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De doña Dolores Perinat de Pacheco.



    Obedezco, y mi nombre en este pliego
Pongo con mano incierta y temerosa;
Porque versos escritos a una hermosa,
Otra edad necesitan y otro fuego.
   Viniera a mí tan poderoso ruego
Al tiempo de mis años juveniles,
Cuando al brillante sol de Andalucía
En mí algún rayo de entusiasmo ardía.
   Mas ya agobiado con setenta abriles
¿Pudiera yo cantar, y en versos bellos
Dar mi feudo poético a Dolores
Tal que la luz se reflejase en ellos?
   Es imposible; en vano de las Musas
Implorara el favor: ellas lo niegan,
y a cláusulas discordes y confusas
Mi ya exánime acento al fin entregan
   Vírgenes son: cual vírgenes lozanas
A la vejez se muestran desdeñosas,
Y de la vista de Saturno huyen
Que agosta y quema sin piedad las rosas.

24 de Mayo de 1843.




ArribaAbajoPara el álbum de doña T. F. y B.


   Capricho al fin de mujer,
Que, niña amable y hermosa,
Piensa que no hay en el mundo
Quien a su gusto se oponga,
   Desgraciar así este libro
Desde las primeras hojas,
Y que las manche un anciano
Con su verso o con su prosa!
   ¿Quién te engañó, Teresita,
Para que pidas ahora
A un árbol caduco flores,
A una arida peña aroma?
   Esto ya ves que no es dable
Ni aun a tus labios de rosa,
Ni a tu ademán inocente,
Ni a tus ojos de paloma.
   Los muchos años, amiga,
De las gracias nos divorcian,
Y a quien las gracias le faltan,
Nada espere de vosotras.
   Los requiebros os dan risa
Si salen de nuestra boca,
Las atenciones os cansan,
No os obligan las lisonjas
   Y si algún consejo os damos
De nuestra cosecha propia,
Decís, que a quien no los pide,
Todos los consejos sobran.
   Por eso en aquestos libros,
Archivos de vuestras glorias,
Donde guardáis el incienso
De los hombres que os adoran,
   Entre mil rasgos brillantes
De sus plumas ingeniosas,
Impertinencias de viejo
Da lástima que se pongan.
   Ceso, pues, aquí en las mías,
Y en verdad que no son pocas
Mas tú las disculparás,
por amable y por hermosa.

Madrid 14 de Setiembre de 1843.




ArribaAbajo A la señorita doña Dolores Faxardo


   Rosa que nace en el jardín cercado,
Del viento acariciada y del rocío,
Crece allí con lozano señorío
Del pie rústico libre y del arado:
Así, Dolores, tú, bajo el sagrado
Del albergue paterno recogida,
Gozas la aurora de la dulce vida
Exenta de peligro y de cuidado.
Mas no siempre en la rama protectora
La rosa puede estar: llega su día,
Y el amante solícito la lleva
Como ofrenda votiva a su señora.
Tú eres feliz e independiente ahora
Mas también pasarás por esta prueba
Cuando, asiendo tu mano, el Himeneo
Del seno de tu padre cariñoso
Te lleve a las delicias de un esposo.
¡Détele Dios igual a tu deseo!
¡Détele amable, firme, generoso,
De condición benévola y sincera,
Que como a esposa sin igual te estime
Y como a dama sin cesar te quiera!




ArribaAbajoPara el álbum de M. D.


   De cuantos en este libro
Ya con versos elegantes
O ya con prosa ligera,
Te tributen su homenaje,
   Unos serán tus amigos,
Otros quizá tus amantes,
Y todos en tu alabanza
Procurarán esmerarse.
   Quién dirá que a Apeles vences
En dar la vida a un semblante,
Cuando juega entre tus dedos
Tan maravilloso el lápiz;
   Quién, si tu sutil aguja
Oro y matices reparte
Sobre los lienzos que animas
Con tu labor admirable,
   Dirá que asistir pudieras
Al fabuloso combate
En que igualar a Minerva
Le costó tan caro a Aracne;
   Quién, citando a tus formas bellas
Das movimiento en el baile,
Y en mil gratos laberintos
Llevas tus plantas fugaces,
   Te dirá que en cada vuelta
Tu gentileza y donaire,
Como embelesan los ojos,
Arrastran las voluntades.
   ¿Qué no dirán? Mas yo dudo
Que, por mucho que se afanen,
Donde llegan tus primores
Sus alabanzas alcancen.
   No te diré que a las mías
Fuera la empresa más fácil;
Pero tendrán de sinceras,
Lo que de halago les falte.
   El que fue tan caro amigo
De tu generoso padre,
Y gozó en su dulce trato
Tantas horas agradables;
   El que te vio tantas veces,
Niña, en brazos de tu madre,
Con tus pueriles caricias
Pagar sus besos suaves,
   Ese, al preguntar si alguno
Con más versos que él te aplaude,
Razón será que le crean,
Cuando responda que nadie.




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De la Sra. doña Gertrudis Gómez de Avellaneda



   Ya la corona lírica tus sienes
Con no usado esplendor ceñido había
Cuando tú, en tu magnánima porfía,
Lauro mayor a tu ambición previenes:
   Y a vista de Madrid estremecido,
Su puñal a Melpómene arrebatas,
Y al noble Munio en su dolor retratas,
Librándole por siempre del olvido.
   Aspira a más: y si el valor guerrero
Tal vez tu numen sin igual inflama,
Dale aliento a la trompa de la fama
Y venza en fuerza y majestad A Homero.
   Así crezca tu honor, Musa española.
Sé del Parnaso gloria y esperanza,
Y el mundo te tribute la alabanza
Que nadie mereció sino tú sola.

Madrid 24 de Junio de 1844.




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De doña Flora de Ferrer.



   ¿Qué pondré en verso yo aquí
Para Flora de Ferrer,
Que a su oído delicado
Pueda llegar sin desdén?
   Galanterías desdicen
De mi enfadosa vejez;
Consejos, son importunos
Lisonjas, yo no las sé.
   Mas direle de su padre
Que le conocí y amé,
Y aunque han pasado ocho lustros
Es como si fuera ayer.
   Que unas miras, un deseo
Y una solícita fe
Estrecharon estos lazos
Que no se han roto después.
   Saludo, pues, a su hija
Con el más vivo interés;
Y en ecos, si no elegantes,
Los más ingenuos tal vez,
   Pido al cielo que de flores
Siempre sembrados estén
Los senderos de la vida
Para Flora de Ferrer.

Madrid 15 de Setiembre de 1846.




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De doña Aurora de Ferrer



   Al anunciar el alba el nuevo día,
Toman su propia forma y sus colores
El campo, el mar, los árboles, las flores,
Que la noche en sus sombras confundía.
Así da vida al mundo y alegría
Del rubio sol la blanca precursora;
Y así variando la apacible tinta
Da lustre y nuevo ser a lo que pinta
Con su diestro pincel la amable Aurora.

1º de Noviembre de 1846.






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De Facundita Honrubia.

   Cuando el rigor de la desgracia un día
Me llevó encadenado al Pirineo,
Mísero triunfo y criminal trofeo
De la más ominosa tiranía,
La aurora de tu edad amanecía,
Y eras purpúrea flor que alza su frente,
Al halago del céfiro inocente,
Y se abre a la esperanza y la alegría.
Allí tu canto resonó en mi oído;
Allí tu candoroso y dulce trato
Me defendió contra el desdén ingrato
Del poder, en mi daño embravecido.
Vaya lejos de mí, puesta en olvido,
De su injusta opresión la triste idea.
Mas no así tu amistad consoladora:
No así la voluntad noble y sincera
Que desde aquellos tiempos hasta ahora
Se ha mantenido sin mudanza alguna
En mi adversa y mi próspera fortuna.

Madrid 20 de Febrero de 1847.






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De doña Carmen Quintana, esposa del ministro y general Ros de Olano.

