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ArribaAbajoLibro I

El ministerio y la corte.- Pacto de familia.- Guerra contra la Gran Bretaña.- El regalismo en auge.- La América española



ArribaAbajoCapítulo I

El Ministerio y la Corte


La familia Real en Barcelona.-Su detención en Zaragoza.-Su entrada en Madrid.-Opiniones diversas.-El marqués de Esquilache.-D. Ricardo Wall.-El marqués del Campo de Villar.-El bailío Frey D. Julián Arriaga.-El duque de Losada.-Fray Joaquín Eleta.-Disposiciones trascendentales.-Dictámenes contrarios.-Indulto de contribuciones.-Providencias para pagar la deuda del Estado.-Para disminuir las cargas.-Para la reforma de trajes.-Para la policía urbana.-Entrada pública de los Reyes.-Festejos.-Cortes de 1760.-Muerte de Amalia de Sajonia.

Barcelona, última ciudad española que en la guerra de sucesión depuso las armas contra los Borbones, fue ahora la primera en felicitar al nuevo Soberano de aquella estirpe que venía a ocupar el trono, y desembarcaba allí del navío Fénix, con toda su Real familia, el 17 de octubre después del más próspero viaje154. Como capitán general de Cataluña, cupo en suerte rendir a sus pies la fidelidad, el amor y los votos de todos los habitantes de aquel principado al marqués de la Mina en un sentido cuanto breve discurso; y D. Carlos, que le conocía personalmente de Parma, de Bitonto y de Bari, le tomó del brazo para hacerle pública honra155.

Antes de atravesar la corta distancia del puerto a palacio, ya se le había desvanecido en parte cierta inquietud que le perturbaba el alborozo; porque todos sus hijos eran nacidos fuera de España, y el espíritu de la ley establecida por Felipe V en 1713 podía originar interpretaciones por las cuales fueran pospuestos a los hermanos del Monarca en la sucesión de la corona; pero las aclamaciones unánimes de los catalanes, que victoreaban juntamente al Rey y al Príncipe de Asturias, parecían dichoso presagio de que en asunto de tanta monta no sobrevendrían dificultades156.

Mientras permanecieron en Barcelona los viajeros augustos, no cesaron las fiestas ostentosas y los muy expansivos agasajos que todas las clases y todos los individuos les tributaron a porfía. Algunas veces hubieron de revestirse con todo el aparato de la Majestad, por exigirlo así determinadas ceremonias, fuera de las cuales usaron siempre el sencillo traje con que se les vio saltar en tierra: casaca de color de plomo, chupa y calzón de paño negro era el de D. Carlos, y el de su esposa una bata de lana como hábito de San Francisco157. Por mostrar benévolo agradecimiento a los catalanes, perdonóles el Soberano a la despedida los atrasos de la contribución del catastro hasta fines de 1758, merced de que participaron asimismo los aragoneses.

Todo el viaje fue una especie de triunfo, y los pueblos hacían tales locuras de contento, que el Rey mismo no creía merecer tanto158. Entre los muchos que se le acercaron por el camino para dirigirle súplicas o parabienes, no hubo quien no experimentara la benignidad de sus palabras, salvo el obispo de Lérida, que las oyó severísimas de su boca; porque, lejos de admitirle con rostro halagüeño un magnífico regalo de varias alhajas de diamantes, dijo en su presencia sin disimular el enojo: Los obispos no tienen qué dar, que es todo de los pobres; véndanse y dénse de limosna159.

Un mes largo se detuvo en Zaragoza el Monarca por haber enfermado de sarampión el hijo mayor de los que traía consigo, y los demás, y también su esposa, de calenturas fluxionales. Al fin pudo proseguir el viaje a principios de diciembre, conservando agradable memoria del esmero con que le festejaron los zaragozanos; y sin más novedad que la de repetirse los regocijos de pueblo en pueblo, y la de haber pasado en Alcalá de Henares una mala noche160, llegó a Madrid el domingo 9 del propio mes, entre cuatro y cinco de la tarde; y aunque estaba muy destemplada y caía copiosísima lluvia, se agolpó a su paso gran muchedumbre.

En silla de manos se adelanto impaciente Isabel de Farnesio a recibirle hasta una sala del palacio que daba al jardín del Buen Retiro; y el primogénito de sus hijos, por cuyo encumbramiento había padecido tantos afanes y suscitado tantos disturbios, se le echó a las plantas y a los brazos, no menos reverente que amoroso, tras veinte y ocho años de ausencia, y, doblada la rodilla, fue presentándola su numerosa prole; escena de singular ternura, que acompañaron con lágrimas los circunstantes. Muchos aguardaban en la antecámara el momento de cumplimentar a la Real familia, que, fatigada y embebecida además en las expansiones del hogar doméstico, por igual deliciosas bajo los palacios y las cabañas, hubo de dilatarles esta honra hasta el día siguiente161.

Sobre el rumbo que daría a los negocios el nuevo Soberano versaban a la sazón y de continuo las animadas conversaciones de los políticos y noticieros. Siendo ya públicas las máximas gubernativas de D. Carlos, tras de tantos años de corona, opinaban casi todos los adictos y desafectos que se atendría a ellas ahora corno antes; bien que algunos de los segundos sonrieran con la esperanza de que, variando las circunstancias de napolitanos y españoles, tampoco sería igual el sistema para con los unos y los otros; y confiaran además en que bajo el cetro de su primer hijo recuperaría Isabel de Farnesio toda la influencia que bajo el de Felipe V, su esposo, tuvo siempre. Aunque ya estaba dado el impulso hacia muchas mejoras, sus más solícitos promovedores podían abrigar recelos de que tornara a ser preponderante lo que empezaba a estar decadente, pues había aciagos ejemplos de perder mucho la nación española en prosperidad interior y sólida grandeza al aclamar nuevo soberano. Todos hubieron de mantenerse en anhelosa espectativa, porque D. Carlos no pecaba de precipitado ni de impaciente al procurar lo que le parecía más útil y justo. Desde luego fueron conservados en sus puestos los ministros de su difunto hermano, salvo el de Hacienda, D. Juan de Gaona y Portocarrero, conde de Valparaíso, que tuvo entonces por sucesor al marqués de Esquilache. Menester es darle a conocer sin tardanza, como a sus demás compañeros y a otros dos personajes que por la índole de sus destinos tenían cotidiano acceso con el Monarca.

D. Leopoldo de Gregorio, que así se llamaba el marqués de Esquilache, era siciliano, de extracción humilde, y en edad iba con el siglo. Espíritu emprendedor, y no sin travesura, había figurado primeramente en Nápoles como proveedor de las tropas y después como director general de Aduanas. Su facilidad para arbitrar recursos, acreditada en ambos cargos, le abrió paso más tarde a la secretaría de Hacienda. De todo presumía entender bastante: le desasosegaba el prurito de entremeterse hasta en lo más ajeno de su incumbencia, y sentía verdadera fruición en el continuo y perentorio trabajo. Por esto sobre la secretaría mencionada tuvo en Nápoles a su cargo la de Guerra y la de Marina, despachándolas puntualmente, y asegurándose a fuerza de celo por el servicio la Real gracia. Práctica de los negocios ministeriales tenía mucha, cualidades de hombre de Estado pocas: solía hablar largo, y de resultas peligraban en su corazón los secretos; y prendas soltaba algunas veces que le dolían sobremanera. Con el objeto de atraerse a los poderosos para dañarle, distribuía pensiones y otras mercedes, y, aunque no daba de lo suyo, se la echaba de dadivoso: rehusando toda muestra material de agradecimiento se desvivía por adquirir fama de desinteresado; mas llevándolo a mal su esposa, hija de Cataluña, baldonábale de hecho por esta dote recomendable, pues sin aprensión alguna abría las manos a los regalos de pretendientes y de favorecidos; y como por su influencia fuéronlo muchos en Sicilia, y pensaban serlo no pocos en España, los palaciegos y los ambiciosos que residían en la corte diéronse prisa a hacérsela a aquella señora; y el día de su llegada a Madrid, víspera de la de los Reyes, empezaron por correr a su encuentro en carruajes a la Venta del Espíritu Santo por señal de consideración y rendimiento162.

Desde la muerte de D. José Carvajal y Lancaster desempeñaba D. Ricardo Wall el ministerio de Estado, y desde época más reciente servía también el de Guerra por fallecimiento de D. Sebastián Eslaba. Irlandés había nacido, y su fortuna, lenta al principio y rápida luego, ofrecía un ejemplo más de que España era entonces tierra de promisión para los aventureros de otros países. Abrazando la carrera de las armas, comenzó sus servicios a bordo de la escuadra española batida por el almirante Bing sobre las costas de Sicilia el año 1718, y no pudo averiguar quién disparó allí el primer cañonazo; ocurrencia que citaba oportunamente si se proponía reservar su parecer en casos dudosos. Gracias a su despejo natural, y a su carácter insinuante, y a su ardimiento en las batallas, peleando a las órdenes del marqués de Lede y después a las del duque de Montemar, y ganándoles el afecto, medró de modo que mandaba en calidad de coronel un regimiento de dragones cuando el infante D. Felipe fue a Italia en demanda de Lombardía. Como en el campamento la voluntad de los generales, se sabía captar en la corte la confianza de los ministros. Así le despacharon con una comisión importante a las Antillas, y formó allí un plan atrevido para quitar la Jamaica a los ingleses. Más tarde figuró en Aquisgrán como agente secreto de España, y lo mismo en Londres, donde al fin representó públicamente a Fernando VI. Bajo el reinado de este Monarca obtuvo Wall los grados de mariscal de campo y de teniente general en la milicia. De la corte británica le empujaron al ministerio de Estado de España con el designio de que rompiera la neutralidad en desventaja de los franceses, hacia quienes propendía Ensenada. Perspicaz, hombre de mundo y de ameno trato, contábase Wall entre los que tienen don de gentes: su jovialidad característica no le abandonaba en las conferencias de oficio ni en las conversaciones familiares: colmada su ambición antigua, se había desaficionado al trabajo; y deseaba ardientemente pasar la vejez, que encanecía ya sus cabellos, hermanando la dignidad con el ocio163.

Once años había que el fiscal de la audiencia de la Coruña D. Alfonso Muñiz, marqués del Campo de Villar, servía el ministerio de Gracia y Justicia. No suena su nombre con celebridad entre los jurisconsultos, ni se trasluce su influencia en el Concordato de 1753, celebrado en su tiempo, ni tenía mérito que le recomendara particularmente, fuera del de una larga carrera y del de la rectitud proverbial entre los magistrados españoles. Su elevación al ministerio hay que atribuirla al valimiento de que los individuos educados en los colegios mayores gozaban cerca de los que, posesionados a la sazón del Real confesionario, intervenían en la provisión de cualesquiera vacantes, y así procuraban mandar sin estruendo y hacerlo todo suyo. La fiscalía de una audiencia le pidió, en ocasión de haber fallecido el que la ejercía, D. Manuel de Roda, a quien más tarde veremos representar gran figura, y respondióle prontamente en son de misterio y con aire de hombre muy pagado de lo que dice: Esas son las damas que guardo para mis colegiales, dato bastante a demostrar que persistía en la oposición a las ideas que iban avanzando pausadamente a la victoria164.

Lo propio acontecía al bailío, Frey D. Julián Arriaga, sucesor del marqués de la Ensenada en los ministerios de Marina y de Indias, y teniente general de la armada. Seco de carácter, no sabía granjearse amigos; incorruptible en los Procederes, no había desmerecido el favor del Monarca; anciano venerable y santurrón sincero, aplicábase lo que podía a los negocios, a tal de ir por caminos trillados siempre, y según pública fama, bajo la inspiración de los jesuitas, entre quienes se le veía a menudo165.

Al golpe se descubre que no servía de brújula este ministerio a los que intentaban penetrar la índole de los ulteriores planes gubernativos, malgastando las horas en conjeturas. Ninguno de los que entraban a componerlo bajaba de sesenta años: por orden natural perderían muy pronto los más de ellos el vigor de la mente o la vida; y hasta que esto se fuera verificando no cabía penetrar de lleno sobre quiénes se fijaría la preferencia del Monarca. Porque este, para efectuar las reformas, tenía un auxiliar muy poderoso, el tiempo; tranquilo esperaba su acción incontrastable; se lo tomaba para conocer a los hombres, sabía escogerlos y se resistía a mudarlos. A nadie abandono, y nadie debe abandonarme, solía responder a los que solicitaban su retiro; y aun sucedía varias veces que no se jubilara a viejos achacosos, si, bien hallados con sus empleos, aunque no pudieran servirlos, se obstinaban en conservarlos, por no ocasionarles tristeza y acelerar tal vez su muerte. Así, el ministerio que iba a rodear a D. Carlos al ceñirse la corona de España no significaba más ni menos que su aversión invencible a variar de personas166.

Ni aun entre las de la Real servidumbre hizo otras novedades que la de nombrar ayo de sus hijos al duque de Béjar, antiguo sumiller de Corps de su hermano, por dar este empleo de íntima confianza a D. José Fernández de Miranda, con quien la tenía completa desde que le acompañó a Italia en calidad de gentilhombre, no apartándose nunca de su lado, y a quien elevó a la grandeza con el título de duque de Losada. De condición suave, pulcro en las obras, mudo en el secreto, muy noble de alcurnia y más todavía de alma, se le designaba como dechado de caballeros, mirábale el Rey como su fiel Acates, y le trataba con familiaridad y hasta con deferencia afectuosa. Por ejemplo, las noches que dedicaba algunos ratos al revesino, siempre entraba el Duque a hacerle en primer lugar la partida, y aun le sostenía las disputas a que daban margen ciertas jugadas, sin salirse de los angostos límites del respeto; y cuéntase que si se le iba a D. Carlos alguna genialidad pasajera, enmudecía el sumiller hasta que terminaba el juego, y al día siguiente no se presentaba, según costumbre, a las siete menos diez minutos de la mañana en el cuarto del Soberano. Echándole este de menos, y no deteniéndose en indagar si caía en falta por altivez de carácter o por temor de causarle enojo, decía a su ayuda de cámara D. Almerico Pini: Anoche se enfadó Losada; que vayan a llamarle. Y Losada se presentaba algo mustio de rostro; dirigíale el Rey palabras de afecto, y aun quizá de excusa, y se le desvanecía la tristeza. Para las cosas políticas solía ser el duque cerca de Carlos III como el eco de la voz de Tanucci; y respecto de las particulares, sin más impulsos que los de su corazón bondadoso, interponía su influencia a favor de los que necesitaban pan o justicia167.

Pesadumbre ocasionaba al Rey que se fuera acabando la existencia al arzobispo de Nísibe, su confesor por tantos años; pero el mismo religioso obtuvo tiempos antes la Real venia para buscar entre los gilitos españoles uno que le supliera en sus enfermedades y le reemplazara a su muerte. De resultas el superior, a quien propuso en 1753 elegir la persona, habíale enviado a Fray Joaquín Eleta, hijo del Burgo de Osma y de familia oscura, aunque, engrandecidos los suyos por la próspera suerte, quisieron hermanarla con la nobleza y desenterraron una ejecutoria. Cerca de treinta años llevaba de fraile, y a más de acreditarse como lector de teología en las aulas, había ya ganado reputación de misionero cuando desde el convento de San Bernardino de Madrid hizo a pie el viaje a Nápoles y la visita de las casas de su orden en aquel territorio, tornando posteriormente a España con la Real comitiva, y sustituyendo por último al padre Bolaños. Su ostentación se redujo a mantener un capellán y un paje, a pesar de habérsele decorado más tarde con la mitra, sin que tampoco se despojara nunca del sayal ni de la alpargata. Al rostro austero, y aun ceñudo, del confesor Eleta correspondía su genio desabrido y por extremo desconfiado; cuando se le exacerbaba el mal humor no guardaba miramientos con nadie; la contrariedad le movía a la pertinacia, y la contemporización a la flaqueza, en asuntos sobre los cuales no tuviera opinión concebida; porque, si la tenía, pasábase de terco y se le desentonaban la voz y el discurso. No obstante su renombre de teólogo y misionero, muy poco significativo sin duda habiéndolo alcanzado entre frailes descalzos y en pleno siglo diez y ocho, luego que anduvo más en contacto con las gentes hallósele corto de luces y ocasionado al fanatismo; pero siempre digno de respeto, y tributándoselo irresistiblemente los más convencidos de su impertinencia y de su ignorancia; que tal es el justo privilegio de los hombres sanos de intenciones y puros de vida168.

Más que por el carácter de las personas cercanas bajo distintos conceptos al Soberano pudiéronse traslucir sus designios por algunas providencias particulares que dictó en los primeros meses169. Ya que pensaba no permitir que pusiera la mano en lo gubernativo su madre, quiso a lo menos complacerla mandando salir del reino a Farinelli, con quien estaba resentida por no haberla acompañado al retiro de San Ildefonso, aun cuando la debía su fortuna170. Para sacar de juego la ambición impaciente y hasta algo bulliciosa, pero legítima sin duda, del conde de Aranda, le fió la embajada de Polonia, y al conde de Ricla, su auxiliar y deudo, la de Rusia171. Con aplauso de todos alzó el destierro al marqués de la Ensenada, después de haber visto que fue sacrificado por haberse opuesto a la ruina de su amo y de esta monarquía172. Humano al par que justo, sacó al nonagenario Macanaz del calabozo, donde ya se había acostumbrado a contemplar su sepultura, restituyéndole al seno de su familia; felicidad que no pudo gozar mucho tiempo, aniquilado como se hallaba por los años y las vicisitudes173. Hizo al Padre Feijoó el obsequio de remitirle todo lo que iba estampado de las antigüedades de Herculano, y gustoso admitió la dedicatoria del último tomo de las Cartas eruditas, donde expresaba que le llovían enhorabuenas por el acierto del antiguo pronóstico referente a la admiración que infundirían al mundo sus virtudes intelectuales y morales, y a las venturas con que las galardonaría el cielo174. Además el Rey escribió al Papa una carta postulatoria, interesándose vivamente por la canonización del obispo de la Puebla de los Ángeles D. Juan de Palafox y Mendoza175; y si por los que embarazaban su curso en la capital del orbe cristiano se quiso divulgar la especie de ser apócrifa aquella carta y solamente de estampilla la firma, cuando lo supo el Soberano, que la había puesto de su letra, dijo con severidad al Nuncio: Mal me conoce Roma, creyéndome capaz, de tener ministros que escriban de distinto modo que yo les mando176. Efecto inmediato de la Real carta postulatoria fue que las obras de aquel prelado respetable, quemadas por sugestión de los jesuitas en la corte de España durante la especie de interregno causado por la larga enfermedad de Fernando VI, se aprobaran en la Congregación de Ritos; y que el inquisidor general D. Manuel Quintano Bonifaz, arzobispo de Farsalia, anulara la prohibición de algunas de ellas que en edicto suyo había renovado no mucho antes177.

Ya con tales datos adquirían consistencia los hechos y se desacreditaban las conjeturas; de resultas aplaudían los que en el predominio de las ideas sostenidas por Carlos III en Nápoles y Sicilia vinculaban las esperanzas, y empezaban a mirar de reojo los que habían estado en candelero durante los dos reinados anteriores. Por de pronto se desfogaron con sembrar en conversaciones particulares las voces de que el Rey y sus ministros eran herejes, y de que la religión estaba en decadencia y en vísperas de ser alterada; y difundiendo juntamente profecías misteriosas, según las cuales el reinado y la existencia de Carlos III no durarían más de seis años; manera de oposición ya bastante desautorizada entonces, aunque todavía de alguna virtud entre el vulgo178.

Por los mismos días salieron a luz providencias consoladoras que no encontraron oposición alguna. Así como había el Rey perdonado a catalanes y aragoneses lo que adeudaban por el catastro hasta fines de 1758, hizo extensivo el propio indulto a las demás provincias respecto de las contribuciones de alcabalas, cientos y millones, derecho del fiel medidor y servicio ordinario y extraordinario, por las cuales se debían sesenta millones de reales; mandando, para que en ningún caso fuera ilusoria la gracia, que lo satisfecho a cuenta de atrasos en 1759 por las ciudades, villas y lugares, se abonara como recibido en pago corriente de las contribuciones del mismo año179. También relevó a varios pueblos y particulares de los cuatro reinos de Andalucía y de las provincias de la Mancha, Murcia y Toledo de satisfacer las anticipaciones que, para subsistir y sembrar, se les habían facilitado en granos y dinero, los años de mala cosecha, desde 1748 hasta 1754180.

Antes de Carlos III habían tenido voluntad muchos monarcas españoles de pagar las deudas del Estado; mas con dolor se observa, según el grave aserto de un escritor muy distinguido181, que casi siempre se condujeron con mayor energía las providencias relativas a rebajar las partidas de aquellas que las acordadas para su pago. Mucho hizo Fernando VI, y fructuosamente, por no aumentarlas; pero nada con el objeto de extinguirlas; pues temerosos de que se le agravara la habitual tristeza, omitían los ministros llevar al despacho las consultas y los expedientes de que dependía a menudo la subsistencia de los huérfanos y las viudas. Fiel su hermano y sucesor al encargo que le había dejado en el testamento de atender a las mencionadas deudas, consignó diez millones anuales para ir pagando hasta su total extinción las contraídas por Felipe V, y cincuenta millones por una vez a fin de que se repartieran inmediatamente a los interesados en la corte y en las provincias. Además, en consideración a que por el método adoptado no bastarían cinco siglos para pagar lo que se debía de toda la época en que la dinastía de Austria ocupó el trono, dispuso que los créditos ya reconocidos por la Junta de Descargos se trataran en la Contaduría general de Valores en los mismos términos que los del tiempo de su augusto padre, con un diez por ciento entonces, y sucesivamente con la prorrata a que se sujetaran aquellos182.

Para dar más ensanche a la idea de proporcionar alivio a los vasallos, se circularon dos instrucciones generales; una estableciendo la forma en que se debían justificar las adquisiciones de manos muertas, de cargar sus bienes, de hacer la cobranza y los apremios, de llevar la cuenta de la contribución, y de deducir las costas, a fin de que pagaran tributos las comunidades religiosas, iglesias y lugares píos, al tenor de lo prevenido en el artículo 8.º del Concordato de 1737, casi ineficaz hasta entonces183; y otra creando una Contaduría general de Propios y Arbitrios, y poniéndolos bajo la dirección del Consejo de Castilla, para que constara el verdadero producto y la legítima inversión en los fines de su destino, y desapareciera la costumbre de que los arbitrios impuestos sobre los abastos y otros géneros comerciables por falta de propios, se hicieran perpetuos en fuerza de prorrogaciones184. Como lo que pagaran los bienes de manos muertas se había de rebajar al punto de lo que satisfacían los de los seglares; y como se reducía al dos el cuatro por ciento que de los propios y arbitrios solía percibir el erario, desde el día de la publicación de las providencias se experimentaron los beneficios y fueron generalmente celebradas.

No así las de buena policía, encaminadas a que dejara de ser un lugarón la corte, y fácil y ocasionada a la impunidad la perpetración de crímenes en su recinto. De común uso eran a la sazón las capas largas y los sombreros gachos; y abarquillándose encima de los hombros las alas de estos y subiendo el embozo de aquellas hasta los ojos, ni el hijo conocía al padre, ni el hermano al hermano; todos parecían gente de mala catadura, y no había quien no llevara armas, para la agresión los turbulentos y criminales, y los pacíficos y honrados para la natural defensa. Añadamos que la necesidad justificaba en mucho el que tan desairado traje fuera largo tiempo de moda, por el continuo peligro en que estaban los que iban a pie, y aun los que andaban en coche, de que les cayera la basura que a todas horas se arrojaba por los balcones y las ventanas al simple grito de ¡Agua va! y cuando ya venía por los aires; incuria que sólo redundaba en provecho de los animales que pastaban por las calles de la villa, y de algunas personas que se apropiaban lo que el vecindario satisfacía para la limpieza, inútilmente y por vana fórmula recomendada en los bandos muy de tarde en tarde. Todo esto, junto a la falta de alumbrado, hacía que se reputara por acto de valor salir a la calle en siendo de noche, y que los vecinos de arregladas costumbres no se movieran de su casa después del toque de oraciones, a no mediar una urgencia tan grave como la de llamar al médico o al confesor para algún individuo de la familia185.

Tal propósito traía Carlos III de corregir semejantes inconvenientes, que, todavía de camino, prohibió entrar en los teatros con sombrero gacho y embozo186; y sucesivamente hizo que se expidieran tres Reales órdenes, una tras otra, para que cuando los ministros de tabla de los tribunales salieran con otro traje que el de garnacha, aun dentro de su coche y hasta a recrearse en el campo, vistieran de militar, y si querían abrigarse con la capa, llevaran sombrero de tres picos y peluquín sin gorro; para que ningún oficial de las tropas Reales, sin excepción de grados, usara, llevando capa, otro sombrero que el de tres picos, fuera a pie, en coche o a caballo; y para que en los paseos nadie se presentara con capa larga y sombrero gacho, a no ser los labradores y los menestrales: disposiciones convenientes sin duda, pero odiosas siempre, y obedecidas con repugnancia hasta por aquellas personas a quienes va la subsistencia en su cumplimiento187.

A la par trabajaba el marqués de Esquilache para conseguir que la Empieza de Madrid se llevara a cabo en lo sucesivo, y, si bien se le opusieron grandes embarazos, perseveraba con ahínco en llevar adelante la empresa, hasta que le presentaron cierta originalísima consulta hecha por los médicos bajo el reinado de uno de los Felipes de Austria, y reducida a demostrar que, siendo sumamente sutil el aire de la población a causa de estar próxima la sierra de Guadarrama, ocasionaría los mayores estragos si no se impregnara en los vapores de las inmundicias desparramadas por las calles. Tiempo faltó al ministro para enterar de la extraña consulta al Soberano, quien le contestó discretamente: Me alegro que me hayas traído este papel, pues así se acabó todo. No es posible que se me dé una razón más poderosa para que yo desista de mi intento que el ser contrario a la salud pública. Ahora, pues, dispónlo todo luego, luego, para que se limpie Madrid por los conductos y demás arbitrios determinados: cuida de que se haga uso de ellos; que en el primer momento que yo vea verificado lo que dicen los médicos antiguos, en mandando que se arroje todo por las ventanas con más fuerza remediaré fácilmente el daño. Y ya desde entonces no se levantó mano en el designio de asear y embellecer la corte188.

