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ArribaAbajoLibro II

Motín contra Esquilache.-Agitación en las provincias.-Hábil política del presidente del consejo.-Extrañamiento de los Jesuitas.-Contestaciones con Roma y el obispo de Cuenca



ArribaAbajoCapítulo I

Motín contra Esquilache


Celo del ministro de Hacienda.-Continuas mercedes que recibe.-Su grande ascendiente.-Enemistades que le produce.-Reformas a que da impulso.-Bando sobre capas y sombreros.-Su inobservancia.-Sucesos del Domingo de Ramos.-Desorden mayor a otro día.-Otorga el Rey cuanto piden los sediciosos.-Júbilo de la plebe.-Se ausenta el Monarca de la corte.-Renovación del tumulto.-Ocurrencias del Martes Santo.-Memorial del gobernador del Consejo.-Resolución del Soberano.-Se sosiega la plebe.-Destierro de Esquilache y de su familia.

Sin aumento de los tributos se cubrieron todas las atenciones públicas durante los seis primeros años del reinado de Carlos III; ventaja no conseguida jamás por los monarcas de origen austriaco ni por ninguno de los tres Borbones que le precedieron en el trono. Aunque halló más de doscientos millones de reales de repuesto a su venida a España, con ellos hubo de satisfacer obligaciones descuidadas antes, y de ocurrir a gastos extraordinarios como el de una guerra, corta en duración y larga en accidentes de ruina, el de las bodas Reales de la infanta y el príncipe de Asturias, y el de la indemnización por el Placentino al soberano de Cerdeña. Estos enormes desembolsos no impidieron que los acreedores del Estado cobraran anualmente el seis por ciento, reducido solo en 1765 y 1766 al cuatro, ni que se destinaran además diez millones de reales para las transacciones que los interesados propusieran voluntariamente, y cuatro para recoger por entero los créditos que no llegaran a cien duros.

Muchos de estos efectos debíanse a la buena voluntad de Esquilache, que, aun desviándose pocas veces de los caminos rutinarios, se esforzaba en desterrar abusos; hacía inspeccionar las rentas de las provincias por visitadores especiales; activaba la reversión a la Corona de las numerosas enajenaciones que daban testimonio del desgobierno antiguo; disminuía los empleados para simplificar la acción administrativa, y aumentaba los sueldos para que la moralidad y la pureza dilataran más y más sus raíces; todo sin desperdiciar coyuntura de menudear las mercedes, con el fin de formarse una clientela de agradecidos entre los que le podían originar daño. No poco le venía de las continuas distinciones con que le privilegiaba el Monarca, y del ingénito prurito de poner las manos en todo. Teniente general era sin haber hecho figura en la milicia337: su primogénito había saltado rápidamente en España de teniente coronel a mariscal de campo: su hijo segundo, todavía adolescente, disfrutaba la renta eclesiástica de un arcedianato muy pingüe: su hijo tercero, casi antes de salir de la cuna, estaba nombrado administrador de la aduana de Cádiz, sirviéndola durante su menor edad un sustituto a elección del padre: tres mil duros se le concedieron de supervivencia, para asegurar mejor el bienestar de su familia; y aun susurróse que sólo por anticipar a Carlos III la noticia de trasportarse una gran cantidad de dinero de Cádiz a la corte, se le regalaron setecientos mil reales. Elevado al ministerio de Hacienda a la venida del Monarca, obtuvo por división de Wall el de la Guerra; desde la muerte de Campo de Villar hasta la toma de posesión de Roda, ejerció interinamente el de Gracia y Justicia: a medida que iban ensayándose las reformas, su nombre sonaba en las Indias con mayor autoridad que el de Arriaga; y como los ministros extranjeros conocían su gran ascendiente, alternaban las visitas a la secretaría de Grimaldi y la suya para los negocios de Estado. Voluntariamente metido en tantas y tales incumbencias se le multiplicaban los enemigos. Fuera de que, por opuesto al Pacto de Familia, no le querían bien los franceses, le miraban además de mal ojo los que medraban a la sombra de los abusos por el perjuicio que les traían las reformas; los parciales de la preponderancia monacal por innovador y regalista, y el pueblo todo por su calidad de extranjero. A lo cual se agregaban las murmuraciones sobre la conducta no limpia de su mujer doña Pastora, de quien se dijo que negociaba las gracias Reales tan sin cautela, que apenas faltaba otra cosa que la voz del pregonero para dar a su casa las apariencias de los lugares donde se adjudica al mejor postor lo que se saca a pública subasta. Notando el escándalo y buscándole explicaciones se propasaba la maledicencia a fraguar y esparcir entre el vulgo especies calumniosas y deducidas de la circunstancia de tener la marquesa un hijo cada año, de ser aún joven y agraciada, su marido poco robusto y viejo, y el Rey de buena edad y viudo.

Por consejo o con intervención de Esquilache se adoptaron providencias dignas de loa, como el establecimiento de montes píos destinados a socorrer a las viudas y huérfanos de militares y de los demás servidores del Estado; el del colegio de Artillería en el alcázar de Segovia, de donde muy pronto salieron oficiales que son gloria del arma, y héroes que abrillantan las páginas de nuestros fastos; el de la lotería, para fomentar las casas de Beneficencia, y muy particularmente el del comercio libre de granos con abolición de la tasa, para que así en los años estériles como en los abundantes fuera igual y recíproca la condición de vendedores y compradores338

. A la policía y ornamentación de Madrid comunicaba el marqués fuerte impulso; desde 1761 se iba poniendo por obra el empedrado de las calles y la limpieza de día y noche, a tenor del plan concebido por don Francisco Sabatini, general de ingenieros: en 1765 se dispuso que todos los años se alumbrara desde el 15 de octubre hasta el 15 de abril la villa: se había concluido el paseo de las Delicias fuera de la puerta de Atocha, y se proyectaba el del Prado: ya habitaba la familia Real el Palacio Nuevo: se veía próxima la conclusión de los suntuosos edificios civiles de Correos y de la Aduana, y muy sobre los cimientos la fábrica de San Francisco el Grande, que, entre los monumentos religiosos, es de los mejores de la corte339.

A la sazón y tras dos años de muy malas cosechas, se cumplían los seis que los descontentos habían predicho de reinado y vida al Monarca: bajo las bóvedas de los templos oíase con harta frecuencia a varios ministros del culto prorrumpir en amenazas de vicisitudes por los pecados de los gobernantes: tan rigurosamente corría el invierno de 1765 a 1766, que se helaron las aguas del mar hacia las costas de Vizcaya340: dos cuartos se había subido el pan a tiempo de celebrarse las fiestas por las bodas del príncipe de Asturias; y Esquilache trabajaba sin tregua por que lo hubiera en abundancia, comprando granos en Sicilia341, estableciendo almacenes de ellos en Valladolid y San Clemente, y auxiliando con los de Madrid a los pueblos de diez leguas a la redonda, para todo lo cual se necesitaban muchos millares de fanegas. En circunstancias tan críticas a, todas luces, publicóse del 10 al 11 de marzo de 1766 un bando que obligaba a los madrileños, sin excepción de clases y bajo pena de prisión o de multa, a recortar las capas y a convertir en sombreros de tres picos los sombreros gachos342.

Tan inoportuno precepto causó muy general y significativo disgusto, con especialidad por los barrios bajos, que entonces constituían una población aparte y preponderante hasta cierto punto, como que las clases altas solían imitar sus trajes y danzas por moda, y letras y artes daban no escasa celebridad a sus tipos, y ni las personas más graves se desdeñaban de referir y comentar los incidentes de sus costumbres, rivalidades y pendencias. Pocos madrileños dejaron de vestir a, su modo. Primeramente recorrieron los alcaldes de corte sus particulares distritos, exhortando con blandura a la observancia de lo mandado, y se fatigaron sin fruto: despues los alguaciles, acompañados de sastres, metieron en los portales a los desobedientes, y allí les apuntaron los sombreros y les recortaron las capas, cuya violencia amilanó a los pusilánimes, ofendió a los sensatos, y estimuló para buscar ruidos a los valentones: por último, encomendóse al brazo militar la ejecución del bando, y de resultas los inválidos anduvieron calles y plazas, haciéndose obedecer por los que iban solos y siendo burlados por los que se juntaban en grupos. No faltaron quienes se ufanaron osadamente de pasearse con el embozo hasta la nariz y calado el sombrero por delante de los cuarteles y cuerpos de guardia: a los que se plantaban audaces contra los inválidos o alguaciles, se agregaban muy pronto auxiliares que ponían a los representantes de la autoridad en huida; y tan luego como aparecía puesto el bando, lo arrancaban iracundos hombres del pueblo y lo sustituían con pasquines y anuncios de haber tres mil españoles resueltos a defender la capa larga y el sombrero gacho, y armas para todos los que acudieran en su ayuda.

Así las cosas, el Domingo de Ramos de 1766, que cayó a 23 de marzo, presentóse como a las cinco de la tarde en frente del cuartelillo de la plazuela de Antón Martín un embozado con ademán provocativo, pasando lentamente de arriba abajo sin dársele nada de la tropa. Indignado el oficial de tamaña insolencia, se le acercó y le dijo: -¡Oye usted, paisano! ¿No sabe usted la orden del Rey?- Ya la sé, contestó el embozado.-Pues entonces, ¿por qué no la obedece usted y se apunta ese sombrero?- Porque no me da la gana.-Sin proseguir diálogo tan violento más adelante requirieron la espada uno y otro: el oficial llamó a los suyos: el embozado dió un silbido, a, cuya seña por una de las calles contiguas desembocaron treinta hombres con armas, y como vinieron de pronto, sin necesidad de esgrimirlas, se las quitaron a los soldados. Conseguida la fácil victoria y formados en ala, subieron por la calle de Atocha, cogiéndola de acera a acera y gritando concordes ¡Viva el Rey! ¡Viva España! ¡Muera Esquilache! voces repetidas de voluntad propia o a la fuerza por cuantos hallaron al paso, y que más o menos gustosos hubieron de engrosar el tumulto. Cerca de la plazuela del Ángel llegaba este, cuando se metió por medio una berlina con dos mulas, y parándose cortos instantes, el que iba dentro repartió unos papeles a los alborotadores: Vosotros seguid la liebre, que ella se cansará, les dijo en voz alta, y luego partió la berlina al galope. Aquellos papeles eran los Estatutos del cuerpo erigido, por el amor español en defensa de la patria para quitar y sacudir la opresión de los que intentaban violar sus dominios. Allí se aconsejaba al pueblo suma prudencia y confianza, subordinación a lo que a primera voz les ordenaran los jefes, cariño fraternal para manifestar sus instancias, sin combatir mientras no se cogieran presos; estos declaración solo que, oyendo las voces, se agregaron a los que las proferían por creerlas justas; con júbilo aclamarían todos al Rey, si les otorgaba las peticiones; insistiría en que se dejara ver de sus vasallos, si difería sancionarlas por malos consejos; en caso de necesidad, se harían con armas y buscaría quienes las esgrimieran entre el vecindario, no desmayando nunca en pedir la cabeza de Esquilache; de nada carecerían las familias de los que fueran presos o escasearan de recursos, y se castigaría de muerte al que cometiera acción de villano.

Otro impulso que el subitáneo de las turbas revelaba, pues, el motín naciente y pronto engrosado en la Plaza Mayor con los muchos grupos apercibidos al lance, y que por todas sus avenidas subían o bajaban de los diversos barrios. No menos de tres mil personas cruzaban ya la puerta de Guadalajara a tiempo de volver el duque de Medinaceli, caballerizo mayor, de Palacio, donde acababa de dejar al Rey, que, de caza en la Casa de Campo aquella tarde, se retiró de prisa y con susto al rumor del desusado movimiento. Este magnate era bien quisto entre la muchedumbre por rumboso, y valido de su ascendiente quiso aplacarla; mas no pudo su voz dominar la de tantos como le aclamaban a una y pedían la cabeza del marqués de Esquilache, y los más próximos a la portezuela del coche sacáronle en hombros para que apoyara sus peticiones en Palacio. Ya arriba, expuso lo acontecido el duque: fiado el de Arcos en gozar también el favor del vulgo, bajó prestamente y con ánimo de procurar que se retiraran los sediciosos, y lo consiguió sin esfuerzo, porque a los instigadores del tumulto les ocurrió ser más expedito sorprender a Esquilache a lo último de la calle de las Infantas y en la casa de las Siete Chimeneas, que era la suya. Al llegar a ella solo encontraron la servidumbre: el marqués había pasado el día en el Real Sitio de San Fernando: tuvo noticia del motín junto a la puerta de Alcalá y torció a la mansión regia por la ronda: la marquesa estaba en el paseo de las Delicias, y al saber el suceso corrió a su casa, tomó sus joyas y buscó refugio en el colegio de las Niñas de Leganés, donde se educaban dos de sus hijas. Forzada la puerta con oposición de los criados y muerte de un mozo de mulas, se derramaron los de la plebe por las habitaciones y despojáronlas de lo más precioso, arrojándolo por los balcones y prendiéndolo fuego. Algunos propusieron hacer lo mismo con la casa; pero bastó que lo calificaran otros de injusto, pues era propiedad del marqués de Murillo, español sin culpa y por tanto libre de pena, para no mencionar más la especie. Hartándose de perniles y vino y regalándose con buen tabaco, fueron a la calle de San Miguel y a la casa del marqués de Grimaldi, sin propasarse por fortuna más que a romper las vidrieras de las ventanas: lo propio ejecutaron con los faroles en odio al marqués de Esquilache, autor de tan importante mejora, y solo dejaron a vida los del palacio de Medinaceli: a cuantos hallaron a pie o en carruaje compelieron a desapuntarse los sombreros: no cesaron de correr calles ni de esforzar las voces con que empezaron el alboroto; y rendidos los unos de cansancio, tomados los otros del vino, y todos sin el feroz coraje a que provoca la resistencia en una población sublevada, dejaron silenciosa la de Madrid a media noche, no sin encender antes en la Plaza Mayor una hoguera y quemar allí el retrato del marqués de Esquilache.

Con la seguridad de que se hallaba este ministro de Hacienda en Palacio, y la sospecha de que, lastimado el Rey de su conflicto, le dispensara mayor confianza, se presentaron los del motín el lunes 24 desde muy de mañana más enardecidos; y a compás de los rumores divulgados sobre la existencia de estrechísimas órdenes para que la justicia ordinaria y la tropa arrestaran a cuantos se viesen con embozo, se les incorporaron grandes refuerzos de mujeres que encorajaban a sus deudos y amigos, de muchachos que hacían ruido y bulto, y de hombres que, por temer la zumba de sus convecinos y camaradas, echábansela de valientes, o que, alentados por la buena fortuna de los que se desmandaron el primer día, no la esperaban peor el segundo, y más aumentándose los auxiliares, o que fiaban en que, aun vencidos, como eran tantos, no habría castigos para todos. También este día se dirigieron a Palacio, y pugnaron de tal manera por trasponer el arco de la Armería, que las tropas hubieron de hacer algunas descargas, apuntando alto para infundirles miedo sin maltratarles a quema-ropa. Muertos y heridos resultaron no obstante de ellas y de los sablazos que dieron los guardias de Corps al querer disipar las turbas, solo airadas contra los walones, viendo salir a uno de las filas y matar a una mujer y malherir a otra. Súbito le echaron una soga al cuello; y, aunque al parecer fugitivos, se le llevaron a la rastra, añadiendo a los denuestos contra el marqués de Esquilache y su esposa fieras amenazas contra los walones en venganza del reciente ultraje y del antiguo atropello, que produjo desgracias en el Buen-Retiro, y cuyo recuerdo vino a inflamar ahora la volcánica imaginación del vulgo. Así fue que, provocando a batalla, arrastraron el cadáver por medio de la Puerta del Sol y en presencia de un piquete de walones, esclavos de la subordinación militar y suspensos de la voz de su jefe, que permaneció mudo. Con menos sangre fría, el que en la Plaza Mayor estaba a la cabeza de otro piquete de walones mandó preparar los fusiles apenas asomó por allí el tumulto. Disparad (gritaron los más delanteros y audaces) caiga el que caiga, y con los que quedaren nos veremos luego. Por efecto de la descarga, que se hizo a la postre, hubo fuera de combate algunos paisanos; pero los demás emprendiéronlo llenos de encono y con armas de fácil uso, como que a la saz se estaba empedrando la Plaza. Muy pronto dispersaron todo el piquete, y persiguieron a los fugitivos, y asesinaron ferozmente, y mutilaron sin piedad, y arrastraron con satánica algazara a los que no pudieron evitar el alcance, cayendo también muertos y heridos algunos del pueblo de unos pocos disparos hechos desde los puestos militares de la calle de la Concepción Gerónima y de la plazuela de Herradores.

Ya bien entrada la mañana salieron los duques de Medinaceli y de Arcos a prometer en nombre del Rey el otorgamiento de las instancias populares para cuando renaciese la calma, y tras estériles esfuerzos tornaron a Palacio con la noticia de lo alarmante del alboroto, al cual daban mayor incremento las voces propaladas aviesamente, enunciando por muy seguro que Esquilache, como ministro de la Guerra, había mandado venir sobre la villa sin demora alguna las tropas acantonadas a menos distancia. De allí a poco los alcaldes de corte, acompañados de alguaciles, fijaron bandos en las esquinas para hacer pública la rebaja del precio de los comestibles; disposición ineficaz a la hora en que los del tumulto invadían tahonas y almacenes de vino a su antojo, y encontraban casas de providencia donde no les faltaba nada, y, al par que lograban hartura, se les repartía dinero sin tasa. No es, pues, maravilla que delante de las mismas autoridades hicieran pedazos los bandos y amagaran con que Madrid seria aquella noche moderna Troya.

De tarde ya, el Padre Yecla, fraile gilito de los que predicaban por las plazas con edificación de los fieles, mostróse en un balcón de la puerta de Guadalajara, donde nuevamente concurría la muchedumbre, determinada a volver a Palacio. Severo de fisonomía el religioso, trayendo como insignias de penitencia una corona de espinas ceñida a las sienes y una soga al cuello, encenizada la cabeza y un santo crucifijo en la mano, solo con aparecer de improviso, atajó el paso y la palabra de los que fomentaban la confusión y gritería. Aprovechando el instantáneo sobrecogimiento empezaba las exhortaciones, cuando una voz salida de entre los del tumulto cambió totalmente la escena.-Déjese de predicarnos, padre (dijo), que cristianos somos por la gracia de Dios y lo que pedimos es cosa justa. Con aplauso fue acogida la especie: de resultas el fraile brindóse a llevar sus peticiones a los pies del Monarca; aceptada la oferta al punto, uno en traje de clérigo las extendió por escrito dentro de una tienda, y leyéndolas después y sonando a gusto de los alborotadores, varios de ellos las firmaron sobre las espaldas de otro; y así el misionero se trasformó en parlamentario. Puestas en forma de capitulación las exigencias populares, no sin invocar primeramente a la Santísima Trinidad y a la Virgen Mari, se enderezaban a reclamar el destierro de Esquilache y su familia toda; la exoneración de los ministros extranjeros, sustituyéndoles españoles; la extinción radical de la junta de abastos; la salida de Madrid de los guardias walones; la libertad de vestir el pueblo a su gusto, y la rebaja de los comestibles más necesarios a la vida; todo bajo la condición de ir a la Plaza Mayor el Rey a firmar el otorgamiento de tales solicitudes, y bajo la amenaza de que, si no eran satisfechas, se había de perder Madrid a la noche. Con este papel insolente se encaminó el gilito a Palacio, yendo detrás las turbas, que, retenidas junto al arco de la Armería en su espera, se prolongaban hasta la cárcel de Corte, sin que fuera posible revolverse en todo el espacio de las calles de la Almudena y las Platerías ni en la Plaza.

Habiéndose enterado el Monarca de las peticiones presentadas por el religioso, quiso oír a varios personajes para deliberar con más acierto, no sin recomendarles que emitieran libremente los votos. De lo acontecido en aquella junta existe relación hecha por algún parcial del motín a lo que parece, y aun quizá divulgada entonces con el objeto de acalorar a los revoltosos. Según su texto, el duque de Arcos, jefe de una de las compañías de guardias de la Real Persona, propuso que la tropa se distribuyera en calles y plazas y pasara a cuchillo a cuantos opusieran resistencia, por considerar desdorante para la Majestad el capitular con los vasallos: el marqués de Priego, francés y coronel de walones, opinó de igual modo a impulsos del anhelo de la venganza por los ultrajes y atentados contra su Cuerpo: el conde de Gazzola, italiano y comandante general de la artillería, tuvo por urgente que se trajeran cañones de la puerta de los Pozos y se formaran dos pequeñas baterías, una junto a la Puerta del Sol y otra delante de la casa de los Consejos, y por seguro que, jugándolas al propio tiempo, se acabaría en breve la mano de obra. Entonces, al decir de la relación misma, el marqués de Casa-Sarria, no menos respetable por las canas que por los servicios, dejando el haston de mando a los pies del Monarca y con las rodillas en tierra, se expresó de este modo: «Primero que permita poner en ejecución la crueldad referida por los tres primeros votos, dejaré a esos augustos pies mis empleos, honores y este bastón, y seré el primero que me arroje para que empiece por mi el rigor: en esta inteligencia (prosiguió levantándose), soy de parecer que al pueblo se le dé gusto en todo lo que pide, mayormente cuando todo lo que pide es justo y lo suplica a, un padre tan piadoso y tan benigno como V. M.; por lo que doy por concluido mi voto, y en su defecto, aquí está mi cabeza.» Sustancialmente expuso lo mismo en palabras y demostraciones D. Francisco Rubio, comandante de los Inválidos y mariscal de campo. Habilitado por el Rey para votar el conde de Oñate, aun cuando no pertenecía a la carrera de las armas, dijo que era ya tiempo de hablar claro y de reconocer cuánta razón tenía para prorrumpir en quejas el pueblo, desollado por las cotidianas injusticias del marqués de Esquilache, fuera de que las ideas encaminadas al exterminio podrían prevalecer en países como aquellos donde hubo reyes idólatras, tiranos y afectos a, que ante sus ojos corrieran arroyos de sangre, más nunca en una corte católica y donde reinaba un Soberano propenso naturalmente a la clemencia. Al capitán general conde de Revillagigedo tocó votar el último por más anciano, e hízolo en el sentido de la misericordia, y de tener los tres primeros votos por nulos, y de dudar que los que los habían emitido fueran buenos padres de la patria, ya por la corta experiencia, ya por el ardimiento de la sangre, ya también por la circunstancia de no haber tenido algunos de ellos en el suelo español la cuna.

Bien que se resientan de inverosímiles ciertos pormenores de los aquí apuntados, no es dudoso que se deliberó dentro de Palacio sobre el crítico lance, y que hubo la divergencia de pareceres que la relación asegura, y que, repugnando a los sentimientos paternales del Rey ametrallar a la muchedumbre, determinó presentarse al pueblo y concederle cuanto pedía de tan mal modo. Para anunciarlo a los del tumulto bajó el Padre Yecla, y de los más próximos al arco de la Armería hizo que se adelantaran diez o doce hasta las puertas del Real alcázar a presenciar de cerca el acto. Ya dentro de la plaza de Armas, abrióse de par en par el halcón del centro, y se asomó el Rey entre su confesor Fray Joaquín Eleta, su sumiller de Corps duque de Losada y todos los gentileshombres de servicio. Consintiendo en el desdoro de la Majestad por evitar la efusión de sangre, y experimentando que en los deleitables senderos de la clemencia nacen también flores con abrojos, tuvo la seráfica mansedumbre de oír las proposiciones hechas por un desertor de presidio, con chupetín encarnado y sombrero blanco, malagueño de apodo, calesero de oficio y de los más bulliciosos de la plebe. Nada suprimió de lo escrito por el que, en traje de sacerdote y previa la invocación a la Santísima Trinidad y a la Virgen María, redujo a compendio los más unánimes gritos que atronaban a Madrid ya hacía veinte y cuatro horas, salvo lo de que todo el que no fuera español se apartara del Ministerio, quizá por haberse borrado a instancias del fraile; y el Rey, sin ahorrarse más humillación que la de salir a firmar a la plaza, capituló con el tumulto. Este iba a continuar a pesar de todo, porque los que llevaban la voz sin contraste divulgaron artificiosamente ser insegura una concesión hecha de palabra y arrancada a la fuerza. Recelosas las turbas de tal peligro, se agitaron a semejanza de las olas de piélago tempestuoso, y desde la cabeza a la cola serpearon como remolinadas y de manera que los de tropa, acordonados junto al arco de la Armería, no pudieron resistir el empuje, y tuvieron que abrir las calle; con lo que a los pocos momentos no cupo ya gente en la anchurosa plaza de Armas. Otra vez más se hubo de presentar el Soberano a los sediciosos, quienes, para mayor agravio, dudaban de la veracidad de sus promesas, y apurando el amargo cáliz hasta las heces, asomóse a uno de los balcones de la Real cámara y entre la comitiva que antes343. Al punto fueron repetidas las proposiciones: según las otorgaba el Monarca, escribíalas el gilito abajo; y, deslustrada en tal manera la Majestad del trono, colmaron al que la representaba de vivas, tirando al aire los sombreros.

No acabaron con esto las demostraciones populares, pues disfrazado de procesión duró el motín de noche. Alegres corrieron los alborotados las calles, pidiendo que les echaran las palmas benditas el día anterior y atadas a los hierros de los balcones, según costumbre, de que todavía quedan residuos; y tras echarlas el vecindario y disputárselas a porfía, se encaminaron al convento de Santo Tomás, de donde hicieron salir un Rosario con estandartes, faroles, y en andas la imagen de Nuestra Señora. De esta suerte, y desentonando el rezo a coro, siguieron la misma carrera que habían aprendido a llevar sublevados y amenazadores; por frente de Palacio pasaron unos detrás de otros, tardando más de una hora el desfile; y aunque no se abrieron puertas ni ventanas, dentro de la Real mansión penetraron los acentos de la canturia, y no sorprende que se dudara si la ceremonia aquella significaba humilde señal de agradecimiento o alarde ostentoso de victoria344.

