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El Periquillo Sarniento

Tomo III

José Joaquín Fernández de Lizardi



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...Nadie crea que es suyo el retrato, sino que hay muchos diablos que se parecen unos a otros. El que se hallare tiznado, procure lavarse, que esto le importa más que hacer crítica y examen de mi pensamiento, de mi locución, de mi idea, o de los demás defectos de la obra.


TORRES VILLARROEL en su prólogo de la Barca de Aqueronte.                




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ArribaAbajoVida y hechos de Periquillo Sarniento

Escrita por él para sus hijos



ArribaAbajoCapítulo I

En el que refiere Periquillo cómo se acomodó con el doctor Purgante, lo que aprendió a su lado, el robo que le hizo, su fuga y las aventuras que le pasaron en Tula, donde se fingió médico


Ninguno diga quién es, sus obras lo dirán. Este proloquio es tan antiguo como cierto, todo el mundo está convencido de su infalibilidad; y así ¿que tengo yo que ponderar mis malos procederes cuando con referirlos se ponderan? Lo que apeteciera, hijos míos, sería que no leyerais mi vida como quien lee una novela, sino que pararais la consideración más allá de la cáscara de los hechos, advirtiendo los tristes resultados de la holgazanería, inutilidad, inconstancia y demás vicios que me afectaron; haciendo análisis de los extraviados sucesos de mi vida, indagando sus causas, temiendo sus consecuencias, y desechando los errores vulgares que veis adoptados por mí y por otros; empapándoos en las sólidas máximas   —4→   de la sana y cristiana moral que os presentan a la vista mis reflexiones; y, en una palabra, desearía que penetrarais en todas sus partes la sustancia de la obra, que os divirtierais con lo ridículo, que conocierais el error y el abuso para no imitar el uno ni abrazar el otro, y que donde hallarais algún hecho virtuoso os enamorarais de su dulce fuerza y procurarais imitarlo. Esto es deciros, hijos míos, que deseara que de la lectura de mi vida sacarais tres frutos, dos principales, y uno accesorio. Amor a la virtud, aborrecimiento al vicio y diversión. Éste es mi deseo, y por esto, más que por otra cosa, me tomo la molestia de escribiros mis más escondidos crímenes y defectos; si no lo consiguiere, moriré al menos con el consuelo de que mis intenciones son laudables. Basta de digresiones que está el papel caro.

Quedamos en que fui a ver al doctor Purgante, y en efecto lo hallé una tarde después de siesta en su estudio sentado en una silla poltrona con un libro delante y la caja de polvos a un lado. Era este sujeto alto, flaco de cara y piernas, y abultado de panza, trigueño y muy cejudo, ojos verdes, nariz de caballete, boca grande y despoblada de dientes, calvo, por cuya razón usaba en la calle peluquín con bucles. Su vestido cuando lo fui a ver era una bata hasta los pies, de aquellas que llamaban de quimones, llena de flores y ramaje, y un gran birrete muy tieso de almidón y relumbroso de la plancha.

Luego que entré me conoció y me dijo: ¡oh, Periquillo, hijo!, ¿por qué extraños horizontes has venido a visitar este Tugurio? No me hizo fuerza su estilo porque ya sabía yo que era muy pedante, y así le iba a relatar mi aventura con intención de mentir en lo que me pareciera; pero el doctor me interrumpió diciéndome: ya, ya sé la turbulenta catástrofe que te pasó con tu amo el farmacéutico. En efecto, Perico, tú ibas a despachar en un instante al pacato paciente del lecho al féretro improvisamente, con el trueque del arsénico por la magnesia. Es   —5→   cierto que tu mano trémula y atolondrada tuvo mucha parte de la culpa, mas no la tiene menos tu preceptor el fármaco, y todo fue por seguir su capricho. Yo le documenté que todas estas drogas nocivas y venenáticas las encubriera bajo una llave bien segura que sólo tuviera el oficial más diestro, y con esta asidua diferencia se evitarían estos equívocos mortales; pero, a pesar de mis insinuaciones, no me respondía más sino que eso era particularizarse e ir contra la secuela de los fármacos, sin advertir que «es propio del sabio mudar de parecer», sapientis est mutare consilium, y que «la costumbre es otra naturaleza», consuetudo est altera natura1. Allá se lo haya. Pero dime, ¿qué te has hecho tanto tiempo? Porque si no han fallado las noticias que en alas de la fama han penetrado mis aurículas, ya días hace que te lanzaste a la calle de la oficina de Esculapio.

Es verdad, señor, le dije, pero no había venido de vergüenza, y me ha pesado, porque en estos días he vendido para comer mi capote, chupa y pañuelo. ¡Qué estulticia!, exclamó el doctor, la verecundia es «muy buena», optime bona, cuando la origina crimen de cogitato; mas no cuando se comete involunrie, pues si en aquel hic et nunc, esto es, «en aquel acto», supiera el individuo que hacía mal, absque dubio (sin duda) se abstendría de cometerlo. En fin, hijo carísimo, ¿tú quieres quedarte en mi servicio y ser mi consodal in perpetuum, «para siempre»? Sí, señor, le respondí. Pues bien. En esta domo (casa) tendrás «desde luego, o en primer lugar», in primis el panem nostrum   —6→   quotidianum , «el pan de cada día»; «a más de esto», aliunde, lo potable necesario; tertio, la cama sic vel sic, «según se proporcione»; quarto, los tegumentos exteriores heterogéneos de tu materia física; quinto, asegurada la parte de la higiene que apetecer puedes, pues aquí se tiene mucho cuidado con la dieta y con la observancia de las seis cosas naturales y de las seis no naturales prescritas por los hombres más luminosos de la facultad médica; sexto, beberás la ciencia de Apolo ex ore meo, ex visu tuo y ex bibliotheca nostra, «de mi boca, de tu vista y de esta librería»; «por último», postremo, contarás cada mes para tus surrupios o para quodcumque vellis, esto es, «para tus cigarros o lo que se te antoje», quinientos cuarenta y cuatro maravedís limpios de polvo y paja, siendo tu obligación solamente hacer los mandamientos de la señora mi hermana; observar modo naturalistarum, «al modo de los naturalistas», cuándo estén las aves gallináceas para oviparar y recoger los albos huevos, o por mejor decir, los pollos «por ser», o in fieri; servir las viandas a la mesa, y, finalmente, y lo que más te encargo, cuidar de la refacción ordinaria y puridad de mi mula, a quien deberás atender y servir con más prolijidad que a mi persona.

He aquí, ¡oh, caro Perico!, todas tus obligaciones y comodidades en sinopsim o «compendio». Yo, cuando te invité con mi pobre tugurio y consorcio, tenía el deliberado ánimo de poner un laboratorio de química y botánica; pero los continuos desembolsos que he sufrido me han reducido a la «pobreza», ad inopiam, y me han frustrado mis primordiales designios; sin embargo, te cumplo la palabra de admisión, y tus servicios los retribuiré justamente, porque dignus est operarius mercede sua, «el que trabaja es digno de la paga».

Yo, aunque muchos terminotes no entendí, conocí que me quería para criado entre de escalera abajo y de arriba; advertí que mi trabajo no era demasiado, que la conveniencia no podía ser mejor, y que yo estaba en el caso de admitir cosa   —7→   menos; pero no podía comprender a cuánto llegaba mi salario, por lo que le pregunté que por fin ¿cuánto ganaba cada mes? A lo que el doctorote, como enfadándose, me respondió: ¿Ya no te dije claris verbis, «con claridad», que disfrutarías quinientos cuarenta y cuatro maravedís? Pero señor, insté yo, ¿cuánto montan en dinero efectivo quinientos cuarenta y cuatro maravedís? Porque a mí me parece que no merece mi trabajo tanto dinero. Sí merece, stultisime famule, «mozo atontadísimo», pues no importan esos centenares más que dos pesos.

Pues bien, señor doctor, le dije, no es menester incomodarse; ya sé que tengo dos pesos de salario, y me doy por muy contento sólo por estar en compañía de un caballero tan sapiente como usted, de quien sacaré más provecho con sus lecciones que no con los polvos y mantecas de don Nicolás.

Y como que sí, dijo el señor Purgante, pues yo te abriré, como te apliques, los palacios de Minerva, y será esto premio superabundante a tus servicios, pues sólo con mi doctrina conservarás tu salud luengos años, y acaso, acaso te contraerás algunos intereses y estimaciones.

Quedamos corrientes desde ese instante, y comencé a cuidar de lisonjearlo, igualmente que a su señora hermana, que era una vieja, beata Rosa, tan ridícula como mi amo, y aunque yo quisiera lisonjear a Manuelita, que era una muchachilla de catorce años, sobrina de los dos y bonita como una plata, no podía, porque la vieja condenada la cuidaba más que si fuera de oro, y muy bien hecho.

Siete u ocho meses permanecí con mi viejo, cumpliendo con mis obligaciones perfectamente, esto es, sirviendo la mesa, mirando cuándo ponían las gallinas, cuidando la mula y haciendo los mandados. La vieja y el hermano me tenían por un santo, porque en las horas que no tenía qué hacer me estaba en el estudio, según las sólitas concedidas, mirando las estampas anatómicas del Porras, del Willis y otras, y entreteniéndome de cuando en cuando con leer los aforismos de Hipócrates, algo   —8→   de Boerhaave y de Van Swieten; el Etmulero, el Tissot, el Buchan, el tratado de Tabardillos por Amar, el compendio anatómico de Juan de Dios López, la cirugía de Lafaye, el Lázaro Riverio y otros libros antiguos y modernos, según me venía la gana de sacarlos de los estantes.

Esto, las observaciones que yo hacía de los remedios que mi amo recetaba a los enfermos pobres que iban a verlo a su casa, que siempre eran a poco más o menos, pues llevaba como regla el trillado refrán de como te pagan vas, y las lecciones verbales que me daba, me hicieron creer que yo ya sabía medicina, y un día que me riñó ásperamente y aun me quiso dar de palos porque se me olvidó darle de comer a la mula, prometí vengarme de él y mudar de fortuna de una vez.

Con esta resolución esa misma noche le di a la doña mula ración doble de maíz y cebada, y, cuando estaba toda la casa en lo más pesado de su sueño, la ensillé con todos sus arneses, sin olvidarme de la gualdrapa; hice un lío en el que escondí catorce libros, unos truncos, otros en latín y otros en castellano, porque yo pensaba que a los médicos y a los abogados los suelen acreditar los muchos libros, aunque no sirvan o no los entiendan; guardé en el dicho maletón la capa de golilla y la golilla misma de mi amo, juntamente con una peluca vieja de pita, un formulario de recetas y, lo más importante, sus títulos de bachiller en medicina y la carta de examen, cuyos documentos los hice míos a favor de una navajita y un poquito de limón con lo que raspé y borré lo bastante para mudar los nombres y las fechas.

No se me olvidó habilitarme de monedas, pues, aunque en todo el tiempo que estuve en la casa no me habían pagado nada de salario, yo sabía en dónde tenía la señora hermana una alcancía en la que rehundía lo que cercenaba del gasto; y acordándome de aquello de que quien roba al ladrón, etc., le robé la alcancía diestramente; la abrí y vi con la mayor complacencia que tenía muy cerca de cuarenta duros, aunque para hacerlos   —9→   caber por la estrecha rendija de la alcancía los puso blandos.

Con este viático tan competente emprendí mi salida de la casa a las cuatro y media de la mañana, cerrando el zaguán y dejándoles la llave por debajo de la puerta.

A las cinco o seis del día me entré en un mesón, diciendo que en el que estaba había tenido una mohína la noche anterior y quería mudar de posada.

Como pagaba bien, se me atendía puntualmente. Hice traer café, y que se pusiera la mula en caballeriza para que almorzara harto.

En todo el día no salí del cuarto, pensando a qué pueblo dirigiría mi marcha y con quién, pues ni yo sabía caminos ni pueblos, ni era decente aparecerse un médico sin equipaje ni mozo.

En estas dudas dio la una del día, hora en que me subieron de comer, y en esta diligencia estaba cuando se acercó a la puerta un muchacho a pedir por Dios un bocadito.

