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ArribaAbajoLibro III

El Monitorio contra Parma.-Cónclave de 1769.-Negociación sobre jesuitas.-D. José Moñino en Roma.-Extinción del Instituto de San Ignacio.-Armonía entre las Cortes Católicas y la Santa Sede



ArribaAbajoCapítulo I

El Monitorio contra Parma


Nápoles sin los jesuitas.-Decretos del duque de Parma.-Censuras pontificias.-Cómo las miran los Borbones.-Solicitan su revocación sin fruto.-Efectos inmediatos de la repulsa.-Restablecimiento del Exequatur en España.-Real cédula favorable a la libertad del pensamiento.-Anónimo circulado en Roma.-Respuesta del Consejo extraordinario.-El juicio imparcial sobre las Letras en forma de Breve.-Providencias sobre jesuitas.-Nace de Portugal el pensamiento de extinguirlos.-Se adopta en España.-Los Borbones piden la abolición de la Compañía.-Expectativa de las cortes.-Muerte de Clemente XIII.

Apenas sustanciado el proceso del reverendo obispo de Cuenca y antes de que compareciera en el Consejo de Castilla, ya estaban en disensiones con la Santa Sede varias cortes católicas por culpa de los jesuitas. Su expulsión de España presagiábales naturalmente igual contratiempo en el reino de Nápoles y aun en el ducado de Parma, donde las insinuaciones del Soberano español hacían veces de mandatos. De Nápoles fueron extrañados en noviembre de 1767, previa la correspondiente consulta de la Junta de Abusos, y representando allí el marqués de Campoflorido la misma importante figura que el conde de Aranda en España. De Parma no pudieron desaparecer tan pronto por correr las noches más cortas del año al tiempo en que el infante D. Fernando recibía de su tío Carlos III el permiso para dictar la providencia. Aplazada estaba todavía, aunque el francés Du Tillot, marqués de Felino y ministro del duque, lo tenía prevenido todo, cuando el 30 de enero de 1768 publicaba un edicto en forma de Breve la corte de Roma contra la de Parma.

Su origen inmediato partía de un decreto dado por el infante-duque el 16 del propio mes y año, prohibiendo a sus súbditos seguir los litigios en tribunales extranjeros, mandando que los beneficios eclesiásticos se adjudicaran únicamente a los naturales, y sujetando al plácito regio las Bulas y los Breves pontificios. En el edicto o Monitorio se calificaba de ilegítima la autoridad de quien procedía aquel decreto, y se ponía la propia tacha al de 25 de octubre de 1764, por el cual se limitaron las adquisiciones de las manos muertas, al de 13 de enero de 1765, en que se impusieron tributos a los bienes eclesiásticos adquiridos después del último catastro, y al de 8 de febrero del mismo año, en cuya virtud se había erigido una magistratura conservadora de la jurisdicción Real para cobrar estas contribuciones y desempeñar otros encargos protectivos encaminados a mantener la disciplina eclesiástica en observancia rigurosa. Al hablar la corte de Roma de los ducados de Parma y Placencia los llamaba suyos, y anatematizaba con las censuras que se contienen en la bula denominada de la Cena a cuantos hubieren intervenido en la promulgación de los decretos y los obedecieran en adelante.

A los ojos de las cortes borbónicas el Monitorio era indudablemente de emanación jesuítica, y significaba una especie de amago dirigido a tantear los ánimos de los fieles antes de descargar el golpe. Nada perjudicaba tanto a la Compañía como su extrañamiento de España: respecto de Portugal podíase decir que la había providenciado un ministro, artífice de arbitrariedades, y que tenía como dentro de su cartera la voluntad del Soberano: para explicar lo acontecido poco más tarde en Francia cabía echar la culpa a las desatentadas predicaciones de los filósofos y al bastardo influjo de las cortesanas; mas en España ningún ministro supeditaba el libre albedrío del que se ceñía la corona, ni andaban en su rededor mujeres de deshonesta vida, ni había quien intentara prostituir detestablemente el ingenio para aportillar y amortecer las creencias cristianas. Carlos III blasonaba de timorato, y sobre esto las opiniones todas suenan contextes: después de meditarlo mucho había expulsado a los jesuitas de sus vastos dominios, y este acto vigoroso les quitaba más crédito que todas las persecuciones anteriores. Por tanto, importábales sobremanera amedrentar moralmente al rey de España para que les volviera a tender con aire de protección la mano, y en cumpliéndoseles el designio, tenaces en el sistema de empeñar cada vez más a la Santa Sede en hacer causa común con ellos, su obra venia a ser coronada por el triunfo. Que Carlos III, buen cristiano sin duda, tenía una religión material y no razonada, y que al oír las excomuniones se postraría en tierra, y desharía y haría deshacer todo lo ejecutado en España, Sicilia y Parma, y mandaría a su sobrino ir a Roma con la soga al cuello, eran voces que se propalaban allí en tono de candor y vendiéndolas por fidedignas; y a compás de ellas se agitaban fogosamente los jesuitas para inclinar al Sumo Pontífice a que fulminara censuras contra las potencias que habían puesto las manos en sus personas y en sus bienes465.

Tan adelantada llevaban la pretensión interesada, cuyas resultas únicas fueran acrecentar las dificultades sembradas entre los soberanos católicos y el Padre común de los fieles, que la declaratoria codiciada estuvo manuscrita y hasta puesta en letras de molde, si bien por dicha interceptáronla el camino de la publicidad los acontecimientos subsiguientes. Al mediar febrero dejaban de existir los jesuitas en Parma y Placencia: durante marzo recogían los Borbones a mano Real el Monitorio en sus respectivos Estados, y enviaban órdenes a sus ministros el auditor Azpuru, el marqués de Aubeterre y el cardenal Orsini para pedir la revocación juntos: en abril, no consintiendo otra cosa el ceremonial pontificio, la solicitaban por separado, aunque sin efecto: en mayo se adhería a la instancia el embajador de Venecia, mientras no faltaban quienes coligiesen que se aflojaría en el empeño al ver que, contra lo que se había susurrado, pasaba por Roma y se detenía a orar breves instantes en la basílica de San Pedro la archiduquesa que iba a hacer bodas con el rey de las Dos Sicilias466: en junio ocupaba el Gobierno francés a Aviñón y el napolitano a Benevento, rehusaban los ministros de las cortes borbónicas tratar con Torrigiani, y conseguían que a este fin se les designara Negroni; y meses adelante se prohibía la bula de la Cena hasta por la emperatriz de Austria.

También, a causa de la insistencia en el Monitorio, volvía a figurar entre las leyes españolas la pragmática promulgada el 18 de enero de 1762 para que no se repitieran sucesos como el que trajo en pos el Breve prohibitorio del catecismo de Mesenghi sin permiso del Soberano; pragmática suspendida el 12 de julio de1763, merced a los artificios de que en su lugar se ha dado cuenta, y que dio origen a que D. Ricardo Wall trocara el ministerio por el retiro467. Así la pragmática de 16 de junio de 1768, aclaratoria de la que fue recogida cinco años antes para apartar todos los sentidos extraños y siniestras interpretaciones468, dispuso que antes de su ejecución se presentaran en el Consejo todas las Bulas, Breves, rescriptos y despachos de la curia romana que contuvieran ley, regla u observancia general, derogación directa o indirecta del Santo Concilio de Trento, disciplina recibida en España y sus concordatos con la Santa Sede; asuntos de jurisdicción contenciosa; alteraciones o dispensas referentes a los institutos de los regulares, y exención de la jurisdicción eclesiástica ordinaria en favor de cualquiera cuerpo, comunidad o persona. De la presentación en el Consejo se exceptuaban los Breves y los rescriptos de indulgencias y dispensas matrimoniales, los de edad, extra-temporas, oratorio, y también los de Penitenciaria, todos los cuales habrían de obtener el pase de los ordinarios diocesanos. La Real cédula de la misma fecha, relativa a fijar la norma de conducta a que debía sujetarse el tribunal de la Inquisición cuando se tratara de la prohibición de libros, es digna de muy particular memoria por lo mucho que patrocinaba la libertad del pensamiento dentro de los límites racionales para ilustrar las inteligencias sin corromper los corazones. Allí se prevenía que el Santo Oficio oyera a los autores católicos conocidos por sus letras y fama antes de prohibir sus obras, nombrando persona pública y de reconocida ciencia que los defendiera, si hubieren fallecido o en el caso de no ser nacionales; que dejara curso desembarazado a libros y papeles, ínterin no estuvieran calificados; que especificara puntualmente lo que convenía expurgar de ellos, a fin de que lo modificaran los autores y quedara su lectura corriente; que las prohibiciones se dirigieran a los objetos de desarraigar errores y supersticiones contra el dogma, al buen uso de la religión, y contra las opiniones laxas que pervierten la moral cristiana; que antes de publicarse edictos de esta especie se presentara al Rey la minuta por el ministro de Gracia y Justicia, y que ningún Breve ni despacho de la curia romana tocante a Inquisición, aunque versara sobre prohibición de libros, se considerara vigente sin el requisito preliminar e. indispensable de saberlo el Soberano y de consentirlo el Consejo. Seguía, pues, en prosperidad este y en decadencia el Santo Oficio, y de continuo se notaba por dicha que se apagaban las hogueras, y que, en vez de sonar como lamentaciones sin eco, trasformábanse en pragmáticas las consultas.

Ni un solo día apartaba el Consejo extraordinario la atención vigilante de los negocios concernientes a jesuitas, ora proponiendo y dictando las providencias oportunas, ora esclareciendo la opinión dentro y fuera de España. De un escrito anónimo esparcido profusamente por Roma tuvo noticia, y de que se le señalaba como extracto de una de las Gacetas de Londres; buscando el original en todas y no encontrándolo en ninguna, hubo de inferir que estaba redactado en la capital del mundo católico y por jesuitas españoles. Aquel anónimo rebatía, bajo el supuesto de ser impropio, el título de pragmática sanción dado a la del extrañamiento; censuraba que no hubieran sido oídos los jesuitas; calificaba semejante disposición de arbitraria; sostenía que la autoridad no estaba instituida más que para lo justo; comparaba tal providencia a la de mandar que el reino adoptara la ley de Mahoma, o a la de suprimir todas las órdenes monásticas por mero capricho; disputaba a la soberanía las atribuciones para dictar leyes; atribuía a los pueblos el derecho de oponerse a ellas; y por conclusión excitaba a la rebeldía a los parientes de los expulsos. De la consulta del Consejo extraordinario sobre este escrito y de la resolución soberana, provino que se imprimiera en italiano y se distribuyera en Roma la refutación conveniente, fundada en muy buenas doctrinas. Pragmáticas sanciones llamábanse en la legislación española todas las disposiciones generales. Siendo el motivo de la expulsión de los jesuitas la seguridad de la monarquía, y hallándose dispersos en ella, se resintiera de locura el pensamiento de instruir un proceso ordinario y de congregar para su defensa dentro del Estado y en cuerpo a aquellas mismas personas, cuya union sistemática se desbarataba por nociva. Elasticidad y fuerza debía tener el cuerpo del Estado para introducir una clase de personas o arrojarla, atendiendo a su conservación propia; de donde resultaba que, admitida como útil la Compañía y sin la menor figura de juicio, porque nadie podía obligar a que se la recibiera, cuando faltaba la utilidad y sobrevenía el daño, su extrañamiento era necesario y hasta consiguiente al concepto bajo el cual fueron admitidos sus individuos en España. Si el levantamiento de un país no autorizara para expulsar de su seno a los que ocasionaban las turbaciones, el poder soberano se resentiría de flaqueza. En semejantes causas de Estado se miraba al bien público y a purgarle de lo dañoso con actividad, prontitud, orden y eficacia, antes que el mal se hiciera irremediable y tomara incremento con la indulgencia y el disimulo. Nada más grato que usar de misericordia; pero esta sin justicia se llamaba fatuidad; dictado que no haría honor al Gobierno y dejaría vastísimo campo a los que intentaran perturbarle, esperanzados en el ejemplo reprensible de la impunidad absoluta. Por lo demás, no causaba extrañeza que provocaran rebeliones los jesuitas, pues era constante que no respetaban autoridad alguna sino cuando les traía cuenta. Así al poner Benedicto XIV la ley de silencio para cortar el cisma, a que daban pábulo en Francia, llenáronle de injurias, que tampoco le escatimaron en España, mientras anduvieron en manejos para retener la providencia de borrar del Indice expurgatorio las obras del cardenal de Noris, en que estaba descubierto su peliagismo. Ni el mismo Clemente XIII se había librado de su encono con motivo de condenar las obras de los Padres Juan Harduino e Isaac Berruyer como antitrinitarias y ateas; y aún fueron más amargas las sátiras por haber aprobado los libros del venerable, Palafox y Mendoza, en los cuales se demostraba la corrupción de la Compañía, funesta a toda la Iglesia y al Estado por su propensión indeclinable a sostener un delito con otro, y a hacer gala de indóciles a toda autoridad y de incorregibles sin embargo de tantos desengaños y de tan repetidas amonestaciones469.

Al entrar en circulación este impreso, ya el fiscal D. Pedro Rodríguez Campomanes, de quien verosímilmente fue obra, se ocupaba en redactar otro escrito sobre el Monitorio contra Parma. Una vez terminado, sometiólo Carlos III al examen de los cinco prelados que asistían al Consejo extraordinario; y notando estos varias máximas y proposiciones que podían parecer dignas de censura, indicaron las correcciones, intercaladas finalmente en el texto por el otro fiscal D. José Moñino, al dar la última mano a la obra titulada Juicio imparcial sobre las letras en forma de Breve que ha publicado la curia romana, en que se intentan derogar ciertos edictos del Sermo. señor infante duque de Parma, y disputarle la soberanía temporal con este pretexto. Tal libro, recibido faustamente por los doctos, es monumento perenne del verdadero espíritu de aquel reinado en punto a las intrincadas cuestiones entre el imperio y el sacerdocio, y espejo de desengaños para los que se ingenian vanamente por hallar discordancia entre la fe ortodoxa y el regalismo.

Toda la clave de obra tan celebrada consiste en establecer, según el Evangelio, las epístolas de San Pedro y San Pablo y la autoridad de los Santos Padres, lo mucho que distan entre sí la dominación y el apostolado, conteniéndose la potestad sacerdotal en el mero y eficaz uso de la palabra santa, no debiendo apelar a la violencia ni para corregir los pecados, y careciendo de otro almacén y munición de armas que el sufrimiento y la oración aun para vengar las injurias. Así el fuero, exención e inmunidad de los eclesiásticos en los asuntos temporales no desciende en manera alguna de las constituciones divinas, y cualquiera que esta inmunidad fuere, según la diversidad de los reinos y de los territorios, trae su raíz de una merced de los soberanos, a que les pudo mover su piedad o su reverencia al sacerdocio, o la necesidad y mayor utilidad que resultara de ella para cumplir con los ministerios sagrados. Las dos magnas columnas de la Iglesia dijeron a sus auxiliares y sucesores en propagar la celeste doctrina de Jesucristo: Someteos a toda humana criatura, y esto por Dios, ya sea al rey como soberano, ya a los gobernadores como enviados por él para tomar venganza de los malhechores y para alabanza de los buenos: toda alma esté sometida a las potestades seculares, porque no hay potestad sino de Dios, y las que son, de Dios son ordenadas470. Aquellos que en estas doctrinas veían solo un mandato general de obediencia por la cual se somete el inferior al superior dentro de su orden y clase, como el eclesiástico al eclesiástico, el secular al secular, el siervo al señor, el discípulo al maestro, interpretaban mal a sabiendas la letra de los textos que de un modo muy terminante prescribían la obediencia y sumisión del sacerdocio a los príncipes y magistrados. Aquellos, en cuyo sentir no envolvía semejante precepto más que el de una obediencia temporal y transitoria, aligada a los principios de la fe y de la Iglesia, que no pudo entonces ejercer su autoridad ni disfrutar de sus franquicias, y que por consiguiente debía acabar luego que se estableciera el cristianismo, buscaban una satisfacción presuntuosa, por la que, destruyendo la perpetuidad de los establecimientos divinos, ofendían la sincera enseñanza de los Apóstoles hasta lo sumo, como que daban a entender que habían conocido la baja política de acomodarse al tiempo, y dejado sobre este asunto un mandato que, según tales interpretadores, equivalía a prevenir que obedecieran mientras no podían otra cosa. Cierto es que, con los que por su ministerio están estrechamente unidos al altar, debe ser más pródiga la Real munificencia; pero por la misma razón estos dignísimos agraciados se harían reos del vergonzoso delito de la ingratitud si intentaran referir a otros orígenes sus inmunidades.

Con tan sólidos fundamentos, y después de patentizar el ningún derecho de Roma a la soberanía de Parma471, los fiscales Campomanes y Moñino pasaban minuciosa revista a los decretos anatematizados en el Monitorio, para comprobar que versaban sobre asuntos puramente temporales y ajenos por tanto de la jurisdicción pontificia; siendo de notar que el último de los decretos de Parma, tras del cual vino instantáneamente el anatema, reconocía por base una concesión de Paulo III hecha a aquel Estado el año 1557 para que todos los pleitos eclesiásticos se fenecieran en su recinto. Luego se detenían a exponer claramente la nulidad de las censuras con que finalizaba el Monitorio, diciendo en sustancia.-Jamás han permitido los soberanos que se traigan las excomuniones a las cosas civiles, ni las han fulminado los Papas sin preceder amonestaciones saludables.-Para que rigiera el Monitorio se echaba de menos la solemnidad en publicarlo; y la falta de aceptación contribuía a quitarle vigor y fuerza.-Aun habiendo motivo justo y razonable, no podía ser excomulgada la muchedumbre, pues, según San Agustín, el único arbitrio de los ministros de la Iglesia en casos de esta especie se cifraba en el ruego y la plegaria, efecto propio y natural de una madre tierna, que desea la salud de sus hijos, y siempre debe usar de misericordia, más a propósito para conservar en su obligación los ánimos de los fieles que el espanto de una censura que perturba a los buenos sin corregir a los malos.-Fuera de esto, las censuras del Monitorio eran nulas, como que traían su apoyo de la bula de la Cena, constitución, aun más famosa que por su materia, por el sentimiento y convenio universal con que la resistían todas las naciones cristianas472.-Ni podía menos de ser así, puesto que los capítulos con que se había ido adicionando la tal bula emanaban de las opiniones divulgadas por los jesuitas para debilitar el respeto y valor de las leyes civiles y el poder soberano, suponiendo que los eclesiásticos no eran propiamente súbditos de los reyes, y propasándose alguno hasta el extremo de aseverar que San Pedro y San Pablo adularon a los emperadores cuando escribieron que la sumisión a los soberanos constituía un deber de conciencia para todos los fieles sin distinción de eclesiásticos y seculares473. -A tener eficacia las disposiciones de la bula de la Cena, resultara el absurdo de quedar reducida la Iglesia a los Estados pontificios y segregadas de su seno todas las naciones; y el intentar que a la sazón produjera efecto una constitución siempre rechazada, solo servia para poner más de manifiesto la gran protección que lograban los jesuitas en la curia de Roma.

Hablando últimamente los autores del Juicio imparcial sobre las letras en forma de Breve de la justa resistencia a la corte romana, cuando abusa y usurpa al Soberano sus regalías, se explicaban en esta forma: «Nuestros tiempos son ya bastantemente ilustrados para que se dude de los verdaderos términos de la autoridad del sucesor de San Pedro. Ya no puede pasar de los Alpes ni de los mares, que nos separan de Roma, la peligrosa opinión de los que han enseñado que el Papa puede privar a otros de su soberanía y mucho menos del ejercicio de sus funciones, que es en sustancia el objeto del Monitorio». Para cohonestar la resistencia a los decretos pontificios, siendo injustos, citaban hechos de Santos y dichos de escritores católicos eminentes, contándose en el número de estos Melchor Cano, quien tenía por imprudente y loca teología la que atribuía a la defensa justa los males de la guerra injustamente movida, todo con alusión a España y Roma474. Además citaban ejemplares de reyes como Carlos V y Felipe II, quienes se vieron precisados a emplear la espada en defensa de su regalía, cuando la razón y la justicia no habían sido suficientes a hacer desistir a los curiales de empeños osados, que pone en tribulación a la Iglesia y se apoyaban en opiniones radicalmente falsas y generadoras de trastornos. Y en el penúltimo párrafo del libro manifestaban su deseo con el literal lenguaje siguiente: «No obstante que el Monitorio de Parma es de la clase que por todos caminos se ha manifestado, esperamos por la misma razón que la curia de Roma llegue a conocer la flaqueza de su elación y que no precise a los soberanos, heridos en lo más precioso de su carácter, a continuar en el uso de su legítima e inculpable defensa. No dudamos que mejore sus juicios de un modo que el público quede edificado, y que las virtuosas prendas de Clemente XIII, libre de las impresiones que le cercan, hagan calmar el ruido y escándalo que han causado sus letras de 30 de enero».475

A tristeza mueve considerar que suscitaran tales desabrimientos entre las cortes católicas y la Santa Sede, mientras la ocupaba un pontífice de excelentes prendas, y sobre quien pesaban los muchos años y todavía más los continuos dolores, el cardenal Torrigiani y los jesuitas: aquel, esforzándose por batir con lanzas las baterías de cañones, según el dicho agudo de uno de los más parciales de los hijos de San Ignacio476; estos, queriendo salir adelante con el propósito de acreditar que su causa y la de la religión católica es una misma, cuando absolutamente no lo es, como decía en tono de sinceridad elocuente y de convicción muy profunda el piadoso Carlos III477.

En tanto su Gobierno propendía a que no quedara vestigio alguno de la Compañía llamada de Jesús en los extensos dominios españoles: sus bienes pagaron ya diezmos y primicias: sus boticas fueron aplicadas a las casas de Misericordia; muchos de sus edificios a parroquias y a seminarios conciliares. Atribuyendo al Monopolio que pretendieron ejercer en los estudios la decadencia de las letras humanas, dispúsose que se proveyeran a oposición en maestros y preceptores seculares las cátedras que habían existido en sus colegios, y todas las de la escuela jesuítica se suprimieron en las Universidades, vedándose al par que se usara de los autores de ella para la enseñanza. Algunos jesuitas, mal hallados con el destierro, y deseosos de tornar a ver el sol de su patria, se vinieron ocultamente a la provincia de Gerona; suceso por el cual dictóse un mandato propio a evidenciar que no se les quería en España, aun cuando se dimitieran de sus votos, y tan sin mesura, que reinando un Monarca benigno por naturaleza, se amenazó con penas atroces a los que en lo por venir acometieran igual tentativa, como que si eran legos expirarían en la horca, y si ordenados in sacris acabarían la existencia reclusos a arbitrio de los Ordinarios. Ibase también procediendo a la subrogación y venta de sus fincas, según las calidades de ellas, para lo cual llegaron a erigirse juntas provinciales y municipales, cuidando escrupulosamente de dar a los productos el mismo destino que solían darles sus antiguos dueños478.

Pero alejar cada vez más hasta la verosimilitud de que retornaran a España, no ponía remate a la obra. De resultas del extrañamiento de los jesuitas se disfrutaba en lo interior del país de cabal reposo; y sin que la Compañía desapareciera del mundo no se consideraba hacedero vivir en armonía con la Santa Sede. Esta idea partió de la corte de Lisboa, cuyo procurador general hizo un recurso manifestando los perjuicios que ocasionaban a la Iglesia y al Estado los jesuitas; los riesgos que eran de temer ínterin no se aniquilara el despotismo que ejercían en la curia de Roma y sus perniciosos sistemas sobre la seguridad de las personas Reales y la tranquilidad pública; el cautiverio en que tenían al Padre Santo; la obstinación del General y de sus secuaces; su orgullo; el peligro de la tardanza y la urgente necesidad de aprovechar el tiempo, ya que todos los derechos y la práctica antigua permitian usar de la fuerza sin faltar a la sumisión debida al sucesor de San Pedro, oprimido por los jesuitas con escándalo de la Iglesia. Para encaminarse a este fin España, Portugal y Francia, cabía interrumpir los intereses pecuniarios a Roma, vedar a los súbditos el trato con la curia, pedir un concilio general, aunque esto produciría innumerables dilaciones, y por último, la declaración de guerra al Papa, fundándose en la protección que dispensaba a los expulsos.

Noviembre de 1767 corría cuando Pombal envió este recurso trasformado en Memoria ministerial para que el embajador portugués en España lo presentara a su Gobierno. Hízolo aquel sin demora con un oficio en que recapitulaba el estado de la corte romana, el predominio del General y de sus socios, los absurdos que provenían de este sistema, la importancia de sacar al Papa de la oscuridad en que vivía, y la insuficiencia de los medios suaves para conseguirlo. A vista de ambos documentos, el Consejo extraordinario convino el 30 del propio mes en lo sustancial del designio, tomando en cuenta la unidad de acción de la Compañía, temible a todos los soberanos; la obstinación y pertinacia en propagar sus malas doctrinas; la incorregibilidad, probada por sus inteligencias y ocultas maquinaciones aun después de su extrañamiento; la esperanza de regreso, acreditada por sus correspondencias, muy perjudicial al espíritu público y no menos alarmante para los buenos; y la oportunidad de la reunión de tres grandes príncipes igualmente interesados en domar a aquel monstruo. En cuanto a los medios prácticos de efectuarlo, se inclinaba a dar largas hasta el cónclave futuro y naturalmente no muy remoto, y a robustecer la solicitud con dictámenes de prelados y de varones insignes por su ciencia, como asimismo con la adhesión de otros monarcas.

Aprobada por Carlos III esta consulta, formó el marqués de Grimaldi la respuesta para el Ministerio de Lisboa, y en 21 de marzo de 1768 envióla al Consejo extraordinario. Este expuso que, aun cuando la minuta estaba redactada con instrucción, solidez y pulso, cumplía que la súplica se concibiera en términos tales, que, lejos de despertar la desconfianza en Roma y el recelo de que se querían atacar los intereses y las opiniones de la curia, se la empeñara en deshacerse de un Cuerpo que debía ser pintado con los colores de verdadero enemigo de los Papas, citando la historia de varios de ellos desde Pio IV hasta Benedicto XIV. Además los fundamentos para solicitar la extinción absoluta habían de dividirse en dos partes; la primera, relativa a la doctrina moral y teológica, teórica y práctica de la Compañía, y a su espíritu de independencia de los obispos; la segunda, concerniente a los crímenes de Estado y contra la potestad de los reyes.

Por tal rumbo avanzaba la negociación entre las cortes de Madrid y Lisboa; mas se atravesó de por medio, y ladeólo a mejor camino, el Monitorio contra Parma, originando inmediatamente la unión de los Borbones a favor de un príncipe de su familia, primero para pedir la revocación al Padre Santo; poco después para tomar las represalias de Aviñón y de Benevento en virtud de la negativa; y por último, para solicitar a una la extinción completa de los vástagos de Loyola. Un año se cumplía el 30 de noviembre de 1768 de haber evacuado el Consejo extraordinario la consulta, en que por la primera vez se hizo mérito de lo urgente que parecía entablar semejante demanda; y en tal día elevó al Rey la minuta de la Memoria que al efecto se debía presentar al Papa. Sancionóla Carlos III, y Grimaldi la remitió a D. Tomás Azpuru, ministro plenipotenciario español en Roma. Sustancialmente este documento notable contenía lo que sigue.-Los desórdenes causados por los regulares de la Compañía, llamada de Jesús, en los dominios españoles, y sus repetidos y ya antiguos excesos contra toda autoridad legítima y desafecta a sus intereses, obligaron al Rey Católico, en virtud del poder que ha recibido de Dios para castigar y reprimir los delitos, a destruir en sus Estados tan continuo foco de inquietudes; pero si así ha llenado las obligaciones de padre de sus pueblos, aún le resta mucho por hacer como hijo de la Iglesia, protector suyo, de la religión y de la sana doctrina. No cabe hoy poner en duda la corrupción de la moral especulativa y práctica de estos regulares, diametralmente opuesta a la doctrina de Jesucristo: tampoco hay quien no esté convencido de los tumultos y atentados de que se les acusa y de la relajación de su gobierno desde que, perdido de vista el fin propuesto por su santo fundador, se han adherido a un sistema político y mundano, contrario a todas las potestades que Dios ha establecido sobre la tierra; enemigo de las personas que ejercen la autoridad soberana; audaz en inventar y sostener sanguinarias opiniones; perseguidor de los prelados y de los hombres virtuosos. Ni aun la Santa Sede se ha visto libre de las persecuciones, calumnias, amenazas y desobediencias de los jesuitas; y la historia de muchos sumos pontífices suministra abundantes pruebas de lo que han tenido que sufrir por su culpa, y de lo que deben temer cuantos se oponen a sus miras de dominación, a sus intereses o a sus pensamientos. Su pertinacia en estos desórdenes, su incapacidad total de enmienda están igualmente probadas por muchos ejemplares. Con relación a los países católicos donde aún existen, se debe suponer su inutilidad en lo sucesivo a consecuencia del descrédito en que han caído, arrancada ya por virtud de testimonios muy seguros la máscara impostora con que seducían al orbe. Mientras subsistan no habrá posibilidad de atraer al seno de la Iglesia a los príncipes disidentes, quienes, viendo cómo estos regulares perturban los Estados católicos, insultan a las sacras personas de los reyes, amotinan los pueblos y combaten la autoridad pública, evitarán con su alejamiento los peligros de tales infortunios. Movido el Rey Católico de estas razones demasiado notorias; penetrado de filial amor hacia la Iglesia; lleno de celo por su exaltación, acrecentamiento y gloria, por la autoridad legítima de la Santa Sede y por la quietud de los reinos católicos; íntimamente persuadido de que nunca se conseguirá la felicidad pública mientras continúe este instituto; deseando, en fin, cumplir con lo que debe a la religión, al Padre Santo, a sí mismo y a sus vasallos, suplica con la mayor instancia a Su Santidad que extinga absoluta y totalmente la Compañía llamada de Jesús, secularizando a todos sus individuos y sin permitir que formen congregación ni comunidad bajo ningún título de reforma o de nuevo instituto, en que se hallen sujetos a otros superiores que a los obispos de las diócesis donde residan después de secularizados.

Azpuru puso en manos del Papa la Memoria el 16 de enero de 1769, y en sus respectivas audiencias le presentaron otras análogas el 20 y el 24 del mismo el cardenal Orsini y el marqués de Aubeterre, a nombre de Nápoles y Francia479. Clemente XIII leyólas con ánimo sereno, lo cual se tuvo por novedad, siendo notorio que en ocasiones parecidas se le acongojaba sobremanera, y que al tiempo de presentarle el mismo Azpuru la instancia para la revocación del Monitorio, se deshizo en lágrimas prosternado ante un Crucifijo y dispuesto a emular la constancia de los mártires por sostener sus Letras en forma de Breve. Su única respuesta sobre la extinción de los jesuitas se redujo a decir que el negocio era grave y exigía tiempo. A Viena se enviaron copias de las Memorias de España, Nápoles y Francia con el objeto de explorar cómo pensaba aquella corte. Sin embargo, aun los cardenales más adictos a los jesuitas opinaban que su extinción no se podía evitar de ningún modo, pues al cabo serían estériles todos los subterfugios; mas por de pronto hasta se dudaba si contestaría el Papa sin otros trámites a los ministros de las cortes, o si formaría una congregación que examinara la demanda, o si juntaría a los cardenales en consistorio para resolver lo más acertado. A este último partido se sentía inclinado, según lo hacía cundir el público susurro, anunciando la fecha de reunión tan importante para el próximo 16 de febrero, en que ya se habrían adquirido noticias positivas del modo de pensar de Viena.

Poco fruto se prometía por de pronto Carlos III de la instancia, pues a la sazón escribía a Tanucci: «Espero saber por el primer correo que nuestros ministros de Roma hayan presentado al Papa las Memorias tocante a la extinción de los jesuitas, y verla respuesta que nos dará, que no dudo, o de que será negativa o de que sin un concilio no la puede hacer; lo que no me importa que sea de un modo o de otro, pues me basta que esté hecha y subsistente nuestra instancia para mejor tiempo que el presente».480 Ni faltaban rumores propios a engendrar la esperanza de que la resolución del consistorio sería favorable a la solicitud de los soberanos, dándose por supuesto que ya andaba el Sumo Pontífice vacilante en patrocinar a la Compañía, causa única entonces de que prosiguieran y se encresparan los altercados entre las cortes católicas y la romana; y quizá no carecían de fundamento estas voces, aunque las abultara el buen deseo. Otras veces había titubeado el Papa sobre lo mismo, y en términos de que a un leve esfuerzo más de su índole dulce y conciliadora, se hubiera restablecido la calma; pero, conociéndole el flaco de la perplejidad sus no buenos lados, le sojuzgaban siempre y le mantenían bajo las impresiones que prolongaban indeterminadamente el conflicto con traza de venir a parar el desenlace en lastimoso rompimiento. Cuando no producían fruto las habituales e interesadas sugestiones para que la Santa Sede fuera a todo trance antemural de la Compañía, se echaban a volar sagazmente cuentos de milagros; y la sincera piedad del buen Papa ajustaba entonces sus procederes a lo que suponía el texto de las relaciones parciales que sonaban en sus oídos. Por ejemplo, durante la Cuaresma de 1768, y al anunciarse que los ministros de las cortes Borbónicas iban a solicitar la revocación del Monitorio contra Parma, le hicieron creer que un Niño Jesús había llorado en Terracina por muestra de que no le agradaban las persecuciones de los hijos de San Ignacio, según testimonio del rector del colegio que tenían en aquel punto; y bajo el influjo de tal nueva, sumergido también en llanto el Padre de los fieles, había declarado su firme propósito de verter hasta la última gota de sangre primero que absolver al infante-duque, ínterin no anulara los decretos sobre que recaían las censuras.

A la verdad, sin que fuera preciso recurrir a arbitrios sobrenaturales, los había muy simples y a la mano para dilatar el buen suceso de lo que, pretendían los Borbones. Con acordar que estos revelaran por menor al Padre Santo sus quejas contra los jesuitas, y con nombrar para su examen y determinación una congregación de cardenales, cabía tal vez hasta procurar que se hiciera tablas el asunto, y positivamente dilatar mucho a su final trámite el plazo.

España, Nápoles y Francia acariciaban sobre todo la idea en que estaban concordes de perseverar en la demanda hasta salir triunfantes, no moviendo entre tanto ninguno de los demás negocios que tenían pendientes con Roma. Al principio de la Memoria presentada a nombre del monarca siciliano y redactada por Tanucci, se decía a la letra: «Habiendo hecho entender la Santidad del Papa bastantemente que juzga necesaria a su glorioso gobierno una deliberación más prolija para dar al asunto de Parma el desenlace más tranquilo, y considerando el rey de las Sicilias que, por bien de la Iglesia de Dios, no se debe perder el venturoso instante en que la eterna sabiduría ha hecho notorio el daño que a la misma Iglesia y también al Imperio y a las naciones y familias católicas ha venido del abuso que de la piedad, de la condescendencia y del sufrimiento de los soberanos, de los obispos y los pueblos hizo en los dos últimos siglos el instituto llamado la Compañía de Jesús; no ha podido S. M. resistir al impulso de su caridad cristiana hacia el género humano, hacia la religión, hacia la justicia, hacia la paz, hacia la disciplina, y ha resuelto que el cardenal Orsini ruegue en su Real nombre a Su Santidad que atienda con sus conocidas piadosísimas entrañas a los fieles de Jesucristo confiados principalmente por el Espíritu Santo a su cuidado...». Leyendo esta Memoria Carlos III, que aún daba la norma del gobierno de las Sicilias, y que ya dirigía la negociación derivada radicalmente del Monitorio contra Parma, escribía a Tanucci con su ingenuidad acostumbrada: «Hubiera deseado que hubieses omitido su proemio, pues en cierto modo nos liga las manos para lo que convenga hacer en adelante; lo que yo había procurado evitar y separar totalmente lo que toca a jesuitas de los demás negocios pendientes, pues bien habrás visto que ellos han procurado y procuran por todos medios hacerlo todo uno mismo».481 Este dato sobra en corroboración de que el ánimo de los Borbones era no hablar más por entonces con la corte de Roma que de la extinción de los jesuitas.

Desde la publicación del Monitorio había trascurrido un año: evidentemente constaba a todos que los monarcas español, francés y siciliano persistirían en su empeño hasta que pudieran contar aquel instituto entre el número de las cosas pasadas: sobre el sesgo que se daría en la capital del mundo cristiano a la solicitud de las tres coronas, todos estaban a la expectativa: a tenor de sus deseos o de sus temores formaban las conjeturas, y al futuro cónclave remitían los más avisados la resolución definitiva. No obstante su mala configuración y su edad casi octogenaria, aún no parecía muy cercano al postrer límite de la existencia el Vicario de Jesucristo; y así todos cogió de sorpresa el doblar de las campanas que en la noche del 2 de febrero de 1769 anunciaba a los fieles el fallecimiento de su común Padre. Tan repentino fue que hubo quienes lo supusieran producido por el veneno; especie que no merece atención alguna como desprovista de apoyo; ni es menester buscárselo para explicar por las vías naturales aquel suceso. Muy anciano, algún tanto achacoso, y prensado su corazón un día y otro, y más en los últimos tiempos, entre las perentorias solicitudes de los reyes y las obstinadas exigencias de los jesuitas y de sus parciales, pasó repentinamente de esta vida a la imperecedera el virtuoso, pacífico y venerable Clemente XIII, para quien fue desde los principios golfo de tempestades el Vaticano y corona de espinas la tiara.