Durante algunos días ofreció mejor aspecto que el de costumbre con el aparato de las fiestas para la entrada pública de los Reyes, verificada el 13 de julio de 1760. A las seis de la tarde salieron del palacio del Buen Retiro, encaminándose por la calle de Alcalá al templo de Santa María, donde se cantaron solemnemente el Te Deum, y una Salve, y volviendo por las calles de Atocha, Carretas, Carrera de San Gerónimo y Prado de igual nombre. En aquella comitiva majestuosa rompían la marcha los Alabarderos, detrás seguían tres escuadrones de Guardias de Corps de las compañías española, flamenca e italiana; los timbales y clarines de las caballerizas Reales; cuatro coches dorados, de mayordomos mayores y de semana; nueve de camaristas de la Reina; cuatro de gentiles hombres de cámara del Rey; uno de respeto, y a los lados cuatro lacayos y ocho mozos; otro en que se distinguían, entre dos personajes más, el sumiller de Corps duque de Losada, el caballerizo mayor duque de Medinaceli, y el príncipe de Maserano, capitán de Guardias de la compañía italiana. Precedidos por cuatro cadetes del mismo cuerpo y por veinte y cuatro lacayos, y llevando en rededor los oficiales y exentos que no desempeñaban otro servicio y veinte y cuatro pajes a pie con uniformes bordados de oro, se veía a los Reyes dentro de una magnífica estufa o carroza de plata; luego en cuatro coches a los Infantes con la correspondiente escolta; en varios a las damas de honor de la Reina y a un mayordomo de semana, y por último a las Guardias española y walona.

Todo fue satisfacción para los Reyes y júbilo para los madrileños, y advirtióse digna competencia por dar lustre a esta ceremonia, ya brillante de suyo. El ayuntamiento levantó cuatro arcos triunfales en la puerta de Guadalajara, en las calles de Alcalá, de Carretas y al final de la del Prado; una gran decoración de perspectiva entre Santa María y los Consejos, y un salón de columnas en el patio de Oficios del palacio, en el cual se figuraron los reinos y provincias de la vasta dominación española. También los dueños de las platerías formaron en la calle de este nombre un extenso cuadrilongo y lo cerraron con cuatro torres, cuyos capiteles, como toda la parte interior de sus cuadros, imitaban galerías a la grutesca, adornadas y entretejidas con muchas piezas de plata y piedras preciosas; los escribanos de número y los de provincia costearon la ornamentación de las fuentes situadas en las plazuelas de la Villa y de la Corte; en la de la Pelota, delante de palacio, hubo aquella noche fuegos artificiales, y en la plaza Mayor, recién pintada al fresco, fue la iluminación sumamente vistosa. El lunes representaron las dos compañías cómicas españolas en el Real coliseo El triunfo mayor de Alcides, exornando la función con divertimientos y sainetes; el martes se lidiaron toros y salieron cuatro caballeros en plaza, de quienes iban por padrinos otros tantos señores de la más ilustre grandeza, y detrás de cada uno de ellos cien lacayos diversa y lujosamente vestidos de azul, verde, encarnado y pajizo; el sábado por la noche se dirigieron al Buen Retiro los Gremios menores de Madrid en comparsa de doscientas veinte y una parejas y cuatrocientos cuarenta y dos lacayos con hachas de cera, figurando una soldadesca a la española; entre ella las compañías de representantes hicieron una reverente laudatoria en verso; y una danza de espadas y broqueles, ejecutada por la numerosa comparsa, puso fin a los agasajos. Con innumerables composiciones, todas de mal gusto, mostráronse parte en tanta alegría los copleros de entonces.

Este postrer día de festejos, que fue el 19 de julio, se habían celebrado en el templo de San Gerónimo las solemnes juras del Rey y del príncipe de Asturias, con asistencia de los Prelados, grandes y procuradores; y así depuso Carlos III la zozobra que había empezado a mitigársele desde su desembarco en Barcelona, viendo asegurada por el voto de las Cortes del reino la sucesión del trono español en sus hijos, a pesar del espíritu de la ley promulgada cuarenta y siete años antes. De resultas anduvo pródigo en mercedes, y no fue de las menores la de revocar la providencia de su augusto padre que vedaba gastar espada a los nobles de Cataluña189.

Aún le duraba el gozo y recibía felicitaciones por aquel faustísimo suceso, cuando permitió Dios que experimentara cómo en la vida corren casi parejos y se alcanzan a veces el placer y el llanto. Más de veinte años había que labraba su ventura conyugal Amalia de Sajonia, princesa llena de virtudes, a quien tenían frecuentes ocasiones de bendecir los infelices, mujer que, cual si fuera simple particular, se dedicaba a los deberes de esposa y madre, y que se hubiera considerado sin tacha a no ser porque se irritaba fácilmente y prorrumpía en voces hasta desfogar el enojo; defecto por el cual solía reconvenirla don Carlos con oportunidad y blandura, amonestándola de palabra y enseñándola con el ejemplo; que también tuvo sus vivezas, y en fuerza de voluntad y constancia se le encomiaba ya por la mansedumbre190. No gozaba la reina Amalia salud completa desde que en Nápoles dio una fuerte caída del caballo, y se le agravaron los accidentes en España, donde no veía cosa de su gusto. Triste le parecía el aspecto de las poblaciones, y lúgubre mansión la de los Sitios Reales: llamaba a Madrid la Palestina o la Babel de Occidente, según se fijaba en la aridez de sus contornos o en las intrigas cortesanas de que era centro, y hasta calificaba de toscos el porte y el trato de las primeras damas españolas191. Su camarera mayor, la duquesa de Castropiñano, a quien suponía mujer de recato y cordura, fomentaba esta mala disposición de su espíritu y convertíase en su verdadero ángel malo, aplaudiéndola hasta que motejara a la Reina Madre, de quien aseguraba que no sabía contar más que por los dedos, y que sobre ideas políticas generales se había plantado en las que predominaban en su tiempo, cual si no hubiera pasado día por Europa192. Tampoco Isabel de Farnesio hablaba más caritativamente de su nuera; y ridiculizaba asimismo a D. Ricardo Wall y al duque de Losada, personas tan de la predilección de su hijo, aunque este al principio se daba muchos parabienes por la armonía, amistad y quietud que reinaba en toda la familia, y después había logrado con muchas contemplaciones y activa prudencia que no estallara la discordia.

Entre tanto menudeaban las indisposiciones de la reina Amalia, y se presentaron con síntomas tan alarmantes al empezar setiembre, que fue necesario dar por concluida la jornada de San Ildefonso, trasladándose a Madrid la corte. No produjeron efectos favorables los desvelos del amor ni los recursos de la ciencia, y aquella augusta señora pasó de esta vida el 27 del propio mes, a la edad de treinta y seis años, con lo cual sufrieron una inmensa pérdida Carlos III y la España toda.

Desconsolado el Rey, hizo una heroica promesa de las que fácilmente se aventuran en horas de angustia, y que por lo regular se olvidan luego que pasa el llanto y se vuelven las melancolías suaves y apacibles memorias. En buena edad como estaba, y con la naturaleza robusta que tenía, se propuso no contraer nuevo enlace y no alterar sus limpias costumbres. Además dijo: En mi casa no ha de haber más que una mesa, una cocina y una religión, y los miembros de la Real familia, a excepción de su madre, dejaron de tener por separado la mesa, la caballeriza y la librea193.

Pero España quedó sin tener quién velara por su tranquilidad cerca del trono, pues, durando la contienda entre Inglaterra y Francia, y la porfía de los respectivos embajadores por separar del beneficioso principio de la neutralidad a la corte española, siempre la reina Amalia, como solícita madre, y creyendo ver sobre Nápoles las bombas enemigas, se afanaba para que no influyeran en el ánimo de su esposo, por un lado las afecciones de la sangre que le inclinaban extremadamente a Francia, y por otro el resentimiento del agravio que le prevenía contra Inglaterra. Con no descuidarse en inutilizar los lazos tendidos al Monarca, lisonjeábase de que al fin prevalecería su dictamen, enteramente propicio al reposo, y decía: Si no fuera por el pupilo de Nápoles, nada nos importaría la paz del continente... Con los franceses siempre es de temer cualquiera sorpresa... Bien armada España se hace respetar y todos quieren llamarla amiga suya, y de la guerra no puede sacar otra cosa que su propia ruina.194 Por consiguiente, la reina Amalia sentía como madre y pensaba como española; y eran llegados los momentos críticos en que estas máximas saludables debían tenerse más presentes, cuando sobrevino su fallecimiento. Así repetimos, pagando a la verdad tributo, que, en ocasión tan triste y para llorar acontecimiento tan infausto, brotaron y corrieron las lágrimas del Rey juntamente con las de España.




ArribaAbajoCapítulo II

Pacto de familia


Estado de la guerra.-Carlos III a favor de Francia.-Cuestiones entre España e Inglaterra.-Las procura complicar Francia.-Consejo de Tanucci.-El marqués de Grimaldi.-Planes de alianza.-Minuta del tratado.-Sus desventajas.-Proyecto de convención secreta.-Artificios de Choiseul.-Unión de los Borbones.-Ultimátum de Francia a Inglaterra.-Ruptura de los tratos.-Caída de Pitt.-Hostilidades inminentes.-Manifiesto a España.

Cuatro años de lucha por mar y tierra y en ambos mundos habían debilitado y disminuido considerablemente las fuerzas y los recursos de las naciones beligerantes. Todas miraban ya la paz como, el bien supremo, y cada una de ellas embarazábala virtualmente por querer la supremacía en las ventajas. Sin duda era muy diferente la situación de las dos principales potencias sustentadoras de las hostilidades, aunque a una y otra conviniera el reposo. Francia, con el duque de Choiseul de primer ministro, hombre altanero, frívolo y disipado como todos los grandes señores de su país en aquel tiempo: regida por el ascendiente de las encopetadas rameras y de los confesores de Luis XV, todavía laxos respecto de sus escandalosas costumbres: centro de ruines intrigas palaciegas: aliada íntima del Austria, por cuya ruina había trabajado afanosamente dos siglos cabales, hallábase ya sin tesoro, con poca marina y tiranizando a los pueblos para proseguir las campañas. Inglaterra se reponía de los quebrantos y se esforzaba por alcanzar triunfos, alentándola infatigable el célebre Pitt a la cabeza del ministerio: Pitt, cuya fascinadora elocuencia hacia populares las lides; cuyo espíritu prodigioso abarcaba los dos hemisferios en que se prolongaban tenazmente; cuya fecundidad de arbitrios lograba que aparecieran fuertes flotas donde quiera que asomaban contrarios; y aventarlos casi por completo de las islas y de los mares; y enviar de continuo socorros pecuniarios al gran Federico de Prusia, fénix de los guerreros, pues acometido por Austria, Sajonia, Francia, Rusia y Suecia, cuando parecía a punto de ser vencido, ostentábase victorioso, y defendía heroicamente su reino, enclavado entre dos imperios enemigos, y cuya independencia peligraba por tanto en todas las batallas195.

Nada mejor para España en circunstancias tales que la neutralidad más estricta ante Europa. Lo comprendía así Carlos III y hablaba como soberano, explicándose de esta suerte: Sabes mi sistema, que es ser amigo de todos y hacerme respetar de ellos. Mas al decir alborozado: Ya sabrás la buena noticia que recibí anoche de la batalla ganada por los franceses junto a Quebec, soltaba la rienda a sus particulares afectos de hombre196. Estos le unían estrechamente a Francia, siendo vástago de su regia estirpe, e inclinándole su generosidad a favorecer al más menesteroso de ayuda, y le desviaban de Inglaterra por el antiguo resentimiento del agravio que le hicieron marinos suyos, obligándole a envainar el acero con inusitada e irritante premura para librar de ruina cierta la capital de su monarquía. Ahora, más poderoso, le mortificaba el afán de pedir razón de la ofensa, y desgraciadamente no era la única de que se podía quejar a aquella corona.

Súbditos ingleses habíanse apoderado tiempos atrás de algún territorio en la costa de Honduras para cortar palo de Campeche: tolerarlos allí afrentaba al Monarca, y así decía fundadamente: Dios sabe que yo no he deseado ni deseo nada de nadie; pero quiero conservar lo que por su infinita bondad me ha dado, sin que nadie me lo inquiete ni me lo quite.197 Al par que zahería su decoro tamaño ultraje, asediábale el marqués de Ossun, embajador de Francia, con ciertas benditas conversaciones, que hacían temblar a Amalia de Sajonia, horrorizándola hasta el oír hablar de guerra. Solamente sus amonestaciones oportunas mantenían al Soberano propicio al reposo y le inclinaban a desistir del propósito hecho al principio de desalojar a los ingleses por buenas o malas de Honduras, para libertar a sus súbditos americanos de los perjuicios que les irrogaban aquellos establecimientos. No más que su esposa pudo templarle por entonces y sugerirle el proyecto de que el conde de Fuentes, recién enviado a representar a la corte de Madrid en la de Londres, renovara allí las instancias relativas a la evacuación del territorio americano, instancias de curso expedito hacia un desenlace venturoso cuando empezaron las hostilidades, si se amenazara a Inglaterra con la firme alianza de españoles y de franceses en caso de repulsa, y de éxito muy dudoso cuando aquella nación prepotente llevaba a sus enemigos de vencida y se explicaba con el fervor del entusiasmo y la aspereza del orgullo que le infundían sus victorias198.

Haciendo el conde de Fuentes, a tenor de las instrucciones Reales, muy puntual relación en una bien pensada Memoria de las quejas que de Inglaterra tenía España, agregó a la de las usurpaciones de territorio en la costa de Honduras, la de estarle vedado pescar en el banco de Terranova, y la de haberse apresado varias de sus naves. Con todo, el punto esencial de las diferencias entre ambas cortes versaba sobre si habían de hacer pie los ingleses en la América española, o de abandonarla según justicia; porque la negativa al derecho de pesca en las aguas de Terranova se derivaba más o menos legítimamente de los tratados que habían puesto fin a la guerra por la sucesión al trono de España, no tocaba de plano en la honra y consentía larga espera, aunque se complicaran las negociaciones; y en cuanto a las presas de naves, ya el tribunal competente había declarado malas algunas, y estaba empeñada la promesa de obrar con igual justificación respecto de todas.

Por miras políticas dilataba Pitt un día tras otro responder a la Memoria del conde de Fuentes; gracias a los ruegos de Amalia de Sajonia, no estallaba la impaciencia de Carlos III en demostraciones hostiles; mas desgraciadamente quedó viudo y sin quien le mitigara las pasiones que agitaban su alma en tal coyuntura, y así viose próxima a término aciago la fecunda neutralidad de España.

Si no por escrito, de palabra, ya el ministro Pitt y el embajador Fuentes habían adelantado alguna cosa por las vías de la avenencia. Este, convenientemente autorizado, aseguraba que se facilitarían a Inglaterra eficaces y equitativos medios para la corta del palo de tinte, luego que abandonara sus establecimientos clandestinos de Honduras: aquel exigía que el derecho a la corta del palo se consignara en las estipulaciones pendientes. Con la voluntad propensa al sosiego no parecía ilusoria esperanza la de llegar a un buen ajuste; pero el Monarca español había ya consentido en la guerra: todo lo que le mortificaba de la corte de Londres adquiría bulto en su mente: ofendíale ahora además que allí se dudara de su palabra: ya no tenía cerca de si quien le fuera a la mano en su enojo; y se felicitaba de haber puesto sobre un pie respetable sus tropas, aumentando por compañía veinte plazas, y su marina armando hasta cuarenta navíos en menos de seis meses199.

No había elemento alguno propicio al mantenimiento de la saludable neutralidad española. Romperla en su provecho ansiaba Luis XV, y no pasaba correo sin que el duque de Choiseul se dirigiera al marqués de Ossun para que exacerbara más y más la mala disposición del espíritu de Carlos III hacia Inglaterra, y le estimulara a figurar prontamente en la lucha. Lo ejecutaba así el embajador y ponía toda su sagacidad en juego a trueque de salir airoso, tentando al Monarca español unas veces por los sentimientos de hombre, y otras por los deberes de soberano. Ya le pintaba los apuros de Francia; el entrañable amor que profesaba a su familia, y la oportunidad de la coyuntura para socorrerla y tornar venganza de sus agravios personales: ya le hacia parar la atención en la urgencia de resguardar bien sus extensas colonias, que de seguro y sin rebozo invadirían los ingleses al cabo, si en las regiones americanas seguían tomando alto vuelo con tanta serie de triunfos200.

Por justificadas que fueran algunas de las razones con que el marqués de Ossun instigaba a Carlos III, no se podía colegir de ellas que para España no quedaba otro camino que el de las lides. Muy acertado lo señalaba el experto marqués de Tanucci en sus cartas, inculcando la necesidad de atender a que la paz no se celebrara sino por arbitraje o con intervención a lo menos de la corte española; y advirtiendo perspicuamente que dilatara manifestarse mediadora hasta que, por haber madurado las cosas, estuviera segura de que este paso no la arrastraría contra su voluntad a las batallas201. Pero el Rey no estaba predispuesto a adherirse a dictamen tan sano, y tampoco lo abrazaban aquellos que podían disuadirle de prestar agradables oídos a las sugestiones francesas.

Entre las personas bien enteradas de cuanto se preparaba en este sentido, quizá no más que una oponía estorbos a que se diera algún mal paso. D. Jaime Masonés de Lima, viejo militar y diplomático eminente, embajador español en Francia, adicto a la política neutral del anterior reinado, se esforzaba lealmente por desbaratar las fascinaciones y presentar las cosas bajo el verdadero punto de vista, sin conseguir otra ventaja que la de no hacer figura en los tratos ruinosos, ya muy cercanos, porque se le removió de su puesto. Sustituyóle inmediatamente D. Gerónimo de Grimaldi, segundón de ilustre casa genovesa. Ordenado de primera tonsura, se había presentado con una misión de su república, y durante el reinado de Felipe V, en la corte española, donde cayó de pie, como dice el vulgo: lo agraciado de su fisonomía y lo gentil de su continente valiéronle muy luego el sobrenombre de el lindo abate: halagándole el viento de la fortuna, desnudóse de los hábitos clericales y se dio a medrar por otro sendero; ya era marqués y ministro español en el Haya cuando fue trasladado a París con igual encargo. Y así, de las negociaciones en que Luis XV trataba de enredar a Carlos III quedaron absolutamente excluidos los españoles, como que por una parte las iban a seguir el duque de Choiseul y el marqués de Ossun, franceses, y por otra el irlandés D. Ricardo Wall y el genovés marqués de Grimaldi202.

Sin embargo, Carlos III distaba mucho de fiar ciegamente en las intenciones de Francia; antes bien, noticioso de que, por alcanzar esta corte el ansiado sosiego, no escrupulizaba dejar plantada a la de Viena, dijo muy satisfecho de su nuevo embajador cerca de Luis XV: En tres días que ha llegado a París ha hecho infinitamente más que el otro en todo el tiempo, pues con el secreto que nos tenemos te diré que les ha sacado del cuerpo el pastel que intentan hacer con mucho deshonor suyo y de sus aliados, con lo cual me ha puesto en luz para estar más a la vista y poder ir tomando mis medidas para no ser engañado203. Lo deplorable era que a la par tenía clavada la espina de que Inglaterra no contestara a sus reclamaciones, y que este ofensivo silencio le estimulaba de continuo a entablar con la corte francesa pláticas de alianza. Como idea suya, aunque facultado realmente por su Monarca para dar este paso, propuso el marqués de Grimaldi la unión marítima de ambas coronas, con el fin de asegurarse mutuamente sus posesiones ultramarinas. Semejante abertura tuvo lugar por el mes de abril de 1761, casi al propio tiempo en que pasaban lord Stanley a París y el marqués de Bussy a Londres para tratar de palabra el asunto de sus disputas, ya sobradamente esclarecido o embrollado por escrito204.

Sin otras aclaraciones se comprende que Francia jugaba desde los principios a dos palos, y que a España tocaba perder la partida, yéndose incautamente de la mejor carta. Porque, neutral como era entonces, estaba en proporción de mediar y componer las diferencias de los dos poderosos países que fomentaban la discordia, y terciando en ellas, no la agasajarían ya los gabinetes de más influjo para ganársela por amiga.

Francia entre tanto, si admitía Inglaterra sus proposiciones, firmaba la paz sin demora y dejaba a los españoles comprometidos en el lance, y si las rechazaba tenazmente, siempre quedaba a los franceses el recurso de mudar la suerte de las armas con los auxilios españoles.

Para colmo de desaciertos, al proponer Grimaldi la alianza marítima entre ambas cortes, se le escapó la especie de que sería muy ventajoso unirse también con el fin de ventilar sus respectivos asuntos, pendientes en Londres, de manera que no se ajustaran los unos sin los otros. Desaprobóle su Gobierno que hubiera soltado tal prenda; mas recogiéndola Choiseul prontamente, hizo valer toda su importancia, al mismo tiempo que contradijo el plan de Grimaldi, por figurársele mezquinas entre príncipes de una estirpe las alianzas con limitaciones. Y quitóselas totalmente en la minuta de un tratado que remitió a España muy pronto205.

Su espíritu y letra propendían a hacer permanentes e indisolubles, tanto para Carlos III y Luis XV como para todos sus descendientes y sucesores, las mutuas obligaciones de la amistad y el parentesco. Por virtud de este principio fundamental, cada una de las dos coronas española y francesa miraría como enemiga a la que lo llegara a ser de la otra, y ambas se asegurarían recíprocamente sus posesiones luego que, firmado el ajuste, comenzaran a gozar de reposo. Doce navíos, seis fragatas, diez y ocho mil infantes y seis mil ginetes daría la potencia requerida a la demandante tres meses después de solicitados los socorros, cuya necesidad quedaría patentizada por el simple requerimiento; y cargo de la que los proporcionara había de ser mantenerlos y reemplazarlos, y prerrogativa de quien los recibiera usarlos y distribuirlos según le pareciere oportuno. A esta obligación sustituiría la de hacer concordes totis viribus et armis la guerra, una vez declarada por la potencia requerida a los que se la hicieran a la demandante, y ninguna podría escuchar proposiciones de acomodo, ni tratar, ni concluir paces sin asentimiento de su aliada. Para que el afecto fraternal de ambos reyes se comunicara a los vasallos, habría de serles permitido transmitir libremente y de cualquiera modo sus bienes, derogándose la ley que se lo embarazaba dentro de España a los franceses y de Francia a los españoles: respectivamente disfrutarían las mismas ventajas mercantiles que los naturales, sin que sirvieran de ejemplo nunca para los tratados de comercio que ajustaran España y Francia con los demás países del globo; y por último, debiendo de adherirse el soberano de las Dos Sicilias a lo que se estipulara entre los dos altos contratantes, estos y aquel mandarían a los ministros que les representaran cerca de todas las cortes el vivir en la mayor armonía, a fin de que los pasos dados por cada una de las tres coronas se encaminaran a su común gloria y ventaja206.

Al golpe se descubre que ninguna equivalencia había entre los empeños de Francia, garante del tratado de Westfalia y con alianzas ofensivas y defensivas en Alemania, y los de España, reducidos a mantener al príncipe D. Fernando en las Dos Sicilias y al infante D. Felipe en Parma y Placencia. Fuera de esto, la rivalidad entre los franceses y los ingleses traía fecha muy antigua, y amenazaba siempre con turbaciones destructoras, a la par que los españoles demostraban patentemente, ya había más de trece años, que en ser amigos de unos y otros no arriesgaban la honra y les iba no menos que la ventura. Y aun prescindiendo de tan graves consideraciones, sólo con pasar la vista por el mapa y ver cercado el territorio francés por muchas partes de fronteras, y el español casi literalmente sin vecinos, se adquiría el triste convencimiento de que, formalizándose un tratado de tal especie, imitaría Luis XV al que, previsor y sesudo, pone un fuerte puntal a la casa que se le viene abajo, y Carlos III al que, a impulsos de vertiginoso desvarío, arroja su fortuna por la ventana207.

No reparaba este Soberano en la sombra que haría a las demás potencias la unión firme de las dos principales ramas de su familia, persuadido como se hallaba de que esta alcanzaría así un poder sumo. Sin ocultársele que resucitarían las inquietudes sobrevenidas al ocupar el trono de España su padre, se lisonjeaba de que, aun desviándose de la neutralidad venturosa, podría hacer gala de la misma independencia que su hermano. Y cayó de un error en otro hasta el de manifestarse muy satisfecho de que se extendiera al continente de Europa la alianza proyectada para seguridad mutua de las posesiones ultramarinas208.

Tan de plano asintió al fatal pensamiento, que, si se exceptúa el artículo concerniente a los representantes de ambos países cerca de los extraños, adicionado en el sentido de corresponder la precedencia al del monarca primogénito en las cortes de familia, y en las otras al de residencia más antigua, no introdujo en la minuta del tratado modificaciones que no fueran leves o insustanciales. Por ejemplo, limitaba el socorro que debía proporcionar España a diez mil infantes y dos mil caballos, mientras su ejército no igualara al de los franceses, a no ser que se tratara de apoyar al soberano de las Dos Sicilias o al infante duque de Parma; y resolvía no auxiliar a Francia en las guerras que le trajesen sus compromisos de Westfalia, y los de Alemania y el Norte, salvo si le invadieran las fronteras o alguna potencia marítima se declarara en contra suya. Todo lo cual era como decir que jamás faltarían los socorros españoles a los franceses, pues no se concebía el caso de que estos pelearan sólo por tierra y de que ningún enemigo avanzara hasta los lindes de su territorio209. Ni cabía tampoco en lo probable que la nación requerida para enviar auxilios siguiera amistada con los contrarios de la menesterosa de tal ayuda. Así en lo venidero no había modo de que los franceses acometieran hostilidades sin que los españoles empuñaran también las armas; y por tanto les encadenaba su Soberano a la suerte ajena, mucho más sujeta a vaivenes y vicisitudes que la propia210.

Con todo, este convenio, llamado ya pacto de familia, no había de comenzar a estar vigente hasta que se hallara en paz Francia, y sin duda podían atravesarse sucesos capaces de invalidarlo completamente antes de que tornara a verse empeñada en la guerra; que también se propuso Luis XIV que no hubiera ya Pirineos, y a las veces los hubo más altos que nunca, mientras reinaba su nieto Felipe V, de quien se prometía que semejante máxima política tuviera realización inmediata. Daños mucho más inminentes auguraba la convención secreta que, juntamente con el pacto de familia, iba madurando en las negociaciones de las dos cortes.