Al punto que lo vi y lo oí conocí que era Andrés, el aprendiz de casa de don Agustín, muchacho, no sé si lo he dicho, como de catorce años, pero de estatura de diez y ocho. Luego luego lo hice entrar, y a pocas vueltas de la conversación me conoció, y le conté cómo era médico y trataba de irme a algún pueblecillo a buscar fortuna, porque en México había más médicos que enfermos; pero que me detenía carecer de un mozo fiel que me acompañara y que supiera de algún pueblo donde no hubiera médico.

El pobre muchacho se me ofreció y aun me rogó que lo llevara en mi compañía, que él había ido a Tepeji del Río, en donde no había médico y no era pueblo corto, y que si nos iba mal allí nos iríamos a Tula, que era pueblo más grande.

Me agradó mucho el desembarazo de Andrés, y habiéndole mandado subir qué comer, comió el pobre con bastante apetencia, y me contó cómo se estuvo escondido en un zaguán y me bio salir corriendo de la barbería y a la vieja tras de   —10→   mí con el cuchillo; que yo pasé por el mismo zaguán donde estaba, y a poco de que la vieja se metió a su casa, corrió a alcanzarme, pero que no le fue posible; y no lo dudo, ¡tal corría yo cuando me espoleaba el miedo!

Díjome también Andrés que él se fue a su casa y contó todo el pasaje; que su padrastro lo regañó y lo golpeó mucho, y después lo llevó con una corma a casa de don Agustín; que la maldita vieja, cuando vio que yo no parecía, se vengó con él levantándole tantos testimonios que se irritó el maestro demasiado y dispuso darle un novenario de azotes, como lo verificó, poniéndolo en los nueve días hecho una lástima, así por los muchos y crueles azotes que le dio, como por los ayunos que le hicieron sufrir al traspaso; que así que se vengó a su satisfacción la inicua vieja, lo puso en libertad quitándole la corma, echándole su buen sermón y concluyendo con aquello de cuidado con otra; pero que él, luego que tuvo ocasión, se huyó de la casa con ánimo de salirse de México; y para esto se andaba en los mesones pidiendo un bocadito y esperando coyuntura de marcharse con el primero que encontrase.

Acabó Andrés de contarme todo esto mientras comió, y yo le disfracé mis aventuras haciéndole creer que me había acabado de examinar en medicina; que ya le había insinuado que quería salir de esta ciudad; y así que me lo llevaría de buena gana, dándole de comer y haciéndole pasar por barbero en caso de que no lo hubiera en el pueblo de nuestra ubicación.

Pero señor, decía Andrés, todo está muy bien; pero si yo apenas sé afeitar un perro, ¿cómo me arriesgaré a meterme a lo que no entiendo? Cállate, le dije, no seas cobarde: sábete que audaces fortuna juvat, timidosque repellit... ¿Qué dice usted, señor, que no lo entiendo? Que a los atrevidos, le respondí, favorece la fortuna y a los cobardes los desecha; y así, no hay que desmayar, tú serás tan barbero en un mes que estés en mi compañía, como yo fui médico en el poco tiempo que estuve con mi maestro, a quien no sé bien cuánto le debo a esta hora.

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Admirado me escuchaba Andrés, y más lo estaba al oírme disparar mis latinajos con frecuencia, pues no sabía que lo mejor que yo aprendí del doctor Purgante fue su pedantismo y su modo de curar, methodus medendi.

En fin, dieron las tres de la tarde y me salí con Andrés al baratillo, en donde compré un colchón, una cubierta de baqueta para envolverlo, un baúl, una chupa negra y unos calzones verdes con sus correspondientes medias negras, zapatos, sombrero, chaleco encarnado, corbatín y un capotito para mi fámulo y barbero que iba a ser, a quien también le compré seis navajas, una bacía, un espejo, cuatro ventosas, dos lancetas, un trapo para paños, unas tijeras, una jeringa grande y no sé qué otras baratijas, siendo lo más raro que en todo este ajuar apenas gasté veinte y siete o veinte y ocho pesos. Ya se deja entender que todo ello estaba como del baratillo; pero con todo eso, Andrés volvió al mesón contentísimo.

Luego que llegamos pagué al cargador y acomodamos en el baúl nuestras alhajas. En esta operación vio Andrés que mi haber en plata efectiva apenas llegaba a ocho o diez pesos. Entonces muy espantado me dijo: ¡ay, señor! ¿Y que con ese dinero nomás nos hemos de ir? Sí, Andrés, le dije, ¿pues y que no alcanza? ¿Cómo ha de alcanzar, señor? ¿Pues y quién carga el baúl y el colchón de aquí a Tepeji, o a Tula? ¿Qué comemos en el camino? ¿Y, por fin, con qué nos mantenemos allí mientras que tomamos crédito? Ese dinero orita orita se acaba, y yo no veo que usted tenga ni ropa ni alhajas, ni cosa que lo valga que empeñar.

No dejaron de ponerme en cuidado las reflexiones de Andrés; pero ya para no acobardarlo más, y ya porque me iba mucho en salir de México, pues yo tenía bien tragado que el médico me andaría buscando como una aguja (por señas que cuando fui al baratillo en un zaguán compré la mayor parte de los tiliches que dije) y temía que, si me hallaba, iba yo a dar a la cárcel, y de consiguiente a poder de Chanfaina. Por esto con   —12→   todo disimulo y pedantería le dije a Andrés: no te apures, hijo, Deus providebit2. No sé lo que usted me dice, contestó Andrés, lo que sé es que con ese dinero no hay ni para empezar.

En estas pláticas estábamos cuando a cosa de las siete de la noche en el cuarto inmediato oí ruido de voces y pesos. Mandé a Andrés que fuera a espiar qué cosa era. Él fue corriendo y volvió muy contento diciéndome: señor, señor, ¡qué bueno está el juego! ¿Pues que están jugando? Sí señor, dijo Andrés, están en el cuarto diez o doce payos jugando albures, pero ponen los chorizos de pesos.

Picome la culebra, abrí el baúl, cogí seis pesos de los diez que tenía y le di la llave a Andrés diciéndole que la guardara, y que aunque se la pidiera y me matara no me la diera, pues iba a arriesgar aquellos seis pesos solamente, y si se perdían los cuatro que quedaban, no teníamos ni con qué comer ni con qué pagar el pesebre de la mula a otro día. Andrés, un poco triste y desconfiado, tomó la llave y yo me fui a entrometer en la rueda de los tahures.

No eran éstos tan payos como yo los había menester; estaban más que medianamente instruidos en el arte de la baraja, y así fue preciso irme con tiento. Sin embargo, tuve la fortuna de ganarles cosa de veinte y cinco pesos, con los que me salí muy contento, y hallé a Andrés durmiéndose sentado.

Lo desperté y le mostré la ganancia, la que guardó muy placentero contándome cómo ya tenía el viaje dispuesto y todo corriente, porque abajo estaban unos mozos de Tula que habían traído un colegial y se iban de vacío; que con ellos había propalado el viaje, y aun se había determinado a ajustarlo en cuatro pesos, y que sólo esperaban los mozos que yo confirmara el ajuste. ¿Pues no lo he de confirmar, hijo?, le dije a Andrés. Anda y llama a esos mozos ahora mismo.

Bajó Andrés como un rayo y subió luego luego con los mozos,   —13→   con quienes quedé en que me habían de dar mula para mi avío y una bestia de silla para Andrés, todo lo que me ofrecieron, como también que habían de madrugar antes del alba, y se fueron a recoger.

A seguida mandé a mi criado que fuera a comprar una botella de aguardiente, queso, bizcochos y chorizones para otro día; y mientras que él volvía, hice subir la cena.

No me cansaba yo de complacerme en mi determinación de hacerme médico, viendo cuán bien se facilitaban todas las cosas, y al mismo tiempo daba gracias a Dios que me había proporcionado un criado tan fiel, vivo y servicial como Andresillo, quien en medio de estas contemplaciones fue entrando cargado con el repuesto.

Cenamos los dos amigablemente, echamos un buen trago y nos fuimos a acostar temprano, para madrugar despertando a buena hora.

A las cuatro de la mañana ya estaban los mozos tocándonos la puerta. Nos levantamos y desayunamos mientras que los arrieros cargaban.

Luego que se concluyó esta diligencia, pagué el gasto que habíamos hecho yo y mi mula, y nos pusimos en camino.

Yo no estaba acostumbrado a caminar, con esto me cansé pronto y no quise pasar de Cuautitlán, por más que los mozos me porfiaban que fuéramos a dormir a Tula.

Al segundo día llegamos al dicho pueblo, y yo posé o me hospedé en la casa de uno de los arrieros, que era un pobre viejo, sencillote y hombre de bien, a quien llamaban tío Bernabé, con el que me convine en pagar mi plato, el de Andrés y el de la mula, sirviéndole, por vía de gratificación, de médico de cámara para toda su familia, que eran dos viejas, una su mujer y otra su hermana, dos hijos grandes y una hija pequeña como de doce años.

El pobre admitió muy contento, y cátenme ustedes ya radicado en Tula y teniendo que mantener al maestro barbero, que   —14→   así llamaremos a Andrés, a mí y a mi macha, que, aunque no era mía, yo la nombraba por tal, bien que siempre que la miraba me parecía ver delante de mí al doctor Purgante con su gran bata y birrete parado, que lanzando fuego por los ojos me decía: pícaro, vuélveme mi mula, mi gualdrapa, mi golilla, mi peluca, mis libros, mi capa y mi dinero, que nada es tuyo. Tan cierto es, hijos míos, aquel principio de derecho natural que nos dice que en donde quiera que está la cosa clama por su dueño, Ubicumque res est, pro domino suo clamat. ¿Qué importa que el albacea se quede con la herencia de los menores porque éstos no son capaces de reclamarla? ¿Qué conque el usurero retenga los lucros? ¿Qué conque el comerciante se engrandezca con las ganancias ilícitas? ¿Ni qué conque otros muchos, valiéndose de su poder o de la ignorancia de los demás, disfruten procazmente los bienes que les usurpan? Jamás los gozarán sin zozobras, ni por más que disimulen podrán acallar su conciencia que incesantemente les gritará: esto no es tuyo, esto es mal habido; restitúyelo o perecerás eternamente.

Así me sucedía con lo que le hurté a mi pobre amo; pero como los remordimientos interiores rara vez se conocen en la cara, procuré asentar mi conducta de buen médico en aquel pueblo, prometiendo interiormente restituirle al doctor todos sus muebles en cuanto tuviera proporción. Bien que en esto no hacía yo más que ir con la corriente.

Como no se me habían olvidado aquellos principios de urbanidad que me enseñaron mis padres, a los dos días luego que descansé me informé de quiénes eran los sujetos principales del pueblo, tales como el cura y sus vicarios, el subdelegado y su director, el alcabalero, el administrador de correos, tal cual tendero y otros señores decentes; y a todos ellos envié recado con el bueno de mi patrón y Andrés, ofreciéndoles mi persona e inutilidad.

Con la mayor satisfacción recibieron todos la noticia correspondiendo   —15→   corteses mi cumplimiento, y haciéndome mis visitas de estilo, las que yo también les hice de noche vestido de ceremonia, quiero decir, con mi capa de golilla, la golilla misma y mi peluca encasquetada, porque no tenía traje mejor ni peor, siendo lo más ridículo que mis medias eran blancas, todo el vestido de color y los zapatos abotinados, con lo que parecía más bien alguacil que médico; y para realzar mejor el cuadro de mi ridiculez, hice andar conmigo a Andrés con el traje que le compré, que os acordareis que era chupa y medias negras, calzones verdes, chaleco encarnado, sombrero blanco y su capotillo azul rabón y remendado.

