos rápidamente sobre la capital, que a la fecha se halla indefensa?' 'No, coronel', respondió Freire moviendo a uno y otro lado la cabeza, 'ya esto no tiene remedio; y con esta nueva tentativa no conseguiríamos otra cosa que derramar inútilmente sangre de chilenos.' 'Pues yo estoy resuelto a conducir mis escuadrones al norte', repuso Viel, 'llevándolos por el camino de la costa.' 'Hágalo así', dijo Freire, 'que yo me iré derechamente a Santiago, con los oficiales que quieran acompañarme.' 'Estamos prontos a compartir la suerte de nuestro general', respondieron los oficiales allí presentes.' Freire les dio las gracias, con una mirada de reconocimiento, y me preguntó qué pensaba hacer yo. '¿Quiere usted permitirme que lo acompañe?', le dije. 'No, amigo', me respondió.'No. Vete con Viel. A él le quedan esperanzas, que yo no quiero destruir esperanzas que en mí han muerto ya del todo.' 'Pero ¿por qué se ha de esponer usted a caer prisionero en Santiago?', le pregunté entonces. 'Allí es donde puedo permanecer oculto, mejor que en ninguna otra parte', me contestó. 'Y si me descubren, no se atreverán a aprisionarme.' A pesar de su abatimiento, no podía aún persuadirse de que se le dejara de respetar. ¡Ah!, ¡querida mía!, ¡no contaba él con el espíritu de odio y de venganza que anima al partido reaccionario!

Mayo 20.

Separámonos al momento: él para dirigirse directamente a Santiago, como un prófugo, y nosotros para tomar con la caballería el camino de la costa, con dirección al norte. Pasamos ese día el Lontué, y proseguimos nuestra retirada, acosados por el teniente coronel   -399-   Lezaeta, quien nos picaba la retaguardia con un regimiento de cívicos. La indisciplina de la caballería de Lezaeta nos permitió dispersarla con dos o tres cargas que le dimos; y al día siguiente llegamos al río Maipo, que atravesamos bajo el fuego de los cívicos que defendían a Melipilla. Pero los milicianos huyeron bien pronto, y pocas horas después, pudieron entrar en esta ciudad, en donde no encontramos enemigos, sino una buena cantidad de fusiles y de municiones que trajimos con nosotros.

Mayo 21.

Antes de dejar a Melipilla había escrito Viel a nuestro general dándole cuenta del estado de las cosas, y proponiéndole el plan de echarnos sobre la capital. Teníamos sobrado fundamento para creer en el éxito de este plan, pues la capital no estaba defendida sino por unos pocos milicianos. Proseguimos, pues, nuestra marcha; y al llegar a San Francisco del Monte, nos encontramos con la contestación de Freire, que estaba aún oculto en Santiago. Esta contestación nos causó una agradable y reanimadora sorpresa. Por ella supimos que la provincia de Coquimbo se había revolucionado contra el gobierno pelucón, y que don Pedro Uriarte, jefe de aquel levantamiento, marchaba hacia la capital con una división de más de cuatrocientos hombres entre infantería y caballería. Concluía el general con ordenar a Viel que se dirigiese hacia el norte, hasta encontrarse con la división coquimbana. Al mismo tiempo, nos prometía dejar inmediatamente a Santiago para ir a reunirse con nosotros. Viel obedeció la orden sin pérdida de tiempo, y siete días después, nos encontramos con la división de Uriarte, como a unas tres leguas hacia el sur de la villa de Ovalle. El ejército entero, a las órdenes de Viel, siguió entonces su marcha hacia Santiago, de donde recibíamos todos los días noticias tan contradictorias que nos tenían desorientados.

Nuestras fuerzas alcanzaban a más de seiscientos hombres, de los cuales cuatrocientos eran de caballería, perfectamente montada, teniendo además caballos, hasta para montar la infantería, lo   -400-   que nos daba la ventaja de poder movilizar nuestra tropa sin fatigarla. Llevábamos dos cañones, con quince artilleros cada uno, y como sabíamos que el gobierno no podía disponer de fuerzas veteranas mientras no llegaran las del sur, tratamos de acelerar nuestra marcha.

Durante muchos días esperamos inútilmente la llegada de Freire. Nada sabíamos de nuestro general, y llegamos a temer, con mucha razón, que hubiese caído prisionero al salir de Santiago para ir a encontrarnos, como nos lo había prometido. ¡Ah!, ¡querida mía! ¡Cuánto tuve yo que sufrir durante esos días de incertidumbre!

[...]

Mayo 22.

(En la noche.)

Mi querida: ya que no me ha sido posible dedicarte ni un momento en todo el día, prosigo mi carta ahora en la noche, cuyo silencio y tranquilidad animan mi abatido espíritu de las más dulces ilusiones, pues me parece que tú me oyes al vaciar mis pensamientos sobre el papel.

Como te decía ayer, todos estábamos intranquilos, sin saber a qué atribuir la demora de nuestro querido general en ir a tomar el mando de la división.

Al llegar a Yllapel, tuvimos noticia de lo sucedido: allí supimos que don Ramón había rodado, con caballo y todo, por una escarpada cuesta, al atravesar las serranías de Panquehue para dirigirse hacia nosotros, y aun se nos dijo que había muerto. Esta fatal noticia, que afligió profundamente a los verdaderos amigos del general, desanimó a una gran parte de nuestra gente.

Al mismo tiempo tuvimos conocimiento de las fuerzas que el gobierno enviaba para impedir nuestra entrada en la provincia de Aconcagua, lo cual se temía, en razón al prestigio de que goza Freire en dicha provincia. El ejército pelucón constaba de unos cuatrocientos hombres, mitad caballería y mitad infantería, a las órdenes   -401-   del general don Santiago Aldunate, antiguo amigo de mi padre, y al cual quiero y respeto como su natural bondad y su hidalguía lo merecen. Si ha hecho algo de bueno Portales es la elección de Aldunate para pacificar el norte de la República. Pero ¡ay, querida mía! ¡Lo que son los hombres sin principios! Esa misma elección ha sido hecha estudiadamente, con el fin de cometer una nueva infamia, no sólo contra nosotros sino contra el mismo Aldunate, que tan bien acaba de servir al país. Eso tienen los hombres sin principios, sin honradez ni moralidad política: hasta sus propios amigos suelen ser sacrificados en los lazos que su felonía tiende a los enemigos.

Perdóname, alma mía, que te hable en un estilo tan contrario a los dulces sentimientos que tu angelical bondad sabe siempre inspirarme. Pero ¿qué quieres? No es posible dejar de indignarse, al considerar este tejido de traiciones de que el peluconismo se vanagloria.

Mira, no más, lo que ha pasado:

Estábamos en Yllapel, cuando nuestro jefe recibió una carta del general Aldunate, en la cual le hablaba éste de las recíprocas ventajas de un avenimiento para evitar la efusión de sangre. Encontrándose Viel sin el apoyo del general, cuyo prestigio nos era tan necesario, pensó en capitular, a condición de garantírsenos nuestro honor militar y nuestra seguridad. En este sentido escribió a Aldunate una carta, que yo entregué a este general en su campamento de las Cañas.

Aldunate me recibió con los brazos abiertos, pues yo le he debido siempre mucho cariño. Díjome que, careciendo de instrucciones de parte del gobierno, estaba perplejo sobre lo que había de hacer; pero que su horror a la efusión de sangre lo impelía a tratar. Agregome que, después de haber pedido una y otra vez al gobierno las instrucciones que necesitaba, no había recibido más que la promesa de dárselas por escrito; promesa que el gobierno no supo cumplir. Por último, concluyó con decirme que había manifestado a Portales, no solamente sus tendencias al empleo de medios pacíficos,   -402-   para la conclusión de la guerra civil, sino también su formal resolución de 'no tomar el mando de la división, si el gobierno no concedía garantías a los individuos que continuaban en el norte haciendo la guerra'.

Tales fueron las palabras del noble Aldunate, que tan vilmente había de ser sacrificado, pocos días después, en aras de los malentendidos intereses de un partido que parece haber iniciado en Chile la política del dolo y de la deslealtad. Porque has de saber, querida mía, que después de haberse firmado y ratificado en la aldea de Cuzcuz, el día 17 de mayo, los tratados habidos entre Viel y Aldunate, han sido altamente desaprobados por el gobierno, es decir, por el ministro Portales. Y sin embargo, el mismo Portales que conocía las pacíficas intenciones de Aldunate, y que nunca contradijo sus opiniones a este respecto, fue el más empeñado en hacer que aquel general se hiciera cargo de la división. Al no darle instrucciones contrarias, es evidente que el gobierno, esto es, Portales, se conformaba, tácitamente con la manera de pensar del general. Si no se conformaba con ella, debió haberlo expresado en instrucciones claras y terminantes, o haber empleado otro instrumento más digno de sus miras antipatrióticas. Pero no lo ha hecho así, y Portales ha llevado aún su cinismo hasta querer hacer cómplice de esta nueva felonía al mismo Aldunate, a quien le ha escrito diciéndole 'que no había sido dueño de la palabra empeñada, y que por lo mismo no le ligaba'. ¡Qué gentes estas en cuyas manos ha caído nuestro desgraciado país! No parece sino que desde la traición de Ochagavía se creyesen ya dispensados de cumplir toda palabra solemnemente empeñada. ¡A esto llaman política los pelucones!

Tan indecoroso proceder (que ha indignado a muchos de los mismos amigos del gobierno) pone en evidencia, por una parte, que se ha querido anular a un hombre honrado que no aprueba la conducta del gobierno, y por la otra, que éste necesita de un pretesto para proseguir su sistema de inútiles y odiosas venganzas. Tú considerarás, alma mía, lo que tenemos que esperar de Portales, cuando te   -403-   diga que en la misma carta antedicha, agrega 'que el gobierno ha encontrado prudente ver correr alguna sangre chilena'. ¡Y esto lo dice después que los enemigos del gobierno han depuesto las armas!

Yo sé muy bien que Portales es un espíritu irritable y hasta estrafalario; varias veces he notado su completa ignorancia de los principios republicanos, pero jamás habría creído que su crueldad llegara hasta el estremo del descaro. Creo firmemente que si don Diego Portales sigue ensangrentando al país con su atrabiliario sistema de gobierno, es imposible que muera en su cama.

No tengo para qué decirte, Lucinda mía, que esto no es un deseo de mi corazón, que tú conoces sin duda más que yo mismo. Dios es el único dueño de la suerte de los hombres, y me estimo lo suficiente para no acordarme de los dolores que esa fatal política me ha hecho sufrir, cuando estoy hablando de los dolores de mi patria. Te estimo demasiado, alma mía, para decirte una mentira; y sería mentirte el tomar como un pretesto los sufrimientos presentes y futuros del país para hablarte de mis propios dolores. No, mi querida Lucinda, no... Tú me conoces, y sabes que soy incapaz de darte como patriotismo lo que no sería más que un egoísmo refinado de mi parte. No necesito hacerme violencia para perdonarle a los reaccionarios, o mejor dicho, a Portales, los dolores que por su causa he sufrido; pero no me es posible dejar de indignarme al considerar los males que han hecho y que harán sufrir a la nación.

Son las dos y media de la mañana. Hasta luego, amor mío.

Mayo 23.

(Por la mañana.)

Ratificados los tratados y disuelto nuestro ejército, el coronel Viel pasó a Valparaíso, en donde ha tenido que ponerse bajo el amparo de la bandera francesa para librarse del rencor de Portales. Yo me vine a la provincia de Aconcagua, con el fin de obtener noticias del general, y ver si podía serle útil en su desgracia. Después   -404-   de algunas pesquisas, supe que se hallaba aún enfermo, en la estancia de un amigo de confianza, cerca de San Felipe. Al momento me dirigí allí, en donde encontré al general ya en pie, pero no completamente restablecido.

Aquí me hallo con él al presente; y desde este mismo lugar te escribo, esperando enviarte esta carta a Molina, en cuanto pueda encontrar un hombre que me inspire confianza.