Cuando Grimaldi tuvo la candidez lastimosa de proponer que los asuntos españoles y franceses corrieran unidos ante el gabinete de Londres, se le previno que retirara prontamente la oferta, para disipar todo recelo de que España se propusiera entorpecer la paz de Francia. Muy a mal Choiseul con que la prenda soltada por Grimaldi se le fuera de entre las manos, hizo como que Luis XV correspondía a la hidalga conducta de Carlos III, rehusando la separación de negocios, aunque hallara manera de zanjar los suyos particulares. Esto no fue en suma sino pagar una generosidad verdadera con una generosidad aparente, para exigir por un sacrificio ilusorio un sacrificio real y efectivo, la declaración de hostilidades por parte de España a Inglaterra el día 1.º de mayo de 1762, si aún duraban entonces.

De esta doble base partía la convención secreta formada por D. Ricardo Wall de orden de Carlos III para que la examinara Choiseul y la sometiera a la aprobación de Luis XV. Sustancialmente se proyectaban allí estos puntos. Luego que se encontrara España en guerra, concordarían uno y otro monarca las operaciones, llevando el ánimo fiel y firme de que pérdidas y ventajas fueran comunes, y de que al término de la lucha se compensaran unas con otras, cual si pertenecieran a una misma y única potencia. Paz o tregua no ajustarían sino juntos, y acto continuo se comunicarían cualesquiera disposiciones que directa o indirectamente miraran a establecerlas y pudieran hacerse por separado al uno o al otro. Luis XV daría al Monarca español en depósito la isla de Menorca durante la guerra, debiéndola recobrar al cabo, si Dios bendecía sus armas de suerte que la restitución no fuera obligatoria. Carlos III haría por que su cuñado el soberano de Portugal se les incorporara contra Inglaterra. Solo de común consentimiento admitirían en esta alianza otra potencia, por mucho que lo solicitara. Desde luego obligarían las estipulaciones precedentes, si por celos y sospechas de la unión de negocios entre ambas cortes se precipitaba la de Inglaterra, declarándose hostil a España antes del 1.º de mayo. Atentos los dos altos contratantes a la seguridad y el decoro del infante duque de Parma, se comprometieron a mantenerle en la posesión de Placencia, adjudicada por el tratado de Aquisgrán al monarca sardo, quien habría de ser resarcido con equidad proporcionada a su derecho. Toda esta convención tendría el carácter de secreta ínterin no se considerara oportuno comunicarla en todo o en parte; mas nunca sin beneplácito de ambos reyes211.

Tan al hilo de la conveniencia de Francia seguían estas malhadadas negociaciones su rápido curso, que no era ciertamente de sospechar que encontraran allí tropiezo. Lo hallaron, no obstante, imprevisto, porque, metido Choiseul en la doble jugada, había procurado acelerar la resolución definitiva de los asuntos franceses, insinuando a lord Stanley en París y haciendo que el marqués de Bussy insinuara en Londres, que, de no decidirse pronto, se agenciarían juntamente con los de España212. Del giro que tomaban aquellos a impulsos del hábil amago estaba suspenso, cuando le llegaron las minutas del pacto de familia y de la convención secreta; y como en aprobándolas llanamente perdía la eventualidad de negociar con el gabinete de Londres a solas, opuso al pacto el inconveniente de la alternativa de embajadores, según se había aquí ideado, y a la convención ni más ni menos que la unión de negocios españoles y franceses, propuesta por Grimaldi a pesar de su corte y admitida por Choiseul de modo que acababa de servirle el simple anuncio de efectuarla para vigorizar sus reclamaciones, dando que temer a Inglaterra.

Mucho ofendió al Monarca español una novedad tan extraña, aunque no pudo resolverse a desistir de los tratos funestos en que se engolfaba más cada día, y de los cuales había de salir forzosamente malparado. Obviarlos quiso con abnegación suma, lejos de entorpecerlos, ya que no los anulara del todo, consintiendo en que se firmara el pacto de familia sin lo referente a la alternativa de embajadores, y renunciando a que la convención secreta se llevara adelante; bien que le doliera que, con ánimo de ligarse los dos monarcas, y después de haber aprovechado Choiseul felizmente la ocasión de anunciar la píldora a Stanley, y de disponer a su corte a tragarla en su tiempo, hubiera hablado de los asuntos españoles sin más propósito que el de la amenaza213.

Sobre las tres cosas que se reclamaban de la corte de Londres manifestóse Carlos III propicio también a ceder bastante. Lo de los establecimientos ingleses en Honduras había ofrecido hasta entonces mayores embarazos que nada; y para orillarlos completamente y mostrar su amor a la humanidad, facilitando la pronta vuelta del reposo, asentía a que, entre la evacuación absoluta solicitada por España, sin reconocer a los invasores el derecho de cortar palo de campeche, aunque bajo la promesa de proporcionárselo de una manera equitativa, y el reconocimiento del derecho a la corta del palo, exigido por Inglaterra antes de que se realizara la evacuación de aquellos establecimientos, que ella misma había calificado de injustos, se buscara algún medio término capaz de conciliarlo todo, y de cuyo cumplimiento quedara Francia por garante. Relativamente a las presas marítimas determinaba que no se prosiguiera el empeño, bastándole que por sentencia del tribunal correspondiente se hubieran devuelto ya algunas, y que se ofreciera proceder con la misma imparcialidad y justificación acerca de todas. Sólo en cuanto a la pesca de Terranova tornaba a manifestar insistencia: ya había mandado al conde de Fuentes que dejara de reclamar sobre este asunto, luego de haber presentado la Memoria en que lo dilucidaba con mucho tino, pues siempre quedaba el recurso de enviar a aquel banco oportunamente algún buque, de no ceder en la demanda de que fuera restituido, si lo apresaban los ingleses, hasta que se alcanzara como la de otros varios cogidos y luego devueltos, y de tirar así adelante; pero creía no poder prescindir ahora de renovar esta pretensión con grande energía, por ser indecoroso para España que Inglaterra le negara el derecho de la pesca del bacalao en Terranova, al mismo tiempo que se lo reconociera a Francia214.

Pronta y terminante fue la respuesta dada a los Borbones francés y español por el gabinete de Londres sobre la proyectada unión de negocios; ventilada en el consejo británico la importante materia, trasmitió Pitt al marqués de Bussy el acuerdo con el desenfado propio de su índole arrogante, y ya avasalladora por consecuencia del feliz éxito de su política elevada y de la justa popularidad que le valía. Mostrando imponderable extrañeza de que intentaran hacer causa común en los tratos de ajuste dos grandes naciones, de las cuales una era amiga y otra enemiga de la suya, limitóse a decir que el soberano de Inglaterra miraría como ofensiva a su decoro e incompatible con la prosecución de las negociaciones la insistencia sobre este punto. No más que uno de los pendientes con España ofrecía a su juicio dificultades, y así expuso que en lo de presas estaban concordes; que podían estarlo muy en breve y sin graves tropiezos en lo de los establecimientos de Honduras; pero que sólo con la espada cabía ganar el derecho de pesca en el banco de Terranova215.

Desesperanzado Choiseul de sacar provecho de la amenaza de unir los negocios españoles y franceses ante el gabinete de Londres, y estrechado además por Grimaldi a salir de vacilaciones, hubo de someterse a las circunstancias. De resultas el pacto de familia y la convención secreta firmáronse en Versalles el 15 de agosto de 1761, tan a gusto de Carlos III, que, hablando con Tanucci, usó de este lenguaje de fausta nueva: Tengo la satisfacción de decirte que me ha venido concluido y firmado lo que estaba tratando con Francia tal cual yo lo deseaba, con lo cual he superado el punto de Placencia según quería, y creo haber hecho lo que es de conveniencia y bien del Rey mi hijo216.

Por entonces acabaron también las esperanzas de avenencia entre las cortes de París y de Londres. Según las instrucciones de Luis XV y su ministerio, el marqués de Bussy había de comenzar los tratos proponiendo la restitución general y mutua de las conquistas hechas en las anteriores campañas: por los discursos de los ministros de Inglaterra procuraría enterarse de si daban la preferencia al comercio de la costa de Coromandel o al de la América del Norte, para ceder Francia en lo que más de lleno halagara sus intereses: si el Canadá quedaba por suyo, se examinarían los distintos planes de límites ya propuestos antes de romper las hostilidades: se acomodaría a la restitución de Menorca y a la demolición de Dunquerque; pero nunca a la pérdida de la isla de Guadalupe; y no insistiría mucho acerca de las posesiones africanas, siendo posible proveer de otro modo a la saca de negros217.

Sobre tales puntos se había discutido más lánguidamente de lo que reclamaba su importancia, originándose embarazos de la negociación oculta seguida entre españoles y franceses; pero tan luego como esta llegó a definitivo desenlace leía el marqués de Bussy el ultimátum de la Francia al jefe del gabinete de Londres, y este le respondió también muy pronto y de manera de cerrar todo camino al avenimiento. Inglaterra quería la cesión absoluta del Canadá, sin consentir en que la línea divisoria se tirara desde Río-Partido, socolor de fijar los límites de la Luisiana: tampoco se prestaba a desprenderse del Senegal ni de la Gorea, aunque sí a que extrajera Francia los negros que necesitara para sus colonias por algún medio razonable y poco nocivo a las ventajas que disfrutaban allí los ingleses: bajo la inspección de estos se concedería a aquella potencia una isla de las de Terranova para abrigo de los barcos suyos que fueran a la pesca del bacalao en adelante. Francia restituiría a Inglaterra la isla de Menorca, demolería a Dunquerque, y evacuaría las plazas y territorios del rey de Prusia. Inglaterra devolvería a Francia la importante conquista de Belle Isle y las de las islas de Guadalupe y María Galante, y no cesaría de socorrer a Federico II hasta conseguir el fin saludable de pacificar la Alemania, todo bajo el supuesto de que se habían de tratar en Londres los negocios de españoles y de franceses con separación absoluta218.

Como Francia no podía menos de rechazar tan desventajosas condiciones, hizo de la necesidad virtud, y se colocó en lugar excelente, propalando que se aviniera de buen grado a todo menos a faltar a su aliada Viena y a separar sus negociaciones de las de España.

Ya Bristol, embajador inglés en Madrid, había preguntado por disposición de su Gobierno los designios de la Memoria presentada por Bussy en la capital de Inglaterra para noticiar que tratarían unidas las dos cortes, y si se había dado este paso con pleno conocimiento de la española; a lo que D. Ricardo Wall contestó sin tardanza, rebatiendo la arrogancia de querer impedir que hablaran juntas ambas naciones, probando la sinceridad de sus miras y confesando sin afectación su estrechísima correspondencia219.

Desabrido entonces Carlos III por la pertinacia del gabinete británico en dilatar el éxito de sus reclamaciones, cansado de tantas preguntas y respuestas, jactancioso de que no se le cogería desprevenido por parte alguna, dijo marcialmente: Si Pitt quiere romper, que rompa.220 Lo iba a hacer así el ministro afamado, cayendo terrible y de improviso con naves y tropas sobre alguno de los dominios americanos de España; mas su compañero el conde de Butte, muy influyente desde que su alumno Jorge II había subido al trono un año antes, y esperanzado en que nadie se le adelantaría en el valimiento luego que se restableciera el reposo, trabajaba ardientemente y con fruto para que llegara a prevalecer en las resoluciones gubernativas el dictamen contrario a la guerra221. Vanamente le impugnaba Pitt presentando como conveniente y aun indispensable el designio de atacar a los españoles en pena de haberse unido a los franceses con intentos hostiles; pruebas de esta unión amenazadora le pedía Butte reiteradamente, y como no las tenía materiales y se achacaba su anhelo por buscar nuevas aventuras a manera de ardid para perpetuarse en el mando, hubo de abandonarle al mediar octubre, no queriendo ser responsable de las consecuencias de un sistema que distaba enormísimamente del suyo.

Natural era que la caída de Pitt se tuviera en las cortes borbónicas por dichoso presagio de renovarse las esperanzas de paz ya fenecidas. Obtenerla creía Francia venciendo la repugnancia del Monarca español a declarar la guerra antes del 5 de noviembre, día en que el Parlamento británico abría las sesiones, por considerar verosímil que este, con zozobra de los peligros que anunciaban las hostilidades de refresco, negara al gabinete los subsidios para proseguir batallando222. Además, con el propio fin de no dejar a España otro escape que el de anticipar su aparición en los campamentos, se iba de lengua el ministerio francés, de forma que, a poco de la mudanza de gabinete en Inglaterra, tuvo el Monarca español muy fundado motivo para expresarse de esta suerte: «No me admira el poco secreto de la Francia sobre el tratado conmigo; lo uno, porque bien sabes que el secreto les hace siempre indigestión, y así han menester vomitarlo; y lo otro, porque, a su parecer, les convenía publicarlo, en lo cual no sé si acertaron haciéndolo antes de tiempo».223.

Tanto no acertaron, que la divulgación de esta especie puso la perspicacia de Pitt en evidencia; y el manifiesto de tan eminente ministro, circulado entonces y explicatorio de las causas de su salida del ministerio, arrastró la opinión pública en su apoyo; y sus sucesores se quedaron a la postre sin más arbitrio que el de emprender el rumbo por donde había persistido en conducirles a la gloria; y ya no significó nada su reciente alejamiento del mando, reviviendo su espíritu en la dirección de los negocios.

Se patentizó así por las órdenes terminantes que el nuevo gabinete comunicó al embajador inglés en España para averiguar de buena manera si positivamente existía el tratado con que los franceses metían ruido, y si versaba sobre cosas perjudiciales a Inglaterra. Eludiendo cuanto fue posible D. Ricardo Wall contestarle, y refiriéndose a un despacho para el conde de Fuentes que iba ya camino de Londres, no dejó duda al conde de Bristol sobre ser efectivo el tratado entre españoles y franceses, ni sobre la circunstancia de tener Carlos III su resolución ya tomada224. No era otra que la de batallar contra los ingleses a todo trance, sin reparar en si el conde de Egremont se mostraba más tratable y propicio que su antecesor Pitt en cuanto a anudar las relaciones con España y a evacuar los establecimientos de Honduras, aun cuando alegaba por testimonio de su sinceridad el voto unánime del consejo británico, opuesto a los planes hostiles contra la América española225.

Nada pone más de relieve la precipitación desacordada de Carlos III y sus ministros en las estipulaciones con los franceses, sin embargo de no ocultárseles sus desventajas, que el hecho de reconocer necesario que la convención secreta, firmada como el pacto de familia el 15 de agosto, llevara fecha posterior a la ruptura de los tratos con la corte de Londres, y tan atrasada que diera lugar a concebir que, sólo después de no avenirse a la paz los ingleses, se unieron los Borbones de España y Francia226.

Todavía el conde de Bristol alimentaba la esperanza de que no estallaran las hostilidades inminentes, al llegarle nuevas instrucciones de su corte para exponer los sinceros deseos de reposo que tenían aquel monarca y su ministerio, y para indagar concluyentemente y sin demora cómo pensaba España relativamente a Inglaterra. Por de pronto Wall se limitó a anunciarle con frialdad que tomaría las órdenes de su Soberano cuando se lo permitiera cierta indisposición que padecía por entonces227. Luego que persistió Bristol en que le respondiera con la premura que le encargaba su Gobierno, instóle a poner su reclamación por escrito; lo cual hizo inmediatamente y en esta lacónica forma: «¿Se propone la corte de Madrid unirse a los franceses y hostilizar a la Gran Bretaña, o apartarse de la neutralidad de cualquiera modo? La negativa de una respuesta categórica se considerará como una declaración de hostilidades. Sustancialmente el ministro de Estado, previa la autorización necesaria, le contestó que este paso inconsiderado y ofensivo a la dignidad de su Soberano patentizaba el espíritu de altivez y de discordia preponderante aún, por desgracia de la humanidad, en el gabinete de Londres, y hacía inevitable la guerra228.

Acto continuo pidió Bristol sus pasaportes, y en la Gaceta de Madrid se dio a luz un manifiesto interesante. Allí se acusaba a Inglaterra de la sinrazón con que había tratado un año y otro los negocios españoles, por despreciar extremadamente y con el más irritante descaro cualquier derecho contradictorio de sus ideas ambiciosas; se mencionaba la repulsa a la paz ofrecida recientemente por la corte de París con ventaja de la de Londres, interpretándola como testimonio del designio de hacer suyas las pocas posesiones que aún quedaban a los franceses en el territorio americano, para invadir luego las de los españoles y señorear despóticamente todo aquel hemisferio: se calificaba de atrevido el paso que Bristol acababa de dar en observancia de los preceptos de su corte, y de cuyas resultas había abandonado la española; y por último, concluía este documento asegurando que los vasallos del Rey quedaban llenos de confianza en que el Todopoderoso permitía que le hubiera provocado tan excesivamente la nación inglesa, tomándole por instrumento para abatir su orgullo, en unión de Francia y de otras potencias que pudieran seguir una causa tan justa229. Al propio tiempo, y como señal de estar satisfecho del término a que habían venido las cosas, premiaba el Monarca español al duque de Choiseul y al conde de Fuentes con la insignia del Toison de Oro; y en muestra de no retroceder del fatal empeño, mandaba embargar todas las naves inglesas surtas en puertos españoles.

Así cayó mal a propósito el sistema de la neutralidad beneficiosa, mientras no hubiera la moral certidumbre de que por la vía de las hostilidades llegara a recuperar nuestra nación lo que se le tenía usurpado: así se rompieron las negociaciones pendientes, no por sobrevenir dificultades invencibles, sino por haberlas seguido Carlos III más que a la altura de rey con la pasión de hombre, y empeñarse en incorporarlas a las de los franceses; así, en fin, iba a estallar inevitablemente la guerra, no porque las legítimas reclamaciones de la corte de Madrid fueran desairadas en la de Londres, sino por la funesta celebración del pacto de familia230, en cuya virtud se tiraba a plantear el desvariado propósito de hacer de España y Francia una monarquía con dos reyes, árbitra de la suerte de Europa231.




ArribaAbajoCapítulo III

Guerra contra la Gran Bretaña


Declaraciones de ambos países.-Portugal contra los Borbones.-Plan de campaña.-Su alteración inoportuna.-El marqués de Casa Sarria.-Invasión de los españoles.-Se vuelve al plan antiguo.-Toma de Almeida.-Aranda sucesor de Sarria.-Avanza a Castelblanco.-Ocupación de Villavella.-Rumores de paz.-Ansiedad sobre la suerte de la Habana.-D. Juan de Prado.-Descripción de la Habana.-Avisos y socorros.-Seguridades que da Prado.-Confianza del Rey.-La escuadra enemiga.-Desembarco.-Abandono de la Cabaña.-Defensa heroica del Morro.-Lo asaltan los ingleses.-Estado de la plaza.-Prado resuelto a defenderla.-Decae de aliento.-Capitulación.-Se sabe en Europa.-Paz de París.-Toma de Manila por los ingleses.-De la Colonia del Sacramento por los españoles.-Tristes resultas de la guerra.

Mientras el conde de Fuentes justificaba a su Monarca por no haber consentido en dar al gabinete británico una respuesta, antes no merecida y después de tan mala manera buscada, no se daba mano el gabinete de París a llenar la Europa de copias del tratado de 15 de agosto; y prontas al combate a principios de 1762 Inglaterra y España, ninguna quería aparecer como agresora. Inglaterra fundaba su declaración hostil el 2 de enero en haber asentido el Soberano español a la nota del marqués de Bussy, por cuyo texto las dos cortes borbónicas se proponían seguir juntas las negociaciones con Londres, y en negarse a dar una explicación satisfactoria sobre sus aprestos militares y sus compromisos con Francia. Quince días más tarde se publicaba la contradeclaración de España. Carlos III abrigaba el convencimiento de que los ingleses no reconocían otra ley que la extensión de su poderío al tratar con las demás naciones; sin embargo, había esperado, con la paciencia casi apurada, hasta saber si los efectos correspondían a las amenazas de Bristol en representación de su gobierno, o si, desengañado este de que por tales medios no se rendían su propio honor y el de su corona, buscaba otros que le satisficieran de tantas ofensas; pero no habiéndose mudado el orgullo de aquel gabinete, como constaba en su declaración de guerra a España, tenía que imitar dolorosamente un ejemplo que, por lo opuesto a la humanidad, no hubiera querido dar nunca232.

Llegado era el caso previsto en la convención secreta de instar los monarcas español y francés al de Portugal a incorporárseles en la demanda; y emprendiéronlo a nombre de ambos D. José Terrero y Mr. Jacobo Odunne, aquel ya embajador, y este enviado con plenipotencia especial a Lisboa. Según la resolución de sus soberanos de contener el despotismo marítimo de Inglaterra, que pesaba también sobre Portugal, invitaron a aquel soberano a cerrar sus puertos al común enemigo y a juntar sus fuerzas con las de ambos; alegando también en favor de la idea las consideraciones del parentesco, y anunciando, para ahuyentar todo peligro, que las tropas españolas abocadas a la frontera ocuparían brevemente los puertos principales. Verdad es que atribuían a benevolencia este paso eficaz y duro; pero las palabras de apremio quitaban el significado a las de excusa, pues se pretendía hermanar una amenaza de guerra con un cumplimiento cariñoso233. Así, por suavemente que la negociación se condujera, no cabía despojarla del carácter ofensivo que adolecía en la sustancia y hasta en el hecho de exigir la respuesta en el término de cuatro días. D. Luis Acuña, ministro de Estado, la entregó a los embajadores, reducida a significar explícitamente que, teniendo el soberano portugués antiguas alianzas defensivas con Inglaterra, y no habiendo recibido de esta nación agravio alguno, juzgaba que ofendería la religión, la fidelidad y el decoro si se le declaraba contrario, y sólo se podía obligar a la neutralidad y a hacer de mediador para que se renovaran las conferencias rotas en Londres. No sin razón atribuyeron los Borbones la resolución de la corte de Lisboa a la influencia del general inglés lord Tirawley, allí enviado oportunamente, y que, muy capaz, verboso, agudo y lozano de fantasía, aunque ya viejo, enardecía a los portugueses con el recuerdo de Aljubarrota y con la promesa de traerles de su nación socorros para que siguieran el itinerario trazado por sus padres a principios de siglo, hasta el alcázar de Toledo y las orillas del Manzanares234.

Según replicaron los embajadores de Carlos III y Luis XV, no estaba en manos del monarca portugués restablecer la paz, y sí ayudar a reducir al enemigo a no despreciarla. Dado que se presentara coyuntura de tratar otra vez de avenencia, no se le desecharía por mediador en cuanto a su alta jerarquía, a pesar de su parcialidad por los ingleses y de estar reciente el despego con que la corte de Lisboa había correspondido al ofrecimiento del rey Católico para componer sus diferencias con Roma, sin soltar más prenda que cerrarse en que hasta ahora no quería Dios que hubiese llegado el tiempo del ajuste. Por agravio consideraron el que dentro de un puerto de Portugal hubiera cañoneado una escuadra inglesa a otra francesa; fuera de que todo debía ceder a la razón de sacudir el yugo, cuando hay una nación que quiere ponérselo a otra. Últimamente, declararon que ya, sin más oficio ni consentimiento, entrarían las tropas españolas en Portugal con el único objeto de que sus puertos no estuvieran a disposición de los ingleses; quedando al arbitrio del soberano portugués recibirlas por aliadas o por enemigas. Como una violenta invasión dijo aquella corte que miraría la entrada de las tropas españolas, y que, con el único objeto de la neutralidad, se valdría de todos los medios para su defensa, por ser menos costoso al rey de Portugal dejar caer la última reja de su palacio y a sus vasallos derramar la última gota de sangre que sacrificar su nación con el decoro de su corona.

Por réplica definitiva dijeron los representantes de los Borbones que, pues el monarca de Portugal fundaba erróneamente su punto de honor y el de su corona, no en salir de la opresión inglesa, sino en resistir la entrada de las tropas españolas, que iban en su ayuda, los soberanos español y francés lo fundaban en intentarlo, y que, prefiriendo aquella corte a tenerlas por aliadas recibirlas como enemigas, era inútil, y aun indecente, que ellos prolongaran allí su permanencia, por lo que pedían sus pasaportes. Apresuróse el ministro de Estado a responderles que podían disponer de ellos, recopilando al par los trámites y razones de esta breve negociación a su modo235. Contra la costumbre, hasta la llegada del embajador portugués de Madrid se detuvo en Estremoz al de España. Uno y otro se cruzaron y volvieron el rostro en la misma frontera donde treinta y tres años antes se habían depuesto por las dos coronas, con el doble enlace de sus príncipes, los antiguos odios, renovados ahora súbitamente y ya sañudos; aunque el rey de España procuraba dar cierto aire caballeresco a la guerra, empezando por soltar los buques ingleses tenidos en secuestro, sin resarcirse de los que en días de paz le habían aquellos apresado, y por enviar íntegra al rey de Portugal la herencia de su hermana doña Bárbara, que subía a muchos millones236.

No cogió de nuevas al Rey ni al ministerio que, de resultas del partido que abrazaran los portugueses, habrían los españoles de invadirles el territorio; para cuyo caso estaba concertado embestir la plaza de Almeida y avanzar después hacia Lisboa. El plan era excelente, y tal lo concebía el vulgar alcance, ilustrado con la Noticia geográfica del reino y caminos de Portugal, dada entonces a luz por D. Pedro Rodríguez Campomanes237, ya célebre como abogado y hombre de letras, y encargado de la asesoría de Correos desde mucho antes.

A la parte de Extremadura se hallaban cerca de cuarenta mil soldados para realizar el designio, y allí se hicieron también los acopios de víveres y municiones; pero determinóse de improviso llevar la invasión por la provincia de Tras-os-Montes y de Entre-Duero y Miño a Oporto; y ya hubo el retardo indispensable para trasladar de Ciudad-Rodrigo a Zamora el punto de partida, y la desventaja de carecerse allí de almacenes. Un ingeniero, catalán de cuna, Gasó de nombre, hizo que se variara el plan de ataque, ponderando como empresa llana la de conquistar rápidamente la ciudad más comercial después de Lisboa y dos provincias cuyos límites señalaba el Duero, y que, separadas así de las otras, debilitarían a Portugal sin arruinarle. Y Carlos III aplaudió gozoso la idea, porque no quería dominar aquel reino, sino llamar allí la atención de los ingleses, ya que no se lograba armarle contra ellos en signo de alianza; y al par que de este modo alejaba las hostilidades de la capital en obsequio de su amada hermana la reina doña María Ana Victoria, quedaba en aptitud de juntar al territorio español las dos mencionadas provincias, si el término de la lucha correspondía a las lisonjeras esperanzas que se abrigaban por entonces238.