   Que eres amable, y como amable hermosa,
Mil te lo han dicho ya; mil todavía
Te lo dirán también en verso y prosa,
Y yo, a ser más galán, te lo diría:
Que un destello tal vez de viva llama
Diera mi moribunda poesía
Para obsequiar tan elegante dama.
Mas lo veda mi edad; pausado y grave
Tengo que ser, como conviene a un viejo,
Y así, en vez de una flor, vaya un consejo;
Y ya que al lado del poder la suerte
Te puso como esposa y dulce amiga,
Haz que tu patria, complacida al verte
En esa cumbre, tu valor bendiga.
Un lauro que acrecientes a su gloria,
Un favor que te deba un desgraciado,
El bien que hagas, en fin, con más agrado
Se ha de pintar después en tu memoria,
Que ese esplendor de títulos y honores,
Que esa ilusión magnífica del mando,
Y más que ese tropel de adoradores
Que donde quier te sigue y te importuna
Colgada su esperanza en tu fortuna.

Madrid 5 de Octubre de 1847.




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De la señora marquesa viuda de Cerralbo.



   Ardua es la prueba, generosa amiga:
¡Versos yo en este libro, y los primeros!
Dormida estaba tu razón sin duda
Cuando diste cabida a tal deseo.
   Bien quisiera tener para agradarte
Aquel vigor antiguo y aquel fuego
Que animaban mi pluma en otros días
Y algunos lauros a mi frente dieron:
   Cuando del mar en la tendida playa
Canté la gloria y el poder inmenso,
Alternando los sones de mi lira
Con el son de las ondas y los vientos,
   O cuando rayos sin cesar lanzaba
Contra el poder del Déspota europeo,
Dando en defensa de la patria mía
Ecos de libertad, entonces nuevos.
   Aquel tiempo pasó; pedir ahora
La misma fuerza A mi cansado aliento,
Es en jardín talado pedir flores,
O la pompa del mundo en un desierto.
   Y aun si en este lugar me permitieses
Escribir todo el bien que de ti pienso,
Más fácil y agradable la tarea,
Más aplaudido fuera el desempeño.
   Tú, empero, expresamente lo prohíbes,
Acaso imaginando que el incienso
Rendido en tales libros a las damas
Tiene más de obligado que de ingenuo.
   Cúmplase, pues, tu voluntad suprema
Y exentos de lisonja, yo te ofrezco
Versos que en nada tu modestia ofenden,
Si es que son dignos de llamarse versos.
   Y si alguno después cuando los lea
Quiere ceñudo comparar con ellos
Las galas que en las páginas siguientes
Prodigarán el arte y el ingenio,
   Dí que el yerro fue tuyo, y que escuchando
Sólo de tu amistad el noble afecto,
Diste un prólogo insulso a un bello libro,
Diste un pórtico pobre a un rico templo.

Madrid 20 de Febrero 1818.




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De la señorita doña Eladia Espartero de Montesino



   Cumplo al fin mi palabra; y, por ventura
Pudiera, amable Eladia, contentarte
El tributo de versos que te envío,
Si fuera tan feliz como tardío.
Porque falta el ingenio y falta el arte
Al que agobiado con ochenta abriles
Viene en esta contienda a tomar parte,
Propia sólo de alientos juveniles.
   Ellos con otra gracia, otros colores,
En este libro escribirán primores;
Yo que ya por mi edad soy más severo,
Llamaré tu atención a aquellos días
En que cercada de esplendor y gloria
Y debajo el laurel de la victoria
Sus bellas ramas por dosel tenías.
Modesta como flor allí crecías;
Modesta ahora también, tu hogar tranquilo
Fijas en el albergue respetable
Donde ciencia y virtud tienen su asilo,
Suerte por cierto digna y envidiable
Que tal vez no alcanzó mujer ninguna
Pues ¿a quién sino a ti dio la fortuna
Tener siempre en su noble compañía
Gloria, valor, virtud, sabiduría?

8 Diciembre 1849.




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De doña Concha Martínez de Figueras, recién casada.



   Pues mi nombre, ya escrito en este libro,
No es bastante a mostrar mi buen deseo,
Y es preciso que en verso se presente
El tributo de honor que a Concha debo,
   Obedézcase al punto; y acatando
De quien así lo manda el justo imperio,
Id a los pies de Concha, versos míos,
Bien poco dignos de llamaros versos.
   Yo la vi florecer desde la cuna;
Yo la vi, niña, en sus pueriles juegos
Triscar con sus alegres compañeras
Y vencerlas en gracia y en aseo.
   Creció después en gala y bizarría,
Ya respirando juvenil aliento,
Y era lo que en las selvas son las palmas,
Y lo que en las estrellas los luceros.
   Y modesta y amable en donde quiera
Delicia de sus padres, embeleso
De cuantos su presencia contemplaban
En la espaciosa calle y en los templos.
   Un enjambre de amores la seguía:
¿Quién la tendrá? se preguntaban ellos;
Y avivando la duda y la esperanza,
¿Quién la tendrá? les replicaba el eco.
   Hubo uno, en fin, que venturoso pudo
Llevar la Ninfa al ara de Himeneo,
Y allí enlazar su vida con su vida,
Jurándose los dos amor eterno.
   Las palabras que entonces pronunciaron
Subieron a las bóvedas del cielo,
Y el lazo que los une será al mundo
El más hermoso y envidiable ejemplo.

Madrid 20 de Julio de 1850.






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De la niña Eloisa d'Herbil, eminente pianista.

   Cumplo lo que ofrecí, niña Eloisa:
Voy a escribir mi nombre en este libro,
Y así de los aplausos que en él leas
El tributo primero será el mio.
¡Ojalá fuera igual a lo que vales!
Mas el que no te ha visto ni te ha oído
No puede hablar de ti cual corresponde,
Aunque te admire como yo te admiro.
Felices son los que te ven y escuchan
Los que gozan el mágico atractivo
Que tienen tu hermosura y la armonía
Para embargar el alma y los sentidos.
Y aunque niña inocente, ya en tus ojos
Ven el destello del albor divino
Que promete a su espléndida carrera
Un tan irresistible poderío.
Así el sol al nacer luce y no abrasa;
Mas dejadle que avance en su camino,
Y al llegar con su carro al medio día
Veréis que todo el aire está encendido.
Tal serás tú, maravillosa niña,
Tal serás tú, lindísimo prodigio,
Cuando en alas del Genio alces el vuelo
Para honra de tu patria y de tu siglo.
Crece, vive feliz, corre la senda
Que a tu brillante gloria abre el destino;
Y yo que te le anuncio, en estos versos
El más sincero parabién te envío.

Madrid 22 de Abril de 1855.




ArribaAbajoA la Señora doña Pilar Sinués y Navarro

Que había hecho unos versos a mi coronación



   Tú pusiste una flor pura y graciosa
En la corona que adornó mi frente,
Y a mí es muy grato en la ocasión presente
Ceñir tus sienes de flamante rosa.
Vas, amable Pilar, a ser esposa,
Consagrando en las aras de Himeneo
Tu libertad y gracias juveniles.
¡Dichoso a quien se guarda este trofeo!
Yo, aunque agobiado con ochenta abriles,
Tomo, cual debo, parte en tu alegría
y en débil, sí, pero sincero acento,
Tu nombre doy para aplaudirle al viento,
Y acompaño tu triunfo en ese día.

Madrid 10 de Enero de 1836.




ArribaDefensa de las poesías ante el tribunal de la Inquisición

ILMO. SR.:

D. Manuel José Quintana, contestando a la calificación y censuras dadas contra el tomo de sus Poesías impreso en 1813, de que se le ha comunicado traslado de orden de V. S.I., con el mayor respeto dice: que para proceder con el debido orden y claridad en este escrito, dividirá en tres clases las especies y proposiciones notadas por los Censores; unas políticas, otras religiosas, y otras, en fin, morales, o respectivas a costumbres.

Y empezando por las políticas, que son también las primeras en el orden de la censura, hallo que el primer cargo que se hace al autor es, que se llena de entusiasmo al pronunciar el nombre de Patria y que parece no reconocer más virtud que la patriótica.

