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El Periquillo Sarniento

Tomo I

José Joaquín Fernández de Lizardi



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  —I→  

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  —II→  

...Nadie crea que es suyo el retrato, sino que hay muchos diablos que se parecen unos a otros. El que se hallare tiznado, procure lavarse, que esto le importa más que hacer crítica y examen de mi pensamiento, de mi locución, de mi idea, o de los demás defectos de la obra.


TORRES VILLARROEL en su prólogo de la Barca de Aqueronte.                




  —III→  

ArribaAbajoLigeros apuntes para la biografía del Pensador Mexicano

Don José Joaquín Fernández de Lizardi es uno de los hombres cuyo saber y escritos hubieran sido el lustre de su patria, si hubiera correspondido a la claridad y prontitud de su talento y a su extraordinaria facilidad de escribir su educación literaria; pero desgraciadamente para su país fue abandonado a sí mismo en los primeros años de su juventud, más que por indolencia, por las escasas facultades de su padre que no le permitieron proporcionarle los mejores maestros, ni ejercer sobre sus ocupaciones y estudios aquella incansable vigilancia que es necesaria a los niños y a los jóvenes, hasta vencer las escabrosidades, aridez y fastidiosa monotonía de la instrucción primaria. Así es que, a pesar de que ya más entrado en edad se dio con suma aplicación   —IV→   a la lectura de libros buenos y malos indistintamente, no pudo adquirir aquella instrucción sólida que dan los estudios bien cimentados, seguidos con orden y distribuidos con arreglo, y forma el juicio recto y seguro que caracteriza las producciones de los sabios, resintiéndose de esta falta todos sus escritos, y de otra no menos importante cual es la de corrección y lima de lo que escribía, a la que nunca pudo sujetarse, según él mismo confiesa al fin del último capítulo del Periquillo, cuyas palabras dan bien a conocer su carácter. Yo mismo (dice) me avergüenzo de ver impresos errores que no advertí al tiempo de escribirlos. La facilidad con que escribo no prueba acierto. Escribo mil veces en medio de la distracción de mi familia y de mis amigos; pero esto no justifica mis errores, pues debía escribir con sosiego, y sujetar mis escritos a la lima, o no escribir, siguiendo el ejemplo de Virgilio o el consejo de Horacio; pero después que he escrito de este modo, y después de que conozco por mi natural inclinación que no tengo paciencia para leer mucho, para escribir, borrar, enmendar, ni consultar despacio mis escritos, confieso que no hago como debo, y creo firmemente que me disculparán los sabios, atribuyendo a calor de mi fantasía la precipitación culpable de mi pluma.

Pero no tratándose en estos apuntes de hacer un juicio crítico de sus obras, nos contraeremos únicamente a los límites que nos propusimos.

Nació nuestro escritor en esta capital el año de 1771 y se bautizó en la parroquia de San Miguel.

Su padre, de familia pobre pero honrada, ejercía la medicina y no era sin duda de los facultativos más acreditados, cuando tuvo que abandonar la ciudad y establecerse en   —V→   el pueblo de Tepozotlán de médico de aquel colegio por contrata.

Lo poco que ésta le rendía unido con el producto de sus curaciones en el pueblo y sus contornos, bastaba para la sustentación de su familia, sin carecer de nada de lo preciso; pero sin quedarle sobrantes para emplear en lo superfluo, viviendo en una moderada medianía.

Por esto, y por no haber en el pueblo establecimientos regulares de educación, no pudo darla a su hijo tan esmerada como lo exigía su talento, que desde muy temprano comenzó a despuntar, dando indicios ciertos de que, cultivado, produciría a su tiempo abundantes y sazonados frutos.

A los seis años de edad fue a la escuela, y apenas supo leer y escribir cuando vino a esta capital a la casa del maestro Enríquez, preceptor en ese tiempo de latinidad, en la que lejos de su padre y como abandonado a sí mismo, los adelantos que pudo adquirir fueron debidos a su talento natural, más bien que al empeño del maestro que dividía la atención entre todos sus discípulos, esmerándose con aquellos cuyos padres, viviendo en México, no los dejaban de la mano.

Concluida la gramática latina, pasó al colegio de San Ildefonso a estudiar filosofía, siendo uno de los concurrentes al curso de artes que abrió el doctor don Manuel Sánchez y Gómez, entre cuyos discípulos no fue de los más adelantados, pues no obtuvo los primeros lugares, ni mereció las mejores calificaciones, faltándole de este modo los cimientos para levantar después el edificio de una sólida instrucción, cuya falta no pudo reponer cuando en épocas posteriores se dedicó a la lectura con asidua aplicación.

A los diez y seis años de edad, concluidos los cursos de   —VI→   filosofía, recibió en esta universidad el grado de bachiller, y un año después estuvo cursando Teología.

Desde ese tiempo hasta principios de este siglo nada se sabe con certeza de sus ocupaciones ni estudios, y ni aun del lugar fijo de su residencia, aunque frecuentemente y en distintas épocas lo vieron algunos amigos y conocidos suyos en Tepozotlán.

A los esfuerzos y constante empeño del ilustrado ministro don Jacobo de Villaurrutia debió México el establecimiento del único periódico que publicaba las pequeñas producciones literarias que se le remitían, comenzando a formar el gusto y excitando a los aficionados al estudio de las bellas letras. En las dos pequeñas hojas en 4.º de que se componía el Diario de México, se vieron muchas poesías graciosas y artículos bien escritos sobre distintas materias, criticándose en algunos con juicio y sales picantes los vicios de los literatos y de las demás clases de individuos de la sociedad.

Esta publicación, adecuada al gusto de los mexicanos, y más la multitud de folletos en prosa y verso que se imprimieron desde el año de 1808 con motivo de la coronación de Fernando VII y de la invasión de los franceses en España, en que se hizo punto de honor y como de moda regalar cada día a Napoleón con algún requiebro, aunque había la certeza de que tales finezas no habían de llegar jamás a su noticia, aficionó a los mexicanos a los negocios políticos y a publicar sus producciones por la prensa.

Entre ellos don Joaquín Fernández Lizardi se dedicó a escribir, y aunque no nos consta que fuese autor de algunos de los folletos indicados, lo creemos sin temor de equivocarnos;   —VII→   pero hasta el año de 1810 no se dio a conocer, publicándose entonces sus Letrillas satíricas, que tenía sin duda escritas desde antes.

Siguió entonces la prensa de México publicando periódicos e infinidad de papeles sueltos contra los insurgentes, llamándose así a los primeros caudillos de nuestra independencia y a cuantos siguieron sus banderas. Como la imprenta no estaba libre, y entonces se vigilaba más que nunca la conducta de los americanos, que diariamente presenciaban horrorizados ejecuciones sangrientas, ya se deja entender qué clase de escritores serían los que se presentaban en la palestra y cuáles sus dignas producciones. Mariquita y Juan soldado, La chichihua y el sargento y otros títulos por este estilo anunciaban mil insulsos diálogos en prosa y verso en que se defendía la justicia del gobierno español en la persecución de los excomulgados insurgentes.

Ignoramos si en esta época dio al público nuestro autor algún escrito; pero si lo hizo, no fue ciertamente a favor de la dominación española, porque si en alguna cosa tuvo siempre constancia, fue sin duda en promover de cuantos modos estuvieron a su alcance la libertad de su patria.

El doctor Mora en su obra titulada México y sus revoluciones asienta que Fernández Lizardi, conocido con el nombre de Pensador Mexicano, fue jefe de una partida de insurgentes; pero en esto hay sin duda equivocación, porque a ser cierto, y habiendo caído en manos del gobierno español, o lo hubiera mandado pasar por las armas, o después de una larga prisión lo habría confinado a Manila o a las Islas Marianas, o cuando menos lo hubiera indultado; pero el año de 1812 estaba en libertad y expedito para publicar, como lo hizo, los primeros números de su Pensador   —VIII→   Mexicano, obra que consta de 3 tomos en 4.º y que le dio el nombre por el que fue conocido desde entonces.

Lo que hay de cierto es que a la entrada del señor Morelos en el Real de Tasco era allí el Pensador teniente de justicia, y puso en manos del general independiente todas las armas, pólvora y municiones que pudo encontrar, por lo que fue conducido en clase de preso a México por el sargento mayor de las tropas del rey don Nicolás Cosio; mas persuadiendo al gobierno de que lo había hecho forzado y a más no poder, fue puesto inmediatamente en libertad.

En uno de los primeros números de El Pensador Mexicano, dirigió al virrey don Francisco Javier Venegas una alocución a pretexto de felicitar sus días, pidiendo en ella con calor que revocase el bando publicado en esta capital el 25 de junio del mismo año de 1812, que desaforaba a los eclesiásticos que tomasen partido con los insurgentes y hasta a los que anduviesen con ellos en clase de capellanes. El resultado de este escrito fue ponerlo preso desde luego, suprimirse la libertad de imprenta de que se gozaba por la Constitución española, y perseguirse a los escritores que, publicando con franqueza sus ideas, combatían los abusos de la administración y fomentaban indirectamente la causa de los independientes.

Al cabo de siete meses fue puesto en libertad, y en todo el año de 1813 dio a luz varios escritos, relativos los más a la peste horrorosa que afligía por ese tiempo a México y formarán un tomo en 4.º

En los años siguientes de 1814, 15 y 16 publicó otra multitud de papeles sueltos en prosa y verso, entre los que se hallan los titulados Alacena de frioleras que unidos a los que dio después hacen siete tomos en 4.º   —IX→  

El doctor Beristain en su Biblioteca hispano-americana septentrional1 en vista de los escritos de que hemos hecho mención dice: «Lizardi (don José Joaquín Fernández), natural de la N. E. Ingenio original, que si hubiese añadido a su aplicación más conocimiento del mundo y de los hombres y mejor elección de libros, podría merecer, si no el nombre de Quevedo americano, a lo menos el de Torres Villaroel mexicano. Ha escrito varios discursos morales, satíricos, misceláneos con los títulos de Pensador Mexicano y de Alacena de frioleras; y tiene entre los dedos la vida de Periquito Sarniento, que según lo que he visto de ella, tiene semejanza con la del Guzmán de Alfarache

Para el año de 1816 publicó un calendario en 8.º con sus pronósticos en verso.

En 1817 un tomo en 8.º de fábulas en verso.

En este tiempo había ya dado a luz tres tomos del Periquillo Sarniento y se le había negado la licencia para imprimir el cuarto por el virrey don Juan Ruiz de Apodaca, conde del Venadito. Estaba escribiendo también La Quijotita que se imprimió después en cuatro tomos en 8.º

En 1819 publicó dos tomos en 4.º que intituló Ratos entretenidos, y de ellos se hizo después otra edición en 8.º

Restablecida la constitución española en 1820, escribió y publicó a sus anchuras multitud de folletos, habiendo estado preso algunos días por un diálogo entre Chamorro y Dominiquín.

Dio también a luz periódicamente el Conductor eléctrico   —X→   sobre varias materias, pero principalmente sobre política, el que continuó después de hecha la independencia, tiempo en que comenzó a imprimir las Conversaciones del payo y el sacristán, que componen 2 tomos en 4.º

Las conversaciones 6.ª, 20.ª y 22.ª fueron censuradas agriamente por los doctores Grageda y Lerdo, y contestó el Pensador en un impreso titulado Observaciones a las censuras de los doctores Lerdo y Grageda etc.

El doctor Lerdo publicó después un cuaderno en 4.º impugnando los referidos escritos; pero el Pensador abandonó el campo, asegurando que sólo prescindía de la contienda por falta de fondos para pagar las impresiones.

Más ruidoso había sido el otro negocio suscitado por el impreso titulado: Defensa de los frac-masones, pues fue fijado públicamente en las iglesias como excomulgado por haber incurrido en las censuras fulminadas contra los francmasones y sus fautores.

Entabló ante la audiencia territorial un recurso de fuerza por la que decía que le hizo la autoridad eclesiástica en este asunto; y fijó unos rotulones en las esquinas desafiando a los doctores de la universidad de México para sustentar un acto en que defendería estas dos proposiciones.

1.ª «La censura es injusta por no haber recaído sobre delito.»

2.ª «Es ilegal por haberse traspasado en su fulminación los trámites prescritos por la Iglesia.»

La defensa de los francmasones había sido publicada en 1822; pero a fines de 1823 en un escrito presentado ante la autoridad eclesiástica, renunció y desistió del recurso de fuerza y pidió la absolución, la que se le concedió en decreto   —XI→   de 29 de diciembre del mismo año de 1823, y estos documentos se imprimieron para darles publicidad en el número 269 del periódico titulado Águila Mexicana, de 8 de enero de 1824.

Los impresos que dio en pliegos extendidos con distintos títulos y sobre diferentes materias formarán un tomo en folio de buen grueso.

La multitud y variedad de escritos en los quince años corridos desde 1812 hasta junio de 1827 en que murió, manifiestan la feracidad de su ingenio, que si al principio se hubiera cultivado, como correspondía, habría producido obras brillantes que dieran hoy honor a su patria.

Sus escritos, como es natural, tuvieron aficionados y enemigos; pero como de hojas sueltas y de asuntos pasajeros, tanto ellos como sus impugnaciones dentro de algunos años quedarán para siempre sepultados en el lago insaciable del olvido.

Distinta suerte aguarda al Periquillo Sarniento, que por pintarse en él las costumbres de una de las clases de la sociedad mexicana, porque ésta lee la obra con empeño y con su lectura se ha ilustrado y se ha hecho mejor, y porque así logró el Pensador los fines que en ella se propuso, vivirá más largo tiempo en la memoria de los hombres, y ¿quién sabe, si al través de los años no adquirirá mayor y crédito que el que disfruta en el día?

Contra ella se han dicho muchas cosas; pero las principales   —XII→   las recopiló y publicó en un artículo del Noticioso general, don Manuel Teran.

El mismo Pensador le dio la contestación siguiente que forma la




ArribaAbajoApología del Periquillo Sarniento

Artículo inserto en los números 487, y 488 de 12 y 15 de febrero de 1819 del Noticioso general


Señor editor: He leído en el Noticioso del lunes 1.º del presente una impugnación a mi Periquillo, muy cáustica y descortés, escrita con resabios de crítica por don M. T.2, o sea por Uno de tantos, cuyo talento no alcanza para otra cosa que para roer los escritos ajenos como los ratones de la fábula 30 de Iriarte.

Ya me es indispensable contestar no tanto por mi propia satisfacción, cuanto por defender mi obrita de los defectos de que le acusa este señor; pero protesto la fuerza con que tomo la pluma para ejercitarla en una contestación pueril y odiosa, lo que no hiciera a no haber sido provocado por dos veces no habiendo bastado mi prudencia en la primera, para que en la segunda no se me insultara hasta lo sumo. Querría sin embargo escribir con más moderación; pero el señor Uno no la conoce; y así, vim vi repellere licet. La fuerza con la fuerza   —XIII→   se debe rechazar, porque no tiene otro escudo, y seguramente


Bien hace quien su crítica modera,
pero usarla conviene más severa
contra censura injusta y ofensiva3,
cuando no hables con sincero denuedo,
poca razón arguye o mucho miedo.

