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Clarín en «Madrid Cómico», de cómo el escritor regresa al «hogar paterno de mi tío»

Ángeles Quesada Novás





Una de las colaboraciones más fecundas de Leopoldo Alas con un medio periodístico es, sin duda, la que mantuvo con el semanario ilustrado madrileño Madrid Cómico1 y, por ende, también una de las más prolongadas en el tiempo2: desde febrero de 1883 a marzo de 1901. 18 años, por tanto, de colaboración asidua, pero no por ello carente de altibajos y tensiones entre el escritor y las distintas direcciones del semanario.

Jean-François Botrel en su trabajo «Clarín y el Madrid Cómico: historia de una colaboración (1883-1901)», relata pormenorizadamente las fases por las que pasa esta relación, y por él tenemos noticia de la ruptura que se produce en 1892, cuando Alas da por terminada su colaboración, fundamentalmente por falta de acuerdo en el convenio económico, «el único verdadero casus belli» (Botrel 1987, p. 5)3. La colaboración se reanuda en enero de 1893, ocasión que él celebra en carta a Sinesio Delgado con las palabras siguientes: «Amigo Sinesio: con mucho gusto vuelvo al hogar paterno de mi tío» (Ib., p. 30). Vuelve a interrumpirse este celebrado retorno desde finales de junio hasta diciembre de ese año.

La causa de esta segunda interrupción pueda deberse a esa especie de pulso que mantienen colaborador y director en torno a la naturaleza de los artículos del primero4, y a la insistencia del segundo de que estos tomen forma de relatos: «El mismo Sinesio declaró que prefería mis cuentos, que no daban ocasión [...] a dimes y diretes», señala Clarín en la revista el 16 de febrero de 1895. Una imposición que no agrada demasiado al escritor, el cual no dudará en exponer sus razones en un tono quejicoso, a la vez que advierte de futuras desobediencias: «Trabajaré con toda la frecuencia que pueda, pero aunque la mayor parte de las veces irán cuentos, no me los pida Vd. para todos los números. [...] Hacerlos cortos es a veces muy difícil y exige tiempo» (Botrel 1997, p. 33), escribe en enero de 1894.

Un año más tarde, en enero del 95, ya se atreve a hablar de nuevo de los «Paliques»: «Por el contexto verá Vd. que en los paliques que pienso (si Vd. no se opone) alternar los cuentos no habrá ocasión...» (Ib., p. 36), y en el artículo citado más arriba, de febrero del 95, insiste: «De modo que ya puede Sinesio publicar estos paliques, que alternarán con los cuentos, sin inconveniente; porque yo le prometo que no le suscitarán dimes y diretes con ningún arbusto»5.

Pese a esta supuesta «desgana» ante la narración, lo cierto es que, desde el 17 de febrero de 1894 hasta el Almanaque de 4 de enero de 1896, se pliega el escritor a las exigencias del director y todas las colaboraciones clarinianas6 son relatos, con lo que el total de la obra publicada en este año largo se constituye en el conjunto de relatos más numeroso publicado con mayor contigüidad cronológica, además de con mayor extensión en el tiempo. Junto a esta peculiaridad, este grupo de ocho relatos presenta otra, y es la de que, dado que el semanario se caracterizaba por el abundante número de ilustraciones, todos los relatos van acompañados de varias viñetas. Un dato de no menor importancia ya que, hasta prácticamente ese momento, la postura de Clarín frente a la moda de ilustrar la obra literaria era de clara reticencia, cuando no de franca hostilidad7.

Los relatos que componen este grupo aparecido en Madrid Cómico son ocho, y presentan el orden cronológico de aparición siguiente: «Desiderata» (17 de febrero de 1894), «Don Urbano» (10 de marzo), «El cura de Vericueto» (14 de abril, 12 de mayo, 7 de julio, 28 de julio, 22 de septiembre, 3 de noviembre, 10 de noviembre y 22 de diciembre), «La trampa» (5 de enero de 1895), «El Quin» (9 de febrero, 16 de marzo y 23 de marzo), «La tara» (4 de mayo), «El caballero de la mesa redonda» (17 de agosto, 24 de agosto, 7 de septiembre, 21 de septiembre y 5 de octubre) y «La contribución» (Almanaque de enero de 1896).

De estos ocho, tres de ellos aparecieron divididos en sucesivas entregas, alguna de ellas -«El cura de Vericueto»- llegó a alcanzar hasta ocho, con lo que la publicación del relato se extendió desde abril a diciembre de 1894, con -supongo- harta impaciencia por parte del director, pero perfecta previsión por la del escritor, que, a la altura de mayo comunica a Delgado: «Lo principal del argumento todavía no apareció; no sé cuántos números ocuparé, pero de fijo los bastantes para poder publicarse el cuento o novelilla en un tomito o folleto y entonces quisiera yo» (Botrel 1997, p. 34); «El caballero de la mesa redonda» alcanzó cinco, «El Quin» sólo tres, por fin, el resto de los relatos cumplían con la extensión de una sola entrega.

Este elevado número de entregas de algunos de los relatos -su larga extensión, pues-, junto con el número total de los mismos y la profusión con que los dibujantes los ilustraron son los responsables de uno de los conjuntos de viñetas ilustrativas de relatos clarinianos más abundante, ya que se compone de un total de 77 ilustraciones. La mayor parte de las cuales se debe al lápiz de Ramón Cilla8, puesto que él se ocupará de seis de los ocho relatos, incluidos aquellos divididos en entregas, dando un total de 67 dibujos. Los otros dos cuentos («Don Urbano» y «La trampa») aparecen ilustrados por Mecachis9, que junto con Cilla es otro de los ilustradores frecuentes en esta publicación.