Tal vez es ésta, señor, la primera. vez en que se culpa a un escritor de que ame fuertemente a su patria, y de que procure inspirar este mismo sentimiento a los que le lean. Si en la virtud patriótica, tal como los mismos Censores la definen, aquella que obra en bien y defensa de la patria, se encierran todas las virtudes humanas y sociales, ¿por qué no ha de ser objeto digno del entusiasmo de un poeta? ¿Ignoran los Censores que el que ama a su patria, esto es, el que obra en bien y defensa de ella, ama la autoridad que la gobierna, la religión y las leyes que la dirigen, los individuos que la componen? ¿No envuelve en sí esta virtud la justicia, el amor al orden, la generosidad, la humanidad, la buena fe, el desprendimiento, en fin, de los intereses propios, cuando es necesario sacrificarlos al bien público? Si esto es incontestable, como lo es, aun cuando Quintana hubiese alabado única y exclusivamente la virtud patriótica, no hubiera hecho en ello más que alabar el conjunto de todas las virtudes sociales comprendidas en ella, y esto no sería ni un error político, ni un error moral. -Pero se llena, dicen, de entusiasmo al pronunciar el nombre de Patria.-El entusiasmo es esencial a la poesía lírica, y estas son unas poesías líricas consagradas a la patria. Así, aun cuando el autor no tuviera amor ninguno a la suya, de lo cual está muy lejos, siempre debería revestirse de este afecto para no faltar a las leyes que la propiedad, la convivencia y el buen gusto imponen a semejantes escritos.

Tampoco es justo decir que el autor no reconoce más virtud que la referida. No hay más que ver el índice de estas Poesías para conocer por sus asuntos que el poeta ha empleado su entusiasmo en otros objetos diferentes, y que la beneficencia, la generosidad, la constancia y el valor militar, la paz, el buen empleo de los talentos, la amistad, en fin, son argumento muy principal de su canto y de sus aplausos. Véanse las composiciones A la Vacuna, A Guzmán el Bueno, Al mar, Al Combate de Trafalgar, A Cienfuegos, Al estudio de la Poesía y A la duquesa de Alba, por no mencionar otras menos importantes, y se verá que estos versos no tienen el carácter exclusivo que los Censores le atribuyen.

Entran después las acusaciones más graves, respectivas a las máximas políticas del autor, que son tachadas de filosóficas, revolucionarias, sediciosas, contrarias al respeto debido a los Soberanos, y a la obediencia y sumisión que deben tener los súbditos. Diferentes pasajes de los poemas A Padilla, A la Imprenta y Al Panteón del Escorial sirven como de pruebas a esta acusación, y las voces de libertad, tiranía, esclavitud, despotismo, igualdad e independencia, esparcidas en ellos con la exaltación y vehemencia usuales en estas composiciones, y entendidas por los Censores en toda la odiosidad de su significado dan, al parecer, un apoyo irresistible al escándalo que se acrimina y a la condenación y prohibición que se pretende. Veamos si estas cosas, examinadas más de cerca y con más cuidado, comparándolas a los principios del autor, evidentes en esas mismas obras, y ajustándolas a las épocas de su composición y publicación, toman un aspecto algo diferente, y, pierden el veneno que se las supone.

Mas antes de entrar en esta justificación debo protestar y protesto, que si recuerdo especies y principios que deben sepultarse en el olvido, lo hago por la obligación natural de defenderme, y no por otra mira ninguna. Respeto y obedezco, como todo buen español debe hacer, el presente orden de cosas que hay establecido en España; y espero que la equidad y justicia de V. S. I., admitiéndome esta salvedad, no consentirán que se dé a mis razones y palabras una interpretación siniestra y odiosa, que sería tan ajena de mi sana intención y buena fe, como inhumana y cruel en la situación en que me hallo.

Parece, pues, necesario, para poner la cuestión en su verdadero punto de vista, echar los ojos veinte años atrás, y recordar los sucesos que hemos visto en ellos: cuando por consecuencia de una privanza tan larga y tan ilimitada, toda ley, toda voz, toda opinión estaba muda; y las operaciones de cuantos individuos componían la nación no tenían, al parecer, otro objeto que la gloria y engrandecimiento del favorito, Todo lo tenía a sus pies: su voluntad era la sola, y nadie podía representar o aconsejar sin exponerse a desaires y a peligros. Cuantos esfuerzos se habían hecho en los tres reinados anteriores para la prosperidad y adelantamiento de la Monarquía, tantos se habían inutilizado: los establecimientos que robustecen un Estado y le defienden se arruinaron y perdieron, y España estremecida se vio al tiempo del peligro sin riquezas, sin luces y sin armas. ¿Qué, resultó por fin de semejante abandono? La escandalosa causa del Escorial, la invasión de los franceses, el cautiverio de lal Real Familia; y esa guerra cruel en que por seis años las provincias todas de España han sido llevadas a sangre y fuego por un enemigo atroz, que tratando a la nación española como una piara, llamaba la defensa desacato y la lealtad rebeldía.

En tales circunstancias fue cuando Quintana pensaba que las causas primarias de estos horribles males estaban cifradas en el abandono y olvido de las antiguas instituciones políticas de España, desusadas por el espacio de tres siglos. Y no sólo era Quintana quien pensaba así, sino que generalmente se creía entre los hombres sensatos, que si hubieran subsistido las Cortes como en lo antiguo, ni el poder del favorito se hubiera hecho tan exorbitante, ni se verificara el atentado del Escorial, ni Napoleón se atreviera a invadir la España ni a llevarse como se llevó prisionero al Rey y a su Real Familia, ni nos hubiera insultado y desolado como lo ha hecho. ¿Por qué? Porque aquel cuerpo, además de haber cuidado de que las cosas no llegasen a este extremo, hubiera podido legalmente y sin compromiso advertir a tiempo al Rey del peligro y del remedio.

Esta doctrina de moderación y templanza en la Autoridad Soberana, para que el Gobierno no degenere en opresión y en tiranía, no es tan nueva, Sr. Ilmo., ni tan desconocida entre nosotros, que haya que ir a beberla en la filosofía y en la revolución francesa. Ella se deduce clara y distintamente de las máximas de nuestros publicistas, de los sucesos contados por nuestros historiadores, y de los mismos códigos de nuestras Leyes, llenos de estos recuerdos y documentos. Sería preciso dar a este escrito la extensión de un volumen si hubiese de amontonar las pruebas de hecho que resultan de estas últimas fuentes a favor del influjo político que tuvieron las Cortes de Castilla y Aragón en los negocios públicos y en la institución de las Leyes hasta el siglo décimo sexto.

Mas, prescindiendo de que en la situación en que me hallo no me es posible hacerlo con la extensión y puntualidad que quisiera, me parece que sería molestar sin necesidad la atención del Tribunal, cuando son cosas de hecho consignadas en libros comunes y usuales, cuales son nuestras crónicas e historias, y las diferentes recopilaciones de fueros y de leyes. Sólo sí, por lo que toca a principios teóricos, no creo fuera del caso citar, a lo menos, los pasajes siguientes de dos autores a quienes no puede oponerse excepción alguna racional.

Saavedra

«Procuren los que asisten al Príncipe, quitarle las malas opiniones de su grandeza, y que sepa que el consentimiento común dio respeto a la Corona y poder al Cetro; porque la naturaleza no hizo Reyes. Que la púrpura es símbolo de la sangre que ha de derramar por el pueblo, si conviniere; no para fomentar en ella la polilla de los vicios. Que el nacer Príncipe es fortuito, y solamente propio bien del hombre, la virtud. Que la dominación es gobierno, y no poder absoluto; y los vasallos, súbditos; no esclavos. No nacieron los súbditos para el Rey, sino el Rey para los súbditos. Ni ha de creer el Príncipe que es absoluto su poder, sitio sujeto al bien público y a los intereses de su Estado.-Reconozca también el Príncipe la naturaleza de su potestad, y que no es tan suprema que no haya quedado alguna en el pueblo; la cual, o la reservó al principio, o se la concedió después la misma luz natural, para defensa y conservación propia contra un Príncipe notoriamente injusto y tirano. A los buenos Príncipes agrada que en los súbditos quede alguna libertad. Los tiranos procuran un absoluto dominio.» (Empresa 20.)

