Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

El exilio de los jesuitas andaluces

Inmaculada Fernández Arrillaga



La manifestación regalista de mayor relevancia en todo el reinado de Carlos III fue la expulsión de los jesuitas de todos los dominios de la corona española. Esta decisión supuso además un arduo lapso en la vida de la Asistencia española de la Compañía de Jesús. El destierro de estos regulares de España venía precedido de los que había sufrido la Orden en Portugal y Francia en 1759 y 1764, respectivamente. Pero estos monarcas Borbones no se conformaron con desterrarlos de sus países, sino que persiguieron la total extinción de ese instituto, suprimido en el verano de 1773 a través del breve Dominus ac Redemptor, que fue rubricado por un franciscano, Clemente XIV.

Hoy conocemos detalles importantes sobre la expulsión de los jesuitas andaluces en 1767 -sobre el embarque, el modo en que se intimó la pragmática orden, y el viaje hacia exilio por tierra y por mar-, gracias a los escritos de cinco andaluces expatriados: Alonso Pérez de Valdivia, Rafael de Córdoba, Diego Tienda, Marcos Cano y otro autor anónimo. Éstos, con mayor o menor grado de detalle, dejaron escrita su experiencia en los manuscritos que reseñamos en la primera parte de este artículo. Todas estas obras suponen una fuente esencial para asomarnos a este trascendental acontecimiento, y para ampliar el panorama incluimos la información que sobre la provincia de Andalucía recopiló el P. Manuel Luengo en su conocido Diario1; un escrito que recoge los 49 años que duró ese exilio en más de 60 gruesos volúmenes manuscritos. Todos estos documentos describen un destierro que, por sus consecuencias y por el modo en que se ejecutó, estremeció a la Europa del setecientos.






ArribaAbajoLos escritos de los jesuitas andaluces

Alonso Pérez de Valdivia tituló su manuscrito Comentarios para la historia del destierro, navegación y establecimiento en Italia de los jesuitas andaluces, y también elaboró un compendio de estos Comentarios2. En el momento de la expulsión, el P. Pérez de Valdivia contaba 44 años y era catedrático de Teología en el colegio de los jesuitas de Jaén. Había nacido en Córdoba, y durante su exilio residió en Rímini y en Rávena y, tras la extinción de su Orden, el Senado de Pésaro le encargó la reforma de las escuelas públicas de aquella ciudad. Con posterioridad fue rector del seminario de Gubbio, regresó a España en 1797 y falleció en Sevilla en 17993.

En el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores de Madrid se encuentra una carta en italiano escrita por el jesuita español expulso, y posteriormente secularizado, José Salvador de Vargas-Machuca4, en la que se censura el relato escrito por el P. Alonso Pérez de Valdivia5. Vargas Machuca criticaba a Valdivia por partidista, afirmando que las ideas que expresaba estaban fundadas en un espíritu ciego de defensa a ultranza de la Compañía. Aseguraba que él podía demostrar que aquellos manuscritos solo contenían embustes y tergiversaciones, ya que había padecido junto a los diaristas el destierro y realizado el viaje hasta los Estados Pontificios, y consideraba que el objetivo de los escritos de Valdivia era:

«que algún día salgan a la luz y cuenten una historia basada en testimonios personales y de gentes cualificadas, pero al mismo tiempo falsas y tergiversadas [...] estas serán las fuentes [de] donde beberán los jesuitas para escribir su gloriosa historia, pero también será un documento lleno de calumnias donde la corte española será presentada como la culpable»6.



Al mismo tiempo, acusaba a los expulsos de querer manchar la imagen de los secularizados, y se proponía contradecir todos los comentarios en los que él había sido testigo, para así dar a la Compañía un castigo similar al que recibió de Bernardo Ibáñez en Paraguay7. Desde luego, puso en ello un gran interés, ya que dejó anotados a pie de página una serie de comentarios mucho más extensos que las propias descripciones del P. Pérez de Valdivia. Este escrito de Machuca lleva fecha de 23 de abril de 1773, es decir, 2 días después de que Ganganelli firmase el breve de extinción de la Compañía de Jesús. Lo que, tal vez, justifica la poca proyección que tuvo.

El P. Pérez de Valdivia escribió, asimismo, unas Memorias para los comentarios del destierro, que resultan ser un compendio de sus Comentarios para la historia del destierro, aunque solo se conserva la parte que abarca desde 1784 hasta 17908. Pérez de Valdivia, además de escribir su propia narración, alentó al P. Bernardo Recio, perteneciente a la provincia quiteña, para que escribiera una relación con los acontecimientos de su viaje a Italia, y la puso a buen recaudo entre su recopilación de papeles.

Otro de los jesuitas andaluces, Rafael de Córdoba, escribió la Relación inédita del destierro de los padres jesuitas de Andalucía en 1767. El P. Córdoba era rector del colegio de Cádiz en el momento de la expulsión, y fue el superior de los jesuitas andaluces cuando estos se establecieron en la ciudad corsa de Calvi. Comienza su escrito el 25 de marzo de ese año, describiendo la forma en la que les intimaron la pragmática de expulsión. Explica las temporalidades que registraron y el dinero que se halló en cada casa, así como el trato que recibieron los novicios y lo que les ocurrió a los irlandeses e ingleses que había en el Colegio de las Becas. Narra, muy sucintamente, la situación de los jesuitas más ancianos y lo que ocurrió con los colegiales, y da noticia de la llegada a Sevilla de los jesuitas que faltaban de algunas ciudades extremeñas junto con los de Córdoba y Carmona. Este relato no ocupa más de quince páginas, contiene extensas anotaciones al margen, la mayoría escritas con posterioridad al diario del viaje9, y tiene un final muy significativo que podemos enmarcar dentro de esa política de invitación a que quedara constancia de la expulsión. El relato del P. Córdoba acaba el día 2 de mayo en el puerto de Jerez, advirtiendo que quedaron en tierra treinta personas, enfermas o ancianas, y escribe: «víctimas de una horrible inquietud. Hablará por nosotros uno de ellos».