ArribaAbajoCapítulo II

Cónclave de 1769


Modo de pensar de las cortes.- Bandos que dividen al Sacro Colegio.-Peligro de una elección acelerada.-Se resuelve aguardar a todos los cardenales.-Candidatos que prefiere y no admite la corte de España.-José II en Roma.- Bernis y Orsini.-Consulta de un teólogo romano.-Disputa acalorada entre Bernis y uno de los Albanis.-Puntos resueltos.-Llegada de los cardenales españoles.-Propuesta que hacen a los franceses y napolitanos.-Se desiste de obligar al que haya de ser Papa a la extinción de los jesuitas.-Cardenales cuya candidatura no prospera.-Fray Lorenzo Ganganelli.-Cómo fue su elevación al pontificado.-No se obligó a extinguir a los jesuitas.-Por qué le votó unánimemente el Sacro Colegio.-Amonestación de Carlos III a Tanucci.

Por efecto natural de la fuerza de las circunstancias, juzgábase que el Sacro Colegio respondería con sus votos a la instancia de los Borbones, no contestada por Clemente XIII en ningún sentido, pues de súbito perdió la existencia. Así al vivísimo interés que siempre acompaña al grave suceso de esperar la cristiandad un nuevo Padre, añadíase ahora el del desenlace de la cuestión relativa a mantener o abolir el instituto de San Ignacio, que dividía y exaltaba por aquel tiempo a cuantos en los negocios públicos tomaban más o menos parte. Patrocinio eficaz y directo no lo hallaba la Compañía de Jesús más que en Roma. Suscitado había Portugal el pensamiento de solicitar que se extinguiera, y creyendo que el sucesor de Clemente XIII no podría menos de ejecutarlo, autorizaba a sus representantes en las diversas cortes para que volvieran a tener trato con los Nuncios. Ya España, según se ha visto, figuraba cerca de la Santa Sede como directora de las negociaciones, y quería que ascendiera al sumo pontificado una persona de virtud, prudencia e imparcialidad consumadas, que no se dejara seducir por los interesados en la discordia ni por aquellos que con sus doctrinas traspasaban los límites puestos por Jesucristo entre el sacerdocio y el imperio482. Asociada Francia a la solicitud pendiente, sin fijarse en que guiara la barquilla de San Pedro tal o cual piloto, se manifestaba dispuesta a aplaudirle si procedía con circunspección e inteligencia, y a contenerle si continuaba por el rumbo del ya finado483. Ninguna otra voluntad que la de España tenía Nápoles en este punto. Viena, cuyo dictamen había aguardado la corte de Roma para decir algo sobre lo que pretendían los Borbones, mostrábase determinada a obrar acorde con ellos, entendía que la elección de Papa se podría verificar pronto, no existiendo entre las potencias católicas las rivalidades que otras veces, y se inclinaba a que el elegido no saliera de los cardenales denominados jesuitas, para que ni ocasión ni pretexto de acritud hallaran los príncipes contra la Santa Sede como en el anterior pontificado484. A propósito de la supresión de la Compañía, declaraba Turín que nunca se asociaría a los Borbones, así como se sometería sin dificultad a la providencia, si la dictaba el futuro Papa485. Siendo esta la cuestión capital de entonces, forzosamente se habían de rozar con ella los cardenales a todas horas: debiendo nombrar jefe de la Iglesia, no se podían desentender de lo que pensaban los reyes, hijos suyos; antes bien necesitaban fijar la vista fuera de Roma y mucho más lejos de Italia para proclamar al soberano espiritual del orbe.

Cuando el 15 de febrero de 1769 se encerraron dentro del Vaticano los cardenales residentes en Roma, ya los hubo de los tres bandos que dividían a la sazón al Sacro Colegio bajo las denominaciones de zelantes, de las coronas e indiferentes. Entre los de mayor influencia contaba el primero a Juan Francisco Albani por sus extensas luces, a Torrigiani por la gran práctica de los negocios, a Rezzónico por la mucha autoridad que había ejercitado mientras fue Sumo Pontífice su tío: por jefe reconocía el segundo, que esperaba tener refuerzos no escasos, a Orsini hasta la llegada de otro que le aventajara en capacidad y ascendiente, dándole bastante su carácter de embajador de las Dos Sicilias: no alcanzaba el tercero a contrapesar los votos del bando zelante, ni aun juntándose al de las coronas. Antes de reunirse en cónclave, todos los purpurados recibieron visitas del Padre Lorenzo Ricci, hechas con el objeto de interesarles por su instituto; los más se le manifestaron muy devotos, y con tanto calor algunos, que, al empezar los escrutinios el 19 de febrero, trataron de forzar la elección de Papa, bien que lo impidieron otros cardenales de su parcialidad cuerdamente, representando que, lejos de restituir la paz a la Iglesia una elección acelerada, acaso podría imposibilitarla por siempre, y de seguro fomentarla la discordia y excitaría a los soberanos católicos a ser más hostiles respecto de la corte romana. Por fortuna prevaleció este dictamen equitativo y mesurado juntamente con el propósito firme de esperar a los cardenales extranjeros; y de tal modo se sobrepuso al ímpetu de las pasiones el anhelo por la justicia en la mente de los purpurados, que de allí adelante observóse a veces ser menor el número de papeletas donde se designaba candidato que el de las que simplemente contenían esta palabra: Ninguno.486

Solo por mera fórmula se hacían, pues, los escrutinios de mañana y tarde ínterin no llegaran los cardenales franceses, alemanes y españoles. Bernis y Luines, arzobispos de Alby y de Reims, lo verificaron el 14 y el 27 de marzo: ya en camino también Pozobonelli, arzobispo de Milán, y bajo cuya dirección habían de estar los Albanis, según las instrucciones de Viena, sintióse algo enfermo y detuvo el viaje, y los cardenales Solís, arzobispo hispalense, y La Cerda, patriarca, se hicieron a la vela en Alicante el 28 de marzo; pero, estando el mar borrascoso, tornaron de arribada a bordo del navío Atlante, después de dar vista a Mallorca, y alcanzaron permiso para hacer el viaje por tierra. Como el más antiguo, llevaba Solís todas las instrucciones de España, a las cuales se debían de atener los franceses y los napolitanos, y la misma union estaba recomendada a los alemanes, bien que no de un modo tan absoluto. Cada vez más perseverante la corte española en conseguir a todo trance la extinción de los jesuitas, se propasaba a pretender que se obligara con papel firmado de su letra a decretarla el que se hubiera de ceñir la triple corona. Sus candidatos predilectos eran Sersale, arzobispo de Milán y varón de ideas muy conocidas y seguras, y Cavalchini, decano del Sacro Colegio, casi nonagenario, al cual había Francia levantado la exclusiva que le puso en el cónclave antecedente, y de quien no se dudaba que, luego de ascender al trono pontificio, retardaría poco el restablecimiento de la concordia487. Chigui, Fantuzzi y Torrigiani estaban principalmente excluidos en la lista remitida a D. Tomás Azpuru por su Gobierno, y donde figuraban seis cardenales como dudosos, veinte como seguros y otros tantos como contrarios488.

Bajo el incógnito de conde de Falkestein, y en union de su hermano el gran duque de Toscana, fue el emperador José II hacia mediados de marzo a Roma, y visitando el cónclave y platicando privadamente con el embajador de Francia, hizo durante los pocos dieras que allí estuvo más patentes aún las miras de Viena. Su visita al cónclave fue a tiempo de entrar allí el cardenal Spínola el 17 de marzo por la tarde. Le salieron a recibir todos con el capelo puesto y el birrete en la mano, y al quererse desceñir la espada, le detuvo Stóppani, manifestando con aprobación general que la debía llevar ceñida como defensor de la Iglesia. Curioso por averiguar si pensaban permanecer allí mucho tiempo, le contestaron que en el último cónclave se habían tardado dos meses, y seis en el otro. -Para hacer un Papa como Lambertini, repuso el Emperador, se puede dar por muy bien empleado un año.-Cuando le fue presentado el cardenal Torrigiani, dijo, no sin recalcar las palabras: Ya le conocía mucho de oídas. Al recomendarle varios individuos del Sacro Colegio que facilitara con su protección al futuro Papa la manera de apaciguar las turbaciones, les significó prontamente que lo podían hacer mejor ellos, nombrándole tal que no llevara al último extremo las cosas, y comprendiera que, si en las espirituales era infalible y su autoridad ilimitada, tampoco la de los soberanos tenía dependencia alguna respecto de los negocios temporales. Días después habló por una ventana a los cardenales franceses y a Pallavicini y a Sersale, insinuando a este con agudeza que le parecía ver en su rostro algo de gracia del Espíritu-Santo. Una hora larga conferenciaron José II y el embajador de Luis XV, y durante la entrevista explicóse aquel más sin rebozo a la manera de los Borbones en el asunto que iba a quedar virtualmente resuelto con la solemne elección de Papa. A la devoción de María Teresa, su madre, atribuía el que no tomara la iniciativa a propósito de jesuitas y el que aún existieran en el imperio, si bien declaraba que los vería extinguidos hasta con gusto. Contando el marqués de Aubeterre su ida al Jesús, casa profesa de los jesuitas en Roma, hablóle de haber preguntado al Padre Ricci cuándo mudaba, de ropa, y de que este, afligido por las persecuciones, le expuso que cifraba su única esperanza contra ellas en la misericordia divina y en la infalibilidad de la Santa Sede, por ser ya muchos los pontífices aprobadores de su instituto489. Tras de asistir durante la Pascua de Resurrección a las magníficas fiestas con que le agasajaron los próceres de Roma, se volvió José II a Viena, y el embajador francés se hizo lenguas en su alabanza, al divulgar estudiadamente sus opiniones.

Sin animación quedó nuevamente la capital del mundo cristiano: dentro del cónclave todo estaba en suspenso hasta la llegada de los cardenales españoles; y así las correspondencias de Bernis y de Orsini con el marqués de Aubeterre son de poca sustancia. Bernis, superficial, precipitado, presuntuoso, se daba aires de poder mucho y carecía de influencia entre los purpurados: a veces enunciaba proyectos de intimidación que jamás puso en planta, resuelto a no asustar a nadie: con razón calculaba que en la parcialidad de las Coronas solo había fuerza para interponer la exclusiva, y que, por lo odioso, no se debía usar de este arbitrio hasta el último apuro: a su ver, en el caso de ser elegido un Papa hostil a las Coronas, ya no pudrían sus ministros seguir residiendo en la corte romana: como servicio suyo alegaba el haber conquistado votos que, antes de que se apartara de sus ovejas, se contaban por el Gobierno español entre los seguros; y lisonjeábase con la esperanza de que a la terminación del cónclave se le nombraría embajador francés en Roma. Orsini era ejecutor exacto de lo que le ordenaba su corte, bien que había necesidad de especificárselo todo, y si improvisamente se presentaba algún tropiezo, no se hallaba con aptitud para superarlo: reserva tenía y conocimiento de las personas, circunstancias por las cuales no dejaba de hacer figura: así lograba que entrara en cónclave el cardenal Conti, a pesar de los esfuerzos de los zelantes por retraerle del designio, metiéndole miedo con lo húmedo de la estación, lo avanzado de sus años y lo tenaz de sus dolencias: no sin destreza contrariaba las tentativas de los Albanis por explorar el secreto de los Borbones, y resistía la pretensión de Rezzónico enderezada a proponer alternadamente un candidato del colegio antiguo y otro del moderno, designando de tal manera a los cardenales creados por Benedicto XIV y Clemente XIII; y daba cuenta de los escrutinios de mañana y tarde, en que Fantuzzi y Colonna obtenían siempre más votos. Ambos cardenales, Bernis y Orsini, coincidían en reprobar la idea concebida por la corte española sobre que se obligara formalmente a extinguir a los jesuitas el que hubiera de subir al papado, idea prohijada por el embajador de Francia, y que ellos impugnaron vigorosamente como estéril de todo punto, y más aún como nociva a la honra y repugnante a la conciencia490.

Por entonces corrió impresa una Memoria de teólogo de fama, donde planteaba la cuestión importante bajo el aspecto de si, creyéndose necesaria la extinción de los jesuitas al bien y a la paz de la Iglesia, se podía exigir del Papa que fuese electo la promesa de ejecutarla sin escrúpulo de incurrir en simonía. Para dilucidar la materia, dividióla en dos partes, asegurando en la primera que sin escrúpulo alguno cabía solicitar que antes de la elección se obligaran todos los cardenales hasta con juramento a suprimir aquel instituto, pues semejante compromiso no abriría la senda del pontificado a uno con preferencia a otro, y equivaldría a los juramentos que, al ser creados, prestan los cardenales sobre la observancia de varios puntos, si alguna vez llegaren a Papas. Aun considerando más intrincada la segunda parte de la consulta, la trajo a solución no menos obvia en su concepto, por suponer que, juzgando los hombres doctos y timoratos como necesaria la extinción al bien y a la paz de la Iglesia, tampoco seria simoníaca la promesa exigida a un solo cardenal para promoverle a la tiara, no comprometiéndose en suma a otra cosa que al cumplimiento de sus más sagradas obligaciones. Finalmente dijo que los que se mostraban zozobrosos de que se escandalizaran los herejes, si se hacia pública la promesa, olvidaban que no se manda ni aconseja evitar el escándalo irracional concebido por la malicia propia, y que los herejes estaban avezados a censurar las acciones más justas de los pastores de la Iglesia, a semejanza de los fariseos, que, para hallar motivo de censura, indagaban todas las obras de Jesucristo; por lo cual se debía decir en el caso que daba origen a este debate: Sinite illos, coeci sunt et duces coecorum, según la divina enseñanza491.

Con la publicación de esta Memoria halló el marqués de Aubeterre propicia coyuntura para tentar a Bernis de nuevo, por si le inclinaba a que el que ascendiera al pontificado se obligara a suprimir los jesuitas; y afectando ser ya asunto convenido no tocar la especie, puesto que repugnaba a su conciencia, le dijo en uno de sus billetes que no seria tan descabellada, cuando aquel teólogo de los más insignes de Roma la consideraba digna de apoyo. Se dio el cardenal francés por entendido de que el embajador tiraba con arte a vencerle, y en pocas palabras le opuso muy sólidas razones para perseverar en la negativa. Realmente la Memoria toda, según expresó Bernis con acierto, estribaba en que el mayor bien que se podía hacer a la Iglesia católica era la destrucción de los jesuitas; pero como no pensaban de igual manera muchos individuos del clero y no escasas personas de los diversos países y Estados, se venia a colegir al cabo de todo que los argumentos del teólogo romano arrancaban de una hipótesis y no de un principio492.

Cierto desagradabilísimo incidente puso en claro la ninguna influencia de Bernis entre sus colegas, y que dentro del cónclave se agitaban harto encendidas las pasiones. Invitados los Albanis por Bernis a una conferencia delante de otros purpurados, se trajo a debate la extinción de los jesuitas. Juan Francisco Albani sostuvo, a lo que parece, que la causa de los hijos de San Ignacio era la de la misma Iglesia; que el Sacro Colegio no debía ser cómplice del suicidio moral cometido por los Parlamentos franceses y los Gobiernos de Portugal y España, y que en Roma, para condenar a un acusado, se necesitaban más pruebas que el indefinible encono de un Rey y los devotos cálculos de una mujer perdida. Bernis, con objeto de refutar a su adversario, comenzó a discurrir de esta suerte: Entre nosotros debe haber igualdad, pues todos nos sentamos aquí con iguales títulos y derechos... -No tal, Eminencia, (repuso Albani interrumpiéndole destemplado); que este birrete no lo pusieron en mi cabeza las manos de una cortesana493. Así, ofuscado por el espíritu de partido, fulminaba Albani un terrible anatema contra la memoria del pontífice Clemente XIII, sin cuya voluntad suprema no pudo ser Bernis decorado con el capelo, aunque la marquesa de Pompadour lo solicitara un día y otro.

Desde la apertura del cónclave habían trascurrido más de dos meses, y solo estaba resuelto que, bajo cualquiera que subiese a Papa, fuese Pallavicini secretario de Estado494, y que nada se hiciera hasta que los cardenales españoles llegaran a Roma. Su tardanza era ya de pésimo efecto: por ellos padecían los ancianos, murmuraban todos, y la ansiedad natural iba degenerando en impaciencia justificada. Al cabo La Cerda entró en cónclave el 27 de abril y Solís el 30: antes habían descansado en Roma tres dieras, que les bastaron para cautivar los corazones con su afable, benigno y político trato; de modo que a su entrada en San Pedro la muchedumbre llenaba plaza y avenidas como en un día de jubileo de año Santo, no pudiendo ser mayor la concurrencia cuando se eligiera y coronara el nuevo Papa495.

Igual acogida se les hizo en el cónclave, no menos por el deseo general de acabar pronto que por su amabilidad, finura y garbo. A la sazón tuvo principio el verdadero interés de la lucha, y subió de punto la actividad de los conclavistas, y los cardenales menudearon sus juntas, en la celda de Juan Francisco Albani los zelantes y en la de Orsini los de las Coronas. Acordes Solís y La Cerda con los napolitanos y franceses, echaron la voz de que no aspiraban a hacer Papa, sino a impedir que se nombrara por sorpresa, y a coadyuvar de buen grado a la elección del que sobresaliera entre los prudentes, imparciales y virtuosos; idea aplaudida por los cardenales de todos los bandos.

Reuniendo el arzobispo de Sevilla con su compañero el patriarca a los napolitanos y franceses en junta regia el día 3 de mayo dentro de la celda de Orsini, les expuso, a tenor de sus instrucciones, que de ser otro que Sersale el Papa electo, se había de comprometer por escrito a la extinción de los jesuitas. Tanto Bernis como Luynes calificaron este convenio de simoníaco y de repugnante a sus conciencias, teniendo tan corroborado con las doctrinas teológicas y canónicas su dictamen, que, en el caso de que su corte les mandara exigirlo, se abstendrían de tomar en la elección parte alguna, y dejarían en su fuerza los votos de las demás coronas. Además juzgaron que la promesa carecía de toda eficacia, pues la podía eludir el Sumo Pontífice con alegar simplemente que después de electo había visto las cosas de distinta manera; y cualquier arbitrio que adoptaran las cortes para exigir el cumplimiento de lo prometido, seria estrepitoso, escandalizaría a los fieles, demostraría la ambición del electo y daría materia a los herejes para que hablasen en contra de lo más sagrado de nuestra religión santa. Vanamente Solís quiso desvanecer los escrúpulos de los franceses, insinuando que la obligación de extinguir a los jesuitas se contrajera de palabra y ante los ministros de las tres cortes por el que hubiere de subir al pontificado. Con esto, al decir de Bernis y Luynes, nada más se adelantaría que empeorarlo todo y exasperar los ánimos del Sacro Colegio, donde, fuera de los adictos a las coronas, había purparados de tres clases: unos fanáticos, que miraban como punto de religión la adherencia a los jesuitas; otros que los amaban naturalmente porque estaban imbuidos en sus máximas o porque bebieron su crianza, y otros indiferentes que se unirían a los primeros o a los segundos con el menor motivo de disonancia que advirtiesen en la propuesta. A esta opinión adhirióse también Orsini, creyendo lo mejor de todo el procurar la elección de un Papa, de quien se tuviera la moral seguridad de que, una vez ascendido al pontificado, favoreciera las pretensiones de España, Nápoles y Francia. Ante resistencia tan firme cejaron ya Solís y La Cerda, porque se les había prevenido por su Gobierno que desistieran de la demanda, si parecía inútil o capaz de comprometer la dignidad de las tres coronas; y de resultas limitáronse los cardenales españoles, franceses y napolitanos a favorecer con parsimonia la candidatura de los amigos y a evitar diligentemente que de los escrutinios salieran triunfantes los contrarios496.

Fantuzzi, Pozzobonelli y Colonna hallaron tenaz oposición en los cardenales de las cortes; y los zelantes jamás se avinieron a que Stóppani, Sersale ni Cavalchini ciñeran a sus sienes la tiara. Exponiendo sin rebozo o disimulando los dos partidos las razones de no querer tales candidatos, quedaban respectivamente excluidos, Fantuzzi por su poca adhesión a las Coronas, y Stóppani por el empeño de estas en que subiera al pontificado; Pozzobonelli, arzobispo de Milán, por la práctica siempre seguida de no elegir a ninguno que estuviera en dependencia particular de un soberano, y Sersale, arzobispo de Nápoles, por la misma causa; Colonna por joven e inexperto, y Cavalchini por viejo y achacoso497. Stóppani y Pozzobonelli no juntaron más de siete votos en los primeros dieras de mayo: a Fantuzzi y Colonna se dieron hasta once: los demás no llegaron con mucho a tantos. Desde los primeros escrutinios obtuvo cierto cardenal casi diariamente dos votos, que se le aumentaron hasta cuatro luego que el cónclave no esperó ya a nadie: se llamaba Lorenzo Ganganelli, y era el único fraile que entonces pertenecía al Sacro Colegio.

De extracción popular y de privilegiado entendimiento, había buscado desde la niñez en la soledad sus deleites y en los libros sus amistades: sus raras dotes maravillaron a los jesuitas de Rímini y a los escolapios de Urbino, con quienes hizo los primeros estudios: inclinado en la flor de la juventud a la vida claustral, puso el pensamiento en la orden franciscana, donde, a su ver, hallaban los espíritus piadosos el mejor albergue, y donde los Sixtos IV y V labraron su fortuna y gloria, porque el tosco sayal no abatía el vuelo a los impulsos del corazón ni a las aspiraciones de la mente. Ya estaba ligado con los votos monásticos aún no cumplidos los veinte años, y a los treinta y seis figuraba como director del Colegio de San Buenaventura en Roma, después de haber sobresalido como alumno en Pésaro y Fano, y como catedrático y predicador en Bolonia, Milán, Venecia y otras principales ciudades de Italia. Dos distintas veces rehusó el generalato de su orden religiosa, sin que le ablandaran los ruegos de los que le merecían más veneración y cariño; y entre los sacrosantos deberes de sacerdote, las incomparables delicias del estudio, y los frecuentes paseos a los jardines solitarios de los Capuchinos y de los Paules pasaba agradablemente la austera y ocupada y pacífica vida, con el seductor afán de acabarla en Asís junto al sepulcro de su seráfico Patriarca. De estos ensueños místicos, y que tan perfectamente se avenían con su antigua afición al retiro y con su perpetuo desamor a las vanidades del mundo, despertáronle varones que vivieron en olor de santidad y le vaticinaron altos destinos; Benedicto XIV, que le honró con su amistoso trato y con una plaza entre los consultores del Santo Oficio, y Clemente XIII, que, venciendo su oposición y avasallando su humildad, le decoró con el capelo. Ganganelli, profundo en la sabiduría, sin afectación en la modestia, puro en las costumbres, festivo y obsequioso en el trato, conciliador por naturaleza, ilustraba a las congregaciones cardenalicias de que era individuo, exponía mansamente sus ideas para persuadir y no exasperar al contrario, gozaba una reputación sin mancilla, era querido y admirado por los personajes ilustres que solían visitar su celda, y no se ladeaba sistemáticamente hacia ninguna de las dos parcialidades que venían de años atrás disputándose, la victoria. Por ejemplo, había dedicado unas conclusiones teológicas al Padre Retz. General de los jesuitas, y en la causa del venerable obispo de la Puebla de los Angeles desempeñaba el importante papel de ponente; había votado la prohibición del catecismo de Mesenghi, y se opuso al Monitorio contra Parma; no es, pues, maravilla que tanta independencia de juicio autorizara en cierto modo los más opuestos pareceres relativamente a su persona; que, aun conservando intimidad con Roda, le colocara el Gobierno español, al calificar los cardenales, entre el número de los dudosos; y que, mientras antes de empezar el cónclave le hablaba muy largamente Azpuru, le tuvieran Aubeterre por bueno, Tanucci por malo, y Azara por más jesuita que su tocayo el Padre Ricci Se le atribuía la opinión de que los brazos de los reyes alcanzaban a Roma por encima de los Pirineos y los Alpes, aludiendo a que no se podían menospreciar las instancias de las Coronas; y aun cuéntase que un día en que Rezzónico, de quien se confesaba hechura, fue a pedirle el voto para Stóppani, se lo ofreció rendidamente en signo de agradecimiento, aunque no sin encarecerle el sacrificio por lo cierto que estaba de que al día siguiente de ser Papa extinguiría los jesuitas. Semejante contestación acredita sobradamente la sagacidad extremada y la ambición recóndita de este religioso, pues así introducíase más en el ánimo de Rezzónico aparentando pertenecer a su partido; sin prejuzgar la cuestión ardua, en que discordaban los cardenales, suponía la necesidad de examinarla despacio y el peligro de resolverla de golpe, y al par inutilizaba a un candidato, que verosímilmente hubiera vencido, proponiéndole Rezzónico por inspiración propia, mirándole Francia con agrado, habiendo incluido España su nombre en la lista de los cardenales seguros, y no debiéndose de presumir que le rechazara la parcialidad de los Albanis. También se afirma que, al verle siempre en su celda, y ajeno a lo que se trataba por los zelantes y los de las Coronas, le preguntaron algunos cardenales si quería ser Papa, y que se excusó jovialmente de contestarles, porque, para nombrarle eran pocos, y para guardarle secreto, muchos. Sin duda se albergaba la ambición en el alma de Ganganelli; pero ambición sosegada y noble, que no tenía la raíz en el ansia de predominio ni en el incentivo del fausto, sino en el presentimiento de que la Providencia le destinaba para Soberano espiritual del mundo498.

Dos días antes de erigirse en cónclave el Sacro Colegio tuvieron Ganganelli y Azpuru una conferencia de más de cuatro horas; Azpuru no mantuvo correspondencia con los cardenales franceses y napolitanos, y dejaba hacer al embajador de Francia: por su conducto estaba al corriente de todo, y como de todo no resultaba nada, apenas daba señales de vida. Solo desplegó diligencia en el instante verdaderamente oportuno, el de la llegada de los cardenales españoles; entonces hizo frecuentes visitas a La Cerda del 25 al 27 de abril, y a Solís del 27 al 30, y enteróles muy por menor de las personas con quienes iban a estar en contacto y de los sucesos a que debían procurar desenlace. Ya en cónclave el arzobispo de Sevilla, bien quisto de todos, órgano de las miras de España, ilustrado por las noticias de Azpuru, revestido con la autorización conveniente para trazar la norma de conducta a los cardenales de las Coronas, y guiado por su hábil conclavista D. Ignacio Aguirre, tanteó gradualmente el éxito probable de las candidaturas preferidas por su Gobierno.

Cuando ya no había esperanzas de que Sersale, Calvalchini o Stóppani fueran ascendidos al papado, el arzobispo de Sevilla propuso en la junta regia del 17 de mayo a Ganganelli por el complexo de sus circunstancias y por la seguridad que tenía, a causa de su particular y anterior trato, de que llenaría las ideas de su Monarca. Bernis se opuso a la propuesta, no por apartarse de las instrucciones de los cardenales españoles, sino por juzgar diversamente del carácter de Ganganelli; a cuyo dictamen adhirióse también Orsini, aun cuando no tan a las claras. Solís insistió en que, desvirtuada la candidatura de los cardenales preferidos por las Coronas, ya no había otro más aceptable que el franciscano, y les hizo observar asimismo que, de no votarle, pasaría la propuesta a Chigui, que les era contrario. A pesar de todo les aseguró que no daría el menor avance sin el unánime consentimiento de los purpurados que llevaban la voz de los reyes. Por fin convinieron en que se indicara a Rezzónico la candidatura; Rezzónico dijo que necesitaba examinarla maduramente; día y medio aguardaron los cardenales de las cortes con grande ansiedad la respuesta; y ya vacilaban sobre el motivo de la tardanza en recibirla, cuando se les avisó de que Rezzónico y los de su parcialidad votarían a Ganganelli499. Esto acontecía la noche del 18 de mayo; y no queriendo retrasar a D. Tomás Azpuru la interesante nueva, escribióle Solís de este modo: «Tengo el gusto de participar a V. S. I. que mañana por la mañana en el primer escrutinio, o a más tardar en el acceso, tendremos Papa al cardenal Ganganelli, que será propuesto temprano en la misma mañana al cardenal decano: tenemos asegurados los diez y ocho votos de nuestro partido, y, según ha expuesto el cardenal Rezzónico a sus criatura Bernis y La Cerda, habrá veinte votos de los suyos, por lo que contamos treinta y ocho. Hemos concordado votarle nosotros con nuestros amigos en el primer escrutinio y en el segundo nemini, no porque haya contingencia, sino ab precautionem».500

Con efecto, en la mañana del 19 de mayo toda Roma celebraba la elección de Fray Lorenzo Ganganelli, que ascendía al pontificado con el nombre de Clemente XIV, recordando a Sixto V por el sayal franciscano, la grande ambición y el sagaz disimulo, y a Benedicto XIV por las circunstancias de su elección, verificada en pocas horas, merced a operarse en el Sacro Colegio una repentina concordancia de pareceres, que le valió todos los votos.

«¿Es verdad que Ganganelli contrajo compromisos formales en daño de los jesuitas? ¿Es verdad que, como prenda de su elección futura e instado por los cardenales españoles, firmó un papel en que, sin empeñar promesas, daba esperanzas de abolir aquel instituto?». Suscitando y no resolviendo estas dudas, inicia un historiador francés de la edad presente el debate sobre si fue o no simoníaca la elección de Clemente XIV501. Otro historiador, también del día y compatriota del ya citado, avanza a calificarla de simoníaca. A los dos años de expresar, bajo el salvoconducto de un se dice, que Ganganelli reconoció bajo su firma y en billete dirigido a Carlos III que, observando las reglas canónicas, podía el Pontífice extinguir en conciencia el instituto de San Ignacio, ya asegura cómo hubo de por medio el tal billete sin linaje alguno de duda y con el aditamento, atribuido igualmente a aquel célebre franciscano, de que sería de desear que el futuro Papa se esforzara por satisfacer el anhelo de las Coronas502

Aun cuando no fuera inventada la existencia de semejante billete, desde luego salta a los ojos que a nada le comprometiera en definitiva. ¿Quién puede controvertir la autoridad del Sumo Pontífice para suprimir un instituto religioso? ¿Y quién tachar el deseo de que se esforzara el Papa que fuera elegido, por restablecer la concordia entre los soberanos católicos y la Santa Sede? Tan sencillas indicaciones bastarían a destruir cuanto se quiere edificar sobre el supuesto documento, al cual solamente la volátil imaginación de Bernis dió vida. Su no existencia resultaría aunque solo quedara el testimonio del reverendísimo purpurado, y en prueba de no ser esta una aseveración al aire, se deben trascribir sus mismas palabras, juntando todo lo que dijo sobre el asunto en diversas fechas. «Ya está visto que Ganganelli es jesuita y que ha transigido con ellos, y si esto es así, las cortes van a ser juguete de este religioso... Los señores españoles no nos lo dicen todo; si hubieran hablado, nos abstuviéramos de hacer reflexión alguna sobre Ganganelli, a quien tuvimos por sospecho so, viéndole unido a los Albanis; pero parece que se han arreglado con él, Y queda dicho todo... Los españoles han negociado con Ganganelli, y aunque no era de absoluta necesidad que nos revelaran lo sustancial del pacto, debieron decirnos al menos que estaban seguros de sus sentimientos... Doy gracias al Señor por no intervenir en todo esto para nada, y no me agradaría palpar lo que no puedo menos de entrever... Al principio creímos que los españoles habían formado un gran plan, asegurándose de los Albanis, de cuya manera todo se hubiera concluido en menos de veinte y cuatro horas; pero parece que no ha habido más que un simple arreglo con Ganganelli, quien se muestra muy alegre y afable. Dice a todos que no quiere ser propuesto; nosotros le propondremos a pesar suyo... Ganganelli ha contado a su modo su negociación con los españoles; poco grato es a la verdad tratar con gentes tan reservadas para uno que jamás lo ha sido... Si Azpuru no ha intervenido en la negociación y el que la ha hecho es Ignacio Aguirre, la creo perdida. Aguirre está con los Albanis, y veinte veces se lo hemos advertido a los españoles... Aún no significan los escrutinios más que jactancia de una y otra parte, si bien revelan algún tratado secreto... Antes de entrar en cónclave los cardenales Solís y La Cerda se aventuraron a decir que no se dejarían engañar por los franceses, y han querido que los engañados fuéramos nosotros; pero ha sucedido lo contrario. El escrito que han hecho firmar al Papa no es obligatorio de ninguna manera. Por boca del mismo Papa he llegado a saber su contenido... Puede ser que Solís y Azpuru no hayan hecho pacto alguno con el Papa sobre el asunto de jesuitas, como era verosímil creerlo entonces... Confieso que al pronto pensé que el cardenal Ganganelli se había ligado estrechamente acerca de la cuestión de jesuitas; debilitadas mis primeras sospechas, solo conservé la desconfianza que exige la prudencia respecto de un religioso que desde tan lejos ha subido al supremo pontificado... Con la mayor sorpresa he observado y reconocido que el Papa se ha ligado menos con los españoles que con nosotros, y que no tenemos otro arbitrio cerca de su persona que las esperanzas generales que desde el cónclave me tiene dadas. Toda mi arte propendió entonces a convertir simples esperanzas en promesas reales y efectivas.503 Ya trasladadas las aserciones de Bernis con escrupulosidad rigurosa, no hay más que abandonarlas sin comentos al juicio de los imparciales y aun al de los apasionados, para que resuelvan si la porfía de colegir de tales inconexiones y versatilidades lo que se procura en desdoro de un sucesor de San Pedro no es equivalente al propósito imposible de dar bulto a la nada.

Indudable es que en la elección de Fray Lorenzo Ganganelli influyeron principalmente los españoles; pero Solís le propuso a los cardenales de las cortes, no fundado en que se obligara por escrito a la supresión del instituto de San Ignacio, sino en el complexo de sus circunstancias y en la seguridad que tenía, por su particular y anterior trato, de que había de llenar las ideas de su Monarca.504 A mayor abundamiento, D. Tomás Azpuru, representante español en Roma, al comunicar lo acontecido en el cónclave a su Gobierno, dijo textualmente que Ganganelli no prometió la extinción de los jesuitas, si bien dió señales de ser propenso a ella, aunque le calificaran de terciario suyo505. Dones poseía muy propios a allanarle el camino del Vaticano. Suave en las palabras, de índole contemporizadora y sagacidad suma, nunca empeñado en calurosas disputas, propenso a modificar el ímpetu de opiniones contrarias y a reducirlas a lo justo, esmerándose naturalmente en agradar a todos, dentro del cónclave no mudó el genial de toda la vida. Sereno de espíritu contempló las agitaciones de las parcialidades opuestas: muy distante de descubrir la inquietud propia de las ambiciones vulgares, supo acallar pacientemente la muy sublime que inflamaba su pecho, creyéndose destinado por la Providencia divina a bendecir desde la Silla apostólica al orbe: retraído en su celda se mantuvo impasible, mientras casi todos los cardenales concurrían asiduamente a las de Juan Francisco Albani y Domingo Orsini, sin representar papel en sus bandos: los que le buscaron en su retiro, le hallaron placentero según costumbre: los que le consultaron dudas, oyéronle frases conceptuosas como siempre. Todos los purpurados querían un Papa imparcial, prudente, virtuoso: los zelantes vieron a Ganganelli pronunciado en favor de los intereses de la Iglesia: los de las Coronas le consideraron propicio a, ventilar y decidir sin dilaciones la cuestión magna: unos tras otros Regaron a ofrecerle el Papado: les dijo que no quería ser propuesto, y todos le dieron el voto. Entre los electores y el elegido no hubo por cierto más arcanos. De ascender otro cardenal a la suprema dignidad pontificia, Fray Lorenzo Ganganelli tornara a su celda del convento de los Santos Apóstoles tranquilo de espíritu y alegre de rostro; elegido Papa, subió al trono del Vaticano llamándose Clemente XIV, limpio de simonía y sin perturbación en el alma.

A muchos adversarios de la Compañía de Jesús no satisfizo la elección hecha, y en sátiras irreverentes se dijo que entre Rezzónico y su sucesor Ganganelli no existía más diferencia que la del número agregado a su común nombre, y que en vez de la paloma había descendido el cuervo506.

Por su elevación mostróse tan desazonado el marqués de Tanucci, que le hubo de dirigir Carlos III estas palabras: Veo cuanto también me dices sobre la noticia recibida de la elección de Papa y su Ministerio; y ten paciencia que te diga que, aunque siento infinito que no haya caído en vuestro cardenal Sersale, óptimo en todo, no pienso tan melancólicamente como tú; pero debemos esperar a ver para formar un justo juicio507.

Aun el día de hoy tiene aplicación este grave consejo: ver y juzgar conviene a Clemente XIV con respecto a la gran cuestión que dependía de su fallo.