Basta de exordio y vamos al asunto, aventando la paja en que abunda la tal impugnación, y dirigiéndonos a lo que parece grano.

Lleno el señor Ranet4 de la satisfacción más orgullosa y en tono de maestro decida del mérito de mi obra en estos términos. Al Pensador mexicano lo conocemos como al autor de una obra disparatada, extravagante y de pésimo gusto; de un romance o fábula escrita con feo modo, bajo un plan mal inventado, estrecho en sí mismo y más por el modo con que es tratado... ¿Qué tal se explica este caballero? Más parece que trata de insultar al autor que de descreditar la obra, aunque hace uno y otro bellamente.

¿Pero por qué le ha parecido mi obrita tan insufrible? Ya lo dice sin que se le pregunte: porque (son sus palabras) comenzamos la relación y nos vamos hallando con sucesos vulgares, fatales siempre al interés, pues si en los libros encontramos las peores gentes de la sociedad5 obrando ordinariamente y según los vemos, hablando según los oímos, nuestra curiosidad no se excita, y dejamos de sentir el atractivo que en el arte se llama interés.

Toda esta jerigonza quiere decir: que para que la acción   —XIV→   interese en la fábula, es necesario que no se vea en ella nada común ni vulgar. Todo debe ser grande, raro, maravilloso. Orfeo debe entrar en los infiernos en pos de Eurídice, Teseo ha de matar a los formidables gigantes Pityocampto y Periphetes, y Dédalo ha de volar seguro por los aires con unas alas de cera. Además los hombres grandes han de hablar como los dioses, y los plebeyos deben usar el idioma de los reyes y poderosos. Así lo quiere el señor Ranet, y es menester darle gusto.

Mas yo, con su licencia, tomo el Quijote de Cervantes, la obra maestra en clase de romances, y no veo en su acción nada raro, nada extraordinario, nada prodigioso. Todos los sucesos son demasiado vulgares y comunes, tales como pudieran acontecer a un loco de las circunstancias de don Alonso Quijada. Al mismo tiempo advierto que cada uno de los personajes de la fábula habla como los de su clase, esto es, vulgar y comúnmente. Hasta hoy estaba yo entendido en que una de las gracias de este género de composición era corregir las costumbres ridiculizándolas y pintándolas al natural, según el país donde se escribe; pero el señor Ranet me acaba de sacar de este grosero error, pues encontrando a las... gentes en los libros obrando como los vemos y hablando como los oímos, nuestra curiosidad no se excita, y dejamos de sentir el interés.

Éste acaba de desaparecer (sigue el crítico) para las gentes de buen gusto, si además de encontrarse con acaecimientos los más comunes, se les ve sucios, violentos y degradados. Para fundar esta aserción, se asquea mucho de la aventura de los jarritos de orines que vaciaron los presos en la cárcel sobre el triste Periquillo, y del robo que hizo a un cadáver. ¡Feliz hallazgo y pruebas concluyentes del ningún mérito de la obra! Pero si estas acciones son sucias y degradadas en ella, ¿en qué clase colocaremos la recíproca vomitada que se dieron don Quijote y Sancho cuando aquél se bebió el precioso licor de Fierabrás?   —XV→   ¿Y cómo se llamará la limpísima diligencia que hizo Sancho de zurrarse junto a su amo por el miedo que le infundieron los batanes? A la verdad que el señor Ranet es demasiado limpio y escrupuloso.

Por lo dicho conocerá el lector lo sólido y juicioso de esta crítica, y que me sería fácil refutar uno por uno los descuidos en que abunda, si no temiera hacer demasiado larga esta contestación. Sin embargo, desvaneceré algunos de los más groseros y con la posible brevedad.

Nota como un defecto imperdonable las digresiones de Periquillo, y dice que no da un paso sin que moralice y empalague con una cuaresma de sermones. Digo a esto que si los sermones y moralidades son útiles y vienen al caso, no son despreciables, ni la obra pierde nada de su mérito. Don Quijote también moralizaba y predicaba a cada paso, y tanto que su criado le decía que podía coger un púlpito en las manos y andar por esos mundos predicando lindezas.

Hablando del estilo dice: que yo soy el primero que he novelado en el estilo de la canalla. Ahora bien, en mi novela se hallan de interlocutores colegiales, monjas, frailes, clérigos, curas, licenciados, escribanos, médicos, coroneles, comerciantes, subdelegados, marqueses, etc. Yo he hablado en el estilo de esta clase de personas, ¿y así dice el señor Ranet que novelé en el estilo de la canalla? Luego estos individuos en su concepto son canalla. Sin duda le deben dar las gracias por el alto honor que les dispensa.

Pero para que se vea cómo nos estrellamos entre las contradicciones más absurdas cuando dirige nuestra pluma no el amor de la verdad, sino el impulso de una ciega pasión, atiéndase.

En vano buscamos en Periquillo (dice este buen hombre) una variedad de locución que nace en los romances de la diversidad de caracteres, tan uniforme como en su acción el chorrillo   —XVI→   de alcantarilla, propio para arrullarnos, se suelta desde el prólogo, dedicatoria y advertencia a los lectores hasta la última página del tomo tercero. ¿Ya se ve esto? Pues sin pérdida de momento, y sin que haya ni una letra de por medio, continúa diciendo: Desde una sencillez muy mediana pasa su estilo a la bajeza y con harta frecuencia a la grosería del de la taberna. ¿Se dará contradicción más torpe y manifiesta? Acabar de decir que mi estilo en la obra es tan uniforme, tan igual como el sonido del chorro de la alcantarilla, y luego hallarlo sencillo, bajo y grosero. ¿Cómo será una cosa igual en todo y de tres modos distinta? Quédese la inteligencia de este enigma al juicio de los lectores, para que éstos formen el que merezca la crítica de mi antagonista.

En otra parte dice: verisímilmente se ha reducido al trato de gente soez y un tanto mediana. ¿Conque los sacerdotes, los religiosos, oficiales, militares, médicos y demás que hacen papel en mi obrita, para este rigidísimo censor nada valen, y cuando más, y haciéndoles mucho favor los considera como gente un tanto mediana? ¡Caramba y cómo se empeña en honrarlos!

Dice también que los vicios de las gentes distinguidas son menos groseros, sus defectos menos chocantes, porque están encubiertos con la civilidad y política, y de esta suerte es más trabajoso apropiarles un papel ridículo. ¡Qué dos mentiras!, y perdone la claridad.

Una de ellas es que sean menos groseros y chocantes los defectos y vicios de las gentes distinguidas. Cuando los tienen chocan más y se hacen más vergonzosos. Tal vez disculpamos los vicios de la gente plebeya, considerando sus ningunos principios y grosera educación. En la gente distinguida no encontramos esta disculpa, de consiguiente nos son más chocantes sus defectos. La brillantez con que nacieron, la fortuna que logran y el empleo que obtienen, sólo sirve de hacerlos más visibles. No puede una ciudad estar escondida sobre un   —XVII→   monte, ni pueden los vicios encubrirse en una persona altamente colocada. El adulterio de David, la prostitución de Salomón, el sacrilegio de Baltazar, la soberbia de Nabuco, etc., etc., no habrían escandalizado tanto si hubieran sido cometidos por unos plebeyos oscuros; pero fueron reyes los delincuentes y esto bastó para que fuesen estos delitos fatales a sus pueblos y su noticia llegara hasta nosotros.

Si el señor Ranet quiso decir que los vicios de las personas distinguidas y generalmente de los ricos se disimulan, se callan y aun se aplauden, eso ya lo sabemos, y hasta los niños de la escuela cantan que


Cuando el rico se emborracha
y el pobre en su compañía,
la del pobre es borrachera,
la del rico es alegría.

Mas este aplauso, este disimulo de los vicios del rico sólo cabe entre sus viles aduladores y corrompidos mercenarios; los hombres de bien siempre los conocen, jamás los alaban ni dejan de ver sus defectos con repugnancia.

Al mismo tiempo es mucho más fácil ridiculizarlos. Su misma elevación presta el motivo. A mí se me haría más notable y me causaría más risa ver que un conde cogía el tenedor como rejón para ensartar la pieza, que si viera comer a un indio con todos los cinco dedos. Ambos faltarían en este caso a la urbanidad; pero en el conde sería más chocante la grosería y por lo mismo más ridícula.

Dice también el señor Ranet (hablando de mí): los grandes señores lo ofuscan, o no tiene el valor o el talento de rasgar sus exterioridades para sacar sus extravagancias. Aquí es menester poner... y decirle claro que no lo entiende. ¿Pues qué quería este señor que Periquillo ponga en ridículo el retrato de un embajador, de un príncipe, de un cardenal, de un soberano?   —XVIII→   ¿Cómo había de ser eso si en este reino no hay esta clase de señores? Está muy bien dirá; pero a lo menos se podían haber sacado las extravagancias de un obispo, de un obispo, de un oidor, de un prebendado, de un gobernador, etc... Muchas gracias le daría yo por el consejo; aunque no me determinaría a tomarlo.

Lo que más incomoda a este señor es que el arte que gobierna toda la obra, es el de bosquejar (según dice) cuadros asquerosos, escenas bajas... y que verisímilmente me he reducido al trato de gente soez. ¡Válgate Dios por inocencia! ¿Que no advertirá este censor que cuando así se hace, es necesario, natural, conforme al plan de la obra y con arreglo a la situación del héroe? Un joven libertino, holgazán y perdulario, ¿con qué gentes tratará comúnmente, y en qué lugares lo acontecerán sus aventuras? ¿Sería propio y oportuno introducirlo en tertulia con los padres fernandinos, ponerlo en oración en las santas escuelas, o andando el Via Crucis en el convento de San Francisco?

Pero además de que no siempre se presenta en escenas bajas, ni siempre trata con gente soez, cuando se ve en estos casos es naturalmente, y por lo mismo éste no es defecto, sino requisito necesario según el fin que se propuso el autor. Hasta hoy nadie ha motejado que Cervantes introdujera a su héroe tratando con mesoneros y rameras, con cabreros y perillanes, ni han criticado al verlo riñendo con un cochero, burlado de unos sirvientes inferiores, apedreado por pastores y galeotes, apaleado por los yangüeses, etc. Era natural que a un loco acontecieran estos desaguisados entre esa gente, así como a un joven perdido es natural que le acontezcan, entre la misma, iguales lances que a Periquillo6.

  —XIX→  

La objeción de que un hospital, un sepulcro, ni un calabozo se puedan presentar bajo un aspecto ridículo, es harto trivial. Los mismos lugares cierto que no prestarán motivos de risa, pero sí se pueden poner en ellos los vicios bajo un aspecto ridículo, y si no se pueden poner ¿cómo yo los he puesto? Del acto a la potencia vale el argumento, y esto lo saben los muchachos. ¿Habrá quien no se ría al oír las aventuras de Periquillo en su prisión, en el hospital y cuando el robo del cadáver? ¿Falta en estos lugares la sátira contra el vicio y la moralidad necesaria como fruto de las mismas desgracias del héroe? ¿Son más espantosos los presos, los enfermos, y los cadáveres que los demonios y los espectros? Pues con éstos tuvo que hacer el ingenioso Villarroel para moralizar y divertir a sus lectores.

Más satisfecho que Arquímedes cuando halló la resolución del problema de la corona, lo parece a mi censor que me va a dar el último golpe y a hacer ver de una vez como mi obra es la peor del universo por confesión de mi misma boca. Acaba (dice de mí) acaba de abjurar todos los preceptos del arte como si fueran los dogmas del Alcorán... ¿Y por qué habla así? Porque yo en las advertencias preliminares de mi Quijotita digo que, tratando de conciliar mi interés particular con la utilidad común, atropello muchas veces7 con las reglas del arte cuando me ocurre alguna idea que me parece conveniente ponerla de este o del otro modo. Esto sí que es insultar a las gentes, exclama el señor Ranet con su acostumbrado patriotismo, y sigue con el mismo espíritu lamentándose de que por mi culpa, por mi gravísima culpa, ¡ya perdimos hasta el uso del buen lenguaje! No hay tal cosa.

Yo no atropello con todas las reglas del arte, y sería un necio   —XX→   si presumiera de ello. Los que entienden el arte saben muy bien qué reglas traspaso, cuándo y con qué objeto. Suelo prescindir de aquellas reglas que me parecen embarazosas para llegar al fin que me propongo, que es la instrucción de los ignorantes8. Por ejemplo: sé que una de las reglas es que la moralidad y la sátira vayan envueltas en la acción y no muy explicadas en la prosa; y yo falto a esta regla con frecuencia, porque estoy persuadido de que los lectores para quienes escribo necesitan ordinariamente que se les den las moralidades mascadas y aun remolidas, para que les tomen el sabor y las puedan pasar, si no saltan sobre ellas con más ligereza que un venado sobre las yerbas del campo. Aun hoy necesitan muchas gentes un comentario para entender el Quijote, el Gil Blas y otras muchas obras como éstas, en que sólo encuentran diversión.

Por otra parte, estoy seguro de que mi intención es buena, que los pobres ignorantes como yo, me lo agradecen y que los sabios dispensarán, acordándose con Horacio, de que hay defectos que es necesario perdonar, y otros en que incurren los escritores o por un descuido o por efecto de la miseria humana.


Sunt delicta tamen, quibus ignovisse velimus.
Non ego pancis
offendar maculis, quae aut incuria fudit
aut humana parum cavit natura...


In Art. poet.                


Finalmente, la general aceptación con que mi Periquillo ha sido recibido en todo el reino, la calificación honrosa que le dispensaron los señores censores, los elogios privados que ha   —XXI→   recibido de muchas personas literatas9, el aprecio con que en el día se ve, la ansia con que se busca, el excesivo precio a que las compran y la escasez que hay de ella, me hacen creer no sólo que no es mi obrita tan mala y disparatada como ha parecido al señor Ranet y al Tocayo de Clarita, sino que he cumplido hasta donde han alcanzado mis pobres talentos, con los deberes de escritor. Éstos son según Horacio enseñar al lector y entretenerlo.


Omne tullit punctum, qui miscuit utile dulci
lectorem delectando, pariterque monendo.

Y si es cierto lo que dice este poeta de que el libro que reúne en sí estas dos condiciones, da dinero a los libreros, pasa los mares y eterniza el nombre del autor:


Hic meret aera liber sociis; hic et mare transit,
et longum noto scriptori prorrogat aevum.

Yo he tenido la fortuna de ver en mi Periquillo las dos primeras señales. Los libreros han ganado dinero con él comprándolo con estimación y vendiéndolo con más, lo que están haciendo en el día10. Ha navegado la obra para España, para la Habana y para Portugal con destino de imprimirse allí; me aseguran que los ingleses la han impreso en su idioma y que en México hay un ejemplar11. Con que ya he visto en mi Periquillo algunas señas de buen libro, a pesar de la juiciosa   —XXII→   crítica del señor Ranet. Sobre si ha de durar mi nombre o no, no me he de calentar la cabeza. Famas póstumas son muy buenas; pero no se va con ellas a la tienda. No aspiro a la gloria de autor inmortal, porque sé que al fin me he de morir, ni me envanezco con ningunos aplausos.