Tenemos el proyecto de irnos secretamente a Santiago, tan pronto como el general pueda montar a caballo. Éste se quedará allí oculto, y yo me pondré en camino para Molina.

Tengo tantas ganas de verte y de hablar contigo, que ya que no puedo conseguirlo, me contento con escribirte esta carta, tanto más larga cuanto mayor sea el número de días que me demore en encontrar con quién mandártela, sin peligro de que se extravíe.

La desaprobación de los tratados nos hace pasar aquí temiendo ser descubiertos. Los traidores, ya dueños absolutos del poder, están desplegando tal actividad en perseguir a sus indefensos enemigos que hacen recordar los tiempos de Ossorio y de Marcó. ¿Y qué mucho, cuando vemos en el gobierno de la República a un antiguo asesor de este último? Ayer no más firmaba decretos contra los insurgentes de Chile, y hoy ocupa uno de los primeros puestos creados por esos mismos insurgentes. ¡Y tiene la desvergüenza de llamarse un patriota! ¡Pero ya se ve! ¡Va siendo de moda el llamar patriotas a los liberticidas, a los que echan de menos el régimen colonial y a los que, como don Diego Portales, no se habían acordado hasta hoy de que tenían patria!»



  -405-  
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Capítulo LVII

Concluye la carta de Anselmo


«Hay quienes pretenden someter a inventario las obras de este estadista, y preguntan: ¿Qué hizo al fin Portales? ¿Qué nos dejó Portales? ¿Qué hizo? -Sacó del caos la República. ¿Qué nos dejó? -Nos dejó la República...»


(R. SOTOMAYOR. V., El Ministro Portales.)                


«En el fondo, nuestro gobierno no es republicano sino monárquico electivo, en que el rey gobierna por cinco años, y tiene de hecho la facultad de designar a su sucesor y de nombrar a las mayorías de ambas Cámaras.»


(Z. RODRÍGUEZ, Independiente, junio 23 de 1876.)                


«Mayo 23.

(Por la noche.)

A mí no me admira, Lucinda mía, que el viejo espíritu monárquico haya aparecido hoy en Chile bajo una nueva forma. Se ha reaccionado contra la república, desde que se dio en América el grito de independencia. Aun este mismo no fue un gritó espontáneo   -406-   de libertad sino de simple emancipación política, tendencia cuyo origen debe, a mi juicio, buscarse allá en la natural audacia que produjo el descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo. Los conquistadores tuvieron desde luego que formar como una sociedad aparte, cuyos intereses estaban casi siempre en contradicción con los de la Metrópoli, que desde un principio fue, no la madre sino la madrastra de sus colonias. Nuestros padres heredaron de sus abuelos la gloria de mil hechos heroicos y memorables; y junto con esas gloriosas tradiciones, el espíritu de insubordinación y turbulencia que caracterizaba a los primeros conquistadores, así como el odio sordo contra la Metrópoli, cuya manera de gobernar injusta y atrabiliaria era la menos a propósito para mantener contentas a las colonias. Y obrando a una todos estos elementos reunidos, debían producir, tarde o temprano, el deseo de la emancipación; deseo que iba siendo tanto más profundo y ardiente, cuanto más se relajaban los vínculos nacionales con la separación de la madre patria, y cuanto más se cortaban las relaciones de familia con la formación de nuevas casas en América.

Pero este amor a la independencia política, que solamente podía existir en las aristocracias americanas, estaba muy lejos de ser el amor a la libertad. El primero era muy natural, pues para ello no se había menester más que descontento y un poco de ánimo. No así el segundo, para lo cual necesitaban aquellas aristocracias, no solamente conocer la libertad, sino también poseer bastante generosidad y desprendimiento para deshacerse de sus fueros y privilegios en favor del pueblo, al cual miraban como a una raza inferior.

Así pues, si la América deseaba emanciparse, desde muy antiguo, eran muy contados los americanos que tenían ideas netas sobre la libertad; y nadie desea o ama lo que no conoce. Aclimatados en una patria nueva, habían dejado de amar a la antigua, que no conocían ya sino de nombre; pero seguían adorando los fueros y privilegios, las costumbres, usos y preocupaciones que les legaran sus mayores. Por consiguiente, todas las aristocracias de las colonias   -407-   acariciaban más o menos la idea de formar acá en América estados independientes, gobernados por un monarca. No querían un cambio radical en la manera de ser social y política, sino un cambio de rey, que conciliase su odio y su egoísmo con sus costumbres y sus preocupaciones.

En los Estados Unidos del norte, los prohombres de la independencia ofrecieron a Washington una corona, que él rechazó con indignación, porque éste ha sido sin disputa el hombre que mejor comprendiera el objeto de la revolución americana. En la América latina, procedente de una Metrópoli más corrompida que la inglesa, sucedió lo contrario, pues fueron los libertadores Bolívar y San Martín los autores de la peregrina idea de convertir a las colonias en monarquías. México, después de haber peleado valerosamente por su independencia y proclamado la república, colocó sobre las sienes de su Libertador Iturbide la diadema de emperador. El doctor Francia fue el Libertador, para convertirse enseguida en el dictador brutal del Paraguay. Posteriormente hemos visto aparecer en las demás repúblicas esas encarnaciones del despotismo monárquico, bajo el disfraz republicano. No quiero molestarte con más ejemplos de traición a la libertad; y concluiré con traer a tu memoria solamente otro caso, por haber sucedido en Chile... El glorioso vencedor de Chacabuco, precisamente después de asegurada la independencia de su país, por la batalla de Maipo, se convierte en el supremo Dictador de la República. Tanto valdría decir Rey de la República Chilena.

Pero si el antiguo espíritu monárquico había encontrado en O'Higgins un digno representante de sus tradiciones y un instrumento de sus miras liberticidas, también es verdad que el pueblo chileno supo conservar la dignidad de la república, obligando a O'Higgins a entregar la banda tricolor y el sable republicano, convertidos ya, aquella en látigo y éste en puñal. Esta vez la victoria fue de la idea republicana: mas no por eso se dieron por vencidas las ideas monárquicas; y después de haber rugido sordamente más de siete años, se han logrado encarnar hoy en don Diego Portales.   -408-   Así también allá en el otro lado de les Andes, el absolutismo ha encontrado su representante en don Juan Manuel Rosas.

Y no porque don Juan Manuel sea más brutal que don Diego; no porque Iturbide fuera más condecorado que Francia, dejarán todos ellos de ser una misma cosa: caricatura de estadistas. ¿Y por qué? Porque en todas partes han obrado (unas veces de buena y otras de mala fe) contra las mismas ideas que aparentaban defender.

[...]

Pero me dirás tú: ¿y dónde están entonces los verdaderos defensores de las ideas republicanas? A lo cual yo te contestaré: están en el pueblo. Porque como solamente los que sufren son los que suelen mirar al cielo, es allí, entre los desheredados de la fortuna, en donde encontramos algunos individuos privilegiados que aman de veras a la libertad.

Perdóname, Lucinda mía, esta digresión con la cual he querido poner ante tus ojos la imagen de esa antigua lucha del espíritu republicano, que hace por conquistar sus derechos contra el monárquico usurpador, que no quiere abandonar su presa, o trabaja por empuñar hoy lo que ayer se le fue de las manos.

Por lo que acabo de decirte, bien echarás tú de ver, querida mía, que en estas nacientes repúblicas, sin grandes tradiciones, ni antecedentes históricos, no puede haber sino dos partidos: el uno progresista y el otro retrógrado. Todos los demás partidos no pasan de ser fracciones y matices de los dos colores antedichos.

Don Diego, puesto entre esas dos entidades sociales, la una representante del sistema antiguo; y la otra, de la era moderna, no dudó en tomar el partido de aquélla, pues este hombre no tiene idea de lo que son los principios republicanos. Tan ignorante es a este respecto, que achaca a dichos principios las faltas de los hombres que dicen profesarlos. Un día se lo dije, estando en una tertulia. Acababa de leer el Hambriento. ¿Deja de ser excelente (le dije) el sistema democrático, porque algunos necios o malvados se dan el nombre de demócratas? El se rió   -409-   a carcajadas; y pasándole la vihuela a una niña de la casa, rogole que tocase una zamacueca para bailarla él mismo. Ni me admira tampoco que desee derramar sangre chilena el que se entrega a los mismos que ayer no más eran los verdugos de los patriotas chilenos.

Siempre hallaré muy natural y lógico el que se declare enemigo de la Constitución y de la República, desde que supo permanecer indiferente durante la guerra de nuestra Independencia. Mientras peleábamos por la libertad los pipiolos (cuya sangre él desea ver correr, para bien de la patria), ¿qué hacía Portales en bien de la patria? Especulaba con el monopolio del tabaco, monopolio legado por los españoles; hacía consistir la base de su fortuna personal en una institución contraria al progreso de su país. ¡Y nos llama enemigos de Chile, a nosotros que peleábamos por el porvenir de Chile, cuando él traficaba a la sombra del pasado! ¡Cuando especulaba con uno de los viciosos legados del coloniaje! ¡Cuando ni aun siquiera se acordaba de la libertad de su país! En cambio, se ha venido a acordar ahora, cuando Chile comenzaba a respirar la atmósfera de la libertad. ¿Y para qué? Para poner sus talentos al servicio de los reaccionarios; para servir de tropezón a la marcha democrática de la República, que él es incapaz de comprender; para ensangrentar a la nación con la atroz guerra civil, que los chilenos no conocíamos antes de que los reaccionarios la hubieran creado y fomentado; para emplear, en fin, toda su energía en satisfacer odios personales, en ejercer estúpidas venganzas, y en convertir a nuestros gobiernos hacia las antiguas y feroces prácticas del coloniaje, persiguiendo cruelmente a los mismos que hemos derramado nuestra sangre por la libertad de la patria. ¡Esto se llama hoy patriotismo! He aquí lo que me admira: el atrevimiento para bautizar a un crimen con el nombre de una virtud.

Perdóname, alma mía, que te hable de esta manera... No sé qué sería de mí, si no encontrara en ti otro corazón al cual acercar el mío hecho pedazos!... Si tú no estuvieras en el mundo, yo quisiera morir, para no ver los males de mi patria; para no oír   -410-   el llanto de mis conciudadanos; para no ser testigo del envilecimiento en que habrá de caer este país, tan digno de mejor suerte.

Te hablo de esta manera, mi Lucinda, porque al prever los males que habrán de afligir a Chile, no puedo permanecer indiferente ante las imágenes sangrientas, ante los cuadros dolorosos que veo dibujarse allá en el porvenir. Ojalá fueran fantasmas de mi imaginación; pero mi razón me muestra con tal evidencia los fundamentos de mis temores, que mi corazón se conmueve, al considerar cuánto no tendrán que sufrir nuestros hijos, bajo el sistema de dolo, de falsía, de traición, de espionaje, de injusticias, de persecuciones y de venganzas, iniciado por don Diego Portales.

[...]

Mayo 24.

(A las 5 de la mañana.)

Yo conozco muy de cerca a don Diego Portales, y siempre he admirado en él las raras dotes con que la naturaleza ha adornado su espíritu. Cultivado éste, habría producido una abundante cosecha de virtudes, que se han convertido, por la falta de cultura, en afectos bastardos, en vicios y en preocupaciones de todo género. Lo que he oído referir de su niñez y de su primera juventud coincide en todo con su modo de ser actual. El niño travieso, voluntarioso, indócil, díscolo y desobediente del colegio, llegó a ser un mozo atrevido, irrespetuoso, caprichudo, insubordinado; y es hoy un hombre testarudo, orgulloso, intolerante, irascible y altanero hasta la insolencia. Perezoso e indolente a veces, sabe desplegar una asombrosa actividad y una energía a toda prueba, cuando ha tomado un partido. De pasiones vehementes, no sabe ni amar ni odiar a medias; pero sabe más odiar que amar. Algo envidioso (él cree no serlo, porque: ¿a quién envidiaría un hombre que se cree digno del primer rango?), es profundamente rencoroso y vengativo hasta la crueldad. Es un gran carácter, enardecido por el odio; un talento natural, deslumbrado por las preocupaciones; una poderosa voluntad, dirigida por su amor propio y templada en el espíritu de partido.   -411-   De aquí las persecuciones futuras que yo temo, y que anegarán a la república en un mar de sangre.