ArribaAbajoCapítulo III

Negociación sobre jesuitas


Felicitaciones de las cortes.-Habilidad del Papa.-Breve Caelestium.-Se renueva la instancia de extinción.-Procura eludirla Clemente XIV.-Quiere sanear motu propio lo obrado contra los jesuitas.-Carta que escribe a Carlos III.-Respuesta del Monarca.-Promesa formal del Padre Santo.-Opinión del episcopado español sobre la Compañía de Jesús.-Enfermedad de Azpuru.-Esperanzas sobre la próxima expedición del motu propio.-Cómo quedaron defraudadas.-Disgusto de Carlos III.-Sucesos que influyen en que la negociación no adelante.-D. José Nicolás de Azara. Nuevas dilaciones -Nace el primogénito del Príncipe de Asturias.-Institución de la orden de Carlos III.-Languidece cada vez más la solicitud de los Borbones.-Se agrava Azpuru.-Renuncia el cargo-El conde de Lavaha.-Su muerte.-Vacilación es del rey de España para nombrar el que ha de sucederle.

Como aurora de paz saludaron las cortes católicas el encumbramiento de Clemente XIV al pontificado: la de Portugal permitió a su antiguo ministro plenipotenciario, el comendador Almada, trasladar la residencia de Venecia a Roma: la de España celebró la fausta noticia con solemne Te Deumy tres días de iluminación general y de gala, y todas felicitaron muy complacidas al Vicario de Jesucristo, cifrando en su alta discreción, reconocida virtud, piedad insigne y doctrina profunda el restablecimiento de la armonía entre el Sacerdocio y el Imperio, y el fin de las calamidades y turbaciones que afligían á los verdaderos hijos de la Iglesia.

Del Monitorio contra Parma habían provenido las desavenencias más recientes y lastimosas, y en vano clamaron los Borbones por que se revocara mientras fue Papa Clemente XIII: ahora su sucesor tuvo manera de anularlo de hecho, otorgando al infante-duque la precisa dispensa para hacer bodas con la archiduquesa María Amalia, y brindándose a bendecir su enlace en el caso de que fuesen a Roma. Pero el Monitorio de 30 de enero de 1768 y las instancias hechas en contra se habían oscurecido ante la solicitud unánime de las cortes borbónicas sobre la extinción de los jesuitas. Verdad tan de bulto hasta para los menos avisados indujo al nuevo Papa a granjearse cada vez más el afecto de las Coronas, a fin de moderar la enérgica prisa con que entablaron la demanda. Entre varias ponencias que tenía a cargo, solo se reservó la del venerable obispo de la Puebla de los Angeles, Palafox y Mendoza, después de subir a la silla de San Pedro; entre todos los generales de las órdenes religiosas que fueron a besarle el pie, solo el Padre Lorenzo Ricci le encontró adusto y silencioso al implorar su patrocinio. Para inspirar mayor confianza, trajo a cuento la ardua cuestión de voluntad propia una y muchas veces, diciendo a Azara: Si lo pidieren los soberanos, daré remedio contra los que mueven sediciones.-A Azpuru: -Ya se quitarán las espinas.-Al marqués de Aubeterre: -De seguro quedarán satisfechas las cortes.-A Orsini:-Los jesuitas precipitaron todos los asuntos en que intervinieron durante el anterior pontificado; y hasta le dió zumba por haber sido tiempos antes penitente del Padre Ricci.-A Bernis, sucesor de Aubeterre en la embajada:-Tengo el corazón francés y español.-Sin embargo, a compás de tan halagüeñas insinuaciones, no omitía dar a conocer que para la extinción de los jesuitas eran indispensables dos cosas: tiempo y probanza de los delitos que les imputaban los Borbones508.

Todo lo hacíaa el Sumo Pontífice por si mismo, llegando a suceder que dijera al secretario de Estado Pallavicini: Señor cardenal, vuestra salud está delicada; cuidaos; lo haré yo que soy fraile y acostumbrado a la fatiga509. A vista del retraimiento con que trabajaba día y noche, hubo sospechas de que negociara secretamente y en derechura con el rey de España sobre la cuestión capital de entonces, y dábalas cuerpo en cierto modo la especie de apatía que se observaba en los representantes de las Coronas. Aquellas sospechas no pasaban de tales, y los ministros de los soberanos tenían órdenes para reproducir la instancia: si no las habían ejecutado era porque, en libertad de elegir la coyuntura más propicia, nunca la hallaban cerca de un Papa habilísimo en desvirtuar la oportunidad que les ofrecían todas las audiencias, anticipándose a hablarles de jesuitas, y siempre en el concepto de considerar subsistente la solicitud para que fueran extinguidos, y de quererla resolver a satisfacción de los monarcas: expediente ingenioso y de no mal efecto, aunque de prolongación imposible. Acortósela pronto el Breve Caelestium, publicado el 12 de julio de 1769, en que renovaba los privilegios septenales concedidos a los jesuitas para todo el orbe cristiano, donde no hubiera misioneros de Propaganda. Del Breve Caelestium hicieron aquellos regulares el propio uso que cinco años antes de la Bula Apostolicum Vascendi, y con mucho peor suceso; que ya iban muy de caída para que se les viera indiferentemente divulgar sus propias alabanzas.

Este documento no se hizo público hasta el 17 de julio: sin demora se juntaron los ministros de España, Nápoles y Francia, y por virtud de lo que determinaron concordes, Bernis reprodujo a los cinco días en nombre de las tres Coronas la instancia sobre supresión de los hijos de San Ignacio, que se prevalían del último Breve para seducir a los débiles, alimentar el fanatismo y animar a los protectores de una orden religiosa, degenerada de su instituto, combatida siempre por varones sabios y virtuosos a, causa de su moral relajada y de su teología poco exacta en muchos puntos esenciales, habituada, contra el espíritu de los cánones, al comercio y a las intrigas, y proscripta por cuatro soberanos dignos de respeto, no solo por la majestad de sus coronas, sino por adictos a la religión y veneradores del Papa. Clemente XIV, admitiendo con repugnancia la Memoria, pues le parecía prematura, hubo al fin de hablar sobre jesuitas y no como por vía de pasatiempo: sus palabras, fueron propias del buen entendimiento que le adornaba y de la altísima representación que tenía. Después de resentirse de que desconfiaran de su porte, dijo que su conciencia le obligaba a observar los cánones y a seguir el ejemplo de sus predecesores en semejantes casos; que su honra no le consentía atender a España, Francia, Nápoles y Parma, y prescindir de los demás reinos; que daría constantes pruebas de su sinceridad, no levantando mano en tan dificilísimo negocio, y que entre tanto no le angustiaran con escatimarle inexorablemente las horas. Muy a mal con que los jesuitas tuvieran la insolencia de hacer gala del Breve a favor de sus misioneros, alegándolo como signo de que Su Santidad patrocinaba a la Compañía, anunció que no tardaría en dictar otras disposiciones bastantes por sí solas para abatirles el orgullo510.

En España fue recogido a mano Real el Breve, y trasmitiendo Grimaldi a Azpura las órdenes de Carlos III, mandóle renovar la solicitud y dejar a Su Santidad todo el tiempo que necesitara para tomar sus precauciones, sin estrecharle con nuevas instancias hasta que se advirtiera dilación excesiva y determinaran las cortes si se había de hacer o no recuerdo. Por primera vez apareció Francia más ardorosa en este negocio, previniendo a Bernis que agenciara la extinción de los jesuitas dentro de seis semanas o de dos meses a lo sumo, y que se retirara de Roma si no la conseguía en este perentorio plazo. Tarde llegaron las instrucciones de España, pues la solicitud se había repetido; por esto y porque Giraud, nuncio en París, sabedor de lo que se ordenaba al representante de Luis XV en Roma, se lo habría comunicado a Su Santidad, resolvieron los ministros de las tres cortes no proceder según quería Francia. Efectivamente, enterado el Sumo Pontífice por Giraud de la premura con que se intentaba martirizarle, querellóse en las audiencias habituales de Bernis y Azpuru de que así recelaran los reyes de la pureza de sus intenciones: expuso que se había tomado tiempo, no para dilatar la extinción, sino para hacer una cosa estable, decorosa y perfecta; que la idea de quitar a los jesuitas la dirección del seminario de Frascati y el hecho de haberles vedado que predicaran durante el próximo jubileo en ninguna de las iglesias de Roma, hartas señales eran de que no descuidaba el asunto; que abandonaría el empeño con que lo había tomado y lo sometería a una congregación de cardenales, si proseguían las desconfianzas; que la violencia y la precipitación no entraban en los principios de su conducta, y que nada obraría jamás a la fuerza511. Como le ofreciera Azpuru la aproximación de cuatro o seis mil hombres por la parte de Nápoles, si lo creía necesario para proceder libremente, dijo que hacia cuenta con la protección de los monarcas, aun cuando no temía al pueblo de Roma ni a otro alguno, por inerme que se viera para resistir una violenta invasión o un tumulto popular que pudieran suscitar los jesuitas, pues fiaba en que, habiéndole destinado por vicario suyo, Dios le daría fuerzas para vencer las dificultades, que acaso retraerían a otro de su intento, en el cual se mantenía firme. A fin de aplacar la impaciencia de las Coronas por la conclusión de un negocio, en que debía trabajar sin ayuda, por no tener de quién fiarse, ofreció declarar motu propio por bueno lo que España, Nápoles, Francia y Parma habían ejecutado relativamente a jesuitas. En la imposibilidad de visitar a Carlos III y a Luis XV, según se lo dictaba el deseo, para asegurarles de su veracidad, se manifestó dispuesto a escribirles, y propuso que, como en señal de confianza de los soberanos de la augusta familia de los Borbones, y juntamente con el dictamen de algunos prelados, le enviaran en la forma que les pareciere una Memoria que contuviera en general los motivos del extrañamiento de los jesuitas, no para poner en discusión sus razones, sino para justificarse a sí propio de que daba lo pasado por bien hecho con plena justicia512.

Aunque el Sumo Pontífice aparentaba presencia de ánimo y hacía como que despreciaba el miedo, no dejaba de vivir zozobroso, porque la timidez era uno de los rasgos característicos de su genio. Solamente gozaban de su intimidad dos religiosos franciscanos, el Padre Inocencio Buontempi, que le dirigía la conciencia, y el hermano Francisco, que le condimentaba los manjares, no comprendiéndose bien por el Gobierno español su apartamiento del secretario de Estado Pallavicini, si no había mudado de consejo, pues, al decir de su primo Grimaldi, cuando estuvo en Madrid de Nuncio creía que la extinción de los jesuitas era conveniente al bien de la Iglesia. Toda la nobleza romana estaba a favor de aquellos regulares, y su General se jactaba de que no se extinguiría el instituto mientras no depusiera Clemente XIV el temor que a la sazón tenía. Entre tanto sus miembros procuraban acrecentárselo con fatídicas predicciones, y erizar de escollos su camino, divulgando que la extinción seria resistida en Turín y Viena, y suponiendo que el Papa había dirigido por julio de aquel año a Luis XV una carta donde explicaba que no podía censurar ni suprimir una orden religiosa aplaudida y confirmada por diez y nueve predecesores suyos, y también por el santo Concilio de Trento; y menos según las máximas francesas, que reconocían el Concilio por superior al Papa513.

Las cortes empeñadas en la extinción de los jesuitas, excepto la de Portugal, que se adhirió a la instancia ya entrado setiembre, aceptaron que se diera por bueno lo que habían ejecutado contra aquel instituto, no como una aprobación necesaria, sino como una declaración sencilla. Por consiguiente este preliminar, sutilizado por Clemente XIV para ganar tiempo y resolver despacio, vino a ser por de pronto el punto esencial de las negociaciones entre las Coronas y la Santa Sede, aun cuando el cardenal Bernis lo desnaturalizó de manera que Grimaldi tuvo fundamento para dirigir a D. Tomás Azpuru un despacho, cuya sustancia es la que sigue: «Nos ha sorprendido mucho la explicación que da ahora el cardenal Bernis sobre el asunto del motu propio del Papa.-Es esencialmente distinta de la que nos dio antes: atribuye a nosotros solos lo que es común a las tres cortes: supone demanda en nosotros lo que ha sido únicamente aceptación de un ofrecimiento voluntario: da por sentado que pedimos aprobación respecto del extrañamiento de los jesuitas, y que necesitamos el motu propio para sosegar las conciencias, por haber ofendido en lo actuado la autoridad pontificia; cosa en que nadie ha pensado, que no hemos pronunciado nunca y que lastimaría grandemente las regalías de la Corona. -El motivo único que hemos tenido para aceptar la oferta y para alegrarnos infinito de que el Papa la cumpla es el que no tengan más qué decir los fanáticos en cuanto a la expulsión de los Padres; y como previmos que el Papa mismo daba a conocer que la extinción seria negocio más largo, celebramos este expediente interino y pronto que nos ofreció Su Santidad. -Si el Papa no quiere, por respeto a sus romanos, dar un motu propio que apruebe la distribución de los bienes, bastarános que diga cómo le consta que los monarcas han tenido justos motivos para expulsar a los jesuitas de sus vastos Estados. Esta proposición corresponde a lo que piensa el Papa»514.

Azpuru presentó una Memoria en el sentido de tal despacho a Clemente XIV, quien de resultas escribió de su puño y letra a Carlos III. Ya había escrito antes a Luis XV, aunque en términos misteriosos515; explícitos fueron los que usó con el soberano de España, y tanto que desde entonces, y solo desde entonces, se comprometió el Sumo Pontífice bajo su firma a suprimir el instituto de San Ignacio, según se descubre por la siguiente respuesta a la citada carta: «Muy Santo Padre: Me deja lleno de consuelo la venerada carta de Vuestra Beatitud de 30 del pasado, en que se digna darme las seguridades más firmes del ánimo en que se halla de atender a las súplicas que le hemos hecho los reyes, mi primo, mi hijo y yo, y doy a Vuestra Santidad las más rendidas gracias por el trabajo que personalmente ha querido tomarse en la reunión y examen de los monumentos de que se ha de valer para la expedición del motu propio aceptado y la formación del plan tocante a la absoluta abolición de la Compañía, que Vuestra Santidad ofrece comunicarme. Si la paz y la concordia es el mayor bien de la Iglesia y el que yo la deseo y solicito con las veras más íntimas, a Vuestra Santidad deberemos con esta abolición el restablecimiento de una felicidad que ya no se gozaba. Mi confianza en Vuestra Santidad es tan grande, que ya miro como logrado este bien desde el punto que Vuestra Beatitud me lo anuncia.-Viva Vuestra Santidad asegurado de mi reconocimiento; oiga benignamente lo que D. Tomás Azpuru le signifique en mi nombre, y pidiéndole nuevamente su apostólica bendición para mí y toda mi familia, ruego a, Dios guarde a Vuestra Beatitud muchos años, etc. Madrid 26 de diciembre de 1769.»

Al tiempo en que Carlos III escribía esta notable carta, Clemente XIV daba audiencia a Azpuru, y le decía confidencialmente: «Cuento con los auxilios del Rey cuando los necesite, y en el extremo caso de verme arrojado de Roma y precisado a dejarla para salvar mi vida, buscaré asilo en sus reinos, lo cual me proporcionará la ocasión, que tantas veces he apetecido y hubiera buscado, a serme posible y aun a costa de ir a Madrid a pie, de ver y abrazar al Monarca, y hablarle por solos ocho días a media hora cada uno, pues me bastaría tan corto tiempo y breve conversación para el fin de acreditarle personalmente mi tierno amor y constante gratitud, la seguridad de mi corazón, la veracidad de mis palabras y la uniformidad de mis pensamientos con los suyos por el bien de la religión universal, la tranquilidad de la Iglesia y de sus reinos y dominios. Mi corazón es todo de mi rey de España, y solo anhelo que se persuada de esta verdad y que no recele de la mía».516

Ya se ha dicho que, para expedir el motu propio, deseaba el Papa saber en general los motivos del extrañamiento de los jesuitas y la manera de pensar de algunos prelados. A todo se prestó el Gobierno de España, pidiendo, en virtud de Real orden expedida a los arzobispos y obispos el 22 de octubre de 1769 por el ministerio de Gracia y Justicia, su dictamen sobre el extrañamiento y la necesidad de la extinción de los hijos de San Ignacio para que cesaran las desavenencias entre las cortes católicas y la Santa Sede517. Sin demora evacuaron los informes, y por su texto se sabe de una manera evidente cómo pensaba el episcopado español a propósito de los jesuitas. Catorce, entre arzobispos y obispos, fueron únicamente los que apelaron a subterfugios para no emitir a las claras su voto, o dieron a entender que los vicios de que pudiera adolecer el instituto de San Ignacio se extirparían con su reforma518. Sin rodeos expresóse el obispo de Murcia, antiguo gobernador del Consejo, en términos de reprobar el extrañamiento y el proyecto de solicitar la extinción de los jesuitas, y haciendo gala de muy parcial de ellos, según era público y notorio desde que logró como obispo de Calahorra la erección de su colegio de Vitoria, después de muchos tropiezos y litigios. A treinta y cuatro ascendieron los dictámenes de prelados contra los jesuitas casi en todos se daban por exactísimos los juicios y por cumplidos los pronósticos enunciados respecto de estos regulares por Melchor Cano, Fray Pedro de Cabrera, Benito Arias Montano, Fray Gerónimo Bautista de Lanuza, el Padre Juan de Mariana, San Francisco de Borja, los venerables Palafox y Sotelo y otros españoles ilustres. Compiladas fueron por el obispo de Segovia cuantas acusaciones les habían hecho prelados celosos y muchos varones eminentes en virtud y letras, dirigiéndose a la Santa Sede para que librara a la Iglesia católica de tan pestilente contagio, y designándolos como perturbadores de los pueblos; contrarios implacables de los obispos; maestros de una moral perversa; doctores de perniciosas máximas contrarias a todas las leyes; engañosos con los príncipes seculares; caudillos de conspiraciones; codiciosos en amontonar caudales con que empobrecían a muchos y tiranizaban a la justicia; defraudadores de la Real Hacienda, ejerciendo y dando por moralmente lícito el contrabando; inobedientes a los pontífices y a los monarcas; opuestos a las regalías de la Corona y sangrientos enemigos de los que se oponían a sus violencias y desacatos; cuyas sentidas quejas habían movido varias veces a los papas a reformar los abusos de la Compañía, bien que la inflexible tenacidad de sus individuos y su poder grande frustraron tales designios, inutilizaron todos los esfuerzos, y lograron oscurecer la verdad y desacreditar a cuantos pugnaban en su apoyo. Prelados hubo que llamaron podrido árbol a la Compañía para decir que en la diócesi de Zamora no echó raíces, y escandaloso al litigio empeñado por los jesuitas para establecerse en Vitoria. Como testigos de vista les tacharon no pocos de invertir el recto orden de las cosas, haciendo que las más nobles sirvieran de medio para alcanzar como fin las más viles; de querer armonizar lo más contradictorio, como ser religiosos y a la par altivos y dominantes, manifestar pobreza y adquirir y manejar desmedidos tesoros, ser súbditos y vivir como soberanos, granjearse la opinión de prudentes y compasivos y hacerse temer por los rigores y crueldades; de no observar las constituciones que el Patriarca les dejó para su buen gobierno; de estar animados por el espíritu de dominación sobre todos, y siempre con el pensamiento en la política mundana; de enemistarse con los prelados que desoyeron sus insinuaciones para que dieran gracias al Sumo Pontífice Clemente XIII, cuando en la Bula Apostolicum pascendi encomió por buena y santa la Compañía, porque solo estaban a bien con quienes les complacían en todo. Con datos de la experiencia propia usaron varios este lenguaje: «Especialmente en estos últimos años sus púlpitos han sido teatro del escándalo: en Segovia, en Salamanca y otras partes, en el día de San Ignacio, declamaron con tan furioso esfuerzo contra los que, a su parecer, perseguían a la Compañía, que fue un prodigio que el templo no se amotinara... Oímos decir más de una vez a los jesuitas que máxima y doctrina que ha llegado a adoptar la Compañía, jamás la deja, y que primero faltará la Compañía que se vea Palafox en los altares... Desde mis primeros años observo que los jesuitas en España eran los que reprobó el apóstol San Pedro: hasta en los obispos querían ser dominantes, y no solo en el clero, sino también en el pueblo, pues ellos, abusando del concepto y confianza que debieron al glorioso padre de V. M., distribuían los empleos entre los que, más que discípulos y afectos, podían llamarse esclavos suyos... Un jesuita me confió que, cuando se seguía algún pleito o sucedía lance que les fuera de disgusto, el procurador o superior de la casa daba cuenta al provincial y este escribía al procurador de Madrid, quien lo comunicaba al confesor del Rey, para que todos estuviesen advertidos del sugeto, que les desfavorecía y se pudieran desquitar, indisponiéndole sus pretensiones y adelantamientos, o los de sus hijos, hermanos y parientes... No nos tiene cuenta tanto mandar, he oído muchas veces a los jesuitas ancianos en Salamanca.»

Harto se colige de tales aseveraciones cómo pensaban estos prelados relativamente al ejecutado extrañamiento y a la proyectada extinción de los jesuitas. No tuvo reparo en decir el obispo de Barcelona que, aun prescindiendo de los motivos reservados, la notoria mala doctrina y conducta de estos regulares, y la evidencia de ser incorregibles, daban públicas suficientes causas para su extrañamiento. Protestando ante el Rey y ante Dios, cuya imagen crucificada tenía a la vista, no decir cosa que no juzgara verdadera y obrar sin pasión alguna, como próximo por sus años a comparecer en el tribunal divino, rindió el obispo de Mondoñedo al Soberano mil veces las gracias por el extrañamiento de los jesuitas, a fin de lograr la tranquilidad de los pueblos y vasallos, la conservación de la pureza de la fe, piedad y religión, pues a todas estas felicidades se oponían las ideas y políticas de los expulsos. Laurel inmortal de Carlos III en los venideros siglos vaticinó el obispo de Zamora que sería esta obra, reservada por Dios a su espíritu, como la expulsión de los moros a sus augustos antepasados, creyendo que desde entonces hasta la de los jesuitas no había visto la nación más claro a su ángel tutelar y patrono. Muy vehemente alabó al Rey el obispo de Lugo por haber quitado con tan necesaria providencia de su vasta monarquía los impedimentos interiores de la paz y moral cristiana; arrancando la semilla de discordias que había echado tan hondas raíces y producido tantos y tan amargos frutos; aniquilando el funesto cuchillo, que amenazaba, no solo a los miembros sino a las cabezas y tal vez a cuerpos enteros de los reinos; arrojando la piedra de escándalo de almas y conciencias; destruyendo las cátedras de pestilencia, de las cuales, en vez de santa doctrina, se derramaba con tanta profusión el veneno; extirpando en sus dominios la arrogancia de los que tenían publicada la guerra contra los prelados, y se empeñaban en allanar y ensanchar el camino del cielo, a pesar de los Santos Padres y doctores, de los Apóstoles y de la misma verdad infalible, que siempre lo representó estrecho, arduo y penoso, y hacían gala de mantener opiniones nuevas y peregrinas contra el espíritu de la Iglesia, y cautivaban las almas con tanta mayor infelicidad cuanta era mayor la licencia que les concedían en sus sentimientos y costumbres. Palabras de las que, profetizando la ruina de Babilonia, se leen en la Sagrada Escritura, aplicó el obispo de Solsona a la caída de los jesuitas, expresando que ya los aborrecían los mismos reyes que más les habían favorecido. A propósito de la extinción del instituto recordó el obispo de Tortosa haber dicho su fundador y patriarca, previendo que pudiera llegar este caso, que no turbaría su quietud y contento el que la Compañía se deshiciera como la sal en el agua. Por la paz de la Iglesia, por el bien de la república, por la tranquilidad de los pueblos, por la felicidad del Estado y por la seguridad de la preciosa vida de las sagradas personas de los soberanos, juzgó el arzobispo de Zaragoza que se hallaba Carlos III en la obligación y el caso preciso de pedir a la Santa Sede la extinción y abolición total de los jesuitas, quienes habían incurrido en la nota de infamia pública a causa de sus desórdenes continuados. Receloso el obispo de Calahorra de que, enterados de la instancia los regulares de la Compañía, aspiraran a dificultarla y entorpecería por todos los medios posibles a su predominio y manejos artificiosos con los ministros de la corte romana, propuso como conveniente que Su Santidad apartara de ella al General y su gobierno, para deliberar libremente sobre asuntos de tanta gravedad y cortar así las desavenencias de la Santa Sede con las cortes católicas que los habían expulsado. No otra providencia que la extinción absoluta ocurría al obispo de Segorbe contra unas personas, cuya profesión parecía solo enderezada a extirpar la doctrina evangélica, destruir el episcopado, destronar a los reyes y dominar el mundo, aun a costa de abandonar la fe divina y humana. Conocida ya la adhesión del arzobispo de Toledo a los jesuitas, es oportuno copiar todo su informe, que dice a la letra: «Supongo, Señor, y creo firmemente que no habrá arrogancia tan osada ni espíritu tan bajo que se atreva a dudar de la suprema potestad que el Altísimo depositó en el Real cetro de V. M., y que en uso de ella expelió y expulsó de sus dominios a los regulares de la Compañía, reservando oportuna y dignísimamente en el sagrado de su Real pecho las causas de esta providencia, que a nadie toca averiguar y todos deben venerar como sacramento del más justo, católico y celoso Soberano. Nada tendrá que sacrificar a esta verdad ni aun la obstinación más proterva, a vista de los continuos ejemplos que brillan en V. M. de todas las virtudes, que el cielo derramó en su grande alma; y quisiera Dios fuera universal la imitación. Sobre tantas, que debe confesar el mundo, acaba V. M. de darle la más constante prueba de su liberalidad y generoso desinterés en la distribución de todos los bienes, casas e iglesias de los mismos regulares a unos fines tan laudables como son la enseñanza de la juventud, en que se vinculan los progresos importantes de la religión y del Estado, cumplimiento de obras pías en iguales o equivalentes intenciones a las de sus primitivos fundadores, y en mayor aumento del culto divino y no menor utilidad de los fieles y del público. Todo conspira, Señor, irrefragables documentos de la justicia y bondad que reina en su benignísimo corazón; y de estos principios notorios se deduce infaliblemente que V. M. y los demás augustos soberanos de su Real Casa de Borbón no solicitarán sino con gravísimos fundamentos la extinción de la expresada religión, que no es necesariamente precisa en la Iglesia; pues se mantuvo sin ella tantos siglos, y la conservará Dios como a Esposa asegurada en su eterna infalible promesa. Mas yo, Señor, no he podido, por la exención de sus muchos y grandes privilegios, acercarme a descubrir su gobierno y máximas interiores. Además de que mi genial abstracción, muchos años y accidentes repetidos, que en estos últimos tiempos me tienen reducido a la estrechez de un cuarto, no han contribuido poco a que me falte toda la instrucción necesaria para formar juicio en materia de tanta gravedad. V. M., que a superiores luces penetra y sabe por cuántos motivos puede influir a la extinción del cuerpo de estos regulares, será justísimo los proponga a la justificación pontificia y que confíe a su ilustración el acierto.»

Si Carlos III hubiera sentido escrúpulos por las providencias que hubo de adoptar contra los jesuitas, estos severos y muy expresivos informes se los acallaran del todo. De orden suya fueron enviados a D. Tomas Azpuru juntamente con una Memoria ministerial explicatoria de las causas del extrañamiento de aquellos regulares de sus dominios, y así desde entonces dejó de reservarlas en su Real ánimo por condescender con lo que, para caminar sobre seguro, anhelaba Clemente XIV519. Pocos días antes de la remisión de estos documentos le habían presentado los ministros borbónicos una Memoria sobre el nuevo atentado contra el rey de Portugal, a quien un hombre del pueblo, demente sin duda, quiso dar de palos, obrando así Azpuru, Bernis y Orsini con la doble mira de acreditar a la nación portuguesa el interés con que los Borbones miraban sus asuntos, y de probar otro arbitrio para comunicar impulso a la instancia en que pone todo el empeño. De consiguiente llegaron al ministro español en hora oportuna las órdenes para presentar confidencialmente al Papa la Memoria ministerial y los informes de los obispos; mas no debió ser muy de su agrado la suma prontitud y eficacia con que el Soberano satisfacía sus deseos y cooperaba a destruir los obstáculos que se oponían a su paso, pues acababa de nombrar arzobispo de Tebas a Fray Joaquín Eleta y arzobispo de Valencia a D. Tomás Azpuru, como para contar por auxiliares de sus lentitudes al que dirigía a Carlos III la conciencia y al que le representaba en Roma. Francia no anduvo con misterios al extrañar a los jesuitas, siendo públicos los debates: Nápoles no hizo más que seguir las huellas de España: su monarca revelaba al fin lo que hasta entonces guardó oculto; y ya no existía motivo plausible ni pretexto adecuado a retardar la publicación del motu propio. Aún ocurrió en tal estrechez a Clemente XIV la manera de ganar algún tiempo, rehusando admitir la Memoria ministerial y los informes de los prelados hasta el crítico instante de providenciar lo ofrecido. A la sazón un ataque apoplético postró a Azpuru en la cama, y vino a cohonestar de algún modo las dilaciones, porque Orsini era para poco, y embelesado Bernis con las frases afectuosas del Padre Santo, e. imaginando que nadie las oía más halagüeñas de su boca, se iba con tiento para no desmerecer de su gracia; y por conservar la de Luis XV, se daba aires al propio tiempo de no ahorrar fatiga a trueque de conseguir lo que de continuo le recomendaba su corte.

Sin embargo, el Sumo Pontífice acreditó haber cobrado ánimo con la noticia de que el episcopado español aplaudía las instancias de los Borbones, y bajo la impresión de este gran dato quitó definitivamente a los jesuitas la dirección del seminario de Frascati, y determinóse a suprimir la lectura de la bula de la Cena el Jueves Santo. No desistiendo todavía del designio de expedir el motu propio, declaraba a Azpuru, ya mejorado, el 4 de abril en billete de su letra, que deseaba hablarle para que viera todos los preparativos necesarios, con la certidumbre de que serian de su gusto: el 9 decía a Bernis que el prelado Marefoschi trabajaba en dar al motu propio la última mano: el 26, que por dos motivos retardaba enviar la minuta a España, uno por quererla dar distinta forma y otro por el deseo de comunicársela a Azpuru: el 10 de mayo, que ya estaba casi corregido el motu propio: el 24 encargaba a Orsini manifestar al ministro español que, si aún dilataba el saneamiento de lo ejecutado contra los jesuitas por Carlos III, Luis XV y Fernando I, era porque Su Santidad quería acompañar aquella pieza con otra que justificara de plano la rectitud de sus intenciones: el 21 de junio participaba Azpuru a Grimaldi cómo le había asegurado el Papa que el motu propio estaba corriente, y que haría más de lo prometido. Siete días después escribía el Sumo Pontífice al rey de España, rogándole que no desconfiara de su sinceridad, fidelidad y constancia en el asunto sobre que le tenía ofrecido el motu propio, y añadiendo que, lejos de censura, le merecería elogio sus procederes si le significara los motivos por los cuales se hallaba aún sin cumplir el deber que se había impuesto. Véase lo que le contestó Carlos III el 17 de julio: «Muy Santo Padre: Con la mayor veneración he recibido la carta de puño propio de Vuestra Santidad de 28 de junio próximo pasado, en que me exhorta a no desconfiar de su sinceridad y constancia en el asunto sobre que me tiene ofrecido el motu propio, y ratifica sus anteriores promesas. Puedo asegurar a Vuestra Beatitud que, por lo que a mí toca, jamás he tenido la menor duda, porque estoy íntimamente persuadido de la recta intención de Vuestra Santidad y de su celo por la quietud universal de la Iglesia, fiando enteramente en su oferta y palabra, no solo por lo respectivo al motu propio, sino también a la total extinción de la Compañía; pero el público, a quien han trascendido ya estas mismas ofertas, extraña la dilación, y forma juicios y reflexiones absurdas y en alguna manera ofensivas sobre su cumplimiento. Yo espero que Vuestra Beatitud le desengañe ampliamente con toda la brevedad que le sea posible; y pidiéndole entre tanto su apostólica bendición para mí y toda mi familia, ruego a Dios guarde su sagrada persona los muchos años que la cristiandad necesita.»

Con buenos ánimos seguía a la sazón Clemente XIV, como lo demuestran las noticias comunicadas por Azpuru en esta forma: «Me ha dicho el Papa muy risueño y alegre que para conseguir el fin había tenido que vencer muchos inconvenientes, soportar graves dificultades y precaver las que se podían suceder para impedir o retardar la ejecución de lo que tenía determinado; pero que, gracias a Dios, le ha dado luces para disponer y tener prontos los remedios y providencias que basten a desvanecer cualquiera contrario designio... No explica cuándo descargará el golpe, bien que anuncia será presto, y su ejecución de pocos momentos, como la iluminación de la cúpula de San Pedro; y con este ejemplo me aseguró que todo lo tenía preparado para dar fuego a la mina».520 Repitiéndose tales y tan explícitos anuncios, no es maravilla que de un correo a otro se aguardara por el gobierno español la minuta del motu propio, de que debía dar traslado a las cortes siciliana y francesa; pero tan legitima esperanza no se había de cumplir nunca. Del modo que estaba a su alcance entorpecían el curso de la negociación los jesuitas y sus terciarios, y por efecto de sus ardides el cardenal de Bernis participaba a Choiseul el 1º. de agosto el susurro de que podía Carlos III tener la conciencia alarmada bajo el influjo de su confesor el Padre Eleta, y desistir de la solicitud pendiente; mas desde luego dijo Azpuru que la tranquilidad de su soberano provenía de no poder concebir que le engañara el Papa, y poco más tarde, y con testimonio de Grimaldi, añadió que, no solo no se había entibiado el Rey en la prosecución de la demanda, sino que cada día le asistían nuevas razones para continuarla más eficazmente521.

Otra vez quiso el Papa cohonestar sus vacilaciones con la inseguridad de que aceptara Viena la extinción de los jesuitas: recopilando Grimaldi los antecedentes, creyóse autorizado para decir a Azpuru que el Papa trataba con los reyes, más bien que a lo soberano, a lo fraile522, casi a la par que fue corroborado lo que se sabía ya de este asunto por una comunicación del nuncio en la capital de Austria al cardenal Pallavicini. Firme, la Emperatriz en el designio de no intervenir para nada en la suerte de los jesuitas, y declarando que no estaba quejosa de ellos, proseguía igualmente resuelta a obedecer lo que decretara el Sumo Pontífice sobre su extinción o su reforma523. Al siguiente correo avisó el ministro español que Bernis se había dado por entendido de la carta de Clemente XIV a Carlos III, pues le había insinuado Su Santidad que el Rey Católico se hallaba persuadido y asegurado de los motivos que dilataban la extinción de la Compañía. Como sobre aquella carta había encargado el Papa sumo secreto, sospechóse por el Gabinete de Madrid que se tirara a poner en desconfianza a Carlos III y a Luis XV, y por tanto el marqués de Grimaldi ordenó a Azpuru hacer entender a Su Santidad que en adelante no habría cosa que el Monarca español no comunicara al rey su primo524.

Semejante al jefe de una plaza reducida a riguroso asedio y con propósito de alargar la rendición hasta recibir socorro, sin saber de dónde, pugnaba Clemente XIV por llegar tarde o no llegar nunca a la resolución de lo que pretendían los Borbones; y no porque amara a los jesuitas, ni porque los creyera necesarios al bien de la Iglesia, sino, fuerza es decirlo claro, por su carácter irresoluto. Al ceñirse la tiara se halló con la instancia de los soberanos para la extinción de los jesuitas: diez y seis meses llevaba de pontificado, y nada sustancial había hecho más que suprimir la lectura de la Bula de la Cena y ofrecer la expedición del motu propio, si bien a costa de adquirir serios compromisos, no siendo verosímil que los pudiera eludir a la larga. Del referente al motu propio se supo sacudir hábilmente cuando al parecer no quedaba ya más recurso que publicarlo o retractarse de la oferta. Para sortear los dos escollos, se aprovechó de la coyuntura del restablecimiento de las relaciones con la corte de Lisboa, donde monseñor Conti abrió la Nunciatura por setiembre y a los diez años de cerrada. Como Portugal no consentía en que la Silla Apostólica saneara sus procederes respecto de los jesuitas y, acorde con Roma, se hallaba en la situación de las demás cortes, ya el Papa no juzgó oportuno expedir el motu propio, no aceptado por todas, y se empezó a explicar más a las claras sobre la extinción del instituto, tanto que los Borbones se creyeron en vísperas de ver cumplido lo que anhelaban tiempo había; y en proporción de alcanzar lo más no muy tarde, tampoco volvieron a reclamar que se les otorgara pronto lo menos, pues, obteniendo lo que habían solicitado, era superfluo a todas luces lo que se les había ofrecido525.