Non ego ventosae plebis suffragia venor.

Todo esto es aire, y mi amor propio no es tanto que me haga creer que hay en mis pobres escritos un mérito verdadero y relevante. Ellos son mis hijos; no soy hipócrita ni me pesa de que los aprecien los demás; pero no por esto dejo de conocer que están llenos de defectos como hijos al fin de mis escasas luces. Lo que acabo de decir de Periquillo no es efecto de vanidad ni porque lo quiero remontar hasta las nubes; lo he dicho por defenderlo, como que soy su padre, de los testimonios y calumnias con que lo denigra el señor Ranet, y para que vea que si él y otros cuatro piensan así, el público ilustrado de todo el reino piensa de otra manera, y le hace más favor del que merece.

Dios le dé a usted paciencia con nosotros, señor Editor, que bastante la necesita. De usted afectísimo, etc. El Pensador mexicano, José Joaquín Fernández de Lizardi.

P. D.: Nos hemos desentendido de la crítica contra las estampas, y de los favores que nos hace el señor Ranet llamándonos necios, habladores, etc., porque todo esto entra en la paja que nos propusimos aventar desde el principio.



  —I→     —II→     —III→  

ArribaAbajoAdvertencia precisa

Es menester tener presente que esta obra se escribió e imprimió en el año de 1816, bajo la dominación española, estando el autor mal visto de su gobierno por patriota, sin libertad de imprenta, con sujeción a la censura de oidores, canónigos y frailes; y lo que es más que todo, con la necia y déspota Inquisición encima. Aunque en las advertencias generales se disculpan las largas digresiones, nos tomamos la licencia de acortarlas, así como la de omitir unas notas y añadir otras, con algunas variantes que advertirá si quiere y puede el curioso lector.

Otra. Las notas con que se ha aumentado la presente edición, para que no se confundan con las anteriores, llevarán al fin una E.



  —IV→     —V→  

ArribaAbajoPrólogo, dedicatoria y advertencias a los lectores

Señores míos: Una de las cosas que me presentaban dificultades para dar a luz la Vida de Periquillo Sarniento, era elegir persona a quien dedicársela, porque yo he visto infinidad de obras de poco y mucho mérito adornadas con sus dedicatorias al principio.

Esta continuación o esta costumbre continuada, me hizo creer que algo bueno tenía en sí, pues todos los autores procuraban elegir Mecenas o patronos a quienes dedicarles sus tareas; creyendo que el hacerlo así, no podía menos que granjearles algún provecho.

Me confirmé más en esta idea cuando leí en un librito viejo que ha habido quienes han pactado dedicar una obra a un sujeto, si le daba tanto; otro que dedicó su trabajo a un potentado, y después la consagró a otro con distinto nombre; Tomás Fuller, famoso historiador inglés, que dividía sus obras en muchos tomos, y a cada tomo le solicitaba un magnate; otros que se han dedicado a sí mismos sus producciones; y otros, en fin, que han consentido que el impresor de sus obras se las dedique.

En vista de esto, decía yo a un amigo: no, mi obra no puede quedarse sin dedicatoria; eso no viviendo Carlos. ¿Qué dijera de mí el mundo, al ver que mi obrota no tenía al frente un excelentísimo, ilustrísimo, o por lo menos un señor usía que la hubiera acogido bajo su protección?

  —VI→  

Fuera de que no puede menos que tener cuenta el dedicar un libro a algún grande o rico señor; porque ¿quién ha de ser tan sinvergüenza que deje dedicarse una obra; desempolvar los huesos de sus abuelos; levantar testimonios a sus ascendientes; rastrear sus genealogías; enredarlos con los Pelayos y Guzmanes; mezclar su sangre con la de los reyes del Oriente; ponderar su ciencia aun cuando no sepa leer; preconizar sus virtudes, aunque no las conozca; separarlo enteramente de la común masa de los hombres y divinizarlo en un abrir y cerrar de ojos? Y por último, ¿quién será, repetía yo al amigo, tan indolente, que viéndose lisonjeado a roso y a velloso ante faciem populi12, y no menos que en letras de molde, se maneje con tanta mezquindad que no me costee la impresión, que no me consiga un buen destino, o cuando todo turbio corra, que no me manifieste su gratitud con una docenita de onzas de oro para una capa, pues no merece menos el ímprobo trabajo de inmortalizar el nombre de un Mecenas?

¿Y a quién piensas dedicar tu obrita?, me preguntó mi amigo. A aquel señor que yo considerase se atreviera a costearme la impresión. ¿Y a cuánto podrán abordar sus costos?, me dijo. A cuatro mil y ciento y tantos pesos, por ahí, por ahí. ¡Santa Bárbara!, exclamó mi amigo todo azorado. ¿Una obrita de cuatro tomitos en cuarto cuesta tanto? Sí, amigo, le dije, y ésta es una de las trabas más formidables que han tenido y tendrán los talentos americanos para no lucir como debieran en el teatro literario. Los grandes costos que tienen en el reino que lastarse en la impresión de las obras abultadas, retraen a muchos de emprenderlas, considerando lo expuestos que   —VII→   están, no sólo a no lograr el premio de sus fatigas, sino tal vez a perder hasta su dinero, quedándose inéditas en los estantes muchas preciosidades que darían provecho al público y honor a sus autores.

Esta desgracia hace que no haya exportación de ninguna obra impresa aquí; porque haz de cuenta que mi obrita ya impresa y encuadernada, tiene de costo por lo menos ocho o diez pesos; pues aunque fuera una obra de mérito, ¿cómo había yo de mandar a España un cajón de ejemplares, cuando si aquí es cara, allí lo sería excesivamente? Porque si a diez pesos de costos se agregaban otros dos o tres de fletes, derechos y comisión, ya debería valer sobre trece pesos; para ganar algo en este comercio era preciso vender los ejemplares a quince o diez y seis pesos, y entonces ¿quién la compraría allá?

¡Válgame Dios!, dijo mi amigo; ésa es una verdad; pero eso mismo debe retraerte de solicitar mecenas. ¿Quién ha de querer arriesgar su dinero para que imprimas tu obrita? Vamos, no seas tonto, guárdala o quémala, y no pienses en hallar protección, porque primero perderás el juicio.

Ya parece que veo que gastas el dinero que no tienes en hacer poner en limpio y con mucha curiosidad tus cuadernos; que echas el ojo para dedicarlos al conde H, creyendo que porque es conde, que porque es rico, que porque es liberal, que porque gasta en un coche cuatro mil pesos, en un caballo quinientos, en un baile mil, el un juego cuanto quiere, admitirá benigno tu agasajo, te dará las gracias, te ofrecerá su protección, te facilitará la imprenta, o te dará cuando menos una buena galita como dijiste. Fiado en esto, vas a su casa, rastreas a sus parientes, indagas su origen, buscas en el diccionario de Moreri alguna gran casa que tenga alusión con su apellido,   —VIII→   lo encajas en ella quiera que no quiera; levantas mil testimonios a sus padres, lo haces descender de los Godos, y le metes en la cabeza que es de sangre real y pariente muy cercano de los Sigericos, Torismundos, Theudiselos y Athanagildos; a bien que él no los conoció, ni nadie se ha de poner a averiguarlo. Últimamente, y para decirlo de una vez y bien claro, trabajas cuanto puedas para hacerle una barba de primera clase; y ya concluida la dedicatoria, vas muy fruncido y se la pones a sus plantas. Entonces el señor que ve aquel celemín de papel escrito, y que sólo por no leerlo, si se lo mandaran, daría cualquier dinero, se ríe de tu simpleza. Si está de mal humor, o no te permite entrar a verlo, o te echa noramala luego que penetra tu designio; pero si está de buenas, te da las gracias y te dice que hagas lo que quieras de la dedicatoria; pero que los insurgentes... que las guerras y las actuales críticas circunstancias no le permiten serte útil por entonces para nada.

Sales tú de allí todo mohíno, pero no desesperado. Vas y acometes con las mismas diligencias al marqués de K, y te pasa lo mismo; ocurres al rico G, y te acontece lo propio; solicitas al canónigo T; ídem; hasta que cansado de andar por todo el alfabeto, y de trabajar inútilmente mil dedicatorias te aburres y desesperas, y das con tu pobre trabajo en una tienda de aceite y vinagre. Es gana, hijo, los pobres no debemos ser escritores, ni emprender ninguna tarea que cueste dinero.

Cabizbajo estaba yo oyendo a mi amigo con demasiada confusión y tristeza, y luego que acabó le dije arrancando un suspiro de lo más escondido de mi pecho: ¡hay hermano de mi alma!, tú me has dado un desengaño, pero al mismo tiempo una gran pesadumbre. Si tú me has   —IX→   abierto los ojos estrellándome en ellos una porción de verdades que por desgracia son irrefragables; y lo peor es que todo ello para en que yo pierdo mi trabajo; pues aunque soy limitado, y por lo mismo, de mis tareas no se puede esperar ninguna cosa sublime, sino bastante humilde y trivial, créeme, esta obrita me ha costado algún trabajo, y tanto más, cuanto que soy un chambón y la he trabajado sin herramienta.

Esto lo dirás por la falta de libros. Por eso lo digo; ya verás que esto ha multiplicado mis afanes; y será buen dolor que después de desvelarme, de andar buscando un libro prestado por allí y otro por acullá, después de tener que consultar esto, que indagar aquello, que escribir, que borrar algo, etc., cuando yo esperaba socorrer de algún modo mis pobrerías con esta obrita, se me quede en el cuerpo por falta de protección... ¡voto a los diablos!, más valía que se me hubieran quedado treinta purgas y veinte lavativas... Calla, me dijo mi amigo, que yo te voy a proponer unos Mecenas que seguramente te costearán la impresión.

¡Ay hombre!, ¿quiénes son?, dije yo lleno de gusto. Los lectores, me respondió el amigo. ¿A quiénes con más justicia debes dedicar tus tareas, sino a los que leen las obras a costa de su dinero? Pues ellos son los que costean la impresión, y por lo mismo sus Mecenas más seguros. Conque aliéntate, no seas bobo, dedícales a ellos tu trabajo y saldrás del cuidado.

Le di las gracias a mi amigo; él se fue; yo tomé su consejo, y me propuse desde aquel momento dedicaros, Señores Lectores, la Vida de tan mentado Periquillo Sarniento, como lo hago.

Pero a usanza de las dedicatorias y a fuer de lisonjero   —X→   o agradecido, yo debo tributaros los más dignos elogios, asegurado de que no se ofenderá vuestra modestia.

Y entrando al ancho campo de vuestros timbres y virtudes, ¿qué diré de vuestra ilustrísima cuna, sino que es la más antigua y llena de felicidades en su origen, pues descendéis no menos que del primer monarca del universo?

¿Qué diré de vuestras gloriosas hazañas, sino que son tales, que son imponderables e insabibles?

¿Qué de vuestros títulos y dictados, sino que sois y podéis ser, no sólo tú ni vos, sino usías, ilustrísimos, reverendísimos, excelentísimos y qué sé yo si eminentísimos, serenísimos, altezas y majestades? Y en virtud de esto, ¿quién será bastante a ponderar vuestra grandeza y dignidad? ¿Quién elogiará dignamente vuestros méritos? ¿Quién podrá hacer ni aun el diseño de vuestra virtud y vuestra ciencia? ¿Ni quién, por último, podrá numerar los retumbantes apellidos de vuestras ilustres casas, ni las águilas, tigres, leones, perros y gatos que ocupan los cuarteles de vuestras armas?

Muy bien sé que descendéis de un ingrato, y que tenéis relaciones de parentesco con los Caínes fratricidas, con los idólatras Nabucos, con las prostitutas Dalilas, con los sacrílegos Baltazares, con los malditos Canes, con los traidores Judas, con los pérfidos Sinones, con los Cacos ladrones, con los herejes Arrios, y con una multitud de pícaros y pícaras que han vivido y aún viven en el mismo mundo que vosotros.

Sé que acaso seréis algunos plebeyos, indios, mulatos, negros, viciosos, tontos y majaderos.

Pero no me toca acordaros nada de esto, cuando trato de captar vuestra benevolencia y afición a la obra que os   —XI→   dedico; ni menos trato de separarme un punto del camino trillado de mis maestros los dedicadores, a quienes observo desentenderse de los vicios y defectos de sus Mecenas, y acordarse sólo de las virtudes y lustre que tienen para repetírselos y exagerárselos.

Esto es, oh serenísimos Lectores, lo que yo hago al dedicaros esta pequeña obrita que os ofrezco, como tributo debido a vuestros reales... méritos.

Dignaos, pues, acogerla favorablemente, comprando cada uno seis o siete capítulos cada día13, y suscribiéndoos por cinco o seis ejemplares a lo menos, aunque después os deis a Barrabás por haber empleado vuestro dinero en una cosa tan friona y fastidiosa; aunque me critiquéis de arriba a bajo, y aunque hagáis cartuchos o servilletas con los libros; que como costeéis la impresión con algunos polvos de añadidura, jamás me arrepentiré de haber seguido el consejo de mi amigo; antes desde ahora para entonces y desde entonces para ahora, os escojo y elijo para únicos Mecenas y protectores de cuantos mamarrachos escribiere, llenándoos de alabanzas como ahora, y pidiendo a Dios que os guarde muchos años, os dé dinero, y os permita emplearlo en beneficio de los autores, impresores, papeleros, comerciantes, encuadernadores y demás dependientes de vuestro gusto.

Señores... etc.

Vuestro... etc.

El Pensador



  —XII→     —XIII→  

ArribaAbajoEl prólogo de Periquillo Sarniento

Cuando escribo mi vida, es sólo con la sana intención de que mis hijos se instruyan en las materias sobre que los hablo.

No quisiera que salieran estos cuadernos de sus manos, y así se los encargo; pero como no sé si me obedecerán, ni si se les antojará andar prestándolos a éste y al otro, me veo precisado (para que no anden royendo mis podridos huesos, ni levantándome falsos testimonios) a hacer yo mismo y sin fiarme de nadie, una especie de Prólogo; porque los prólogos son tapaboca de los necios y maliciosos, y al mismo tiempo son, como dijo no sé quién, unos remedios anticipados de los libros, y en virtud de esto digo: que esta obrita no es para los sabios, porque éstos no necesitan   —XIV→   de mis pobres lecciones; pero sí puede ser útil para algunos muchachos que carezcan, tal vez, de mejores obras en que aprender, o también para algunos jóvenes (o no jóvenes) que sean amigos de leer novelitas y comedias; y como pueden faltarles o no tenerlas a mano algún día, no dejarán de entretenerse y pasar el rato con la lectura de mi vida descarriada.

En ella presento a mis hijos muchos de los escollos en donde más frecuentemente se estrella la mocedad cuando no se sabe dirigir, o desprecia los avisos de los pilotos experimentados.

Si les manifiesto mis vicios no es por lisonjearme de haberlos contraído, sino por enseñarles a que los huyan pintándoles su deformidad; y del mismo modo, cuando les refiero tal cual acción buena que he practicado, no es por granjearme su aplauso, sino por enamorarlos de la virtud.