Para general en jefe propuso el ministro al conde de Aranda, mas el Rey prefirió al marqués de Casa-Sarria, no haciendo cuenta de su edad y de sus achaques, sino memoria de lo bizarramente que se había conducido en Bitonto y en Camposanto, donde tuvo especiales ocasiones de acreditar su capacidad y gran denuedo. Por cálculo del Soberano el ejército debió entrar en Portugal el 6 de abril, no lo hizo hasta el 5 de mayo, y seis días después ya quería en Sarria algo más de viveza239. Origen de la tardanza fueron la dilación de las negociaciones, la escasez de vituallas por Zamora, y la necesidad de echar sobre el Esla un puente de barcas; pero rotos los tratos, superadas las dificultades y movidas las tropas, el general español, con el pie en la frontera, anuncio a los portugueses su entrada. Prometióles en un breve manifiesto que no se maltrataría ninguna plaza, ningún lugar, ningún individuo, y sólo se les pediría que asistieran de buena voluntad con víveres y demás auxilios, bajo el supuesto de pagarse géneros y trabajo, obrando en todo como cumplía a vasallos de potencias amigas, en lo cual no habría novedad de parte del ejército de su mando, si no se advertía mala correspondencia, que no se esperaba, en los portugueses240.

Las baterías de Miranda tardaron muy poco en decir cómo oyeron estos las que eran en suma palabras de buena crianza: dos veces las dispararon contra las tropas ligeras que dieron vista al muro; y callaron por habérseles volado un almacén de pólvora, que sepultó más de cuatrocientos cadáveres bajo los escombros. Entonces el gobernador demandó suspensión de hostilidades para enterrar a los muertos y librar aquel pueblo de peste; Sarria desde Alcañices, en vísperas de marchar a Constantina y resuelto a no interrumpir las operaciones militares, le dijo en respuesta: Rindiendo la plaza, ayudarán las tropas y yo mismo a enterrar los cadáveres, y V. S. tendrá más breve el remedio del daño que le amenaza241. Y sin recurso para estipular otra cosa que el ser prisionero de guerra con sus veinte y tres oficiales, treinta y cinco sargentos y cuatrocientos soldados, hubo de entregar la plaza el 9 de mayo al teniente general D. Carlos de la Riva Agüero.

El de igual graduación marqués de Ceballos se posesionaba a los cuatro días del castillo de Oteiro, de paso que iba al cerco de Braganza, que no tuvo lugar, porque al punto salieron cinco diputados a entregarle sumisos las llaves de la ciudad, abandonada por la guarnición y los naturales, de suerte que sólo hallaron dentro frailes, monjas y algunos paisanos. Lo propio sucedió al conde de Orreilly el 21 de mayo en Chaves, plaza que se halla camino de Oporto; y al marqués de Casatremañes en la torre de Moncorvo, puesto importante a catorce leguas de distancia del cuartel general de Dos Iglesias, y por donde se proyectaba que fuesen a Almeida las tropas.

Ciertamente daba en qué cavilar el no ver enemigos que hicieran cara en poblaciones capaces de defensa, o que embarazaran las marchas en caminos de una provincia, cuyo mismo nombre atestigua su configuración montuosa; porque, bien que todavía no hubiesen maniobrado los españoles sino lamiendo, por decirlo así, la frontera, ocupaban ya no escasa porción de territorio, y sin disparar un fusilazo.242 Con militar llaneza escribía un oficial de la hueste de España: Los portugueses creo que nos están armando una, que no sé cómo saldremos de ella; o a ellos les ciega el diablo, o nosotros tenemos mucho de Dios;243 y la conjetura no dejaba de ser fundada.

Así las cosas, al amanecer del 3 de junio tomó Orreilly de Chaves la vía de Lamego al frente de las tropas ligeras. Hasta catorce leguas anduvo sin otros cuidados que los naturales en el caudillo que se interna en país ajeno y no es recibido con palmas. Aposentóse en Villareal y dio tres días de reposo a los suyos, fiado en el buen semblante que les pusieron los vecinos; mas comprendió que aquella cordialidad era artificiosa cuando, vuelto a la fatiga y pisando cerca de Villapouca un terreno fragoso, se halló al propio tiempo con árboles amontonados sobre el camino, y sañudamente atacado por el numeroso paisanaje que coronaba las alturas. Ya no pudo esperar más ventaja que la de abrirse paso en unión de su tropa; intentólo con vigoroso empuje, y tuvo pérdida muy pequeña en las veinte y ocho horas de continua y dificilísima retirada que le costó acuartelarla de nuevo en Chaves.

Al formar Gasó el plan de campaña no hizo cálculos de ingeniero, sino combinaciones empíricas a lo proyectista; fijóse tal vez en que de Zamora a Oporto la distancia no es mucha; en que serían de corta duración las privaciones de los soldados que la atravesaran para cantar victoria, y dejó todo lo demás a la buena ventura. De un examen juicioso hubiera resultado que plan semejante carecía de fundamento, por la reflexión obvia de que, siendo esterilísima la provincia de Tras-os-Montes, y estando además erizada de cumbres con ásperas quebradas y sinuosas angosturas, y no debiéndose imaginar que los portugueses llevaran víveres a los españoles e hicieran menos intransitables los caminos, había que juntar más acopios, y que vencer más dificultades, y que invertir más tiempo en dar vista al mar por aquella parte, que para seguir la corriente del Tajo hasta ponerse bajo el fuego de la artillería de Lisboa. No creían tal Carlos III y sus ministros, antes bien, igualmente fascinados que el ingeniero catalán, echaban la cuenta del día fijo en que a jornadas regulares habían de entrar los españoles en Oporto; circunstancia que se mencionaba en diversos despachos, y sobre cuya realización no se admitía otra duda que la de si pecaría Sarria por inactivo. Para demostrar que no merecía esta nota, y que era ilusorio cruzar prontamente y sin oposición alguna las provincias de Tras-os-Montes y de Entre-Duero y Miño, expuso el destacamento de Orreilly a muy terrible descalabro en el camino de Lamego; y si, a pesar de tan claro testimonio, no se le dio por sincerado, autorizósele a lo menos para emprender el plan primitivo contra Almeida.

Lo acaecido en Villareal indujo a no llevar el ejército sobre la plaza por Montecorvo, sino volviéndole por Zamora a Ciudad-Rodrigo. Ya entonces no iban a hacerse la guerra españoles y portugueses como en el principio, sin declarársela sus monarcas; el 18 de mayo la había publicado el de Portugal, suponiendo en los invasores el designio de destronarle y usurpar su reino; y el 3 de junio el de España, por el desaire hecho a las fraternales persuasiones con que había querido libertar del yugo de los ingleses a su cuñado; por la ofensiva detención del embajador Terrero en la raya, y por la atrocidad cometida contra varios súbditos suyos echados a empellones de los lugares portugueses, maltratados y aun mutilados.244 Víctimas de la ira de sus reyes, por efecto de estas declaraciones, los españoles fueron expulsados de Portugal y los portugueses de España en el término de quince días, y a unos y otros se les confiscaron las haciendas.

Medio siglo contaba de paz el vecino reino, y eran bisoños los que a la sazón llevaban armas, porque, decrépitos los veteranos de la guerra de sucesión española, nada más podían que estimular a los mancebos conmemorando proezas antiguas. Sólo constaba su ejército de veinte y dos mil hombres sin caudillo de fama; pero en país invadido y amante de su independencia, excelentes soldados son todos los naturales, y acaso logra figurar entre los capitanes ilustres alguno que a impulsos del patriotismo trueca súbito la esteva por la espada. No obstante, si la hueste española hubiera podido emular en lo disciplinada y aguerrida a la de Federico II, conquistara a Portugal tan velozmente como dos siglos antes el duque de Alba; y tal como era, cierto ganara prez y loa yendo en derechura al principio de la campaña hacia la capital, cuando se hallaba enteramente al descubierto y sin auxiliares ingleses. Tomando iban tierra en Portugal hasta ocho mil de ellos a las órdenes del conde de la Lippa, y estableciendo el cuartel general en Abrantes, ínterin otros tantos franceses, a las órdenes del príncipe de Beauvau, marchaban a unirse en Ciudad-Rodrigo con los españoles.

El movimiento retrógrado que emprendieron estos el 30 de junio para trasladarse a Portugal desde Extremadura, fue naturalmente muy tardo y perjudicial a la reputación de Sarria por la impaciencia de la corte. Aún tengo buenas las piernas para ir a campaña: si yo estuviera allí no habría esa lentitud, era por entonces el lenguaje de Carlos III entre los embajadores de familia, y sólo se manifestaba satisfecho del conde de Gazola, comandante general de la artillería de Nápoles, a quien había aquí admitido con igual consideración en su servicio, pues por él siempre estaba todo pronto y nada hacía falta245.

Al fin el 4 de agosto acampó el ejército delante de Almeida; plaza bien fortificada y abastecida, con guarnición de cuatro mil hombres, y apellidada por los portugueses la Doncella, a causa de que desde su renovación jamás había caído en poder de extraños. Ocupados a los tres días los puestos exteriores para estrechar el sitio, hiciéronse dueños varios destacamentos de Pinhel y Castelrodrigo, la Guarda y Alfayates, y vigilaron por que no recibiera ayuda la plaza. Allí en la noche del 15 al 16 se comenzó a abrir la trinchera con feliz suceso en la extensión de cuatrocientas toesas de paralela, siendo ya posible continuarla de día y sin exposición grave. Pronto los morteros dispararon bombas incendiarias, que prendieron fuego a la ciudad por cuatro lados, y como no supo el gobernador D. Alejandro Palhares alentar a la tropa y al paisanaje, prevalecieron los lamentos de las mujeres y los niños, y se rindió por capitulación en la noche del 25, antes de tener brecha las murallas.

Esta fue la última función de guerra a que asistió el marqués de Casa-Sarria, tan celoso por el servicio del Rey como infeliz en no agradarle; aunque anciano y todo no esquivaba ni las fatigas, ni los peligros. De Polonia se había llamado al conde de Aranda en los instantes de desistirse de la proyectada empresa contra Oporto, y llegó a tiempo de encontrarse en el sitio y rendición de Almeida. Avasallada esta, Sarria, que desde luego vio en Aranda un sucesor suyo a placer de la corte, se apresuró a pedir el retiro, que le otorgo el Monarca a vuelta de correo, galardonándole al par con el Toison de Oro. De suerte que estaba rendida Almeida y era general del ejército Aranda a fines de agosto; cosas ambas que, a no alterarse el plan primitivo y a no desoír el Rey los consejos de Wall en punto al nombramiento de jefe, se hubieran indudablemente cumplido a principios de mayo.

Sólo en dos ocasiones habían tomado la ofensiva los portugueses, y estas en muy rápidas correrías, si bien no descargaron el golpe en vago. Unos trescientos cincuenta de ellos sorprendieron al capitán de Palencia D. Gonzalo Arreales, que guardaba el lugar de Navas Frías con un piquete de cincuenta soldados, y herido por dos balas, capituló después de resistir en la iglesia cinco horas de ataque. También otro cuerpo de portugueses y auxiliares asomó improvisamente sobre Valencia de Alcántara a los dos días de rendirse Almeida, mientras el mariscal de campo D. Miguel Trumberri, que allí era jefe, estaba reconociendo la frontera con cien infantes y cuarenta caballos. Al percibir el tiroteo volvió presuroso; mas ya no tenían defensa cinco compañías del regimiento de Sevilla y la de dragones de Bélgica de su mando, por valerosamente que pelearon el coronel y los oficiales para conservar las banderas. En una carga de caballería que dio Trumberri, cayó al golpe de una cuchillada, y se le llevaron prisionero con toda su gente, habiendo permanecido desde el amanecer hasta las cuatro de la tarde en aquel pueblo, que saquearon a su sabor como el de Navas Frías.

A tiempo de encargarse Aranda del mando, ya ocupaba Orreilly a Celórico, de donde había ahuyentado una fuerza de portugueses, y se hallaba el cuartel general en Aldeanova. Sucesivamente fue aquel adelantándolo a Celdeira, Sabugal, Peñamayor y Castelblanco, en cuyo punto se le incorporó Riva Agüero, de vuelta de la población de Salvatierra y de la fortaleza de Segura, sometidas a los españoles. Su ánimo era buscar en una acción general a los enemigos, si avanzaban a sostenerla, o en su campo de Abrantes, si no se atrevían a abandonarlo. Todo parecía favorable al nuevo jefe; en la edad en que el fuego de la juventud inflama todavía el corazón y en que la madurez de juicio llega a colmo; con prendas militares adecuadas a captarse el amor del soldado; ganoso de aura popular y de gloria; liberal, bizarro, abierto de genio, familiarizado desde la mocedad con los hábitos de campaña, entraba a mandar un ejército siempre llevado por su antecesor a la victoria, aunque despacio, y con la ventaja de haberle asegurado el marqués de Esquilache provisiones para seis meses en un rápido viaje que acababa de hacer sin otro propósito a la frontera246, y de que desde los primeros pasos ya le encomiaba el Rey por lo valeroso, prudente, y activo247.

Actividad, prudencia y valor se notaron efectivamente en la maniobra que ejecutó el 2 de octubre para rodear un campamento de contrarios más allá de Montegordo y el Albito, hacia Villavella. Días antes fue a reconocer estas alturas el brigadier D. Ladislao Habor, y volvió con dicha, burlando a los que procuraban cortarle: también Orreilly salió a castigar y contener las correrías que contra el cuartel general arrancaban de los lugares circunvecinos, y trajo prisioneros no pocos paisanos, de los cuales se dejaron libres algunos para que tornaran a entregar las armas. Tras tales preparativos se movió Aranda por Sarceda con doscientos voluntarios de a pie, cincuenta de a caballo y dos compañías de carabineros, vía recta hacia las Talladas, destacando por el camino de Salgueiro al brigadier marqués de La Torre con seiscientos cazadores y cuarenta caballos, y al teniente general conde de Ricla con los Carabineros Reales, Guardias de Corps y Provinciales para ocupar los distintos puestos que separan el Perdigaon de Villavella. Operando así concertadamente las tropas en un gran radio, no pudo avanzar mucho La Torre, por haber tropezado con superiores fuerzas, las cuales mantuvo, no obstante, a raya; Aranda sin más que desplegar en tiempo una guerrilla, dispersó la gran guardia que le presentaron los ingleses y naturales; y Ricla atacó las cumbres hacia Villavella con tal ímpetu que puso en huida a los que no se refugiaron en el castillo, dentro del cual descansó por fin a la una de la noche de las fructuosas fatigas de la jornada. Además de señorear la posición importante donde animaba a los de Portugal el inglés la Lippa, encontraron los españoles bastantes cañones enterrados en el campamento, y multitud de granos en el lugar de la Atalaya al pie del castillo.

Tres cuartos de legua más arriba de Villavella y del punto en que el brigadier D. Eugenio Alvarado, al frente de ciento cincuenta caballos y cuatro compañías de Provinciales, custodiaba el Tajo, lo cruzó un numeroso destacamento de enemigos, cogiendo por la espalda a aquel jefe en la noche del 7 de octubre y haciéndole porción de prisioneros. Esto impulsó a Aranda a poner su ejercito a caballo sobre el río, y con cuerdas y planchones de corcho, por no tener más que una barca, logró en breve trasladar a la orilla opuesta catorce batallones; la caballería correspondiente pasó a nado y en pelo. Buena posición era la que había tomado para proseguir las operaciones hasta Abrantes; mas atajáronle el paso las lluvias de otoño y los rumores de paz que se divulgaban en Europa; a consecuencia de lo cual, guardando las conquistas y dejando cantones en la provincia del Alentejo, trajo el cuartel general, primero a Valencia de Alcántara, después a Badajoz, y por fin a Alburquerque248.

De paz se trataba en realidad antes que los españoles comenzaran las hostilidades. Con este fin pasaban el duque de Bedfort a París y el marqués de Nivernois a Londres: la mañana del día en que el conde de Fernán Núñez llevó la noticia de la toma de Almeida al Real sitio de San Ildefonso, había salido de allí Mr. Jacobo Odunne, instruido sobre el tenor de los artículos que fueran concernientes a España; y además de la crisis pecuniaria que afligía por igual a Francia e Inglaterra, aconsejaba la paz el casi perfecto equilibrio en que se mantenía la lucha. Porque si Federico II, con el auxilio del czar Pedro el Grande, y, después de ser este destronado, con la neutralidad de la emperatriz Catalina, había quitado la plaza de Schweidnitz a los austríacos, y, haciendo saltar los franceses varias de sus fortificaciones en Alemania, pensaban acuartelarse en Francfort durante el invierno; mal que bien los españoles triunfaban de los portugueses y sus auxiliares; y si el almirante Rodney había enarbolado el estandarte de San Jorge en la Martinica, también el caballero de Ternay plantaba el de San Dionisio en la capital de Terranova; por manera que a uno y otro lado del mar parecía inmoble la balanza de la fortuna. Teníanla, sin embargo, los ingleses no escasa en saber disimular la urgencia que les impelía a poner término a la contienda, mientras los franceses, y particularmente su primer ministro, no hacían misterio de la imposibilidad en que se hallaban de continuarla; y de tal modo que, al ponderar personaje bien enterado de los sucesos políticos y militares el mérito del segundo jefe que conducía en Portugal la hueste española, y de quien aguardaba maravillas, decía zozobroso: Mucho me temo que la velocidad francesa supere la rapidez de Aranda, pues imagino que Choiseul ha de llegar antes a la paz que el general español a Lisboa249. Pero ello es que ya se movían más activamente en las negociaciones que en el campamento las potencias beligerantes, suspensas todas de la grave noticia que se esperaba por instantes sobre la suerte de la Habana.

Muy de antiguo se barruntaba que la harían los ingleses blanco preferente de sus miras en caso de enemistarse con los españoles; y así, desde que Carlos III quiso dar calor a las negociaciones pendientes, no omitió desvelo para tener en buen estado aquella plaza. El mariscal de campo don Juan de Prado, enviado allá de gobernador en 1760, llevó órdenes apremiantes para robustecer y perfeccionar las fortificaciones bajo la dirección de los dos hermanos ingenieros D. Francisco y D. Baltasar Ricaud de Tirgale, quienes, con corta diferencia, arribaron a su destino juntos en febrero de 1761, después de tomar tierra en Cuba y de reconocer varios lugares de las costas.

La Habana, situada a la derecha de su bien resguardada bahía, que, entrando por el norte declina a levante y la va ciñendo en recodo hasta el sudoeste, donde está el astillero y al remate la loma de Soto, no tenía a la sazón del lado de tierra más que nueve cortinas de mucha extensión y no grande altura, cerradas por igual número de baluartes sin terraplén ni parapetos, y solamente en algunos trechos con foso junto a la puerta de la Punta. Allí se alzaba el castillo del mismo nombre con bajos muros, parapetos de poco espesor, baluartes de estrechas golas y de no muy extensos flancos; y a la otra parte, sobre una peña, a veinte y dos pies de elevación del nivel del agua, el castillo del Morro, construido en figura triangular y sin faltarle ninguna de las obras exteriores necesarias, sólo que, por lo reducido de sus límites, no le proporcionaban toda la solidez y consistencia de que era capaz en su situación excelente. Ambos castillos guardaban como formidables centinelas la boca del puerto, en donde, sin ser de muy buen gobierno y llevadas por diestros y prácticos pilotos, no pueden meterse a la vez dos naves. También de cara a la bahía presentaba la ciudad lienzos de muralla flanqueados por algunos fuegos, con plataformas y baterías, e interrumpidos junto al castillo de la Real Fuerza, al costado derecho por una playa entre la Contaduría Nueva y el muelle de los Dragones, y al izquierdo por el boquete de las Pimientas. Enfrente, y con la bahía por medio, se eleva dominándolo todo la altura de la Cabaña, que, por una de sus pendientes laterales desciende al Morro, por otra a Regla, y por la espalda, según se sesgue, a Guanabacoa, equidistante de la población y de la playa, o a Cojímar, orillas del mar a la parte de barlovento. Una torre cuadrada de cantería y de veinte toesas por cada frente, capaz de poco número de cañones, defendía allí un regular surgidero para naves menores; y costa adelante y a distancia de una legua más veíase con igual fin otra torre de vigía en el puerto de Bacuranao, con una batería de cal y canto y parapeto a la barbeta, que flanqueaba las avenidas y la playa. A la parte de sotavento había en la caleta de San Lázaro, bastante cerca de la ciudad, ruinas de un fuerte; tres cuartos de legua más lejos el torreón de la Chorrera, semejante al de Cojímar, y para resguardar una ensenada donde se pueden arrimar buques de poco porte; y desde este punto se encuentran en más de dos leguas parajes proporcionados a desembarcos hasta Marianao, donde en un pequeño fortín se conservaba un cañón de corto calibre y únicamente para avisar las novedades que sobrevinieran en la costa.

Cuando el mariscal de campo D. Juan de Prado comenzó a ejercer el empleo de capitán general de la isla de Cuba, era tal como se ha descrito la Habana, que en el concepto de todos pasaba entonces por plaza fuerte. De muy atrás sabía el ministerio español lo contrario por informes de los dos últimos gobernadores, y había facultado al nuevo para que, sin aguardar la aprobación de los planos, fortificara presto, y según le pareciera más urgente, la parte de tierra o la Cabaña, facilitándole además recursos para que no careciera de operarios ni de caudales250.

La fortificación de la Cabaña prefirió naturalmente Prado, por considerarla llave del puerto e invencible seguridad de la plaza251; dispuso desde luego emprender el desmonte del terreno y la abertura del foso, para tener en caso necesario la facilidad de construir una fortificación de providencia, capaz de resistir cualquiera invasión; y prometió aprovechar los instantes y cuantos medios condujeran, al mayor ahorro de los intereses Reales252. Continuamente le llegaban de la metrópoli socorros y avisos; la escuadra de siete navíos allí establecida fue aumentada con otros seis a las órdenes de D. Gutierre de Hevia, marqués del Real Trasporte, y la guarnición con trece compañías de los regimientos de Aragón y de España253 y con doscientos dragones de Edimburgo, pedidos por el gobernador con la circunstancia de que sólo llevaran sillas, habiendo allí gran facilidad para montarlos254. Díjosele sucesivamente que aquellas prevenciones no tenían objeto de rompimiento por entonces; pero que, al ver la poca buena fe con que negociaban los ingleses, quería el Rey que se viviera con precaución y tener más fortificadas sus plazas; que en el caso de haber alguna sospecha se constituyera en junta de guerra con el jefe de la escuadra, los generales de mar y tierra que allí hubiere, el teniente rey, el oficial más graduado de la guarnición, y el capitán de navío D. Juan Antonio de la Colina255; que auxiliara a las colonias francesas, y estuviera en tanto cuidado como si fuera en tiempo de guerra declarada256; y hasta se le enviaron útiles y herramientas de Sevilla para acelerar las fortificaciones257. Así pudo el ministro de Indias dirigirle fundadamente estas solemnísimas palabras: Bien conocerá V. S. por la continuación de socorros con que el Rey procura poner esos dominios a cubierto de cualquier insulto, que no se vive sin recelo de él258.

Rotas las hostilidades, acaeció el contratiempo de que el 5 de febrero de 1762 apresaran los ingleses en Cabo Taburon el paquebot San Lorenzo, en que iba esta novedad de oficio; mas el patrón tuvo la perspicacia de arrojar al mar los pliegos de la vía reservada, y la habilidad de aparecer salvo en Santiago de Cuba con algunos papeles, entre los cuales iba la Gaceta de 15 de diciembre, que no dejaba lugar a vacilaciones. Todo se supo en la Habana el 26 de febrero, y al día siguiente convocó Prado la junta de guerra, donde se encontraron, además de los individuos especificados de antemano por su nombre o destino, el teniente general conde de Superunda y el mariscal de campo D. Diego Tabares, que estaban allí accidentalmente; venían, el primero del virreinato del Perú, cargado de hijos y de ajes y sin más anhelo que el de acabar su vida en España; y el segundo del gobierno de Cartagena de Indias, y ansiando esgrimir las armas contra los portugueses. Lo más esencial que se acordó entonces fue que hicieran el viaje por tierra los dragones de Edimburgo arribados felizmente a Santiago de Cuba, y que se colocaran baterías rasantes en los próximos puntos de desembarco sobre ambas costas.

A mayor abundamiento, la fragata Santa Bárbara, que se hizo a la vela de Cádiz el 3 de enero, propaló en la Habana el 7 de marzo noticias particulares de prepararse un armamento enemigo contra aquella plaza. Y el 5 de abril presentóse también la corbeta francesa Calipso, cuyo capitán llevaba un pliego para el gobernador de la Habana de Mr. Bory, que ejercía igual cargo en el Guarico, reducido en suma a promover la unión de la escuadra surta en Cabo Francés, al mando del conde de Blenac, y compuesta de seis navíos y tres fragatas, con la del marqués del Real Trasporte, va fuese para acometer alguna tentativa contra las colonias inglesas, ya simplemente para cruzar por aquellas aguas. Orden tenía el jefe de la escuadra española de mantenerla unida y pronta dentro del puerto, a fin de usar de su todo o parte cuando conviniere sin exponerla en salidas no necesarias259; mas parecióle insuficiente para acceder a lo que en beneficio común solicitaba el gobernador del Guarico, y se desperdició la favorable coyuntura de operar unidas las escuadras francesa y española. Y eso que no había quien no dijera en la Habana: Vienen los ingleses. A lo que respondía Prado: No tendré yo tanta fortuna260; y en carta confidencial del 20 de mayo al ministro de Indias escribía con garboso desembarazo, aludiendo también a ingleses: Yo no creo que piensen en venir aquí, porque no pueden ignorar la disposición en que nos hallamos de recibirlos261. Con tales seguridades no es mucho que Carlos III se expresara de esta manera satisfactoria: He tenido el gusto de recibir cartas de la Habana del 20 de mayo, y de ver por ellas que aquella isla se halla en el buen estado que yo puedo desear y aguardando a los ingleses con el mayor ánimo; y así espero que los romperán bien la cabeza y que les quitarán la gana de ir as partes262; sólo que el buen Monarca no sospechaba que su capitán general de la isla de Cuba era tan flojo y negligente como confiado y palabrero.

A las ocho de la mañana del 6 de junio se divisaron mar adentro, y a distancia de unas doce millas, muchas velas, y mientras Prado iba a reconocerlas desde el Morro, el teniente rey mandó tocar generala, no dudando que fuese armamento enemigo. De vuelta aquel en la ciudad reconvínole acremente por haberla alarmado sin fundamento, pues las embarcaciones descubiertas pertenecían a la flotilla mercante que zarpaba de Jamaica al principio de cada verano; pero cuando, ya entrado el día y desvanecida la bruma, se vio a los bajeles virar de bordo y aproximarse a tierra, la antigua frescura y la acritud reciente se le mudaron en confusión y amilanamiento, y supuso improviso el ataque de que lo llegaron tantos anuncios, porque después de año y medio de mando le cogía sin prevención alguna. Tan débiles se mantenían los muros a la parte de tierra; con las mismas imperfecciones que antes los castillos; desnuda la Cabaña y sin más obras que el desmonte de la cima y una rampa de alto a bajo hacia el puerto; aún no se habían guarnecido los puntos de desembarco en las cercanías con las baterías rasantes; en casi todas las de la plaza faltaba montar los cañones; estaba por dictar la primera providencia relativa a milicias rurales; y los dragones de Edimburgo permanecían sin caballos.

