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ArribaAbajoCapítulo IV

En el que Periquillo da razón en qué paró la conversación de sus padres, y del resultado que tuvo, y fue que lo pusieron a estudiar, y los progresos que hizo


Mi madre, sin embargo de lo dicho, se opuso de pie firme a que se me diera oficio, insistiendo en que me pusiera mi padre en el colegio. Su merced le decía: no seas cándida, y si a Pedro no le inclinan los estudios, o no tiene disposición para ellos, ¿no será una barbaridad dirigirlo por donde no le gusta? Es la mayor simpleza de muchos padres pretender tener a pura fuerza un hijo letrado o eclesiástico, aun cuando no sea de su vocación tal carrera, ni tenga talento a propósito para las letras; causa funesta, cuyos perniciosos efectos se lloran diariamente en tantos abogados firmones24, médicos asesinos, y eclesiásticos ignorantes y relajados, como advertimos.

Todavía para dar oficio a los niños es menester consultar su genio y constitución física, porque el que es bueno para sastre o pintor, no lo será para herrero o carpintero, oficios que piden, a más de inclinación, disposición de cuerpo y unas robustas fuerzas.

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No todos los hombres han nacido útiles para todo. Unos son buenos para las letras, y no generalmente, pues el que es bueno para teólogo, no lo será para médico; y el que será un excelente físico, acaso será un abogado de a docena, si no se le examina el genio; y así de todos los letrados. Otros son buenos para las armas e ineptos para el comercio. Otros excelentes para el comercio y topos para las letras. Otros, por último, aptísimos para las artes liberales, y negados para las mecánicas, y así de cuantos hombres hay.

En efecto, hombres generales y a propósito para todas las ciencias y artes se consideran, o como fenómenos de la naturaleza, o como testimonios de la Omnipotencia divina, que puede hacer cuanto quiera.

Sin embargo, yo creo firmemente que estos omniscios, que una que otra vez ha celebrado el mundo, han sido sólo unos monstruos (si puede decirse así) de entendimiento, de aplicación y de memoria, y han admirado a las generaciones por cuanto han adquirido el conocimiento de muchas más ciencias que el común de los sabios sus coetáneos, y las han poseído, tal vez, en un grado más superior; pero, en mi concepto, no han pasado de unos fenómenos de talento, rarísimos en verdad, mas limitados todavía infinitamente, y no han merecido ni merecerán jamás el sagrado renombre de omniscios, pues si omniscio quiere decir el que todo lo sabe, digo que no hay más que un omniscio dentro y fuera de la naturaleza, que es Dios. Este Ente Supremo es, sí, el único y verdadero omniscio, porque es el que única y verdaderamente sabe todo cuanto se puede saber; y en este sentido, conceder un hombre omniscio, fuera conceder otro Dios, de cuyo absurdo están muy lejos aun los que honraron al profundo Leibniz con tan pomposo título.

Acaso este grande hombre no sería capaz de ensuelar un zapato, de bordar una sardineta, ni de hacer otras mil cosas que todos vemos como meras frioleras y efectos de un puro   —40→   mecanismo; y sin acaso, este ingenio célebre, si resucitara, tendría que abjurar muchos de sus preceptos y axiomas, desengañado con los nuevos descubrimientos que se han hecho.

Todo esto te digo, hija mía, para que reflexiones que todos los hombres somos finitos y limitados, que apenas podemos acertar en una u otra cosa; que los ingenios más célebres no han pasado de grandes; pero ni remotamente han sido universales, pues ésta es prerrogativa del Criador, y que según esto debemos examinar la inclinación y talento de nuestros hijos para dirigirlos.

No me acuerdo donde he leído que los lacedemonios, para destinar a los suyos con acierto, se valían de esta estratagema. Prevenían en una gran sala diferentes instrumentos pertenecientes a las ciencias y artes que conocían; supón tú, que en aquella sala ponían instrumentos de música, de pintura, de escultura, de arquitectura, de astronomía, de geografía, etc., sin faltar tampoco armas y libros; hecho esto disponían con disimulo que varios niños se juntasen allí solos, y que jugasen a su arbitrio con los instrumentos que quisiesen, y entre tanto, sus padres estaban ocultos y en observación de las acciones de sus hijos, y notando a qué cosa se inclinaba cada uno de por sí; y cuando advertían que un niño se inclinaba con constancia a las armas, a los libros, o a cualquiera ciencia o arte, de aquellas cuyos instrumentos tenían a la vista, no dudaban aplicarlos a ellos, y casi siempre correspondía el éxito a su prudente examen.

Siempre me ha gustado esta bella industria para rastrear la inclinación de los niños; así como he reprobado la general corruptela de muchos padres que a tontas y a locas encajan a los muchachos en los colegios, sin indagar ni aun ligeramente si tienen disposición para las letras.

Hija mía, éste es un error tan arraigado como grosero. El niño que tenga un entendimiento somero y tardo, jamás hará   —41→   progresos en ciencia alguna, por más que curse las aulas y manosee los libros. Ni éstos ni los colegios dan talento a quien nació sin él. Los burritos entran todos los días a los colegios y universidades cargados de carbón o de piedra, y vuelven a salir tan burros como entraron; porque así como las ciencias no están aisladas en los recintos de las universidades o gimnasios, así tampoco éstos son capaces de comunicar un adarme de ciencia al que carezca de talento para aprenderla.

Fuera de esto, hay otra razón harto poderosa para que yo no me resuelva a poner a mi hijo en el colegio, aun cuando supiera que tenía una bella disposición para estudiante, y ésta es mi pobreza. Apenas alcanzo para comer con mi corto destino, ¿de dónde voy a coger diez pesos para la pensión mensual, y toda aquella ropa decente que necesita un colegial? Y ya ves tú aquí un embarazo insuperable. No, dijo mi madre, que hasta entonces sólo había escuchado sin despegar sus labios para nada; no, ésa no es razón ni menos embarazo; porque con ponerlo de capense ya se remedió todo. Muy bien, dijo mi padre, me has quinado; pero vamos a ver qué salida me das a esta otra dificultad. Yo ya estoy viejo, soy pobre, no tengo qué dejarte; mañana me muero, te hallas viuda, sola, sin abrigo ni qué comer, con un mocetón a tu lado que cuando mucho sabrá hablar tal cual latinajo y aturdir al mundo entero con cuatro ergos y pedanterías que el mismo que las dice no las entiende; pero que en realidad de nada vale todo eso; porque el muchacho como no tiene quien lo siga fomentando, se queda varado en la mitad de la carrera, sin poder ser ni clérigo, ni abogado, ni médico, ni cosa alguna que le facilite su subsistencia ni tus socorros por las letras; siendo lo peor que en ese caso tampoco es útil ya para las artes; pues no se dedicará a aprender un oficio por tres fortísimas razones. La primera, por ciertos humorcillos de vanidad que se pegan en el colegio a los muchachos, de modo que cualquiera   —42→   de ellos sólo con haber entrado al colegio (y más si vistió la beca) y saber mascar el Cicerón o el Breviario, ya cree que se envilecería si se colocara tras de un mostrador, o si se pusiera a aprender un oficio en un taller. Esto es aún siendo un triste gramatiquillo, ¿qué será si ha logrado el altisonante y colorado título de bachiller? ¡Oh!, entonces se persuade que la tierra no lo merece. ¡Pobres muchachos!

Ésta es la primera razón que lo inutiliza para las artes. La segunda es, que como ya son grandes, se les hace pesado el trabajo material, al paso que vergonzoso el ponerse de aprendices en una edad en que los demás son oficiales, y aun se dificultaría bastante que hubiera maestro que quisiera encargarse de la enseñanza y mantención de tales jayanes.

La tercera razón es, que como en tal caso ya los muchachos tienen el colmillo duro, esto es, ya han probado a lo que sabe la libertad, de manera ninguna se quieren sujetar a lo que tan fácilmente se hubieran sujetado de más niños; y cátate ahí el estado de tu Pedro si lo ponemos a estudiar y muero dejándolo, como es factible, en la mitad de la carrera; pues se queda en el aire sin poder seguir adelante ni volver atrás. Y cuando tú veas que en vez de contar con un báculo en que apoyarte en la vejez, sólo tienes a tu lado un haragán inútil que de nada te sirve (pues en las tiendas no fían sobre silogismos ni latines), entonces darás a Judas los estudios y las bachillerías de tu hijo. Con que, hija mía, hagamos ahora lo que quisieras haber hecho después de mis días. Pongamos a oficio a Pedro. ¿Qué dices? ¿Qué he de decir?, respondió mi madre; sino que tú te empeñas en mortificarme y en hacer infeliz a esa pobre criatura, tratando de ordinariarlo poniéndolo de artesano, y por eso hablas y ponderas tanto. Pues qué, ¿ya sabes que es un tonto? ¿Ya sabes que te vas a morir en la mitad de sus estudios? ¿Y ya sabes, por fin, que porque tú te mueras se cierran todos los recursos? Dios no se muere; parientes tiene   —43→   y padrinos que lo socorran; ricos hay en México harto piadosos que lo protejan, y yo que soy su madre pediré limosna para mantenerlo hasta que se logre. No, sino que tú no quieres al pobre muchacho; pero ni a mí tampoco, y por eso tratas de darme esta pesadumbre. ¿Qué he de hacer? Soy infeliz y también mi hijo... Aquí comenzó a llorar la alma mía de mi madre, y con sus cuatro lágrimas dio en tierra con toda la constancia y solidez de mi buen padre, pues éste, luego que la vio llorar la abrazó como que la amaba tiernamente, y la dijo: no llores, hijita, no es para tanto. Yo lo que te he dicho es lo que me enseña la razón y la experiencia; pero si es de tu gusto que estudie Pedro, que estudie norabuena; ya no me opongo; quizá querrá Dios prestarme vida para verlo logrado, o cuando no, su Majestad te abrirá camino, como que conoce tus buenas intenciones.

Consolose mi madre con esta receta, y desde entonces sólo se trató de ponerme a estudiar, y me empezaron a habilitar de ropa negra, arte de la lengua latina y demás necesarias menudencias.

No parece sino que hablaba mi padre en profecía, según que todo sucedió como lo dijo. En efecto, tenía mucho conocimiento de mundo y un juicio perspicaz; pero estas cualidades se perdían, las más veces, por condescender nimiamente con los caprichos de mi madre.

Muy bueno y muy justo es que los hombres amen a sus mujeres y que les den gusto en todo cuanto no se oponga a la razón; pero no que las contemplen tanto que por no disgustarlas, atropellen con la justicia, exponiéndose ellos, y exponiendo a sus hijos a recoger los frutos de su imprudente cariño como me sucedió a mí. Por eso os provengo para que viváis sobre aviso, de manera que améis a vuestras esposas tiernamente según Dios os lo manda y la naturaleza arreglada os lo inspira; mas no os afeminéis como aquel valientísimo Hércules,   —44→   que después que venció leones, jabalíes, hidras y cuanto se le puso por delante, se dejó avasallar tanto del amor de Omfale que ésta lo desnudó de la piel del león Nemeo, lo vistió de mujer, lo puso a hilar, y aun le reñía y castigaba cuando quebraba algún huso, o no cumplía la tarea que le daba. ¡Qué vergonzosa es semejante afeminación aun en la fábula!

Las mujeres saben muy bien aprovecharse de esta loca pasión, y tratan de dominar a semejantes maridos de mantequilla.

Cólera da ver a muchos de estos que no conociendo ni sabiendo sostener su carácter y superioridad, se abaten hasta ser los criados de sus mujeres. No tienen, secreto por importante que sea, que no les revelan, no hacen cosa sin tomarles parecer, ni dan un paso sin su permiso. Las mujeres no han menester tanto para querer salirse de su esfera, y si conocen que este rendimiento del hombre se lo han granjeado con su hermosura, entonces desenrollan de una vez todo su espíritu dominante, y ya tenéis en cada una de éstas una Omfale, y en cada hombre abatido un Hércules marica y sinvergüenza. En este caso, cuando las mujeres hacen lo que se les antoja a su arbitrio, cuando tienen a los hombres en nada, cuando los encuernan, cuando los mandan, los injurian y aun les ponen las manos, como lo he visto muchas veces, no hacen más sino cumplir con su inclinación natural, y castigar la vileza de sus maridos o amantes sin prevenirlo.

Dios nos libre de un hombre que tiene miedo a su mujer, que es preciso que le tome su parecer para ir a hacer esto o aquello, que sabe que le ha de dar razón de adonde fue y de donde viene, y que si su mujer grita y se altera, él no tiene más recurso que apelar a los mimos y caricias para contentarla. Estos hombres, indignos de nombre tan superior, están siempre dispuestos a ser unos descendientes del cabrío, y unos padres de familia ineptísimos; porque ellos no dirigen a sus hijos, sino ellas. Los mismos muchachos advierten temprano   —45→   la superioridad de las madres, y no tienen a sus padres el menor miramiento; y más cuando notan que si cometen alguna picardía por la que el padre los quiere castigar, con acogerse a la madre, ésta los defiende, y si se ofrece, arma una pendencia al padre, y se queda cometida la culpa y eludida la pena.

No sin razón dijo Terencio que las madres ayudan a sus hijos en las iniquidades, y estorban el que sus padres los corrijan. Lo que os pondré en una estrofita para que la tengáis en la memoria.


Suelen ayudar las madres
a la maldad de sus hijos,
impidiendo que los padres
les den el justo castigo.

Es verdad que ni mi padre ni mi madre eran de los hombres afeminados, ni de las mujeres altivas que he dicho. Mi padre algunas veces se sostenía, y mi madre jamás se alteraba ni se alzaba, como dicen, con el santo y la limosna; lo que sucedía era que cuando no le valían sus insinuaciones y sus ruegos para hacer a mi padre desistir de su intento, apelaba a las lágrimas, y entonces era como milagro que no se saliera con la suya; porque las lágrimas de una mujer hermosa y amada son armas eficacísimas para vencer al hombre más circunspecto.

Sin embargo, algunas ocasiones se sostenía con el mayor vigor. Era bueno que siempre hubiera conservado igual carácter; mas los hombres no somos dueños de nuestro corazón a todas horas, aunque siempre debiéramos serlo.

Finalmente, llegó el día en que me pusieron al estudio, y éste fue el de don Manuel Enríquez, sujeto bien conocido en México, así por su buena conducta, como por su genial disposición y asentada habilidad para la enseñanza de la gramática latina, pues en su tiempo nadie le disputó la primacía entre   —46→   cuantos preceptores particulares había en esta ciudad; mas por una tenaz y general preocupación que hasta ahora domina, nos enseñaba mucha gramática y poca latinidad. Ordinariamente se contentan los maestros con enseñar a sus discípulos una multitud de reglas que llaman palitos, con que hagan unas cuantas oracioncillas, y con que traduzcan el Breviario, el Concilio de Trento, el catecismo de San Pío V, y por fortuna algunos pedacillos de la Eneida y Cicerón. Con semejante método salen los muchachos habladores y no latinos, como dice el padre Calasanz en su Discernimiento de ingenios. Tal salí yo, y no podía salir mejor. Saqué la cabeza llena de reglitas, adivinanzas, frases y equivoquillos latinos; pero en esto de inteligencia en la pureza y propiedad del idioma, ni palabra. Traducía no muy mal y con alguna facilidad las homilías del Breviario, y los párrafos del Catecismo de los curas; pero Virgilio, Horacio, Juvenal, Persio, Lucano, Tácito y otros semejantes, hubieran salido vírgenes de mi inteligencia si hubiera tenido la fortuna de conocerlos, a excepción del primer poeta que he nombrado, pues de éste sabía alguna cosita que le había oído traducir a mi sabio maestro. También supe medir mis versos, y lo que era hexámetro, pentámetro, etc.; pero jamás supe hacer un dístico.

A pesar de esto, y al cabo de tres años acabé mis primeros estudios a satisfacción, pues me aseguraban que era yo un buen gramático, y yo lo creía más que si lo viese. ¡Válgate Dios por amor propio y cómo nos engañas a ojos vistas! Ello es que yo hice mi Oposición a toda gramática, y quedé sobre las espumas, mi maestro y convidados muy contentos, y mis amados padres más huecos que si me hubiera opuesto a la magistral de México y la hubiera obtenido.

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Siguiéronse a esta función, las galas, los abrazos, los agradecimientos a mi maestro, y mi salida del estudio; aunque yo no debo salirme sin deciros otras cositas que aprendí y repasé   —47→   en aquellos tres años. Como allí no había un corto número de niños, como en mi buena escuela, sino que había infinidad de muchachos entre pupilos y capenses, todos hijos de sus madres, y de tan diferentes genios y educaciones, y yo siempre fui un maleta de primera, tuve la maldita atingencia de escoger para mis amigos a los peores; y me correspondieron fielmente y con la mayor facilidad; ya se ve, que cada oveja ama su pareja, y esto es corriente, el asno no se asocia con el lobo, ni la paloma con el cuervo, cada uno ama su semejante. Así yo no me juntaba con los niños sensatos, pundonorosos y de juicio, sino con los maliciosos y extraviados, con cuyas amistades y compañías cada día me remataba más, como os sucederá a vosotros y a vuestros hijos, si despreciando mis lecciones no procuráis o hacerlos que tengan buenos amigos, o que no tengan ninguno, pues es infalible el axioma divino que nos dice: con el santo serás santo; y te pervertirás con el perverso. Así me sucedió puntualmente, bien que yo ya estaba pervertido; pero con la compañía de los malos estudiantes me acabé de perder enteramente.

