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Zola.- La Terre



- I -

Después de leer la última página de La Tierra, de Zola, quedó mi espíritu, este pobre espíritu de que hoy no se atreven a hablar muchos, por vergüenza, dulce y tristemente impresionado. Eso que podría llamarse lo bello doloroso, fecundo fermento formado con miles de esperanzas e ilusiones disueltas, podridas, germen de una vaga aspiración humilde, en mi sentir cristiana, a lo menos cristiana según el cristianismo de la agonía sublime de la cruz; esa tristeza estética, eterno dilettantismo de las almas hondamente religiosas, era el último y más fuerte aroma que se desprendía de aquel libro, tan insultado por ese terrible término medio de la inteligencia y de la moralidad, que jamás perdonaría a la Magdalena ni jamás dejaría la capa a la mujer de   —48→   Putifar. Yo creo sinceramente que un alma buena no puede ver, en las libertades de lenguaje de Zola, la especulación del miserable que comercia con la lujuria literaria del mundo. Podrá haber en tal prurito una aberración, algo enfermiza si se quiere, una gran exageración romántica, una de esas exaltaciones nerviosas en que la ilusión nos lleva al extremo de querer vivir sub specie æternitatis, no sometidos a las condiciones accidentales de nuestro tiempo, coetáneos sólo de los espíritus nobles, agudos y fuertes; ilusión semejante a la de esos simpáticos soñadores políticos que quieren vivir bajo el imperio de un abstracto derecho natural, tan puro como aéreo, tan imposible como impalpable: lo que yo no creo que haya en Zola es un sarcasmo sangriento y lucrativo, fríamente calculado, mediante el cual demostrara el escritor que llaman, y a veces se llama, pesimista, que el mundo es efectivamente tan malo que compre por cientos de millares los libros que le escandalizan, y a cuyo autor apedrea con insultos y calumnias. Lo que debe de haber en esto es lo que acabo de indicar: el afán de escribir para todos los tiempos y para ninguno, para lectores ideales ante cuyos sentidos y potencias todo en la naturaleza sea santo, por ser todo igualmente digno, sea bueno, sea malo, parezca feo o parezca hermoso. Lo cierto es que en los libros de Zola el instinto afrodítico es un deus ex machina, pero no una delectación   —49→   voluptuosa: se parecen tanto a una tentación de lascivia como puede parecerse una clínica de enfermedades secretas. Sin embargo, en este punto nadie puede responder más que de sí propio: se han visto tales aberraciones en esta materia, que bien puede ser que algunos de esos críticos que tanto se escandalizan se hayan sentido sobrexcitados a deshora con las brutalidades de Buteau o las abominaciones de Nana; porque es evidente que en los mismos hospitales hay casos de repugnante desenfreno, y no faltan ejemplos de actos bochornosos en que fue la víctima un cadáver. De todo hay en la naturaleza y en las letras contemporáneas6...

La última impresión que me dejó La Tierra, decía, era de una tristeza que en sí misma lleva una especie de consuelo tenue, pero muy dulce a su modo; sentimiento incompatible con el recuerdo vivo y excitante de toda sugestión pornográfica. Se comprende que la abadesa de Jouarre y su amante hablen de amor a las puertas de la muerte; pero no se comprendería que se deleitasen con obscenidades.   —50→   Francisca de Rímini y Paolo, arrastrados por la buffera infernal, siguen amándose en apretado abrazo; pero no se dice que gocen con lasciva complacencia. El que vaya a buscar a La Tierra argumento para deliquios bochornosos, no digo que no pueda encontrarlos; pero el lector sereno, atento y de buenas costumbres, y con un poco de corazón y con alguna idea en el cerebro, que ingenuamente se deje llevar por el autor a la impresión final y suprema a que naturalmente conduce el libro, ese estará, al terminarlo, a cien leguas de todo pensamiento lúbrico...

En todo caso, podrá ser un defecto de Zola, extremado en La Tierra, esa excesiva desnudez, esa franqueza ultraparadisíaca; pero también hay exageración en achacar a esa debilidad tanta importancia que se llegue a hablar, como M. Brunetiere, de «la bancarrota, del naturalismo». Lo principal del naturalismo de M. Zola, que es del que se trata, son sus novelas, y estas gozan de perfecta salud y de no menos sano crédito; llevan consigo una virtud que las hace superiores a todos los ataques de una crítica parcial y estrecha, y a los extravíos del propio espíritu sectario: esa virtud es el grandísimo ingenio del novelista, que sale triunfante de las asechanzas de sus enemigos y de las más temibles de sus propias aberraciones.

Hoy se escribe mucho; hoy, muchos autores notables,   —51→   de gran talento, es más, hasta las medianías, toman cierto aire de eminencias, gracias al adelanto común, a esas ventajas que Hæckel llamaría filogénicas, no ontogénicas; perfecciones debidas a la selección, méritos de la masa social, méritos de esa gran casualidad, si lo es, que se llama el progreso. Y distinguirse entre tantos hombres que se distinguen, ser eminencia entre tantas eminencias, es algo más que ser el ciprés del clásico, y aún más que el cedro del Líbano: para llegar a tanto hace falta llamarse Washingtonia. Zola ha ido conquistando, si no adeptos, admiradores, no por sus teorías, sino en gran parte a pesar de sus teorías. No hay gloria mayor. Así ha sido la de Víctor Hugo: sus grandes obras han servido de hipoteca al crédito de sus doctrinas. Entre nosotros, en esta España de Quintana, no se comprendería siquiera la teoría del verso-prosa si Campoamor sólo tuviera en su favor sus luminosas paradojas y antítesis, y no sus hermosos poemas. No quiero hablar de lo que ha ido ganando el autor de La Terre en el ánimo de sus enemigos franceses y de otros países: quiero concretarme a España. Es posible que Cánovas siga aborreciéndole o despreciándole sin leerle; pero yo sé de muchos críticos que hoy le reconocen un valor que antes le regateaban. González Serrano dice de él: «¡Es mucho hombre!», y se queda pensativo recordando muchas bellezas profundas, grandes de veras. Menéndez   —52→   y Pelayo ya no le trata con tanto desdén como algún día; y aunque insiste, con razón en parte, en negarle el caudal de conocimientos necesarios para ser un innovador en arte, no creo que le niegue dotes superiores de novelista... Valera, el maestro Valera, cuyas palabras todas yo peso y mido, no quedando contento si tengo que seguir pensando como él no piensa; el insigne Valera ya lee a Zola y le ha reconocido implícitamente algo de lo mucho que vale, parte de la importancia que tiene, si bien se obstina en cierta oposición radical a sus doctrinas y procedimientos, que yo no acabo de explicarme en nuestro gran crítico artista. Para mí, esta cuestión del talento de Valera negando el paso a Zola, es como para Bossuet la cuestión de la gracia y el libre albedrío, y para mis adentros resuelvo yo mi problema como Bossuet el suyo: estoy seguro del talento, siempre presente, de Valera, y seguro del mérito excepcional de Zola como novelista y en parte como crítico o, mejor, como reformista. De todas suertes, Valera ya ve en el escritor naturalista mucho más que veía hace años... cuando no lo había leído. Hasta Cañete, que a última hora se ha enterado de los libros de crítica de Zola, declara que, en efecto, hay allí mucho que aprender, y le cita como autoridad a cada paso. Por cierto que este Sr. Cañete, que a lo menos es leal, hace con los hombres a quienes va reconociendo mérito,   —53→   a pesar de tenerlos por inmorales, lo que hizo Dios con Adán: lo saca del barro. De barro hizo Dios al primer hombre, y del cieno del lodo de sus metáforas y alegorías palustres saca el buen Cañete a Zola y sacó antes a Echegaray (para volver a zabullirle)...7 Hacen mal los críticos, y mucho peor los novelistas, que no leen al autor de Germinal (con atención y en francés, por supuesto), porque todos ellos podrían8 aprender mucho; por ejemplo, los unos a juzgar y los otros a dejarse juzgar, haciendo más justicia a críticos y autores respectivamente.

Lo digo con entera franqueza: para mí los franceses que no reconocen hoy en Zola un novelista superior, con mucho, a todos los demás que le ponen en parangón, cometen la misma injusticia, o, mejor diré, tienen la misma ceguera que cuantos, al hablar de oradores españoles contemporáneos, mezclan a Castelar con los demás, lo barajan con ellos. Castelar es un orador... aparte, de otro modo que los demás grandes oradores de nuestra tierra: Zola es mucho más novelista, mucho más hombre que Daudet, Goncourt, Bourget, Maupassant, etc., etcétera; es otra cosa.

Por casualidad leía yo, días pasados, una revista francesa del año cincuenta y tantos, y allí se hablaba   —54→   de una de las primeras obras de Emilio Zola. ¡Qué extraño efecto me produjo una profecía sembrada al correr de la pluma, sin que el crítico le diera importancia, tal vez a guisa de tópico encomiástico, de que el tal profeta no se acordará acaso, si vive! Zola está cumpliendo todo lo que allí se anunciaba: la garra del león asomaba ya entonces, y el crítico la había visto, o por benevolencia la había adivinado. Las cualidades que en ese artículo y otros de aquellos tiempos que he leído referentes a otros ensayos de Zola, se descubrían en el novel escritor, siempre eran la fuerza, la originalidad, la valentía; tres ideas que de un modo u otro se juntan con la idea de creación. La fuerza, esa diosa de Spencer, ese misterio de todas las filosofías naturales, ese modo de llamar al gran impulso desconocido, tiene tan importante papel en el arte como en cosmología. Sí: los artistas a quienes llamamos fuertes son los mejores, los que crean. Zola es de esta raza: eso que llaman ya todos su fuerza, triunfa de muchas cosas: de sus enemigos, de sus abstracciones sistemáticas, verdaderas trabas de su genio, que le han atado ya con ligaduras tan importunas como la famosa historia natural y social de una familia bajo el segundo Imperio.

A Zola, que es un soñador en el fondo, y casi podría decirse un desterrado de lo ideal, si no pareciese rebuscada la frase; a Zola, alma sincera ante   —55→   todo, le sorprendió y deslumbró un tanto la luz de la verdad que arrojó sobre todos nosotros lo que se llama la ciencia moderna, con sus tendencias... digámoslas positivas, grosso modo. En Zola, al lado de esa sinceridad y amor serio a lo cierto, no había esa levadura de germanismo ni la otra de antiguo humanismo, que es acaso lo que Menéndez y Pelayo echa de menos cuando habla de la ignorancia del autor naturalista. Y, valga la verdad: estas ausencias, si por un lado le libraban de las incertidumbres y del quietismo de un Amiel, de las nebulosidades y podría decirse hipocresías inconscientes de tantos y tantos idealistas trasnochados, y le libraron, sobre todo, del pedantismo filosófico y literario, de los miedos ridículos, de los convencionales y oficialescos cánones estéticos, por otro lado precipitaron su concepción artística, haciéndole contraer excesiva solidaridad para su naturalismo con uno de los aspectos menos amplios y eficaces del llamado positivismo. Sí, hay que confesarlo: de esto se resienten principalmente sus doctrinas y lo que de ellas, en lo fundamental, aprovecha para su obra. Pero también es verdad que, tanto en la crítica como en la poesía de Zola, el que quiera ser justo y ver claro tiene que distinguir tres elementos: el genio creador con singulares dotes, con originalidad y novedad evidentes; la doctrina propia de ese genio en sus rasgos esenciales; y, por último, la influencia   —56→   de las teorías positivistas francesas en la obra y en la crítica de este escritor insigne.