Algo debía alentar las esperanzas de aquellos reyes ver elevado entonces al cardenalato a Marefoschi del cual constaba que infundía ánimos al Papa, estimulándole a dictar providencias, para que se fuera acostumbrando al estampido del cañon, según su propia y feliz frase, y citándole como ejemplo la omisión de la lectura de la Bula de la Cena, y la rapidez con que se desvanecieron las murmuraciones que produjo y se agitaron algún tanto526. Nuevamente y de orden del Monarca español se hicieron insinuaciones más eficaces al Papa, sobre que no dudaba del cumplimiento de sus promesas, aunque desearía saber cuándo llegaría el tiempo de verlas cumplidas, sin fijarle otro plazo que el que juzgara preciso para desempeñarse de la obligación contraída y que decía ser de conciencia527; y al propio tenor escribió nuevamente Carlos III al Papa, quedando poco satisfecho de la contestación recibida, según se deduce con evidencia de las siguientes palabras de Grimaldi a Azpuru: «S. M. se había lisonjeado de que la respuesta a una carta tan expresiva como la suya daría alguna luz a la oscuridad de estos negocios y daría algún término a su indecisión; pero, lejos de eso, nunca se ha explicado tan confusamente ni ha dado menos indicios de que veamos el fin. Coteje V. S. I. esta respuesta con lo que Su Beatitud le ha expresado en otras ocasiones; cotéjela también con lo que yo le he dicho, en vista de sus cartas, de orden de S. M., y reconocerá que no falta motivo a los que sospechan que tienen los jesuitas más favor en Roma que el que se ve en público, y que la idea es irlos sosteniendo con apariencias de dificultades y terrores figurados hasta que la muerte u otra gran novedad mude el aspecto de las cosas.-Sea lo que fuere, el Rey no juzga propio de su dignidad hacer directamente nuevas instancias; pero tampoco quiere se juzgue que abandona la firmeza con que se propuso solicitar se disolviese un instituto compuesto de gente nociva a la religión y a la quietud pública. Si fuere cierta la protección que se los supone, habría este motivo más para tenerlos por enemigos de su corona y de su augusta casa, y para perseguirlos en cualquiera parte dende se hallen; pero no es necesario mendigar pretextos cuando hay razones sólidas y ciertas.» Y concluía previniéndole que hasta recibir nuevas órdenes del Rey continuara como hasta entonces sus instancias528.

Azpuru, agravado de sus achaques, no pudo obedecer lo que se le previno: su situación era lastimosa: a menudo perdía el sentido, y cuando lo recuperaba era sólo para suspirar por el capelo que le había ofrecido el Papa repetidas veces, a pesar de no conseguir que lo solicitara Carlos III, quien, receloso de que esta gracia se le vendiera por fineza, se limitó a exponer que se alegraría de ver cardenal a su ministro, aunque no daría paso alguno por ello. Días y días pasaron sin que la negociación sobre jesuitas adelantara mucho ni poco; para comunicarse lo que fuera ocurriendo, los ministros de las cortes celebraban juntas semanales de escaso provecho, que también cesaron a principios de 1771; y viviendo como por milagro el arzobispo de Valencia, apenas podía poner con mano temblorosa, y llevándosela sus confidentes, la firma al pie de los despachos. Estos contenían no más que la relación de las audiencias de Bernis y Orsini. Bernis, que tenía fija la atención en el primer ministerio de Francia, vacante por destitución del duque de Choiseul a fines de 1770, relataba al par que Orsini lo de siempre; esto es, que, al decir del Papa, el mejor modo de infundirle valor consistía en no desconfiar de su sinceridad; que era incapaz de faltar a promesas tantas veces renovadas, y que con un poco de paciencia todas las cortes le harían justicia. No sin fundamento encomiaba jocosamente D. Manuel de Roda la elocuencia de los ministros borbónicos cerca de la Santa Sede, pues acertaban a decir durante dos años las mismas cosas con distintas palabras.

Seis meses trascurrieron desde la desgracia del duque de Choiseul hasta que el de Aiguillon le sucedió en el Ministerio; la circunstancia de haber sido aquel perseguidor de los jesuitas y de ser este reputado como terciario suyo, ni más ni menos que su favorecedora la Du Barry, nueva cortesana de Luis XV, incitóles a cobrar brios; y como vieron también caer por aquel tiempo al marqués de Felino en Parma, y que de la corte de Madrid iba a residenciarle el general D. Pedro Ceballos, que tanto les patrocinó en Buenos-Aires, y a quien tanto obsequiaron a su regreso y en vísperas de ser extrañados de los dominios españoles, naturalmente creyeron ser ya hora de alcanzar respiro en sus vicisitudes y de concebir esperanzas de reposo. Se las exageraron sin duda, como acontece a los que buscan remedios, y ansiosos de alivio entienden que lo experimentan acaso cuando más se agravan, y luchan vanamente por desconocer el engaño. Choiseul, sin el aguijón del Gabinete de Madrid, no estaba cortado para perseverar con ahínco un año y otro en ningún asunto, y menos en el de la supresión de una orden religiosa. Aiguillon, cualesquiera que fuesen sus opiniones particulares, entraba desde luego en las miras de su Soberano, limitadas a, seguir el impulso que el Rey Católico, su primo, comunicara a la negociación pendiente; y Felino salia sin mancha del crisol de la residencia.

Un triunfo habían obtenido, no obstante, los jesuitas, de que a la sazón sacaban fruto, el de tener prevenido a Carlos III en contra de D. José Nicolás de Azara, su agente de preces en Roma. Este aragonés ilustre, por quien ha sonado con aplauso en ambos mundos el nombre de Barbuñales, su lugar nativo, alumno de las Universidades de Huesca y Salamanca, dotado de agudísimo ingenio y con aborrecimiento a la golilla, sin embargo de ser propia de sus estudios, después de servir plaza de oficial en la secretaría de Estado, obtuvo la agencia de preces cuando Roda el ministerio de Gracia y Justicia. Llevado de su celo por el Real servicio, y también de la ambición y del amor propio, había querido entremeterse en las graves negociaciones entabladas por las cortes borbónicas ante la Santa Sede; conato que no podía sentar bien a D. Tomás de Azpuru, el cual sostuvo legítimamente sus atribuciones, rehusando ser inspirado y deslucido por la mayor capacidad de Azara. En todo el curso de la correspondencia de éste con Roda se le ve quejumbroso de su mala fortuna, y, como en desquite, echarlo todo a befa y satirizar a cuantos nombra, de modo que, si se hubieran de tomar por pauta de la crítica histórica sus aseveraciones, apenas habría de quiénes decir cosas laudables entre los propios y los extraños que figuraban en primera línea por aquellas calendas. Mucho de este humor acre se le había de traslucir en el manejo de los negocios, por estudiado que fuera su disimulo; y tampoco sus opiniones, algo enciclopédicas, podían estar ocultas a los ojos de tantos enemigos como le acechaban de continuo, por más que se preciara de cristiano529. Con poco relieve que diera Azpuru a lo que se vislumbrara de los defectos que menoscababan a la sazón las relevantes prendas de Azara, necesariamente había de perjudicarle cerca de un Monarca piadoso, y más si fiaba la comisión a Fray Joaquín Eleta. Así lo patentizaron las resultas; Azara hizo vanos esfuerzos por salir de Roma, aun a costa de ceñirse la odiada golilla; y tal vez debió a la estrecha amistad con Roda el seguir allí de agente de España, no sin resignarse a sufrir muy significativos desaires; pues, siendo de tabla que el agente sustituyera en ausencias y enfermedades al ministro, como sustituyeron el abate D. Miguel de la Gándara y D. Manuel Roda al cardenal Portocarrero, Azara tuvo que pasar por la amargura de ver primero al purpurado Domingo Orsini suplir a Azpuru mientras, por consejo de los médicos, respiraba sin hallar mejoría los aires de la Arricia y de Frascati, y de saber después que el abate Zelada estaba designado para suceder al moribundo arzobispo de Valencia, si fallecía antes de que llegara otro ministro.

Con esto no había quien diera calor a la instancia de los Borbones, a pesar de tener prendas tan seguras como las que ya había soltado el Papa. Si no se echaba en olvido absoluto el recordarle sus ofrecimientos, hacíase más bien por mera fórmula que con intención de llevarlos a pronto remate, y, penetrándolo Clemente XIV, reiteraba lo prometido; pero de una manera más vaga. Siempre en ánimo de abrir camino a la extinción de los jesuitas con un preliminar de bulto, y no haciendo ya mérito de la expedición del motu propio, aseguró que el ansiado suceso vendría inmediatamente después de declararse en el proceso de canonización del venerable Palafox la heroicidad de sus virtudes530. Tres juntas se habían de celebrar, según el uso, por la congregación de cardenales: la antepreparatoria, la preparatoria y la general para lograr el efecto: siendo más esencial que todas la primera, conjeturábase que tras ella sonaría por fin el golpe: esta se anunciaba para fines de abril o principios de mayo, y no tuvo lugar hasta setiembre; tiempo en que justamente se consolaba Carlos III de la muerte de un hijo con el natalicio de un nieto.

Por el mes de abril había sentido el corazón traspasado del más vivo dolor, viendo fallecer de viruelas al infante D. Francisco Javier a la florida edad de catorce años, de quien aseguraba que era un ángel y que se hallaba en el estado de la inocencia531. Por setiembre decía a Tanucci: «Te escribo estos dos renglones para decirte que Dios, por su infinita misericordia, acaba de hacerme la singular gracia de haber dado a la Princesa un parto felicísimo y a mí un nieto muy hermoso y robusto, lo que bien puedes imaginarte que me tiene fuera de mí de gozo y a todos; y bien seguro estoy que no será menor el tuyo por lo que me quieres.»- Y añadía en posdata: Mira cuánto debo a nuestro glorioso patrón San Genaro, pues me ha alcanzado esta gracia en su día.532 Tan feliz acontecimiento, aguardado con ansia por Carlos III durante seis años, influyó en que accidentalmente languideciese más todavía la cuestión de suprimir el instituto de San Ignacio. El nacimiento del Infante, que se llamó Carlos Clemente, y a quien tuvieron en la pila bautismal su augusto abuelo y el Padre Santo, no fue saludado con festejos porque el Rey inclinó a los vasallos con la palabra y el ejemplo a desahogar el regocijo compitiendo en ejercer actos de beneficencia533; y para perpetuar el que sentía su alma piadosa, instituyó la Real y distinguida orden española que lleva su nombre, en honor de la Inmaculada Concepción de la Virgen María; misterio siempre popular entre los españoles, y del cual fue Carlos III especial devoto, como que en su tiempo fue aclamada la Virgen de la Concepción patrona de España, y todo lo que hizo para que se venerara en los altares a la Madre María de Agreda tuvo por principal fin el que se declarara de fe aquel misterio, calificándolo de tal dicha religiosa en la Mística ciudad de Dios al contar sus revelaciones534.

Que podía ser de su pluma esta obra acababa de publicar el Papa: su proceso de canonización no había avanzado más terreno, a pesar de los esfuerzos de Fray Joaquín Eleta para mayor gloria del hábito franciscano que vestía. Al par continuaba recomendando eficazmente la causa del venerable Palafox y Mendoza, y por este lado salía a figurar entre los adversarios más fogosos de los jesuitas, sosteniendo no ser verdad que aprobara aquel instituto el Santo Concilio de Trento, y uniéndose a los que juzgaban indispensable su extinción para el reposo de la Iglesia535.

A ser otro soberano que el de España quien dirigiera negociación tan importante, encontrárase ya del todo olvidada o terminantemente resuelta: se necesitaba su ingénita perseverancia para insistir en el designio con igual tesón el primer día que el postrero, y su respetuosa condescendencia para sobrellevar pacientemente las inacabables dilaciones. Ello es que las súplicas de las Coronas en punto a jesuitas solo habían logrado a la vuelta de treinta meses, que el Sumo Pontífice hiciera como que andaba sin moverse nunca del mismo sitio. Durante el año de 1771 había nombrado tres cardenales con el fin de que visitaran el Seminario Romano, puesto a cargo de aquellos regulares; y prohibido a los expulsos españoles el ejercicio del púlpito y del confesonario y la enseñanza del catecismo; y negado a los de la casa profesa del Jesús para la procesión de Minerva de la octava del Corpus Christi los toldos que por motivo del sol se solían poner en la plaza del Vaticano; pero todas estas disposiciones, hablando el lenguaje del vulgo, no eran más que picaduras de alfiler contra los jesuitas y dedadas de miel para los Borbones. Entre tanto el arzobispo de Valencia D. Tomás Azpuru seguía como asido por la muerte de una mano y alargando la otra al capelo; y aunque no estaba para cosa alguna y se requería grande actividad en su destino, manteníaselo Carlos III, temeroso de que la presencia de un sucesor le arrastrara más pronto al sepulcro536. Ya había largos meses que no iba a la audiencia del Papa, cuando se dispuso que el ministro elegido para reemplazar en la embajada de Nápoles a D. Alfonso Clemente de Aróstegui, trasladado recientemente a la comisaría general de Cruzada, se quedara en Roma hasta conseguir la extinción de los jesuitas. Casi a la par enviaba su renuncia D. Tomás Azpuru, movido del despecho, no porque otro fuera a desempeñar temporalmente sus funciones, suceso de que acaso no tenía aún noticia, sino porque, fiado en las promesas del Papa, a cada consistorio prevenía hasta pífanos y tambores para celebrar su promoción a la dignidad cardenalicia, y ya había sufrido no pocos chascos; llegando a ocurrir que, por equivocación de las gentes apostadas con el fin de saber la ansiada novedad prestamente, le colmaran sus criados y familiares de enhorabuenas, que, averiguada la verdad, se convirtieron en amarguras. Otras más hubiera soportado sin abandonar las esperanzas a no verse pospuesto a un prelado francés de reciente fecha, decorado con la sagrada púrpura en diciembre de 1771. Cuando lo supo se deshizo en lágrimas de desconsuelo, puso al pie de su dimisión la firma, calificó al Papa de ingrato, y dijo, como en son de experimentar el ruin placer de la venganza, que no encontraría ministro español más condescendiente537.

El que iba ya camino de Roma para acelerar la extinción de los jesuitas era el conde de Lavaña, hermano del príncipe de Maserano, militar de profesión y piamontés de nacimiento. Autorizaba su persona la categoría de mariscal de campo; recomendábala sobremanera su probidad acrisolada; pero, aunque tenía talento e instrucción bastante, podíase dudar de su aptitud para aquel destino totalmente extraño a su carrera, y más contando en Roma deudos poderosos y tan parciales de la Compañía, amenazada de exterminio, como desafectos a Clemente XIV. Este, dueño hasta aquel instante de la negociación sobre jesuitas, andaba desasosegado y temeroso de que el nuevo ministro llevara instrucciones más apremiantes o fuera de carácter menos circunspecto que el de Azpuru; mas Vincenti, va nuncio en España, aseguraba que el elegido, hombre de singular honradez, templanza y prudencia, se captaría antes de mucho la estimación de toda Roma538. No hubo tiempo de cotejar tales conjeturas con los procederes del conde de Lavaña, pues a su paso por la capital de Cerdeña, su patria, acometióle un accidente de apoplegía, del cual falleció a pocas horas.

Nuevas inquietudes asaltaron al Padre Santo, cuando ya estaba más tranquilo a consecuencia de los informes que le iban llegando relativamente a Lavaña, y aun quizá esperanzado en poder terminar la penosa negociación sobre jesuitas, reduciendo la extinción a reforma. Sin descubrir ya fácil salida a los apuros tornaba a imaginar el decantado viaje a España y Francia, y hasta anunciaba el designio de hacer la jornada de convento a convento para economizar gastos. Esto no pasaba de levantar castillos en el aire, mientras yacía como aletargado el asunto pendiente entre la Santa Sede y los Borbones: Carlos III debía seguir llevando allí la voz por todos, y no ignoraba que, para hacerlo fructuosamente, era menester obrar con tino en el nombramiento de su representante cerca del Papa. «Me hallo bien embarazado (escribía), y no me acabo de resolver en quien debo enviar, pues es una miseria cómo se está aquí de sugetos en quienes encontrar las circunstancias precisas para tal ministerio; pero es preciso que vaya uno, y Dios me iluminará, según se lo ruego, para elegirlo»539.

Por el mes de marzo corría el año de 1772 a la hora en que el soberano de España procuraba designar ministro que hiciera sus veces en Roma, y no desmentir su grande acierto, ya proverbial, en conferir cada destino al más idóneo para desempeñarlo.




ArribaAbajoCapítulo IV

D. José Moñino en Roma


Opinión del Rey sobre el nuevo ministro.-Del Nuncio en España.-Manejos de los jesuitas.-Instrucciones de Moñino.-Su llegada a Roma.-Situación embarazosa de Bernis.-Primera audiencia con el Papa.-Informes del cardenal Macedonio.-Se suspenden las audiencias.-Entrevista de Moñino y Bernis.-Armonía entre ambos.-Moñino habla enérgicamente a Buontempi.-Segunda audiencia de Moñino.-Anuncia su plan para extinción al Papa.-Rehusa este admitirlo a la siguiente audiencia.-Admítelo en la otra.-Plan de Moñino.-Lo aprueba su corte.-Propone aquel que se le envíen cartas del Rey y de Grimaldi para acelerar el asunto pendiente.-Breve de reducción de asilos.-Clausura del Seminario Romano.-Del de Hiberneses.-Última audiencia antes de la villeggiatura.-Desaliento que produce a Moñino.-Carta. que le escribe Grimaldi.-Otra de Carlos III al Papa.-Esperanzas que se conciben acerca de la terminación del negocio.-Su aspecto general en los tiempos de Azpuru y Moñino.

Antes de una semana salió Carlos III de perplejidades, como que pudo escribir a Tanucci: «He nombrado para mi ministro interino en Roma a D. José Moñino, fiscal de mi Consejo de Castilla y del extraordinario... buen regalista, prudente y de buen modo y trato; pero firme al mismo tiempo y muy persuadido de la necesidad de la extinción de los jesuitas, pues, como todo ha pasado por sus manos, ha visto cuán perjudiciales son y cuán indispensable es el que se haga, y así creo que se desempeñará bien en su comisión».540 Tan exactamente se conoce por estos breves rasgos al personaje, ya célebre como jurisconsulto y llamado a conquistar imperecedero renombre, que apenas hay que añadir más circunstancia que la de su nacimiento en Murcia, de noble aunque no bien acomodada familia, a 21 de octubre de 1728. ¡Dios se lo pague al Rey Católico! es fama que exclamó Clemente XIV al tener noticia del elegido, y molestado por la zozobra de que le apremiara extremadamente para que se dejase ya de rodeos y fuese en derechura al fin apetecido por los Borbones. Se explica bien la inquietud del Papa, como que su nuncio Vincenti calificaba a Moñino de hostil a Roma, citando en prueba su dictamen sobre las cartas del obispo de Cuenca, su defensa del Tratado de la Regalía de Amortización, de Campomanes, y su Juicio imparcial sobre el Monitorio contra Parma. No obstante, al pintarle de tal modo, reconocía el Nuncio que la intención del Monarca, eligiéndole para aquel cargo, propendía a tener en Roma un letrado hábil e. instruido, como lo era en efecto, y moderado, según aparentaba serlo con sus maneras insinuantes541.

Nuevos esfuerzos hicieron a la sazón los jesuitas y sus parciales para desautorizar a sus adversarios y vencer en la lucha, pues casi a la par circularon desde Francia un impreso titulado Respuesta a un amigo sobre el espíritu sedicioso de Palafox, zahiriendo la memoria y ridiculizando el proceso de canonización de este venerable prelado; desde España otro impreso con el epígrafe de La Verdad desnuda y contra la negociación sobre jesuitas, aspirando a ofender el honor del Papa y de los Borbones; y desde Venecia una estampa del juicio universal, donde se colocaba a Carlos III entre el número de los réprobos por sus actos relativamente a la Compañía. Al libelo contra Palafox contestaba el sabio dominico Fray Tomás Mamachi sin destemplanza y con firmeza: el Consejo de Castilla dictaba providencias para capturar al presbítero D. Francisco Alba, autor de La Verdad desnuda, fugitivo de población en población por los Estados italianos, y feliz durante algún tiempo en eludir las pesquisas de los representantes españoles, hasta que a la postre fue habido y condenado a prisión perpetua: en Venecia se cerraba el establecimiento del impresor Remondini, que dió a luz la estampa; en Roma la tienda del librero que la puso de muestra para atraer gente; y Carlos III dijo al recibirla: Dios perdone a los autores de la estampa como yo, como Carlos, los perdono; pero como Rey, que me ha puesto porque ha querido, es precisa y absoluta la extinción de los jesuitas542.

A solicitarla, valiéndose de la palabra empeñada por Clemente XIV en sus cartas a Luis XV y sobre todo a Carlos III, y usando de medios dulces o de amenazas, se reducían sustancialmente las instrucciones de Moñino, que salió de Madrid el 16 de mayo y llegó a Roma el 4 de julio. De propósito se había ausentado de allí el cardenal Orsini bajo pretexto de visitar un convento de monjas, y el cardenal Bernis le tenía escrito un billete, noticiándole que marchaba a una partida de recreo; descortesía emanada de que aquel rehuía ser el primero en visitarle por mantener las preeminencias cardenalicias, y de que este no dudaba que le reconvendría severamente por haber entorpecido la negociación importante. Con efecto, en sus despachos del mes de abril, comunicados por el duque de Aiguillon al conde de Fuentes, por el conde de Fuentes al marqués de Grimaldi, y por el marqués de Grimaldi a D. José Moñino, había expresado que el Sumo Pontífice, más que a la extinción de los jesuitas, se inclinaba a su reforma, y que el rey de España había escrito a Clemente XIV que ya no instaría a sus ministros para que le estrecharan a cumplir sus promesas. Sin duda Bernis sabia muy bien que en la pundonorosa delicadeza de Carlos III no cabía asegurar una cosa por sí mismo y encargar a sus ministros otra diferente, y que Moñino se lo diría así a las claras; pero al cabo hubo de reflexionar más sobre aviso que, dilatando la entrevista, no la evitaba de ningún modo, e. inspiraría más sospechas, y por tanto desistió de la expedición prevenida, y apresuróse a visitar al recién llegado. Entonces le expuso una y más veces que el Sumo Pontífice no se arrepentía de tener empeñada su palabra, si bien la extinción le parecía más difícil que el primer año, porque, repuesto el partido jesuítico del susto, se presentaba más poderoso; lo cual provenía, en su concepto, de no haberse dado a la negociación el verdadero giro, como lo fuera el de proceder por escala, metiendo al Papa en ciertos pasos, de manera que, cuando se hubiera visto en la mitad del río, no le quedara más recurso que salir a la orilla. De esta y otras especies de la conversación entre ambos ministros dedujo el español que el francés le engañaba o había engañado a Luis XV; que en cualquiera de los dos casos era el primer instrumento de las dilaciones; y que urgía que su Gobierno le alejara de Roma o le intimidara con la generalidad de que su permanencia en aquel puesto dependía del pronto y feliz término de la negociación sobre jesuitas, pues, temiendo ser arrinconado en su diócesis, tras de dejar una corte donde gozaba muchas delicias, de seguro produciría buen efecto la amenaza543.

Por boca del Padre Inocencio Buontempi supo Moñino que el Sumo Pontífice tenía gran deseo y curiosidad de verle; mas pasaron días sin que se le citara a audiencia, con motivo de estar Su santidad indispuesto de la garganta, y aunque el ministro español se quería abstener de conjeturas, por no incurrir en algún juicio temerario, sospechaba si se trataría de espiarle y de sondearle antes de que se presentara al Padre Santo. Lo alcanzó al fin el 15 de julio y del modo que refiere con estas palabras544: «Luego que me presenté a Su Santidad, me hizo las demostraciones más expresivas de amor y ternura hacia la persona del Rey y su amada familia, con cuyo motivo entró en largos discursos sobre que pensaba ver a España y a su ahijado. De aquí pasó Su Santidad a contarme largamente las causas de su poca afición y desavenencias con los jesuitas, empezando desde que tuvo la vocación de entrar en la orden de San Francisco, de la cual, en cierto modo, le había querido disuadir su confesor, que era jesuita. Se detuvo en muchas menudencias, que sería largo referir, y vino a parar en que por el año de 1743 le prepararon los jesuitas una persecución para hacerle salir desterrado de Roma, y que el gran Papa Benedicto, XIV le había salvado de esta tormenta haciéndole consultor del Santo Oficio.

De estas y otras especies que vertió Su Santidad me valí para exponerle con bastante eficacia la necesidad que había de romper el lazo que unía a estos perseguidores de los Papas y de las testas coronadas: añadí que estaba admirado de la detención en un punto que, con ser importante, era de fácil ejecución: ponderé la utilidad que se seguiría a la Iglesia y a los Estados católicos, los inconvenientes que resultarían de lo contrario, y la gloria que, adquiriría Su Santidad si calmaba por este medio, como yo creía, todas las desavenencias e. inquietudes.

A estas persuasiones, que yo hice con el modo más vigoroso que pude, respondió Su Santidad que todo requería tiempo, secreto y confianza. Con este motivo se me quejó de que se habían divulgado muchas cosas que se deberían haber tenido en el mayor silencio. Me habló de las conferencias que en otro tiempo habían tenido los ministros de las cortes que solicitaban la extinción, tan públicas y frecuentes que habían dado causa a muchos discursos perjudiciales: me entró en la causa del venerable Palafox, extrañando la detención en remitir los documentos que se habían pedido: quejóse amargamente del duque de Choiseul porque en el tiempo de su ministerio tuvo una explicación o abertura con el señor conde de Fuentes y con el Nuncio, siendo así que este último era el mayor jesuita que se conocía: entró, aunque con oscuridad, en algunas especies que me hicieron conocer que por esta corte se habían dado pasos para deshacerse de dicho duque y derribarle del Ministerio; y finalmente, después de haberme confesado el Papa que sobre este punto había hecho sus ciertas rogativas o deprecaciones, me dijo claramente que, cuando vino la noticia de la caída del duque de Choiseul, había levantado los ojos al cielo y dicho: ¡Gratias agimus tibi! Cuando hube recogido todas estas explicaciones, representé a Su Santidad que no podía entender cuál era tiempo oportuno después de tanto como había pasado, siendo muy bastante para que el mundo entendiese la libertad y maduro examen con que se había procedido, y que si había alguna dificultad, creía yo se podría vencer siempre que se manifestase con la mayor reserva, pues sin esta franqueza no seria fácil llegar al término.-Díjome el Papa que no se podía fiar de nadie, ni aun de sus domésticos.-Repliquéle que se podía fiar del Rey y de los ministros en quienes había depositado su Real confianza, y que así era preciso entrar en materia y comunicarse las ideas siempre que hubiese algún reparo, que yo no alcanzaba ni en la circunstancia ni en el modo.-A esto me repitió que ¡secreto y confianza! preguntándome si me hallaba con secretario de quien tuviese estas seguridades; y habiéndole dicho que sí, me añadió Está bien; pero ahora no quiero entrar en detalle.

Por el juicio que entonces formé, concebí que convenía aprovechar aquel momento para explicarme con alguna franqueza.-Dije que no era mi ánimo ni tenía por justo fatigarle en mi primera audiencia; pero que la misma conversación que él se había dignado excitarme, había encadenado las especies. Sin embargo, le expuse con vehemencia que, aunque yo había sido fiscal y conservaba los principios que había estudiado, sabia que actualmente era un ministro que debía tener más de mediador; que amaba la paz y la moderación; que en beneficio de aquella era mi opinión que se debía alguna vez ceder algo; y que en esto conocería que le deseaba hablar con la verdad y la claridad que correspondía a un hombre de bien y religioso, que anhelaba por la tranquilidad y correspondencia más íntima de su corte con la Santa Sede; pero que le hacia presente que el Rey mi amo, al mismo tiempo que era un Príncipe religiosísimo que veneraba a Su Santidad como padre y pastor y le amaba tiernamente por su persona, era un Monarca dotado de una gran fortaleza en todas las cosas que emprendía después de haberlas examinado maduramente, como sucedía en el negocio actual; que era igualmente sincero, y tan amante de la verdad y buena fe como enemigo de la doblez y el engaño; que mientras no tenía motivo de desconfiar se prestaba con una efusión y blandura de corazón inimitables, y que, por el contrario, si una vez llegaba uno a entrar en desconfianza, porque se le diese materia para ello, todo estaba perdido.

Aquí me habló de su correspondencia con el rey de España, y creí me lo dijo como para darme a entender que estaban Su Santidad y el Rey enterados recíprocamente de sus intenciones. A esto le expuse, arreglándome a la orden de 23 de junio, que había leído todas las cartas de que me hablaba y que tenía muy presente su contenido.-Entonces se suspendió, y me dijo que deseaba que los ministros de las cortes conservasen el concepto de sus respectivos soberanos, y que este era su genio y costumbre.-Viéndole yo que mudaba la especie, y recelando si acaso trataba de ponerme en aprensión, elogié su benignidad; pero le manifesté que tenía una plenísima seguridad en el Rey mi amo, quien sabía muy bien la fidelidad y el amor con que siempre le había servido, y que en todo caso, en continuando del mismo modo, en cualquiera parte estaría contento, mucho más en el retiro en que me había criado, y por el cual yo siempre suspiraba.

Pedíle día fijo para audiencia, como acostumbraba a tenerla con los ministros de Francia y Nápoles.-Díjome que lo haría luego que saliese de unos baños que debería tomar por una especie de fuego que le ha salido a la superficie del cuerpo, y para comprobarlo tuvo la bondad de mostrarme desnudos los brazos:545 pero me dijo que si algo extraordinario ocurría, le pidiera audiencia por conducto de Buontempi, de quien me hizo elogios.-Dí muchas gracias a Su Santidad, y le insinué que en otra audiencia tendría el honor de presentarle una carta del concilio provincial mejicano, a que me respondió que en pasando los baños; y se me explicó con un ¡Ya! del cual y del gesto inferí que estaba enterado del fin a que se encaminaba dicha carta, aunque yo no le había explicado todavía»546.

Habituado Clemente XIV a que Azpuru dejara calle franca a sus efugios, no le satisfizo el nuevo representante de España, habiendo probado tan a los principios que no era su ánimo consentirle escape. Tras un ministro que seguía la negociación sobre jesuitas a la manera del que se bate en retirada, llegaba otro con propósito de avanzar terreno por la vía más corta. Su punto de partida era declarar que el Monarca español duraba todavía en la confianza, si bien se acercaba el instante de perderla con las dilaciones y rodeos, lo cual sería de sumo perjuicio, pues entre sus virtudes características resplandecían la fortaleza y el aborrecimiento al engaño. Moñino recomendaba que en la corte de Madrid se usara del propio lenguaje, y tuvo la satisfacción de saber que así lo hacía el mismo Soberano hasta con su confesor Fray Joaquín Eleta, diciendo que no quería ser burlado, y que era tan firme y capaz de resoluciones fuertes cuando conocía que se tiraba a engañarle, como paciente y de buena fe cuando se caminaba con ella547.

Nada ignoraba de los negocios pendientes el nuevo ministro, y faltábale sólo añadir a lo que sabía el conocimiento práctico de las personas que intervenían en su manejo, sobre lo cual le puso en mucha luz el cardenal Macedonio, secretario de memoriales. Por sus informes, el Papa era sugeto de bellísima índole, desinterés, humildad y otras excelentes cualidades; pero de cierta facilidad para ofrecer lo que luego sentía y dilataba cumplir, como sucedía con la extinción de los jesuitas548. Durante algún tiempo estuvo determinado a decretarla, porque en realidad no les era afecto; pero diferentes causas, unidas a su genio, habían mudado el aspecto de las cosas, tocando mucha parte a los ministros de las cortes; pues los de Nápoles y Portugal eran de cortos talentos y de conducta poco a propósito por distintos rumbos para lograr el fin deseado; Azpuru se había agitado y poseído de temores, que le hicieron errar muchas veces los pasos, deslumbrándose por una parte y esparciendo por otra ciertas publicidades, que le quitaron la existencia sin que el Rey quedara servido; Bernis había pecado por tibieza, teniendo sus desahogos con el Papa y dándole motivo a creer que las cortes española y francesa no tomaban con calor el asunto de jesuitas. De haberle hecho notar Macedonio el curso inconsecuente de la negociación y los peligros de alargarla, procedía el que, al cabo de diez y nueve años de amistad estrecha, le hubieran reducido sus émulos a no tener más que una conferencia semanal con el Papa, de quién no se podía dudar que tenía cierto influjo para todo y para mudar de ideas. Entre lo que Mohino participó a Grimaldi por despacho de 30 de julio sobre su entrevista con Macedonio, se halla este pasaje, que es de la mayor importancia: «Me dijo que cuando al Papa en el cónclave se le presentó el papel de puntos, que extendió el cardenal, entre los cuales se comprendía el de Parma y el de extinción de los jesuitas, respondió que, en cuanto al primero, acreditaría, con el hecho de dar las bendiciones nupciales al señor infante-duque, que no hacía aprecio de lo ocurrido; y en cuanto al segundo, que era menester a los jesuitas o extinguirlos o hacer una reforma por grados que importase lo mismo, empobreciéndoles, quitándoles el poder, despojándoles de los estudios y cortándoles las facultades de admitir novicios».549

Con los cardenales embajadores, y particularmente con Bernis, insistió el ministro español en que ya no era tiempo de pensar en la expedición del motu propio, ni en que se vedara a los jesuitas confesar, predicar y admitir novicios, sino en que el Padre Santo cumpliera sus promesas, a fin de que no se atribuyeran las dilaciones a los ministros de las coronas, pues, si obraban de suerte que se desconfiara de ellos, vendrían a fabricar un monumento de ignominia que manchara eternamente su memoria. En fuerza de verse estrechado Bernis dio alguna luz de que sería más hombre de bien y hablaría más clara y verdaderamente, y convino en que urgía instar al Sumo Pontífice para que explicara su proyecto. Orsini, que, por algunas conexiones no bien intencionadas, había sido el más incrédulo respecto de las buenas disposiciones de Moñino, se guiaba ya por sus consejos: el comendador Almada de Mendoza defería también a sus insinuaciones; de modo que, si el cardenal francés obraba según ofrecía, los representantes de las cortes, mal avenidos no mucho antes, iban a trabajar a una en la empresa y bajo la dirección del más moderno, perseverante e inteligente.

La circunstancia de prolongarse la inacción y falta de despacho después de la primera audiencia de Moñino. Y a pesar de haber trascurrido quince días, que eran los que se solía bañar Clemente XIV otros años, hizo que se divulgaran por Roma susurraciones y discursos poco decorosos para Su Santidad y para los ministros de las cortes. Habiéndole hablado de este asunto al cardenal de Bernis la noche del 3 de este mes (decía Moñino el 6 de agosto), y de la principal causa de que puede ser efecto esta suspensión, le dí a entender que estaría esperando hasta que comprobase completamente que era un efugio para eludir el progreso de las cosas pendientes, suspendiendo hasta tanto mi juicio, como debía, sin embargo de que había oído decir que el Papa pensaría en hacer un viaje a Asís, con lo cual se tiraba a cerrarnos la puerta hasta diciembre.-"El cardenal me confesó que parecía una conducta de niños la que observaba esta corte, y habiéndome entrado en el negocio de extinción, empezó a discurrir sobre los medios de estrechar a Su Santidad, insinuándome si acaso convendría que le diésemos nosotros alguna idea de lo que se podría hacer para allanarle las dificultades de la ejecución. Esta especie, cotejada con los antecedentes en que habíamos quedado de obligar al Papa a que se explicase primero y a que diese el plano, como había ofrecido, me alarmó y puso en la antigua sospecha de que el cardenal se entendía o quería también entenderse ahora con el Papa, y que trataba de descubrir mi modo de pensar para regularse así en el de conducirse. Díjele que el proponer nosotros cualquiera idea o proyecto era exponerse a que sobre cada palabra se formase una disputa y un seminario de dilaciones, por lo que jamás entraría en tal propósito; que es cierto que yo tenía un pensamiento que podría abrir la puerta a la negociación, y, ejecutado previamente por Su Santidad, le podría poner de buena fe con nuestros soberanos y dar tiempo a muchas cosas respectivas a la ejecución; pero que no diría a nadie, ni a él mismo, el pensamiento mientras el Papa no se explicase en tales términos que en la hora se tornase la resolución, porque yo no podía ni debía exponer el decoro de tan grandes príncipes ni el nuestro, después de tantos años y entretenidas, a nuevas contestaciones y burlas; que, como le había dicho, estaba esperando comprobar si de propósito se nos diferían las audiencias, lo cual tendría por comprobado si llegaba la mitad de este mes sin que se usase continuamente este remedio, y si seguía Su Santidad, como ahora lo hacía, saliendo todos los días a paseo a Villa Patrici, donde se divertía en jugar a las bochas; que en tal caso pediría todas las semanas audiencia extraordinaria como si la tuviese señalada ordinariamente, pues, si se me negaba, sería un testimonio de los designios de esta corte, y si se me concedía, tendría ocasión de hablar claro a Su Santidad, como era absolutamente preciso. Esto le dije sumamente encendido, porque en realidad lo estaba y lo requerían las circunstancias: que, si se pensaba en esta corte que el rey de España y sus ministros habían de ser el juguete de estas gentes y la diversión de los cafés y de las conversaciones, estaban muy engañados los directores de cualquier maniobra, porque, por vida de S. M., que yo estimaba en más que la mía, le juraba que, en cuanto estuviese de mi parte, no les saldría bien tal diversión. Mi objeto en esta tentativa, en que no puedo negar haberme acalorado algo, fue descubrir por una parte si el cardenal se entendía con el Papa o sus ministros, y por otra que, si esto era como yo lo pensaba, pudiese el mismo cardenal, receloso de mi ardor, inclinar al Papa a las audiencias y a explicarse, con la curiosidad de saber el pensamiento que le indiqué en términos misteriosos y con el deseo de salir de las inquietudes y agitaciones que creo tenga."