Valiente hasta la temeridad, sobre todo cuando encuentra resistencias; no parece sino que las dificultades triplicaran sus fuerzas físicas y alumbraran su entendimiento, para encontrar expedientes aun en medio de los mismos peligros que lo amenazan. Sus miras estrechas, y a veces mezquinas, están muy lejos de hallarse a la altura de su talento para alcanzar sus fines. Es enemigo de los términos medios, y le gusta siempre jugar el todo por el todo. Animado por sus rencores, y en posesión del poder, preferirá siempre tomar la línea recta para llagar hasta su enemigo. Sin embargo, suele no desdeñar la intriga; y sabe esperar los resultados... El tigre suele a veces ser gato... De una organización delicada y sensible, la vehemencia de sus pasiones, jamás contenidas, lo hace tomar resoluciones súbitas, que no por ser prontas dejan de ser duraderas. Pronto en concebir una idea y de admirable fecundidad para encontrar los elementos de su realización, posee una voluntad de fierro para ejecutar lo que se ha propuesto. No retrocede ante los inconvenientes y marcha derecho hacia sus fines, con una persistencia que a veces es la tenacidad vulgar del amor propio, y en muchas otras, la constancia de las almas nobles y fuertes que persiguen un propósito elevado.

No parece ambicioso, porque no lo es como el común de las gentes. Su espíritu, elevado por naturaleza, desprecia el brillo y la pompa; y si aspira a los puestos públicos, es para influir en los destinos del país. Carece de la ambición de honores y de riquezas, tan común en las almas vulgares, y sólo ambiciona el mando. Un puesto público es pues para él un lugar poco codiciable, y en donde le gusta ver a sus amigos. En cuanto al poder, ya es otra cosa; y tratará de obtenerlo, adueñándose del ánimo del mandatario o imponiéndole la ley de su férrea voluntad. Su pasión es mandar por mano de otro; y antes que ser Presidente de la República, preferirá ser el ministro de un presidente necio.

Portales posee el sentimiento de la justicia; pero cegado por sus rencores obra como si careciese de ideas, sobre la equidad. Todo   -412-   lo ve al través de sus odios. En presencia de sus enemigos, su criterio se ofusca hasta no concederles ninguna clase de virtudes. Entre un pipiolo y un pelucón, él ya tiene de antemano pronunciada la sentencia. Siempre es justo el no serlo con los liberales. Éstos no merecen que un pelucón honorable les cumpla su palabra empeñada. Ser desleal con ellos es ser leal con el país; engañarlos es ser un hábil político; no escuchar sus reclamaciones es ser un buen mandatario; perseguirlos sin necesidad, martirizarlos inútilmente y confiscar sus bienes, es ser un gran estadista. Estoy por creer que si don Diego ama el gobierno restrictivo y despótico es sólo porque los pipiolos aman la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Nuestro poderoso ministro cree llegar por el rumbo opuesto a la tranquilidad de la república... Desea, con loable ardor, el progreso de su país, sin comprender netamente en lo que consiste el progreso, ni saber cuáles son los medios más adecuados para alcanzarlo. Para él no hay medio que produzca más adelantos sociales que la paz y tranquilidad públicas, y tiene mucha razón; pero ignora, u obra como si ignorara, que no hay tranquilidad durable si ella no sirve de base a la felicidad pública, lo cual sucederá solamente cuando los ciudadanos gocen de la paz, utilizándola en el libre ejercicio de sus derechos y de sus deberes. Entonces la paz, lejos de ser perturbada, encuentra sus defensores más ardientes en la sociedad misma, interesada en su conservación.

No es ésta la tranquilidad apetecida por el ciego estadista, sino la que resulta de la presión; tranquilidad amenazada siempre de muerte por la sociedad misma, pues ésta no puede estar interesada en conservarse en un estado contrario a su naturaleza. Los gobiernos no podrán dar jamás la tranquilidad a los pueblos cuyas aspiraciones no satisfacen, porque la paz no se impone como se impone el silencio.

Nuestro estadista aborrece la anarquía popular, que es el despotismo del pueblo, y yo le ayudo con gusto a aborrecerla; pero su odio egoísta no nace del amor al orden público sino del amor al despotismo aristocrático, que es la anarquía de las clases elevadas.

  -413-  

Con medianos conocimientos siquiera en las ciencias sociales, don Diego habría llegado a ser un estadista de primer orden: así lo hacen presumir la sagacidad y perspicacia de su talento, junto con la actividad, energía y constancia de su carácter... Pero su ignorancia de los principios más conocidos sobre los derechos y los deberes del Hombre, su desprecio por el pueblo, su horror a la libertad, sus preocupaciones contra la sociedad en general, su ninguna fe en el buen sentido público, su confianza excesiva en la propia superioridad, su desconocimiento de la equidad y de la justicia, su excesiva sed de influencia y de dominio, su tendencia al empleo de la intriga de mala ley, del fraude y del engaño, combinados con la presión y el terror, para dominar absolutamente, sus estrechas miras de círculo, y hasta su sensualidad misma, y sus instintos feroces, convertidos en pasiones, por su falta de educación, le impiden elevarse a concepciones de un rango superior. Pero si le falta elevación de miras, en cambio le sobra arrogancia y atrevimiento para no reconocer igual. El niño altanero, que en el colegio no respetaba a sus maestros y miraba de alto abajo a los condiscípulos que sabían más que él, obra hoy de una manera análoga, aunque en otra escala más elevada.

Su espíritu es altivo, dominante y atrabiliario. A veces busca la lucha por el placer de vencer en la discusión. Expresa sus opiniones, aun las más absurdas, con un aplomo y seguridad que fascinan, no siendo estraño que, muchas veces, su perspicacia adivine lo que no sabe. De todos modos, su palabra tiene siempre el tono de ultimátum. Es menester creer lo que él dice y aprobar lo que él hace, so pena de ser un necio, un díscolo, un malvado o un enemigo del país. El tono de su voz, acentuada siempre por la pasión, la mirada penetrante de sus ojos, la franqueza de su expresión clara y terminante (que revela una voluntad decidida e imperiosa), el perfil severo de su rostro simpático, el aire desembarazado de su persona y hasta la sonrisa temible de sus labios provocativos, comunican a su palabra esos atractivos de la elocuencia que arrastran y seducen. En más de una ocasión lo he visto apropiarse las ideas ajenas, y presentarlas como suyas, con tal sagacidad, que el autor mismo   -414-   del pensamiento queda encantado de haber pensado conforme pensaba el señor don Diego. Su inflexibilidad es admirable para no darse nunca por vencido; y es tal su pasión a este respecto, que cuando no domina por completo en una discusión cualquiera, entonces se calla o exhala su bilis en sarcasmos punzantes. Lo he visto contestar con una carcajada a un argumento concluyente contra sus doctrinas. ¡Pero qué carcajada aquélla!...

Por esto huye de encontrarse con cualquiera superioridad. El talento ajeno lo abruma; las verdaderas gracias caídas de la boca de otro le hastían; y encuentra un placer especial en rodearse de necios. Esto hace recordar su antigua pasión de colegial, cuando se entretenía horas enteras en perseguir cruelmente con sus burlas a alguno de sus condiscípulos. No parece sino que su espíritu sarcástico y burlón gozara al palpar la inferioridad de los demás. Cuando éramos amigos, lo veía pasar horas enteras entretenido con los disparates de cualquier mentecato.

Sus burlas punzantes no perdonan ni aun a sus propios amigos políticos, en los cuales sólo ve personajes secundarios que forman el fondo de los cuadros en que él figura en primer término. Parece que agradeciera la altura a que lo ponen las necedades y ridiculeces ajenas. Esta cualidad que, en medio de un partido homogéneo y unido por miras nobles y elevadas le concitaría enemigos, ha formado, al contrario, en torno de su persona, un círculo de pelucones divididos por aspiraciones diversas que los hacen odiarse mutuamente. Cada uno de ellos agradece a su jefe las puyas y sarcasmos que éste lanza sobre el vecino enemigo.

No solamente carece Portales de una educación medianamente republicana, sino que posee las más absurdas ideas sobre el sistema democrático, cuyas instituciones odia, sin comprenderlas. Si las comprendiera, y siguiera odiándolas, no merecería compasión; pero lo cierto es que las desprecia porque no ha pensado jamás sobre ellas, y el rencor que les guarda no es más que el reflejo del odio que profesa a los liberales. Verdad es también que nunca ha pensado seriamente sobre ningún sistema de gobierno; y así como cuando   -415-   colegial se jactaba ante sus condiscípulos de no haber estudiado sus lecciones, hoy hace gala de no haber estudiado nunca nada, ni leído con gusto más que el Quijote y otro libro más, que no recuerdo. Y ojalá hubiera leído con atención aquel libro extraordinario, pues así su mente se habría enriquecido de ideas verdaderas sobre el corazón humano y sobre la equidad, la justicia y el fin social de los pueblos.

En vez de esas ideas, tiene la mente llena de preocupaciones, nacidas de su propia ignorancia y de la atmósfera social en que se crió. Alejado de los campos de batalla, en donde se vivía odiando al rey y peleando por la libertad, miraba con indiferencia y desde lejos la contienda de nuestra Independencia; y entregado, mientras tanto, a los placeres de una vida licenciosa, que alternaban con sus elucubraciones comerciales, no podía su espíritu impregnarse de las ideas republicanas, ni encenderse su corazón en el fuego del patriotismo.

Esto no es decir, querida mía, que Portales no ama a su patria. No... La ama de corazón; pero su patriotismo está muy lejos de ser ilustrado y desinteresado. Es patriotismo egoísta que ha dado origen a una política absorbente, injusta, exclusivista e intolerante. Para el ministro, no hay más patria que el círculo que rodea a su persona; y de aquí es que su administración ha comenzado y seguirá siendo eminentemente personal. Todos los que no aprueban su atrabiliario gobierno son y serán enemigos del país, y tratados como a tales. Su desmedido orgullo lo hace rechazar toda indicación que venga de sus contrarios, a quienes negará el derecho de interesarse por el país. Los que secunden ciegamente sus miras serán ciudadanos chilenos; los que no, merecerán su odio, en castigo de su traición a los intereses de la patria, es decir, a los intereses del partido, cuya encarnación es Portales. Y el odio de éste significará la persecución, el insulto, la muerte, el destierro y la confiscación de los bienes de los enemigos de la patria; es decir, de los que no aprueban la administración del vengativo ministro.

En todo esto, obra él de buena fe, pues obra con la conciencia de su infalibilidad política. Él cree que así restablecerá en Chile la   -416-   tranquilidad que una libertad exagerada le ha quitado, y que de este modo morigerará la administración, ya corrompida por los liberales. De manera que, en su fanatismo por el sistema restrictivo, creerá sacrificar a los pipiolos en aras del bien público, cuando lo que hace es sacrificar los principios republicanos en el altar de sus preocupaciones, de sus odios y de sus rencores patriótico-personales.

He aquí, Lucinda mía, por qué te digo que este hombre, elevado por fatales circunstancias a director de la República, sin comprender el verdadero objeto de la revolución contra el rey de España, implantará en Chile el viejo sistema del coloniaje, que tan bien cuadra con su carácter y con su educación imperfecta. Y no atreviéndose ese retrógrado sistema a presentirse en su atroz desnudez, ha tenido que hacerlo ataviado a la republicana. Uno de los rasgos característicos de esta y de las futuras administraciones peluconas será la falaz hipocresía. La administración, republicana en las palabras y monárquica en el fondo, no será desde hoy más que una copia (modificada según las circunstancias actuales) de los gobiernos de la colonia. Es todo lo que Portales sabe de la ciencia de la administración pública.