- II -

No es esta ocasión, ni tengo yo ahora tiempo, para emprender estudio semejante: no hago más que apuntar lo que para él me parece necesario, lo que tal vez ensaye algún día, y lo que, sobre todo, en mi opinión, deben tener presente los que se atrevan con tamaña materia crítica.

Es preciso, por ahora, volver a La Terre y no salir más, en estas consideraciones, de lo que sugiere este libro.

La tierra de que habla el poeta es la que nos da de comer primero, y nos come después. La novela o poema, si así quieren llamarlo, comienza por la sementera y acaba en el cementerio. El hombre araña la tierra, siembra el grano, recoge el fruto, vive de esta substancia, repite con perpetua monotonía las mismas operaciones unos cuantos años, y al cabo la fatiga le rinde, cae en el surco, para él más hondo, como semilla que no ha de resucitar espigando sobre los campos reverdecidos. Tal vez todo eso es triste; tal vez, mirándolo bien, no lo sea; pero, de todas suertes, es así.

Pero antes del último trance hay que luchar   —57→   para tener lo que llamamos el derecho de ser quien siembra y quien recoge. Además de la poesía más o menos melancólica, según se mire, de esta monótona faena del sembrar y recoger para acabar por morir y ser enterrado, hay la prosa, seguramente aburrida, del registro de la propiedad, la hipoteca, la inscripción, el título, la escritura, el tabelión y el Azzecagarbugli. ¡El mismo campo que puede ser teatro del idilio y la égloga, figura en el empolvado archivo del Registro, descrito por sus límites y cabida! Y ¡qué más!, la misma égloga clásica de Virgilio comienza inspirándose en motivos de prosa pura, cantando agradecida al que aseguró a Titiro su derecho de propiedad sobre los campos en que apacienta su ganado:


[...] deus nobis hæc otia fecit.
[...]
Hic mihi responsum primus dedit ille petenti.
«Pascite, ut ante, boves, pueri; submittite tauros».



Los que encuentran poco poéticos a los aldeanos de Zola, recuerden que este mismo Titiro, modelo de pastores ideales, se alegra de haber sido abandonado por Galatea porque mientras fue suyo no tenía libertad... ni dinero:


[...] dum me Galatea tenebat,
Nec spes libertatis erat, nec cura peculi.
Quamvis multa meis exiret vict ma septis.
Pinguis et ingratæ premeretur caseus urbi,
Non unquam gravis ære domum mihi dextra redibat.



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Dice que en vano de sus establos salían numerosas víctimas; en vano para una ingrata ciudad fabricaba los mejores quesos; siempre se volvía a casa con las manos vacías, sin un cuarto.

Estas y otras9 realidades se encuentran en la primera égloga del mantuano; y si leemos el que es tal vez su mejor poema, Las Geórgicas, veremos que la inspiración constante de aquella poesía tan sincera, notable y sensible es la Naturaleza útil. Pero Las Geórgicas son un poema campestre... sin hombres: no hay allí una fábula humana a la que sirva de marco o de fondo la verdura de prados y bosques. Por eso acaso es apacible, suave; por eso conforta como una meditación tranquila en las soledades de un retiro. La Terre de Zola es el campo... más el hombre...; la vermine, como él dice tantas veces. La tierra más el gusano, la tierra más la propiedad: y la propiedad es el drama de la tierra. Estos aldeanos de Zola, estos Fouan, la Grande, Buteau, parecen verdaderos autóctonos: se diría que tienen todos un aire de familia con el mismo terruño pardo. Si en otros siglos serían siervos de la gleba por la fuerza, ahora lo son por la codicia. No basta decir la codicia: es una codicia que toma tornasoles de amor y de manía; una codicia vegetativa que acerca las almas de estos seres a la condición sedentaria de las plantas. Son lombrices de tierra; son como esos pobres sapos que confundimos con el piso fangoso   —59→   y negruzco, de cuya substancia parece que acaban de nacer cuando saltan a nuestro paso.

De amor y tierra, de lo que se hacen los hombres, de lo que Dios hizo a Adán, según la hermosa tradición asiria, hizo Zola esta novela en que, si tal vez el dolor humano calza demasiado alto coturno para realzar su valor trágico, la verdad de la pena irremediable se revela en ayes auténticos, de cuya autenticidad responde el timbre, que no cabe falsificar, de las entrañas que vibran desgarrándose.

No sabe escribir libros tristes y desconsoladores el que quiere. Muy fácilmente se logra hastiar, aburrir: es más difícil entristecer. Para que un lector de alma templada medianamente llegue a contagiarse con la melancolía del arte, hay que llegar al dolor metafísico; quiero decir que el artista ha tenido que llorar primero con esas penas hondas, de valor universal, de las que no consuela una filosofía... tal vez incompleta.

No es lo mismo arrancar lágrimas que despertar el dolor. A las lágrimas se llega, no sólo con el mijo de los espectadores persas, sino con otros recursos morales y retóricos. Hace sentir piedad y lástima un poeta sencillo, candoroso, superficial en sus ideas, que posea el don de reflejar desgracias contingentes de sus personajes; pero no llegará este poeta, porque no ve, pensando, los dolores grandes y no contingentes de la vida, a teñir de luto las almas   —60→   reflexivas. Si Emilio Zola es uno de los grandes poetas modernos del dolor, lo debe ante todo a que primero ha sabido pensar y sentir las grandes penas generales, que son como el horizonte visible de la vida. Esto es lo que da autoridad, seriedad y profundidad a muchos de sus libros.

No es en él lo principal el naturalista, ni el pesimista, sino el filósofo de la tristeza, el Jeremías épico. El naturalista ayuda con su arte mucho a los efectos expresivos: el pesimista perjudica no poco al poeta pensador, que, así como Pitágoras filosofaba en versos de oro (suponiéndolos suyos), filosofa en elegías de prosa épica. En La Terre, las reglas primordiales del naturalismo sirven mucho para el efecto, que el autor se propone, ayudan al asunto; pero el pesimismo casi sistemático, por lo menos tenaz y voluntario, trae consigo algunas exageraciones y esa falsa composición que tiene que producir sin falta el mal geométrico de los desesperados en absoluto por vía científica, bajo la ley de un principio. Fuera de esto, es La Terre uno de los libros modernos que más fiel eco han de dejar del más hondo, serio y sentido pensar de nuestros días. Es más triste que L'Assommoir, y tanto como Germinal, porque revela y retrata la miseria en donde es más doloroso que la haya.



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- III -

L'Assommoir, en efecto, pinta la epopeya del dolor ciudadano; nos habla de los horrores de miseria moral y física que producen siempre los emporios de civilización, las grandes aglomeraciones de hombres que parece que renuevan eternamente el mito de Babel, como si la acumulación de vida humana diera de sí necesariamente, a modo de ambiente eléctrico, una influencia diabólica. Aunque es ya triste eso, que muchos hombres juntos produzcamos el diablo, le queda un consuelo al misántropo en pensar que la mayor parte del mundo está desierta, y que aún, en tierra de cultura, lejos de las ciudades, los habitantes del campo viven diseminados; y parece que ha de ser más tolerable, menos nocivo, el trato humano, en pequeñas dosis y mezclado con grandes cantidades de naturaleza: como si dijéramos, que puede tolerarse un hombre si se le encuentra rodeado de trescientos árboles. Dicho aún de otro modo, es indudable que el campo y su vida se ofrecen como una esperanza al alma que abruman las tristezas de la gran ciudad con todas sus miserias inevitables, que vienen a ser, o a parecer a lo menos, como un efecto de química moral, un precipitado de dolor y pecado que obedece   —62→   a las leyes invencibles. Consuela el pensar: «Bien, esto es muy triste, pero no es irremediable: queda el recurso de no juntarse tanto los hombres. La vida que L'Assommoir retrata no es forma necesaria de la sociedad. Diseminemos a los hombres: no tocándose tanto, no se devorarán tanto, ni se mancharán con tanta impureza. Babilonia, Antioquía, Roma, París, disuelven y enfrían el hogar, envenenan el amor, matan de hambre al débil; pero queda la aldea: los campesinos serán mejores, porque a menos condensación de humanidad debe de corresponder menos malicia». A esta esperanza responde La Terre con un desengaño, que no tendría gran valor ni produciría la gran tristeza que produce, si la realidad desmintiese al novelista.

¿Quién, a poco que haya vivido, no ha experimentado esta amargura de ver que en vano buscamos en nuevos parajes, en otros climas, en otras costumbres y clases de sociedad, el hombre bueno, la hermandad verdadera, la abnegación, la generosidad, la idealidad triunfante? Hay almas buenas, grandes virtudes, muchas secretas; pero la multitud de los malos, de los espíritus mezquinos, egoístas, materializados, nos da la impresión dominante de desconsuelo y desconfianza que convierte la vida a cierta edad, en una decepción melancólica por lo que toca a las esperanzas de la tierra. En medio de tanto progreso, ante un visible, innegable mejoramiento,   —63→   debido a fuerzas anónimas e impulsos impersonales, a leyes de mecánica y fisiología social, nos sorprendemos cien veces, suspirando por dentro con esta exclamación en el alma: «Sí, pero ¡qué escaso papel representa la virtud en todo esto! ¡Qué poco caso se hace en el mundo de los que son buenos, y qué pocos lo son! ¡Cuánto grande hombre y ningún santo!».

Y libros como La Terre nos recuerdan estas positivas tristezas del mundo, que no son hijas de la hipocondría ni de un sistema de filosofía negra, sino de la observación más sincera, llana y sencilla. «La vida del campo no hace mejor al hombre: el hombre es generalmente malo por causas más hondas que las combinaciones de la forma social. Sí: es malo en París, es malo en la aldea: basta el amor avariento del terruño para corromperle: lleva consigo su codicia, y en cualquier clase de vida encontrará objeto para ella». Aquí ya no hay la esperanza que había en L'Assommoir: «Huyamos de las Babeles». ¿Cómo se ha de huir del mundo? «El cambiar de postura sólo es cambiar de dolor», dijo Alarcón el poeta: el cambiar de sociedad sólo es cambiar de miserias.

Esta idea de que el campo no es un refugio, es de la misma clase (aunque no tan terrible) que la hipótesis de figurarnos muchos de esos astros del infinito espacio poblados por hombres... ¡por hombres   —64→   que pueden ser tan poco amables como los de la tierra!

¡No encontrar la felicidad, el prisionero, en el aire libre! ¡No encontrar el bien en las lontananzas vagamente soñadas desde las mazmorras de nuestra vida ordinaria, rodeada de necios, malvados, hipócritas y egoístas!

