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ArribaAbajo Crítica semiológica a una «novela negra»: «La verdad sobre el caso Savolta»91

Es claro que la primera novela de Eduardo Mendoza92 llegó bastante bien al público -caso verdaderamente singular, pues es notorio que el público ya no lee novelas-, además de que fue bien recibida por la crítica. Esto último significa menos, si tampoco esta vez se rompió con la desesperante rutina de las reseñas más o menos largas y de los comentarios parabólicos salvo pocas excepciones. Y es lástima, porque, al menos en teoría, la novela de Mendoza debió «reclamar la atención de los especialistas», según frase feliz del editor -aunque posiblemente pensando en algo muy distinto de lo que pensamos nosotros-. Ya sabemos que la crítica y los especialistas son cosas que apenas tienen que ver en este país, pero algo habría que hacer para remediarlo. (No es poca tarea, para empezar, encontrar verdaderos especialistas). La crítica tiene su coartada perfectamente dispuesta en todo momento: falta de espacio en las revistas, velocidad del mercado del libro, etcétera. Los segundos, no van a ser menos, y utilizan los mismos argumentos; pero al revés. En realidad es que no quieren salir del dorado rincón de las revistas universitarias, donde siguen, sin la menor zozobra, engordando el currículum para una interminable promoción académica. Así las cosas, y unos por otros, el resultado es que no hay quien salga de este círculo maldito de la cultura, del gran negocio de la cultura. No desesperemos, sin embargo, pues con eso tampoco haremos nada -e intentemos una vez más aplicar ciertos criterios científicos al panorama de los libros que se publican y con arreglo al momento que se vive. Es decir, hagamos un poco de semiología útil en este país donde, pese a los tiempos que corren, se sigue aquella sabia orientación de don Marcelino: «La más vulgar discreción aconseja [...] limitar el estudio a los muertos. Así será breve y podrá ser también más fructuoso»93.

Sólo me resta advertir que en este intento haré lo posible por no utilizar demasiada terminología especializada, y que tampoco poseo espacio suficiente para asentar la teoría del método, lo que podría resultar sin duda alguna sumamente aburrido.

Decía, o pretendía decir al principio, que el éxito de la novela de Eduardo Mendoza es sorprendente por muchas razones. Una de ellas es que el joven escritor barcelonés se ha valido de una notable habilidad en el oficio para conseguir esta llamada de atención y ha cubierto perfectamente sus objetivos: comunicar una imagen crítica de la Barcelona de principios de siglo con el señuelo de un relato policíaco, hecho además con ciertas técnicas de vanguardia, a lo que posiblemente alude la propaganda editorial cuando espera el favor de «los especialistas». La verdad es que la dislocación espacio-temporal, si no conduce a una verdadera obra abierta (Beckett, Cortázar o el español Leyva), sólo queda para deslumbrar a los novicios, pero todo esto forma parte de esa habilidad a la que me refería antes, y habría que añadir la brevedad de las secuencias, buscando sin duda esa agilidad cinematográfica que exige ya el gran público.

No pretendo eludir mi juicio de gusto sobre la novela, que sin la menor reserva es positivo. Sólo que es bueno desconfiar de los propios gustos estéticos, al saberlos perfectamente corrompidos por la educación burguesa -la única-, que hemos recibido los universitarios españoles.

Vengo a decir que en realidad Mendoza construye su novela como un metalenguaje, donde lo que menos importa es la calidad del texto, y lo que más la historia que nos cuenta y su sentido latente. Este sentido se compone de un significante, que es el argumento, y de un significado, que es la tesis social, histórica y política. En otras palabras, el significante lingüístico, las palabras en su condición de estilo literario, sufren la misma marginación que, por ejemplo, en la novela policiaca, y sin embargo es de superior calidad al de cualquier relato de acción. Por eso el lector de esta novela tiene la sensación de estar viendo ya la película que podría hacerse con ella94. No ocurría esto ni siquiera con el mejor Galdós, el que nos hacía beber sus páginas por la seducción del tema y del argumento. Era imposible no fijarse en lo bien escrito que estaba aquello. Ni siquiera en Stendhal, cuya fascinación radica sin duda en ese perfecto equilibrio logrado entre el estilo y la fábula. Equilibrio que persiguen en secreto todos los novelistas, y que muy pocos consiguen.

El artificio es, por consiguiente, notorio, y a la vista está que el autor, siempre impulsado por la necesidad que siente de un gran público -nada de malo hay en ello- hace al final de la novela un auténtico resumen del argumento, en atención a los posibles lectores distraídos por las técnicas de rompimiento lineal que lo acercaban a las novelas progresistas. Esta claudicación, aunque también hábilmente justificada en la necesidad de que el atolondrado Miranda se entere de lo que ocurrió ante sus ojos sin haberlo visto, revela de un solo golpe otras muchas cosas que habremos de analizar con detenimiento.

Quede claro que no sólo no discuto, sino que aplaudo el talento narrativo de Mendoza, pero siempre que se entienda en los límites aparentemente confundidos de la novela tradicional de éxito, más lisamente, de la novela burguesa. Lo que se discute, en todo caso, es la validez actual de ese modelo que, en esencia, manipula la conciencia de un público ingenuo para instruirle en una tesis que discurre subterráneamente, y aunque esa tesis pueda parecer revolucionaria. Y recalco lo de «parecer». Como ya veremos, es muy discutible comunicar un contenido revolucionario a través de una estructura novelística tradicional. En esto, como en política, sólo sirve ir cambiando la estructura general. Aquella está basada en la estética del realismo como una pretensión de captar objetivamente el mundo, lo cual hace tiempo sabemos que es absolutamente inservible. La verdad sobre el caso Savolta en modo alguno rompe con ese esquema, excepto introduciendo algunas técnicas novedosas que no deben engañarnos. (La crisis del realismo, sin embargo, no ha logrado acabar con él, más bien se diría que lo ha multiplicado, especialmente en el cine y la televisión, adonde jamás llega la sátira destructiva ni la farsa violenta. Ello habla por sí solo del inmenso poder que sigue teniendo la burguesía en nuestro mundo).

En absoluto dudo de la buena intención de Eduardo Mendoza, al querer introducir una crítica social con el anzuelo de un relato novelesco. Lo que ocurre es que no parece posible. La misma composición de su no vela serviría para apoyar una tesis contraria, como por ejemplo, que la clase trabajadora no quiso colaborar en el progreso de la nación catalana, prefiriendo la anarquía y dejándose llevar por el odio de clase. Bastaría con que hoy no fuera España un país con democracia reciente para que un escritor de signo contrario se atreviera a hacerlo.

No hay que especular, sin embargo, con esta posibilidad. Por desgracia, la propia novela de Mendoza induce a conclusiones muy poco claras, como sucede en toda novela burguesa, y no por sus contenidos explícitos, sino por el sentido oculto en la estructura -que es donde está el peligro-, es decir, en la relación dialéctica entre toda forma y todo contenido; en novela, entre el argumento y su sentido latente. Adelantaré un ejemplo sustancial para el análisis que estamos llevando a cabo. Nuestro autor elige («crea») como representante de los más altos intereses de la burguesía catalana, no a un burgués catalán, como parecería lo más lógico, sino a un aventurero francés, llamado Lepprince. Ello significa, en los estratos subliminales de la lectura, que esa burguesía vive sumida en tales contradicciones que es capaz de dejarse engañar por un oportunista que les vende armas a los dos bandos del conflicto europeo, a espaldas de los dueños principales de la empresa, rompiendo así la «ética» comercial de la fábrica. El recurso novelesco (sólo un personaje como Lepprince hubiera dado para una novela de acción y de intriga) deja indirectamente a salvo la responsabilidad histórica de la burguesía como clase explotadora en una época crucial de la vida europea. Esto ya no es aceptable. Y repito que no habrá sido forzosamente intención del autor presentarlo con ese fin, pero la necesidad estructural de un personaje como Lepprince le ha llevado a ello. Sólo un Lepprince, oportunista, astuto, ambicioso y sentimental, podía dar para una novela como la que pretendía Eduardo Mendoza.