Tras estas letras, y en el mismo manuscrito, aparece una copia del diario del cordobés Diego Tienda10. Este sacerdote había nacido el 13 de junio de 1726 y era profeso de Cuarto Voto desde 1759, siendo en 1767 profesor de Filosofía en el Colegio de San Hermenegildo de Sevilla. Escribió un Diario de la navegación de los jesuitas de la Provincia de Andalucía desde el Puerto de Santa María y Málaga hasta Civitavecchia, en el que no nos detenemos porque ha sido estudiado, en profundidad, por Enrique Giménez y Mario Martínez11, así como por José Antonio Ferrer Benimeli12. Este escrito se encuentra custodiado en el Archivo Municipal de Sevilla13 y hay otra copia en el Archivo de la Provincia de Toledo de la Compañía de Jesús14.

Los autores referidos en el párrafo anterior y Francisco de Borja Medina15 estudiaron también la obra del P. Cano16: un sacerdote del mismo colegio sevillano, que había nacido el 9 de febrero de 1730 en Jaén y que entró en la Compañía el 23 de febrero de 1750, profesando el Cuarto Voto el 3 de diciembre de 1767. Se fugó de Córcega el 5 de octubre de 1768 y, el 23 de octubre de ese mismo año, se secularizó y residió en Roma hasta después de la extinción de la Compañía. Su descripción, que tituló Viaje de los últimos jesuitas andaluces y descripción de Ajaccio, se encuentra en el Archivo Municipal de Sevilla17, donde solo se conservan cinco folios de su escrito, concretamente los referidos a su llegada a Ajaccio. El P. Cano comentaba, escuetamente, las incidencias del viaje que realizaron a Córcega, desde su salida de Cartagena el 6 de octubre de 1767 hasta su llegada a Ajaccio, ciudad en la que desembarcaron el día 5 de noviembre de ese mismo año. Los pocos folios manuscritos que se conservan en este archivo intentan describir la ciudad y las características que más llamaron la atención al jesuita, centrándose en el aspecto y la vestimenta de los hombres y las mujeres de la villa corsa, ninguno de los cuales sale bien parado, en esta breve y negativa descripción de la población de la isla.

Señalaremos, por último, dos manuscritos relativos a la provincia de Andalucía: el titulado Diario breve de la navegación a Italia18, y otro, escrito por Diego Tienda. El primero es un sintético cuaderno de bitácora, realizado durante la navegación desde el Puerto de Santa María, en mayo de 1767, hasta su desembarco en Calvi, el 14 de julio. Los comentarios son escuetos y referidos, fundamentalmente, al tiempo que hacía y a los acontecimientos propios de la singladura, por lo que aporta escasa información en cuanto a la situación de los expulsos19.

El segundo, Diario de la navegación de los jesuitas de la Provincia de Andalucía desde el Puerto de Santa María y Málaga hasta Civitavecchia, que escribió el P. Tienda, descansa en el Archivo Municipal de Sevilla20, aunque hay una copia parcial de este Diario en el Archivo que la Compañía de Jesús tiene en Alcalá de Henares21. Se trata de un apunte comentado por los profesores Giménez y Martínez22 y, posteriormente, por Ferrer Benimeli23.

Pero hubo otros diaristas que también dejaron constancia de algunas de las vivencias de los jesuitas de la provincia andaluza en sus manuscritos. Este fue el caso del P. Manuel Luengo, un expulso perteneciente a la provincia de Castilla, que, paciente y escrupulosamente, elaboró la crónica más extensa, detallada y menos ecuánime de las que hasta ahora se conocen sobre aquel éxodo y posterior exilio. Hemos tenido, pues, también en cuenta las referencias que hace Luengo sobre sus cofrades andaluces a la hora de elaborar este artículo. Al tiempo que recogemos comentarios puntuales de otros cronistas pertenecientes a la provincia de Aragón, como el P. Olcina, para comparar o corroborar consideraciones de los desterrados andaluces.




ArribaAbajoEjecución de la expulsión en la provincia de Andalucía

En 1767, la Asistencia española de la Compañía de Jesús estaba formada por 11 provincias: Andalucía, Aragón, Castilla y Toledo reunían a los religiosos de la metrópoli, mientras que en ultramar se encontraban las provincias de Chile, México, Paraguay, Perú, Quito, Santa Fe y Filipinas. Todas juntas agrupaban a más de cinco mil religiosos. La provincia de Andalucía englobaba la actual comunidad autónoma homónima, parte de Badajoz y las Islas Canarias, y era en Andalucía donde se localizaban alrededor del 35% de los centros que poseía la Compañía en su Asistencia de España24, situándola en un segundo lugar en importancia, detrás de la provincia de Castilla25. Contaba con unos 700 miembros que se repartían en 42 domicilios:

Localización de casas y colegios de la Compañía en la provincia de Andalucía (1767)
Reino de Sevilla26Reino de GranadaReino de CórdobaReino de Jaén27
Colegio de AntequeraColegio de GuadixCasa de BaenaColegio de San Ignacio/Baeza
Colegio de Arcos de la FronteraColegio de LojaColegio de Santa CatalinaColegio de Santiago/Baeza
Hospital del Puerto de Santa MaríaColegio de MálagaColegio de la AsunciónColegio de Cazorla
Colegio de CádizColegio de MotrilColegio de MontillaColegio de Jaén
Colegio de Jerez de la FronteraColegio de San PabloColegio de Úbeda
Colegio de CarmonaColegio de San Bartolomé
Colegio de ConstantinaColegio de Santiago
Colegio de Écija
Colegio de Marchena
Colegio de Morrón
Colegio de Osuna
Colegio de Sanlúcar
Hospicio de Indias
Casa profesa de Sevilla
Noviciado de San Luis
Colegio de San Hermenegildo
Colegio de la Concepción
(Las Becas)
Colegio de Trigueros
Colegio de Utrera
Seminario de ingleses de San Gregorio
Seminario de irlandeses de San Patricio (Los Chiquitos)