En La Terre, este género de dolores, reales, genuinamente humanos, es el que se despierta, al modo que el arte de la novela épica de nuestros días suscita las emociones. El habitante de la hermosa naturaleza la mancilla. No es su adorno, como en los cuadros de Poussin: es su carcoma, «...la vermine sanguinaire et puante des villages deshonorant la terre». Y además de mancillar el suelo que le sustenta, profana el amor que le crea y la familia que le perpetúa en la especie. Sí: el amor y la familia, esos refugios del alma desencantada, también aparecen contaminados: la podredumbre llega a ellos; de modo que ni en el espacio ni en el espíritu queda un asilo para la sed de bien y de virtudes.

El amor es más brutal en este libro, que en otro alguno de Zola. Sus extravíos no son los del alambicamiento sensual, sino los que vuelven a la naturaleza, al instinto de la bestia, a ser fuerza ciega de procreación: este amor busca el placer con vehemente ansia de necesidad fisiológica, con escasa conciencia del placer mismo y fuerte sensación de   —65→   la ley material a que obedece. Y así tenía que ser para que correspondiese esta novela al asunto que trata; y por eso la lascivia de La Terre, con ser más descarada que la de otros libros del naturalismo, es, en mi sentir, menos escandalosa y menos nociva, como ejemplo y sugestión posible. En el primer capítulo de esta novela hay un símbolo del amor natural, del ayuntamiento carnal, como tendencia fisiológica para la conservación de la especie: es la Coliche, la vaca que Francisca lleva al toro. Ningún crítico de los que han gritado y gesticulado contra el brutal erotismo de La Terre, ha querido ver, en esta escena de la Coliche fecundada por César, el toro de M. Hourdequin, una explicación de todas las caricias torpes de aquellos aldeanos de la Beauce. La concupiscencia no cabe en la obra puramente animal: toda cópula no es escándalo de lascivia, porque, según las circunstancias, la unión de los sexos es impureza o no lo es; y, por caminos distintos, llega hasta la consagración sacramental en el matrimonio cristiano y a la castidad de la naturaleza en los misterios amorosos de los estambres y los pistilos.



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- IV -

Si ya no hay un rincón de tierra donde los pueblos no sean miseria humana, amontonada en calles y plazas o esparcida por campos y montes, habrá un refugio siquiera en ese nido de almas que se llama el hogar, la familia. Yo conozco con alguna intimidad a varios pesimistas y a varios ateos de verdad, que se acogen, como a un santuario de asilo, al amor de sus padres, de su mujer, de sus hijos; en el general escepticismo10 desmayado y misantrópico que reina entre los espíritus que algo piensan y sienten (aunque tal vez no todo lo que debieran), y no son hipócritas, ni egoístas, ni aturdidos, se nota, comúnmente, un respeto incólume, como un último culto: el de los lares, cual si volviera el hombre, desengañado, a la religión primitiva de nuestras razas, que le decía: «Ama a los tuyos». Esta última tabla de salvación para el cariño la vemos zozobrar y hundirse en La Terre. La lucha por el terruño tiene por combatientes, no pueblos enemigos, como griegos y troyanos; no familias enemigas, como Capuletos y Montescos, sino herederos contra herederos, hermanos contra hermanos, y, lo que aún es más terrible, successores contra auctores, hijos contra padres. No se trata ya del heredero   —67→   que fustigó la musa latina, de aquel que deseaba y hasta facilitaba por modos indirectos la muerte del testador, pero que al fin, mientras vivía, le halagaba para conquistarle: aquí se hereda en vida, descaradamente se disputa al antecesor su derecho a conservar lo suyo, se le arranca a Fouan, el padre, lo que para él es más que la vida: la tierra. Para él, dejarle vivo sin tierra, es peor que enterrarlo en vida: se le obliga a un suicidio. Otros se matan por huir de la miseria: a Fouan se le mata todo menos lo suficiente para seguir teniendo la miseria misma a que se quiere arrojarle; pero al fin, como no se le puede arrancar el último bocado de pan para robárselo, se le sofoca y se le abrasa. Todo esto es horroroso; pero el que lea la novela de Zola no podrá decir, si algo entiende, que deja de ser artístico para convertirse en una causa célebre. Así como se engañan los que creen llegar al sublime trágico a fuerza de hecatombes, y hacen consistir el genio en no tener piedad de ningún género con los personajes que crea su fantasía, también se equivocan los que piensan que la sangre ahoga la poesía y el fuego la quema. Las grandes tragedias griegas no pierden su grandeza artística, su clásica hermosura, por los crímenes de Egistos y Clitemenestras, Edipos y Yocastas, Orestes, Medeas, Fedras y demás asesinos e incestuosos. En esas mismas obras, escogidas suelen pasar en familia las grandes catástrofes, y la   —68→   raza de Fouan de Zola no aventaja en picardía y malos procedimientos a la de Layo, según testifica el mismo Racine, que por boca de Yocasta dice en Los hermanos enemigos:


En la raza de Layo, más atroces
crímenes viste ya.



Es ridículo, dígase de una vez, fundar la crítica literaria en el tanto de culpa que puede caber a los personajes; y ese argumentillo joco-serio, tantas veces empleado por el Sr. Cánovas, entre otros, y que consiste en decir: «Para esos horrores, me voy a la colección de causas célebres o a los archivos de las Audiencias», nada prueba, ni siquiera el ingenio de quien lo usa. Es claro que en los anales del crimen hay mucha materia artística; pero es como en las canteras de mármol hay templos y estatuas. El crimen no quita ni pone el arte. El Buteau de Zola es un parricida, pero no menos verosímil que Orestes, por ser un aldeano. «Es demasiado violenta la acción de esta novela -se ha dicho-; hay demasiados horrores: todo eso es posible, sí; pero no se retrata de ese modo el término medio de la vida aldeana: los aldeanos franceses, en general, no son tan malos». Este argumento tendría fuerza si se demostrara que el arte realista ha de ser un término medio estadístico, y que Zola había ofrecido en alguna parte representar en su Terre a la mayoría de los habitantes del campo.

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Por de pronto, el término medio en literatura, es absurdo. Recurso matemático de más o menos discutible eficacia y valor científico, en asuntos sociológicos es una abstracción, imposible en poesía. Cualquier autor o cualquier crítico que hablen de pintar costumbres, pasiones, caracteres por términos medios, confunden el arte de Shakespeare y Cervantes con los procedimientos de Quetelet y Assiongaber. Verdad es que hay críticos en el día, que más parecen agentes de una sociedad de seguros sobre la vida, que amantes de las letras. Zola no pinta lo ordinario en las pasiones de los aldeanos, en el sentido de pintar lo excepcional tampoco; pues ni en el mundo, tal como por ahora es, ni con el arte, por consiguiente, cabe considerar como excepcional el crimen, a no ser que no se entienda bien del todo lo que significa excepcional. Hay que fijarse en esto: la Terre dejaría de ser lo que pretende si retrase lo excepcional; pero no, escogiendo lo extremado, tan real, y verosímil por tanto, como todos los extremos de todas las cosas. Los polos de un objeto tan suyos, tan naturales, como todo lo que queda en medio.

Tropmann, el famoso criminal, no es carácter de un fiscal vulgar, pero puede serle estudiado y pintado por un artista; y casi lo es en poder de Lombroso, v. gr., que penetra, mediante análisis fisiológico y psicológico, en el alma   —70→   enferma de aquel célebre desgraciado. Buteau, en la sentencia de un juez o en la crónica de un redactor de boletines del crimen, sería carne de verdugo simplemente: en manos de Zola es todo un carácter, con todas las cualidades que la belleza exige, sea en el bien, sea en el mal.

***

Lástima que, por motivos ajenos a mi voluntad, no pueda yo detenerme ya a examinar particularmente los muchos méritos de este libro que, a pesar de ciertas crudezas y notas exageradas, es uno de los más seriamente importantes del insigne novelista francés.

Variando, o, mejor, dejando sin cumplir mi propósito, habré de terminar este artículo sin completar la materia (después de hablar de la impresión general que La Terre me produjo) con el examen de sus caracteres, de sus magníficas escenas y descripciones, Fouan, su mujer, todos sus hijos, no son personajes que se olvidan tan pronto. Confesando que este trabajo queda incompleto, lo termino por causa de fuerza mayor, pero sin renunciar a la idea de venir como a reanudarlo en cualquiera otra ocasión que se presente de tratar de las últimas obras del gran creador de los Rougon-Macquart, para mí el ingenio más poderoso de cuantos hoy tiene vivos la literatura.





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ArribaAbajoEl teatro y la novela

La mayor parte de los que hoy escriben de crítica literaria con algún fundamento, reconocen que el teatro decae, y que para volver a su florecimiento necesitará transformarse.

La forma de este teatro nuevo, que tanto desean algunos, no se ha encontrado; nadie se ha atrevido a decir cómo ha de ser; se reconoce generalmente que sólo el genio que dé con ella podrá resucitar el interés puramente artístico de las tablas.

En el teatro hay que distinguir, sobre todo al hablar de su general decadencia, entre el arte y el espectáculo. El teatro, como espectáculo, no decae; por el contrario, en el movimiento de la cultura popular se nota que esta diversión penetra más y más en las necesidades artísticas del pueblo. Pero cómo obra literaria, pocas veces satisface a los hombres   —72→   de gusto lo que en estos días producen los dramaturgos contemporáneos. Aplaudimos a los poetas dramáticos relativamente, y el entusiasmo que en el vulgo causan tales o cuales autores, lo toma quien se cree, por lo menos, aficionado al arte, como señal de la común y (pudiera decirse) plebeya ignorancia, entrando, por supuesto, en esta plebe gran parte de la clase media y otra no exigua del gran mundo.

Por esta diferencia entre el espectáculo que el público protege y el arte que ya no satisface a los inteligentes, se explica el buen éxito de muchos dramas y comedias cuya lectura es un desencanto, y que, aun representados, dejan frío al que entiende de literatura, es decir, al que sabe sentir, pero además pensar por cuenta propia y juiciosamente en estas materias. El espectáculo ha entusiasmado a gran parte del público, a la mayoría, con la cual votan los periodistas amigos del autor y otros gacetilleros bonachones (vulgo hecho literato por medio de la prensa diaria), y el autor puede creerse, tiene derecho a creerse un genio, porque así se lo llaman cien papeles de la capital y de las provincias. Las causas de que el espectáculo haya producido tal efecto, pueden ser muchas; no pudiendo enumerarlas todas, citaré algunas de las más frecuentes. Si la obra es de gran aparato o va acompañada con música sensual, o lleva el atractivo de una   —73→   actualidad maliciosa, la aplaude, y hace que viva meses y meses, el público más iliterato, el que todos llamamos vulgo. Pero si el autor ha sabido lisonjear la vanidad del vulgacho más insignificante en este respecto, del que se cree inteligente porque lleva camisa limpia y ha visto mucho; si sabe ponerse al nivel de aquellas cabezas que la banalidad (como dice un escritor español que escribe a ratos en francés) ha medido por un rasero, entonces el buen éxito se lo fabrican en palcos y en butacas; y como estamos en tiempo de libertad y de igualdad y no se reconoce autoridad ni nada, a la persona de gusto que protesta contra la ovación se la llama envidiosa, y la fama del poeta vuela, y, si hace falta, se recibe con palio en su pueblo natal al autor del portento. Mas como el espectáculo puede durar días y días, pero al fin ha de dejar el puesto a otro, lo que queda es el libro, el drama representable, no representado; y entonces el gran público, el del buen éxito, ya se ha disuelto, ya está aplaudiendo a otro genio de moda, y el primor del que anduvo bajo palio, olvidado, porque la crítica verdadera, los aficionados inteligentes, el buen gusto ilustrado, no había aplaudido, y en el arte el que tiene memoria, el que conserva las obras dignas de tal honor, es este público: no el otro; el pequeño, no el grande.