Desde que el Martes Santo 25 empezó a bullir la población como de ordinario, notóse que formaban corrillos las gentes y esparcían con alteración en los ánimos y destemplanza en las expresiones una novedad de trascendencia; que el Rey se había ausentado aquella noche de Palacio. Y decían verdad los que lo anunciaban en son de alarma y los que lo repetían pasmados y movidos, según su debilidad o fortaleza, a esconderse de la justicia o a probar nuevamente fortuna. Tan de callada que nada supieron los mayordomos mayores marqués de Montealegre y duque de Béjar, aun ocupando allí sus respectivos aposentos, el Monarca, su Real familia, los duques de Losada, Medinaceli y Arcos y el marqués de Esquilache habían ido a deshora por los abovedados subterráneos del edificio y el Campo del Moro a tomar los coches junto a la puerta de San Vicente, siendo fuerza cortar los brazos de la silla de manos de la Reina madre para trasponer las angostas revueltas de los corredores. Cuando los echaron de menos los más perspicaces, ya estaban en Aranjuez todos, motivando tan pronta partida la repugnancia del Soberano a tolerar que los rebeldes tentaran su benignidad con nuevos insultos, y el propósito de imponer castigo a los madrileños con privarles de su presencia en dieras que la gozaban todos los años. Para el vulgo interpretáronla sagazmente los agitadores como funesto vaticinio de que, lejos de subsistir las gracias Reales, todo se llevaría a sangre y fuego así que de Castilla vinieran tropas, suponiendo que, depuesto del ministerio de Hacienda el marqués de Esquilache, aún despachaba el de la Guerra. No se necesitó más incentivo para que la ira popular reventase en vociferaciones furibundas. Sin demora y sumisos a la voz de sus jefes cortaron las comunicaciones entre Madrid y Aranjuez los amotinados, apoderándose de las puertas, de modo que lograron impedir la salida de algunos secretarios del Despacho, de varios miembros de la alta servidumbre y de los que iban con los equipajes de la Real casa. Frenéticos y muy celebrados por las turbas sonaron clamores que instaban a trasferir el tumulto a la nueva residencia del Soberano para traérsele a la corte, y sin duda intentaran ponerlo por obra, a no hacerlos desistir del designio los que las manejaban como dócil instrumento de sus miras y a tenor de su antojo, dando a la desbordada efervescencia otro rumbo, y consiguiendo que estallara en unísonas voces de que fuera allá con la demanda el obispo gobernador del Consejo. A la mitad de la cuesta de Santo Domingo tenía el Ilmo. señor D. Diego de Rojas y Contreras la casa, y hacia ella marcharon en tropel y de prisa los de la plebe. Sin más detención que la indispensable para vestirse y tomar el coche, se puso este prelado en camino, y con traza de no ir a disgusto. Ya extramuros de Madrid se le hizo volver a su casa por instigación de los que seguían comunicando, regularidad al desconcierto; y obraron así por creer mejor que les redactara un memorial y lo autorizara con su firma.

A todo se prestó de buen grado este personaje, y de lo fogoso y aun agresivo del papel tal como salió de su pluma, se debe inferir que era expresión de sus sentimientos propios, y que estaba con los del motín su simpatía, ya que no su persona, por la gravedad de los años, el decoro del báculo episcopal y la importancia de su empleo. Mal monstruo llamaba a Esquilache, y le imputaba la culpa de la infelicidad de la guerra de 1762, a la cual fue contrario; de la reforma de unas oficinas y la creación de otras, siendo así que en estas mudanzas obró por lo general con acierto; de la escasez de granos, cuando se desvivia por que los hubiera abundantes a pesar de las malas cosechas; de la exacción de impuestos para abrir caminos, como si España los tuviera de sobra y mereciera censura buscar recursos con qué atender a tamaña urgencia, recargando la sal muy poco; y de los daños que ocasionaba la limpieza y el alumbrado de la corte, acusación inconcebible por lo absurda. Según el obispo don Diego de Rojas, abrumados bajo tan grave peso habían callado los españoles hasta ver que el golpe caía sobre el trono, y ya sin aguante clamaron a una: Venga sobre nosotros cuanto quiera, sobre nuestro Rey nada. Y a continuación escribía: «¿Pues qué vemos sobre V. M.? ¡Ah, Señor! Vemos las tesorerías sin dinero: oímos que se rebelan pueblos indianos: vemos irse el dinero de España por millones: observamos que la decadencia del continente iba a los extremos de su aniquilación... ¿Y contra quién, Señor, ha recaído esto? Contra V. M. lo miramos, no contra nosotros, sino contra V. M., Señor; porque un rey sin caudales es peor que un labrador sin ganado; porque un rey, a quien se rebelan los dominios, es peor que la más cruenta guerra que destruye sus reinos, pues amigos y enemigos son pedazos de la monarquía; porque un rey, que sus tesoros los trasportan a otros dominios, es peor que dejar un cuerpo sin sangre; porque un rey, a quien sus provincias las deterioran con órdenes de tropelía que las arruinan, es peor que una langosta que asola los campos». Al final culpaba también a Esquilache de la falta de justicia con menosprecio de los dictámenes de los tribunales; y confesando que el afecto popular pudo errar en el modo, bien que, desatendidas hasta entonces las instancias por omitirse dar cuenta de ellas, no lo encontró mejor la industria, pedía la remisión de la ofensa y significaba el anhelo de todos por ver al Monarca feliz y triunfante y con dilatados años de vida.

Al instante uno de la plebe, quizá el mismo calesero que trató la tarde anterior como de poder a poder con el Soberano de dos mundos, u otro que le igualara en lo díscolo y arrestado, brindóse a llevar al Real Sitio el memorial en que tan al vivo pintaba el obispo D. Diego de Rojas las declamaciones tumultuarias; y a gusto de todos montó de seguida a caballo y tomó el camino con la avilantez y el descaro que se requerían para la empresa.

Por la noche habían marchado a Aranjuez los guardias walones; la demás tropa no tenía otras órdenes que las de no oponer resistencia alguna; ni sombra existía del Gobierno, y Madrid estaba por tanto a discreción de los rebeldes. Inermes estos los dos primeros dieras casi todos, se armaron al tercero en gran parte apoderándose de los fusiles de los inválidos y de los de una fuerte remesa de Vizcaya, cabalmente llegada a la saz y cogida por los del tumulto a la subida de la calle de la Montera; de pólvora se proveyeron muy previsoramente en un almacén de Carabanchel de Abajo; y no aflojaron en los preparativos de refriega, sin embargo de la diligencia de los alcaldes de corte para fijar carteles en los parajes públicos de costumbre, anunciando la rebaja de los comestibles, la extinción de la Junta de abastos, la salida de los walones, la aprobación del traje antiguo, el destierro del marqués de Esquilache y hasta el nombre del sucesor en la secretaría de Hacienda. Ínterin los sediciosos aguardaban la vuelta de su comisionado, echaron a la calle a las mujeres reclusas, que se formaron en escuadras con sus banderas, yendo armadas, las que no con escopetas y pistolas, con piedras y palos; sin cesar corrieron todos por calles y plazas; se hartaron de manjares y de bebidas, pues seguía la abundancia que se notó desde el principio del alboroto; sobrecogidos mantuvieron a cuantos significaban o poseían algo; y por fortuna se les pasó el día en carreras, el coraje a fuerza de algazara y la embriaguez en manifestaciones de alborozo.

Al cabo, antes de las diez de la mañana del 26, Miércoles Santo, regresó de Aranjuez el que fue allá en representación del tumulto. Visto había y hablado al Monarca, por virtud de la pertinacia con que se propuso darle el memorial en persona, y más aún de la ingénita bondad del que, en vez de oírle, pudo castigarle con fuerte pena; y venía muy jactancioso de traer la resolución soberana. Con ella se fue a casa del obispo Rojas en derechura, bien que despacio por lo que le embarazaba andar el tropel de sus camaradas de la plebe. Luego que el mitrado gobernador recibió el pliego de sus manos, encaminóse con los del Consejo a la casa de la Panadería para dar a conocer su contenido, saliendo a uno de los balcones a fin de que oyera la lectura más gente; y así y todo, solo una parte de la que lo pretendía anhelosa bastó a llenar la Plaza. En medio de tanto silencio como si estuviera vacía, sonaron las palabras siguientes, leídas placenteramente por el prelado: «Ilustrísimo Señor: El Rey ha oído la representación de V. S. I. con su acostumbrada clemencia, y asegura bajo su Real palabra que cumplirá y hará ejecutar todo cuanto ofreció ayer por su piedad y amor al pueblo de Madrid, y lo mismo hubiera acordado desde este Sitio y cualquiera otra parte donde le hubieran llegado sus clamores; pero en correspondencia a la fidelidad y gratitud que a su soberana dignación debe el mismo pueblo, por los beneficios y gracias con que le ha distinguido, y el grande que acaba de dispensarle, espera S. M. la debida tranquilidad, quietud y sosiego, sin que por título ni pretexto alguno de quejas, gracias ni aclamaciones, se junten en turbas ni fomenten uniones; y mientras tanto no den pruebas terminantes de dicha tranquilidad, no cabe el recurso que hacen ahora de que S. M. se les presente.»345 Aquí tuvo fin la importante lectura, y el silencio de los de la Plaza se tornó en frenético regocijo.

Poco despues concurrieron a los cuarteles, y con especialidad al puesto militar de la Puerta del Sol, los que tenían armas, y fuéronlas entregando sumisos a la voz de los que sin duda figuraron más en el alboroto, aun cuando se declararan inocentes, entre los cuales se contaba el presbítero D. Lorenzo Salcedo, quizá el que en traje clerical escribió las capitulaciones dentro de una tienda el Martes Santo por la tarde346. Serenados los ánimos, y según declinaba el día, las turbas se diseminaron en grupos, y, desbandados también estos, de noche ya estaban las calles sin gente; los que anduvieron en el motín día tras día, fatigados; los que lo presenciaron con zozobra, tranquilos; todos en vísperas de practicar las devociones propias de católicos en el tiempo santo, y muchos de los unos y de los otros dispuestos verosímilmente a salir de disciplinantes, o empalados, o en cofradías de nazarenos.

Entre tanto el marqués de Esquilache iba camino de Cartagena, escoltado por dos oficiales y seis guardas de campo, y bajo las apariencias de preso, a fin de librarle mejor de insultos. Sin contratiempo alguno llegó a aquel puerto, y próximo a embarcarse escribía al ministro de Gracia y Justicia, manifestando que su único sentimiento era verse privado de la presencia del Monarca, y que su honor anduviera en lenguas por Europa: con objeto de vindicarlo solicitaba la embajada de Nápoles, y preferentemente la de la corte pontificia, donde se necesita ministro caracterizado, porque en otra forma los romanos se ríen; y esto le parecía de facilidad suma, pues, contento el pueblo de Madrid de que ya no fuera ministro, poco le importaba que se le colocara fuera. «Yo (añadía con sentidas palabras) no he hecho al pueblo de Madrid cosa alguna; antes bien, soy el único ministro que ha pensado a su bien: yo he limpiado Madrid, le he empedrado, he hecho paseos y otras obras, con haberle mantenido la abundancia de trigo en dos años de carestía; que merecería me hiciese una estatua, y en lugar de esto me ha tratado tan indignamente. No quiero renovar dolores; sé que V. S. es amigo mio de corazón; que conoce mi justa causa; espero, pues, su patrocinio».347 Despues de recibir sus haberes, se hizo el 24 de abril a la vela: aun a bordo le persiguieron las capas largas y los sombreros gachos348: pasando por Nápoles fijó su residencia en Sicilia; y desde allí no cesó de clamar por la rehabilitación de su honra, hasta que al cabo de seis años se le nombró para la embajada de Venecia349.




ArribaAbajoCapítulo II

Agitación en las provincias


Consejo desatendido.-Cómo se maquinó el tumulto.-Sus instigadores.-Su verdadero objeto.-Destierro de Ensenada.-Sucesores de Esquilache.-Continua intranquilidad de la corte.-Destitución del gobernador del Consejo.-Sucédele Aranda.-Motín de Cuenca.-Graves sucesos de Zaragoza.-Desórdenes en Guipúzcoa.-Conatos de rebelión en Barcelona.-Tumulto de Palencia.-Desasosiego en todas partes.

Cuarenta y cuatro años antes del 1766 había elevado el docto D. Melchor Rafael de Macanaz a los pies del trono esta sana y literal advertencia: «No permita el Soberano se den por sus ministros ni consejeros disposiciones para que los vasallos muden su traje natural por introducir en el reino alguno extranjero. Estas órdenes las recibirá el público como violentas y terminantes a acabar con el traje español, que ha sido en todas las edades tan respetado, y, alterándose los ánimos, pueden motivar una sublevación difícil de remediarse, si no fuere a costa de perder el Estado muchos miembros y el Monarca bastante reputación. Cada nación estima aquel personal adorno que gustaron sus antiguos como superior al de las demás: querer por la fuerza que vistan otro extraño, es abrir las puertas a una común conspiración, y es constante que, una vez perdido el respeto y descubierta la cara para la oposición al precepto, se observan todas las fatalidades que caben en unos espíritus que ni temen el riesgo ni se esconden del peligro».350 Declarando ahora simplemente que no se hizo caso de su consejo y cumplióse al fin su presagio, se tributara homenaje a la superior inteligencia de tan sabio estadista; pero el motín contra Esquilache quedaría sin explicación satisfactoria.

Desde luego salta a los ojos cuánta preparación tuvo el suceso. Fuera de que en las provincias se susurraba como segura la próxima sublevación de la corte351, sábese que se celebraron dos juntas y que los concurrentes a ellas se entendieron con diez y seis capataces de los barrios352; y los Estatutos formados para dar homogeneidad al alboroto son también auténtica prueba de que no estalló de improviso. De los propios Estatutos se deduce que el golpe iba asestado contra el ministro preponderante, y por otros datos consta además que, para no darle en vago, se vaciló entre el proyecto de matar a Esquilache con bocas de fuego junto a los umbrales del templo de San Cayetano, cuando fuera allí al frente del Consejo de Hacienda a los oficios del Jueves Santo, y el de sorprender al Rey el mismo día por la tarde cuando saliera a rezar las estaciones en el templo de Santa María, para obligarle a, variar instantáneamente de Ministro y a la par de sistema353. Ambos designios se desecharon a la postre por miedo de que embarazaran su ejecución diversas contingencias, y particularmente la de que se descubriera la conjura alargándola mucho el plazo. Solo se aguardó, pues, la venida del Rey a Madrid la víspera del Domingo de Ramos, según su inalterable costumbre: al día siguiente y a hora acordada, se presentaron los capataces en los barrios donde ejercían mayor influjo; y calentando las cabezas de sus allegados en almacenes de vino y aguardiente, les hicieron gritar contra el Ministro que les obligaba a mudar de traje. Apenas las diferentes cuadrillas se concentraron en la Plaza, ya se vieron confundidos entre los capataces y la plebe a hombres de otra esfera, cubiertos de prestados harapos, y algunos vestidos de carboneros, y cuyos tiznados rostros contrastaban singularmente con sus finas y bien aplanchadas camisas y las lujosas medias de seda que asomaban por entre las aberturas de sus botines. Estos y otros disfrazados, con auxilio de los que alborotaron aquella tarde las Vistillas, el Rastro, el Avapiés, el Barquillo y las Maravillas, y vinieron a ser como edecanes suyos, uniformaron constantemente el movimiento y la vocería, de las turbas.

Un pliego de oficio recibió el oficial del Parte D. Agustín Samano el Martes Santo para el obispo D. Diego de Rojas, con orden de entregárselo en propia mano; y yendo a evacuar la diligencia a tiempo en que más acalorado andaba el bullicio, le dijo el prelado: - Y pues, señor Samano, ¿qué dice usted de estas cosas?-Señor (repuso), que será menester tomar alguna providencia seria para contener la canalla.-¡Oh! (exclamó el gobernador del Consejo) No sabe usted de la misa la media: aquí hay más de lo que parece; lo menos es la canalla354. A los pocos dieras se expresaba así un canónigo premostratense: -Quien ha movido esto es gente muy rica... No hubo picardía alguna porque los principales del motín lo tenían prohibido en las ordenanzas... En el motín anda gente de gran juicio355. A estos asertos de varones caracterizados añadían validez suma la abundancia con que circuló el oro durante el tumulto, la diligencia con que, ya restablecida la calma, se presentaron en las tiendas y los almacenes que invadieron los sediciosos varios sugetos que, sin descubrir los semblantes, les pagaron escrupulosamente los daños356, y las señales que se descubrieron de tener residuos los agitadores de gran valimiento en la puntualidad con que les llegaron noticias de cuanto se proponía y se acordaba dentro de Palacio hasta que lo abandonó el Rey a deshora y muy a disgusto de su madre357.

Tampoco se puede pasar por alto el carácter religioso que se quiso dar al motín, aun sin contar que hiciera de parlamentario un fraile y que lo diera por concluido la plebe con la salida procesional de un rosario. De soldados de la fe tomaron el nombre los de las turbas, saliendo en defensa de la religión, que, a su decir, iba decadente: voces esparcieron también de que se proponian sacar el estandarte de la fe de casa de un grande de España: se les oyó afirmar de plano que semejantes bullicios eran lícitos y aun meritorios; algunos de los heridos, llevados a los hospitales, se negaron al sacramento de la Penitencia, bajo el concepto de morir mártires y de tener la salvación asegurada358: sobre el oprobioso epíteto de ladrón fulminado contra Esquilache, se le calumnió con el de hereje: un pasquín le pusieron en Cartagena a manera de logogrifo de muy fácil adivinanza, pues, aun cuando el papel se hallaba sin letras, contenía tres especies, enumeradas sin titubear por cuantos fijaban la vista en ellas de este modo: Sal-Cal- Vino; y en un manuscrito grosero divulgado entonces con el título de Idea del sepulcro de Esquilache, designando el monte de Torozos como punto donde había de ser erigido, añadíanse estas palabras: Se previene que no tenga cruz ni cosa que huela a sagrado para no inquietar al difunto359.

Sin duda abrió sendero expedito al motín el bando sobre las capas y los sombreros, y fue la ruina de Esquilache el objeto esencial de la plebe; mas los que atizaban la discordia, atribuyendo la carestía de los comestibles a la Junta de abastos y encarnizando la odiosidad contra los walones, iban más allá con sus miras, y no solo pronunciaban el nombre del Ministro por cuya exoneración clamaban las turbas, sino el del que apetecida ver encumbrado con el fin de que los ya decadentes volvieran a preponderantes. Varias voces victorearon al marqués de la Ensenada y aun le pidieron para ministro mientras el Rey estuvo una vez y otra a los balcones de Palacio, excediéndose ya de clemente: sin embargo, estos gritos no hallaron eco entre la muchedumbre y menos en la voluntad del Monarca.

A la vuelta de su destierro entró el antiguo Ministro de Fernando VI bajo excelente pie en la corte. Mucho há que no nos vemos, le dijo el Rey con agrado sumo, cuando le fue a besar la mano: hablándose a la mesa de venir de muy buenas carnes, expresó también placentero no causarle extrañeza, porque no hay cosa que engorde como tener la conciencia limpia; y dignóse además admitirle un magnífico regalo de treinta caballos andaluces y de veinte y cuatro escopetas de los mejores artífices antiguos y modernos360. Losada, Esquilache y otros cortesanos le agasajaron a porfía: sus antiguas hechuras frecuentaron su trato, figurándosele ya ministro, y de verle rehabilitado tuvieron pena los que trabajaron por su ruina. Tal contraste de sentimientos duró poco: Ensenada no supo o no quiso disimular su ansia de mando, y conociéndola muy luego el Monarca, dio muestras significativas de no quererle por consejero, y de molestarle su asiduidad en ir a Palacio y de no estar a bien con las gentes esperanzadas en su encumbramiento, hasta que acabó por no dirigirle más la palabra. De día en día fuésele mostrando Esquilache tibiamente urbano y aun cauteloso; y Ensenada se redujo a hacer una corte servil al duque de Losada y a entretenerse con los perros mientras el Rey estaba a la mesa361. A las causas que le mantuvieron igualmente lejos del ministerio durante seis años, se agregaba ahora la de cundir muy válido el susurro de que millón y medio de reales de los que circularon entre los sediciosos provenían de su adhesión a lo que se vociferaba por la villa.

No obstante, Ensenada creía llegada la hora de obtener una secretaría a tiempo en que la exoneración de Esquilache dejaba dos sin jefe, y el propio día en que la ausencia del Monarca hizo renacer el tumulto, se presentó al oficial del Parte con objeto de prevenirle que, si de la corte le dirigían algún pliego, se lo enviara sin tardanza. Efectivamente, vino el pliego y lo recibió al punto, mas no trayendo el nombramiento de ministro, sino una orden en que se le señalaba como lugar de su destierro la villa de Medina del Campo362.

Sucesores del marqués de Esquilache fueron D. Miguel de Muzquiz en el ministerio de Hacienda y D. Juan Gregorio Muniain en el de la Guerra; aquel llevaba no menos de veinte y siete años de servicios en la secretaría puesta ahora a su cargo, y aún estaba en edad vigorosa: este, ya teniente general y viejo, era soldado desde mozo, le había tenido el infante D. Felipe de ministro en Parina, y Macanaz de alumno en el arte de gobernar con gloria363: uno y otro añadían, pues, a la capacidad la experiencia, y se hallaban en el caso de merecer las alabanzas de los imparciales. De serlo distaban los promovedores del motín más que todos, viendo sus esperanzas frustradas: por si encontraban resistencia, se proveyeron al fraguarle de saetas con cohetes, para rechazar las cargas de caballería, y de alquitrán, para incendiar las casas de los que fueran llamados y no acudieran en su ayuda; y luego de provocar la lucha entre el paisanaje y la tropa no dudaban de alcanzar sus designios de lleno antes de deponer las armas. Como el Soberano supo desarmar con la excelsitud de su clemencia a la plebe, y no satisfizo las miras de los que entre las sombras del misterio aguijoneaban su audacia, porque los nuevos ministros no auguraban ninguna variación de sistema, notóse que el desasosiego seguía, a pesar de subsistir las gracias Reales y de no quedar qué pedir a la triunfante muchedumbre.

Nada está Madrid menos que tranquilo, se repetía del continuo sin causa ni aun pretexto aparente para que se renovaran las turbulencias: sobre un bando, en que se prohibían las sátiras y los pasquines, hombres que se arrogaban el título de tribunos de Madrid pusieron otro con el epígrafe de Contra-bando, dirigido a estimular a la desobediencia de lo prescrito por considerarlo opuesto a las leyes e indecoroso a sus personas364; y no cesaron los pasquines; y las sátiras en prosa o verso, ingeniosas algunas, insulsas otras, esparcidas desde la venida de Carlos III, se multiplicaron pasmosamente, reduciéndose en sustancia a vilipendiar por incapaz al Soberano; a su confesor por lisonjero, y para más zaherirle se le designaba con el apodo de alpargatilla; a los ministros por hombres sin honra, y a todos por culpables de que la religión fuera a menos y de que se despojara a la Iglesia de sus inmunidades365. Poco idóneo era a la verdad para reprimir tales atentados el obispo D. Diego de Rojas, profesando las mismas opiniones, siendo órgano del motín en su memorial ya citado como gobernador del Consejo de Castilla, y acabando de repartir a la plebe, según se daba por seguro, su paga de marzo. Más de una vez pensó el Rey en exonerarle, no entrando en sus máximas que a la cabeza del Consejo se hallara un obispo: sin embargo, le detuvo el recelo de que en el principio de su reinado se dijera que aspiraba a mudar todo el sistema de los otros; pero arrepentido ya de sus nimias contemplaciones, llamó de la capitanía general de Valencia al conde de Aranda para que tuviera la de Castilla la Nueva a su cargo y el primer lugar en el Consejo bajo la denominación de Presidente366. Acto continuo despachóse Real orden al obispo D. Diego de Rojas para marchar a su diócesi de Cartagena, sin detenerse en la corte más de tres horas.

Ni aun así cesaron al pronto las excitaciones subversivas; antes comunicáronlas más empuje las nuevas de que también a las provincias se propagaban los alborotos. Apenas se divulgó lo acontecido en la corte por Cuenca, sonaron voces de la ínfima plebe, y a la misma puerta de la casa del corregidor apareció la mañana del 2 de abril un cartel, en que se pedía la rebaja del pan con amenazas temerarias. Dos cuartos en libra disminuyó el precio aquella autoridad por voto unánime de los regidores y a causa de no tener tropa ni otros auxiliares que alguaciles, cuadrilleros y guardas de Rentas, en muy corto número todos. Inútil fue precaución tan sensata, pues el domingo 6 de abril, y como a las cinco de la tarde, se juntaron hombres y mujeres en muchedumbre hacia la puerta de Valencia, y pidieron a grito herido que fuera mayor la rebaja y se extendiera a toda clase de comestibles. Ya entrada la noche y pasando de dos mil los rebeldes, se encaminaron a casa de D. Pedro de Iruela, comisario del pósito, con intención de asesinarle, cual si por culpa suya no se vendieran los granos a conveniencia de las gentes. Gracias a los esfuerzos de varios canónigos y seglares de forma, que llegaron a tiempo de reprimir la osada turba, lo tuvieron Iruela y su familia para salvarse y poner algún caudal a recaudo; y se pudo evitar asimismo que incendiaran la casa, mas no que prendieran fuego a los muebles con los combustibles ya hacinados. De allí se trasladaron a casa del corregidor los del tumulto, batiendo el tambor de la ciudad y obligando al pregonero a publicar lo que se les antojaba, y no se movieron de la puerta hasta que se les prometió rebajar todos los comestibles, quitar las llaves del pósito a Iruela, nombrar procurador síndico a su gusto, y destituir del oficio a un alguacil del ayuntamiento. Aún prolongaron el motín por la noche los más comprometidos, con miedo de que la promesa fuera insubsistente y de que les persiguiera la justicia cuando la población quedara en calma; y como no llevaban trazas de aquietarse pronto y podían seguir y crecer en trascendencia los desmanes, a impulsos de la caridad en que ardía su pecho y le granjeaba la veneración de los poderosos y humildes, quiso el obispo salir de madrugada a caballo para aplacar los espíritus con amonestaciones paternales; mas de días atrás doliente, no correspondieron las fuerzas a la voluntad, y hubo de permanecer en el lecho. Reunidos al amanecer del lunes 7 dentro de su alcoba el deán, el corregidor, cuatro canónigos e igual número de concejales, acordaron publicar dos edictos; uno, mandando que todos los mendigos forasteros abandonaran la ciudad en el término de veinte y cuatro horas, y otro nombrando el procurador síndico y el comisario del pósito, aclamados por la muchedumbre, y constituyéndose el prelado y el cabildo por fiadores de las rebajas prometidas;.cuyos acuerdos. leídos desde un balcón de las casas consistoriales, restablecieron la quietud a la postre, bien que dejando a las autoridades el arduo empeño de comprar caro y vender con pérdida grave a trueque de que el orden público no sufriera nuevas perturbaciones367.