Islas CanariasExtremadura28
Colegio de Las Palmas (Gran Canaria)Colegio de Frenegal (Badajoz)
Colegio de Orotava (Tenerife)Colegio de Higuera La Real (Badajoz)

A todos estos establecimientos llegó la orden de expulsión con la misma puntualidad, y poco varió en su ejecución de una ciudad a otra. Una medida que, si bien sorprendió a los regulares, fue más por la forma que por el hecho en sí, pues ahora sabemos por los escritos de los diaristas referidos, que estaban informados de que más temprano que tarde serían desterrados. De hecho, hasta la misma noche anterior a su exilio estuvieron recibiendo consejos y advertencias de personas cercanas sobre las medidas que la Corona iba a tomar contra ellos. Lo que sí resultó una conmoción fue el modo en que se produjo, su eficacia, la rapidez y la extremada rigurosidad. Centrándonos en el caso andaluz, el P. Medina asegura que el 22 de marzo de 1767 llegó un correo a las autoridades competentes sevillanas en el que se exigía máxima discreción con respecto al pliego lacrado que se adjuntaba, advirtiendo que no debía abrirse, bajo ninguna circunstancia, hasta la madrugada del 2 de abril. Así se hizo. Una vez leída la orden de destierro, el teniente convocó en su casa a los oficiales de la tropa para darles las órdenes oportunas. Y, al amanecer, la tropa rodeaba las casas y los colegios de la Compañía, llamaba a las puertas y reunía a los jesuitas en un mismo recinto donde se les intimaba la pragmática ley por la que Carlos III los expulsaba de sus dominios fundándose en motivos que «reservaba en su real pecho», una fórmula que esquivaba cualquier tipo de posterior explicación29.

A los regulares se les requirió en el aposento del rector, donde les fueron leídos el decreto de expulsión y la larga instrucción que había llegado de la Corte sobre el modo en que debía ejecutarse la Orden Real. Se decía en ella que las autoridades civiles debían apoderarse de los papeles que hubiera en los archivos, de los libros de las bibliotecas, de los enseres de las sacristías, y de todo aquello que consideraran de interés. También se les comunicó que quedaba terminantemente prohibido escribir sobre su exilio -por lo que todas sus narraciones se elaboraron en la más estricta clandestinidad-, y que durante su destierro gozarían de una ayuda económica, una pensión vitalicia, procedente del dinero obtenido de la venta o el arrendamiento de sus propiedades, las cuales, desde ese momento, quedaban incautadas30. Una de las intenciones de la entrega de esta pensión era evitar posibles reproches económicos del Pontífice a la hora de recibir a sus súbditos31.

Ahora bien, la pensión no fue solo un pago trimestral, más o menos puntual, sino que esta retribución se convertiría en uno de los métodos más eficaces de control de los jesuitas en el exilio. En reiteradas ocasiones, amenazando con no cobrar la pensión, se restringió la movilidad de los expulsos, se les impuso una residencia y un tipo de vida determinada, y se moldearon sus intenciones. También se utilizó la pensión como acicate, premiando a los que la Corte consideraba que estaban realizando una buena labor en defensa de los intereses españoles; en estos casos, que ciertamente fueron pocos, se doblaba o triplicaba la cantidad de dinero que solían recibir.

Los jesuitas fueron firmando la aceptación del Real Decreto por orden de antigüedad. La política que se llevó con los novicios fue completamente distinta, ya que se los separó de los padres y se les dio la opción de seguir o no a los expulsos en su destierro. Gracias a los diarios que escribieron32 sabemos cómo se intentó alejarlos de los jesuitas para que no abandonaran España. Se les advertía, pertinazmente, de los peligros que corrían en caso de decidir seguir a sus tutores en el exilio, ya que, al no tener derecho a percibir pensión, se verían obligados a depender de la caridad de los expulsos para poder sustentarse o tendrían que vivir de limosnas. Y, cuando estas advertencias no causaban el efecto que las autoridades pretendían, se llegaba a la intimidación e incluso a la humillación. Por contra, se los tentaba con la tranquilidad que disfrutarían, caso de quedarse en el país, pudiendo ingresar en cualquier otra orden. De los 32 novicios con que contaba en 1767 la provincia de Andalucía, solo viajaron con los expulsos cuatro, y de ellos únicamente un escolar era andaluz33. Meses más tarde se unirían pequeños grupos de estos jóvenes a la provincia de Andalucía ya exiliada en Córcega o en Italia, tema que tratamos más adelante.

Volviendo al resto de los jesuitas, desde sus respectivos centros se los trasladó a una casa prefijada en cada provincia, que se denominó caja, cercana al lugar desde el que tendrían que embarcar rumbo a Roma. El P. Luengo, un jesuita expulso de la provincia de Castilla, donde la ejecución del destierro se llevó a cabo de la misma manera que en el resto de España, describió en su Diario este traslado, desde su colegio de Santiago hasta la caja de La Corana, de este modo:

«La marcha se dispuso de esta manera. En la vanguardia, y rompiendo por la gente, venían el Capitán del Regimiento de Navarra con un buen piquete de soldados y tambor batiente. Por los dos costados nos ceñían dos filas de soldados como de veinticinco hombres y por la retaguardia nos cubría otro buen piquete mandado por el Teniente Capitán, nosotros íbamos en medio de los soldados y nosotros y estos, oprimidos de un inmenso pueblo que ocupaba todas las calles por donde fuimos pasando»34.