Esta circunstancia invita a dividir el análisis en dos bloques, relacionado cada uno con el ilustrador correspondiente, a la búsqueda de elementos que caractericen el resultado final desde la perspectiva del aspecto que las prótesis ilustrativas derivadas de una misma mano puedan singularizar los bloques.

Los cuentos que ilustra Mecachis10, «Don Urbano» y «La trampa», desde la perspectiva del trabajo de ilustrador muestran algunas diferencias muy interesantes, ya que manifiestan un deseo de, no sólo acompañar fidedignamente al texto, sino también crear un estilo en la forma de ilustrar. Un estilo referido no tanto al estrictamente pictórico como al interpretativo, es decir, a la forma en que el dibujante quiere que el lector se acerque a la obra, sobre todo si no olvidamos que, de manera general, en esta época el trabajo del ilustrador tiende a manifestarse fundamentalmente partidario de la fidelidad estricta al texto literario, iluminando aquellos episodios del texto que le resulten los más adecuados para el soporte a que está destinado, o, los, a su parecer, más representativos del tono/tema del texto, o, simplemente, aquellos que son más ilustrables.

En el caso del relato «Don Urbano», Mecachis ha acudido a dos técnicas diferentes en las cuatro viñetas que le dedica. Dos son dibujos y otros dos grabados. De las cuatro, tres hacen referencia a tres momentos distintos de la vida del protagonista, relacionados con los tres campos sobre los que pretende imponer una peculiar forma de concebir la organización social, que, según el narrador, se caracteriza por que el maestro de párvulos D. Urbano era «muy partidario de la libertad... con correas».

Desencantado por el nulo éxito de su metodología en la escuela, centra su atención en el urbanismo y la carencia de orden que en las nuevas construcciones, para las que exige un correctivo. Tras este nuevo fracaso, dirige su interés al mundo de la naturaleza, y a admirar el trabajo de los labriegos al roturar con líneas rectas el campo. Al llegar a este punto toma el relato un sesgo sorprendente, debido quizá a que ha llegado a un callejón sin salida. Esta se busca en la excusa de que a D. Urbano alguien le hace caer en la cuenta de su descuidado aspecto, de su pelo y su barba carentes del orden que él proclama. A partir de «aquel día dio una importancia excepcional al arte de la peluquería».

Las tres primeras viñetas hacen referencia a los tres campos (niños, casas, árboles) que atraen a D. Urbano y para los que desea ese orden y rectitud que nunca encuentra. Aparecen por este orden y la más acertada, desde el punto de vista estético, es, sin duda, la primera. Se trata de un dibujo de líneas muy simples que al ser imprimido obtiene unos resultados más agradables que el de los grabados, que al aplicarles el fotograbado aparecen tan cargados de tinta y oscuros.

En esta viñeta (Imagen 1) el gesto del maestro no se ajusta al discurso que está exponiendo ante unos escolares que le contemplan con cara más de asombro que de incomprensión, y desde luego, sin rastro del lógico temor que debían padecer ante la índole de los métodos del maestro. Lo que Mecachis presenta en esta viñeta es una visión «blanca», tópica de la escuela que conduce al lector a desarrollar un horizonte de expectativas falso, que debe modificar de inmediato, en cuanto comience la lectura.

Las otras tres viñetas no presentan rasgos subrayables, ya que se limitan a iluminar tres momentos anodinos de la anodina vida del personaje. Quizá la última, aquella que recoge la frase final del relato, en la que D. Urbano, desengañado por sus fracasos al pretender organizar el mundo a su manera, reduce su existencia a frecuentar peluquerías y a seguir «con atención casi mística el subir y bajar de las tijeras por el cuero cabelludo del prójimo» (Imagen 2). Mecachis escoge el momento en que el personaje se acerca al parroquiano para asegurarle que su corte de pelo no tiene «escaleras», y le dota de un gesto cansado, e incluso relajado como lo muestra la mano metida en un bolsillo del pantalón, cuando en sus mejores momentos esgrimía un bastón con el que reforzaba sus argumentos.

En cuanto «La trampa» tiene un número de viñetas superior a la media, son seis y de ellas cuatro responden al propósito habitual de construir paráfrasis visuales, es decir, representar momentos puntuales del discurso, sin que se pueda decir que existe un intento de interpretación mediante el añadido/sustracción de personajes, u objetos o ademanes que connoten la acción.

Sin embargo las otras dos viñetas sí introducen algún elemento subjetivo derivado de la intencionalidad del dibujante. Ambas viñetas están en la misma página y consisten ambas en retratos, uno de Rosenda, la madre de Manín de Chinta y abuela de Falo, el joven que trae a la casa el elemento en torno al cual gira toda la acción. Este elemento, protagonista del segundo retrato, no es otro que una yegua torda, de nombre Chula, pero bastante ajada, de la que el narrador ofrece la visión siguiente, más cercana al retrato de un humano que de un animal: «No tenía más sino que, en cuanto la dejaban sola, entregada a sí misma, se quedaba muy triste, se abría un poco de piernas, alargaba el cuello y de tarde en tarde hacía un ruido así como si suspirara por dentro, con las entrañas, que le retemblaban».

El eje de la historia gira en torno al «sordo rencor» que toda la familia, salvo Falo, comienza a sentir hacia la yegua, y quien más lo manifiesta es Rosenda, de la que Mecachis ofrece un retrato nada amable (Imagen 3), en el que el humo del cigarro atrae la mirada del lector hacia las duras facciones y gesto de la anciana. No pretende el ilustrador, pues, ofrecer un retrato costumbrista, sino enfatizar la inquina que la familia manifiesta hacia la yegua y que, posiblemente, termina por influir en la enfermedad de la misma.

