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ArribaAbajoGaldós y el melodrama

Isaac Rubio


En 1974 apareció un artículo mío, un estudio comparativo titulado «Ibsen y Galdós».125 De una manera extremadamente sintética su punto de partida podría enunciarse así: Galdós, en cuanto portavoz de una burguesía que comienza a prevalecer en la sociedad española, encierra su visión de la realidad en las formas del melodrama, mientras que Ibsen, testigo lúcido de las contradicciones entre la teoría y la práctica de esa misma clase, recupera la tragedia y le da un contenido que aun es evidente en el teatro de nuestro tiempo. Naturalmente, esta tesis quedaba justificada, o así lo espero, por un método coherente y una documentación substancial.

La idea no pretendía ser una provocación, pero, al parecer, el profesor Gonzalo Sobejano así lo consideró y respondió con otro extenso artículo: «Echegaray, Galdós y el melodrama».126 Su intención es doble: corregir lo expuesto en «Ibsen y Galdós» y ofrecer una «imagen más justa» del teatro de este último. Sin embargo, dado que ni sus argumentos ni su método crítico son del todo convincentes, algunos comentarios pueden ser oportunos.


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Escribe el profesor Sobejano al final de su dilatado exordio:

El melodrama típico de la España de la Restauración estimábase representado, si yo no me equivoco, por Echegaray, hasta que el señor Rubio, comparando a Ibsen con Galdós, decide considerarlo representado por este último. Por ello mismo pienso que una comparación entre el teatro de Echegaray y el de Galdós quizá no pueda resultar inútil para obtener una imagen más justa del teatro de éste, al que el señor Rubio tan resueltamente califica de melodramático. Comparación por comparación, acaso la mía modere la extremosidad de la suya.


(p. 93)                


En primer lugar, en «Ibsen y Galdós» no se mentaba para nada a Echegaray, ni se trataba de desalojarlo del bajo escaño que ocupa en el desarrollo del teatro español; y mucho menos se intentaba sustituirlo por Galdós, cuyo teatro, como he dejado indicado en otro lugar, supone una extraordinaria superación de la escuela echegarayana.127 Precisamente por esto es por lo que «Ibsen y Galdós» procuraba entender a Galdós dentro de la órbita del gran teatro europeo de entre siglos. Tarea más pertinente que la de empeñarse en demostrar que el teatro galdosiano es superior al de Echegaray. Así que no entiendo por qué el profesor Sobejano extrae de mi artículo unas conclusiones tan gratuitas.

Como tampoco entiendo su procedimiento corrector: si no le gusta el sambenito de melodrama aplicado al teatro de Galdós, frente al teatro trágico   —58→   de Ibsen, lo lógico sería proponer una definición más clarificadora que la mía y aplicarla a Galdós y a Ibsen, no a Galdós y a Echegaray. Pretender hacer bueno a Galdós reflejándolo en el espejo echegarayano hace temer que aquél no salga bien parado, y que esa «imagen más justa» se parezca demasiado a un negativo fotográfico. Sobre todo cuando ni siquiera los resultados de la comparación se basan en unas categorías críticas objetivas y sistemáticas capaces de establecer las diferencias entre los términos comparados.

Categorías críticas objetivas y sistemáticas que se echaban de menos en «Razón y suceso...» y que también están ausentes en «Echegaray, Galdós y el melodrama». El punto de partida crítico de Sobejano es bastante discutible: 1) estudia la obra en cuestión desde las propuestas estéticas e ideológicas que ésta manifiesta, con lo que el análisis se convierte en una especie de descripción apologética cuya conclusión sería: lo que es, es bueno y bello y oportuno y autodiferenciador precisamente porque es; 2) el instrumental de esa descripción esta constituido por una serie de principios subjetivos cuya capacidad operativa radica mecánicamente en el hecho de ser enunciados, sin que en ningún momento hagan referencia a una teoría que ordene lo analizado y le dé un sentido. Estamos en el ámbito de lo que algunos llamarían metalenguaje crítico, en un espacio axiomático en que se parte de la abstracción para recalar de nuevo en ella.