Los lugares elegidos para que embarcaran los jesuitas andaluces rumbo a los Estados Pontificios fueron, para los que pertenecían a los reinos de Jaén, Córdoba, Sevilla y los del sur de Extremadura35, el Puerto de Santa María; para los jesuitas del reino de Granada, la rada de Málaga, por lo que en esta ciudad se abrió una segunda caja que aglutinó a estos otros andaluces36. Antes de subir a bordo se procedió a la formación de un catálogo o una lista en la que debían figurar todos los jesuitas que salían de España. Al tiempo que se les entregaba medio año de la pensión que se ordenaba en la pragmática.




ArribaAbajoDe la animadversión de Carlos III al desaire de Clemente XIII

Itinerario de los jesuitas

Fuente: Diario, P. Luengo. Elaboración propia.

El 2 de mayo embarcaron los jesuitas de los reinos de Córdoba, Jaén y Sevilla, junto con los extremeños, en el Puerto de Santa María. Al mando del convoy, Pedro Lombardón dirigió las naves a Málaga para recoger a los regulares del reino de Granada. El 18 de mayo avistaban el Cabo de Palos, y llegaban frente a las costas vaticanas la noche del 30 de ese mismo mes.

El hecho de que los jesuitas españoles no fueran aceptados por Clemente XIII en los Estados Pontificios se ha entendido como una medida protectora del Papa hacia la Compañía, que intentaba presionar a Carlos III para que se retractara de la medida expulsatoria y aceptara que los jesuitas volvieran a su patria. Nada más lejos de las intenciones del monarca Borbón y mucho menos de las de sus ministros, que no se amedrentaron ante la negativa papal y desembarcaron a los expulsos en las conflictivas costas corsas, después de aceleradas negociaciones con Génova, que regía la isla -enfrentándose en aquellos momentos a la sublevación de los independentistas corsos- y con Francia, que prestaba ayuda armamentística a los genoveses.

Pero los jesuitas españoles, embarcados desde hacía cinco días frente al puerto de Civitavecchia, solo sabían que el Papa no los quería en sus estados y que el Rey tampoco. Así pues, en cuanto levaron anclas los barcos en los que eran transportados, se creó a bordo un inmenso estado de incertidumbre. No hay que olvidar que desconocían por completo a dónde los llevaban. Y, como muestra de que no se trataba de miedos puntuales sino de un auténtico trastorno colectivo, el aragonés P. Olcina37 narra en su escrito lo sucedido una de esas noches a bordo del navío en el que viajaban los alicantinos:

«Estábamos tranquilamente durmiendo todos los jesuitas de mi barco cuando, uno de ellos, soñando que le corrían por la cama los ratones, se asusta, grita y empieza a dar golpes sobre su cama y sobre la de su vecino. Los golpes y gritos descompasados que daba despiertan a los que dormían cerca; piensan que los marineros les van a degollar y comienzan también a dar gritos desaforados y golpes al aire, por estar casi del todo a oscuras para defenderse y salvar, si era posible la vida, aunque saliesen con un par de cuchilladas por barba [...] y de toda aquella sarracina que se movió en un instante, fue la única causa un hermano coadjutor poco despierto y un ratón enteramente soñado»38.



Durante todo el tiempo de la travesía desde Civitavecchia hasta la isla mediterránea, los religiosos soportaron las lógicas incomodidades de la vida en los barcos39. El P. Larraz, otro diarista de la provincia de Aragón, nada más divisar las costas corsas explicaba:

«Al estar el puerto de Bastia rodeado de altos montes, unido a lo riguroso de la estación, hacía que los rayos del sol abrasasen a los encerrados en las naves durante el día, y por la noche la falta de ventilación en los dormitorios, ya caldeados de día, y la aglomeración de la mucha gente allí amontonada, eran causa de que se sintiese un extraordinario calor, que materialmente los ahogaba, sin dejarles dormir ni descansar. Si a esto añadimos la falta de aseo en los buques la consecuencia fue la multiplicación de plagas de insectos, que se hicieron muy incómodos y molestos y de ratones que, en algunas naves, se propagaron de manera asombrosa, llegando a formar sus nidos en los colchones y de noche hacían sus excursiones paseándose impunemente por el dormitorio y aun corriendo por encima del rostro de los que estaban deseando descansar en las camas».



Por su parte, el P. Luengo relata en su Diario el encuentro entre las provincias de Castilla y Andalucía, el 16 de junio, mientras se encontraban en el golfo de San Esteban esperando la orden de desembarco en Córcega. Ese día les permitieron que establecieran comunicación entre ellos, y muchos andaluces subieron a bordo del «San Juan Nepomuceno» para poder saludar a José Francisco de Isla40, uno de los sacerdotes con mayor prestigio entre todos los jesuitas españoles.

Aprovecharon, pues, para contarse el modo en que se efectuaron los distintos arrestos, su viaje, y para animarse mutuamente en la difícil situación en la que se encontraban, especialmente después del desengaño que sufrieron en el puerto romano. Los andaluces habían aprovechado la cercanía con Civitavecchia del golfo en el que estaban anclados para enviar algunas cartas a Roma. Desde la Ciudad Eterna el P. Lorenzo Ricci consolaba a Fernando Gamero, provincial de Andalucía41, y le instaba a velar por la educación de los novicios y escolares que los acompañaban, para que, allí donde fueran desembarcados, pudieran continuar con sus estudios.