A la misma hora en que la plebe de Cuenca rompía el freno del vasallaje, empezaba Zaragoza a ser teatro de escenas más terribles y desoladoras. Allí la mañana del 10 de abril aparecieron pasquines amenazando con que al intendente marqués de Avilés y a los usureros se les quemarían las casas, si no se rebajaba el pan en el término de ocho días. Aunque el capitán general marqués de Castelar acreditó suma vigilancia, no pudo descubrir, a los que todas las noches fijaban papeles de esta clase en varias esquinas, propendiendo a hacer blanco de la ira del pueblo las vidas y haciendas del intendente y de su hijo, de D. Francisco Antonio Domezain, D. Lucas Goicochea, D. Pedro Pascual Castellanos y D. Miguel Losilla, personas de caudal y respeto. Uno de los papeles alarmantes más característicos sin duda, vióse en los parajes públicos el día 4 por la mañana, y decía a manera de bando: «Nos la Caridad y Celo público de esta ciudad, mandamos a cualesquiera personas aficionadas a sostener los derechos, prerrogativas y preeminencias que por el derecho civil y de gentes, público y privado nos competen contra los crueles enemigos que atesoran los bienes de los pobres representados en Cristo: Que por cuanto, sin embargo de haber fijado tres carteles amonestando fraternalmente al intendente y sus conjuntas personas, y no habiéndose experimentado alivio alguno, si antes bien prosiguen en sus depravados ánimos: Por tanto, otra vez mandamos a todas las dichas personas, que si, desde la fecha del primer cartel hasta el día 8 del presente mes, no se experimenta patentemente el bien público, que tanto deseamos, estén prevenidos con lo necesario, y a la seña que se tiene comunicada concurran al puesto destinado para ejecutar las extorsiones y hostilidades que en todas cosas nos son permitidas; y para que conste y no se alegue ignorancia, lo mandamos fijar en los puestos acostumbrados, firmado de nuestra mano y refrendado de nuestro infrascripto, secretario. -En Zaragoza a 4 de abril de 1766.-Nos la Caridad y Celo público. -Por su mandado. -El Juicio Cristiano y Político, secretario.»

Cada vez más alerta el capitán general, dispuso que el regimiento de caballería de España se trasladara de Alagón a las cercanías de Zaragoza; y amaneciendo el día 5 otros pasquines análogos a los anteriores, citó a su casa para las ocho de la noche a los ministros de la Audiencia. Con su dictamen y previo informe del intendente corregidor y el ayuntamiento, dictó un bando por el cual se autorizaba para amasar libremente pan y venderlo de modo que lograra el vecindario todas las ventajas posibles, sin que por esto cesaran los horneros de abastecerle según contrata, reservándoles el derecho de pedir la indemnización de los daños que se les siguieran del libre amasijo; y se prevenía también a cuantos en la ciudad tuvieran trigos engranerados y mayor cantidad de aceite que la de su preciso consumo, participarlo sin demora a la secretaría del Acuerdo, para tomar la providencia correspondiente y bajo la pena de dos mil escudos de multa. Poco despues de la una de la tarde del día siguiente, y cuando aún faltaban dos para cumplirse el plazo convenido por los autores de los pasquines, empezó la solemne publicación del bando entre el numeroso concurso, que andaba de huelga por ser domingo. Delante del palacio del capitán general se leyó primeramente y al son de aclamaciones y aplausos del pueblo, que en providencia tan prudente adquiría esperanzas de alivio y pruebas de que hacia quienes velaran por su bienestar y reposo; pero en el trecho no largo del palacio al mercado y la calle Mayor atravesóse el espíritu de rebeldía entre la solicitud afectuosa de las autoridades y el cordial agradecimiento del vecindario, y las aclamaciones se convirtieron en insultos, ya no hubo aplausos sino pedradas, y la solemnidad de hacer público el bando vino a parar en agitación de alboroto. ¡Viva el Rey! ¡Viva Castelar! ¡Muera el intendente! ¡Mueran los usureros! gritaron los iniciadores del motín al dispersar junto a la plaza de la Magdalena a los que iban en la publicación del bando, y de los cuales quedaron el alguacil mayor gravemente herido y a pie un clarinero. Cogiéndole el más audaz el clarín y el caballo, y tocando el uno y manejando el otro, guió hacia la casa del capitán general, que, sin embargo de hallarse indispuesto, se dejó ver de la multitud para apaciguarla. Un estudiante pidióle a nombre de las turbas, además del libre amasijo, la rebaja del aceite y de las judías y la del trigo al precio de la tasa, y que se vendiera en puestos públicos y a horas fijas para que lo pudieran comprar los pobres. -Hijos (exclamó el capitán general), yo os consolaré con tal que cada uno -se retire a su casa y no perturbe la quietud y tranquilidad del pueblo.

Ciertamente los gritos de ¡Viva el Rey! ¡Viva Castelar! con que respondieron a tan blanda y concisa arenga las turbas, no inducían a sospechar que de allí corrieran a la casa del intendente para ejecutar las extorsiones y hostilidades anunciadas. Estas comenzáronlas muchachos y mujeres por apedrear los balcones: la guardia que hacia a la puerta quiso estorbarlo, y los hombres se apoderaron de las armas. con ellas y sus instintos feroces se lanzaron a la escalera, y hallaron al hijo del intendente, que, a impulsos del amor filial, se arrestó a detenerles con peligro de la existencia, mientras buscaban los que se la dieron senda a la huida por los tejados. -¡Matadme (gritaba el intrépido mozo) y no cometais otros delitos! -No queremos la vida, que es de Dios (le respondieron varios con furia), sino lo que es nuestro. Por suyos tuvieron los papeles de la secretaría, el mueblaje y los coches del intendente, y los prendieron fuego en la calle, no haciendo lo mismo con la casa por llegar el capitán general en hora oportuna. Resueltamente metióse por entre el tumulto a reprimir a los que saqueaban las habitaciones: allí le victorearon no pocos, le besaron las manos y hasta le rindieron algunas armas, bien que siguiendo el hurto a su vista. Solo alcanzó a evitar que siguieran la huella al intendente y a los suyos; y si los sediciosos desalojaron al fin la casa, hiciéronlo, más que vencidos de sus persuasiones, por miedo de que les cerraran el paso las llamas, donde se consumían los desperdicios del saqueo. Sobre llegar tarde el regimiento de Cantabria para evitar allí tropelías, estábale vedado romper el fuego ínterin no sonara la voz de sus jefes: ante su presencia retiróse el motín dándole vivas y con propósito de sembrar la desolación por otros lugares. Muy luego experimentaron su injusta saña D. Lucas Goicochea, mercader rico, y D. Francisco Antonio Domezain, hombre también acaudalado y de nobles prendas. Al uno le forzaron las puertas a hachazos, y con fuego voraz al otro, y las casas de ambos empezaron a ser presa de las llamas y de la rapiña. Vanamente se esforzaron por atajar su fiereza el digno arzobispo, el deán y otros eclesiásticos venerables, pues, aun mostrando acatamiento a sus personas, se daban más y más al estrago. -¡Hijos míos, aquí viene a buscaros el hijo de Dios vivo! exclamó ferviente el prelado ante el Santísimo Sacramento, que hizo sacar de las parroquias de San Gil y de San Felipe: a su voz se descubrieron los foragidos las cabezas y hasta se postraron de hinojos; mas, cuando hubo pasado la Majestad Divina, tornaron a empuñar la tea y a cebar la codicia en el robo. Agolpados otros pelotones del tumulto hacia la plaza del Mercado y la calle Nueva, invadieron también sañudos las casas de D. Miguel Losilla y D. Pedro Pascual Castellanos: los edificios quedaron en pie, gracias a los ruegos de personas de intención sana, que no alcanzaron a impedir que se redujera a cenizas cuanto arrojaron por los balcones a la calle, ni que hurtara cada cual lo que fue de su antojo. Así, antes del anochecer de aquel día infausto ya eran hechos públicos las muy siniestras amenazas contenidas en los pasquines.

Por instancias de Fray Antonio Garcés, provincial de la orden de Santo Domingo y estimadísimo, en Zaragoza, a quien llevaron algunos del motín a palacio, se avino el capitán general a rebajar los comestibles y a poner el trigo al precio de la tasa. No atreviéndose los alguaciles, amedrentados por el anterior escarmiento, a salir a publicar este bando, se impuso bizarramente la obligación de hacerlo en persona D. Juan de Ortiz, capitán de Lombardía, que se encontraba allí de bandera. Solo cuatro granaderos sacó para escolta, y el tropel y la confusión eran tales, que le llevaban en volandas. De las concesiones hechas no se logró el más leve fruto, como que los vivas dados a Castelar y a Ortiz nada significaban junto al tremendo grito de ¡Vamos a quemar a los usureros y a saquearlo todo, pues tenemos derecho los pobres! grito que fomentó la exaltación de la plebe y la indujo a nuevos desmanes. Ni tampoco produjo efecto que las comunidades religiosas aparecieran al caer el día, unas rezando devotamente el Rosario, otras entonando con acento melancólico el Miserere, porque no más que a abrirlas calle se pararon los sediciosos, y seguidamente corrieron a las casas de Miguel Pascual y de don Alejo Romeo, y las saquearon a su gusto. Otros quisieron incendiar las de José Tubo y Vicente Junqueras, y aunque los ruegos del Padre Garcés les determinaron, a desistir de la alevosía, se aferraron en el empeño de custodiarlas, y los dueños hubiéronse de resignar a satisfacer cuanto se les exigió por tan oficioso servicio, que les obligaba a pasar la noche en vela y con gran sobresalto. Ya fatigados algunos rebeldes, y vacilantes entre acometer el café del Carmen o la tienda de don Antonio Loaso, se convinieron en ir hacia donde girara una veleta que acababan de hurtar a Romeo, y poniéndola en alto, se inclinó al café más que a la tienda, y allá se lanzaron todos, unos a robar dinero y otros a saciar la sed con helados y la golosina con dulces.

Irresoluto el capitán general por temor de excitar discordias entre la tropa y el paisanaje, y nada animosos el arzobispo, los magistrados de la Audiencia y demás varones de viso, juntos en palacio, se espantaban de que ya fuera oscuro y de que no se notaran apariencias de que renaciera la calma. Cuatro labradores de las parroquias de San Miguel y la Magdalena, y Domingo Tomas, que lo era de la de San Pablo, se presentaron allí a las ocho en solicitud de que se les permitiera salir a ahuyentar la canalla, y alcanzáronlo su leal porfía y los ruegos del capitán Ortiz, hijo de aquella ciudad y bien quisto entre sus paisanos. Antes de media noche volvieron a presencia del capitán general y con la satisfacción de haber cumplido su palabra. Treinta labradores, capitaneados por el Tomás los de la parroquia de San Pablo y por Martín Fuentes los de las de San Miguel y la Magdalena, armados todos con espada y broquel a la usanza antigua, se arrojaron contra los sediciosos, cogiéndoles diseminados en el café del Carmen y en las casas de Miguel Pascual, de Losilla, de Romeo, de Castellanos, y en torno de las llamas que devoraban las de Domezain y Goicochea, y sin que por su parte experimentaran ningún daño, les mataron dos y les hirieron hasta doscientos, y obligaron a los demás a la fuga. Tan rápido triunfo, debido al arrojo de los labradores y a la desprevención y la embriaguez y el sobrecogimiento de los rebeldes, vivificó la energía del capitán general y le puso en proporción de impedir que otra vez estallara el motín a la nueva aurora. Así, no dando lugar a que se repusieran del susto, distribuyó la tropa en piquetes, consintió que los honrados labradores rondaran las calles con más refuerzos, y aunque el lunes 7 se formaron diversos grupos, no se atrevieron a emprender nada. Se previno que no anduvieran juntas más de cuatro personas, y la Audiencia procedió sumariamente a encausar a los que fueron reconocidos como incendiarios y ladrones. Del 9 al 17 de abril amanecieron nueve reos colgados de la horca o agarrotados en el balcón principal de la cárcel, entre dos velas amarillas y sobre bayetas de luto; y aquellos pavorosos castigos llenaron de espanto la ciudad hasta que se vieron señales de la clemencia soberana368. Por indulto clamó desde luego el arzobispo venerable, dirigiéndose a Fray Joaquín Eleta, bien que se le anticipó con igual instancia, remitida a D. Manuel de Roda, uno de los que más padecieron de resultas de los escándalos de la plebe. D. Francisco Antonio Domezain escribió al ministro de Gracia y Justicia una carta patética en superior grado. Participándole que le habían quemado y saqueado la casa, y que aún le quedaba lo bastante con lo que tenía distribuido en sus dependencias para igualar los ramos de Cruzada y Papel Sellado, pertenecientes a la Real hacienda y puestos allí a su cuidado, expresaba cuán indiferente le era el haber pasado de rico a pobre, no creyendo originada tal desgracia de su conducta, y alegando como prueba justificativa la circunstancia de introducirse en aquella ciudad los foragidos de todo el reino para consumar crímenes tan atroces. Tras de estos preliminares dirigía al ministro la humilde y reverente súplica de que no se ocasionara perjuicio, lunar ni castigo a Zaragoza, recordándole ser patria suya, y de que se disminuyera lo posible el de los motores y agresores, a quienes perdonaba sinceramente. Al final insistía en que su primer cuidado seria pagar lo que adeudase a la Real hacienda y a todos; enunciaba la esperanza de poder continuar en los empleos que ejercía u otros de equivalente clase, luego que sus jefes certificaran de su conducta, y con lágrimas de su corazón reiteraba la súplica en abono de Zaragoza369. Por Real orden de 17 de abril contestóle el ministro lo que se trascribe a la letra: «Enterado S. M. de la carta de V. de 8 del corriente, ha compadecido a V. en la desgracia que le ha sucedido, celebrando que no haya concurrido a ella culpa alguna de parte de V. ni un solo hombre honrado en su persecución, sino gente foragida y forastera. Le ha parecido muy bien a S. M. la disposición en que V. se halla, conforme y resignado en su trabajo, deseoso y capaz de satisfacer sus obligaciones y empeñado en acreditar la inocencia de los vecinos de la ciudad y en solicitar el perdón de lo verdaderos agresores. S. M. me manda participar a V. que tendrá presente este honrado modo de proceder de V. y los méritos anteriores de su conducta en servicio de S. M., y que le atenderá en los empleos y destinos que V. solicite para indemnizar los perjuicios que se le han ocasionado, y premiar el ejemplo de edificación que ha dado V. en este lance. Desde la fecha de esta Real orden no se impuso pena de muerte a ninguno de los tumultuados, y poco despues firmó el Monarca el indulto de Zaragoza».

También hubo desórdenes en la muy quieta provincia de Guipúzcoa, recorriéndola bandas de sediciosos para excitarla a un general levantamiento. Al mediar abril comenzaron las turbulencias en Azcoitia por juntarse como dos mil sublevados, y sacar la bandera de la villa, y obligar a hacer de alférez a un eclesiástico llamado Izaguirre, y al corregidor a rebajar el trigo a veinte y seis reales, y proporcionalmente las demás cosas. Estos y otros que concurrieron de otros puntos se derramaron por el país en gavillas, ascendiendo la que dominaba el contorno de Eibar a setecientos hombres. De pueblo en pueblo enseñaban a las justicias el bando del corregidor de Azcoitia, con el fin de que a su tenor rebajaran los comestibles, y hacían pedazos las medidas de vino que no eran tan grandes como las que llevaban de modelos, y agotaban a la par cubas, y en los caminos se esforzaban por aumentar sus partidarios. Juntos no pocos en Elgoibar quisieron correrse al señorío de Vizcaya para propagar allí las revueltas, se presentaron a vista de Vergara y pidieron a sus autoridades ya raciones, ya alojamiento, ya que se les dejara hacia Mondragón libre el paso; pero muy sobre sí la villa, nególo todo, y durante la noche del 21 evacuaron aquella comarca, temerosos de las prevenciones de los vecinos en su contra. Dentro de Hernani reconcentraron el 22 todas sus fuerzas, con ánimo de lanzarlas sobre San Sebastián al día siguiente, intentona que no pudieron llevar adelante a causa de las precauciones tomadas. Por pasquines pidióse allí como en otras partes la baratura de los mantenimientos en el término de ocho dieras, bajo la amenaza de salir gente armada y de pagarlo muchos de los Esquilaches que en la ciudad tenían albergue; y las autoridades lo otorgaron por evitar disturbios, disminuyendo principalmente el precio del pan y la sidra. Con todo, fue menester dar bando contra las mujeres y aun llevar a la cárcel a algunas, por andar muy sueltas de lengua en elogio de los rebeldes: además se rellenaron los cañones de bombas y metralla: fuertes patrullas rondaron el muro de día y noche: se dispuso que fuera iluminada la población por los vecinos; y al cabo setecientos de ellos y trescientos de tropa salieron a restablecer el reposo en las poblaciones que ocupaban o recorrían los sublevados. Con esto fracasó totalmente el extraño proyecto de rebelar a una de las provincias más pacíficas de España370.

Para el día 20 de abril anunciaban los pasquines la sedición en Barcelona con amenazas de muerte al gobernador y a los regidores y al administrador de la Aduana. El marqués de la Mina, que aún estaba al frente de Cataluña, hizo como que despreciaba los avisos y dedicóse a averiguar secretamente quiénes eran los agitadores; no pudo descubrirles el rastro, y se previno a mantener el reposo o a sofocar el tumulto luego que asomara a la calle. Con este fin juntó la tarde del 17 en su casa a los gobernadores de la ciudad, de la ciudadela, del castillo de Monjuich, y al jefe de la Artillería, y de resultas de lo que platicaron durante dos horas, se vieron a la mañana siguiente cargados y vueltos hacia la ciudad los cañones de todas las fortalezas, y en cada baluarte un oficial de artilleros y la necesaria tropa, con mecha encendida y la conveniente provisión de pólvora y balas. Por separado llamó a su presencia este día a los nobles principales y a los prohombres de los gremios: a los primeros dijo que fiaba en que le ayudarían a sostener la tranquilidad pública, y se lo ofrecieron con las vidas y las haciendas; a los segundos recomendó que, sin pararse en gastos, procuraran averiguar de quiénes partía la excitación a la revuelta, y que nombraran diputados, con los cuales pudiera tratar de los acontecimientos que sobrevendrían acaso; y concluyó por asegurar a unos y a otros que las providencias adoptadas se dirigían contra los rebeldes y no contra los buenos vasallos. De las cercanías trajo los destacamentos de tropa, y ya el 19 tuvo a sus órdenes inmediatas cinco batallones de guardias españolas, un escuadrón del Príncipe, un regimiento de Suizos, el de África, el de Nápoles y un batallón de Artillería; fuerzas que distribuyó acertadamente por si estallaba el anunciado tumulto. Acorde así para precaverlo con los que tenían más representación entre el vecindario, y vigilante para reprimirlo sobre la tropa, vio pasar todo el día 20 sin más novedades que la de publicar los prohombres de los gremios un bando en que se ofrecía la gratificación de mil duros al que denunciara a los autores de los pasquines, bajo promesa de no ser descubierto su nombre y de perdonarle, si era cómplice en el delito. A las cuatro de aquella tarde se presentaron en palacio a responder de la tranquilidad de Barcelona los doce diputados, elegidos ya por los gremios, y haciendo honor el capitán general a su palabra, dispuso que inmediatamente se descargaran los cañones y se retiraran las tropas a sus respectivos cuarteles. Con tan hábil proceder, inspirado por la energía y la cordura, coronó el marqués de la Mina su larga e ilustre carrera, pues al poco tiempo las lágrimas de los catalanes humedecían su sepulcro371.

Tras de susurros y pasquines se alborotaron en Palencia el 23 de abril, a las once de la mañana, los del barrio de la Puebla, y fueron a las casas de seis vecinos, hombres acaudalados, llevándoselos uno a uno a la cárcel por lo más público de la ciudad y en castigo de haber informado al corregidor que los de aquel barrio se daban habitualmente a la bebida y a la holganza. Entre curiosos, parciales y forzados, se les unieron hasta seis mil rebeldes, y allanaron la casa de un sacerdote, de quien se decía que para Madrid compraba trigo; y según las voces, iban con designio de asesinarle. Dichosamente se había ausentado de Palencia, temeroso de que reventara el tumulto, y los que lo dieron principio se limitaron a prender a su mayordomo y a otro criado. Por la tarde los mozos del campo, juntos en cuadrillas, pidieron la rebaja de los comestibles, y haciéndola el corregidor sin tardanza, consiguió que antes de la noche se aquietaran todos, no sin comprometerse a representar al Soberano sobre los gravámenes de los vecinos, con lo cual obtuvo también que los presos fueran restituidos a sus casas372.

Rara población de viso hubo donde pasara el mes de abril de 1766 sin escándalos o síntomas de turbaciones. Quinientos hombres del regimiento de Córdoba se sublevaron en Sevilla: entre la plebe de Granada y la del barrio de San Cecilio más particularmente, se hallaban los ánimos quebradizos y suspensos de que sonara un pito de castrador para gritar a una, ¡Mueran los malos gobiernos! en Andújar pesaban sobre el corregidor y los comisarios del pósito fieras amenazas de muerte, y en siendo las Oraciones ya nadie salía a la calle por miedo a los grupos de embozados de mala catadura que se apostaban junto a las esquinas: no rompió el motín en Bilbao, porque se vedó extraer trigo: se precavieron los disturbios en la Coruña, Alicante, Murcia y Valencia, rebajando considerablemente los comestibles: de Tudela de Navarra tuvo que huir ante la sedición el marqués de Avilés, que a duras penas salió sano y salvo de la de Zaragoza. Muy temerarios aparecieron los que, a siete leguas de esta ciudad y hacia la parte de Belchite, alteraron la habitual quietud del lugar de Codo. Su primer desafuero consistió en quemar la oficina del notariado con escrituras, privilegios, cartas de pago y demás interesantes papeles: despues atropellaron a la justicia, obligándola a exigir al monasterio de bernardos de Rueda, señor temporal de aquel pueblo, el trigo que tenia en las trojes para la limosna diaria, con oferta de restituirlo cuando lo poseyeran, de sobra: acto continuo destituyeron a los alcaldes y regidores, convocaron a concejo general bajo pena de sacar cincuenta ducados de multa, quemar las casas y declarar traidores al Rey a los que se opusieran a esta medida, y eligieron ayuntamiento a su gustó, forzándole a firmar la cesión de una dehesa y a enviar a Zaragoza al alcalde y al regidor primero con dos de los principales amotinados para pedir que se les perdonaran las demasías; todo lo cual paró en quedar presos los enviados y en ir destacamentos de infantes, de ginetes y de labradores a reprimir a los comitentes. Poblaciones tan sosegadas de costumbre como Salamanca, Ciudad-Real, Guadalajara y Sanlúcar de Barrameda, vivieron a la sazón sin reposo: a las mismas puertas de la corte se alborotó Navalcarnero; y sintióse trascender el desorden al Real Sitio de San Ildefonso, donde Isabel de Farnesio había morado muchos años y hecho muy grandes beneficios, de que se conservaba memoria; y hasta se divulgó por la comarca de Requena el rumor extravagante de que en el lugar de Fuente-Robres se albergaba una familia menesterosa y descendiente del rey Wamba, cuyo jefe tenía cinco hijos varones, y que el segundo de ellos, mozo de quince años, iba a suceder en el trono español a Carlos III, quien se volvería a ocupar el de Nápoles y de Sicilia373.

Ante la circunstancia de anunciar pasquines en todas partes los alborotos; de servir la carestía de comestibles como de resorte para mover a la muchedumbre; de oírse al par de las vociferaciones continuos vivas al Soberano, como para cohonestar la rebeldía; de alimentarla gentes vagabundas, siempre a merced de todas las ambiciones y de subsistir la iniciativa agitadora, tanto donde estallaron los motines como donde se impidieron a fuerza de concesiones, se tuvo por cierto que todo emanaba de un plan combinado para conmover a toda España, y que se habían frustrado las esperanzas de los agitadores.




ArribaAbajoCapítulo III

Hábil política de Aranda


Amagos de dejar Madrid de ser corte.-Popularidad del presidente del Consejo.-Disposiciones para afianzar el reposo.-Anulación de los indultos y las rebajas de comestibles en provincias.-Diputados y síndicos personeros.-Representaciones de varios Cuerpos de la corte.-Impresión que hacen al Soberano.-Consulta del Consejo.-Se derogan las gracias concedidas a los amotinados. Distinto carácter de ellas.-Muerte de Isabel de Farnesio.-Se traslada el Rey a San Ildefonso.-Paz entre españoles y marroquíes.-Nuevas providencias.-Vindicación de Aranda.-Sus persuasiones a los Gremios.-Vuelve el Rey a Madrid.-Quietud del reino.-Carnaval de 1767.- Aniversario del motín contra Esquilache.

Desde Aranjuez, donde fijó el Soberano su residencia antes de la época de la jornada, dispuso que el 26 de marzo se pasara noticia del motín a las cortes extranjeras en términos muy generales. Allí se sucedían unos a otros los partes relativos a los desórdenes de las provincias, mas en cambio llegaban sentidas manifestaciones de los prelados y los cabildos condoliéndose de los desmanes, blasonando de adictos al Gobierno, y ofreciéndole sus recursos. Como de Madrid había partido la señal de los alborotos, cundía entre algunos palaciegos la especie de que por castigo de su ingratitud debía dejar de ser corte, y de tocar este privilegio a Sevilla o Valencia374. Justamente ofendido se mostraba Carlos III de que los disturbios rompieran y se prolongaran tres días en la capital de sus Estados, tras de dedicar tanto esmero a acrecerla y hermosearla: con todo, muy lejos de tomar resoluciones ab irato, hizo patente que las penas del corazón no le turbaban el espíritu ni le impedían seguir el hilo de sus felices elecciones. Así el conde de Aranda, relegado primero a la embajada de Polonia, traído luego a Portugal para activar las operaciones de la campaña, presidente despues del Consejo de Guerra donde fueron juzgados los jefes de la capital de la isla de Cuba, nombrado en seguida capitán general de Valencia sin otra razón que la de alejarle de la corte375, fue llamado urgentemente por el Monarca a ejercer el mando de las armas de Castilla la Nueva y a regir el Consejo en calidad de presidente alto puesto en que su reputación de hombre político iba a oscurecer la ganada ya de soldado.

Obedeciendo con puntualidad grande el Real decreto, entre cinco y seis de la mañana del 8 de abril llegaba el conde de Aranda a la corte; a las siete recibía la bolsa del despacho corriente de manos del obispo Rojas; a las ocho juraba en el Consejo de Castilla su plaza: no acabó el día sin que le fueran a felicitar muy gozosas tres cuadrillas de majas con panderos y castañuelas; antes de las veinte y cuatro horas dirigía al Ministerio una relación muy exacta del motín contra Esquilache, formándola hasta con noticias que le dieron dos capataces de los barrios; y poco despues un ardiente parcial de los sediciosos escribía estas literales palabras: El conde de Aranda es gran cabeza; hace justicia sin aceptación de personas376. Halagado así por el aura popular desde su venida, y de carácter idóneo para no desmerecerla nunca, poseía un elemento que simplifica no poco las dificultades del mando, y se hallaba en proporción de corresponder plenamente a la Real confianza. Todo contribuía a que su crédito fuera en auge y a que se captara la voluntad de la muchedumbre. Tras de ser regido el Consejo de Castilla durante muchos años por obispos de más o menos nota, a quienes fuera de allí no se hallaba más que en las funciones de iglesia y por la calle entre cortinas, no sosteniendo o combinando el respeto de su alto destino sino con el absoluto abstraimiento del mundo, se veía al conde de Aranda ir al descubierto en su coche por las plazas y los paseos, y concurrir a los teatros y a los toros, y mantener su calidad de magnate y su categoría de capitán general y de primer magistrado del reino, y admitir a su presencia al que lo solicitaba a todas horas, y tratar con agasajo hasta a los humildes; todo sin menoscabo del vigor que se requería para estirpar cualquier vestigio de revueltas con disposiciones muy atinadas377.