El hosco gesto de la anciana fumadora contrasta con el fino perfil de la yegua (Figura 4), al que el ilustrador ha rodeado de un cerco, a modo de marco de retrato, con lo que consigue un efecto humanizador de lo representado. Esa presencia, cuya calidez en principio sólo capta Falo, que le corresponde, va invadiendo al resto de la familia y da lugar al final feliz del relato, cuya intención didáctica manifiesta sin tapujos el narrador en el penúltimo párrafo: «Así es la vida entre los que se quieren y atraviesan este valle de lágrimas juntos, unidas las manos para que no los disperse el viento del infortunio».

La elección de esos dos retratos como dibujos centrales evidencia el interés del ilustrador por subrayar, quizá, la belleza de una frente a la dureza de la otra, es decir, por reforzar mediante las imágenes el tema central de la historia: la capacidad para convivir en seres tan distintos.

Las ilustraciones de los otros seis cuentos, aparecidos en este período de dos años escasos en Madrid Cómico, se deben a Ramón Cilla, el más prolífico dentro de esta publicación, hasta el punto de que hay números dibujados solamente por él.

Así como se puede hablar de un estilo propio de Cilla en buena parte de su producción, ya hablemos de caricaturas, ya de sus «Historietas cómicas»11; no puede mantenerse esa afirmación al referirse a las viñetas concebidas desde estos relatos de Clarín, en los que la característica ironía contenida -a veces sorna, a veces evidente mala intención- en la tendencia al dibujo burlesco aparecerá sólo en algún relato, mientras para los demás elige adecuar la intención al tono derivado del relato, o a aquello contenido en el cuento que a él más impresiona, conmueve, interesa.

Ejemplo de lo antedicho son los tres relatos aparecidos en un único número de la revista («Desiderata», «La tara», «La contribución), en los que a la distinta temática contenida en el discurso textual corresponde una intencionalidad en la iconografía, que se observa más en la selección de personajes, episodios y manera de presentarlos que en lo referente al trazo, que no deja de ser el «limpio y elegante» característico de este dibujante. Son viñetas que se diferencian entre sí, sobre todo por la selección de episodios, por la creación de iconos que no representan lo expuesto en el texto, por la recreación de episodios connotados con enorme carga emotiva, cuando el relato así lo exige, mientras emergen rasgos grotescos en otros, y en los más una ironía que consigue que el lector sonría ante su certera observación.

Siguiendo un orden cronológico, el primero de los tres es «Desiderata. Cuentos del futuro. La fiesta de Campoamor»12.

Como bien señala Yvan Lissorgues en su presentación de este relato: «Desiderata es un sueño, la ficción de que se realiza lo deseado, es decir, que se celebra en Asturias "La Fiesta de Campoamor"» (Lissorgues 2001, p. 253). Se cuenta, pues, el viaje a Oviedo, acompañado de la «flor y nata de la aristocracia de la sangre, de la armonía, del talento y de la riqueza» (I, p. 254). Pues bien esto es exactamente lo que escoge Cilla para las tres viñetas que acompañan al cuento.

La primera, la de encabezamiento (Imagen 5), está compuesta por dos, una, situada en la esquina superior izquierda, en la que dibuja un tren en marcha, sin más añadidos. La otra, de mayor tamaño, es la que atrae la mirada del lector. En ella aparece un anciano (caracterizado por las abundantes patillas, vestido de viaje, con gorra de orejeras y manta a cuadros que le cubre las piernas) sumido en el sueño, pero sin perder la dignidad, visitado por un grupo de mujeres, jóvenes y hermosas, vestidas de maneras muy diversas, que lo contemplan arrobadas y que -de nuevo según Lissorgues- podría titularse «El sueño del poeta».

No hay en este dibujo asomo de ironía o búsqueda de elementos jocosos, al contrario, el plácido gesto del poeta dormido y las leves y cálidas sonrisas de las jóvenes que lo contemplan convierten a la viñeta en un homenaje de admiración y afecto a Campoamor, que es lo que el relato persigue, además de «aparecer como la oportuna promoción turística de los encantos del Principado», junto con una «sentida vibración de amor a la tierra» (Ib., p. 253) de Alas, intención que el ilustrador no recoge.

El mismo Lissorgues se encarga de poner nombre al grupo de caballeros que conforma la tercera y última viñeta (situada en la misma primera página de manera que las restantes no aparecen iluminadas): «[...] tres personajes principales en primer plano, Campoamor en medio, Cánovas a la izquierda y Núñez de Arce a la derecha, en segundo plano asoman las cabezas de Balart y tal vez la del erudito académico Sánchez Moguel» (Ib., p. 254). Poco hay que añadir, salvo que Cilla ha preferido no avanzar hacia la segunda parte del relato, en la que se relatan las febriles actividades llevadas a cabo, con un «ligero humor bonachón» y centrar su trabajo en la importante presencia del poeta y los prohombres que le acompañan.

Hay, pues, por parte del ilustrador una toma de posición en la que prima el respeto hacia la figura del poeta y eso es lo que pretende enfatizar al eliminar cualquier otra viñeta que, contagiada del tono humorístico -por muy bonachón que sea-, pudiese inducir a error al lector.

Frente a la subjetividad demostrada en la ilustración de «Desiderata», actúa Cilla en el caso de «La tara» de manera harto distinta, puesto que las cuatro viñetas que iluminan este relato responden a la mecánica más habitual, que es la de trasladar fielmente al dibujo los actos relatados en el texto. De hecho, la carga irónica que aparece en las pseudoacotaciones de este «Pasillo cómico» no se perciben en ninguna viñeta, si bien es cierto que la mayor carga irónica se dirige no a la acción relatada -un marido que da con el lugar en que se reúne su esposa con un amante, ella está escondida en un armario, el marido tras burlar la treta del amante, se lleva el armario, por el que el amante de su mujer tiene que pagar una considerable suma-, sino a la forma del discurso que no es otra que el remedo de una obra de teatro traducida del francés, de las muchas que se representaban con gran éxito de público en aquel momento.