[...]

Y sin embargo, este hombre aspira a la perfección administrativa. Su alma elevada ha sufrido indudablemente, al ver el descamino y tropiezos de nuestras anteriores administraciones, y anhela por la honra y decoro del gobierno, y por la paz y tranquilidad de la nación. Sólo que se ha engañado en la elección de los medios para conseguir tan loable objeto. De aquí la serie de contradicciones que presentan el carácter y la vida política de Portales. No parece sino que en él hay dos espíritus: el uno que lo empuja a los deseos nobles y elevados, y el otro que lo pone al nivel de los hombres más vulgares. Es que su alma, levantada y digna por naturaleza, cae en el fango de sus preocupaciones, de su ignorancia y de sus instintos bastardos, cuando trata de dar un paso en el camino de la práctica. Basta observarlo despreocupadamente, para notar las contradicciones de este carácter elevado y rastrero, atrevido y cobarde,   -417-   generoso y mezquino, abnegado y egoísta, desinteresado y ambicioso, compasivo y cruel, agrio y truhán, severo y burlón al mismo tiempo. Ha pugnado por defender la constitución dictada por los liberales, y será su más cruel verdugo. Ama a su patria, y se ha puesto al servicio de los enemigos de la república. Odia a todos los revolucionarios del mundo, y se olvida de que ha contribuido a echar por tierra el régimen legal, sin que para ello hubiera otra razón que el odio de los pelucones a la libertad, y su propio odio a los liberales. Se indigna contra los que no respetan las leyes, y él es el primero en faltar a ellas. Desea la tranquilidad pública, y tiene al país en una constante intranquilidad, con sus persecuciones antipolíticas, que habrán de provocar disturbios a cada paso. Aborrece a los malvados, y él cría malvados y los apoya, premiando el espionaje, la delación y la calumnia, y perdonando verdaderos crímenes en cambio de adhesiones. Se ríe de los aduladores, respondiendo a veces a una alabanza con una burla o un sarcasmo; y no obstante, su sistema represivo y tirante es el más a propósito para crear aduladores y envilecer el espíritu del pueblo. Tan pundonoroso como celoso de su honra, es al mismo tiempo muy poco escrupuloso en la elección de los medios para llegar a los fines que se propone.

Con sus ojos fijos allá en el bien hacia donde él pretende ir, no ve ninguno de los males que hace en el camino. Jamás ha cesado de echar en cara sus vicios y sus malas costumbres a los liberales, con una acrimonia que sentaría mejor en otro hombre de costumbres menos licenciosas e inmorales que las suyas; y luego vemos que no hay pillo, por vicioso que sea, que no encuentre aboyo, con tal de servir de cuña en su partido. Es un hombre honrado que se ríe a carcajadas de la necedad de los liberales, en haber tomado siempre a lo serio la palabra empeñada de los pelucones. Su veracidad es tan grande, que sólo miente en política. Quiere que los puestos públicos sean servidos dignamente; y los provee de gentes viles, que no pueden servir sino de instrumentos de círculo. Ha consagrado el respeto ciego a los mandatarios, como el principal elemento de orden público; y es muy capaz de ridiculizar a su amigo el presidente,   -418-   delante del portero de palacio. Trabaja por introducir en la administración pública la moralidad que, a juicio de los pelucones, faltaba al gobierno de los liberales; y sin embargo, ¿qué administración más inmoral que la suya? Después de haber debido ayer su existencia a una serie de traiciones y al derramamiento de sangre chilena, busca hoy su afianzamiento en odiosas persecuciones; y concluirá por elevar mañana el fraude y el engaño al rango de indispensables expedientes políticos. No puede ver a los malos jueces; y luego los obliga a dictar sus fallos y providencias, no conforme a los principios de justicia, sino mirando los intereses del partido dominante. Le agrada oírse llamar el justiciero, y todavía no hemos visto que haya hecho justicia a sus contrarios... Pero sería nunca acabar el seguir hablándote de los defectos y contradicciones de este hombre tan poco a propósito para regir un país que comienza su aprendizaje democrático.

Mayo 24.

(A las 3 de la tarde.)

En cambio, ninguno más adecuado para servir de tropezón a la marcha republicana del país, y ayudar a los pelucones a llevar a cabo sus liberticidas miras.

No creo que en la historia de las repúblicas hispanoamericanas se encuentre un hombre que represente las ideas y tendencias de un partido con mayor exactitud que la que el carácter, la educación y los antecedentes de don Diego Portales representan el modo de ser y las tendencias del partido pelucón. Este hombre, verdaderamente extraordinario, bajo más de un punto de vista, y que por su pésima educación raya casi siempre en la más común vulgaridad, es algo como la encarnación de las prácticas, usos, costumbres, vicios, preocupaciones y tendencias de los reaccionarios.

Tal para cual. Sin un hombre de las cualidades y defectos que constituyen el carácter de Portales, no habrían podido los pelucones triunfar del elemento republicano, arraigado ya en todo el país; y sin los reaccionarios, todo el talento del ministro dictador y toda   -419-   su energía, habrían sido impotentes para llevar a cabo sus miras liberticidas. La misma diversidad de miras de los retrógrados, divididos en facciones que se observan con ojeriza, ha sido un elemento del cual ha sabido aprovecharse Portales para dominarlos; y ellos se han dejado dominar, en cambio de que él sojuzgue y despotice al país en favor de ellos. Así es que este hombre ha venido a complementar a un partido que, por su diversidad de miras personales, no podía obrar de consuno sin un jefe absoluto que supliera las ideas que le faltan, y que son el único elemento de unión duradera entre los hombres.

Cada facción pelucona ha trabajado por ejercer un dominio más o menos exclusivo, y Portales, ayudado de la casualidad, ha podido halagar y fomentar las esperanzas de todas ellas. La facción o'higginista creyó y aún cree que el glorioso vencedor de Chacabuco, convertido después en miserable dictador de Chile, vendrá a sentarse en la silla presidencial. Los clericales esperan la devolución de los bienes quitados a los conventos de regulares; y los conservadores en general ven en su hombre de estado el más poderoso apoyo de los usos, abusos, costumbres y vicios de la colonia. No están menos contentos los temerosos y pacatos, pues encuentran en el gobierno restrictivo y cruel de Portales la más segura garantía de orden público. Los estanqueros andan con el placer pintado en la fisonomía; y hasta los que no son nada han llegado a ser acérrimos partidarios de la administración, pues durante los gobiernos despóticos, pocos son los que tienen el valor de no batir palmas. Por último, te hablaré, querida mía, de los monarquistas y de los secretos realistas. Éstos no pueden menos que simpatizar con un hombre que llevó su religión y prudente cordura hasta no herir ni de palabras a los que defendían la Santa causa de Su Majestad; y aquéllos aguardan de él la realización de una república monárquica, en la cual el presidente será un rey, centro de todos los poderes públicos y gran elector de senadores, diputados, cabildantes, jueces, etc. Unos y otros echaban de menos los buenos tiempos de Su Majestad; pero hoy están contentos, pues que Portales gobernará a lo rey.

  -420-  

Ahora, si a todas esas cualidades, que tan del gusto son de los reaccionarios, pues que ellas concurren a formar un carácter despótico, agregas la circunstancia de llevar Portales un ilustre apellido, verás, mi querida Lucinda, como cada una de las facciones peluconas habrá de encontrar en don Diego algo que satisfaga sus deseos o esté acorde con sus preocupaciones. Ahora bien, no siendo posible que ninguna de ellas alcance a lograr el dominio a que aspira, sin que se lo impida la ambición de su vecino, todas prefieren entonces entregarse en manos de un hombre que, sobre no contrariar sus preocupaciones, da pábulo a sus más bajos instintos y fomenta sus esperanzas de recuperar algo de lo perdido. Por otra parte, los pelucones, a pesar de su discordancia en aspiraciones, codicias y miras de detalles, están acordes en el punto capital de odiar las instituciones republicanas y perseguir sin descanso a los liberales. Y como nada hay que una tanto a los espíritus de bajas miras como el odio a un enemigo común, el rencoroso y vengativo político será el natural vínculo de unión entre los elementos heterogéneos que forman el partido reaccionario.

Aún más: ese mismo espíritu de intolerancia, de persecuciones hasta la crueldad, de que tantas pruebas ha dado el ministro, forma, con su insolente altanería, una aureola de grandeza para los reaccionarios, educados bajo el régimen colonial y acostumbrados a la férula monárquica. Su ideal de gobierno es el absoluto, y Portales realiza ese ideal. Unos temen y otros aborrecen la libertad, y Portales parece temerla, y aborrecerla al mismo tiempo. Hasta los más perezosos de entre los pelucones serán capaces de desplegar una gran actividad y energía por oponerse a una innovación, y ¿quién más activo y enérgico para oponerse al desarrollo de las ideas republicanas que ese mismo Portales, tan perezoso ayer para servir a la independencia de su patria? Los reaccionarios son exclusivistas; su patriotismo es un egoísmo disfrazado; ellos se creen la patria, y desprecian al pueblo hasta el punto de negarle toda iniciativa. Pues bien, pocos caracteres más exclusivos que el del intolerante y absoluto ministro, cuyo patrimonio no es más que partidarismo   -421-   (perdóname, hijita, esta nueva palabra), y cuyo desprecio por el pueblo es ya proverbial. Acostumbrados los reaccionarios a ver allá en lo antiguo cómo era despreciada la ley por los gobiernos y cómo era además dictada, con el fin de esclavizar a los gobernados, admiran la noble arrogancia con que su hombre se sobrepone a las leyes, o las manda hacer, para atar las manos a la nación. ¡Esto es grande!

He aquí cómo los enemigos de la república entienden el principio de autoridad, el cual será consagrado como un dogma político bajo la administración del caprichudo y voluntarioso ministro. Éste ha dejado entrever que empleará el sistema del favor para premiar adhesiones, como en tiempos del rey; que no buscará talentos especiales para que sirvan a la patria en los destinos públicos, sino amigos ciegos que sirvan al partido; que pondrá la espada de la justicia en manos de los instrumentos de su torpe política; que tratará de arrebatar el derecho de sufragio a los pueblos, convirtiendo al gobierno en gran elector; y que no retrocederá ante el dolo, el fraude, el espionaje, la injusticia y la crueldad, para mantenerse en su puesto contra la voluntad nacional. Y ¿qué cosa más del gusto de los pelucones que todo eso? Una política intrigante, falaz, engañosa, traidora, abusiva, y al mismo tiempo intolerante, represiva, perseguidora, injusta y cruel, tal como se inicia la política de Portales, es el ideal del peluconismo. Y he aquí cómo Portales, valiéndose de tantos instrumentos, viene a ser el gran instrumento de los reaccionarios, que han sabido y sabrán aprovecharse, así de las altas cualidades como de las bajas pasiones de su hombre, para realizar sus liberticidas miras.

Mayo 25.

(A la una y media de la tarde.)

No seré yo, alma mía, quien niegue que en las administraciones pipiolas se ha cometido desaciertos; pero ¡cuán infinitamente mayor no es el número de adelantos que el país les debe! Lo que negaré siempre es que todos los errores cometidos por los liberales   -422-   no han podido autorizar razonablemente una revolución. Porque, aún suponiendo que los liberales hubieran cometido grandes desaciertos, ¿por qué no concurrían a enmendarlos, la cordura y el saber de los pelucones? Las administraciones pipiolas no tuvieron nada de exclusivistas; y con un espíritu de fraternidad que las honra, proveían los destinos públicos, sin distinción de colores políticos.

Jamás han obrado de otra manera los verdaderos amigos de la república, y los pipiolos han probado prácticamente que quien ama a la libertad no aborrece a los hombres. Nunca olvidaré la noble conducta del ejército con que Freire venció a los realistas en Chile: no bien depusieron las armas, cuando les apretamos cordialmente la mano. Pero ¿a qué ir a buscar lejanos ejemplos? ¿No se acuerdan los traidores de que ayer no más, después de vencerlos en Ochagavía, los abrazamos fraternalmente?