Ya los señores principales me habían visitado, según dije, y habían formado de mí el concepto que quisieron; pero no me había visto el común del pueblo vestido de punta en blanco ni acompañado de mi escudero; mas el domingo que me presenté en la iglesia vestido a mi modo entre médico y corchete, y Andrés entre tordo y perico, fue increíble la distracción del pueblo, y creo que nadie oyó misa por mirarnos, unos burlándose de nuestras extravagantes figuras, y otros admirándose de semejantes trajes. Lo cierto es que cuando volví a mi posada fue acompañado de una multitud de muchachos, mujeres, indios, indias y pobres rancheros que no cesaban de preguntar a Andrés ¿quiénes éramos? Y él muy mesurado les decía: este señor es mi amo, se llama el señor doctor don Pedro Sarmiento, y médico como él no lo ha parido el reino de Nueva España; y yo soy su mozo, me llamo Andrés Cascajo y soy maestro barbero, y muy capaz de afeitar a un capón, de sacarle sangre a un muerto y desquijarar a un león si trata de sacarse alguna muela.

Estas conversaciones eran a mis espaldas, porque yo a fuer de amo no iba lado a lado con Andrés, sino por delante y muy gravedoso y presumido escuchando mis elogios; pero por poco me hecho a reír a dos carrillos cuando oí los despropósitos de Andrés, y advertí la seriedad con que los decía, y la sencillez   —16→   de los muchachos y gente pobre que nos seguía colgados de la lengua de mi lacayo.

Llegamos a la casa entre la admiración de nuestra comitiva, a la que despidió el tío Bernabé con buen modo diciéndoles que ya sabían dónde vivía el señor doctor para cuando se les ofreciera. Con esto se fueron retirando todos a sus casas y nos dejaron en paz.

De los mediecillos que me sobraron compré por medio del patrón unas cuantas varas de pontiví y me hice una camisa y otra a Andrés, dándole a la vieja casi el resto para que nos dieran de comer algunos días, sin embargo del primer ajuste.

Como en los pueblos son muy noveleros, lo mismo que en las ciudades, al momento corrió por toda aquella comarca la noticia de que había médico y barbero en la cabecera, y de todas partes iban a consultarme sobre sus enfermedades.

Por fortuna los primeros que me consultaron fueron de aquellos que sanan aunque no se curen, pues les bastan los auxilios de la sabia naturaleza, y otros padecían porque o no querían o no sabían sujetarse a la dieta que les interesaba. Sea como fuere, ellos sanaron con lo que les ordené, y en cada uno labré un clarín a mi fama.

A los quince o veinte días ya yo no me entendía de enfermos, especialmente indios, los que nunca venían con las manos vacías, sino cargando gallinas, frutas, huevos, verduras, quesos y cuanto los pobres encontraban. De suerte que el tío Bernabé y sus viejas estaban contentísimos con su huésped. Yo y Andrés no estábamos tristes, pero más quisiéramos monedas, sin embargo de que Andrés estaba mejor que yo, pues los domingos desollaba indios a medio real que era una gloria, llegando a tal grado su atrevimiento que una vez se arriesgó a sangrar a uno y por accidente quedó bien. Ello es que con lo poco que había visto y el ejercicio que tuvo se le agilitó la mano en términos que un día me dijo: hora sí, señor, ya no tengo miedo, y soy capaz de afeitar al Sursum-corda.

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Volaba mi fama de día en día, pero lo que me encumbró a los cuernos de la luna fue una curación que hice (también de accidente como Andrés) con el alcabalero, para quien una noche me llamaron a toda prisa.

Fui corriendo, y encomendándome a Dios para que me sacara con bien de aquel trance, del que no sin razón pensaba que pendía mi felicidad.

Llevé conmigo a Andrés con todos sus instrumentos, encargándole en voz baja, porque no lo oyera el mozo, que no tuviera miedo como yo no lo tenía; que para el caso de matar a un enfermo lo mismo tenía que fuera indio que español, y que nadie llevaba su pelea más segura que nosotros; pues si el alcabalero sanaba, nos pagarían bien y se aseguraría nuestra fama; y si se moría, como de nuestra habilidad se podía esperar, con decir que ya estaba de Dios y que se le había llegado su hora estábamos del otro lado, sin que hubiera quien nos acusara del homicidio.

En estas pláticas llegamos a la casa, que la hallamos hecha una Babilonia, porque unos entraban, otros salían, otros lloraban y todos estaban aturdidos.

A este tiempo llegó el señor cura y el padre vicario con los santos óleos. Malo, dije a Andrés, ésta es enfermedad ejecutiva. Aquí no hay medio, o quedamos bien o quedamos mal. Vamos a ver cómo nos sale este albur.

Entramos todos juntos a la recámara y vimos al enfermo tirado boca arriba en la cama, privado de sentidos, cerrados los ojos, la boca abierta, el semblante denegrido y con todos los síntomas de un apoplético.

Luego que me vieron junto a la cama la señora su esposa y sus niñas, se rodearon de mí y me preguntaron hechas un mar de lágrimas: ¡ay, señor!, ¿qué dice usted, se muere mi padre? Yo, afectando mucha serenidad de espíritu y con una confianza de un profeta, les respondí: callen ustedes, niñas, ¡qué se ha de morir! Éstas son efervescencias del humor sanguíneo que oprimiendo   —18→   los ventrículos del corazón embargan el cerebro porque cargan con el pondus de la sangre sobre la espina medular y la trachiarteria; pero todo esto se quitará en un instante, pues si evaquatio fit, recedet pletora, «con la evacuación nos libraremos de la plétora».

Las señoras me escuchaban atónitas, y el cura no se cansaba de mirarme de hito en hito, sin duda mofándose de mis desatinos, los que interrumpió diciendo: señoras, los remedios espirituales nunca dañan ni se oponen a los temporales. Bueno será absolver a mi amigo por la bula y olearlo, y obre Dios.

Señor cura, dije yo con toda la pedantería que acostumbraba, que era tal que no parecía sino que la había aprendido con escritura, señor cura, usted dice bien, y yo no soy capaz de introducir mi hoz en mies ajena; pero venia tanti, digo que esos remedios espirituales no sólo son buenos, sino necesarios, necesitate medii y necesitate praecepti in articulo mortis3, sed sic est que no estamos en ese caso; ergo etc.

El cura, que era harto prudente e instruido, no quiso hacer alto en mis charlatanerías, y así me contestó: señor doctor, el caso en que estamos no da lugar a argumentos porque el tiempo urge; yo sé mi obligación y esto importa.

Decir esto y comenzar a absolver al enfermo y el vicario a aplicarle el santo sacramento de la unción, todo fue uno. Los dolientes, como si aquellos socorros espirituales fueran el fallo cierto de la muerte de su deudo, comenzaron a aturdir la casa a gritos; luego que los señores eclesiásticos concluyeron sus funciones, se retiraron a otra pieza cediéndome el campo y el enfermo.

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Inmediatamente me acerqué a la cama, le tomé el pulso,   —19→   miré a las vigas del techo por largo rato, después le tomé el otro pulso haciendo mil monerías como eran: arquear las cejas, arrugar la nariz, mirar al suelo, morderme los labios, mover la cabeza a uno y a otro lado y hacer cuantas mudanzas pantomímicas me parecieron oportunas para aturdir a aquellas gentes que, puestos los ojos en mí, guardaban un profundo silencio teniéndome sin duda por un segundo Hipócrates; a lo menos ésa fue mi intención, como también ponderar el gravísimo riesgo del enfermo y lo difícil de la curación, arrepentido de haberles dicho que no era cosa de cuidado.

Acabada la tocada del pulso, le miré el semblante atentamente, le hice abrir la boca con una cuchara para verle la lengua, le alcé los párpados, le toqué el vientre y los pies, e hice dos mil preguntas a los asistentes sin acabar de ordenar ninguna cosa, hasta que la señora, que ya no podía sufrir mi cachaza, me dijo: por fin, señor, qué dice usted de mi marido, ¿es de vida o de muerte?

Señora, le dije, no sé de lo que será; sólo Dios puede decir que es de vida y resurrección como lo fue Lazarum quem resucitavit a monumento foetidum4, y si lo dice, vivirá aunque esté muerto. Ego sum resurrectio et vita, qui creidit in me, etiam si mortuus fuerit, vivet5. ¡Ay, Jesús!, gritó una de las niñas, ya se murió mi padrecito.

Como ella estaba junto del enfermo, su grito fue tan extraño y doloroso y calló privada de la silla, pensamos todos que en realidad había expirado, y nos rodeamos de la cama.

El señor cura y el vicario al oír la bulla entraron corriendo y no sabían a quién atender, si al apoplético o a la histérica, pues ambos estaban privados. La señora ya medio colérica me dijo: déjese usted de latines, y vea si cura o no cura   —20→   a mi marido. ¿Para qué me dijo cuando entró que no era cosa de cuidado y me aseguró que no se moría? Yo lo hice, señora, por no afligir a usted, le dije; pero no había examinado al enfermo methodice vel juxta artis nostrae praecepta, esto es, «con método o según las reglas del arte»; pero encomiéndese usted a Dios y vamos a ver.

Primeramente que se ponga una olla grande de agua a calentar. Eso sobra, dijo la cocinera. Pues bien, maestro Andrés, continué yo, usted como buen flebotomiano dele luego luego un par de sangrías de la vena cava.

Andrés, aunque con miedo y sabiendo tanto como yo de venas cavas, le ligó los brazos y le dio dos piquetes que parecían puñaladas, con cuyo auxilio al cabo de haberse llenado dos porcelanas de sangre, cuya profusión escandalizaba a los espectadores, abrió los ojos el enfermo y comenzó a conocer a los circunstantes y a hablarles.

Inmediatamente hice que Andrés aflojara las vendas y cerrara las cisuras, lo que no costó poco trabajo, ¡tales fueron de prolongadas!

Después hice que se le untase vino blanco en el cerebro y pulsos, que se le confortara el estómago por dentro con atole de huevos y por fuera con una tortilla de los mismos, condimentada con aceite rosado, vino, culantro y cuantas porquerías se me antojaron, encargando mucho que no lo resupinaran.

¿Qué es eso de resupinar, señor doctor?, preguntó la señora; y el cura sonriéndose le dijo: que no lo tengan boca arriba. Pues tatita, por Dios, siguió la matrona, hablemos en lengua que nos entendamos como la gente.

A ese tiempo ya la niña había vuelto de su desmayo y estaba en la conversación; y luego que oyó a su madre dijo: sí, señor, mi madre dice muy bien; sepa usted que por eso me privé en denantes, porque como empezó a rezar aquello que los   —21→   padres les cantan a los muertos cuando los entierran, pensé que ya se había muerto mi padrecito y que usted le cantaba la vigilia.

Riose el cura de gana por la sencillez de la niña y los demás lo acompañaron, pues ya todos estaban contentos al ver al señor alcabalero fuera de riesgo, tomando su atole y platicando muy sereno como uno de tantos.

Le prescribí su régimen para los días sucesivos, ofreciéndome a continuar su curación hasta que estuviera enteramente bueno.

Me dieron todos las gracias, y al despedirme la señora me puso en la mano una onza de oro, que yo la juzgué peso en aquel acto, y me daba al diablo de ver mi acierto tan mal pagado; y así se lo iba diciendo a Andrés, el que me dijo: no señor, no puede ser plata, sobre que a mí me dieron cuatro pesos. En efecto, dices bien, le contesté, y acelerando el paso llegamos a la casa donde vi que era una onza de oro amarilla como un azafrán refino.

No es creíble el gusto que yo tenía con mi onza, no tanto por lo que ella valía, cuanto porque había sido el primer premio considerable de mi habilidad médica, y el acierto pasado me proporcionaba muchos créditos futuros como sucedió. Andrés también estaba muy placentero con sus cuatro duros aún más que con su destreza; pero yo, más hueco que un calabazo, le dije: ¿qué te parece, Andresillo? ¿Hay facultad más fácil de ejercitar que la medicina? No en balde dice el refrán que de médico, poeta y loco todos tenemos un poco; pues si a este poco se junta un sí es no es de estudio y aplicación, ya tenemos un médico consumado. Así lo has visto en la famosa curación que hice en el alcabalero, quien, si por mí no fuera, a la hora de ésta ya habría estacado la zalea.

En efecto, yo soy capaz de dar lecciones de medicina al mismo Galeno amasado con Hipócrates y Avicena, y tú también   —22→   las puedes dar en tu facultad al protosangrador del universo.