Paréceme que al leer estos renglones exclamáis: ¿cómo se mudó tan presto nuestro padre? Pues en la última escuela en que estuvo, ¿no había olvidado las malas propiedades que había adquirido en la primera? ¿Cómo fue esta metamorfosis tan violenta? Hijos míos, las buenas o malas costumbres que se imprimen en la niñez, echan muy profundas raíces, por eso importa tanto el dirigir bien a las criaturas en sus primeros años. Los vicios que yo adquirí en los míos, ya por el chiqueo de mi madre, las adulaciones de las viejas mis parientas, el indolente método de mi maestro, el pésimo ejemplo y compañía de tanto muchacho desreglado, y sobre todo esto, por mi natural perverso y mal inclinado, profundizaron mucho en mi espíritu, me costó demasiado trabajo irme deshaciendo de ellos a costa de no pocas reprensiones y caricias de mi buen maestro, y del   —48→   continuo buen ejemplo que me daban los otros niños. Me parece que si nunca me hubieran faltado semejantes preceptos y condiscípulos, no me hubiera vuelto a extraviar, sino que hubiera asentado una conducta acendrada y religiosa, pero ¡ah! que no hay que fiar en enmiendas forzadas o pasajeras, porque en faltando el respeto o el fervor, se lleva el diablo esta clase de enmiendas, y quedamos con nuestro vestido antiguo o tal vez peores.

Así lo experimenté yo, bien a mi costa. Estaban mis pasiones sofocadas, no muertas; mi perversa inclinación estaba como retirada, pero aún permanecía en mi corazón como siempre; mi mal genio no se había extinguido, estaba oculto solamente como las brasas debajo de la ceniza que las cubre; en una palabra, yo no obraba tan mal y con el descaro que antes, por el amor y respeto que tenía a mi prudente maestro, y por la vergüencilla que me imponían los demás niños con sus buenas acciones; pero no porque me faltaban ganas ni disposición.

En efecto, luego que me separé de estos testigos, a quienes respetaba, y me uní otra vez a otros compañeros tan disipados como yo, volví a soltar la rienda a mis pasiones; corrieron éstas con el desenfreno propio de la edad, y se salieron del círculo de la razón, así como un río se sale de madre cuando le faltan los diques que lo contienen.

Sin duda era el muchacho más maldito entre los más relajados estudiantes; porque yo era el Non plus ultra25 de los bufones y chocarreros. Esta sola cualidad prueba que no era mi carácter de los buenos, pues en sentir del sabio Pascal, hombre chistoso, ruin carácter. Ya sabéis que en los colegios estas frases, parar la bola, pandorguear, cantaletear, y otras, quieren decir: mofar, insultar, provocar, zaherir, injuriar, incomodar   —49→   y agraviar por todos los modos posibles a otro pobre; y lo más injusto y opuesto a las leyes de la virtud, buena crianza y hospitalidad es que estos graciosos hacen lucir su habilidad infame sobre los pobres niños nuevos que entran al colegio. He aquí cuán recomendables son estos truhanes majaderos para que atados a un pilar del colegio sufrieran cien azotes por cada pandorga de éstas; pero lo sensible es que los catedráticos, pasantes, sotaministros y demás personas de autoridad en tales comunidades, se desentienden del todo de esta clase de delito, que lo es sin duda grave, y pasa por muchachada, aun cuando se quejan los agraviados, sin advertir que esta su condescendencia autoriza esta depravada corruptela, y ella ayuda a acabar deformar los espíritus crueles de los estragadores como yo, que veía llorar a un niño de estos desgraciados, a quienes afligía sumamente con las injurias y befa que les hacía, y su llanto, que me debía enternecer y refrenar, como que era el fruto del sentimiento de unas criaturas inocentes, me servía de entremés y motivo de risa, y de redoblar mis befas con más empeño.

Considerad por aquí cuál sería mi bella índole, cuando tenía la fama de ser el mejor pandorguista de todo el colegio, y decían mis compañeros que yo le paraba la bola a cualquiera; que era lo mismo que decir que yo era el más indigno de todos ellos, y que ninguno, bueno o malo, dejaría de incomodarse si escuchaba en su contra mi maldita lengua. ¿Os parece, hijos míos, esta circunstancia algo favorable? ¿Con ella sola no advertís mi depravado espíritu y condición? Porque el hombre que se complace en afligir a otro su semejante, no puede menos que tener un alma ruin y un corazón protervo. Ni valga decir que lo hacen unos muchachos, pues esto lo que prueba es que si aun desde muchachos son malos, de grandes serán peores, si Dios y la razón no los modera, lo que no es muy común. Yo tuve una multitud de condiscípulos, y por observación he   —50→   visto que es raro el que ha salido bueno de entre estos genios burlones con exceso; y lo peor es que hay mucho de esto en nuestros colegios.

Por estos principios conoceréis que era perverso en todo. En fin, entré a estudiar filosofía.






ArribaAbajoCapítulo V

Escribe Periquillo su entrada al curso de artes, lo que aprendió, su acto general, su grado, y otras curiosidades que sabrá el que las quisiere saber


Acabé mi gramática, como os dije, y entré al máximo y más antiguo colegio de San Ildefonso a estudiar filosofía, bajo la dirección del doctor don Manuel Sánchez y Gómez, que hoy vive para ejemplar de sus discípulos. Aún no se acostumbraba en aquel ilustre colegio, seminario de doctos y ornamento en ciencias de su metrópoli, aún no se acostumbraba, digo, enseñar la filosofía moderna en todas sus partes; todavía resonaban en sus aulas los ergos de Aristóteles. Aún se oía discutir sobre el ente de razón, las cualidades ocultas y la materia prima, y esta misma se definía con la explicación de la nada, nec est quid, etc. Aún la física experimental no se mentaba en aquellos recintos, y los grandes nombres de Carlesio, Newton, Muschembreck y otros, eran poco conocidos en aquellas paredes que han depositado tantos ingenios célebres y únicos, como el de un Portillo. En fin, aún no se abandonaba enteramente el sistema peripatético que por tantos siglos enseñoreó los entendimientos más sublimes de la Europa, cuando mi sabio maestro se atrevió el primero a manifestarnos el camino de la verdad sin querer parecer singular, pues escogió lo mejor de la lógica de Aristóteles y lo que le pareció más probable de los autores modernos en los rudimentos de física que nos enseñó; y de este modo fuimos unos verdaderos eclécticos, sin adherir caprichosamente a ninguna opinión, ni deferir sistema alguno, sólo por inclinación al autor.

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A pesar de este prudente método, todavía aprendimos bastantes despropósitos de aquellos que se han enseñado por costumbre, y los que convenía quitar, según la razón y hace ver el ilustrísimo Feijoo, en los discursos X, XI y XII, del tomo 7 de su teatro crítico.

Así como en el estudio de la gramática aprendí varios equivoquillos impertinentes, según os dije, como Caracoles comes; pastorcito come adoves; non est pecatum mortale occidere patrem sum, y otras simplezas de éstas; así también en el estudio de las súmulas aprendí luego mil sofismas ridículos, de los que hacía mucho alarde con los condiscípulos más cándidos como por ejemplo: besar la tierra es acto de humildad; la mujer es tierra, luego etc.; los apóstoles son doce, San Pedro es apóstol ergo etc.; y cuidado, que echaba yo un ergo con más garbo que el mejor doctor de la academia de París, y le empataba una negada a la verdad más evidente, ello es, que yo argüía y disputaba sin cesar, aun lo que no podía comprender, pero sabía fiar mi razón de mis pulmones, en frase del padre Isla. De suerte que por más quinadas que me dieran mis compañeros, yo no cedía. Podía haberles dicho: a entendimiento me ganarán, pero a gritón no, cumpliéndose en mí, cada rato, el común refrán de que quien mal pleito tiene, a voces lo mete.

¿Pues qué tal sería yo de tenaz y tonto después que aprendí las reducciones, reduplicaciones, equipolencias y otras baratijas, especialmente ciertos desatinados versos, que os he de escribir solamente porque veáis a lo que llegan los hombres por las letras. Leed, y admirad.


Barbara, Celarent, Darii, Ferio, Baralipton,
Celantes, Dabitis, Fapesmo, Frisesonorum,
Cesare, Camestres, Festino, Baroco, Darapti,
Felapton, Dísamis, Datisi, Bocardo, Ferison.

¡Qué tal! ¿No son estos versos estupendos? ¿No están más propios para adornar redomas de botica que para enseñar reglas   —52→   sólidas y provechosas? Pues hijos míos, yo percibí inmediatamente el fruto de su invención; porque desatinaba con igual libertad por Bárbara que por Ferison, pues no producía más que barbaridades a cada palabra. Primero aprendí a hacer sofismas que a conocerlos y desvanecerlos; antes supe obscurecer la verdad que indagarla; efecto natural de las preocupaciones de las escuelas y de la pedantería de los muchachos.

Enmedio de tanta barahúnda de voces y terminajos exóticos, supe qué cosa eran silogismo, entimema sorites y dilemma. Este último es argumento terrible para muchos señores casados, porque lastima con dos cuernos, y por eso se llama bicornuto.

Para no cansaros, yo pasé mi curso de lógica con la misma velocidad que pasa un rayo por la atmósfera sin dejarnos señal de su carrera, y así después de disputar harto y seguido sobre las operaciones del entendimiento, sobre la lógica natural, artificial y utente, sobre su objeto formal y material, sobre los modos de saber, sobre si Adán perdió o no la ciencia por el pecado (cosa que no se le ha disputado al demonio), sobre si la lógica es ciencia o arte, y sobre treinta mil cosicosas de éstas, yo quedé tan lógico como sastre; pero eso sí, muy contento y satisfecho de que sería capaz de concluir con el ergo al mismo Estagirita; ignoraba yo que por los frutos se conoce el árbol, y que según esto, lo mismo sería meterme a disputar en cualquiera materia, que dar a conocer a todo el mundo mi insuficiencia. Con todo eso, yo estaba más hueco que un calabazo, y decía a boca llena que era lógico como casi todos mis condiscípulos.

No corrí mejor suerte en la física. Poco me entretuve en distinguir la particular de la universal; en saber si ésta trataba de todas las propiedades de los cuerpos, y si aquélla se contraía a ciertas especies determinadas. Tampoco averigüé qué cosa era física experimental, o teórica; ni en distinguir el experimento   —53→   constante del fenómeno raro, cuya causa es incógnita; ni me detuve en saber qué cosa era mecánica, cuáles las leyes del movimiento y la quietud, qué significaban las voces fuerza, virtud, y cómo se componían o descomponían estas cosas; menos supe qué era fuerza centrípeta, centrífuga, tangente, atracción, gravedad, peso, potencia, resistencia, y otras friolerillas de esta clase; y ya se debe suponer que si esto ignoré, mucho menos supe qué cosa era estática, hidrostática, hidráulica, aerometría, óptica y trescientos palitroques de éstos; pero en cambio, disputé fervorosamente sobre si la esencia de la materia estaba conocida, o no; sobre si la trina dimensión determinada era su esencia, o el agua; sobre si repugnaba el vacío en la naturaleza; sobre la divisibilidad en infinito, y sobre otras alharacas de este tamaño, de cuya ciencia o ignorancia maldito el daño o provecho que nos resulta. Es cierto que mi buen preceptor nos enseñó algunos principios de geometría, de cálculo y de física moderna; mas fuérase por la cortedad del tiempo, por la superficialidad de las pocas reglas que en él cabían, o por mi poca aplicación, que sería lo más cierto, yo no entendí palabra de esto; y sin embargo decía al concluir este curso, que era físico, y no era más que un ignorante patarato; pues después que sustenté un actillo de física, de memoria, y después que hablaba de esta enorme ciencia con tanta satisfacción en cualquiera concurrencia, tomo que me mochen si hubiera sabido explicar en qué consiste que el chocolate dé espuma, mediante el movimiento del molinillo; por qué la llama hace figura cónica, y no de otro modo; por qué se enfría una taza de caldo u otro licor soplándola, ni otras cosillas de estas que traemos todos los días entre manos.

Lo mismo, y no de mejor modo, decía yo que sabía metafísica y ética, y por poco aseguraba que era un nuevo Salomón después que concluí, o concluyó conmigo, el curso de artes.

En esto se pasaron dos años y medio, tiempo que se aprovechara   —54→   mejor con menos reglitas de súmulas, algún ejercicio en cuestiones útiles de lógica, en la enseñanza de lo muy principal de metafísica, y cuanto se pudiera de física, teórica y experimental.

Mi maestro creo que así lo hubiera hecho si no hubiera temido singularizarse, y tal vez hacerse objeto de la crítica de algunos zoylos, si se apartaba de la rutina antigua enteramente.

Es verdad, y esto ceda siempre en honor de mi maestro; es verdad que, como dejo dicho, ya nosotros no disputábamos sobre el ente de razón, cualidades ocultas, formalidades, hecceidades, quididades, intenciones, y todo aquel enjambre de voces insignificantes con que los aristotélicos pretendían explicar todo aquello que se escapaba a su penetración. «Es verdad (diremos con Juan Buchardo Mecknio) que no se oyen ya en nuestras escuelas estas cuestiones con la frecuencia que en los tiempos pasados; pero ¿se han aniquilado del todo? ¿Están enteramente limpias las universidades de las heces de la barbarie? Me temo que dura todavía en algunas la tenacidad de las antiguas preocupaciones, si no del todo, quizá arraigada en cosas que bastan para detener los progresos de la verdadera sabiduría.» Ciertamente que la declamación de este crítico tiene mucho lugar en nuestra México.

Llegó por fin el día de recibir el grado de bachiller en artes. Sostuve mi acto a satisfacción, y quedé grandemente, así como en mi oposición a toda gramática; porque como los réplicas no pretendían lucir, sino hacer lucir a los muchachos, no se empeñaban en sus argumentos, sino que a dos por tres se daban por muy satisfechos con la solución menos nerviosa, y nosotros quedábamos más anchos que verdolaga en huerta de indio, creyendo que no tenían instancia que oponernos. ¡Qué ciego es el amor propio!

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Ello es que así que asado, yo quedé perfectamente, o a lo menos así me lo persuadí, y me dieron el sonoroso   —55→   y retumbante título de baccalaureo, y quedé aprobado ad omnia26. ¡Santo Dios! ¡Qué día fue aquél para mí tan plausible, y qué hora la de la ceremonia tan dichosa! Cuando yo hice el juramento de instituto, cuando colocado frente de la cátedra en medio de dos señores bedeles con mazas al hombro, me oí llamar bachiller en concurso pleno, dentro de aquel soberbio general, y nada menos que por un señor doctor, con su capelo y borla de limpia y vistosa seda en la cabeza, pensé morirme, o a lo menos volverme loco de gusto. Tan alto concepto tenía entonces formado de la bachillería, que aseguro a ustedes que en aquel momento no hubiera trocado mi título por el de un brigadier o mariscal de campo. Y no creáis que es hiperbólica esta proposición, pues cuando me dieron mi título en latín y autorizado formalmente, creció mi entusiasmo de manera que si no hubiera sido por el respeto de mi padre y convidados que me contenía, corro las calles, como las corrió el Ariosto cuando lo coronó por poeta Maximiliano I. ¡Tanto puede en nosotros la violenta y excesiva excitación de las pasiones, sean las que fueren, que nos engaña y nos saca fuera de nosotros mismos como febricitantes o dementes!

Llegamos a mi casa, la que estaba llena de viejas y mozas, parientas y dependientes de los convidados, los cuales, luego que entré, me hicieron mil zalemas y cumplidos. Yo correspondí más esponjado que un guajolote; ya se ve, tal era mi vanidad. La inocente de mi madre estaba demasiado placentera, el regocijo le brotaba por los ojos.

Desnudeme de mis hábitos clericales y nos entramos a la sala donde se había de servir el almuerzo, que era el centro a que   —56→   se dirigían los parabienes y ceremonias de aquellos comedidísimos comedores. Creedme, hijos míos, los casamientos, los bautismos, las cantamisas y toda fiesta en que veáis concurrencia, no tienen otro mayor atractivo que la mamuncia. Sí, la coca, la coca es la campana que convoca tantas visitas, y la bandera que recluta tantos amigos en momentos. Si estas fiestas fueran a secas, seguramente no se vieran tan acompañadas.

Y no penséis que sólo en México es esta pública gorronería. En todas partes se cuecen habas, y en prueba de ello, en España es tan corriente, que allá saben un versito que alude a esto. Así dice:


A la raspa venimos,
Virgen de Illescas,
a la raspa venimos;
que no a la fiesta.