Sirva como ejemplo de esta crítica, emboscada tras el tono bufo de la presentación, un tono que va aumentando a medida que transcurre la absurda situación y se llega a la cómica solución:

«Pasillo cómico. Efectivamente, el teatro representa un pasillo en una fonda. Una dama elegante, mince y frèle, que diría un traductor, envuelta en un manto, a ser posible misteriosamente, se detiene delante del cuarto número 13. Llama discretamente a la puerta con los ¡oh prosa! Nudillos de la mano derecha (derecha, no del espectador, sino de la tapada). Se abre la puerta, entra la dama y termina la primera escena, que como ustedes ven es muda. No se rompen moldes, ni siquiera un plato, a lo menos por ahora».


Como dato curioso, el desorden en la colocación de las viñetas que no se corresponde con el de la acción. En este caso un desorden buscado por el propio Cilla, ya que su conocimiento del medio periodístico y del efecto que las imágenes provocan en el receptor es -no me cabe duda- lo que le conduce a colocar como viñeta de encabezamiento, de tamaño muy superior a las restantes, aquella que recoge el episodio final, con todos los detalles, incluida una cara de satisfacción del marido burlado, y en ese momento burlador (Imagen 6).

Para «La contribución» ha elegido Clarín otra vez la forma teatral13, subtitulando «Tragicomedia en cuatro escenas» y adoptando la presentación física de este género, algo que se echa en falta en «La tara».

Una vez más, Cilla cambia su perspectiva y, además de aligerar a las viñetas de esa carga de tinta que las caracteriza, deja que la emoción y la indignación que, posiblemente, le provoca la historia relatada primero sobre cualquier otra posibilidad. Ello hace que se centre en la figura del padre del soldado, al que dedica dos de las tres viñetas que componen el conjunto.

La primera, la de encabezamiento (Imagen 7), recoge el final de esa primera escena, tan patética, en la que el soldado enfermo pierde el tren que le conduce a su pueblo, por culpa de la frialdad de las autoridades. El texto relata excelentemente los pormenores de este episodio, en los que se hace patente la compasión de los otros viajeros y de los empleados de la estación, frente a la implacable frialdad de las autoridades. Esta frialdad aparece simbolizada en el dibujo -creo yo- en la semisonrisa que aflora en la cara del jefe de estación que sostiene al enfermo, mientras el tren de aleja.

En las dos viñetas restantes la figura central es la del padre del soldado, al que Cilla ha dotado de largas melenas y barba, que le confieren una curiosa dignidad. Central es también esta figura en el decurso de la historia, personificando con su llanto y su protesta final esa crítica que recorre todo el texto. Centra el ilustrador en esa patética figura toda la compasión que el tema le sugiere, así como en la fiereza del gesto de la última viñeta asoma la indignación que, posiblemente, quiere contagiar al lector (Imagen 8).

Cotejadas las viñetas de estos tres relatos, se puede llegar a la conclusión de que bajo la aparente uniformidad que el estilo del ilustrador imprime a sus dibujos, se distingue un trabajo de interpretación del texto, un deseo de añadir una aportación personal que enriquezca la obra, mediante la suma de los dos puntos de vista: el del escritor y el del dibujante.

Uno de los mayores problemas con los que nos topamos a la hora de analizar las relaciones imágenes-textos es la falta de documentación (salvo casos excepcionales como Pereda) acerca de posibles relaciones entre ambos artistas durante y después de la publicación del trabajo y de las reacciones del escritor con respecto del resultado final.

Sabemos, y eso ya se ha comentado en este y otros trabajos, que Clarín era, en principio, poco amigo de las ilustraciones (aunque con el tiempo rebaje su enfrentamiento y termine por aceptarlas). Sabemos que entregaba su trabajo en el último momento de manera que era prácticamente imposible que mantuviera una relación directa con los ilustradores14. Sin embargo, y gracias a las cartas que le enviaba a Sinesio Delgado, el director de Madrid Cómico, sí conocemos algunas de las opiniones que le merecían los dos ilustradores que se ocupan de este grupo de relatos.

Con respecto a Mecachis, no conocemos su opinión sobre «Don Urbano» y «La trampa», pero sí sobre otros dibujos aparecidos unos días antes, los relativos a una fantasía literaria aparecida en el Almanaque de 1894. El título es «Piticoides. Sarampión campoamorino», y el comentario que le sugiere: «También me han gustado los monos (tres) que Mecachis ha puesto a mi sarampión, sobre todo el último mono» (Botrel 1997, p. 32).

Más numerosas son las citas a Ramón Cilla en su correspondencia con Delgado15, que coinciden casi todas con el período a que me vengo refiriendo, en algún caso con alusión directa a alguno de los relatos. Por mantener un orden cronológico comienzo con la primera cita, que aparece en carta sin fecha, pero que el profesor Jean- François Botrel sitúa en la primavera de 1892. En ella Clarín aconseja a Delgado que introduzca cambios en el semanario: «[...] sin abandonar el cebo de los versitos [...], ni menos los monos de Cilla que casi siempre tienen mucha gracia» (Ib., p. 29).

En febrero de 1894 comienza el envío de relatos con «Desiderata», pero no sabe aún quién se encargará de los dibujos así que escribe: «Se presta a llevar monos; pueden ir dibujando a Campoamor...» (Ib., p. 33). Ya en mayo aparece la primera felicitación directa: «Querido Sinesio: Dígale a Cilla que me gustaron mucho los dibujos del cura, sobre todo los del último número»; y más adelante ratifica esa complacencia en el trabajo señalando que le gustaría que «El cura de Vericueto» apareciera en un «tomito o folleto y entonces quisiera yo que, si puede ser, acompañasen al texto los dibujos de Cilla» (Ib., p. 34).