De momento un ejemplo puede bastar: «Echegaray arranca del problema como Galdós del personaje» (p. 99). Así, sin más: ya está todo explicado, comparado, definido y valorado; se han encontrado las esencias, las diferencias y los valores en cualquier nivel imaginable. Claro que también Ibsen parte del personaje, como Bertolt Brecht lo hace del problema: lo que no convierte a Ibsen en un galdosiano ni a Brecht en un epígono de Echegaray. Se puede partir de muchas maneras del personaje y del problema, y cada una implica un modo concreto de aprehender la realidad. Si no se explica esto no se dice nada. ¿Cómo concibe Galdós al personaje dramático y qué sentido liberan sus acciones? A estas y otras cuestiones relacionadas con ellas se tendría que responder.




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Galdós, según el profesor Sobejano, no puede escribir melodramas, porque su teatro «es el mejor ejemplo de un teatro verdaderamente 'liberal' y, por tanto, antimelodramático» (p. 94).128 La frase inquietaría hasta a los enemigos de la sociología de la literatura, y obligaría a considerar de nuevo a escritores como Diderot, racionalista, liberal y padre certificado del melodrama burgués. Pero su eficacia es indiscutible: no es necesario ningún razonamiento posterior.

El concepto clave es aquí el de «liberalismo», que el profesor Sobejano deja sin aclarar. Se sobrentiende una cierta actitud ética, impregnada de espíritu de libertad, justicia, etc. Al menos esto es lo que se transparenta en su clasificación -por «temas»- del teatro de Galdós:

Dentro del teatro de Galdós cabe encontrar cuatro temas rectores: verdad personal frente a opinión pública engañosa, y libertad de acción frente a intolerancia (dramas de separación); por   —59→   otra parte, voluntad unida al espíritu y caridad unida a la justicia (dramas de conciliación).


(p. 95. El subrayado es del autor)                


(De paso: ¿hay problemática más burguesa -y melodramática- que la así formulada?). «El melodramaturgo tiende a la abstracción», afirma muy correctamente el profesor Sobejano (p. 102), aunque refiriéndose a cuestiones tan secundarias como las escenográficas; pero el crítico literario también peca de lo mismo al disolver lo particular en lo universal: ¿qué hay detrás de esos conceptos de libertad, voluntad, separación, etc.?129 Galdós sabía lo que decía: los hombres deben poner su voluntad en el progreso, la justicia es una mezcla de espíritu de empresa y caridad, etc. Nunca Galdós quiso salirse de la historia; también él tomaba lo particular por lo general, pero eso era propio de su ideología: la historia es burguesa. Lo que un crítico no puede hacer es expulsar a un autor de la historia, «trascenderlo» para así otorgarle más valor. Es el mejor método para no apropiarse nunca de la originalidad concreta de su obra (inutilizarlo). Porque no es necesario señalar que esos temas, así propuestos, podrían caracterizar a dramaturgos de muy diferentes colores.

De la aplicación de esos universales surgen juicios de valor de máxima extensión y mínima comprensión: «Mensaje de hondas raíces y altísimo vuelo, esto que Galdós quiso hacer llegar a su auditorio...» («Razón y suceso...», p. 46), no como el de Benavente, expresión de una «moralidad insegura» (página 50), o como el de Echegaray, de cuyo teatro «ningún mensaje social se desprende» («Echegaray, Galdós...», p. 103). Este último «no busca en ningún caso la síntesis: sus dramas plantean conflictos sin superación...» (p. 96); Galdós, en cambio, «incluso en varios de los dramas de separación, hace triunfar la verdad -a precio de sacrificios, desde luego- sobre el engaño» (Ibid.). O sea, la línea de demarcación entre unos y otros es una actitud moral. Idea muy parcial cuando se aplica al análisis literario. Por eso, cuando se llega a la conclusión de que Galdós no es trivial porque su teatro respondió «a las necesidades actuales de la sociedad»... y por su «empuje espiritual para arrostrar las grandes verdades éticas, políticas y religiosas» («Razón y suceso...», p. 46), el lector se queda un tanto confuso: no sabe qué es una gran verdad política, religiosa o moral sin una referencia concreta a la religión, la sociedad o la política en una situación dada (si esas abstracciones son universales, ¿para qué hablar de lo ya sabido? Lo complejo es lo concreto, no lo abstracto).