Los liberales sabían ver en el enemigo al ciudadano, al compatriota, y estaban dispuestos a escuchar las advertencias y consejos dictados por el amor a la patria. Bajo la última administración se han verificado las elecciones más libres, y sin fraudes ni engaños oficiales, que yo espero ver en Chile, mientras sea regido según el sistema iniciado por el gran ministro. Ahora bien, siendo esto así, como es notorio, ¿por qué los señores pelucones, en lugar de ensangrentar atrozmente la república, no se valieron de las influencias que les proporcionaban sus riquezas, sus antecedentes sociales y los mismos puestos públicos que ocupaban en el gobierno, para hacer que éste dejara el mal camino? Pero no, los que hoy se llaman amigos del orden prefirieron establecer en Chile el precedente de las revoluciones sangrientas que, andando el tiempo, seguirá dando frutos de lágrimas, de desmoralización social y de atraso público.

[...]

Fácil es prever, Lucinda mía, los resultados prácticos de tan fatal sistema de gobierno, atendidos el carácter de los hombres que lo ponen en práctica, y el estado social de un país sin experiencia, recién salido de una vida de envilecimiento, que se encuentra   -423-   en una época de transición, y al cual es muy fácil corromper, y por consiguiente, dominar.

Un país así, que salta de repente de la monarquía a la república, ha menester de un gobierno que le enseñe a ser republicano, presentándole cotidianos ejemplos de moralidad pública, de probidad política, de respeto a la ley, de patriotismo desinteresado y de amor al progreso. ¿Podremos esperar algo de esto de la administración pelucona? Lo que estamos palpando dice que no. ¿Qué buena fe política puede esperarse de los que no sólo han faltado prácticamente a su palabra, sino que tratan de elevar la falsía al rango de teoría política, que ya va formando escuela? ¡Con decirte que los señores pelucones nos tachan de crédulos, ilusos e inocentes hasta la necedad, sólo porque hemos cometido la muy grande de fiarnos en su palabra de honor! Ellos se han levantado en nombre de nuestra constitución con el objeto ostensible de defenderla; pero como hacen gala de decir una cosa y hacer lo contrario, yo creo que borrarán la ley fundamental para hacer otra a su manera. ¡Y bien se echa de ver qué clase de constitución dictarán los enemigos de la libertad! Ya andan diciendo que el pueblo no está preparado para ser regido por la constitución pipiola. Éste es su principal estribillo, que se repite, creyendo haber dicho una gran cosa, porque no saben que son ellos los que no están preparados para regir los destinos de un pueblo libre.

Ésta es la verdad; y si así no fuera, nuestros padres habrían sido unos imprudentes en dar el grito de libertad tan prematuramente. Porque ¿estaban los pueblos, en 1810, mejor preparados que hoy para la república? ¿Por qué no esperaron con patriótica paciencia que los españoles acabaran su tarea de preparar a las colonias para la vida democrática? ¡Ah!, ¡Lucinda mía! Si yo tuviera la certidumbre de vivir a tu lado hasta ese día en que las opresoras aristocracias encuentren ya preparados a los pueblos para ejercer sus derechos, te juro por nuestro amor que me creería en posesión de la felicidad eterna.

Sí, mi alma, son los usurpadores los que no acabarán jamás de prepararse para entregar lo que no les pertenece. Será preciso que   -424-   el pueblo les arranque a estirones los derechos y libertades que ha menester para adelantar en la vía del progreso, que hoy entreve. ¡Ay!, ¡alma mía! Esos estirones harán correr ríos de sangre...

[...]

Así pues, don Diego Portales no será, sino en el nombre, el ministro de un gobierno republicano. Es algo (si cabe) más repugnante que un monarca, porque es un rey disfrazado; y bajo el pérfido disfraz republicano, cometerá los mayores crímenes contra la república. A nombre de la libertad nacional, esclavizará a la nación. Habrá venganzas de todo género, y se mandará a los jueces dictar sentencias inicuas contra los enemigos de la administración.

Todo esto lo hará Portales, sin necesidad de ser un gran genio (como ya comienzan a decirlo los necios y los aduladores que especulan con su propia vileza). Bástale favorecer con su activa energía las tendencias de los reaccionarios; tendencias acordes con su propio carácter. El genio crea, inventa; y Portales no necesita crear ni inventar nada para gobernar a lo virrey.

Este hombre, no solamente dominará al partido que lo ha elevado al rango de oráculo infalible, sino que imprimirá a ésta y a las futuras administraciones el sello sangriento de una política de extermino: sello que jamás habían presentado antes los gobiernos republicanos en Chile. Y voy a darte, mi Lucinda, las razones en que me fundo para pensar así.

Pongo en primer lugar (aunque no es la primera razón) el talento, la energía y la constancia desplegadas por el ministro para hacer imperar su voluntad, a lo cual se agrega su espíritu vengativo, cruel y atrabiliario, que tan del gusto es de los pelucones. En segundo lugar, están la falta de ideas (de los reaccionarios), su ignorancia de los principios democráticos y su miedo a la libertad: ignorancia y miedo que los harán entregarse a ojos cerrados en manos de su hombre. Ya antes te he hablado de las analogías entre el carácter de Portales y la manera de ser de los pelucones. Ahora te haré presente que, siendo los pelucones un partido eminentemente egoísta, absorbente, exclusivista y codicioso del poder,   -425-   ayudará al ministro, con todos los elementos que le proporcionen sus influencias personales y sus riquezas, a fin de que Portales los haga para siempre señores absolutos del país. Por último, adueñados del poder, nadie pondrá en duda que habrán de proseguir después monarquizando la república. Y gobernarán cruel y despóticamente, no tanto porque el absoluto ministro haya impreso a la administración el sello de la crueldad y del despotismo, cuanto porque esta manera de gobernar es esencialmente española, o lo que es lo mismo, reaccionaria, pelucona. Por consiguiente, los enemigos de la libertad chilena no han menester que Portales, ni nadie, venga a enseñarles a llamarse ellos mismos la nación; a repartirse entre sí todos los puestos públicos; a excluir a sus contrarios de toda participación en los destinos del país; a negarles sus derechos a los pueblos; a no hallarlos jamás preparados para darles lo que les pertenece; a valerse del poder para enriquecer a sus amigos, y para perseguir a sangre y fuego a sus enemigos; a calumniar a la libertad, echándole en cara todos los males ocasionados por el despotismo; a llamar orden al statu-quo; a conservar todo lo existente, sea malo o bueno, y rechazar sistemáticamente toda idea, sea buena o mala; a apropiarse de los adelantos realizados por las mismas ideas que poco ha despreciaban, decretándose coronas cívicas por los progresos que el país ha alcanzado, a pesar de ellos mismos... Todo esto lo sabían ya los pelucones mucho tiempo antes que Portales lo pusiera, en práctica. Lo que necesitaban era un hombre que les ayudara a escalar los puestos públicos, y diera a la administración el tono conveniente.

[...]

Mayo 25.

(A las 9 de la noche.)

Que el país progresará relativamente bajo las administraciones peluconas, eso es indudable; pero ello será, no porque los gobiernos sigan la política iniciada hoy por don Diego Portales, sino a pesar de esa política. Chile es un país sesudo, industrioso, trabajador   -426-   y eminentemente comercial; y aunque el carácter pacífico de sus habitantes los aleja de toda clase de revueltas, no estarán jamás tranquilos mientras no recuperen el uso de la libertad, que necesitan para hacer progresar su industria y su comercio. Por manera que cuantos pasos dé el país en la vía de los adelantos, serán debidos a la noble constancia del pueblo. Los gobiernos se ocuparán en oponerse sistemáticamente a la marcha progresiva de la nación; en conservar prácticas abusivas, absurdas e inmorales, para conservarse ellos a todo trance, en sus puestos, y en esperar el día del juicio, es decir, el día aquel en que el pueblo adquirirá el juicio que (según los pelucones) ha menester para hacer uso de lo que le pertenece.

He ahí, querida mía, la tarea de los pelucones: apenas les quedará tiempo para escribir la historia de los adelantos que la república les debe.

[...]

Considera ahora cuál no será la corrupción de un pueblo sin experiencia, que al comenzar a abrir los ojos, ve en su propio gobierno los más perniciosos ejemplos de dolo, fraude, traición y engaños de todo género.

Una de dos: o el país vive en una constante irritación contra un gobierno así corrompido, o se envilecerá hasta el punto de amar esos mismos vicios consagrados por el ejemplo del poder. Lo primero producirá los levantamientos cotidianos y la constante anarquía; lo segundo corromperá las costumbres políticas, y de aquí pasará la corrupción al hogar doméstico. No es posible decir cuál será el último grado de envilecimiento a que puede llegar el pueblo por este fatal camino.

Y no será éste el mayor mal que don Diego Portales haga a la república, sino que con su fatal sistema de gobierno desacreditará las instituciones republicanas; pues muchos espíritus ligeros achacarán a estas instituciones los disturbios, desórdenes, absurdos, torpezas, dolores y lágrimas que el país deberá solamente al espíritu monárquico encarnado en el sistema de Portales y disfrazado bajo el manto republicano.

  -427-  

Mas a pesar de las despóticas dotes del gran estadista, a pesar de toda la riqueza de los pelucones, y por más esfuerzos que hagan para esclavizar al pueblo, no alcanzarán jamás a apagar el amor a la libertad. Chile ha comenzado a saborear los efectos de este precioso don del cielo, y aspirará siempre a gozarlo por completo. Muy bien puede tropezar y aun caer; pero bien pronto querrá arrancar de manos del gobierno los derechos y libertades que le usurpara.

Por su parte, los pelucones harán consistir el decoro del gobierno en despreciar la voz de la nación, en no escuchar las reclamaciones de los pueblos y en abogar toda idea que de éstos nazca. He aquí su gran principio de autoridad. Ellos carecen del espíritu de iniciativa, y tratarán de sofocar ese espíritu en el pueblo. De aquí la división entre gobernantes y gobernados; de aquí la guerra civil, guerra eterna y sin cuartel, que no cesará sino cuando el sistema absurdo, iniciado hoy por Portales, deje de ser practicado por nuestras futuras administraciones.

Pero mientras llegan esos tiempos, ¡ay, querida mía!, ¡cuánta no será la sangre chilena que se derrame! Casi no puedo seguir escribiendo: la pluma tiembla en mis manos. Mas, por otra parte, tampoco me es dado dejar de seguir comunicándote mis ideas, a ti que eres la mitad de mi ser. ¡Amor mío! Al enviarte mis pensamientos, me parece que ellos han estado también en tu mente; y es tan dulce esta ilusión, que sigo figurándome que nuestras almas piensan a un mismo tiempo las mismas cosas. ¿Y qué estraño sería que nuestras almas se unieran, a pesar de la distancia que nos separa? Mira, mi Lucinda, en este momento te siento aquí, junto a mí, sujetando tu respiración, y con los ojos fijos en estas líneas que para ti escribo. En ellas te digo que yo amo todo lo que es bello y noble, y tú debes creerme desde que te amo a ti. Yo sé que tu amor tiene ese mismo objeto, y por eso aspiro a ennoblecer más y más mi espíritu, para hacerme digno de tu corazón. Así mi mente se confundirá con la tuya, cuando ambas tengan idénticos pensamientos; así nuestros corazones permanecerán siempre unidos, cuando ardan en el mismo amor de lo bueno y de lo bello.