No había errado Moñino las conjeturas. Al día siguiente, y a horas en que no recibía, vióle, después de grande insistencia, monseñor Salviati, comisario de las armas, y le dijo, en tono de íntima confianza, que sabia por conducto de Pallavicini cómo estaba resuelto el Papa a señalarle días de audiencia, creyendo que no mudaría de consejo, bien que le rodearan gentes interesadas en cerrarle los caminos por donde pudiera inquirir la verdad, y que hubiera sido menester arte para darle a entender el riesgo y las murmuraciones que ocasionaba la falta de despacho y audiencias de los ministros. Esto era lo que a consecuencia del encendimiento del de España había procurado inculcar Bernis, hablando a Macedonio, secretario de memoriales, a Archinto, mayordomo, y a otros que tenían acceso con el Papa. Uno de los instados a este fin era Rossi, quien, luego de exponer a Clemente XIV lo que el cardenal francés quería, le escribió un billete reducido a decirle de parte de Su Santidad que esperaba siguiera siendo amigo suyo. Como semejante respuesta no resolvía nada, tornó Bernis a excitar a Rossi para que hablase claro, significándole que no podía dejar de servir a su corte, verdaderamente empeñada en los asuntos comunes con la de España. Rossi dió este segundo paso, y de resultas se aguardaba que las audiencias comenzaran de un día a otro550.

Ya Bernis cooperaba sinceramente a las miras de D. José Moñino. Que este se acalorara a veces, defecto es que tiene disculpa: llevaba instrucciones para recurrir a todo linaje de arbitrios con tal de que lograra el desenlace a una negociación de tres años y medio de fecha y de peor semblante a la sazón que el primer día. También se debe fijar la atención en que ya no se pedía simplemente la extinción de los jesuitas como perjudiciales al bien de la Iglesia y del Estado, sino que el Sumo Pontífice rescatara las prendas cogidas por los Borbones y diera buena razón de su palabra. Por otra parte, sin las revelaciones de Macedonio, constaba públicamente que el Papa tenía cierto influjo para todo y para mudar de ideas, y era menester emplear recursos para que, sin más obstáculos que los naturales, siguiera su curso la negociación, ya fatigosa.

«El comendador Almada, a quien tengo por un hombre tan sincero como corto (escribía Moñino), me ha dado a entender que aquí se explican diciendo que yo vengo con mucho fuego, y ha pretendido aconsejarme que me vaya despacio y que no me fíe de nadie, diciéndome que serán capaces de levantar que yo con mis ardores he venido a echar a perder los negocios.-Me añadió que como él sabía, por lo que me había oído, que yo pensaba con suavidad y blandura, procuró desvanecer las especies. Poco antes me había dicho el comendador que el maestro Buontempi había estado con él para hablar de un lance que ha ocurrido al ministro de Portugal; y de este antecedente inferí quién le podía haber preparado para intimidarme, contenerme y tomarse el tiempo que aquí desean, envolviendo en sus ideas a este inocente ministro».551

El Padre Buontempi, hombre de bajo nacimiento y religioso franciscano, mediocre en la ciencia, no tanto en la intriga, era el verdadero influjo de Clemente XIV. No visitaba más casa de Roma que la de un tal Bischi, pariente remoto del Papa y director de la Anona, casa donde tenía prohibido el franciscano, de orden de Su Santidad, que fueran admitidos cardenales, de cuyo trato se debía abstener asimismo. De Bischi, y especialmente de su esposa, la señora Victoria, recibía el Padre Inocencio Ruontempi las inspiraciones de donde provenían las lentitudes, porque los jesuitas se habían sabido captar la voluntad de aquellos consortes552. Asegurado Moñino de la certeza de este hecho; de que los ministros de las coronas le auxiliarían uniformes; de que serían infructuosas las tentativas que se pudieran poner en juego para indisponerle con su soberano553; y habiéndole aconsejado Macedonio que hablara con claridad y con firmeza, y que sacara respuestas escritas, porque las palabras se las llevaba el aire, puso las baterías contra Buontempi, a fin de no gastar la pólvora en salvas. Ya le había estrechado a ser amigo o enemigo, manifestándole que los riesgos de un favorito no se limitaban a una retirada, y que la protección de un príncipe como el Rey Católico valía infinitamente más que cualesquiera otras relaciones554, cuando el 17 de agosto fue a verle aquel religioso, por mandato de Su Santidad, y a decirle el día que tenía señalado para la bendición de las fajas con que se proponía obsequiar a su ahijado el infante; pero la entrevista no se redujo a este único objeto. «Me añadió (expresaba Moñino) que las audiencias empezarían en la semana venidera; y habiéndole yo manifestado que me alegraría que no sucediese lo que otras veces, entró en largos discursos para disculpar al Papa y disculparse él, dando muchas seguridades de uno y otro, y prorrumpiendo contra las bachillerías de esta corte. Yo le dije que me alegraría que saliese falsa la noticia de que se dispondrían las cosas de modo que solo se tuviese una audiencia antes de que el Papa saliese a la villeggiatura, pues con esto no habría tiempo de concluir cosa alguna, pasarían setiembre, octubre y parte de noviembre, y entre tanto se vería lo que daba de sí el tiempo; pero le añadí que no sabía Yo si entonces se habrían arrepentido aquí ya de no creerme.

Díjome que dentro de poco tiempo esperaba no tuviese yo motivo de desagrado. Le respondí que era mucho el que había pasado con iguales discursos; que no querían conocer que, aunque no fuese más que por el interés de mi propia reputación, le tenía grande en componer estas cosas; que sabía que escribían que yo venía con fuego a amenazar y romper, debiendo considerar que, para hacer una intimación como la que hace un trompeta a una plaza para que se rinda, no era menester haber enviado a un fiscal del Consejo, sacándole de muchos objetos importantes; que por tanto debían suponer que venía con disposiciones y arbitrios para tratar las materias; pero que observaba que, por no prestarse en esta corte a lo que les convenía, estaba yo haciendo lo que debían el Papa y sus ministros, templando y manejando gentes; que el Papa, que podía hacerse glorioso y feliz, caminaba, no sé si por malos consejos, a ser desgraciado y perder la reputación, y que al Padre Buontempi no le tocaría poca parte, porque todos sabían que era el influjo, y por más que se intentase justificar no podría libertarse del concepto de aquellos que le echasen la culpa.

Viendo este Padre que yo le estrechaba por todas partes, me vino con la especie de que, si el Papa deseara salir de estas apreturas, lo conseguiría fácilmente sólo con nombrar una congregación que se encargase del punto de extinción de jesuitas. A lo que con mucha prontitud le respondí que me alegraría muchísimo lo hiciese en la hora, pues con esto nos libertábamos de quebraderos de cabeza y estaríamos en el término de la negociación que yo tanto deseaba, para salir de los chismes y cábalas que producía este punto; puesto que, según mis instrucciones, en el instante en que se resolviese nombrar tal congregación entenderían los soberanos haberse quebrantado la palabra dada por Su Santidad mismo con el secreto y confianza que sabía; lo declaración así, y se habrían de tomar medidas por otro terreno. A esta especie, de que usé con bastante resolución y desenfado, me dijo con mucha viveza el Padre Buontempi que ni por sueños pensaba Su Santidad en tal cosa; y como yo hubiese insistido en que ¡ojalá lo hiciese al instante! repitió muchas veces que no imaginaba el Papa desprenderse por aquel medio de lo ofrecido, y que solo lo había dicho este Padre para manifestar que, en caso de que el Papa fuese capaz de apartarse de sus promesas, podía tener este efugio. Entró después el Padre Buontempi a hablarme del difunto Azpuru, diciendo que su genio le había acabado, queriendo darme a entender que no había sido a propósito para concluir el negocio, y lisonjeándome con que ¡ojalá hubiese yo venido dos años antes!

Pido ahora a V. E. que una todos estos pasajes en el discurso de tres o cuatro días, y se convencerá de que se han hecho las últimas pruebas para no cumplir lo ofrecido. Deseo haberme engañado y que tengan la mejor intención del mundo. Mi ánimo, para obrar consiguiente, cargarme de razón y evitar que se consume esta queja de mis ardores, es no hablar al Papa en esta audiencia sobre extinción de jesuitas, si Su Santidad no me habla de ella. En lugar de la Memoria que tengo dispuesta para presentar las cartas del concilio provincial mejicano, pienso entablar la pretensión de reducción de asilos, aprovechando esta ocasión, y después volveré a la carga por el medio que tenía discurrido antes de experimentar todas estas maniobras.»555

Al cabo de tanto ingeniarse Moñino, citósele a segunda audiencia para el día 23 de agosto, y vióle llegar con esperanzas de que ganaría algún terreno, pues se avinieron a preparárselo Macedonio, Buontempi y Bernis, ya infundiendo alientos al Padre Santo, ya incitando su curiosidad a conocer el plan de extinción anunciado por el representante de España. Su Santidad le había cobrado miedo, según aseveró Macedonio, costando no poco trabajo serenarle556. Buontempi le dijo que seguramente quedaría contento de la entrada y explicaciones del Papa; Bernis le comunicó literalmente la respuesta que Su Santidad le había dado: -Dite a quel galant uomo che io sono a suoi commandi557.-Bajo tan felices auspicios esperaba Moñino triunfar pacíficamente y con presteza, en lo cual decía tener la reputación interesada.

Comunicando lo ocurrido en la audiencia, se explicaba del modo siguiente: «Pasó Su Santidad a hablarme de los corvinos (así llama a los jesuitas), y me dijo, con igual encargo del secreto, que iba a quitarles las facultades de recibir novicios y a cortarles los subsidios que recibían de la cámara apostólica por varios medios, y señaladamente el que para manutención de los portugueses había señalado su antecesor, quien fue más negro que blanco; añadiéndome que en esto seguía las pisadas de grandes Papas, como Inocencio XIII, que extendió decreto con la misma prohibición de vestir la ropa; pero que le sucedió un fraile dominico y la levantó. Inmediatamente dije que los remedios paliativos siempre producían iguales consecuencias, y que mientras no se resolviese esta cura radical, que habían propuesto los soberanos, se vendría a parar en las mismas debilidades.-Me respondió el Santo Padre que si él pudiera hacer lo que los reyes, que los habían arrojado de sus dominios, tendría el caso menos dificultades; pero que habiéndose de quedar con ellos dentro, era de considerar y temer el gran partido que tenían, sus amenazas, asechanzas, venenos y otras cosas.-Le contesté que todo se debía temer hasta que diese el último golpe; pero que, una vez dado, inmediatamente experimentaría que debían cesar los temores, así porque faltaba la causa o el agente que daba impulso a toda la máquina, como porque la impresión del mismo golpe sorprendía y aturdía, como se había experimentado en España con la expulsión.-A todo esto añadí que tendría prontos de parte de S. M. todos los auxilios que necesitase para hacerse respetar; a cuya promesa me respondió que estaba pronto a la muerte y a todo; que estas cosas eran como las labores de mosaico, que se componían de muchas piezas y requerían tiempo para ajustarse todas; que le dejase hacer y que vería las resultas... que su modo de conducirse era muy disimulado, sobre que me citó varios ejemplares, y así que nada creyese hasta que viese las consecuencias.-Con la mayor sagacidad que pude signifiqué a Su Santidad que todo estaba bien como no hubiera pasado tanto tiempo, el cual necesariamente había de introducir la desconfianza en las cortes, como en efecto amenazaba cada día más este fatal momento; que el Rey estrechaba ahora con tanta más razón, cuanto, habiéndose introducido algunos jesuitas en España, había motivos para conocer que comenzaban sus invasiones, siendo absolutamente preciso cortar la raíz de donde salían las asechanzas.» Persistiendo por último en patentizar que el tiempo que se perdía era precioso, Su Santidad repuso varias veces: «Lo haré; pero dejadme antes acabar mi plan; Audias et videbis.-Y al fin de aquella audiencia, parecida a otras muchas de Azpuru en no producir más que prometimientos galanos, aún decía Moñino: A pesar del fuego de que aquí me acusan, ninguno pensará con más templanza, mientras vea que con ella se puede salir con utilidad y decoro».558

Cierto es que acaeció la novedad de insinuar el ministro español cómo tenía escrito un proyecto para facilitar la extinción de los jesuitas; mas parecióle suficiente anunciarlo entonces, aun habiéndose manifestado el Papa dispuesto a recibirlo en el instante559.-«Húbole de pesar desaprovecharlo, pues, cuando en la siguiente audiencia y a propósito de probar que las dificultades recibían más bulto en la imaginación que el que tenían en la realidad, quiso presentar el apunte de los pensamientos para desvanecer todo reparo, le dijo el Papa con buen modo que no quería oírlo. Yo (escribía el ministro español), en el instante que Su Beatitud se negó a oír mis especies, volví el papel al bolsillo con mucha prontitud sin hacerle la menor instancia, manifestando en mi exterior sequedad el disgusto que me había causado la repulsa. Entonces el Santo Padre, que sin duda lo conoció, dijo que tenía pensado hacer una cosa, a la cual no se podrían oponer los demás príncipes, y S. M. quedaría sumamente contento; pero que esto no se podía ejecutar sin algún tiempo.-A esto le respondí que con esta dilación se arriesgaba mucho, y que al Rey nada le sosegaría como no fuese la extinción absoluta; que para sostenerla cada día con más premura tenía S. M. los motivos que le daba la continua fermentación e. inquietud del cuerpo jesuítico, y que no podía menos de decirle que había mucho fuego y más del que pensaba. -A esta expresión me dijo: Ya le echaré un poco de agua.-A que le respondí.-Esta agua se halla cuatrocientas leguas distante del fuego, y así no puede tener actividad para apagarlo, ni sabemos entre tanto lo que puede suceder.-Si llegan a extinguirse sin bastante precaución, me replicó Su Santidad, habrá que temerlos más como despechados, y entre tanto estarán quietos fluctuando entre el temor y la esperanza.-Nada menos (dije), Santo Padre, porque, sacada la raíz de la muela, se acaba el dolor. Vuestra Santidad me crea, por las entrañas de Jesucristo, y mire que le habla un hombre lleno de amor por la paz; y sobre todo (añadí en tono de confianza) tema Vuestra Santidad que mi corte caiga en la cuenta en que han caído casi todos los demás príncipes de extinguir por un medio indirecto todos los órdenes religiosos, porque, a vuelta de ellos, quedará extinguida la Compañía.-¿Cómo es eso de extinguir (me preguntó)?-No permitiendo (respondí) en sus Estados a aquellos religiosos que no renuncien la exención; entonces quedarán sujetos a los obispos; por mano de estos podrán los monarcas hacer las supresiones y reducciones que quieran y conduzcan a la felicidad del Estado, a lo cual contribuirán gustosos todos los obispos afectos y justos... Vuestra Santidad debe saber algo de esto, no solo de Venecia, sino de otras partes.-Eso quieren (me dijo) los jesuitas; hacer causa común con todos, y sé muy bien lo que se medita en varias partes sobre órdenes religiosos.-Pues si Vuestra Santidad lo sabe (le respondí), poco importará a los príncipes que la causa sea general, una vez que logren ver extinguidos a los que quieren, divididos, reducidos y sujetos los demás a lo que parezca justo y conveniente, porque la Santa Sede no puede romper con todos los príncipes católicos, y en esta parte puede recelarse que algún día estén enteramente unidos; por tanto traía yo ahora a Vuestra Santidad mis apuntes llenos de suavidad y templanza.-Ya los oiré (me dijo entonces).-No, Santo Padre (le añadí); no quiero molestar a Vuestra Beatitud; pero le pido que me crea y medite todas las consecuencias.-Quedó entonces suspenso, se levantó y me condujo a la puerta, encargándome que viese las fajas destinadas al señor infante; con lo que se acabó la audiencia».560

De una a otra se ocupaba el ministro español en sugerir a sus colegas, y principalmente a Bernis, lo que habían de exponer al Papa, y en atraerse a Buontempi. Ahora Bernis debía inspirar al Sumo Pontífice la posible confianza hacia Mohino y representarle el riesgo de hacer por si alguna cosa que, irritando a los jesuitas, no contentara a las coronas. Puntualmente satisfizo ambos fines, elogiando al ministro y no aplaudiendo la providencia de impedir la recepción de novicios, conveniente sin duda a los principios de su pontificado, y ya perjudicial, como que parecería débil y sospechosa. Al decir del cardenal francés, Mohino, por ser hombre que preveía fácilmente las cosas, las entendía y proponía con claridad sus reparos, había agradado sobremanera al Papa, quien se alegraba ya de su ida, por creer mejor tratar con personas inteligentes, y porque tal vez un soldado lo hubiera querido llevar todo espada en mano, si bien le notaba el defecto de que lo que emprendía lo deseaba en el instante. De Buontempi, tentado con halagos y amenazas, pudo escribir en aquella ocasión el representante de Carlos III en Roma: «O yo carezco enteramente de conocimiento de los hombres, o este fraile va movido; veremos si los efectos de su movimiento son buenos o malos».561 Celebrada la audiencia, participó a su corte lo siguiente:

«El Santo Padre se me abrió diciendo que las piezas del mosaico, que habían consumido tanto tiempo para trabajarse y ajustarse, se iban poniendo en buen estado; que dos años há, poco más o menos, las graves indisposiciones del general de la Compañía y su temperamento enfermo habían hecho esperar que, faltando este hombre, estuviese hecho lo principal de la obra para su extinción; pero que Dios, cuyos juicios debíamos adorar, había dispuesto las cosas de otro modo; que los asuntos de Polonia. -Y Francia le habían estorbado, siendo los nuncios, por sus intereses particulares, los mayores enemigos del interés común, y todavía tenía en esto que precaver y recelar; que si, luego que yo llegué, hubiera tomado alguna providencia, parecería que el temor, y no el examen y la conciencia, le habían decidido; que había pensado encargar una operación al cardenal Malvezzi, arzobispo de Bolonia, y a monseñor Aquaviva, presidente de Urbino, de quien se debía tener gran confianza en el asunto, para que diesen el primer paso que debía abrir la puerta a la extinción; y que no sabía qué hacerse con los jesuitas de Módena, Toscana, algunos de Alemania y otras partes, donde tal vez resistirían despojarlos de sus casas y colegios, y por consiguiente los efectos de la misma extinción.

A esta abertura o explicación respondí a Su Santidad con las palabras del Evangelio: Percutiam pastorem, et dispergentur oves..-El Santo Padre rió y celebró mucho mi salida; y viéndole en esta buena disposición, le dije que ya le había insinuado en otra audiencia que tenía algunos pensamientos relativos a la ejecución que se podía hacer de esta obra; pero, como Su Beatitud había manifestado repugnancia a oírme, no había querido ni quería tampoco mortificarle ahora con ellos; sin embargo de que también tenía presentes otras palabras del Evangelio, que me enseñaban que Dios revelaba muchas veces a los pequeños lo que por sus altos juicios ocultaba a los prudentes y sabios.

Inmediatamente me dijo el Papa que tenía razón, y que así quería ayudarse de mi consejo, a cuyo fin recibiría cualquiera especie que le diese, porque verdaderamente deseaba salir de este negocio. Entonces saqué el apunte o nota italiana... y la puse en manos de Su Santidad, advirtiéndole antes que este era un oficio de supererogación que yo hacía; porque mis instrucciones estaban reducidas a dos puntos; siendo el uno solicitar el cumplimiento de las promesas de extinción por medios pacíficos, mientras hubiese esperanzas de salir con brevedad por este camino, y el otro hacer ver a Su Beatitud que, en su defecto, estaba el Rey en la firme resolución de usar de los demás propios de su decoro y poder, a que se creía obligado como protector de la Iglesia católica, turbada por los jesuitas, y como soberano, invadido ahora por este cuerpo rebelde y tenaz.

Después de esto procuré sosegar alguna agitación que observé en Su Santidad con las insinuaciones más dulces y reverentes, haciéndole ver que en este paso se interesaban la paz de la Iglesia universal, la autoridad de la Santa Sede, la tranquilidad y buena correspondencia de los Estados católicos, la quietud del mismo Papa y su gloria, sobre cuyo punto, al cual me parece bastante sensible el Santo Padre, procuré detenerme algo más.

Sobre el mismo punto de gloria y fama me pareció conveniente tantear a Su Beatitud, diciéndole que, si estaba detenido en querer facilitar algo sobre los negocios de Benevento y Aviñón o sobre otros, era menester que se explicase; y que, si lo hacía, yo entraría en materia como hombre privado para ver qué se podía proponer o adelantar, siempre que hubiere las seguridades que exigirían los monarcas. -El Papa me dijo con repetición a estas especies, que él no hacia tráfico de sus resoluciones.-Con esto expuse a Su Santidad otro apunte que llevaba en idioma italiano...

Finalmente se concluyó la audiencia después de muchas protestas de Su Santidad de querer salir del asunto y de encargarme el secreto, y que escribiese a mi corte que había apariencias de abreviarse este negocio; aunque sobre esto le expuse que las quería yo más positivas y claras, de modo que enteramente sosegasen al Rey nuestro Señor».562

El plan del ministro español contenía dos partes: la primera concerniente a la manera de extinguir a los jesuitas, y la segunda sobre la restitución de Aviñón y de Benevento. A la exposición de los motivos alegados ya por el Papa, debería añadir los que guardaba en el secreto de su corazón, relativos al reposo de las naciones católicas y de la Iglesia, sin entrar en demasiados pormenores para no dar margen a discusión alguna, y vedando a todos los individuos del clero secular y regular defender o impugnar la abolición del instituto y sus causas, como también el régimen de este, bajo pena de excomunión mayor reservada al Padre Santo. Exhortaría a los príncipes cristianos a contribuir a la ejecución escrupulosa de la bula de supresión con todas sus fuerzas; y a los fieles a recordar que son discípulos de Jesucristo, hijos de nuestra Santa Madre Iglesia, amamantados con la misma leche de la doctrina católica, verdaderos hermanos, en cuya calidad se debían amar mutuamente, abominando las discordias, las enemistades y otras cosas más horribles, que, socolor de opiniones escolásticas y a veces con apariencias de una ventaja espiritual, había empleado a menudo el antiguo enemigo del género humano para perseguir y turbar a la Iglesia de Dios. En cuanto a la suerte de los secularizados, los novicios podrían volver al seno de sus familias; los profesos, no ordenados in sacris, podrían ser relevados de los votos y elegir estado conforme a su inclinación y conciencia; los ya ordenados quedarían en libertad para pasar a otra orden religiosa o someterse a la jurisdicción del ordinario como los demás sacerdotes seculares; los que no quisieran salir de las casas de la Compañía, por carecer de recursos o de domicilio, seguirían allí hasta que se les proporcionara sustento, si bien despojados de su hábito de jesuitas. Para la ocupación de las temporalidades nombrarían los obispos dos o tres personas de su cabildo o de su clero en todas las poblaciones donde aquellos regulares hubieran poseído establecimientos de cualquiera clase, encargándoles investigar sus rentas e invertirlas parte en usos piadosos de las respectivas diócesis, y parte en el sustento de los jesuitas que, por enfermedad o por otra causa legítima, permanecieran en sus casas. De estas dispondrían los obispos a su voluntad, aunque siempre para obras pías, y dándolas el nombre de un santo, a fin de que se borrara la del suprimido instituto. Sería también atribución de los prelados permitir que sus miembros confesaran y ejercieran las demás funciones sacerdotales, si tenían los requisitos necesarios; y emplear a los más capaces en la enseñanza de la juventud; pero sin poner ningún establecimiento de educación a su cargo. Cuando fallecieren los que siguieran en las antiguas casas de la Compañía, no serían reemplazados por otros. Respecto de las casas de Roma, serían fiadas a una congregación de cardenales con poderes para examinar y decidir cualesquiera dificultades que pudiera suscitar la ejecución de la providencia, consultando siempre a Su Santidad y especialmente en los casos de alguna importancia.-La santa congregación de Propaganda resolvería lo más acertado en punto de misiones, ateniéndose a la bula de supresión de jesuitas. Desde luego cesaría del todo y quedaría perpetuamente extinguida la autoridad de su General, provinciales y demás superiores. Se excitaría a los soberanos a coadyuvar a la ejecución del decreto según les requiriera el Papa, quien recibiría a su voluntad y sin gasto alguno las tropas y cualesquiera otros auxilios. Al tiempo de la publicación del decreto sería absolutamente necesario mandar salir de Roma al General y a sus asistentes, a los rectores y procuradores generales, señalándoles sitios de residencia entre sí distantes, donde deberían permanecer por entonces, aunque tampoco se les quitaría la libertad de salir de la Compañía o de escoger un domicilio bajo la jurisdicción del ordinario563.

Lo de influir en la restitución de Aviñón y de Benevento se limitaba a prometer que, una vez consignado en forma auténtica el Breve en poder del Monarca español con el mayor secreto, y mientras instruía del modo a la corte de Viena, aunque sin decir que la extinción estuviera ya ejecutada, otorgaría su mediación para las cortes de Nápoles y Francia, por si podía conseguir la previa restitución de aquellos territorios, con tal que Su Santidad se ofreciera a que, así por aquellas cortes como por la de Roma, se nombraran personas que concordasen, también bajo la mediación del rey de España, las pretensiones que pudiera haber sobre Benevento y Aviñón, aunque fuera por vía de recompensa564.

Todo lo que propuso Moñino a Clemente XIV como idea propia vino a merecer la más lata aprobación de su Soberano. Coincidía con las intenciones de este que se extinguiera y disolviera el instituto y el cuerpo, sin perjudicar a sus individuos, pues su deseo era que no quedaran en aptitud de producir daño, aunque sí en la mejor situación posible relativamente a sus personas565. Benevento y Aviñón se ocuparon por represalia a consecuencia de lo de Parma: con lo ejecutado por Clemente XIV respecto del infante-duque se había anulado el Monitorio, si bien se retuvieron aquellos Estados por estar pendiente el asunto de jesuitas: si los extinguía el Santo Padre cesaba todo motivo de retención y ocupación hecha con las armas, y por tanto era justo que se restituyera lo ocupado, y que, si había derechos, se discutieran por los comisionados competentes. Con sumo gusto oyó Carlos III además la lectura de lo acaecido en la audiencia, durante la cual su ministro presentó al Papa los citados apuntes, no por haber concebido mayores esperanzas de que este cumpliría lo prometido, sino porque aquel obraba de modo adecuado a no dejar recelo de que se perdiera la instancia por falta de buena dirección y conducta566.

También el ministro español desconfiaba del buen efecto, y así parecióle conveniente que se le enviara una carta ostensible en caso necesario, y donde se le dijera que, enterado el Rey de las disposiciones que iba manifestando Su Santidad hacia la extinción de los jesuitas, había podido conformarse con la dilación de la villeggiatura si bien le sería muy sensible que, contra lo que se debía esperar de la buena fe del Padre Santo, le apartaran personas mal intencionadas de sus buenos propósitos, aprovechando tales intermisiones, por lo cual se le recomendara que no se dejase alucinar ni sorprender, pues sería muy reparable, y el Rey no podría permitir que se dilatara por más tiempo el remedio y quietud de la Iglesia y la tranquilidad de los Estados católicos. Estas y otras explicaciones de firmeza que el Rey haga (añadía Moñino) son convenientes, porque Bernis me confió haber entendido que algunos con cartas que venían de España y Francia, querían persuadir al Papa que el calor de este negocio más era del Ministerio que de S. M. mismo. Por tanto aún se podrían añadir de propio puño sus instancias al Santo Padre, y que lo dejaba por no fatigarle, y esperar que con sus generosas prontas y justas resoluciones desharía los vapores que se levantaban contra el cumplimiento de sus promesas567.

Entre tanto el Papa seguía diciendo que fiaba mucho de Moñino, y pretendía inspirarle igual confianza, y aseguraba que tenía por mucho más conveniente su ida a Roma que la inacción causada por la prolija enfermedad de Azpuru. Tal se lo comunicaban los cardenales francés y napolitano, quienes apretaban igualmente al Sumo Pontífice a dar el último salto. «Ya sabéis (dijo Clemente XIV a Orsini en la audiencia del 9 de setiembre) que un retrato de mosaico, destinado al emperador de Alemania, cuesta ya tres años de trabajo, y todavía le falta algo, aunque está para concluirse.» -Es verdad, Santo Padre (repuso Orsini); pero al tal retrato se le ven hechas las piernas, los muslos y la mayor parte del cuerpo, y se reconoce lo que le falta; pero en nuestro negocio no se ve lo hecho, ni lo que resta por hacer»568. Tan era así que el mismo Papa no pudo menos de celebrar la aguda y felicísima respuesta.

A nuevas desconfianzas por parte de Moñino y a nuevas protestas de sinceridad por la del Papa se redujo la audiencia del 13 de setiembre: aquel fundaba los recelos de las coronas en que no veían más que las dilaciones: este se excusaba de las dilaciones ponderando las dificultades. Sin embargo, el ministro español pudo mitigar su desabrimiento a causa de haber recibido entonces de manos de Su Santidad el Breve para la reducción de asilos en España y las Indias, por cuya virtud antes de un año señalaron los prelados en cada lugar de su jurisdicción una o a lo más dos iglesias donde se pudiera tomar sagrado, subsistiendo la excepción de los delitos ya impuesta en otras disposiciones pontificias y ampliada por el concordato de 1737569.

Esta providencia, muy deseada y útil, y favorable a la recta administración de justicia, fue dictada el 12 de setiembre. Por aquellos mismos días adoptó Clemente XIV, relativamente a jesuitas, otra, aunque local, más significativa que cuantas había publicado hasta entonces; la clausura del Seminario Romano, cuya dirección ejercían desde tiempos antes. Ya se dijo cómo había decretado la visita de aquel establecimiento de enseñanza, frecuentado por la juventud de la más ilustre nobleza. Colonna, Yorck y Marefoschi fueron los cardenales encargados de esta comisión, y hallaron que, a pesar de no mantener allí los jesuitas más que la mitad de seminaristas de instituto y de haber recibido puntualmente las asignaciones de las tres basílicas de San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y San Pedro, sin poderles hacer que rindieran cuentas, carecían de fondos y estaban metidos en empeños. Para que los cumplieran propuso Colonna que se les aplicaran rentas de algunos lugares píos: Yorck y Marefoschi opinaron por la clausura, y habiéndola decretado el Papa, se hizo con el mayor sosiego; circunstancia muy importante, porque evidenciaba que, respecto de jesuitas, podía intentar cuanto le pareciera sin temor de que resultaran alborotos. Por entonces quitóseles también del Colegio de Hiberneses sin más ruido que del Seminario de Roma570.

Otra vez más vio Moñino al Papa antes de la villeggiatura, y de la manera que atestigua este pasaje de su despacho: «Me habló el Santo Padre de la providencia de haber cerrado el Seminario Romano, manifestando que ya experimentaba los efectos y resentimientos de la corte de Toscana, donde, como en despique, se había quitado a sus pobres frailes conventuales el convento de Grosseto con el pretexto de convertirlo en hospital, sin esperar providencia ni aprobación del Pontífice. Todo esto y otras cosas, que se debían esperar de aquella corte, me dijo el Santo Padre que dimanaban tanto de la dominación que en ella tenía el partido jesuítico cuanto de la conducta de su ministro en Roma el barón de Saint-Odile.

Siguió el Santo Padre hablando de jesuitas, y diciéndome que los reyes los habían echado de sus reinos, me añadió que él quisiera arrojarlos del mundo, porque cada día daban nuevos motivos para ser temidos y arruinados; que habían trabajado una obra destructiva de la religión para admitir en el cielo tanto a los turcos como a los católicos; que en el Archipiélago, donde tenían varios establecimientos, se les había querido remover y no habían obedecido; que en la desmembración de Polonia habían influido para ganarse la protección del Emperador, lo cual causaba un nuevo embarazo; que en Módena estaban favorecidos fuertemente; y que en Roma misma un cardenal había tenido la frescura de parar su carroza en la calle y estar en ella más de media hora en conversación con el Padre Casali, rector del Seminario Romano, en la misma mañana que se había cerrado este.-Todo esto prueba (continuó el Santo Padre) cuántas cosas es menester precaver antes de venir a la providencia final; y así ahora se les hará otro despojo, y por escala vendremos a la conclusión.

Cuando el Papa finalizó con estas especies, le dije que todo dependía de sus temores y tardanzas en arrancar la raíz, y que se desengañase, que, mientras no llegara a esta resolución decisiva y final, todo era perder tiempo, aumentarse el daño de la Iglesia y prepararse los riesgos de la corte romana, por la desconfianza en que iban a entrar ya todas las cortes. Su Santidad me quiso argüir sobre que no tenía motivos para tal desconfianza, y que cada día se declaración más sus buenas intenciones y las razones con que había obrado, sobre que pensaba adelantar algo en la próxima villeggiatura. Entonces presenté al Santo Padre las cartas del concilio provincial mejicano, y las recibió después de alguna resistencia, por haber dicho que no era necesario y que no quería cargarse de papeles. Le volví a instar a que no perdiese el momento, y a que, después de su salud, cuidase ante todas cosas de este negocio en el tiempo de su jornada, porque era sin duda el más importante y del cual dependían otros infinitos. Se explicó en tono de llevar esta intención, y se concluyó la audiencia».571

Mal satisfecho salió de ella el ministro español, que aguardaba tal vez mayor claridad a la despedida para la villeggiatura, y debiendo de consiguiente dormir los negocios durante algún tiempo. «Dije, hablando a Bernis (continúa el despacho), que jamás había salido tan descontento de las audiencias como aquella mañana, porque todo el círculo de voces y especies que había hecho el Papa conmigo me inclinaba a creer que llevaba muy largas sus ideas, y más viendo que no me había hablado del apunte o nota que le entregué, siendo tan corto, con el pretexto de dejarlo para el tiempo de la villeggiatura; y añadí al cardenal que iba ratificándome cada día en que el Papa no cumpliría lo que había ofrecido, y que estaba a punto de escribir a mi corte que si Su Santidad, pasado este tiempo de villeggiatura, no se decidía, yo no tenía ni sabía más qué hacer, y así que se me exonerase de todo empleo, tomando las cortes las medidas que tuviesen por conveniente, pues ya habría poco o nada qué esperar.»

Moñino confesaba que esta explicación era el arma última que tenía prevenida para la víspera de la jornada del Papa, a fin de que no descuidara el asunto. Aquella misma noche Bernis trasmitió fielmente a Su Santidad los desahogos de Mohíno. «Le ha respondido el Papa con suma extrañeza (decía este) que yo no tenía motivo para pensar de aquel modo; que no imaginaba llevar el asunto tan largo como yo discurría; que sabía que a veces me asaltaba la hipocondría (y es así), de la cual podían haber dimanado, y no de otra cosa, mis imaginaciones; que me asegurase que respondería y resolvería sobre el apunte o nota entregada, pues hubiera sido una niñada entrar en materia y tomarla para no contestar; y que su desgracia estaba en que todo lo queríamos en el momento, porque no tenemos otra cosa sustancial en qué pensar, y Su Beatitud tenía infinitas.»

¿Sentía realmente D. José Moñino el desaliento de que dió testimonio al cardenal de Bernis con sus palabras? «Mi juicio, (concluye el despacho) no estaba muy distante de lo que manifesté al cardenal de Bernis, pues, aunque a aquella explicación me decidió la política, fue sin faltar a los movimientos internos y a una especie de tacto mental que solo se puede adquirir con la observación inmediata de las personas y de sus disposiciones. Convengo en que tal vez estaré equivocado, y en que, a pesar de mis conjeturas melancólicas, me queda un cierto rayo de esperanza que absolutamente no puedo extinguir y sofocar dentro de mí mismo; y por tanto no me acobardaré aunque la empresa sea tan ardua y difícil como he tocado. Es cierto que ya no sé qué hacer, y así solo me ocurre insistir en lo conveniente que serán la carta o cartas de V. E. y de S. M., que insinué en mis dos próximas anteriores.»

Estas cartas le fueron enviadas, la del marqués de Grimaldi el 29 de setiembre, y en los propios términos que, había indicado al proponer semejante arbitrio; la de Carlos III el 13 de octubre y como literalmente se trascribe: «Muy Santo Padre: Son notorias las graves ocupaciones de Vuestra Beatitud, y constándome la benignidad con que escucha a D. José Moñino, había formado propósito de no molestarle directamente con cartas. Sin embargo, esta vez es preciso hacerlo, manifestando a Vuestra Santidad mi pro fundo agradecimiento por el Breve de minoración de asilos. Acaso en ninguna parte será tan necesaria la providencia que ha tornado Vuestra Beatitud como en todo país sujeto a mi corona, porque la piedad de los reyes y de la nación se ha distinguido de tal modo en multiplicar los lugares sagrados, que los malhechores, fiados en la facilidad con que podían refugiarse a ellos, apenas temían el castigo. Vuestra Santidad, con su amor a la justicia y al buen orden, ha puesto remedio a los males que de esto resultaban, y para que mi gratitud sea completa, lo ha ejecutado desde luego que de mi orden se le hicieron presentes. Mayores y más generales son los daños que trae consigo la existencia de la Compañía de Jesús. Conociéndolos Vuestra Beatitud, ha prometido remediarlos con su extinción, y yo espero que Vuestra Santidad lo ponga en práctica con la brevedad que están pidiendo la quietud pública y la paz de la Iglesia. D. José Moñino excitará a Vuestra Beatitud en mi nombre sobre este asunto. Dígnese Vuestra Santidad atender a lo que le exponga y a las súplicas que le haga, sin dar oídos a los rumores que vierten las personas mal intencionadas de España y Roma, que ocultamente procuran lo contrario, y pidiendo a Vuestra Beatitud su apostólica bendición para mí y toda mi familia, ruego a Dios guarde a Vuestra Beatitud muchos años».