Una nueva muestra de respeto hacia el ilustrador aparece en enero del 95, cuando obviando la promesa de concentrar su trabajo en los relatos y no en los «paliques», envía uno en medio de la publicación del cuento «El Quin»; de paso sugiere nuevamente la necesidad de innovar el semanario para «diferenciarse más y más de estos anodinos Blancos y Negros» y añade: «Hasta Cilla con su lápiz, o lo que sea, podría ayudarnos en esto» (Ib., p. 36). A finales de este año 1895 anuncia a Delgado una serie de obritas, «comedias breves», en las que pide sea Cilla el encargado de «pintar las escenas como escenas» (Ib., p. 44).

Se observa, pues, que confía en la forma en que Cilla lleva a cabo su trabajo, bien como ilustrador de su obra, bien como creador de otro tipo de dibujos; por eso llama la atención -aun conociendo lo atrabiliario que podía llegar a ser con respecto a opinión sobre sus semejantes- la indignación que vibra en la protesta que eleva contra los caricaturistas tras ver una de Luis Taboada, debida al lápiz de Sancha:

«Tal vez el mismo Sancha me pinta a estas horas unas orejas que no son las mías, unos pómulos hiperbólicos, y unas ventanas de la nariz paradójicas.

Cilla, ese Cilla que hemos criado a nuestros pechos, y viceversa, siempre me ha tratado con ensañamiento.

¿Bajo qué día, le decía yo, hablando como Ladevese, bajo qué día me ve usted, Zoilo de las facciones, que así me desfigura?».


(Madrid Cómico, 28 de octubre de 1899)                


Volvemos a encontrar el nombre de Cilla citado junto a otros ilustradores en el artículo de Madrid Cómico en el que se felicita de que, tras el paso de Jacinto Benavente por la dirección de semanario, vuelva Sinesio Delgado a hacerse cargo de la misma, así en la nueva etapa habrá dibujos

«[...] de aquellos que lindan con la literatura y le sirven de complemento. El dibujo-idea es nuestro lema [...] en materia de monos [...]: A Dios gracias, la caricatura intencionada y sugestiva, de estilo y manera, hoy florece en España con no poco esplendor, dígase lo que se quiera, y ya lo probarán en estas hojas artísticas como nuestro Cilla, el genial Apeles Mestres, el originalísimo Leal da Cámara, el personalísimo Sancha, el maestro Pellicer, el muy agudo Moya, con Rojas, Poveda y otros señores de Cataluña y Andalucía»16.


(«Resurrección», 7 octubre 1899)                


Además de estas alusiones al ilustrador que se ha hecho cargo del mayor número de relatos suyo publicado en Madrid Cómico, gracias a las cartas enviadas al director podemos seguir el proceso de redacción de los relatos aparecidos en entregas y conocer de primera mano cómo llevaba a cabo el proceso de «puesta en página» de una obra periodística17, que, en resumen, consistía en enviar cuartillas escritas a mano, que los copistas a veces tenía que interpretar, dada su complicada caligrafía y cuyas pruebas él no podía corregir, dada la premura de tiempo18.

De las tres narraciones aparecidas por entregas e ilustradas por Cilla la primera y más larga es «El cura de Vericueto», que ocupa ocho entregas no consecutivas, desde el 14 de abril al 22 de diciembre de 1894. Al margen de los comentarios sobre el acierto del ilustrador con respecto del protagonista, en carta fechada en el mes de mayo (comentada más arriba), es decir, cuando ya han aparecido dos entregas, afirma que el meollo del argumento todavía no aparecido, con lo que está asegurándose una larga extensión. Pero no sólo tarda eso, también algunos elementos importantes en el desarrollo de la trama, de cuya existencia no se informa hasta bien avanzada la historia.

Esto da lugar a que se pueda comprobar cómo efectivamente Cilla iba trabajando a medida que se le entregaban las cuartillas, sin saber a ciencia cierta qué sucedería a continuación. El ejemplo más evidente aparece en la tercera viñeta de la primera entrega, en que el dibujante esboza la panorámica de Vericueto, el pueblo hacia el que se encaminan el narrador y su amigo Higadillos, el «poeta» compositor de los versos con que comienza la historia y hacen referencia a la fama de usurero del cura. Así describe el narrador y así lo recibe el ilustrador y pone manos a la obra: «[...] emprendimos la marcha, que fue toda cuesta arriba, pues era Vericueto lugar muy bien pintado por su nombre, porque si os queréis figurar una montaña muy peliaguda, como una gran torre, podéis decir que Vericueto ocupaba el campanario».

Pero en el comienzo de la segunda entrega, en el que la descripción se hace desde un lugar más cercano, aparece un elemento del que no tenemos noticia en el dibujo de la entrega anterior, es la Muela, «berrueco inmenso que amenaza desplomarse sobre la diseminada tropa y aplastar todas las viviendas». Hay que esperar hasta la cuarta entrega para que Cilla dibuje esta terrible y amenazadora mole que tantos problemas acarrea en el pueblo.

El olvido, pues, no es tal, sino que Cilla no supo, hasta después de publicado el dibujo, que le faltaba un elemento importante. Otro ejemplo de lo que significa dibujar a la par que de reciben las entregas es el cambio de fisonomía a que se somete al cura. Y ello se debe no sólo a que en las entregas finales se produce una analepsis que obliga a rejuvenecer al cura, sino también al profundo cambio que se produce en la percepción de la índole del cura.