  -428-  

Y para mí no hay espectáculo más bello que el que presenta un pueblo joven y lleno de vida, que marcha sin separarse de la senda de la libertad, para hacerse digno de rozar este don de Dios. He aquí, alma mía, la verdadera grandeza, muy diferente de la grandeza ficticia de una nación llena de brillo y de riquezas, pero postrada a los pies de un hombre. Porque la senda de la libertad es el aprendizaje de las ciencias y de las artes, el ejercicio del trabajo, el cultivo del amor y de la fraternidad universal, el fomento de todas las aspiraciones nobles, la realización de todas las ideas elevadas y la práctica de todas las virtudes que honran a la humanidad. El pueblo que sigue este camino no se postrará ante un hombre, porque no reconoce otro Dios que Dios; pero doblará la rodilla ante la ley, porque en una nación así, la ley es la expresión de la verdad, la voluntad de Dios, manifestada por la voz de un pueblo libre.

¿Encuentras tú, Lucinda mía, algo que sea más bello, aquí en la tierra, que la realización de este ideal? Yo sé muy bien la contestación que me dará tu alma generosa, cuyo principal goce es recrearse en la felicidad de los demás. El deseo que temo de que tu tierno corazón palpite por quien tanto te ama me hace recordarte mis sacrificios por ese bello ideal. Ese fue el punto de mira de los héroes de nuestra independencia, y hacia él marchaban los buenos hijos de Chile, cuando la democracia ha caído de nuevo en los lazos del viejo espíritu monárquico.

[...]

Mayo 26.

(Por la mañana.)

Acaba de llegar Pedro, que me ha entregado tu carta; y lo he abrazado dos veces, para pagarle el tesoro que me trae. ¡Gracias, mil gracias, adorada mía! Me pides que te devuelva a Pedro prontamente, y así lo haré. Este leal servidor, a quien estimo como a un buen amigo, ha llorado contándome... Pero, olvidemos esto, y demos gracias a la Providencia que sabe velar por los que tienen fe, y hasta por los que no creen en ella.

  -429-  

Mientras Pedro encuentra dónde comprar un caballo para volverse a Molina (pues el suyo ha caído muerto poco antes de llegar aquí), yo voy a contestarte.

Para esto tengo que hacer un esfuerzo sobre mí mismo, pues los ojos se me van sobre tu preciosa carta; y casi no me deja escribir el deseo de volver a releer tus lindos párrafos, en donde veo trasparentada la ternura de tu corazón. Pero es preciso que concluya esta contestación.

El general, ya algo restablecido, está muy contento por la manera como has escapado de tantos peligros; y me encarga manifestarte su gratitud por las cariñosas expresiones que para él vienen en tu carta.

Dile a mi excelente amigo Tronera que su valeroso y abnegado comportamiento ha merecido mil alabanzas de parte del general; y de la mía, agrégale que no le dices nada, porque no hallo cómo expresarle mis sentimientos de gratitud y cordialidad. A la bonísima señora, en cuya casa te has hospedado, le dirás que la quiero con toda mi alma; y que en cuanto las circunstancias me lo permitan, iré a Molina a satisfacer los deseos que tengo de conocerla y abrazarla.

Tenemos fundadas razones para creer que nuestro escondite ha sido descubierto por los agentes del gobierno, y pensamos ponernos en camino esta misma noche para Santiago, en donde podremos permanecer ocultos con menos probabilidad de ser descubiertos que en cualquier lugar de provincia.

¡Ah!, ¡querida de mi corazón! Es menester que huyamos del gobierno todos los que amamos la libertad y el progreso de Chile. Somos extranjeros en nuestra propia patria, y no nos es dado esperar misericordia ni benevolencia de parte de quienes están dispuestos a no concedernos aún el uso de nuestros derechos. Chile no es ya de los chilenos, sino de los antiguos amigos de España. Los que aún tenemos amor a la libertad y fe en la república debemos ir a ocultar ese amor y esa fe como se oculta un crimen. Sí, alma mía, nos alejaremos de aquí, porque no quiero que mis hijos abran los ojos   -430-   viendo entronizada la injusticia, y elevados el fraude y el engaño, al rango de virtudes.

Si algún día la patria me ha menester, volveré a darle lo poco de vida que me quede; pero mientras tanto, viviremos allá, en aquel lugarcito de costa de que ya otras veces te he hablado. ¿Te acuerdas? Es una ensenada de cerros coronados de robles seculares y cubiertas sus faldas de quillayes, peumos, litres y avellanos. En la mitad de la falda hay una meseta, en donde parece que la mano de un genio benéfico hubiera reunido los árboles más hermosos. Mil matices del verde alternan en el unido follaje de los árboles, desde el ceniciento de los olmos y el brillante acerado de los corpulentos quillayes, hasta el oscuro del boldo, con sus granos de oro, y el lustroso de las pataguas salpicadas de flores olorosas y blancas como el azahar. Desde aquella meseta se divisa el mar, que rompe sus olas en la pedregosa base de la montaña. A la derecha y a la espalda se elevan los gigantescos cerros, y a la izquierda se despeña un torrente bullicioso, cuya corriente ha cavado en las faldas del monte una quebrada que desemboca en el océano. Sólo se oye el ruido de la cascada en la cumbre del cerro, el golpe de la ola allá abajo y el murmullo de la corriente que se desliza por debajo de los árboles que bordan la quebrada, ocultando a medias el abismo con los lazos, festones y cortinajes de boqui, de coileras y copihues, y de otras mil enredaderas. Allí en la meseta haremos una casita, medio oculta entre el precioso grupo de boldos, litres, peumos y arrayanes. Sobre el abismo de la quebrada, habrá un balconcito, que será nuestro lugar predilecto, porque allí platicaremos juntos; desde allí, admiraremos todas las tardes la majestad del sol poniente al hundirse en las aguas del mar, y gozaremos del canto de los pájaros que buscan sus dormitorios entre el follaje de los árboles.

Me parece que te veo, alma mía, embelleciendo con tu presencia ese pequeño, pero dulce hogar. Me figuro verte allí adorada, no sólo por mí, y por nuestros hijos, herederos de la bondad y dulzura de su madre, sino también por todas las gentes del lugarcito, a quienes   -431-   tú harás tantos beneficios, que llegarán a mirarte como su ángel tutelar.

¡Adiós, vida de mi alma! Ruega al cielo que se realicen estos sueños, que yo estoy seguro de que Dios oirá los ruegos de un ángel.»

Lucinda había leído esta larga carta, no sin que las lágrimas hubiesen venido varias veces a sus ojos. Cuando hubo concluido, lanzó un suspiro, que fue de dolor y de placer al mismo tiempo. Pero bien pronto no quedaron en su mente sino las imágenes producidas por los últimos párrafos de la carta; y dando gracias a Dios, que le conservaba a su querido esposo, elevó sus ojos al cielo, y murmuró con ese acento que sólo se encuentra en las palabras de una mujer:

-¡Dios mío! ¡Sin duda que el amor es un precioso don, emanado de vuestra bondad infinita, cuando tan dulce es amar y ser amada de esta manera!



  -433-  
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Capítulo LVIII

El desterrado


«¡El pago de Chile!»


(Dicho popular.)                


La carta anterior era seguida de una posdata que decía:

«Últimamente había pensado irme con Pedro, a Molina; pero se han confirmado las noticias que nos dieron esta mañana de haber sido descubierto nuestro escondite. ¿Cómo dejar al general solo en el estado en que se halla? Prefiero quedarme por ahora, y enviarte a Pedro. En cuanto deje a don Ramón en lugar seguro, me pondré en marcha para esa villa disfrazado de arriero. No obstante, si tú insistes en venirte, no dejes de hacerlo por el camino de la costa, sobre lo cual escribo largamente a Pepe. Yo tomaré esa misma vía; por manera que si ustedes se vienen antes de una semana, tengo por cierto de que nos habremos de encontrar en el camino. Pedro, que va bien advertido sobre el particular, conoce el disfraz que llevaré. De todos modos sigue las indicaciones de Tronera, en cuya prudencia y valor tengo plena confianza. -Adiós otra vez, alma mía.»

  -434-  

Tronera, después de leer su carta, pasó rápidamente la vista por la de Lucinda; y aunque manifestó cierta tristeza y desagrado durante esta última lectura, bien pronto volvió a su natural alegría. Preguntó a Lucinda si estaba dispuesta a ponerse en marcha al siguiente día, y habiendo ésta contestado afirmativamente, empezó Pepe a disponer todo lo necesario. Ya había comprado dos buenos caballos con este objeto, así como un sillón cómodo para Lucinda; pero con los últimos gastos se le agotó el dinero, y tuvo que recurrir a la bolsa de doña Manuela.

La generosa señora puso a disposición de Lucinda, no solamente el dinero que necesitaban, sino todo cuanto ella tenía, rogando a Pepe que eligiese en su fundo los mejores caballos y mulas para el viaje; pero Lucinda sólo aceptó el dinero, prometiendo devolverlo a su llegada a Santiago, y concluyendo con decir a doña Manuela que jamás podría pagar los hospitalarios beneficios con que la había favorecido. A esto la buena señora contestó, con las lágrimas en los ojos:

-¿Y te parece poco pago, hijita, el placer que me has dado con tu sabrosa compañía? Bien sabido es aquello de que: quien bien te acompasa, te engorda; y yo creo que tú me has hecho engordar más de dos dedos, a pesar de los sustos que hemos tenido que sufrir: que no hay paciencia para aguantar estos tiempos como están. Pero a lo hecho pecho, y lo pasado, pasado, y cúmplase la voluntad de Dios, quien nos manda sufrir con paciencia las adversidades y flaquezas de nuestros prójimos. Y el que no tiene paciencia no gana experiencia; así como al que no aguanta, nadie lo aguanta, pues, como dijo el otro: hombre poco sufrido, siempre mal avenido; y el que no sabe llevar la carga, antes se carga que no se descarga. Yo quisiera, mi alma, irme a vivir a la capital, sólo por tener el gusto de verte todos los días; pero no puedo, y los cortos medios son rigorosos jueces. Quien más vive más sabe; y ahora vengo yo a saber, por experiencia, aquello de que no es bueno hacerse con lo que no ha de durar. Pero no digo esto para que te aflijas -prosiguió, viendo que Lucinda se entristecía-. Eso sí que no, mírame como yo estoy alegre, porque todavía te veo, pues también es preciso gozar del sol mientras dura, y más vale una hora de alegría, que cien años de tristeza; la cual dicen que es cosa inventada por el diablo, y sólo sirve para matar al cristiano, como con cuchillo de palo; mientras que la alegría es cosa de Dios. Y ahora, espérame aquí sentadita en mi cojín, mientras yo voy a la cocina a ver si se han cocido ya los pollos para el cocaví que has de llevar.

  -435-  

Diciendo esto, la señora salió tarareando una tonadilla; pero en cuanto estuvo fuera de la pieza, calló y se limpió los ojos con la falda de su camisón de angaripola.

Aún no había amanecido el día siguiente, cuando ya Tronera y Pedro tenían preparadas las cabalgaduras y cargadas dos mulas; la una con un almofrej, en donde llevaban las camas, y la otra con el cocaví, compuesto de una multitud de atados y canastos llenos de municiones de boca.

La caravana se puso en marcha después de haberse despedido de doña Manuela, quien, habiendo hecho persignarse a Lucinda al tiempo de montar a caballo, prometió quedarse rezando un rosario a la Virgen, para que librase a los viajeros de todo peligro.

Lucinda, entre Tronera y Pedro, formaban la vanguardia; y las dos mulas, arreadas por dos inquilinos del fundo de doña Manuela, constituían la retaguardia. Éstos iban armados solamente de sus catanas, pues no habían querido recibir las pistolas que Pedro les ofreciera, en razón a que ninguno de ellos sabía manejarlas.

En cuanto a Pedro, además del machete de que siempre estaba provista la cabeza de la enjalma de su montura, llevaba dos pares de pistolas en la faja que rodeaba su cintura; y Tronera, a sus pistolas de cuatro cañones, había agregado su espada, que tan bien sabía manejar. Pepe, con el aire de un hacendado campesino, llevaba pantalones de barragán, grandes espuelas, chaqueta de paño azul con alamares negros, chaleco de cotonía amarilla, faja de seda, cuyas flecaduras le llegaban casi a las rodillas, poncho de lana cari con guardas lacres, y gran sombrero de pita, sujeto con el fiador por debajo de la barba, desde donde pendía una borla que le llegaba al estómago. A fin de evitar sospechas, llevaba su cortante espada envuelta en un atado de pasto seco, que había acomodado sobre el almofrej.