«Persuade también la ambición desordenada, el oprimir la libertad del pueblo, abajar la nobleza, deshacer los poderosos y reducirlo todo a la autoridad real; juzgando que entonces estará más segura, cuando fuese absoluta y estuviese más reducido el pueblo a la servidumbre: engaño con que la lisonja granjea la voluntad de los Príncipes, y los pone en grandes peligros. La modestia es la que conserva los Imperios; teniendo el Príncipe tan corregida su ambición, que mantenga dentro de los límites de la razón la potestad de la dignidad, el grado de la nobleza y la libertad del pueblo: porque no es durable la Monarquía que no está mezclada y consta de la aristocracia y democracia. El poder absoluto es tiranía; quien le procura, procura su ruina.» (Empresa 41.)

El padre fray Diego Murillo

«Verdad es que, aunque es el mejor de todos (habla del gobierno monárquico), tiene también sus imperfecciones como los otros; y en particular, dos inconvenientes que son harto grandes. El primero es, que siendo el que gobierna uno solo, puede con facilidad engañarse en las leyes que hace, en el dictamen que sigue, en la decisión de las causas y en otras semejantes determinaciones. Porque como los entendimientos son dones de naturaleza, no por ser uno Rey está en su mano tomar el entendimiento que quiere; sino que ha de tener el que Dios le ha dado, y puede habérsele dado muy corto: que cuando los que gobiernan son muchos, el uno suple lo que al otro le falta. El segundo inconveniente es, que dado caso que tenga el entendimiento muy bueno y que no se pueda engañar en el juicio que hace, puede tener la voluntad depravada, y apasionándose ésta puede cortar el dictamen de la razón que le enseña lo bueno, a pesar de ella seguir lo peor; y esto es tanto más fácil, cuanto por ser uno solo el que tiene la suprema potestad, tiene sus acciones menos dependientes de otro. Y de aquí es, que todos confiesan que el gobierno monárquico declina más fácilmente que los demás en tiranía. -Los aragoneses fueron los que acertaron a poner remedio en todos los dichos inconvenientes, tomando lo mejor de cada uno de los gobiernos, y dando de mano a las imperfecciones, para que su Monarquía fuese perfecta y perseverase con menos peligro y más seguridad. Porque primeramente tomaron lo bueno del gobierno democrático y popular, que es hacerse ellos mismos las leyes con que fían de ser gobernados, y a que después de hechas se han de sujetar. Porque en Aragón (según los fueros que el Rey tiene Jurados) no puede haber ley alguna que obligue a los aragoneses, si no es consintiendo ellos y concurriendo su voluntad con la del Rey... Demás de que donde las leyes son dadas por mano ajena (por buenas que sean), parece que saben a servidumbre en cuanto, tienen principio en la voluntad de otra persona que sin consulta de aquellos que las reciben les puede obligar. Y no se puede negar, sino que cuando el pueblo se hace las leyes a que ha de obligarse, las mide mejor con sus fuerzas, y considera con más circunspección, como más interesado, si le son útiles o dañosas... Las leyes, en Aragón, no se pueden hacer sino en Cortes generales donde concurren el Rey y el Reino, etc.» (Fundación milagrosa de la Capilla del Pilar, y excelencias de Zaragoza, tomo II, Capítulo 5.º)

Así estos principios, lejos de ser erróneos y subversivos de la autoridad y del orden, están, al contrario, apoyados en escritores nacionales de la mejor nota y anteriores siglo y medio a la revolución francesa. Renováronse después en la mente de los españoles, cuando de resultas de la agresión atroz de Bonaparte se vieron en un momento sin su Rey, sin Gobierno, sin apoyo, sin centro alguno de actividad y de unión. Decir ahora que la apelación que se hizo entonces a este principio de vida y de patriotismo fue un atentado contra la autoridad Real y contra el orden y la tranquilidad del Estado, es hablar a ciegas sin hacerse cargo de tiempos y de circunstancias, y proferir una calumnia al mismo tiempo que un absurdo. Muchos hombres sabios, moderados y piadosos, fueron entonces del mismo dictamen que el autor de las poesías censuradas: muchos escritos se publicaron con este objeto: muchos votos hubo que estarán consignados en los expedientes seguidos sobre estas materias. Todos están acordes en este punto: ninguno fue tachado de sedicioso ni impío: a nadie se acusó entonces de ir contra la autoridad de San Pablo, porque quisiese en aquella situación restablecer en España la Monarquía templada y mitigada por Leyes, que en los siglos pasados había regido los diferentes reinos de que se compone.

Sin buscar más apoyo en opiniones particulares y subalternas, acudiré a testimonio de más alto carácter, y recordaré que S. M. el Señor D. Fernando VII, desde Bayona, donde el alevoso tirano le tenía cautivo, encargó el restablecimiento de las Cortes, como medio importante de defensa en aquel extraordinario apuro; y que después de ganado el triunfo, a su vuelta a España en el año de catorce, por su real Decreto de 4 de Mayo prometió a la Nación un Gobierno constitucional, cuyas bases eran la celebración de Cortes, la seguridad individual, la justa y equitativa recaudación de las rentas públicas, la cuenta y razón más estrecha en su administración, en fin, las bases que forman lo que se llama libertad política y civil en un Estado. De que resulta, a mi parecer, que sin nota de desacato no se puede tachar de subversiva e impía esta doctrina, ni tampoco de sediciosa su publicación al tiempo en que se hizo, cuando tiene a su favor tan irrecusable y augusta autoridad.

Este orden de cosas, pues, es lo que Quintana ha llamado libertad en sus poesías, y lo que ha ensalzado y cantado como tal; no la licencia frenética y anárquica de los jacobinos franceses, como sus Censores tan sin razón le acusan. Que este sea así, se deduce claramente del tenor general de estas Poesías, en que se elogian las instituciones políticas antiguas de España y se llora su ruina y destrucción. Expresamente en boca de Carlos V se dice en El Panteón del Escorial:


   Así arrollados
Los nobles fueros, las sagradas Leyes
Que eran del pueblo fuerza y energía, etc.

Ahora bien, ¿cuál era la base fundamental, el principio primero de estos fueros y de estas Leyes? La autoridad suprema de un Monarca gobernando el Estado, aunque templada para bien y seguridad común con el influjo que se daba a la nación por medio de sus Cortes en los negocios públicos. Tal es la teoría política que sirve de cimiento, a las composiciones censuradas. La vivacidad y exaltación de las expresiones con que se producen allí las mismas máximas, el color y atavío con que se pintan los personajes que se introducen, pertenecen ya a la disposición poética, y nacen de la diferencia de tono que debe reinar entre la prosa y el verso, entre la marcha tranquila y templada de un escritor doctrinal y el entusiasmo y vuelo arrebatado de un poeta lírico.

Sería ésta, por cierto, la primera vez en que se tomasen a la letra las frases vehementes de una oda o los sueños fantásticos de una visión poética. Por lo mismo, Ilmo. Sr., no deben sacarse las palabras de su quicio cuando han de juzgarse imparcialmente, y más en negocios graves como el presente, en que se trata de calificar las intenciones de un autor que, por lo mismo que es muy desgraciado, es acreedor a mayores respetos. Hubieran escuchado los Censores esta regla de equidad, y no presentaran los diferentes pasajes que citan con una odiosidad y veneno que ellos en sí no tienen. Aseguran que en estas poesías los Reyes siempre están calificados de tiranos y los súbditos de esclavos. Mas esto no es verdad: Carlos V en El Panteón del Escorial no hace el papel de tirano: tampoco los Alfonsos en la oda A Guzmán : tampoco nuestros Príncipes en la del Armamento de las Provincias donde cabalmente se contrasta la denominación de Príncipes con la de tirano: tampoco, en fin, San Fernando en la última A España, a quien el Poeta, si le creyera tal, no invocara como lo hace:


En el Betis
Ved del tercer Fernando
La augusta sombra.

Y es digna de notarse aquí otra inadvertencia de los Censores, nacida sin duda de la prevención que los domina; citan como sedicioso el pasaje siguiente:


No ha sido en el gran día
El altar de la Patria alzado en vano
Por vuestro brazo fuerte:
Juradlo, ella os lo manda: antes la muerte
Que consentir jamás ningún tirano.