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A partir de las explicaciones aducidas130 ya se podría determinar la originalidad del teatro de Galdós, y nada más preciso que calificarlo de «realismo trascendental»:

Es una dramática realista porque, salvo en algún caso, los sucesos y personajes que ofrece pertenecen virtualmente a la sociedad española conocida por el autor; porque sucesos y personajes se explican dentro de un medio propio, deliberadamente manifiesto en la escena; porque la relación hablada se cumple en lenguaje prosario y casi siempre familiar, y porque los problemas que plantea no son excéntricos sino concéntricos a la actualidad. Pero este realismo es siempre trascendental:   —60→   está animado y dirigido por una intención de trascender del tablado a la vida social. El teatro de Galdós no es puro espectáculo artístico ni costumbrismo descriptivo, sino la ilustración dramática de unas ideas que, obrando en las conciencias, deben llegar a todos y levantar su nivel moral.


(«Razón y suceso...», p. 46)                


El así llamado «realismo trascendental» no es más que didactismo, puro y simple. En lo que no hay nada malo, por supuesto; lo que hay que investigar es lo que enseña, cómo y para quien enseña. En la cita anterior se dice que lo que pretende el teatro de Galdós es obrar en las conciencias y levantar su nivel moral. Luego es un teatro moralizante; y, por eso mismo, reductor: el hombre reducido a conciencia moral (intención muy burguesa, ¿no?). Además pretende llegar a todos los españoles, lo que implica una peculiar concepción de la sociedad española de entre siglos. Si este contenido del teatro galdosiano puede ser llamado «realismo trascendental» es algo a lo que el crítico tiene derecho, pero es dudoso que el término prospere. Carece de capacidad diferenciadora. Tomemos a los grandes dramaturgos contemporáneos de Galdós: todos ellos escriben un teatro que ni es espectáculo artístico (?) ni costumbrismo descriptivo. Shaw lo expresó en unos términos que sobrepasan a Galdós y a su crítico: «[el verdadero dramaturgo no es] mere 'merchant de plaisir', but... a ruthless revealer of hidden truth and a mighty destroyer of idols.»131 Todos ellos -Ibsen, Strindberg, Chejov, Wedekind, el primer Hauptmann- hicieron de la escena una plataforma para presentar a una sociedad ya en descomposición; no fueron didácticos porque quisieron ser realistas, y ser realistas significa captar y expresar el dinamismo de la realidad, cosa mucho más difícil que ser trascendente o universal. Y en ningún momento redujeron al hombre a conciencia moral: eso fue en gran medida lo que combatieron.

En este sentido la calificación de realista, trascendental o no, aplicada al teatro de Galdós, se hace aún más problemática, al menos hasta que no se resuelvan algunas contradicciones: ¿cómo siendo el teatro galdosiano la ilustración de unas ideas puede ser al mismo tiempo un teatro realista? (por otra parte: ¿no hablamos quedado en que Galdós partía del personaje?);132 en otras palabras: ¿cómo se puede ser realista dentro de los límites del designio ideológico? Porque está claro que el realismo no es una inocente cuestión de forma, sino de contenido, y que, por tanto, la referencia es la realidad misma, en su movimiento y en sus relaciones internas, no los instrumentos expresivos, cualesquiera que sean. El teatro de Galdós nunca, pues, será realista por su «lenguaje prosario» ni porque imite las apariencias de la realidad. Esto es verosimilitud, costumbrismo precisamente, y nadie confundiría hoy esa tosquedad con el realismo. No existe ninguna razón para volver a los tiempos de Diderot.133