Así es, hijos, a la raspa va todo el mundo y por la raspa; que no por dar días ni parabienes. Pero ¿qué mas? Si yo he visto que aun en los pésames no falta la raspa, antes suelen comenzar con suspiros y lamentos y concluir con bizcochos, queso, aguardiente, chocolate o almuerzo, según la hora; ya se ve, que habrán oído decir que los duelos con pan son menos, y que a barriga llena, corazón contento.

No os disgustéis con estas digresiones, pues a más de que os pueden ser útiles, si os sabéis aprovechar de su doctrina, os tengo dicho desde el principio, que serán muy frecuentes en el discurso de mi obra, y que ésta es fruto de la inacción en que estoy en esta cama; y no de un estudio serio y meditado; y así es que voy escribiendo mi vida según me acuerdo, y adornándola con los consejos, crítica y erudición que puedo en este triste estado, asegurándoos sinceramente que estoy muy lejos de pretender ostentarme sabio, así como deseo seros útil como padre, y quisiera que la lectura de mi vida os fuera provechosa   —57→   y entretenida, y bebierais el saludable amargo de la verdad en la dorada copa del chiste y de la erudición. Entonces sí estaría contento y habría cumplido cabalmente con los deberes de un sólido escritor, según Horacio, y conforme mi libre traducción:


De escritor el oficio desempeña,
quien divierte al lector y quien lo enseña.

Mas en fin, yo hago lo que puedo; aunque no como lo deseo.

Sentámonos a la mesa, comenzamos a almorzar alegremente, y como yo era el santo de la fiesta, todos dirigían hacia mí su conversación. No se hablaba sino del niño bachiller, y conociendo cuán contentos estaban mis padres, y yo cuán envanecido con el tal título, todos nos daban no por donde nos dolía, sino por donde nos agradaba. Con esto no se oía sino: tenga usted bachiller, beba usted bachiller, mire usted bachiller, y torna bachiller, y vuelve bachiller, a cada instante.

Se acabó el almuerzo; después siguió la comida y a la noche el bailecito, y todo ese tiempo fue un continuo bachilleramiento. ¡Válgame Dios y lo que me bachillerearon ese día! Hasta las viejas y las criadas de casa me daban mis bachillereadas de cuando en cuando. Finalmente, quiso la Majestad divina que concluyera la frasca, y con ella tanta bachillería. Fuéronse todos a sus casas. Mi padre quedó con sesenta o setenta pesos menos, que le costó la función; yo con una presunción más, y nos retiramos a dormir que era lo que faltaba.

A otro día nos levantamos a buena hora; y yo que pocas antes había estado tan ufano con mi título, y tan satisfecho con que me estuvieran regalando las orejas con su repetición, ya entonces no le percibía ningún gusto. ¡Qué cierto es que el corazón del hombre es infinito en sus deseos, y que únicamente la sólida virtud puede llenarlo!

No entendáis que ahora me hago el santucho y os escribo estas   —58→   cosas por haceros creer que he sido bueno. No, lejos de mí la vil hipocresía. Siempre he sido perverso, ya os lo he dicho, y aun postrado en esta cama, no soy lo que debía; mas esta confesión os ha de asegurar mejor mi verdad, porque no sale empujada por la virtud que hay en mí, sino por el conocimiento que tengo de ella, y conocimiento que no puede esconder el mismo vicio; de suerte, que si yo me levanto de esta enfermedad y vuelvo a mis antiguos extravíos (lo que Dios no permita) no me desdeciré de lo que ahora os escribo, antes os confesaré que hago mal; pero conozco el bien, según se expresaba Ovidio.

Volviendo a mí, digo, que a los dos o tres días de mi grado, determinaron mis padres enviarme a divertir a unos herraderos que se hacían en una hacienda de un su amigo, que estaba inmediata a esta ciudad. Fuime en efecto...




ArribaAbajoCapítulo VI

En el que nuestro bachiller da razón de lo que le pasó en la hacienda, que es algo curioso y entretenido


Llegué a la hacienda en compañía del amigo de mi padre, que era no menos que el amo o dueño de ella. Apeámonos y todos me hicieron una acogida favorable.

Con ocasión del divertimiento que había de los herraderos, estaba la casa llena de gente lucida, así de México como de los demás pueblos vecinos.

Entramos a la sala, me senté en buen lugar en el estrado, porque jamás me gustó retirarme a largo trecho de las faldas, y después que hablaron de varias cosas de campo, que yo no entendía, la señora grande, que era esposa del dueño de la dicha hacienda, trabó conversación conmigo y me dijo: conque señorito, ¿qué le han parecido a usted esos campos por donde ha pasado? Le habrán causado su novedad, porque es la primera vez   —59→   que sale de México, según noticias. Así es, señora, la dije, y los campos me gustan demasiado. Pero no como la ciudad, ¿es verdad?, me dijo. Yo por política le respondí: sí señora, me han gustado, aunque ciertamente no me desagrada la ciudad. Todo me parece bueno en su línea; y así estoy contento en el campo como en el campo; y divertido en la ciudad como en la ciudad. Celebraron bastante mi respuesta, como si hubiera dicho alguna sentencia catoniana, y la señora prosiguió el elogio diciendo: sí, sí, el colegial tiene talento, aunque luciera mejor si no fuera tan travieso, según nos ha dicho Januario.

Este Januario era un joven de diez y ocho a diez y nuevo años, sobrino de la señora, condiscípulo siempre y grande amigo mío. Tal salí yo, porque era demasiado burlón y gran bellaco, y no le perdí pisada ni dejé de aprovecharme de sus lecciones. Él se hizo mi íntimo amigo desde aquella primera escuela en que estuve, y fue mi eterno ahuizote27 y mi sombra inseparable   —60→   en todas partes, porque fue a la segunda y tercera escuela en que me pusieron mis padres; salió conmigo, y conmigo entró y estudió gramática en la casa de mi maestro Enríquez; salí de allí, salió él; entré a San Ildefonso, entró él también; me gradué, y se graduó en el mismo día.

Era de un cuerpo gallardo, alto y bien formado; pero como en mi consabida escuela era constitución que nadie se quedara sin su mal nombre, se lo cascábamos a cualquiera aunque fuera un Narciso o un Adonis; y según esta regla le pusimos a don Januario Juan Largo, combinando de este modo el sonido de su nombre y la perfección que más se distinguía en su cuerpo. Pero después de todo, él fue mi maestro y mi más constante amigo; y cumpliendo con estos deberes tan sagrados, no se olvidó de dos cosas que me interesaron demasiado y me hicieron muy buen provecho en el discurso de mi vida, y fueron: inspirarme sus malas mañas, y publicar mis prendas, y mi sobrenombre de PERIQUILLO SARNIENTO por todas partes; de manera que por su amorosa y activa diligencia lo conservé en gramática, en filosofía y en el público cuando se pudo. Ved, hijos míos, si no sería yo un ingrato si dejara de nombrar en la historia de mi vida con la mayor efusión de gratitud a un amigo tan útil, a un maestro tan eficaz, y al pregonero de mis glorias; pues todos estos títulos desempeñó a satisfacción el grande y benemérito Juan Largo.

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No sabía, con todo eso, si aquellas señoras tenían tan larga relación de mí, ni si sabían mi retumbante nombrecillo. Estaba muy ufano en el estrado dando taba, como dicen, con la señora y una porción de niñas, entre las cuales no era la menos viva y platiconcilla la hija de la señora mi panegirista, que no me pareció tercio de paja, porque sobre no haber quince años   —61→   feos y estar ella en sus quince, era demasiado bonita, e interesante su figura, motivo poderoso para que yo procurara manejarme con cierta afabilidad y circunspección lo mejor que podía para agradarla; y ya había notado que cuando decía yo alguna facetada colegialuna, ella se reía la primera y celebraba mi genialidad de buena gana.

Estaba yo, pues, quedando bien y en lo mejor de mi gusto, cuando en esto que escuché ruido de caballos en el patio de la hacienda, y antes de preguntar quién era, se fue presentando en medio de la sala, con su buena manga, paño de sol, botas de campana, y demás aderezos de un campista decente... ¿Quién piensan ustedes que sería? ¡Quién había de ser, por mis negros pecados, sino el demonio de Juan Largo, mi caro amigo y favorecedor! Al instante que entró, me vio, y saludando a todos los concurrentes en común y sobre la marcha, se dirigió a mí con los brazos abiertos y me halagó las orejas de esta suerte: ¡oh, mi querido Periquillo Sarniento! ¿Tanto bueno por acá? ¿Cómo te va, hermano? ¿Qué haces? Siéntate...

No puedo ponderar la enojada que me di al ver como aquel maldito en un instante había descubierto mi sarna y mi periquería delante de tantos señores decentes, y lo que yo más sentía, delante de tantas viejas y muchachas burlonas, las que luego que oyeron mis dictados comenzaron a reírse a carcajadas con la mayor impudencia y sin el menor miramiento de mi personita. Yo no sé si me puse amarillo, verde, azul o colorado, lo que sí me acuerdo es que la sala se me oscureció de la cólera, y los carrillos y orejas me ardían más que si los hubiese estregado con chile. Miré al condenado Juan Largo, y le respondí no sé qué, con mucho desdén y gravedad, creyendo con este entono corregir la burla de las muchachas y la insolencia de mi amigo; pero nada menos que eso conseguí, pues mientras yo me ponía más serio, las muchachas reían de mejor gana, de modo que parecía que les hacían cosquillas a las muy puercas,   —62→   y el pícaro de Juan Largo añadía nuevas facetadas con que redoblaban sus caquinos. Viéndome yo en tal apuro, hube de ceder a la violencia de mi estrella y disimular la bola que tenía, riéndome con todos; aunque si va a decir verdad, mi risa no era muy natural, sino algo más que forzada.

En fin, después que me periquearon bastante y disecaron el hediondo cadáver de su sarnosa etimología, ya que no tenían baso para reír, ni aquel bribón bufonada con que insultarme, cesó la escena, y calmó, gracias a Dios, la tempestad.

Entonces fue la primera vez que conocí cuán odioso era tener un mal nombre, y qué carácter tan vil es el de los truhanes y graciosos, que no tienen lealtad ni con su camisa; porque son capaces de perder el mejor amigo por no perder la facetada que les viene a la boca en la mejor ocasión; pues tienen el arte de herir y avergonzar a cualquiera con sus chocarrerías, y tan a mala hora para el agraviado, que parece que les pagan, como me sucedió a mí con mi buen condiscípulo, que me fue a hacer quedar mal, justamente cuando estaba yo queriendo quedar bien con su prima. Detestad, hijos míos, las amistades de semejante clase de sujetos.

Llegó la hora de comer, pusieron la mesa, y nos sentamos todos según la clase y carácter de cada uno. A mí me tocó sentarme frente a un sacerdote vicario de Tlalnepantla, a cuyo lado estaba el cura de Cuautitlán, (lugar a siete leguas de México) que era un viejo gordo y harto serio.

Comieron todos alegremente, y yo también, que como muchacho al fin, no era rencoroso, y más cuando trataban de complacerme con abundancia de guisados exquisitos y sabrosos dulces; porque don Martín, que así se llamaba el amo, era bastante liberal y rico.

Durante la comida hablaron de muchas cosas que yo no entendí; pero después que alzaron los manteles, preguntó una señora ¿si habíamos visto la cometa? El cometa dirá usted, señorita, dijo el padre vicario. Eso es, respondió la madama. Sí, lo hemos visto estas noches en la azotea del curato y nos hemos divertido bastante. ¡Ay!, qué diversión tan fea, dijo la madama. ¿Por qué señorita? ¿Por qué? Porque ese cometa es señal de algún daño grande que quiere suceder aquí. Ríase usted de eso, decía el cleriguito; los cometas son unos astros como todos; lo que sucede es que se ven de cuando en cuando porque tienen mucho que andar, y así son tardones, pero no maliciosos. Si no, ahí está nuestro amigo don Januario, que sabe bien qué cosa son los cometas, y por qué se dan tanto a desear de nuestros ojos, y él nos hará favor de explicarlo con claridad para que ustedes se satisfagan. Sí, Januarito, anda, dinos como está eso, dijo la prima; mas el demonio de Juan Largo sabía tanto de cometas como de pirocthenia, pero no era muy tonto; y así sin cortarse respondió: prima, ese encargo se lo puedes hacer a mi amigo Perico por dos razones, la una porque es muchacho muy hábil, y la dos, porque siendo esta súplica tuya, propia para hacer lucir una buena explicación cometal, por regla de política debemos obsequiar con estos lucimientos a los huéspedes. Conque vamos, suplícale al Sarnientito que te lo explique, verán ustedes qué pico de muchacho. Así que él no esté con nosotros yo te explicaré, no digo qué cosa son cometas, y por dónde caminan, que es lo que ha apuntado el padrecito, sino que te diré cuántos son todos los luceros, cómo se llama cada uno, por dónde andan, qué hacen, en qué se entretienen, con todas las menudencias que tú quieras saber, satisfecho que tengo de contentar tu curiosidad por prolija que sea, sin que haya miedo que no me creas, pues como dijo tío Quevedo:


El mentir de las estrellas
es un seguro mentir,
porque ninguno ha de ir
a preguntárselo a ellas.

  —64→  

Conque ya quedamos, Poncianita, que te explicará el cometa al derecho y al revés mi amigo Perucho, mientras yo con licencia de estos señores voy a ensillar mi caballo; y diciendo y haciendo se disparó fuera de la sala sin atender a que yo decía, que estando allí los señores padres, ellos satisfarían el gusto de la señorita mejor que yo. No valió la excusa; el vicario de Tlalnepantla me había conocido el juego, y porfiaba en que fuera yo el explicador. Yo, decía, no señores; fuera una grosería que yo quisiera lucir donde están mis mayores. El cura, que era tan socarrón como serio, al oír esta mi urbanidad, se sonrió al modo de conejo y dijo: sabrán ustedes para bien saber, que en tiempo de marras, había en mi parroquia un cura muy tonto y vano, entre los que eran más tontos; él, pues, un día estaba predicando lleno de satisfacción cuantas majaderías se le venían a la cabeza, a unos pobres indios que eran los que únicamente podían tener paciencia de escucharlo. Estaba en lo más fervoroso del sermón, cuando fue entrando en la iglesia el arzobispo mi señor, que iba a la santa visita. Al instante que entró alborotose el auditorio y turbose el predicador; siendo su sorpresa mayor que si hubiese visto al diablo. Callose la boca, quitose el bonete, y diciendo su ilustrísima que continuara, exclamó: ¡cómo era capaz, señor ilustrísimo, que estando presente mi prelado, fuera yo tan grosero que me atreviera a seguir mi sermón! Eso no, suba usía ilustrísima, y acábelo, mientras acabo yo la misa pro populo. El arzobispo no pudo contener la risa de ver la grande urbanidad de este cura ignorante, y lo bajó del púlpito y del curato; apliquen ustedes. Calló el padre gordo diciendo esto. Sonriose el vicario y las mujeres, y yo no dejé de correrme, aunque me cabía cierta duda en si lo diría por mi política, o por la de Juan Largo; mas no duré mucho en esta suspensión, porque el zaragate del padre vicario probó de una vez todo su arbitrio diciendo a la Poncianita: usted, niña, elija quién ha de explicar lo que es cometa, el colegial o   —65→   yo; y si la elección recae en mí, lo haré con mucho gusto, porque no me agrada que me rueguen, ni sé hacer desaire a las señoras. Sin duda la guiñó del ojo, porque al instante me dijo la prima de Largo: usted, señor, quisiera me hiciera ese favor. No me pude escapar, me determiné a darle gusto; mas no sabía ni por dónde comenzar, porque maldito si yo sabía palabra de cometas, ni cometos; sin embargo, con algún orgullo (prenda esencialísima de todo ignorante) dije: pues, señores, los cometas, o las cometas, como otros dicen, son unas estrellas más grandes que todas las demás; y después que son tan grandes, tienen una cola muy larguísima... ¿Muy larguísima?, dijo el vicario; y yo que no conocía que se admiraba de que ni castellano sabía hablar, le respondí lleno de vanidad: sí, padre, muy larguísima, ¿pues qué no la ha visto usted? Vaya, sea por Dios, me contestó. Yo proseguí: estas colas son de dos colores, o blancas o encarnadas; si son blancas, anuncian paz o alguna felicidad al pueblo; y si son coloradas como teñidas de sangre, anuncian guerras o desastres; por eso la cometa que vieron los reyes magos tenía su cola blanca, porque anunció el nacimiento del Señor y la paz general del mundo, que hizo por esta razón el rey Octaviano, y esto no se puede negar, pues no hay nacimiento alguno en la noche buena que no tenga su cometita con la cola blanca. El que no los veamos muy seguido es porque Dios los tiene allá retirados, y sólo los deja acercarse a nuestra vista cuando han de anunciar la muerte de algún rey, el nacimiento de algún santo, o la paz o la guerra en alguna ciudad, y por eso no los vemos todos los días; porque Dios no hace milagros sin necesidad. El cometa de este tiempo tiene la cola blanca, y seguramente anuncia la paz. Esto es, dije yo muy satisfecho, esto es lo que hay acerca de los cometas. Está usted servida, señorita. Muchas gracias, dijo ella. No, no muchas, dijo el vicario; porque el señorito, aunque me dispense, no ha dicho palabra en su lugar, sino un atajo de disparates   —66→   endiablados. Se conoce que no ha estudiado palabra de astronomía, y por lo propio ignora qué cosas son estrellas fijas, qué son planetas, cometas, constelaciones, dígitos, eclipses, etc., etc. Yo tampoco soy astrónomo, amiguito, pero tengo alguna tintura de una que otra cosilla de éstas; y aunque es muy superficial, me basta para conocer que usted tiene menos, y así habla tantas barbaridades; y lo peor es que las habla con vanidad, y creyendo que entiende lo que dice y que es como lo entiende; pero para otra vez no sea usted cándido. Sepa usted que los cometas no son estrellas, ni se ven por milagro, ni anuncian guerras, ni paces, ni la estrella que vieron los reyes del Oriente cuando nació el Salvador era cometa, ni Octaviano fue rey, sino césar o emperador de Roma, ni éste hizo la paz general con el mundo por aquel divino natalicio; sino que el príncipe de la paz Jesucristo, quiso nacer cuando reinaba en el universo una paz general, que fue en tiempo de Augusto César Octaviano, ni crea usted finalmente, ninguna de las demás vulgaridades que se dicen de los cometas; y porque no piense usted que esto lo digo a tintín de boca, le explicaré en breve lo que es cometa. Oiga usted. Los cometas son planetas como todos los demás, esto es: lo mismo que la Luna, Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno y Herschel, los cuales son unos cuerpos esféricos (esto es, perfectamente redondos, o como vulgarmente decimos, unas bolas), son opacos, no tienen ninguna luz de por sí, así como no la tiene la Tierra, pues la que reflectan o nos envían, se la comunica el Sol. La causa de que los veamos de tarde en tarde, es porque su curso es irregular respecto a los demás planetas, quiero decir: aquéllos hacen sus giros sobre el sol esférica, y éstos elípticamente, pues, unos dan su vuelta redonda, y otros (los cometas) larga; y ésta es la causa porque teniendo más camino que andar, nos tardamos nosotros más en verlos; así como más pronto verá usted al que haya de ir y venir de aquí a México, que al que haya de ir y venir de aquí a Guatemala;   —67→   porque el primero tiene menos que andar que el segundo. Esas colas que se les advierten, no son, según los que entienden, otra cosa más que unos vapores que el sol les extrae e ilumina, así como ilumina la ráfaga de átomos cuando entra por una ventana; y este mismo sol, conforme la disposición en que comunica su luz a este vapor, hace que estas colas de los cometas nos presten un color blanco o rojo, para cuya persuasión no necesitamos atormentar el entendimiento, pues todos los días advertimos las nubes iluminadas con una luz blanca o roja según su posición respecto al sol28. En virtud de esto, nada tenemos que esperar favorable del color blanco de las colas de los cometas, ni que temer adverso por su color rojo. Esto es lo más fundado y probable por los físicos en esta materia; lo demás son vulgaridades que ya todo el mundo desprecia. Si usted quisiere imponerse a fondo de estas cosas, lea al padre Almeida, al Brison, y a otros autores traducidos al castellano que tratan de la materia pro famotiori, esto es, con extensión. La que yo he tenido para explicar este asunto, ha sido demasiada, y verdaderamente tiene visos de pedantería, pues estas materias son ajenas y tal vez ininteligibles a las personas que nos escuchan, exceptuando al señor cura; pero la ignorancia y vanidad de usted me han comprometido a tocar una materia singular entre semejantes sujetos, y que por lo mismo conozco habré quebrantado las leyes de la buena crianza; mas la prudencia de estos señores me dispensará, y usted me agradecerá o no, mis buenas intenciones, que se reducen a hacerle ver, no se meta jamás a hablar en cosas que no entiende.