De las 27 viñetas con que cuenta el relato, 14 tienen como personaje central al cura; el resto son viñetas que reproducen el lento avance de la historia, con bastante acierto en lo referente a escoger elementos ilustrables que coadyuven en la creación de ese ambiente sórdido que caracteriza la casa del cura y, por ende, sus actividades. Así la visión de los «futuros Ifigenios del mondongo» entrando y saliendo de la alcoba, el mercado a que acude, el grupo de jugadores o el de los tertulianos. Pero donde realmente se observa una atención especial a lo relatado es en la evolución que sufre la figura del cura a lo largo de esas 14 apariciones, a la vez que permite observar ciertas rectificaciones, derivadas, posiblemente, de la propia evolución a que se somete la figura del cura.

Me explico, hasta la entrega quinta, que aparece señalada por el autor como la «Segunda Parte», la imagen que se proyecta del cura, en texto e iconos, y a pesar de las sospechas que despierta en el narrador, es la de un ser materialista, adocenado, vulgar. Desde el momento en que toma la palabra a través de la transcripción de su testamento, comienza a transformarse en una persona acuciada por un agudo sentido de culpa y del honor que le obliga a aparentar lo que no es para conseguir su objetivo.

Sobre la base de esta evolución, que Cilla desconoce cuando comienza a dibujar, se produce esa transformación de la figura. La primera viñeta es un retrato en el que sólo se ve la cabeza (Figura 9), quizá ello se deba al énfasis puesto por el narrador en la descripción de la misma:

«Era una gran masa de carne surcada por arrugas expresivas, regueros por donde corría la malicia, que tenía sus manantiales en los ojos pequeños, agudos, picarescos, llenos de chispas. La cara del cura de Vericueto no era un cliché de la fisionomía del avaro, era un misterio complicado en que no había de seguro más que la malicia, la astucia... y un no se sabía qué de bondad, de honradez latente arraigada en el espíritu».


Una magnífica descripción, que adelanta un aspecto importante del relato y que el ilustrador acierta a recoger en esta primera imagen que ofrece, mientras en las siguientes tenderá a ofrecer una visión satírica del cura de aldea, que culmina en la segunda viñeta de la sexta entrega, en que lo hace caballero de un asno y cubierto por un enorme paraguas.

Siempre que el cura aparece en alguna de sus actividades relacionadas con su oficio, su afición (es jugador de cartas empedernido), y su comercio, la imagen aparece dotada de rasgos que buscan la caricatura, en función de la visión satírica que ofrece de momento el relato. Otra cosa será cuando las viñetas reflejen al verdadero hombre, al que el lector conocerá a través de su testamento-confesión.

Cilla acomete esta parte segunda del relato con una gran viñeta de encabezamiento en que reproduce el interior de la alcoba donde el cura se dispone a escribir su testamento. Los rasgos físicos son los del primer retrato, pero se han aligerado de elementos que le afean. Por otro lado, el dormitorio aparece de una sencillez, austeridad y limpieza que no tiene nada que ver con la primera impresión que producen tanto la descripción literaria del cuarto, en la que prima la sensación de suciedad y desorden, como la gráfica, con los cerdos corriendo hacia la puerta, mientras Higadillos sujeta la cortina que hace de puerta y el narrador crispa la espalda ante semejante espectáculo.

En las tres últimas entregas el cura aparece solo en cinco viñetas, en el resto - sólo dos- aparece en grupo, con unos rasgos distintos, que responden, sin duda, a la necesidad de señalar el paso del tiempo. En cuanto a aquellas en que está solo aparece siempre llevando a cabo aquellas actividades que explican y definen su realidad: Como hombre joven que sueña con dinero y naipes en la sexta entrega, en uno de los pocos interiores que cuentan con cuidados elementos de decoración, que producen una impresión de orden, de limpieza, y de bienestar económico (Imagen 10). Rezando de rodillas ante un reclinatorio, en la entrega séptima, con rasgos más cercanos a los de la viñeta anterior. La única en la que el gesto expresa dolor, contrición, y que no parece guardar relación con las vistas hasta ahora, y la última, la de encabezamiento en la octava entrega que responde a la explicación que él nos da del final de su vida: «[...] mis delicias, mi consuelo mayor, acabé por encontrarlos en mi huerto, en las berzas particularmente». La verdad es que el gesto con que Cilla retrata al cura no es demasiado placentero, pero el desaliño indumentario y la postura -apoyado en un bastón- además de la delgadez que contrasta con las formas rotundas de los primeros retratos hablan de un bienestar interno o, mejor dicho, de una indiferencia hacia lo que no sea aquello que le rodea (Imagen 11).

En general, en esta obra, Cilla esmera su pluma en las viñetas de encabezamiento, dejando para las inscritas en las páginas posteriores detalles menores que responden fielmente a lo relatado en el texto literario. Llama la atención la muy frecuente presencia del narrador -hasta en siete viñetas- y los retratos, sobre todo el del ama del cura, una figura menor, apenas citada, pero que le sirve de excusa al dibujante para hacer un retrato de corte costumbrista, aderezando a la mujer con el supuesto atavío propio de su región.

«El Quin» consta de tres entregas y contiene un total de 13 viñetas. Es la «historia verídica» de un «perro de lanas», algo filósofo, cuya vida discurre en constante persecución del amor: «Él deseaba ser querido, halagado por el hombre, porque su naturaleza le pedía este cariño...». Pero la experiencia le enseñará que eso no es de fácil consecución; pasará por varios años que no dudan en abandonarle por diversos motivos, para finalmente que dar completamente solo.

El cuento no es fácilmente ilustrable, no ofrece demasiados elementos que inciten la imaginación y eso es lo que se observa en unas viñetas que se limitan a seguir la historia, a presentar a los distintos amos, a los distintos perros con los que el Quin se relaciona. Cilla hace aparecer al protagonista en todas las viñetas salvo en una, la de encabezamiento de la tercera entrega, cuando el último amo prefiere a un fiero mastín antes que a su fiel perro de lanas.