Mas ¿en boca de quién se pone este Juramento? En la de los más célebres héroes de España, entre ellos aquel gran Monarca modelo de piedad, de valor, de justicia y de prudencia. Es forzoso, pues, atribuir al autor la extravagancia absurda e imposible de hacer a San Fernando cabeza de motín contra la autoridad real, o concederle que el amor a la libertad y el odio al despotismo que hay en estas poesías se conciertan bien y conciertan con el respeto a los Reyes y la adhesión a la Monarquía.

Igual exageración y falta de lógica se verifica en la acusación que se hace de aquellos versos


Tú el único ya fuiste
Que osó arrostrar con generosa frente
Al despotismo atroz, que ya insolente
Nuestra querida playa amenazaba.

«Esta proposición, dice uno de los Censores, es antimonárquica, porque aludiendo a la entrada de Carlos V en la Monarquía española, dice que el despotismo atroz la amenazaba insolente: con que, según la proposición, Monarca y déspota son una misma cosa.» -Niego el supuesto, y la consecuencia es nula. La proposición alude, no a la entrada de Carlos V en España, sino a la entrada del despotismo que son cosas diferentes. ¿Quién ignora que para formar esa voluntad funesta que se llama despotismo, concurren muchas causas, entre las cuales tiene casi siempre poca parte, y muchas veces ninguna, la intención del Príncipe a cuyo nombre se ejerce? Y así sucedió cabalmente en el caso de que se habla. El despotismo entonces no entró con el Rey, entró con los Ministros flamencos que lo dirigían, los cuales, ignorantes de las costumbres y leyes de España, y validos de la inexperiencia y juventud de Carlos, ocasionaron con su rapacidad, venalidad y atropellamientos aquellas alteraciones desgraciadas. Esta es una cosa reconocida por todos los historiadores, aun los que con más acrimonia reprueban el arrojo de las comunidades; y no sé yo a qué conduce acudir a un sofisma para envenenar una proposición cuyo sentido es bien claro, apoyado como está en una noción histórica común hasta para los niños que leen el P. Duchesne.

Citan también en apoyo de la misma interpretación absoluta y maliciosa estos versos de la oda A la Imprenta:


Los hombres todos su igualdad sintieron,
Y a recobrarla las valientes manos
Al fin con fuerza indómita movieron.
No hay ya ¡qué gloria! esclavos ni tiranos.

En donde se advierte, dice el censor, que para el autor lo mismo es Monarca que tirano, lo mismo vasallo que esclavo.-Y yo digo: que lo que aquí se advierte es la intención declarada del censor en salir con su empeño adelante, y confundir de propósito las cosas que son bien claras y distintas en la intención del autor. Esos versos, Ilmo. Sr., corresponden a un trozo en que no se trata de España ni de Europa, sino del mundo en general; y en que recordando los males y desigualdades que han ocasionado la guerra y la ambición, se figura el poeta que la razón humana, adelantada por medio de la imprenta, arrojará esas pestes del mundo y no habrá en él ni esclavitud ni tiranía. Yo bien sé que esto es soñar, pero no es un sueño antimonárquico ni sedicioso; porque ¿qué hay de común entre esta ilusión de perfección y adelantamiento en la especie humana con las miras estrechas y particulares que el censor me supone? ¿Por ventura no ha habido nunca vejaciones ni tramas en el mundo? ¿No estamos desde la infancia acostumbrados a distinguir entre Nerón y Marco Aurelio, entre Luis II y San Luis, entre Pelayo y Mauregato? ¿Ignora nadie la desolación y horrores cometidos en el Asia por la ambición de sus déspotas feroces Gengis, Tamas, Tamorlan? ¿No se ha visto la Europa tratada y amagada de la misma triste suerte por Napoleón? ¿Puede desconocerse el estado miserable a que se halla reducido el género humano en África y en Asia, donde tres cuartas partes de hombres y todas las mujeres son tratados como brutos? ¿Y será heregía y jacobinismo desear, aunque sea poéticamente, que la razón haga allí los mismos progresos que en otros países, que los hombres vuelvan al estado de hombres, y que la guerra y la ambición desaparezcan del mundo?

Yo no sé a vista de esto qué hubieran dicho los Censores si hubieran encontrado en estas poesías los versos siguientes:


Comenzaron con bárbaras crueldades,
Intereses, envidias, injusticias,
Los adulterios, logros y codicias,
Los robos, homicidios y desgracias.
Y no contentos ya de Aristocracias,
Emprendieron llegar a Monarquías.
La púrpura engendró las Tiranías.

y más adelante:


¡Oh favor de los Reyes!
Del sol reciben rayos las estrellas:
Telas de araña llaman a las leyes,
El pequeño animal se queda en ellas
Y el fuerte las quebranta, etc.

Esto es decir bien claramente que entre los males y crímenes que han destruido la felicidad primitiva del linaje humano, entra primero la aristocracia, después la Monarquía, y, en fin, la tiranía hija de ella. Es decir, que el mundo es un degolladero en que los desvalidos solos sienten el freno de las leyes, mientras que los poderosos con el favor de los Monarcas se ríen de ellas. ¿Y quién es el que profiere estas máximas anárquicas y antisociales? ¿Es acaso algún adicto al filosofismo moderno, a los principios revolucionarios de los franceses? No: es un sacerdote español, conocido igualmente por su piedad y moderación que por sus talentos; que lleno de vejez y de experiencia escribía esto hacia el año de 1635, poco antes de morir. Es, en fin, Lope de Vega que en su Siglo de oro pudo escribir estos versos harto más fuertes y osados que los que se ven en Quintana, sin que nadie por eso le haya tachado de sedicioso, ni de impío, ni de enemigo del orden, ni de contrario a los Reyes. La razón de ello es que no se toman allí estas frases por lo que rigorosamente suenan, sino por una exageración poética hija de la exaltación del escritor, que llora y lamenta de este modo los bienes que los hombres habían perdido con perder su inocencia y sencillez primitiva.

Pues esta equidad que tan justa y racionalmente se usa con un poeta muerto, no parece bien que se le niegue a un vivo: tanto más, que las palabras de tiranos, de déspotas y esclavos están tomadas en el libro censurado en su significación directa y natural, no en la abusiva y torcida que los Censores suponen. El autor, cuando mienta a los tiranos, habla precisamente de los tiranos; esto es, de aquellas personas que usurpan una autoridad y poder que no les corresponde por las leyes, o ejercen la autoridad que legítimamente les corresponde, de un modo contrario a lo que las leyes mandan. En este sentido es usada esta voz por todos los buenos escritores, y se aplica, no sólo a todos los Príncipes que gobiernan injustamente, sino a los Ministros que abusan de su confianza, a los Magistrados que sentencian por antojo y no por ley, a un General, a un Gobernador, en fin, A cualquiera autoridad grande o pequeña que abusa de las funciones que ejerce en provecho suyo y daño de los otros.

Por último, los Censores insisten en que la pintura poco favorable que en algunos de estos opúsculos se hace de los Príncipes de la Casa de Austria, principalmente de Carlos V y Felipe II, manifiesta con evidencia la mala disposición del autor hacia los Reyes. La razón no es concluyente; porque puede muy bien exagerarse y aun equivocarse el carácter que se asigna poéticamente a los dos Príncipes en las composiciones censuradas, sin que por eso la mente del autor sea que todos los Reyes, por el mero hecho de ser Reyes, deban ser tenidos por tiranos. Es principio muy obvio en lógica, que de particular a general no vale la consecuencia.