Por iguales razones expongo a su vista y a su consideración vicios y virtudes de diferentes personas con quienes he tratado, debiendo persuadirse a que casi todos cuantos pasajes refiero son ciertos, y nada tienen de disimulado o fingido sino los nombres, que los he procurado disfrazar por respeto a las familias que hoy viven.

Pero no por esto juzgue ninguno que yo lo retrato; hagan cuenta en hora buena que no ha pasado   —XV→   nada de cuanto digo, y que todo es ficción de mi fantasía; yo les perdonaré de buena gana el que duden de mi verdad, con tal que no me calumnien de un satírico mordaz. Si se halla en mi obrita alguna sátira picante, no es mi intención zaherir con ella más que al vicio, dejando inmunes las personas, según el amigo Marcial:


Hunc servare modum nostri novere libelli:
parcere personis, dicere de vitiis.

Así, pues, no hay que pensar que cuando hablo de algún vicio, retrato a persona alguna, ni aun con el pensamiento, porque el único que tengo es de que deteste el tal vicio la persona que lo tenga, sea cual fuere, y hasta aquí nada le hallo a esta práctica ni a este deseo de reprensible. Mucho menos que no escribo para todos, sino sólo para mis hijos que son los que más me interesan, y a quienes tengo obligación de enseñar.

Pero aun cuando todo el mundo lea mi obra, nadie tiene que mosquearse cuando vea pintado el vicio que comete, ni atribuir entonces a malicia mía lo que en la realidad es perversidad suya.

Este modo de criticar, o por mejor decir, de murmurar a los autores, es muy antiguo, y siempre ejercitado por los malos. El padre San Gerónimo   —XVI→   se quejaba de él, por las imposturas de Onaso, a quien decía: si yo hablo de los que tienen las narices podridas y hablan gangoso, ¿por qué habéis de reclamar luego, y decir que lo he dicho por vos?

De la misma manera digo: si en esta mi obrita hablo de los malos jueces, de los escribanos criminalistas, de los abogados embrolladores, de los médicos desaplicados, de los padres de familia indolentes, etc., etc., ¿por qué al momento han de saltar contra mí los jueces, escribanos, letrados, médicos y demás, diciendo que hablo mal de ellos, o de sus facultades? Esto será una injusticia y una bobería, pues al que se queja, algo le duele, y en este caso, mejor es no darse por entendido, que acusarse, sin que haya quien le pregunte por el pie de que cojea.

Comencé al principio a mezclar en mi obrilla algunas sentencias y versos latinos; y sin embargo de que los doy traducidos a nuestro idioma, he procurado economizarlos en lo restante de mi dicha obra; porque pregunté sobre esto al señor Muratori, y me dijo que los latines son los tropezones de los libros para los que no los entienden.

El método y el estilo que observo en lo que escribo, es el mío natural y el que menos trabajo me ha costado, satisfecho de que la mejor elocuencia es la que más persuade, y la que se conforma   —XVII→   más naturalmente con la clase de la obra que se trabaja.

No dudo que así por mi escaso talento, como por haber escrito casi currente cálamo, abundará la presente en mil defectos, que darán materia para ejercitarse la crítica menos escrupulosa. Si así fuere, yo prometo escuchar a los sabios con resignación, agradeciéndoles sus lecciones a pesar de mi amor propio, que no quisiera dar obra alguna que no mereciera las más generales alabanzas; aunque me endulza este sinsabor saber que pocas obras habrá en el orbe literario que carezcan de lunares en medio de sus más resplandecientes bellezas. En el astro más luminoso que nos vivifica, encuentran manchas los astrónomos.

En fin, tengo un consuelo, y es que mis escritos precisamente agradarán a mis hijos para quienes en primer lugar los trabajé; si a los demás no les acomodare, sentiré que la obra no corresponda a mis deseos, pudiendo decir a cada uno de mis lectores lo que Ovidio a su amigo Pisón: «Si mis escritos no merecen tu alabanza, a lo menos yo quise que fueran dignos de ella.» De esta buena intención me lisonjeo, que no de mi obra.


Quod si digna tua minus est mea pagina laude,
at voluisse sat est: animum non carmina jacto.



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ArribaAbajoAdvertencias generales a los lectores

Estamos entendidos de que no es uso adornar con notas ni textos esta clase de obras romancescas, en las que debe tener más parte la acción que la moralidad explicada, no siendo además susceptibles de una frecuente erudición; pero como la idea de nuestro autor no sólo fue contar su vida, sino instruir cuanto pudiera a sus hijos, de ahí es que no escasea las digresiones que le parecen oportunas en el discurso de su obra, aunque (a mi parecer) no son muy repetidas, inconexas ni enfadosas.

Yo, coincidiendo con su modo de pensar, y en obsequio de la amistad que le profesé, he procurado ilustrarla con algunas que pienso concurren a su misma intención. Al propio tiempo, para ahorrar a los lectores menos instruidos los tropezones de los latines, como él recuerda, dejo la traducción castellana en su lugar, y unas veces pongo el texto original entre las notas, otras sólo las citas, y algunas veces lo omito enteramente. De manera, que el lector en romance nada tiene que interrumpir con la secuela de la lectura, y el lector latino acaso se agradará de leer lo mismo en su idioma original.

Periquillo, sin embargo de la economía que ofrece, no deja de corroborar sus opiniones con la doctrina de los poetas y filósofos paganos.

En uso de las facultades que él me dio para que corrigiera, quitara o añadiera lo que me pareciera en su obrita, pude haberle suprimido todos los textos y autoridades dichas; pero cuando batallaba con la duda de lo que debía de hacer, leí un párrafo del eruditísimo Jamin que vino   —XX→   a mi propósito, y dice así: «He sacado mis reflexiones de los filósofos profanos, sin omitir tampoco el testimonio de los poetas, persuadido a que el testimonio de éstos... aunque voluptuosos por lo común, establecía la severidad de las costumbres de un modo más fuerte y victorioso que el de los filósofos, de quienes hay motivo de sospechar que sola la vanidad les ha movido ha establecer la austeridad de las máximas en el seno de una religión supersticiosa, que al mismo tiempo lisonjeaba todas las pasiones. En efecto, al oír a un escritor voluptuoso hablar con elogio de la pureza de las costumbres, se evidenciará que únicamente la fuerza de la verdad ha podido arrancar de su boca tan brillante testimonio.»

Hasta aquí el célebre autor citado, en el párrafo XX del prefacio a su libro titulado: El fruto de mis lecturas. Ahora digo: si un joven voluptuoso, o un viejo apelmazado con los vicios ve estos mismos reprendidos, y las virtudes contrarias elogiadas, no en boca de los Anacoretas y Padres del Yermo, sino en la de unos hombres sin religión perfecta, sin virtud sólida, y sin la luz del Evangelio, ¿no es preciso que forme un concepto muy ventajoso de las virtudes morales? ¿No es creíble que se avergüence al ver reprendidos y ridiculizados sus vicios, no ya por los Pablos, Crisóstomos, Agustinos ni demás padres ni doctores de la iglesia, sino por los Horacios, Juvenales, Sénecas, Plutarcos y otros ciegos semejantes del paganismo? Y el amor a la sana moral, o el aborrecimiento al vicio que produzca el testimonio de los autores gentiles, ¿no debe ser de un interés recomendable, así para los lectores como para la misma sociedad? A mí a lo menos así me lo parece, y por tanto no he querido omitir las autoridades de que hablamos.

  —1→  

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No es este el Periquillo que cantando
o haciendo no sé qué se llevó el viento.
Este Perico sin cantar, va dando
A muchos mil lecciones de escarmiento.
Su fin es deleitar aprovechando
a quien su vida quiera leer atento.
Tal el carácter es de mi Perico.
Escucha pues, lector que ya abre el pico.






ArribaAbajoVida y hechos de Periquillo Sarniento

Escrita por él para sus hijos



ArribaAbajoCapítulo I

Comienza Periquillo escribiendo el motivo que tuvo para dejar a sus hijos estos cuadernos, y da razón de sus padres, patria, nacimiento y demás ocurrencias de su infancia


Postrado en una cama muchos meses hace, batallando con los médicos y enfermedades, y esperando con resignación el día en que, cumplido el orden de la Divina Providencia, hayáis de cerrar mis ojos, queridos hijos míos, he pensado dejaros escritos los nada raros sucesos de mi vida, para que os sepáis guardar y precaver de muchos de los peligros que amenazan, y aun lastiman al hombre en el discurso de sus días.

Deseo que en esta lectura aprendáis a desechar muchos errores que notaréis admitidos por mí y por otros, y que, prevenidos con mis lecciones, no os expongáis a sufrir los malos tratamientos que yo he sufrido por mi culpa; satisfechos de   —2→   que mejor es aprovechar el desengaño en las cabezas ajenas que en la propia.

Os suplico encarecidamente que no os escandalicéis con los extravíos de mi mocedad, que os contaré sin rebozo, y con bastante confusión; pues mi deseo es instruiros y alejaros de los escollos donde tantas veces se estrelló mi juventud, y a cuyo mismo peligro quedáis expuestos.

No creáis que la lectura de mi vida os será demasiado fastidiosa, pues como yo sé bien que la variedad deleita el entendimiento, procuraré evitar aquella monotonía o igualdad de estilo, que regularmente enfada a los lectores. Así es, que unas veces me advertiréis tan serio y sentencioso como un Catón, y otras tan trivial y bufón como un Bertoldo. Ya leeréis en mis discursos, retazos de erudición y rasgos de elocuencia; y ya veréis seguido un estilo popular mezclado con los refranes y paparruchadas del vulgo.

También os prometo que todo esto será sin afectación ni pedantismo, sino según me ocurra a la memoria, de donde pasará luego al papel, cuyo método me parece el más análogo con nuestra natural veleidad.

Últimamente, os mando y encargo que estos cuadernos no salgan de vuestras manos, porque no se hagan el objeto de la maledicencia, de los necios o de los inmorales; pero si tenéis la debilidad de prestarlos alguna vez, os suplico no los prestéis a esos señores, ni a las viejas hipócritas, ni a los curas interesables, y que saben hacer negocio con sus feligreses vivos y muertos, ni a los médicos y abogados chapuceros, ni a los escribanos, agentes, relatores y procuradores ladrones, ni a los comerciantes usureros, ni a los albaceas herederos, ni a los padres y madres indolentes en la educación de su familia, ni a las beatas necias y supersticiosas, ni a los jueces venales, ni a los corchetes pícaros, ni a los alcaides tiranos, ni a los poetas y escritores remendones como yo, ni a los oficiales de   —3→   la guerra y soldados fanfarrones y hazañeros, ni a los ricos avaros, necios, soberbios y tiranos de los hombres, ni a los pobres que lo son por flojera, inutilidad o mala conducta, ni a los mendigos fingidos; ni los prestéis tampoco a las muchachas que se alquilan, ni a las mozas que se corren, ni a las viejas que se afeitan, ni... pero va larga esta lista. Basta deciros que no los prestéis ni por un minuto a ninguno de cuantos advirtiereis que les tocan las generales en lo que leyeren; pues sin embargo de lo que asiento en mi prólogo, al momento que vean sus interiores retratados por mi pluma, y al punto que lean alguna opinión que para ellos sea nueva o no conforme con sus extraviadas o depravadas ideas, a ese mismo instante me calificarán de un necio, harán que se escandalizan de mis discursos, y aun habrá quien pretenda quizá que soy hereje, y tratará de delatarme por tal, aunque ya esté convertido en polvo. ¡Tanta es la fuerza de la malicia, de la preocupación o la ignorancia!

Por tanto, o leed para vosotros solos mis cuadernos, o en caso de prestarlos sea únicamente a los verdaderos hombres de bien, pues éstos, aunque como frágiles yerren o hayan errado, conocerán el peso de la verdad sin darse por agraviados, advirtiendo que no hablo con ninguno determinadamente, sino con todos los que traspasan los límites de la justicia; mas a los primeros (si al fin leyeren mi obra) cuando se incomoden o se burlen de ella, podréis decirles, con satisfacción de que quedarán corridos: «¿De qué te alteras? ¿Qué mofas, si con distinto nombre de ti habla la vida de este hombre desreglado?»14

Hijos míos, después de mi muerte leeréis por primera vez estos escritos. Dirigid entonces vuestros votos por mí al trono   —4→   de las misericordias; escarmentad en mis locuras; no os dejéis seducir por las falsedades de los hombres; aprended las máximas que os enseño, acordándoos que las aprendí a costa de muy dolorosas experiencias; jamás alabéis mi obra, pues ha tenido más parte en ella el deseo de aprovecharos; y empapados en estas consideraciones, comenzad a leer.

Mi patria, padres, nacimiento y primera educación

Nací en México, capital de la América Septentrional, en la Nueva-España. Ningunos elogios serían bastantes en mi boca para dedicarlos a mi cara patria; pero, por serlo, ningunos más sospechosos. Los que la habitan y los extranjeros que la han visto, pueden hacer su panegírico más creíble, pues no tienen el estorbo de la parcialidad, cuyo lente de aumento puede a veces disfrazar los defectos, o poner en grande las ventajas de la patria aun a los mismos naturales; y así, dejando la descripción de México para los curiosos imparciales, digo: que nací en esta rica y populosa ciudad por los años de 1771 a 73 de unos padres no opulentos, pero no constituidos en la miseria; al mismo tiempo que eran de una limpia sangre, la hacían lucir y conocer por su virtud. ¡Oh, si siempre los hijos siguieran constantemente los buenos ejemplos de sus padres!

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Luego que nací, después de las lavadas y demás diligencias de aquella hora, mis tías, mis abuelas y otras viejas del antiguo cuño querían amarrarme las manos, y fajarme o liarme como un cohete, alegando que si me las dejaban sueltas, estaba yo propenso a ser muy manilargo15 de grande, y por último, y como la razón de más peso y el argumento más incontrastable, decían que éste era el modo con   —5→   que a ellas las habían criado, y que por tanto, era el mejor y el que se debía seguir como más seguro, sin meterse a disputar para nada del asunto; porque los viejos eran en todo más sabios que los del día, y pues ellos amarraban las manos a sus hijos, se debía seguir su ejemplo a ojos cerrados.

A seguida, sacaron de un canastito una cincha de listón que llamaban faja de dijes, guarnecida con manitas de azabache, el ojo del venado, colmillo de caimán, y otras baratijas de esta clase, dizque para engalanarme con estas reliquias del supersticioso paganismo el mismo día que se había señalado para que en boca de mis padrinos fuera yo a profesar la fe y santa religión de Jesucristo.

¡Válgame Dios cuánto tuvo mi padre que batallar con las preocupaciones de las benditas viejas! ¡Cuánta saliva no gastó para hacerles ver que era una quimera y un absurdo pernicioso el liar y atar las manos a las criaturas! ¡Y qué trabajo no lo costó persuadir a estas ancianas inocentes a que el azabache, el hueso, la piedra, ni otros amuletos de esta ni ninguna clase, no tienen virtud alguna contra el aire, rabia, mal de ojo, y semejantes faramallas!