Andrés me escuchaba con atención, y luego que hice punto me dijo: señor, como no sea todo en su merced y en mi chiripa6, no estamos muy mal. ¿Qué llamas chiripa?, le pregunté; y él muy socarrón me respondió: pues chiripa llamo yo una cosa así como que no vuelva usted a hacer otra cura ni yo a dar otra sangría mejor. A lo menos yo por lo que hace a mí estoy seguro de que quedé bien de chiripa, que por lo que mira a su mercé no será así, sino que sabrá su obligación.

Y cómo que la sé, le dije: ¿pues y qué te parece que ésta es la primera zorra que desuello? Que me echen apopléticos a miles a ver si no los levanto «en el momento», ipso facto, y no digo apopléticos, sino lazarinos, tiñosos, gálicos, gotosos, parturientas, tabardillentos, rabiosos y cuantos enfermos hay en el mundo. Tú también lo haces con primor, pero es menester que no corras tanto los dedos ni profundices la lanceta, no sea que vayas a trasvenar a alguno, y por lo demás no tengas cuidado que tú saldrás a mi lado no digo barbero, sino médico, cirujano, químico, botánico, alquimista, y, si me das gusto y sirves bien, saldrás hasta astrólogo y nigromántico.

Dios lo haga así, dijo Andrés, para que tenga qué comer toda mi vida y para mantener mi familia, que ya estoy rabiando por casarme.

En estas pláticas nos quedamos dormidos, y al día siguiente fui a visitar a mi enfermo, que ya estaba tan aliviado que me pagó un peso y me dijo que ya no me molestara, que si se ofrecía algo me mandarían llamar; porque éste es el modito   —23→   de despedir a los médicos pegostes, o pegados en las casas por las pesetas.

Como lo pensé sucedió. Luego que se supo entre los pobres el feliz éxito del alcabalero en mis manos, comenzó el vulgo a celebrarme y recomendarme a boca llena, porque decían: pues los señores principales lo llaman, sin duda es un médico de lo que no hay. Lo mejor era que también los sujetos distinguidos se clavaron y no me escaseaban sus elogios.

Sólo el cura no me tragaba; antes decía al subdelegado, al administrador de correos, y a otros, que yo sería buen médico, pero que él no lo creía porque era muy pedante y charlatán, y quien tenía estas circunstancias, o era muy necio o muy pícaro, y de ninguna manera había que fiar de él, fuera médico, teólogo, abogado o cualquier cosa. El subdelegado se empeñaba en defenderme diciendo que era natural a cada uno explicarse con los términos de su facultad, y esto no debía llamarse pedantismo.

Yo convengo en eso, decía el cura, pero haciendo distinción de los lugares y personas con quienes se habla; porque si yo, predicando sobre la observancia del séptimo precepto, por ejemplo, repito sin explicación las voces de enfiteusis, hipotecas, constitutos, precarios, usuras paliadas, pactos, retrovendiciones y demás, seguramente que seré un pedante, pues debo conocer que en este pueblo apenas habrá dos que me entiendan; y así debo explicarme, como lo hago, en unos términos claros que todos los comprendan; y sobre todo, señor subdelegado, si usted quiere ver como ese médico es un ignorante, disponga que nos juntemos una noche acá con pretexto de una tertulia, y le prometo que lo oirá disparar alegremente.

Así lo haremos, dijo el subdelegado; pero ¿y qué diremos de la curación que hizo la otra noche? Yo diré sin escrúpulo, respondió el cura, que ésa fue casualidad y el huevo juanelo. ¿Es posible? Sí, señor subdelegado, ¿no ve usted que la   —24→   gordura y robustez del enfermo, la dureza de su pulso, lo denegrido de su semblante, el adormecimiento de sus sentidos, la respiración agitada y todos los síntomas que se le advertían indicaban la sangría? Pues ese remedio lo hubiera dictado la vieja más idiota de mi feligresía.

Pues bien, dijo el subdelegado, yo deseo oír una conversación sobre la medicina entre usted y él. La aplazaremos para el 25 de éste. Está muy bien, contestó el cura, y hablaron de otra cosa.

Esta conversación, o a lo menos su sustancia, me la refirió un mozo que tenía el dicho subdelegado, a quien había yo curado de una indigestión sin llevarle nada, porque el pobre me granjeaba contándome lo que oía hablar de mí en la casa de su amo.

Yo le di las gracias, y me dediqué a estudiar en mis librejos para que no me cogiera el acto desprevenido.

En este intermedio me llamaron una noche para la casa de don Ciriaco Redondo, el tendero más rico que había en el pueblo, quien estaba acabando de cólico. Coge la jeringa, le dije a Andrés, por lo que sucediere, que ésta es otra aventura como la de la otra noche. Dios nos saque con bien.

Tomó Andrés su jeringa y nos fuimos para la casa, que la hallamos como la del alcabalero de revuelta; pero había la ventaja de que el enfermo hablaba.

Le hice mil preguntas pedantescas, porque yo las hacía a miles, y por ellas me informé de que era muy goloso y se había dado una atracada del demonio.

Mandé cocer malvas con jabón y miel, y ya que estuvo esta diligencia practicada le hice tomar una buena porción por la boca, a lo que el miserable se resistía y sus deudos, diciéndome que eso no era vomitorio, sino ayuda. Tómela usted, señor, le decía yo muy enfadado, ¿no ve que si es ayuda, como   —25→   dice, ayuda es tomada por la boca y por todas partes? Así pues, señor mío, o tomar el remedio o morirse.

El triste enfermo bebió la asquerosa poción con tanto asco, que con él tuvo para volver la mitad de las entrañas; pero se fatigó demasiado y, como el infarto estaba en los intestinos, no se le aliviaba el dolor.

Entonces hice que Andrés llenara la jeringa y le mandé franquear el trasero. En mi vida, dijo el enfermo, en mi vida me han andado por ahí. Pues amigo, le respondí, en su vida se habrá visto más apurado, ni yo en la mía, ni en los años que tengo de médico, he visto cólico más renuente, porque sin duda el humor es muy denso y glutinoso; pero hermano mío, el clister importa, el clister, no menos que «como la salud única a los vencidos, y si no, no hay que esperar más», porque una salus victis nullam sperare salutem; y así, «si con el medicamento que prescribe no sana, ocurriremos a la lanceta abriendo los intestinos, y después cauterizándolos con una plancha ardiendo, y si estas diligencias no valen, no queda más que hacer que pagar al cura los derechos del entierro, porque la enfermedad es incurable», según Hipócrates, ubi medicamentum non sanat, ferrum sanat; ubi ferrum non sanat, ignis sanat; ubi ignis non sanat, incurabile morbus.

Pues señor, dijo el paciente haciéndole bajo sus parientes, que se eche la lavativa si en eso consiste mi salud. Amen dico vobis, contesté, e inmediatamente mandé que se salieran todos de la recámara por la honestidad, menos la esposa del enfermo. Llenó Andrés su jeringa y se puso a la operación; pero ¡que Andrés tan tonto para esto de echar ayudas! Imposible fue que hiciera nada bueno. Toda la derramaba en la cama, lastimaba al enfermo y nada se hacía de provecho, hasta que yo, enfadado de su torpeza, me determiné a aplicar el remedio por mi mano, aunque jamás me había visto en semejante operación.

  —26→  

Sin embargo, olvidándome de mi ineptitud, cogí la jeringa, la llené del cocimiento, y con la mayor decencia le introduje el cañoncillo por el ano; pero fuérase por algún más talento que yo tenía que Andrés, o por la aprehensión del enfermo que obraba a mi favor, iba recibiendo más cocimiento, y yo lo animaba diciéndole: apriete usted el resuello, hermano, y recíbala cuan caliente pueda, que en esto consiste su salud.

El afligido enfermo hizo de su parte lo que pudo (que en esto consiste las más veces el acierto de los mejores médicos), y al cuarto de hora o menos hizo una evacuación copiosísima, como quien no había desahogado el vientre en tres días.

Inmediatamente se alivió, como dijo; pero no fue sino que sanó perfectamente, pues quitada la causa cesa el efecto.

Me colmaron de gracias, me dieron doce pesos, y yo me fui a mi posada con Andrés, a quien en el camino le dije: mira que me han dado doce pesos en la casa del más rico del pueblo, y en la casa del alcabalero me dieron una onza; ¿que será más rico o más liberal el alcabalero? Andrés, que era socarrón, me respondió: en lo rico no me meto, pero en lo liberal sin duda que lo es más que don Ciriaco Redondo.

¿Y en qué estará eso, Andrés?, le pregunté, porque el más rico debe ser más liberal. Yo no lo sé, dijo Andrés, a no ser que sea porque los alcabaleros, cuando quieren, son más ricos que nadie de los pueblos, porque ellos manejan los caudales del rey y las cuentas las hacen como quieren. ¿No ve usted que la alcabala que llaman del viento proporciona una cuenta inaveriguable? Suponga usted del real o dos que cobran por cada una de las cabezas que se matan en el pueblo, ya sea de toros o vacas, ya de carneros o cerdos, ¿quién les va a hacer cuenta de esto? Suponga usted las introducciones de cosas que no traen guías, sino un simple pase por razón de su poco importe, como también los contrabanditos que se ofrecen, en los que se entra en composición con el arriero, y, por último,   —27→   aquellos picos de los granos que en un alcabalatorio suben mucho al fin del año, pues si un real tiene doce granos y el arriero debe por la factura siete granos, se le cobra un real, y si entran mil arrieros se les cobra mil reales. Esto me contaba mi tío, que fue alcabalero muchos años, y decía que las alcabalas del viento valían más que los ajustes.

En esto llegamos a la posada; Andrés y yo cenamos muy contentos, gratificando a los dueños de la casa, y nos acostamos a dormir.

Continuamos en bonanza como un mes, y en este tiempo proporcionó el subdelegado la sesión que quería el cura que tuviera yo con él; pero si queréis saber cuál fue, leed el capítulo que sigue.




ArribaAbajoCapítulo II

Cuenta Periquillo varios acaecimientos que tuvo en Tula, y lo que hubo de sufrir al señor cura


Crecía mi fama de día en día con estas dos estupendas curaciones, granjeándome buen concepto hasta con los que no se tenían por vulgares. Tiempo me faltaba para ordenar medicamentos en mi casa, y ya era cosa que me chiqueaba mucho para salir a hacer una visita fuera del pueblo, y eso cuando me la pagaban bien.

Aumentó mis créditos un boticoncillo y una herramienta de barbero que envié a comprar a México, que junta con un exterior más decente, que tenía algo de lujo, pues tomé casa aparte y recibí una cocinera y otro criado, me hacía parecer un hombre muy circunspecto y estudioso.

Al mismo tiempo yo visitaba pocas casas, y en ninguna me estrechaba demasiado, pues había oído decir a mi maestro el doctor Purgante que al médico no le estaba bien ser muy comadrero,   —28→   porque en son de la amistad querían que curara de balde.

Con ésta y otras reglitas semejantes concernientes a los tomines, los busqué muy buenos, pues en el poco tiempo que os he dicho comimos yo, Andrés y la macha muy bien; nos remendamos, y llegué a tener juntos como doscientos pesos libres de polvo y paja.

La gravedad y entono con que yo me manifestaba al público, los términos exóticos y pedantes de que usaba, lo caro que vendía mis drogas, el misterio con que ocultaba sus nombres, lo mucho que adulaba a los que tenían proporciones, lo caro que vendía mis respuestas a los pobres y las buenas ausencias que me hacía Andrés, contribuyeron a dilatar la fama de mi buen nombre entre los más.

A medida de lo que crecía mi crédito, se aumentaban mis monedas, y a proporción de lo que éstas se aumentaban crecía mi orgullo, mi interés y mi soberbia. A los pobres que, porque no tenían con qué pagarme, iban a mi casa, los trataba ásperamente, los regañaba y los despachaba desconsolados. A los que me pagaban dos reales por una visita los trataba casi del mismo modo, porque más duraría un cohete ardiendo que lo que yo duraba en sus casas. Es verdad que aunque me hubiera dilatado una hora no por eso quedarían mejor curados, puesto que yo no era sino un charlatán con apariencias de médico; pero como el infeliz paciente no sabe cuánta es la suficiencia del médico, o del que juzga por tal, se consuela cuando observa que se dilata en preguntar la causa de su mal y en indagar, así por sus oídos como por sus ojos, su edad, su estado, su ejercicio, su constitución y otras cosas que a los médicos como yo parecen menudencias, y no son sino noticias muy interesantes para los verdaderos facultativos.