Su atención dirigióse a limpiar Madrid de vagabundos, con cuyo fin lo dividió en ocho cuarteles y sesenta y cuatro barrios, cada uno de ellos con su alcalde, elegido por los vecinos y encargado de empadronarlos, de hacer constar sus oficios u ocupaciones y de velar por el reposo. Además, para estar al corriente de lo que se decía o murmuraba en los lugares de alguna concurrencia, hizo que salieran soldados escogidos de capa, y a favor del embozo se mezclaban entre el paisanaje y producían el efecto. A casas de reclusión, donde se les obligaba al trabajo, destinó a los que frecuentaban los garitos y pordioseaban siendo robustos378: mujeres de vida airada salieron entonces contra su voluntad de la villa; y tampoco se consintió que la siguieran habitando los eclesiásticos forasteros, en número ya reparable y sin empleo o comisión que cohonestara su permanencia379. Algunos procuraron eludir la observancia de lo prescrito, echándose a pedir limosna para ermitas, santuarios, hospitales, comunidades pobres o santos, y les imitaron los seglares; pero se les obligó a que abandonaran el artificio por no incurrir en grave pena380. De baquetas se le impuso a un cabo del regimiento de Galicia, que estaba de bandera en Getafe, a causa de gritar en la Plaza Mayor con voces muy desaforadas: ¡Viva el Rey y muera Esquilache! y merced a que lo hizo ebrio, se libró de la horca381; no así D. Juan Francisco Salazar, sugeto no vulgar y murciano, que murió en ella por decir con impetuosos alardes, que no habia de parar hasta verter la sangre de los Borbones382. Antes hubo tres reos por delitos comunes, y previno Aranda no aumentar el piquete encargado de su custodia, para que no creyera la muchedumbre que infundía miedo383. Accidentalmente ofreciósele coyuntura de ganarse más su cariño, demostrando cuánto fiaba en su lealtad y amor al trono. Fue el caso que una tarde se escaparon diez y siete presos de la cárcel de Corte, y tan luego como lo supo el Presidente, se dirigió allá en coche, montando de seguida a caballo para dictar las providencias oportunas. Le anunciaron que algunos de los criminales se habían acogido a sagrado en los templos de Santo Tomás, Santa Cruz y San Felipe, y, avisado el vicario, destacó la misma guardia de la cárcel a fin de procurar su captura, y dijo en voz alta: Para custodiarla me basta el pueblo. Mucho era el que le cercaba, y al oír la especie dióle grandes vivas, que se dedicaron también al Monarca; y las dos horas que duró la pesquisa estuvo allí enternecido a vista de aquel concurso tan venerador de su Soberano y tan amante de justicia, por lo cual escribía al comunicar la ocurrencia: Si el Rey quisiere al pueblo de Madrid a sus pies en Aranjuez, con solo permitírselo, se despoblaría la villa para manifestarle su respeto y amor.384 Esto acontecía cuando se cumplían dos meses del tumulto contra Esquilache.

Verdaderamente, mientras subsistieran las rebajas y los indultos, la rebelión apare cia vencedora; aquellas no se podían mantener sin costearlas el Erario; estos constituían una de las preeminencias del Monarca, y fundado en tales principios el Consejo de Castilla, propuso que, solo con excepción de Madrid, se abolieran unas y otros en todas partes. Sometida la consulta a consejeros de Estado y ministros, el marqués de Grimaldi, D. Juan Gregorio Muniain, D. Miguel de Muzquiz y el duque de Alba aprobaron lo propuesto en punto de abastos, y respecto de los indultos opinaron que se procediera como en Zaragoza, y que luego los concediera o negara el Rey según las resaltas de los actos de cada pueblo: el conde de Fuentes, D. Ricardo Wall y D. Jaime Masones de Lima expresaron que el Rey no debía indultar por entonces, y sobre abastos apoyaron lo que el Consejo: Frey D. Julián Arriaga, ministro de Indias y de Marina, se singularizó con su voto, manifestando que no se atrevía a entibiar la clemencia del Soberano385. Este determinó que se limitara el indulto a Madrid por lo concerniente a la rebeldía, y que los magistrados no estaban en la obligación de mantener las concesiones relativas a la baratura de los abastos como consentidas a la fuerza. De aquí provino el auto acordado del Consejo, anulando las rebajas y los indultos de las provincias; auto famoso porque introdujo nuevamente el elemento popular ya extinguido en las corporaciones municipales. Para que se evitaran a los pueblos las vejaciones de la mala administración de los ayuntamientos en los abastos, y pudiera todo el vecindario discurrir la manera más útil del surtimiento, facilitando la concurrencia de los vendedores y eximiéndoles de impuestos y arbitrios hasta donde fuera posible, se providenció que, en los pueblos que llegaran a dos mil vecinos, intervinieran con la justicia y regidores cuatro diputados, que nombrara anualmente el Común por parroquias o barrios, con facultades para promover juntas en que se tratara de abastos y con prohibición de que las municipalidades deliberaran sobre este asunto sin asistencia de ellos. Dos habían de ser los Diputados del Común en los pueblos de dos mil vecinos abajo, y en aquellos donde el oficio de procurador sindico fuera enajenado, o soliera perpetuarse en familias, o recayera por costumbre en alguno de los regidores, se debía elegir también un procurador síndico Personero del público, el cual tuviera asiento a inmediación del procurador síndico perpetuo, y voz para pedir y proponer cuanto refluyera en común ventaja. A todos los seculares y contribuyentes se declaraba el derecho de elegir veinte y cuatro comisarios en los pueblos donde no hubiera más que una parroquia, y doce en los otros por cada una de ellas; cuyos comisarios elegirían despues los diputados y el personero, tomando posesión de sus particulares oficios al día siguiente los que obtuvieran pluralidad de votos y jurando ejercerlos bien y legalmente con celo patriótico del bien común y sin acepción de personas. Se excluía de la elección a los regidores y a sus parientes hasta el cuarto grado, y como el ser preferidos para estos empleos dependía del concepto público de los individuos, se determinaba que podían recaer promiscuamente en nobles y plebeyos386. Siglos habia que no se registraban providencias tan populares en los códigos españoles. ¡Hasta del mal sacan el bien los que gobiernan con justicia!

Entre tanto seguía la ausencia del Rey de su corte: sin otros elementos de vida que el serlo desde principios del siglo XVII, Madrid se arruinaba del todo, si prevalecían al cabo los dictámenes ya referidos, y pagaba muy cara su culpa: de la ingratitud de los madrileños procedía el enojo del Soberano; y estaban de por medio unas concesiones, hechas a más no poder al tumulto, que, sostenidas, ajaban sobremanera su decoro, y que, revocadas, desvirtuarían tristemente el gran crédito de su palabra. Un viaje que el presidente del Consejo de Castilla hizo a Aranjuez al mediar mayo, con el doble fin de besar la mano a Carlos III y de cortar murmuraciones, sobre si Madrid necesitaba de su vigilancia continua y sobre si era problemática la aprobación Real de sus procederes387, empezó a orillar las dificultades. De allí trajo Aranda un plan excelente para desagraviar al Rey del todo, pues consistía en que las corporaciones más caracterizadas de las diversas clases sociales le elevaran a una sus ruegos, atrayéndole a la reconciliación con su corte; y como nada habia imposible para la popularidad del Presidente, a la menor insinuación suya fueron escritas y tuvo en su poder las diversas instancias, de las cuales hay que dar ligera noticia. Considerándose desairados los gremios menores al observar otras leyes que las dictadas por su Rey y Señor con la madurez y sosiego que le eran habituales para mayor lustre y beneficio de sus vasallos, y no reconociendo este carácter en las mercedes que hizo a los sediciosos por un efecto de su compasión soberana, le suplicaban que las revocase y consolase a los madrileños con su vuelta a la corte. Desdorante parecía a los ojos de la nobleza la sumisión a los intentos de la plebe, y más a lo colecticio e. ínfimo de ella, y así, como Cuerpo que debía ser preferido por la Corona, revocaba y anulaba las pretensiones vulgares, no pudiendo recaer sobre ellas el soberano consentimiento, y juzgándolas desvanecidas y aun punibles. Tras de reiterar los cinco gremios mayores la oferta de su caudal ya hecha al ministro de Hacienda, creían incompatible con su fidelidad el avenirse a las resultas de los desórdenes populares, e. impropio de la justificación del Monarca el sostener por efecto de la religiosidad de su promesa lo que fuere contrario y pernicioso al bien general y a los Cuerpos de representación conocida. De gravísima calificaba el ayuntamiento la ofensa de la plebe, y de muy grande la Real misericordia en acceder a las injustas e. insubsistentes pretensiones de personas alborotadas y advenedizas, concluyendo por solicitar rendidamente la anulación de las concesiones hechas al tumulto y la vuelta de Carlos III a la corte, para que todos experimentaran la alegría de contemplar nuevamente en su seno al más benéfico y digno de ser amado de los monarcas. Poco expresivas parecieron al Ministerio algunas de estas representaciones, a las cuales se agregó otra semejante del cabildo de curas388: pero el Rey dijo con su sensatez de costumbre que seria violento y ruidoso devolverlas para enmendarlas; que se faltaría al modo de pensar observado hasta entonces de no pedir a cuerpo alguno que llegara a representarle, y de que lo hicieran de voluntad propia y solo por insinuación del conde de Aranda; que todos suponían y expresaban la nulidad de las concesiones, y tenia por de mayor respeto que algunos se abstuvieran de pedir su revocación a las claras, ya que unánimes decían y protestaban que no concurrieron a pretenderlas; y por último, que no se quería hacer juez para el examen ni para la resolución del asunto, hasta que, en vista de las representaciones, se lo propusiera el Consejo389. Este adoptó por suyo lo que alegaron sus fiscales y evacuó pronto la consulta.

A juicio de tan ilustre Cuerpo, la congregación extraordinaria de gentes en Madrid fue nula, por no haber precedido convocatoria; ilícita, porque prescindió del corregidor y el ayuntamiento; insólita, porque jamás el pueblo de Madrid se acostumbra a reunir en Cuerpo formado; defectuosa, porque la nobleza, los comerciantes y artesanos reprobaban y detestaban en sus representaciones la reunión de gentes díscolas y tumultuarias; oscura, porque nadie aparecía representando a las tales gentes: violenta, porque con asonada, gritería y alboroto propuso sus pretendidas instancias; de pernicioso ejemplo lo que solicitaron y consiguieron los sediciosos, porque, fiadas las plebes en el vituperable exceso del motín de Madrid, hicieron bullicios y reclamaron perdones en otros lugares; obstinada, porque los fanáticos, no solo esparcieron por la corte, sino que propagaron al reino todo, los pasquines, las sátiras, libelos y amenazas a personas de nota; ilegal, porque se excedieron en sus pactos a materias que no son de la inspección de un pueblo solo, tocando las representaciones generales a las Cortes, y disueltas estas a su diputación permanente o al Real Consejo de Castilla; irreverente, por querer los sublevados pactar en público sobre cosas tan graves, reduciéndolas a la extensión de capítulos, presentada por el fraile gilito en Palacio. Según el Consejo, todas estas razones daban testimonio de que los Cuerpos, de quienes eran las instancias, tenían la calificación conveniente para pedir que se revocaran las gracias concedidas por la Real clemencia a la plebe durante los dieras 24, 25 y 26 de marzo; pero no creía de modo alguno que pudieran ser parte los que representaban en tal sentido para solicitar la derogación del indulto, mayormente dirigiéndose a la piedad inseparable del corazón del Soberano390. Sin desmentirla este, aprobó la consulta del todo.

Entre las gracias otorgadas a los del motín y abolidas ahora, las hubo contra el Real decoro y contra las reglas de buena policía. Deslindando Aranda desde el principio los dos puntos, dijo que el primero no admitía demora, pues los instantes eran siglos cuando se trataba del respeto y amor a la soberanía, y que el segundo requería tiempo, si bien no largo, para que la autoridad ejercida con tino produjera el convencimiento de la razón en los juiciosos, y el remedio del vigor contra los inquietos y pertinaces, siendo impropio de la moderación del Gobierno y de la benignidad del Rey que a la apariencia de las armas se ejecutara a sangre y fuego lo mandado391. Así, por ejemplo, los guardias walones regresaron a su cuartel de Madrid el 6 de julio, y sueltos fueron por calles y plazas todo el día sin que se les dirigiera el insulto más leve, imbuido como estaba ya el pueblo en la máxima divulgada por el conde de Aranda sobre no ser ninguna tropa extranjera cuando da gloria a las armas del país donde sirve, y antes bien con su propia sangre se bautiza y adquiere la carta de naturaleza392; pero aún no se había determinado el muy popular Presidente a procurar que dejase de tener visos de disfraz el traje de los madrileños, quienes seguían lozaneándose con las capas largas y los sombreros gachos, de donde resultaba subsistente lo que dió origen ostensible e incremento vigoroso al tumulto, y que a este resabio de inobediencia se atribuyese el tesón del Rey en punto a continuar fuera de la corte; sin embargo, próxima a terminar la jornada de Aranjuez, según la costumbre, se esperaba que residiera en Madrid, como siempre, los pocos dieras que mediaban hasta la de San Ildefonso.

Contra el parecer de los que así lo daban por hecho, se trasladó el Rey sin entrar en Madrid e improvisamente de un Sitio a otro, bien que por causa muy poderosa para desvanecer las siniestras interpretaciones que se forjaran sobre la singular prisa y el desusado rumbo del viaje. Lo hizo traspasado de pena por el fallecimiento de Isabel de Farnesio, su madre, acaecida el 10 de julio, y cabalmente a los veinte años y un día de viuda393. Siendo la máxima de divertir al pueblo para someterle sin violencia al vasallaje una de las practicadas por Aranda, le contrarió no poco el luto, pues se cerraron los coliseos, donde habia conseguido lo intentado en vano hasta entonces, relativamente a que desde los patios no se gritara a las mujeres de los aposentos y la cazuela, y a que durante la representación nadie estuviera con sombrero ni encendiera cigarro o pipa durante los entreactos394; mas solo se suspendieron por un mes las corridas de toros, en consideración a los perjuicios que se irrogaban al asentista de la plaza de resultas de su contrata con los hospitales395. Y también distrajo al público aquellos dieras la presencia de Sidi-Hamet-Elgazel, que, trayendo séquito muy lujoso, vino en nombre del rey de Marruecos a pagar la embajada con que habia ido el teniente general D. Jorge Juan en representación del de España, para sentar y restablecer paz firme y perpetua por mar y tierra entre ambos países396.

A todo esto, y aun perseverando el Presidente en la actividad y la vigilancia, no desaparecida los papeles sediciosos de plano, y hubo que adoptar providencias para precaver nuevos trastornos. Tales fueron prohibir las imprentas en clausura y lugares inmunes; disponer con autoridad pontificia que los individuos de ambos cleros pudieran ser citados a declarar ante los tribunales; expedir circulares a los obispos y prelados de las religiónes sobre la observancia de lo prevenido en las leyes contra las personas dedicadas a Dios por su estado, que osaran turbar los ánimos y la quietud pública mezclándose en los asuntos del Gobierno; y mandar que nadie gozara fuero en las incidencias de tumulto, motines, conmociones, desórdenes populares o desacato a los magistrados397.

Voces mal justificadas y acogidas al parecer con ligereza han supuesto que Aranda hizo castigar dentro de las cárceles y a las calladas a varios de los que bulleron más en el alboroto, y a los cuales se echó de menos posteriormente398. No se hace verosímil que se inclinara a esta conducta el que no apelaba al terror para consolidar el reposo, y tenía por dura pena la de arsenales y presidios contra los vagos399, y por inmoderación gubernativa no esperar a que en la nueva vida de un pueblo, convencido de sus anteriores desmanes, se adoptaran las reglas de buena policía por todos400. Aranda, benigno con los que podían servir de instrumento de sediciones, lejos de avasallarlos por el miedo, atraíalos con suavidad a lo justo; enérgico y firme con los reputados por sospechosos de suscitarlas, expulsábalos de Madrid por bandos, que vendían públicamente los ciegos. Al pronto se pudo ignorar el paradero de algunas personas, como, por ejemplo, de D. Miguel Antonio de la Gándara, antiguo agente español en Roma y arcediano a la sazón de Plasencia, a quien despues del motín se cogieron cartas misteriosas, y que, incluido por eclesiástico forastero en la orden de salir de la corte, la estuvo eludiendo con subterfugios; del Padre Isidro López, jesuita muy superior de capacidad y en la intriga, estrecho amigo de Ensenada y notado de haber ido entre los del tumulto; del abate D. Lorenzo Hermoso, de quien se dijo que el Martes Santo, y a la hora en que ya los rebeldes tenían tomadas las puertas, abrió paso en la de Toledo al coche del Cardenal Patriarca, sin más diligencia que la de hablar secretamente a algunos de los capataces; y del marqués de Valdeflores, acusado de ser autor de los papeles esparcidos en nombre de los tribunos de la villa; mas se supo al cabo de todos, como que sufrieron largas condenas401.

Sin duda el Presidente del Consejo adoptó disposiciones precipitadas y que en circunstancias más normales apenas merecerían excusa; pero si no acertaba siempre, tampoco le costaba trabajo declarar y corregir sus errores. Cuando no quiso aumentar el piquete destinado a conducir tres reos desde la cárcel al suplicio, el sacerdote que por el barrio de Santa Bárbara pedía limosna para los sufragios de costumbre recibió de manos de cierta mujer un papel lleno de garabatos, con encargo de dárselo a uno de los que estaban en capilla, y con expresión de que ya sabía lo que era. Se lo noticiaron a Aranda mientras asistía al Consejo, y previno de golpe que, si en la carrera clamaba el pueblo por indulto para aquellos culpables, los mataran los granaderos a sablazos. No ocurrió novedad alguna, y luego indagóse a las primeras diligencias cómo la infortunada autora del papel misterioso estaba demente y se complacía en firmar perdones402. También hubo el incidente de ser preso de pronto en el destacamento de Seseña un soldado distinguido de Carabineros Reales, llamado D. Juan Álvarez Lorenzana, y traído con grandes precauciones al cuartel de Voluntarios de Estado. Todo provino de la sospecha suscitada por cierta frase de una carta que escribió al Padre Isidro López, jesuita citado antes, y en la que se hablaba de estar en vísperas de ascenso, mas con zozobra de que algún émulo se lo embarazara por el destino de los consabidos. Al punto Lorenzana disipó la sospecha, resultando aéreo el cargo: los consabidos eran dos hermanos suyos, y su destino el de lacayos del marqués de la Ensenada; lo cual hizo decir al Presidente: «Cada día vemos y lo sabemos que en Asturias no imprime el uso de las libreas ni perjudica a aquellas hidalguías, y es en tal forma este concepto general, que yo he tenido y tengo en mi casa quien ve parientes suyos en altas graduaciones del ejército, y, conociéndose unos a otros, no trasciende a más que a un justo sentimiento en los condecorados».-Y expuso después respecto de Álvarez Lorenzana: «Me ha compadecido su suerte, y, sin faltar a la seguridad ni comunicarle, le he facilitado la posible asistencia y le he enviado cama de mi casa... No es ya gracia darle el ascenso para que estaba propuesto, y esta ha de recaer en subsanamiento, para el que me parece que S. M. ascendiera a teniente al interesado»403. Además de remunerarle como era de justicia, su comandante el duque de Huéscar propuso que se le trajera el uniforme de gala para sacarle a pasear en su propio coche y vindicar su honor de una manera tan solemne, y se le impidió efectuarlo solo por convenir que se reservara la causa que produjo el errado concepto de los indicios de la culpa. Al que tan sinceramente reconoce y enmienda sus desaciertos, se le debe suponer gran circunspección y rectitud de juicio para lo que propone y ejecuta, no atropelladamente, sino despacio, y adelanta por caminos, en los cuales el retroceso es difícil y casi imposible.

Ya que al conde de Aranda pareció oportuno tocar resortes para extinguir el último vestigio material del motín de marzo, juntó en su casa, a las tres de la tarde del 16 de octubre, a los representantes de los cincuenta y tres gremios menores; y no con el encarecimiento del que suplica, ni con el desentono del que amenaza, sino con la reposada dignidad y simpática persuasiva del que puede mandar y exhorta, les indujo a autorizar entre los de sus respectivas corporaciones el bando pendiente de observancia sobre la reforma de traje. Prendados salieron de la afabilidad y blandura del Presidente; muy satisfechos se mostraron ante los suyos, a quienes fueron llamando los dieras festivos a los claustros de los conventos, donde solían tener las juntas, y contextes les amonestaron según se les había prevenido. De cómo atrajo Aranda suavemente a los del pueblo a lo que repugnaron tan pertinaces cuando se les quiso imponer de golpe, notáronse inequívocas pruebas el día 10 de diciembre, en que, de vuelta del Escorial, se dignó al fin el Soberano alborozará Madrid con su deseada presencia: innumerable muchedumbre se agolpó de tropel a su paso: en sus oídos hizo vibrar sonora algazara de regocijo: no había quien no llevara capa corta; y eran de tres picos todos los sombreros que revolaron por los aires.

Afortunadamente la cosecha de 1766 no dejó de ser abundante, con lo que perdieron los agitadores la coyuntura de sacar partido de la carestía para exacerbar los espíritus de los incautos, y los díscolos y menesterosos, al par que las autoridades dispusieron de este recurso más para conseguir la total pacificación de la monarquía. A veces en algunos lugares se fijaban pasquines insolentes como los anteriores; pero, como voces sin eco, ya carecían de virtud y eficacia para irritar a la muchedumbre. No hubo oposición al auto acordado por el cual se anularon las rebajas de los comestibles y los indultos, ni donde estallaron motines ni donde se cortaron a tiempo. A Cuenca fue comisionado de Real orden D. José Moñino, a quien más tarde se ha de ver representar la primera figura junto al trono, para inquirir el origen del alboroto que allí hubo e. impedir que se renovara. Reconquistado tenia su habitual sosiego la provincia de Guipúzcoa, acabando las turbulencias, que la agitaron algunos dieras, con la prisión de varios fugitivos, a quienes los franciscanos de Aránzazu negaron asilo, y se lo dieron los jesuitas de Loyola404. Hasta Zaragoza, en donde anduvo más sin rienda la cólera de la canalla, vivía ya con perfecto y feliz reposo. No bien lo acabaron de restablecer sus intrépidos labradores felicitaron al conde de Aranda por la presidencia del Consejo, a impulsos del afecto del paisanaje; y le pidieron además que expusiera a los pies del trono la resolución en que estaban de no economizar sacrificios por cumplir como leales vasallos, en testimonio de preciarse de buenos hijos de la patria, de amigos de la paz y de la justicia, y de que, bajo los toscos vestidos de la medianía y la pobreza, suele descansar sin violencia el honor, la buena sangre, el espíritu de rectitud y un imponderable amor al Monarca. Tan expresiva enhorabuena, recomendada por la conducta heroica de los restauradores del orden público en la ciudad de Zaragoza, agradó mucho al Presidente, quien les manifestó que ya habia oído al Rey un benigno y honroso concepto de sus procederes; añadiendo ingenua y expansivamente, como solía, que, aun no habiéndole proporcionado su cuna la suerte de ser compatricio de tan gallardos naturales, envidaría su digno porte, y que, envanecido de poderles llamar paisanos, solo anhelaba que su proeza trascendiese a la posteridad más remota para estimular al ejemplo405. Tampoco en otro alguno de los pueblos aragoneses hubo nuevos síntomas de bullicios; antes, por el contrario, creyendo el marqués de Castelar que en Monzón peligrara el sosiego, y pensando en mandar allí destacados a cien ginetes de dragones, se determinó a variar de dictamen por virtud de las representaciones que le hicieron unánimes los naturales y el cabildo para responderle de la tranquilidad con sus cabezas y fortunas406.

Como antes la agitación tumultuaria, ahora había partido la quietud general de la corte, cuyos habitantes se iban acomodando también a la limpieza de las calles y a su alumbrado. No reinaba en ella el orden pavoroso que da aspecto de mansión de difuntos a la de vivos: sólo tenían por qué temer los turbulentos y holgazanes, mientras gozaban de inocente y deliciosa libertad los pacíficos y trabajadores: tiempo hacía que las diversiones públicas no se multiplicaban tanto: con bailarines franceses, músicos italianos y cómicos españoles comenzaron los espectáculos teatrales de 1767, ya acabado el luto por la muerte de Isabel de Farnesio: como si no existiera el tribunal del Santo Oficio, se dieron muy lucidos bailes de máscaras en los teatros del Príncipe y de los Caños del Peral por Carnestolendas; y tan a deseo cogieron las diversas clases este amenísimo desahogo, que se hizo popular una seguidilla inventada para expresar que a los bailes de máscaras iban todos menos los hipócritas, los celosos y los tacaños407.

Esta paz inalterable, y debida principalmente al buen tacto del conde de Aranda, tuvo el día del aniversario del motín contra Esquilache un instantáneo desentono y con bien extravagante motivo. De meses atrás se habían suscitado quejas sobre que se aprisionaba a los hombres tan solo por llevar patilla, cosa feísima y de gentes vagas y calaveras, en dictamen del Presidente, quien dejó correr el susurro, aun siendo verdad que la usaban los más de los presos; ya porque le constaba que la tal moda no servía de regla a los alcaldes de corte para sentenciar o soltar a los capturados; ya porque se advertía a golpe de ojo que las gentes se iban poniendo en limpio y minorando el rústico traje de la capa y despeinadura antigua por no parecer vagos. Ahora, el 23 de marzo de 1767, a las diez de la mañana, le avisaron que las verdaderas de varios parajes estaban como asombradas, sueltas las trenzas y llorando a lágrima viva, por cundir la voz de haberse mandado cortar el pelo a las que llevaran rodete, y quitarlas además las agujas de la cabeza y las hebillas de los zapatos. Con mala intención o por simple zumba confirmaron algunos embozados la especie, y fue necesario que salieran a desmentirla ocho patrullas de caballería y los alcaldes de corte y de barrio. Tras de referir suceso tan raro, añadía el conde de Aranda: El concepto que yo formo es que aquella misma masa, viciada del año pasado haya querido probar la mano a indisponer las gentes, echando semejante especie para que prendiese en las mujeres, y, siendo el día aniversario en que todos tendrían presente lo del año pasado, hiciese impresión en ellas, viendo qué diere de sí; pero como no hay más canalla en Madrid de los advenedizos, no ha cundido, siendo singular que solo en los parajes de verduleras haya tenido lugar, sin la menor trascendencia, pues los hombres apenas se reían de verlas en aquella forma, proseguían su camino... Yo celebro mucho que, ya que se han determinado a inquietar, hayan tomado un motivo tan torpe, pues al momento se habia de desengañar cualquiera de que el despeinar las mujeres y quitar hebillas a nadie podía ocurrir: mucho más cuidado me hubiera dado que esparcieran el subirse el pan cuatro cuartos y así otros comestibles, porque esto desde luego podía ser más creíble, y necesitaría más tiempo para desimpresionarse de lo contrario.408

Desde este día ni aun se consideró preciso que salieran las partidas de levas a perseguir a los vagabundos; y fuera de la regularidad uniforme, nada hubo más que el designio de dar conciertos vocales e. instrumentales por Cuaresma409, y el hecho de trabajarse en la Imprenta Real a puerta cerrada.