Otros jesuitas andaluces también habían entrado en contacto epistolar con el Asistente de España en Roma, el andaluz P. Montes42, quien les había confirmado la sorpresa que supuso en la capital vaticana la prohibición del Papa al desembarco de los jesuitas desterrados por Carlos III y las reacciones que causó. La más llamativa para el P. Montes fue que la mayoría de los españoles residentes en Roma y de los italianos que tenían algún tipo de relación o dependencia con la Corte de Madrid o Nápoles se alejaron de todo contacto con los jesuitas.

También contaba en sus cartas el P. Montes que Clemente XIII había escrito a los cardenales de España «empeñándoles y conjurándoles de todos los modos posibles» para que intercedieran en favor de la Compañía en la Corte de Madrid y desengañaran al Monarca en los puntos en que pudiera haber sido confundido. Y añadía que:

«[...] el Santo Padre, como es de un corazón tierno y compasivo, y ama ciertamente la Compañía, estaba muy inclinado a recibirnos en sus Estados, como recibió siete años ha a los jesuitas portugueses, pero que halló tanta resistencia en la mayor parte de los cardenales, habiendo propuesto la cosa en un Consistorio, que tomó la determinación de no admitirnos y de ella se dio prontamente parte a la Corte de Madrid»43.



Los motivos que disuadieron a Clemente XIII para no recibir en sus dominios a los desterrados españoles -influido por su secretario de Estado, Torreggiani- fueron -en opinión del P. Montes- cuatro. El principal, dejar constancia de las regalías que el Sumo Pontífice disfrutaba en sus estados, entre las que se incluía la elección de quién entraba y quién no era admitido en sus territorios. Es decir, el Papa protegía sus prerrogativas del mismo modo que lo hacían los Borbones. Y resultaba evidente que el método que utilizó el monarca español de enviar a los jesuitas, sin consultarle, atentaba contra la soberanía pontificia y presumía un implícito no reconocimiento de su condición de príncipe de los Estados Pontificios.

En segundo lugar, argumentaba el Asistente de España, el Santo Padre temía que, si admitía a los españoles en ese momento, «mañana le quieran enviar también los jesuitas napolitanos y acaso también los franceses; y hecho este ejemplar con los jesuitas cualquier príncipe que se disguste con estos o aquellos regulares, le parecerá que tiene derecho de enviárselos al Papa a sus estados». No olvidaba el P. Medina recordar los recelos que tenía Clemente XIII con respecto a que la pensión que se les había señalado en España no se hiciera efectiva o de que sirviera -como de hecho se utilizó- de medio de sujeción de la conducta de estos regulares por parte de España. Por otro lado, el pontífice hacía hincapié en la difícil coyuntura que se estaba viviendo en Roma por la carestía de grano, ante lo cual la aparición de más de cinco mil hombres podía ocasionar gravísimas consecuencias al país y a sus habitantes.

Eso sí, el P. Montes intentaba consolar a los jesuitas andaluces asegurándoles que en Roma «se habla mucho de mostrar tesón, pecho y fortaleza apostólica en nuestra causa; y que, a juzgar por las cosas venideras, por el presente semblante, espíritu e intrepidez de aquella Corte, no se puede dudar que se llegará a los extremos, que se echará la mano aun de remedios violentos, y se hará uso de las terribles armas de la Iglesia». E informaba que, después de llegar a Nápoles la noticia del destierro de los jesuitas de España, intuyendo que pronto se haría lo mismo con los napolitanos, habían acudido los acreedores a los colegios jesuitas pidiendo que les fueran abonadas las deudas, y que, para satisfacer a todos prontamente, se habían tenido que vender algunas alhajas de las iglesias de la Compañía44. También se hablaba en Roma de vender algunas piezas de plata de aquellas iglesias para quitar deudas que se contrajeron al arribo del millar de jesuitas portugueses a aquella ciudad45.

El día 18, jueves de Corpus, mientras los jesuitas castellanos, embarcados en el «Nepomuceno», celebraban en el Alcázar de su navío una comunión general, el convoy andaluz, comandado por «La Princesa» y al mando de Lombardón, aprovechaba un levante madrugador para alejar a los jesuitas de la provincia de Andalucía de la ensenada de San Esteban. El P. Luengo lo describía así:

«Se compone este convoy de Andalucía de 7 embarcaciones. Una es el dicho navío de línea "La Princesa", en el que vienen pocos jesuitas [...]. Otra es un miserable barco longo de Málaga, que parece solo puede servir para hacer algún comercio sobre la costa, y es bien dudoso que su dueño se atreviese a enviarle a Civitavecchia desde Málaga, cargado de bacalao y con todo eso se ha juzgado a propósito, para enviarle al mar lleno de jesuitas. Las otras cinco son buenas embarcaciones mercantiles, en las cuales viene casi toda la Provincia y habiendo registrado con bastante atención dos de estas, me atrevo a decir, que vienen los padres andaluces, aun con mayor estrechez y apretura que nosotros [los castellanos]»46.



Diez días más tarde ya se encontraban reunidas frente a Bastia, en el golfo de San Florencio, ambas provincias, Andalucía y Castilla, junto a los jesuitas procedentes de Toledo. Se fueron sucediendo las visitas de navío en navío, pero al día siguiente se les informó de que a partir de entonces se les permitiría bajar un rato a pasear por la ensenada de Bastia después de cenar. El 29 de junio, pues,

«se cubrió la ribera de jesuitas y efectivamente nos hallaríamos en ella como unos novecientos o mil. Y esta es la primera vez, que ponemos el pie en tierra desde que nos embarcamos en los puertos de España»47.






ArribaAbajoCórcega: una isla para la inclemencia

La falta de escrúpulos del comandante Lombardón aceleró el desembarcó de casi 400 padres andaluces en la pequeña villa de Argajola y de otros más de 200 en la ciudad de Calvi el 14 de julio. Allí mismo, pocos días después, bajaron a tierra los jesuitas que pertenecían a la provincia de Castilla. En total se desembarcarían en Córcega más de 3000 jesuitas, a los que se supone que debería añadirse poco después el contingente de los religiosos procedentes de América y Filipinas.