Sin embargo este parece ser el horizonte crítico de «Echegaray, Galdós y el melodrama». Una vez que se ha obviado el contenido concreto del teatro de Galdós, una vez que la concreta relación entre forma y sentido ha sido pasada por alto, como ya resuelta o ni siquiera intuida, la posibilidad de descubrir cómo «los problemas que plantea no son excéntricos sino concéntricos a la actualidad» desaparece. Ahora ya sólo quedan, como determinantes del realismo o irrealismo teatral y, paralelamente, del dramatismo o melodramatismo, unos cuantos elementos formales. Por ejemplo:

  —61→  

Esta victoria del bien sobre el mal, al final de sus contiendas, ¿podrá considerarse más melodramática que «el sublime horror trágico» perseguido por Echegaray? Depende de lo que se entienda por melodrama, y sobre ello volveremos después.


(«Echegaray...», p. 96)                


La antinomia carece de sentido, a no ser que se la considere en función de la totalidad de las obras consideradas, y esto depende de la idea que se tenga del melodrama como estructura formal de un contenido concreto. El autor promete volver sobre el asunto, pero no vuelve, y en su lugar enhebra una serie de formalismos como agentes diferenciadores del melodrama y del nomelodrama. Enumeremos: exposición breve por intermedio de criados, intriga violenta y acelerada, catástrofe en el último momento, tempo presto, tendencia a la unidad de tiempo y de lugar, cambios mínimos de decorados, ausencia de personajes secundarios reales, efectismos lingüísticos y plásticos, malentendidos, oposiciones drásticas entre buenos y malos, evolución forzada de la acción, sensiblería a todo pasto... Estos defectos los tiene Echegaray; Galdós no, o no siempre, y por tanto no escribe melodramas (además de porque es un liberal). Claro que si esto es verdad, algunas obras maestras del pasado y del presente tendrían que pasar al olvido: muchas de Strindberg, Sartre, Miller o Pinter, porque conservan más o menos las tres unidades y sólo tienen un decorado; si de criados se trata habría que eliminar los planteamientos de varías obras de Shakespeare, etc., etc.

Pero es que aún se puede llegar más lejos, a la síntesis de la síntesis: lo que garantiza el realismo de una obra, y lo que le evita caer en el melodrama es simplemente el lenguaje: el lenguaje coloquial, el «prosario». Esto se comprende muy bien si se comparan Dos fanatismos, de Echegaray, y Electra, de Galdós. Ambas obras tratan, al parecer, de los mismos «temas»: «la violencia que el fanatismo quiere hacer a la vida natural, el esfuerzo por preservar la libertad frente a un prejuicio que tiránicamente pretende anularla» (p. 110). La pieza de Echegaray termina sin lograr ninguna síntesis, mientras que la de Galdós logra la armonía. Esto ya establece diferencias y valores, pero en todo caso ahí está el lenguaje, que en la obra de Galdós «opera en contra» (se entiende: en contra del melodrama, p. 113). Efectivamente, el lenguaje echegarayano está lleno de anáforas oratorias y adjetivos antepuestos y, en general, presenta «una factura literaria»;134 el de Galdós «[...] no es esquemático ni argumentador... no hay parlamentos largos o, las pocas veces que los hay, vienen reclamados por la vehemencia del sentimiento.135 Domina, en cambio, la elocución conversacional. Pura conversación, llana, cortada... conversación serena y animada... lenguaje predominantemente familiar...» (p. 113).

¿Será necesario repetir que todo esto carece de valor distintivo y que explica muy poco? ¿Qué «imagen más justa» de Galdós puede surgir de esta pobreza?