Así me lo contó su merced muchas veces, como también el triunfo que logró de todas ellas, que a fuerza o de grado accedieron a no aprisionarme, a no adornarme sino con un rosario, la santa cruz, un relicario y los cuatro evangelios, y luego se trató de bautizarme.

Mis padres ya habían citado los padrinos, y no pobres, sencillamente persuadidos a que en el caso de orfandad me servirían de apoyo.

Tenían los pobres viejos menos conocimiento de mundo que el que yo he adquirido, pues tengo muy profunda experiencia de que los más de los padrinos no saben las obligaciones que contraen respecto de los ahijados, y así creen que hacen mucho con darles medio real cuando los ven, y si sus padres   —6→   mueren, se acuerdan de ellos como si nunca los hubieran visto. Bien es verdad, que hay algunos padrinos que cumplen con su obligación exactamente, y aun se anticipan a sus propios padres en proteger y educar a sus ahijados. ¡Gloria eterna a semejantes padrinos!

En efecto, los míos ricos me sirvieron tanto como si jamás me hubieran visto; bastante motivo para que no me vuelva a acordar de ellos. Ciertamente que fueron tan mezquinos, indolentes y mentecatos, que por lo que toca a lo poco o nada que les debí ni de chico ni de grande, parece que mis padres los fueron a escoger de los más miserables del hospicio de pobres. Reniego de semejantes padrinos, y más reniego de los padres que haciendo comercio del Sacramento del Bautismo, no solicitan padrinos virtuosos y honrados, sino que posponen éstos a los compadres ricos o de rango, o ya por el rastrero interés de que les den alguna friolera a la hora del bautismo, o ya neciamente confiados en que quizá, pues, por una contingencia o extravagancia del orden o desorden común, serán útiles a sus hijos después de sus días. Perdonad, pedazos míos, estas digresiones que rebozan naturalmente de mi pluma, y no serán muy de tarde en tarde en el discurso de mi obra.

Bautizáronme, por fin, y pusiéronme por nombre Pedro, llevando después, como es uso, al apellido de mi padre, que era Sarmiento.

Mi madre era bonita, y mi padre la amaba con extremo; con esto, y con la persuasión de mis discretas tías, se determinó nemine discrepante16, a darme nodriza o chichigua como acá decimos.

  —7→  

¡Ay hijos! Si os casareis algún día y tuviereis sucesión, no la encomendéis a los cuidados mercenarios de esta clase de gentes; lo uno, porque regularmente son abandonadas, y al menor descuido son causa de que se enfermen los niños; pues como no los aman, y sólo los alimentan por su mercenario interés, no se guardan de hacer cóleras, de comer mil cosas que dañan su salud, y de consiguiente la de las criaturas que se les confían, ni de cometer otros excesos perjudiciales, que no digo por no ofender vuestra modestia; y lo otro, porque es una cosa que escandaliza a la naturaleza que una madre racional haga lo que no hace una burra, una gata, una perra, ni ninguna hembra puramente animal y destituida de razón.

¿Cuál de éstas fía el cuidado de sus hijos a otro bruto, ni aun al hombre mismo? ¿Y el hombre dotado de razón ha de atropellar las leyes de la naturaleza, y abandonar a sus hijos en los brazos alquilados de cualquiera india, negra o blanca, sana o enferma, de buenas o depravadas costumbres, puesto que en teniendo leche, de nada más se informan los padres, con escándalo de la perra, de la gata, de la burra y de todas las madres irracionales?

¡Ah! Si estas pobres criaturas de quienes hablo tuvieran sindéresis, al instante que se vieran las inocentes abandonadas de sus madres, cómo dirían llenas de dolor y entusiasmo: mujeres crueles, ¿por qué tenéis el descaro y la insolencia de llamaros madres? ¿Conocéis acaso la alta dignidad de una madre? ¿Sabéis las señales que la caracterizan? ¿Habéis atendido alguna vez a los afanes que le cuesta a una gallina la conservación de sus pollitos? ¡Ah! No. Vosotras nos concebisteis por apetito, nos paristeis por necesidad, nos llamáis hijos por costumbre, nos acariciáis tal cual vez por cumplimiento, y nos abandonáis por un demasiado amor propio o por una execrable lujuria. Sí, nos avergonzamos de decirlo; pero señalad con verdad, si os atrevéis, la causa porque os somos fastidiosos.   —8→   A excepción de un caso gravísimo en que se interese vuestra salud, y cuya certidumbre es preciso que la autorice un médico sabio, virtuoso y no forjado a vuestro gusto, decidnos: ¿os mueven a este abandono otros motivos más paliados que el de no enfermaros y aniquilar vuestra hermosura?

Ciertamente no son otros vuestros criminales pretextos, madres crueles, indignas de tan amable nombre; ya conocemos el amor que nos tenéis, ya sabemos que nos sufristeis en vuestro vientre por la fuerza, y ya nos juzgamos desobligados del precepto de la gratitud; pues apenas podéis, nos arrojáis en los brazos de una extraña, cosa que no hace el bruto más atroz. Así se produjeran estos pobrecillos si tuvieran expeditos los usos de la razón y de la lengua.

Quedé, pues, encomendado al cuidado o descuido de mi chichigua, quien seguramente carecía de buen natural, esto es, de un espíritu bien formado; porque si es cierto que los primeros alimentos que nos nutren, nos hacen adquirir alguna propiedad de quien nos los ministra, de suerte que el niño a quien ha criado una cabra no será mucho que salga demasiado travieso y saltador como se ha visto; si es cierto esto, digo: que mi primera nodriza era de un genio maldito, según que yo salí de mal intencionado, y mucho más cuando no fue una sola la que me dio sus pechos, sino hoy una, mañana otra, pasado mañana otra, y todas, o las más, a cual peores; porque la que no era borracha, era golosa; la que no era golosa, estaba gálica; la que no tenía este mal, tenía otro; y la que estaba sana, de repente resultaba en cinta; y esto era por lo que toca a las enfermedades del cuerpo, que por lo que toca a las del espíritu, rara sería la que estaría aliviada. Si las madres advirtieran, a lo menos, estas resultas de su abandono, quizá no fueran tan indolentes con sus hijos.

No sólo consiguieron mis padres hacerme un mal genio con su abandono, sino también enfermizo con su cuidado. Mis   —9→   nodrizas comenzaron a debilitar mi salud, y hacerme resabido, soberbio e impertinente con sus desarreglos y descuidos, y mis padres la acabaron de destruir con su prolijo y mal entendido cuidado y cariño; porque luego que me quitaron el pecho, que no costó poco trabajo, se trató de criarme demasiado regalón y delicado; pero siempre sin dirección ni tino.

Es menester que sepáis, hijos míos, (por si no os lo he dicho) que mi padre era de mucho juicio, nada vulgar, y por lo mismo se oponía a todas las candideces de mi madre; pero algunas veces, por no decir las más, flaqueaba en cuanto la veía afligirse o incomodarse demasiado, y ésta fue la causa porque yo me crié entre bien y mal, no sólo con perjuicio de mi educación moral, sino también de mi constitución física.

Bastaba que yo manifestara deseo de alguna cosa para que mi madre hiciera por ponérmela en las manos, aunque fuera injustamente. Supongamos: quería yo su rosario, el dedal con que cosía, un dulcecito que otro niño de casa tuviera en la mano, o cosa semejante, se me había de dar en el instante, y cuenta como se me negaba, porque aturdía yo el barrio a gritos; y como me enseñaron a darme cuanto gusto quería porque no llorara, yo lloraba por cuanto se me antojaba para que se me diera pronto.

Si alguna criada me incomodaba, hacía mi madre que la castigaba, como para satisfacerme, y esto no era otra cosa que enseñarme a soberbio y vengativo.

Me daban de comer cuanto quería, indistintamente a todas horas, sin orden ni regla en la cantidad y calidad de los alimentos, y con tan bonito método lograron verme dentro de pocos meses cursiento, barrigón y descolorido.

Yo, a más de esto, dormía hasta las quinientas, y cuando me despertaban, me vestían y envolvían como un tamal de pies a cabeza; de manera que, según me contaron, yo jamás me levantaba de la cama sin zapatos, ni salía del jonuco sin la cabeza   —10→   entrapajada. A más de esto, aunque mis padres eran pobres, no tanto que carecieran de proporciones para no tener sus vidrieritas; teníanlas en efecto, y yo no era dueño de salir al corredor o al balcón sino por un raro accidente, y eso ya entrado el día. Me economizaban los baños terriblemente, y cuando me bañaban por campanada de vacante, era en la recámara muy abrigada y con una agua bien caliente.

De esta suerte fue mi primera educación física; ¿y qué podía resultar de la observancia de tantas preocupaciones juntas, sino el criarme demasiado débil y enfermizo? Como jamás, o pocas veces me franqueaban el aire, ni mi cuerpo estaba acostumbrado a recibir sus saludables impresiones, al menor descuido las extrañaba mi naturaleza, y ya a los dos y tres años padecía catarros y constipados con frecuencia, lo que me hizo medio raquítico. ¡Ah!, no saben las madres el daño que hacen a sus hijos con semejante método de vida. Se debe acostumbrar a los niños a comer lo menos que puedan, y alimentos de fácil digestión proporcionados a la tierna elasticidad de sus estómagos; deben familiarizarlos con el aire y demás intemperies, hacerlos levantar a una hora regular, andar descalzos, con la cabeza sin pañuelos ni aforros, vestir sin ligaduras para que sus fluidos corran sin embarazo, dejarlos travesear cuanto quieran, y siempre que se pueda al aire fresco, para que se agiliten y robustezcan sus nerviecillos, y por fin, hacerlos bañar con frecuencia, y si es posible en agua fría, o cuando no, tibia o quebrantada, como dicen. Es increíble el beneficio que resultaría a los niños con este plan de vida. Todos los médicos sabios lo encargan, y en México ya lo vemos observado por muchos señores de proporciones y despreocupados, y ya notamos en las calles multitud de niños de ambos sexos vestidos muy sencillamente, con sus cabecitas al aire, y sin más abrigo en las piernas que el túnico o pantaloncito flojo. ¡Quiera Dios que se haga general esta moda para   —11→   que las criaturas logren ser hombres robustos, y útiles por esta parte a la sociedad!

Otra candidez tuvo la pobrecita de mi madre, y fue llenarme la fantasía de cocos, viejos y macacos, con cuyos extravagantes nombres me intimidaba cuando estaba enojada y yo no quería callar, dormir o cosa semejante. Esta corruptela me formó un espíritu cobarde y afeminado, de manera que aun ya de ocho o diez años, yo no podía oír un ruidito a media noche sin espantarme, ni ver un bulto que no distinguiera, ni un entierro, ni entrar en un cuarto oscuro, porque todo me llenaba de pavor; y aunque no creía entonces en el coco, pero sí estaba persuadido de que los muertos se aparecían a los vivos cada rato, que los diablos salían a rasguñarnos y apretarnos el pescuezo con la cola cada vez que estaban para ello, que había bultos que se nos echaban encima, que andaban las ánimas en penas mendigando nuestros sufragios, y creía otras majaderías de esta clase, más que los artículos de la fe. ¡Gracias a un puñado de viejas necias que o ya en clase de criadas o de visitas procuraban entretener al niño con cuentos de sus espantos, visiones y apariciones intolerables! ¡Ah, qué daño me hicieron estas viejas! ¡De cuántas supersticiones llenaron mi cabeza! ¡Qué concepto tan injurioso formé entonces de la divinidad, y cuán ventajoso y respetable hacia los diablos y los muertos! Si os casareis, hijos míos, no permitáis a los vuestros que se familiaricen con estas viejas supersticiosas, a quienes yo vea quemadas con todas sus fábulas y embelecos en mis días; ni les permitáis tampoco las pláticas y sociedades con gente idiota, pues lejos de enseñarles alguna cosa de provecho, los imbuirán, en mil errores y necedades que se pegan a nuestra imaginación más que unas garrapatas, pues en la edad pueril aprenden los niños lo bueno y lo malo con la mayor tenacidad, y en la adulta, tal vez no bastan ni los libros ni los sabios para desimpresionarlos de aquellos primeros errores con que se nutrió su espíritu.

  —12→  

De aquí proviene que todos los días vemos hombres en quienes respetamos alguna autoridad o carácter, y en quienes reconocemos bastante talento y estudio; y sin embargo los notamos caprichosamente adheridos a ciertas vulgaridades ridículas, y lo peor es que están más aferrados a ellas que el codicioso Creso a sus tesoros; y así suelen morir abrazados con sus envejecidas ignorancias; siendo esto como natural, pues como dijo Horacio: la vasija guarda por mucho tiempo el olor del primer aroma en que se infurtió cuando nueva.

Mi padre era, como he dicho, un hombre muy juicioso y muy prudente; siempre se incomodaba con estas boberías; era demasiadamente opuesto a ellas; pero amaba a mi madre con extremo, y este excesivo amor era causa de que por no darle pesadumbre, sufriera y tolerara, a su pesar, casi todas sus extravagantes ideas, y permitiera, sin mala intención, que mi madre y mis tías se conjuraran en mi daño. ¡Válgame Dios, y qué consentido y mal criado me educaron! ¿A mí negarme lo que pedía, aunque fuera una cosa ilícita en mi edad o perniciosa a mi salud? Era imposible. ¿Reñirme por mis primeras groserías? De ningún modo. ¿Refrenar los ímpetus primeros de mis pasiones? Nunca. Todo lo contrario. Mis venganzas, mis glotonerías, mis necedades y todas mis boberas pasaban por gracias propias de la edad, como si la edad primera no fuera la más propia para imprimirnos las ideas de la virtud y del honor.

Todos disculpaban mis extravíos y canonizaban mis toscos errores con la antigua y mal repetida cantinela de déjelo usted, es niño, es propio de su edad, no sabe lo que hace, ¿cómo ha de comenzar por donde nosotros acabamos? y otras tonteras de este jaez, con cuyas indulgencias se pervertía más mi madre, y mi padre tenía que ceder a su impertinente cariño. ¡Qué mal hacen los hombres que se dejan dominar de sus mujeres, acerca de la crianza o educación de sus hijos!

  —13→  

Finalmente, así viví en mi casa los seis años primeros que vi el mundo. Es decir, viví como un mero animal, sin saber lo que me importaba saber, y no ignorando mucho de lo que me convenía ignorar.

Llegó por fin el plazo de separarme de casa por algunos ratos, quiero decir: me pusieron en la escuela, y en ella ni logré saber lo que debía, y supe, como siempre, lo que nunca había de haber sabido, y todo esto por la irreflexiva disposición de mi querida madre; pero los acaecimientos de esta época os los escribiré en el capítulo siguiente.




ArribaAbajoCapítulo II

En el que Periquillo da razón de su ingreso a la escuela, los progresos que hizo en ella, y otras particularidades que sabrá el que las leyere, las oyere leer, o las preguntare


Hizo sus mohínas mi padre, sus pucheritos mi madre, y yo un montón de alharacas, y berrinches revueltos con mil lágrimas y gritos; pero nada valió para que mi padre revocara su decreto. Me encajaron en la escuela mal de mi grado.