Afortunadamente nuestros viajeros no tuvieron que hacer uso de sus armas, en los cuatro días que duró la marcha, pues, gracias a las medidas tomadas por Pepe Tronera, cuya prudencia desmintió esta vez el apellido que llevaba, nada les sucedió que merezca ser narrado. Tan precavido fue entonces el amigo de Anselmo que, a pesar de las largas patillas postizas y del polvo de carbón con que había desfigurado su rostro, determinó entrar a la capital cuando ya había oscurecido. Eso sí, que tuvo cuidado de enviar adelante a los mozos con las mulas, dándoles las señas de la casa de Andrés   -436-   Muñoz; por lo que, cuando él llegó con Lucinda y Pedro, ya Cecilia los esperaba con la mayor impaciencia.

Abrazó Lucinda a su amiga con muestras del mayor regocijo, y poco después llegó Anselmo acompañado de Andrés, quien había ido a poner en conocimiento de aquél la feliz llegada de su esposa.

Renunciamos a pintar el contento de Anselmo y de Lucinda al estrecharse mutuamente entre sus brazos. Hablaban y reían a un tiempo; se hacían mutuas preguntas, que quedaban sin contestación, y volvían a abrazarse, para quedar enseguida mirándose sin hablar una palabra. Restablecida algún tanto la tranquilidad de los espíritus, pudieron Lucinda y Pepe informarse del estado de las cosas en Santiago.

He aquí lo que Andrés y Anselmo contaron a los recién llegados. El escondite del general Freire había sido descubierto por don Catalino Gacetilla, quien, deseando obtener una administración de estanco, se había convertido en declarado gobiernista. En ese mismo día, Freire había sido tomado preso, y permanecía aún en la prisión, sin saber nadie lo que el gobierno pensaba hacer de él. Temíase que Portales lo hiciera juzgar y sentenciar a muerte, pues el gobierno, después de su victoria en Lircai, había desplegado un verdadero lujo de crueldad contra los vencidos.

Freire, con todos los jefes, oficiales y soldados que pelearon a sus órdenes en Lircai, habían sido dados de baja por un decreto, al cual se le puso una fecha muy anterior a la de su promulgación, con el traidor fin de convertirlo en una arma arrojadiza contra enemigos indefensos. Y no era esto sólo; pues, a pesar de exceptuarse por dicho decreto «todos aquellos que depusieren voluntariamente las armas», hubo muchos a quienes no les valió su actitud pasiva para dejar de ser cruelmente perseguidos.

Portales quería pacificar el país y restituir la tranquilidad a los ánimos, persiguiendo sin cuartel a los pipiolos. No importaba que éstos fuesen gentes pacíficas, que no hubieran tomado parte activa en la revolución. Sus simples opiniones políticas bastaban para condenarlos a prisión, a destierro, a muerte, o a confiscación de sus bienes. Y había llegado a tal punto el odio de Portales contra el pipiolismo, que el gobierno creía de su deben insultar a las mujeres de los pipiolos.

-¡A buen tiempo hemos llegado! -exclamó Pepe Tronera, oyendo la relación anterior hecha por Andrés-. Cualquiera diría que hemos retrocedido a la colonia.

  -437-  

-Y diría la verdad -agregó Anselmo-, pues Portales, a pesar de ser un hombre de talento, no tiene el suficiente, ni tampoco la instrucción que se necesita para conocer que a la fecha no es más que un instrumento de los reaccionarios.

Conversando de esta manera estaban, cuando oyeron en el patio exterior la voz siempre elevada y clara de don Catalino Gacetilla, que preguntaba a alguien:

-¡Ah! ¿Eres Pedro? Bien disfrazado vienes: pero responde, hijo, porque no tienes para qué ocultarte de mí. ¿Sabes algo de Anselmo? ¡Ah!, estas mulas me indican que Lucinda ha llegado. ¡Animal! En vez de responder, se echa sobre mí... ¡Si estará borracho! ¡Ay! ¡Y me hace tortilla este pie con sus bototos de puente de cal y canto!

-¡Don Catalino! -exclamó Andrés-. ¡Pepe!, ponte tus patillas; y tú, Anselmo, sepárate de Lucinda. ¡Acuérdense de que ha vendido a Freire!

Por fortuna, Anselmo conservaba su disfraz de hombre del pueblo, que se había visto en la necesidad de usar para escapar a las pesquisas, y que consistía en unos pantalones de cordoncillo, un poncho listado y un bonete azul. Mientras Andrés hablaba, Tronera se había puesto las patillas, diciendo en voz baja:

-Yo soy un guaso que vengo a comprar un par de caballos al amigo Muñoz; y tú, Anselmo, eres mi sirviente de confianza.

No tuvo tiempo de decir más, porque Gacetilla entró. Lucinda y Cecilia se habían retirado a un rincón poco alumbrado. Pepe y Andrés aparentaban tratar mano a mano su negocio, y Anselmo se había sentado respetuosamente en una silla retirada, en donde permanecía sin hablar palabra y con su bonete en las manos.

-Mi señor don Andrés -dijo Gacetilla al entrar-, ¿cómo está usted?... Y usted, mi siá Cecilia, ¿cómo lo pasa? En cuanto a mí, no lo paso muy bien en este momento, pues un maldito guaso que encontré allí fuera me acaba de dar un pisotón en un callo que tengo muy sensible... Muy buenas noches, señor -prosiguió, dirigiéndose a Pepe, quien sólo contestó con una inclinación de cabeza y tocando el ala de su guarapón-. Vaya, mi siá Cecilia, como se lo digo, ese guaso me ha hecho ver estrellas.

-No me gasta la bulla -dijo Pepe, con voz ronca-, y si le parece a usted, señor Muñoz, podemos ir a tratar de nuestro negocio en otra parte.

-¡Que guaso tan bruto! -murmuró don Catalino-. Apostaría mi   -438-   cabeza a que es de Colchagua. ¿Conque el señor es negociante? -preguntó en voz alta, dirigiéndose a Muñoz.

-Sí, amigo mío -respondió éste-. Ha venido a comprarme mi pareja de caballos tordillos, pero los encuentra caros por ciento sesenta pesos que le pido.

-¡Oh! -exclamó el entrometido hablador-, muy poca plata es ésa por unos caballos tan buenos, y sobre todo, tan parecidos, que son ver al uno, ver al otro. Créame a mí -prosiguió, dirigiéndose familiarmente a Pepe-, yo no conozco unos animales más bien arreglados, de mejor boca y más atentos que ésos. ¡Son como regalados por esa plata!

-Acabemos -dijo Tronera, sin hacer caso de la palabrería del hablantín-. ¿Me da o no los caballos por ocho onzas de oro?

-Mañana le contestaré -respondió Muñoz, como dudando-. Ahora le ruego que se aloje aquí.

-Le acepto -dijo Tronera-, pero no se incomoden ustedes por mí en arreglarme cuarto para dormir, pues yo viajo siempre con cama y petacas. Mira -prosiguió, dirigiéndose a Anselmo-, desensilla los caballos, y ten cuidado de no desaparejar las mulas hasta que se enfríen. ¿Entiendes? Abre el almofrej, y hazme luego mi cama en un rincón del corredor, porque a mí me gusta dormir a todo campo. Y mueve los pies, pues ya me va viniendo el sueño.

Mientras Pepe decía esto a media voz, se había acercado a Anselmo, a quien empujó hacia afuera, con el objeto de hacerle algunas advertencias en voz baja.

Enseguida volvió a entrar, a tiempo que Gacetilla decía, clavando en Lucinda su escudriñadora mirada:

-Pues yo creí al principio que esos caballos y esas mulas eran de Lucinda, que acabaría de llegar, pues el reverendo Hipocreitía me escribió encargándome mucho el secreto (pero aquí hablo entre amigos): me escribió diciéndome que Lucinda estaba en Molina, y que pronto se pondría en marcha con destino a esta capital, acompañada de Pepe Tronera.

Diciendo esto, dirigió la vista hacia Pepe, quien sacó su pañuelo y se lo pasó por la cara. Poco después, don Catalino volvió a mirar a Lucinda; y como viera que la joven tenía la cara atada y cubierta la cabeza con su pañuelo de rebozo, le preguntó:

-¿Está usted enferma de las muelas, señorita?

-Sí, señor -respondió prontamente Cecilia-, pero mi pobre amiga no ha podido contestarle, porque es sorda como una tapia.

  -439-  

-¡Qué desgracia! -exclamó el novelero-. Pues ya le digo, mi siá Cecilia: si Lucinda no ha llegado, llegará bien pronto; y yo he buscado mucho a Anselmo, para darle esta noticia... Pero, a propósito de noticia, ¿no sabe lo que hay señor Muñoz? Ya el gobierno no piensa en hacer fusilar a Freire...

Una exclamación de Lucinda interrumpió a don Catalino.

-¿Y qué piensa hacer? -preguntó Andrés, tratando de dominar su emoción.

-Desterrarlo al Perú -respondió Gacetilla-. Lo sé de buena tinta. Mañana saldrá de aquí, bien escoltado, para el puerto de Valparaíso. ¡Pobre general! ¡Tan bueno, tan patriota y tan valiente! ¿No es lástima que se destierre a un general tan benemérito, que ha peleado tan bien por nuestra Independencia? ¡Pero ya se ve! ¡Éste es el pago de Chile!

-Pues a mí me da lo mismo que lo destierren al Perú o la gran China -dijo Andrés.

-Y a mí también -agregó Pepe con voz sorda, y mirando de reojo a Gacetilla.

-Pues yo no puedo dejar de sentirlo -repuso éste-, porque (no puedo negarlo) quiero verdaderamente al general, y sé estimar sus méritos. ¡Oh!, ¡el pago de Chile!

Al oír hablar de este modo al mismo que acababa de vender a don Ramón Freire, no pudo Tronera dejar de hacer un brusco movimiento de indignación, con el cual tuvo la desgracia de cortar uno de los cordones que sujetaban por detrás de las orejas sus postizas patillas. Éstas cayeron por un lado, quedando en descubierto una parte de su rostro; y viendo esto el impávido Gacetilla, comenzó a reír sarcásticamente. Pero se le heló la risa en los labios, al notar que Pepe, alzándose rápidamente de su asiento, sacó la espada que llevaba debajo del poncho, y saltó hacia el imprudente parlanchín. Éste vio relampaguear la espada sobre su cabeza, y quiso gritar; pero dos o tres golpes asentados con mano firme sobre sus espaldas lo echaron al suelo.

-Si usted da el menor grito lo mato aquí como a un perro -le dijo Tronera.

-¿Y qué he hecho yo para merecer este mal tratamiento? -preguntó humildemente don Catalino.

-Usted ha vendido a nuestro general...

-¿Yo vender a un hombre tan benemérito, y a quien amo y respeto tanto?

  -440-  

-¡Calle el miserable! -exclamó Pepe, quitándose el sombrero y arrancándose la barba postiza-. ¡Míreme usted! Yo soy Pepe Tronera, y se lo digo porque estoy seguro de que no me ha de ir a denunciar.

-¿Yo denunciarlo a usted, señor Tronera? -dijo Gacetilla, alzándose del suelo y tomando su sombrero como para retirarse-. ¡No, jamás! Yo soy un hombre honrado e incapaz de delatar a nadie.