ArribaAbajoCapítulo IV

Extrañamiento de los Jesuitas


Real pragmática.-Lo ejecutado en Portugal y Francia.-Bula Apostolicum pascendi.-Cómo fue recibida en España.-Por qué reservó Carlos III en su Real ánimo las causas de la pragmática citada.-Dato esencial para inquirirlas.-Documentos oficiales que las explican a las claras.-Extravío de una consulta muy importante.-Memoria ministerial que suple su falta del todo.-Dictamen de una Junta especial sobre la propuesta de expulsión de los miembros de la Compañía.-Real decreto expedido al conde de Aranda para que la ejecute.-Disposiciones atinadas que propone y adopta.-Instrucción para que se cumpla con uniformidad lo resuelto.-Zozobra de los jesuitas.-No sospechan el golpe que les amenaza.-D. Pedro Ceballos en su apoyo.-Enfermedad del Nuncio.-Se ejecuta la Real pragmática de 2 de abril de 1767.-Doctrina a cuyo tenor la dictó el Monarca.

SE empezaron a despejar los misterios el 1.º de abril con amanecer tropa guardando el Noviciado, la Casa Profesa, el Seminario de Nobles, el Colegio Imperial, el de Escoceses y el de San Jorge, y se aclararon del todo al día siguiente con la publicación de una Real pragmática en que se decretaba el extrañamiento de los jesuitas de los dominios españoles y la ocupación de sus temporalidades.

Ya se había providenciado lo mismo en Portugal el año de 1759, y en Francia el de 1764: allí dispuso la expulsión un ministro: aquí provino de los Parlamentos: allí, de resultas de un atentado contra la vida del Monarca, hizo Sebastián Carvallo, conde de Oeiras y marqués de Pombal más tarde, que fueran procesados ciertos individuos de la más ilustre nobleza y varios miembros de la Compañía: aquí se puso en tela de juicio la existencia de estos regulares a consecuencia del mal éxito de las especulaciones mercantiles del Padre Lavalette desde las Antillas francesas: allí se levantaron cadalsos y corrió tristemente sangre: aquí no hubo más que discusiones provocadas por el instituto de San Ignacio y desfavorables a su causa: antes de adoptar la resolución definitiva en ambos países, manifestáronse conatos de reforma sin fruto, pues los jesuitas querían ser tales como eran o de ningún modo: luego de dictada la providencia, Portugal vino a interrumpir sus relaciones con la corte de Roma, y las mantuvo inalterablemente Francia.

Entonces se vio a los jesuitas buscar amparo contra las persecuciones en el poder de la Santa Sede, e inclinarla a tomar su defensa tan vigorosamente como si a la existencia de la Iglesia católica fuera indispensable la de ellos. Muy sensibles altercados y serios conflictos se derivaron de llevar la cuestión por tal rumbo. Aún el pacífico y virtuoso Clemente XIII ocupaba la cátedra de San Pedro, y aún el Padre Lorenzo Ricci ejercía el generalato de su instituto, y aún el cardenal Torrigiani empleaba su influencia ministerial y su saber todo en fomentar los intereses de la orden religiosa regida por su deudo, amigo y paisano, venciendo siempre los impulsos de la buena voluntad y las inspiraciones de la sana razón del Papa con su tenaz porfía. Así hostigado el jefe visible de la Iglesia, hubo de firmar el 7 de enero de 1765, tras de resistirlo estérilmente y a las calladas, la constitución pontificia Apostolicum pascendi, cuyo objeto fue proclamar la inocencia y hasta la santidad de los jesuitas, quienes la trasladaron a todos los idiomas y la esparcieron con aire triunfal por el mundo. Sus efectos justificaron los presentimientos tristes del Padre Santo cuando se resistía a firmarla, pues no hizo más que exacerbar las acusaciones lanzadas al instituto de Loyola, añadiéndolas incentivo y dándolas aún mayor bulto. Muy mal recibida fue la constitución pontificia en España, y atestiguólo el nuncio Pallavicini de este modo solemne: «Aquí la hallan generalmente inoportuna y dañosa: los mismos amigos de la Santa Sede y todos los parciales de los jesuitas declaran que en el actual estado de cosas no puede producir utilidad alguna a la Compañía en Francia, y menos en Portugal, donde retardará la pacificación con la Santa Sede. Lejos de consolidarse la Compañía perderá más que ganará en los países donde aún existe, y se funda tal parecer en la sospecha de que la constitución emana de instigaciones de jesuitas, cabalmente porque han hecho lo indecible para desvanecer tal creencia. De ello coligen solo que los jesuitas disfrutan de gran autoridad en Roma, y que Roma desconoce su verdadera situación en este asunto. Se hacen mil reflexiones sobre el sigilo con que se ha redactado y ha salido a luz tan grave documento, y sobre el corto número de personas que aconsejaron su publicación al Padre Santo... También parece a muchos que en el texto de la carta apostólica se ha dado importancia a pequeñeces, para incensar en todo y por todo a la Compañía de Jesús, sin embargo de que, al decir de ellos, se notan igualmente faltas, no en el instituto, sino en la conducta y la doctrina de sus miembros»410.

Al par de la constitución pontificia, calificada así en España, los jesuitas divulgaban grandes panegíricos suyos y corrían las sátiras y los libelos contra el Monarca y sus ministros: poco después acaeció el motín contra el marqués de Esquilache y la conmoción general del reino, y al año el extrañamiento de los jesuitas y la ocupación de sus temporalidades. Claramente dijo el Monarca, al dictar providencia de tanto bulto, que lo había estimulado de gravísimas causas relativas a la obligación en que se hallaba constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia sus pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias, que reservaba en su Real ánimo, y usando de la suprema autoridad económica que el Todopoderoso habia depositado en sus manos para la protección de sus vasallos y de su corona. «Carlos III estaba firmemente resuelto a comunicar al Papa y a todas las cortes católicas en una detallada Memoria los motivos que le habían impulsado a decretar el extrañamiento de los jesuitas; pero le inclinaron a desistir de tal designio su espíritu religioso y un vestigio de compasión hacia las víctimas infelices, a quienes profesó gran veneración y amó con ternura en algún tiempo, y así lo expuso a muchos prelados, con cuya consulta y aprobación habia dictado la providencia. Obró así por no agravar a los ojos del público, aun cuando a los suyos fuera merecida, la situación dolorosa de los expulsos, y quiso que un tupido velo cubriera los fundamentos de este acto. Mis razones (decía) solo Dios y yo debemos conocerlas, e invocaba al Señor por testigo de la justicia de sus procederes»411.

Tarea es peculiar de la historia levantar o romper el tupido velo e inquirir las razones del Soberano, cuya eminente piedad, nadie pone en duda, para desterrar de la nación católica por excelencia a los religiosos, en quienes presumen algunos hallar la panacea de todos los males. A la simple lectura de la pragmática famosa ya se adquiere un dato de interés sumo, pues afirma que la dictó Carlos III, conformándose con el parecer de los de su Consejo Real en el extraordinario, que se celebraba con motivo de las resultas de las ocurrencias pasadas y en consulta de 29 de enero, y con lo que le habían expuesto personas del más elevado carácter y acreditada experiencia. Este esencialísimo dato abre fijo aunque arduo sendero a las investigaciones indispensables para enlazar tres hechos positivos, el motín de Madrid de 23 de marzo de 1766, trascendental al reino todo, la consulta elevada el 29 de enero del año siguiente por los del Consejo Real en el extraordinario, y el extrañamiento de los jesuitas ejecutado a consecuencia de la pragmática de 2 de abril de 1767. Por no acertar con este rumbo, se ha dado a las conjeturas el lugar de los hechos, a los desvaríos el de las reflexiones, y sobre un suceso de ayer mañana se ha escrito a tientas, dejándolo naturalmente a oscuras412.

Con fecha de21 de abril de 1766, y a causa de continuar los pasquines y las composiciones de esta especie, despachóse al conde de Aranda un Real decreto, donde, despues de consignar que los bandos puestos el día 15 habían sido arrancados de noche y sustituidos con un edicto para no observar el de la Sala de Alcaldes, se usaba el lenguaje siguiente: «Por la calidad de estos papeles sediciosos y puntos que tocan, se percibe con claridad que esta zizaña no dimana del pueblo de Madrid; antes se reconoce en todas las clases la más perfecta quietud y respeto a la justicia, si se exceptúan los incógnitos que forman, esparcen y siembran otras especies, que trascienden a las provincias y hacen odioso el Gobierno, suponiendo vejaciones y descontento en mis dominios de las Indias contra la verdad de los hechos, habiendo dado cuerpo a las conmociones, experimentadas en otros pueblos, estas especies vertidas al mismo tiempo como un efecto de los papeles sediciosos divulgados. En su virtud, mandaba el Rey que se procediera a la pesquisa secreta de los excesos cometidos en Madrid, sátiras y pasquines que se habían esparcido, a fin de averiguar el origen de este desorden y de evitarle en lo venidero, para lo cual se valdría el conde de Aranda del consejero de Castilla que mejor fuera de su agrado y de uno de los fiscales».

Designados acto continuo D. Miguel María de Nava y D. Pedro Rodríguez Campomanes por el celoso Presidente, a 8 de junio elevaron la primera consulta, empezando por expresar que su comisión era la más delicada que se podía fiar a ministros; que de la perfecta averiguación del extraño tumulto dependía el conocimiento de los arbitrios para poner al Gobierno a resguardo de tales convulsiones, y que la aclaración de la verdad exigía que se apuraran los recursos y se prescindiera de todo respeto o consideración externa. Luego seguía de este modo: «Si la plebe ha sido seducida, no ha pasado de las ideas que se le influyeron sobre la baratura de los comestibles, arduyendo al Gobierno lo que es efecto de la carestía y esterilidad de los años anteriores; pero al mismo tiempo se ha observado la mayor docilidad a consentir en el alzamiento de los precios, que habían sido rebajados por la violencia... Nada hay en este fidelísimo vecindario que no respire patriotismo y amor a la sagrada persona de V. M... Se observa al mismo tiempo que las malas ideas esparcidas sobre la autoridad Real de parte de los eclesiásticos les han dado un ascendiente notable en el vulgo; y por fruto del fanatismo, que incesantemente le han infundido de algunos siglos a esta parte, tienen más mano de la que conviene para abusar de la gente sencilla, y pintarla las cosas a su modo... Los pasquines y sátiras, o son de personas privilegiadas, o de delegados suyos... En todo el reino resulta que había sembradas especies del motín anteriores al suceso, proferidas por personas eclesiásticas, que eran las únicas que estaban en el suceso: se hacía acto meritorio el sacudir el respeto a la autoridad legítima; hechos todos que no podía alcanzar la plebe, dispuesta más bien a sufrir el despotismo que la anarquía... Vióse depuesto al marqués de Esquilache, objeto del odio público que se vociferó en todos, los parajes de asonadas; pero no cesó la propagación de estas, ni de las mentiras, pasquines, sátiras y declamaciones hasta que el Gobierno desengañó al pueblo, que dócil volvió en sí a la menor voz de los magistrados». Todas estas razones fueron aducidas por el conde de Aranda y D. Miguel María de Nava, a propuesta de Campomanes, con el objeto de que, para el uso de los descubrimientos que produjeran las muchas actuaciones pendientes dentro y fuera de la corte, se diputaran los ministros necesarios del Consejo, y formaran sala particular en la posada del Presidente todas las veces, a las horas y en la forma que mejor pareciere, a fin de observar el exterior y reservado disimulo que se requería por entonces.

A consecuencia de merecer la aprobación Real tan juiciosa consulta, se constituyeron D. Pedro Ric y Egea y D. Luis del Valle Salazar, juntamente con los ya citados ministros, en Sala especial o Consejo extraordinario para proseguir la pesquisa. Atendido su estado y lo urgente de evitar, a tenor de las leyes patrias, que el clero pudiera tomar parte a favor de ningún particular ni cuerpo religioso, expuso Campomanes en alegación fiscal lo que sigue: «La pesquisa reservada con motivo del tumulto de Madrid, para rastrear y descubrir su origen e. incidencias, se halla bastante adelantada y muy cercana a que pueda formarse concepto de la instigación que fomentó, animó y ordenó con capa de religión, y aun de mérito y martirio, tan espantoso movimiento por el extraordinario secreto, concierto y modo guardado dentro del desorden mismo, con admiración de los que en ello paran la consideración. Advierte el fiscal por todos los ramos de este vasto negocio complicado un cuerpo religioso que no cesa de esparcir, aun durante la actual averiguación, especies que trascienden a imponer y atraer a sí a los eclesiásticos y a otros cuerpos, con el fin de inspirar una aversión general al Gobierno y a las máximas que contribuyen a reformar abusos, de que adolece el Estado, siendo fácil poner de su lado a los reformados. Por este mismo artificioso sistema de lisonjear a cada clase con especies análogas a sus particulares intereses y despiques, se hizo camino al motín, impresionando cautelosamente en los ánimos de los sencillos que del cuarto de la Reina madre salieron caudales para pagar a los que como mandatarios se mezclaron en el motín, y otras especies fabulosas, que no perdonaban a las demás personas Reales, para hacer odiosas a unas y fingir displicentes a otras; todo con el fin de animar y mantener a las débiles y fanáticas personas que sirvieron de instrumento a aquella proyectada catástrofe, y con el objeto de deslumbrar el centro de donde pudo salir tan estudiada disposición y una copia de dinero tan grande. Sería poco cuerdo proceder a la definitiva determinación de este expediente sin allanar de antemano el camino a lo que convenga establecer en lo principal de esta gravísima pesquisa. El único medio está cifrado en quitar la libertad de difundir con pretextos de falsa religión estas imposturas, que hasta ahora han producido tan prodigiosos efectos, oyéndolas en boca de personas dedicadas a Dios por su estado... Iluminado el pueblo, no será juguete de credulidad tan nociva, ni los eclesiásticos se prestarán a ser corredores y progenetas de estas calumnias... Desarmado de estos auxilios, quedará reducido a sus propias fuerzas este cuerpo peligroso, que intenta en todas partes sojuzgar al Trono; que todo lo cree lícito para alcanzar sus fines, y que, si actualmente ha buscado su union con otros cuerpos, es momentánea y en cuanto contribuye a sostener la máquina movida. Ahora en sus sermones anuncian los individuos de este cuerpo la inminente extinción de la Compañía, y aun se echan especies en las provincias de que se han preso jesuitas, y otras terminadas a conmover los ánimos y abusar de la piedad y buena índole de la nación, pronosticando de aquí la decadencia de la fe para que su defensa se haga una causa común. No habiéndose tomado providencia alguna de esta clase que enteramente pueda dar recelo, todos estos movimientos nacen de una zozobra de la propia conciencia de los individuos que llevan el secreto y régimen de este cuerpo, que debe excitar la sabiduría del Gobierno a tomar las oportunas medidas, que en el día son muy fáciles, y que, tomada la materia con descuido, no lo serán tanto en lo venidero.» Aquí proponía que se recordara a los obispos y prelados regulares lo que previenen las leyes españolas sobre la manera de contener y escarmentar a los clérigos y religiosos que hablan mal del Rey y del Gobierno; y después continuaba de esta manera: Los eclesiásticos, recelosos de la denuncia, reducirán sus sermones, exhortos y conferencias a especies inocentes, nada perjudiciales al Estado, quedando aislado y solo este cuerpo refractario a las leyes con sus emisarios, cuyo espíritu, régimen y acciones resultan suficientemente con documentos fidedignos en la pesquisa; y si atentamente se reflexiona, se hallarán como únicos agentes de los bullicios pasados y de los que siempre pueden recelarse mientras este cuerpo esté incorporado en la masa general del Estado y de la nación, sobre cuyo último punto reserva el fiscal pedir y proponer judicialmente todo aquello que estime oportuno. Convertida esta alegación en consulta el 11 de setiembre, produjo la Real cédula de 18 del propio mes, ya citada antes, sobre que ninguna persona dedicada a Dios se atreviera a turbar los ánimos y el orden público, mezclándose en los negocios del Gobierno, tan distantes de su conocimiento como impropios de sus ministerios espirituales.

Dos incidentes reseñó el Consejo extraordinario con fecha de 22 de setiembre. Dada orden para averiguar las imprentas de donde salían obras sin las licencias correspondientes y las sátiras y demás papeles injuriosos, se descubrió en Vitoria que el rector del colegio de jesuitas habia enviado al Padre Mauro de la Fuente, jesuita de Zaragoza, las Cartas del doctor de la Sapiencia y otros impresos. A D. Juan Francisco Venero, alcalde del Crimen de la Audiencia, se dió el encargo de recoger estas obras, y supo que aquel religioso las habia entregado a D. Andrés de la Fuente, su padre y secretario del Santo Oficio, bajo pretexto de denunciarlas como dadas a luz sin las licencias necesarias; todo con permiso del rector del colegio suyo y con intención de eludir la facultad delegada por el Consejo extraordinario. También en Pamplona, a fin de embarazar análogas diligencias, apelaron a otro artificio, pues, suponiendo comisión de aquel tribunal inquisitorial D. Francisco Ramón Solano, cura de la parroquia de San Juan y deudo del rector del colegio que en la misma ciudad tenían dichos regulares, había registrado y recogido en la librería de Domech una obra titulada Anales de los jesuitas. Por igual extrañaba el Consejo la premura en denunciar aquellos escritos, así que se descubrió la impresión clandestina y su paradero en Vitoria, al cabo de tres años de circular en perjuicio de la verdad, del respeto a la soberanía y de la tranquilidad de los pueblos, y el atentado de recoger los citados Anales, obra corriente en toda Europa, no prohibida en España y útil para conocer el problema del instituto de San Ignacio. Ambos hechos corroboraban la parcialidad de la Inquisición en favor de los jesuitas, según dictamen del Consejo, y la necesidad de que se adoptaran providencias más oportunas para atajar sus invasiones, ya que las dictadas no eran bastantes.

Por orden cronológico sigue un oficio del conde de Aranda, pidiendo que se declararan las facultades del Consejo extraordinario con fecha de 16 de octubre; y por decreto del 19 dispuso el Rey que las tuviera para la sustanciación, conocimiento y determinación de la causa de la pesquisa secreta en lo principal de ella y todos sus artículos, de suerte que pudiera proceder a cuanto se estimara necesario al fin que se propuso y explicó en su primer decreto. Juntamente creyó indispensable aumentar el número de ministros con el conde de Villanueva, D. Andrés de Maraver y Vera y D. Bernardo Caballero, por estar próxima a llegar la correspondencia de Indias y tener repartida ya los otros ministros la de España, desempeñándola solo en fuerza de celo.

En 22 de octubre previno el Rey por otro decreto que, al procederse a la vista del informe consultivo de la causa de la pesquisa reservada instruida por el Consejo extraordinario, sus ministros juraran en manos del Presidente guardar el más profundo secreto, así de los nombres de los testigos y piezas acumuladas al proceso como del asunto sobre que habían de tratar y de lo que ocurriere y se acordare; de manera que por ninguna vía dieran a entender el objeto de su concurrencia, examen y deliberaciones. Toda contravención la miraría como un delito de Estado de parte de personas en quienes habia depositado la mayor confianza, pudiendo resultar graves inconvenientes de que se traspiraran las providencias que conviniere establecer para la extirpación en sus dominios de todo pábulo o semilla de semejantes atentados, desacatos y escándalos, ofensivos a la religión, a la obediencia a la soberanía y a la seguridad de las personas públicas, sobre lo cual se experimentaban enormes abusos.

Como la edad avanzada del conde de Villanueva hacía contingente su asistencia a, la vista del informe consultivo de la pesquisa reservada, fue D. Pedro Colon de Larreátegui elegido por sustituto el 29 de diciembre: después se procedió a la vista y presentó su alegación fiscal D. Pedro Rodríguez Campomanes; y la consulta de 29 de enero de 1767 provino de adoptar el Consejo extraordinario los fundamentos, pareceres y arbitrios allí presentados, emitidos y propuestos.

Ya eslabonado por virtud de documentos auténticos y noticias seguras el motín de Madrid de 23 de marzo de 1766 con la consulta del Consejo extraordinario de 29 de enero de 1767, hay que advertir, antes de proceder a llenar el otro vacío, que tan importante consulta, unida al expediente general por espacio de cuarenta y ocho años, no figura entre sus papeles desde el día 16 de enero de 1815, en que se envió al Sr. Palacio con motivo de orden del gobernador del Consejo413. A la sazón se trataba del restablecimiento de los jesuitas y ejercía el cargo de fiscal D. Francisco Gutiérrez de la Huerta, quien, hablando en su dictamen de 21 de octubre de haber pedido cuantos documentos relativos al asunto se hallaran en la escribanía de la Cámara del Consejo y en los archivos de las secretarías del Despacho de Estado y de Gracia y Justicia, se expresa con estas literales palabras: De los que se han remitido aparece que del primero y más principal, que es la consulta del Consejo extraordinario de 29 de enero de 1767, sólo ha venido copia simple, y tan defectuosa, que carece de la primera parte, en que debió hacerse la historia del procedimiento y la especificación de los motivos y consideraciones legales en que se fundaban la justicia y oportunidad de la propuesta del extrañamiento414. Semejante desaparición es una contrariedad a primera vista; mas por fortuna se puede suplir sin desventaja el documento con otro de oficio, posterior en fecha dos años no cabales, y sacado verosímilmente de la traspapelada consulta415. Extractándolo con fidelidad extremada, se vendrá en conocimiento de todo.

Desde la exaltación de Carlos III al trono de España manifestaron los jesuitas decidida aversión a su persona y a su sistema. Acostumbrados al despotismo que ejercieron por medio del Real confesonario y de las innumerables hechuras a quienes colocaron en los puestos más eminentes, no podían ver sin despecho que la ilustración y entereza del Rey y su inalterable justicia no se habían de dejar sorprender de ellos y sus fautores, para que siguieran con la intolerable autoridad de que habían abusado por tantos tiempos, ni pudrían menos de prestarse a oír las quejas de los vasallos en su contra. Dos recursos de índole propia a herir vivamente el cuerpo y régimen de la Compañía se le presentaron tan luego como vino a España, pues las iglesias de Indias se quejaron de la usurpación de sus diezmos y de la inaudita violencia de tal despojo, quebrantando las más solemnes resoluciones, y los postuladores de la causa de beatificación del venerable Palafox y Mendoza denunciaron el escandaloso espectáculo que artificiosamente dieron los jesuitas de quemar algunas obras del insigne prelado durante la especie de interregno producida por la dilatada enfermedad de Fernando VI. El primero de estos recursos descubría los fraudes de los jesuitas sobre los diezmos, sus inmensas adquisiciones en las Indias y sus intrigas cerca del Ministerio: el segundo se encaminaba a vindicar la reputación de un hombre grande, cuyas verdades ha mirado la Compañía como la más terrible, más sincera y más autorizada acusación de su gobierno y sus ideas ambiciosas; y ambos chocaban derechamente con su interés y gloria, únicos ídolos de este cuerpo formidable, y así causaron suma fermentación en su seno las Reales providencias dictadas para examinar tales quejas y hacer justicia a los agraviados.

Habiendo conferido el Monarca a su confesor Fray Joaquín Eleta la plaza vacante por muerte del Padre Francisco Rábago en el Consejo del Santo Oficio, tuvo este golpe la Compañía por un despojo de sus honores y de los medios de hacerse respetable y temible, y convencióse además de que distaba mucho de reponerse en el confesonario y su despotismo. Les llegaba también al alma el cuidado con que la Real penetración procedía para reducir a lo justo a la gran parcialidad que se habían erigido en las clases más altas, como habituados a no ver en las elecciones para todas las jerarquías espirituales y temporales más que hechuras suyas, educadas bajo su influjo y deferentes con ceguedad a sus sugestiones. Tan distante se hallaba el Rey de abrigar resentimientos personales contra los jesuitas, que, al paso que refrenaba con mesura el impetuoso torrente, capaz de destruir al reino, les tenia fiada la educación de todos sus hijos; pero estos regulares, a quienes, según el sistema de su ya relajado gobierno, solo podía contentar su restauración en el antiguo poder arbitrario, se decidieron a obtenerla, trazando el plan de conmover toda la monarquía, en términos que se debió a una singular protección del Omnipotente que no estallara una guerra civil con sus lastimosas resultas. Este plan empezó por el medio astuto de desacreditar al Soberano y a su Ministerio. Como el celo por la religión católica distingue tan legítimamente a España, nada les pareció más obvio para la consecución de sus fines que sembrar las indignas voces de que el Rey y sus ministros eran herejes, de que estaba decadente la religión y se cambiaría dentro de pocos años, con otras horribles calumnias, vertidas al principio en pláticas privadas y después en sus ejercicios y sermones, hasta que por sí y por órgano de sus parciales declamaron descaradamente contra el Gobierno y sus providencias. A esta máxima perniciosa añadieron la de forjar misteriosos augurios contra la duración del reinado de Carlos III y su vida, y así desde 1760 esparcieron que moriría antes de seis años, sobre lo cual se comunicaron avisos al Ministerio por personas de fidelidad inviolable. Juntamente presagiaron motines y desgracias desde el púlpito, y abusando de su carácter apostólico y de la sinceridad de los pueblos: tradujeron al castellano innumerables papeles y libelos contra su expulsión de Portugal y Francia, imprimiéndolos y expendiéndolos clandestinamente, e. introdujeron la desconfianza y el disgusto en Cuerpos y personas respetables, para formar una coligación peligrosa a todos.