En otro orden de elementos, el de la construcción del tiempo y del espacio novelesco, las técnicas de dislocación de estos dos factores, a base de avances y retrocesos, de entrecruzamientos, etc., no llegan a romper en nuestra novela la sensación lógico-causal del modelo realista, que es para lo que nacieron, en favor de otra sensación de lógica dialéctica, que abre perspectivas a la realidad como un proceso, dentro del cual se halla inmerso el propio lector, activamente, y no como un ente pasivo arrastrado por la inexorabilidad de los acontecimientos lineales. En resumen, novela antigua como totalidad, frente a novela abierta, como propuesta a partir de un texto. Mendoza no puede evitar que hacia el final de su novela el cauce narrativo se haga cada vez más continuo, hasta llegar a esa síntesis argumental, verdaderamente insólita, de la que hablábamos al principio.

Se cumple así el postulado semiótico de que toda forma supone una ideología y viceversa. Y que ha de ser la ideología de la forma, como quiere Roland Barthes, la tarea de la crítica de nuestro tiempo, que rompa los moldes consagrados por ese gran monstruo que es el orden burgués con apariencia de desorden.

Veamos ahora con algún detenimiento cómo se articulan en la novela sus principales elementos significativos.


1. Elementos que repiten el modelo general


1.1. Lo inverosímil como verosímil y el hallazgo fortuito

Dos constantes caracterizan el sintagma narrativo (la anécdota y su desarrollo) en toda novela burguesa (desde Balzac a Conan Doyle), y son: la presentación de hechos inverosímiles como verosímiles en puntos cruciales del argumento, sin los cuales el relato no podría progresar. A menudo no hubiera podido existir. El segundo es en realidad una variante del primero y consiste en la inevitable aparición del hallazgo fortuito (de un objeto, de un hecho o, más frecuentemente, de una persona). Sin él tampoco progresaría la acción, y el autor se ve en la necesidad absoluta de emplearlo. Ambos recursos ponen totalmente al desnudo la falsa objetividad de los procedimientos del realismo.

Los dos se cumplen a la perfección en La verdad sobre el caso Savolta, y repetidas veces. Del primero, destaca sobre todo la manera, harto increíble, con que el comisario Vázquez deja escapar la clave del enredo criminal. Un confidente, Nemesio Cabra Gómez, va a contárselo, pero el comisario no le permite hablar. La explicación que se da en página 449, en esa especie de epílogo-resumen varias veces mencionado, no puede satisfacer: «Nemesio acudió a Vázquez, pero el comisario no le hizo caso, porque por entonces no se había percatado todavía de que la muerte del periodista y la del magnate tenían otras conexiones más intrincadas que las aparentes». Es decir, que el comisario debía haber sospechado precisamente lo que el confidente le iba a revelar. De todas formas, ya es lo bastante absurdo que un comisario se niegue a escuchar a un confidente.

En el orden paradigmático (el de los valores, principios o creencias que se infieren tácitamente del argumento, manteniendo con él una perfecta relación dialéctica, sin causa ni efecto permanentes) destaca la también inexorable fatalidad del amor, que hace del poco escrupuloso Lepprince presa fácil, y al que desbarata buena parte de sus planes financieros: «Libre de Vázquez, Lepprince pudo respirar al fin, pero un hecho imprevisible (subrayado mío) torció su vida. María Coral, a quien Lepprince seguía amando, volvió a Barcelona» (pág. 451).

Debo advertir, antes de que sea tarde, que el tono ligeramente burlón que podría desprenderse de la convencionalidad del estilo no destruye en absoluto el realismo, aun más convencional, de la historia.

Es también frecuente que el autor trate de convencer al lector de que no está manipulando el asunto, poniendo en boca de los personajes expresiones orientadas a este fin. Así, en página 157, dice el comisario: «Demasiadas coincidencias, ¿no le parece?», en un momento en que Vázquez está siguiendo una pista falsa. Con ello se aleja del lector la sospecha de que la verdadera pista no está hecha también de «demasiadas coincidencias». Del mismo modo (y el truco es muy viejo) otro personaje dice en pág. 109: «Con todo, te confesaré que siento cierta simpatía por estos personajes novelescos (subrayado mío), no muy listos, pero llenos de impulsos». Se crea así un complicado juego de perspectivas con las que seducir al lector, y no para distanciarlo y llamarlo a la reflexión, que es para lo que lo inventó el hombre que lo inventó casi todo en novela. Me refiero, claro está, a Cervantes.

Otros detalles inverosímiles (¡cuánto se burló ya Cervantes de la pretendida verosimilitud de la novela!) podría añadir, de los ocho que he contado. Pero alargarían demasiado este trabajo, que sólo aspira a esbozar una nueva metodología.

El segundo factor constante (el hallazgo fortuito) está igualmente bien representado en la ficción de Eduardo Mendoza. Sobresale el encuentro de Javier Miranda con María Coral. «Yo la he localizado, por pura casualidad (subrayado mío), y creo que se halla gravemente enferma» (pág. 241). Lo que sigue explica por sí solo la absoluta necesidad de este artificio: «Si la chica muere, la policía tendrá que investigar y pueden salir a la luz asuntos comprometedores para Lepprince y para la empresa Savolta, ¿me entiende?» (Ibídem).

Resaltaré también el encuentro fortuito de Nemesio (el delator) con los anarquistas detenidos, a las mismas puertas de la comisaría (pág. 321). Surgen así el trágico malentendido mediante el cual los anarquistas creen que él los ha delatado. Esto conduce a Nemesio a la locura y de esta manera el autor elimina la incómoda existencia de un personaje que es portador de la clave argumental. No es más que una variante de la muerte imprevista. Otros varios encuentros fortuitos jalonan el desarrollo argumental (por ejemplo, Miranda y Serramadriles en la verbena y en el hospital), todos ellos con una función muy clara en la lógica particular del relato.




1.2. El fetichismo de la intriga

Una gran zona de la novela burguesa sucumbió por entero a la necesidad de una ingeniosa articulación de los hechos novelescos, como si esto constituyera un fin en sí mismo. Cada vez más se fue buscando provocar en el lector una ansiedad específica que creciera con la evolución de los acontecimientos en torno a un enigma central, colocado al principio del relato de una manera arbitraria. En la novela antigua, especialmente en la de caballería, la función mítica del argumento descansaba en una acumulación de peripecias aparentemente inconexas, pero unidas por un oculto sentido.

La novela bizantina suponía un modelo intermedio, en el que la acumulación de peripecias realmente no obedecía a nada, pero ya despertaba en el lector la curiosidad por ver de qué modo volverían a encontrarse los enamorados. Este carácter poco consistente del modelo explica la escasa entidad histórica de estas novelas, incluida la de Cervantes, que fracasó, por la misma razón que tuvo éxito El Quijote como imitación del modelo mucho más coherente del de Caballería, aunque, repito, modelo oculto95. En este desarrollo del género, la novela se encontró por fin, en el XIX, con la necesidad de expresar una nueva realidad humana, también muy profunda, como es la alienación producida en las masas proletarias y, correlativamente, el ocio culpable de la burguesía. Ambas realidades, alienación y ocio, tenían que ser cubiertas (en la lógica del nuevo sistema social) por una forma artística trivial pero con gran poder de seducción, de entretenimiento. No importaba si, además, incluía una lección moral. Mejor dicho, preferiblemente debía incluir esta lección. A los burdos relatos de la primera mitad del XIX sucedieron pronto maneras más acomodadas al buen gusto, pero, en esencia, la nueva estructura quedaría firmemente asentada en la articulación poderosísima de un argumento cada vez más apasionante, (y por el mero placer de la intriga), con una tesis de fondo, la cual también se fue refinando hasta llegar incluso a desaparecer de la frase; no, desde luego, de la estructura significativa. ¿Cómo pudo construirse este modelo? Mediante una gran variedad de artificios, algunos de los cuales se convirtieron en las constantes que estamos analizando. Estaba inventado el realismo (y «su» realidad), perfectamente idóneo para probar las más contrarias opiniones acerca del hombre, del mundo y de las cosas. Todo, menos la cruda evidencia de la lucha de clases.