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Queda ahora por dilucidar el asunto del melodrama. En «Ibsen y Galdós» se decía: «[las obras de Galdós] no son tragedias, sino melodramas. No sólo porque en ellas aparezcan los elementos propios de este subgénero (buenos,   —62→   malos, justicia poética, grandilocuencia, etc.), sino porque expresan un modo de pensar dirigido por el azar de la razón ideológica, no por una dialéctica rigurosa» (p. 222). Y este ya había sido mi punto de vista en un trabajo anterior:

[...] el modelo que elige Galdós para liberar sus ideas sobre España es el melodrama. Pero hay que tener en cuenta: no el melodrama como un tono, una andadura peculiar de la acción (es decir, una cierta retórica expresiva susceptible, en principio, de apuntar a diferentes sectores de la realidad y de adquirir distintos valores...); no: el melodrama cuando refleja una visión convencional y forzada de la realidad... el melodrama es el espejo de una dialéctica gratuita (mejor: una ausencia de dialéctica).136



De esto se deduce que el melodrama, en cuanto pretende ser realista, en cuanto pretende describir la realidad y desvelar su sentido verdadero y sus leyes ocultas, es una cuestión de contenido, no de forma. La forma melodramática debe ser estudiada en cuanto forma de un contenido concreto; consecuentemente, ningún elemento formal es melodramático en sí mismo, y todo formalismo -la «naturalidad» puede ser uno de los principales- puede dar lugar, depende del sentido que libera, a una aprehensión melodramática de la realidad. Esta aclaración es pertinente si se piensa que todo lo que el profesor Sobejano achaca a Echegaray se encuentra en Galdós,137 pero que no es por eso por lo que el teatro de éste puede ser calificado de melodramático, sino por la imagen de la realidad a la que da forma.

La visión melodramática reduce el movimiento de la realidad a los límites de la ideología, a los axiomas de una visión del mundo que toma su relatividad como paradigma de lo universal y como históricamente definitiva. En esta visión la verdad es ya sabida, y al enfrentarse con la variedad de lo real lo reduce a sí misma. Por tanto, nunca existen contradicciones en el mundo del individuo, de la sociedad y de la historia, sino obstáculos, «problemas» que la ideología, apoyada en el lenguaje, armoniza y resuelve con los formalismos lógicos que ella previamente ha elaborado. Por eso el melodrama tiene siempre una vocación didáctica:138 está en su esencia enseñar su verdad, su idea de la libertad, su justicia, etc., como si fueran la Verdad, la Libertad, la justicia. La enseñanza que el melodrama imparte se expresa siempre en forma de antinomias: dos actitudes irreconciliables que en la superficie se presentan en su dimensión moral, -pero que en el fondo hacen referencia a una concepción práctica de las cosas, a un punto de vista clasista de la realidad social e individual. Naturalmente, de esa lucha, en la que los contrincantes son previamente designados por la ideología, surge siempre el triunfo del Bien (de su bien). Para terminar, el melodrama se basa siempre en la ambigüedad y en el predominio del azar frente a la necesidad; la materia que elige no desarrolla un sentido inmanente, sino que le es impuesto el sentido literal de la ideología: de aquí que el melodrama tienda siempre a declarar explícitamente sus contenidos, a ofrecer un «mensaje» (la verdad se reduce a lenguaje).




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En este esquema entra gran parte del teatro de Galdós. Galdós fue siempre fiel a las ideas que una burguesía emergente adquirió en su lucha contra el   —63→   antiguo régimen; fiel a la ideología de una clase -no muy bien definida en términos sociales concretos- que creía que su lucha cerraba un capítulo de la historia y abría otro definitivo, necesitado, como máximo, de retoques, pero no de cambios radicales (un personaje de Voluntad llegará a decir: «Los hijos de estos hijos serán la perfección humana»).139 Para lograr esta felicidad los españoles sólo tendrán que poner en práctica ciertas virtudes: tolerancia, sobriedad de costumbres, espíritu de trabajo y de ahorro, caridad, respeto por la ciencia, etc. Galdós siempre tendrá a la mano una «golden rule», esa regla de oro que Bernard Shaw rechazaba como propia de un teatro creador de mitologías.140 Las panaceas que Galdós propone van cambiando con el tiempo, pero sin cambiar sustancialmente el fundamento ideológico que las sostiene. Y el proceso que le va llevando de la «materia» al «espíritu» no apunta necesariamente a una superación, a un crecimiento, sino a una imposibilidad: la dé acoger en sus ideas el turbulento dinamismo de la sociedad española.