Ya preparados los ánimos tras largo tiempo, los jesuitas más principales e intrigantes celebraron por febrero y marzo de1766 sus juntas hasta en la corte, que se hallaba a la sazón en el Pardo, y de resultas prorumpió aquella cábala en el motín de Madrid comenzado el Domingo de Ramos, y, roto el freno de la subordinación y el respeto debido al trono, hallóse trasformada la villa en un teatro de desórdenes, de homicidios crueles, de impiedades hasta con los cadáveres y de blasfemias contra la sagrada persona del Monarca. Aunque la primera voz con que se armó este lazo al pueblo sencillo fue la odiosidad contra el ministro de Hacienda, marqués de Esquilache, y contra las providencias de policía para libertar a la corte de los excesos a que daban margen los disfraces y embozos, pronto se vio que el alma de la conspiración tenía otras miras más altas, y que solo para inflamar a la muchedumbre se hizo uso de aquel pretexto. Nuevamente divulgóse la especie de la decadencia de la religión entre los del tumulto: con el fin de darla más cuerpo tomaron el nombre de soldados de la fe los instigadores y propalaron que habían de sacar el estandarte de la fe, que existía, al decir del vulgo, en casa de un grande de España. Por este medio y el de esparcir que tales bullicios eran lícitos y aun meritorios, se apoderó de muchos ánimos el fanatismo hasta el extremo de no quererse confesar algunos amotinados heridos gravemente, bajo el concepto de morir mártires, y de negarse a rezar por la salud de Carlos III los que fueron reclusos en el hospicio de San Fernando. Siendo notorias las virtudes con que Dios habia dotado al Monarca y la castidad de su corazón universalmente conocida, se difundió por Madrid y el reino una grosera calumnia en su contra416, se supusieron disgustos con el príncipe de Asturias, y aun se procuró vigorizar a los sediciosos, asegurando que les apoyaba la Reina madre. En fin, no se perdonó modo, por vedado y calumnioso que fuera, para comunicar odio y empuje a la plebe contra el Gobierno, y reducir al Soberano a la vergonzosa humillación de poner en el Ministerio un personaje enteramente adicto a los jesuitas, gobernado por ellos y aun mantenido417, y de nombrar por director de su Real conciencia a confesor de la misma ropa o tal que les abriera el camino a la preponderancia. Este fue el objeto de los jesuitas; pero aunque pudieron inspirar a los del tumulto que pidieran entre otras cosas la elevación de aquel personaje al Ministerio y la remoción del Padre Eleta, como la multitud no veía su felicidad en estos puntos, dejó de insistir en ellos, quedando así frustrado el designio y depositado en el corazón de los directores de la obra. Para repararla apelaron los jesuitas a varios arbitrios. Antes de nada era menester apartar el horror que la fidelidad española debía concebir contra rebelión tan abominable y extinguir del corazón de los vasallos el sentimiento de que pudiera haberse manchado aquel inviolable respeto y amor al trono, que siempre ha constituido la fama y la gloria del reino, sin cuya precaución no cabía imaginar que los españoles, advertidos ya de su error, se lanzaran de nuevo al mayor de los males. Así los jesuitas, tanto en sus conversaciones como en sus cartas, no solo procuraron disculpar los desmanes, sino que pusieron el esmero en calificar de movimiento heroico el de la plebe; y hasta enviaron la relación del motín al gacetero de Holanda, aplaudiendo lo acontecido, para que circulara por toda Europa y se reanimaran y acrecieran los sediciosos al ver celebrado el delito más detestable. Otro arbitrio fue encender el fuego de la rebelión por toda España, prosiguiendo las detracciones y exaltando con ellas, con presagios y otras especies malignas los espíritus más turbulentos; escribieron echando la voz de que a Madrid venían diputados de Londres; supusieron de palabra y por escrito que esto no se hallaba seguro; sembraron falsedades en sus correspondencias de unas provincias a otras, del continente español a las Indias y de aquellas regiones a esta para agitarlo todo. En sus misiones de Barbastro anunciaron la mutación del cetro de la augusta casa de Borbón por castigo de sus pecados: en Gerona predijeron la muerte del Rey con motivo del cometa que se vio entonces; y en Madrid, Valladolid y otras partes renovaron entre sus devotos las susurraciones contra la religión del Soberano y del Ministerio. De esta escuela de fanatismo y de las máximas del regicidio y tiranicidio, vertidas y apoyadas por los del instituto de San Ignacio, salió a tal tiempo el monstruoso prurito de un hombre alborotado y delincuente sobre quitar la vida al Rey, con expresiones tan soeces en sus palabras y escritos, hallados en su casa, que se le condenó al último suplicio418. Por la justicia ejecutada en este hombre, de quien constó ser discípulo y protegido de los jesuitas, manifestaron gran sentimiento en su correspondencia, como también por la prisión de otros parciales suyos419. Alteradas las provincias y llenos o amenazados casi todos los pueblos de sediciones, resultó en las principales mezclado el nombre o el arte de los jesuitas; y puesta así la monarquía en un estado vacilante, se acosó con infinitos anónimos a todas las personas visibles de la corte y del Ministerio, amagando por una parte con motines y tropelías personales, y estrechando por otra a la remoción del confesor y de algunos ministros, y a restablecer al partido jesuítico en su influencia; postrer arbitrio de que se usó para intimidar y sacar el fruto que se había malogrado hasta entonces. Con objeto de infundir y esforzar semejante zozobra, los jesuitas, por medio de los superiores de sus casas y sus colegios de la corte, intentaron sorprender el ánimo del mismo Presidente, conde de Aranda, a quien se presentaron con el anuncio de nuevo motín para los primeros dieras de noviembre, señalando varias disposiciones de las tomadas por los sediciosos, que se justificó plenamente ser falsas; y temores análogos siguieron infundiendo en correspondencias de España y las Indias, a la par que significaron sin rebozo su desafección a las providencias del Gobierno hasta que pudieron traspirar o presumir las indagaciones practicadas para conocer los autores de tantos escándalos y disturbios. Entonces fue notable la inquietud de estos regulares: se avisaron para cortar sus correspondencias y quemar sus papeles: hicieron diligencias exquisitas para frustrar las pruebas; y aun se valieron del reprobado artificio de calumniar a personas y Cuerpos inocentes para desviar de sí y sus terciarios el objeto de las pesquisas420.

Mientras se tocaba esta fermentación general en España, venían y se aumentaban los testimonios de los intolerables desórdenes de los jesuitas en las colonias. Su osadía llegó al estremo de avisarse decisivamente por una de las correspondencias que se mudaría de rey o sería secretario del Despacho universal de Indias cierto personaje de su bando. Por sus mismos documentos se supo que en las misiones del Paraguay ejercían un increíble despotismo: sus propias relaciones descubrieron su connivencia con los ritos gentilicios llamados Machitum en Chile; y comprobóse la ilimitada soberanía que sobre lo espiritual como sobre lo temporal se arrogaban en todas sus misiones de aquellas tierras. Sus cartas ponderaron los bullicios de Quito, donde predicaron contra el Gobierno, anhelando que se propagaran a otras partes: producto de su ascendiente y anunciadas por ellos fueron las conmociones en Nueva España: de Filipinas constaron sus predicaciones contra el Gobierno, y además las inteligencias del, superior de su instituto en tan apartadas regiones con el general inglés Draper durante la ocupación de Manila; y averiguóse asimismo que a una potencia extranjera intentaban someter cierta porción de la América del Norte, lográndose apresar al jesuita mensajero de negociación tan criminosa con los papeles comprobantes.

En medio de la general consternación y de los riesgos inminentes de España y las Indias, se tocaba con evidencia lo imposible de hallar otro remedio a tanta cadena de males que el de arrojar del seno de la nación a los crueles enemigos de su tranquilidad y ventura. Bien pudiera el Monarca imponer a los muchos delincuentes la pena merecida con las formalidades de un proceso; mas su clemencia paternal por una parte, y por otra el discernimiento de que el daño estaba en las máximas adoptadas por los jesuitas, le debían inclinar a preferir los medios económicos de una defensa necesaria contra los perturbadores del público reposo; no tratando por consiguiente de castigar crímenes personales, sino de defenderse de la invasión general con que estos regulares devastaban la monarquía. Sobre inútil parecía muy peligroso procurar su reforma, pues, recién expulsados de los dominios de Portugal y de Francia, no solo no se humillaron ni propendieron a la enmienda, sino que se precipitaron en mayores delitos. Ningún Ministerio amante de su soberano podía aconsejarle sin culpa que arriesgara su preciosa vida mientras durase la reforma: ningún monarca podía tampoco abandonar así al capricho y al furor de los jesuitas su propia seguridad y la de sus Estados, puestos ya en una terrible fermentación y movimiento. Ni cabía creer que fuera eficaz la reforma en un cuerpo generalmente corrompido, sin destruirle, no debiéndose ni pudiéndose distinguir entre jesuitas los inocentes y los culpados. A la verdad no todos estaban en el secreto de sus conspiraciones, y antes, por el contrario, obraban de buena fe muchos o los más de ellos, sin que dejaran de ser los más terribles enemigos de la quietud de las monarquías en tales casos, pues, convencidos desde la edad más tierna de la bondad de su régimen y de lo lícito y aun meritorio de sus máximas hacia el interés y la gloria del instituto, recibían con facilidad cuantas especies se tratara de imprimir en sus ánimos contra los reputados por enemigos de su auge. De aquí emanaba ser los jesuitas llamados inocentes o de buena fe los que procedían y declamaban más firmes contra las personas y los gobiernos hacia quienes se les había inspirado odio, por carecer en mucha parte del estímulo de la propia conciencia, y obrar con la constancia de fanáticos, en la persuasión íntima de ser verdades las imposturas o lícito apelar a los medios apoyados por su régimen y escritores. Todos habían usado de igual lenguaje, y mostrado la misma aversión al Gobierno, y tenido la propia conducta en las sediciones, figurando los jesuitas llamados inocentes como los instrumentos más eficaces del abominable trastorno proyectado. Creyendo que sería una insensatez inaudita dejar a un furioso libres las manos, sólo porque hería sin advertencia del delito, propuso el Consejo extraordinario, no la reforma, sino el extrañamiento de los jesuitas de todos los dominios de España421.

Luego de extender tal dictamen aquellos varones ilustres, perseverantes en la fe religiosa y encanecidos en la magistratura, indicaron distintos puntos sobre la forma especial del decreto. Se debía redactar en términos de una providencia conducente a la tranquilidad del Estado, sin aludir al instituto, conducta y costumbres de los jesuitas, y declarando la confianza, la satisfacción y el aprecio que merecían al Soberano las demás órdenes religiosas, como observantes de la vida monástica y abstraídas de los asuntos del Gobierno: además convendría expresar que reservaba en su Real ánimo los poderosos motivos que le obligaban a tornar tan justa providencia en uso de la autoridad económica y tuitiva, inseparable de la Corona: a la par se prohibiría para siempre que volviera a España ningún jesuita, aun secularizado, sin expreso permiso, y que se admitiera a la Compañía bajo colorido o pretexto alguno, como también que los españoles mantuvieran correspondencia con estos regulares y escribieran en pro o en contra de su extrañamiento: ya decretado, lo comunicaría el Rey al Papa, significándole haberlo resuelto para tranquilidad de su monarquía, por cuya razón era de creer que lo aprobara como preciso y determinado despues de examinar maduramente cuanto le impelía a dictar un decreto de tamaña importancia, hasta cuya publicación se habría de guardar la más perfecta indiferencia con el Nuncio. Lo demás de la consulta versaba sobre ejecutar lo decretado el mismo día en toda España, sobre la manera de ocupar las temporalidades, sobre las pensiones alimenticias de los expulsos, y sobre su traslación a los Estados de la Iglesia.

Para examinar la consulta elevada por el Consejo extraordinario el 29 de enero de 1767, nombró el Rey una junta, compuesta de los consejeros de Estado duque de Alba y D. Jaime Masonés de Lima, de su confesor Fray Joaquín Eleta y de los ministros marqués de Grimaldi, D. Miguel de Muzquiz, D. Juan Gregorio Muniain y D. Manuel de Roda. De su dictamen, emitido el 20 de febrero, es lo que a continuación se trascribe: «Despues de haber reflexionado este grave asunto con la seriedad y circunspección que por su naturaleza merece y con el espíritu de amor y celo que anima el corazón de todos y de cada uno de los individuos de esta junta al servicio de S. M., a la seguridad de su sagrada persona y augusta familia, y a la paz y tranquilidad de sus vastos dominios, estima la junta que, en Virtud de los muchos y diferentes hechos que se refieren en dicha consulta y de los poderosos fundamentos y urgentes motivos con que afianzan su dictamen los ministros del Consejo extraordinario, nombrado por V. M. para la pesquisa reservada y para averiguar con ella el origen y causa del motín de Madrid y alteraciones del reino, sucedidas el año antecedente; y en la justa satisfacción y confianza que la junta debe tener de la integridad, práctica y literatura de los ministros, para no poder dudar de la solemnidad, justificación y arreglo en el procedimiento y sustanciación de esta causa, puede y debe V. M. conformarse con su sentencia y parecer, y le persuaden a la urgencia y necesidad de esta providencia, sobre las razones de justicia, la consideración del tiempo y la circunstancia de no haberse hasta ahora dado satisfacción alguna al decoro de la Majestad por las graves y execrables ofensas cometidas en los insultos pasados». Acorde la junta con que el Monarca se reservara en su Real ánimo los motivos de lo prescrito, opinaba que se podía insinuar con más viveza que, no solo eran justos y urgentes, sino que habían obligado y necesitado sin arbitrio a que se tomara tal providencia. También creía muy conveniente expresar que había precedido el más maduro examen de ministros del Consejo Real en el extraordinario y de personas del carácter más elevado. Otras modificaciones introducía la junta acerca de la ejecución del decreto, como la de intervenir la autoridad eclesiástica en la ocupación de las temporalidades, la de comprender en la expulsión a, los legos profesos, la de atenuar la pena de reos de lesa majestad a los que se correspondieran con los expulsos, la de añadir que entre las obras pías a que se destinaran sus efectos y rentas se contara la congrua manutención de las parroquias, y la de que, no pudiéndose dar regla fija y común para todos los dominios de España, se dejase a la prudencia y al arbitrio del encargado principal de reducirá la práctica lo mandado el arreglo de las instrucciones, según las circunstancias de los lugares.

A vista de la consulta del Consejo extraordinario, del dictamen de la junta compuesta de tan autorizados varones, de los informes particulares del arzobispo de Manda, del obispo de Ávila, de otros varios prelados y del docto religioso de la orden de San Agustín Fray Manuel Pinillos, muy sobre sí y de voluntad propia decretó Carlos III en 27 de febrero de 1767 el extrañamiento de los religiosos de la Compañía, así sacerdotes como coadjutores o legos profesos y novicios que prefirieran seguirlos a quedarse en su patria, y la ocupación de sus temporalidades, concediendo plenas y privativas facultades al conde de Aranda para que la ejecución fuera uniforme; encargando a las autoridades que obedecieran con exactitud las órdenes del presidente del Consejo de Castilla; no dudando que los padres provinciales, prepósitos, rectores y demás superiores de la Compañía observarían lo que se les mandase, y asegurandoles que serían tratados con la mayor decencia, atención, humanidad y asistencia.

Revestido con tan extensas facultades, estuvo Aranda en proporción de acreditar su activo celo, su expedición para los más difíciles asuntos y su gran experiencia de mando. A fin de extender las ordenes convenientes, se valió de dos de sus edecanes, haciéndoles jurar que guardarían el más impenetrable secreto422, y para darlas a la estampa dispuso que en la Imprenta Real se trabajara a puerta cerrada y sin que se comunicaran con nadie los encargados de tan delicada tarea. Ya el 16 de marzo ofició a D. Manuel de Roda, participándole que llevaban diez días de navegación las órdenes comunicadas a las posesiones ultramarinas, y que también estaban dispuestas las que se habían de dirigir a la península e islas adyacentes. Su voto y el de todos los ministros del Consejo extraordinario era que la ejecución no se debía retardar más que hasta el 3 ó el 4 de abril a lo sumo, pues los jesuitas recelaban de la impresión secreta, en términos de haber enviado al Padre Patricio O'Gaban a la imprenta a descubrir algún terreno, si bien se le había deslumbrado: como responsable de la ejecución de la providencia, creía posible que por dilatarla se originasen accidentes embarazosos, y aseguraba que en la brevedad siempre se ganaría mucho. Al día siguiente, y despues de oída la junta, que había aprobado la consulta de 29 de enero, le contestó de Real orden el ministro de Gracia y Justicia, dejando a su arbitrio la fijación del tiempo, según lo estimó el Soberano al investirle con plenas y privativas facultades. Otro oficio dirigió Aranda a Roda el día 22 de marzo con el fin de que se adoptaran las últimas providencias concernientes al extrañamiento de los jesuitas, habiendo enviado ya una porción de órdenes para que el 3 de abril se ejecutase en toda España, y expedido las de Ultramar por duplicado y aun triplicado a los parajes más remotos. Dos providencias se requerían en tal estado; una por Hacienda y otra por Marina. Por Hacienda había que prevenir a los intendentes donde tocaran las cajas de reunión de colegios, que suministraran los caudales precisos para la subsistencia de los jesuitas y su avío hasta el punto de embarque; estas cajas eran Palma, Tarragona, Teruel, Segorbe, San Sebastián, Bilbao, Burgos, Gijón, Fregenal en Extremadura, Jerez de la Frontera, Málaga y Cartagena; puntos de embarque debían ser Palma para los de Mallorca; Salou para los de Cataluña, Aragón y Valencia; San Sebastián para los de Navarra y Guipúzcoa; Bilbao para los de Rioja y Vizcaya; Santander y Gijón para los de Asturias y los reunidos en Burgos de Castilla la Vieja; la Coruña para los de Galicia; el Puerto de Santa María para los de Extremadura y Andalucía concurrentes a Jerez de la Frontera; Málaga para los del reino de Granada, y Cartagena para los de Murcia y Castilla la Nueva. Se necesitaba además que los intendentes suministraran fondos para que, en cumplimiento de la voluntad soberana, se adelantara a los expulsos media anualidad de la pensión vitalicia que se les había asignado, calculándose que ascenderían a dos mil quinientos entre todos, legos la cuarta parte423. Por Marina había que disponer los buques de trasporte, y la provisión de ellos con abastos de buena calidad y abundantes, los del Océano para dos meses y los del Mediterráneo para uno; y había que aprontar igualmente las tres fragatas destinadas de orden del Rey a la escolta y seguridad de los trasportes, una del Ferrol, otra de Cádiz y otra de Cartagena. Según Aranda, la del Ferrol no se debería mover de este puerto, al cual irían las embarcaciones de San Sebastián, Bilbao, Gijón, Santander y la Coruña, pues, libre aquella costa de moros corsarios, solo se necesitaba escolta desde Galicia a Italia; la de Cádiz habría de partir con el convoy del Puerto de Santa María, y de tocar en Málaga para que se le juntara el de aquel destino; la de Cartagena haría rumbo con los buques reunidos en su puerto al de Salou, donde se le agrearían los trasportes aquí preparados, y adonde seria bueno que también concurrieran los procedentes de Mallorca; y cada uno de los tres convoyes navegaría por separado a los Estados pontificios. No hallaba el conde, presidente más dificultad para tales aprestos que la de ignorar el ministerio de Marina la resolución de S. M. sobre la expulsión de los jesuitas; pero no la consideraba invencible, pudiéndolos explicar la vía de Guerra bajo pretexto de enviar tropas y con encargo de la brevedad y el secreto sumo, para que no lo penetraran los extranjeros; y aun sin pretextar nada y por el solo motivo de enviar tropas, ya que la operación había de ser pública al cabo de diez o doce dieras, que se pasaban sin dar lugar a que se descubriese la verdadera causa, no sospechada a la sazón ni por los mismos interesados: conque tampoco el secretario de Marina estará receloso de ella (decía el presidente del Consejo) no teniendo antecedente fundado y visible que se la persuada.

Todas estas reflexiones parecieron juiciosísimas al Soberano, y así las aprobó sin demora. Con objeto de que se ejecutara uniformemente la providencia, habia dirigido el conde de Aranda a los jueces ordinarios de las distintas poblaciones donde moraban jesuitas una circular y adjunto un pliego cerrado, previniéndoles en aquella que hasta el 2 de abril no abrieran este ni hablaran de su recibo a nadie, so pena de ser tratados los contraventores como quienes faltaban a su oficio y eran poco atentos a los encargos del Monarca. Dentro del pliego iban el traslado del Real decreto y una instrucción en que se puntualizaba la conducta a, que se debían atener sus ejecutores. Allí se les enteraba del plan general de los depósitos interinos y puntos de embarque, y supliase minuciosamente lo que tal vez no se alcanzara a algunos, dejándoles también un justo arbitrio en todo lo accidental que no eludiese o contrariase el espíritu de lo resuelto. Para cumplirlo echarían mano con disimulo de la tropa presente o inmediata, sin revelar sus fines hasta la hora crítica a nadie, e irían antes del amanecer del 3 de abril a las casas de jesuitas, cuidando de tomar las avenidas interiormente. Al punto juntarían la comunidad para notificarla el decreto de extrañamiento y ocupación de temporalidades, y procederían a la judicial de archivos, papeles, bibliotecas, libros y escritorios particulares; las alhajas de sacristía se cercarían hasta inventariarlas en presencia de la autoridad eclesiástica y de suerte que no se cometiera el menor desacato. Se había de tener especial atención para que, sin embargo de la multitud y prisa de tan instantáneas y eficaces diligencias judiciales, no faltara en manera alguna la más cómoda y puntual asistencia de los religiosos, aun mayor, si fuere posible, que la ordinaria. A las veinte y cuatro horas de notificado el extrañamiento o cuanto antes, serian encaminados a los depósitos interinos, a cargo de personas prudentes y con escolta de tropa o paisanos. Cada jesuita podría llevar sus mudas usuales, ropa, cajas, pañuelos, tabaco, chocolate y utensilios de esta naturaleza, y breviarios, diurnos y libros particulares de oraciones para sus actos devotos. Un solo comisionado los conduciría desde el depósito interino hasta el punto de embarque. Inmediatamente serían trasladados a una casa particular los novicios, para que abrazaran el partido que mejor fuera de su agrado, con plena libertad y evidente noticia de su perpetua expatriación, y de que, siendo esta voluntaria, no gozarían pensión alguna. Por término de dos meses los procuradores de cada colegio y los de Indias se quedarían con el fin de aclarar lo que se les preguntara sobre haciendas, papeles, ajuste de cuentas y caudales. Puede haber viejos de edad muy crecida (expresaba la instrucción oportunamente) o enfermos que no sea posible remover en el momento, y respecto a ellos, sin admitir fraude ni colusión, se esperará hasta tiempo más benigno o a que su enfermedad se decida.424Entre tanto debían morar juntamente con los procuradores en los más cercanos conventos. Donde hubiere seminarios de educación se procedería sin demora a sustituir interinamente los directores y maestros jesuitas con eclesiásticos o seglares que no profesaran su doctrina.

Ya estos regulares vislumbraban que iban de mala data sus cosas; pero sin prever ni aun sospechar que les amagara de cerca el golpe ni que fuera tan contundente. Sus provinciales, solo por el buen parecer y por no señalarse mucho, circularon casi a última hora la prohibición de hablar en pláticas o sermones contra el Gobierno425: suma pesadumbre habían mostrado por la muerte de la Reina madre: infecunda experimentaban la adhesión firme del bailío Frey D. Julián Arriaga, como sin influjo en el Ministerio, y no sabían a quién volver los ojos y pedir eficaz ayuda. No maravilla ni sorprende que en tal conflicto respiraran con más desahogo viendo pisar de nuevo las costas de España al personaje designado para ministro de Indias por ellos, si de Señor no mudaba el trono. D. Pedro Ceballos era este personaje, teniente general victorioso en la Colonia del Sacramento y recién sustituido por D. Francisco Bucareli y Ursúa en el mando supremo de Buenos-Aires426. Algunos individuos de la Compañía se adelantaron a su encuentro hasta Ocaña: le agasajaron sobremanera en su opulenta casa de Valdemoro; y se regocijaron de que hiciera gala del sambenito que le habían puesto de terciario suyo y de que no respirara más que amor a la Compañía, cuyos trabajos deploraba como el más jesuita, hallándose determinado a hablar a las claras y a tiempo427. Se les aumentó la alegría al saber el buen recibimiento que le hizo el Monarca, y esperaron que su ascendiente les libertara de peligros. Sobre lo de trabajarse en la Imprenta Real a puerta cerrada, y con centinelas de vista y sin que se permitiera salir ni a comer a los oficiales, creyeron haber inquirido que era para la ley de Amortización o para la reforma de ambos cleros.

Tan a oscuras estaban los jesuitas de la providencia en su contra como su protector D. Pedro Ceballos, y tan de nuevas cogió a todos como al nuncio Pallavicini. Este había oído algún rumor vago, que le indujo a dirigirse al marqués de Grimaldi, su deudo, el día 31 de marzo, instándole a que le revelara confidencialmente si había algo respecto de jesuitas; como era natural, el ministro le dijo que nada: así lo escribió el Nuncio a su corte; y del sofoco repentino que experimentó al otro día, cuando supo lo ejecutado, cayó muy enfermo y estuvo cercano a la muerte428.

Pasando en vela el Consejo extraordinario la noche, y yendo a cada casa de jesuitas un alcalde de corte, vestido de toga, con alguaciles y soldados, se efectuó en la capital lo prevenido el 1.º de abril y de madrugada: en la del 3 se llevó a cabo en las provincias todas, y sucesivamente, y a medida que se recibieron los avisos en los países más lejanos. ¿Quién no se aflige al ver condenados a expatriación perpetua no menos de cuatro o cinco mil españoles? ¿Quién no celebra el afianzamiento de la tranquilidad pública en un gran Estado? Entre tales sentimientos fluctúa el que desapasionadamente reflexiona sobre lo acontecido entonces. Si la salud del pueblo es la ley suprema, fue justa por desgracia la expulsión de los jesuitas. Su legalidad no parece sujeta a dudas. Según el derecho político de los gobiernos absolutos, al constituirse las naciones, se despojaron los pueblos y las repúblicas de su potestad y libertad, sin otro fin que el de tener un soberano que les mantuviese en justicia y les librase de violencia, siendo este el principal atributo con que nacen los reyes, indeleble e inseparable de cetro y corona. De tal principio, calificado de innegable, originóse una especie de jurisdicción característica de la Majestad y elevada en grado sumo, cuya virtud y eficacia consiste y estriba en la innata obligación de los reyes de conservar la tranquilidad y paz universal del reino y vasallos, y cuya esencia es tan superior que no respeta ni atiende a la calidad de las personas, sino únicamente al remedio de las injusticias y a extirpar todas las violencias con que los súbditos son afligidos, y la recta administración de justicia es abandonada. Así, cuando tratan de esta jurisdicción los doctores. la denominan soberana, económica, gubernativa, regia, y algunos hasta divina y santa por excelencia; concordando en que no se puede circunscribir a los trámites y reglas de la contenciosa y conmutativa, y en que para ejercerla no necesita el Monarca de citaciones, procesos, términos legales, ni de las demás formalidades de los comunes juicios y controversias, sino que le basta la segura noticia del violento agravio, pues, al instante que la tiene, le excita su Real innata obligación al remedio; y sintiendo también unánimes que, aun cuando la Majestad conceda a un vasallo la omnímoda jurisdicción que le pertenece, y diga a las claras en sus escritos y concesiones omni apelatione remota, nunca se entiende trasmitida la superior protección de los vasallos; pues equivaldría tal renuncia a la abdicación de la corona. Esta Real protección la ejercen los soberanos según la exigencia de los casos, ocurrencias, calidad y circunstancia de los sucesos, sin que se puedan circunscribir ni limitar a especie, regla ni términos algunos, y comprende cuantas jerarquías de personas son vasallos, así eclesiásticos como seculares, de cualquiera dignidad y estimación que sean, y en las causas eclesiásticas y seculares de toda especie, porque, fundándose en la universal tranquilidad y pública consonancia del Gobierno, solo tiene por norte a la razón de Estado429.