La novela policíaca sólo es un caso extremo de este fetichismo de la intriga al que me refiero (con sus múltiples ramificaciones actuales en las series de televisión), y la de Eduardo Mendoza nada tiene que envidiar a ejemplos corrientes. Lo único que hace nuestro autor es romper la secuencia de un modo artificial; justo es admitir que ello sirve para que el lector participe un poco más en la lectura, al tener que recomponer el rompecabezas de un rompecabezas, si bien queda burlado al final, pues cuando conoce el contenido de la misteriosa carta que lo explica todo, se confirma en lo que ya sabía de múltiples maneras. Se trata sin duda de una demostración de la futilidad de la intriga. Sólo que me parece un juego demasiado complicado para tan poca cosa. Y, desde luego, no daña en lo esencial al valor alienante del producto destinado a ser consumido. Quiero decir, nadie le ha evitado al lector tan largo e inútil laberinto.




1.3. Otros rasgos

Sin ánimo de inventariar todas las constantes que se producen en el plano sintagmático -cosa que aún está por hacer- de este tipo de narraciones, me referiré brevemente a los siguientes: los cambios de capítulo a base de descripciones atmosféricas o paisajísticas, cuya función es de advertencia y de relajación. La crisis del héroe en medio de una fiesta popular, buscándose el contraste entre un drama íntimo y una alegría colectiva. Las descripciones rápidas e ingeniosas de personajes secundarios (una de las grandes flaquezas del realismo, que convierte a presuntas personas en títeres al servicio de los personajes centrales, supuestamente más «Humanos»), etcétera.






2. Elementos particulares de la estructura


2.1. Del sintagma

No necesitaré insistir en el resumen final del entramado novelesco, verdadera piedra de toque en tantos aspectos de la novela. Añadiré la técnica de romper y de enlazar los capítulos, consistente en cambiar el plano (permítaseme la ligereza) en el punto en que se alude ocasionalmente a otro personaje, que se convierte en el centro del plano siguiente. No siempre ocurre de esta manera, pero su función parece obvia: suavizar la brusquedad de los cortes (acaso demasiados también), gracias a estos eslabones. Su función paradigmática es, sin embargo, más importante, pues contribuye a dar la sensación de un universo compacto, base imprescindible de la credibilidad de la novela burguesa que Mendoza había puesto en peligro al romper la línea espacio-temporal.




2.2. Del paradigma

Y a propósito de credibilidad, no se priva nuestra novela de enseñar esos contenidos latentes, como el ya citado a propósito de la página 109: «Tu amigo se creía un artista, y no era más que un asalariado. Con todo, te confesaré que siento cierta simpatía por estos personajes novelescos, no muy listos pero llenos de impulsos. A veces los envidio: sacan más jugo a la vida». Habla nada menos que el criminal-aventurero-advenedizo Lepprince, mostrando la más profunda aspiración del relato burgués: ser como la vida misma. Claro que entendiendo por vida ese algo inefable, casi inmaterial, que nada tiene que ver con la condición económica ni con los problemas éticos y sociales del hombre, sino con la pasión, el riesgo, el amor y otras cosas por el estilo, propias de tales personajes novelescos a los que en el fondo envidia Lepprince. Precisamente Lepprince, el más novelesco de todos ellos, y el más fiero defensor del beneficio económico, por encima de todos ellos también.

Se trata de un reflejo de la contradicción fundamental que desgarra al espíritu burgués y lo hace alimentarse de sí mismo, transformando cada nueva insatisfacción en un nuevo efluvio espiritual. Por un lado, la ambición de poder. Por otro, la ternura amorosa del exquisito criminal. La irremediable estupidez sentimental del cornudo Miranda, de una parte, su inconsciencia culpable, por otra. «No resulta fácil explicar las cosas que suceden en la vida», dice -¡y cómo no!- en la página 106. Pero también los aparentemente dignos, como Pere Parells, que «no vacilaría en volver a empezar, en dedicar de nuevo todas mis horas y todas mis energías a la empresa» (pág. 306), al fin y al cabo otro ferviente enamorado, aunque sea de una fábrica de armas.

Nada más elegante que una broma capitalista acerca del capital en su alocada (aparentemente) relación precios-consumo (pág. 89), o viceversa: un dramático discurso acerca de la plusvalía dirigido a los obreros por... un iluso (pág. 227). Y qué decir de las distintas muertes, imprescindibles en una imagen cabal de la vida, o del amor fatídico (aunque desde luego habrá un final feliz, increíble, para la pareja Miranda-María Coral). Todo ello compone ese gran vidriera de colores que es la ideología burguesa, por la que apenas pasa la luz, aunque, eso sí, un resplandor muy hermoso.




2.3. Los personajes

Como en toda novela que aspira a ser un testimonio social, circulan por La verdad sobre el caso Savolta un gran número de personajes de las más variadas condiciones. No obstante, el compromiso de fondo con el relato tradicional de acción le obliga a centrarse en las inevitables figuras individuales y, por consiguiente, a relegar a los demás a un telón de fondo impresionista (no diré costumbrista) a base de colores fuertes sobre dibujo borroso. Es la concepción misma de esta clase de novelas la que exige un centro de gravedad entre los personajes. Un centro de gravedad cuyas tensiones internas se acomoden perfectamente a la conflictividad de los sucesos externos de la novela, bajo la apariencia, una vez más, de un divorcio moral entre el héroe y su mundo. Lukács definió este fenómeno como la búsqueda degradada de un héroe problemático en un universo degradado. Le podríamos llamar también héroe contradictorio, por aquello que está llamado a encarnar en el plano paradigmático, a saber, las múltiples contradicciones del espíritu burgués a cuyos vaivenes se entregan gustosamente sus personajes, fingiendo pesimismo, tedio, angustia e incluso sentimientos de culpa. Aceptando, en suma, la destrucción de toda ética social en favor del beneficio económico.

Javier Miranda, uno de nuestros personajes, encarna perfectamente a este tipo de héroes que sustituyó al antiguo caballero andante (la transición está fijada, una vez más, en la figura de don Quijote, cuyos enemigos son simples proyecciones de sus demonios personales). De hecho, su papel de tonto útil le permite medrar en la escala social, siendo además el punto donde se enfrentan los intereses contradictorios de las clases, y siempre con un resultado a favor de la burguesía que le paga. Sus abatimientos y sus reflexiones inconsecuentes son el medio de que se valen él mismo y sus amos para impedir que actúe contra el orden establecido.

En cuanto a Lepprince, ya dijimos lo más esencial, por más que no sea intención consciente del autor desviar hacia él la crítica que correspondería hacer a la alta burguesía como clase, por ser precisamente uno de esos personajes «novelescos» a los que el mismo Lepprince envidia. Aquí, desde luego, se podría empezar a pensar que ha habido en Mendoza algo más que una responsabilidad inconsciente por haberse entregado al modelo de la novela burguesa, pero es un terreno en el que no voy a entrar siquiera. Poco importa al análisis semiológico lo que pueda pasar por la conciencia del hombre que escribe, y aunque su afición a hacerse notar en el relato no esté totalmente reprimida. Bastante se han alimentado ya las Historia de la Literatura y las teorías literarias de la morbosa especulación sobre el hombre-autor.