No lo hacía yo así con los ricos y sujetos distinguidos, pues hasta se enfadaban con mis dilaciones y con las monerías   —29→   que usaba por afectar que me interesaba demasiado en su salud; pero ¿qué otra cosa había de hacer cuando no había aprendido más de mi famoso maestro el doctor Purgante?

Sin embargo de mi ignorancia, algunos enfermos sanaban por accidente, aunque eran más sin comparación los que morían por mis mortales remedios. Con todo esto, no se minoraba mi crédito por tres razones: la primera, porque los más que morían eran pobres, y en éstos no es notable ni la vida ni la muerte; la segunda, porque ya había yo criado fama, y así me echaba a dormir sin cuidado, aunque matara más tultecos que sarracenos el Cid; y la tercera, y que más favorece a los médicos, era: porque los que sanaban ponderaban mi habilidad, y los que se morían no podían quejarse de mi ignorancia, con lo que yo lograba que mis aciertos fueran públicos y mis erradas las cubriera la tierra; bien que si me sucede lo que a Andrés, seguramente se acaba mi bonanza antes de tiempo.

Fue el caso que, desde antes que llegáramos a Tula, ya el cura, el subdelegado y demás personas de la plana mayor, habían encargado a sus amigos que les enviaran un barbero de México. Luego que experimentaron la áspera mano de Andrés, insistieron en su encargo con tanto empeño que no tardó mucho en llegar el maestro Apolinario, que en efecto estaba examinado y era instruido en su facultad.

Andrés, luego que lo conoció y lo vio trabajar, le tuvo miedo y, con más juicio y viveza que yo, un día lo fue a ver y le contó su aventura lisa y llanamente, diciéndole que él no era sino aprendiz de barbero, que no sabía nada, que lo que hacía en aquel pueblo era por necesidad, que él deseaba aprender bien el oficio, y que si se lo quería enseñar se lo agradecería y lo serviría en lo que pudiera.

Esta súplica la acompañó con el estuche que le había yo comprado, con el que se dio por muy granjeado el maestro Apolinario, y desde luego le ofreció a Andrés tenerlo en su   —30→   casa, mantenerlo y enseñarle el oficio con eficacia y lo más presto que pudiera.

A seguida le preguntó ¿qué tal médico era yo? A lo que Andrés le respondió que a él le parecía que muy bueno, y que había visto hacer unas curaciones prodigiosas.

Con esto se despidió del barbero para ir a hacer la misma diligencia conmigo, pues me dijo todo lo que había pasado y su resolución de aprender bien el oficio: porque al cabo, señor, yo conozco que soy un bruto; este otro es maestro de veras, y así o la gente me quita de barbero no ocupándome, o me quita él pidiéndome la carta de examen, y de cualquier manera yo me quedo sin crédito, sin oficio y sin qué comer; así he pensado irme con él, a bien que ya su merced tiene mozo.

Algo extrañaba yo a Andrés, pero no quise quitarle de la cabeza su buen propósito; y así pagándole su salario y gratificándole con seis pesos lo dejé ir.

En esos días me llamaron de casa de un viejo reumático, a quien le di, según mi sistema, seis o siete purgas, le estafé veinte y cinco pesos y lo dejé peor de lo que estaba.

Lo mismo hice con otra vieja hidrópica, a la que abrevié sus días con seis onzas de ruibarbo y maná, y dos libras de cebolla albarrana.

De estas gracias hacía muy a menudo, pero el vulgo ciego había dado en que yo era buen médico, y por más gritos que les daban las campanas no despertaban de su adormecimiento.

Llegó por fin el día aplazado por el subdelegado para oírme disputar con el cura, y fue el 25 de Agosto, pues con ocasión de haber ido yo a darle los días por ser el de su santo, me detuvo a comer con mil instancias, las que no pude desairar.

Bien advertí que toda la corte estaba en su casa, sin faltar el padre cura; pero no me di por entendido de que sabía lo que hablaba de mí, satisfecho en que, por mucho que él supiera, no había de tener de medicina las noticias que yo.

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  —31→  

Con este necio orgullo me senté a la mesa luego que fue hora, y comí y brindé a la salud del caballero subdelegado en compañía de aquellos señores repetidas veces, haciendo reír a todos con mis pedanterías; menos al cura, que se tostaba de estas cosas.

El subdelegado estaba bien quisto; con esto la mesa estaba llena de los principales sujetos del pueblo con sus señoras. La prevención era franca, los platos muchos y bien sazonados. Se menudeaban los brindis y los vivas, los vasos no estaban muy seguros por los frecuentes coscorrones que llevaban con los tenedores y cuchillos, y las cabezas se iban llenando del tufo de las uvas.

A este tiempo fue entrando el gobernador de indios con sus oficiales de república, prevenidos de tambor, chirimías y de dos indios cargados con gallinas, cerdos y dos carneritos.

Luego que entraron, hicieron sus acostumbradas reverencias besando a todos las manos, y el gobernador le dijo al subdelegado: señor mayor, que los pase su mercé muy felices en compañía de estos señores, para amparo de este pueblo.

Inmediatamente le dio el xóchitl, que es un ramillete de flores, en señal de su respeto, y un papel mal picado y pintado con un al parecer verso.

Todo el congreso se alborotó, y se trató de que se leyera públicamente. Uno de los padres vicarios se prestó a ello y, guardando todos un perfecto silencio, comenzó a leer el siguiente




Suñeto


Los probes hijos del pueblo
Con prósperas alegrías,
Te lo venimos a dar los días
Con carneros y cochinos.
    Recibalosté placenteros
Con interés to mercé
—32→
Como señor josticiero,
Perdonando nuestro afeuto
Las faltas de este suñeto
Porque los vivas mil años
Y después su gloria eternamente.

Todos celebraron el suñeto, repitiendo los vivas al subdelegado, y los repiques en los platos y vasos, mezclados con empinar la copa, unos más, otros menos, según su inclinación.

El señor cura llenó un vasito y se lo dio al gobernador diciéndole: toma, hijo, a la salud del señor subdelegado; quien mandó que en la pieza inmediata se diese de comer al señor gobernador y a la república.

Tomó éste su vasito de vino, se repitió el brindis y algazara en la mesa, aumentando el alboroto el desagradable ruido del tambor y chirimías, que ya nos quebraba las cabezas, hasta que quiso Dios que llamaran a comer a aquella familia.

Luego que se retiraron los indios, comenzaron todos a celebrar el suñeto que andaba de mano en mano; pero con disimulo, porque no lo advirtieran los interesados.

Con este motivo fue rodando la conversación de discurso en discurso, hasta tocarse sobre el origen de la poesía, asunto que una señorita nada lerda pidió a un vicario, que tenía fama de poeta, que lo explicara, y éste sin hacerse del rogar dijo: señorita, lo que yo sé en el particular es que la poesía es antiquísima en el mundo. Algunos fijan su origen en Adán, añadiendo que Jubal hijo de Lamech fue el padre de los poetas, fundando su opinión en un texto de la Escritura que dice que Jubal fue el padre de los que cantaban con el órgano y la cítara, porque los antiguos bien conocieron que eran hermanas la música y la poesía; y tanto que hubo quien escribiera que Osiris, rey de Egipto, era tan aficionado a la música que llevaba en su ejército muchas cantoras, entre las que sobresalieron nueve, a quienes los griegos llamaron musas por antonomasia.

  —33→  

Lo cierto es que por la historia más antigua del mundo, que es la de Moisés, sabemos que los hebreos poseyeron este arte divino antes que ninguna nación. Después del diluvio renació entre los egipcios, caldeos y griegos. De éstos, los últimos la cultivaron con mucho empeño, y fue propagándose por todas las naciones según su genio, clima o aplicación. De manera que no tenemos noticia que haya habido en el mundo ninguna, por bárbara que haya sido, que no haya tenido no sólo conocimiento del arte poética, sino a veces poetas excelentes. En tiempo del paganismo de esta América, conocieron los indios este arte sublime y el de la música; tenían sus danzas o mitotes en las que cantaban sus poemas a sus dioses, y aun hubo entre ellos tan elegantes poetas que uno sentenciado a muerte compuso la víspera del sacrificio un poema tan tierno y tan patético que cantado por él mismo fue bastante a enternecer al juez que lo escuchaba y a obligarlo a revocar la sentencia, que vale tanto como decir que era tan buen poeta que con sus versos se redimió de la muerte y se prolongó la vida. Este caso nos lo refiere el caballero Boturini en su Idea de la historia de las Indias.

Es cierto que, aunque no hasta el punto de enternecer a un tirano, lo que es mucho, pero es cosa muy antigua y sabida lo que influye la poesía en el corazón humano, y más acompañada de la música. Por eso, para confirmación de esta verdad, se cuenta en la fábula que Orfeo venció y amansó leones, tigres y otras fieras, y que Anfión reedificó los muros de Tebas, ambos con el canto, la cítara y la lira, para significar que era tan soberano el poder de la música y la poesía que ellas solas bastaron para reducir a la vida civil hombres salvajes, feroces y casi brutos.

A fe que no hará otro tanto, dijo el subdelegado, el autor de nuestro suñeto, aunque se acompañara para cantarlo con la dulce música del tambor o chirimía. Riose la facetada del subdelegado,   —34→   y éste, queriendo oírme disparar por ver enojado al cura, me dijo: ¿qué dice usted, señor doctor, de estas cosas?

Yo quería quedar bien y dar mi voto en todo, aun en lo que no entendía, habiéndoseme olvidado las lecciones que el otro buen vicario me dio en la hacienda; pero no sabía palabra de cuanto se acababa de hablar. Sin embargo, venció mi vanidad a mi propio conocimiento, y con mi acostumbrado orgullo y pedantería dije: no hay duda en que se ha hablado muy bien; pero la poesía es más antigua de lo que el señor Vicario ha dicho, pues a lo más que la ha hecho subir es hasta Adán, y yo creo que antes que hubiera Adán ya había poetas.

Escandalizáronse todos con este desatino, y más que todos el cura, que me dijo: ¿cómo podía haber poetas sin haber hombres? Sí señor, le respondí muy sereno, pues antes que hubiera hombres hubo ángeles, y éstos luego que fueron criados entonaron himnos de alabanzas al Criador, y claro está que si cantaron fue en verso, porque en prosa no es común cantar; y si cantaron versos, ellos los compusieron, y si los compusieron los sabían componer, y si los sabían componer eran poetas. Conque vean ustedes si la poesía es más antigua que Adán.

El cura, al oír esto, no más meneó la cabeza y no me replicó una palabra; de los demás, unos se sonrieron y otros admiraron mi argumento, y más cuando el subdelegado prosiguió diciendo: no hay duda, no hay duda; el doctorcito nos ha convencido y nos ha enseñado un retazo de erudición admirable y jamás oído. ¡Vean ustedes cuánto se han calentado la cabeza los anticuarios por indagar el origen de la poesía, fijándolo unos en Jubal, otros en Débora, otros en Moisés, otros en los Caldeos, otros en los Egipcios, en los Griegos otros, y todos permaneciendo tenaces en sus sistemas sin poder convenirse en una cosa, y el doctor don Pedro nos ha sacado de esta confusa Babilonia tirando la barra cien varas más allá de los mejores anticuarios e historiadores, y ensalzándola sobre las nubes, pues la hace ascender hasta los ángeles! Vaya, señores,   —35→   brindemos esta vez a la salud de nuestro doctorcito. Diciendo esto, tomó la copa y todos hicieron lo mismo, repitiendo a su imitación: viva el médico erudito.

Ya se deja entender que en este brindis no faltó el palmoteo ni el acostumbrado repique de los vasos, platos y tenedores. Mas ¿quién creerá, hijos míos, que fuera yo tan necio y tan bárbaro que no advirtiera que toda aquella bulla no era sino el eco adulador de la irónica mofa del subdelegado? Pues así fue. Yo bebí mi copa de vino muy satisfecho... ¿qué digo?, muy hueco, pensando que aquello era no una solemne burla de mi ignorancia, sino un elogio digno de mi mérito.