Contemplen ustedes ¿cómo quedaría yo con semejante responsorio? Al instante conocí que aquel padre decía muy bien, por más que yo sintiera su claridad, pues aunque he sido ignorante, no he sido tonto, ni he tenido cabeza de lepeguaje; fácilmente   —68→   me he docilitado a la razón; porque en la realidad, hay verdades tan demostradas y penetrantes que se nos meten por los ojos a pesar de nuestro amor propio. ¡Infelices de aquellos cuyos entendimientos son tan obtusos que no les entran las verdades más evidentes! Y más infelices aquellos cuya obstinación es tal que los hace cerrar los ojos para no ver la luz. ¡Qué pocas esperanzas dan unos y otros de prestarse dóciles a la razón en ningún tiempo! Quedeme confuso, como iba diciendo, y creo que mi vergüenza se conocía por sobre de mi ropa, porque no me atreví a hablar una palabra, ni tenía qué. Las señoras, el cura y demás sujetos de la mesa, sólo se miraban y me miraban de hito en hito, y esto me corría más y más.

Pero el mismo padre vicario, que era un hombre muy prudente, me quitó de aquella media naranja con el mejor disimulo, diciendo: señores, hemos parlado bastante; yo voy a rezar vísperas, y es regular que las señoritas quieran reposar un poco para divertirnos esta tarde con los toritos.

Levantose luego de la mesa y todos hicieron lo mismo. Las señoras se retiraron a lo interior de la casa, y los hombres, unos se tiraron sobre los canapés, otros cogieron un libro, otros se pusieron a divertir a juegos de naipes, y otros por fin, tomaron sus escopetas y se fueron a pasar el rato a la huerta.

Sólo yo me quedé de non, aunque muchos señores me brindaron con su compañía; pero yo les di las gracias, y me excusé con el pretexto de que estaba cansado del camino, y que acostumbraba dormir un rato de siesta.

Cuando vi que todos estaban o procurando dormir, o divertidos, me salí al corredor, me recosté en una banca, y comencé a hacer las más serias reflexiones entre mí acerca del chasco que me acababa de pasar.

Ciertamente, decía yo, ciertamente que este padre me ha avergonzado; pero después de todo, yo he tenido la culpa en meterme a dar voto en lo que no entiendo. No hay duda, yo soy un necio, un bárbaro y un presumido. ¿Qué he leído yo de   —69→   planetas, de astros, cometas, eclipses, ni nada de cuanto el padre me dijo? ¿Cuándo he visto ni por el forro, los autores que me nombró, ni he oído siquiera hablar de esto antes que ahora? ¿Pues quién diablos me metió en la cabeza ser explicador de cosa que no entiendo, y luego explicador tan sandio y orgulloso? ¿En qué estaría yo pensando? Ya se ve, soy bachiller en filosofía, soy físico. Reniego de mi física y de cuantos físicos hay en el mundo si todos son tan pelotas como yo. ¡Voto a mis pecados! ¿Qué dirá este padre? ¿Qué dirá el señor cura? ¿Y qué dirán todos? Pero ¿qué han de decir, sino que soy un burro? Para más fue que yo, el tuno de Juan Largo, que no se atrevió a manifestar su ignorancia. No hay remedio, saber callar es un principio de aprender, y el silencio es una buena tapadera de la poca instrucción; Juan Largo, no hablando, dejó a todos en duda de si sabe o no sabe lo que son cometas; y yo con hablar tanto no conseguí sino manifestar mi necedad y ponerme a una vergüenza pública. Pero ya sucedió, ya no hay remedio. Ahora para que no se pierda todo, es preciso satisfacer al mismo padre, que es quien entiende mi tontera mejor que los demás, y suplicarle me dé un apunte de los autores físicos que yo pueda estudiar; porque ciertamente la física no puede menos que ser una ciencia, a más de utilísima, entretenida, y yo deseo saber algo de ella.

Con esta resolución me levanté de la banca y me fui a buscar al vicario que ya había acabado de rezar, y redondamente le canté la palinodia. Padrecito, le dije, ¿qué habrá usted dicho de la nueva explicación del cometa que me ha oído? Vamos, que usted no se esperaba tan repentino entremés sobre mesa; pero la verdad, yo soy un majadero y lo conozco. Como cuando aprendí en el colegio unos cuantos preliminares de física y algunas propiedades de los cuerpos en general, me acostumbré a decir que era físico, lo creí firmísimamente, y pensé que no había ya más que saber en esa facultad. A esta preocupación se   —70→   siguió el ver que había quedado bien en mis actillos, que me alabaron los convidados y me dieron mis galas; y después de esto, no habrá ocho días que me he graduado de bachiller en filosofía, y me dijeron que estaba yo aprobado para todo; pensé que era yo filósofo de verdad, que el tal título probaba mi sabiduría, y que aquel pasaporte que me dieron para todo, me facultaba para disputar de todo cuanto hay, aunque fuera con el mismo Salomón; pero usted me ha dado ahora una lección de que deseo aprovecharme; porque me gusta la física, y quisiera saber los libros donde pueda aprender algo de ella; pero que la enseñen con la claridad que usted.

Ésa es una buena señal de que usted tiene un talento no vulgar, me dijo el padre, porque cuando un hombre conoce su error, lo confiesa y desea salir de él, da las mejores esperanzas, pues esto no es propio de entendimientos arrastrados que yerran y lo conocen, pero su soberbia no les permite confesarlos; y así ellos mismos se privan de la luz de la enseñanza, semejantes al enfermo imprudente que por no descubrir su llaga al médico, se priva de la medicina y se empeora.

Pero ¿dónde aprendió usted ese montón de vulgaridades que nos contó de los cometas? Porque en el colegio seguramente no se las enseñaron. Ya se ve que no, le respondí. Esa copia de lucidísima erudición que he vaciado se la debo a las viejas y cocineras de mi casa. No es usted el primero, dijo el padre, que mama con la primera leche semejantes absurdos. Verdaderamente que todas ésas son patrañas y cuentos de viejas. Usted lo que debe hacer es aplicarse, que aún es muchacho y puede aprovechar. Yo le daré el apuntito que me pide de los autores en que puede leer a gusto estas materias, y le daré también algunas leccioncitas mientras estemos aquí.

Le di las gracias, quedando prendado de su bello carácter; iba a pedirle un favor de muchacho, cuando nos llamaron para que nos fuéramos a divertir al corral del herradero.



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ArribaAbajoCapítulo VII

Prosigue nuestro autor contando los sucesos que le pasaron en la hacienda


Sin embargo de que nos llamaron, el padre vicario continuó diciéndome: por lo que toca a lo que usted me pide acerca de que le instruya de los mejores autores físicos, le digo que no es menester apuntito, porque son muy pocos los que he de aconsejar a usted que lea, y fácilmente los puede encomendar a la memoria. Procure usted leer la Física experimental de los Abates Para y Nollet, las Recreaciones filosóficas del padre don Teodoro de Almeida, el Diccionario de física, y el Tratado de física de Brisson. Con esto que usted lea con cuidado, tendrá bastante para hablar con acierto de esta ciencia en donde se le ofrezca, y si a este estudio quisiere añadir el de la historia natural como que es tan análogo al anterior, podrá leer con utilidad el Espectáculo de la naturaleza por Pluche, y con más gusto y fruto la Historia natural del célebre conde de Buffon, llamado por antonomasia el Plinio de Francia.

Estos estudios, amiguito, son útiles, amenos y divertidos; porque el entendimiento no encuentra en ellos lo abstracto de la teología, la incertidumbre de la medicina, lo intrincado de las leyes, ni lo escabroso de las matemáticas. Todo llena, todo deleita, todo embelesa y todo enseña, así en la física como en la historia natural. Es estudio que no fatiga y ocupación que no cansa. La doctrina que ministra es dulce, y el vaso en que se brinda es de oro.

Los que miran el Universo por la parte de afuera, se sorprenden con su primorosa perspectiva; pero no hacen más que sorprenderse como los niños cuando ven la primera vez una cosa bonita que les divierte. El filósofo, como ve el Universo con otros ojos, pasa más allá de la simple sorpresa; conoce, observa, escudriña y admira cuanto hay en la naturaleza.

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Si eleva su entendimiento a los cielos, se pierde en la inmensidad de esos espacios llenos de la Majestad más soberana; si detiene su consideración en el sol, mira una mole crecidísima de un fuego vivísimo, penetrante e inextinguible, al paso que benéfico e interesante a toda la naturaleza; si observa la luna, sabe que es un globo que tiene montes, mares, valles, ríos, como el globo que pisa; y que es un espejo que refleja la brillante luz del sol para comunicárnosla con sus influencias; si atiende a los planetas como Venus, Mercurio y Marte, y la restante multitud de astros, ya fijos, ya errantes, no contempla sino una prodigiosa infinidad de mundos ya luminosos, ya iluminados, ya soles, ya lunas que observan constantemente los movimientos y giros que la sabia Omnipotencia les prescribió desde el principio; si su consideración desciende a este planeta que habitamos, admira la economía de su hechura; mira el agua pendiente sobre la tierra, contenida sólo con un débil polvillo de arena; los montes elevados, las cascadas estrepitosas, las risueñas fuentes, los arroyos mansos, los caudalosos ríos, los árboles, las plantas, las flores, las frutas, las selvas, los valles, los collados, las aves, las fieras, los peces, el hombre, y hasta los despreciables insectillos que se arrastran; y todo, todo le franquea teatro a su curiosidad e investigación. La atmósfera, las nubes, las lluvias, el rocío, el granizo, los fuegos fatuos, las auroras boreales, los truenos, los relámpagos, los rayos, y cuantos meteoros tiene la naturaleza, presentan un vastísimo campo a su prolijo y estudioso examen, y después que admira, contempla, examina, discurre, pondera y acicala su entendimiento sobre un caos tan prodigioso de entes heterogéneos, tan admirables como incomprensibles, reflexiona que el conocimiento o ignorancia que tiene de estos mismos seres, lo llevan como por la mano hasta la peana del trono del Criador. Entonces el filósofo verdadero no puede menos que anonadarse y postrarse ante el solio de la Deidad Suprema, confesar su poder,   —73→   alabar su providencia, reconocer en silencio lo sublime de su sabiduría, y darle infinitas gracias por el diluvio de beneficios que ha derramado sobre sus criaturas, siendo entre las terrestres la más noble, la más excelsa, la más privilegiada, y la más ingrata el hombre, «bajo cuyos pies (nos dice la voz de la verdad) que sujetó todo lo criado»: Omnia subjecisti sub pedibus ejus; y lo mismo será llegar el filósofo a estos sublimes y necesarios conocimientos, que comenzar a ser teólogo contemplativo; pues así como todos los rayos de la rueda de un coche descansan sobre la maza que es su centro, así las criaturas reconocen su punto céntrico en el Criador; por manera que los impíos ateístas que niegan la existencia de un Dios criador y conservador del Universo, proceden contra el testimonio común de las naciones, pues las más bárbaras y salvajes han reconocido este soberano principio; porque los mismos cielos proclaman la gloria de Dios, el firmamento anuncia sus obras maravillosas, y las criaturas todas que se nos manifiestan a la vista, son las conductoras que nos llevan a adorar las maravillas que no vemos. Pero, ya se ve, los ateístas son unos brutos que parecen hombres, o unos hombres que voluntariamente quieren ser menos que los brutos. Ello es evidente... En esto, viendo que nos tardábamos, salieron a llamarnos otra vez las niñas y señores de la hacienda, para que fuéramos a ver las travesuras de los payos y caporales, y tuvimos que suspender, o por mejor decir, cortar enteramente una conversación tan dulce para mí, porque en la realidad me entretenía más que todos los herraderos.

Admiráronse de vernos tan unidos al padre y a mí, creyendo que yo conservara algún resentimiento por el sonrojillo que me había hecho pasar sobre mesa; y aun entre chanzas nos descubrieron su pensamiento; pero yo, en medio de mis desbaratos, he debido a Dios dos prendas que no merezco. La una un entendimiento dócil a la razón, y la otra, un corazón noble y sensible, que no me ha dejado prostituir fácilmente a mis pasiones.   —74→   Lo digo así porque cuando he cometido algunos excesos, me ha costado dificultad sujetar el espíritu a la carne. Esto es, he cometido el mal conociéndolo y atropellando los gritos de mi conciencia y con plena advertencia de la justicia, lo que acaece a todo hombre cuando se desliza al crimen. Por estas buenas cualidades que digo he visto brillar en mi alma, jamás he sido rencoroso ni aun con mis enemigos; mucho menos con quien he conocido que me ha aconsejado bien tal vez con alguna aspereza, lo que no es común, porque nuestro amor propio se resiente de ordinario de la más cariñosa corrección, siempre que tiene visos de regaño; y por eso los de la hacienda se admiraban de la amistosa armonía que observaban entre mí y el padre.

Fuímonos, por fin, al circo de la diversión, que era un gran corral, en el que estaban formados unos cómodos tabladitos. Sentámonos el padre vicario y yo juntos, y entretuvimos la tarde mirando herrar los becerros, y ganado caballar y mular que había. Mas advertí que los espectadores no manifestaban tanta complacencia cuando señalaban a los animales con el fuego, como cuando se toreaban los becerrillos o se jineteaban los potros, y mucho más cuando un torete tiraba a un muchacho de aquéllos, o un muleto desprendía a otro de sobre sí; porque entonces eran desmedidas las risadas, por más que el golpeado inspirara la compasión con la aflicción que se pintaba en su semblante.