Hay pues como un doble protagonismo en la novela, al haber dos héroes contradictorios principales: Miranda y Lepprince. Podría entenderse como un desdoblamiento de la misma función, en una cara inconsciente y en otra lúcida, y como tal constituye un cierto hallazgo. Pero su auténtica función es sintagmática y obedece a la necesidad de un héroe de acción para la parte policíaca del relato y un héroe pasivo para la sentimental. La naturaleza híbrida de la novela tiene en este fenómeno su parte más lograda.

Los demás personajes de la alta burguesía catalana, los tres dueños de la fábrica, Savolta, Parells y Claudedeu, están trazados con extraordinaria benevolencia. Son, a fin de cuentas, unos honrados fabricantes... de armas, y sucesivas víctimas de la ambición personal de Lepprince.

En la clase trabajadora, ningún personaje importante con la cabeza en su sitio, pues Pajarito de Soto no es sino un visionario suicida al querer actuar sólo contra la corrupción patronal, y Nemesio es un pobre diablo que acabará loco, entregado a una monomanía religiosa, por la que cae en alucinaciones místicas cada vez que está a punto de revelar su secreto. La fuerte dosis de burla antirreligiosa en este personaje es un acierto más de construcción, por cuanto hay que deducirla de los hechos, y que en ningún momento está dicha.

Existe una zona de personajes de cierta entidad que no acaban de cuajar. Tal vez porque su función es expresar simplemente la ambigüedad en toda clase de valores. Así, del abogado Cortabanyes, no llegaremos a saber si es un astuto o un simplón, y su historia personal no lo justifica plenamente. La propia María Coral, de dudosa bailarina a amante de Lepprince, tiene demasiados cometidos. Se diría que, aparte de ayudar a los héroes principales a mostrar sus contradicciones, ella misma no pasa de ser un aliciente erótico, también imprescindible, a lo que parece, en este tipo de novelas.

No sería lícito, para terminar, que silenciáramos la documentada dimensión que tiene el relato como testimonio histórico. Líderes reales de la clase obrera, especialmente anarquistas (aparece, por ejemplo, Andrés Nin en la página 113), así como el enfrentamiento entre anarquistas y socialistas. Es excelente la secuencia de las mujeres libertarias. Inteligente la escasa alusión a la Guerra Europea, pues tiene más peso en la novela como uno de los grandes sentidos latentes de la acción. A fin de cuentas, no habría habido novela si no hubiera habido Guerra del 14. Con toda claridad, el drama de los trabajadores inmigrantes a Barcelona, especialmente andaluces, y aún más claro por su contraste con el catalanismo en tanto que «espíritu de clan» (página 107) desgraciadamente como un sentimiento nacionalista poco claro en la órbita de la lucha de clases. Todos estos rasgos secundarios de la novela son nítidos en su intención y suministran una prueba más de que el peligro para la intencionalidad se halla en la estructura significativa. Que no basta con tener ideas claras y con ser buen escritor, porque hay ciertos modelos de expresión consustanciales con la ideología dominante.








ArribaAbajoDos novelas de J. Leyva96

El año 1972 podrá ser para la literatura española, entre otras cosas, el año de las dos primeras novelas de J. Leyva: Leitmotiv y La circuncisión del señor solo97. Pocas veces la narrativa de este período ha sacudido nuestra atención con obras realmente nuevas e importantes (casos como El Jarama o Tiempo de silencio); suelen venir acompañadas de esa atmósfera de escándalo o de sorda indignación, tan saludables, no obstante, para la moral de nuestra cultura. Una cultura que, sin miedo a construir una bella frase, podríamos denominar ya como la cultura de la desmoralización.

Son obras que tienen la mágica virtud de crear incondicionales a ambos lados; enemigos furiosos y admiradores sin límite -para vergüenza de unos y otros, naturalmente-. Pero el hecho en sí ya es prueba suficiente de que estamos ante algo nuevo e importante. En cuanto al maniqueísmo de los juicios de valor -en el sentido cotidiano de este término-, he ahí un problema de los maniqueos, y no nuestro.

Al decir «nuevo» e «importante» no rebasamos las fronteras de nuestra geografía, pues las circunstancias que rodean a Leyva y el carácter general de su obra ya se dieron en otros países hace algún tiempo; por ejemplo, son las circunstancias del teatro de vanguardia y del nouveau roman98. Esto nada quiere decir respecto al socorrido tema de las influencias entre autores, pues si bien el propio Leyva confiesa que en Leitmotiv había implícita una intención de homenaje personal a Kafka, no es menos cierto que sus dos novelas presentan otros muchos rasgos comunes (Artaud, Ionesco, Borges, Beckett, Cortázar, Joyce, además de Gombrowitz y Jarry, como quería la propaganda inicial; en fin, con todos los surrealismos y simbolismos que no encajan en la novela tradicional). Demasiada familia, como puede verse, para tomarse en serio esta cuestión. Lo que sí hay que advertir desde ahora es que si Leyva experimentó en cierto momento la necesidad de expresarse en forma similar a algunos de aquellos autores, si luego se consintió a sí mismo escribir y si se ha atrevido algún editor a publicarle, es porque hasta hoy no han sido rigurosamente válidos en España los elementos históricos necesarios para la producción de esa literatura. Nos referimos, en primer lugar, a circunstancias socio-económicas.

Del mismo modo que la angustia de la segunda posguerra europea, su vacío y la humillación económica ante Norteamérica tuvieron una expresión homóloga en la literatura existencial; y así como la guerra civil española del 36 pudo dar lugar al espeluznante fenómeno de La familia de Pascual Duarte y luego a todo el realismo social, con su pobreza de expresión para un país igualmente pobre, es lógico suponer que ahora, cuando «gozamos» las primicias de un desarrollo exclusivamente económico, que ya Europa conoció en todos sus males, la literatura de Leyva exprese esa malignidad del consumo, de la cosificación y de los falsos esplendores de una sociedad para el mercado.

«Toda forma literaria nace de la necesidad de expresar un contenido esencial», dice L. Goldman, parafraseando a Lukács99. Creo también, con estos autores, que todo escritor consciente participa de ese contenido en la misma medida que los demás seres afectados por él; y así Leyva, quien no por expresarlo se libera de lo esencial de nuestro momento histórico, le guste o no le guste, sino que está tan complicado en él como cualquier otro. La razón es siempre del mismo orden: si estuviera liberado de sus temas, antes o después de darles forma, no podría hablar sobre ellos, a menos que lo hiciera de una manera superficial, como tantos otros. Por eso es tan importante que Leyva haya publicado una segunda novela, y que continúe escribiendo, según sabemos. El problema está en saber cuál es ese contenido esencial, o cuáles son ellos.

Ya hemos adelantado algo sobre la posible homología entre la estructura significativa de las novelas de Leyva y la estructura alienante de un desarrollo económico en ciernes unilateralmente dirigido a la producción para el consumo. Esto, a modo de hipótesis, y partiendo de la base de que es uno de los rasgos más peculiares del momento histórico español, por no decir el que más. Pero todavía esa estructura debe encerrar determinados núcleos semánticos (en las novelas de Leyva) y determinados contenidos básicos del medio social, que condicionan todas las interrelaciones. Volveremos sobre esta cuestión. Ahora, y todavía a nivel de hipótesis, veamos algunos textos de Leyva que pueden ir iluminando el camino:

No obstante, comprendo la irritación de mis verdugos, que castigan en mí sus propias incongruencias, la dureza del mandamiento que ejecutan, cuando no es el prepucio de un hombre lo que pretenden circuncidar, sino al Hombre hecho prepucio, mi cuerpo y mi alma reunidos en esta parte de mi sexo.