Repito, Ilmo. Sr., que las ficciones y exaltación de un poema no deben ser tomadas a ta letra. Mas aun cuando Quintana hubiera, con otra formalidad que en una visión poética, manifestado la misma severidad respecto de los Reyes de la dinastía austriaca, no creyera por eso estar expuesto a la amarga imputación de antimonárquico y sedicioso que sus censores tan liberalmente le prodigan. Débese ciertamente a los Monarcas mientras viven aquel respeto, sumisión, fidelidad obediencia que a su alta dignidad se deben, y el orden y las leyes prescriben. Mas luego que mueren, y principalmente cuando han trascurrido siglos después que gobernaron, quedan sujetos al juicio humano, como toda cosa que pasó. Su carácter, su capacidad, sus vicios, sus virtudes, el bien y el mal que hicieron, todo queda expuesto a ser objeto de controversia y crítica entre los hombres y los escritores. No hay político, no hay historiador, sea eclesiástico, sea civil, sea antiguo, sea moderno, que no haya usado de este derecho y noble libertad. Sin ella, ¿de qué servirían a los hombres las grandes lecciones del tiempo? ¿Cómo enmendarían sus yerros, corregirían sus faltas y escarmentarían en sus males? No entiendo que sea necesario hacinar ejemplos de ello ante la sabia ilustración de V. S. I. Pero ahí está Mariana que, por más común y más generalmente conocido, hará más fuerza en el caso presente. Sabida de todos es la severidad inflexible con que juzga las acciones de los Reyes pasados; pero particularmente con Don Pedro IV de Aragón, Don Pedro de Castilla, Enrique IV y su esposa Doña Juana. Su tono toma una fuerza y una dureza sin ejemplo. Perverso y de mal corazón al primero; tirano cien veces, y aun bestia feroz al segundo; flojo, incapaz y de vida torpe al último; suelta y libre, y de mala fama a aquella Reina: tales son los dictados que le sugieren los sucesos de aquellos reinados. Y si bien ha habido escritores que han hecho la defensa y apología de algunos de estos personajes, han atacado a Mariana con las armas de la crítica y de la erudición; mas ninguno que yo sepa, le ha llamado por eso temerario y sedicioso. Pues si en Mariana no desdice semejante franqueza y decisión escribiendo una historia donde todo se toma a la letra, ¿por qué se ha de tener a mal en un poeta componiendo odas y ficciones dramáticas, en que se da necesariamente más ensanche a la imaginación, y más vehemencia al estilo?

En cuanto a Padilla y a las Comunidades, ya he dicho anteriormente el objeto y circunstancias con que he compuesto estas poesías, y por consiguiente, siendo el poema que trata de este argumento una especie de Elegía a la pérdida de nuestras instituciones políticas antiguas, he debido considerar poéticamente a aquel caballero como defensor y mártir de ellas, y al bando opuesto como opresor y contrario. Se escandalizan los Censores de que se prodiguen tantos elogios a un hombre que fue tan severamente castigado. Pero esta clase de juicios y sentencias, que nacen de la oposición y choque de partidos, no siempre son aprobados absolutamente y consentidos por la posteridad. Los Reyes mismos han sentido a veces el rigor a que las circunstancias o la pasión los ha obligado. Ejemplo sea el arrepentimiento de Don Pedro IV de Aragón por haber hecho morir como reo de Estado a D. Bernardo Cabrera, su Ministro; y el que según Dormer, tuvo Felipe II por las severidades ejercidas cuando las agitaciones de Aragón. Aún no había pasado un siglo desde el triste suceso de las Comunidades de Castilla, y ya el Obispo Sandoval, en su Historia de Carlos V, hacía una pintura de aquellos acontecimientos, que además de ser la más extensa y puntual que hay de ellos, es al mismo tiempo la más imparcial y moderada. El tono general es, como ser debía, de desaprobación hacia los excesos y última resolución de los comuneros; pero el efecto que resulta de toda su narración, y las indicaciones que hace a veces, templan la severidad y dan al asunto no aspecto algo diverso. Véanse las siguientes:

«Materia por cierto lastimosa (dice así el preámbulo del libro V, entrando a referir estos sucesos), y que yo quisiera pasar en silencio, por tocar a algunas de las casas ilustres, ciudades y villas cabezas de estos reynos, que nunca desirvieron a sus Reyes, antes les fueron muy leales. Ni entiendo yo que ellos pensaban que les deservían, sino que le sacaban de una opresión en que sus privados le tenían. Y consta claro en que siempre apellidaron por su Rey, y que no se fuese del reyno, y que lo querían ver y gozar de su real presencia. Lo cual no pidieran, si quisieran deservirle. Verase todo y más en el progreso de esta historia.» «Erraron los caballeros, erró el común en lebantarse contra los Ministros de sus Reyes; pero no les neguemos, y es fuerza que digamos que fueron valerosos... Pues maravillarnos y dar por traidores absolutamente a los que en esto fueron, yo no lo haría.» (Libro VIII) «Un caballero de los leales escribió un día antes de la batalla (la de Villalar) a otro del bando de la comunidad, diciéndole como este negocio había venido al rompimiento y estado que veía, que ya no había más que apretar bien los puños porque el que cayese debajo habla de quedar por traidor. Como fuera sin duda: porque según vemos, todas las acciones o hechos de esta vida se regulan más por los fines y sucesos que tienen, que por otra causa. Si a Cortés le sucediera mal en Mégico cuando prendió a Montezuma, dijéramos que había sido loco y temerario. Tuvo dichoso fin su valerosa empresa, y celébranle las gentes por animoso y prudente. Verdaderamente en todo lo que he leído de Juan de Padilla, hallo que fue un gran caballero, valeroso y de verdad.»

Estos y otros pasajes, que pudieran también acotarse, hacen traspirar claramente el juicio interior de aquel Prelado acerca de estos sucesos, y sin duda el que da a entender que lo que faltó a Padilla para ser aplaudido del mundo fue tener en su empresa el mismo buen éxito que Hernán Cortés tuvo en la suya, no favorece menos a Padilla en calidad, de historiador, que Quintana le honra en la de poeta.

La doctrina, pues, y hechos políticos que sirven de fondo a las poesías que se acusan, están libres de la tacha odiosa que sus censores les imponen. Ni puede decirse que su manifestación fuese imprudente y temeraria y que con tribuyese a perturbar el orden. Porque ¿cuándo se publicaron? En Setiembre u Octubre de 1808. Cuando el trono español estaba usurpado por un tirano sostenido por su hermano el tirano de Francia: cuando la nación se hallaba sin gobierno fijo y casi en anarquía: cuando las provincias de España estaban amenazadas de esos estragos sin ejemplo a que las obligaba su heroica consagración: cuando era necesaria toda la exaltación de los sentimientos patrióticos para montar la fuerza de la resistencia al nivel de la violencia y poder de la agresión cuando casi todos los españoles que pensaban y escribían indicaban el restablecimiento de las Cortes como un medio excelente para contrarrestar al déspota de la Francia: cuando nuestro mismo Rey, cautivo ya en Bayona señalaba esta medida como remedio a su ultraje.

Entonces fue, Sr. Ilmo., cuando se imprimieron esas poesías con las formalidades requeridas por la ley, y precedidas las censuras eclesiástica y civil. Todo el mundo las creyó entonces útiles a la causa nacional, conformes con el espíritu público, y muestras de un celo laudable por el bien y gloria del Estado. Nadie vio en ellas esos principios de subversión y sedición que los Censores suponen tan evidentes. Y ciertamente, Señor, si en una época en que, por un efecto manifiesto y necesario de tiranía, estaban los españoles, desde su legítimo Rey hasta el último de los vasallos, padeciendo los enormes males que han escandalizado y maravillado a la Europa; si en esta época, repito, no se podía hablar en España con valor de libertad, de tiranía y servidumbre, es necesario, o borrar de los diccionarios estas palabras para que nadie las use, o cerrar el corazón a los sentimientos que la naturaleza inspira contra la opresión, la violencia y la injusticia.