Yo, como hasta entonces no había presenciado semejante escena, no podía menos que conmoverme al ver a un pobre que se levantaba rengueando de entre las patas de una mula o las astas de un novillo. En aquel momento sólo consideraba el dolor que sentiría aquel infeliz, y esta genial compasión no me permitía reír cuando todos reventaban a caquinos. El juicioso vicario, que ¡ojalá hubiera sido mi mentor toda la vida!, advirtió mi seriedad y silencio, y leyéndome el corazón me dijo: ¿usted ha visto toros en México alguna vez? No, señor, le contesté,   —75→   ahora es la primera ocasión que veo esta clase de diversiones, que consisten en hacer daño a los pobres animales, y exponerse los hombres a recibir los golpes de la venganza de aquéllos, la que juzgo se merecen bien por su maldita inclinación y barbarie. Así es, amiguito, me dijo el vicario; y se conoce que usted no ha visto cosas peores. ¿Qué dijera usted si viera las corridas de toros que se hacen en las capitales, especialmente en las fiestas que llaman Reales? Todo lo que usted ve en éstas son frutas y pan pintado; lo más que aquí sucede es que los toretes suelen dar sus revolcadillas a estos muchachos, y los potros y mulas sus caídas, en las que ordinariamente quedan molidos y estropeados los jinetes; mas no heridos o muertos como sucede en aquellas fiestas públicas de las ciudades que dije; porque allí, como se torean toros escogidos por feroces, y están puntales, es muy frecuente ver los intestinos de los caballos enredados en sus astas, hombres gravemente lastimados y algunos muertos. Padre, le dije yo, ¿y así exponen los racionales sus vidas para sacrificarlas en las armas enojadas de una fiera? ¿Y así concurren todos de tropel a divertirse con ver derramar la sangre de los brutos, y tal vez de sus semejantes? Así sucede, me contestó el vicario, y sucederá siempre en los dominios de España, hasta que no se olvide esta costumbre tan repugnante a la naturaleza, como a la ilustración del siglo en que vivimos.

Conversamos largo rato sobre esto, como que es materia muy fértil, y cuando mi amigo el vicario hubo concluido, le dije: padre, estoy pensando que ese demontre de Januario o Juan Largo, mi condiscípulo, luego que sepa los disparates que yo dije del cometa, y la justa reprehensión de usted, me ha de burlar altamente y en la mesa delante de todos, porque es muy pandorguista, y tiene su gusto en pararle la bola, como dicen, a cualquiera en la mejor concurrencia; y yo ciertamente no quisiera pasar otro bochorno como el de a medio día, o ya que él sea tan mal amigo   —76→   y tan imprudente, que padeciera el mismo tártago que yo, haciéndolo usted quedar mal con alguna preguntita de física, pues estoy seguro que entiende tanto de esto como de hacer un par de zapatos; y así le encargo a usted que me haga este favor y le saque los colores a la cara por faceto.

Mire usted, me dijo el padre, a mí me es fácil desempeñar a usted, pero ésa es una venganza cuya vil pasión debe usted refrenar toda la vida; la venganza denota una alma baja que no sabe ni es capaz de disimular el más mínimo agravio. El perdonar las injurias no sólo es señal característica de un buen cristiano, sino también de una alma noble y grande. Cualquiera por pobre, por débil y cobarde que sea, es capaz de vengar una ofensa; para esto no se necesita religión, ni talento, ni prudencia, ni nobleza, cuna, educación ni nada bueno; sobra con tener una alma vil, y dejar que la ira corra por donde se le antoje para suscribir fácilmente a los sanguinarios sentimientos que inspira. Pero para olvidar un agravio, para perdonar al que nos lo infiere, y para remunerar la maldad con acciones benéficas, es menester no solamente saber el evangelio, aunque esto debía ser suficiente, sino tener una alma heroica, un corazón sensible, y esto no es común; tampoco lo es ver unos héroes como Trajano, de quien se cuenta que dando audiencia pública llegó al trono un zapatero fingiendo iba a pedir justicia; acercose al emperador, y aprovechando un descuido, le dio una bofetada. Alborotose el pueblo, y los centinelas querían matarlo en el acto; pero Trajano lo impidió para castigarlo por sí mismo. Ya asegurado el alevoso, le preguntó: ¿qué injuria te he hecho, o qué motivo has tenido para insultarme? El zapatero, tan necio como vano, le contestó: señor, el pueblo bendice vuestro amable carácter; nada tengo que sentir de vos; mas he cometido este sacrílego delito, sabiendo que he de morir, sólo porque las generaciones futuras digan que un zapatero tuvo valor para dar una bofetada al emperador Trajano. Pues bien, dijo éste, si   —77→   ése ha sido el motivo, tú no me has de exceder en valor. Yo también quiero que diga la posteridad que, si un zapatero se atrevió a dar una bofetada al emperador Trajano, Trajano tuvo valor para perdonar al zapatero. Anda libre.

Esta acción no necesita ponderarse; ella sola se recomienda, y usted puede deducir de ella y de miles de iguales que hay en su línea, que para vengarse es menester ser vil y cobarde, y para no vengarse es preciso ser noble y valiente; porque el saber vencerse a sí mismo y sujetar las pasiones, es el más difícil vencimiento, y por eso es la victoria más recomendable, y la prueba más inequívoca de un corazón magnánimo y generoso.

Por todo esto, me parece que será bueno que usted olvide y desprecie la injuria del señor Januario. Pues padrecito, le dije, si más valor se necesita para perdonar una injuria que para hacerla, yo desde ahora protesto no vengarme ni de Juan Largo, ni de cuantos me agravien en esta vida. ¡Oh, don Pedrito, me contestó el vicario, cuán apreciable fuera esta clase de protestas en el mundo si todas se llevasen al cabo! Pero no hay que protestar en esta vida con tanta arrogancia, porque somos muy débiles y frágiles, y no podemos confiar en nuestra propia virtud, ni asegurarnos en nuestra sola palabra. A la hora de la tempestad hacen los marineros mil promesas, pero llegando al puerto se olvidan como si no se hubieran hecho. Cuando la tierra tiembla no se oyen sino plegarias, actos de contrición y propósitos de enmienda; mas luego que se aquieta, el ebrio se dirige al vaso, el lascivo a la dama, el tahúr a la baraja, el usurero a sus lucros, y todos a sus antiguos vicios. Una de las cosas que más perjudican al hombre, es la confianza que tiene de sí mismo. Ésta pone en ocasión de prostituirse a los jóvenes, de extraviar a las almas timoratas, de abandonarse a los que ministran la justicia, y de ser delincuentes a los más sabios y santos. Salomón prevaricó, y San Pedro, que se tenía por el más valiente de los Apóstoles, fue el primero y aun el único que negó a su divino   —78→   Maestro. Conque no hay que fiar mucho en nuestras fuerzas, ni que charlar sobre nuestra palabra, porque mientras no llega la ocasión, todos somos rocas; pero puestos en ella somos unas pajitas miserables que nos inclinamos al primer vientecillo que nos impele.

Poco más duró nuestra conversación, cuando se acabó la tarde y con ella aquella diversión, siéndonos preciso trasladarnos a la sala de la hacienda.

Como en aquella época no se trataba sino de pasar el rato, todos fueron entreteniéndose con lo que más les gustaba, y así fueron tomando sus naipes y bandolones, y comenzaron a divertirse unos con otros. Yo entonces ni sabía jugar, (o no tenía qué, que es lo más cierto) ni tocar, y así me fui por una cabecera del estrado para oír cantar a las muchachas, las que me molieron la paciencia a su gusto, porque se acercaban hacia mí dos o tres, y una decía: niña, cuéntame un cuento, pero que no sea el de Periquillo Sarniento. Otra me decía: señor, usted ha estudiado, díganos ¿por qué hablan los pericos como la gente? Otra decía: ¡ay, niña, qué comezón tengo en el brazo! ¿Si tendré sarna? Así me estuvieron chuleando estas madamas toda la noche hasta que fue hora de cenar.

Púsose la mesa, sentámonos todos y con todos mi amiguísimo Juan Largo que hasta entonces se había estado jugando malilla, o no sé qué.

Mientras duró la cena se trataron diversos asuntos. Yo en uno que otro metía mi cucharada; pero después de provocado, y siempre con las salvas de: según me parece; yo no tengo inteligencia; dicen; he oído asegurar, etc.; pero ya no hablé con arrogancia como al medio día; ya se ve, tal me tenía de acobardado el sermón que me espetó el vicario en mis bigotes. ¡Oh, cuánto aprovecha una lección a tiempo!

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Se alzó la mesa, y mi buen amigo Juan Largo, dirigiendo a mí la palabra, comenzó a desahogar su genio bufón, lo mismo   —79→   que yo me había pensado. Conque, Periquillo, me dijo, ¿las cometas son una cosa a modo de trompetas? ¡Vamos, que tú has quedado lucido en el acto del medio día! Sí, ya sé tus gracias; no sabía yo que tenía por condiscípulo un tan buen físico como tú y a más de físico, astrónomo. Seguramente que con el tiempo serás el mejor almanaquero del reino. A hombre que sabe tanto de cometas, ¿qué cosa se le podrá ocultar de todos los astros habidos y por haber? Las mujeres, como casi siempre obran según lo que primero advierten, y en esta rechifla no veían otra cosa que una burleta, comenzaron a reír y a verme más de lo que yo quería; pero el padre vicario que ya me amaba y conocía mi vergüenza, procuró libertarme de aquel chasco, y dijo a don Martín (que ya dije era dueño de la hacienda), ¿conque pasado mañana tiene usted eclipse de sol? Sí señor, dijo don Martín, y estoy tamañito. ¿Por qué?, preguntó el vicario. ¿Cómo por qué? (dijo el amo); porque los eclises son el diablo. Ahora dos años, me acordaré, que estaba ya viniéndose mi trigo, y por el maldito eclís nació todo chupado y ruincísimo, y no sólo, sino que toda la cría del ganado que nació en aquellos días se maleó y se murió la mayor parte. Vea usted si con razón les tengo tanto miedo a los eclises. Amigo don Martín, dijo el vicario, yo creo que no es tan bravo el león como lo pintan; quiero decir, que no son los pobres eclipses tan perversos como usted los supone. ¿Cómo no, padre? dijo don Martín. Usted sabrá mucho, pero tengo mucha esperencia, y ya ve que la esperencia es madre de la cencia. No hay duda, los eclises son muy dañinos a las sementeras, a los ganados, a la salú y hasta las mujeres preñadas. Ora cinco años me acordaré que estaba en cinta mi mujer, y no lo ha de creer; pues hubo eclís y nació mi hijo Polinario tencuitas. ¿Pero por qué fue esa desgracia?, preguntó el cura. ¿Cómo por qué, señor?, dijo don Martín, porque se lo comió el eclís. No se engañe usted, dijo el vicario; el eclipse es muy hombre de bien, a nadie se come ni perjudica, y si   —80→   no, que lo diga don Januario. ¿Qué dice usted señor bachiller? No hay remedio, contestó lleno de satisfacción, porque le habían tomado su parecer; no, no hay remedio, decía; el eclipse no puede comer la carne de las criaturas encerradas en el vientre de sus madres, pero sí puede dañarlas por su maligna influencia, y hacer que nazcan tencuas o corcovadas, y mucho mejor puede con la misma malignidad matar las crías y chuparse el trigo, según ha dicho mi tío, atestiguando con la experiencia, y ya ve usted, padre mío, que quod ab experientia patet non indiget probatione. Esto es, no necesita de prueba lo que ya ha manifestado la experiencia.

No me admiro, dijo el padre, que su tío de usted piense de esa manera, porque no tiene motivo para otra cosa; pero me hace mucha fuerza oír producirse de igual modo a un señor colegial. Según eso, dígame usted, ¿qué son los eclipses? Yo creo, dijo Januario, que son aquéllos choques que tiene el sol y luna, en los que uno u otro salen perdiendo siempre conforme es la fuerza del que vence; si vence el sol, el eclipse es de la luna, y si vence ésta, se eclipsa el sol. Hasta aquí no tiene duda, porque mirando el eclipse en una bandeja de agua, materialmente se ve cómo pelea el sol con la luna; y se advierte lo que uno u otro se comen en la lucha; y si tienen virtud estos dos cuerpos para hacerse tanto daño siendo solidísimos, ¿cómo no podrán dañar a las tiernas semillas y a las débiles criaturas del mundo? Eso es lo que yo digo, repuso el bueno de don Martín, vea usted padre si digo bien o mal. No hay qué hacer, mi sobrino es muy sabido; ansí mesmo según y como él explica el eclís, lo explicaba su padre mi difunto hermano, que era hombre de muchas letras, y allá en la Huasteca, nuestra tierra, decían todos que era un pozo de cencia. ¡Ah, mi hermano!, si él viviera ¡qué gusto tuviera de ver a su hijo Januarito tan adelantado! No mucho, aunque me perdone, dijo el vicario, porque el señor no entiende de cuanto ha dicho; antes es un blasfemo filosófico. ¿Qué   —81→   pleitos, qué choques, influencias fatales ni malditas quiere usted que produzcan los eclipses? Sepa usted, señor don Martín, que el mayor eclipse no le puede hacer a usted, ni a sus siembras, ni ganado, más daño que quitarles una poca de luz por un rato. No hay tal pleito del sol y la luna, ni tales faramallas. ¿Se pudiera usted pelear de manos desde aquí con uno que estuviera en México? Ya se ve que no, dijo don Martín. Pues lo propio sucede al sol respecto de la luna, prosiguió el vicario, porque dista un astro de otro muchísimas leguas. Pues en resumidas cuentas, preguntó don Martín, ¿qué es eclís? No es otra cosa, respondió el padre vicario, que la interposición de la luna entre nuestra vista y el sol, y entonces se llama eclipse de sol, o la interposición de la tierra entre la luna y el sol, y entonces se dice eclipse de luna.

¿Ya ve usted todo eso?, dijo el payo, pues no lo entiendo. Pues yo haré que lo perciba usted clarísimamente, dijo el padre; sepa usted que siempre que un cuerpo opaco se opone entre nuestra vista y un cuerpo luminoso, el opaco nos embaraza ver aquella porción de luz que cubre con su disco. Agora lo entiendo menos, decía don Martín. Pues me ha de entender usted, replicó el padre. Si usted pone su mano enfrente de sus ojos y la luz de la vela, claro es que no verá la llama. Eso sí entiendo. Pues ya entendió usted el eclipse. ¿Es posible, padre, decía don Martín muy admirado, es posible que tan poco tienen que entender los eclises? Sí, amigo mío, decía el vicario. Lo que sucede es que como su mano de usted es mayor que la llama de la vela, siempre que la ponga frente de ella, la tapará toda y hará un eclipse total; pero si la pone frente de una luminaria de leña, seguramente no la tapará toda sino un pedazo, porque la luminaria es más grande que la mano de usted, y entonces puede usted decir que hizo un eclipse parcial, esto es, que tapó una parte de la llama de la luminaria. ¿Lo entiende usted? Y muy bien, respondió el payo. Pero ¿qué tan fácilmente ansí se entienden los   —82→   eclises del sol y de la luna? Sí señor, dijo el padre. Ya dije a usted que el sol está muchas leguas distante de la luna, es mucho mayor que ella, lo mismo que la luminaria es mucho más grande que su mano de usted, y así cuando la luna pasa por entre el sol y nuestros ojos, tapa un pedazo de éste, que es lo que no vemos, y lo que al señor Januario, a usted y a otros les parece comido, no es otra cosa que la mano que pasa frente de la luminaria. ¿Lo entiende usted? Completamente, dijo don Martín, y según eso nunca habrá eclises totales de sol, porque es la luna mucho más chica, y no lo puede tapar todo. Así debía ser, dijo el vicario, si siempre la luna pasara a una misma distancia, respecto del sol y nuestra vista; pero como algunas veces pasa quedando muy cerca de nosotros29, nos lo cubre totalmente, así como siempre que usted se ponga la mano junto de los ojos no verá nada de la luminaria, sin embargo de que su mano de usted es mucho más chica que la luminaria; y ahora sí creo que me ha entendido usted. ¿Y los de la luna cómo son?, preguntó el payo. Del mismo modo, dijo el padre; así como la luna tapa u obscurece un pedazo del sol30 cuando se pone entre él y nosotros, así la tierra tapa u obscurece un pedazo de luna o toda, cuando se pone entre ella y el sol.