(Pp. 85-86).                


Tras haber comprendido así que es una aniquilación total lo que se persigue contra él, so pretexto de un mandato social, de una necesidad pública, el innombrado personaje de La circuncisión... tiende a idealizar su desgracia:

La realidad que distingo no está en si las montañas y las nieves sólo ocultan la ciudad a mi perspectiva sin alma.


(P. 89).                


y acabará negando la misma realidad humana:

Existimos aquí, pero no en esencia, apenas nuestro cuerpo sirve de algo, nuestro cuerpo que necesita de una operación para adquirir un sentido [...], porque somos también la consecuencia errónea de un mandamiento cruel, pájaros pensantes sin salvavidas en la pluralidad de un hecho [...] en el humilladero de nuestra impotencia, inexactos, brumosos, casi ebrios).


(P. 120).                


Lo que prueba que se va contra el hombre mismo es que la obligación de ser circuncidado es absurda, puesto que las mujeres son inseminadas de forma artificial con semillas de girasol, y ninguna falta hacen los hombres. Toda la existencia es, pues, en La circuncisión... un diálogo del hombre consigo mismo, con su desolada y absurda individualidad; un diálogo inacabado y sin conclusiones, precisamente porqué el individuo no puede escapar de una ley arbitraria, o al menos él cree que no puede escapar:

y el bisturí del sacerdote, sin embargo, no tardará en dejarnos útiles no se sabe para qué.


(P. 113).                


Para ser hombre, y no cosa más o menos humanoide, es preciso el despliegue en libertad de todas sus posibilidades concretas, y no tan sólo la de producir para consumir su propia producción, en esta especie de monólogo autófago interminable y sin sentido. Y el hombre de nuestra cultura sabe que el menor descuido en producir lo suficiente equivale a la muerte, que si no cumplimos con el mandato de ser cosa ni siquiera seremos cosa. Por supuesto que semejante situación de envilecimiento total (a partir del uso cada vez más mecanizado del sexo en el gran desarrollo económico) desborda los límites nacionales y afecta de lleno a la Europa que tampoco ha practicado un desarrollo político y cultural paralelo al de la producción; y así temen algunos que la palpable integración de gran parte del proletariado a las aspiraciones de la burguesía suponga la muerte definitiva de los valores auténticos de la persona y de su relación con la naturaleza. Y todo en medio de una gran apariencia de esplendor. De sobra son conocidos los medios de que se vale este cuerpo social para dar a los falsos valores la apariencia de auténticos. Pero falta ver cómo Leyva reproduce todo este curioso sistema.

Técnicamente podemos ir anotando una gran capacidad de despliegue sintáctico, en períodos larguísimos pero sin perder el orden lógico, la abundancia de vocabularios sinónimos, la repetición de situaciones y de motivos y el no importar demasiado sino el lucimiento verbal en torno a cuatro o cinco ideas bien machacadas a lo largo del texto. Esto se corresponde muy bien con la apariencia de riqueza en el medio social, cuando todo, sin embargo, está supeditado a unos cuantos contenidos esenciales de nuestra cultura: la propiedad privada, la familia (que lleva implícito a la anterior, más el tabú sexual), la herencia, y el lucro. Son los valores implícitos que se sirven siempre arropados por otra gran cantidad de valores manifiestos, de verdadera cáscara montada en bellos pretextos: el arte publicitario, el amor, el lujo unido al gran confort, más el saco siempre a punto de los valores llamados tradicionales, entre los cuales destaca el santuario maravilloso de las obras de arte consagradas.

Así, pues, el largo proceso de sacralización de las ideas muertas, que es el mismo proceso de culto ininterrumpido al dinero y a sus dos o tres realidades satélites, no sólo no se ha alterado, sino que empieza a experimentar un incremento aterrador, a través del cual los presupuestos de la economía liberal no han hecho sino reforzarse y ampliarse, primero con la aparición de los monopolios y, en la actualidad, con las empresas multinacionales que van concentrando cada vez más el gran capital. Entre tanto, nada impide que se editen cada vez más libros, con hermosos razonamientos filosóficos o con hermosas tragedias del hombre, que se vocifere en las tribunas públicas o se apaleen estudiantes y policía entre sí, si lo que de verdad mantiene el equilibrio económico occidental es la cadena de gastos astronómicos invertidos en Vietnam y Camboya, y contra eso ya hace tiempo que nadie toma posturas radicales.

El artista europeo supo hace ya algunos años de toda esta farsa gigante y, presa de vívido horror, se dedicó a romper con todos los moldes formales (aunque no lo logró nunca por completo) a partir de cero (más ilusorio aún), en su intento de injuriar a la burguesía y de buscar contenidos nuevos. No se daba cuenta de que también entonces le estaba haciendo el juego a la sólida estructura social con sus formas libres y nuevas, pero sus viejos contenidos gravitando aún con más fuerza en el fondo de la realidad. Un día, en efecto, pudimos horrorizarnos todos con la noticia de que a Samuel Beckett -a quien casi nadie había leído- le daban el premio Nobel, para que siguieran sin leerlo, pero ya definitivamente admitido en los anaqueles de libros caros.

De todo esto surgió la feliz idea lukasiana de que el héroe de la novela clásica era un héroe problemático y degradado, que buscaba unos valores en un universo también degradado y sin nuevas posibilidades esenciales desde sí mismo. Hoy las consecuencias de tan profunda corrupción son, por sólo citar algunas muy graves: la aparición de nuevas formas de dictadura, bajo apariencia democrática; el culto a la materia inerte, la cosificación del hombre; la destrucción de la Naturaleza y, citaremos por último, el incremento alarmante de la delincuencia.

«Todo está previsto en las normas generales de la empresa», masculla el consejero de Leitmotiv, interrumpiendo las advertencias de Arturo Can (p. 152), y dejando bien claro que el sistema quiere ser inalterable. Es claro también que lo que garantiza esta continuidad, fundamentalmente, es la participación directa de los ciudadanos en el orden establecido, su grado de complicidad personal: «El vigilante no se permitía dar explicaciones, sobre todo por no intranquilizar a los pasajeros» (Leitmotiv, p. 502), es decir, el ciudadano pacta de una manera tácita con el poder absoluto, y le entrega su libertad a cambio de no ser perturbado. Y todavía en la misma novela (p. 170): «Un ochenta y cinco por ciento de la población general se inclina por la libertad condicionada». En consecuencia, el mundo en que se mueve Arturo Can es un mundo donde la responsabilidad es sumamente escurridiza, hay demasiados sospechosos (la mayoría de ellos emparentados con el personaje) y también muchos testigos; tantos que la administración se comporta con éstos como si fueran culpables y acaba convirtiéndolos en prisioneros.

Esta situación de pérdida de las libertades (a medias consentida, a medias impuesta) conduce de inmediato a la despersonalización, a la paulatina degradación del ser humano en objeto manipulado. De ahí que en las dos novelas de Leyva, en cada una de ellas, haya un elemento material que coordina muy bien este planteamiento teórico. En Leitmotiv son los preciosos jarrones de la señora Closs; en La circuncisión... este elemento es el solio, ese extraño y polivalente mueble tan unido a la condición igualmente múltiple del personaje. Aquellos jarrones que a cada momento se están rompiendo sin motivo aparente, y cuya cohesión material interna es, por consiguiente, tan deleznable, son un perfecto símbolo de la aparente integridad moral de una sociedad cuyos individuos están desintegrados, de la avenencia pública («a la que algunos llaman paz») entre seres vacíos, en un equilibrio de formas inestable y quebradizo. No en vano suelen presentarse unidas la ignorancia, la vanidad y la violencia, esto es, el vacío personal, el culto a la apariencia y la inclinación a convencer por la fuerza. Pero el símbolo deja de ser tal símbolo cuando comprendemos que de verdad los hombres de la sociedad de consumo son, en su mayoría, meras cosas, y lo mismo es entonces hablar de hombres que de jarrones. Por eso el plano auténtico de la novela es el plano de los signos reales, allí donde las cosas tienen, como en el mundo cotidiano, un doble valor: un valor funcional y un valor arbitrario, el que quiera otorgarle el grupo, a manera de símbolo social. Se trata, en fin, del plano semiológico.