El espectáculo era brillante, y brilló; pero también era pasajero, y pasó. Cuando las personas que   —74→   pueden hacerlo, juzgan bueno un drama, queda, pasa a las generaciones siguientes con aureola de gloria, aunque el éxito de su espectáculo no haya sido una apoteosis, ni nada parecido. En cambio, otros dramas con apoteosis por razón de su espectáculo, se olvidan muy pronto. Un drama nuevo se representó trece noches, a su autor no le levantaron estatuas, y, sin embargo, Un drama nuevo se representa siempre, y gusta y gustará, no se sabe hasta cuándo. Consuelo tuvo un triunfo que, comparado con otros de ahora, fue una derrota, y, sin embargo, Consuelo se admira más cada día. Pues pregúntese a los partidarios más ardientes de ciertas maravillas escénicas recientes, y ellos mismos tendrán que confesar que no confían en la duración como en el efecto del momento. Las obras que no admira el público capaz de juzgar rectamente, no duran; las ha aplaudido el sentimiento, que no tiene memoria. La memoria está en el cerebro; es compañera de la inteligencia.

Con la novela sucede lo contrario; no tiene espectáculo, es todo arte; el gran público, mejor, el público grande, no la lee siquiera, o la lee y no la entiende, (hablo de la novela artística, no del folletín estupendo, que va reemplazando sin ventaja a los romances de ciego); pero, en cambio, las personas de gusto, las que reflexionan y saben de estas materias, reconocen que la literatura de la   —75→   actualidad presente, la más propia de la cultura que alcanzamos, es la novela. No tiene espectáculo que brille; la novela más escandalosa no llega a producir el ruido de un drama que se aplaude; pero poco a poco va abriéndose camino, y cuando ya nadie recuerda ni el nombre de la composición teatral que tanto se aplaudió el mismo día que se publicó... Gloria, por ejemplo, la novela, toda arte y nada más que arte, sigue deleitando a los inteligentes. Pepita Jiménez, El Niño de la bola, La Desheredada, Pedro Sánchez, tuvieron por coetáneos dramas que yo no he de nombrar, de los que se habló en su día (su día... ¡uno!) mucho más que de los libros respectivos de Valera, Alarcón, Galdós y Pereda; y ahora, ¿qué hay de esos dramas? Ni el recuerdo. Si algún cómico de provincias los resucita, se quejan los abonados.

Todo es verdad. Pero como el artista desea disfrutar el aplauso que merece su producción, oler el incienso, paladear la alabanza, los novelistas de todos los tiempos han envidiado y envidian a los poetas del teatro sus triunfos ruidosos.

No se resignan a que, siendo su arte más espiritual, más alto, más sublime, el propio de nuestra época, el teatro -por ser arte, más espectáculo- se lleve el oropel, los triunfos rimbombantes. Hay que perdonar esta debilidad a los novelistas, artistas al fin.

  —76→  

Balzac, el mayor genio de la novela, se enamoró de sus productos teatrales. Flaubert no contuvo su comezón de brillar en el teatro hasta ser silbada, o poco menos, una comedia suya; este éxito le causó mucha pena. Daudet tiene un teatro abundante, que está eclipsado por sus novelas, pero acaso a él no le agrade esto, y hace poco le han dado un disgusto sus Reyes en el destierro, convertidos en drama. Zola ha consagrado la mitad o más de sus excelentes trabajos críticos a censurar el teatro y a los dramaturgos modernos; anhela la forma nueva del drama y fácilmente se adivina que sería para él la mayor gloria encontrarla en su cerebro. Además, muchas de sus novelas han pasado a los escenarios de París con su beneplácito y, a veces, con su colaboración... Todos los novelistas miran con envidia los triunfos teatrales.

En España ostensiblemente11 no se ha emprendido nada que anuncie este prurito. Pero yo sé, y lo saben muchos, que Galdós vería con gran placer sus creaciones dramáticas y cómicas expresadas en forma representable. Valera dice en alguna parte que el teatro es la más perfecta forma artística, porque reúne todos los medios de que puede usar el hombre para expresar belleza, y ha escrito un teatro del bolsillo que contiene cosas excelentes...

Sí, no cabe duda; a pesar de que el teatro decae y la novela próspera, por ahora los novelistas tienen   —77→   motivo para envidiar, por lo que respecta al favor del público; a los poetas dramáticos.

Pero este fenómeno, cuyas causas muy de prisa he indicado, debe corregirse; debe procurarse que el espectáculo no tenga más valor, para los ojos del público, que el arte.

La crítica seria debe trabajar en este sentido. Va siendo hora de que la forma adecuada de la idea artística contemporánea ocupe el lugar que la pertenece en la atención de los pueblos cultos.

¡Qué tristes reflexiones no estarán haciendo a estas horas los autores de Pedro Sánchez y La Tribuna, novelas recientes, de que se habló apenas y que contienen tantas bellezas que estudiar y admirar detenidamente!

Para ellos un suelto displicente, un articulejo anónimo, o el silencio absoluto.

Y la apoteosis, como se dijo ya, para dramas que morirán bien pronto, entre otras razones, porque ni siquiera están escritos en castellano.



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ArribaAbajoRevista literaria

(2 Abril, 1892)


Resumen

El teatro.- Tentativas.- Los cuatro elementos.- Autores (Galdós, Echegaray).- El público.- La crítica.- Los cómicos.- Realidad y El hijo de Don Juan, como ensayos de renovación dramática.


Aunque, por circunstancias que no importa explicar, estas revistas literarias no pueden ordinariamente referirse a la vida del teatro nacional, cuyas novedades aparecen casi exclusivamente en Madrid, no he de pretender convertir esta deficiencia material, inevitable, en sistemático propósito, ni menos he de achacarla a cierto desdén, muy en moda, del género dramático. Por esto, ahora que por vicisitudes que tampoco hay para qué determinar, he podido asistir a varias representaciones -algunas, estrenos- en los teatros de la corte, quiero aprovechar la ocasión para decir algo de este género literario, sin duda decadente entre nosotros y en muchas partes, pero que a mi ver no agoniza ni ha dejado de tener arraigada influencia   —80→   en el gusto del público. No es el teatro, a no ser en manos del genio y en pocas socialmente propicias, el modo literario que refleja lo más delicado y profundo del espíritu estético de un país, pero sí el que habla con más claridad y precisión de las costumbres, del gusto y de otras varias señales de la cultura y del carácter de un pueblo, todas interesantes, no sólo para el crítico de artes, sino más aún para el historiador político y para el sociólogo. Así se explica que llamado en cierta ocasión el señor Cánovas del Castillo, estadista sobre todo, a estudiar el teatro español del siglo XVII, volviera principal y casi exclusivamente su atención a considerar los indicios de vida social que en las ficciones de la escena se descubrían para juzgar a los españoles de aquella centuria por las fábulas de sus dramáticos.

El público del teatro es el más fácil de estudiar, el que más se parece a la colectividad política; y por eso en el hábil dramaturgo que quiere, ante todo, agradar a los espectadores, hay algo del político experto en países democráticos; cierta ductilidad, cierta tolerancia con el convencionalismo, una especie de ánimo constante de transigir con las preocupaciones generales, y hasta casi casi con la falsedad. Más difícil es, por lo común, comprender el carácter del público de la novela, y más todavía el del público de la verdadera poesía lírica. Si, así   —81→   como Hennequin quiso que estudiáramos la crítica literaria por su reflejo en lo que llaman los alemanes la psicología del pueblo o política, es posible también estudiar sociología experimental en los gustos literarios y en las producciones poéticas de un país para juzgar del público por las obras que lee o contempla, no cabe duda que tal género de investigación será más fácil y sencillo tratándose de las artes escénicas que de la compleja masa de lectores de novelas, poesías líricas, etc., etc. El buen novelista influye también, y mucho, en su pueblo, pero es a la larga, por complicadas incidencias; y en este punto viene a ser al autor dramático lo que el poseedor de las ciencias sociales al político práctico, de acción inmediata sobre su país. En estas revistas ordinariamente se trata de obras que pueden influir en la educación y el destino de nuestro pueblo por relaciones lejanas y poco ostensibles; pero ya que la ocasión se presenta, debemos considerar una vez siquiera ese otro influjo más patente, inmediato, sencillo en su forma, más plástico, del teatro como escuela del gusto y de la reflexión popular. Ni se puede decir en absoluto que el teatro es género secundario habiendo sido autores de dramas Esquilo y Sófocles, Shakespeare y Molière, Calderón y Schiller, ni aunque se pudiera demostrar la relativa inferioridad de la escena, sería lícito prescindir de ella al estudiar la literatura y el público de   —82→   un país determinado. Hoy en España el teatro decae, sí, pero ni muere, ni deja de tener gran interés aún para la suerte de los demás géneros, lo que pasa en las tablas y lo que sienten, piensan y hacen los espectadores.

En esta temporada, me refiero a las semanas últimas, la monotonía de la languidez con que se arrastraba la existencia de nuestro teatro, vino a interrumpirse con ciertos conatos de novedad, de fuerza espontánea que, sea cualquiera su final resultado, merecen atención, aunque sólo fuera como cambio de postura y como resolución de una voluntad y conciencia que parecían dormidas.

De los cuatro elementos que debían contribuir a estos esfuerzos de novedad, o mejor, de renovación, dos a mi juicio han dado pruebas de aptitud para este empeño, aunque no con igual fuerza, ni en la misma medida en todas las ocasiones. Sin enigma, creo que los autores que han hecho algo últimamente por obligar a dar algunos pasos hacia adelante a nuestra literatura dramática han demostrado, en lo esencial, habilidad para tal empeño; y creo que el público, en general, ha comprendido la oportunidad y el valor del intento, aunque no siempre con la misma penetración. En cambio he notado que la crítica y sobre todo quien suele hacer sus veces, no ha querido o no ha podido entender lo que el movimiento iniciado significaba -aunque   —83→   también en esto es justo señalar excepciones-; y por último, cabe afirmar que otro de los factores indispensables para tamaña empresa, los cómicos, han estado muy por debajo de su oficio en tal empeño, a pesar de los elogios que algunos de ellos merezcan por sus esfuerzos, por las esperanzas que hacen concebir y por otras circunstancias atenuantes.