Ansí debe ser, dijo don Martín, y ora reflejo que he visto algunos eclises del sol y luna totales, como usted les llama, o que se ha tapado toda, de modo que hemos estado oscuras totalísimamente. Sobre que no le hace que la luminaria sea más grande que la mano. ¿Y es posible que no son otra cosa los eclises? Sí señor, dijo el padre, no son otra cosa, y teniendo el año trescientos sesenta y cinco o sesenta y seis días, si es bisiesto, tenemos   —83→   nosotros otros tantos eclipses del sol, y totales, que es más gracia. ¡Cómo Padre!, decía don Martín. Ya se ve que sí, dijo el vicario; ¿ve usted de noche el sol? No señor, ni una pizca, respondió don Martín. Pues ahí tiene usted que se le eclipsa el sol todo entero, y para que usted no me vea, tanto tiene que yo me meta a la recámara, como que usted cierre los ojos. Es verdad, decía don Martín; pero según que usted me ha dicho, y según lo que agora me dice, creo que el mundo es mucho más grandísimo que el sol, que no puede menos, sobre que lo estamos mirando. Pues sí puede menos, amigo, dijo el vicario; y en efecto, es tan pequeño respecto al sol, como lo es una avellana respecto a un coco. Pues entonces, replicó don Martín, salimos con lo que usted me dijo, pues aunque mi mano sea más chica que la luminaria, me la puede tapar toda en estando muy cerca de mis ojos. Así es, dijo el vicario, puede o no puede taparla toda, según la distancia en que usted la pusiere respecto a sus ojos. Si la pone lejos de ellos, no tapará toda la luminaria, algo verá usted de ella; pero si se la pone en las narices, no verá nada. Ya se ve que así ha de ser, decía don Martín, y no solamente no veré la luminaria, pero ni la puerta de la hacienda que es más grande, ni cosa alguna, y eso será porque casi me tapo los ojos con la mano poniéndola tan cerca. Pues vea usted la razón, dijo el padre, porque se suelen ver algunos eclipses totales de sol causados por la luna, porque ésta, aunque mucho más pequeña que él, si se pasa muy cerca de nosotros, como en realidad pasa algunas veces, hace el efecto de la mano frente de la luminaria, y lo mismo hace la tierra, sin embargo de su pequeñez, eclipsándonos el sol todas las noches por estar pegada a nosotros31.

Perfectamente entendí todo el asunto de los eclipses, padre   —84→   vicario, dijo don Martín, y creo que cualquiera lo entenderá, por negado que sea. ¿Lo entiendes, hija? ¿Lo han entendido, muchachas? Todas a una voz respondieron que sí, y que muy bien, que ya sabían que podían hacer eclipses de sol, de luna, o de luminarias, cada vez que se les antojara; pero el buen don Martín volvió a preguntar: dígame usted, padre, ya que los eclises no son más que eso, ¿por qué son tan dañinos que nos pierden las siembras, los ganados, y hasta nos enferman y sacan imperfectos los muchachos? Ésa es la vulgaridad, respondió el vicario. Los eclipses en nada se meten, ni tienen la culpa de esas desgracias. Las siembras se pierden, o porque les ha faltado cultivo a su tiempo, o han escaseado las aguas, o la semilla estaba dañada, o era ruin, o la tierra carece de jugos, o está cansada, etc. Los ganados malparen, o las crías nacen enfermas, ya porque se lastiman las hembras, o padecen alguna enfermedad particular que no conocemos, o han comido alguna yerba que las perjudica, etc.; últimamente, nosotros nos enfermamos o por el excesivo trabajo, o por algún desorden en la comida o bebida, o por exponernos al aire sin recato estando el cuerpo muy caliente, o por otros mil achaques que no faltan; y las criaturas nacen tencuas, raquíticas, defectuosas o muertas, por la imprudencia de sus madres en comer cosas nocivas, por travesear, corretear, alzar cosas pesadas, trabajar mucho, tener cóleras vehementes, o recibir golpes en el vientre. Conque vea usted como no tienen los pobres eclipses la culpa de nada de esto. Bien, dijo don Martín; pero ¿cómo suceden estas desgracias puntualmente cuando hay eclís? La desgracia de los eclipses, dijo el vicario, consiste en que suceda algo de esto en su tiempo, porque los pobres que no entienden de nada, luego echan la culpa a los eclipses de cuantas averías hay en el mundo. Así como cuando uno se enferma, lo primero que hace es buscar achaque a su enfermedad, y tal vez cree que se la ocasionó lo más inocente. Conque amigo, no hay que ser   —85→   vulgares, ni que quitar el crédito a los pobres eclipses, que es pecado de restitución.

Celebraron todos al padre vicario, y le pegaron un buen tabardillo al amigo Juan Largo, de modo que se levantó de allí chillándole las orejas. A poco rato nos fuimos a acostar.




ArribaAbajoCapítulo VIII

En el que escribe Periquillo algunas aventuras que le pasaron en la hacienda y la vuelta a su casa


A otro día nos levantamos muy contentos; el señor cura hizo poner su coche, y el padre vicario mandó ensillar su caballo para irse a sus respectivos destinos. El padre vicario se despidió de mi con mucho cariño, y yo le correspondí con el mismo, porque era un hombre amable, benéfico, y no soberbio ni necio.

Fuéronse, por fin, y yo quedé sin tan útil compañía. El hermano Juan Largo, tan tonto y sinvergüenza como siempre (porque es propiedad del necio no dársele nada de cosa alguna de esta vida), a la hora del almuerzo me comenzó a burlar con la cometa; pero yo le rebatí defendiéndome con los disparates que él había hablado acerca del eclipse, con cuya diligencia lo dejé corrido, y él debía de haber advertido que es una majadería ponerse a apedrear el tejado del vecino el que tiene el suyo de vidrio.

Fuérase porque yo era nuevo en la casa, o porque tenía un genio más prudente y jovial, las señoras, las muchachas y todos me querían más que a Juan Largo, que era naturalmente tosco y engreído. Con esto, cuando yo decía alguna facetada, la celebraban infinito, y de esto mondaba mi rival Januario, y trataba de vengarse siempre que hallaba ocasión, sin poder yo librarme de sus maldades, porque las tramaba con la capa de la amistad.   —86→   ¡Abominable carácter de almas viles, que fabrican la traición a la sombra de la misma virtud!

Como yo por una parte lo amaba, y él por otra tenía un genio intrigante, me disimulaba sus malas intenciones, y yo me entregaba sin recelo a sus dictámenes.

Todas las tardes salíamos a pasear a caballo. Ya se deja entender qué buen jinete sería yo, que no había montado sino los caballos de alquiler barato de México, animales flacos, trabajados, y de una zoncería y mansedumbre imponderable. No eran así los de la hacienda, porque casi todos estaban lozanos y eran briosos, motivo bastante para que yo les tuviera harto miedo; por esto me ensillaban los de la señora y de la niña su hija, y todas las tardes, como dije, salíamos a pasear Januario, yo y dos hijos del administrador que eran muy buenas maulas.

De todos los cuatro yo era el menos jinete, o como dicen, el más colegial, con esto, me hacían mil travesuras en el campo, como colearme los caballos, maneármelos, espantármelos, y cuanto podían para que, a pesar de ser mansos, se alborotasen y me echaran al suelo, como lo hacían sin mucha dificultad a cada instante; de suerte que aunque los golpes que yo llevaba eran ligeros y de poco riesgo por ser en las yerbas, o en la arena, sin embargo, fueron tantos que no sé cómo no bastaron a acobardarme. Bien que mis buenos amigos, después que reían a mi costa cuanto querían, me consolaban contándome las caídas que habían llevado para aprender, y añadían: «no te apures, hombre, esto no es nada; pero aunque en cada caída te quebraras una pierna, o se te sumiera una costilla, lo debías tener a mucha dicha, cuando vieras lo que aprovechan estas lecciones de los caballos para tenerse bien en ellos; porque, amigo, no hay remedio, los golpes hacen jinete; y tú mismo advertirás que ya no estás tan lerdo como antes; no, ya te tienes más y te sientas mejor, y si duras otro poco en la hacienda, nos has de dar a todos ancas vueltas.»

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¿Quién creerá que estas frívolas lisonjas eran las bilmas medicinales que aquellos tunantes aplicaban a mis golpes y magullones? ¿Y quién creerá que yo me daba por muy bien servido con ellas, y se me olvidaba la jácara que me hacían al caer, y los pujidos que me costaba levantarme algunas veces? ¿Mas, quién lo ha de creer, sino aquel que sepa que la adulación se hace tanto lugar en el corazón humano, que nos agrada aun cuando viene dirigida por nuestros propios enemigos?

El picarón de Januario no se saciaba de hacerme mal por cuantos medios podía, y siempre fingiéndome una amistad sincera. Una tarde de un día domingo en que se toreaban unos becerros, me metió en la cabeza que entrara yo a torear con él al corral; que eran los becerros chicos, que estaban despuntados, que él me enseñaría, que era una cosa muy divertida, que los hombres debían saber de todo, especialmente de cosas de campo, que el tener miedo se quedaba para las mujeres, y qué sé yo que otros desatinos, con los que echó por tierra todo aquel escándalo que yo manifesté al vicario la vez primera que vi la tal zambra de hombres y brutos. Se me disipó el horror que me inspiraron al principio estos juegos, falté a mi antigua circunspección en este punto, y atropellando con todo, me entré al corral a pie, porque me juzgué más seguro.

A los principios llamaba al becerro a distancia de diez o doce varas, con cuya ventaja me escapaba fácilmente de su enojo subiéndome a las trancas del corral; mas como en esta vida no hay cosa a que no se le pierda el miedo con la repetición de actos, poco a poco se lo fui perdiendo a los becerros, viendo que me libraba de ellos sin dificultad, y ayudado con los estímulos de mis buenos amigos y camaradas, que a cada momento me gritaban, «arrímese, colegial; arrímate hombre, no seas collón; anda Coquita32», y otras incitaciones de esta clase, me fui acercando   —88→   más y más a sus testas respetables, hasta que en una de ésas se me puso por detrás de puntillas el señor Juan Largo, y cuando yo quise huir, no pude, porque él me embarazó la carrera haciendo que tropezaba conmigo, con cuyo auxilio tan a tiempo me alcanzó el becerro, y levantándome en el aire con su mollera, me hizo caer en tierra como un zapote mal de mi grado, y a la distancia de cuatro a cinco varas. Yo quedé todo desguarnido del susto y del porrazo; pero con todo esto, como el miedo es ligerísimo, y yo temía la repetición del lance, pues el becerro aún esperaba concluir su triunfo, me levanté al momento sin advertir que al golpe se me habían reventado los botones y las cintas de los calzones, y así habiéndoseme bajado a los talones quedé engrillado, sin poder dar un paso y en la más vergonzosa figura; pero el maldito novillo, aprovechando mi ineptitud para correr, repitió sobre mí un segundo golpe, mas con tal furia que a mí me pareció que me habían quebrado las costillas con una de las torres de Catedral, y que había volado más allá de la órbita de la luna; pero al dar en el suelo tan furioso costalazo como el que di, no volví a saber de cosa alguna de esta vida.

Quedé privado; subiéronme cubierto con unas mangas, y se acabó la diversión con el susto, creyendo todas las señoras que me había dado algún golpe mortal en el cerebro.

Quiso Dios que no pasó de una ligera suspensión del uso de los sentidos, pues con los auxilios de la lana prieta33, el álcali, ligaduras y otras cosas, volví en mí al cabo de media hora, sin más novedad que un dolorcillo en el hueso cóccix que no dejaba de molestarme más de lo que yo quería.

Pero cuando estuve en mi entero acuerdo y me vi rodeado de todos los señores que estaban en la hacienda, tendido en una   —89→   cama, muy abrigado, y llenos todos de sobresalto, preguntándome unos: ¿cómo se siente usted?; otros, ¿qué tiene usted?; y todos, ¿qué le duele? Y en medio de esta concurrencia advertí mis calzones sueltos, por haberse reventado la pretina, y me acordé de las faldas de mi camisa y del lance que me acababa de pasar, me llené de vergüenza (pasión que no me ha faltado del todo), y hubiera querido haber caído honestamente como César cuando lo asesinó Bruto.

Les di gracias por su cuidado, contestándoles que no me había hecho mayor mal; mas con todo eso, la señora de la hacienda me hizo tomar un vaso de vinagre aguado, y a poco rato una porción de calahuala, con lo que a otro día estaba enteramente restablecido.

Mi buen amigo Januario, en aquel primer rato de mi mal, y cuando todos estaban temiendo no fuera cosa grave, se manifestó bien apesadumbrado con toda aquella hipocresía que sabía usar; mas al siguiente día que me vio fuera de riesgo, me cogió a cargo y comenzó a desahogar todas sus bufonadas, haciéndome poner colorado a cada momento delante de las muchachas con el vergonzoso recuerdo de mi pasada aventura, insistiendo en mi desnudez, en la posición de mi camisa y en el indecente modo de mi caída.

Como él con sus truhanadas excitaba la risa de las niñas, y yo no podía negarlo, me avergonzaba terriblemente, y no hallaba más recurso que suplicarle no me sonrojara en aquellos términos, pero mi súplica sólo servía de espuelas a su maldita verbosidad, y esto me añadía más vergüenza y más enojo.

Para serenarme me decía: no seas tonto, hermano, si esto es chanza. Esta tarde nos iremos a pasear a Cuamatla, verás qué hacienda tan bonita. ¿Qué caballo quieres que te ensillen? ¿El almendrillo o el grullo de tía? Yo le contesté la primera vez que me lo dijo: amigo, yo te agradezco tu cariño, pero excúsate de que me ensillen ningún caballo, porque yo no pienso volver   —90→   a montar en mi vida grullos ni grullas, ni pararme delante de una vaca, cuanto menos delante de los toros o becerros. Anda, hombre, decía él, no seas tan cobarde; no es jinete el que no cae, y el buen toreador muere en las astas del toro. Pues muere tú, norabuena, le respondía yo, y cae cuantas veces quisieres, que yo no he reñido con mi vida. ¿Qué necesidad tengo de volver a mi casa con una costilla menos o una pierna rota? No, Juan Largo, yo no he nacido para caporal ni vaquero. En dos palabras: yo no volví a montar a caballo en su compañía, ni a ver torear siquiera, y desde aquel día comencé a desconfiar un poco de mi amigo. ¡Feliz quien escarmienta en los primeros peligros!, pero más «feliz el que escarmienta en los peligros ajenos», como dijo un antiguo: Felix quem faciunt aliena pericula cautum. Esto se llama saber sacar fruto de las mismas adversidades.

A los tres días de este suceso se acabaron las diversiones, y cada huésped se fue para su casa. El malvado Januario había advertido que yo veía con cariño a su prima y que ella no se incomodaba por esto, y trató de pegarme otro chasco que estuvo peor que el del becerro.

Un día que no estaba en casa don Martín porque se había ido a otra hacienda inmediata, me dijo Januario: yo he notado que te gusta Ponciana, y que ella te quiere a ti. Vamos, dime la verdad, ya sabes que soy tu amigo y que jamás me has reservado secreto. Ella es bonita, tú tienes buen gusto, y yo te lo pregunto, porque sé que puedo servir a tus deseos. La muchacha es mi prima y no me puedo yo casar con ella; y así me alegrara que disfrutara de su amor un amigo a quien yo quisiera tanto como a ti. ¿Quién había de pensar que ésta era la red que me tendía este maldito para burlarse de mí a costa de mi honor? Pues así fue, porque yo tan fácil como siempre, lo creí, y le dije: que tu prima es de mérito, es evidente; que yo la quiero, no te lo puedo negar; pero tampoco   —91→   puedo saber si ella me quiere o no, pues no tengo por dónde saberlo. ¿Cómo no?, dijo Januario, ¿pues que nunca le has dicho tu sentimiento? Jamás la he hablado de eso, le respondí. Y ¿por qué?, instó él. ¡Cómo por qué!, le dije yo, porque le tengo vergüenza; dirá que soy un atrevido, lo avisará a su madre, o me echará noramala. A más de eso tu tía es muy celosa, jamás nos da lugar de hablar, ni la deja sola un momento; ¿conque cómo quieres que yo tenga lugar para tratar con esa niña unas conversaciones de esta clase? Riose Januario grandemente, burlose de mi temor y recato, y me dijo: eres un pazguato; no te juzgaba yo tan zonzo y para nada; ¡miren qué dificultades tan grandes tienes que vencer! Quita allá, collón. Todas las mujeres se pagan de que las quieran, y aunque no correspondan, agradecen el que se los digan. Ahora, ¿no has oído decir que al que no habla nadie le oye? Pues habla, salvaje, y verás como alcanzas. Si temes a la vieja de mi tía, yo te haré juego, yo te proporcionaré que le hables a solas, espacio y a tu satisfacción. ¿Qué dices? ¿Quieres? Habla, verás que yo solo soy tu verdadero amigo.

Con semejantes consejos, viendo que la ocasión me brindaba con lo mismo que yo apetecía, no tardé mucho en admitir su obsequiosa oferta, y le di más agradecimientos que si me hubiera hecho un verdadero favor.

El bribón se apartó de mí por un corto rato, al cabo del cual volvió muy contento y me dijo: todo está hecho. He dado un vomitorio a Poncianita, y me ha desembuchado todo; ha cantado redondamente, y me ha confesado que te quiere bien. Yo le dije que tú mueres por ella y que deseas hablarla a solas. Ella quisiera lo mismo, pero me puso el embarazo de su madre que la trae todo el día como un llavero. La dificultad al parecer es grande; mas yo he discurrido el arbitrio mejor para que ustedes logren sus deseos sin zozobra, y es éste: el tío no ha de venir hasta mañana; ya tú sabes la recámara donde ella duerme   —92→   con su madre, y sabes que su cama está a la derecha luego que se entra; y así esta misma noche puedes entre las once y doce ir a hablarla todo cuanto quieras, en la inteligencia de que la vieja a esa hora está en lo más pesado de su sueño. Poncianita está corriente, sólo me encargó que entraras con cuidado y sin hacer ruido, y que si no está despierta, le toques la almohada, que ella tiene un sueño muy ligero. Conque mire usted, señor Periquillo, y qué pronto se han vencido todas las dificultades que te acobardan; y así no hay que ser zonzo, logra la ocasión antes que se pase, ya yo hice por ti cuanto he podido.