Este dinamismo está caracterizado por lo que apenas aparecerá en el teatro galdosiano: el empuje del cuarto estado. Por eso la realidad social española negará cada vez con más fuerza la utopía de Galdós; las luchas de clases negarán la posibilidad de una armonía imaginada y deseada más allá de la real convivencia entre los españoles. Y a medida que pasa el tiempo los Orozco, Víctor, Juan Pablo y tantos otros héroes del optimismo galdosiano pertenecerán más y más a la reacción (Galdós no puede remediarlo, y cuando presenta en escena a líderes revolucionarios -Celia en los infiernos, 1913- acaba convirtiéndolos en esquiroles).141

Electra es un ejemplo de lo dicho hasta ahora. Es de 1901, y los manuales de historia dicen lo que pasaba en España por esas fechas: indudablemente problemas más hondos, y de solución más difícil, que los que se plantean en la obra. Esta dramatiza una historia de amor -como casi siempre en el teatro galdosiano- entre dos jóvenes que deben luchar contra la mala fe de unos cuantos viejos malvados, hipócritas, beatos e ignorantes. El modelo argumental no está muy lejos del mito, pero a diferencia de éste, que desemboca habitualmente en la tragedia, el amor entre Electra y Máximo, con la ayuda del cielo, logran vencer todos los obstáculos y hacer triunfar el amor. Según el profesor Sobejano lo que ha triunfado es «la vida natural» y «la libertad». Ahora bien: Máximo es un científico de espíritu tolerante, religioso y racionalista al mismo tiempo, de una moral intachable y dotado, como todos los héroes galdosianos, de un amor invencible por la verdad; Electra es una muchacha alegre, ingenua, amante de los niños y excelente ama de casa. La escena en que Máximo deja de trabajar en su laboratorio y comparte con Electra la comida que ésta ha preparado revela con nitidez el sentido de la pieza: «un crisol... para fundir los dos metales» (OC, p. 873). En otras palabras: Máximo y Electra constituyen una de tantas parejas del teatro galdosiano, un ejemplo más de la típica pareja burguesa. Electra es una apología de la familia burguesa, en la que el marido y la mujer tienen ya reservadas sus funciones respectivas (hacía veintidós años que la Nora de Ibsen se había cansado de los niños y de jugar con muñecas y se había marchado de casa).

Así pues, tanto la vida natural como la libertad se hacen bien concretas en la obra de Galdós: ser natural y ser libre es ser burgués. La historia de amor no vale por sí misma, sino que funciona como un vacío semántico presto   —64→   a llenarse de contenido ideológico (la trama misma es parte de la idea): Máximo y Electra son la pareja del futuro, y su significación en la trama es la de representar un modelo social, la expresión del ideal. Naturalmente, los antagonistas -Pantoja y los demás- representan vicios morales que aparecen como los vicios sociales que hay que superar. Pero en esta superposición de sentidos subyace un procedimiento típicamente melodramático: la reducción de la complejidad objetiva a determinados comportamientos individuales, positivos o negativos, y definidos como tales antes de toda práctica. El que el autor presente un antagonismo moral como si fuera un combate a nivel cósmico, y el que luego aplique un sentido social (ideológico) a este forzado simbolismo, no es más que una concreta manifestación de un modo de apropiarse de la realidad. El final de Electra resume este proceso creador de una manera que no deja lugar a dudas: Pantoja, el villano y socialmente indeseable, pregunta a Electra: «¿huyes de mí?»; y Máximo le responde, triunfante: «No huye, no... resucita» (p. 897). La imagen religiosa no es gratuita: se trata de una resurrección, de una vuelta a la vida: la vida burguesa, temporalmente amenazada (la «Vida»).