***

Realidad, de Pérez Galdós, y El hijo de Don Juan, de Echegaray, aunque con bien diferente fortuna, son las obras que sirvieron para ensayar esos conatos de cambio, de renovación, a que me refería. No importa que por faltas de composición escénica, fácilmente reparables, El hijo de Don Juan haya servido menos para el efecto buscado, ni que aun Realidad, haya producido menos entusiasmo del que podía esperarse, por culpa de la inexperiencia del autor en achaques de medir el tiempo del teatro y en otros pormenores. No se trata aquí de procurar inútilmente reivindicaciones fiambres, ni nada tiene que ver este artículo con la defensa póstuma de este o el otro resultado teatral. Para analizar las obras citadas, en cuanto estrenos, es ya tarde; pero no para tomarlas en cuenta en una revista   —84→   literaria mensual en que se procura atender a lo que influye de modo digno de estudio en nuestras letras y en el público. Galdós y Echegaray son dos de los hombres más ilustres que cultivan la literatura española, y el ver a nuestro primer novelista y a nuestro primer poeta dramático empeñados en la tarea de dar al teatro cierta novedad, de llevar a él más análisis, más reflexión, mayor verdad y la frescura de lo natural y la fuerza de las grandes ideas morales, debe hacernos pensar que se trata de algo serio y que, según se dice vulgarmente, en buenas manos está el pandero. Echegaray, viniendo de su singular teatro, de su romanticismo sui generis, se encuentra en el mismo terreno, por lo que al propósito importa principalmente, a que llega Galdós viniendo de una novela realista y ensayando en las tablas el efecto de su sistema artístico. Estos buenos deseos del novelista y del dramaturgo se han atribuido por algunos a motivos interesados, menos nobles y puros que los que yo estimo verdaderos.

Se ha dicho, por ejemplo, que Echegaray ensayaba de algún tiempo a esta parte nuevos recursos para seguir atrayendo la atención del público que estaba aplaudiéndole desde hace casi veinte años, para no pasar de moda, para adelantarse a posibles rivalidades de la novedad y el progreso. También se ha dicho, y esto por persona cuyo voto es de calidad, que Galdós pudo obedecer, al ensayar el género   —85→   dramático, a la necesidad de renovar sus laureles y evitar el cansancio de su público, a quien tantas docenas de novelas podían tener fatigado. Yo creo que ni Galdós ni Echegaray han pensado en nada de eso; son ambos artistas verdaderos, concienzudos, reflexivos, y es natural que les importe la suerte del arte en su país y procuren, como puedan, su prosperidad y progreso. Echegaray tal vez sacrifica algo de su fama, su propio interés, en estos nuevos géneros en que anda; porque si bien su comedia Un crítico incipiente ha probado que también sirve el autor del Gran Galeoto para las máscaras alegres; y si bien las tentativas de realismo escénico, abortadas en varias de sus últimas obras, han sido felices en general, el Echegaray poderoso, vencedor siempre, con todos sus defectos, es el de antes, el impetuoso, el audaz, el singularísimo, el espontáneo... el romántico, en una palabra. Entiéndalo o no así, lo cierto es que D. José, prescindiendo a sabiendas de muchos resortes de efecto seguro de su talento dramático, de muchos recursos que él sabe que habían de servirle y que puede emplear, insiste en ensayar nuevas maneras, en ampliar el cuadro de la escena haciendo entrar en él ciertos elementos de naturalidad, de examen ético y de análisis estético que no solían verse en sus obras de antaño, ni en general, en nuestro teatro.

No sólo esto, sino que para ilustrar y educar el   —86→   gusto del público acude a fuentes extrañas; y él que in illo tempore había traducido, o mejor, arreglado El Gladiador de Rávena de un alemán y se había inspirado en Ebers, el hoy pasado de moda novelista tudesco, el de la novela arqueológica, para escribir El Milagro de Egipto, ahora estudia al revolucionario Ibsen, cuya fama se ha ido extendiendo de Noruega y Suecia a Dinamarca, Alemania, Italia y Francia, y ensaya nada menos que una adaptación, una asimilación de uno de los dramas más temerarios del poeta del Norte, y se presenta en la escena del teatro Español con El Hijo de Don Juan, dispuesto a ganar una batalla de guerra a la moderna con los fusiles de chispa de que se puede disponer usando de la compañía del vetusto coliseo. Si el público no se mostró tan avisado ni tan perspicaz en el estreno de El Hijo de Don Juan como en el de Realidad, fue acaso porque de su autor favorito, siempre efectista (en el buen sentido de la palabra) esperaba otra cosa y exigía más resortes dramáticos y mejor composición al distribuir las escenas y acumular el interés. Pero no cabe decir, como han dicho algunos aficionados de la crítica, que lo que rechazaba el público era el género, las nuevas tendencias, el análisis en la escena, la necesidad de fijarse más que de costumbre y atender reflexionando, como se atiende cuando se lee una novela de alguna profundidad psicológica, o cuando se estudia   —87→   un libro de los llamados serios y que tratan asuntos de historia, de ciencia, de filosofía, etc., etc.

El público acababa de demostrar que no es un animal de pura impresión, como se empeñan en afirmar muchos espíritus estacionarios, que no quieren que el teatro progrese; en el estreno de Realidad se pudo observar con qué atención y hasta interés seguían los espectadores de las galerías, de los palcos y de las butacas, todos, menos algunos críticos, el hilo de la acción; cómo procuraban penetrar el sentido del diálogo.

Se ha dicho, y lo han repetido críticos tan inteligentes como Bourget, que si la novela es análisis el teatro es síntesis; pero ni las palabras análisis y síntesis son exactas en el sentido en que se aplican a estas cosas, ni se puede convertir en dogma cerrado y sin distinciones una afirmación que tomada en cierto sentido vago puede ser verdad. Lo que sí debe decirse, que el análisis en la escena no puede tener el mismo carácter ni los mismos instrumentos de expresión que en la novela. Como indicaba con feliz comparación la Sra. Pardo Bazán poco ha, de género a género no debe verse la diferencia que va de especie a especie en la naturaleza, según los adversarios del transformismo, sino más bien una posible evolución que no niega la real y actual distinción de género a género, pero que no los separa por abismos. Es verdad, no hay que ver aquí algo   —88→   como las castas, no hay que violentar por abstracción la naturaleza de estas divisiones del arte, que no son convencionales, pero que tampoco representan elementos incomunicables. Prueba de que se convierte en falsa ideología la distinción de los géneros en cuanto se los aísla, está en la necesidad que ha tenido la misma ciencia estética de reconocer los llamados géneros intermedios, que si hoy son unos cuantos, mañana pueden ser más, merced a nuevas comunicaciones entre los géneros capitales.

El teatro moderno aspira a una transformación; mejor que negar la posibilidad de un teatro rejuvenecido, conforme con las tendencias actuales del gusto y del arte, mejor que condenar esta literatura a una inferioridad metafísica, irredimible, es estudiar los legítimos medios de darle nueva vida, de llevar a ella nuevos recursos que, sin falsear su naturaleza, le den aptitud para satisfacer las modernas aspiraciones de la vida estética. La naturalidad, la verdad mejor copiada, la imitación más fiel del mundo, pregonan unos, y no sin razón; pero también puede ser elemento que dé vigor e interés nuevo a las tablas, al mismo tiempo que contribuye a esa verdad que se pide, la mayor intensidad psicológica en los personajes escénicos, la profundidad ética, el estudio más detenido y exacto de los caracteres. Hay que hacer en el drama lo que Wagner, en este mismo respecto, hizo con la ópera; no hay que   —89→   ver allí un ligero pasatiempo, sino algo serio, aunque del orden estético puramente. Si Wagner deja a veces a obscuras la sala para que la atención se concentre en la escena, debemos ver en esto un símbolo de lo que necesita el teatro para renovarse; mucha atención por parte del público, el hábito de reflexionar allí mismo, de elevarse de pronto a las grandes ideas, de conmoverse profundamente, de sentir y pensar las grandes cosas a que nos llevan de repente la elocuencia de un Bossuet, de un Castelar, o un espectáculo sublime de la naturaleza12... o la música profunda y sabia.

En el estado de ánimo en que por lo común se empeñan en mantenerse esos espectadores que encuentran el mayor placer del arte en convertirse en abogadillos fiscales, no es posible que llegue a las entrañas la profunda poesía, que exige reflexión y recogimiento. A este público presuntuoso, preocupado y distraído, que en vez de sentir da dictamen o acusa, y acusa por fórmulas de una frase estética aprendida de memoria, lo que le disgusta no es la innovación, no es el análisis... es la seriedad, es la profundidad, es el gran arte; dadle a Esquilo a este público y le encontrará aburrido, no le resultará, como dice él; este público es capaz de ver mucho análisis en Shakespeare o en Sófocles, y dice, de seguro, que Racine habla demasiado.

Pero este público no es el grande, el verdadero,   —90→   el que sabe gustar las bellezas nobles y profundas -hasta cierto punto- si se le dan en ciertas condiciones de fácil asimilación, que a lo menos no las rechaza por preocupaciones de semi-sabio, ni de clase, ni de escuela..., ni por frivolidad ingénita mucho menos. No era el gran público el que hacía frases y decía mil sublimes necedades para burlarse de la resignación de Orozco, que no mata a su mujer infiel, según las pragmáticas teatrales, antiguas y modernas. Los que hicieron chistes contra Orozco eran autorcillos silbados, empleados de consumos, o cosa así, disfrazados de gacetilleros en funciones de críticos... y no pocos Orozcos o palos: es decir, maridos tolerantes que hacen de la necesidad virtud... o granjería.

***

Valor y conciencia de lo que vale, necesitó Galdós para atreverse a ensayar la transformación de una novela suya en drama representable... y representado. Tenía contra sí, a pesar de las apariencias floridas, multitud de pasiones y preocupaciones, -que son pasiones intelectuales- tenía contra sí la necedad, la doblez, la rutina, la propia inexperiencia, la ligereza del pensamiento vulgar, general, predominante. Los géneros no se transforman; lo que es novela no puede ser drama; el novelista no debe aspirar   —91→   a ser dramaturgo. Estos eran los dogmas filosóficos que perjudicaban a Galdós. También los había históricos: «Balzac no pudo vencer en la escena. Flaubert naufragó con su Candidato... Zola... Goncourt... Daudet». Y sobre todo, había esta reflexión filosófico-histórica, que no salía a la superficie, que no se oía por ahí, pero que trabajaba dentro de las almas, que no tienen cristal como cierto dios quería: «Y sobre todo, si Galdós, que es el primer novelista, resulta poeta dramático de primera fuerza, ¿qué nos queda a nosotros? Es mucha ambición esa; la ley de la división del trabajo, inventada por la envidia en la economía del arte, se opone a que Galdós triunfe en la escena, y no triunfará». Y triunfó, triunfó a pesar de estos críticos que, además de ser buenos zapateros o corredores de número, quieren ser buenos Sainte-Beuve o buenos Menéndez y Pelayo, y no consienten que Pérez Galdós sea, además de novelista, autor dramático.