Repetí las gracias a mi grande amigo por sus buenos oficios, y me quedé haciendo mi composición de lugar, pensando qué le diría yo a esa niña (pues a la verdad mi malicia no se extendía a más que a hablar) y deseando que corrieran las horas para hacer mi visita de lechuza.

Entre tanto el traidor Juan Largo, que ni palabra había hablado a su prima acerca de mis amorcillos, fue a ver a su tía y le dijo que tuviera cuidado con su hija, porque yo era un completo zaragate; que él ya había notado que yo le hacía mil señas en la mesa, y que ella me las correspondía; que algunas noches me había buscado en mi cama, y no estaba yo en ella; y así que mudara a Poncianita a otra recámara con una criada, y que ella se acostara en la misma cama que su prima aquella noche, y estuviera con cuidado a ver si él se engañaba. Todo le pareció muy bien a la señora, lo creyó como si lo viera, agradeció a Januario el celo que manifestaba por el honor de su casa, prometió tomar el consejo que le acababa de dar, y sin más averiguación, se encerró en un cuarto con la inocente muchacha y le dio una vuelta del demonio, según me contó a los dos meses una criada suya que se fue a acomodar a mi casa, y oyó el chisme del pícaro primo, y advirtió el injusto castigo de Ponciana.

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Dos lecciones os da este suceso, hijos míos, de que os deberéis aprovechar en el discurso de vuestra vida. La primera es para no ser fáciles en descubrir vuestros secretos a cualquiera que se os venda por amigo; lo uno porque puede no serlo, sino un traidor, como Januario, que trate de valerse de vuestra simplicidad para perderos; y lo otro, porque aun cuando sea un amigo, quizá llegará el caso de no serlo, y entonces, si es un vil como muchos, descubrirá vuestros defectos que le hayáis comunicado en secreto, para vengarse. En todo caso, mejor es no manifestar el secreto que aventurarlo: si quieres que tu secreto esté oculto, decía Séneca, no lo digas a nadie; pues si tú mismo no lo callas, ¿cómo quieres que los demás lo tengan en silencio?

La otra lección que os proporciona este pasaje es que no os llevéis de las primeras ideas que os inspire cualquiera. El creer lo primero que nos cuentan sin examinar su posibilidad, ni si es veraz, o no, el mensajero que nos trae la noticia, arguye una ligereza imperdonable, que debe graduarse de necedad, y necedad que puede ser y ha sido muchas veces causa de unos daños irreparables. Por un chisme del perverso Amán iban a perecer todos los judíos en poder del engañado Asuero; y por otro chisme y calumnia del maldito Juan Largo, sufrió la niña su prima un castigo y un descrédito injusto.

En el discurso de aquel día la señora me mostró bastante ceño o mal modo; pero como muchacho, no presumí que yo era la causa de él, atribuyéndolo a alguna enfermedad o indisposición con la familia sirviente. Sí extrañé que la niña no asistió a la mesa; pero no pasó de echarla menos.

Llegó la noche; cenamos, me acosté, y me quedé dormido sin acordarme de la consabida cita; cuando a las horas prevenidas, el perro de Januario, que se desvelaba por mi daño, viendo que yo roncaba alegremente, se levantó y fue a despertarme diciéndome: flojo, condenado, ¿qué haces? Anda, que son las   —94→   once, y te estará esperando Poncianita. Era mi sueño mayor que mi malicia, y así más de fuerza que de gana me levanté en paños menores; descalzo y temblando de frío y de miedo me fui para la recámara de mi amada, ignorante de la trama que me tenía urdida mi grande y generoso amigo. Entré muy quedito; me acerqué a la cama, donde yo pensaba que dormía la inocente niña; toqué la almohada, y cuando menos lo pensé, me plantó la vieja madre tan furioso zapatazo en la cara, que me hizo ver el sol a media noche. El susto de no saber quién me había dado, me decía que callara; pero el dolor del golpe me hizo dar un grito más recio que el mismo zapatazo. Entonces la buena vieja me afianzó de la camisa, y sentándome junto a sí me dijo: cállese usted, mocoso atrevido, ¿qué venía a buscar aquí? Ya sé sus gracias. ¿Así se honra a sus padres? ¿Así se pagan los favores que le hemos hecho? ¿Éste es el modo de portarse un niño bien nacido y bien criado?¿Qué deja usted para los payos ordinarios y sin educación? Pícaro, indecente, osado, que se atreve a arrojarse a la cama de una niña doncella, hija de unos señores que lo han favorecido. Agradezca que, por respeto de sus buenos padres, no hago que lo majen a palos mis criados; pero mañana vendrá mi marido, y en el día haré que se lleve a usted a México, que yo no quiero pícaros en mi casa.

Yo lleno de temor y confusión me le hinqué, lloré y supliqué tanto que no le avisara a don Martín, que al fin me lo prometió. Fuime a mi cama, y observé que reía bastante el indigno Januario debajo de la sábana; pero no me di por entendido.

Al día siguiente vino don Martín, y la señora, pretextando no sé qué diligencia precisa en la capital, hizo poner el coche, y sin volver a ver a la pobre muchacha, me condujeron a la casa de mis padres, sin darse la señora por entendida con su marido según me lo prometió.

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ArribaAbajoCapítulo IX

Llega Periquillo a su casa y tiene una larga conversación con su padre sobre materias curiosas e interesantes


Llegamos a mi casa donde fui muy bien recibido de mis padres, especialmente de mi madre, que no se hartaba de abrazarme, como si acabara de llegar de luengas tierras y de alguna expedición muy arriesgada. El señor don Martín estuvo en casa dos o tres días mientras concluyó su negocio, al cabo de los cuales se retiró a su hacienda, dejándome muy contento porque se había quedado en silencio mi desorden.

El señor mi padre un día me llamó a solas y me dijo: «Pedro, ya has entrado en la juventud sin saber en dónde dejaste la niñez, y mañana te hallarás en la virilidad o en la edad consistente sin saber cómo se te acabó la juventud. Esto quiere decir que hoy eres muchacho y mañana serás un hombre; tienes en tu padre quien te dirija, quien te aconseje y cuide de tu subsistencia; pero mañana, muerto yo, tú habrás de dirigirte y mantenerte a costa de tu sudor o tus arbitrios, so pena de perecer, si no lo haces así; porque ya ves que yo soy un pobre y no tengo más herencia que dejarte que la buena educación que te he dado, aunque tú no la has aprovechado como yo quisiera.

En virtud de esto, pensemos hoy lo que ha de ser mañana. Ya has estudiado gramática y filosofía, estás en disposición de continuar la carrera de las letras, ya sea estudiando teología, o cánones, ya leyes o medicina. Las dos primeras facultades dan honor y aseguran la subsistencia a los que se dedican a ellas con talento y aplicación, mas es como preciso que sean eclesiásticos para que logren el fruto de su trabajo y sean útiles en su carrera; pues un secular, por buen teólogo o canonista   —96→   que sea, ni podrá orar en un púlpito, ni resolver un caso de conciencia en un confesonario; y así es que estas facultades son estériles para los seculares, y sólo se pueden estudiar por ilustrarse, en caso de no necesitar los libros para comer.

La medicina y la abogacía son facultades útiles para los seculares. Todas son buenas en sí y provechosas, como el que las profese sea bueno en ellas, esto es, como salga aprovechado en su estudio; y así sería una necedad muy torpe que el teólogo adocenado, el médico ignorante, el leguleyo, o rábula acusaran a estas ciencias del poco crédito que ellos tienen, o les echaran la culpa de que nadie los ocupe, porque nadie los juzga útiles, ni quieren fiar su alma, su salud ni sus haberes en unas manos trémulas o insuficientes.

Esto es decirte, hijo mío, que tienes cuatro caminos que te ofrecen la entrada a las ciencias más oportunas para subsistir en nuestra patria; pues aunque hay otras, no te las aconsejo, porque son estériles en este reino, y cuando te sirvan de ilustración, quizá no te aprovecharán como arbitrio. Tales son la física, la astronomía, la química, la botánica, etc., que son parte de la primera ciencia que te dije.

Tampoco te persuado que te dediques a otros estudios que se llaman bellas letras, porque son más deleitables al entendimiento que útiles a la bolsa. Supongamos que eres un gran retórico y más elocuente que Demóstenes: ¿de qué te servirá si no puedes lucir tu oratoria en una cátedra o en unos estrados?, que es como decirte, si no eres sacerdote o abogado. Supón también que te dedicas al estudio de las lenguas, ya vivas, ya muertas, y que sabes con primor el idioma griego, el hebreo, el francés, el inglés, el italiano y otros, esto solo no te proporcionará subsistir.

Pero con más eficacia te apartara yo de la poesía, si la quisieras emprender como arbitrio; porque el trato con las musas es tan encantador como infructuoso. Comúnmente cuando   —97→   alguno está muy pobre dice que está haciendo versos. Parece que estas voces poeta y pobre son sinónimas, o que el tener la habilidad de poetizar es un anatema para perecer. Algunos familiares del Pindo han logrado labrar su fortuna por su numen, pero han sido pocos en realidad. Virgilio fue uno de ellos, que fue protegido de Augusto; pero no se hallan fácilmente Augustos ni Mecenas que patrocinen Virgilios; antes muchos otros que han tenido las dos circunstancias que Horacio requiere para la poesía, que son numen y arte, han pedido limosna cuando se han atenido a esta habilidad, y otros más prudentes se han apartado de ella, mirándola como un comercio pernicioso a su mejor colocación; tal fue don Esteban Manuel Villegas, cuyas Eróticas tenemos. Por esto te aconsejo en esta parte con las mismas palabras de Bocángel.


Si hicieres versos, haz pocos,
por más que te asista el genio,
que aunque te lo aplauda el gusto
ha de reñirlo el talento.

Que es como decirte: aunque tengas gusto de hacer versos, aunque éstos sean buenos y te los celebren, haz pocos, no te embeleses ni te distraigas en este ejercicio, de suerte que no hagas otra cosa; porque entonces, si no eres rico, ha de reñirlo el talento, pues la bolsa lo ha de sentir, y la moneda andará reñida contigo como con casi todos los poetas. El padre del gran Ovidio le decía que no se dedicara a las Musas, poniéndole por causal la pobreza que se podía esperar de ellas, pues le acordaba que Homero siendo tan celebrado poeta murió pobre. Nullas reliquit opes.

No es esto decirte que son inútiles la poesía y las demás ciencias que te he dicho; antes muchas de ellas son no sólo útiles, sino necesarias a ciertos profesores. Por ejemplo, la dialéctica,   —98→   la retórica y la historia eclesiástica, son necesariasísimas al teólogo; la química, botánica y toda la física es también precisa para el médico; la lógica, la oratoria y la erudición en la historia profana, son también no sólo adornos, sino báculos forzosos para el que quiera ser buen abogado. Últimamente, el estudio de las lenguas ministra a los literatos una exquisita y copiosa erudición en sus respectivas facultades, que no se logra sino bebiéndose en las fuentes originales, y la dulce poesía les sirve como de sainete o refrigerio que les endulza y alegra el espíritu fatigado con la prolija atención con que se dedican a los asuntos serios y fastidiosos; pero estos estudios considerados con separación de las principales facultades, (si se deben separar) sólo serán un mero adorno, podrán dar de comer alguna vez, pero no siempre, a la menos en América, donde faltan proporción, estímulos y premios para dedicarse a las ciencias.

Con que de todo esto sacamos en conclusión, que un pobre como tú que sigue la carrera de las letras para tener con qué subsistir, se ve en necesidad de ser o sacerdote teólogo o canonista; o siendo secular, médico o abogado; y así, ya puedes elegir el género de estudio que te agrade, advirtiendo antes que en el acierto de la elección consistirá la buena fortuna que te hará feliz en el discurso de tu vida.

Yo no exijo de ti una resolución violenta ni despremeditada. No, hijo mío, ésta no es puñalada de cobarde. Ocho días te doy de plazo para que lo pienses bien. Si tienes algunos amigos sabios y virtuosos, comunícales las dudas que te ocurran, aconséjate con ellos, aprovéchate de sus lecciones, y sobre todo, consúltate a ti mismo, examina tu talento e inclinación, y después que hagas estas diligencias, resolverás con prudencia la carrera literaria que pienses abrazar. En inteligencia, que si de tus consultas y examen deduces que no serás buen letrado ni sacerdote, ni secular, no te apures ni te   —99→   avergüences de decírmelo, que por la gracia de Dios, yo no soy un padre ridículo, que he de incomodarme porque me participes el desengaño que saques por fruto de tus reflexiones. No, Pedro mío, dime, dime con toda franqueza tu nuevo modo de pensar; yo te puse el arte de Nebrija en la mano, por contemporizar con tu madre, mas ahora que ya eres grande, quiero contemporizar contigo, porque tú eres el héroe de esta escena, tú eres el más interesado en tu logro, y así tu inclinación y tu aptitud para esto o para aquello, se debe consultar, y no la de tu madre ni la mía.

No soy yo de los padres que quieren que sus hijos sean clérigos, frailes, doctores o licenciados, aun cuando son ineptos para ello o les repugna tal profesión. No, yo bien sé que lo que importa es que los hijos no se queden flojos y haraganes, que se dediquen a ser útiles a sí y al estado, sin sobrecargar la sociedad contándose entre los vagos, y que esto no solamente las ciencias lo facilitan, también hay artes liberales y ejercicios mecánicos con que adquirir el pan honradamente.

Y así, hijo mío, si no te agradan las letras, si te parece muy escabroso el camino para llegar a ellas, o si penetras que por más que te apliques has de avanzar muy poco, viniendo a serte infructuoso el trabajo que impendas en instruirte, no te aflijas, te repito. En ese caso tiende la vista por la pintura, o por la música; o bien por el oficio que te acomode. Sobran en el mundo sastres, plateros, tejedores, herreros, carpinteros, bateojas, carroceros, canteros y aun zurradores y zapateros que se mantienen con el trabajo de sus manos. Dime, pues, qué cosa quieres ser, a qué oficio tienes inclinación, y en qué giro te parece que lograrás una honrada subsistencia; y créeme que con mucho gusto haré por que lo aprendas, y te fomentaré mientras Dios me diere vida; entendido que no hay oficio vil en las manos de un hombre de bien, ni arte más ruin, oficio u ejercicio más abominable que no tener arte, oficio ni   —100→   ejercicio alguno en el mundo. Sí, Pedro, el ser ocioso e inútil es el peor destino que puede tener el hombre; porque la necesidad de subsistir y el no saber cómo ni de qué, lo ponen como con la mano en la puerta de los vicios más vergonzosos, y por eso vemos tantos drogueros, tantos rufianes de sus mismas hijas y mujeres, y tantos ladrones; y por esta causa también se han visto y se ven tan pobladas las cárceles, los presidios, las galeras y las horcas.

Así pues, hijo mío, consulta tu genio e inclinación con espacio, para abrazar éste o el otro modo con que juzgues prudentemente que subsistirás los días que el cielo te conceda, sin hacerte odioso ni gravoso a los demás hombres tus hermanos, a quienes debes ser benéfico en cuanto puedas, que esto exige la legítima sociedad en que vivimos.

Pero también debes advertir que aunque tú has de ser el juez que te examine, por la misma razón has de ser muy recto sin dejarte gobernar por la lisonja, pues entonces perderás el tiempo, tus especulaciones serán vanas, y te engañarás a ti mismo, si no pruebas tu capacidad y analizas tu genio como si fuera el de un extraño, y sin hacerte el más mínimo favor. El gran Horacio aconseja en su Arte Poética a los escritores que para escribir elijan aquella materia que sea más conforme a sus fuerzas, y vean el peso que puedan tolerar sus hombros, y el que resistan.

Pues es cierto que si las fuerzas exceden a la carga, ésta se sobrellevará; mas si la carga es mayor que las fuerzas, rendirá al hombre, quien vergonzosamente caerá bajo su peso.

Es una verdad que se introduce sin violencia dentro de nuestros corazones, que no todos lo podemos todo; pero la lástima es que aunque conocemos su evidencia, la conocemos respecto de los demás; mas no respecto de nosotros mismos. Cuando alguno emprende hacer esto o aquello y le sale mal, luego decimos: ¡Oh!, pues si se mete a lo que no entiende, ¿no es preciso   —101→   que yerre? Pero cuando nosotros emprendemos, creemos que somos capaces de salirnos con la nuestra, ¿y si erramos? ¡Oh!, entonces nos sobran mil disculpas a nuestro favor para cubrirnos de las notas de imperitos o atolondrados.