En tales términos, la significación principal de los jarrones viene a ser la de la acumulación de la riqueza, a través de una serie de grados degradantes. Primero se pierde toda relación auténtica con la cualidad del objeto (su función o su valor de uso), tomando como pretexto su belleza, originalidad, o cualquier otro rasgo formal; así se le convierte en objeto decorador. Luego se empieza a coleccionar objetos similares, llevados del mismo «amor» por cada uno de ellos; así pasamos a la relación puramente cuantitativa, pues la colección va adquiriendo un alto valor de cambio, superior en tanto que colección a la suma de los valores individualizados. Por fin, la última relación degradante, en los jarrones de Leyva, es la imposición de ser objetos destinados a una herencia de generaciones, como capital de familia y seguro de perpetuidad nominal, esto es, de apariencia. La venganza de Leyva consiste, primero, en que los jarrones se van descomponiendo en el plano simbólico; segundo, en que después de la señora Closs ya no hay más herederos conocidos. Aunque tales soluciones literarias no puedan tener un gran valor, hay que reconocer al menos que son dos accidentes que pueden ocurrirle al capital y que prueban su absurdez.

En cuanto al solio, ya hemos apuntado que su versatilidad, como carácter esencial más notorio (y paradójico), se corresponde estrechamente con el carácter indeterminado del personaje, que aquí ya ni siquiera tiene nombre. Prueba de que tal relación es directa es que, al cabo de una larga serie de desdoblamientos del que monologa100, su última encarnación es en la persona de su propio verdugo, quien está sentado en el mismo solio. Por lo demás, está bien claro en estas transformaciones que todo cambio cuantitativo origina un cambio cualitativo, esencial, como puede ser el llegar a convertirse uno en su propio opresor; lo cual, por supuesto, no está tan lejos de lo que ocurre realmente, cuando acumulamos demasiadas transigencias y demasiado consentimiento con lo que no nos conviene.

La falta de solidaridad humana es puesta de manifiesto por Leyva, también como un valor, declarado y no implícito, de la novela:

«La violencia se expande como una epidemia, nadie sabe cómo librarse del impulso irresistible de maldecir, de zaherir y abochornar a su vecino, que del mismo modo obedece a tan cruel instigación» (La circuncisión..., p. 110). Ya lo habíamos dado como consecuencia última del estado actual de degradación, en que el individuo no encuentra más solución que la falsa solución de atacar caprichosamente a los demás, como índice de la libertad auténtica que un día pudo tener. Cunden entonces el odio, la aniquilación y la guerra. (El pasaje es muy largo y muy abundativo, como siempre que Leyva decide redondear bien un tema fundamental).

Y a todo esto, ¿qué puede hacer el arte? Es más, ¿por qué tener que plantear siempre la misma cuestión? ¿No se ha hecho ya suficientemente y se ha visto que en realidad el arte no puede hacer nada positivo? Siempre se arguye que, cuanto menos, puede plantear las situaciones reales y provocar en el lector una reacción crítica, de rechazo. Que lo importante es lo que a continuación haga ese lector, pero que eso ya no afecta al arte en absoluto. Bien entendido que el planteamiento de una situación real no tiene por qué ser «realista», pues esto equivaldría a un dogmatismo impropio de la realidad. Un poco tarde, en fin, se le empiezan a reconocer a Kafka grandes valores de crítica social, al tiempo que ya casi nadie cree en buena parte de lo que se hizo bajo la normativa del realismo social. (Tampoco hay que decir que este último ha sido completamente inútil). Adoptar posturas extremas en uno u otro sentido equivale a identificar una cierta retórica con una cierta moral.

En este orden retórico y estilístico, lo más que se puede llegar a sentar, como rasgo probablemente más reaccionario que revolucionario, es una provocación vulgar a la sintaxis, so pretexto de una gran libertad expresiva -como la aparente libertad del lenguaje publicitario, pongo por caso-, unida a los juegos aislados de palabras y al exhibicionismo terminológico en general. Diríamos que esto es una forma de complicidad con la estructura alienante del medio social. En cambio, una forma de colaboración con el espíritu de progreso efectivo para el hombre suele ser el descubrimiento de nuevas posibilidades en el interior de la propia lengua, en orden a expresar contenidos nuevos; es decir, nuevos hallazgos en el plano semántico a través del uso en profundidad y extensión de la sintaxis, lo que, por descontado, es técnicamente más difícil que ese desenfado de algunos otros. Y Leyva lo sabe muy bien. No sé si consciente o inconscientemente, pero eso importa poco desde el punto de vista estético. Por esa razón no viola nunca las normas del sintagma, ni acusa un desmedido interés por las palabras nuevas, ya sean neologismos o construcciones personales. En cambio, investiga y obtiene resultados estimables con una sintaxis en general poco trabajada por las últimas promociones de escritores españoles. No tiene, pues, nada que aprender de la gramática (en el sentido de cierta acusación que se le hizo), sino mucho nuevo que seguir descubriendo. Como ejemplo, sirva el mismo título de su segunda novela: La circuncisión del señor solo. Ha bastado aquí agregar un nombre a un sintagma demasiado hecho, una verdadera lexia, para descalabrar todo su sentido religioso y ponernos ya en antecedentes de la gran ambigüedad de la novela. Para colmo, las mayúsculas del título nada aclaran, pues quién es este «señor»; ¿llevaría «solo» acento, en caso de ir en minúscula, para ser adverbio o adjetivo, etc.? Ambigüedad y un cierto humorismo inevitable, que se nos ratifican ya hacia el final de la novela: «Nada somos frente a la ambigüedad que nos fecunda» (p. 120), con esa comicidad que tiene siempre la frase solemne y sin sentido lógico.

Hay un rasgo distintivo de la novela burguesa que persiste en las de Leyva -como persiste en casi todas las llamadas «antinovelas»-, y es que la ruptura del personaje («héroe» lo llamaba Lukács, que es también el padre de la idea) con su mundo no llega a ser total, ni puede serlo, pues entonces si que se acabaría con la novela. El personaje -quienquiera o como quiera que sea- tiene que encontrarse en el centro de esa tensión contradictoria, romper y no romper, querer y no querer desligarse y liberarse de toda rémora acomodada. Lo que ocurre, hay que repetirlo, es que la burguesía no ha cambiado en lo esencial. El día que lo haga, entonces sí es más que probable que desaparezca la novela.

Como bien puede imaginarse, este postulado pone al autor en situación más que difícil. Todo depende de que se sepa mantener un cierto y delicado equilibrio de formas. Por un lado, tiene que expresar fielmente lo que es nuestro mundo, y Leyva lo consigue dándole a sus relatos una forma aparentemente liberada y «fantástica», pero en torno a muy pocos contenidos esenciales; tal como aparece la estructura de las sociedades occidentales en desarrollo económico. Pero lo grave, desde un punto de vista ontológico, es que si esta homología responde a un verdadero trasplante del plano real al plano estético, el propio Leyva tiene que estar complicado en la perversión de su mundo (como decíamos al principio), que es la perversión de la novela misma como tal producto burgués destinado a ser consumido por burgueses. Ocurre, sin embargo, que esta situación apenas se plantea conscientemente, y cuando lo hace, el novelista actual suele dejar de escribir. Con una sola vez, misión cumplida. (Por supuesto, esta «sola vez» no hay que entenderla forzosamente como una sola novela; puede tratarse de una unidad compuesta por un conjunto de obras que completan un único sentido, aunque por regla general esta clase de autores acaba repitiéndose demasiado). No es como el novelista del XIX, que podía permitirse el lujo de escribir varias series completas, porque de verdad su mundo estaba cambiando a ojos vista y a cada momento parecía que se fuera a inaugurar una era. También, desde luego, se debía a una apariencia de cambios esenciales, motivada por la rapidez con que evolucionaban las relaciones de producción y la producción misma. Por eso fue un género tan abundante en ese siglo, y tan rematadamente burgués.