Todo lo malo que se dijo de Realidad hubiera sido menos malo y menos injusto si se hubiera dicho después de reconocer que, en lo principal, el ensayo había dado buen resultado; después de reconocer la oportunidad del intento y la hermosura patente de algunos de los elementos capitales del drama. El que no sea capaz de comprender la fuerza y sobriedad hermosísima (no sobriedad en las palabras) del quinto acto; el que no vea algo nuevo y   —92→   muy bello en aquella escena de Orozco y Augusta, no tiene derecho a censurar, en conjunto, la obra... como tampoco lo tiene para censurar El hijo de Don Juan el que pretenda hacerlo reflexivamente, como crítico, y censure al par con la mala composición del tercer acto el capital pensamiento del mismo, la idea, la intención y la forma de expresar lo culminante. Y, sin embargo, así se ha hecho generalmente. Si El hijo de Don Juan causa fatiga al final, es primeramente... porque lo representan de mala manera (aunque son dignos de elogio los supremos esfuerzos del Sr. Calvo), y además porque Echegaray ha olvidado también el tiempo del teatro (vicio en él antiguo) y no ha sabido equilibrar el diálogo ni acumular el interés; pero no porque no se deba llevar a la escena la locura hereditaria, ni los casos patológicos, ni porque sea fúnebre ni tétrico el argumento, etc., etc.

A los que digan que Echegaray no ha construido bien el último acto de su drama, nada tengo que oponerles, y se me figura que el mismo Echegaray tampoco; a los que busquen defectos más importantes en la acción, en los caracteres, en la transformación de la idea fundamental de Ibsen, podré yo acompañarles, como puede verse en mi artículo Ibsen y Echegaray, publicado en La Correspondencia; pero al que vaya más allá, al que anatematice el origen del Hijo de Don Juan y todo su desenvolvimiento,   —93→   y niegue que allí hay mucha belleza, no sólo en las frases, en los que llaman ciertos críticos grandes pensamientos, sino en lo que podía servir para reconstruir el drama y convertirle en obra muy hermosa, al que tal haga bien se le puede negar criterio y gusto suficientes para tratar estas cosas. El público tiene derecho para abstenerse de aplaudir cuando un tercer acto le fatiga, le molesta, y no se le puede exigir que ande echando el tanto de culpa que le corresponda al actor... pero la crítica es otra cosa; para ser otra cosa es crítica. Y ha sido, a mi entender, ciega la que en el drama de Echegaray inspirado en Ibsen, no ha visto más que el fracaso, el desacierto.

Lo ha habido, pero también otras cosas dignas de estudio; sobre todo, hay mucho que estudiar en estos nobles esfuerzos del poeta, de nuestro primer dramaturgo... uno de los pocos que con verdadera alegría celebraba días antes de ser él derrotado (!) el triunfo del novelista que se atrevía a colocar sobre un frágil tablado el peso de la realidad del mundo sin que esa realidad fuera a dar al foso.

No lo dudemos; lo que acaban de hacer Echegaray y Galdós es algo importante, serio, digno de ser considerado sin la preocupación pasajera del estreno, del éxito inmediato. Un drama nuevo, que con feliz idea representó Vico hace poco, es, como obra teatral, como composición escénica, infinitamente   —94→   superior a los dramas en que se encarnó entre nosotros el ensayo de renovación dramática; y, sin embargo, el Drama nuevo que hoy nos hace falta no es el que escribió, hará un cuarto de siglo, Tamayo.

[...]

Y basta de teatro. Volvamos, en las revistas sucesivas, a nuestros libres, sordos al tole tole del público de los estrenos. No hablaremos ya de la escena hasta que el tiempo nos diga si estas nobles tentativas de ahora dan fruto o pueden más la crítica superficial y las preocupaciones tradicionales.



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ArribaAbajoLa prensa y los cuentos

Sigo siempre con gran atención y mucho interés los cambios que va experimentando en nuestra patria la prensa periódica, cuya importancia para toda la vida de la cultura nacional es innegable, cualquiera que sea la opinión que se tenga de su influencia benéfica o nociva. Lejos de todas las exageraciones, lo más prudente es reconocer que el periodismo, y particularmente el periodismo español, tiene muchos defectos y causa graves males, así en política como en religión, derecho, arte, literatura, etc., etc.; pero sin negarse a la evidencia, no es posible desconocer que tales daños están compensados con muchos bienes, y sobre todo con el incalculable de cumplir un cometido necesario para la vida moderna, y en el cual es el periódico insustituible.

  —96→  

Por lo que toca las letras, hay épocas en que la prensa española las ayuda mucho, les da casi, casi la poca vida que tienen; esto es natural en un país que lee poco, no estudia apenas nada y es muy aficionado a enterarse de todo sin esfuerzo; mas por lo mismo, por ese gran poder que el periodismo español tiene en nuestra literatura, cuando la prensa se tuerce y olvida o menosprecia su misión literaria, el daño que causa es grande.

A raíz de la revolución, y aún más, puede decirse, en los primeros años de la restauración, el periódico fue aquí muy literario y sirvió no poco para los conatos de florecimiento que hubo. Hoy, en general, comienza a decaer la literatura periodística, por el excesivo afán de seguir los gustos y los vicios del público en vez de guiarle, por culpas de orden económico y por otras causas que no es del caso explicar. La crítica particularmente ha bajado mucho, y poco a poco van sustituyendo en ella a los verdaderos literatos de vocación, de carrera, los que lo son por incidente, por ocasión, en calidad de medianías.

Por lo mismo que existe esta decadencia, son muy de aplaudir los esfuerzos de algunas empresas periodísticas por conservar y aun aumentar el tono literario del periódico popular, sin perjuicio de conservarle sus caracteres peculiares de papel ligero, de pura actualidad y hasta vulgar, ya que esto   —97→   parece necesario. Entre los varios expedientes inventados a este fin, puede señalarse la moda del cuento, que se ha extendido por toda la prensa madrileña. Es muy de alabar esta costumbre, aunque no está exenta de peligros. Por de pronto, obedece al afán de ahorrar tiempo; si al artículo de fondo sustituyen el suelto, la noticia; a la novela larga es natural que sustituya el cuento. Sería de alabar que los lectores y lectoras del folletín apelmazado, judicial y muchas veces justiciable, escrito en un francés traidor a su patria y a Castilla, se fuesen pasando del novelón al cuento; mejorarían en general de gusto estético y perderían mucho menos tiempo. El mal está en que muchos entienden que de la novela al cuento va lo mismo que del artículo a la noticia: no todos se creen Lorenzanas; pero ¿quién no sabe escribir una noticia? La relación no es la misma. El cuento no es más ni menos arte que la novela: no es más difícil como se ha dicho, pero tampoco menos; es otra cosa: es más difícil para el que no es cuentista. En general, sabe hacer cuentos el que es novelista, de cierto género, no el que no es artista. Muchos particulares que hasta ahora jamás se habían creído con aptitudes para inventar fábulas en prosa con el nombre de novelas, han roto a escribir cuentos, como si en la vida hubieran hecho otra cosa. Creen que es más modesto el papel de cuentista y se atreven con él sin miedo. Es una aberración.   —98→   El que no sea artista, el que no sea poeta, en el lato sentido, no hará un cuento, como no hará una novela. Los alemanes, aun los del día, se precian de cultivar el género del cuento con aptitudes especiales, que explican por causas fisiológicas, climatológicas y sociológicas: Pablo Heyse, por ejemplo, es entre ellos tan ilustre como el novelista de novelas largas más famoso, y él se tiene, y hace bien, por tanto como un Freitag, un Raabe, o quien se quiera.- Además, entre nosotros se reduce en rigor la diferencia de la novela y del cuento a las dimensiones, y en Alemania no es así, pues como observa bien Eduardo de Morsier, El vaso roto, de Merimée, que tiene pocas páginas, es una verdadera novela (roman), y La novela de la canonesa, de Heyse, es una nouvelle y ocupa un volumen. En España no usamos para todo esto más que dos palabras: cuento, novela, y en otros países, como en Francia, v. gr., tienen roman, conte, nouvelle u otras equivalentes. Y sin embargo, el cuento y la nouvelle no son lo mismo. Pero lo peor no es esto, sino que se cree con aptitud para escribir cuentos, porque son cortos, el que reconoce no tenerla para otros empeños artísticos. El remedio de este espejismo de la vanidad depende, en el caso presente, de los directores de los periódicos.

De todas suertes, bueno es que las columnas de los papeles más leídos se llenen con narraciones y   —99→   desahogos que muchas veces son efectivamente literarios, hurtando algún espacio a los pelotaris, a las causas célebres, a los toros y a los diputados ordinarios.



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ArribaAbajo¿Y la poesía?


- I -

Hay muchos que juzgan el mundo por lo que sucede en el barrio en que ellos viven.

No falta, por ejemplo, quien dice que el sistema representativo está perdido, inservible, porque en España no se puede votar sin un botiquín de campaña.

Ya hay críticos que dicen: «¿poesía?, déjese usted de eso; se acabó la poesía. Ahora prosa, prosa y nada más que prosa».

Estos son críticos de barrio. Por lo que pasa en España juzgan el mundo entero.

Sí; hay poesía: y prueba de ello es que, en muchos países, a los maestros que se fueron o se van, reemplazan poco a poco jóvenes de gran inspiración llenos de pensamiento y hábiles y abundantes en el empleo de la forma.

  —102→  

Así, no profeticemos tristezas ni años de hambre para el mundo entero.

En Francia, en Portugal, en Italia, sin alejarnos de la vecindad, encontramos poetas jóvenes, vigorosos, que piensan y sienten, y que dentro o fuera de escuela literaria o filosófica determinada, escriben con arranques de energía espontánea; y aunque algunos alambican, retuercen y hasta dislocan el estilo y buscan en la idea y en la pasión la quinta esencia, aun esto lo hacen con fuerza y gracia, sin sugestión extraña.

En nuestra tierra ya es otra cosa; la poesía decae de tal manera, que amenaza próxima muerte, y lo que es más triste, muerte sin sucesión.

Da mucha pena pensar lo que será la poesía española el día que Campoamor y Núñez de Arce, que no son jóvenes, se cansen de producir poemas.

Ni un solo nombre, ni uno solo, puede hablarnos de una esperanza.

Campoamor y Núñez de Arce van a ser, no se sabe por cuánto tiempo, los últimos poetas castellanos, dignos, por la idea y por el estro, de tal nombre.

Desde ellos se cae en el pozo de la vulgaridad ramplona, del nihilismo más desconsolador, de la hojarasca más gárrula y fofa.

¡Y Campoamor tiene13 sesenta y cinco años y está cansado!

  —103→  

Y el mismo Núñez de Arce, más joven, se desanima al verse tan solo, y trabaja poco, y muy de tarde en tarde publica un poema que es un nuevo triunfo para él, pero que no revela nuevos caminos, ni anuncia más que la gloria, ya consolidada, de su autor.

Campoamor y Núñez de Arce, que nunca se encuentran ni se buscan, son dos reyes solitarios sin súbditos. Los dos aspiran a fundar escuela, pero a estas horas ya deben de estar convencidos de que estaban criando cuervos o grajos, a juzgar por las canciones de los discípulos. Al autor de los Pequeños poemas no le costó gran trabajo convencerse de que sus imitadores eran unos majaderos. Al principio hasta les daba de comer y les repartía destinos. Le inundaron la casa y hubo que barrerlos. Hoy apenas hay ya pequeños poetas.