Veinte y dos navíos, diez fragatas y ciento cuarenta embarcaciones de trasporte componían la escuadra inglesa; mandábala el almirante Pocock, y el conde Albermale iba por general de tierra con diez mil hombres de desembarco; se contaban además cuatro mil de marina, y ascendían a dos mil los negros gastadores. Prado, entre peones y ginetes, tenía a sus órdenes cuatro mil hombres de tropa reglada, cerca de ochocientos marinos, las milicias, y el país todo, acérrimo contrario de la dominación inglesa y muy a bien con la española.

Pronto se advirtió que por los dos lados de la ciudad se acercaban los bajeles enemigos a las costas, aunque cargando más en número a barlovento; y en llevar las lanchas botadas al agua por la popa claramente se descubría que amenazaban desembarco. Hiciéronlo al día siguiente sin el menor estorbo, después de haber demolido a cañonazos los indefensos fuertes de Cojímar y Bacuranao; y formados ocho mil hombres en tres columnas se dirigieron tranquilamente a Guanabacoa. Porque ni el conde de Superunda ni don Diego Tabares fueron a disputarles el paso del río Luyano y la maleza por donde habían de atravesar forzosamente; y el coronel D. Carlos Caro, en vez de acometerlos al frente de los dragones, soltó en su contra no más de treinta; y los lanceros del campo, al grito de ¡Viva la Virgen! se arrojaron en tropel al combate, y, resistidos por los ingleses y no ayudados por su caudillo, se volvieron a la desbandada. Caro en seguida fue retirándose hasta Jesús del Monte, y entre Guanabacoa y la Cabaña no dejó al enemigo más tropiezo que el natural de un espeso bosque en pendiente suave a la falda y áspero según se va trepando por angostas e intrincadas veredas.

Entonces una de las primeras disposiciones de la junta, que no había vuelto a congregarse desde febrero, fue la de inutilizar la escuadra española y convertir sus navíos en otros tantos bastiones de la plaza; que a tal equivalía echar tres a pique a la boca del puerto y cerrarlo con una cadena de cables y maderos tendida del Morro a la Punta, para evitar que lo forzaran los contrarios o metieran súbitamente algún brulote. Como estaba por hacer todo en punto a defensa, y los ingleses daban señales de aspirar desde luego a establecerse en la Cabaña, resolvióse guarnecerla con artillería de a doce; y en la mañana del 8 compitieron en ardor y eficacia la marinería y los negros de maestranza para subir los cañones a brazo. Algunos se montaron en dos reductos, construidos uno hacia el Morro y otro hacia Guanabacoa; mas no se pensó en bajar por aquellas laderas para abrir a trechos cortaduras y levantar atrincheramientos con troncos de árboles y faginas, a cuyo amparo poca gente bien escalonada hubiera dado mucho que sentir a los que se previnieran al avance. Nada se hizo de esto, y teniendo los ingleses expedito el paso, bastó una falsa alarma para que la misma noche del día en que se trabajó tanto por llegar con la artillería a la cumbre, determinara su evacuación la junta de guerra tan sin tino, que, contándose entre las supuestas razones del fatal acuerdo el temor de que la acometida introdujera confusión entre los milicianos, trescientos de ellos quedaron arriba solos en ademán de resistencia y con mandato de clavar los cañones o despeñarlos a la mar y abandonar el puesto si les amagaban fuerzas superiores. Así acaeció el 11 por la tarde, y la Cabaña, llave de la plaza, al decir de Prado, estuvo en manos de los enemigos a los cuatro días de haber saltado en tierra, y sin que les costara una gota de sangre.

Con tan grande ventaja ya osaron echar el 21 en la costa de sotavento dos mil hombres, no sin oposición del castillete de la Chorrera, que al fin les fue también abandonado. Para asegurar el frente de tierra, en cuyos trabajos hubo extraordinaria presteza, que fuera más natural y provechosa en meses anteriores, se produjo una inundación rompiendo las cañerías que surtían al vecindario de agua; cortáronla a poco los ingleses, y lo exterior de la ciudad quedó otra vez en seco, por lo cual se felicitó la junta, sabedora de que la humedad hacía más endeble el muro, y de que había sobrada agua en los aljibes, llenos de continuo por las lluvias estacionales.

Días pasaron, aunque no muchos, sin acontecimiento de importancia. Los ingleses acampaban hacia barlovento en Guanabacoa, extendiéndose acaso al cerro del Indio y en alguna correría hasta la ciudad de Santa María del Rosario; y por sotavento en la loma de San Antonio, desde donde iban a menudo a la de Aróstegui, a la estancia del Padre Ruiz y a la quinta del marqués de Justiz, adelantándose una sola vez a Puentes Grandes. La plaza estaba en comunicación expedita con la isla toda: Caro permanecía en Jesús del Monte, resguardado a un lado por el capitán y alcalde provincial de Guanabacoa D. José Antonio Gómez, y a otro en el barrio de Horcón y el Jubela y por los regidores D. Luis Aguiar y D. Laureano Chacón, los cuales, a la cabeza de partidas de milicianos, desasosegaban a los sitiadores y les mermaban la gente con los que les prendían y mataban por virtud de sus cotidianas y vigorosas acometidas. En Managua, más tierra adentro, se hallaba D. Juan Ignacio Madariaga, capitán de navío, nombrado comandante general de la isla por la junta; este atendía eficazmente a la subsistencia de la plaza y a la de las mujeres, niños y comunidades religiosas, que salieron de ella en cumplimiento de una providencia laudable; dirigía los despachos de Prado a los gobernadores del Guarico y de Cartagena, al virrey de Nueva España y a otros varios en solicitud de socorros; y enviábalos efectivos a la ciudad en milicias del campo circunvecino y de Puerto-Príncipe, Sancti Spiritus, Villaclara, Trinidad, Jagua y el Cayo. A estos refuerzos se agregaban los esclavos cedidos al gobernador con patriótico desinterés por los particulares, y los innumerables que, al olor de la libertad prometida a los que ejecutaran alguna proeza durante el sitio, se venían voluntariamente de cafetales y de ingenios. Hombres blancos, peninsulares o criollos, dueños de opulenta fortuna o laboriosos para lograrla, y los de color, libres o esclavos, competían en ardimiento y con faz serena desafiaban a la muerte; sólo habían menester buena dirección para encumbrarse a la victoria, y ni auxilio de aliento hallaban en las palabras y obras de los generales263.

Mientras se atrincheraban en la Cabaña los ingleses, dirigieron los tiros de algunas bombardas con poco daño a los baluartes del Ángel y de la Punta. Según voz conteste de los desertores, se prevenían a incendiar la escuadra española; y el marqués del Real Trasporte dispuso que solamente se dejaran los navíos con estaís falsos y amantes; que se prepararan costados y cubiertas a recibir el fuego, y las tripulaciones estuvieran prontas a apagarlo con lampazos, mantas y colchones empapados en agua. No tardaron en hacer uso de este medio, porque desde lugar oculto de la Cabaña llovieron granadas reales sobre los navíos; pero no dándose mano la marinería a dominar las llamas, hubo necesidad de acoderarlos en paraje donde se guarecieran del peligro. Y aquella escuadra que, unida a la francesa, pudo apostarse en la embocadura del canal de Bahama e impedir tal vez que la expedición británica siguiera adelante, o cuando menos positivamente debilitarla, ya como tal escuadra no fue de algún provecho. Sus lanchas sirvieron para baterías flotantes; sus cañones para montarlos en los muros; sus marineros para combatir a pie firme; sus capitanes para defender las fortalezas. D. Manuel Briceño, que lo era de navío, pasó al castillo de la Punta en calidad de jefe; y también el de igual categoría D. Luis Vicente de Velasco subió de comandante al Morro.

Allí estuvo el honor español dignísimamente representado. Velasco, oficial de no común inteligencia y de valor imperturbable; habituado en la flor de la vida, y por haberla pasado en el mar, a los peligros; dispuesto siempre a inflamar al soldado con el doble estímulo de la palabra y el ejemplo, como quien mejor quería morir de un balazo que de un garrotillo264, tuvo por distinción muy señalada la de ser colocado en donde se necesitaba más arrojo. Dueños de la Cabaña, contra el Morro iban los ingleses a reconcentrar sus esfuerzos, y muy luego se les sintió, de frente al ángulo del caballero de tierra y a distancia de tiro de fusil, talar el bosque para establecer baterías, al par que levantaban otra hacia la playa. Daño les hacía Velasco disparando cañones y fusilería contra las naves que pasaban de barlovento a sotavento, y los piquetes que subían al relevo de la guarnición de la Cabaña; y también retardaba con sus fuegos el que progresaran las obras de ataque, sin dejar por esto de instar al gobernador de la plaza a disponer una salida para inutilizarlas del todo. Por la vaga consideración de la escasez de gente se desestimaron sus instancias; y como en prueba de que hombres resueltos ejecutan prodigios, el mismo día en que supo Velasco la negativa desconsoladora, soltó del castillo no más que trece negros, los cuales, yendo impávidos contra una avanzada enemiga, compuesta de doce hombres, mataron uno y trajeron prisioneros siete. No disimuló el esforzado comandante los perjuicios de no verificarse la salida a toda costa, pues con la mayor ingenuidad expuso a Prado que, según las baterías que se aprestaban osadamente, pronto quedaría el castillo inhábil para usar los cañones, y después trasformado en un montón de ruinas265.

Ya desde el 22 de junio jugaba la batería de la playa, metiendo a impulsos de sus morteros rosarios de bombas en el Morro, y causando enorme detrimento en la fortificación y en sus defensores, que llevaban siete días de sufrirlo animosamente, cuando se dispuso una madrugada la salida, más bien para cubrir el expediente que con esperanzas de buen suceso. Porque en vez de presentarse a la cabeza de función tan arriesgada como gloriosa alguno de los oficiales generales, todos estuvieron mientras se emprendía, si no en brazos del sueño, fuera del alcance de las balas; y mal guiados seiscientos treinta y ocho hombres, que divididos en tres pelotones debían arrojarse a las trincheras y desmoñonar la artillería, y trescientos treinta y cinco destinados a distraer a los ingleses figurando un ataque a la Cabaña, retrocedieron en desorden después de cruzar las bayonetas con los de los puestos avanzados.

Frustrada la salida, presto acabaron los contrarios dos baterías de cañones, del calibre de 24 la una y de 36 la otra, que al amanecer del 1.º de julio juntaron sus disparos a los de los morteros que batían desde la playa al Morro; y a las ocho de la mañana tres navíos, el Cambridge, el Dragon y el Malborough, se le pusieron a tiro de fusil y empezaron también a ofenderle con más de cien cañones. Terrible era el acometimiento, pero no superior a la serenidad incontrastable de Velasco, el cual, más enardecido en el peligrosísimo trance, corría de uno a otro puesto para avivar la defensa de todos, y en las arengas y en las acciones daba señales de no reconocer quien le aventajara en lo bizarro. Bajo una lluvia fulminante parecía el Morro un volcán vomitando llamas y como si dentro no estuvieran hombres; los de la plaza veían con asombro tan heroica resistencia, y los sitiadores se pasmaban de no divisar una bandera blanca sobre lo alto del castillo y entre aquella atmósfera de fuego. Cinco horas duró el gigantesco choque, y de resultas quedaron desmontados a los ingleses tres cañones en sus baterías y maltratados los navíos, especialmente el Malborough, que, tumbado sobre el costado de babor, cerrada la portería baja y sin uno de los masteleros, no pudo salir del empeño sino a remolque. De los que lo tripulaban y defendían cayeron entre muertos y heridos hasta ciento sesenta; y aunque fuera de combate hubo muy pocos más de la mitad en el castillo, y sus baterías de mar no experimentaron estrago correspondiente a la acometida, en las de cara al campo todas las troneras, a excepción de una, se hallaron finalmente desguarnecidas de cañones. Los del enemigo siguieron disparando hasta las cuatro de la tarde; y ya era oscuro cuando cesaron los morteros de arrojar bombas.

Abismo llamaba Prado al foso del castillo266 sin reparar que lo cegaban a toda prisa los escombros de sus parapetos. Con tozas de madera cortadas a la medida de los merlones, y sacos de tierra para llenar los huecos, se repararon por sugestión del comisario ordenador de marina don Lorenzo Montalbo; y si no pasaba día sin que los ingleses destruyesen los trabajos ejecutados la noche antes, ya estaban repuestos a la siguiente aurora, desviviéndose Velasco por dirigirlos personalmente, y gozando luego en el buen fruto de sus insomnios que le permitieron desalojar a los sitiadores de su batería alta con auxilio de los fuegos de la de San Telmo, del castillo y baluarte de la Punta, de la fragata Perla y de los cañones de dos planchas abocadas hacia el Cabrestante.

Hablar oía sin el más leve estremecimiento de escalada, porque, en su concepto, los ingleses eran hombres como todos, y no los más constantes fuera del abrigo de su artillería; pero fijaba la consideración en el diluvio de bombas, granadas reales y morteradas de piedras que abrumaba incesantemente al Morro, desmantelándolo por instantes. Busquemos esta noche nuestra dicha o adversidad, haciendo una salida sobre las más próximas baterías contrarias con los cien negros que yo tengo y la compañía de migueletes que V. S. forma; es la única manera de restablecer la constitución crítica de este castillo, escribía al gobernador el 13 de julio. Tampoco a la sazón se satisfizo su demanda; y prevenía a la osada empresa los negros solos, cuando hubo quien le aconsejara reforzarlos con gente de tierra adentro, resueltísima y diestra en el manejo del machete. Poca tenía en el castillo, y a la demora que naturalmente resultaría de habérsela de enviar el apático Prado, agregóse ahora el no consentirle acalorar el feliz designio una contusión recibida en la cintura con los fragmentos de una bala, que vino a privarle de movimiento. Mientras atendía a su pronta curación dentro de la plaza, le sustituyó el capitán de navío D. Francisco Medina en aquel punto, del cual sólo faltó nueve días; y entre ellos uno en que, engañado el jefe interino por las maniobras de los contrarios, hizo señal de que se disponían a acometerle, acudió con presteza y todavía imposibilitado a la parte del Morrillo, donde por disposición suya había pescantes y escalas para facilitar la comunicación con la plaza, el relevo de la tropa, que se verificaba cada tres días, y la subida continua de pertrechos.

El 24 de julio, en que fue Velasco a ejercer nuevamente la peligrosa comandancia, llevando a su camarada el marqués González de segundo jefe, era la situación del Morro desesperada a todas luces. Ya no había posibilidad de reponer sus fuegos, porque tirando con bala roja incendiaban al punto las baterías inglesas los parapetos artificiales. Dos días antes se había ejecutado la salida con tan fatal éxito como la otra, yendo también a la aventura y sin jefe de autoridad y experiencia mil trescientos valientes entre milicianos, pardos, negros, marinería y migueletes, que avanzaron a las obras de ataque hasta pelear hombre con hombre, y aflojaron de bríos al ver que no asomaban los numerosos refuerzos que se les habían anunciado, aunque no sin dejar en la refriega cerca de cuatrocientos, que vendieron caras las vidas. Hubo tregua para sepultar los cadáveres, y la aprovechó el ingeniero del Morro en reconocer una mina que ahondaban los ingleses, y de que se recibieron anticipados avisos por los desertores. Partía aquella casi a flor de agua de una cueva denominada de las Cabras, frente al baluarte del caballero de la mar y por entre el arrecife; y blindada y espaldonada su boca, abría paso a tres hombres en fila y de pie derecho. Don Baltasar Ricaud, ingeniero en jefe por fallecimiento de su hermano D. Francisco, expuso, al enterarse de esta novedad peculiarísima de su incumbencia, que carecía de la herramienta necesaria y de gente que la manejara con destreza para la pronta ejecución de la contramina en una distancia larga y por medio de un peñasco hasta llegar al enemigo por la línea más corta; y que además la explosión de los hornillos no produciría otra ruina que la del revestimiento de la fábrica unido a la roca, sin que, por el despeño que tenía al mar, pudieran tampoco los escombros formar una rampa capaz de hacer expedito el asalto.

Fuera del siniestro semblante que presentaban los sucesos, era para el temple de alma de Velasco asunto de pesar y sonrojo la convicción adquirida durante su breve permanencia en la plaza de que entre los miembros de la junta había sobra de pusilanimidad y falta de consejo267. Así dijo al marqués González: ¡Sacrifiquémonos al Rey y a la patria! Y estrechados por los vínculos del cariño, se encaminaron juntos al Morro para ser admirables competidores en la indómita constancia y en la acrisolada bravura.

A la sazón, parapetados los ingleses a seis varas de la estacada, añadían al estrago de los morteros y cañones el de fusiles y granadas de mano. Con viveza les correspondían los del castillo, sólo que para ofenderles necesitaban mostrar al descubierto hasta las hebillas de los zapatos; y a la par que, llevado subterráneamente de las concavidades, sonaba en sus oídos el pavoroso golpear de los minadores cada vez más cercano, veían a los enemigos batir en brecha la falsabraga del caballero de la mar y el orejón del de tierra, cuyas paredes, apenas resquebrajadas, casi no tenían por dónde rodar y se amontonaban en escombros. Treinta y ocho días de cerco llevaba el castillo; habíanle caído encima diez y seis mil bombas y granadas reales; costaba su defensa como trescientos muertos y más de mil doscientos heridos; no le quedaba ya el menor resguardo, y le amenazaba un terrible ataque por mar y tierra. En tal estrechez, la mañana del 29 de julio solicitó Velasco de Prado orden escrita sobre resistir o no el avance, o capitular luego que estuvieren perfeccionadas las brechas, o evacuar anticipadamente el puesto por si la guarnición se considerase necesaria para otros fines268. El gobernador lo consultó a la junta, y esta, perpleja como siempre, lo dejó a voluntad del insigne marino, sin otra prevención que la de no ligar la plaza en el caso de que capitulase el Morro. Defenderlo hasta morir le dictaba el interés de la propia gloria; pero convenía quizá a la de las armas del Rey preservar la existencia de tantos bravos para volver a mirar de cara al enemigo de allí a pocos días junto a la muralla de tierra. Por razón tan de bulto, desechando la autorización que se le concedía, reprodujo los tres extremos de la dificultad para que se resolvieran de un modo terminante, y entre tanto se previno a exhalar el último aliento espada en mano sobre las dobles cortaduras ya preparadas a fusilería y cañones, si le intimaban la rendición los ingleses.

Estos, en fuerza de admirar el férreo tesón de Velasco, habían llegado a cobrarle miedo y temblaban la hora del asalto. Así, luego de apostar sus granaderos en lugar escondido y no lejano, dieron fuego a la mina improvisamente. Era la una de la tarde del 30 de julio, y sin más cuidado que el de costumbre estaban comiendo el rancho los del castillo. El susto fue a proporción del aprieto y de la sorpresa; Velasco no se turbó un instante. ¡Que corten esas escalas! dijo señalando a las del Morrillo, y corrió en derechura a la brecha con el marqués González y otros oficiales, a quienes siguieron los más intrépidos soldados, mientras otros, a impulsos de la consternación, en vez de cortar las escalas se descolgaban precipitadamente por ellas para buscar refugio en los botes o salvarse a nado. Expresa orden de su general llevaban los asaltadores de conservar la vida al ilustre defensor del Morro. ¡Ilusorio tributo rendido por la noble admiración del guerrero al sublime heroísmo del adversario! Velasco no había de consentir que en el postrer empeño se le pusiera alguno delante, y cayó mortalmente herido entre el marqués González, los capitanes Párraga, Mozaravi y Zubiria, los tenientes Rico, Fanegra y Hurtado de Mendoza, y varios subalternos, cuyos cadáveres pisaron los contrarios para trasponer la brecha y sembrar el terror y la muerte hasta tremolar el pendón británico sobre aquel hacinamiento de ruinas. Dos mil concurrieron al asalto, que, a no ser repentino, hubieran quizá rechazado los setecientos ochenta hombres que se contaban en el Morro. De ellos sólo doscientos cincuenta y cinco lograron salvarse, fueron heridos sesenta y ocho, pasados a cuchillo ciento treinta y dos, negros la mayor parte, y todos los demás prisioneros. Por cortesía del conde Albermarle, un ayudante suyo fue a la plaza sin apartarse de Velasco hasta que le dejo en el lecho, donde a la mañana siguiente falleció de la herida. Siempre en estos lances se quedan los mejores269.

Pueblo y milicia lloraron su muerte como a los principios del asedio habían llorado en templos y calles el fatal abandono de la Cabaña. Entonces la junta, entre los dictámenes insubsistentes que se emitieron para dar paso tan pernicioso, tuvo en cuenta uno que parecía cohonestarlo en cierto modo; el de vender bien caros al enemigo el cuerpo principal de la plaza, sus castillos y demás puestos extramuros. Ya había dado ejemplo el castillo del Morro; imitándolo el de la Punta y el de la Real Fuerza, que permanecían casi intactos, y el recinto de tierra, ya con fosos y aun dobles parapetos en algunos baluartes y ciento setenta y ocho cañones, quedaba en la carrera del triunfo mucho que andar a los ingleses. Muy disminuidos por los fuegos del Morro, las guerrillas de los milicianos y las enfermedades que afligen a los europeos en aquel abrasado clima, no desguarneciendo los puestos de que se habían hecho señores, escasamente podían acometer ninguna empresa con más de cinco mil soldados, a pesar de que de Nueva-Yorck acababan de llegarles socorros. Todavía no era tiempo de que los recibiese Prado de Cartagena de Indias o Nueva-España; por zozobra de que se le atacara de rechazo, o en despique de la anterior repulsa sobre la unión de las escuadras española y francesa, negóselos el gobernador del Guarico; pero de la isla toda alcanzábalos cotidianos y en abundancia. Entrado habían unos tras otros por la puerta de Tierra más de seis mil hombres entre los de milicias, negros del campo y la gente de la fragata Venganza y el paquebot Marte, bajeles echados a pique en el puerto del Mariel para no servir de trofeo al enemigo: habanero hubo, como D. Francisco Rodríguez Marín, que apareció al frente de una compañía de caballos levantada a su costa en Jesús del Monte, donde el coronel Caro mandaba cerca de dos mil infantes y ginetes; y venían camino de la ciudad seiscientos soldados, procedentes de Santiago de Cuba y desembarcados por el navío Arrogante en Jagua. Según el mismo Prado, toda la gente estaba muy alentada, y significaba el mejor deseo de sacrificarse por la gloria de las armas del Rey, de la patria y de la religión; y era capaz de cualquiera resolución, y de llevar adelante la gloriosa empresa de defender palmo a palmo y gota a gota de sangre aquella plaza, que llamaba llave de ambas Américas y teatro de su reputación propia.270Premeditando si el ataque formal sería por la puerta de Tierra o la de la Punta, o por el puerto en lanchas, nada le quedaba que hacer a precaución de cualquiera de estos lances con la más viva confianza de disputarlos a toda costa hasta el último esfuerzo271. Pocas veces se ha presentado más seguro y expedito el sendero de la perseverancia a la victoria. Víveres enviaba cuantos eran menester el solícito Madariaga: dentro de la ciudad se estaba con holgura, y por consecuencia no reinaban el hambre y la peste, plagas que suelen acompañar a los asedios y que han postrado la entereza de muchos fuertes adalides. A serlo Prado salvárase la Habana; mas su espíritu no se elevaba a las esferas de la gloria; su corazón latía sin brío; sus palabras eran como humo que se desvanece en los aires; y no se hallaban en proporción de suplir tamaños defectos el marqués del Real Trasporte por nada animoso, el ingeniero Ricaud por inepto, el marino Colina por menos autorizado, D. Diego Tabares por tibio, y el conde de Superunda por viejo272

Sin que le molestara el campo volante de Caro, que estuvo perpetuamente inactivo en Jesús del Monte, se trasladó el grueso de ingleses de Cojímar a la Chorrera y a la caleta de San Lázaro, donde poco antes habían ganado la libertad ciento sesenta y cuatro negros de la Habana por el denuedo con que les clavaron alguna artillería: no se intentó un golpe de mano sobre los que trabajaban en la Cabaña a fin de volver a la plaza las baterías construidas contra el Morro; y sólo entre este castillo y el de la Punta se cruzaron tiros a principios de agosto. Habiéndose corrido los enemigos hacia Jesús del Monte, Caro se movió por la vez primera, aunque en retirada; pero allí se mantuvieron no más que dos días, y de esta ventaja aparente de los sitiadores sacaron los sitiados la positiva de añadir un resguardo a la plaza con la fortificación de la loma de Soto.

Diez días iban trascurridos del mes cuando el conde Albermarle intimó la rendición a Prado. Este dio por respuesta que las obligaciones nativas y juradas, y el concepto que tenía de sus recursos para llevar adelante la defensa con fundada esperanza de éxito venturoso, le impedían acceder al requerimiento. Descubiertas a otro día muy temprano las baterías de la Cabaña, bastaron nueve horas de fuego para hacerle variar de designio y pedir capitulación con urgencia. Y no porque flaquearan las milicias y el vecindario; antes bien, para que no estallara una sublevación popular, hubo de proceder a su desarme; y después siguió tratando con los enemigos. Graves consideraciones se propusieron en la junta de guerra para quitar valor al triunfo de los ingleses en el caso de que señorearan la Habana; era facilísimo evacuarla e internarse en la isla; salvar los caudales del Monarca y los del comercio; incendiar la escuadra. Todo se tuvo presente y nada se hizo, sino dar prisa a una capitulación vergonzosa y pretender vanamente justificarla, aparentando escasez de pólvora cuando quedaban mil quintales; falta de gente cuando cubría los baluartes y las baterías, y sobraba para el relevo, y la víspera entraron socorros, y llamaban a las puertas los de Cuba; y brechas que no había273; y clamores del pueblo que no oyó nadie.