¿Cómo, entonces, expresar al mismo tiempo su disconformidad crítica con ese mundo? Sin duda Leyva, como casi todos los seres conscientes, acaba cediendo a la tentación de la lógica en lucha siempre mortal contra la estética, y acaba permitiendo que los valores implícitos de sus obras (aquellos cuatro o cinco contenidos esenciales) afloren también en forma de sentencia y de juicio manifiesto. (Sirvan como ejemplo casi todos los citados hasta ahora de sus novelas). Pero con esta medida, y por mucho que quizá le pese, acaba rematando la homología de sus obras con la del medio social español, hoy. También aquí se producen cada día más declaraciones de principios, como urgirlos por la necesidad de tomar posturas ante algún inminente cambio, (repárese en la fecha en que está redactado este artículo, 1974, vísperas del final del franquismo), mientras la economía del país y aquellos cuatro o cinco valores esenciales serán, en último extremo, los que decidan qué puede ocurrir o qué puede no ocurrir, al margen de todo decálogo. En fin, no creo que Leyva se engañe; él debe saber muy bien que la forma de incidir sobre la sociedad para que cambie no es escribir novelas. Nunca lo ha sido.

Quiero adelantarme a la objeción que suele hacerse al planteamiento de la homología de la obra de arte con la sociedad, en el sentido de que se trata sólo de una homología entre estructuras: la estructura del relato con la estructura de la sociedad. Permítaseme recordar que lo que da entidad a los hechos todos es estar insertos en una estructura (dinámica, autorregulable, etc.), y que, por tanto, lo que es significativo es la estructura misma. Por eso se dice que para que haya verdadero cambio ha de ser un cambio de estructuras. En consecuencia, quitar artificialmente un contenido que estaba encajado en una estructura y sustituirlo por su contrario, o por otro, equivale a no hacer nada. El nuevo contenido acabará adquiriendo el valor general de la estructura entera, aunque mirado muy de cerca y con lupa pudiera parecer contrario a ella.

Por este motivo, los juicios más o menos velados de Leyva a lo largo de sus relatos perjudican, qué duda cabe, a la unidad estética del conjunto expresivo. No obstante, él lo ha elegido así, y debe aceptar su responsabilidad, también en el plano estético. Dicho en forma de eslogan podría ser: la estética burguesa no puede corroborar nunca la ética revolucionaria, y todo lo que se insista en ésta va en perjuicio de la otra. De ahí que muchos autores del realismo social no llegaran a ser nunca buenos novelistas. Para serlo hay que aceptar, como Leyva, el riesgo de ser confundido y peor interpretado; es más, el riesgo de ser lo contrario de lo que se quiere ser.

En algunos de esos pasajes, Leyva es absolutamente consciente de tales contradicciones: «[...] o a todos cuantos componemos este grupo de gente aterrada, pero satisfecha..., contentos al fin de haber sido perseguidos por la persecución». (La circuncisión..., p. 30). Incluso se deja invadir por un cierto mesianismo. «[...] instigado brutalmente a cumplir la penosa obligación de transportar las culpas ajenas y no demostrar fatiga alguna por esta imposición» (p. 39). Y conoce de sobra lo que no es eficaz: «Sus opiniones fueron siempre desestimadas, tal vez por exponerlas precisamente desde la ventana, y como consecuencia se convirtió en un individuo marginado, oscuro e impersonal» (Leitmotiv, p. 35).

De ninguna manera quiere decir esto que Leyva no sepa estetizar sus ideas y sus principios. Lo hace admirablemente, bien a través de la palabra perro, por ejemplo. Veámoslo de cerca (todos los ejemplos son de La circuncisión...):

«[...] a través de la piel de mi huésped puedo observar la rama que ocupa su interior, hay un perro agazapado en un hueco de sus costillas».


(P. 106).                


«El pensamiento del huésped pertenece a la única certeza previsible, mi futuro es un perro triste, una hora sin clave en perspectiva».


(P. 107).                


«Muevo también mis andrajos, muestro el vinagre de mi saliva al loco huésped de relojería que me sigue en el cráneo, es un perro sin piedad, tiene un cadáver en la horizontal de su aliento [...]».


(P. 108).                


«[...] la arruga es un trapo, el trapo es un hueso, el hueso es un perro, el perro es un ojo, el ojo es un leño, el leño es un hacha [...]».


(P. 123).                


«[...] los huérfanos continúan llorando en el moderno hospicio, los perros aún repiten el aullido del primero, los criados todavía permanecen fieles a los señores, los humildes hacen los trabajos más ingratos [...]».


(P. 129).                


«[...] la única forma que ahora poseemos para expresar nuestra incapacidad es el aullido, el rencor y la amargura se traducen en horribles ladridos...; las cosas permanecen mudas y anonadadas, si hay algo en ellas todavía razonable nunca lo sabremos, el perro que las compuso no se manifiesta, su silencio carece de interpretación».


(P. 135).                


«[...] mi propio cuerpo, que, no obstante, entrego a la pasión ajena sin objeciones, de cuando en cuando entreabro los labios para exteriorizar este sentimiento, y sale, contra mi voluntad, la afirmación maldita: gozáis a un perro muerto».


(P. 157).                


(Los subrayados son míos).

La palabra, como puede apreciarse, va haciéndose más significativa de un modo gradual, con el desarrollo de la estructura general; desde una simple imagen casi perdida en el interior de ese alter-ego (el huésped) que todos llevamos dentro, pasando por una metáfora de tristeza en el pensamiento, por otra de la crueldad con que ese otro yo nos trata, o por ser un elemento discretamente introducido en la cadena de identidades en la totalidad del ser (y con tamaña responsabilidad semántica), llegando a considerarlo como divinidad silenciosa y mezquina (y es curioso que en este pasaje ya va precedido de los términos concomitantes «aullido» y «ladrido», muy lejos de aquella modesta presencia del primer ejemplo), para acabar identificándolo con el yo de la sexualidad insatisfecha (así es más o menos en Freud) en los demás, cuando es demasiado tarde, porque el personaje ha muerto.

El contenido que se nos ofrece está entonces sólidamente afirmado por este enriquecimiento semántico, sólo posible gracias a una jerarquización de contextos cada vez más concretos a nivel de párrafo.

Es claro, entonces, que las novelas de Leyva, como ninguna otra novela actual, por muy «revolucionario» que sea su aspecto, no representan un cambio cualitativo del género. Para ello sería necesario que toda la estructura significativa cambiara, pero después de cambiar la estructura social. Lo que sí suponen estas dos obras es un avance muy importante con arreglo a las modificaciones cuantitativas de la realidad histórica, que desde luego han sido muchas a lo largo de los últimos treinta años. Que tal cantidad de cambios cuantitativos pueden producir un cambio cualitativo en determinado momento, es cierto; pero no sin la decidida colaboración de todos los que han alcanzado el grado de conciencia suficiente. Sería muy triste pensar que esta colaboración se reduce, por parte del novelista, a pintarnos un mundo ya cambiado gracias a su potente imaginación. Tal cosa sólo serviría para encantar a las mentes abatidas por la desesperanza. Esto es lo que hace en buena medida el arte «progre», los intelectuales de boca atrevidilla, las místicas y los divinismos de cualquier color.