Núñez de Arce, que toma muy en serio la literatura, dio también más importancia a los discípulos, y los apadrinó con entusiasmo. A mí me parecía imposible que una noble pasión cegara al insigne poeta hasta el punto de hacerle esperar algo bueno de aquellos muchachos que no tenían nada en la cabeza, ni en el corazón, ni siquiera en el hígado. Se les llenó del desprecio que como literatos merecían, y ni uno de ellos supo escupir un poco de hiel en forma de yambo, ni siquiera de endecasílabo escultural, que es el metro que prefieren.   —104→   El que más, acertó a alquilar gacetilleros en los periódicos cursis para echárselos a las pantorrillas a la crítica implacable y burlona. A ningún discípulo de esos dos notables poetas se les ocurrió tener una idea, una forma, y menos una pasión suya. Ni siquiera tuvieron esa especie de imaginación fría con que muchos hombres de talento vivo y vario consiguen parecerse a los poetas, imaginación con que se inventan creencias filosóficas y religiosas, aventuras, llagas del alma y otras falsedades, amenas cuando están bien manejadas.

Ni un solo ingenio se presentó a imitar con éxito mediano las tristezas, las alegrías, las locuras sublimes del genio legítimo.

La juventud actual no tiene un solo poeta verdadero en España.

De las dos grandes fuerzas ideales que se disputan el mundo civilizado, ninguna tiene en España un poeta que pueda decir que es suyo. En este punto, ni Campoamor ni Núñez de Arce, que valen tanto, pueden ser citados. Campoamor y Núñez de Arce son católicos; si se les pregunta a la tradición cristiana, a la tradición filosófica y a la tradición social si los quieren por representantes suyos en la poesía, dirán que no, y mil veces lo han dicho, porque Campoamor es un católico que pasa la vida diciendo herejías en versos irreprochables, y Núñez de Arce vacila constantemente entre la duda y la fe,   —105→   y la ira que demuestra contra lo que le hace dudar, no se convierte jamás en acendrado amor a lo que anhela creer.

No; no hay en España ahora un poeta que cante la vida antigua, el mundo que se va, el cielo que se obscurece, lo que adoró la España de tantos siglos. La tradición no tiene más poetas que El Siglo Futuro.

Y a la vida nueva, a la libertad, al pensamiento independiente, al espíritu reformista, emprendedor y activo de la sociedad moderna les sucede lo mismo; no tienen en nuestra poesía representante genuino. Campoamor es paradójico, es revolucionario a su modo en la retórica; tal vez el fondo último de sus ideas es de negación de la fe antigua, pero no es revolucionario de los usos, sino de las ideas; podrá no amar el mundo que muere, pero tampoco ama el que nace; es un conservador más verdadero de lo que parece; es un escéptico respecto del progreso; no cree en él, es misántropo si se le apura; piensa en sí mismo, y a veces en Dios, por lo que a él mismo le importa. Campoamor no es altruista en sus versos, aunque tal vez lo sea en la vida real, en que positivamente es muy bueno.

Núñez de Arce, que ha dicho a Voltaire: «Maldito seas»; que se ha burlado del transformismo, que siente dudar de la fe de sus padres, no es tampoco, ni quiere ser, el poeta del libre examen, el   —106→   que rompe toda relación de dependencia con creencias tradicionales y vive en plena libertad con la musa.

Y no hay más.

Los otros, los que escriben versos sin deber escribirlos, podrán ser muy liberales o muy tradicionalistas, pero no son poetas.

Insistiré en esta materia, porque toda verdad es fecunda, aunque sea amarga, y conviene por muchos conceptos reconocer la pobreza poética de España en estos días.




- II -

Sé que muchos jóvenes de los que se dedican a escribir versos piensan que les tengo mala voluntad. Otros creen que se trata de hacerse notar a costa de ellos, diciendo perrerías de sus canciones, y, por último, no falta quien achaque esta persecución al propósito del sectario que aborrece la poesía y quiere que no se escriban más versos en España. No hay nada de eso.

A mí me parece ridículo pretender acabar con la literatura rimada. Cuando aparecen verdaderos poetas, no hay cosa mejor que sus versos; y no me refiero a esos grandes luminares que se llaman Goëthe, Víctor Hugo, Musset; no, aunque no valgan tanto, todavía pueden ser dignos de admiración   —107→   y el mejor ornamento del Parnaso, como diría Cañete. Pero en España, ahora, en estos míseros días, no hay más poetas que escriban en español que Núñez de Arce y Campoamor14; los demás no son poetas, no son hombres de ingenio, no tienen intención, ni fuerza, ni gusto; Grilo, Velarde, Ferrari y Shaw, que gozan su fama respectiva entre la gente cursi que lee algo, son, los tres primeros, hombres vulgarísimos, y el último un niño que sólo promete ser un Grilo de arte mayor.

Esta es la verdad lisa y llana. La generación nueva, la que nació a la vida pública bajo la Restauración, no ofrece grandes esperanzas; pero a lo menos en otros ramos de la actividad intelectual tiene representantes que algo valen, y algunos, poquísimos, que valen mucho. Pero en poesía lírica no tiene nada, absolutamente nada.

Lo cual no quita que en el Ateneo y en los periódicos se descubra un Espronceda o un Zorrilla cada pocos meses.

Pasma ver cómo aplauden gacetilleros y ateneístas las más insignes vulgaridades, como si fueran chispazos de inspiración lozana, original y fuerte. No ha mucho que un poeta de esos leía, y publicaba después en un libro, un poema que contiene   —108→   más dislates que palabras, más vulgaridades que dislates, y carece de sentimiento, de idea, de estilo y hasta de gramática. Pues no faltó quien dijera y repitiera en letras de molde que todo aquello era obra de Benvenuto Cellini y que aquello era cincelar... ¡Cincelar, Dios mío, lo que no es más que raspar la pared con un vidrio para dar escalofríos a las personas nerviosas!

Es el caso que estos elogios los escribe, por lo común, la misma pluma que el resto de la semana se está empleando en delatar alcantarillas rotas, focos de irregularidades y demás inmundicias más o menos municipales. ¿Quién manda a esos ediles, y no curules, meterse donde no les llaman, y llamar poeta y Benvenuto a cualquier señorete que coge y descubre que sabe encontrar consonantes y enjaretar despropósitos que coloca en la Edad Media o en la moderna, o en la eternidad misma, si se le antoja? ¿Por qué han de creer, los que no saben nada, que para escribir de materia artística sobra todo lo que sea saber algo? ¿Por qué han de pasar por críticos esos que hacen alarde tosco y rústico, digno de los Britos y Blases de Tirso, de ignorar el griego y el latín, y de creer que nadie conoce tan recónditas clerecías? Porque hay gentes así, y porque los tales escriben en periódicos de circulación grande, estamos como estamos, y puede a muchos parecer atrevimiento y hasta amanerada desfachatez   —109→   osar decir, como yo oso -y tres más-, que fuera de los autores citados al principio, aquí no escribe versos en español ningún verdadero poeta.

Por otros caminos van los pocos jóvenes que en literatura valen algo; y aunque Menéndez Pelayo ha escrito entre otros medianos, muchos versos bien sentidos, de forma clásica verdaderamente correcta, tampoco se puede decir que el admirable joven, el pasmo santanderino, sea ni se tenga por poeta en la acepción en que lo son los Hugo, los Zorrilla, etc. Por lo demás, sus poesías valen más, por supuesto, que las de esos ignorantuelos sin gracia, ni delicadeza, ni gusto, ni intención, ni vigor, ni sentimiento, que el Ateneo y los gacetilleros elevan a las nubes, mientras se ríen del que ellos llaman traductor detestable de Horacio, y que por cierto no es tal traductor.

Así como decía con mucho tino y juicio Fernanflor que no tenemos ópera nacional por la sencilla razón de que no la tenemos, faltan en nuestra juventud los poetas por la razón sencillísima de que faltan; y si se puede jurar (que sí se puede) que no hay ninguna ópera española digna de universal admiración, también se puede decir que ninguno de los que escriben en verso, entre los jóvenes literatos españoles, es ni siquiera artista en la acepción rigorosa de la palabra.

Pero no se tome esto como signo general de los   —110→   tiempos. Portugal tiene poetas jóvenes, tiene uno, por lo menos, que vuela con todo el aliento necesario para llegar al cielo; en Francia, donde tanto habla la crítica de cierto orden de amaneramiento, decadencia y falta de ideal, también hay jóvenes de fantasía brillante, de gusto delicado, estilo fuerte y propio, maestros de la rima y del color, que escriben libros de poesías en que podrá verse, si se quiere, la enfermedad de un alma, el cansancio de un pueblo, el abuso de la vida, pero sin que pueda negarse originalidad, sentimiento, idea clara y profunda, ingenio sutil, no enclenque. En la historia de la poesía francesa podrán ser un día estos poetas los representantes de una decadencia; podrá decirse de ellos, en cierto modo, lo que se dijo de la baja latinidad; pero no se les negará importancia, ni genio, ni que fuesen la expresión fiel en el arte de su tiempo y de su tierra.

Y de nuestros rimadores barbilindos, y a veces bobalicones, ¿qué se dirá? Nada absolutamente. En sus versos nihilistas no se revela más que la lucha por el consonante; no son creyentes, no son escépticos, no aman la tradición, no la desprecian, no la embellecen, no la satirizan, no buscan nada, nada encuentran, viven en el limbo; por ellos no sabrá nadie lo que la juventud sentía en España en el último cuarto del siglo XIX, cuando se nos moría el cuerpo, robusto un día, de la fe, y nacía débil, sietemesino,   —111→   callado como un muerto, ridículo por la forma, el pensamiento libre, sin oír en sus sueños reparadores de la infancia el arrullo de las canciones de un poeta. ¡Poeta del libre pensamiento! Tal vez hay uno; pero ese habla en el Congreso y le mide las estrofas el conde de Toreno ¡oh dioses inmortales!, con una campanilla.





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ArribaEl teatro de Zorrilla

Aunque no oso llamarme crítico, en ocasión tan seria y solemne, a lo menos, algo muy pensado y muy sentido puedo y tengo de decir, no sólo del teatro de Zorrilla, sino de todo lo que fue el gran poeta; pero esto no cabe en improvisaciones de tal género; y consagrar al estudio de Zorrilla mucha atención y mucha lectura es para mí hasta un deber sagrado, pues en una súplica cortés, la mayor honra que recibí en mi humilde vida literaria, el maestro inmortal indicó el deseo de que yo ¡tan indigno!, hablara de sus cosas; y en carta, que ha de conservar el doctor Cano, consta esa voluntad del poeta.- Mas antes que yo la cumpla ha de pasar tiempo, pues para considerarme lo más   —114→   digno que pueda de tal honor, necesito estudiar, meditar mucho, y hasta cierta purificación de espíritu, de modo que yo a mis solas entiendo.- Conste, por lo tanto, que lo que ahora escribo no es un juicio definitivo, ni total siquiera acerca de Zorrilla como poeta dramático. No tengo en la memoria todas las escenas de sus muchas comedias; es claro que ni una sola de estas he dejado de leer, pero hay varias que no puedo tener presentes y no hay tiempo, en el plazo que me dan, para repasarlas. Y sin embargo un juicio completo del poeta dramático no puede formarse sin recordar todas sus obras de este género; no quiero hacer como otros que pretenden juzgar todo el teatro de Zorrilla tomando en cuenta tres o cuatro de sus dramas principales. No está todo Zorrilla dramaturgo en Don Juan Tenorio, Traidor, inconfeso y mártir y El zapatero y el rey, segunda parte, aunque en eso esté lo mejor de tal Zorrilla.