Por esto no me cansaré de repetirte, hijo mío, que antes de abrazar esta o la otra facultad literaria, esta o aquella profesión mecánica, etc., lo pienses bien, veas si eres o no a propósito para ello; pues aun cuando te sobre inclinación, si te falta talento, errarás lo que emprendas sin ambas cosas, y te expondrás a ser objeto de la más severa crítica.

Cicerón fue el depósito de la elocuencia romana; tenía inclinación a la poesía, pero no aquel talento propio para ella que llaman estro, lo que fue causa de que cometiese una ridícula cacofonía, o mal sonido de palabras en aquel verso que censuró con otros Quintiliano.

O fortunatam natam me consule Romam.

Y Juvenal dijo que si las Filípicas con que irritó el ánimo de Antonio las hubiera dicho con tan mala poesía, nunca hubiera muerto degollado.

El célebre Cervantes fue un grande ingenio, pero desgraciado poeta; sus escritos en prosa le granjearon una fama inmortal (aunque en esto de pesetas, murió pidiendo limosna. Al fin fue de nuestros escritores); pero de sus versos, especialmente de sus comedias, no hay quien se acuerde. Su grande obra del Quijote no le sirvió de parco para que no lo acribillaran por mal poeta, a lo menos Villegas en su séptima elegía dice hablando con su amigo:


Irás del Helicón a la conquista
mejor que el mal poeta de Cervantes,
donde no le valdrá ser Quijotista.

Este par de ejemplitos te asegurará de las verdades que te   —102→   he dicho. Conque anda, hijo, piénsalas bien, y resuelve que es lo que has de ser en el mundo; porque el fin es que no te quedes vago y sin arbitrio.»

Fuese mi padre y yo me quedé como tonto en vísperas; porque no percibía entonces toda la solidez de su doctrina. Sin embargo, conocí bien que su merced quería que yo eligiera un oficio o profesión que me diera de comer toda la vida; mas no me aproveché de este conocimiento.

En los siete días de los ocho concedidos de plazo para que resolviera, no me acordé sino de visitar a los amigos y pasear, como lo tenía de costumbre, apadrinado del consentimiento de mi cándida madre; pero en el octavo me dio mi padre un recordoncito, diciéndome: «Pedrillo, ya sabrás bien lo que has de decir esta noche acerca de lo que te pregunté hoy hace ocho días.» Al momento me acordé de la cita, y fui a buscar un amigo con quien consultar mi negocio.

En efecto lo hallé; pero ¡qué amigo!, como todos los que yo tenía, y los que regularmente tienen los muchachos desbaratados, como yo era entonces. Llamábase este amigo Martín Pelayo, y era un bicho punto menos maleta, que Juan Largo. Su edad sería de diez y nueve a veinte años, jugadorcillo más que Birjan, enamorado más que Cupido, más bailador que Batilo; más tonto que yo, y más zángano que el mayor de la mejor colmena. A pesar de estas nulidades, estaba estudiando para padre, según decía, con tanta vocación en aquel tiempo para ser sacerdote como la que yo tenía para verdugo; sin embargo, ya estaba tonsurado y vestía los hábitos clericales, porque sus padres lo habían encajado al estado eclesiástico a fuerza, lo mismo que se encaja un clavo en la pared a martillazos, y esto lo hicieron por no perder el rédito de un par de capellanías gruesas que había heredado. ¡Qué mal estoy, y estaré toda mi vida con los mayorazgos y las capellanías heredadas!

Pero de cualquier modo, éste fue el eximio doctor, el hombre   —103→   proyecto, y el sabio virtuoso que yo elegí para consultar mi negocio, y ya ustedes verán que bien cumpliría, con las buenas intenciones de mi padre. Así salió ello.

Luego que yo le informé de mis dudas y le dije algo de lo que mi padre me predicó, se echó a reír y me dijo: eso no se pregunta. Estudia para clérigo como yo, que es la mejor carrera, y cierra los ojos. Mira: un clérigo es bien visto en todas partes, todos lo veneran y respetan aunque sea un tonto, y le disimulan sus defectos; nadie se atreve a motejarlos ni contradecirlos en nada; tiene lugar en el mejor baile, en el mejor juego, y hasta en los estrados de las señoras no parece despreciable; y por último, jamás le falta un peso, aunque sea de una misa mal dicha en una carrera. Conque así estudia para clérigo y no seas bobo. Mira tú: el otro día, en cierta casa de juego se me antojó no perder un albur, a pesar de que vino el as contrario delante de mi carta, y me afiancé con la apuesta, esto es, con el dinero mío y con el ajeno. El dueño reclamaba y porfiaba con razón que era suyo; pero yo grité, me encolericé, juré, me cogí el dinero y me salí a la calle, sin que hubiera uno que me dijera esta boca es mía, porque el que menos, me juzgaba diácono, y ya tú ves que si este lance me hubiera sucedido siendo médico o abogado secular, o me salgo sin blanca, o se arma una campaña de que tal vez no hubiera sacado las costillas en su lugar. Conque otra vez te digo, que estudies para clérigo y no pienses en otra cosa.

Yo le respondí: todo eso me gusta y me convence demasiado; pero mi padre me ha dicho que es preciso que estudie teología, cánones, leyes o medicina; y yo, la verdad, no me juzgo con talentos suficientes para eso. No seas majadero, me respondió Pelayo. No es menester tanto estudio ni tanto trabajo para ser clérigo, ¿tienes capellanía? No tengo, le respondí. Pues no le hace, prosiguió él, ordénate a título de idioma; ello es malo, porque los pobres vicarios son unos criados de los curas,   —104→   y tales hay que les hacen hasta la cama; pero esto es poco, respecto a las ventajas que se logran, y por lo que toca a lo que dice tu padre de que es necesario que estudies teología o cánones para ser clérigo, no lo creas. Con que estudies unas cuantas definiciones del Ferrer o de Lárraga, te sobra; y si estudiares algo de Cliquet, o del curso Salmaticense, ¡oh!, entonces ya serás un teólogo moralista consumado, y serás un Séneca para el confesonario, y un Cicerón para el púlpito, pues podrás resolver los casos de conciencia más arduos que hayan ocurrido y puedan ocurrir, y predicarás con más séquito que los Masillones y Burdalúes, que fueron unos grandes oradores, según me dice mi catedrático, que yo no los conozco ni por el forro.

Pero hombre, la verdad, le dije, yo creo que no soy bueno para sacerdote, porque me gustan mucho las mujeres, y según eso, pienso que soy mejor para casado. Perico, ¡qué tonto eres!, me contestó Pelayo. ¿No ves que ésas son tentaciones del demonio para apartarte de un estado tan santo? ¿Tú crees que sólo siendo eclesiástico podrás pecar por este rumbo? No amigo, también los seculares y aun los casados pecan por el mismo. A más de que ¿qué cosa...? Pero no quiero abrirte los ojos en esta materia. Ordénate, hombre, ordénate y quítate de ruidos, que después, tú me darás las gracias por el buen consejo.

Despedime de mi amigo, y me fui para casa, resuelto a ser clérigo, topara en lo que topara; porque me hallaba muy bien con la lisonjera pintura que me había hecho Martín del estado.

Llegó la noche, y mi buen padre, que no se descuidaba en mi provecho, me llamó a su gabinete y me dijo: Hoy se cumple el plazo, hijo mío, que te di para que consultaras y resolvieras sobre la carrera de las ciencias o de las artes que te acomode, para dedicarte a ellas desde luego; porque no quiero   —105→   que estés perdiendo tanto tiempo. Dime, pues, ¿qué has pensado y qué has resuelto? Yo, señor, le respondí, he pensado ser clérigo. Muy bien me parece, me dijo mi padre; pero no tienes capellanía, y en este caso, es menester que estudies algún idioma de los indios, como mexicano, otomí, tarasco, matzagua u otro para que te destines de vicario y administres a aquellos pobres los santos sacramentos en los pueblos. ¿Estás entendido en esto? Sí señor, le respondí, porque me costaba poco trabajo decir que sí; no porque sabía yo cuáles eran las obligaciones de un vicario.

Pues ahora es menester que también sepas, añadió mi padre, que debes ir sin réplica a donde te mandare tu prelado, aunque sea al peor pueblo de tierra caliente, aunque no te guste o sea perjudicial a tu salud; pues mientras más trabajos pases en la carrera de vicario, tantos mayores méritos contraerás para ser cura algún día.

En los pueblos que te digo hay mucho calor y poca o ninguna sociedad, si no es con indios mazorrales. Allí tendrás que sufrir a caballo y a todas horas en las confesiones, soles ardientes, fuertes aguaceros, y continuas desveladas o vigilias. Batallarás sin cesar con los alacranes, turicatas, tlalages, pinolillo, garrapatas, gegenes, zancudos, y otros insectos venenosos de esta clase, que te beberán la sangre en poco tiempo. Será un milagro que no pases tu trinquetada de tercianas que llaman fríos, a los que sigue después ordinariamente una tiricia consumidora; y en medio de estos trabajos, si encuentras con un cura tétrico, necio y regañón, tendrás un vasto campo donde ejercitar la paciencia; y si topas con uno flojo y regalón, cargará sobre ti todo el trabajo, siendo para él lo pingüe de los emolumentos. Conque esto es ser sacerdote y ordenarse a título de idioma o administración. ¿Te gusta? Sí señor, le respondí de cumplimiento, pues a la verdad no dejó de resfriar mi ánimo el detall que me había hecho de los trabajos y mala   —106→   vida que suelen pasar los vicarios; pero yo decía entre mí ¿qué luego ha de dar en un ojo? ¿Luego he de ir a tener a tierra caliente, a un pueblo ruin? ¿Luego ha de haber alacranes, moscas, ni esos otros salvajes que me dice mi padre? ¿Luego me han de dar los fríos, o los curas a quienes sirva han de ser todos flojos o regañones? Quizá no será así, sino que hallaré un buen pueblo y cura, y entonces pasearé bien, tendré dinero, y dentro de un par de años lograré un curato riquillo, y descansando yo en mis vicarios, ya me podré tender boca arriba, y raparme una videta de ángeles.

Estas cuentas estuve yo haciendo a mis solas, mientras mi padre fue a la puerta para enviar una criada a traer tabaco. Volvió su merced, se sentó y continuó su conversación de este modo.

Conque, Pedrillo, supuesta la resolución que tienes de ordenarte, ¿qué quieres estudiar? ¿Cánones o teología? Yo me sorprendí, porque cuanto me agradaba tener dinero rascándome la barriga hecho un flojo, tanto así me repugnaba el estudio y todo género de trabajo.

Quedeme callado un corto rato, y mi padre advirtiendo mi turbación, me dijo: cuando resolviste dedicarte a la iglesia, ya previniste la clase de estudios que habías de abrazar, y así no debes detener la respuesta. ¿Qué, pues, estudias? ¿Cánones o teología? Yo muy fruncido le respondí: señor, la verdad, ninguna de esas dos facultades me gusta, porque yo creo que no las he de poder aprender, porque son muy difíciles; lo que quiero estudiar es moral, pues me dicen que para ser vicario, o cuando más un triste cura, con eso sobra.

Levantose mi padre al oír esto algo amohinado, y paseándose en la sala decía: ¡Vea usted! Estas opiniones erróneas son las que pervierten a los muchachos. Así pierden el amor a las ciencias, así se extravían y se abandonan, así se empapan en unas ideas las más mezquinas, y abrazan la carrera eclesiástica   —107→   porque les parece la más fácil de aprender, la más socorrida y la que necesita menos ciencia. De facto, estudian cuatro definiciones y cuatro casos los más comunes del moral, se encajan a un sínodo, y si en él aciertan por casual, se hacen presbíteros en un instante, y aumentan el número de los idiotas con descrédito de todo el estado. Y encarándose a mí, me dijo: en efecto, hijo, yo conozco varios vicarios imbuidos en la detestable máxima que te han inspirado de que no es menester saber mucho para ser sacerdotes, y he visto por desgracia, que algunos han soltado el acocote para tomar el cáliz, o se han desnudado la pechera de arrieros para vestirse la casulla, se han echado con las petacas y se han metido a lo que no eran llamados; pero no creas tú, Pedro, que una mal mascada gramática y un mal digerido moral bastan, como piensas, para ser buenos sacerdotes y ejercer dignamente el terrible cargo de cura de las almas.

Muy bien sé que hubo tiempos en que (como nos refiere el abate Andrés en su historia de la literatura) decayeron las ciencias en la Europa en tanto grado, que el que sabía leer y escribir tenía cuanto necesitaba para ser sacerdote, y si por fortuna sabía algo del canto llano, entonces pasaba plaza de doctor; pero ¿quién duda que la Santa Iglesia no se afligiría por esta tan general ignorancia, y que condescendería con la ineptitud de estos ministros por la oscuridad del siglo, por la inopia de sujetos idóneos, y porque el pueblo no careciera del pasto espiritual; y así a trueque de que sus hijos no perecieran de hambre, teniendo por la gracia de Jesucristo el pan tan abundante, tenía que fiar con dolor su repartimiento a unas manos groseras, y que encomendar, a más no poder, la administración de la Viña del Señor a unos operarios imperitos?

Pero así como en aquel tiempo hubiera sido un error grosero decir que sobra con saber leer para hacerse alguno digno de los sagrados órdenes, por más que así sucediera; de la misma   —108→   manera lo es hoy asegurar que para obtener tan alta dignidad sobra con una poca de gramática y otro poco de moral, por más que muchos no tengan más ciencias cuando se ordenan; pues tenemos evidentes testimonios de que la iglesia lo tolera, mas no lo quiere.

Todo lo contrario, siempre ha deseado que los ministros del altar estén plenamente dotados de ciencia y virtud. El sagrado Concilio de Trento manda: «que los ordenados sepan la lengua latina, que estén instruidos en las letras; desea que crezca en ellos con la edad el mérito y la mayor instrucción; manda que sean idóneos para administrar los sacramentos y enseñar al pueblo, y por último, mandó establecer los seminarios donde siempre haya un número de jóvenes que se instruyan en la disciplina, eclesiástica, los que quiere que aprendan gramática, canto, cómputo eclesiástico, y otras facultades útiles y honestas; que tomen de memoria la sagrada escritura, los libros eclesiásticos, homilías de los santos, y las fórmulas de administrar los sacramentos, en especial lo que conduce a oír las confesiones, y las de los demás ritos y ceremonias. De suerte que estos colegios sean unos perennes planteles de ministros de Dios.» Ses. 23 cap. 11, 13, 14 y 18.

Conque ya ves, hijo mío, como la Santa Iglesia quiere, y siempre ha querido, que sus ministros estén dotados de la mayor sabiduría, y justamente; porque ¿tú sabes qué cosa es y debe ser un sacerdote? Seguramente que no. Pues oye: un sacerdote es un sabio de la ley, un doctor de la fe, la sal de la tierra y la luz del mundo. Mira ahora si desempeñará estos títulos, o los merecerá siquiera, el que se contenta con saber gramática y la moral a medias, y mira si para obtener dignamente una dignidad, que pide tanta ciencia, bastará o sobrará con tan poco, y esto suponiendo que se sepa bien. ¿Qué será ordenándose con una gramática mal mascada y una moral mal aprendida?

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Por otra parte, cuando vemos tantos sacerdotes sabios y virtuosos que ya viejos, enfermos y cansados, con las cabezas trémulas y blancas, en fuerza de la edad y del estudio, aún no dejan los libros de las manos, aún no comprehenden bastante los arcanos de la teología, aún se oscurecen a su penetración muchos lugares de la sagrada Biblia, aún se confiesan siempre discípulos de los santos padres y doctores de la iglesia, y se conocen indignos del sagrado carácter que los condecora, ¿qué juicio haremos de la alta dignidad del sacerdocio? ¿Y cómo no nos convenceremos del gran fondo de santidad y sabiduría que requiere un estado tan sublime en los que sean sus individuos?

Y si después de estas serias consideraciones, tendemos la vista por el oriente opuesto, y vemos cuán tranquilos y satisfechos se introducen al Sancta Sanctorum muchos jovencitos con cuatro manotadas que le han dado a Nebrija y otras tantas al padre Lárraga. Si vemos que algunos, apenas se ordenan de presbíteros, cuando se despiden no sólo de estos dos pobres libros, sino quizá y sin quizá hasta del breviario. Y por último, si damos un paso fuera de la capital, y ciudades donde residen los diocesanos y cabildos, y vemos por esos pueblos de Dios, lances de ignorancia escandalosos y aun increíbles34, y   —110→   si escuchamos en esos púlpitos sandeces y majaderías que no están escritas, ¿qué juicios nos hemos de formar de estos ministros? ¿Cuál de su virtud? ¿Y cuál de lo recto de la administración espiritual de los infelices pueblos encargados a su custodia? ¡Oh!, que para referir los daños de que son causa, sería preciso decir lo que Eneas a Dido al contarle las desgracias de Troya. ¿Quién reprimirá las lágrimas al referir tales cosas?

Aquí sacó mi padre su reloj y me dijo: ha sido larga la conferencia de esta noche; mas aún no te he dicho todo cuanto necesitas sobre un asunto tan interesante; sin embargo, lo dejaremos pendiente para mañana, porque ya son las diez, y tu madre nos espera para cenar. Vámonos.