Nada más hizo Carlos III que reducir a la práctica esta doctrina inconcusa bajo los gobiernos absolutos al decretar el extrañamiento de los jesuitas: conociéndola a fondo, se lo aconsejaron los muchos insignes varones que, para aclarar el origen de la intranquilidad de la monarquía, depusieron toda consideración externa, hasta la de respetar la correspondencia privada; y al adquirir noticia segura de lo que urgía hacer para consolidar el reposo, obraron con tan admirable secreto, que, sorprendidos los miembros de la Compañía, no pudieron dar a su uniforme sumisión el carácter de meritoria, porque su voluntad no fue libre, así como luego tuvieron ocasión muy continua de acreditar en la desventura una heroica fortaleza, superior a toda alabanza.

Ahora es indispensable seguir sin interrupción el hilo de los trascendentales sucesos emanados de la famosa Real pragmática de 2 de abril de 1767.




ArribaAbajoCapítulo V

Contestaciones con Roma y el obispo de Cuenca


Carta del Rey al Papa.-Breve pontificio.-Conferencia entre el ministro de Estado y el auditor del Nuncio.-Consulta del Consejo extraordinario.-Respuesta del Rey al Breve.-Ideas íntimas de Carlos III sobre los jesuitas y su extrañamiento.-Por qué no se les admitió en los Estados del Papa.-Impresión general que hizo la pragmática del 2 de abril a los españoles.-Portentos que se propalan entre monjas.-Circular a los prelados.-Cómo terminó este incidente.-Supuesto milagro, en Mallorca.-Cartas del obispo de Cuenca.-Su análisis por los fiscales del Consejo.-Sentencia contra el prelado.-Acordada expedida a arzobispos y obispos.-Comparece ante el Consejo el de Cuenca.-Notable precedente que lo autoriza.-Su censura.

Conforme al dictamen del Consejo extraordinario, cuando propuso el extrañamiento de los jesuitas, comunicólo el Rey al Papa el día 31 de marzo en términos concisos, exactos y atentos. Se reducían a exponer la necesidad y aun urgencia de llevarlo a remate para atender a la tranquilidad del Estado, al decoro de su corona y a la paz interior de sus vasallos, a emitir su pensamiento de enviar los expulsos bajo la inmediata, sabia y santa dirección del dignísimo Padre de los fieles, y a rogarle que mirara este acto como una providencia económica e indispensable, a la cual se había determinado después de un examen detenido y de profundas reflexiones.

Clemente XIII le respondió el día 16 de abril con un Breve, en que se disputaban la primacía la efusión de la ternura y la habilidad para fortalecer los argumentos contra la providencia adoptada. Manifestando cómo este golpe había sido más sensible a su corazón paternal que todos los recibidos durante los nueve desgraciadísimos años de su pontificado, exclamaba con la famosa y patética frase dirigida por César a Bruto: ¡Tú también, hijo mio! Después calificaba de inocente el Cuerpo, el instituto y el espíritu de la Compañía de Jesús, y de piadoso, y útil y santo, no sin desconsuelo por el vacío que dejaba en la Iglesia española tan gran número de operarios, siempre dispuestos a prodigar los socorros espirituales, a instruir a los jóvenes en virtudes y letras, y a procurar en países remotos la conversión de los gentiles. De aquí pasaba el Sumo Pontífice a presentar al Monarca español el ejemplo de Asuero, cuando, a instancias de Ester, revocó la orden dada por sorpresa para matar a los judíos, y todo con el fin de excitarle a que derogara la Real pragmática sobre el extrañamiento de los jesuitas o la suspendiera al menos, haciendo discutir la causa, para que la justicia y la verdad disiparan toda sombra de preocupaciones y sospechas, y prestando oídos a los dictámenes y consejos de prelados y religiosos en negocio tan interesante al honor del Estado y al mejor servicio de la Iglesia. Nada se olvidaba en el Breve de cuanto podía impresionar el ánimo de, Carlos III: preciábase de acrisolado patriotismo, y se le traía oportunamente a la memoria que la Compañía de Jesús tuvo nacimiento en España: devotísimo era del misterio de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, y se le ponderaba que los jesuitas lo sustentaron de continuo sin divergencia de pareceres: última prueba de su amor conyugal daba día tras día con la irrevocable determinación de perseverar siempre viudo, y como por incidencia se le hablaba de la Reina su esposa y de que desde las regiones del cielo quizá le recordaba todavía su afecto a los hijos de San Ignacio: en reverencia a la Santa Sede le igualaban muy pocos, y suplicábale el Sumo Pontífice que no sumergiera su ancianidad en el llanto y le precipitara al sepulcro: por muy piadoso y timorato se le reputaba justamente, y el vicario de Jesucristo avanzaba hasta el extremo de insinuar dudas acerca de la salvación de su alma.

Aún no estaba restablecido de su enfermedad el nuncio Pallavicini cuando el 28 de abril recibió el Breve, y lo hubo de ir a presentar su auditor el conde Hipólito Vincenti. Al verle en Aranjuez el marqués de Grimaldi, le saludó con estas palabras: «Ya S. M. conoce el objeto de vuestra venida, que es sin duda el de poner en sus Reales manos la respuesta del Papa sobre el extrañamiento de los jesuitas: tal vez se lisonjea Su Santidad de que el Rey anulará la providencia o de que suspenderá su ejecución a lo menos; y debo aseguraros que está firmemente resuelto a no consentir ni lo uno ni lo otro.» -«A eso vengo en verdad (respondió el auditor Vincenti), y espero que no ha de negárseme el favor de una Real audiencia, pues el Nuncio está enfermo y hago sus veces, y más siendo notorio que Su Santidad la concede en semejantes casos, no solo al embajador de S. M. sino a sus agentes. Luego de comunicarlo todo al Monarca y de recibir órdenes suyas para tratar el negocio en persona, Grimaldi citó al auditor para otro día, prometiendo poner en las Reales manos el Breve pontificio, si bien con la evidencia de que toda tentativa encaminada a disuadirle de lo dispuesto sería absolutamente infructuosa».-«¡Quién sabe (repuso Vincenti) si en su corazón magnánimo harán impresión las palabras del Pastor supremo.» - «No creáis tal (le dijo Grimaldi); os aseguro nuevamente que el Rey se muestra incontrastable en este asunto».430

Acto continuo envió D. Manuel de Roda al Consejo extraordinario el Breve en virtud de Real orden para que elevara consulta sobre lo que se había de contestar al Papa, y cumpliólo antes de veinte y cuatro horas. No extrañaban aquellos ministros el empeño de Roma en defender a los jesuitas, ya por la gran mano y poder de ellos en la curia, ya por la abierta protección que debían al influyentísimo Torrigiani, ni que de resultas contuviera el Breve diversas personalidades para ganar la voluntad del Rey, y se mezclaran como al descuido ciertas expresiones, puestas por el ministro cardenal en boca del Papa, como para censurar la providencia sin conocimiento de los antecedentes431. Según el Consejo extraordinario, si españoles dieron origen y lustre al instituto de Loyola, de españoles blasonaron también muchos varones de acendrada piedad y doctrina que impugnaron su establecimiento, y los prelados, cabildos, individuos de las órdenes religiosas y maestros de las Universidades, que se agitaron en continuas desavenencias, derivadas de la conducta y máximas de los miembros de la Compañía del nombre de Jesús como aspirantes a dominar los demás cuerpos y a dividirlos en facciones: clérigos y religiosos doctos, fieles y timoratos abundaban en todo el reino, y se evidenciaba lo fascinada que tenían los jesuitas a la corte de Roma, pues la inducían a imaginar que eran solos y únicos para la conversión de los infieles y salud de las almas; siendo así que su salida del reino se notaba no más que por vivir el Gobierno libre ya de inquietudes, constando de sus mismas correspondencias el abandono espiritual de sus misiones, y viéndose la santa emulación y el esmero caritativo de todas las comunidades en cumplir sus apostólicos deberes. Seguidamente reflexionaba el Consejo extraordinario sobre ser acto providencial del Gobierno admitir, mantener o expulsar una orden religiosa, puesto que no figuraba ninguna como indispensablemente necesaria, ni dejaba el menor vacío en la jerarquía de la Iglesia; sobre la justicia y legalidad del extrañamiento de los jesuitas, porque no se trataba de que alguno que otro estuviera culpado en la encadenada serie de las conspiraciones pasadas, sino de que las daba origen y pábulo su gobierno, masa corrompida que influía en todo y de donde se derivaban las acciones de los individuos; sobre que a los criminales se oía siempre que se obraba con jurisdicción contenciosa, nunca bajo la económica y tuitiva, por cuya virtud se había decretado el extrañamiento con entera sujeción a las leyes y sin faltar a la inmunidad en el concepto más escrupuloso. Aseverando finalmente que los jesuitas habían sido expulsados de España, no solo por su complicidad en los motines, sino también por su espíritu fanático y sedicioso, y por su intolerable orgullo perjudicialísimo al reino, tachas todas que arrastraría al Soberano que los protegiera a víctima suya, no obstante las Protestaciones de la corte de Roma en contrario, opinaban los del Consejo que respondiera el Rey al Papa sucintamente, sin entrar en lo principal de la causa, ni admitir negociación alguna, ni dar oídos a nuevas instancias; pues con aceptar discusiones sofisticas y fundadas en ponderaciones y generalidades como las que contenía el Breve, se faltaría a la ley del silencio impuesto por la Real pragmática de extrañamiento y ocupación de las temporalidades432.

A tenor de esta consulta, dijo el Rey al Sumo Pontífice, en carta autógrafa del 2 de mayo, que le había llenado de duelo y amargura la respuesta al aviso de la expulsión de los jesuitas, no habiendo hijo que no se enternezca si ve a un padre, que respeta y ama, sumido en aflicción y anegado en llanto: con el grande afecto y la veneración suma que le inspiraban sus virtudes ejemplares, añadió que le dolían más sus penas por creerlas originadas de no haber considerado cabal la solidez de las razones, o más bien convicciones, que le habían movido a la providencia adoptada; razones y convicciones fuertes e indestructibles, según las calificó textualmente y con el deseo de consolar al Padre Santo; y por último puso al pie de este período su firma: «Ha permitido la Divina voluntad que nunca se haya perdido de vista en este asunto la rigurosa cuenta que debo darle algún día sobre el gobierno de mis pueblos, de los cuales estoy obligado a defender, no solo los bienes temporales, sino también las ventajas espirituales: así, apoyado en esta idea o inclinado a este fin, he atendido con exacto esmero a que ningún socorro espiritual les falte ni en los países más remotos; quede, pues, tranquilo Vuestra Santidad sobre este objeto, ya que parece ser el que más le afecta, y dígnese animarme de continuo con su apostólica bendición y afecto paterno.»

Deliberar con lentitud y sostener con perseverancia lo decretado, era en política el aforismo capital de Carlos III433, y se atuvo a su práctica ahora quizá más fielmente que nunca. Durante su niñez y su mocedad amó a los jesuitas, viendo las honras que les dispensaban sus padres; mas no le dirigieron la conciencia por lo menos desde que a los quince años pasó a Italia: allí el marqués de Tanucci creyó pensión de su lealtad y su celo instruirle oportunamente sobre las máximas de estos regulares, aun con peligro de enojar a la reina Amalia de Sajonia, muy parcial de ellos por influjo de sus camaristas alemanas, tenaz en sus opiniones y mal cortada para aguantar la resistencia; y cuando vino a ocupar el trono de España los conocía perfectamente, acataba la vida ejemplar de los virtuosos y desaprobaba la ambición e inquietud de los intrigantes. De las hechuras del Padre Rávago, antiguo confesor de su hermano, traía muy exactos informes: sumiso al Papa y reverente venerador suyo, por reconocerle cabeza visible de la Iglesia, se reconocía independiente de su potestad en lo no tocante al rito ni al dogma434. Ya quedan comprobadas tales ideas por sus mismas palabras al referir los sucesos que se derivaron de la prohibición del catecismo de Mesenghi: también consta el espíritu que le guiaba al proveer todas las vacantes, y cómo, cuándo y por qué depuso a los confesores de sus hijos435. Aún les tenía maestros del instituto de San Ignacio en la época de su extrañamiento, al cual pudo llegar sin embarazos de familia, después de haber llorado la muerte de las reinas Amalia, su esposa, e Isabel de Farnesio, su madre. Ahora conviene penetrar sus más íntimos pensamientos sobre lo sustancial de su carta a Clemente XIII.

Por revelaciones del Soberano al marqués de Ossun, embajador de Francia, se sabe que los desórdenes promovidos el año de1766 por los jesuitas le acabaron de abrir los ojos; y refirióle como seguro que la intención fija de ellos fue sorprenderle en el templo de Santa María la tarde del Jueves Santo, cuando no para atentar contra su vida, con el fin de violentarle a mudar de sistema; y aun dijo que sentía no haberlos expulsado antes436. Algo alteradas pueden parecer tales noticias, como trasmitidas al cabo por segunda persona, y de todas maneras siempre vale más que se escuche al mismo Carlos III, tras de hacer una advertencia indispensable para no interrumpir con frases aclaratorias su irrebatible testimonio. De su Real orden escribió el marqués de Grimaldi al de Tanucci con fecha 31 de marzo, dándole menuda cuenta de la providencia que se iba a tomar contra los jesuitas, y encargándole que se la explicara a su soberano, mayor de edad hacía dos meses. Lo cumplió Tanucci en presencia del confesor Real monseñor Latilla, canónigo lateranense antes de ser obispo, leyendo toda la carta de Grimaldi, y explanándola con reflexiones propias y enderezadas a dar a conocer al rey Fernando el grande orgullo de los jesuitas; su tenacidad en servirse de la religión como de pretexto para hacerse señores de los estudios, esto es, del modo de pensar de los pueblos no menos que de sus haciendas, con persuadir a los moribundos a que se las dejaran en descuento de los pecados y bajo el carácter de limosna; su máxima de valerse de los más injustos arbitrios para sus fines, de seducir a los pueblos contra los reyes y magistrados que les negaban apoyo, y de enseñar lo lícito de darles muerte, haciendo juez de su conducta a cualquier fanático o iluso437. Sin más que añadir que Tanucci escribió fielmente a Carlos III todos estos pormenores, ya no se necesita otra clave para comprender lo que sigue.

«Por lo que Grimaldi te escribe de mi orden para instrucción del Rey mi muy amado hijo, verás la resolución que me he visto obligado a tomar, después de muy maduro examen y de haber apurado bien todos los hechos».438 «Se ejecutó lo que de mi orden te avisó Grimaldi el correo pasado con la mayor tranquilidad, y sin que en cuantas partes se ha sabido hasta ahora haya ocurrido la más mínima cosa, en lo cual se ve claramente que Dios me ayuda».439 «Gozamos de la mayor tranquilidad por efecto de lo ejecutado».440 «Es seguro que jamás volverán a poner los pies en mis dominios, pues ya se ve y se toca con las manos el feliz efecto que ha producido, y que se ve y conocerá siempre más habiendo quitado la raíz del mal; lo que te digo con la confianza y secreto que tengo contigo».441 «De cuanto me dices distintamente sobre ellos y sus máximas, no puedo decirte sino que te sobra razón para ello, pues es así, y lo he visto y veo comprobado, y aun más de lo que yo hubiera podido, creer e. imaginarme; lo que me asegura de lo bien hecho que ha sido lo hecho, y de la necesidad que había de hacerlo si no se hubiese hecho».442 «Hiciste muy bien de pedirle que mandase venir para ello a su confesor monseñor Latilla, al que agradecerás por mí lo bien que también lo hizo, exponiéndole contigo la verdad de los hechos; y tengo probado que, no solo no os habéis excedido, sino que os habéis quedado cortos, pues Dios sabe que no quisiera haber visto lo que he visto».443 «No dudo de lo que me dices de que toda la Europa está esperando que se haga lo mismo en las Dos Sicilias; y bien me imagino la espina que te punza en este asunto; y no dudo de que los jesuitas saben este deseo y expectación universal; y bien sabemos que son capaces de todo; y nadie lo ha experimentado mejor que yo; y de cuanto me dices sobre esto me remito a cuanto te tengo escrito; y solo te diré que cada día estoy más contento y satisfecho de lo hecho, pues siempre más veo la indispensable necesidad que había de hacerlo».444 «Te vuelvo a asegurar que Latilla y tú podéis estar quietos de conciencia, pues ciertamente no os habéis excedido, y antes bien con los papeles que estoy viendo todos los dieras de los que se les han cogido en sus colegios, originales, veo lo cortísimos que os habéis quedado. Y creo muy conveniente que, para resolver ahí lo que con venga hacer, se forme una junta de personas que se crean a propósito y seguras para el secreto, como yo lo hice aquí, y en la que también hubo obispos, que fueron tan fuertes en sus dictámenes como los más fuertes seglares».445.

Un contemporáneo y muy parcial de los jesuitas habla así de lo propio: El rey Carlos, que varias veces decía que primero era Carlos que Rey, expresión bien digna de su corazón y de su humanidad, había sido educado por esta Sociedad y no le era desafecto; y así dicen que dijo a su salida que Carlos había sentido mucho lo que el Rey se había visto precisado a hacer. No es dudable que las razones que le darían serían sin réplica, pues le he oído decir, hablando un día con el prior del Escorial sobre la responsabilidad de los reyes: Tiene razón, Padre; yo creo haber errado muchas veces; pero puedo asegurarle, como si estuviera en el tribunal de Dios, que jamás he hecho sino aquello que he creído lo más justo y útil. La efusión de ánimo y el espíritu de humildad con que lo dijo valía tanto como un sermón, y no pudimos dejar de enternecernos los que se lo oímos446.

Cuando el marqués de Grimaldi significó terminantemente al auditor del nuncio Pallavicini que el Rey no cedería un ápice de lo decretado, repuso Vincenti: «Siendo así, permitidme, señor ministro, que os manifieste la otra parte de la misión que aquí me conduce, y se limita a declarar en nombre de Su Santidad que nunca admitirá en sus Estados a los jesuitas españoles».447 Así tomó la cuestión otro rumbo. Ciertamente un soberano puede expulsar de sus dominios a tal o cual orden religiosa; pero no obligarla a vivir en los dominios de otro soberano, y mucho menos sin solicitar antes su venia: con todo, Carlos III no abrigaba sospechas de que, donde los jesuitas portugueses fueron saludados con admiración y regocijo, se acordara recibir a los españoles a cañonazos448. Ni carecían de algún fundamento las razones de la corte romana para la negativa, pues, aparte la poca extensión de los Estados pontificios, se podía temer que la diversidad de idioma y costumbres suscitara desavenencias entre los jesuitas italianos y los españoles, y más aún que la escasez de las cosechas diera origen a tumultos populares, atribuyéndola al mayor consumo de comestibles por el repentino aumento de moradores449. Mas respecto de los expulsos de Portugal y de Francia, desprovistos de pensiones alimenticias, se había prescindido de calcular estas eventualidades. ¿Qué significaba, pues, la resolución de negar albergue en el territorio de la Iglesia a los jesuitas españoles, llevando con qué vivir sin gravar al erario de Roma? «No hay quien no vea (decía el cardenal Cavalchini, decano del Sacro Colegio) que la cuestión de admitir o despedir a los jesuitas españoles es una solapa con que se pretende cubrir otra cuestión más importante; es a saber: si queremos tomar o abandonar la defensa de los jesuitas... Yo les he amado, les he favorecido, y todo el mundo sabe con cuánto perjuicio de mí mismo; pero al fin amo más la armonía de los fieles, la Iglesia romana y la verdad... ¿Cómo nos puede venir al pensamiento hacernos defensores y ejecutores de la desconcertada máxima del General de los jesuitas, que no quiere que se reciban en los Estados pontificios sus hijos extrañados de España? Si el dictamen que se va a dar fuera dado por alguno de nosotros en particular y reservadamente, podía excusarse la flaqueza del que lo diere apadrinando a la Compañía de Jesús; mas el empeño del General es desgraciadamente demasiado público... La idea de impedir el desembarco de los jesuitas españoles dimanó toda de su General; por consiguiente, debe tenerse por muy sospechosa, como dirigida a incitar a los príncipes católicos; y si por esto solo debía rechazarse aunque fuera justa, ¿con cuánta más razón deberá ser rechazada cuando a la calidad de injusta se añade la de peligrosa?».450 Es fama que en el consistorio donde Cavalchini expuso tales razones, se quejó el venerable Clemente XIII con lágrimas de que le tiranizaban de manera que solo en la última extremidad sabia las cosas, y aun dijo que, cuando tres soberanos católicos habían tomado tan fuertes resoluciones contra los jesuitas, necesariamente se le ocultaba mucho de lo ocurrido451. Sin embargo, acordóse por el Sacro Colegio lo que anhelaba el Padre Lorenzo Ricci, y se dirigía a colocar a Carlos III en situación embarazosa, a hacer la ruina de los jesuitas más sonada, y a empeñar a la Santa Sede en sostenerlos a todo trance.

Por carta del ministro español de Estado al nuncio del Papa se sabe lo que dispuso Carlos III de resultas. No revocadas las órdenes de embarque, serian llevados todos los jesuitas a los puertos de los Estados pontificios, para que a toda la Europa constase que por parte del Rey se habían puesto en práctica todos los medios de colocarlos de una manera conveniente, y no quedase duda a la cristiandad de que la falta no era suya: si no se les admitiese, los oficiales de mar tomarían sus protestas y testimonios, y entre tanto desterminaría el Monarca dónde habían de ser colocados, en el firme supuesto de que no sería en ninguno de sus dominios, ni volverían a entrar en ellos452. Efectivamente, dispuso que se entablaran negociaciones con los genoveses para llevarlos a Córcega, cuyos naturales, inflamados por Paoli, peleaban a la sazón por su independencia; y acaso por este motivo imaginaron el Padre Lorenzo Ricci y sus adeptos lo propio que D. José Agustín de Iriarte, inquisidor de Zaragoza, aventuró en carta que, dirigida a Guipúzcoa, vino a parar al Ministerio, y donde se leía este pasaje: «La vuelta de los jesuitas en el día se deja ver patentemente, porque en Córcega no hay qué comer ni los quieren por esto; en los Estados del Papa no há lugar; conque es preciso que los coloquen en otra parte. El Rey, con la plenitud de la potestad, los podía meter en África o en alguna isla como Mallorca u otra desierta; pero teniendo ya más noticias que por febrero, marzo y abril, y estando menos enfadado, y quizá desenojado, y tal vez arrepentido, no se hace creíble que en este estado renueve una ira que le está turbando el sosiego, y Dios le pide le dé una satisfacción».453 Si pensaron como parece, muy pronto recibieron el desengaño, porque Génova consintió desde luego en el desembarque, y además los paolistas ofreciéronse muy gustosos a suministrar víveres y alojamientos a los jesuitas, quienes, arribados sucesivamente a las costas del territorio de la Iglesia, y no admitidos, fueron llevados en derechura a desembarcar y a vivir entre los corsos454. Frustrado el designio de reducir a Carlos III a no saber dónde llevar a los jesuitas, ya no hubo interés por parte de la corte romana en mantener su repulsa: así pocos meses más tarde no se podía vaticinar abundancia de cosechas en los Estados pontificios, ni su extensión tenía un palmo de ensanche, ni los jesuitas españoles habían mudado de idioma y costumbres, y sin embargo, se trasladaron con autorización expresa a las legaciones de Bolonia y Ferrara.

Naturalmente los parciales de los jesuitas sintieron su extrañamiento de España y celebráronlo sus contrarios; pero la impresión general que produjo, no fue de pena, sino de asombro por el sumo secreto en prepararlo y la exacta uniformidad en cumplirlo, y de mayor acatamiento a la autoridad Real, no bien parada a consecuencia de los sucesos del motín contra Esquilache. Por no infringir la prescripción del silencio impuesto en la pragmática famosa, hablóse recatadamente al principio de su sustancia; mas la cautela duró poco, según lo testifican estas palabras del auditor Vincenti al cardenal Torrigiani: «Ya se oye hablar más libremente que antes de jesuitas. De muchos delitos les siguen acusando: se les designa como autores de las sátiras y de los papeles sediciosos que se publicaban de continuo a pesar de las prohibiciones más severas, y se cita en corroboración la circunstancia de que no ha vuelto a salir ningún impreso de tal clase desde el extrañamiento. Hasta se conjetura que, de retardarse este algo más, hubiera estallado una guerra civil en España. El que se me ha explicado así es un varón muy respetable, en quien puedo tener plena confianza y que se halla en situación de saber la verdad a fondo»455.

Algunas cándidas religiosas, fanatizadas por sus directores espirituales, ocasionaron que se probara a meter ruido en favor de la Compañía de Jesús con divulgar falsos milagros. Muy luego cundió por Italia el susurro de que una monja de Castelo había tenido revelación de que pronto volverían los jesuitas a España, y atribuyóse poco más tarde igual significación al accidente verdadero o forjado de reverdecer una rama de terebinto en cierto convento de Murcia. A pesar de lo inverosímil del abuso, era indudable que varios ministros evangélicos propagaban la sedición entre candorosas penitentes, bajo pretexto de purificar sus conciencias, y propendían a transmitir a la muchedumbre ideas contrarias al reposo. Notandolo así el Consejo extraordinario, dispuso, con aprobación del Rey, que, para atajar esta reprensible abominación del Santuario, se circularan estrechas órdenes a los arzobispos, obispos y superiores regulares, encargándoles dedicar su celo a que no continuaran tan perjudiciales doctrinas y fanatismo en los conventos de religiosas, y a que, en lugar de pastores vigilantes, no hubiera lobos que dispersaran el rebaño456. De resultas los prelados expidieron severas y enérgicas pastorales a los conventos de sus diócesis y provincias: se mudaron los confesores de algunas monjas: todas volvieron a la habitual sencillez y modestia; y sus mismas superioras comunicaron al Gobierno los viles artificios, por cuyo medio aquellos eclesiásticos ignorantes y delincuentes consiguieron perturbar las conciencias de tantas vírgenes piadosas, nutrir de superstición sus almas y extraviar su acalorada fantasía457.