Pasando ahora a los reparos respectivos a Religión, lo primero que los Censores acusan son las indicaciones que en, estas poesías se hallan contra la superstición, y los dictados de supersticioso y fanático dados a Felipe II. Dicen ellos, que aquí por superstición entiende el autor la Religión Católica; y yo digo, que el autor, en cuantas partes habla de la superstición, habla de la superstición y no de la Religión. ¿No es cosa, por cierto, bien extraña, que se ha de juzgar a un autor por lo que se le supone, y no por lo que él expresamente dice? Si hay una diferencia muy grande entre las dos cosas, como la hay, Sr. Ilmo.; si la una es la verdad, y la otra el exceso o abuso; si es cierto que la superstición el fanatismo acarrean muchos males al mundo; si como yo entiendo, con bastantes escritores sabios .y piadosos mucha parte de la decadencia de España se debe atribuir a este exceso o abuso, ¿qué extraño es que Quintana, en su exaltación poética, le haya señalado como tal? El que invoca para la libertad de España la augusta sombra de un Príncipe tan religioso como San Fernando, ¿pensará tachar el verdadero espíritu de religión en Felipe II? Jamás pasó semejante idea por la imaginación del autor de estas Poesías: ha pensado sí, que este Monarca cuyo amor a la fe y cuya capacidad no disputo, tomó muchas veces su ambición por celo, sus prevenciones por justicia, y sus temores por prudencia; y que estas causas le impelieron a entrar en tales empresas y tentativas, y obstinarse en ellas de un modo tal, que con ser su poder mayor que el de cualquiera otro potentado de Europa, no sólo la mayor parte de ellas se lo desgraciaron, sino que la Monarquía, arruinada y exhausta con aquellos jigantescos esfuerzos, perdía la primacía en Europa; y de revés en revés, de infortunio en infortunio, su descaecimiento fue tal, que en los infelices tiempos de Carlos II no era ya ni una sombra de lo que antes había sido.

Fruto funesto de este estado ruinoso y decadente fue la degradación de las luces y el atraso de las ciencias y las letras. Habíamos distinguido brillantemente en ellas por casi todo el siglo décimo sexto; pero la decadencia del poder, trajo también la de la ilustración. La ignorancia fue general, y de ella se produjeron las consejas, los cuentos, las brujerías, los duendes, las apariciones, y todo el cúmulo de patrañas y embaimientos de que la pluma de Feijoo nos empezó a curar al principio del siglo anterior, y que después las luces han disminuido mucho, aunque no enteramente disipado. Esta credulidad ciega y pueril, es la que en todos tiempos se ha llamado superstición por los hombres verdaderamente sensatos y piadosos. Contra ella es contra quien declama el autor de las Poesías como contra una dolencia que, en su concepto, ha entorpecido el espíritu nacional, degradado el generoso aliento de los españoles, fomentado la indolencia y la pereza, y apagado la industria y el valor.

Que esta sea la intención del autor, y no la temeraria que se lo supone, se deduce evidentemente de la época a que se refiere la invectiva. Puesto que la exicial superstición de que habla Padilla en su prosopeya, está allí señalada expresamente como una novedad bastante posterior a él; no ha podido significarse por ella la Religión cristiana establecida y dominante en España tantos siglos antes. Lo mismo digo de las demás indicaciones que hay sobre este objeto, todas relativas a la misma época de nuestra decadencia. El autor no confunde los tiempos: caracteriza la superstición como un mal nuevo añadido a los demás que cayeron sobre la Monarquía después de la destrucción de sus fueros y leyes políticas, y por consiguiente es claro que no la ha confundido con un establecimiento tan antiguo y respetable como el de la Religión.

El segundo reparo religioso que se hace en las censuras, se refiere al pasaje de la oda A la Imprenta en que hablándose de triunfo que invención consiguió del error e ignorancia general, se dice así:


«¿Qué es del monstruo, decid...» etc.

No hay acusación a que se dé más importancia, si se considera la prolijidad y la agrura con que uno de los Censores analiza y tizna este pasaje. Yo le perdono las injurias que me dice, en consideración al celo que se las dicta; aunque entiendo que son poco conformes a la caridad cristiana. Si hubiera escuchado los sentimientos que ella inspira, procediera con más circunspección, y no partiera tan de ligero a condenar lo que equivoca. Para él es evidente que esos versos hablan de la Santa Sede y de los Sumos Pontífices. Mas ¿dónde está esa evidencia? ¿Cómo es que no lo vieron los primeros censores a quienes se sujetó esa oda para su impresión en el año de ocho? ¿Cómo es que tampoco lo ha visto ahora el autor de la primera censura, que al acusar tantos pasajes se deja ese en que la impiedad está tan de bulto? Leyeron, sin duda, éste, y aquellos el tal trozo de buena fe y sin ir a buscar lo que no había; mientras que el censor que le acusa, a bien por prevención, o por no hacerse cargo de la fuerza y licencias del lenguaje poético, ha tomado a la letra la expresión sobre el despedazado Capitolio; y en ella ha establecido su batería para fulminar rayos contra el desgraciado poeta.

Pero, a la verdad, si se considera que esa expresión no puede entenderse materialmente, pues que materialmente no es cierto que el Solio del Sumo Pontífice esté sentado sobre los pedazos del Capitolio, no cabe duda en que es una expresión figurada para significar la ruina del Imperio romano en el Occidente. Ahora bien, como esta ruina aconteció a fines del siglo quinto, cuando hacía ya más de cuatrocientos años que la Religión cristiana se había introducido en Roma y establecido la Silla Pontificia; el poeta no ha podido hablar de esta sagrada institución, y es preciso buscar otro objeto posterior a aquella época a quien aplicar la monstruosidad moral que allí se pondera. Este no es otro que la barbarie grosera y feroz que se desplegó sobre todas las provincias occidentales del Imperio romano, luego que triunfaron de él las naciones septentrionales. Ella acabó con las artes, con las ciencias, con toda clase de civilización, corrompió y endureció las costumbres, confundió todos los derechos y todas las ideas, devoró el mundo con las guerras intestinas e interminables que ocasionaba, lo llenó de escándalo con sus horrores, y de ridiculeces con sus sofismas pueriles. La invención de la imprenta, por medio de las luces que introdujo y de la mayor comunicación a que dio lugar entre los hombres, empezó a disipar las nieblas, suavizar las costumbres y enmendar los errores crueles que en tantos siglos rudos se cometieron. Es verdad que no ha triunfado enteramente de ellos; pero el trascurso del tiempo y los adelantamientos humanos lo lograrán, y entonces el edificio del error y de la ignorancia, caído por el suelo, moverá a risa a los que lo contemplen. Estas son las ideas generales que el poeta tuvo presentes al hacer esos versos: ideas que cuadran perfectamente con la época que indica en ellos, y que nada tienen que ver con la intención temeraria de que se le acusa.

Lo que parecerá más extraño, y acaso singular, es que el mismo censor, después de calificar estas poesías de irreligiosas, las tache inmediatamente después de inductivas a idolatría: de modo que, según él, no sólo se manifiesta el autor poco buen cristiano en ellas, sino también semi pagano. Sírvenle de ocasión a esta acriminación extraordinaria los versos en que encuentra la atribución de Dios y de divino dadas a objetos enteramente diferentes del verdadero Dios, y las alusiones a las divinidades gentílicas como Apolo, Ceres, Pomona, Venus, etc. Pero, Ilmo. Sr., ¿a qué poeta jamás se le ha hecho semejante objeción? ¿Cuándo, ni por pensamiento, se ha atribuido a los que en sus versos o en sus ficciones han usado de estos adornos, una intención tan extravagante, ni a sus lectores una tan estúpida simplicidad? Esos seres mismos están figurados en pinturas y en estatuas en los paseos públicos, en los salones y en los jardines de los Príncipes y de los Grandes con toda la valentía y el decoro que la imaginación de los artistas ha alcanzado a darles. ¿Y por ventura los que los pagaron y los que los hicieron tienen el concepto de fautores de idolatría? ¿Cibeles, Neptuno, Apolo, que coronan el principal paseo de la capital, están allí para que el vulgo los adore, o para servir de ornato en aquel sitio? Según eso, Camoens, que se vale de la mitología gentílica para la parte maravillosa de sus Lusiadas: Tasso, que adorna muchas veces con ella los versos de su religioso poema: nuestro obispo Balbuena, que en su Bernardo da una existencia igual a los héroes que allí celebra que a las diosas y dioses que hace intervenir con ellos: en fin, el inmortal Fenelón, que en su admirable Telémaco hace obrar estas mismas divinidades ficticias de un modo tan animado y tan interesante, serán inductores a idolatría, y proscriptas por ello esas obras, que son hoy las delicias de toda la Europa.