No tienen estas viñetas mayor importancia, ni presentan caracteres que permitan hablar de una interpretación por parte del ilustrador, que se ha limitado a iluminar los diversos episodios de la vida del Quin, a medida que se va contando. Quizá como dato sobresaliente, la evolución del aspecto físico, a medida que cambia de amo. Del perrito de lanas mimado por una dama, al abandonado del final hay un cambio físico que recogen las viñetas (Imagen 12).

«El caballero de la mesa redonda» apareció en Madrid Cómico en cinco entregas, entre el 17 de agosto y el 5 de octubre de 189519. Se trata de un cuento «de balneario» a que tan aficionado era Clarín cuando buscaba tratar determinados temas en un ambiente melancólico que propicia la presentación de retratos cargados de humanidad, pero casi siempre tendentes a la sátira. En este caso, los temas centrales son el paso del tiempo, los cambios que el mismo imponen al hombre (simbolizados en ese contraste entre la vida en el balneario en verano y en otoño), y la llegada de la muerte. Todo ello en un ambiente que se acerca al esperpento, no sólo por el tipo de personajes que pueblan el lugar, sino por los episodios que se narran como representativos de ese tipo de vida.

Muy inteligentemente, dedica las dos primeras entregas y partes de las seis en que se divide el relato a ofrecer una visión del balneario y de su ambiente, mejor dicho, sus ambientes, ya que las estaciones del año introducen en la marcha del establecimiento termal una manera distinta de afrontar el hastío que caracteriza las estancias en esos lugares. Aprovecha Clarín estas dos entregas para cargar las tintas en los rasgos más ridículos y exagerados de los personajes que ocupan estos espacios y, de paso, prepara el ambiente para la llegada del personaje central: D. Mamerto Anchóriz.

Este hace su aparición en la tercera entrega, la cual se dedica sólo y exclusivamente a ofrecer un completo retrato del personaje, de su forma de vida y, sobre todo, de su talante egoísta, que le lleva a vivir a costa de los demás, sea materialmente, sea usándolos para su propio provecho, lo que se va a convertir en el eje en torno al cual gire el resto de la historia.

Esta retoma la acción en la parte V, situada hacia la mitad de la cuarta entrega, en la que tras trabar amistad -mejor dicho: coquetear- con la única mujer que se atreve, junto con su marido, menospreciar la absoluta admiración que los demás bañistas profesan a D. Mamerto, recibirá con harta sorpresa y harta complacencia los cuidados que ella le brinda con ocasión de una larga y penosa enfermedad, durante la cual se descubren los artificios a que el galán se somete para aparentar una edad que no tiene. La llegada de la muerte le va a sorprender acompañado y consolado por esa ridícula mujer. Un momento relatado con un tono carente ya de toda la sátira que preside el resto del relato.

El texto gráfico dibujado por Cilla consta de 18 viñetas repartidas, según tipología en seis retratos de diversos personajes y doce escenas que recogen momentos significativos o cargaos de expresividad.

De los seis retratos, tres son de cuerpo entero y pertenecen a tres personajes creados para conformar ese esperpéntico ambiente, entre tedioso y carente de belleza, del balneario. Los tres reproducen con fidelidad lo descrito en el texto literario, y consiguen el efecto buscado por el narrador tanto en el retrato del arpista («de larga melena y levita raída, que pasaba los dedos flacos y sucios por las cuerdas del arpa») (Imagen 13), pero sobre todo en el de D.ª Gerontocomía, que retratada en el momento de pasar, recogiéndose las faldas, sobre el suelo mojado consigue situar el relato en su justo término y preparar al lector para lo por venir.

El tercer retrato carece de rasgos deformantes, pertenece a un hombre joven y su colocación, así como que la descripción del mismo cierra la primera entrega, podría hacer sospechar al lector que se encuentra ante el personaje principal.

Los otros tres retratos aparecen en la segunda página de la entrega segunda; de pequeño tamaño, sólo la parte superior del cuerpo retratan con rasgos convencionales a dos personajes masculinos secundarios; más importante es el retrato de la pareja formada por el fiscal y su mujer, en el que aparecen los mismos rasgos caricaturescos vistos en el arpista y la anciana. Está claro que Cilla ha hecho una selección meditada de qué es lo que se busca subrayar en la historia y concibe a sus personajes al dictado de lo que el texto sugiere.

El resto de las viñetas recogen momentos puntuales de la narración, aquellos que parecen más sugerentes e ilustrables. Los más interesantes, desde la perspectiva de la interpretación del ilustrador, son las cuatro viñetas de encabezamiento de las cuatro últimas entregas, y no sólo por corresponder a momentos importantes de la narración, sino por la fuerza y expresividad con que están resueltos. Esa búsqueda de expresividad explica por qué entre las dos «atrocidades» cometidas por el joven silencioso en sus estancias en el balneario se elige la de la entrada en el comedor montado a caballo. La forma en que el texto relata este episodio es un magnífico ejemplo de economía de lenguaje en función de subrayar la miseria humana que la historia está mostrando:

«-El médico me ha mandado mirar correr el agua, y distraerme. He visto correr las cataratas del Niágara... y como si fuesen un surtidor... nada. Voy a ver si distrayéndome... voy a hacer también alguna atrocidad. ¡Este hígado!

Y, en efecto, se fue a la cuadra, montó otra vez en su caballo, pico espuela... y se metió en el comedor de la fonda, saludando muy serio a los presentes.

[...] La broma produjo bastante impresión [...] en fin, todo fue como se pedía: el joven del hígado enfermo, que en vano había visitado el Niágara, mejoró; recibió cordiales felicitaciones [...]. Sin embargo algunos envidiosos comenzaron a murmurar diciendo que aquello no era completamente original».