No pudiendo juzgar su teatro en general, escojo por materia aquella parte de que puedo decir algo con más clara conciencia de lo que digo; escojo hablar de las obras de Zorrilla que he visto representadas. Como indica Fernanflor, tratando de este   —115→   poeta, no cabe apreciar la obra teatral en todo su valor si no se ve en las tablas. Esto, en general, es cierto, particularmente respecto del teatro moderno. Yo he visto Don Juan Tenorio muy bien representado por Calvo y Elisa Boldún; he visto El zapatero y el rey (2.ª parte) representado admirablemente por Vico y Perrín; he visto Traidor, inconfeso y mártir... medianamente representado por un galán que opinaba, al parecer, que Gabriel Espinosa debía de semejarse mucho a D. Nicolás Salmerón. He visto también El puñal del godo... a muchos aficionados, y he visto algún otro drama del insigne autor a cómicos medianos, sin conservar claro recuerdo de estos últimos espectáculos. Hablaré no más de Don Juan, Traidor, etc., y El zapatero y el rey, aunque en las reminiscencias de otros dramas (v. gr. El eco del torrente, Vivir loco y morir más) se fundarán algunas de las siguientes observaciones.

***

Zorrilla es ante todo un poeta lírico... mas a condición de dar a la palabra un sentido lato que pueda comprender el elemento épico, pero muy   —116→   musical, de las leyendas y en general de la vena descriptiva y narrativa, tan abundante, rica y poética en Zorrilla. Para Taine, Zorrilla, si pudiera conocerlo, sería el poeta por excelencia a juzgar por lo que dice el crítico francés del poeta inglés antiguo que más lleno de poesía le parece. En nuestro gran romántico hay mucha más imaginación que sentimiento; siente y piensa pintando y cantando el mundo exterior; hasta lo más hondo en él es en cierto modo exterior: su religiosidad patriótica, su patriotismo legendario. La psicología de Zorrilla está como incorporada a la psicología nacional, como diría un alemán: es lo más íntimo de Zorrilla un capítulo de la psicología estética de España: tal vez, como el de Castelar, uno de los más importantes en el siglo XIX.

La poesía de Zorrilla es principalmente el amor a la patria en su historia, pero en la historia artísticamente transportada, la historia en lo que tiene de leyenda: mas téngase en cuenta también que la leyenda es historia. Sí, ya se ha dicho: la leyenda es parte de la historia de los que forman y creen la leyenda.

Este carácter general, predominante de la poesía   —117→   zorrillesca (mal adjetivo por la terminación), alcanza al teatro. La leyenda es ya un género intermedio, y sin brusca transición llega Zorrilla a su drama, también legendario (o leyendario). Sus dramas mejores son leyendas patrióticas llevadas con gran maestría, con perfecto desarrollo dramático a la vida real de las tablas. Por ser el teatro de Zorrilla un natural complemento de su genio, no se puede decir de este gran lírico lo que se dijo de Gœthe y de Víctor Hugo: que sus dramas eran inferiores a su obra lírica. No; Don Juan Tenorio no es inferior a nada. Yo admiro los Cantos del Trovador, yo admiro otras muchas poesías de Zorrilla, pero no más que el Don Juan sugestivo, que se filtra en la celda y en el alma de Doña Inés y que la enamora a orillas del Guadalquivir, y nos enamora a todos.

***

Es claro que Don Juan Tenorio es el mejor drama de Zorrilla. El Trovador y Don Juan Tenorio son los mejores dramas de todos los españoles del siglo XIX. Digo que son los mejores, no los más perfectos;   —118→   eso no, antes los más imperfectos entre los mejores. Yo admiro también el Don Álvaro, admiro Traidor, inconfeso y mártir y también el Los Amantes de Teruel encuentro las bellezas que cualquiera verá; pero hay un género de hermosura en algunas cosas del Trovador y el Don Juan que no hay en ninguna otra parte del teatro español moderno. Dejaré ahora el Trovador, que tuvo menos suerte que Don Juan, pues no se trata aquí de García Gutiérrez. Don Juan Tenorio es grande, como lo son la mayor parte de las creaciones de Shakespeare: de un modo muy desigual y a pesar de la desigualdad. Al Tenorio le encuentran defectos hasta los estudiantes de retórica; de Hamlet se han burlado Moratín y el mundo entero, y en nuestros días aún Sardou hace poco descubría contradicciones e incongruencias en el ilustre soñador del Norte. En Don Juan, aunque no hay ciertas faltas de gramática que han visto el autor y muchos gacetilleros, existen multitud de pecados capitales que condenan, no las reglas de Aristóteles, sino las reglas eternas del arte. En la segunda parte es mucho más lo malo que lo bueno, y aunque al público le interesan vivamente las escenas en que intervienen los difuntos, la belleza   —119→   grande, lo excepcional queda atrás, en la primera parte. El que se precie de hombre de cierto buen gusto necesita ser capaz de admirar con inocencia y sin cansancio, y admirar la belleza donde quiera que esté, aunque, la rodee lo absurdo. Una buena prueba de gusto fuerte, original, se puede dar entusiasmándose todos los años, la noche de ánimas, entre el vulgo bonachón y nada crítico, al ver a Don Juan seducir a doña Inés y burlarse de todas las leyes.

Parece mentira que sin recurrir a la ternura piadosa se pueda llegar tan adentro en el alma como llegan la frescura y el esplendor de la primera parte del Don Juan. La seducción graduada de Doña Inés la siente el espectador, ve su verdad porque la experimenta. Triunfo extraño, tratándose del público de los varones, porque por lo común a los hombres nos cuesta trabajo figurarnos lo que las mujeres sienten al enamorarse de los demás. ¿Cómo puede gustar el varón?, se dice el varón constante. Pues cuando el arte llega muy arriba vemos el amor de la mujer explicado, porque de cierta manera anafrodítica nos enamoramos también de los héroes. Este es el triunfo del Tenorio; que nos seduce, y por esta   —120→   seducción se lo perdonamos todo: pecados morales y pecados estéticos.

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Traidor, inconfeso y mártir no se ha de comparar a Don Juan, si se compara es que no se comprende qué clase de excepción es el Tenorio; es más, comprendo que el que compare ambos dramas vea superioridad en el que Zorrilla prefería.

En pocas partes se parece menos Zorrilla a sí mismo que en Traidor, inconfeso y mártir; no porque falten aquí sus facultades poderosísimas, sino porque faltan sus defectos, tan suyos; por los que se le reconoce como si fueran un estilo. En punto a forma correcta, noble, eufónica, eurítmica el Traidor es una maravilla, y tratándose de su autor maravilla doble. El Traidor es a Zorrilla lo que El castigo sin venganza a Lope. Hasta en la composición sabia, ordenada, sobria y atenta al contrapunto dramático, Zorrilla parece otro; y eso que se debe notar que a pesar de haber escrito el gran poeta casi todas sus obras a la diable, como él mismo declara, el gran instinto dramático que tiene le da hechas casi siempre   —121→   unas exposiciones, unos primeros actos que son obras maestras de lo que las reglas clásicas piden en esta materia para despertar el interés y atraer con la armonía. Sea ejemplo este mismo drama, el Traidor, y sea ejemplo el primer acto de El zapatero y el rey, primera parte.

En cuanto al fondo, sería absurdo igualar a Gabriel Espinosa con Don Juan; el pastelero es un romántico misterioso más, de la clase de los ilustres, sí; pero un producto del romanticismo de la época como lo es también Doña Aurora, digna compañera de la valiente Doña Mencía de García Gutiérrez y de la Isabel de Hartzenbusch; pero Don Juan y Doña Inés no son románticos... son clásicos, del clasicismo perdurable.

***

El zapatero y el rey, segunda parte, yo no puedo juzgarlo serenamente, porque es el libro por que aprendí a leer, y que me hizo de por vida aficionado a las letras. Lo sé de memoria, y cuando hace un año Vico lo representaba en Gijón, pude advertirle,   —122→   con gran asombro suyo, que se había comido una redondilla en el monólogo del primer acto.

Una de las cosas más tiernas, más naturalmente sentimentales que ha ideado Zorrilla, es la amistad de D. Pedro el Cruel y el zapatero y capitán Blas Pérez, amistad que comienza en el primer acto de la primera parte y acaba en el campo de Montiel, al terminar la segunda. El Don Pedro de Zorrilla no es ni más ni menos histórico que el de muchos eruditos, pero en la historia poética de España es rigorosamente clásico.

También Don Pedro enamora; desde que tengo uso de razón, y aun desde antes, yo soy un vasallo fiel de Don Pedro; y siendo republicano, también desde niño, para darme cuenta de lo que podían sentir los monárquicos sinceros, cuando los había, cuando lo eran por la gracia del rey, no por el compromiso constitucional, necesito recordar lo que yo sentía por el hermano de D. Enrique, por el león acorralado en el castillo de Montiel.

Y esta impresión viva, natural, fuerte del patos realista se la debo a Zorrilla. Don Pedro, como Don Juan, tampoco es romántico a lo misterioso y fatal como lo son Don Álvaro, el pastelero de Madrigal,   —123→   etc., etc. Don Pedro es romántico como lo son los Don Pedro del teatro español antiguo y otras grandes figuras de Lope, Calderón, Tirso, Rojas, etc., etc.

El zapatero y el rey también ofrece en la composición mucho que admirar, arte exquisito, sobre todo en el segundo acto, que es un cuadro, cuando se representa bien, digno de Rojas en su mejor inspiración, digno de Lope cuando quiere. Y de ellos parece.

***

Y a todos ellos se parece el romanticismo de Zorrilla en sus dramas mejores, si no en el modo de entender el asunto, en la forma dramática y en la poética.

Se va el correo y tengo que terminar este articulejo; pero si tuviera tiempo me detendría a considerar, que si nada hay más anticuado por ser muy de su tiempo exclusivamente, que el romanticismo formal de los versos de Zorrilla mismo en muchas de sus poesías líricas primeras y el de los versos de algunos contemporáneos suyos, lo que es la forma   —124→   retórica de los dramas principales de Don José, ni está anticuada, ni lo estará ya nunca, porque tienen la frescura de lo criado para eterno... eterno a lo menos mientras haya castellano. Sí, cabe decirlo, sin declamaciones ni hipérboles: no se concibe que muera la forma de Zorrilla, dramática y lírica, mientras haya quien sepa español. Zorrilla es ante todo, en el teatro y fuera, el poeta del idioma; no uno de esos que tienen toda la poesía en las palabras; no es eso; no es poeta formal en este sentido. Es que el idioma es un verbo, el verbo nacional, y la musa de Zorrilla es el verbo de su patria, el poético.

En la lengua castellana late un genio nacional; este genio encarna principalmente no en aquellos grandes artistas que serían elocuentes en cualquier idioma, sino en los que, como Castelar en prosa y Zorrilla en verso, no se concibe que sean poetas más que en castellano.