-Pues con gobiernos como el que tenemos, los hombres más honrados se convierten en delatores -repuso Tronera con amenazante voz-. Dígaselo usted así al gran Portales, cuando vaya a hacerse cargo del estanco que le han ofrecido a usted por su deslealtad. Y adviértale al estupendo político que, dando los destinos lucrativos en cambio de infamias como la que usted ha cometido, convierte la delación en un oficio provechoso. Dígale de mi parte que siga sacrificando el decoro nacional en aras de la traición, pues a esta diosa le deben ellos la victoria; que no perdonen a nuestra constitución, a la cual, aparentando defenderla, le han dado el beso de Judas: que la pisoteen y que dicten otra contraria a los principios republicanos. Agréguele usted a ese portentoso político que siga traicionando estos principios con la promulgación de leyes torpes y restrictivas, en lo cual se obrará lógicamente, pues un gobierno en donde impera la voz de los antiguos perseguidores de los patriotas debe dictar leyes contra la República chilena... No se le olvide decirle al profundo estadista y eminente patriota que emplee todos sus talentos en convertir a Chile en la caricatura de una república, y toda su energía y patriotismo, en vengarse de sus enemigos y en perseguir a sangre y fuego a los pipiolos, para que el país se tranquilice y permanezca quieto, así como está usted ahora, porque ve la penca sobre su cabeza. Y por último, adviértale usted al traidor a la libertad de su patria ¡que se cuide de los traidores!

Tronera había llegado al último grado de exaltación; y temiendo Andrés que se dejase llevar de su arrebato, le dijo:

-¡Basta, amigo mío! Baja tu espada, pues no hay necesidad de amenazas, para que don Catalino guarde silencio.

-¡Yo no sé cómo no mato a este bribón! -dijo sordamente Tronera, a tiempo que Cecilia y Lucinda salían del cuarto.

-¡No lo harás! -observó entonces Anselmo, que entraba en ese momento-. ¡Dáme tu espada! Tu amigo te la pide.

-¡Tómala! -contestó Pepe entregándosela-, porque si la sigo teniendo   -441-   en mi mano, no respondo de mí mismo. La vista de este traidor me revuelve las entrañas.

Don Catalino, que había permanecido mordiéndose la lengua mientras estaba amenazado de muerte, rompió a hablar en cuanto cesó el peligro.

-¡Anselmo, amigo mío! -dijo, abrazando al joven-. ¡Líbrame, por tu vida! Mira que soy inocente... Yo te juro que nadie sabrá nada por mi boca...

-No necesita usted jurarlo -repuso Tronera-, usted no nos denunciará, porque no saldrá de esta casa.

-¿Y qué piensan ustedes hacer conmigo?

-Deberíamos cortarle la lengua -respondió Tronera-, pero nos contentaremos con encerrarlo.

Diciendo esto, llamó a Pedro; y atando con unos cordeles al pobre don Catalino, lleváronlo a un pajar de la casa, en donde lo dejaron enterrado en la paja, hasta el pescuezo, y con un pañuelo retorcido en la boca, para que no gritase.

Mientras se ejecutaba esta operación, Andrés y Anselmo decían al preso que se prestase buenamente a todo, y que en cuanto Tronera se marcharse, ellos vendrían a librarlo de su prisión.

Nuestros amigos cenaron enseguida, y luego se acostaron a dormir tranquilos, sin temor de ser descubiertos.

Al día siguiente, Andrés fue, acompañado de Lucinda, a casa de doña Estrella Clavijo, la cual abrazó a su amiga con grandes muestras de contento. Afortunadamente no estaba allí el señor don Cándido de la Rueda, pues, a estar en casa, habría recibido con no poco disgusto a la esposa de un pipiolo cruelmente perseguido. El buen señor se había metido de lleno con los pelucones, y pretendía nada menos que ser senador. Era pues un furioso partidario del gobierno de Portales, así es que ya no podía mantener relaciones, ni aun indirectas, con nada que oliera a pipiolismo.

Lucinda rogó a doña Estrella que, valiéndose de su influjo con Portales, le consiguiese el permiso de ver a Freire en su prisión; a lo que contestó la esposa de don Cándido que esto era imposible, pues esa misma mañana se habían llevado al general, bien escoltado, para Valparaíso, donde debía embarcarse con rumbo al Callao.

Habiéndose despedido de su amiga, volviose prontamente Lucinda a su alojamiento, en donde habló con Anselmo para manifestarle la necesidad de trasladarse enseguida a Valparaíso. El joven fue   -442-   de la misma opinión, y Andrés se encargó de buscar un birlocho para el cual tenía buenos caballos.

Antes de mediodía, ya estaba todo preparado para el viaje. Lucinda ocuparía el birlocho, Anselmo haría de postillón, y Pepe Tronera, acompañado de Pedro, serían los que arreaban los caballos de remuda.

Dos días después, el muelle de Valparaíso estaba cubierto de curiosos, diseminados en diversos grupos, que parecían esperar algo. Varios botes y lanchas cruzaban el embarcadero o permanecían amarrados a las estacas de roble plantadas en la orilla. Al pie del muelle se veía un bote blanco, con cuatro bogadores por banda, que tenían sus remos alzados en alto. De repente, un movimiento se hizo notar entre las gentes del muelle, y todos los ojos se dirigieron a un grupo compuesto de ocho o diez personas, en cuyo centro venía un caballero vestido de paisano, pero cuyo aire marcial y apuesto continente revelaban al jefe acostumbrado a vencer en los campos de batalla.

Era don Ramón Freire, que venía entre dos oficiales. Rodeábanlo varios caballeros que habían tenido la valentía de ir a decirle el último adiós. Detrás de ellos marchaba acompasadamente un piquete de infantería. Al pasar por enfrente de los grupos que cubrían el borde de la playa, muchas personas se tocaron el sombrero; saludo mudo pero expresivo, al cual contestó el general con muestras de verdadera satisfacción.

Al llegar al bote, don Ramón dio el último adiós a sus amigos, y se sentó en el banco de popa, entre los dos oficiales que lo custodiaban. Uno tomó la caña del timón y dio la voz de mando. Los remos cayeron a un tiempo en las chumaceras y empezaron a moverse como las aletas de un pescado. El bote viró y nadó velozmente hacia un bergantín que se columpiaba en la bahía y cuyas blancas velas comenzaban a desplegarse como las alas del cisne próximo a emprender el vuelo.

Subidos sobre cubierta, los oficiales pusieron al prisionero a disposición del capitán del buque, a quien entregaron, al mismo tiempo, un pliego de instrucciones firmado por el ministro Portales. Según ellas, el bergantín debía zarpar al momento, y darse a la vela con rumbo al Callao, en donde el capitán haría desembarcar al ex-general Freire.

Cumplida su comisión, los oficiales se despidieron de su antiguo jefe, deseándole un buen viaje, y se volvieron a tierra. Don Ramón   -443-   los divisaba alejarse, con marcadas muestras de tristeza, cuando acertó a ver que otro bote acababa de atracar al pie de la escala del bergantín, y que una mujer le hacía señas desde abajo con un pañuelo blanco. Inclinose sobre la borda, y, con gran admiración, reconoció a Lucinda que llegaba sin más compañía que los remeros. Uno de éstos, que parecía más ágil y esforzado que sus compañeros, saltó sobre la escala y ayudó a subir a la joven, a quien Freire recibió con los brazos abiertos.

-¡Lucinda! -le dijo en voz baja-, algo de extraordinario sucede cuando te has atrevido a venir sola.

-No vengo sola -respondió ella-, ese marinero que me ha ayudado a subir es Pepe Tronera, disfrazado.

El general dirigió la vista hacia Tronera, que, a pocos pasos de distancia, parecía no apercibirse de la conversación de que era objeto.

-Es un bravo muchacho -dijo Freire-. ¿Y Anselmo?

-Véalo usted -respondió Lucinda, mirando de reojo a un marinero que, con la mayor naturalidad subía por una escala de cuerda.

-¡Ah! Parece un hombre de mar... Pero ya me acuerdo de que en Chiloé tuvo que ejercitarse en este oficio. Ahora explícame: ¿qué significa todo esto?

-Esto significa -respondió Lucinda-, que al verlo salir a usted del país, hemos resuelto acompañarlo y correr su misma suerte. Anselmo se contrató aquí de marinero, con la esperanza de que yo podría conseguir del capitán un camarote, aun cuando fuese pagando el doble.

-¡Cuánto te agradezco a ti, hija mía!, ¡y a ese pobre muchacho, con el cual he sido una vez injusto! Pero...

-No hablemos de esto, señor. Yo deseo con toda mi alma salir de Chile con mi esposo. Dígame, ¿podría conseguirse del capitán?

-Aguárdame aquí un momento -dijo Freire-. Ahora me acuerdo de que, en años atrás, yo hice un buen servicio al capitán de este buque. Voy a hablar con él.

Dicho esto, se dirigió al camarote del capitán, y luego volvió diciendo:

-He conseguido para ti un buen camarote, pero es preciso que vayas pronto a encerrarte en él. Yo te llevaré -prosiguió, tomando a Lucinda de la mano y bajando una escalera-. Acabo de recordar a ese hombre que lo he librado una vez de la muerte, y le he dicho   -444-   que tú eres una sobrina mía, sin más apoyo que yo, y que deseas irte al Callao, en donde te espera tu esposo.

Lucinda entró en el camarote que Freire le indicó, y éste volvió a subir la escalera. Sobre la cubierta estaba Pepe observándolo todo, pero sin que nadie lo echase de ver. Al pasar junto a él, Freire le dio con el codo, pronunciando al mismo tiempo estas palabras en voz baja:

-Gracias, amigo. Vete.

Tronera se sacó el sombrero, sin mirar al general (en cuyos movimientos nadie se había fijado, ocupados como estaban en los arreglos de la partida), y bajando rápidamente la escala saltó al bote, el cual se alejó del buque impelido por los cuatro remos.

En ese momento se elevaban los últimos fardos del equipaje del general, y sólo quedaba una lancha al costado del buque. Poco después no había ninguna. Rechinó la cadena, envolviéndose en torno del cabrestante; arrancose de raíz el ancla, y el barco, puesto en libertad, bamboleó indolentemente, y luego empezó a virar, obedeciendo a la acción combinada del timón y de las velas. Enhuecáronse al fin éstas, impelidas por una ligera brisa del sureste que susurraba por entre las jarcias, tendidas como las cuerdas de una harpa; y el bergantín, ligero como una gaviota, se lanzó mar afuera, resbalando sobre la líquida llanura.

Mientras los marineros obedecían la voz de su jefe, el desterrado general, de pie en la popa del buque, tenía los ojos fijos en el puerto, cuyos cerros, hogares y humos hospitalarios se iban poco a poco alejando. A medida que se ensanchaba el horizonte, los cerros se hacían más pequeños y oscuros. El proscrito, sin separar de ellos sus ojos humedecidos, se aferraba de la borda del buque. Bien pronto no vio más que una ancha faja verdinegra, al través de un diáfano velo de vapor. Enseguida vio descollar sobre aquella faja la nevada cresta de los Andes, matizada de mil colores por los últimos rayos del sol, que comenzaban a hundirse en el mar. El triste proscripto elevó su corazón a los ojos para mirar por la última vez esa gran montaña, que iba descubriéndose y alzándose poco a poco, hasta presentarse en todo su esplendor y majestad.

Al pie de ella se extendía un riquísimo valle, teatro de tantas proezas; allí quedaba esa patria que tanto había amado; allí estaban los hogares de sus conciudadanos, que él había defendido con su espada; allí estaba el hogar de su esposa y de sus hijos, hogar que ya no era el suyo y que tal vez no volvería a ver jamás. Una lágrima   -445-   ardiente rodó por su mejilla, y suspiró. La montaña había comenzado a descender; sus colores se apagaban a medida que el sol se ocultaba detrás de la inmensidad de las aguas; y la alta cumbre se confundió con la línea de la costa, que al fin desapareció del horizonte. Mas no por esto dejó el desterrado de seguirla viendo en su imaginación, exaltada por la tristeza. Podían desterrarlo de su país, pero no quitarle de su corazón el amor a la patria, que él había ayudado a formar y a enaltecer.




 
 
FIN
 
 





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