Ausente ya el Papa, hubo de suspender Moñino la entrega de tan interesantes documentos. Poco antes de que Su Santidad partiera a la villeggiatura dijo Macedonio de nuevo a los ministros de las cortes: Batid a Buontempi, que es el único que sabe hacer milagros y puede con el Papa. Los ministros pusieron en práctica la amonestación de Macedonio, y muy especialmente el de Portugal, quien, a merced de su habitualísima franqueza, nada le calló de cuanto se sonaba sobre su ascendiente con el Papa y sobre sus conexiones con la casa de Bischi. Todos los que tenían más o menos mano en la negociación acerca de los jesuitas se inclinaban a confiar en que se decidiría cuando Clemente XIV regresara de Castel-Gandolfo. Bernis exclamaba a solas con el representante de España: ¡No hay que perder el valor! asegurándole que el Papa hablaría al fin sobre los apuntes que le había entregado. Marefoschi decía: Por todo el mes de noviembre se verán cosas más significantes que las pasadas. Orsini lo corroboraba añadiendo: Me consta que hay determinados dos pasos contra jesuitas, aunque ignoro si se darán en octubre o noviembre. Almada escribía: Nuestro negocio de extinción camina con felicidad, y espero que hemos de salir airosos.-Yo en verdad no me atrevo a dudar ya de la cosa, porque sería temeridad y obstinación, manifestaba el mismo Azara, si bien todavía receloso, como escarmentado, y casi al par que, venciendo su aversión a aplaudir las acciones ajenas, y más si procedían de quien le aventajaba en fortuna, daba testimonio de la verdad con estas palabras: Moñino en una de sus audiencias ha adelantado más que el triunvirato clerical en el espacio de cuarenta meses572.

Cierto es que, a los fines del ministerio de Azpuru y a los principios del de Moñino cerca del Papa, no se veía claro en la negociación de jesuitas: luz como de crepúsculo caía sobre ella y no bastaba a disipar totalmente las sombras, solo que en el primer tiempo aquella luz crepuscular parecía mensajera de la noche, y en el segundo era a no dudarlo precursora de la mañana.




ArribaAbajoCapítulo V

Extinción del instituto de San Ignacio


Viaje de Moñino a Nápoles.-Esplendidez del duque de Arcos.-Regresa aquel a Roma.-Sus nuevas desconfianzas.-Termina la villeggiatura.-Tropiezo para conseguir audiencia.-Cómo la obtiene.-Estrecha al Papa a cumplir sus promesas.-Argumentos incontestables de Moñino.-Sus conjeturas y proyectos.-Vaga respuesta del Papa a Carlos III.-Suceso de Parma.-Madrid, Viena y París se indisponen con esta corte.-Mutación favorable del Papa.-Encarga la minuta del Breve de extinción a Zelada.-Actividad de este.-Moñino envía a España la minuta.-Carlos III la comunica a París, Nápoles, Portugal y Viena.-Vaticinio de muerte al Papa.-Buontempi obra a satisfacción de Moñino.-Los jesuitas piden protección a Federico II.-Contestación de este monarca.-De las cortes a la minuta del Breve.-Negroni reciba orden para extenderlo.-Nuevo embarazo.-Lo vence Moñino.-Le encarga el Papa la impresión del Breve.-Congregación nombrada para ejecutarlo.-Invención absurda.-Breve del 21 de julio.

Nueve días faltó D. José Moñino de Roma para ir a Nápoles y ofrecer sus respetos y parabienes a aquel Soberano, padre ya de una hija, por cuyo suceso bullía en festejos su corte. Como nunca vistos hasta entonces, lleváronse la palma los costeados por el duque de Arcos, a quien eligió Carlos III para que le representara, teniendo en la pila bautismal a su nieta. Cuatro millones de reales había tornado el duque para desempeñar la comisión honrosa con fausto, y logrólo de suerte que, habituado el pueblo a verle repartir a manos llenas la plata y el oro, le siguió a la carrera en la hora de la partida hasta cerca de la primera posta573. Por recibirle personalmente en la capital del mundo cristiano, tornó de prisa el representante de España el día 18 de octubre. A la ida y a la vuelta le había acompañado Azara; prueba de que el ministro y el agente corrían concordes, y de que por este lado se hallaban los negocios libres de tropiezos. Para que no los suscitara el marqués de Tanucci, se había encargado a Moñino que le tratara con hábil reserva, haciéndole todas las confianzas oportunas a fin de no dejarle quejoso, y omitiendo hablarle de lo que previera contrario a sus miras. No soltar a Benevento y traspasar los límites de lo equitativo en materias eclesiásticas por vía de la Junta de Abusos, eran sustancialmente las de Tanucci. Como el plan de Moñino se extendía a dirimir todas las diferencias, se recelaba que, sabiéndolo Tanucci, lo desvirtuara con publicarlo. Irle a la mano en las reformas, aunque se resentían de exageradas, diera sin duda pábulo a nuevas lentitudes en el asunto primordial, solicitado por los Borbones, y así el español se reservaba hacer uso de la autoridad de padre para que su hijo observara lo que se pactase con Roma, luego que fuera un acto consumado la extinción de los jesuitas574.

Lejos de ser aventurado el suponer que la más leve insinuación de Carlos III al rey de Nápoles en el sentido de la templanza se hubiera traducido como señal de que hacían poca mella en España las evasivas del Padre Santo, consta ya el prurito de divulgar como verdad sabida que las apremiantes instancias sobre extinguir la Compañía emanaban del Ministerio más que del Soberano. Su última carta guardaba cuidadosamente Moñino para ponerla en manos del Papa, y, contra su acostumbrado sigilo, tuvo precisión absoluta de hacérsela conocer a los representantes de las demás cortes, a tal de que no germinaran las desavenencias entre unos y otros. De caso imponderablemente grave provino el que el antiguo fiscal del Consejo se franqueara de tal suerte con ministros de cuya fidelidad o discreción estaba todavía mal seguro. Todos aguardaban ansiosos que el Sumo Pontífice volviera a Roma, para dar calor al asunto en que tenían fija la atención y empeñado el decoro, cuando supieron de positivo y con sorpresa que, reconvenido aquel por Macedonio sobre las dilaciones ya inexcusables, dijo que había formado y ofrecido al rey de España un proyecto bastante de su agrado; pero que la corte de París lo contradecía.575 Macedonio llegó a creer que fuera verdad lo del proyecto. A los pocos días Stóppani, uno de los tres cardenales que habían sido en el cónclave candidatos predilectos de las coronas, sostuvo que el tal proyecto acababa de llegar igualmente desaprobado por España, y en vano le quiso persuadir Orsini de la inexactitud de aquella especie, pues no hubo forma de que Stóppani se convenciera, afirmando que lo sabía por buen canal y manifestando que lo sentía por lo que se dilataba la paz y la promoción de cardenales, según se decía de público, bien que sin fundamento, por culpa de los ministros de las cortes576. Para que estuvieran al cabo de la verdad les hubo de enseñar el de España la carta de Carlos III a Clemente XIV, y bajo tan mala disposición de sus ánimos se acabó la villeggiatura. Esta época aguardaban todos con el anhelo de que la negociación adelantara, y como palpablemente retrocedía, por necesidad habían de renacer vigorosas las antiguas desconfianzas. Otro incidente desagradable hizo que subieran de punto. Almada y Bernis tuvieron aviso de que Su Santidad les recibiría en audiencia la noche del 7 de noviembre a uno y la del 9 a otro. Moñino aguardó inútilmente que se le incluyera en el turno: fuese a ver al maestro de cámara para inquirir cuándo se le podía señalar audiencia; y este, ya prevenido, contestóle que aquellos días se hallaba Su Santidad ocupado, y que le avisaría cuando pudiera recibirle. Por no dejar precipitar al Santo Padre en un nuevo abismo de peligros, tanto como por servir con la fidelidad que debía al Rey y mantener su Real decoro577, escribió de seguida al secretario de memoriales, pidiéndole ver a Su Santidad a lo menos por un minuto; y las resultas fueron admitirle el 8 de noviembre en audiencia, que duró dos horas muy largas.

«Luego que me presenté (decía Moñino a Grimaldi) entregué a Su Beatitud la citada carta de puño propio del Rey, que V. E. se sirvió remitirme con la suya de 13 de octubre, acompañándola con una copia traducida en italiano, a lo cual me determiné por dos consideraciones; una para que el Papa no tomase o dijese que había tomado en otro sentido algunas expresiones, teniendo la salida de que no entendía perfectamente el idioma español; y otra para que desde luego comprendiese Su Santidad que me hallaba enterado del contexto de la carta, y se evitase alguna travesura o mala inteligencia, semejante a las que hemos experimentado en otras anteriores. Después que el Papa leyó la carta de S. M, en cuyo intermedio me contó que en lo respectivo a asilos había escrito algo el conde Vincenti al cardenal secretario de Estado, que ignoraba el contexto de aquel Breve, dije a Su Santidad que lo que yo tenía que representarle con toda confianza era lo que resultaba de una orden que se me había, comunicado y había recibido a mi venida de Nápoles; con lo que saqué la otra carta que V. E. me dirigió con fecha de 29 de setiembre, acompañada de su traducción, y la puse en manos del Santo Padre, diciéndole la estrechez del tiempo en que debía concluir el asunto de extinción, pues, habiendo empezado ya en el Rey los recelos, distaba poco de la última desconfianza; y podía ver Su Beatitud la firme resolución en que se hallaba S. M. de tomar sus medidas para salir con decoro del empeño. Leyó el Papa casi toda esta carta, y desde luego dejó ver en su semblante la profundísima impresión que le había hecho: intentó persuadirme que no había las personas mal intencionadas, de que la misma carta hace mención, para imputar la culpa de las dilaciones; y conocí que el objeto del Santo Padre era desviar nuestras aprensiones contra el fraile Buontempi y demás favorecidos de Su Santidad. Entonces aproveché aquel momento de turbación para infundir al Papa el terror, que absolutamente conviene, bien que acompañado de reflexiones y reconvenciones dulces y respetuosas, con lo cual prorumpió el Papa en diferentes desahogos que por menor referiré a V. E.

Díjome, pues, Su Santidad que no había respondido al apunte que le había entregado antes de su villeggiatura porque había estudiado y estaba estudiando todos los antecedentes y ejemplares de extinciones, mostrándome dos libros que tenía sobre la mesa y otros en el mismo cuarto con varios registros; que absolutamente no tenía de quién fiarse para extender cualquier trabajo, y que a esto se añadían las ocupaciones de su oficio, de las cuales me hizo una larga enumeración por días y horas. Cuando me hubo dicho el Papa todo esto, pasó a ponderarme, como otras veces, las dificultades de la ejecución, contándome varias pequeñas anécdotas de la corte de Viena para persuadirme que estaba por los jesuitas. Como a estas especies le hubiese yo satisfecho tanto con el empeño contraído por la misma Corte cuanto con otras reflexiones que acreditaban ser personal, cuando más, la inclinación de la Emperatriz respecto de uno u otro jesuita, y que, por lo que mira al cuerpo, había pruebas claras de su oposición por el excesivo poder y por las intrigas con que se manejaban en todas partes, me replicó el Santo Padre que recelaba contar con la contradicción de Venecia y Toscana, donde los jesuitas mandaban enteramente; de Génova, Módena y otras partes, donde sucedía lo mismo, y que en Cerdeña, aunque no podía decir nada positivamente, tal vez se verificaría otro tanto. Repuse a Su Beatitud que estas potencias no eran de tanta consideración que pudiesen y debiesen impedir una providencia tan justa y necesaria; que, extinguida la orden, y por consiguiente la autoridad del General y demás superiores subalternos, no alcanzaba yo qué podían hacer aquellos potentados y repúblicas, pues cuando más dejarían en calidad de clérigos unidos en una casa a los jesuitas de sus Estados; y finalmente, que yo no crecía, con los antecedentes con que me hallaba, que tuviesen empeño alguno en sostener un cuerpo, cuya autoridad habían debilitado muchos de los príncipes y repúblicas que me citaba.

Me contó el Papa que sabía la conversación larga que yo había tenido con el gran duque de Toscana, la cual se había hecho demasiado pública.-Díjele que, habiéndose hallado presentes a la tal conversación seis o siete personas, era natural que hubiesen divulgado las especies, y que por lo mismo no tenía dificultad en referírsela toda, aunque sustancialmente estaba reducida a dos puntos; el uno quejarse su Alteza Real de lo desatendidas que habían sido sus instancias en esta corte sobre los desórdenes que se experimentan en los asilos de los lugares sagrados, que era lo que le había obligado a tomar providencias por sí mismo; y el otro manifestar este gran duque lo conveniente que era destruir las exenciones de los regulares y sujetarlos a los obispos, sin que yo notase afección alguna al partido jesuítico.-A todo esto añadí la especie de que, aunque me había visto y buscado en Roma el ministro de Toscana, no había entrado en materia conmigo sobre asunto específico o determinado. Me pareció oportuno referir al Papa con exactitud estos pasajes porque son consiguientes a los temores que le representé en otro tiempo sobre las consecuencias de su inacción, así en la materia de regulares como en otras.

El Papa procuró disculparse de las quejas del gran duque, diciendo que en su tiempo no había hecho instancia alguna; pero yo le dije que, si estaban pendientes cuando Su Beatitud ascendió al pontificado y su Alteza no vio adelanto alguno, pudo creer con fundamento que se llevaba el mismo sistema; y sobre todo añadí que estos eran otros negocios, y que el mio se reducía a esperar de la justificación de Su Beatitud una contestación positiva a las solicitudes del Rey mi amo y de los demás príncipes de la augusta casa de Borbón.

De resultas de todo me dijo el Santo Padre que me entregaría una minuta de su plan, constitución o bula de extinción para que yo la remitiese al Rey, y pudiese S. M. ponerse de acuerdo con las cortes y allanar las dificultades que ocurriesen con Viena, Venecia Toscana, Cerdeña Génova y Módena, y que la publicaría en tal caso ex communi principum consensu, éstas fueron sus palabras.

Protesto a V. E. que no sé cómo me pude contener con esta explicación, pues ya tuve casi en la boca la reconvención de que también debía añadir que se obtuviese el consentimiento del gran turco, del rey de Congo y otros príncipes y bajás de África y Asia; de la emperatriz de Rusia, el rey de Prusia, los cantones suizos, los Estados generales y otros infinitos potentados y repúblicas de esta laya, supuesto que casi todos tenían jesuitas en sus dominios. Repito a V. E. que me contuve porque Dios me ayudó, pues, luego que le hubiese hecho esta reconvención, le habría añadido redondamente que el negocio estaba concluido, y que no volvería a hablar otra palabra sobre él. Sin embargo, en aquel acto instantáneo pude reflexionar que con venia manifestar una gran serenidad y confianza para ver sí podemos coger la tal minuta de extinción, cuya prenda nunca podía sernos importuna. Con esta idea dije al Santo Padre que ya le había dicho el concepto que se debía formar sobre la mal temida oposición de estos príncipes y repúblicas; y que en todo caso era yo de dictamen que lo que Su Santidad hubiese de hacer en esta materia lo hiciese presto, y si pudiese dentro de un mes, porque, según mis conjeturas, ya no habría mucho más tiempo para que empezasen a prorrumpir las desconfianzas del Rey y las demás cortes.

Cuando el Papa oyó mis instancias, me dijo que lo haría, pero que le dejase dar antes los pasos preliminares que me quería revelar con toda reserva; uno era nombrar a monseñor Acquaviva, actual presidente de Urbino, a quien iba a hacer cardenal en la inmediata promoción, por visitador de los colegios de jesuitas del Estado eclesiástico, con orden de ingeniarse de irlos sujetando a los obispos y suprimiendo la autoridad del General: otro paso era suspender la admisión de novicios, lo cual se habría ya publicado desde el día de San Francisco, a no haber ocurrido un accidente: otro era mandar que saliesen todos los novicios que habían recibido desde el año 70, que eran muchísimos: otro visitar desde luego la casa del Noviciado, que era el fin para que había llamado al cardenal Corsini, a quien no sabía qué compañero darle, aunque se inclinaba a Marefoschi: otro quitarles una casa, sobre que ya tenía tomada providencia que saldría dentro de dos días parece ser el pequeño colegio de Frascati, cuya supresión está resuelta); y otro preliminar, entre varios que sería largo referir, era realizar la promoción, que ya tenía en buen estado, para contar con el apoyo de algunos cardenales afectos.

Me pareció exponer a Su Santidad que, aunque pensase en estas cosas por los designios que había concebido y yo no alcanzaba, puesto que con la extinción total se salía de todos los embarazos, podía sin retardación comunicar la minuta que me había dicho, pues con esto adelantaría un testimonio más de sus buenos deseos y buena fe; y entre tanto que se veía y comunicaba a las cortes unidas con los reparos que ocurriesen, había tiempo para que Su Santidad fuese dando los demás pasos. Unum facere et alium non omitiere, Santo Padre, así dije.

No fue posible reducir al Papa a abrazar este pensamiento por más reflexiones que le hice, bien que tuve mucho cuidado en ellas de no extraviarle de los pasos que meditaba contra jesuitas, porque, aunque yo he comprendido que son medios de que se vale para deslumbrar a las cortes y dilatar el último salto, me parece ya preciso, sin aprobárselo, supuesto que está conocido lo que antes era dudoso, dejarle resbalar, porque al fin con cada paso de estos se pone en una rampa o pendiente tal, que la enemistad de los mismos jesuitas y sus protectores, o le ha de forzar al último partido, o le ha de quitar, si está ligado, como muchos presume, un grande apoyo para hacer frente a las ideas que pongan en práctica las cortes unidas en desagravio de la falta de cumplimiento de sus promesas.

Entre las reconvenciones que hice al Santo Padre, para lo que llevo dicho, se le escaparon, para satisfacerme, algunas especies importantes, que conviene que sepa S. M. Después de haberme repetido el recelo que Su Santidad tuvo en otro tiempo de la muerte del general de a Compañía por sus grandes achaques, y que estaba resuelto en este caso a suspender la elección, disolver el cuerpo y acabar con la orden, me añadió que para lo mismo había también pensado hacerle cardenal. No me atreví a apoyar esta especie, porque puede traer muchos inconvenientes, si se consideran las proporciones en que se ponía al Padre Ricci; pero dije al Papa que le hiciese arzobispo u obispo. A esto me respondió que no aceptaría, y que con el Padre Casali, rector del Seminario Romano, le había sucedido que, proponiéndole por medio de su hermano el gobernador de Roma que se secularizase y le daría un canonicato de San Pedro, dió por respuesta que primero se cortaría las piernas. Dejo a la discreción de V. E. las conjeturas que pueda formar sobre estas consideraciones personales de Su Santidad, pues ellas dan a sospechar que el general de la Compañía y los de su consejo sean depositarios de algún secreto grande.

Añada V. E. que el Papa me reconvino con grandes agitaciones y cuidados sobre que no sería justo decir que había hecho alguna promesa en el cónclave, ni que de ella había dependido su elección. A esta especie satisfice diciendo que tenía entendida la discreción con que se había conducido entonces. Y en efecto, según, lo que el cardenal de Bernis me refirió recién venido, el Papa nunca prometió redondamente la extinción antes de ser elegido; y solo respondió al papel de puntos que se le presentó, que daría los pasos por escala hasta llegar al término por las razones que se le diesen; y que esperaba le hiciesen fuerza, según sus antecedentes, para dar gusto a las cortes. He dicho algo a V. E. de esto en mis primeras cartas, atribuyéndose al cónclave y sus manejos la raíz de las dilaciones. Esto no quita que el Papa se haya ligado después, como reconoce y confiesa; y de ello no solo tenemos la prueba nosotros, sino también el rey Fidelísimo, que conserva una carta de puño propio de Su Santidad, en que ofrece y asegura la extinción, como me lo ha revelado el comendador Almada»578.

Clemente XIV temía verdaderamente los asaltos del representante de España; pero el representante de España cumplía las instrucciones de Carlos III, y Carlos III, al dárselas, había atendido a conseguir que se cumpliera la palabra de Clemente XIV. Sobre lo cual raciocinaba Moñino con argumentos que no tenían réplica alguna. «O el Papa (dijo hablando a Bernis luego que llegó a Roma) hizo la promesa con algunas restricciones o equívocos, o llana y simplemente: si lo primero, es visto que desde el principio se ha tratado de engañar al Rey: si lo segundo, no se puede tolerar que se falte a tan reiteradas promesas».579 Más de tres meses había que negociaba ardorosamente, y aún subsistían las vacilaciones, y aún las buenas palabras no pasaban de tales, y aún se explicaba con fundamento de este modo: «Si el Santo Padre dijese que tenía escrúpulos en la extinción; que no hallaba causas o pruebas; que había descubierto algunas dificultades nuevas y graves, se podría tener compasión a la situación en que se halla; pero un Pontífice que sabe más y habla peor de jesuitas que nosotros; que reconoce la razón para arrojarlos de sus Estados y aun del mundo; que confiesa el daño que hacen a la religión con sus escritos y conducta; que no duda de la justicia del Rey y sus providencias, y que apoya con las suyas en los casos particulares de Roma el concepto formado por los soberanos; un Pontífice, digo, que se explica y obra de este modo, solo puede estar detenido por algún remitente que no alcanzamos, y que es preciso quitar de en medio por decoro y amor al bien de la Iglesia y de los Estados católicos».580

De estas reflexiones colegia Moñino que el Papa estaba ligado para no extinguir la Compañía, pues, de no existir un secreto de tal tamaño, carecían de toda explicación sus efugios. Por consiguiente, a fin de evitar este escollo, si lo había de cierto, parecíale llegada la hora de que se hiciera por la parte de Nápoles algún movimiento de tropas, aumentando las que guarnecían a Orbitello, desde donde estarían en disposición de aproximarse a Ronciglione, punto que, en el último extremo, debía de ser ocupado con preferencia a Castro, país desierto y donde no se podía mantener tropa alguna581. Con todo, la corte de Madrid se inclinaba a que la de Nápoles reclamara este último punto, debiéndose concordar Moñino y Tanucci sobre la época y la manera de ejecutarlo, previa la aprobación del soberano de España582. Ya se iba, pues, a apresurar el éxito de la negociación sobre jesuitas con providencias más eficaces que las representaciones de los ministros de las coronas. Moñino seguía haciéndolas muy fuertes y en términos de inducir al Papa a confesar que los mismos jesuitas deseaban la extinción para salir del estado en que se encontraban de terror, de sujeción y de oprobio583; y de moverle también a prorrumpir en quejas, por considerar increíble que se desconfiara de un hombre que tan a las claras se había puesto a mal con los jesuitas, en lo cual aseguraba, no sin fundamento, que hubiera cometido el error más craso del mundo, si su propósito fuera conservarlos584. Pero de todo no sacaba en limpio el ministro español más cosa de sustancia que estas palabras de su jefe: El Rey está sumamente contento de cuanto V. S. hace y dice585.

Ni aun de la carta escrita por Clemente XIV en respuesta a la última de Carlos III se podían augurar efectos más satisfactorios que de los despachos de Moñino desde el fin de la villeggiatura.-«A nuestro carísimo hijo en Jesucristo, Carlos III, rey de las Españas (le decía el Padre Santo), salud y bendición apostólica.-Todo lo que pueda contribuir al público reposo de la monarquía de V. M. será por Nos prontamente procurado y establecido. Tal ha sido nuestra puntualidad sobre los asilos sagrados, cuya multiplicidad hacía que los delitos quedaran impunes, y fomentaba la malicia para cometer sin obstáculo otros nuevos; y así consideramos ser nuestro deber imprescindible atender a, las representaciones que de orden de V. M. se nos hicieron respecto de este punto.

Hasta ahora tenemos motivos para recomendar el sabio proceder del señor D. José Moñino, ministro de V. M., con quien nos hemos franqueado más difusamente sobre el otro punto que menciona V. M. en su veneradísima carta; y esperamos que lo refiera así sincera y verídicamente, no teniendo Nos razón alguna para desconfiar de su honradez.-Desde el primer instante de nuestro penosísimo pontificado hasta el presente hemos tenido la mira, no solo de pensamiento sino de obra, como pudiéramos demostrarlo hasta la evidencia, de encaminar a la total consumación el escabrosísimo asunto. Así no abrigue dudas ni desconfianzas V. M., a quien damos con plenitud de corazón nuestra bendición apostólica, comunicándola a toda la Real familia».586 La estudiada vaguedad de esta carta desdecía notablemente del lenguaje explícito de las anteriores.

Un suceso exterior, y al parecer de poca importancia, sobrevino por aquel tiempo, y a la par vióse de mejor semblante el asunto de jesuitas, que siempre la tenía inmensa. A la caída del marqués de Felino del primer ministerio de Parma, designóle sucesor la corte de Madrid, con beneplácito de la de París y la de Viena, en D. José Agustín de Llano, el oficial mayor de la secretaría de Estado de España que había intervenido en suspender la pragmática del Exequatur nueve años antes, sin conocimiento de D. Ricardo Wall y originando su renuncia. Ahora Llano acababa de sufrir mayor desaire que el de su antiguo jefe, pues, tras dos semanas de esquivar cautelosamente su presencia el infante-duque D. Fernando, hallóse de improviso exonerado del ministerio. Viena y Madrid tomaron por agravio enorme el arranque de independencia de aquel soberano y dieron señales inequívocas de su desabrimiento, María Teresa devolvió cerradas las cartas de su hija la duquesa de Parma, diciendo que para dirigírselas no reconocía otro ministro que D. José Agustín de Llano; Carlos III dispuso hasta que no pasaran por aquel ducado sus correos, y suspendió la pensión de infante que disfrutaba su sobrino; y los representantes español, francés y austriaco recibieron órdenes para salir de Parma. En la exoneración de aquel ministro creyeron muchos descubrir la mano de los jesuitas, sin que esto deba mover a, extrañeza, pues a la sazón estaban tan desconceptuados que, con más o menos fundamento, se les echaba la culpa de todo587.

Cuando el suceso de Parma empezaba a circular por Roma, el Padre Inocencio Buontempi fue a visitar a D. José Moñino. Este le dijo algo de la entereza de la Emperatriz al devolver cerradas las cartas de su hija; anuncióle además la indignación de su Monarca, y observó la terrible sensación que le hicieron tales revelaciones. Poco después el ministro español tuvo audiencia con el Padre Santo, y expuso a Grimaldi lo sustancial de ella como sigue: Inmediatamente que me presenté a Su Santidad, lleno de alegría me dijo:-Quiero sacaros de vuestra aflicción y desconfianza: estoy resuelto desde luego a tomar la providencia de extinción, porque he reflexionado lo mucho que ha de tardar la visita, visto que me gastaron año y medio en la del Seminario Romano. He vacilado mucho sobre la persona de quien me debería fiar, en que he padecido y padezco grandísimos trabajos, y al fin me he determinado a valerme del cardenal Negroni por la antigua experiencia que tengo de su honradez, y por la última que me dió con el Breve de minoración de asilos, del cual no se supo aquí nada hasta que vino la noticia de España. Aunque este cardenal se ha sangrado tres veces estos días, está ya casi bueno, y en el primer despacho que venga le daré la orden con la idea para la extinción del Breve, y le diré que se ponga de acuerdo para las cláusulas con mi carísimo Pepe (así dijo). Podéis tener pronto vuestro plano y hablar con el cardenal luego que os avise; pero cuidado con el secreto y que nadie entienda mis designios. Para las cosas del Estado eclesiástico en este punto, cuento, como os he dicho, con el presidente de Urbino, Acquaviva, después que será promovido. Me han servido infinito las visitas que se han hecho y los pasos que he dado. Por mí, podéis escribirlo todo al Rey por el correo próximo, diciendo que en la primera dominica de Adviento, víspera de San Andrés, se ha salido de todo esto. ¡Y estad alegre588!

Especies igualmente satisfactorias oyeron de boca de Su Santidad los ministros de Francia, Portugal y Nápoles, con agradabilísima sorpresa. «No sé a qué atribuir (decía el español) la repentina mutación del Papa: conozco la gran fuerza que ha hecho la demostración del Rey sobre el suceso de Parma: veo también la aprensión que ha dado la conducta de la Emperatriz Reina en el mismo asunto: comprendo el ascendiente de Buontempi y las conmociones que pude causarle con mi persuasión; y con todo, no creo que, sin haberse soltado algún cabo que estuviese muy asido, o sin un particularísimo auxilio de la Providencia Divina, haya podido el Santo Padre decidirse en los términos que lo he tocado»589.

Hallando el Papa todavía débil al cardenal Negroni en el primer despacho, nada le dijo de la comisión que pensaba darle; tanteóle en el segundo con ciertas precauciones, teniendo presente que se había excusado tiempos antes de visitar el Seminario Romano, y, por lo que la conversación dió de sí, halló fundamento para no abrírsele del todo y fiar el grave negocio a otro sugeto. De resultas, autorizado por Su Santidad, el Padre Buontempi habló con Moñino, proponiéndole en sustitución el prelado Zelada. Perplejo quedó el ministro español por de pronto. Al notarlo Buontempi, manifestóle que, para resolver con tino, se tomara el tiempo que fuera de su gusto, y hasta que, por complacerle, se nombraría otra persona, bien que siempre se había de tropezar en el escollo de ser afecta a los jesuitas, o poco secreta, o poco instruida en el asunto; y que, aun cuando Zelada se había criado con aquellos regulares, sabía su negocio, se acomodaba al tiempo, y dependiendo, como dependía, del Rey Católico por las rentas que tenía en España y del Sumo Pontífice para su promoción, se vería obligado a no faltar y callar para cumplir con todos y no contraer la odiosidad de sus antiguas conexiones, si averiguaban que se había mezclado en estas materias. A pesar de que Moñino conocía mucho a Zelada y le calificaba de uno de los sugetos más problemáticos de Roma, se avino a que se le nombrara, por no verse enredado en otro nuevo laberinto de dilaciones. Conozco (aseguraba) que es arduo el paso en que estoy metido, por el carácter, inclinación y sagacidad de Zelada; pero estoy resuelto a usar con este de todo el vigor y de las artes que, si no me engaño, son necesarias para salir bien. Cuando las cosas llegan a un momento crítico es menester aventurar algo para no perderlas; y más temor tengo de que el Papa no le nombre que de que, una vez nombrado, dejemos de conseguir el fin. Sin embargo, es preciso estar con mucha desconfianza por las grandes astucias, inconsecuencias y debilidades de estas gentes... Veremos ahora lo que se hace con Zelada u otro; yo, asegurado de nuestra razón y de la decisión última, estoy resuelto a entrar en materia hasta con el general de la Compañía590.

Zelada recibió efectivamente orden de Clemente XIV para acordar con D. José Moñino la extensión de la bula, oyendo su plano y conformándose con las especies que le había comunicado y comunicaría Su Santidad para que saliese una obra correspondiente al fin deseado; todo tras de jurar que procedería con la mayor reserva. Sin demora se avistó el prelado con Moñino, quien escribiólo así a Grimaldi: «Hice ver a Zelada con tres palabras todo cuanto tenía que decirle; estas se redujeron a encargarle el secreto, la armonía y la brevedad, acordándole la gran carta que jugaba y cuánto iba a ganar o perder en ella. Hecho esto, le leí e. impuse en la minuta que yo tenía formada con anticipacion para una bula formal; y me parece que no le disgustó su contexto. Después de mis explicaciones le entregué la minuta; y me aseguró que trabajaría y me vería al fin de la semana»591. Con garbo se desempeñó de su promesa, pues el día último del año de 1772 pudo escribir Moñino a su jefe: «Monseñor Zelada examinó y comprobó la minuta o plan de bula que le entregué y lo halló arreglado, colmándome de elogios: me propuso cuatro reparos de corta consideración, que se allanaron inmediatamente, y quedó en dar cuenta al Santo Padre la noche del lunes 28. Efectivamente cumplió Zelada lo ofrecido, y Su Beatitud le añadió algunas circunstancias que miran a dar más vigor a las cláusulas y más facilidad a la ejecución, aunque en algunas de ellas puede repararse, no tanto de parte nuestra como de los romanos. Zelada queda encargado por el Papa de extender la bula con todas las fórmulas de estilo»592.

Al tenor de la mayor o menor esperanza que se podía concebir del texto de los despachos del ministro español en Roma, se ajustaba el agrado o disgusto de su Monarca relativamente a los designios de Clemente XIV. Así dijo el marqués de Grimaldi, contestando a la relación de la primera audiencia después de la villeggiatura: «El Rey se hallaba muy deseoso de recibir las cartas de V. S. del último correo, lisonjeándose de que pudrían traer noticias de las medidas y disposiciones que había tornado el Papa a fin de abreviar el asunto de extinción de los jesuitas; pero se ha llevado chasco, y la satisfacción que esperaba se ha convertido en disgusto. A la verdad, por una parte nos pintó V. S. de tal modo las disposiciones con que fue Su Beatitud a la villeggiatura, que cualquiera se habría equivocado; y por otra, el Rey es un hombre tan lleno de honradez y candor, que fácilmente se inclina a creer que, cuando un soberano llega a dar señas de que ejecutará una cosa, es imposible que deje de efectuarla»593. En respuesta al despacho del 31 de diciembre de 1772 escribía el mismo Grimaldi: «S. M., que tiene ya bastantes testimonios de la buena fe que observa el Santo Padre, y que al mismo tiempo ve con evidencia cuánto se debe al celo de V. S. en el curso de este negocio por la alternativa de tesón y suavidad que ha sabido usar tan oportunamente, queda muy tranquilo por lo que mira a las medidas ulteriores, fiándolo todo al juicio y capacidad de V. S»594.

Desde luego se propuso Zelada acreditar su honradez, contra la que se habían suscitado tantas dudas, y lo hizo con tales veras, que el 4 de enero de1775 llevó ya concluida al despacho la minuta de la bula, con asombro de D. José Moñino y con admiración de Clemente XIV; y hasta manifestó disgusto por haberle encargado este decir a, aquel que hasta que el nuncio de París saliese de allí antes de la promoción, conforme al estilo que había, a fin de evitar etiquetas, no pensaba comunicar la minuta, pues el tal era capaz de enredarles, si se hallara en París cuando apareciese la bula. Zelada, que no estaba en los antecedentes, creía que en la hora se iba a formular y publicar la providencia, y, una vez dada a luz, no alcanzaba lo que podía enredar el nuncio. Sin embargo, el Papa declaraba explícitamente que ya no quería dilaciones, y que la salida del nuncio de París sería cosa de poco tiempo. Corto fue también el que empleó en leer y aprobar la minuta con algunas ligeras modificaciones595. Ya próximo Clemente XIV a terminar el arduo negocio, le asaltó una zozobra, que añade gran lustre a la dignidad de su carácter y a la pureza de sus sentimientos. Influido por aquella zozobra, habló con Zelada en dos diferentes audiencias del modo que refiere Moñino en dos diversos despachos. «Me confió Zelada (se lee en el de 14 de enero) que al Santo Padre se le había escapado con alguna tristeza la especie de que sentiría que se atribuyese esta resolución a algún pacto del cónclave, a lo cual le satisfizo diciendo que nadie como él sabía que no podían tocar semejante punto, porque constaba muy bien que el embajador D'Aubeterre había querido persuadir a Azpuru que se impidiese la publicación de la elección por, no tener confianza del cardenal Ganganelli, y que esta era una cosa pública. A esto me aseguró Zelada haber añadido que hasta los jesuitas, excepto algunos, deseaban salir de este mal. Paso; y como el Papa le hubiese dicho que yo auguraba buenos efectos de esta providencia, le repuso Zelada que por ello no merecía mi profecía grande estimación, pues el decir que la tierra quedaría mojada después de haber llovido era una verdad de Pero Grullo (así me dijo), con la cual estaba conforme toda Roma.» A la otra semana, y el día 21 de enero, comunicaba lo siguiente: «Me reveló Zelada que el Papa había vuelto al desahogo que algunas veces ha tenido sobre si se diría que este negocio había dimanado de algún pacto del cónclave; pero que el mismo Zelada le había disuadido de esta ocurrencia, persuadiéndole que la desechase como tentación del demonio. También le dijo el Santo Padre que ya veía el tiempo que se había tornado y cuánto había rogado a Dios para que le iluminase y diese acierto en esta materia. A que Zelada repuso que el público no solo estaba satisfecho y persuadido de que había implorado la asistencia de Dios, sino que creía que le había tentado con las dilaciones e. irresoluciones en punto tan importante. Como Su Santidad le preguntase en qué consistía el haber tentado a Dios, le respondió Zelada que muchos pensaban que con el tiempo esperaba Su Beatitud alguna revolución o muerte que variase las circunstancias; y aunque esto no se debía creer de la rectitud de Su Santidad, los que opinaban de este modo le ponían en este caso; y así, que se dejase el Santo Padre de detenciones, porque era visto que la Providencia, según el progreso de las cosas y la insistencia de los príncipes, estaba declarada por la resolución que había tornado. Aseguró Zelada que esto hizo impresión al Papa.»