Personas graves han dado crédito a otra patraña, fundándola sobre un cúmulo de inexactitudes. A su decir, era costumbre antigua de los monarcas españoles asomarse a uno de los balcones de la regia morada el día de la festividad de su Santo, y otorgar a la muchedumbre la merced que les demandaban a voces: por no alterar usos, mostróse Carlos III al pueblo de Madrid el día 4 de noviembre de 1767: la multitud le pidió ardientemente la vuelta de los jesuitas; y esto se tuvo a desacato y produjo el destierro del arzobispo de Toledo. Aquí toda aseveración arranca de un supuesto falso, porque ni en España existía la tal costumbre, ni el pueblo se interesó por la vuelta de los jesuitas, ni Carlos III pasó en Madrid un solo día de su Santo, ni el arzobispo de Toledo fue desterrado entonces458. Cuando para explicar sucesos que no datan de un siglo se forjan fábulas de esta clase, no parece sino que hay propósito firme de huir de la luz y de desfigurar la verdad que se ve y se toca, en llevando el entendimiento libre de alucinaciones y la voluntad exenta de todo espíritu de partido. Para encontrar algún vestigio de anhelo por el retorno de los jesuitas en escasa porción de plebe hay que trasladarse mentalmente a Palma de Mallorca. Allí se agruparon al amanecer del día 14 de enero de 1768 y frente al colegio de Montesion, donde vivieron aquellos regulares, como unas doscientas personas del vulgo, entre las cuales cundía la voz de que una imagen de la Concepción de la Virgen María, labrada en piedra, y que se veía sobre la puerta principal desde antiguo, había mudado de postura, pues tuvo antes juntas las manos y teníalas ahora cruzadas sobre el pecho. Una mujer dijo: ¡Pobres jesuitas, ahora se ve su inocencia! Y añadió otra: ¡La Concepción sale por los jesuitas! pues no solo se suponía el milagro, sino que se interpretaba como si la imagen dijera en voz sonora: Que tuvieran paciencia los jesuitas, ínterin volvían a España. Abriendo cierto presbítero una ventana de su casa con vistas a la plazuela del Colegio, informóse de la novedad esparcida entre aquel concurso, y como, al saberla, cerrara con aire de burla, gritaron varias voces: ¡Marrell condenado! ¡Tan condenados son los Marrells como el Rey y los que han sacado los jesuitas! Algo más tarde pasó por allí un tejedor, y al oír la especie, miró la estatua, y no pudo menos de asegurar que hacia cuarenta años que la veía en la misma postura, por lo cual le llenaron de insultos y aun corrió mucho riesgo de ser apedreado. Hasta las diez de la mañana duró el ir y el venir y el permanecer de gentes en la plazuela; pero entonces la despejaron las tropas y procedieron los de justicia a hacer algunas prisiones. Al mismo tiempo el capitán general, marqués de Alós, y el obispo, D. Francisco Garrido de la Vega, publicaron edictos, patentizando la impostura, enderezada a inflamar la pasión de algunos hacia los hijos de San Ignacio y la devoción de todos a la Inmaculada Concepción de la Virgen María: el capitán general ofrecía quinientos duros al que denunciara al autor de especie tan maligna: el prelado fulminaba excomunión mayor contra todo el que la propalara y repitiera: el pueblo quedó muy tranquilo; y de Real orden y para conocimiento de todos se imprimió sin tardanza la relación del extravagante suceso459.

Triste a todas luces fue el que vino a conclusión algo más tarde en daño del Ilmo. Sr. D. Isidro Carvajal y Lancaster, obispo de Cuenca. Este prelado virtuoso, ya viejo y con achaques hipocondríacos, había escrito al confesor del Rey el 15 de abril de 1766, a los nueve dieras del motín de la capital de su diócesi y cuando se propagaban los desórdenes a otras provincias, una carta de gravedad suma. Se hablaba en ella de sus pronósticos anteriores y graduales, ya empezados a cumplir, sobre que España corría a su ruina, que ya no corría, sino que volaba, y que ya estaba perdida sin remedio humano: se lamentaba del poco efecto de sus vaticinios a causa de no tener Carlos III la felicidad que logró el impío Acab en Miqueas, de cuya boca oía las verdades: no decía que estas disgustaran a monarca tan recto, piadoso y de corazón tan cristiano como el que a la sazón regia los destinos de España, ni que le faltara un Miqueas, teniendo a su lado al confesor; pero escuchaba con dolor que lo decían otros, habiendo llegado el nombre del Padre Eleta al extremo de más aborrecible que el de Esquilache. Si alguno quería contener este concepto general, se exponía a quedar sin habla, pues carecía de solución el argumento de que no desengañaba a su coronado penitente, a imitación del cardenal Baronio, cuando en tono resuelto dijo al Papa Clemente VIII: O Vuestra Santidad absuelve al rey de Francia de la censura, o busque quien le absuelva de sus pecados; que yo no puedo. En sentir del obispo Carvajal, provenía la perdición de España de la persecución de la Iglesia, saqueada en sus bienes, ultrajada en sus ministros y atropellada en su inmunidad; cosas todas claras para los que estaban de la parte de afuera a semejanza de los israelitas, no para los que vivían en la corte faltos de luz, sin la cual corrían impunes en Gacetas y Mercurios las blasfemias más execrables que vomitaba el abismo por los enemigos de la Iglesia.

Hallándose Fray Joaquín Eleta con escrito de tal magnitud, creyó propio de su deber participarlo al Soberano, quien dirigióse al obispo de Cuenca en tono de estimularle afectuosamente a que le ilustrara con sus amonestaciones, por Real cédula de 9 de mayo, donde le decía en sustancia: «Os aseguro que todas las desgracias del mundo que pudieran sucederme serían menos sensibles a mi corazón que la infelicidad de mis vasallos, que Dios me ha encomendado, a quienes amo como hijos, y nada anhelo con mayor ansia que su bien, alivio y consuelo; pero sobre todo, lo que más me aflige es que digáis a, mi confesor que en mis católicos dominios padece persecución la Iglesia, saqueada en sus bienes, ultrajada en sus ministros y atropellada en su inmunidad. Me precio de hijo primogénito de tan santa y buena madre: de ningún timbre hago más gloria que del de católico: estoy pronto a derramar la sangre de mis venas para mantenerlo. Pero ya que decís que no ha llegado a mis ojos la luz... podéis explicar con vuestra recta intención y santa ingenuidad libremente todo lo mucho que decís que pedia esta grave materia, para desentrañarla bien y cumplir yo con la debida obligación en que Dios me ha puesto».

Cuando el buen obispo de Cuenca tuvo expedito el paso para acudir con sus quejas al trono, elevólas el 23 de mayo en términos de querer demostrar que la Iglesia estaba saqueada en sus bienes, ultrajada en sus ministros y atropellada en su inmunidad. La Iglesia estaba saqueada en sus bienes, porque la gracia del Excusado, recaudada antes por concordias, se administraba ahora por la Real hacienda, y de resultas pagaba más el clero; porque los frutos sacados para el Rey en la casa mayor dezmera no satisfacían el subsidio; porque las tercias Reales no contribuían a los reparos de los templos; porque, abolidas las concordias para usar la gracia del Excusado, quedaban muchos eclesiásticos sin congrua, y se procedía lentamente al resarcimiento de perjuicios; porque la gracia de los Diezmos Novales se había empezado a poner en práctica recientemente y con grandes abusos, no quedando esperanza de que se corrigieran sino a propuesta de la junta de ministros que examinaba este negocio; porque se ejecutaba con sumo rigor lo de sujetar a tributos los bienes trasmitidos a las manos muertas desde el Concordato de 1737; porque se cargaban a los eclesiásticos particulares los cientos y alcabalas por aquella lícita industria que les permitía la Iglesia y por los frutos de los bienes que recibían en arrendamiento para labrarlos o administrarlos conforme a su naturaleza; porque se trataba de establecer la ley de amortización, de que el estado secular no sacaría beneficio, pues ni las manos muertas poseían tantos bienes como se ponderaba, y de los que poseía se prodigaban las limosnas, ni de aquí procedía el atraso de los vasallos, sino de la holgazanería, de la falta de industria y comercio, del lujo y del vicio, de la profanidad y del poco respeto a lo sagrado. La Iglesia estaba ultrajada en sus ministros, porque entraban en quintas los acólitos, sacristanes y fiscales de vara, a quienes también impedían los jueces seglares el ejercicio de sus funciones; y los tonsurados y clérigos de órdenes menores eran llevados a la cárcel de día con hábito clerical y corona. La Iglesia estaba atropellada en su inmunidad, según se colegia de que se sacaba de los templos a los que tomaban sagrado; de que, al disponer el marqués de Esquilache que se acarreara trigo a la corte desde la villa de San Clemente, se habían exigido a los clérigos sus granos para el surtimiento y sus acémilas para el trasporte; y de que en Gacetas y papeles se publicaban noticias de mucho escándalo, con tratamientos injuriosos a la Santa Sede, a la Compañía de Jesús, y poco favorables a otras órdenes religiosas, aunque el tribunal de la Inquisición había prohibido parte de un número del Mercurio.

A esto atribuía el obispo los desastres de la guerra pasada, el tumulto de los pueblos y el desahogo de la plebe, la indefensión del reino, ludibrio de sus adversarios, y la insolencia y preponderancia de los herejes. Luego de exponer que intentó escribir la representación de su mano, pero que, mal sentado el pulso y delicada la cabeza, hubo de valerse del secretario, persona de toda su confianza, terminaba con recomendar a Carlos III el ejemplo de San Fernando, que no sitió plaza que no ganase, ni embistió enemigo que no rindiese; porque decía que los templos eran los alcázares de su reino, las comunidades regulares sus muros, y los religiosos sus escuadrones; y porque comenzaba sus empresas con rogativas, las proseguía con votos y las finalizaba con acción de gracias al Dios de los ejércitos y a la Santísima Virgen, cuya imagen llevaba siempre en el arzón de la silla.

Memorial tan agresivo en la forma y tan declamatorio en la sustancia, era demostración patente de que espíritus maquinadores de intrigas pueden abusar con enormidad espantosa del candor y del celo de un prelado, no muy lleno de luces y agobiado de enfermedades. No de otra suerte se concibe que el de Cuenca, vástago de ilustre familia, ejemplar en virtudes y ufano de su fidelidad como vasallo, hablara al Rey en tono descomedido y con lenguaje idéntico al de los que acababan de poner en agitación tumultuaria a los vagos de Madrid, a los pordioseros de la ciudad donde tenía la Sede, a los sediciosos de Guipúzcoa y a los foragidos que se introdujeron en Zaragoza.

Una breve reseña de las alegaciones fiscales basta a explicar la insubsistencia de las lamentaciones anunciadas con el tremebundo aparato que se ha visto. La gracia del Excusado se recaudaba por concordias: a todas había servido de pauta la primera, celebrada en 1572, cuando la estimación del dinero era mucho mayor que en 1761, fecha en que la Real hacienda quiso administrarla, fundándose legítimamente en que no contribuía el clero a proporción del considerable aumento de los valores de sus rentas. No pagaban los frutos de la casa mayor dezmera el subsidio, que ascendía a cuatrocientos veinte mil ducados al año; pero perdonaba el Rey la quinta parte, y gozaba el clero la reserva de cien mil ducados de juros y el beneficio de la paga en vellón sin el premio del veinte por ciento de la paga en plata; por todo lo cual esta gracia llegaba al Tesoro mermada casi en la mitad de sus productos. Sobre reparación de iglesias y cóngruas, cabalmente se acababa de conceder una suma anual para que se hiciera la de la villa del Congosto, obispado de Cuenca, y en el mismo se había dotado a los curas de Villarubio y de Santiago de la Torre, no deteniéndose ningún expediente de esta clase, y pesando ya sobre el erario de poco tiempo atrás doscientos mil reales anuales de resarcimientos a los curas. Acerca de los Diezmos Novales era inoportuna la queja, al par que se daba por sentada la existencia de una junta para corregir los abusos: había sido nombrada el 31 de enero de aquel año; y, de resultas de su informe, por Real cédula de 21 de junio, no solo se indemnizaron los perjuicios, sino que se suspendió el uso de la gracia. En lo de sujetar a tributos los bienes adquiridos por las manos muertas desde el Concordato de 1737 no se había hecho más ni menos que comunicar eficacia a una concesión pontificia, ilusoria durante veinte y tres años. Dado que la Iglesia considerara lícita entre sacerdotes alguna industria, no figuraba como tal la de tomar bienes en arrendamiento, citada por el pastor apostólico de Cuenca, pues en las constituciones sinodales de su obispado se leían estas palabras: Mandamos que ningún clérigo compre o venda por vía de trato ni negociación, ni arriende tierras, rentas o diezmos que no sean patrimoniales o de renta eclesiástica. Todo lo expuesto contra la ley de amortización podía conceptuarse como una apelación a futuro gravamine, por ser todavía materia pendiente: sin embargo, no había equidad en motejar a la nación con el dictado de holgazana, pues los ociosos eran en gran parte aquellos a quienes las manos muertas habían privado de sus bienes raíces y mantenían adictos a las limosnas, que redundaban más bien en ostentación del que las daba que en utilidad del que las recibía; atrayendo la limosna de un cuarto diario a las puertas de un obispo o comunidad quinientas personas, las cuales quedaban en la propia miseria con este debilísimo recurso. Además, de la regalla de amortización hizo uso el mismo San Fernando, cuya conducta presentaba el prelado de Cuenca por norma de la que debía seguir Carlos III.

Dos acólitos y un salmista de la catedral de Cuenca, sorteados en la quinta de 1762, ocasionaban las quejas del obispo en este punto, aunque para las exenciones de las personas eclesiásticas se observó rigurosamente lo prevenido en el Santo Concilio de Trento. Respecto de los fiscales de vara constaba solo que uno de la villa de Utiel había sido condenado en costas por el Consejo a causa de que, yendo de noche con un sable desenvainado, le quiso prender la justicia, y resistiólo con tales voces y descompostura, que alborotaron el pueblo y lo expusieron a un tumulto. Entre los tonsurados no se había preso más que a un D. Juan Rafael Montero, poseedor de una capellanía de las no reputadas por beneficio, pues no ascendía su renta a diez ducados. Aquella prisión se había verificado, según información de diez y nueve testigos, con las circunstancias siguientes: el tal tonsurado hacia diez meses que no usaba hábito clerical ni corona, señalábase por su humor pendenciero, estaba amonestado para contraer matrimonio, y de repente se vistió la ropa talar en ocasión de mandar el alcalde mayor que se presentara en la cárcel por indicios de haber herido a un hombre. No parece extraño que la justicia menospreciara la superchería puesta en juego para eludir la providencia.

En comprobación de ser violada la inmunidad de los templos, el obispo Carvajal y Lancaster remitía testimonio de dos casos, acaecidos en la villa de Montalvo el uno y en la de Enguídanos el otro; pero de la sencilla relación de los hechos se deduce lo inmotivado de la censura. Mientras andaba por las calles de Montalvo una devota procesión celaba la justicia para que no hubiera gente en la taberna, y un hombre, reconvenido por su desobediencia obstinada, descargó un palo sobre la cabeza del alcalde y buscó refugio en el templo: a la sazón preguntó el alcalde al cura, que presidia la procesión, si aquel lugar santo gozaba de inmunidad en semejante coyuntura, y habiéndole contestado negativamente, fue a prender al reo, quien, antes de ceder, lo resistió mucho, de lo cual provino bastante escándalo e. irreverencia. Del templo de Enguídanos se extrajo a un desertor, que, por haber tomado sagrado, quedaba exento de la pena, mas no de continuar el servicio de las armas: al año se halló preso por otros delitos; y entonces se interpuso la pretensión de inmunidad, que era en suma una reclamación de Iglesia fría, reprobada por derecho y por el Concordato de 1737.

Relativamente a granos, constaba que, para ocurrir a las necesidades apremiantes por efecto de las malas cosechas, se habían retenido y no usado los que los partícipes de diezmos tenían sin repartir en las tercias o Cillas de los pueblos de Sisante, Vara de Rey y Atalaya. Para traer a la corte los depositados en San Clemente, había dispuesto el marqués de Esquilache que los carros y las caballerías de los eclesiásticos se incluyeran lo mismo que si fueran de legos; pero el intendente de Cuenca respondió a la carta-orden en que se le participaba este mandato, que el obispo no condescendía en cumplirlo, por lo cual aplazaba la ejecución hasta recibir nuevas instrucciones; no le llegaron, y tampoco se incluyeron en la conducción de granos más que los carros y las acémilas pertenecientes a los seglares. Sin embargo, ocurrió que el corregidor de Utiel publicó un bando para que todos concurrieran a este servicio, bajo pena de cuatro años de extrañamiento: el obispo le empezó a procesar al punto, y, sabiéndolo el corregidor, escribióle una sumisa carta, a pesar de la cual se halló poco después excomulgado basta que trajo rescripto de Roma para que se le alzara la censura.

De Real orden, y no por el tribunal del Santo Oficio, se había recogido el Mercurio de Madrid, perteneciente a diciembre de 1765, a consecuencia del descuido con que fueron traducidas del Mercurio del Haya las controversias que mediaron entre el santo papa Gregorio VII y el Emperador Enrique III. Por lo demás, las Gacetas y los Mercurios a que hacía alusión el obispo solo contuvieron las piezas auténticas de las sentencias y decretos de Portugal y Francia contra los jesuitas.

Al refutar de manera tan victoriosa el memorial del ilustrísimo Carvajal y Lancaster, los fiscales de lo criminal y lo civil, D. José Moñino y don Pedro Rodríguez Campomanes, en el Consejo, a quien había consultado el Rey sobre el asunto, citaron una especie todavía más grave que las inexactitudes, vaguedades y exageraciones, imbuidas sin duda por el interés personal de algunos en la imaginación melancólica de aquel respetable prelado, a fin de encender su vehemencia irreflexiva. Empecé a escribirlo de mi mano como debía (dijo al Rey con referencia al memorial desaventurado); pero mal sentado el pulso y delicada mi cabeza con mis accidentes, conocí que por ello y por ser mi letra poco legible, era preciso valerme de mi secretario, que lo es de toda mi satisfacción y secreto. No obstante, el memorial había pasado por manos de personas que lo copiaron con anhelo y aun lo remitieron a Roma.

Examinado el expediente, consultaron por voto unánime los ministros que el prelado compareciera en el Consejo pleno, para ser reprendido por la suposición de los hechos y especies sediciosas contenidas en sus cartas, y amonestado con que, si volviere a incurrir en tales desacatos, experimentaría toda la severidad de que podía usar el Gobierno contra quienes turbaban la armonía y buena inteligencia entre el Imperio y el Sacerdocio; que en el mismo acto se le entregara Acordada, en la cual se desaprobaran sus escritos, avisando el recibo desde su obispado, adonde se restituiría inmediatamente sin detenerse en la corte ni entrar en Sitios Reales; y que se remitiera la Acordada a todos los prelados del reino para que les constara lo determinado, y al tenor de ello nivelaran su conducta en asuntos de esta naturaleza.

Con todo lo que propuso el Consejo se conformó el Rey por decreto de 26 de setiembre de 1767. Cuando le fue notificado hallábase en cama el obispo, quien se manifestó pronto a obedecer tan luego como se lo consintieran sus achaques; y, a no ser por ellos, hubiérase puesto en camino, sin detenerle el carruaje poco acomodado de su mula. A 21 de octubre apremió el Consejo al prelado a cumplir la comparecencia con la puntualidad que le permitieran sus indisposiciones, aprovechando la estación del otoño; y entre tanto dispuso que se extractara el expediente con el fin de imprimirlo, y que se circulara a los prelados la Acordada.

Su texto comprendía un sucinto relato de lo acontecido y actuado en la materia, con la manifestación de que, así como esperaba el Consejo que desaprobaran el inconsiderado paso del ilustrísimo Carvajal y Lancaster, podían estar seguros de las rectas intenciones del Rey, y de que se franquearía a oírles benignamente cualquiera queja o agravio, cuya representación les pareciera oportuna, haciéndolo con la instrucción, verdad, templanza y respeto correspondientes a su carácter y mansedumbre episcopal, a su amor y fidelidad al Soberano, y a su celo por el bien del Estado y la gloria de la nación.

Con voluntad de satisfacer lo que se le prevenía, probó el obispo de Cuenca a dejar el lecho y a tomar el camino; y vedóselo su médico de cabecera, certificando que su achaque habitual y heredado era una hipocondría, ya en el último grado de escorbuto, por lo cual, apenas venia el otoño, necesitaba guardar la cama o la alcoba; y en vista de su gran debilidad, de lo grave de sus padecimientos, de su edad de sesenta y cinco años, y de la suma flaqueza de cabeza, que no podía llevar le hablasen con alguna continuación, no estaría capaz en todo el invierno de emprender viaje alguno sin manifiesto riesgo de perder la vida. Sabiéndolo el Consejo, participóle que era absolutamente precisa su venida a Madrid luego que la salud se lo permitiera; y, para que el cumplimiento no quedara a su arbitrio, se encargó al corregidor de Cuenca estar a la vista y dar aviso de la época en que el prelado se encontrara en disposición de venir a la corte, según las salidas que hiciera del palacio y demás noticias que llegaran a su conocimiento. El 29 de diciembre contestaron, el corregidor que a la sazón yacía el obispo en el lecho, y que el primer día de Pascua dijo una misa en su oratorio, y el obispo que cumpliría su deber, si Dios se dignaba sacarle de la cama y darle fuerzas para salir a la calle460.

Después de escritas las cartas no bien meditadas por el obispo de Cuenca, y durante la sustanciación de su expediente, verificóse el extrañamiento de los jesuitas, con los cuales precipitáronle a hacer causa común sus desacordados familiares, abusando puniblemente de la buena fe que le caracterizaba y de la postración en que vivía; de consiguiente ya estaba aislado en la demanda, pesaroso de su impetuosidad indiscreta, y anhelante por enmendarla sin comparecer en el Consejo. Largas daba la mala estación, durante la cual no podía verdaderamente salir de Cuenca ni de su palacio; pero sus antiguos valedores no tenían mano en la resolución de los negocios, como cuando uno de sus hermanos, D. José Carvajal y Lancaster, ya difunto, se contaba entre los ministros de Fernando VI, y otro, D. Nicolás, marqués de Casa-Sarria, sin influjo desde la última campaña contra los portugueses, gozábalo mayor que otro alguno de los que pertenecían a su noble carrera y alto grado. Así, vino el buen tiempo, mejoró la salud del obispo, y hubo de emprender el viaje. Llegado a Tarancon, hizo allí una breve parada: entonces los arzobispos de Burgos y de Zaragoza, y los obispos de Tarazona, Albarracin y Orihuela, miembros del Consejo extraordinario, interpusieron sus súplicas al trono para que se le dispensara de la comparecencia, sin que lograran el menor fruto.

Aquella tuvo lugar a las nueve de la mañana del 14 de junio de 1768. Estando reunido el Consejo pleno en la posada del conde de Aranda, el obispo ocupó el asiento que le tenían preparado en un taburete como los demás al extremo del Consejo y en frente de su presidente. Este le dijo: «Ilmo. Sr.: V. S. I. comparece delante del Consejo para entender el Real desagrado por los motivos que han precedido y no repito, por no ignorarlos V. S. I. El escribano de cámara y gobierno del Consejo entregará a V. S. I. una Acordada, a la que contestará desde su residencia, luego que haya regresado a ella. Mientras habló el presidente del Consejo se mantuvo de pie el obispo: después que se le entregó la Acordada, expuso que, siendo su mayor dolor haber inflamado el desagrado de S. M., luego que le supo se apresuró a manifestar por conducto del Padre Confesor su sentimiento: que lo había repetido por representación puesta en las Reales manos; añadiendo al Consejo, con quien siguió siempre el discurso: Ahora que V. A. en esta Acordada me prescribe lo que debo hacer, procuraré arreglar a ella en lo sucesivo mi conducta y respetuosa obediencia. El Presidente contestó que pondría el contenido de su respuesta en noticia del Soberano; y, haciendo el obispo reverencia, salió y tomó el coche; y en seguida se levantó el Consejo461.

De caso de esta misma especie había ejemplar muy notable. En los tiempos de Felipe II, un santo arzobispo de Lima escribió sin bastante examen a Roma que los obispos de Indias tomaban posesión de las sedes antes de que les llegaran las Bulas; que se le impedía visitar las fábricas y los hospitales, y que no tenía de dónde sustentar el Colegio Seminario. De resultas mandó aquel monarca que compareciera en la Audiencia de Lima, y se le reprendiera severamente. Y en la Real cédula dirigida al virrey del Perú sobre este trascendental asunto resaltaban las frases que se trascriben a la letra: «Y entendido todo esto, le diréis que, si bien fuera justo mandalle llamar a mi corte para que se tratara de este negocio más de propósito e se hiciera en el caso una gran demostración cual la pide su exceso, lo he dejado por lo que su iglesia y ovejas podrán sentir en tan larga ausencia de su prelado. Pero que debe sentir mucho que su mal proceder haya obligado a satisfacer en Roma con tanta mengua de su autoridad e. nota en la elección que yo hice de su persona; pues se deja entender lo que se podrá decir e juzgar de relación tan incierta; y esto de quien ha recibido de mí tantas mercedes, y honras»462.

Aun fijada la consideración en el precedente autorizado por un príncipe, a quien se alaba generalmente como católico fervoroso y como consumado en la prudencia, hay que tachar el sumo rigor de lo ejecutado contra el obispo Carvajal y Lancaster por otro príncipe que no cedía a aquel en lo católico y prudente, y le superaba en lo bondadoso y humano. Poco lugar quedara a la censura por decretar la comparecencia, habiéndose evitado su celebración a beneficio de un indulto. Si saltan a los ojos la virulencia y el desentono de la carta al confesor Eleta y del memorial al Soberano; si resultan plenamente probadas la inexactitud de los hechos y la irreflexión de los juicios que se contienen en su texto, también se descubre casi a las claras que, al dictar ambos escritos al secretario y al remitirlos a la corte, había procedido el obispo más bien por sugestión ajena que de voluntad propia. Verificado el extrañamiento de los jesuitas, pudo el Monarca abrir sin peligro su generoso corazón a las inspiraciones de la misericordia: se lo rogaba un antiguo soldado, cuyos eminentes servicios había elogiado al concederle cinco años antes el Toison de Oro463: además el mismo prelado reconocía su falta, dirigiéndose al trono por conducto de Fray Joaquín Eleta; y Carlos III, al levantar en 1761 el destierro al inquisidor general Quíntano, había hecho constar textualmente su propensión a perdonar a quien confesaba su error e imploraba su clemencia464. Culpa era y grave que el secreto ofrecido no se guardara, y que hubiera copias de la carta y del memorial en la corte de Roma; pero harta pena es para quien peca de inadvertido en firmar como seguro lo inexacto, el que vean la luz pública sus escritos al lado de documentos y demostraciones que los desautorizan del todo, lo cual se había conseguido con la impresión del expediente. Y, fuera de todas estas consideraciones, que por lo abultadas no se debieron perder de vista, es necesario convenir en que no hace buen parecer la mitra como prosternada ante la toga.