¿Y que pensáis, hijos míos, que sólo vuestro padre, en una edad que aún frisaba con la de muchacho, se pagaba de su opinión tan caprichosamente? ¿Creéis que sólo yo y sólo entonces perdonaba la mofa de los sabios suponiéndola alabanza a merced de la propia ignorancia y fanatismo? Pues no, pedazos míos, en todos tiempos y en todas edades ha habido hombres tan necios y presumidos como yo, que pagados de sí mismos han pensado que sólo ellos saben, que sólo ellos aciertan, y que los arcanos de la sabiduría solamente a ellos se les descubren. ¡Ay! No sé si cuando leáis mi vida con reflexión se habrá acabado esta plaga de tontos en el mundo, pero, si por desgracia durare, os advierto que observéis con cuidado estas lecciones: hombre caprichoso, ni sabio ni bueno; hombre dócil, pronto a ser bueno y a ser sabio; hombre hablador y vano, nunca sabio; hombre callado y humilde que sujete su opinión a la de los que saben más, es bueno de positivo, esto es, es hombre de buen corazón, y está con bella disposición para ser sabio algún día. Cuidado con mis digresiones, que quizá son las que más os importan.

El subdelegado, viendo mi serenidad, prosiguió diciendo: doctorcito, según la opinión de usted y la del padre vicario, la poesía es una ciencia o arte divino; pues habiendo sido infusa a los ángeles o a los hombres, porque los primeros ni los segundos   —36→   no tuvieron de quién imitarla, claro es que sólo el Autor de lo criado pudo infundirla; y en este caso, díganos usted, ¿por qué en unas naciones son más comunes los poetas que en otras, siendo todas hijas de Adán? Porque no hay remedio, entre los italianos si no abundan los mejores poetas, a lo menos abundan los más fáciles, como son los improvisadores, gente prontísima que versifica de repente y acaso multitud de versos.

Vime atacado con esta pregunta, pues yo no sabía disolver la dificultad, y así huyéndole el cuerpo respondí: señor subdelegado, no entro en el argumento porque la verdad no creo que haya habido, ni pueda haber semejantes poetas repentinos o improvisadores como usted les llama. Por tanto sería menester convencerme de su realidad para que entráramos en disputa, pues prius est esse quam taliter esse, primero es que exista la cosa, y después que exista de este o del otro modo.

Pues en que ha habido poetas improvisadores, especialmente en Italia, no cabe duda, dijo el cura, y aun yo me admiro cómo una cosa tan sabida pudo haberse escondido a la erudición del señor doctor. Esta facilidad de versificar de repente es bien antigua. Ovidio la confiesa de sí mismo, pues llega a decir que cualquier cosa que hablaba la decía en verso, esto al mismo tiempo que procuraba no hacerlos7. Yo he leído lo que dice Paulo Jovio del poeta Camilo Cuerno, célebre improvisador que disfrutó por esta habilidad bastantes satisfacciones con el Papa León X. Este poeta estaba en pie junto a una ventana diciendo versos repentinos mientras comía el Pontífice, y era tanto lo que éste se agradaba de la prontitud de su vena, que él mismo le alargaba los platos de que comía, haciéndole beber de su mismo vino, sólo con la condición de que había de decir dos versos lo menos sobre cada asunto que se le propusiera. De un niño que apenas sabía escribir nos refiere el padre Calasanz en su Discernimiento de ingenios, que trovaba   —37→   cualquier pie que le daban de repente, y a veces con tal agudeza que pasmaba a los adultos sabios.

De estos ejemplares de poetas improvisadores pudieran citarse varios; pero ¿para qué nos hemos de cansar cuando todo el mundo sabe que en este mismo reino floreció uno a quien se conoció por el negrito poeta, y de quien los viejos nos refieren prontitudes admirables?

Cuéntenos usted, señor cura, dijo una niña, algunos versos del negrito poeta. Se le atribuyen muchos, dijo el cura, en todo tiene lugar la ficción; pero por darle a usted gusto referiré dos o tres de los que sé que son ciertamente suyos, según me ha confiado un viejo de México. Oigan ustedes.

Entró una vez nuestro negro en una botica donde estaba un boticario o médico hablando con un cura acerca de los cabellos, y a tiempo que entró el negro le decía: los cabellos penden de... El cura, que conocía al poeta, por excitar su habilidad le dijo: negrito, tienes un peso como troves esto que acaba de decir el señor, a saber: los cabellos penden de. El negrito con su acostumbrada prontitud dijo:


Ya ese peso lo gané
Si mi saber no se esconde:
Quítese usted, no sea que
Una viga caiga, y donde
Los cabellos penden, dé.

Esto fue muy público en México. Se le dio el mismo pie para que lo trovara a la madre Sor Juana Inés de la Cruz, religiosa jerónima, célebre ingenio, y poetisa famosa en su tiempo, que mereció el epíteto de la décima Musa de Apolo; pero la dicha religiosa no pudo trovarlo y se disculpó muy bien en unas redondillas, y elogió la facilidad de nuestro poeta8.

  —38→  

En otra ocasión, pasando cerca de él un escribano con un alguacil, se le cayó al primero un papel; lo alzó el segundo, y le preguntó el escribano ¿qué era? El alguacil respondió que un testimonio, y el negro prontamente dijo:


¿No son artes del demonio
Levantar cosa tan vil?
¿Pero cuándo un alguacil
No levanta un testimonio?

Otra ocasión entró a una casa donde estaba sobre una mesa una imagen de la Concepción... Vayan ustedes teniendo cuidado qué cosas tan disímbolas había. Una imagen de la Concepción, un cuadro de la Santísima Trinidad, otro de Moisés mirando arder la zarza, unos zapatos y unas cucharas de plata. Pues señores, el dueño de la casa, dudando de la facilidad del negro, le dijo que como todas aquellas cosas las acomodara   —39→   en una estrofa de cuatro pies le daría las cucharas. No fue menester más para que el negro dijera:


Moisés para ver a Dios
Se quitó las antiparras;
Virgen de la Concepción,
Que me den estas cucharas.

Ningún concepto ni agudeza se advierte en este verso, pero la facilidad de acomodar en él tantas cosas inconexas entre sí y con algún sentido no es indigna de alabanza.

Por último, la hora de la muerte sabemos que no es hora de chanzas; pues en la de nuestro poeta manifestó éste lo genial que le era hacer versos, porque estando auxiliándolo un religioso agustino, le dijo:


Ahora sí tengo por cierto
Que la muerte viene al trote,
Pues siempre va el zopilote
En pos del caballo muerto.

Hemos de advertir que este pobre negro era un vulgarísimo sin gota de estudios ni erudición. He oído asegurar que ni leer sabía. Conque si en medio de las tinieblas de tanta ignorancia prorrumpía en semejantes y prontas agudezas en verso, ¿qué hubiera hecho si hubiera logrado la instrucción de los sabios, como, por ejemplo, la del señor doctor que está presente?

Buena sea la vida de usted, señor cura, le respondí. En esto se acabó la comida y se levantaron los manteles quedándonos todos platicando sobre mesa, sin dar gracias a Dios porque ya en aquella época comenzaba a no usarse; pero el subdelegado, a quien se le quemaban las habas por vernos enredar a mí y al cura en la cuestión de medicina, me dijo: ciertamente que yo deseaba oír hablar a usted y al señor cura sobre la facultad médica; porque, la verdad, nuestro párroco es opuestísimo a los médicos.

  —40→  

No debe serlo, dije yo medio alterado, porque el señor cura debe saber que Dios dice: que él crió la medicina de la tierra, y que el varón prudente no debe aborrecerla. Dominus creavit de terra medicinam, et vir prudens non aborrebit eam. Dice también que se honre al médico por la necesidad. Honora medicum propter necesitatem. Dice... Basta, dijo el cura, no nos amontone usted textos que yo entiendo. Catorce versículos trae el capítulo 38 del Eclesiástico en favor de los médicos; pero el décimo quinto dice que el que delinquiere en la presencia del Dios que lo crió, caerá en las manos del médico. Esta maldición no hace mucho honor a los médicos, o a lo menos a los médicos malos.

Muy bien sé que la medicina es un arte muy difícil; sé que el aprenderla es muy largo; que la vida del hombre aún no basta; que sus juicios son muy falibles y dificultosos; que sus experimentos se ejercitan en la respetable vida de un hombre; que no basta que el médico haga lo que está de su parte, si no ayudan las circunstancias, los asistentes y el enfermo mismo en cuanto les toca; sé que esto no lo digo yo, sino el príncipe de la medicina, aquel sabio de la Isla de Coo, aquel griego Hipócrates, aquel hombre grande y sensible cuya memoria no perecerá hasta que no haya hombres sobre la tierra, aquel filántropo que vivió cerca de cien años y casi todos ellos los empleó en asistir a los míseros mortales, en indagar los vicios de la naturaleza enferma, en solicitar las causas de las enfermedades y la eficacia y elección de los remedios, y en aplicar su especulación y su práctica al objeto que se propuso, que fue procurar el alivio de sus semejantes. Sé todo esto, y sé que antes de él los míseros pacientes, destituidos de todo auxilio, se exponían a las puertas del templo de Diana en Éfeso y allí iban todos, los veían, se compadecían de ellos y les mandaban lo que se les ponía en la cabeza. Sé que los remedios que probaban para tal o tal enfermedad se escribían en unas tablas que se llamaban de las medicinas. Sé que el citado Hipócrates, después   —41→   de haber cursado las escuelas de Atenas treinta y cinco años, desde la edad de catorce, y después de haber aprendido lo que sus médicos enseñaban, no se contentó, sino que anduvo peregrinando de reino en reino, de provincia en provincia, de ciudad en ciudad, hasta que encontró estas tablas, y con ellas y con sus repetidas observaciones hizo sus célebres aforismos. Sé que después de estos descubrimientos se hizo la medicina un estudio de interés y de venalidad, y no como antes, que se hacía por amistad del género humano.

Todo esto sé y mucho más que no refiero por no cansar a los que me oyen; pero también sé que ya en el día no se escudriña el talento necesario que se requiere para ser médico, sino que el que quiere se mete a serlo aunque no tenga las circunstancias precisas; sé que en cumpliendo los cursos prescritos por la Universidad, aunque no hayan aprovechado las lecciones de los catedráticos, y en cumpliendo el tiempo de la práctica, ganando tal vez una certificación injusta del maestro, se reciben a examen, y como tengan los examinadores a su favor, o la fortuna de responder con tino a las preguntas que les hagan, aun en el caso de procederse con toda legalidad, como lo debemos suponer en tales actos, se les da su carta de examen, y con ella la licencia de matar a todo el mundo impunemente.

Esto sé, y sé también que muchos médicos no son como deben ser, esto es, no estudian con tesón, no practican con eficacia, no observan con escrupulosidad, como debieran, la naturaleza; se olvidan de que la academia del médico y su mejor biblioteca está en la cama del enfermo más bien que en los dorados estantes, en los muchos libros y en el demasiado lujo; y mucho menos en la ridícula pedantería con que ensartan textos, autoridades y latines delante de los que no los entienden.

Sé que el buen médico debe ser buen físico, buen químico, buen botánico y anatómico; y no que yo veo que hay infinidad de médicos en el mundo que ignoran cómo se hace y qué cosa   —42→   es, por ejemplo, el sulfato de sosa, y lo ordenan como específico en algunas enfermedades en que precisamente es pernicioso; que ignoran cuáles son y cómo las partes del cuerpo humano, la virtud o veneno de muchos simples, y el modo con que se descomponen o simplifican muchas cosas.

Sé también que no puede ser buen médico el que no sea hombre de bien, quiero decir, el que no esté penetrado de los más vivos sentimientos de humanidad o de amor a sus semejantes, porque un médico que vaya a curar únicamente por interés del peso o la peseta, y no con amor y caridad del pobre enfermo, seguramente éste debe tener poca confianza, y lo cierto es que por lo común así sucede.