Nuevos embarazos se le ofrecieron sobre las formalidades para la expedición de la bula; pero desvanecióselos Moñino inclinándole a que saliese la providencia por Letras en forma de Breve; y, convenido así, la minuta fue enviada por fin el 11 de febrero al rey de España596, quien, de resultas, escribía lleno de alborozo a Tanucci: «Deja que, antes de continuar a responderte, te dé la gustosísima y tan importante noticia para nuestra santa religión y para toda nuestra familia de haberme en fin enviado el Papa la minuta de la bula in forma brevis de la extinción de, los jesuitas, según bien sabes que yo siempre lo he esperado, y muy a mí satisfacción, pidiéndome que la comuniqué al Rey mi muy amado hijo, al de Francia, al de Portugal y a Viena con el mayor secreto, lo que voy a ejecutar luego que estén sacadas las copias que se necesitan, como más distintamente verás por lo que he mandado a Grimaldi que te escriba, enviándote un resumen de ello para que informes al Rey, ínterin que va por el correo siguiente copia idéntica de ella; y demos muy de veras las debidas gracias a Dios, pues con esto nos da nuestra quietud en nuestros reinos y la seguridad de muchas personas, que no podía haber sin esto»597.

Copias de la minuta del Breve sobre extinción de jesuitas fueron enviadas con cartas autógrafas de Carlos III a Francia y Viena el 5, a Portugal el 6, y a Nápoles el 9 de marzo. Entre tanto los jesuitas procuraban por medios oblicuos inducir al Papa a continuar en las vacilaciones, trasluciéndose que ya caminaba resueltamente a la terminación del trascendentalísimo negocio. «No es poca fortuna (escribía Moñino) que el Santo Padre se mantenga, al parecer, firme, porque le han empezado a melancolizar con agüeros de una muerte próxima, y aun se la llegaron a pronosticar para esta semana segunda de Cuaresma. Como el Papa ha padecido estos días unos flatos en el vientre, que él mismo creyó ser reumáticos, le hemos observado todos con el ánimo abatido, naciendo esto sin duda de aquellas insinuaciones diabólicas. Procuramos darle valor y alegría, y por mi parte no se perdona diligencia para lograrlo, así por medio de los ministros de las cortes como por otros conductos. No extrañe V. E. estos inicuos medios de los contrarios, supuesto que ha habido audacia para defender la especie de que el Rey nuestro Señor había perdido la cabeza. ¡Es increíble hasta dónde llegan la perversidad y la calumnia de los que maquinan estos enredos!»598. En otro despacho decía Moñino a Grimaldi: «El maestro Buontempi me reveló que había habido una carta de un obispo, el cual por sí, y con referencia a un personaje del consejo de la Emperatriz, recomendaba al Papa los jesuitas, y le proponía las dificultades de aquella corte para la extinción. Este fraile ha estado tan fino, que, siendo a él a quien se entregan las cartas de Su Santidad, no le ha mostrado esta, considerando el regiro que en ella había, los malos efectos que podía producir, y la presunta voluntad del Santo Padre, que algunas veces le ha encargado no le moleste con estas cosas cuando se conoce el fin»599. Y añadía en posdata: «Acaba de mostrarme Buontempi la carta de que hablo a V. E.; es del obispo de Goriria en el Friuli; acompaña con ella una copia del capítulo de carta del personaje que cita, con fecha 23 de febrero: no es tan mala como yo pensaba la noticia que da el tal personaje al buen obispo, pues supone que la Emperatriz no está en ánimo de oponerse a la extinción por el bien de la Iglesia, si el Papa la cree conveniente, aunque funda y supone que S. M. Imperial no tiene motivo para desear que se haga dicha extinción, antes si para lo contrario.»

Desesperanzados los jesuitas de hallar en los soberanos católicos patrocinio, se aventuraban a solicitarlo de los que no lo eran, según consta del siguiente párrafo de carta, circulada entonces y escrita a D'Alembert por el gran Federico II: «A vueltas de todas estas diversas agitaciones, va a ser extinguido completamente el instituto de los jesuitas; y el Papa, después de haber titubeado largo tiempo, cede al fin, según dice, a las importunidades de los hijos primogénitos de su Iglesia. He recibido a un emisario del general de los Ignacianos, que me insta a declararme abiertamente protector de esta orden; yo le he contestado que, cuando Luis XV tuvo por conveniente suprimir el regimiento de Fitz-James, no creí de mi obligación interceder por aquel cuerpo, y que el Papa era muy dueño de hacer las reformas que considerara oportuna en su casa, sin intervención de los herejes».600

A las cartas de Carlos III respondieron todas las cortes en sentido favorable a la extinción de la Compañía. Ocioso parece decir cómo fue la respuesta de Fernando de Nápoles dirigiéndosela a su padre y habiéndosela dictado Tanucci. En su correspondencia con este manifestaba el monarca español cómo fueron las de los demás soberanos. «Tengo el grandisímo gusto de poderte decir (escribía el 30 de marzo) que he recibido las respuestas de Francia y Portugal aprobando totalmente, según yo lo deseaba y sin el menor reparo, la minuta que me envió el Papa, lo que conviene tener con el mayor secreto; y espero en Dios que la respuesta de Viena venga también según deseo.»-«Te pido que quieras ayudarme a dar a Dios muy particulares gracias (escribía el 27 de abril) por la respuesta de Viena, que también he recibido, tocante a la extinción de los benditos jesuitas, cuya copia he mandado a Grimaldi que te envíe, para que se la hagas presente al Rey mi muy amado hijo, guardando el secreto debido; y verás por ella que no se opone a lo principal, y que en lo demás no te has engañado en el juicio que hacías de aquella corte. Y también te dirá las órdenes que en vista de ello envío a Moñino, y espero de la infinita misericordia de Dios que todo se pueda componer, y que veamos presto la conclusión que deseamos de este importantísimo negocio, para bien de nuestra religión y quietud y seguridad nuestra.»

Razón asistía a Carlos III para congratularse de las respuestas de dichas cortes. Luis XV le decía que siempre había deseado que tuviera una satisfacción completa en el buen desenlace de este negocio; José I le acompañaba en calificar de feliz el día en que se realizara un acontecimiento que decidiría la tranquilidad de la Iglesia universal y aseguraría a todos los príncipes católicos sus personas y cetros; la emperatriz María Teresa le significaba que, no habiendo ocurrido nada que hubiera cambiado su opinión desde 1770, y sin embargo de su constante estimación hacia la Compañía por su celo y buena conducta en aquellos Estados, no opondría obstáculo ninguno a su supresión si el Santo Padre la hallaba justa, conveniente y útil a la union de la Iglesia, aunque sin concederle el derecho de disponer de los bienes de la Compañía, cláusula que no admitiría nunca, por considerarse con derecho a solicitar que se la tratara como a España y Francia601.

Remitidas a Moñino las respuestas dadas por las cortes, se hubieron de suprimir, en virtud de la de Viena, las cláusulas de la minuta del Breve que se referían a la aplicación de las temporalidades de los jesuitas y a la excepción de los monarcas expelentes. Negroni, secretario de Breves, tuvo orden de Su Santidad para extender el de extinción, con los demás que, para ejecutar la providencia, se debían dirigir a los nuncios y comisionados en número de diez y siete o diez y ocho. Aun cuando en cada uno no se gastase más de un día para extenderlo (expresaba Moñino el 3 de junio) y tres o cuatro para el de extinción, compone este tiempo una dilación de veinte y dos o veinte y tres días, y debiendo añadir los de algún desahogo que habrá de tener la persona que los escribe, y el sistema de comodidad de las gentes de esta curia, conocerá V. E. que hasta ahora no se ha perdido tiempo, por no haber más que diez y ocho días desde aquel en que Su Santidad entregó la minuta a Negroni. Como, según tengo manifestado a V. E., no se puede confiar la escritura sino a manos determinadas, para evitar las infidelidades, que aquí son tan frecuentes, y que entregasen tal vez la minuta al general de la Compañía, ha sido preciso acomodarse a esta dilación inevitable en términos de prudencia y política.

Seguía, pues, su curso natural el asunto de los jesuitas al par que se ponían improvisamente sellos al archivo del Noviciado en Roma, y que ensayaba Malvezzi la extinción en su diócesi de Bolonia, despidiendo de sus casas a los novicios y a los no profesos de cuarto voto, y vedando a los demás la predicación y la enseñanza, cuando la presencia de Giraud, que volvía de la nunciatura de París agraciado con el capelo en una promoción reciente, de la cual salió también purpurado Zelada, vino a amenazar con un nuevo tropiezo. «Sin embargo de que el Papa no dió audiencia a los ministros en los días asignados, excusándose con la ocupación de las fiestas de Pentecostés y sus capillas (decía Moñino en el ya citado despacho de 3 de junio), me hizo avisar que me recibiría en la mañana del martes 10 del corriente, porque teníamos qué discurrir. En efecto, habiendo visto a Su Santidad, me significó que había sabido la intención de las cortes de restituir a Benevento y Aviñón. V. E. hará memoria que en carta de 13 de abril me insinuó que podía asegurar a las gentes que rodean al Papa el ningún temor que debían tener sobre este asunto; y el cardenal de Bernis, que tenía iguales órdenes, concurrió conmigo a tranquilizar estos ánimos, que se mostraron muy confiados y satisfechos. Con este antecedente me añadió el Santo Padre que, viniendo antes de la publicación del Breve la noticia de mandarse restituir aquellos Estados, podría dar un buen día a Roma, acreditar que no se había hecho prenda de ellos para la extinción ni entraba en parte de pago de esta providencia, y preparar los ánimos para publicarla con gusto universal y satisfacción suya. Fundado el Santo Padre en estas razones, me dió a entender que estaba resuelto a obrar de este modo, asegurándome con las mayores protestas que era un punto fenecido, y que no se debía dudar de la ejecución de él. Me añadió Su Santidad que estaba conforme en escribir a la Emperatriz Reina una carta adecuada a los deseos de aquella princesa, según que yo le había sugerido, y que así lo podría avisar. No es fácil que yo pueda escribir a V. E. la sorpresa con que recibí esta nueva especie del Santo Padre, y aunque se amontonaron en mi cabeza las consideraciones que me ocurrieron de muchas malas consecuencias, inconvenientes y desconfianzas, pude reflexionar que, si tomaba el partido de oponerme abiertamente, entraría en el Papa el recelo, que tal vez le habrán dado, de que pensábamos coger el fruto de la negociación y no mostrar después nuestra gratitud; y, si consentía un pensamiento tan astuto, el cual puede envolver perversos designios, aventuraba el feliz éxito en el momento preciso de verificarse. En medio de estas agitaciones tomé el partido de esforzarme a manifestar al Papa una gran serenidad y decirle que, en el pensamiento que le había ocurrido, no habría inconvenientes si Su Santidad con él no se expusiese, como yo creía, a perder su concepto con las cortes por la inconsecuencia que encontrarían entre esta idea y las explicaciones antecedentes que me había hecho de su ánimo; que podía acordarse de las muchas veces que me había dado a entender no quería hacer pacto para venir a. la extinción, excusándose siempre de entrar en materia sobre Aviñón y Benevento; que los enemigos de Su Beatitud no perderían la ocasión de pintarle como persona de carácter artificioso, disimulado e inconsecuente, y de destruir toda la buena semilla que habíamos procurado sembrar los ministros sobre su generosidad, probidad y desinterés; y que, siendo uno de los mejores frutos que habían de resultar de la ejecución de la providencia la confianza recíproca y la amistad de las cortes católicas, tan conveniente para el bien de la religión y decoro de la Santa Sede, se podría perder todo en un instante con esta ocurrencia. Fue mucho lo que el Papa se inquietó y afligió con mis reflexiones, rogándome que no le angustiase ni metiese en dudas y temores; pero con mucho respeto le hice presente la necesidad que tenía un hombre de bien de hablar. claro, aun cuando sintiese disgustar, para satisfacer su honor y conciencia... Duró la conversación dos horas, sin que se concluyese cosa alguna, y yo me retiré con la desazón y pesadumbre que V. E. puede considerar.

He sabido por cartas de Florencia de este correo que el ministro inglés publicaba en aquella corte que ya la dificultad sobre la extinción no consistía más que en decidir si había de preceder a ella o no la restitución de Aviñón y de Benevento; y aunque puede ser casualidad, todo me da a sospechar de que hay alguna mano oculta que ha reservado precisamente esta arma para el último recurso de dilación, introduciendo en el Papa la desconfianza y aumentando los temores que son tan propios de su genio. He hablado con el cardenal de Zelada, quien, antes de su despacho del lunes próximo, se pondrá de acuerdo conmigo para batir al Santo Padre, y creo que lo hará con eficacia. También lo hará el cardenal Bernis, con quien igualmente he hablado, y este ministro opina que Giraud es quien habrá movido esta máquina, por los antecedentes que tiene de su espíritu intrigante y de sus ideas. Mañana, que debe buscarme el confesor de Su Santidad, hablaré con él y le dispondré, siendo mi dictamen y el de Bernis que absolutamente conviene usar del tono alto y fiero, en que no me descuidaré, pues así como este medio nos ha conducido al estado en que nos hallamos, debe ser el que nos saque de la última jornada. Separadamente estrecharé al cardenal Negroni a que se concluya la extensión de los Breves; y V. E. puede estar seguro de que, en cuanto penda de mis fuerzas, nada omitiré para terminar este negocio fastidioso y molesto, y evitar que seamos burlados de estas gentes.»

Asegurando Moñino a Grimaldi, en carta confidencial de la misma fecha, que necesitaba de toda la asistencia de Dios para no desbarrar, y que, permaneciendo mucho en Roma, esperaba alcanzar la palma del martirio, dijo que, si el Papa se obstinaba en su nueva idea, lo parecía conveniente no perder tiempo en que se enviaran las órdenes sobre la restitución de aquellos Estados, aunque no se declararan sin recoger ejemplares auténticos del Breve para remitir a las cortes. Plan suyo era asimismo que mediara Clemente XIV para la reconciliación del infante-duque de Parma con Carlos III y Luis XV, y que luego intercediera aquel para la restitución de Benevento y Aviñón a la Santa Sede602. Así la corte de Parma figuraría como el iris de paz, tras haber sido la manzana de la discordia; pero no se pudo realizar tan buen deseo, porque Francia se opuso malamente a que interviniera en asuntos de familia un extraño, cual si mereciera esta calificación entre católicos el vicario de Jesucristo.

«Acaba de visitarme el maestro Buontempi (añadía el ministro español en carta confidencial) sin duda para explorarme de resultas de mis explicaciones con el Papa. Dejo a la consideración de V. E. la descarga que he hecho sobre este fraile, que ha sido terrible y le ha llegado al punto de exclamar diciendo: ¡Pluguiera a Dios que no hubiera nacido nunca San Ignacio! Me ha rogado que no escriba nada de la especie de Aviñón y de Benevento.» Semejante súplica revelaba de sobra que el Papa no insistía ya en la restitución previa de aquellos territorios. Claramente se lo dijo al representante de España en la audiencia del 7 de junio, si bien añadiendo que, antes de hacer la intimación del Breve, quería ocupar varios efectos de jesuitas y diferentes papeles, por convenir que no se oscurecieran unos ni otros. «Conocí al instante (escribía Moñino) que, no habiendo podido lograr la idea de suspender la publicación del Breve con pretexto de la restitución previa de Benevento y Aviñón, se buscaban otros medios para conseguir esta, y que todo nace de la desconfianza que han podido sugerir contra nosotros. No pude menos de manifestar a Su Beatitud un grandísimo disgusto por las nuevas dilaciones que se meditaban, haciéndole ver que las ocupaciones de efectos y papeles debían ser coetáneas o consiguientes a la ejecución del Breve. Sin embargo, se obstinó el Santo Padre en que era absolutamente necesario y en que pasaría poco tiempo para ello. No obstante que llegaron nuestras altercaciones a un punto muy alto, sufriéndome Su Santidad las expresiones más ardientes y vigorosas, y diciéndome que estaba hipocondríaco, y que solo de este modo creía que yo pudiese inquietarme y dudar de su buena fe, quedó el Papa, no obstante, en firmar el Breve, luego que se lo llevara el cardenal Negroni, y no dilatar sus pasos y providencias. El cardenal ofreció llevar el Breve el martes de esta semana, lo que creo habrá cumplido, porque tengo experimentada su verdad; pero todavía falta la extensión formal de otro y la impresión del principal»603. Diez días después se dirigía en estos términos á Grimaldi: «Poco tengo que añadir a lo que expuse a V. E.; el Papa firmó en efecto el Breve de extinción, y además se ha valido de mí para que se imprima con todo secreto, evitando las consecuencias de infidelidades que temía en la imprenta de Cámara o en otra cualquiera mano de quien se hubiese de fiar el cardenal Negroni. No deja de embarazarme algo este encargo material, por la ninguna satisfacción que se puede tener aquí en persona alguna; pero, con todo, se saldrá de él como se pueda. Sin embargo de esto, no sólo persiste el Papa en hacer las diligencias previas y ocupaciones, de efectos y papeles en Ferrara, Urbino y Fermo, sino que ha hecho extender ya los Breves para ello, y creo que a estas horas irán caminando, según me dijo en la audiencia que tuve el domingo 15, y me repitió al oído en la noche del martes 15, al tiempo de presentarle a D. José Agustín de Llano».604 -«Tengo muy poco que decir a V. E. (volvía a escribir el 24 de junio) en el mismo asunto, pues persistiendo el Papa en las ideas que manifesté en mi carta del correo próximo anterior respecto de los colegios de Ferrara, Urbino, Sinigaglia y Fermo, sólo pude oír de Su Beatitud en mi última audiencia la iniciativa o desahogo de que dejase pasar la fiesta de San Pedro, y que, supuesto que yo cumplía el año de mi entrada en Roma el 4 de julio siguiente, vería por entonces con poca diferencia verificadas sus intenciones en el todo.»-«Lo digo todo en la de oficio expresaba en la confidencial de la misma fecha), y solo añado que he puesto en este palacio la imprenta y que habremos de satisfacer el gasto de impresión, porque no me parece decente formar después una cuenta y pedir al Papa su importe.»

Por el correo de 10 de julio puso ya Moñigo en noticia de su Gobierno, cómo estaba nombrada una congregación de cardenales para que, luego que se publicara la extinción de la Compañía, entendiera en los recursos de la ejecución y procediera sobre las contravenciones, sátiras y otras incidencias. Al elegir esta congregación quiso el Santo Padre que fuera superior a todas, inclusa la del Santo Oficio, en todo lo relativo a su encargo, para que impusiera más temor y respeto. La componían Marefoschi, Corsini, Zelada, Carrafa y Casale: de los tres primeros tenía gran satisfacción Moñino; de los dos últimos ninguna: dos prelados, Pallota y Alfani, iban a ser agregados a los cardenales aquel era tesorero de la Cámara y este muy contrario de jesuitas. Al final de las dos cartas, la confidencial y la de oficio, dolíase de las indecibles fatigas que le costaba mover al Papa a que fuera con la prisa que ya requería el asunto. Zelada y Buontempi le auxiliaban concordes: tenía certeza de la sinceridad del primero y dudaba sobre las intenciones del segundo.

Si hubiéramos de seguir el texto de los que no escrupulizan viciar torpemente la historia con patrañas, retrataríamos ahora a Clemente XIV solo y a las altas horas de la noche, firmando con lápiz y sobre una ventana del Quirinal el Breve de extinción de los jesuitas, y cayendo sin sentido en tierra, donde fingen que estuvo hasta la mañana siguiente. Acto continuo le presentaríamos casi desnudo sobre el lecho y víctima de la desesperación, diciendo entre sollozos: ¡Dios mío! ¡Estoy condenado! ¡El infierno es mi morada! ¡Ya no hay remedio!-Y por fin levaríamos a su cabecera al cardenal Simone, deseoso de tranquilizarle y sin poder venir a cabo de restituirle a la calma. -¡Ah! ¡He firmado el Breve! diría el Papa.¡Ya no hay remedio!-Y el cardenal:- Todavía hay uno, Santo Padre; el de retirar el decreto.-Y el Papa: -¡Imposible! Se lo he entregado a Moñino, y a la hora de esta quizá ha partido ya el correo que lo lleva a España.-Y el cardenal: -Pues bien, Santo Padre; un Breve se revoca por otro Breve.-Y el Papa:-¡Imposible! ¡Estoy condenado! ¡El infierno es mi casa! ¡Ya no hay remedio!605

Nada más distante de la verdad que tan melodramática farsa. Lo acaecido consta puntualmente en la correspondencia del ministro de España. Este escribía a Grimaldi entonces: «A costa de grandísimo sufrimiento, actividad y quimeras, vamos avanzando los pasos que se pueden; no sé si en todo este mes saldremos del asunto; pero estos son mis designios... Buontempi, que me ha traído las cartas, me ha pedido la protección del Rey contra los infinitos enemigos que le trae y le traerá este negocio, y se la he ofrecido, y sólo falta el modo de explicar esta protección de un modo perceptible en tiempo oportuno: el mismo religioso me ha asegurado que se está extendiendo a toda prisa el Breve para la congregación de que he dado cuenta606... Hay alguna variación en los prelados que deben asistir a la congregación, pues en lugar de Pallota concurrirá Macedonio como secretario, y me alegro, porque es persona de toda mi confianza. Este me ha confiado la correspondencia del cardenal Malvezzi, arzobispo de Bolonia, que es excelente, y en ella ha hecho al Papa grandes y sólidas reconvenciones. Tenga V E. paciencia, pues con ella iremos arribando al término»607. Su Santidad tornaba a la sazón los baños de costumbre, y así no recibía a nadie: Zelada, enterado de todo, mas ligado con juramento a no revelar cosa alguna, se recataba hasta de Moñino, y éste no sabía de fijo nada; y tan era así, que a los dos días de firmado el Breve escribía a Tanucci que aún había tenido necesidad de disparar su arcabuz, cargado con la conocida metralla, y que temía que fuese menester otra descarga, pues a cada paso nacía un tropiezo. De 21 de julio es la fecha del Breve de extinción de los jesuitas, y ya era el 29 del propio mes cuando Moñino se expresaba con Grimaldi de este modo: «Acaba de estar conmigo el Padre Buontempi, y me ha dicho que S. M. puede publicar y mandar ejemplares a todas las cortes que quiera, puesto que nada falta sino esperar los días proporcionados al arreglo material de estas cosas, y a que nuestro correo esté cerca de Madrid. Me ha confiado que Su Santidad señala dos teólogos para la congregación ejecutiva además de los cinco cardenales y dos prelados. Echando yo de menos alguna autorización del ejemplar del Breve, me dicen estas gentes que no es necesaria, supuesto que va para noticia, y que por el canal ordinario debe ir después en toda forma. No obstante mis reconvenciones, insisten en ello por guardar sus estilos, que aquí forman un levítico inquebrantable... Almada y Bernis remiten sus ejemplares en igual forma. Ha sido preciso conformarme, pues no han de querer desmentir tantas pruebas instrumentales y de testigos... Yo no retardaría divulgar la especie, y a este fin acompaño algún número de ejemplares. Quedo en hacer el gasto de la imprenta, como V. E. me insinúa.»

Hasta que en la noche del 16 de agosto fue notificado el Breve de extinción a los jesuitas de Roma, no circuló tan importante documento en debida forma, siendo remitido directamente a los nuncios para que lo comunicaran a los reyes. Se procedió con tal sigilo, que hasta dos días después no supo el ministro de España que al propio tiempo se había expedido una circular a todos los obispos de la cristiandad para que tomaran posesión de los bienes de los jesuitas, contra lo estipulado. Por obrar misteriosamente se incurrió en este yerro, enmendado al punto a consecuencia de la reclamación que hizo Moñino por conducto de Zelada, y de cuyas resultas solo quedó vigente la circular para los Estados Pontificios. Nada hubo, pues, de lo que se ha inventado sobre la manera de firmar Clemente XIV el Breve de extinción de los jesuitas: al mismo tiempo que Moñino remitieron un ejemplar los ministros de las demás cortes a sus monarcas; y hasta cerca de un mes de firmado no circuló en debida forma608.

Examinado con imparcialidad el Breve de 21 de julio de 1773, se le halla modelo de argumentación vigorosa y sana doctrina, según se puede comprender por lo sustancial que contiene. Clemente XIV, desde su elevación a la silla de San Pedro, trajo a la memoria el ministerio de paz y reconciliación universal preceptuado por Jesucristo a los Apóstoles con el ejemplo y la enseñanza. Constituido por la Divina Providencia sobre las naciones para cultivar la viña mística y conservar el edificio de la religión cristiana, mostróse pronto a plantar lo útil y a estirpar lo nocivo a la quietud de ella, considerando que, si la Santa Sede había fomentado y enriquecido con privilegios y exenciones a las órdenes religiosas, por lo mucho que ayudaban a lograr el bien del pueblo cristiano, una vez sobrevenido el caso de, no producir alguna de ellas tan buen fruto, no había tenido embarazo en reformarlas o suprimirlas. Tras de citar ejemplares de supresiones de órdenes religiosas hechas por los Papas, omitiendo el prolijo método de seguir las causas por los trámites judiciales, ateniéndose únicamente a las leyes de la prudencia, y usando de la plenitud de su potestad, sin permitir que las órdenes que iban a ser extinguidas hicieran sus defensas en tela de justicia, mencionaba el objeto para qué fue erigido el instituto de San Ignacio; las quejas a que dieron margen sus individuos; la visita apostólica pedida contra sus inmoderadas exenciones y contra la forma de su gobierno por Felipe II, decretada por Sixto V y no efectuada por causa de su muerte; la nueva confirmación de la Compañía, hecha por su. sucesor Gregorio XIV; la insuficiencia de la prohibición que puso este Sumo Pontífice de impugnar directa o indirectamente el instituto y sus constituciones, y de intentar en ellas novedad alguna; el continuo clamoreo contra su doctrina, tenida por muchos como repugnante a la fe católica y a las buenas costumbres; la multiplicación de las acusaciones, fundadas muy principalmente en su codicia por adquirir bienes temporales; la esterilidad de las providencias tomadas por los soberanos contra su afán de mezclarse en las cosas del siglo, a pesar de lo resuelto en la quinta congregación general por los jesuitas y de lo decretado por Paulo V; y el no mayor provecho de las constituciones publicadas por varios Papas, desde Urbano VIII hasta Benedicto XIV, para que se abstuviera la Compañía de intervenir en los negocios seculares, de suscitar contiendas y de sostener opiniones fundadamente condenadas por la Santa Sede como escandalosas y no morales.

Viniendo a los tiempos de su inmediato antecesor, calificábalos el Papa de más críticos y turbulentos, pues se acrecentaron las quejas contra los jesuitas y acaecieron tumultos y discordias, de cuyas resultas se encendieron enemistades y odios en los ánimos de los fieles; llegando el desorden a tal extremo, que príncipes de innata piedad, como los de España, Francia, Portugal y las Dos Sicilias, y a quienes venía como por herencia su liberalidad hacia la Compañía, se habían visto precisados a expelerla de sus reinos y a solicitar la entera supresión de ella para reconciliar a todo el orbe cristiano, si bien por fallecimiento, de Clemente XIII quedaron en suspenso el curso y éxito de aquella instancia, reproducida y acompañada con dictámenes de muchos prelados y otros varones esclarecidos por su dignidad, virtud y doctrina, apenas le sucedió en el pontificado.

Con deseo de resolver acertadamente se había tomado mucho tiempo, no solo para reflexionar y deliberar con maduro examen sobre tan grave asunto, sino también para pedir auxilio con llanto y oración al Padre de las luces, cuidando de que le ayudaran también los fieles con sus frecuentes oraciones y buenas obras. Después de recurrir a tantos medios, asistido e. inspirado, según confiaba, del espíritu divino, y obligado por su ministerio a conciliar, fomentar y afirmar hasta donde alcanzaran sus fuerzas el sosiego de la república cristiana, y a remover lo que la pudiera causar daño, por mínimo que pareciese; convencido de que la Compañía de Jesús no podía ya producir los frutos y utilidades para que fue instituida, aprobada y enriquecida con tantos privilegios, y de que antes bien apenas o de ninguna manera se legarían a armonizar su conservación y el restablecimiento de la paz de la Iglesia; con maduro acuerdo, de cierta ciencia y con la plenitud de la autoridad apostólica, suprimía y extinguía la Compañía; abolía y anulaba sus oficios, ministerios y empleos; sus estatutos, usos, costumbres, decretos y constituciones; y declaraba por tanto perpetuamente abolida y extinguida la autoridad del prepósito general, de los provinciales, visitadores y otros cualesquiera superiores.

Al tenor del plano de D. José Moñino, miraba el Sumo Pontífice a la suerte de los religiosos suprimidos, según su clase; prohibía bajo pena de excomunión mayor suspender la ejecución de la providencia ni aun socolor de aclarar dudas, y hablar o escribir en pro o en contra de la extinción y de sus causas; exhortaba a los príncipes a coadyuvar a que el Breve tuviera exacto cumplimiento; y a los fieles a que, guiados por el espíritu de la caridad evangélica, aborrecieran las ofensas, enemistades, discordias y asechanzas. Por último, decretaba que aquellas Letras fueran siempre y perpetuamente válidas, firmes y eficaces; y surtieran y obraran plenos e. íntegros efectos; y se observaran inviolablemente por todos y cada uno de aquellos a quienes tocara y perteneciera, y de cualquier modo tocare o perteneciere en lo sucesivo.

Todos los Estados católicos obedecieron prontamente el Breve de Clemente XIV; los que se habían mantenido silenciosos, por humildad y respeto; los que lo solicitaron uniformes, con veneración y alborozo.




ArribaAbajoCapítulo VI

Armonía entre las Cortes Católicas y la santa Sede


Resumen de lo concerniente a jesuitas.-Necesidad que tuvo el Papa de extinguir su instituto.-Restitución de Aviñón y de Benevento.-Desobediencia de los jesuitas de Rusia y Prusia.-Pruebas auténticas de no ser verdad que perdiera Clemente XIV el sosiego desde que suprimió la Compañía.-Cuándo y por qué empezó su zozobra.-Su enfermedad y muerte.-¿Fue de veneno?-Cónclave de 1714 a 1775.-El cardenal Braschi.-Su elevación al pontificado.-Triunfo del regalismo.-Justificación de sus defensores.-¿Qué vacío dejaron los jesuitas en España?

Tras de referir a la larga tan graves y complicados sucesos, es menester avalorarlos sucintamente, asentando como principio que una orden religiosa nace porque la autoridad espiritual la crea o sanciona, y muere desde que la suprime y anula; y aparece y prospera en tal o cual Estado porque la autoridad temporal la admite y patrocina, y acaba allí porque la expulsa o la disuelve. Con iguales prerrogativas que las de Carlos I para admitir a los jesuitas, dispuso Carlos III su total extrañamiento de España: usando idénticas atribuciones supremas obraron, Paulo III, al crearlos por súplicas de Ignacio de Loyola, y Clemente XIV, al extinguirlos a instancias de los monarcas español, francés y siciliano: lo cual legitima ambas providencias, tan necesarias como justas. Donde la Inquisición ejercía el predominio que en nuestra patria, se hizo oposición fuerte y constante al instituto de Loyola por los que en el siglo XVI siguieron la voz de Melchor Cano, lumbrera de sabiduría; en el XVII la de D. Juan Palafox y Mendoza, espejo de prelados609; en el XVIII la de D. Melchor Rafael de Macanaz, político inteligente, perseguido por la calumnia, varón insigne de los que más honran a España; y durante la no interrumpida contienda clamaron los obispos contra sus grandes privilegios; las universidades contra su anhelo por monopolizar la enseñanza; los moralistas y teólogos contra la laxitud de sus opiniones; los jurisconsultos y estadistas contra su codicia insaciable y su ambición desapoderada. Hasta el advenimiento de los Borbones al trono de ambos mundos no tomaron los jesuitas entre nuestros mayores la posición que solían para hacer sentir su influencia desde el confesonario de los reyes. Como las victorias de la opinión pública son seguras, por mucho que se la contrarle, y ya entonces estaba muy pronunciada contra los jesuitas, a la par que Felipe V los protegía y elevaba al mayor valimiento, no los quisieron admitir o los expulsaron algunas poblaciones de su recinto, y hubo escritores que censuraran sus opiniones y procederes, letrados que defendieran enérgicamente las regallas, y ministros que negociaran concordatos. Cuando Fernando VI no quiso ya confesor de la Compañía, se dieron por ofendidos sus miembros; y, de haber estado a su alcance, jamás Carlos III empuñara el cetro de España. No obstante, este Príncipe, tan celoso de su dignidad como sin par en la cordura, aun viendo que José I los expulsaba de Portugal y Luis XV de Francia, los mantuvo hasta que, hallándolos autores de los desórdenes que pusieron en conflagración general sus dominios, se resolvió a dictar la pragmática de 2 de abril de 1767, y satisfizo el principal deber de un monarca, restableciendo la tranquilidad pública y afianzándola del todo. A la calidad de padre amoroso de sus pueblos juntaba la de hijo reverente de la Iglesia: además de ciudadanos españoles eran católicos sus vasallos: estéril creía la paz material sin la de las conciencias; y de que los jesuitas poni el anhelo todo en turbarla, haciéndose fuertes desde Roma, vio los preludios en el Monitorio contra Parma, raíz de la union íntima de los Borbones para solicitar la extinción de los jesuitas.

Sin remedio pronunciara Clemente XIII sobre tal instancia su fallo, si a la sazón no le sorprendiera la muerte. Débil para mandar, como firme para resistir y mártir para padecer, al cabo de más o menos lentitudes no le quedara otro arbitrio que el de decidir de la suerte de aquella orden religiosa. En vista de la hostilidad de España, Portugal, Nápoles y Francia hacia los jesuitas, y de la indiferencia de Viena, ¿cuál fuera su tallo? Entre conservar un instituto, a que personalmente era afecto, y vivir en concordia con los príncipes cristianos, ¿qué hubiera decidido? Después de meditar sobre las funestas resultas de la Bula Apostolicum pascendi y el Monitorio contra Parma, y ya patentizado el espíritu de las cortes borbónicas por la ocupación de Aviñón y de Benevento y por la repugnancia de sus ministros a negociar con Torrigiani, ¿cómo contestará a la instancia de los Borbones?

A que la ardua cuestión se resolviera dentro del conclave propendió España, y se opuso el Sacro Colegio: aun estando divididos los cardenales, todos coincidieron en buscar para la tiara un sugeto, en quien brillaran la virtud, la imparcialidad y la prudencia: le hallaron en Fray Lorenzo Ganganelli; y por voto unánime le elevaron a la dignidad pontificia. Ya Papa Clemente XIV, convencido de ser necesaria la extinción de los jesuitas, obligado a efectuarla bajo su firma en cartas escritas a los reyes, luego, de ceñirse la triple corona, siendo la timidez continua rémora de su anhelo por cumplir la promesa empeñada, y gracias a su sagacidad suma, aún supo dar largas a la negociación importante no menos de cincuenta meses. Le fue posible dominarla mientras Bernis y Orsini, sin mira de más trascendencia que seguir allí de ministros, hallaron manera de cohonestar su apatía, ateniéndose a las órdenes que de París y Nápoles recibían para obrar a tenor de las que se enviaran de España a D. Tomás Azpuru, nunca grandemente celoso, y menos desde que tuvo que agradecer a Su Santidad la mitra de Valencia y la promesa del capelo, y a los jesuitas otros favores610. Ora ofreciendo declarar motu propio que los Borbones habían expulsado fundadamente de sus reinos a los jesuitas; ora anunciando su extinción absoluta para cuando en el proceso de canonización del venerable Palafox y Mendoza se proclamara la heroicidad de sus virtudes; ora insistiendo en la urgencia de adoptar disposiciones preliminares, se ingenió el Sumo Pontífice para ganar tiempo, sin desistir del compromiso ni llevarlo a remate, por si algún suceso influía en que la negociación variara de rumbo. Dirigida por Nápoles, Portugal o Francia, la rompieran verosímilmente los marqueses de Tanucci y Pombal muy en breve, por ser máxima de uno y otro que nunca trae cuenta platicar mucho con romanos, o la hicieran subir y bajar las versatilidades de Choiseul con arrebatos o negligencias, hasta que se resolviera de golpe o degenerara en caduca; mas, dirigida por Carlos III, no cabía esperar que se cediera hasta el desenlace. Con la enfermedad de D. Tomás Azpuru, la muerte del conde de Lavaña y la presencia de D. José Moñino en Roma se le fue a Clemente XIV la negociación de entre las manos, y hubo de ventilarla de lleno, como que entonces ya obraron a una y compitieron en actividad los ministros de las cortes por influjo y bajo la dirección del de España, y este puso miedo a los que promovían las lentitudes, y tratando al Papa, según las ocasiones, con suavidad o energía, aunque siempre con reverencia, mostróse fecundo en arbitrios para destruir los reparos, allanar los tropiezos y vencer el temor personal de Clemente XIV, quien, así y todo, aún retardó más de un año la providencia definitiva.