Pocos días después, los navíos que habían trasladado a los jesuitas volvieron a España. Verlos partir fue uno de los momentos más duros para los desterrados, que comprobaban así el abandono de que eran objeto. El 21 de julio escribía el P. Luengo:

«Esta mañana a buena hora levantó sus áncoras el navío "La Princesa", mandado por el Sr. Lombardón, y dejando a los padres de Andalucía, de quienes ha sido conductor en un estado tan miserable ha marchado a Cartagena48. Bien es necesario tener un corazón de tigre para abandonar en tanta miseria y desventura a tantos hombres honrados, sacerdotes y religiosos y una cara sin rubor, para presentarse en España después de una acción tan infame, tan inhumana y cruel, especialmente no teniendo orden expresa y formal de la Corte de dejarnos en esta isla, como cada vez se tiene por más seguro y más cierto49. Él pintará la cosa a su modo, y estará muy lejos de decir la verdad»50.



Establecimiento de los jesuitas espñoles en Córcega

Fuente: Diario, P. Luengo. Elaboración propia.

A finales de julio de 1767, recién desembarcados en Córcega, los jesuitas pretendieron formar en aquella ciudad tantas casas y colegios como tenían en España, conservando los mismos nombres y a los mismos superiores. El objetivo que perseguían era poder reproducir el sistema de vida que habían dejado en España. Vivir en comunidad y organizar las actividades que llevaban antes del exilio fue su máxima. Los motivos, varios: en primer lugar, suponía una garantía de continuación de la actividad religiosa comunitaria que se habían propuesto salvaguardar. Por otra parte, garantizaba que sus actividades docentes, piadosas y las relacionadas con sus votos tendrían una prolongación, a pesar del alejamiento de la patria, y, en último lugar, aunque no por ello de menor importancia, contaba el asunto económico. Permanecer unidos suponía un ahorro considerable en los gastos de manutención, amén de alejar posibles tentaciones de fuga entre los miembros.

Esta fue una política que no siguieron los jesuitas de la provincia de Andalucía51. Su superior en Calvi, que siguió siendo el ya mencionado Rafael de Córdoba, desbordado por las circunstancias, consideró que cada religioso podía quedarse con el dinero que le entregaban los comisarios y eso, además de desastrosas consecuencias para la comunidad, trajo consigo numerosas deserciones.

«Se ha descubierto estos días una miseria de muchos sujetos de la Provincia de Andalucía, que hasta ahora había estado encubierta. Algunos de los que escaparon de esta isla en los primeros meses de guerra y de tanta inquietud y turbación, llevaron poderes de otros muchos de los que quedaron aquí, para que se les sacase en Roma la dimisoria o rescripto de secularización. Lo han sacado efectivamente y ya ha días que llegó despachado por la penitenciaría para veinticuatro padres de la Provincia de Andalucía»52.



Todos los regulares que estaban alojados en la ciudad de Calvi sufrían las mismas incomodidades. Pero todavía eran mayores las de los jesuitas establecidos en Argajola. A finales de enero de 1769 llegó a Calvi la noticia de que el provincial de Andalucía había pedido al comisario coronel permiso para solicitar algún préstamo sobre la pensión que tenían que darles tres meses más tarde. Fernando Coronel se lo concedió y les tranquilizó asegurándoles que se haría efectiva la siguiente entrega de la ayuda procedente de Madrid sin falta y, como muestra de buena fe, el propio comisario les prestó algún dinero. No hay que olvidar la situación en la que estaba la isla: una guerra civil que enfrentaba a los independentistas corsos contra las guarniciones genovesas, que contaban con el soporte de los franceses y que tenían bajo su control las poblaciones litorales en las que se establecieron los expulsos. Así se comprende que supusiera un auténtico lujo tener un techo bajo el que cobijarse.

La estancia en aquella isla, estudiada por Ferrer Benimeli53 y Martínez Gomis54, duró hasta la noche del 15 de septiembre de 1768, día en que los jesuitas comenzaron a subir a las naves que los franceses habían preparado para sacarlos de la isla y poder así disponer de alojamiento para sus tropas. Todas las provincias fueron reunidas frente a las costas de Calvi, ya que desde allí pretendía salir un único convoy con destino a Génova55.

El embarque fue muy accidentado por la cantidad de personas que subieron a bordo y por la falta de previsión en cuanto a espacio, enseres que se iban a transportar e, incluso, en cuanto al tipo de comida de que dispondrían a bordo. El P. Luengo, a mediados de septiembre, comentaba desde Calvi:

«Esta mañana salieron de aquí hacia Argajola dos falúas a remo y hallaron el mar tan alto a la entrada del puerto, que no se atrevieron los marineros a pasar adelante. No obstante de estar tan malo el viento y el mar, ha venido de Argajola una de las dos tartanas que estaban allá y trae muchos ajuares y algún otro sujeto. Otros muchos de los padres andaluces han venido por tierra con grandísima fatiga y ha sido un espectáculo que nos ha causado mucha compasión. Han tenido los pobres que hacer un camino de dos a tres leguas, la mitad de cuestas bien agrias y la otra mitad muy arenoso; y lo peor de todo era que les daba tan de cara el viento impetuoso revuelto con agua, que no les dejaba dar un paso adelante y así no es extraño que todos hayan llegado rendidos y pasados de agua y que un pobre viejo no pudiendo resistir más cayese desfallecido en el arenal, adonde se acudió prontamente con una silla para traerle a la ciudad. Aun después de todo este trabajo, faltan de venir muchas de sus cosas y algunos sujetos, y así han suplicado al Comandante del convoy, que suspenda algún tanto la marcha; y es mucha razón que se les oiga, aunque a nosotros se nos siga la incomodidad de que se dilate algún otro día el habitar en esta embarcación tan pequeña para tanta gente»56.