El maestro era muy hombre de bien; pero no tenía los requisitos necesarios para el caso. En primer lugar era un pobre, y emprendió este ejercicio por mera necesidad, y sin consultar su inclinación y habilidad; no era mucho que estuviera disgustado como estaba, y aun avergonzado en el destino.

Los hombres creen (no sé por qué) que los muchachos por serlo, no se entretienen en escuchar sus conversaciones ni las comprenden; y fiados en este error, no se cuidan de hablar delante de ellos muchas cosas que alguna vez les salen a la cara, y entonces conocen que los niños son muy curiosos, y observativos.

  —14→  

Yo era uno de tantos, y cumplía con mis deberes exactamente. Me sentaba mi maestro junto a sí, ya por especial recomendación de mi padre, o ya porque era yo el más bien tratadito de ropa que había entre sus alumnos.

No sé que tiene un buen exterior que se respeta hasta en los muchachos.

Con esta inmediación a su persona no perdía yo palabra de cuantas profería con sus amigos. Una vez le oí decir platicando con uno de ellos: «sólo la maldita pobreza me puede haber metido a escuelero; ya no tengo vida con tanto muchacho condenado; ¡qué traviesos que son y qué tontos! Por más que hago, no puedo ver uno aprovechado. ¡Ah, fucha en el oficio tan maldito! ¡Sobre que ser maestro de escuela es la última droga que nos puede hacer el diablo!...» Así se producía mi buen maestro, y por sus palabras conoceréis el candor de su corazón, su poco talento y el concepto tan vil que tenía formado de un ejercicio tan noble y recomendable por sí mismo, pues el enseñar y dirigir la juventud es un cargo de muy alta dignidad, y por eso los reyes y los gobiernos han colmado de honores y privilegios a los sabios profesores; pero mi pobre maestro ignoraba todo esto, y así no era mucho que formara tan vil concepto de una tan honrada profesión.

En segundo lugar, carecía, como dije, de disposición para ella, o de lo que se dice genio. Tenía un corazón muy sensible, le era repugnante el afligir a nadie, y este suave carácter lo hacía ser demasiado indulgente con sus discípulos. Rara vez les reñía con aspereza, y más rara los castigaba. La palmeta y disciplina tenían poco que hacer por su dictamen; con esto los muchachos estaban en sus glorias, y yo entre ellos, porque hacíamos lo que se nos antojaba impunemente.

Ya ustedes verán, hijos míos, que este hombre, aunque bueno de por sí, era malísimo para maestro y padre de familias; pues así como no se debe andar todo el día sobre los niños con   —15→   el azote en la mano como cómitre de presidio, así tampoco se les debe levantar del todo. Bueno es que el castigo sea de tarde en tarde, que sea moderado, que no tenga visos de venganza, que sea proporcionado al delito, y siempre después de haber probado todos los medios de la suavidad y la dulzura para la enmienda; pero si éstos no valen, es muy bueno usar del rigor según la edad, la malicia y condición del niño. No digo que los padres y maestros sean unos tiranos, pero tampoco unos apoyos o consentidores de sus hijos o encargados. Platón decía, que no siempre se han de refrenar las pasiones de los niños con la severidad, ni siempre se han de acostumbrar a los mimos y caricias.17

La prudencia consiste en poner medio entre los extremos.

Por otra parte, mi maestro carecía de toda la habilidad que se requiere para desempeñar este título. Sabía leer y escribir, cuando más, para entender y darse a entender; pero no para enseñar. No todos los que leen saben leer. Hay muchos modos de leer, según los estilos de las escrituras. No se han de leer las oraciones de Cicerón como los anales de Tácito, ni el panegírico de Plinio como las comedias de Moreto. Quiero decir, que el que lee debe saber distinguir los estilos en que se escribe, para animar con su tono la lectura, y entonces manifestará que entiende lo que lee, y que sabe leer.

Muchos creen que leer bien consiste en leer aprisa, y con tal método hablan mil disparates. Otros piensan (y son los más) que en leyendo conforme a la ortografía con que se escribe, quedan perfectamente. Otros leen así, pero escuchándose y con tal pausa, que molestan a los que los atienden. Otros por fin, leen todo género de escritos con mucha afectación, pero con cierta monotonía o igualdad de tono que fastidia. Éstos son los modos más comunes de leer, y vosotros iréis experimentando   —16→   mi verdad, y veréis que no son los buenos lectores tan comunes como parece.

Cuando oyereis a uno que lee un sermón como quien predica, una historia como quien refiere, una comedia como quien representa, etc., de suerte que si cerráis los ojos os parece que estáis oyendo a un orador en el púlpito, a un individuo en un estrado, a un cómico en un teatro, etc., decid: éste sí lee bien; mas si escucháis a uno que lee con sonsonete, o mascando las palabras, o atropellando los renglones, o con una misma modulación de voz; de manera que lo mismo lea las noches de Young que el todo fiel cristiano del catecismo, decid sin el menor escrúpulo, Fulano no sabe leer, como lo digo ahora de mi primer maestro. Ya se ve, era de los que deletreaban c, a, ca; c, e, que; c, i, qui, etc., ¿qué se podía esperar?

Y si esto era por lo tocante a leer, por lo que respecta a escribir, ¿qué tal sería? Tantito peor, y no podía ser de otra suerte; porque sobre cimientos falsos no se levantan jamás fábricas firmes.

Es verdad que tenía su tintura en aquella parte de la escritura que se llama calografía; porque lo que eran trazos, finales, perfiles, distancias, proporciones, etc., en una palabra, pintaba muy bonitas letras; pero en esto de ortografía no había nada. Él adornaba sus escritos con puntos, comas, interrogaciones y demás señales de éstas; mas sin orden, método, ni instrucción; con esto salían algunas cosas suyas tan ridículas, que mejor le hubiera sido no haberlas puesto ni una coma. El que se mete a hacer lo que no entiende, acertará una vez, como el burro que tocó la flauta por casualidad; pero las más ocasiones echará a perder todo lo que haga, como le sucedía a mi maestro en ese particular, que donde había de poner dos puntos ponía coma; en donde ésta tenía lugar, la omitía; y donde debía poner dos puntos, solía poner punto final; razón clara para conocer desde luego que erraba cuanto escribía; y no hubiera sido   —17→   lo peor que sólo hubieran resultado disparates ridículos de su maldita puntuación; pero algunas veces salían unas blasfemias escandalosas.

Tenía una hermosa imagen de la Concepción, y le puso al pie una redondilla que desde luego debía decir así:


Pues del Padre celestial
fue María la Hija querida,
¿no había de ser concebida
sin pecado original?

Pero el infeliz hombre erró de medio a medio la colocación de los caracteres ortográficos, según que lo tenía de costumbre, y escribió un desatino endemoniado y digno de una mordaza, si lo hubiera hecho con la más leve advertencia, porque puso:


¿Pues del Padre celestial
fue María la Hija querida?
No, había de ser concebida
sin pecado original.

Ya ven ustedes qué expuesto está a escribir mil desatinos el que carece de instrucción en la ortografía, y cuán necesario es que en este punto no os descuidéis con vuestros hijos.

Es una lástima la poca aplicación que se nota sobre este ramo en nuestro reino. No se ven sino mil groseros barbarismos todos los días escritos públicamente en las velerías, chocolaterías, estanquillos, papeles de las esquinas, y aun en el cartel del coliseo. Es corriente ver una mayúscula entremetida en la mitad de un nombre o verbo, unas letras por otras, etc. Como (verbigracia) ChocolaTería famosa, Rial estanquiyo de puros y cigaros, El Barbero de Cebilla, La Horgullosa, El Sebero Dictador, y otras impropiedades de este tamaño, que no sólo manifiestan de a legua la ignorancia de los escribientes, sino lo abandonado de la policía de la capital en esta parte.

  —18→  

¿Qué juicio tan mezquino formará un extranjero de nuestra ilustración cuando vea semejantes despilfarros escritos y consentidos públicamente, no ya en un pueblo, sino nada menos que en México, en la capital de las Indias Septentrionales, y a vista y paciencia de tanta respetable autoridad, y de un número de sabios tan acreditados en todas facultades? ¿Qué ha de decir, ni qué concepto ha de formar, sino de que el común del pueblo (y eso si piensa con equidad) es de lo más vulgar e ignorante, y que está enteramente desatendido el cuidado de su ilustración por aquellos a quienes está confiada?

Sería de desear que no se permitiera escribir estos públicos barbarismos que contribuyen no poco a desacreditarnos18.

Pues aún no es esto todo lo malo que hay en el particular, porque es una lástima ver que este defecto de ortografía se extiende a muchas personas de fina educación, de talentos no vulgares, y que tal vez han pasado su juventud en los colegios y universidades, de manera que no es muy raro oír un bello discurso a un orador, y notar en este mismo discurso escrito por su mano, sesenta mil defectos ortográficos; y a mí me parece que esta falta se debe atribuir a los maestros de primeras letras, que o miran este punto tan principal de la escritura como mera curiosidad, o como requisito no necesario, y por eso se descuidan de enseñarlo a sus discípulos, o enteramente lo ignoran, como mi maestro, y así no lo pueden enseñar.

Ya ustedes verán ¿qué aprendería yo con un maestro tan hábil?   —19→   Nada seguramente. Un año estuve en su compañía, y en él supe leer de corrido, según decía mi cándido preceptor, aunque yo leía hasta galopado; porque como él no reparaba en niñerías de enseñarnos a leer con puntuación, saltábamos nosotros los puntos, paréntesis, admiraciones y demás cositas de estas con más ligereza que un gato; y esto nos celebraban mi maestro y otros sus iguales.

También olvidé en pocos días aquellas tales cuales máximas de buena crianza que mi padre me había enseñado en medio del consentimiento de mi madre; pero en cambio de lo poco que olvidé, aprendí otras cosillas de gusto, como (verbigracia) ser desvergonzado, mal criado, pleitista, tracalero, hablador y jugadorcillo.

La tal escuela era, a más de pobre, mal dirigida; con esto sólo la cursaban los muchachos ordinarios, con cuya compañía y ejemplo, ayudado del abandono de mi maestro y de mi buena disposición para lo malo, salí aprovechadísimo en las gracias que os he dicho. Una de ellas fue el acostumbrarme a poner malos nombres, no sólo a los muchachos mis condiscípulos, sino a cuantos conocidos tenía por mi barrio, sin exceptuar a los viejos más respetables. ¡Costumbre o corruptela indigna de toda gente bien nacida!, pero vicio casi generalmente introducido en las más escuelas, en los colegios, cuarteles y otras casas de comunidad; y vicio tan común en los pueblos, que nadie se libra de llevar su mal nombre a retaguardia. En mi escuela se nos olvidaban nuestros nombres propios por llamarnos con los injuriosos que nos poníamos. Uno se conocía por el tuerto, otro por el corcovado, éste por el lagañoso, aquél por el roto. Quien había que entendía muy bien por loco, quien por burro, quien por guajolote, y así todos.

Entre tantos padrinos no me podía yo quedar sin mi pronombre. Tenía cuando fui a la escuela una chupita verde y calzón amarillo. Estos colores, y el llamarme mi maestro algunas   —20→   veces por cariño Pedrillo, facilitaron a mis amigos mi mal nombre, que fue Periquillo; pero me faltaba un adjetivo que me distinguiera de otro Perico que había entre nosotros, y este adjetivo o apellido no tardé en lograrlo. Contraje una enfermedad de sarna, y apenas lo advirtieron, cuando acordándose de mi legítimo apellido me encajaron el retumbante título de Sarniento, y heme aquí ya conocido no sólo en la escuela ni de muchacho, sino ya hombre y en todas partes, por Periquillo Sarniento.

Entonces no se me dio cuidado, contentándome con corresponder a mis nombradores con cuantos apodos podía; pero cuando en el discurso de mi vida eché de ver qué cosa tan odiosa y tan mal vista es tener un mal nombre, me daba a Barrabás, reprochaba este vicio y llenaba de maldiciones a los muchachos; más ya era tarde.

Sin embargo, no dejarán de aprovecharos estas lecciones para que a vuestros hijos jamás les permitáis poner nombres, advirtiéndoles que esta burda manía, cuando menos, arguye un nacimiento ordinario y una educación muy grosera; y digo cuando menos, porque si no se hace por mera corruptela y chanzoneta, sino que estos nombres son injuriosos de por sí, o se dicen con ánimo de injuriar, entonces prueban en el que los pone o los dice, una alma baja o corrompida, y será pecaminosa la tal corruptela, de más o menos gravedad según el espíritu con que se use.

Entre los romanos fue costumbre conocerse con sobrenombres que denotaban los defectos corporales de quien los tenía; así se distinguieron los Cocles, los Manos largas, los Cicerones, los Nasones y otros; pero lo que entonces fue costumbre adoptada para inmortalizar la memoria de un héroe, hoy es grosería entre nosotros. Las leyes de Castilla imponen graves penas a los que injurian a otros de palabra, y el mismo Cristo   —21→   dice que será reo del fuego eterno el que le dijere a su hermano tonto o fatuo.

Y si aun con los iguales debemos abstenernos de este vicio, ¿qué será respecto a nuestros mayores en edad, saber y gobierno? Y a pesar de esto ¿cuál es el superior, sea de la clase o carácter que sea, que no tenga su mal nombre en la comunidad o en el pueblo que gobierna? Pues éste es un osado atrevimiento, porque debemos respetarlos en lo público y en lo privado.

Sólo el ser viejo ya es un motivo que debe ejercitar nuestro respeto. Las canas revisten a sus dueños de cierta autoridad sobre los mozos. Tan conocida ha sido esta verdad y tan antigua, que ya en el Levítico se lee: reverencia la persona del anciano, y levántate a la presencia de los que tienen canas. Aun a los mismos paganos no se ocultó la justicia de este respeto. Juvenal nos dice que hubo tiempo en que se tenía por un crimen digno de muerte, que no se levantara un joven a la presencia de un viejo, o un niño a la de un hombre barbado19. Entre los Lacedemonios se mandaba que los niños reverenciaran públicamente a los ancianos, y les cedieran el lugar en todas ocasiones.

¿Qué dijeran estos antiguos si vieran hoy a los muchachos burlarse de los pobres viejos a merced de su cansada edad? Cuarenta y dos muchachos perecieron en los brazos y dientes de dos osos; ¿y por qué? Porque se burlaron del profeta Eliseo gritándole calvo. ¡Oh, qué bueno fuera que siempre hubiera un par de osos a la mano para que castigaran la insolencia de tanto muchacho atrevido y mal criado que crecen entre nosotros!

No digo a los viejos, pero ni a los asimplados o dementes   —22→   se debe burlar por ningún caso. El defecto espiritual de estos infelices debe servir para dar gracias al Criador de que nos ha librado de igual fatalidad; debe contener nuestra soberbia, haciéndonos reflexionar que mañana u otro día podemos padecer igual trastorno como que somos de la misma masa; y por último, debe excitar nuestra compasión hacia ellos, porque el miserable trae en su misma miseria una carta de recomendación de Dios para sus semejantes. Ved, pues, y qué crueldad no será el burlarse de cualquiera de estos pobrecillos, en vez de compadecerlos y socorrerlos como debía ser. Aprended todo esto para inspirarlo a vuestros hijos, y no tengáis por importunas mis digresiones.