No hizo, en Fin, parecer tal a Jacobo Sanazaro, que hizo de estos adornos en su Parto de la Virgen, ni ver en él al dios Proteo vaticinar la venida de Jesucristo. Lejos de incurrir en ninguna reprensión por ello, aunque al parecer ningún argumento podía sufrir esta clase de licencias menos que el suyo, su celo y su trabajo fue aplaudido, y los Sumos Pontífices León X y Clemente VII lo llenaron de elogios por él. Prescindo de citar textos de poetas líricos en que se usa el mismo lenguaje en esta parte que en los pasajes apuntados por el censor, porque sería necesario citar toda nuestra poesía lírica desde Garcilaso hasta Meléndez, y amontonar pasajes sobre pasajes de que la sabia ilustración de V. S. I. no necesita seguramente para conocer el poco fundamento de la acusación. En ella el censor da una nueva prueba de la prevención rigorosa con que ha examinado este libro, y manifiesta que, o ignora los primeros elementos de las bellas letras, y en tal caso debió abstenerse de decidir en materias que no entendía, o que sabiéndolas no ha querido hacerse cargo de que en lenguaje poético, y a veces en el común, las atribuciones de divino, de dios, de inmortal, etc., no significan más que calidades eminentes, extraordinarias, fuera del orden común de la humanidad; y que estas divinidades de Júpiter, Ceres, Pomona, unas veces son alegorías, otras adornos de imaginación, otras hipérboles y figuras de estilo.

En cuanto a la última clase de reparos expuesta sólo por este censor, y relativa a costumbres, como se contenta con decir en general que el amor se pinta en estas poesías con excesiva vivacidad, y que hay en ellas muchas imágenes inductivas a torpeza, sin citar particularmente ninguna, limitaré mi defensa a estas solas indicaciones. Primera: que la pintura del amor es lícita y permitida; y prueba de ello es que toda la poesía lírica, bucólica y dramática, y todas las novelas y todos los cantares populares no tratan generalmente de otra cosa, y no por eso están prohibidos. Segundo: que la vivacidad y animación de la pintura no es lo mismo que deshonestidad u obscenidad, que es lo que realmente sería culpable. Tercera: que ninguna de las expresiones del poeta tira a excitar o recomendar las acciones que la moral y la religión igualmente proscriben, como son el estupro, el adulterio, el incesto, etc. Cuarta: que los colores con que el autor ha pintado esta pasión no excluyen por ningún modo su legitimidad.

Pongo aquí, Sr. Ilmo., fin a esta contestación que mi situación triste y aislada, la falta de libros y otros medios no me han dejado hacer tan fundada y autorizada como yo quisiera. Mas las consideraciones que comprende creo que basten a mostrar que la doctrina política que sirve de base a las tres composiciones principalmente censuradas está apoyada en la práctica de los siglos antiguos, en las leyes, y en autoridades de la mejor nota, anteriores siglo y medio a la revolución francesa, y por consiguiente que no es nueva, ni revolucionaria, ni subversiva; que cuando el autor publicó estos versos patrióticos lo hizo con las formalidades prevenidas por las leyes, y en circunstancias públicas y notorias, en que, lejos de ser perjudicial la exaltación que hay en ellos, era útil para animar el espíritu público de los españoles contra la tiranía de Napoleón, y por consiguiente están muy lejos de tener el carácter de sediciosos; que los Censores, en los pasajes que citan, dan a las frases y palabras que acusan una interpretación exagerada y siniestra, extrañas del sentido recto y natural que ellas presentan, y poco conforme al tenor general de las ideas del autor, como se deduce de las diferentes citas examinadas en este escrito, no habiéndolo hecho con todas una por una, por evitar prolijidades y repeticiones; que los reparos opuestos respectivamente a religión no tienen fundamento, puesto que estriban en una inteligencia equivocada; y que igualmente carecen de él la nota que se les pone de licenciosos, como falta absolutamente de prueba y de razón.

Mas si a pesar de mis intenciones explicadas y manifestadas en esta exposición, todavía o por inatención y descuido, o por la exaltación del entusiasmo, o por la inexactitud y licencias del lenguaje poético, hubiese en este libro algún pasaje o composición que presente un sentido menos conforme y dé a los lectores poco advertidos ocasión de siniestras interpretaciones, desde ahora yo mismo la repruebo y estoy pronto a suprimirla o corregirlo todo a satisfacción del Tribunal, a cuya superior ilustración y prudencia respetuosa y enteramente me someto.

Por todo lo cual pido a V. S. I. se sirva absolver lisa y llanamente este libro de la calificación y censuras contra él dadas, o en su caso tomar el temperamento que acabo de indicar, y que espero de la Justicia, prudencia y equidad del Tribunal. Ciudadela de Pamplona, a 9 de Agosto de 1818.

Entregada esta contestación al Sr. Esparza en el día de la fecha.

Hasta 29 de Marzo del año siguiente de 1819 no hubo resultas de este incidente. Pero, en dicho día volvió a presentarse el Licenciado Esparza, y me comunicó la resolución del Santo Oficio, que fue la que resulta de la representación adjunta que hice en seguida y le entregué con la que acompaña.

ILMO. SR.:

D. Manuel José Quintana a V. S. I. con el respeto debido digo: que se me ha comunicado por el Licenciado D. Miguel Esparza, Comisario del Santo Oficio, la decisión de ese Tribunal en el expediente seguido sobre el libro de mis Poesías, por lo cual ha tenido a bien V. S. I. resolver que no cursen las composiciones A Juan de Padilla y Al Panteón del Escorial, ni tampoco dos estrofas de la de La Imprenta, condescendiendo con el allanamiento que hice en mi anterior escrito de corregir o suprimir lo que se encontrase responsable en el tal libro.

Doy reverentemente gracias al Tribunal por su benigna condescendencia, y respetando, como debo, las consideraciones que han motivado la expresada resolución, me conformo enteramente con ella. Pero habiendo examinado detenidamente las dos composiciones primeras, hallo que son de muy difícil corrección, y que sería preciso hacerlas casi enteramente de nuevo para dejarlas defendidas de toda clase de reparo; trabajo que exigirla mucho tiempo, y sobre todo otra disposición y tranquilidad de espíritu que la que mi desgraciada situación me permite. Por lo cual abandono esos dos poemas a su mala suerte; protestando otra vez de la sinceridad de mi intención al componerlos y publicarlos.

Las dos estrofas de la oda A la Imprenta pueden fácilmente suprimirse, poniendo en su lugar, para enlazar el sentido, los versos que acompaño, los cuales creo que no pueden dar lugar a reparo ni interpretación ninguna siniestra, y por lo mismo espero que sean de la aprobación de V. S. I.

Es cuanto mis circunstancias actuales me permiten hacer en prueba de mi docilidad. Muerto, como me hallo, a la sociedad y al mundo, y absolutamente privado de medios, no puedo proceder a una nueva edición de esos opúsculos en que fuesen suprimidas las composiciones mencionadas, puesta la otra corrección en su lugar, y arreglado todo a satisfacción del Tribunal, a cuya superior circunspección y sabiduría los sujetaría. Mas siéndome esto enteramente imposible, ahora espero que el Tribunal tenga a bien satisfacerse con mis buenos deseos.

Ciudadela de Pamplona a 20 de Abril de 1819.

Ilmo. Sr.

Manuel José Quintana.

Corrección en las páginas 218 y 219 del libro de Poesías a que se refiere este escrito.

Se suprimen todos los versos de la primera y los catorce primeros de la siguiente, y se ponen estos en su lugar:


Dijo; y al punto en su industriosa mano,
Como un fanal inmenso, inapagable,
La imprenta apareció. Viérase entonces
La noche deshacerse tenebrosa,
Y el letargo profundo
Romper la inteligencia en que yacía.
¿Qué ya en los anchos ámbitos del mundo
pudo ocultarse a su impaciente anhelo?
Levántase Copérnico hasta el cielo, etc.