La razón de tales prisas y de los perjuicios causados a los expulsos durante todo su viaje hacia Italia se explica por dos circunstancias: en primer lugar, el Tratado de Compiègne del 15 de marzo de ese mismo año, por el que la isla dejaba de pertenecer a la república de Génova y pasaba a la soberanía francesa, que iba a enfrentarse contra los independentistas y, por tanto, necesitaba que los jesuitas españoles abandonaran Córcega, posibilitando que se establecieran sus tropas en las casas que ellos dejaban. La segunda eventualidad fue la aceptación implícita de Clemente XIII para que los jesuitas españoles entraran en los Estados Pontificios, agobiado por las presiones que recibía para que se suprimiera el instituto ignaciano.

El viaje hasta las legacías pontificas en las que se les confinaría fue espantoso. Tuvieron que recorrer a pie y sobre caballerías cerca de 200 kilómetros, en unas condiciones climáticas pésimas, resistiendo las fuertes lluvias y el frío característico de esa época del año en los Apeninos, y pagando precios excesivos por el transporte. La correspondencia diplomática asegura que llegaron con «bestidos desgarrados y rotos, pero parece que están bien proveydos de doblones de oro»57; esa debió ser la imagen que también recibieron los campesinos italianos y los arrieros, que, en ocasiones, estafaron a los expulsos cobrándoles sumas exorbitantes. Además, fueron rechazados por los jesuitas italianos, que, desde el principio, dejaron muy claro a los españoles que no recibirían ningún apoyo suyo, y no siempre pudieron hacer, durante el viaje, más de una comida al día. Con ese abatimiento atravesaron Parma, Regio, Módena y, al cruzar en barcas el río Panaro, entraron en los Estados del Pontífice. Era el 5 de noviembre de 1768. Ese mismo día, ya en la campiña de Bolonia, Luengo escribía:

«Como a 2 ó 3 millas de Módena pasamos sobre barcas el río Panaro, pusimos los pies en los Estados del Sumo Pontífice. Y aquí no hubo ninguno a quien no se le excitasen mil afectos de ternura y devoción, de gozo y de consuelo. Al fin, después de tantos peligros y miserias hemos llegado a los dominios del Papa, padre común de todos los fieles y, como esperamos, con alguna especialidad nuestro. Y donde nuestros perseguidores nos dejarán vivir tranquilamente a nuestro modo y morir en el mismo tenor de vida si así lo dispusiese el cielo»58.



Establecimiento de los jesuitas españoles en los EStados Pontificios

Fuente: Diario, P. Luengo. Elaboración propia.




ArribaRímini: una ciudad para el extrañamiento

La mayoría de los jesuitas andaluces se establecieron en Rímini, una ciudad situada frente a la costa adriática. El profesor Medina sitúa aquí a unos 370 expulsos; «otros 70 quedaron en Santo Arcángelo, en cuatro casas, y algunos menos en Faenza»59. Allí recibieron en el verano de 1773 el breve Dominus ac Redemptor por el que Clemente XIV, presionado por las cortes borbónicas y lusa, suprimía la Compañía de Jesús.

A estos religiosos se habían ido uniendo algunos de los novicios que, en el momento de la expulsión de España, no pudieron embarcarse con los padres. Cuando ya estaban establecidos en Córcega los expulsos, llegaron a Argajola dos novicios procedentes de Andalucía. Habían salido de España a pie y viajado hasta Roma confiando en reincorporarse allí a su provincia, pero, informados del destino de los padres, embarcaron hacia Córcega y llegaron a finales de enero de 1768, es decir, nueve meses más tarde. Francisco de Borja Medina también recoge la llegada de dos novicios en 1768 a esta isla y, un año más tarde, de otros tres escolares, dos sevillanos y un gaditano, para reincorporarse a la Compañía60. Llegó noticia de la llegada de uno de estos, el joven Silva61, a la provincia de Castilla y así lo registró Luengo desde la campiña boloñesa:

«De Bolonia escriben que ha estado allí uno de estos días un jovencito llamado Silva que era novicio en la Provincia de Andalucía al tiempo de nuestro arresto, y parece que viene a incorporarse otra vez con ella. Salió el día 8 de julio de Cádiz, que es casi lo más apartado de España, para venir por tierra a este país. No cuenta las circunstancias de su viaje [...] pero, de todos modos, es una de tantas acciones grandes y aun heroicas que han hecho tantos jóvenes españoles por seguir a la Compañía de Jesús en su ignominioso destierro»62.



Ya en septiembre de 1769 Luengo registra el paso por Bolonia de tres jóvenes andaluces que habían realizado su noviciado en la provincia de Andalucía antes de la expulsión. Al llegar a la ciudad vaticana preguntaron por algún colegio de la Compañía, confiando en que los atendieran hasta que pudieran encontrar a los españoles, pero los jesuitas italianos de Santa Lucía no solo no les abrieron sus puertas, sino que los enviaron a un mesón sin ningún tipo de información sobre los padres andaluces. Luengo se escandalizaba del comportamiento de estos hermanos de orden, que no fueron capaces de enviarles a cualquiera de las muchas casas en las que ya entonces se encontraban viviendo los jesuitas castellanos y que habrían podido muy bien cobijarlos y orientarlos hacia el reencuentro con su provincia.