En aquella capitulación funesta incluyéronse como rendidos los que dentro y fuera de la ciudad llevaban armas, para salir por la puerta de la Punta hasta ser conducidos a España en buques ingleses; con la circunstancia de dejar los artilleros sus cañones en baluartes y baterías; los dragones sus caballos en los cuarteles, y los marinos sus navíos en el puerto. A D. Juan de Prado y al marqués del Real Trasporte se les cedieron las falúas necesarias para trasladar a bordo sus equipajes: al conde de Superunda y a D. Diego Tabares se les aseguraron medios de embarque correspondientes a la dignidad y carácter de sus empleos y personas, con todos sus efectos, plata y criados; y, resueltos estos puntos, vino a tratarse por los jefes de la conservación de la religión católica, apostólica, romana; de las prerrogativas de sus ministros y de la suerte del vecindario; a todo lo cual asintieron sin dificultad los vencedores, ansiosos de gozar la importante conquista. Y para que nada faltase al oprobio del capitán general de la isla de Cuba y del jefe de la escuadra española, descontados los que ocupaban los puestos exteriores y los que yacían enfermos en las haciendas comarcanas, sólo pudieron tomar posesión de la Habana dos mil ingleses; y cuando sus bajeles hicieron rumbo por entre la Punta y el Morro, quitada la cadena de maderos y cables, entraron todos sin que tropezaran sus quillas en los navíos Neptuno, Asia y Europa, no obstante la decantada cerradura del canal del puerto, que se dio por ejecutada con echarlos malamente a fondo274.

Tras contradictorios, vagos y no interrumpidos susurros, divulgóse a principios de octubre el desastre de la Habana oficialmente, en Londres con gozo y en Madrid con tristeza. Las negociaciones de paz iban muy de vencida entonces, y aun cuando el suceso tenía gran bulto, no debiera introducir nuevas dificultades; que prometido había el rey británico devolver la capital de Cuba si se la conquistaban sus tropas; mas la cámara de los Comunes, donde Pitt se mostraba predominante, no lo consentía dar buena razón de su palabra, por más que se acordara con el anhelo de reposo, arraigado en la voluntad de los Lores y en el ánimo del conde de Butte, ya influyente en el ministerio sin contraste alguno. Gracias a este y a la cámara alta, siguiéronse los tratos; y por efecto de transacciones, el 3 de noviembre se firmaron los preliminares.

Austria y Prusia pusiéronse particularmente de acuerdo y quedaron como antes de estar en guerra: Francia la había promovido por cuestiones de límites entre sus dominios y los ingleses sobre la América del Norte, y tuvo que abandonar completamente aquel territorio: España vino a fomentarla por los establecimientos de los ingleses en Honduras, y a condición de que no se fortificaran en ningún paraje de la América española, permitióles cortar en todos el palo de tinte; por el derecho a pescar en Terranova, y renuncióle para siempre; por los bajeles que en época de neutralidad se le habían apresado, y estas reclamaciones continuaron el curso que antes. Obtuvo la restitución de la Habana a costa de ceder la Florida, con lo cual realizaron los ingleses el afán antiguo de sentar el pie a orillas del golfo mejicano para comerciar en Nueva-España, único país de las Indias Occidentales libre hasta entonces de sus contrabandos. Lejos de compensar pérdida semejante el que Luis XV proporcionara a Carlos III la adquisición de la Luisiana, vendiéndoselo por fineza, embarazábale en aquel nuevo Estado la tarea desagradable de gobernar unos vasallos poco afectos a su servicio, y la contingencia peligrosa de venir a las manos con la Gran Bretaña, en caso de guerra, bajo los fuegos del castillo de San Juan de Ulúa, y por tanto a las puertas del continente americano275.

Sobre estas bases los preliminares de paz se redujeron en París el 5 de febrero de 1763 a tratado definitivo. Por un artículo especial de aquellos, y en armonía con el deseo unánime de las potencias contratantes acerca de restituirse las conquistas, se había señalado el término de dos semanas, a contar desde el 22 de noviembre, en que se canjearon las ratificaciones, para las que se hicieran en el canal de Inglaterra y mares del Norte; el de mes y medio para las del Mediterráneo y el Océano hasta las Canarias; el de tres meses para las de más allá de estas islas hasta la línea equinoccial, y el de medio año para las de las otras regiones del mundo.

Este artículo tuvo doble aplicación en su última parte. Zarpando de Madrás el general Draper se había presentado con dos mil trescientos hombres en las aguas de Manila el 24 de setiembre, y primero que allí se recibieran noticias de la guerra. Por muerte del mariscal de campo D. Manuel de Arandia, y según el pliego de providencia que había llevado, era allí virrey el arzobispo D. Manuel Antonio Rojo, quien, fiado en ser aquella la estación de las tempestades, intentó defenderse con la guarnición de ochocientos soldados y algunos indígenas llamados prontamente a las armas, por si, entreteniendo a los ingleses, conseguía que dentro de aquel puerto mal seguro perdieran sus navíos. Mas luego que los invasores salieron a tierra se apoderaron de los arrabales; doce días después, de las fortalezas y el pueblo, que entraron a saco; y el prelado, acogido a la ciudadela con la tropa, a fin de atajar lástimas, vino en capitular y en satisfacer la codicia del general de la Gran Bretaña, ofreciéndole cuatro millones de duros en representación de su Gobierno, y dándole setecientos mil a cuenta, sin que por esto remediara vejaciones, y especialmente las de tributos exorbitantes y de la presa del navío filipino Trinidad con buen cargamento276.

Al saber por aquellos mismos días la ruptura entre españoles y portugueses, D. Pedro de Ceballos, capitán general de la provincia de Buenos-Aires, había armado hueste contra la Colonia del Sacramento, y asomando veloz por las cercanías de la plaza la noche del 5 de octubre, empezó de seguida a abrir la trinchera, bastante arrimada al muro para gastar menos tiempo y municiones. El 11 jugó la primera batería; el 15 la segunda; el 21 la tercera; y ya hubo dos brechas accesibles el 27, una de cara al baluarte del Carmen, y otra en la cortina inmediata. Por ellas, y por dos puntos más que lo permitían con escalas, se preparaba el general Ceballos a subir al asalto, si el gobernador no quería rendirse, como se le intimó anticipadamente, cuidando a la par de que cundiera entre los vecinos la promesa de tratarles con toda benignidad a tal de que depusieran las armas sin demora ni excusa. No contestando el gobernador negativamente, se ingeniaba por dar largas a la resolución terminante: dos prórrogas se le otorgaron en otros tantos días; rehusósele secamente la tercera; y hubo necesidad de que las baterías volvieran a hacer nutrido fuego, para obligarle a entregar la plaza en la mañana del 29 de octubre con sus dos mil trescientos cincuenta y cinco soldados y ciento diez y ocho cañones277.

Manila devuelta a España y la Colonia del Sacramento a Portugal, como incluido en la paz de París por su alianza con Inglaterra, dejaron semillas de nuevas disputas en la diplomacia de Europa. Manila y la Colonia del Sacramento fueron las últimas conquistas y restituciones que trajo en pos una guerra de siete años, encendida y alimentada sin fundamento grave. Diez meses de hacer figura en ella bastaron a España para perder no escaso número de hombres y una fragata procedente del Callao con riquísimo cargamento, y gastar doce millones de duros, y entorpecer su comercio, y paralizar sus reformas, y contribuir al acrecentamiento y muy especialmente a la reputación marítima de Inglaterra278. Y era lo peor de todo que su feliz sosiego quedaba en continuado jaque, porque la rivalidad entre britanos y franceses contaba fecha muy antigua; y no la había extirpado la paz reciente; y en la misma hora de firmada principiaba a estar en vigor el Pacto de Familia279, mensajero insidioso de prosperidades y grandezas, y agente funesto de vicisitudes y turbaciones.




ArribaAbajoCapítulo IV

El regalismo en auge


Mesenghi y su catecismo.-Lo prohíbe Roma.-Se intenta así en España.-Real suspensión del edicto.-Desobediencia del Inquisidor general.-Su destierro.-Su indulto.-Agradecimiento del Santo Oficio.-Real decreto.-Sincérase el Nuncio.-Consultas del Consejo.-El Exequatur.-Sus defensores y sus contrarios.-Intriga triunfante.-Dimisión de un ministro.-El marqués de Grimaldi en Estado.-Altercados con Inglaterra.-Su desenlace venturoso.-Bodas Reales.-Festejos.-Mercedes.-Cómo se proveen los empleos.-Campomanes.-La desamortización debatida.-Muerte de Campo de Villar.-Le sucede Roda.

Aun después de providenciar el Soberano que juzgara un consejo de guerra a los jefes que fueron parte en la rendición de la Habana, y de restituida por los ingleses el 6 de julio de 1763 al conde de Ricla, nombrado capitán general de la isla de Cuba entonces, se experimentaron las malas resultas de aquel tristísimo suceso, que proporcionó armas de partido a los que estaban muy a mal con el espíritu de reforma que iba ya trascendiendo en todo, y no querían salir de lo que llamaban antiguo. Su conducta fue a la sazón tan revesada y aun torcida, que, para explicarla puntualmente, hay que dar visos de digresión no justificada a lo que es punto esencial de esta historia.

Años antes, el de 1748, Mesenghi, célebre doctor de la Sorbona, había publicado la Exposición de la doctrina cristiana o Instrucción sobre las principales verdades de la Religión, obra en cinco volúmenes, que tuvo excelente acogida. Imprimióla segunda vez más perfeccionada el año de 1754 con éxito no menos brillante; y sin embargo de haberla prohibido la Congregación del Índice en 1757, se hicieron dos versiones en italiano; una en Roma, suprimiendo lo relativo a la infalibilidad del Papa y a su potestad sobre los príncipes temporales; y otra en Nápoles, con las licencias necesarias, saliendo a luz el primer tomo en 1758, el segundo en 1759 y los tres restantes en 1760 y 1761. Cuando con tales precauciones y antecedentes se consideraba que este libro circularía sin estorbo, se comenzaron a esparcir rumores contrarios a su ortodoxia en rededor de la Santa Sede. La ocupaba Clemente XIII (Carlos Rezzonico), varón de muy insignes virtudes y de índole contemporizadora, bien que, flaco de voluntad, sometíase al ascendiente del cardenal Torrigiani, florentín de grande travesura y trastienda, paisano, deudo y muy amigo del Padre Lorenzo Ricci general de los jesuitas, y por tanto protector resuelto de su instituto; lo cual da la clave de los conflictos que entristecieron el corazón paternal del jefe de la Iglesia y le atribularon el espíritu bondadoso todo el tiempo de su pontificado. No otro que el Padre Lorenzo Ricci fue quien le alarmó la conciencia a propósito del Catecismo de Mesenghi, ponderando que pasaban de mil sus errores, y tanto bastó para inducirle a decretar que fuera examinado por la Congregación del Santo Oficio.

Asombrado el autor de tan imprevista providencia y afligido de que se le descargara tan rudo golpe, hizo desde París al Sumo Pontífice una representación muy sumisa, y enérgica sólo al consignar que de su fe católica había dado pruebas calificadas en ochenta y cuatro años de existencia. Por su parte esforzó el traductor romano la solicitud cuanto pudo, autorizándole sobre la edad avanzada y la sabiduría eminente, el vivo recuerdo de la íntima confianza y distinción afectuosa con que siempre le había honrado el gran Benedicto XIV. Mas, ni por reverentes, ni por fundadas, alcanzaron las súplicas a librar de anatema al Catecismo de Mesenghi, condenado por seis cardenales contra cinco, no habiendo empate a causa de la indisposición de un purpurado que envió por escrito el voto, sin conseguir que se le admitiera280.

Antes de resolver un asunto que había tomado muy abultadas proporciones, y en que tanto se contrapesaban los pareceres, quiso el Santo Padre pedir a Dios mayores luces, mientras Carlos III, enterado muy por menor de cuanto acontecía en el caso por su ministro en Roma y además por Tanucci, expresaba lo que sentía escribiendo estas conceptuosas palabras: No sé qué hacen los jesuitas con ir moviendo tales historias, pues con esto siempre se desacreditan más, y creo que tienen muy sobrado con lo que ya tienen281. Y entendía, según dictamen de varones doctos y timoratos, que la condenación del Catecismo de Mesenghi no sería ya sancionada por el Papa.

Sin embargo de no ser estas conjeturas al aire, por Breve de 14 de junio de 1761 quedaron prohibidas las traducciones italianas de la obra. Diez y nueve días más tarde recibía tan inesperado documento el arzobispo de Lepanto, nuncio de Su Santidad en esta corte, y familiarmente comunicóselo al ministro de Estado, no sin anunciarle que le daría el curso de costumbre. Por D. Ricardo Wall lo supo el Rey a tiempo de salir para la jornada de San Ildefonso, y cuidó muy bien de expresar cuáles eran sus intenciones. Revelárselas debía el ministro de Estado al Nuncio cuando se le presentara a hablar de este caso, que tomó inesperado sesgo a consecuencia de recibir el confesor Real, Fray Joaquín Eleta, el 7 de agosto por la noche varios ejemplares del edicto condenatorio. Se los enviaba D. Manuel Quintano Bonifaz, arzobispo de Farsalia y cabeza de la Inquisición española, quien, acorde con su Consejo, ordenó publicarlo de allí a dos días282.

Hasta la mañana del 8 no pudo el confesor enterar del edicto a Carlos III, quien sin demora mandó a su ministro despachar un correo al Inquisidor general, previniéndole que suspendiera la publicación del edicto y recogiera los ejemplares que hubiesen salido ya de sus manos. Luego que el arzobispo de Farsalia recibió una orden tan expresa a las siete y media de aquella tarde, expuso al ministro de Estado que se había atenido al estilo y práctica de la Inquisición española, y que desde por la mañana se estaba repartiendo el edicto a los conventos y a las parroquias de la corte, habiéndose remitido también ya a los más de los tribunales de España. «En estos términos tan precisos y estrechos (añadía) no es posible recoger los ejemplares y suspender su publicación; además de que se seguiría un gravísimo escándalo de una providencia tan irregular como contraria al honor del Santo Oficio y a la obediencia debida a la cabeza suprema de la Iglesia, y más en materia que toca a dogma de doctrina cristiana. Y si los fieles llegasen a entender que la suspensión nacía de orden precisa de S. M., se daría ocasión a ofender acaso su religioso y notorio celo, y a que se diga, muy contra su piadosa intención, que S. M. embaraza al Santo Oficio el uso de su jurisdicción, que tanto importa conservarle en sus dilatados dominios; por lo que quedo con el mayor dolor y desconsuelo que puedo ponderar, por no tener arbitrio en ocasión tan urgente y materia tan sagrada como delicada para lograr el honor y satisfacción de obedecer a S. M.; y ruego a V. E. se sirva ponerme a sus Reales pies con esta humilde representación, que espero no sea de su Real desagrado.»283

Tan lo fue, que tuvo tales proposiciones por intolerables, inconsideradas e indicantes de que el Santo Oficio se quería sustraer de su autoridad soberana; y además concibió sospechas de que el Inquisidor general y el Nuncio habían tramado acordes la intriga para ponerle en el aprieto de pasar por lo que en daño de su poder prepararan calladamente, o de usar de fuerza en materia tan delicada; y por último, previno al Consejo que, para hacer experimentar al Inquisidor general su indignación justa, le hiciera salir desterrado a doce leguas de la corte y de todos los Sitios Reales, enviándole al propio tiempo los antecedentes de este negocio, a fin de que le consultara lo que le pareciere conducente a que no quedara un ejemplar nocivo a su autoridad suprema, compatible con la sumisión y el respeto que profesaba al Santo Padre en materias de nuestra religión santa.

Esta orden, expedida por D. Ricardo Wall el 10 de agosto y comunicada el 11 por el Consejo, fue puntualmente cumplida el 12 por el Inquisidor general muy temprano, saliendo para Nuestra Señora de Sopetrán, monasterio de monjes benedictinos a trece leguas de la corte y hacia la parte de Guadalajara. No más de veinte días llevaba allí de su destierro cuando mudó completamente de lenguaje en oficio al ministro de Estado. Manifestóle que en la respuesta dada a la Real orden para suspender el edicto, nunca pudo imaginar, no sólo desobediencia a su Rey y Señor, pero ni aun el más leve motivo que mereciese su indignación, pues sacrificaría primero la vida que ocasionar desagrado a quien por muchos títulos profesaba la más fina lealtad y la más profunda veneración y obediencia; y que si la Real penetración había notado proposición o cláusula que desdijese de estos sentimientos, asegurando con las veras de su corazón que fue sin advertencia y sin que su cortedad lo reparase, esperaba que la Real generosidad se dignase indultarle, como se lo suplicaba rendidamente, a impulsos de su constante lealtad y con deseos de acreditar su ciega obediencia a los preceptos soberanos284.

En vista de la sumisión y el respeto con que solicitaba el indulto, concedióselo inmediatamente el Monarca por orden expedida al gobernador del Consejo de Castilla, queriendo que el mismo tribunal que le había intimado el destierro le hiciera saber que S. M. se le levantaba y le permitía volver al ejercicio de su empleo, y, lo que era más, a su gracia, por su propensión a perdonar a quien confesaba su error e imploraba su clemencia285. Viendo el Consejo de la Suprema Inquisición rehabilitado a su jefe, elevó al Soberano una representación expresiva de su agradecimiento por la benignidad de que había echo uso, cuya representación dio margen a este lacónico decreto: «Me ha pedido el Inquisidor general perdón, y se le he concedido. Admito ahora las gracias del tribunal siempre le protegeré; pero que no olvide este amago de mi enojo en sonando inobediencia.»286

Lejos de reclamar el Nuncio contra el destierro del arzobispo de Farsalia, atendió sólo a sincerarse personalmente cuando supo que había incurrido en la indignación de Carlos III. Con este fin marchó a la Granja y presentóse en seguida al ministro de Estado, quien le dijo, después de oír la explicación de su conducta, que, si ponía por escrito lo propio que le manifestaba de palabra, no dejaría de enseñar el papel a su Soberano. Hízolo así de muy buen talante, probando haberse atenido a la costumbre con enviar el Breve al Inquisidor general para que lo trasmitiera al Gobierno y se le autorizara a insertarlo en su edicto; refiriendo con aire de veracidad las conversaciones que entre ambos se habían suscitado sobre esto; cargando virtualmente la culpa de todo lo acaecido al arzobispo de Farsalia, y esperando para su felicidad que, ya conocidos los hechos, se disipara en el Real ánimo la niebla que pudieran haber levantado sus procederes, no merecedores de tacha alguna287.

Ni las explicaciones satisfactorias del Nuncio del Papa, ni las súplicas reverentes elevadas por el Inquisidor general en solicitud de su indulto, viéndose tan al descubierto, aplacaron al Rey de modo que le hicieran desistir del propósito conducente a evitar que en lo sucesivo se reprodujeran tales casos. Esta fue la razón que le movió a desestimar la consulta de su Consejo, reducida a considerar que pudo el Monarca suspender la publicación del Breve pontificio y manifestar su desagrado al Inquisidor general con la providencia de separarle de la corte y los Sitios Reales; y a proponer que por los conductos acostumbrados alegara el Rey al Sumo Pontífice su queja para el remedio sucesivo, y pidiera al par la correspondiente satisfacción por lo pasado.

Otra vez ofició D. Ricardo Wall de Real orden al gobernador de aquel alto cuerpo, estrechándole a que se discurrieran medios eficaces de precaver que se renovara un ejemplar tan dañoso a la autoridad soberana, sin parar la consideración en la clemencia de que se había derivado el indulto del jefe de la Inquisición española. Ya con tan expreso mandato hubo de formar el Consejo de Castilla más explícita y trascendental consulta, fundándola en las graves doctrinas del célebre D. Francisco Salgado sobre la retención de las Bulas y Letras apostólicas perjudiciales a las regalías de la corona, ínterin se suplicaba su revocación al Santo Padre288.

De resultas se promulgó la pragmática del Exequatur con las solemnidades de costumbre, mandándose que nunca se publicara Bula, Breve, rescripto o carta pontificia que se dirigiese por Roma a cualquier tribunal, junta, juez o prelado, sin constar primero que, para su examen y aprobación, había sido presentada al Rey por el Nuncio: que las Bulas o los Breves entre personas particulares, tanto de gracia corno de justicia, se llevaran por primer paso al Consejo, para que dijera si producían lesión al Concordato o perjuicio a las regalías, buenos usos, legítimas costumbres y quietud del reino; y que sólo se exceptuaran de esta presentación general los Breves y las dispensaciones que para el fuero interior de la conciencia se despacharan por la Sacra Penitenciaría289.

Al propio tiempo comenzó a estar vigente una Real cédula en que se dispuso que el Inquisidor general no publicara edicto ninguno, emanado de Bula o Breve, sin que se le remitiera para este fin con orden expresa del Soberano: que si versare sobre prohibición de libros, cuidara de hacerlos examinar de nuevo, y los prohibiera, siendo justo, por autoridad propia, sin insertar el Breve del Papa; y que tampoco diera publicidad a edicto ni a índice general o expurgatorio antes de comunicárselo al Rey y de alcanzar su consentimiento, y de oír las defensas que desearen hacer los autores de libros cuya prohibición se creyere precisa, citándoles con este objeto, según la regla que se impuso aun a la Inquisición romana por la Constitución pontificia Solicita ac provida del preclaro Benedicto XIV.

Mucho avanzaron así los regalistas hacia el triunfo cabal de sus opiniones. Para sustentarlas en Roma, donde la pragmática del Exequatur hizo el mal efecto que todo lo que limitaba sus pretensiones jurisdiccionales, ya tenían desde 1760 al insigne D. Manuel de Roda: para defenderlas enérgicamente en el Consejo de Castilla, tuvieron por fiscal desde junio de 1762 al doctísimo D. Pedro Rodríguez Campomanes. A devoción de la curia romana y contra las regalías de la corona se hallaban siempre los jesuitas y sus terciarios, entre quienes hacían principal figura los designados con el nombre de colegiales, como procedentes de los seis colegios mayores de España. Sobre lo que pensaba Carlos III mientras se agitaba esta contienda, de más están las conjeturas, siéndonos posible escribir muy exactamente sólo con trasladar sus propias palabras: «No sabe Roma lo que ha pasado; que ahora son otros tiempos, pues hay quien sabe lo que es del Papa y lo que es del Rey... Mal a propósito es la esperanza de Pallavicini, prometiendo de los ministros colegiales lo que se prometía de ellos, sin saber lo que ellos harían, y si yo les consultaría, y aun si, consultados, seguiría yo su parecer; y bien debería él saber que conozco su corte y sus regiros, habiendo tenido ahí tantos años de escuela para ello.»290

Entonces hubo también conatos de oposición al sesgo que tomaban las cosas por parte de los jesuitas. Dos de ellos, confesores del príncipe de Asturias y de los infantes, sus hermanos, les quitaron de sus aposentos las obras del venerable Palafox y Mendoza, que, recién impresas, les acababa de regalar su augusto padre. Indignado este por tal audacia despidió a los dos jesuitas, nombrando confesor de sus hijos al religioso que lo era suyo291.

Sábese ya que el gilito osmense Fray Joaquín Eleta, por ignorante, propendía a supersticioso; y es fuerza añadir que esta grande tacha facilitó recursos a aquellos a quienes la pragmática del Exequatur mortificaba como aguda espina, para darla el postrer ataque. Desde su promulgación se contaba año y medio, cuando cierto día se presentó a Carlos III el director de su conciencia, provisto con cartas de la capital pontificia, y, por efecto de lo que platicaron a solas, publicóse Real provisión declarando la pragmática del Exequatur en suspenso. Naturalmente produjo asombro que el Monarca español retrocediera de lo mandado después de un examen maduro, y más constando a muy pocos, aun de los que se hallaban al corriente de los sucesos, que obró así bajo la impresión de los escrúpulos despertados por el fanatismo del confesor en su conciencia delicada. Fray Joaquín Eleta fue instrumento dócil de sugestiones artificiosas, induciendo a su Real penitente a prescindir de la sana razón para dar crédito a una patraña, como la de atribuir al destierro del Inquisidor general el origen de la pérdida de la capital de la isla de Cuba, y suponer que daba testimonio de la cólera celeste, y de ocurrir este desastre por castigo de aquel atentado, la circunstancia de consumarse lo uno al año cabal de lo otro, en el propio mes e igual día292.

Quizá fracasara la trama si no se recataran estudiadamente de D. Ricardo Wall los que la urdieron con suma astucia, porque este ministro, hombre de religiosidad y respeto, de quien el Rey hacía gran caso, teniendo interesado además el decoro en que la pragmática del Exequatur subsistiera, nada perdonara sin duda por conseguir que el Soberano reflexionara sobre providencia tan de bulto, como solía sobre todas, y no era de esperar que así la autorizara con su Real firma. Cuidóse, pues, de que Wall no interviniera en el asunto, siendo D. Agustín del Llano, oficial mayor de su secretaría, el que hizo sus veces entonces.

Tiempo había que el ministro de Estado suspiraba por su retiro, y tras de este desaire vedábale su pundonor permanecer en el alto cargo; pero ni para dimitirlo podía alegar por razón la que le determinaba efectivamente a obrar de este modo, ni se le ocultaba cuánta resistencia opondría el Rey a que se alejara de su lado. Apelando de consiguiente a los recursos del ingenio, y no dándose por resentido de lo que se podía interpretar como signo de desconfianza, quejóse de gran debilidad en la vista, se puso una pantalla verde sobre los ojos, fingió andar y manejar los papeles a tientas hasta cuando iba a despachar con el Monarca, y de esta suerte le predispuso y le ablandó para que se dignara relevarle del ministerio. A más no poder accedió a la instancia, demostrándole cuán satisfecho estaba de sus servicios con dejarle todos sus honores y sus entradas de catorce mil ducados, y con hacerle gobernador del Soto de Roma; y testificando asimismo lo mucho que le estimaba personalmente, no sólo por el gran sentimiento que le causó la despedida, sino por el encargo expreso que le hizo de que le visitara en Aranjuez una vez cada año293.

Ya debieron de suponer las personas de la íntima confianza de Wall el verdadero motivo de su determinación irrevocable, pues cuando virtualmente calificaban de pretexto lo del achaque de los ojos, instándole a conservar su destino, díjoles con la jovialidad de costumbre: «Conozco que estoy en vísperas de chochear, y cuando yo no lo conozca lo conocerán los otros, y el mal no tendrá ya remedio. Por lo que hace a los adversarios de España y amigos de Roma, no es dudoso que se jactaron de haber ocasionado con sus artes la caída del ministro de Estado, y que la celebraron como gran triunfo. Mal hicieron realmente, porque no había razón para tanto, y se pudo así conocer al golpe, dejando Wall dos puestos vacantes y no entrando anti-regalistas en uno ni en otro. Para el ministerio de Estado nombró el Rey al marqués de Grimaldi, su embajador en Francia, por considerar que había falta de sugetos y que este era el mejor de todos, y para el de la Guerra, conservando el de Hacienda, al marqués de Esquilache, por haberle demostrado la experiencia que para bien del servicio convenía, siempre que fuera posible, la unión de estos dos ramos.»294 Ninguna otra significación cabía dar al encumbramiento mayor de Esquilache que la de un testimonio más de mantenerse en la Real gracia y en el prurito de manejarlo todo. De que Grimaldi creciera en fortuna se pudo congratular, no Roma, sino Francia, equivaliendo hecho semejante a una sanción más del Pacto de Familia.