Uno quisiera creer que, por el contrario, muchas de esas manifestaciones artísticas, al margen de su valor estético (que ahora no estamos discutiendo), sirven para ir creando ese estado de conciencia necesario en la colectividad cuando se avecina la posibilidad de un cambio cualitativo. Pero si miramos el ejemplo de los países europeos que ya hace tiempo conocieron todo este estallido de nuevas formas artísticas, no se sabe qué pensar.

Las novelas de Leyva es seguro que, al menos, representan la rapidez y la concentración de los cambios sociales, y en tal situación se constituyen en síntomas de algo que parece acercarse a su límite anterior al cambio radical, o a la posibilidad de que éste llegue. La cuestión en si esas novelas penetran en una masa de lectores lo bastante amplia como para que actúen como formas de conocimiento de un estado social, en este caso la descomposición acelerada de la condición humana por causa de un desarrollo exclusivamente económico. Sólo tres mil ejemplares se hicieron de Leitmotiv, en su primera edición, que aseguran se ha agotado en un año. Aun así, es seguro que hayan ido a manos de los acaparadores de novedades en su mayoría. En cuanto a La circuncisión..., es muy reciente aún para poder decir nada. Pero su lectura, más que difícil para cualquiera, no permite pronosticar grandes éxitos de público. De modo que, una vez eliminada la acción revolucionaria (porque no es cosa del arte) y la acción concienciadora (por dificultades, digamos, de orden técnico), nos quedan, como siempre, el valor de síntoma para expertos en sociología, y el valor de testimonio para el futuro. El lector podrá elegir cualquiera de las dos posibilidades. Si además se da la circunstancia de que estas novelas «le gustan», algo ganará101.

Que el autor me perdone por presentarle así el panorama de la posible efectividad social de su obra. Créame que no lo veo de otra forma. Conste, sin embargo, que me estoy apoyando en ciertas declaraciones suyas en la presentación de su segunda novela en la Universidad de Sevilla. Principalmente, ésta: «Personalmente opino que el ser humano debe tender a guardar silencio, pero hay una serie de condicionamientos en que uno debe proyectarse escribiendo, enseñando o en cualquier otra faceta del individuo»102. Y también cuando, en el mismo acto, declaró que no tuvo nunca el menor interés en publicar.

Es evidente que la creencia en la misión redentora de la literatura tiene cada día menos adeptos, y nos parece bien; porque eso quiere decir que al menos va entrando la idea de que ninguna forma literaria o artística en general es vanguardia de su tiempo ni precipitadora de apocalipsis, como quiso hasta la saciedad la ideología romántica y como siguen queriendo los que sueñan con una revolución cultural sola, y otras entelequias.

Ya entre sí las dos novelas de Leyva presentan un cambio de bastante importancia, como es el paso del personaje definido (Arturo Can, en Leitmotiv) personaje indefinido (La circuncisión...), con otros cambios paralelos: del tiempo pasado en tercera persona, al monólogo en presente. Esto sigue significando una evolución, un deseo consciente de pasar del relato sintético y lineal, en los que el distanciamiento del imperfecto y la tercera persona presentan los hechos en una sola versión, al relato analítico en que al menos se insinúa, por medio de la hipersensibilidad del yo obsesionado, que todo puede ser de muy otra manera a como este yo siente y piensa. También marca un grado de evolución en el autor, desde un cierto fingimiento de sus responsabilidades personales a un cierto reconocimiento de su parte de culpa103.

Otras diferencias entre las dos novelas las daremos esquemáticamente en forma de oposiciones. Los rasgos a la izquierda corresponden a Leitmotiv, y los de la derecha a La circuncisión del señor solo:

Anécdotas reducidas. Desaparición total de la anécdota.
Personajes con nombre. No personajes.
Semantismo del compromiso y la norma más que la ley. Semantismo del mandato y la ley.
Muerte de algunos. Muerte de todos.
Mayor sentido lúdico del lenguaje. Lenguaje más austero.
Referencia más acusada a la realidad común, en general: objetos, profesiones, instituciones, etc. Casi nada de todo esto.

Habría que confrontar estos rasgos con datos comprobados en la génesis de ambas novelas. Pero aunque se produjera alguna sorpresa (tal como, por ejemplo, que la segunda fuese escrita antes que la primera, aunque apareció después), no sería motivo para alterar lo sustancial de esta evolución.

Pero quizá resulte más positivo estudiar los rasgos comunes, de los que se deriva la consecuencia semántica que ya hemos tocado varias veces. Básicamente, la renuncia a un argumento, a una localización temporal y a otra espacial; la renuncia a todo psicologismo, conducen, al igual que en todas las novelísticas europeas que practicaron esta preceptiva, a una hipertrofia de otros elementos narrativos tradicionales: las imágenes, las connotaciones simbólicas y el propio lenguaje como materia de investigación y de experimentación.

Al margen de toda actitud sociológica (lo que sólo es posible en abstracto), es lícito cualquier intento del hombre por hallar universos imaginarios, y en este sentido la discusión de la novela de Leyva se acabaría diciendo: sólo se trata aquí de ser capaz de internarse, de perderse y de contactar con algo que nada tiene que ver con nuestro mundo, salvo por meras coincidencias. Y, desde luego, no sería lo peor. El hombre es libre, incluso de olvidar qué es, dónde está y para qué hacerse preguntas. Leyva es capaz de impulsarnos, por la originalidad de sus imágenes, a los ámbitos más raros, de sugerirnos con una palabra fugazmente dicha un nuevo abismo, sobre todo en las enumeraciones de cosas dispares, entes monstruosos, dramáticas apelaciones, incoherencias, disparates... Poco a poco, vuelve a hacerse intuitiva esa vaga consigna jamás escrita de que al ser llegaremos, si llegamos, convertidos en imagen surrealista, por una especie de ontología casual dada en la combinatoria del lenguaje. Que no importa que sea falaz la atemporalidad (porque siempre existe, al menos, el tiempo del autor y el del lector, y sus espacios respectivos), que ya no importa que por estar en un mercado todo lo que hacemos tiene un precio inexorable; aun el lirismo inútil:

Un nocturno pájaro deforme que anidó sobre el alero de una cariátide; venas de mármol y una queja de soledad entre las cejas. Se desplazaron las dimensiones y todo dejó de ser; ni siquiera algo que escuchar. Solamente la estatua y el pájaro, semiocultos por la niebla, grises los relieves. Hizo un movimiento el pájaro y del alero cayeron briznas de escarcha; por el contorno de la figura se escurrieron las gotas serpenteando y al romperse el equilibrio se llenaron de somnolencia sus extremidades; un rugido de impaciencia procedente de sus cuencas abiertas a la profundidad se escuchó. Aquilatados los ojos, yerta la pequeña forma de su cuerpo; de entre las ramas se descolgó otro pájaro y la cariátide se resintió por el peso. Después comenzó a nevar y ambos pájaros ahuecaron las alas, y un reguero de vaho se iba mezclando con la creciente blancura. Los pájaros estaban heridos: al derrumbarse la cariátide, al desmoronarse el alero, piaban moribundos al compás de los golpes de la azada negra del tiempo. La muerte entabló su coloquio con las aves y la niebla; pequeñas hilas de luz se escapaban de sus alas [...]. Fue necesario practicar un agujero en el pecho de la cariátide y poner en el hueco ambos cadáveres; ya las hormigas habían adquirido un aire encantador a causa de las molestias tomadas; la cariátide se desmoronó por la base y una triste mueca se dibujó en su rostro.


(Leitmotiv, pp. 261-262).                




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