Volviendo a mis adelantamientos en la escuela, digo que fueron ningunos, y así hubieran sido siempre, si un impensado accidente no me hubiera librado de mi maestro. Fue el caso que un día entró un padre clérigo con un niño a encomendarlo a su dirección; después que hubo contestado con él, al despedirse observó el versito que os he dicho, lo miró atentamente, sacó un anteojito, lo volvió a leer con él, procuró limpiar las interrogaciones y la coma que tenía el no, creyendo fuesen suciedades de moscas; y cuando se hubo satisfecho de que eran caracteres muy bien pintados, preguntó: ¿quién escribió esto? A lo que mi buen maestro respondió diciendo que él mismo lo había escrito y que aquélla era su letra. Indignose el eclesiástico, y le dijo: y usted ¿qué quiso decir en esto que ha escrito? Yo, padre, respondió mi maestro tartamudeando, lo que quise decir, es que María Santísima, fue concebida en gracia original, porque fue la hija querida de Dios Padre. Pues amigo, repuso el clérigo, usted eso querría decir; mas aquí lo que se lee es un disparate escandaloso; pero pues sólo es efecto de su mala ortografía, tome usted el palo del tintero o todos sus algodones juntos, y borre ahora mismo y antes que me vaya este verso perversamente escrito, y si no sabe usar de los   —23→   caracteres ortográficos, no los pinte jamás; pues menos malo será que sus cartas y todo lo que escriba lo fíe a la discreción de los lectores, sin gota de puntuación, que no que por hacer lo que no sabe, escriba injurias o blasfemias como la presente.

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El pobre de mi maestro todo corrido y lleno de vergüenza borró el verso fatal, delante del padre y de nosotros. Luego que concluyó su tácita retractación, prosiguió el eclesiástico: me llevo a mi sobrino porque él es un ciego por su edad; y usted otro ciego por su ignorancia; y si un ciego es el lazarillo de otro ciego, ya usted habrá oído decir que los dos van a dar al precipicio. Usted tiene buen corazón y buena conducta; mas estas cualidades de por sí no bastan para ser buenos padres, buenos ayos ni buenos maestros de la juventud. Son necesarios requisitos para desempeñar estos títulos, ciencia, prudencia, virtud y disposición. Usted no tiene más que virtud, y esta sola lo hará bueno para mandadero de monjas o sacristán, no para director de niños. Con que procure usted solicitar otro destino, pues si vuelvo a ver esta escuela abierta, avisaré al maestro mayor para que le recoja a usted las licencias, si las tiene. A Dios. Consideren ustedes, ¿cómo quedaría mi maestro con semejante panegírico? Luego que se fue el padre clérigo, se sentó y reclinó la cabeza sobre sus brazos, lleno de confusión y guardando un profundo silencio.

Ese día no hubo planas, ni lección, ni rezo, ni doctrina, ni cosa que lo valiera. Nosotros participamos de su pesadumbre e hicimos el duelo a su tristeza en el modo que pudimos, pues arrinconamos las planas y los libros, y no osamos levantar la voz para nada. Bien es, que por no perder la costumbre, retozamos y charlamos en secreto hasta que dieron las doce, a cuya primera campanada volvió mi maestro en sí; rezó con nosotros, y luego que nos echó su bendición, nos dijo con un tono bastante tierno: «Hijos míos, yo no trato de proseguir   —24→   en un destino que lejos de darme que comer, me da disgusto. Ya habéis visto el lance que me acaba de pasar con ese padre; Dios le perdone el mal rato que me ha dado; pero yo no me expondré a otro igual, y así no vengáis a la tarde; avisad a vuestros padres que estoy enfermo y ya no abro la escuela. Con que hijos, vayan norabuena y encomiéndenme a Dios.»

No dejamos de afligirnos algún tanto, ni dejaron nuestros ojos de manifestar nuestro pesar, porque en efecto, sentíamos a mi maestro como que maguer tontos, conocíamos que no podíamos encontrar maestro más suave si lo mandábamos hacer de mantequilla o mazapán; pero en fin, nos fuimos.

Cada muchacho haría en su casa lo que yo en la mía, que fue contar al pie de la letra todo el pasaje; y la resolución de mi maestro de no volver a abrir la escuela.

Con esta noticia tuvo mi padre que solicitarme nuevo maestro, y lo halló al cabo de cinco días. Llevome a su escuela y entregome bajo su terrible férula.

¡Qué instable es la fortuna en esta vida! Apenas nos muestra un día su rostro favorable para mirarnos con ceño muchos meses. ¡Válgame Dios, y cómo conocí esta verdad en la mudanza de mi escuela! En un instante me vi pasar de un paraíso a un infierno, y del poder de un ángel al de un diablo atormentador. El mundo se me volvió de arriba abajo.

Este mi nuevo maestro era alto, seco, entrecano, bastante bilioso e hipocondriaco, hombre de bien a toda prueba, arrogante lector, famoso pendolista, aritmético diestro y muy regular estudiante; pero todas estas prendas las deslucía su genio tétrico y duro.

Era demasiado eficaz y escrupuloso. Tenía muy pocos discípulos, y a cada uno consideraba como el único objeto de su instituto. ¡Bello pensamiento si lo hubiera sabido dirigir con prudencia! Pero unos pecan por uno y otros por otro extremo   —25→   donde falta aquella virtud. Mi primer maestro era nimiamente compasivo y condescendiente; el segundo era nimiamente severo y escrupuloso. El uno nos consentía mucho; y el otro no nos disimulaba lo más mínimo. Aquél nos acariciaba sin recato; y éste nos martirizaba sin caridad.

Tal era mi nuevo preceptor, de cuya boca se había desterrado la risa para siempre, y en cuyo cetrino semblante se leía toda la gravedad de un Areopagita. Era de aquellos que llevan como infalible el cruel y vulgar axioma de que la letra con sangre entra, y bajo este sistema era muy raro el día que no nos atormentaba. La disciplina, la palmeta, las orejas de burro y todos los instrumentos punitorios, estaban en continuo movimiento sobre nosotros; y yo, que iba lleno de vicios, sufría más que ninguno de mis condiscípulos los rigores del castigo.

Si mi primer maestro no era para el caso por indulgente, éste lo era menos por tirano; si aquél era bueno para mandadero de monjas, éste era mejor para cochero o mandarín de obrajes.

Es un error muy grosero pensar que el temor puede hacernos adelantar en la niñez si es excesivo. Con razón decía Plinio que el miedo es un maestro muy infiel. Por milagro acertará en alguna cosa el que la emprenda prevenido del miedo y del terror; el ánimo conturbado, decía Cicerón, no es a propósito para desempeñar sus funciones. Así me sucedía, que cuando iba o me llevaban a la escuela, ya entraba ocupado de un temor imponderable, con esto mi mano trémula y mi lengua balbuciente ni podía formar un renglón bueno, ni articular una palabra en su lugar. Todo lo erraba, no por falta de aplicación, sino por sobra de miedo. A mis yerros seguían los azotes, a los azotes más miedo, y a más miedo más torpeza en mi mano y en mi lengua, la que me granjeaba más castigo.

En este círculo horroroso de yerros y castigo viví dos meses   —26→   bajo la dominación de aquel sátrapa infernal. En este tiempo ¡qué diligencias no hizo mi madre, obligada de mis quejas, para que mi padre me mudara de escuela! ¡Qué disgustos no tuvo! ¡Y qué lágrimas no le costó! Pero mi padre estaba inexorable, persuadido a que todo era efecto de su consentimiento, y no quería en esto condescender con ella, hasta que por fortuna fue un día a casa de visita un religioso que ya tenía noticia del pan que amasaba el señor maestro susodicho, y ofreciéndose hablar de sus crueldades, peroró mi madre con tanto ahínco, y atestiguó el religioso con tanta solidez a mi favor que, convencido mi padre, se resolvió a ponerme en otra parte, como veréis en el capítulo que sigue.




ArribaAbajoCapítulo III

En el que Periquillo describe su tercera escuela, y la disputa de sus padres sobre ponerlo a oficio


Llegó el aplazado día en que mi padre acompañado del buen religioso determinó ponerme en la tercera escuela. Iba yo cabizbajo, lloroso y lleno de temor, creyendo encontrarme con el segundo tomo del viejo cruel, de cuyo poder me acababan de sacar; sin embargo de que mi padre y el reverendo me ensanchaban el ánimo a cada paso.

Entramos por fin a la nueva escuela; pero ¡cuál fue mi sorpresa cuando vi lo que no esperaba ni estaba acostumbrado a ver! Era una sala muy espaciosa y aseada, llena de luz y ventilación, que no embarazaban sus hermosas vidrieras; las pautas y muestras colocadas a trechos, eran sostenidas por unos genios muy graciosos que en la siniestra mano tenían un festón de rosas de la más halagüeña y exquisita pintura. No parece sino que mi maestro había leído, al sabio Blanchard en su escuela de las costumbres, y que pretendió realizar los proyectos   —27→   que apunta dicho sabio en esta parte, porque la sala de la enseñanza rebozaba luz, limpieza, curiosidad y alegría.

Al primer golpe de vista, que recibí con el agradable exterior de la escuela, se rebajó notablemente el pavor con que había entrado, y me serené del todo cuando vi pintada la alegría en los semblantes de los otros niños, de quienes iba a ser compañero.

Mi nuevo maestro no era un viejo adusto y saturnino, según yo me lo había figurado; todo lo contrario; era un semijoven como de treinta y dos a treinta y tres años, de un cuerpo delgado y de regular estatura; vestía decente, al uso del día y con mucha limpieza; su cara manifestaba la dulzura de su corazón; su boca era el depósito de una prudente sonrisa; sus ojos vivos y penetrantes inspiraban la confianza y el respeto; en una palabra, este hombre amable parece que había nacido para dirigir la juventud en sus primeros años.

Luego que mi padre y el religioso se retiraron, me llevó mi maestro al corredor; comenzó a enseñarme las macetas, a preguntarme por las flores que conocía, a hacerme reflexionar sobre la varia hermosura de sus colores, la suavidad de sus aromas, y el artificioso mecanismo con que la naturaleza repartía los jugos de la tierra por las ramificaciones de las plantas.

Después me hizo escuchar el dulce canto de varios pintados pajarillos que estaban pendientes en sus jaulitas como los de la sala, y me decía: ¿ves hijo, qué primores encierra la naturaleza, aun en cuatro yerbecitas y unos animalitos que aquí tenemos? Pues esta naturaleza es la ministra del Dios que creemos y adoramos. La mayor maravilla de la naturaleza que te sorprenda, la hizo el Criador con un acto simple de su suprema voluntad. Ese globo de fuego que está sobre nuestras cabezas, que arde sin consumirse muchos miles de años hace, que mantiene sus llamas sin saberse con qué pábulo, que no sólo alegra, sino que da vida al hombre, al bruto, a la   —28→   planta y a la piedra; ese sol, hijo mío, esa antorcha del día, ese ojo del cielo, esa alma de la naturaleza que con sus benéficos resplandores ha deslumbrado a muchos pueblos, granjeándose adoraciones de deidad, no es otra cosa, para que me entiendas, que un juguete de la soberana Omnipotencia. Considera ahora cuál será el poder, la sabiduría y el amor de este tu gran Dios, pues ese sol que te admira, esos cielos que te alegran, estos pajarillos que te divierten, estas flores que te halagan, este hombre que te enseña, y todo cuanto te rodea en la naturaleza, salió de sus divinas manos sin el menor trabajo, con toda perfección y destinado a tu servicio. Y qué, ¿tú serás tan para poco que no lo conozcas? O ya que lo conozcas, ¿serás tan indigno que no agradezcas tantos favores al Dios que te los ha hecho sin merecerlos? Yo no lo puedo creer de ti. Pues mira, el mejor modo de mostrarse agradecida una persona a su bienhechor, es servirlo en cuanto pueda, no darle ningún disgusto y hacer cuanto le mande. Esto debes practicar con tu Dios, pues es tan bueno. Él te manda que lo ames y que observes sus mandamientos. En el cuarto de ellos te ordena que obedezcas y respetes a tus padres, y después de ellos a tus superiores, entre los que tienen un lugar muy distinguido tus maestros. Ahora me toca serlo tuyo, y a ti te toca obedecerme como buen discípulo. Yo te debo amar como hijo y enseñarte con dulzura, y tú debes amarme, respetarme y obedecerme lo mismo que a tu padre.

No me tengas miedo, que no soy tu verdugo; trátame con miramiento, pero al mismo tiempo con confianza, considerándome como padre y como amigo.

Acá hay disciplinas, y de alambre, que arrancan los pedazos; hay palmetas, orejas de burro, cormas, grillos y mil cosas feas; pero no las verás muy fácilmente, porque están encerradas en una covacha. Esos instrumentos horrorosos que anuncian el dolor y la infamia, no se hicieron para ti ni esos niños   —29→   que has visto, pues estáis criados en cunas no ordinarias, tenéis buenos padres, que os han dado muy bella educación, y os han inspirado los mejores sentimientos de virtud, honor y vergüenza, y no creo ni espero que jamás me pongáis en el duro caso de usar de tan repugnantes castigos.

El azote, hijo mío, se inventó para castigar afrentando al racional, y para avivar la pereza del bruto que carece de razón; pero no para el niño decente y de vergüenza que sabe lo que le importa hacer, y lo que nunca debe ejecutar, no amedrentado por el rigor del castigo, sino obligado por la persuasión de la doctrina y el convencimiento de su propio interés.

Aun los irracionales se docilitan y aprenden con sólo la continuación de la enseñanza, sin necesidad de castigo. ¿Cuántos azotes te parece que les habré dado a estos inocentes pajaritos para hacerlos trinar como los oyes? Ya supondrás que ni uno; porque ni soy capaz de usar tal tiranía, ni los animalitos son bastantes a resistirla. Mi empeño en enseñarlos y su aplicación en aprender los han acostumbrado a gorjear en el orden que los oyes.

Con que si unas avecitas no necesitan azote para aprender, un niño como tú, ¿cómo lo habrá menester?... ¡Jesús!... ni pensarlo. ¿Qué dices? ¿Me engaño? ¿Me amarás? ¿Harás lo que te mande? Sí señor, le dije, todo enternecido, y le besé la mano, enamorado de su dulce genio. Él entonces me abrazó, me llevó a su recámara, me dio unos bizcochitos, me sentó en la cama, y me dijo que me estuviera allí.

Es increíble lo que domina el corazón humano un carácter dulce y afable, y más en un superior. El de mi maestro me docilitó tanto con su primera lección, que siempre lo quise y veneré entrañablemente, y por lo mismo lo obedecía con gusto.