Y esto no dejaba de ser bastante ocasionado al peligro de que la paz se rompiera de nuevo, y cabalmente cuando se iban cumpliendo varias de sus estipulaciones. D. Pedro Ceballos restituyó el 27 de diciembre de 1763 la Colonia del Sacramento: el general Draper hizo lo propio el 24 de abril de 1764 respecto de la capital de Filipinas; pero aquel negóse a entregar algún territorio que se le figuraba de España y había recuperado en su expedición hacia la angostura del Chuy y el Río-Grande de San Pedro; y este poseía contra nuestro erario una libranza de cuatro millones de duros. A causa de lo primero pensaba ya España en lanzarse otra vez a la invasión de Portugal con más empuje; y por efecto de lo segundo, el conde de Rochfort, nuevo embajador británico en nuestra corte, no cesaba de reiterar las reclamaciones. Amagando Inglaterra con volver a empuñar las armas, hubo que desistir de hostilizar a los portugueses; mas España mantúvose firme contra las exigencias sobre el rescate de Manila. Vanamente se apoyaba el conde de Rochfort en la obligación contraída por el arzobispo D. Manuel Antonio Rojo, pues, fuera de que los vencedores se hartaron allí de saqueo, a pesar de quererlo evitar con sacrificio tan enorme el prelado, este carecía de facultades para cargarlo sobre su patria. Según el marqués de Grimaldi expresaba oportunamente, ni más ni menos pudo estipular el arzobispo en nombre del Rey la entrega de Madrid o de una provincia; y de aquí partía a decir que su amo consentiría en sostener eternamente la guerra antes que someterse a reclamación tan deshonrosa, y que por su parte no la apoyaría aun cuando le hicieran pedazos. Con tono irónico significaba el marqués de Esquilache la misma repulsa, diciendo al embajador de la Gran Bretaña: «Devolvednos lo que al tiempo de la capitulación os anticipó el arzobispo, y se os entregará Manila con todas las dependencias suyas.»

Mientras se cuestionaba sobre este punto, don Simón de Anda y Salazar, magistrado de la audiencia de Filipinas, mantenía toda la isla de Luzón por España, no soltando las armas desde que Manila se rindió a los ingleses, y aprestándose a recuperarla con los españoles y los indígenas que, estimulados por su patriótico denuedo, se le incorporaban continuamente. Sin embargo, ni Inglaterra desistía de la demanda de los cuatro millones de duros, ni tampoco España de la repulsa; y fue menester que los soberanos de ambas naciones, acordaran elegir por árbitro del largo litigio al gran Federico II, que era aliado del uno, y en cuya lealtad de sentimientos y rectitud de juicio fiaba casi a ciegas el otro. Después de examinar detenidamente cuanto había mediado entre ambas partes, el rey de Prusia resolvió la cuestión a favor de España, y nada expuso Inglaterra en contra295.

Mayores dificultades ofreció por entonces la suscitada sobre los establecimientos de Honduras. Tanto en este golfo como en los demás parajes del territorio español de aquella parte del mundo podían los ingleses proveerse de palo de tinte, según el artículo 17.º del tratado de paz reciente, cuya ambigüedad atestiguaba harto a las claras la premura con que se había negociado a última hora. Todas las fortificaciones inglesas fueron demolidas en rededor del golfo de Honduras, sin que dejaran de pugnar los ingleses por introducir en Méjico sus contrabandos: aquellos de sus negros que huían de su poder y su servicio, siempre hallaban amparo entre los jefes españoles; y como se agregaba a todo esto que había necesidad de trazar los límites dentro de los cuales se situaran los colonos, casi nunca pasaba día sin que hubiera desavenencias o disturbios.

Siendo este el aspecto general de las cosas, por diciembre de 1763 y con sujeción a Reales órdenes procedentes del ministerio de Indias, el gobernador de Campeche y el comandante de Bacalaar prohibieron que se comunicaran los de España y los de Inglaterra: no consintieron a los colonos morar allí sin autorización formal de uno de estos dos Soberanos: después les intimaron la evacuación del Río-Hondo en el término de dos meses, confinándoles a la ribera meridional de Río-Nuevo, y previniéndoles no remontarse ni por este ni por el Río-Wallis a mayor distancia de veinte leguas desde la costa. Para obedecer tal mandato tuvieron que desalojar sus habitaciones no menos de quinientos colonos.

Sabedora de todo la corte de Londres, dispuso que el conde de Rochfort exigiera a la de Madrid el castigo de aquellos jefes españoles y el resarcimiento de los daños sufridos por los ingleses obligados a cambiar de residencia. Al parecer, no otra cosa que ganar tiempo se propuso el marqués de Grimaldi procurando que estas reclamaciones se negociaran entre el gabinete británico y el representante español príncipe de Maserano, piamontés de nacimiento y sucesor del conde de Fuentes en aquella embajada. Retardando deliberadamente su desenlace, supónese con mayor o menor fundamento que el ministro español de Estado aspiraba a tirar así hasta noviembre, a aprovechar alguna de sus largas y nebulosas noches para cruzar el Canal de la Mancha y prender fuego a los arsenales de Porsmouth y Plimouth y a todos sus buques; proyecto concebido por dos ingenieros franceses, recomendado por Choiseul y consentido por Grimaldi. Hasta el mes de setiembre se avino la corte de Londres a negociar sobre lo de Honduras con el príncipe de Maserano; pero sospechando que este carecía de facultades para estipular cosa alguna, y resintiéndose de que el asunto pendiera un día y otro de solución definitiva, encomendólo nuevamente al conde de Rochfort con instrucciones muy apremiantes. Pronto obtuvo, no el castigo de los jefes españoles, pero sí la desaprobación de su conducta y también la reinstalación de los colonos en sus viviendas, ya que no el resarcimiento de los perjuicios que se les habían irrogado; y terminó todo por octubre con una audiencia en que el rey de España manifestóse muy benévolo hacia Inglaterra, a la par que el conde de Rochfort aseguró que su monarca estaba resuelto a impedir el comercio clandestino y el abuso de los privilegios de que gozaban allí los colonos. Aún no había llegado la época señalada, según rumores que tenemos por vagos, para el incendio de los arsenales ingleses, a que se dice que hubieron de renunciar Choiseul y Grimaldi por haber descubierto el gabinete británico tal designio con la anticipación oportuna para redoblar su vigilancia y estorbarlo de todo punto. Dirimidas las diferencias, a principios de 1765 ya los españoles descansaban sobre las armas, tras de haberlas tenido al brazo desde la conclusión de la guerra296.

A fin de que no se renovara por cosas de Italia siguiéronse negociaciones con Turín y con Viena, llevándose a feliz remate de modo que del tratado de Aquisgrán de 1748 nada quedó perjudicial a la sucesión de los hijos de Carlos III en el trono de Nápoles y de Sicilia. Ya se dijo cómo se indemnizó al Austria por la renuncia al Parmesano; ahora los monarcas español y francés pagaron por mitad a Cerdeña al rededor de dos millones de duros en resarcimiento del Placentino; y de consiguiente nadie pudo contradecir la soberanía del infante D. Felipe en estos ducados. También se satisfizo la condición bajo la cual se había acomodado Carlos III a no reclamar los bienes alodiales de sus antecesores de Toscana, casando la infanta española doña María Luisa con el archiduque Pedro Lepopoldo, hijo segundo de la emperatriz María Teresa; y además el príncipe de Asturias D. Carlos dio mano de esposo a la parmesana María Luisa, hija del infante D. Felipe, soberano de Parma y de Placencia ya sin oposición ni contraste.

Tres veces alternaron en estas bodas los lutos con los regocijos. No se verificó la primera hasta febrero de 1764 por fallecimiento de Augusto III de Polonia, suegro del rey de España: cuando en julio de 1765 se iba a embarcar en Génova María Luisa, moría su padre el infante D. Felipe arrastrado por un caballo; y finalmente, a tiempo de irse a celebrar en Austria los festejos interrumpidos antes, pasaba de esta vida Francisco, esposo de María Teresa. Su primogénito José II fue de resultas asociado al gobierno en calidad de co-regente, y entonces su hermano el archiduque Pedro Leopoldo, casado con la hija de Carlos III, entró en posesión del gran ducado de Toscana.

Estos sucesos favorabilísimos al reposo alborozaron a la corte española por febrero de 1764 y diciembre de 1765, con fiestas, a que dieron brillantez suma el príncipe de la Cattólica, el marqués de Ossun y el conde de Rossemberg, embajadores de Nápoles, de París y de Viena; el duque de Medinaceli, caballerizo mayor del rey de España, y el duque de Bejar, primero ayo y después mayordomo mayor del príncipe de Asturias. Vistosamente iluminaron sus jardines los que no los convirtieron en teatros: viéronse trasformados los patios en galerías de cristales: de propósito se trajeron cantantes y bailarines de Italia y de Francia: hubo cenas, refrescos, zarzuelas españolas, serenatas italianas, bailes, toros en la plaza Mayor y fuegos artificiales en el Retiro. Una de las noches, en que acudió a verlos gran muchedumbre, la obligaron a retroceder atropelladamente los Guardias walones, siguiéndose confusión entre todos los circunstantes, muerte de algunos y ojeriza del pueblo contra esta tropa.

Sobre las magníficas fiestas llevóse la palma la de las parejas que en la plaza Mayor se corrieron por tres cuadrillas, vestidas a la española, a la húngara y a la americana, compuesta cada una de cuarenta y ocho caballeros con sus correspondientes volantes y caballos de mano, y costeadas por los duques del Infantado y Medinaceli y el conde de Altamira, sin más que avisarles el ministro de Estado de haberles escogido el Rey para que fueran directores. En coyuntura tan propicia a mercedes Reales, no se olvidó Carlos III ni de sus servidores antiguos, pues además de conceder a los ministros marqueses de Grimaldi, de Campo de Villar y Esquilache la categoría de sus consejeros de Estado, y al príncipe de la Cattólica y al duque de Losada el Toison de Oro, condecoró a D. Ricardo Wall y al marqués de Tanucci con la gran cruz de San Genaro297.

Y aun manifestóse clemente respecto de los que habían merecido su enojo. Entre las solemnidades que tanto le alegraban el corazón como soberano y como padre, se vino a fallar el 5 de febrero de 1765 la causa seguida contra los jefes de la Habana al tiempo de su rendición a los ingleses. Después de dos años de procedimientos y de más de doscientas sesiones para hacer interrogatorios, tomar confesiones, examinar documentos y oír alegatos fiscales y defensas, todo lo cual llena dos abultados volúmenes en folio, condenó el Consejo de Guerra a los que resultaron culpables a penas varias, y al mariscal de campo D. Juan de Prado a la de muerte. Se la conmutó el Rey en la de prisión perpetua, y aún pudo aguantar el peso de su vida algunos años en el lugar de Vitigudino. Valiérale más acabarla gloriosamente como el heroico Velasco, el cual dio nombre a uno de los navíos de la armada española, y como el marqués González, cuyo hermano recibió el título de conde del Asalto. Espejo de honor y de bizarría uno y otro, daban asunto a que la Academia de San Fernando abriera certamen público a fin de que las bellas artes eternizaran su memoria, e inspiraban a Pocock y Albermale, sus contrarios, la idea noble de erigirles en la abadía de Westminster un monumento que recordara sus hazañas. Dos polos, fijos como los de la tierra, hay para gobernar a las naciones, el premio y el castigo; pero de nuestra pluma nunca brotarán frases que censuren actos de benignidad y misericordia.

Con el Real indulto concedido por pura merced a D. Juan de Prado, hubo término lo concerniente a las resultas de la inhábil y floja defensa de la Habana, pues la inopinada suspensión de la pragmática del Exequatur o pase regio de las Bulas distó mucho de tener trascendencia. Lo que algunos creyeron caída fue no más que un tropiezo leve, y así el regalismo continuó en boga. Puesto que perdían los jesuitas o los colegiales ya no volvían a recuperarlo: cuantos claros dejaba la muerte en las varias carreras, llenábalos el Monarca a tenor de sus miras, sin impacientarse de ir despacio; que ha sido y será siempre la mejor norma para caminar sobre seguro. Al fallecer a fines de 1763 el Padre Francisco Rábago, antiguo confesor de Fernando VI, quedaron excluidos los jesuitas del Consejo de la Suprema Inquisición española, entrando a ocupar la vacante Fray Joaquín Eleta: aún tenían a Isabel de Farnesio por penitente; pero su augusto hijo no consentía que ejerciera el menor influjo en la gobernación del Estado: entre los ministros contaban dos devotos suyos, el marqués del Campo de Villar y el bailío Frey D. Julián Arriaga; mas al primero se le iba acabando por momentos la vida, y al segundo todo el ascendiente, pues el marqués de Esquilache, socolor de correr los asuntos rentísticos a su cargo, se arrogaba el examen y la resolución de mucho de lo perteneciente a las Indias: por hechura de los miembros del instituto de San Ignacio se reputaba al obispo de Cartagena, D. Diego de Rojas, gobernador del Consejo de Castilla, y sin embargo de ser de importancia primordial este puesto, se hallaba reducido a pasar por todo sin otro fin que el de conservarlo, y más desde que figuró como fiscal de corporación tan ilustre D. Pedro Rodríguez Campomanes298.

Allí este insigne asturiano hízose digno de la alta fama unida por siempre a su nombre y que le coloca entre los varones más instruidos y beneméritos a quienes España dio cuna. Su vasto saber y su activo celo por el bien público tenían para explayarse y fomentarlo todo ancho campo en aquel tribunal supremo, que atajaba las demasías del poder y era órgano de las quejas de los vasallos y como alma de la administración de la monarquía, investigando sus necesidades, procurando vivificar sus gérmenes de prosperidad y ventura y extirpar de raíz sus daños. Gran parte de los que le trabajaban ya hacía siglos no emanaba sino de la ominosa influencia que el poder monacal ejerció sobre el trono y la muchedumbre, siempre atento a dar a su jurisdicción enormes ensanches y a acrecer sin límites sus extraordinarias riquezas.

Por fortuna, para lograr que prevaleciera la justicia no era menester introducir novedades sino restablecer prácticas antiguas que la preocupación y la ignorancia hicieron caer en desuso, con lo cual predominaron tristemente las que ocasionaban y recrudecían los males de España. Desde los principios el gran Campomanes acreditó su privilegiada aptitud para promover lo bueno y lo justo, y su anhelo perseverante en impulsar hacia el progreso a sus conciudadanos, y más por constarle que para merecer bien de su Monarca no había mejor medio que el de distinguir y equilibrar las atribuciones y los derechos de los diferentes poderes; perseguir la ociosidad y honrar el trabajo; difundir las luces por todas partes; estimular el patriotismo y avanzar de continuo por las vías de la civilización generadora de inmensos bienes; todo esmerándose en enardecer a los tibios, confortar a los cuerdos y templar a los arrebatados.

Contra los excesos de la Nunciatura sonó la vigorosa voz del elocuente Campomanes muy pronto299, y antes de mucho atrajo la atención de los sabios de Europa hacia un libro de su gran pluma. Fijo en el pensamiento de que la calidad de ciudadano le obligaba a desear el bien de su patria, y de que la investidura de fiscal le daba un poder amplísimo para promoverlo: no atemorizado por el peligro de combatir unos desórdenes que intentaba cubrir con el velo de la religión el interés mal entendido de pocos: muy al cabo de que a precaver males se han de encaminar principalmente los esfuerzos de los legisladores, como quien había nacido para serlo y lo era tan profundo; compuso el Tratado de la Regalía de Amortización, y diole a luz en 1765. Obra es de sana doctrina y erudición suma, donde se ponen de manifiesto el uso de la autoridad civil sobre las traslaciones de bienes raíces en manos muertas durante los primeros siglos de la Iglesia; las leyes establecidas por los príncipes seculares para limitarlas en los diferentes países de Europa, y la historia de la Regalía de Amortización en España. Ateniéndose a los dictámenes de los escritores nacionales de mayor nota, quiso y propuso Campomanes el restablecimiento y mejora de las leyes que los soberanos de Castilla dictaron desde muy antiguo, ya que a pesar del perpetuo clamor de los políticos más preclaros y del desmedro y deterioro de la monarquía, no se atemperaban los eclesiásticos seculares ni las comunidades religiosas en las pingües adquisiciones. Sólo con prohibir la fundación de nuevos mayorazgos sin tocar a los existentes, declarar herederos forzosos a los parientes dentro del cuarto grado y vedar las enajenaciones en manos muertas sin el beneplácito regio, consideraba que se satisfaría una necesidad tan reconocida de mucho antes y cada vez más perentoria300.

Al mérito intrínseco de este libro excelente agregóse la grave autoridad que le dieron teólogos condecorados, a cuyo maduro examen y juicio severo lo sometió Campomanes de voluntad propia. No encontraron en todo el texto cláusula ni expresión que no se acordara con la disciplina de la Iglesia, ni máximas caprichosamente inventadas en el retiro del gabinete, sino verdaderas leyes, caídas a la sazón en olvido, bien que observadas antes con riguroso escrúpulo por los españoles. Corroborando, pues, las doctrinas del fiscal del Consejo de Castilla aquellos religiosos varones contribuyeron en gran manera al sumo crédito de la obra. Según sus dictámenes uniformes, nadie podía disputar al príncipe la potestad suprema de restringir a lo equitativo, como punto de derecho civil y humano, las adquisiciones de manos muertas, para atender al bien del cuerpo del Estado, cuya robustez consiste en el justo equilibrio y arreglado orden de las funciones de sus miembros y distribución de sus haberes: una ley dirigida a prohibir, no que los eclesiásticos adquirieran bienes raíces, sino que se los traspasaran los seglares, se fundaba en que estos eran pobres y no en que aquellos fuesen ricos, y establecería una especie de mayorazgo universal por bien de los vasallos legos, sin que la inmunidad eclesiástica padeciera ningún menoscabo: como parte principal del Estado tocaba a los ministros del culto la mayor suma de exenciones, mas nunca la de adquirir ilimitadamente riquezas y prevalecer contra el reino, dentro del cual debía existir poder que lo imposibilitara, por ser muy conforme a razón que hubiera en el todo arbitrio para prevalecer contra la parte: de que circularan entre el estado secular los bienes raíces resultaban muchas más conveniencias que de estancarse en manos del clero, pues que, poseyendo este lo bastante para su manutención y la del culto, siempre le quedaba la gran tarea de buscar en ciencia y virtud los aumentos, sin que se pudiera quejar de una ley que pusiera coto a sus posesiones, y sí de haberla merecido con su conducta301.

Tan claras y obvias eran las razones empleadas para emitir y sustentar esta idea fecunda, que sólo bajo el aspecto de la oportunidad podía ser más o menos justamente impugnada. Al sentir de Campomanes, para reducirla a la práctica sin demora, sus tiempos aventajaban a los pasados en las mayores luces de España y en el amor del clero secular y regular a sus conciudadanos, que habían menester grande auxilio para convalecer de su decaimiento.

De idéntico modo opinaba D. Francisco Carrasco, fiscal del Consejo de Hacienda, que mereció ser titulado primer marqués de la Corona, representando al Soberano también por entonces sobre el mismo asunto. Esencial le parecía que las manos muertas cesaran de acumular bienes raíces, aunque tributaran, como dispuso el Concordato de 1737, y aunque en la única contribución proyectada se equipararan a los de los seglares; y juzgaba que, usando el Rey justa y legítimamente de su autoridad temporal, podía adoptar las providencias oportunas con prohibir las adquisiciones u obligar a venderlas dentro de cierto plazo, bien que fuera quizá más conveniente a la solidez y perpetuidad de lo que se mandara sobre este punto y a la quietud universal de las conciencias que se impetrara la aprobación del Padre Santo302.

Con Real orden de 20 de junio de 1764 se pasó esta representación al Consejo de Castilla para que, oyendo a sus dos fiscales y al de Hacienda, propusiera clara y distintamente al Monarca el medio y Modo de limitar la amortización de bienes raíces. Cuando habló allí D. Francisco Carrasco, ya tenía muy estudiada la obra de Campomanes, por haberle este franqueado su manuscrito: uno y otro apoyaron luminosamente sus buenas doctrinas, contradichas por el otro fiscal D. Lope de Sierra, aunque en forma algo vergonzante. Tras de asentar que, si estimase el Consejo ser ya necesaria la limitación de tales adquisiciones, podría y aun debería el Rey dictarla, procurando el asentimiento pontificio, y pasando adelante en el caso de que Su Santidad no lo diese, dijo y sostuvo con empeño que nunca se podría extender la providencia a Aragón y Cataluña, porque jamás pactaron tal ley en sus Cortes a imitación de las de Castilla, y porque eran muy diferentes sus constituciones y concordias; que no se hacía ver la exorbitancia de las adquisiciones de manos muertas, ni que la decadencia de los pueblos se originara precisamente de esta causa; y que se debía empezar por la reforma del número de los eclesiásticos seculares y regulares.

Victoriosas fueron las réplicas a tan débiles argumentos, y se puede afirmar que ya entonces la grave materia de la desamortización quedó esclarecida, y su conveniencia muy probada; pero creyóse que para llegar a sazón faltábale tiempo, y aun hubo esperanzas de que el mismo clero se impondría tan urgente reforma, no considerando que nunca dieron aquellas fruto, porque este siempre se hizo sordo a tales clamores. Sin embargo, resultó algún progreso efectivo del propósito firme que hizo el Monarca de comenzar el planteamiento de la idea por provincias y pueblos, o casos particulares en que los fueros o privilegios de población prohibieran la amortización de bienes raíces.

Dichosamente no había obstáculos superiores al afán de Carlos III por reformar abusos, ni a su tesón en procurarlo, sin que nada le hiciera decaer de aliento, ni a su discreción y diligencia en aprovechar todas las ocasiones de avanzar por tan buen camino; y se le conocía esta propensión de su espíritu levantado siempre que elegía personas por auxiliares de la noble cuanto ardua empresa. Como su voluntad procedía sin trabas al designar los servidores del Estado, y por su instinto excelente, no menos que por su larga práctica de reinar con gloria, nadie le aventajaba en el conocimiento de los hombres, nunca sobre esto dio golpe en vago, y antes bien por el número de elecciones frecuentes se podía contar el de sus aciertos constantes.

Un empleo hubo de conferir de importancia suma mientras se le dificultaba llevar a pronto efecto la limitación de las adquisiciones de manos muertas. D. Alfonso Muñiz, marqués del Campo de Villar, bajó al sepulcro el año de 1765 por enero; y naturalmente había de significar mucho el nombramiento de su sucesor para una secretaría del Despacho, con influjo en la provisión de las mitras, intervención casi absoluta en la de las togas, e iniciativa poderosa en la instrucción pública, necesitada de restauración y de ensanche, y alma de la manera de pensar de los pueblos, y cuando los regalistas iban siendo preponderantes y caminando siempre al fin exclusivo de que, sumisos todos en lo espiritual a la Iglesia, nada en lo temporal coartara la independencia del Estado.

No aguardó el Rey a que vacara el ministerio de Gracia y Justicia para indicar algo sobre las dotes que buscaría en el que nombrara para servirle de allí adelante, pues Tanucci dijo a Losada por entonces: En el caso de que Campovillar muera, perderán los jesuitas algún terreno en esa corte, si no miente la fama303. Carlos III se encargó de manifestarle que sus cálculos eran seguros, escribiéndole claramente: «No quiero dejar de decirte que, habiendo muerto mi secretario de Gracia y Justicia Muñiz, colegial, he nombrado para tal empleo a D. Manuel de Roda, lo que creo que no te parecerá mal, y espero que me servirá bien, como lo ha hecho en Roma, a la que no sé si gustará tal elección304 Siendo patente que la hizo con propósito deliberado, sólo falta añadir que fue por inspiración propia.

A la sazón D. Manuel de Roda y Arrieta contaba cincuenta y ocho años: hombre de buena pasta y de fisonomía apacible, llevaba como escrita en el rostro la tranquilidad del varón justo: se distinguía por la limpieza de las costumbres, la sencillez del porte, la cultura del entendimiento: por grave se le reputaba desde la mocedad en los discursos, por docto en cánones y leyes desde que se dio a conocer en el foro, por muy experimentado, y más desde que desempeñó primero la agencia de preces y después el ministerio de España en Roma: zaragozano de cuna, acreditaba serlo también de genio con la fijeza de opiniones, la ingenuidad para emitirlas y el ardor para sostenerlas, aunque nunca o rarísima vez fuera destemplado en el tono o áspero en el lenguaje. Todo auguraba que de continuo se felicitaría Carlos III de haber nombrado a Roda por sucesor del que no le quiso apoyar para la fiscalía de una Audiencia, pues en cualidades morales e intelectuales y en miras políticas podía ser considerado exactamente como trasunto del marqués de Tanucci. Este apresuróse a escribir al Rey encomiando tal nombramiento; afirmando que la mejor parte de Roma, compuesta de las hechuras del gran Lambertini, estaba prendada del agraciado y le echaría de menos en aquella corte; y sintiendo sólo que su salud fuera intercadente305.

Hasta mediados de abril no entró D. Manuel de Roda a desempeñar su nuevo destino, ocasionando la tardanza su ida a Nápoles para traer al Soberano recientes y verídicas nuevas de su hijo y su antiguo reino, con lo que empezó a servirle de cerca bajo buenos auspicios, pues hízose así más digno aun de su Real agrado. Y ya por ahora no hay más que decir de este ministro de Gracia y Justicia, sino que a menudo saldrán al paso abundantísimos testimonios de sus esfuerzos eficaces para conseguir que el barómetro político señalara, siempre el poder de la Inquisición en descenso y el del Consejo de subida, y que al fin salieran triunfantes los afiliados a la escuela del regalismo, verdaderamente nacional desde antiguo y sin visos de heterodoxa, aunque el espíritu de partido haga por descubrírselos ahora.