La triunfal entrada de D. Mamerto acogido casi con vítores por los bañistas permite a Cilla trazar un excelente retrato de cuerpo entero del personaje, absolutamente ajustado al texto literario, mientras asoman rasgos caricaturescos en algunos de los personajes secundarios. La pareja de baile formada por D. Mamerto y la fiscala (por cierto, en el colmo de la caricaturización, carente de nombre), cuy expresividad radica en el contraste entre la apostura de él, sus bellos rasgos y el gesto de complacencia, frente a la fealdad de ella y su evidente rigidez física, y por ende, moral. Todo ello complementado con la sonrisa maliciosa de los personajes situados en segundo plano (Imagen 14).

Y, desde luego, la viñeta que encabeza la última entrega, aquella que relata la última noche de la vida de D. Mamerto. Aquí Cilla ha preferido mantener los elementos caricaturescos, burlones y jocosos presentes en las dos figuras a deslizarse hacia el tono compasivo y tierno usado por el narrador al final del relato. Carga las tintas ya no sólo en la fealdad de la mujer (a la que añade la del otrora apuesto hombre), sino el aspecto y gesto ridículo con que esperpénticamente la ha descrito el narrador: «Anchóriz... ahora veía, soñando, delirando, tal vez, que de la oscuridad [...] surgía un fantasma anguloso, flaco, la muerte con una cofia, figura de danza macabra» (Imagen 15).

Conclusiones.- Se trata de un conjunto de relatos muy interesantes de Leopoldo Alas, Clarín, publicado en el semanario Madrid Cómico, entre febrero de 1894 y enero de 1896. Los relatos responden, dentro de la narrativa breve del escritor a dos tipos caracterizados por su extensión. Todos ellos, salvo «El caballero de la mesa redonda» son inéditos y serán luego recogidos en el volumen Cuentos morales (1896), salvo el primero «Desiderata», que no se reedita y el último, «La Contribución» que lo hace en Siglo pasado (1901). En la segunda publicación ya no aparecerán las ilustraciones.

Estas están elaboradas para esta publicación, por la mano de dos de los colaboradores frecuentes, Mecachis y Ramón Cilla. Ambos han pasado a la historia de la ilustración como representantes del dibujo satírico y humorístico, sobre todo el segundo, al que se debe un tipo de retrato caricaturesco muy especial consistente en una figura de gran cabeza, mientras el resto que cuerpo casi es diminuto (por lo que se dio en llamarlas «quisquillas»). Se trata de retratos naturalistas en que se captan muy bien los rasgos definidores de cada personaje.

El trabajo realizado por ambos para estos relatos de Clarín no deja de estar mediatizado, tanto por el estilo personal de cada uno como por la publicación a que iba destinado, Madrid Cómico, un «periódico festivo ilustrado, [que] sólo pretendía entretener y divertir, con un humor fácil y huyendo de cualquier postura comprometida, tanto en el terreno ideológico como estético» (Celma Valero: 1991: 21), pero ello no implica el que cada uno se acerque a los relatos y, desde la fidelidad debida al texto literario -que constituía norma en esa época-, emerja la sensibilidad de cada uno, su peculiar percepción de lo expuesto en la narración y de la intencionalidad que los textos. De ahí que, aun cuando la estética del semanario -marcado en buena medida por el tipo de papel y de tinta- parece imprimir una pátina igualatoria, contemplados con atención se observan diferencias de estilo, no sólo de uno a otro dibujante, sino también dentro del trabajo de cada uno de ellos20.






Referencias bibliográficas

  • ALAS, Leopoldo: «Último Palique», Madrid Cómico (18 de junio), en Carlos Dorado (ed.), Leopoldo Alas «Clarín», Paliques, Madrid, Hemeroteca Municipal de Madrid, 1892, p. 379.
  • ——, «Resurrección», Madrid Cómico, 7 de octubre de 1899.
  • ——, «Palique», 28 de octubre de 1899.
  • BOTREL, Jean-François: «Clarín y el Madrid Cómico: Historia de una colaboración (1883-1901), en Clarín y La Regenta en su tiempo. Actas del Simposio Internacional, Oviedo, Universidad, 1987, pp. 3-24.
  • ——, «71 cartas de Leopoldo Alas «Clarín» a Sinesio Delgado, director de Madrid Cómico (y seis de Manuel del Palacio). Boletín del Real Instituto de Estudios Asturianos, 149 (enero-junio 1997), pp. 7-53.
  • CASADO CIMIANO, Pedro: Diccionario biográfico de ilustradores españoles del Siglo XIX, Madrid, Ollero y Ramos, 2006.
  • CELMA VALERO, María Pilar: Literatura y periodismo en las revistas de Fin de Siglo, Gijón, Júcar, 1991.
  • Colección ABC. El efecto iceberg. Dibujo e ilustración españoles entre dos fines de Siglo, Madrid, TF Editores, 2010.
  • LISSORGUES, Yvan: «La fiesta de Campoamor (Un himno a Asturias). Desiderata. Un 'cuento de futuro' olvidado de Clarín», en Clarín y su tiempo. Exposición conmemorativa del centenario de la muerte de Leopoldo Alas (1901-2001), Oviedo, Cajamar, Fundación Ramón Areces, 2001, pp. 253-255.
  • ——, «La producción periodística de Leopoldo Alas, Clarín (1868-1901)», en Leopoldo Alas, Obras Completas, VII, Oviedo, 2004, pp. 7-57.
  • RAMOS, José R.: «Cilla, el viejo maestro de la caricatura», Estampa, Madrid, 28 de septiembre de 1935.
  • RICHMOND, Carolyn: Leopoldo Alas, Clarín. Obras Completas, III. Narrativa Breve, Nobel, Oviedo, 2003, pp. 9-81.
  • SÁNCHEZ VIGIL, Juan Miguel: Revistas ilustradas en España. Del Romanticismo a la Guerra Civil, Gijón, Trea, 2008.



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