Virtud, imparcialidad y prudencia desearon los cardenales en el que hubiera de subir a la cátedra de San Pedro. Dudosa fuera la virtud del que se comprometiera formalmente desde el cónclave a extinguir a los jesuitas, como Canale, de cuyo puño tuvo Azara un billete donde lo ofrecía de plano: mal podían sobresalir por la imparcialidad ni Sersale, ni Cavalchini, estando España tan segura del primero que le exceptuaba de contraer tal compromiso, al intentar exigirselo a todos, y sabiéndose del segundo que suprimiría sin demora el instituto de San Ignacio y sería complaciente con las coronas: sugetos como Fantuzzi y Chigui, determinados a seguir las huellas de Clemente XIII, cierto no añadieran la prudencia a sus otras recomendables dotes. Ni en lo público ni en lo privado se halla mancilla a la virtud de Clemente XIV: su imparcialidad se patentiza por el largo y maduro examen dedicado a estudiar una cuestión de tanto bulto; y su prudencia por el modo de terminarla. Durante cuatro años y más la tuvo en suspenso, a pesar de las perentorias e. incesantes instancias de los monarcas francés, portugués y siciliano, bajo la dirección de Carlos III, príncipe seguro en la piedad, firme en el tesón y ya vacilante en la mansedumbre; príncipe tan convencido de la urgencia de lo que pedia a la Santa Sede, que, mientras se encaminaba a Roma su representante Mohino, decía: Tocante a los jesuitas y a su extinción, espero que no tendréis motivo de quejaros de lo que yo haga en esto, pues veo la precisa necesidad de ello; y no me importa que me echen a mí toda la carga, siempre que vayan de acuerdo conmigo en lo que yo haga para bien de nuestra religión y seguridad y quietud de toda nuestra familia611. Presenciando que los jesuitas y sus parciales no blandían en defensa propia durante un período tan largo más armas que las sátiras y las intrigas, ni contaban con otro apoyo que el silencio de Cerdeña, Módena y Toscana, y la indiferencia de la corte de Viena, ya no pudo el Sumo Pontífice alargar más el plazo a la existencia de la Compañía, y suprimióla por el Breve de 21 de julio, con lo que puso fin al desacuerdo entre las cortes católicas y la Santa Sede. Tan luego como fue conocida la providencia, el infante-duque de Parma solicitaba testimonios de gratitud de los príncipes de su familia hacia el Padre Santo: Francia y Nápoles restituían los territorios de Aviñón y de Benevento: Portugal celebraba la fausta nueva con Te Deum e iluminación de tres días: España intervenía eficazmente en la devolución de los dominios ocupados y premiaba a D. José Moñino con el titulo de conde de Floridablanca612. Todos los demás Estados católicos se sometieron a lo mandado sin asomos de resistencia; y solo una emperatriz cismática y un monarca hereje, Catalina y Federico II, se declararon protectores de los jesuitas, que aceptaron su patrocinio y desobedecieron al Papa, mientras le infamaron otros con libelos dados a luz en varias partes, y especialmente en Colonia y Friburgo, o hicieron por acreditar profecías siniestras anunciadas en Valentano613.

Entonces se forjaron patrañas, que ahora se quieren convertir en documentos para probar que, desde la extinción de aquel instituto, no fueron ya serenos los días ni sosegadas las noches de tan piadoso e ilustre Papa. Víctima del remordimiento le pintan sin rebozo, y midiendo la inmensidad del daño que había causado a la Iglesia y la obra que deshonraba su nombre, y martirizado por fatídicos pensamientos y frecuentes deliquios a todas horas, y despertando en las del reposo con el pavor de quien imaginaba oír el doble funeral de las campanas del Jesús para anunciar al mundo su muerte614. Con el hecho de mandar prender y de mantener encerrados en el castillo de Santo Angelo al Padre Lorenzo Ricci, a sus asistentes y a otros jesuitas, no obstante de estar en su mano restituirles la libertad y adelantar así algún indicio de arrepentimiento, habría de sobra para tener esta especie por falsa, aunque no resultase tal de otras pruebas tan irrebatibles como abundantes.

Al regresar Clemente XIV el 28 de octubre de 1773 de la jornada de Castel-Gandolfo, le recibía la multitud con aclamaciones: su salud era perfecta y su humor alegre, aun más que de costumbre615. Después de anunciar la restitución de Aviñón y de Benevento en el consistorio de 17 de enero de 1774, iba a su convento de los Santos Apóstoles a entonar el Te Deum en acción de gracias; y al día siguiente, y de vuelta del Vaticano, donde se solemnizó la propia nueva, llevaba a los cardenales Bernis y Orsini dentro de su carroza, por muestra de cabal armonía entre el Vicario de Jesucristo y los reyes616. En febrero escribía Azara a Roda que allí, donde más debía durar la conversación sobrejesuitas, no se oía ya si los había habido nunca617. Antes de espirar marzo, y doliéndose de la temprana muerte del primogénito del príncipe de Asturias, escribía Floridablanca a Grimaldi: «En la audiencia del domingo 20 di cuenta al Santo Padre de la enfermedad del infante, templada con la consideración de que esperábamos su restablecimiento. Su Beatitud oyó tranquilamente esta novedad, y me dijo que le encomendaría a Dios en aquel sitio, señalándome su capilla privada, en que dice misa todos los días. Me añadió que, así como había esperado y tenido viva fe en que saliese a luz el día de San José de Copertino, de quien Su Santidad era especial devoto, como se verificó, fiaba en la voluntad de Dios que no se malograse ahora el fruto. La mañana de ayer miércoles a las nueve me hallé con el papel adjunto del cardenal de Zelada, en que refiere la inquietud y aflicción en que había hallado al Papa la noche a el martes por la enfermedad de Su Alteza, y el encargo que le hizo de avisar lo que trajere el correo sobre este importante punto. Lo que yo noto ahora es que el correo no llegó hasta ayer a las seis y media de la tarde: ¿quién, pues, puso al Papa en aquella aflicción el día martes, en que no había noticia alguna, y quién le alteró la serenidad y esperanza manifestadas en la noche del domingo? Sé que Su Santidad confía sus ahogos a personas de virtud extraordinaria, y, aunque no soy devoto y me contentaría con ser buen cristiano, concibo que la Providencia tiene canales que no conocemos, y que estos mismos pueden servir para consolarnos con nueva sucesión»618. No bien empezado el mes de abril, decía Azara a Roda: «Ya hemos acabado con la Semana Santa, y el Papa ha hecho todas las funciones con muy buena salud, a pesar de los romanos, que por fuerza quieren que esté malo y muy malo, por la gana que tienen de que se muera»619. Mediando el propio mes se dirigía así al mismo Roda el mismo Azara: «El domingo hizo el Papa su cavalcata de la Anunciata a la Minerva. El tiempo amenazaba fuertemente lluvia; pero Su Santidad tiene tal pasión a montar a caballo, que atropelló por todo. En la plaza de Venecia le acometió un aguacero de los más fuertes que yo he visto. De siete cardenales que le acompañaban a caballo, no le quedó ninguno al lado; los más se pusieron en los primeros coches que encontraron por la calle, y otros se fueron a galope con sus mulas a sus casas. De los prelados, si no es dos o tres, todos los demás se escaparon también; de suerte que el pobre Papa se halló casi solo con algunos príncipes y caballeros seculares, que nunca lo abandonaron. No quiso nunca desmontar ni ponerse en coche, sino seguir gineteando y mojándose hasta el pellejo. Por fortuna no le ha hecho daño alguno, y está más fuerte que una carrasca»620. Ya corriendo mayo, y en vísperas de venir a España con licencia, decía el agente de preces al ministro de Gracia y Justicia: «Por aquí no ha habido la menor novedad esta semana; pero hemos recibido por el correo de Francia la noticia de haber el conde de Rochechouart hecho la entrega de Aviñón al arzobispo de aquella ciudad el 13 del pasado. Esto ha causado infinita alegría al Papa, y la ha mostrado un poco más tal vez de lo que valía, porque una semana antes o una semana después no quería decir nada, estando seguro, como lo estaba, de la restitución»621. Por junio deploraba Su Santidad en consistorio la muerte de Luis XV, y hacía mención honorífica del fervor de este soberano en apoyo de la religión católica y de su celo por la Iglesia y por defender a la Santa Sede622.

Un año se iba a cumplir de la extinción de los jesuitas sin que el Sumo Pontífice Clemente XIV revelara sentir la menor zozobra; experimentóla al cabo, no por creer que, al dictar aquel Breve, hubiese aventurado la salvación de su alma, sino por sospechar que, en venganza, le hablan de matar con veneno. «Aquí no hay novedad (escribía Floridablanca), y la que habían intentado esparcir de que el Papa no estaba bueno se ha desvanecido, pues todo su mal se ha reducido a una pequeña fluxión a la boca»623.-«Dicen que el Papa ha caído en melancolía y con algún detrimento de la salud (escribía Tanucci el 21 de junio); añaden que tiene aprensión sobre las profecías y sobre las cartas que se han cogido al Padre Stefanucci»624. Al mediar julio suspendió Su Santidad los despachos y las audiencias para tornar baños, según costumbre. «Entre tanto (escribía Floridablanca) aquí se prenden profetas y esparcidores de profecías. La superstición que reina entre los fanáticos, inclusos muchos de nacimiento y dignidad, esperaba el 16 de este una gran desgracia, que amenazaba a la vida del Papa. Gracias a Dios, hemos salido de aquel día sin el cumplimiento de estos vaticinios. Yo pondría mucha de esta gente en la casa de locos. Sin embargo, hacen el gran daño de calentar la imaginación de los ignorantes y perdidos, con riesgo de exponerlos a un disparate»625. En billete muy afectuoso de su puño, dirigido a Bernis el día 28 de julio, se excusaba el Sumo Pontífice de asistir a las exequias de Luis XV por lo excesivo de los calores y la severidad del régimen a que estaba sujeto. «Ayer hablé al Papa un momento en la capilla de Monte-Cavallo (escribía Bernis por agosto); le hallé flaco y hasta envejecido; no obstante, me dijo que se sentía bueno; pero, según mis informes, es de temer que obre interiormente el tumor herpético, que no le ha salido a la piel este verano»626. Su Santidad tenía pensado no abrir las audiencias hasta que lloviese, y anticipar entonces la jornada a Castel-Gandolfo, si bien, por merced especial, recibía privadamente a Floridablanca la noche del 21 de agosto, cuya entrevista comunicó de este modo a Grimaldi: «Hallé al Papa flaco, torpe y sin la vivacidad y alegría que le es genial; se me quejó de un dolor en las rodillas, y en su semblante noté una suspensión extraordinaria; me dijo que en estos últimos días le había venido la exfogación al cuerpo y pecho... En el discurso de la conversación, que duró poco más de hora y cuarto, se animó el Santo Padre y recobró parte de su alegría, contando con gracia algunos chistes. Me encargó que dijese a Bernis si quería ir la noche siguiente de secreto y sin ceremonia; y así lo hizo, hallándole en la misma situación que yo. Uno y otro hemos creído que Su Beatitud padece en el físico algo que le debilita, y en el moral convinimos que le ha entrado el temor y la aprensión de que le pueden asesinar, por más que lo disimule y haga el papel de hombre fuerte. Yo mismo observé, cuando le dí cuenta del suceso del pescador de Nápoles, que le había hecho una impresión extraordinaria; y acaso aquella noticia, unida a las de las demás profecías y libelos, le han herido la imaginación, y causado alguna ruina. Hemos procurado por todos caminos fortificarle y consolarle, haciéndole ver que el veneno que le han, dado y dan sus enemigos es el de la aprensión que le procuran introducir con arte; y que es demasiado feliz en tener en su mano el preservativo de este veneno, que consiste en el desprecio»627. Hablando Bernis de la pesadez y debilidad del Papa, que al principio se pudieron atribuir a los grandes calores, y que se aumentaron desde que se encerró para tomar baños, decía a su corte: «Durante esta soledad, un partido numeroso divulgó de propósito y afectadamente que el Papa, agobiado por temores ridículos y supersticiosos, no gozaba de la salud y el humor que antes, y que su cabeza estaba trastornada; pero, haciendo ya ocho días que Su Santidad se comunica con los ministros extranjeros, ninguno de ellos ha notado ese pretendido trastorno supuesto por sus enemigos»628. Al empezar setiembre se expresaba así Floridablanca: «La salud del Papa, que es el punto importante del día, me dió grandísimo cuidado el domingo por la noche, porque hallé a Su Santidad con una debilidad y postración de fuerzas tal, que temí una ruina inminente. Sin embargo, el lunes siguiente experimentó el Santo Padre una gran mejoría, de modo que hizo su acostumbrado ejercicio, comió y durmió, muy bien, y el cardenal de Bernis me aseguró haber visto el mismo lunes por la noche un hombre distinto del que había encontrado el lunes precedente. Continúa, según noticias, esta mejoría, y, si no hay otra novedad, esta semana abrirá el Santo Padre el despacho y audiencias de todos sus ministros. Sin embargo, hablamos y acordamos Bernis y yo sobre la necesidad de estimular al Papa a que declare la promoción que tiene in pectore, para formar un competente partido en caso de cónclave, pues la baraja con que nos hallamos tiene pocas cartas buenas con qué jugar. Yo hago y haré todo lo posible sobre esta materia»629. Entonces escribía también Orsini: «Estuve el miércoles por la noche en la audiencia del Papa, la cual duró cerca de tres cuartos de hora. Le hallé ciertamente demacrado y bastante débil; mas no por eso menos alegre»630. Con posterioridad añadía Bernis lo que sigue: «Por más que haya osado afirmar la maledicencia, nunca ha tenido el Papa más sano el espíritu ni más en caja la cabeza; ochodías ha que despacha con sus ministros y que recibe a los de las cortes»631. A la fiesta de Santa María del Pópolo asistió Su Santidad el 8 de setiembre, día en que también dirigió a Carlos III una carta muy afectuosa por haber interpuesto su autoridad soberana para que el Consejo de Castilla procediera a poner en planta sin más dilaciones el Breve por cuya virtud fue erigido el tribunal de la Rota, con el fin de que todos los litigios eclesiásticos se fenecieran dentro de España, aunque sin limitar, mudar ni innovar la jurisdicción, facultad y autoridad del Nuncio632.

Mal podían agitar a Clemente XIV las fingidas zozobras de que peligrara su alma de resultas de la extinción de los jesuitas, viendo que así había logrado avenencia entre las cortes católicas y la romana, de modo que podía afirmar Tanucci: Viena, por máxima fundamental o por accidente político, piensa ahora como nosotros; ya no inspira temor la Italia, donde queda poco a los jesuitas; Nápoles y Venecia dan el tono; Toscana se ha convertido; Milán y Turín siguen con algunas alteraciones. De Portugal se manifestaba a la par seguro; no tanto de Francia, por ser allí los modos de pensar y vivir harto mudables. También este célebre ministro napolitano había mudado en cosa muy sustancial de consejo, como que, al ascender Clemente XIV al pontificado, mostró gran disgusto, necesitando el Monarca español exhortarle a esperar a ver para formar un justo juicio; y tal vino a concebirle al cabo, que se franqueó así con Grimaldi: «Si este Papa vive diez años más, como debemos desearlo, Roma será lo que debe ser según la historia sagrada y profana»633. Para que el famoso Breve de 21 de julio de 1773 tuviera ejecución completa, solo faltaba que le acataran los que lo resistían al amparo de la emperatriz Catalina y de Federico II; y tan perseverante se mostraba Clemente XIV respecto de la extinción de la Compañía de Jesús hasta en Rusia y Prusia, que todavía dictaba providencias con este fin el 17 de setiembre de 1774634.

Ya hacía una semana que estaba postrado en el lecho, pues, hallándose la tarde del 10 de setiembre en su acostumbrado paseo de Villa-Patrici, sintió gran frío y temblor, y hubo que trasladarle de prisa a palacio. Con suma postración de fuerzas se le declaró calentura; pero, a beneficio de una sangría, quedó limpio de ella, y la sangre pareció de buena calidad, aunque algo encendida. Para curarse de la indisposición que le molestaba antes de este ataque, guardó cama y visitóle su médico de cabecera por la mañana y por la noche. En la del viernes 16 a la del sábado 17 no durmió con sosiego ni despertó en tan buen estado como los otros días: aún fue más inquieta la siguiente, y su abatimiento mayor el domingo: sin embargo, se levantó a oír misa y a comulgar en su capilla privada; mas no pudo bendecir desde el balcón a la cofradía del Dulce Nombre de María, como acostumbraba cada segundo domingo de setiembre. De nuevo lo sobrevino calentura del domingo al lunes y se le hinchó el vientre, y agravándose, a pesar de las continuas emisiones de sangre, ya el martes se le consideró de peligro, por lo que se expuso en el convento de los Santos Apóstoles el Santísimo Sacramento, y mandóse rezar en todos los templos de Roma la colecta pro pontifice infirmo. Yendo siempre a peor, se le administró el Santo Viático el martes por la noche. A otro día de mañana el Padre Inocencio Buontempi, ayudado del cardenal Malvezzi, quiso inducir al Papa a que hiciera la promoción de cardenales, y después de muchas instancias les dijo: Hagámosla. Malvezzi y Buontempi salieron a buscar a los cardenales palatinos Pallavicini, Negroni y Simone, y volviendo en su compañía a la media hora, se hallaron con que el Sumo Pontífice no quería ya hacerla: cuando aquella tarde le sugirieron igual pensamiento, se mantuvo en la negativa. Por la noche recibió el último Sacramento de la Iglesia, y en la mañana del jueves 22 de setiembre pasó de esta vida, tras de durar su pontificado lo que el de Sixto V635.

Tales fueron, según auténticos testimonios, la enfermedad y muerte de Clemente XIV, aunque no falte quien la refiera de otro modo y a su capricho para deprimir y vilipendiar la memoria de tan gran Papa, afirmando que Dios no quiso que el sucesor de los Apóstoles exhalase el último suspiro sin reconciliarse con el Cielo; que para salvar su alma de las penas infernales se necesitaba de un milagro; y que la Providencia, que velaba entonces mucho más por el honor de la tiara que por la salvación de un cristiano, comprometida a causa de una gravísima culpa, designó por medianero entre Dios y Ganganelli a un varón piadoso, que entonces era vivo y hoy es Santo. Semejantes especies no caben dentro de la historia, cuando merecen que se las califique de suposiciones temerarias636

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Desde el Quirinal fue trasladado a la capilla Sixtina dos días después el cadáver del Papa difunto, y, a pesar de estar embalsamado, cayó en tal corrupción, que hubo necesidad de embalsamarle nuevamente y de reducirle casi a esqueleto. Ni aun así pudo estar de cuerpo presente los tres días de costumbre, pues aumentóse la corrupción aquella noche, y fue preciso cerrar el ataúd y hasta usar de pez, siendo inaguantable el hedor que traspiraba por las junturas. Al día siguiente se le enterró con las ceremonias habituales y la comitiva del Sacro Colegio en la basílica Vaticana. Como la extinción de la Compañía de Jesús atrajo a Clemente XIV muy peligrosas enemistades, y a la sazón corría bastante válida la creencia de que los jesuitas son capaces de todo, y se divulgaron tantas profecías sobre la muerte violenta del Papa, y este no supo despreciarlas con ánimo firme, y para nadie fue un arcano la rápida corrupción de su cadáver, a pesar del doble embalsamamiento, y a todo esto agregóse la reventazón de la urna de barro donde se depositaron sus intestinos, no es de extrañar que se divulgaran voces de haber sido envenenado, a las cuales el cardenal de Bernis dió asenso con su ligereza de costumbre y contra el dictamen de los médicos que hicieron la autopsia. Naturalmente sobre este punto se dividieron y aún se dividen las opiniones. Sin embargo, parece más cierta la que atribuye la muerte de Clemente XIV a la zozobra que imbuyeron en su espíritu las malignas y continuas agorerías, a la aprensión de estar envenenado y a las fuertes medicinas de que hizo uso para neutralizar los efectos de la imaginada ponzoña. Así lo afirmaron el conde de Floridablanca y especialmente el marqués de Tanucci, quien dijo además que ni a los jesuitas ni a sus terciarios desagradaba que se les creyera con poder y valor para tomar semejante venganza del que acababa de extinguir su instituto637. No formó Carlos III este juicio, bien que tampoco supuso redondamente que los jesuitas hubieran envenenado al Papa. Mientras estuvo enfermo decía: No cesemos de rogar por él, y creo que nadie le compadece más que yo en tantos disgustos como le han dado tan injustamente. Después de saber su fin triste, se expresaba de esta manera: «Bien me imagino cuál habrá sido el dolor y sentimiento de toda aquella semana con las cartas de Roma, y sobre todo con la funesta noticia de la muerte del Papa, pues sé cuál ha sido el mío, y lo habrás visto por mis antecedentes; siempre le lloraremos más; y veo cuanto me dices sobre la causa de ella, en la que no entraré ni a discutirla ni a juzgarla, bien que da mucho qué sospechar a quien consta cuáles son sus máximas. Y veo por todo lo que me dices que Moñino te había escrito lo mismo que me ha escrito»638.

Al noticiar el Sacro Colegio a los soberanos el fallecimiento de Clemente XIV, hizo grande elogio de la solicitud con que este Sumo Pontífice había procurado el bien de la república cristiana y la verdadera felicidad de todo el rebaño del Señor; de la gravedad de sus costumbres sin tacha; de la admirable mansedumbre con que se captaba todos los corazones639. Sin embargo, preponderaba entre los purpurados el partido zelante, y, acalorado por los ex-jesuitas y sus protectores, anhelaba un Papa lleno de fuego para restablecer los derechos de la Santa Sede, que suponía perdidos o perjudicados, y reparase los daños que imputaban a Clemente XIV. De la sola renovación de la bula de la Cena se podían seguir funestas resultas, y si se revocaba la extinción de los jesuitas o se repetían los movimientos contra Parma, serían muy terribles las turbaciones. Dos arbitrios quedaban contra estas eventualidades; la exclusiva de las coronas o la de votos. Apenas ofrecía ventajas la exclusiva de las coronas, pues se limitaba a oponerla a uno de los candidatos antes de que la elección se verificase, y había el peligro de que, sin anterior noticia, se hallaran los ministros de las cortes con Papa, según había acontecido al cardenal Portocarrero cuando sucedió Clemente XIII a Benedicto XIV, o de que, eliminados uno o dos votos de tal manera, se nombrara Pontífice por los zelantes a otro de los muchos fogosos que tenían en su partido. Para interponer fructuosamente la exclusiva de votos se necesitaba contar de fijo con algunos más de la tercera parte.

La insuficiencia del primer arbitrio y la dificultad del segundo impulsaron a Floridablanca a discurrir otro tan sólidamente fundado como atrevido para el modo de pensar de aquel tiempo. Según halló en cánones antiguos y bulas primitivas, a las elecciones de prelados, y señaladamente de Papas, debía concurrir el consentimiento del pueblo; por tanto, dijo con valor y resolución que, siendo los reyes cabezas y representantes del pueblo cristiano, su consentimiento debía acceder o preceder a la elección de Papa, y que sin este requisito se exponían los cardenales a una nulidad, la Iglesia a un cisma, y Roma a mil desastres en las circunstancias de obstinación y de encono de los partidos. Estas razones, alegadas con fuerza y sostenidas por los amigos, produjeron el fin anhelado, entrando todo el Sacro Colegio en la máxima de concertar con los embajadores los sugetos elegibles y propios a conservar la quietud y armonía entre la Santa Sede y los soberanos.

Después de afianzado este gran principio, faltaba encontrar el sugeto, que llenara los deseos de todos. Se inclinaban los zelantes con preferencia a los dos hermanos Colonnas, varones de crédito y de virtud por su nacimiento y costumbres, aunque poco idóneos por sus máximas sobre inmunidad y preeminencias de Roma para el sistema de tranquilidad y armonía, ya aceptado uniformemente por el Sacro Colegio y los ministros de las cortes. No siendo posible que un cardenal adicto a estas subiera al papado con la tercera parte de votos, mantenida a costa de grandes afanes, se hubo de resolver Floridablanca a fijar los ojos en uno del opuesto bando que, por sus circunstancias personales y por la noticia o el convencimiento de deber su elección a España, la mirara favorablemente en lo que permitiera la justicia. Tanto en materias oficiales como en otras de confianza había tratado al cardenal Ángel Braschi, mientras este fue tesorero de la Santa Sede, y reconocíole un genio franco, aunque pronto y vivo en los primeros movimientos; una instrucción no común, y un carácter generoso y de mucho pundonor, exacto en el cumplimiento de sus palabras y amante de la gloria: le constaba además que este purpurado, cuya carrera tuvo principio al lado de Benedicto XIV, aun cuando por gratitud hacia los Rezzónicos se hallaba en el partido de los zelantes, por su erudición y sus máximas se diferenciaba en gran manera de los inmunistas ordinarios. Por conducto de un cardenal del partido de las coronas, con cuya ayuda hizo Floridablanca estas observaciones, sondeó las verdaderas doctrinas y el sistema del candidato, y luego expuso a Carlos III la necesidad de apoyarle para salir del cónclave con utilidad y decoro. Aprobósele el pensamiento, y logró la fortuna de que se pusieran en sus manos los representantes de las cortes y aun el Sacro Colegio, de forma que se trató de proceder a la elección de Sumo Pontífice en la mañana del 14 de febrero, a consecuencia de los billetes que escribió a los cardenales Solís, Bernis, Orsini, Conti y Migazzi, que llevaban la voz de España, Francia, Nápoles, Portugal y Viena. Enterados por este medio los purpurados del último designio de las coronas, se reunieron en la capilla Sixtina, y comenzaron a extender y dar los votos por Ángel Braschi. Ya estaban así declarados, cuando entró el cardenal Solís de prisa, y, no habiéndole llegado por una casualidad el billete de Floridablanca, dijo que no consentiría la elección antes de recibirle. Por más que Bernis, Orsini, Conti y Migazzi le enseñaron los suyos, no fue posible convencerle, y avanzó hasta declarar que, si se pasaba adelante, protestaría la elección a nombre de su soberano. Esta voz fue trueno que sorprendió y detuvo a todo el Sacro Colegio, y sin más disputa sacaron y recogieron sus votos de la caja los cardenales, haciendo un nuevo escrutinio640. Al salir de la capilla Sixtina recibió Solís el billete, y con sola esta circunstancia quedaron ya todos de acuerdo en adorar aquella noche al Padre común de los fieles. Así el día 15 de febrero de 1775, cuando se cumplían seis años de haber empezado el cónclave que hizo Papa a Fray Lorenzo Ganganelli, llamado Clemente XIV, concluía el abierto a principios de octubre de 1774 por aclamar Roma en la persona de Ángel Braschi al Sumo Pontífice Pio VI.

Cuando la salud de Clemente XIV iba a menos de instante en instante, escribía Floridablanca: No veo sucesor que nos pueda llenar de mil leguas; hablo de los que tendrán proporción de ser elegidos... Verdaderamente habría mucho qué pensar para hallar un sucesor prudente, pacífico y afecto a las coronas. Al mes de elegido el nuevo Papa, y expresando el ministro español que, al fijarse en la persona del electo, se propuso los tres objetos principales de asegurar la supresión jesuítica, poner a cubierto las regallas combatidas y procurar que condescendiera a las instancias prudentes de los soberanos, y principalmente del de España, añadía: Sin faltar a los estímulos de la propia, conciencia, no puedo hasta ahora quejarme del Papa. Ya era corrido un año, cuando aquel insigne ministro solicitaba ser relevado y que se le permitiera venir a residir su plaza del Consejo, y decía terminantemente: En Roma no queda pendiente cosa grave641.

Así era en efecto, pues figuraban como providencias vigentes casi todas las máximas del regalismo. Jiménez de Cisneros con sus actos; Cano, Pérez de Herrera, Cobarrubias, Ceballos, Manrique, Salgado, Solórzano, Saavedra y Fajardo, González de Salcedo y otros preclaros españoles con sus libros; Chumacero y Pimentel con sus memoriales, se afanaron por el triunfo de tan nacional y legitima causa durante los siglos XVI y XVII. De sus doctrinas todas fue eco D. Melchor Rafael de Macanaz desde principios del siglo XVIII; y, aunque expatriado bajo Felipe V, preso bajo Fernando VI, difunto bajo Carlos III, se ve prevalecer y aun sobrevivir su espíritu en la gobernación del Estado. Con sus opiniones consuenan las reglas suscritas en la bula Apostolici ministerii por Inocencio XIII para que no hubiera más sacerdotes seculares y regulares que los necesarios a tenor de las prescripciones del Concilio de Trento; lo acordado por Clemente XII, sujetando a los mismos gravámenes que los bienes de los legos los que por cualquier titulo adquiriesen las manos muertas desde el Concordato de 1737; el reconocimiento del patronato universal de la Corona y de la facultad de nombrar los ecónomos y colectores de Expolios y Vacantes, según se contiene en el Concordato de 1753 del tiempo de Benedicto XIV. Por los mayores enemigos de la dignidad episcopal y del Estado tuvo el célebre fiscal del reino a los jesuitas: así aconsejó que, valiéndose de ministros rectos, se apoderara el príncipe de todos sus archivos y papeles; que si se encontrase cosa que propendiera al daño del trono o ruina del Estado, se adoptaran las providencias correspondientes al delito; que desde luego no se les dejaran más bienes que los precisos para su alimento y demás gastos; que se ejecutara así en todas las casas de jesuitas a una misma hora; que se les sujetara a su respectivo juez diocesano, y se les vedara aspirar al aulicismo y la correspondencia con los monarcas de otros países; que pusiera el soberano en cada correo un sugeto cabal que tuviese facultad para abrir sus cartas; y que se tuviera por crimen de lesa majestad la inobservancia de cuanto se mandase en tal sentido. No es lícito dudar que este importante documento, donde se proponen el extrañamiento de los jesuitas con circunloquios y la ocupación de sus temporalidades a las claras, se tuvo a la vista por el Consejo extraordinario. Tanto el secreto en las actuaciones como la violación de la correspondencia privada de los jesuitas y la simultaneidad del golpe en todo el reino se discurrieron por Macanaz, se representaron por Campomanes, se apoyaron por el Consejo extraordinario y se decretaron por el Monarca; y de consiguiente hay legítimo entronque entre esta parte de los Auxilios para bien gobernar una monarquía católica, dirigidos el 20 de agosto de 1722 desde París a Felipe V, y la pragmática sanción firmada por Carlos III en el Pardo a 2 de abril de 1767642.

Igualmente había ahogado Macanaz por que sin el pase regio no corrieran Bulas, Breves ni rescriptos de Roma, y así se dispuso en ley de enero de 1762, suspendida en julio de 1763 y renovada en junio de 1768; por que se enmendaran los abusos de la Nunciatura y la impunidad de los delitos, a causa de la multitud de lugares donde se podía tomar sagrado, y a instancia del monarca español lo hizo así Clemente XIV, reduciendo los asilos y creando el tribunal de la Rota; por que se limitaran las atribuciones del Santo Oficio, y, además de lo decretado acerca de la prohibición de libros y papeles en 1762 y 1768, se previno en 1770 que se contuviera en el uso de sus facultades, para entender solamente de los delitos de herejía y apostasía, sin infamar con prisiones a los vasallos, no estando primero manifiestamente probados643.Al ardiente anhelo del antiguo fiscal relativamente a que se imprimieran en uno o dos tornos, con el título de Regalías de la Corona, los más notables dictámenes emitidos al defenderlas por ministros sabios y celosos, atendióse imprimiendo varios de sus propios escritos, el Tratado de la regalía de amortización, el Memorial ajustado sobre el expediente del obispo de Cuenca, el Juicio imparcial sobre el Monitorio contra Parma; y principalmente consignando las regalías en concordatos y en pragmáticas o cédulas Reales644.

Entre las máximas sustentadas por los regalistas aún no puestas en planta, se contaban la de limitar las adquisiciones de manos muertas y la de impedir que las órdenes religiosas tuvieran sus superiores fuera de España; pero el primer punto ya estaba esclarecido muy de sobra, y el segundo se había empezado a solicitar en la corte romana, con motivo de celebrarse allí el capítulo general de los franciscanos, y se pensaba avanzar por tal vía, según vacaran los puestos preeminentes en las demás comunidades. Con ambos arbitrios tratábase de reducir a lo justo el número de los religiosos y la cantidad de sus rentas. Entre tanto se dispuso la observancia rigurosa del Auto acordado, por cuya virtud eran nulas todas las mandas de los fieles a sus confesores en la enfermedad postrera; y, con motivo de un caso particular acaecido en Córdoba por entonces, se previno que se guardara y cumpliera en todo y por todo el fuero otorgado por Fernando el Santo relativo a la prohibición de vender y donar heredades a casas religiosas, sin exceptuar más que el templo de Santa María.

De ser los jesuitas adversarios del regalismo emanó su ruina en España cuando triunfaban las opiniones sostenidas con heroico tesón desde mucho antes por doctísimos jurisconsultos. A los filiados en su escuela se ha calumniado con el epíteto de jansenistas, que fue el aplicado al venerable Palafox y Mendoza para no declarar al fin en el proceso de canonización la heroicidad de sus virtudes; sobre lo cual escribió Azara con sumo acierto: «¡Palafox jansenista! Yo quisiera saber qué es lo que entienden por jansenismo los que profieren estas palabras, y que me lo explicasen, porque, confieso mi ignorancia, no sé lo que es, y hasta ahora no sé más sino que ninguno puede ser jansenista mientras no abrace alguna de las opiniones condenadas de Jansenio, y que he visto que se da este nombre a los que son enemigos de jesuitas, y no sé más»645. Contra tan sólido argumento imposible es hallar respuesta. Ni los regalistas españoles debatieron materia teológica alguna, ni aspiraron a avasallar la Iglesia al Estado: solo quisieron librar al Estado del avasallamiento a la curia de Roma, dando a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, y deslindando lo espiritual de lo temporal sin perjuicio del Sacerdocio y con ventaja del Imperio. Para sus opiniones tomaron por texto a los Evangelistas, a los Apóstoles y Santos Padres; las corroboraron con documentos de constituciones pontificias, de cánones de concilios, de leyes y prácticas nacionales; y alcanzaron su triunfo por estar ya en buen predicamento a la hora de ocupar el trono español un Rey experimentado en el arte de gobernar y de no oponer fuerte dique a la corriente natural de las ideas. No fueron innovadoras las de los regalistas, que siempre clamaron por declarar vigente lo antiguo: dándolas vado Carlos III, supo elegir para arraigarlas a personas de tanta capacidad y de patriotismo tan acrisolado como el ministro D. Manuel de Roda, el fiscal D. Pedro Rodríguez Campomanes, el representante en Roma D. José Moñino. Sus grandes luces y las insignes dotes de mando de Aranda, hombre de instrucción no mediocre, si bien adquirida, más que en aulas y libros, corriendo mundo y tratando gentes, ayudaron sobremanera al gran Monarca a remover los obstáculos que se oponían a la paz interior de sus dominios y a las indispensables reformas.

Por mucho que se encomie a la Compañía de Jesús como especial propagadora de la fe divina y la ciencia humana, es incontrovertible que, después de la expulsión de sus miembros, se mantuvo la fe viva y fomentóse prodigiosamente la enseñanza entre los españoles. De la decadencia de la fe no cabria hablar sin grave injuria de toda la jerarquía eclesiástica y de los demás institutos religiosos; fuera irrisorio basta insinuar que la instrucción pública sufrió menoscabo, donde su degeneración tocaba al último extremo de ruina. Tanto sobre el extrañamiento como sobre la extinción de aquellos religiosos, dirigieron obispos de uno y otro hemisferio muy elocuentes pastorales a sus diocesanos. «No son los jesuitas (según expresaba el obispo de Córdoba de Tucuman, D. Manuel Abad Illana) aquellos de quienes se dijo: Ergo vos soli estis homines el vobiscum morietur sapientia... Vosotros seréis más bien dirigidos de aquí adelante por las sendas de la divina ley, y a vuestros pequeñuelos se les alimentará con más dulce y sustanciosa leche de doctrina.» Animado de igual espíritu, decía Fray Francisco Armañá, obispo de Lugo: «Ni tenéis que temer que por la extinción de la Compañía queden privadas vuestras almas de los consuelos que acaso solíais buscar en sus individuos. Por ventura, si se me permite hablar así, ¿tenían aquellos las llaves de la ciencia y se las llevaron consigo? ¿Eran solos los hombres, y con ellos se ha de sepultar la sabiduría? ¿Procedió de ellos la divina palabra, o solo a ellos llegó? Se extinguió la Compañía; pero no se extinguió el celo de tantos y tan sabios ministros de la Iglesia, que con infatigable cuidado se aplican al mayor bien de las almas.» Por Real provisión de 5 de Octubre de1767 se dispuso que se proveyeran a oposición y en maestros y profesores seculares las cátedras que se hallaron a cargo de jesuitas, para fomentar la enseñanza de la juventud, particularmente en lo tocante a primeras letras, latinidad y retórica, que tuvieron en sí como estancadas los citados regulares de la Compañía, de que nació la decadencia de las letras humanas. Con fecha de 12 de agosto de 1768 dijo el Monarca por Real decreto: Mando se extingan en todas las universidades y estudios de estos mis reinos las cátedras de la escuela llamada jesuítica, y que no se use de los autores de ella para la enseñanza. A 4 de diciembre de 1771 previno que juraran observar y guardar inviolablemente esta providencia los profesores al recibir cualquiera grado en teología, y los maestros, lectores o catedráticos al entrar a enseñar en las universidades o estudios privados.

Ya se verán los frutos de estas notables providencias en la conservación de la piedad, y el decaimiento del fanatismo, y el vuelo y auge de la enseñanza. Baste ahora consignar, por remate de todo lo referido, que, eligiendo y escuchando a los jurisconsultos que propusieron el extrañamiento de los jesuitas, por considerarlos instigadores de alborotos y de motines, cupo a Carlos III la gloria de consolidar la quietud de sus reinos; y que, dirigiendo y apoyando a los ministros de las coronas que pidieron la extinción de aquellos regulares a Clemente XIII, y alcanzaron que la dictara Clemente XIV y que la mantuviera Pio VI, añadió a sus timbres el de ser alma del restablecimiento de la concordia entre el Sumo Pontífice y sus espirituales hijos los reyes.

Fin del Tomo II