En la Navidad de 1786 Rímini sufrió una sucesión de terremotos cuyas consecuencias conmovieron a toda Italia. Los jesuitas castellanos recibieron una serie de cartas de los andaluces en la que describían la difícil situación que estaban padeciendo, viviendo en chozas -como gran parte del resto de la población- y teniendo todo tipo de altercados aquellos que pretendían salir de la legacía, aunque alguno lo consiguió63. Los que se quedaron tuvieron problemas hasta para poder cobrar la pensión, ya que la dispersión a la que les habían forzado el pánico y la destrucción de gran parte de la ciudad hacía muy difícil que pudieran reunirse y firmar la percepción de la ayuda monetaria. Algunos habían salido porque se habían quedado sin casas; otros, atemorizados, evitaban volver a entrar a Rímini, y todos pidieron a Luis Gnecco que permitiera que un comisionado firmara por todos los ausentes. En esta ocasión, el comisario fue condescendiente y dio el permiso, aunque una de las condiciones que siempre se mantuvo durante el destierro de los españoles era que para poder cobrar tenían que ir personalmente a recoger y firmar la entrega del dinero, como un método de control por parte de Madrid sobre los desterrados.

Pero en Rímini la situación era tan terrible tras los desoladores temblores que incluso se solicitó una ayuda económica extraordinaria para que los jesuitas andaluces pudieran rehacer sus vidas en aquella ciudad. No hubo respuesta hasta que en los primeros días de marzo de 1787 se repitió el seísmo. Por entonces muchos de los andaluces ya habían comenzado la restauración de las casas y de su cotidianeidad, y estos nuevos problemas hicieron que sus peticiones económicas cobraran nuevos bríos.

Por otra parte, y raíz de estos perjuicios, un número considerable de expulsos comenzó a plantearse el traslado a otras ciudades; cuando comenzaron a marcharse, el consistorio envío una solicitud al Papa para que interviniera contra este éxodo de unos religiosos que eran de gran utilidad para la ciudad y le pidieron que interfiriera ante el ministro de Madrid con el fin de que, en atención a los daños y pérdidas que les habían ocasionado los terremotos, pudiera enviarles ayuda económica suficiente para poder mantenerse en Rímini y no tener que emigrar a otras ciudades. Una recomendación tan respetable surtió efecto, y Luengo explicaba:

«El ministro de Madrid [José Nicolás de Azara] resolvió dar algún socorro a los jesuitas españoles de Rímini y, efectivamente, se les dio de la mitad del mes pasado [febrero de 1787] en la manera siguiente. De los 200 sujetos que viven en Rímini, como unos 23 fueron excluidos de todo socorro porque eran hombres que tenían asistencias de sus casas, a alguno que otro se le han dado 15 pesos duros, a varios 10, a algunos 6 solamente y al mayor número 8»64.



En cuanto a la participación y la contribución que hicieron estos expulsos a la vida cultural y docente de la Italia del ochocientos y su trascendencia en España, el padre Medina dedica un interesante estudio en el que hace una sinopsis de algunos de los andaluces desterrados más relevantes65.

Gran parte de los jesuitas de Andalucía continuó viviendo en Rímini hasta 1798, año en el que las difíciles circunstancias por las que atravesaba Italia -tras la invasión de las tropas francesas-, forzaron a Carlos IV a permitir que los jesuitas volvieran a España66. Una vez en su patria, algunos volvieron a convivir con sus familiares o con amigos cercanos y todos continuaron cobrando la pensión, una ayuda económica que llegó tanto a los que habían vuelto al país del que fueron desterrados 30 años antes como a los que optaron por quedarse en Rímini.

En 1801 un nuevo decreto de Carlos IV volvía a expulsar a los jesuitas de España. La gran mayoría volvería a embarcarse rumbo a Italia y, más dispersos, permanecerían sobreviviendo por las distintas ciudades italianas, fundamentalmente en Roma. El 25 de julio de 1808 José Bonaparte fue proclamado rey de España; en octubre de ese año se decretó que todos aquellos que recibieran pensión procedente del Tesoro Público debían prestar el juramento de fidelidad prescrito en la Constitución de Bayona67. Negarse a dicho compromiso implicaba la suspensión de todo beneficio económico procedente del Estado español. Entre los pensionados se encontraban los regulares pertenecientes a la entonces extinta Compañía de Jesús. Estos jesuitas constituían una excepción, ya que el modesto sueldo que cobraban no procedía del erario público, sino de la venta y las rentas que proporcionaban las que fueran sus propiedades en España.

Las reacciones de los exiliados ante la nueva resolución fueron variadas: unos firmaron el documento sin objeción alguna, pero hubo un grupo que se negó a hacerlo68. Las consecuencias no se hicieron esperar, y los no jurados fueron hechos prisioneros, entre ellos algunos padres andaluces69. Los que sí juraron la Constitución de Bayona podían optar por el regreso a España, de forma individual, ya que la Compañía seguía considerándose expulsa de todos los territorios españoles. Unos años más tarde, hacia 1810, estos jesuitas lograron recibir en España su pensión gracias a la intervención del comisario Capelleti70.

Pero fueron pocos los que pudieron volver a España. Los jesuitas andaluces, en su amplia mayoría, quedaron enterrados en Rímini y en los lugares por los que pasaron durante aquel duro y largo exilio al que hemos intentado aproximarnos. A lo largo de aquellos inclementes años, sobrevivieron como pudieron: confesaban en cárceles, impartían docencia a hijos de familias más o menos notables, entraban a servir en casas particulares, etc. Uno de estos casos resulta particularmente llamativo, por la familia de que se trataba. En 1812, Carlos IV estaba -como los jesuitas- exiliado en Roma, y Godoy consideró que algunos de los regulares expulsos podían ser de ayuda como mayordomos y traductores. Dos capellanes, uno de ellos andaluz, entraron a formar parte de este reducidísimo séquito de españoles desterrados al servicio del rey expatriado. El verano de 1814 Pío VII restauraba la Compañía de Jesús, y al año siguiente Fernando VII restablecía la Orden en todos sus dominios.





 
Indice