Los médicos, cuando se examinan, juran asistir por caridad, de balde y con eficacia a los pobres: ¿y qué vemos? Que cuando éstos van a sus casas a consultarles sobre sus enfermedades sin darles nada son tratados a poco más o menos; pero si son los enfermos ricos y mandan llamar a su casa a los médicos, entonces éstos van a visitarlos con prontitud, los curan con cuidado, y a veces este cuidado suele ser con tal atropellamiento (si no hay implicación en estas palabras), que con él mismo matan a los enfermos.

Aquí hizo el señor cura una breve pausa sacando la caja de polvos, y luego que se hubo habilitado las narices de rapé, continuó diciendo lo que veréis en el capítulo siguiente.




ArribaAbajoCapítulo III

En el que nuestro Perico cuenta cómo concluyó el cura su sermón; la mala mano que tuvo en una peste y el endiablado modo con que salió del pueblo, tratándose en dicho capítulo por vía de intermedio algunas materias curiosas


No se crea, señores, continuó el cura, que yo trato de poner a los médicos en mal. La medicina es un arte celestial de que Dios proveyó al hombre; sus dignos profesores son acreedores   —43→   a nuestras honras y alabanzas; pero cuando éstos no son tales como deben ser, los vituperios cargan sobre su ineptitud y su interés, no sobre la utilidad y necesidad de la medicina y sus sabios profesores. El médico docto, aplicado y caritativo es recomendable; pero el necio, el venal y que se acogió a esta facultad para buscar la vida, por no tener fuerzas para dedicarse al mecapal, es un hombre odioso y digno de reputarse por un asesino del género humano con licencia, aunque involuntaria, del Protomedicato.

A médicos como éstos desterraron de muchas provincias de Roma y otras partes como si fueran pestes, y, en efecto, no hay en un pueblo peste peor que un mal médico. Mejor sería muchas veces dejar al enfermo en las sabias manos de la naturaleza, que encomendarlo a las de un médico tonto e interesable.

Pero yo no soy de ésos, dije yo algo avergonzado porque todos me miraban, y se sonrieron. Ni yo lo digo por usted, respondió el cura, ni por Sancho, Pedro ni Martín; mi crítica no determina persona, ni jamás acostumbro tirar a ventana señalada. Hablo en común y sólo contra los malos médicos, empíricos y charlatanes que abusan de un arte tan precioso y necesario de que nos proveyó el Autor de la naturaleza para el socorro de nuestras dolencias. Si usted, o alguno otro que oiga hablar de esta manera, se persuade a que se dice por él, será señal de que su conciencia lo acusa, y entonces, amigo, al que le venga el saco, que se lo ponga en hora buena. Bien es verdad que eso mismo que usted dice, de que no es de ésos, lo dicen todos los chambones de todas las facultades, y no por eso dejan de serlo.

Pues no señor, le interrumpí, yo no soy de ésos; yo sé mi obligación y estoy examinado y aprobado nemine discrepante, «con todos los votos», por el real Protomedicato de México; no ignoro que las partes de la medicina son: Fisiología, Pathología, Semeiótica y Therapéutica; sé la estructura del cuerpo humano; cuáles se llaman fluidos, cuáles sólidos; sé lo que son huesos   —44→   y cartílagos, cuál es el cráneo y que se compone de ocho partes; sé cuál es el hueso occipital, la dura mater y el frontis; sé el número de las costillas, cuál es el esternón, los omóplatos; el cóccix, las tibias; sé qué cosa son los intestinos, las venas, los nervios, los músculos, las arterias, el tejido celular y el epidermis; sé cuántos y cuáles son los humores del hombre, como la sangre, la bilis, la flema, el chilo y el gástrico; sé lo que es la linfa y los espíritus animales, y cómo obran en el cuerpo sano y cómo en el enfermo; conozco las enfermedades con sus propios y legítimos nombres griegos, como la ascitis, la anasarca, la hidrophobia, el saratán, la pleuresía, el mal venéreo, la clorosis, la caquexia, la podagra, el parafrenitis, el priapismo, el paroxismo y otras mil enfermedades que el necio vulgo llama hidropesía, rabia, gálico, dolor de costado, gota y demás simplezas que acostumbra; conozco la virtud de los remedios sin necesitar saber cómo los hacen los boticarios y los químicos, los simples de que se componen ni el modo como obran en el cuerpo humano, y así sé los que son febrífugos, astringentes, antiespasmódicos, aromáticos, diuréticos, errinos, narcóticos, pectorales, purgantes, diaforéticos, vulnerarios, antivenéreos, emotoicos, estimulantes, vermífugos, laxantes, cáusticos y anticólicos; sé... Ya está, señor doctor, decía el cura muy apurado, ya está por amor de Dios, que eso es mucho saber, y yo maldito lo que entiendo de cuanto ha dicho. Me parece que he estado oyendo hablar a Hipócrates en su idioma; pero lo cierto es que con tanto saber despachó en cuatro días a la pobre vieja hidrópica tía Petronila, que algunos años hace vivía con su ¡ay! ¡ay! antes que usted viniera, y después que usted vino, le aligeró el paso a fuerza de purgantes muchos, muy acres y en excesivas dosis, lo que me pareció una herejía médica, pues la debilidad en un viejo es cabalmente un contraindicante de purgas y sangrías. Motivo fue éste para que el otro pobre gotoso o reumático no quisiera que usted acabara de matarlo.

  —45→  

Con tanto saber, amigo, usted me va despoblando la feligresía sin sentir, pues desde que está aquí he advertido que las cuentas de mi parroquia han subido un cincuenta por ciento; y aunque otro cura más interesable que yo daría a usted las gracias por la multitud de muertos que despacha, yo no, amigo, porque amo mucho a mis feligreses, y conozco que a dura tiempo usted me quita de cura, pues acabada que sea la gente del pueblo y sus visitas, yo seré cura de casas vacías y campos incultos. Conque vea usted cuánto sabe, pues aun resultándome interés me pesa de su saber.

Riéronse todos a carcajadas con la ironía del cura, y yo, incómodo de esto, le dije ardiéndome las orejas: señor cura, para hablar es menester pensar y tener instrucción en lo que se habla. Los casos que usted me ha recordado por burla son comunes; a cada paso acaece que el más ruin enfermo se le muere al mejor médico. ¿Pues que piensa usted que los médicos son dioses que han de llevar la vida a los enfermos? Ovidio en el libro primero del Ponto dice que «no siempre está en las manos del médico que el enfermo sane, y que muchas veces el mal vence a la medicina».


Non est in medico semper relevetur ut aeger;
Interdam docta plus valet arte malum.

El mismo dice que «hay enfermedades incurables que no sanarán si el propio Esculapio les aplica la medicina», y harán resistencia a las aguas termales más específicas, tales como aquí las aguas del Peñón o Atotonilco, y una de estas enfermedades es la epilepsia. Oigan ustedes sus palabras.


Afferat ipse licet sacras Epidaurius herbas,
Sanavit nulla vulnera cordis ope.

En vista de esto admírese usted, señor cura, de que se me mueran algunos enfermos, cuando a los mejores médicos se les mueren. No faltaba más sino que los hombres quisieran ser inmortales sólo con llamar al médico.

  —46→  

Que el viejo gotoso no quisiera continuar conmigo, nada prueba sino que conoció que su enfermedad es incurable, pues como dijo Ovidio, loco citato, «la gota no la cura la medicina».

Tollere nodosam nescit medicina podagram.

Yo soy el loco, dijo el cura, y el majadero, y el mentecato en querer conferenciar con usted de estas cosas.

Usted dice muy bien, señor licenciado, dije yo, si lo dice con sinceridad. En efecto, no hay mayor locura que disputar sobre lo que no se entiende. Quod medicorum est promitunt medici, tractant fabrilia fabri, decía Horacio en la ep. I. del lib. I. Señor cura, dispute cada uno de lo que sepa, hable de su profesión y no se meta en lo que no entiende, acordándose de que el teólogo hablará bien de teología, el canonista de cánones, «el médico de medicina, los artesanos de lo tocante a su oficio», «el piloto de los vientos, el labrador de los bueyes», y así todos.

Navita de ventis, de bobus narret arator.

Se acabó de incomodar el cura con esta impolítica reprensión, y, parándose del asiento, alzándose el birrete y dando una palmada en la mesa, me dijo: poco a poco, señor doctor, o señor charlatán; advierta usted con quién habla, en qué parte, cómo y delante de qué personas. ¿Ha pensado usted que soy algún topile, o algún barbaján para que se altere conmigo de ese modo, y quiera regañarme como a un muchacho? ¿O cree usted que porque lo he llevado con prudencia me falta razón para tratarlo como quien es, esto es, como a un loco, vano, pedante y sin educación? Sí señor, no pasa usted de ahí ni pasará en el concepto de los juiciosos por más latines y más despropósitos que diga...

El subdelegado y todos, cuando vieron al cura enojado, trataron de serenarlo y yo, no teniéndolas todas conmigo porque a las voces salieron todos los indios que ya habían acabado de   —47→   comer, le dije muy fruncido: señor cura, usted dispense, que si erré fue por inadvertencia y no por impolítica, pues debía saber que ustedes los señores curas y sacerdotes siempre tienen razón en lo que dicen y no se les puede disputar; y así lo mejor es callar y «no ponerse con Sansón a las patadas». Ne contendas cum potentioribus, dijo quien siempre ha hablado y hablará verdad.

Vean ustedes, decía el cura, si yo no estuviera satisfecho de que el señor doctor habla sin reflexión lo primero que se le viene a la boca, ésta era mano de irritarse más; pues lo que da a entender es que los sacerdotes y curas a título de tales se quieren siempre salir con cuanto hay, lo que ciertamente es un agravio no sólo a mí, sino a todo el respetable clero; pero repito que estoy convencido de su modo de producir, y así es preciso disculparlo y desengañarlo de camino. Y volviéndose a mí me dijo: amigo, no niego que hay algunos eclesiásticos que, a título de tales, quieren salirse con cuanto hay, como usted ha dicho; pero es menester considerar que éstos no son todos, sino uno u otro imprudente que en esto o en cosas peores manifiestan su poco talento, y acaso vilipendian su carácter; mas este caso, fuera de que no es extraño, pues en cualquiera corporación, por pequeña y lucida que sea, no falta un díscolo, no debe servir de regla para hablar atropelladamente de todo el cuerpo.

Que hay algunos individuos en el mío, como los que usted dice, he confesado que es verdad, y añado que si sostienen o pretenden sostener un error conociéndolo, sólo porque son padres, hacen mal, y si ultrajan a algún secular no por un acto primo ni acalorados por alguna grosería que se use con ellos, sino sólo engreídos en que el secular es cristiano y ha de respetar su carácter a lo último, hacen muy mal, y son muy reprensibles, pues deben reflexionar que el carácter no los excusa de la observancia de las leyes que el orden social prescribe a todos.

Usted y los señores que me oyen conocerán por esto que yo   —48→   no me atengo a mi estado para faltar al respeto a ninguna persona, como bien lo saben los que me han tratado y me conocen. Si me he excedido en algo con usted, dispénseme, pues lo que dije fue provocado por su inadvertida reprensión, y reprensión que no cae sobre yerro alguno, porque yo cuando hablo alguna cosa procuro que me quede retaguardia para probar lo que digo; y si no, manos a la obra. Entre varias cosas dije a usted, me acuerdo, que hablaba cosas que no entendía lo que eran (esto se llama pedantismo). Es mi gusto que me haga usted quedar mal delante de estos señores, haciéndome favor de explicarnos qué parte de la medicina es la semeiótica; cuál es el humor gástrico o el pancreático; qué enfermedad es el priapismo; cuáles son las glándulas del mesenterio; qué especies hay de cefalalgias; y qué clase de remedios son los emotoicos; pero con la advertencia de que yo lo sé bien, y entre mis libros tengo autores que lo explican bellamente, y puedo enseñárselos a estos señores en un minuto; y así usted no se exponga a decir una cosa por otra, fiado en que no lo entiendo, pues aunque no soy médico, he sido muy curioso y me ha gustado leer de todo; en una palabra, he sido aprendiz de todo y oficial de nada. Conque así, vamos a ver; si me responde usted con tino a lo que le pregunto, le doy esta onza de oro para polvos; y si no, me contentaré con que usted confiese que no soy de los clérigos que sostengo una disputa por clérigo, sino porque sé lo que hablo y lo que disputo.