La realidad española se cocía así en el teatro. ¿Excéntrica o concéntrica a la vida real? Es posible que justo un año antes de la huelga general revolucionaria de Barcelona (1902) la mayor parte de los españoles no se preocupara mucho de los posibles Pantojas y sus amenazas a la «vida natural»: los antagonistas eran sociales, no morales, y los instrumentos del cambio no estaban solamente en la voluntad o en las cualidades individuales (y mucho menos en el cielo), sino en las mismas estructuras de la sociedad. Es lógico, pues, que los socialistas españoles calificaran el «affaire» Electra de «cosa de burgueses».142




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Ibsen escribe en el interior de una sociedad muy diferente, una sociedad que ha desarrollado coherentemente sus contradicciones, no como la española, que apenas ha salido del antiguo régimen y choca ya con la revolución social. Ibsen es el último de una cadena -el primer crítico célebre es Bacon- que se da cuenta de las contradicciones en que se asienta la sociedad burguesa: identifica el bien del individuo y el bien de la sociedad, pero en la práctica el individuo es una entidad dividida entre su pertenencia social y su ser personal. Ibsen, que no tenía ninguna simpatía por el socialismo, se escandaliza de las realizaciones de la sociedad a que pertenece: explotación de los individuos allí donde se predica la tolerancia y la justicia; predominio absoluto del dinero donde se defiende la superioridad del espíritu; sometimiento de la mujer donde sólo se menciona el amor; promesas de progreso y felicidad, pero intensificación de la alienación. El teatro ibseniano, desde Los pilares de la sociedad hasta Cuando despertamos los muertos no hace sino poner al descubierto estas contradicciones, las cuales aparecen como insolubles. En este sentido Ibsen sigue la visión trágica de Goethe: «All tragedy depends on an insoluble conflict. As soon as harmony is obtained or becomes a possibility, tragedy vanishes.»143

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Esta definición aclara muchos aspectos relativos a Ibsen, a Galdós, a la tragedia y al melodrama (el «horror trágico» echegarayano es un disparate que no merece ser tomado en serio). Bastarían unas palabras del autor noruego para establecer las diferencias:

I long ago ceased to make general demands, because I no longer believe that such things can be applied with any inherent right. I believe that none of us can do anything better that realize ourselves in spirit and in truth. In my opinion this is real free thinking and this is the reason why I am so out of sympathy in many ways with so-called liberalism.144



Ibsen no cree en ninguna «golden rule», en ninguna verdad absoluta. Lo que supone el fin de la utopía burguesa. Ya no existen preconcebidas armonías, ni «síntesis» idealistas capaces de superar todas las divisiones. Ibsen es lo suficientemente realista para haber descubierto que no existen verdades «teatrales», y que los problemas reales se solucionan en la realidad y no en la escena; por eso dice que sus obras tratan exclusivamente de «People and their destiny» (McFarlane, p. 107). En fin, como he escrito en otra ocasión, y simplificando un tanto, Ibsen comienza a escribir allí donde Galdós termina (la cronología es una cosa relativa).

Es ahora cuando hablar de formas tiene algún sentido, en cuanto las formas lo son de un contenido. En «Ibsen y Galdós» ya quedaban apuntadas las diferencias entre los dos autores, y no hay razón para repetir aquí lo dicho. No obstante, para ejemplificar los puntos de vista adoptados en el presente trabajo, se puede recordar algo de lo escrito: las distintas estructuras de la acción dramática, que en Galdós siempre parten de la desarmonía para llegar a la armonía, mientras que en Ibsen sucede lo contrario: se comienza con la falsa armonía que las mentiras han erigido para, mediante la actualización del pasado, terminar en una situación inarmónica irremediable; el que los personajes sean en el teatro galdosiano indefectiblemente jóvenes, representantes del futuro, o viejos, residuos de un mundo ya cancelado, mientras que los protagonistas de Ibsen, jóvenes o viejos, descubren unas existencias marcadas por la alienación; y los desenlaces, de cuyo vacío formalismo tantas conclusiones extrae el profesor Sobejano, que en Galdós se abren, con ideológico optimismo, sobre el futuro, y en Ibsen se cierran sobre el fracaso, la decepción o la muerte. Se podrían acumular más diferencias -el proceso creador como revelación de un sentido-, pero con lo dicho basta.

The University of British Columbia. Vancouver, Canada





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