Dieron las doce, me llamó mi maestro a la escuela para que las rezara con los niños; acabamos y luego nos permitió estar saltando y enredando todos en buena compañía; pero a su vista,   —30→   con cuyo respeto eran nuestros juegos inocentes. Entre tanto fueron llegando los criados y criadas por sus respectivos niños, hasta que llegó la de mi casa y me llevó; pero advertí que mi maestro le volvió el libro que yo tenía para leer, y le dio una esquelita para mi padre, la que se reducía a decirle que llevara yo primeramente los compendios de Fleuri o Pinton, y cuando ya estuviera bien instruido en aquellos principios, sería útil ponerme en las manos el Hombre feliz, los Niños célebres, las Recreaciones del hombre sensible, u otras obritas semejantes; pero que nunca convenía que yo leyera Soledades de la vida, las novelas de Sayas, Guerras civiles de Granada, la historia de Carlo Magno y doce pares, ni otras boberas de éstas, que lejos de formar, cooperan a corromper el espíritu de los niños, o disponiendo su corazón a la lubricidad, o llenando su cabeza de fábulas, valentías y patrañas ridículas.

Mi padre lo hizo según quería mi maestro, y con tanto más gusto cuanto que conocía que no era nada vulgar.

Dos años estuve en compañía de este hombre amable, y al cabo de ellos salí medianamente aprovechado en los rudimentos de leer, escribir y contar. Mi padre me hizo un vestidito decente el día que tuve mi examen público. Se esforzó para darle una buena gala a mi maestro, y en efecto la merecía demasiado. Le dio las debidas gracias, y yo también con muchos abrazos, y nos despedimos.

Acaso os habrá hecho fuerza, hijos míos, que habiendo yo sido de tan mal natural por mi educación, física y moral sin culpa, sino por un excesivo amor de mi madre, y habiéndome corrompido más con el perverso ejemplo de los muchachos de mi primera escuela, hubiera transformádome en un instante de malo en regular, (porque bueno jamás lo he sido) bajo la dirección de mi verdadero maestro; pero no lo extrañéis porque tanto así puede la buena educación reglada por un talento superior y una prudencia vigilante, y lo que es más, por el buen   —31→   ejemplo que es la pauta sobre que los niños dirigen sus acciones casi siempre.

Así que, cuando tengáis hijos, cuidad no sólo de instruírlos con buenos consejos, sino de animarlos con buenos ejemplos. Los niños son los monos de los viejos; pero unos monos muy vivos: cuanto ven hacer a sus mayores, lo imitan al momento, y por desgracia imitan mejor y más pronto lo malo que lo bueno. Si el niño os ve rezar, él también rezará; pero las más veces con tedio y durmiéndose. No así si os oye hablar palabras torpes e injuriosas; si os advierte iracundos, vengativos, lascivos, ebrios o jugadores; porque esto lo aprenderá vivamente, advertirá en ello cierta complacencia, y el deseo de satisfacer enteramente sus pasiones, lo hará imitar con la mayor prolijidad vuestros desarreglos; y entonces vosotros no tendréis cara para reprenderlos; pues ellos os podrán decir: esto nos habéis enseñado, vosotros habéis sido nuestros maestros, y nada hacemos que no hayamos aprendido de vosotros mismos.

Los cangrejos son unos animalitos que andan de lado; pues como advirtiesen esta deformidad algunos cangrejos civilizados, trataron de que se corrigiera este defecto; pero un cangrejo machucho dijo: señores, es una torpeza pretender que en nosotros se corrija un vicio que ha crecido con la edad. Lo seguro es instruir a nuestra juventud en el modo de andar derechos, para que enmendando ellos este despilfarro, enseñen después a sus hijos y se logre desterrar para siempre de nuestra posteridad este maldito modo de andar. Todos los cangrejos nemine discrepante20 celebraron el arbitrio. Encargose su ejecución a los cangrejos padres, y éstos con muy buenas razones persuadían a sus hijos a andar derechos; pero los cangrejitos decían, ¿a ver cómo, padres? Aquí era ello. Se ponían a andar   —32→   los cangrejos y andaban de lado, contra todos los preceptos que les acababan de dar con la boca. Los cangrejillos, como que es natural, hacían lo que veían y no lo que oían, y de este modo se quedaron andando como siempre. Ésta es una fábula respecto a los cangrejos; mas respecto a los hombres es una verdad evidente; porque como dice Séneca, se hace largo y difícil el camino que conduce a la virtud por los preceptos; breve y eficaz por el ejemplo.

Así, hijos míos, debéis manejaros delante de los vuestros con la mayor circunspección, de modo que jamás vean el mal, aunque lo cometáis alguna vez por vuestra miseria. Yo, a la verdad, si habéis de ser malos (lo que Dios no permita) mas os quisiera hipócritas que escandalosos delante de mis nietos, pues menos daño recibirán de ver virtudes fingidas, que de aprender vicios descarados. No digo que la hipocresía sea buena ni perdonable; pero del mal el menos.

No sólo los cristianos sabemos que nos obliga este buen ejemplo que se debe dar a los hijos. Los mismos paganos conocieron esta verdad. Entre otros es digno de notarse Juvenal cuando dice en la Sátira XIV lo que os traduciré al castellano de este modo.


Nada indigno del oído o de la vista
el niño observe en vuestra propia casa.
De la doncella tierna esté muy lejos
la seducción que la haga no ser casta,
Y no escuche jamás la voz melosa
de aquel que se desvela en arruinarla.
Gran reverencia al niño se lo debe,
y si a hacer un delito te preparas,
no desprecies sus años por ser pocos,
que la malicia en muchos se adelanta;
antes si quieres delinquir, tu niño
—33→
te debe contener aun cuando no habla,
pues tú eres su censor, y tus enojos,
por tus ejemplos moverá mañana.
(Y has de advertir que tu hijo en las costumbres
se te ha de parecer como en la cara.)
Cuando él cometa crímenes horribles
no perdiendo de vista tus pisadas,
tú querrás corregirlo y castigarlo,
y llenarás el barrio de alharacas.
Aún más harás, si tienes facultades,
lo desheredarás lleno de saña;
¿pero con qué justicia en ese caso
la libertad de padre le alegaras
cuando tú que eres viejo a su presencia
tus mayores maldades no recatas?

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Después que pasaron unos cuantos días que me dieron en mi casa de asueto y como de gala, se trató de darme destino. Mi padre, que como os he dicho, era un hombre prudente y miraba las cosas más allá de la cáscara, considerando que ya era viejo y pobre, quería ponerme a oficio; porque decía que en todo caso más valía que fuera yo mal oficial que buen vagamundo; mas apenas comunicó su intención con mi madre, cuando... ¡Jesús de mi alma! ¡Qué aspavientos y qué extremos no hizo la santa señora? Me quería mucho, es verdad; pero su amor estaba mal ordenado. Era muy buena y arreglada; mas estaba llena de vulgaridades. Decía a mi padre: ¿mi hijo a oficio? No lo permita Dios. ¿Qué dijera la gente al ver al hijo de don Manuel Sarmiento aprendiendo a sastre, pintor, platero u otra cosa? Qué ha de decir, respondía mi padre; que don Manuel Sarmiento es un hombre decente, pero pobre, y muy hombre de bien, y no teniendo caudal que dejarle a su hijo, quiere proporcionarle algún arbitrio útil y honesto, para que solicite   —34→   su subsistencia sin sobrecargar a la república de un ocioso más, y este arbitrio no es otro que un oficio. Esto pueden decir y no otra cosa. No señor, replicaba mi madre toda electrizada, si usted quiere dar a Pedro algún oficio mecánico, atropellando con su nacimiento, yo no, pues aunque pobre, me acuerdo que por mis venas y por las de mi hijo corre la ilustre sangre de los Ponces, Tagles, Pintos, Velascos, Zumalacárreguis y Bundibaris. Pero hija, decía mi padre, ¿qué tiene que ver la sangre ilustre de los Ponces, Tagles, Pintos, ni de cuantos colores y alcurnias hay en el mundo, con que tu hijo aprenda un oficio para que se mantenga honradamente, puesto que no tiene ningún vínculo que afiance su subsistencia? ¿Pues qué, instaba mi madre, le parece a usted bueno que un niño noble sea sastre, pintor, platero, tejedor o cosa semejante? Sí, mi alma, respondía mi padre con mucha flema; me parece bueno y muy bueno, que el niño noble, si es pobre y no tiene protección, aprenda cualquier oficio, por mecánico que sea, para que no ande mendigando su alimento. Lo que me parece malo es que el niño noble ande sin blanca, roto o muerto de hambre por no tener oficio ni beneficio. Me parece malo que para buscar qué comer, ande de juego en juego, mirando dónde se arrastra un muerto21, dónde dibuja una apuesta, o logra por favor una gurupiada22. Me parece más malo que el niño noble ande al medio día espiando dónde van a comer para echarse, como dicen, de apóstol, y yo digo de gorrón o sinvergüenza, porque los apóstoles solían ir a comer a las casas ajenas después de convidados y rogados, y éstos tunos van sin que los conviden ni les rueguen; antes a trueque de llenar el estómago son el hazme reír de todos, sufren mil desaires, y después de tanto,   —35→   permanecen más pegados que unas sanguijuelas, de suerte que a veces es necesario echarlos noramala con toda claridad. Esto sí me parece malo en un noble; y me parece peor que todo lo dicho y malísimo en extremo de la maldad imaginable, que el joven ocioso, vicioso y pobre ande estafando a éste, petardeando a aquél y haciendo a todos las trácalas que puede, hasta quitarse la máscara, dar en ladrón público, y parar en un suplicio ignominioso o en un presidio. Tú has oído decir varias de estas pillerías, y aun has visto algunos cadáveres de estos nobles, muertos a manos de verdugos en esta plaza de México. Tú conociste a otro caballerito noble y muy noble, hijo de una casa solariega, sobrino nada menos que de un primer ministro y secretario de estado; pero era un hombre vicioso, abandonado y sin destino; (por calavera) consumó sus iniquidades matando a un pobre maromero en la cuesta del Platanillo, camino de Acapulco, por robarle una friolera que había adquirido a costa de mil trabajos. Cayó en manos de la Acordada, se sentenció a muerte, estuvo en la capilla, lo sacó de ella un virrey por respeto del tío, y permanece preso en aquella cárcel ya hace una porción de años23. He aquí el triste cuadro que presenta un hombre noble, vicioso y sin destino. Nada perdió el lustre de su casa por el villano proceder de un deudo pícaro. Si lo hubieran ahorcado, el tío hubiera quedado como quedó en el candelero; porque así como nadie es sabio por lo que supo su padre, ni valiente por las hazañas que hizo; así tampoco nadie se infama ni se envilece por los pésimos procederes de sus hijos.

He traído a la memoria este caso horrendo, y ¡ojalá no sucedieran otros semejantes!, para que veas a lo que está expuesto el noble que fiado en su nobleza no quiere trabajar, aunque sea pobre.

  —36→  

Pero ¿luego ha de dar en un ojo?, decía mi madre, ¿luego ha de ser Pedrito tan atroz y malvado como D. N. R.? Sí, hijita, respondía mi padre, estando en el mismo predicamento, lo propio tiene Juan que Pedro; es una cosa muy natural, y el milagro fuera que no sucediera del mismo modo, mediando las propias circunstancias. ¿Qué privilegio goza Pedro para que, supuesta su pobreza e inutilidad, no sea también un vicioso y un ladrón, como Juan, y como tantos Juanes que hay en el mundo? ¿Ni qué firma tenemos del Padre Eterno, que nos asegure que nuestro hijo ni se empapará en los vicios, ni correrá la desgraciada suerte de otros sus iguales, mayormente mirándose oprimido de la necesidad, que casi siempre ciega a los hombres y los hace prostituirse a los crímenes más vergonzosos?

Todo esto está muy bueno, decía mi madre; ¿pero qué dirán sus parientes al verlo con oficio? Nada, ¿qué han de decir? Respondía mi padre; lo más que dirán es: mi primo el sastre, mi sobrino el platero o lo que sea; o tal vez dirán: no tenemos parientes sastres, etc.; y acaso no le volverán a hablar; pero ahora, dime tú: ¿qué le darán sus parientes el día que lo vean sin oficio, muerto de hambre y hecho pedazos? Vamos, ya yo te dije lo que dirían en un caso, dime tú lo que lo dirán en el contrario. Puede, decía mi buena madre, puede que lo socorran siquiera porque no los desdore. Ríete de eso, hija, respondía mi padre; como él no los desplatee, poca fuerza les hará que los desdore. Los parientes ricos, por lo común, tienen un expediente muy ensayado para librarse de un golpe de la vergüencilla que les causan los andrajos de sus parientes pobres, y éste es negarlos por tales redondamente. Desengáñate; si Pedro tuviere alguna buena suerte o hiciere algún viso en el mundo, no sólo lo reconocerán sus verdaderos parientes, sino que se le aparecerán otros mil nuevos, que lo serán lo mismo que el Gran turco, y tendrá continuamente a su lado un enjambre de amigos que no lo dejarán mover; pero si   —37→   fuere un pobre, como es regular, no contará más que con el peso que adquiera. Ésta es una verdad, pero muy antigua y muy experimentada en el mundo, por eso nuestros viejos dijeron sabiamente, que no hay más amigo que Dios, ni más pariente que un peso. ¿Tú ves ahora que nos visitan y nos hacen mil expresiones tu tío el capitán, mi sobrino el cura, las primas Delgados, la tía Rivera, mamá Manuela y otros? Pues es porque ven, que aunque pobres, a Dios gracias, no nos falta qué comer, y los sirvo en lo que puedo. Por eso nos visitan, por eso y nada más, créelo. Unos vienen a pedirme prestado, otros a que les saque de este o aquel empeño, quien a pasar el rato, quien a inquirir los centros de mi casa, y quien a almorzar o tomar chocolate; pero si yo me muero, como que quedas pobre, verás, verás como se disipan los amigos y los deudos, lo mismo que los mosquitos con la incomodidad del humo. Por estos conocimientos deseara que mi Pedro aprendiera oficio, ya que es pobre, para que no hubiera menester a los suyos ni a los extraños después de mis días. Y te advierto, que muchas veces suelen los hombres hallar más abrigo entre los segundos que entre los primeros; mas con todo eso, bueno es atenerse cada uno a su trabajo y a sus arbitrios, y no ser gravoso a nadie.

Tú, medio me aturdes con tantas cosas, decía mi madre; pero lo que veo es que un hidalgo sin oficio es mejor recibido y tratado con más distinción en cualquiera parte decente, que otro hidalgo sastre, bateoja, pintor, etc. Ahí está la preocupación y la vulgaridad, respondía mi padre. Sin oficio puede ser; pero no sin destino u arbitrio honesto. A un empleado en una oficina, a un militar o cosa semejante, le harán mejor tratamiento que a un sastre o a cualquier otro oficial mecánico, y muy bien hecho; razón es que las gentes se distingan; pero al sastre y aun al zapatero, lo estimarán más en todas partes, que no al hidalgo tuno, ocioso, trapiento y petardista,   —38→   que es lo que quiero que no sea mi hijo. A más de esto, ¿quién te ha dicha que los oficios envilecen a nadie? Lo que envilece son las malas acciones, la mala conducta y la mala educación. ¿Se dará destino más vil que guardar puercos? Pues esto no embarazó para que un Sixto V fuera pontífice de la iglesia católica...

Pero esta disputa paró en lo que leeréis en el capítulo cuarto.



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