La sangre se me bajó a los talones con la proposición del cura, porque yo maldito lo que entendía de cuanto había dicho, pues solamente aprendí esos nombres bárbaros en casa de mi maestro, fiado en que con saberlos de memoria y decirlos con garbo tenía cuanto había menester para ser médico, o a lo menos para parecerlo; y así no tuve más escape que decirle: señor cura, usted me dispense, pero yo no trato de sujetarme a semejante examen; ya el Protomedicato me examinó y me aprobó como consta de mis certificaciones y documentos.

  —49→  

Está muy bien, dijo el cura, sólo con que usted se niegue a una cosa tan fácil me doy por satisfecho; pero yo también protesto no sujetarme a los médicos inhábiles o que siquiera me lo parezcan. Sí señor, yo seré mi médico como lo he sido hasta aquí, a lo menos tendré menos embarazos para perdonarme las erradas; y en aquella parte de la medicina que trata de conservar la salud, y los facultativos llaman higiene, me contentaré con observar las reglas que la escuela Salernitana prescribió a un rey de la Gran Bretaña, a saber: poco vino, cena poca, ejercicio, ningún sueño meridiano, o lo que llamamos siesta, vientre libre, fuga de cuidados y pesadumbres, menos cóleras; a lo que yo añado algunos baños y medicinas las más simples, cuando son precisas, y cáteme usted sano y gordo como me ve; porque no hay remedio, amigo, yo fuera el primero que me entregara a discreción de cualquier médico si todos los médicos fueran como debían ser; pero por desgracia apenas se puede distinguir el buen médico del necio empírico y del curandero charlatán.

Todas las ciencias abundan en charlatanes, pero más que ninguna la medicina. Un lego no se atreverá predicar en un púlpito, a resolver un caso de conciencia en un confesonario, a defender un pleito en una audiencia; pero ¡qué digo! ¿Quién se atreverá sin ser sastre a cortar una casaca, ni sin ser zapatero a trazar unos zapatos? Nadie seguramente; pero para ordenar un medicamento, ¿quién se detiene? Nadie tampoco. El teólogo, el canonista, el legista, el astrónomo, el sastre, el zapatero y todos somos médicos la vez que nos toca. Sí, amigo, todos mandamos nuestros remedios a Dios te la depare buena, sin saber lo que mandamos, sólo porque los hemos visto mandar, o porque nos hemos aliviado con ellos, sin advertir cuánto dista la naturaleza de unos a la de otros; sin saber los contraindicantes, y sin conocer que el remedio que lo fue para Juan es veneno para Pedro. Supongamos: en algunos   —50→   géneros de apoplejías es necesaria y provechosa la sangría; pero en otros no se puede aplicar sin riesgo, verbigracia en una apoplética embarazada, pues es casi necesario el aborto.

El que no es médico no percibe estos inconvenientes, obra atolondrado y mata con buena intención. No en balde las leyes de Indias prohíben con tanto empeño el ejercicio del empirismo. Lea usted si gusta las 4 y 5 del lib. 5 tít. 6 de la Recopilación, que también hablan de lo mismo; y aun médicos sabios (tales como monsieur Tissot en su Aviso al pueblo) declaman altamente contra los charlatanes.

Yo deseara que aquí se observara el método que se observa en muchas provincias del Asia con los médicos, y es que éstos han de visitar a los enfermos, han de hacer y costear las medicinas y las han de aplicar. Si éste sana, le pagan al médico su trabajo según el ajuste; pero si se muere, se va el médico a buscar perros que espulgar.

Esta bella providencia produce los buenos efectos que le son consiguientes, como es que los médicos se apliquen y estudien, y que sean a un tiempo médicos, cirujanos, químicos, botánicos y enfermeros.

Y no me arrugue usted las cejas, me decía el cura sonriéndose, algo ha habido en nuestra España que se parezca a esto. En el título de los físicos y los enfermos entre las leyes del Fuero Juzgo se lee una en el lib. II, que dice que el físico (esto es, el médico) capitule con los enfermos lo que le han de dar por la cura, y que si los cura lo paguen, y si en vez de curar los empeora con sangrías (se debe entender que con otro cualquier error), que él pague los daños que causó. Y si se muere el enfermo, siendo libre, quede el médico a discreción de los herederos del difunto; y si éste era esclavo le dé a su señor otro de igual valor que el muerto.

Yo conozco que esta ley tiene algo de violenta, porque ¿quién puede probar en regla el error de un médico, sino otro médico?   —51→   ¿Y qué médico no haría por su compañero? Fuera de que el hombre alguna vez ha de morir, y en este caso no era difícil que se le imputara al médico el efecto preciso de la naturaleza, y más si el enfermo era esclavo, pues su amo querría resarcirse de la pérdida a costa del pobre médico; mas estas leyes no están en uso, y sí me parece que lo está la práctica de los asiáticos que me gusta demasiado.

Ya el subdelegado y toda la comitiva estaban incómodos con tanta conversación del cura, y así procuraron cortarla poniendo un monte de dos mil pesos, en el que (para no cansar a ustedes) se me arrancó lo que había achocado, quedándome a un pan pedir.

A la noche estuvieron el baile y el refresco lucidos y espléndidos, según lo permitía el lugar. Yo permanecí allí más de fuerza que de gana después que se me aclaró, y a las dos de la mañana me fui a casa, en la que regañé a la cocinera y le di de pescozones a mi mozo, imitando en esto a muchos amos necios e imprudentes que cuando tienen una cólera o una pesadumbre en la calle la van a desquitar a sus casas con los pobres criados, y quizá con las mujeres y con las hijas.

Así, así, y entre mal y bien, la continué pasando algunos meses más, y una ocasión que me llamaron a visitar a una vieja rica, mujer de un hacendero, que estaba enferma de fiebre, encontré allí al cura, a quien temía como al diablo; pero yo, sin olvidar mi charlatanería, dije que aquello no era cosa de cuidado, y que no estaba en necesidad de disponerse; mas el cura, que ya la había visto y era más médico que yo, me dijo: vea usted, la enferma es vieja, padece la fiebre ya hace cinco días, está muy gruesa y a veces soporosa, ya delira de cuando en cuando, tiene manchas amoratadas, que ustedes llaman petequias, parece que es una fiebre pútrida o maligna; no hemos de esperar a que cace moscas o esté in agone (agonizando) para sacramentarla. A más de que, amigo, ¿cómo podrá el médico descuidarse en este punto tan principal, ni hacer confiar   —52→   al enfermo en una esperanza fugaz y en una seguridad de que el mismo médico carece? Sépase usted que el Concilio de París del año de 1429 ordena a los médicos que exhorten a los enfermos que están de peligro a que se confiesen antes de darles los remedios corporales, y negarles su asistencia si no se sujetan a su consejo. El de Tortosa del mismo año prohíbe a los médicos hacer tres visitas seguidas a los enfermos que no se hayan confesado. El Concilio II de Letrán de 1215, en el canon 24, dice que, cuando sean llamados los médicos para los enfermos, deben aquéllos ante todas cosas advertirles se provean de médicos espirituales, para que, habiendo tomado las precauciones necesarias para la salud de su alma, les sean más provechosos los remedios en la curación de su cuerpo.

Esto, amigo, me decía el cura, dice la Iglesia por sus santos concilios; conque vea usted qué se puede perder en que se confiese y sacramente nuestra enferma, y más hallándose en el estado en que se halla.

Azorado con tantas noticias del cura le dije: señor, usted dice muy bien, que se haga todo lo que usted mande.

En efecto el sabio párroco aprovechó los preciosos instantes, la confesó y sacramentó, y luego yo entré con mi oficio y le mandé cáusticos, friegas, sinapismos, refrigerantes y matantes, porque a los dos días ya estaba con Jesucristo.

Sin embargo, esta muerte, como las demás, se atribuyó a que era mortal, que estaba de Dios, a la raya, a que le llegó su hora, y a otras mentecaterías semejantes, pues ni está de Dios que el médico sea atronado, ni es decreto absoluto, como dicen los teólogos, que el enfermo muera cuando su naturaleza puede resistir al mal con el auxilio de los remedios oportunos; pero yo entonces ni sabía estas teologías, ni me tenía cuenta saberlas. Después he sabido que si le hubiera ministrado a la enferma muchas lavativas emolientes, y hubiera cuidado de su dieta y su libre transpiración, acaso o probablemente no se   —53→   hubiera muerto; pero entonces no estudiaba nada, observaba menos la naturaleza, y sólo tiraba a estirar el peso, el tostón o la peseta, según caía el penitente.

Así pasé otros pocos meses más (que por todos serían quince o diez y seis los que estuve en Tula) hasta que acaeció en aquel pueblo por mal de mis pecados una peste del diablo que jamás supe comprender, porque les acometía a los enfermos una fiebre repentina, acompañada de basca y delirio, y en cuatro o cinco días tronaban.

Yo leía el Tissot, a madama Fouquet, Gregorio López, al Buchan, el Vanegas y cuantos compendistas tenía a la mano; pero nada me valía, los enfermos morían a millaradas.

Por fin, y para colmo de mis desgracias, según el sistema del doctor Purgante di en hacer evacuar a los enfermos el humor pecante, y para esto me valí de los purgantes más feroces, y viendo que con ellos sólo morían los pobres extenuados, quise matarlos con cólicos que llaman misereres, o de una vez envenenados.

Para esto les daba más que regulares dosis de tártaro emético, hasta en cantidad de doce granos, con lo que expiraban los enfermos con terribles ansias.

Por mis pecados, me tocó hacer esta suerte con la señora gobernadora de los indios. Le di el tártaro, expiró, y a otro día que iba yo a ver cómo se sentía, hallé la casa inundada de indios, indias e inditos, que todos lloraban a la par.

Fui entrando tan tonto como sinvergüenza. Es de advertir que por obra de Dios iba en mi mula, pues, no en la mía sino en la del doctor Purgante; pero ello es que, apenas me vieron los dolientes, cuando, comenzando por un murmullo de voces, se levantó contra mí tan furioso torbellino de gritos, llamándome ladrón y matador, que ya no me la podía acabar; y más cuando el pueblo todo, que allí estaba junto, rompiendo los diques de la moderación y dejándose de lágrimas y vituperios, comenzó a levantar piedras y a disparármelas infinitamente   —54→   y con gran tino y vocería, diciéndome en su lengua: maldito seas, médico del diablo, que llevas trazas de acabar con todo el pueblo.

Yo entonces apreté los talones a la macha y corrí lo mejor que pude, armado de peluca y de golilla, que nunca me faltaba, por hacerme respetable en todas ocasiones.

Los malvados indios no se olvidaron de mi casa, a la que no le valió el sagrado de estar junto a la del cura, pues, después de que aporrearon a la cocinera y a mi mozo, tratándolos de solapadores de mis asesinatos, la maltrataron toda haciendo pedazos mis pocos muebles y tirando mis libros y mis botes por el balcón.

El alboroto del pueblo fue tan grande y temible que el subdelegado se fue a refugiar a las casas curales, desde donde veía la frasca con el cura en el balcón, y el párroco le decía: no tenga usted miedo, todo el encono es contra el médico. Si estas honras se hicieran con más frecuencia a todos los charlatanes, no habría tantos matasanos en el mundo.

Éste fue el fin glorioso que tuvieron mis aventuras de médico. Corrí como una liebre, y con tanta carrera y el mal pasaje que tuvo la mula, en el pueblo de Tlalnepantla se me cayó muerta a los dos días. Era fuerza que lo mal habido tuviera un fin siniestro.

Finalmente, yo vendí allí la silla y la gualdrapa en lo primero que me dieron, tiré la peluca y la golilla en una zanja para no parecer tan ridículo, y a pie y andando con mi capa al hombro y un palo en la mano llegué a México, donde me pasó lo que leeréis en el capítulo IV de esta verdadera imponderable historia.

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