ArribaAbajoCapítulo V

La América Española


Límites de los virreinatos.-Espíritu de las leyes de Indias.-Población diversa.-Religiosos.-Virreyes.-Audiencias.-Corregidores.-Abusos generales.-Comercio exiguo.-Contrabandos.-Fraudes.-Nuevo semblante de las cosas.-Mejoras mercantiles.-Noticias secretas.-Nuevo virreinato.-Real cédula sobre parroquias.-Decadencia del Consejo de Indias.-Se proyecta dar más impulso a las reformas.-Diminución a que llegaron los rendimientos de aquellas posesiones.-Junta de ministros.-Correos marítimos mensuales.-Empieza a prosperar la isla de Cuba.-Visita a Nueva-España.-Desórdenes en Quito.-Reversión a la Corona del oficio de Correo mayor de las Indias.-Ensanche que se da al comercio.-Excelentes e inmediatas resultas.-Gran propósito de Esquilache.

Un docto mejicano, historiador de mucha nota, dijo no ha mucho: «El gobierno de América había participado del desmayo y desorden de que adoleció toda la monarquía en los reinados de los dos últimos príncipes de la dinastía austríaca; comenzó a mejorar bajo Felipe V, el primero de los monarcas de la casa de Borbón; adelantó mucho en el reinado de Fernando VI en el memorable ministerio del marqués de la Ensenada, y llegó al colmo de la perfección en tiempo de Carlos III.»306 Notables conceptos son todos, y parecen como formulados para servir de tema a lo que debe contener la presente historia con referencia al Nuevo Mundo.

Cristóbal Colón, uno de los hombres más superiores que han pisado la haz de la tierra; cuya sublimidad de pensamientos comprendió primero que nadie un guardián de franciscanos españoles, y que sólo bajo del solio de Castilla encontró quien ciñera corona y se determinara a prestarle ayuda, lanzóse a mares desconocidos con unas frágiles carabelas, y arribando a ignoradas regiones, fue de isla en isla hasta sentar la planta sobre un vastísimo continente. Cuando Vasco Núñez de Balboa cruzaba en setiembre de 1513 el istmo de Darién, y armado de todas armas, con una bandera en la mano y el agua a la rodilla, tomaba posesión del mar del Sur por los reyes de España, dividía providencialmente los países que iban a ser teatro de las proezas de dos extremeños ilustres, Hernán Cortés y Francisco Pizarro.

Antes de mediar el siglo XVI los imperios de Motezuma y Atahualpa estaban convertidos en centros de dos virreinatos españoles que dieron vista a entrambos mares: el virreinato de Méjico tuvo por límites al norte varias tribus de indios no domados y lindantes con la que se denominó posteriormente América Inglesa; al poniente y al mediodía el Océano Pacífico desde las Californias hasta Guatemala, y hacia oriente el seno mejicano, el golfo de Honduras y la provincia de Costa-Rica junto al istmo. De aquí partía el virreinato del Perú, incomparablemente más extenso, como que abarcaba en las costas del mar del Sur desde Panamá hasta Chile, salía después por Buenos-Aires y el Paraguay a las márgenes del Río de la Plata, y, tomando la espalda al Brasil, ocupaba sobre el Atlántico desde la embocadura del Orinoco hasta la provincia de Veragua.

Aunque los monarcas españoles cooperaron a los descubrimientos poco y a las conquistas nada, unos y otras se hicieron en su nombre, y muy luego interpusieron la autoridad soberana para regir a la nueva multitud de vasallos. Impulsados por sentimientos de religión alcanzaron de Julio II el patronato universal de las Indias, y establecieron catedrales, conventos y misiones; deseosos de que fueran bien administrados aquellos dominios, les procuraron paz y justicia; fijos en los intereses comerciales, regularon la forma de tratar con tan dilatadas posesiones. Dos tribunales enlazáronlas en breve con la metrópoli para la gobernación y el comercio; el Consejo de Indias, que daba ser a todas las leyes, y la casa de Contratación de Sevilla, que intervenía en todos los asuntos mercantiles. Dos ideas predominaron en el código recopilado por mandato de Carlos II; respecto de la gobernación, que se atendiera al buen tratamiento, conservación y aumento de los indios307; y en cuanto al comercio, que redundara exclusivamente en beneficio de los españoles. Para lo primero se crearon unos funcionarios con autoridad de monarcas, los virreyes; para lo segundo señalóse un solo puerto desde donde salieran las naves, el de Sevilla, y otro donde arribaran en cada virreinato, el de Veracruz y el de Portobelo.

Ninguno de los dos fines tuvo realización nunca: el espíritu de aventuras de los conquistadores abrió camino a la codicia de los mercaderes: el espíritu de caridad de los misioneros introdujo la esclavitud de los africanos. Blancos, indios, negros y castas constituyeron la población de los países avasallados a la corona de Castilla. Los blancos allí nacidos se conocían con el nombre de criollos, y daban a los españoles, sus padres, en Méjico el de gachupines y en el Perú el de chapetones; entre ellos las rivalidades eran continuas, teniendo por origen primitivo la política de no fiar nunca a los americanos los más altos empleos, y hasta la predilección con que miraban a los europeos las mujeres; y alimentándolas siempre su opuesto linaje de vida; porque muy raros españoles pasaban el mar sin el designio de enriquecerse con el trabajo y la economía, y muy raros criollos heredaban caudal más o menos pingüe que no despilfarraran en el ocio308. Hombres libres estaban declarados los indios, y había poblaciones enteras de ellos donde les gobernaban sus caciques: de los diez y ocho a los cincuenta y cinco años pagaban los que no padecían achaques un ligero tributo309; y se les exigía un servicio personal tan moderado, que de los que formaban mita sólo podían tomarse en el Perú de los diferentes distritos uno de cada siete, y en Méjico cuatro de cada ciento, relevándolos a menudo; y los que no se encontraban de turno ganaban el jornal tejiendo lienzos en fábricas u obrajes, guardando rebaños, abriendo minas o cultivando tierras310. Los negros vivían en la triste condición de esclavos; y las castas, según avanzaban más o menos las generaciones, acrecían el número de los que eran libres como indios, o esclavos como negros, o privilegiados como blancos.

Sobre esta sociedad civil se extendía la sociedad religiosa, y en su jerarquía inmutable se verificaba comúnmente que fueran ejemplarísimos los prelados; que descaecieran las virtudes de la castidad y la pobreza en los clérigos seculares; y que entre los regulares se relajaran hasta el extremo de merecer la calificación dura de plebe de la Iglesia. Dentro del claustro ardieron con mayor encono que en el siglo las disensiones de europeos y americanos: sus capítulos se asemejaron a la elección tumultuaria de Señor del imperio cuando iba en decadencia el de Roma: para los cargos conventuales hubo que establecer la alternativa, mientras no prevalecieron los criollos, y entonces la depravación de costumbres de los que debían servir a la moral pública de norte fue tan desenfrenada en los mismos lugares de retiro, y particularmente en los curatos, que no la quiere trazar la pluma311.

En países cuyos moradores eran tales iba relevándose la sociedad oficial española, y compuesta principalmente de los virreyes, los ministros de las Audiencias y los corregidores. Por tiempo limitado se les conferían los destinos de las regiones de la plata y el oro sin más emolumentos que los que bastaban escasamente para vivir con económica decencia312. Al llegar a sus puestos los virreyes se les recibía bajo palio, y contra su integridad se conjuraban desde luego todas las gentes para introducirse en su gracia, asediándoles con agasajos de lisonjas y de riquezas, por ser entre los frágiles hombres el aplauso y el interés tentadores halagos que derriban las más enérgicas voluntades. Sin limitaciones imperaba el poder de los virreyes en cosas de gobierno: obligados estaban a consultar a las Audiencias en ciertos casos, pero no a seguir sus dictámenes en ninguno: si un decreto del Consejo de Indias llegaba a recordarles que no podían blasonar de independientes, con poner al margen la fórmula muy en uso y provechosa a veces de se obedece, pero no se ejecuta, seguían ejerciendo triunfalmente el mando absoluto313. Cumplido el término legal bajaban de aquella especie de trono y eran residenciados los virreyes; pero uno de los de más crédito por su desinterés y cordura escribía en la instrucción al sucesor palabras que por lo terminantes no han menester aclaraciones: «Si el que viene a gobernar (expresaba con entonación muy severa) no se acuerda repetidas veces que la residencia más rigurosa es la que se ha de tomar al virrey en su juicio particular por la Majestad Divina, puede ser más soberano que el Gran Turco, pues no discurrirá maldad que no haya quien se la facilite, ni practicará tiranía que no se le consienta.»314

Como a los virreyes en las materias de gobierno, se tendían lazos a los ministros de las Audiencias para las cosas de justicia, pues en lo civil y en lo criminal la administraban sin contraste. Jefes de los respectivos distritos los corregidores, tomaban por su cuenta la cobranza de los tributos, sin lo cual apenas les alcanzaba el sueldo para la subsistencia, y de esto provenían los mayores vejámenes de los indios, porque los corregidores les obligaban a pagar dos o tres años antes y muchos después de la edad prescrita por las leyes, y aunque fueran inútiles para el trabajo. Encima de opresión tamaña les caía la de tener, que comprar las mercaderías que, trasformados en logreros, les vendían los corregidores y no les aprovechaban de nada; y también los curas les quitaban de la boca el sustento con los sufragios del mes de difuntos, e instituyendo cofradías de que les hacían mayordomos, sin dejar en claro domingo ni día de precepto en que no se celebrara la festividad de algún Santo315. Por más que se les nombraran protectores legales y se eligieran visitadores para conocer y corregir los abusos, jamás se lograba que las resultas correspondieran a las intenciones, acaeciendo que los encargados de la protección y de las visitas se dejaran vencer por el oro, o se intimidaran con las amenazas, o se aburrieran de la esterilidad de su celo. Todos tenían participación en los abusos; y fuera de las misiones de los jesuitas, particularmente en el Paraguay, donde estaban autorizados como señores, y en la alta California, donde lo eran de hecho a fuerza de ponderar astutamente en sus conversaciones y correspondencias la pobreza del país y la insalubridad del clima, para que a nadie le viniera en voluntad fijar allí su morada, se enumeraban los indios entre los seres más infelices de la tierra. Únicamente los regulares de la Compañía de Jesús (merced a los hermanos que de continuo les iban de Europa, y a la facultad de expulsar de su seno a los que alteraban la armonía del instituto) se singularizaban por la pureza de las costumbres, por el arte de atraer a la cultura a los indios y de mantenerlos en infancia perpetua, de enriquecerse con el sudor de ellos sin arruinarlos, y de oprimirlos con una coyunda aparentemente no muy pesada316. Pero en todos los demás lugares del Nuevo Mundo, contra el espíritu y letra de las disposiciones legales, y a causa de coincidir generalmente americanos y europeos, eclesiásticos y seglares, en el afán de poseer oro y en el de corromper a las autoridades todas, no eran bien tratados los indios ni la población iba en auge. Hechos son estos que deben constar en la historia, por muy cuesta arriba que se haga al que los descubre y no tiene arbitrio para omitirlos y desaprensión para desfigurarlos.

También los maravillosos productos de las minas americanas invalidaron el designio de la legislación en lo concerniente al comercio. Dicho dejamos ya cómo vino a fenecer el de España al par que la industria y la agricultura por el espíritu de conquista y el menosprecio del trabajo317. Así, de practicarse escrupulosamente el mandato de que todas las mercaderías que se navegaran a las Indias fueran españolas, hubieran tenido que salir punto menos que en lastre las flotas y los galeones. Vino, pues, a parar la casa de Contratación en una especie de factoría de los fabricantes extranjeros; y sólo estuvo en observancia lo de salir periódicamente los galeones para Cartagena de Indias y Portobelo, y para Veracruz la flota; lo de cambiar los cargamentos por los frutos americanos y los metales preciosos reunidos en Panamá y en la Puebla de los Ángeles de antemano; y lo de juntarse flota y galeones en la Habana para retornar a Sevilla con riquezas, que pasaban casi en totalidad a los dueños de las manufacturas expendidas en las famosas ferias de Veracruz y de Portobelo.

Hasta el triste papel de comerciantes en comisión, que representaban por tales vías los españoles, sin fábricas y sin talleres, tuvo considerables mermas, por zarpar los galeones y las flotas cada vez con menos número de toneladas, a causa de los grandes contrabandos que introducían en la América Española todas las naciones industriales. Primero infestaron con ellos el río de la Plata; sitio muy extraviado del rumbo que seguía invariablemente el comercio; y extendiéronlos después al mar del Sur y a Costa-Firme, sirviéndoles de punto de partida y resguardo las islas de que se hicieron señores a más o menos distancia del continente. Estos contrabandos, y los de las manufacturas de China, que, trasportadas desde Filipinas, entraban lícitamente en el virreinato de Méjico por Acapulco, y corrían con fraude por Quito, Lima y Chile, llegaron a regularizarse en términos de no aventurar nada los mercaderes; corno que, de acuerdo con los que debían embarazar aquellas especulaciones clandestinas, les pagaban la mitad de los derechos que hubieran devengado siendo mercaderías corrientes, y la otra mitad constituía su ganancia. Así España tenía el dominio, pero no el usufructo, de extensos países abundantes en plata y oro, y con producciones tan especiales como la cochinilla de Méjico, el añil de Guatemala, el palo de tinte de Honduras, la quina del Perú, el cacao de Caracas y la peletería de Buenos-Aires.

Si las leyes querían que se conservara y acreciera la población primitiva de aquellas regiones, y por los malos tratamientos se disminuían los indios a vista de ojo; y que el comercio redundara exclusivamente en beneficio de los españoles, y eran todas las ventajas de extranjeros, y no había además quien no pecara a lo menos por omisión de defraudar a la Real Hacienda, notoriamente se descubre que las disposiciones legales y los hechos andaban por apartados caminos, y usa el lenguaje de la verdad más rigurosa quien dice que el gobierno de América había participado del desmayo y desorden de que adoleció toda la monarquía en los reinados de los dos últimos príncipes de la dinastía austríaca.

Viniendo a las épocas posteriores, cosa es averiguada que, al modo que las guerras sostenidas por los españoles en Italia y en los Países-Bajos les desangraban de caudales, hiciéronlos circular abundantemente en su seno las guerras civiles que, por la sucesión a la corona, fomentaron los franceses juntándose a los castellanos, y los de Inglaterra, Portugal, Alemania y Holanda a los aragoneses. «Pocos creerían en el año de 1703 (dice un escritor respetable) que aquellas injustas invasiones se habían de convertir en verdadera utilidad de España. Desde entonces se ha de tomar la época de su restablecimiento.»318 Efectivamente, entre los españoles formáronse hombres de negocios que dieron animación a las empresas comerciales. Una de las causas que sustentaban el contrabando de las Indias era lo sobrecargados que llegaban los géneros de todas clases, habiendo pagado al tiempo de la exportación el veinte por ciento; con fijarse el derecho de palmeo para las toneladas de ropas, y reducirse la tarifa de las de enjunques, abarrotes y frutos a proporción de los lugares de su destino, experimentaron gran rebaja el año de 1720319. De general uso vino a ser el chocolate en España; los árboles del cacao se cuajaban de riquísimo fruto en Caracas, posesión suya, y había que comprarlo a los holandeses que moraban en las islas de Curazao y de Buen-Aire: este abandono cesó en 1728 con la creación de la compañía de Guipúzcoa, privilegiada para hacer el comercio con Caracas y Cumaná en derechura320. Los buques guardacostas, y más especialmente los de registro, que dieron otro rumbo al comercio y lo empezaron a vivificar mucho yendo sueltos a los puertos del mar del Sur por el cabo de Hornos, quitaron desde luego no pequeña parte de lucro y de aliciente, como es natural, a los contrabandos, e hicieron inútiles a poco los galeones, cuya postrera expedición a Cartagena de Indias y Portobelo fue en 1748. Dos años más tarde se quitó a los ingleses la ventaja del Asiento, que antes de la paz de Utrech gozaban los franceses, y ya los españoles enviaron de cuenta propia los negros a las posesiones americanas321.

Al par que a las reformas comerciales se abría paso a las gubernativas. D. Jorge Juan y D. Antonio de Ulloa, jefes de escuadra, incorporados a una expedición científica de franceses, merced a la latitud de su encargo hicieron el papel de visitadores generales; y como su carácter público no infundía recelos a los infractores de las leyes, corrieron sin tropiezo mucha parte de la América Meridional durante el curso de algunos años, estudiáronlo todo, y pusieron en manos del marqués de la Ensenada una relación puntual y luminosa de los abusos, con aditamento del método que les parecía más conducente a la indispensable reforma322.

Siendo evidente que la extensión del virreinato del Perú dañaba al buen gobierno, se le desmembraron las Audiencias de Panamá, Quito y Santa Fe para constituir otro virreinato, que se llamó de Nueva-Granada, y que desde el istmo cogía de mar a mar todo el territorio hasta Guayaquil y la provincia de Santa Marta, y hacia lo interior terminaba en los pueblos de Jaén, Valladolid, Loja, Zamora, Cuenca y la Zarza. Como la raíz de la relajación de costumbres entre las órdenes monásticas arrancaba de salir a desempeñar los curatos sus miembros, prevínose en 1757 que bajo ninguna denorninación tomaran los religiosos la dirección de las parroquias y cura de almas, y que, según faltaran los que las servían por aquel tiempo, se proveyeran las vacantes en eclesiásticos seculares sujetos a la jurisdicción del diocesano323.

Todas o casi todas estas sabias providencias se dictaban ya por la vía gubernativa, sin que el Consejo interviniera por lo común en prepararlas como antes; y de esta suerte se alcanzaba mayor prontitud en el despacho y más puntualidad en su observancia, porque, a vueltas del general desorden que cundía en aquellos países lejanos, se profesaba allí ciega veneración a cuanto partía del trono. Ya los funcionarios públicos no iban tampoco al Nuevo Mando forzados a reunir dinero para satisfacer lo que les habían costado los oficios; ya la marina de España adquiría pasmoso fomento; y todo, todo autoriza para afirmar que el gobierno de América comenzó a mejorar bajo Felipe V, el primero de los monarcas de la casa de Borbón, y adelantó mucho en el reinado de Fernando VI, en el memorable ministerio del marqués de la Ensenada.

Singular es el hecho de que mientras la dinastía de Austria se ciñó la corona española no soltara nuestra nación un instante las armas, y que jamás las esgrimiera por cosas concernientes a sus dominios en las Indias Occidentales. Quizá se podría explicar de una manera satisfactoria por la experiencia lucrativa que tenían las naciones fuertes en el mar y aplicadas a la industria, de que los españoles eran los mejores depositarios de aquellos magníficos tesoros, pues los desparramaban de continuo en Europa, mientras unos tras otros empobrecían dentro de casa.

Desde que la dinastía borbónica empuñó el cetro hasta que, merced al tratado de Aquisgrán, se pudo entrar con sosiego en la segunda mitad del siglo precedente, no bajaron de tres las guerras de sucesión en que España se mostró parte; la suya, la de Polonia y la del imperio de Alemania. Durante ellas se determinaron los enemigos a atacar varios puertos del mar del Sur, y aun el de Cartagena de Indias; mas fueron gloriosamente repelidos, o alcanzaron ventajas muy accidentales. Sólo en la guerra a que dio margen la celebración del Pacto de Familia se ventilaron por vez primera cuestiones relativas al Nuevo Mundo, y también por primera vez se padeció allí un descalabro de grande monta con la rendición de la Habana. Así, no bien restablecido el reposo, Carlos III y sus ministros dedicaron atención esmerada a las vastas posesiones ultramarinas; comunicando fuerte impulso a cuanto pudiera mejorarlas; aumentando sus defensas contra las invasiones; fomentándolas sin descanso, y comprendiendo perfectamente que no había mejor arbitrio para que la metrópoli sacara de allí más productos.

A tal diminución habían estos bajado, que, con el quinto de las minas, las alcabalas, el noveno eclesiástico y la venta de Bulas, los derechos de almojarifazgo y otros particulares, no rendía la América en tiempos de D. José Patiño, después de deducidos los gastos, más de quinientos mil duros324: un millón de ellos había remitido el arzobispo Bizarrón mientras en Méjico estuvo al frente del virreinato hasta 1740, «siendo entre los pasados virreyes el que había hecho al Rey más cuantiosos y más continuados socorros»;325 y en 1751 decía el marqués de la Ensenada que aún absorbía el Perú todas sus rentas326.

Para tratar de las reformas que en Ultramar habían de ser introducidas, dispuso Carlos III que los ministros de Estado, de Indias y de Hacienda se congregaran una vez a la semana en junta. Allí se manifestaba Grimaldi muy entendido en la práctica del comercio; Arriaga quería pocas novedades, y Esquilache, seguro de la aprobación del Rey para plantear las que tenía meditadas, dejaba decir al anciano marino y las perfeccionaba en secreto. Pronto se establecieron los correos marítimos y se comunicaron con regularidad y frecuencia no vistas hasta entonces la metrópoli y las colonias. Por efecto del importante decreto de 24 de agosto de 1764, salía el primero de cada mes un paquebot de la Coruña con toda la correspondencia de las Indias; desembarcábala en la Habana, y desde allí se distribuía en balandras y otros bajeles a propósito para puntear los vientos escasos, a Veracruz, Portobelo, Cartagena, islas de Barlovento y provincias de la Plata; y aquellos ligeros buques volvían a la Habana, de donde zarpaba mensualmente y en día fijo otro paquebot para la Coruña. Se les permitía llevar media carga de producciones españolas y traer la misma cantidad de producciones americanas, llevando también pasajeros a bordo; con lo que a la vez adquirían facilidad las comunicaciones, vivificación el comercio y una renta no despreciable la Corona327.

Mayor elemento de prosperidad que la creación de la compañía de San Cristóbal de la Habana, fue para la isla de Cuba el servir de lazo a las relaciones de ambos mundos, y otras nuevas causas influyeron en que principiara por entonces su estado floreciente. La población tuvo no poco aumento con los moradores de la Florida que no se resignaron a pasar al vasallaje de Inglaterra: sin la más leve repugnancia de los naturales se empezaron a pagar alcabalas reducidas al cuatro por ciento sobre el azúcar, el aguardiente de caña, la zambumbia y otras bebidas328; y así pudieron subvenir al sostenimiento de más tropas y a las excelentes fortificaciones de la capital, construidas según las mejores reglas del arte. Hiciéronse a la sazón sólidas y muy acabadas las antes endebles e imperfectas del recinto de tierra y de los castillos del Morro y de la Punta, y completáronse con el de San Carlos sobre la Cabaña y con el de Atares sobre la loma de Soto. Mientras activaba los trabajos el conde de Ricla, el de Orreilly organizaba los milicianos en la isla toda; y prevenida por consiguiente contra cualquier tentativa, animada su agricultura por la más crecida exportación de frutos, y libre de gastos extraordinarios luego que se concluyeron las fortalezas, sin que se suprimieran los tributos establecidos, que no la perjudicaban por ser leves, tuvo ya vida propia, y no le hizo falta ninguna el situado que para sus anteriores necesidades se le remitía de Nueva-España.

A este virreinato se envió también en 1764 un visitador general con atribuciones muy preeminentes, resueltas en la junta de ministros y adicionadas de puño y letra de Carlos III. El marqués de Esquilache quiso fiar una comisión tan delicada al fiscal del Consejo de Hacienda D. Francisco Carrasco, posteriormente marqués de la Corona, de cuya inteligencia en el ramo no podía abrigar dudas, tratándole con amistosa confianza y habiendo contribuido a la redacción del proyecto de visita; pero el fiscal de Hacienda alegó falta de salud y pudo eludir el empeño. Púsose a cargo de D. Francisco Anselmo de Armona, intendente de Murcia, que, obligado a admitirlo hasta con amenazas329, falleció a los catorce días de embarcado; y por último, recayó el nombramiento en el alcalde de casa y corte D. José Gálvez, ya con reputación de jurisconsulto.

Según el texto de las instrucciones públicas, el visitador general debía estancar el tabaco, de cuya renta se calculaban anticipadamente los productos en cuatrocientos millones de reales; y además le tocaba inspeccionar la conducta de los empleados civiles y ordenar todas las oficinas de Hacienda; pero sin la aprobación del virrey no podía publicar edicto ni auto alguno, ni nombrar asesor de la visita, ni subdelegar en otro sus poderes, ni dictar reglamentos, ni procesar a los malversadores de caudales. Según el texto de las instrucciones secretas hasta para el bailío Frey D. Julián Arriaga, ministro de Indias, el visitador general había de hacer indagaciones sobre la conducta del marqués de Cruillas, entonces virrey de Nueva-España, que se mostraba siempre indolente en dar cumplimiento a las cosas más graves del Real servicio, y contra quien pesaba la acusación de peculado. Lejos de ser esta acusación vaga y calumniosa, como las que la maledicencia y la envidia forjan de consuno contra los que mandan en todos los tiempos y los países, las mismas instrucciones especificaban su autorizado fundamento. Consistía en que de los despachos dirigidos al Gobierno por el virrey Cruillas resultaba que, cuando en 1762 cayó la Habana en poder de ingleses, había bajado prestamente de Mégico a Veracruz para juntar tropas, fortificar los caminos y añadir defensas al castillo de San Juan de Ulúa, resistiendo así cualquier desembarco que los enemigos intentaran por aquella costa. De las cuentas presentadas a la superioridad por los oficiales Reales de Méjico y de Veracruz resultaba asimismo que ascendían a dos millones de duros los gastos hechos en aquellos críticos instantes. Y era la verdad que había concluido la guerra sin que asomaran por allí los contrarios, y que ni en el castillo, ni en la costa, ni en los caminos, ni en los pasos estrechos hasta la capital del virreinato, aparecían vestigios de haberse gastado tal suma. Todo ello debía inquirirlo prolijamente el visitador general con las órdenes del virrey y las cuentas de gastos en la mano; y si sus informes corroboraban las noticias que de tal manera oscurecían la reputación del primer funcionario público de Nueva-España, mandaría el Rey que le arrestaran y trajeran bajo partida de registro para que fuera juzgado en el supremo Consejo de Indias330.

La simple relación del contenido de las instrucciones secretas justifica la excusa de Carrasco y la resistencia de Armona a encargarse de la visita, al par que induce a formar levantado concepto del valor cívico y de la entereza de alma de Gálvez, que admitió la comisión escabrosa tan serenamente como si se tratara de un ascenso natural en la carrera de la magistratura. Por haber fallecido Armona mar adentro no llegaron juntos a Méjico el visitador y D. Juan Villalba, que iba de comandante general y llevaba dos mil soldados walones y suizos, con atribuciones personales para rebajar el prest de las tropas y reorganizarlas al estilo de las de España. Entre el virrey y el comandante general estallaron disputas sobre la jurisdicción que les competía, y en ellas tomaron alguna parte los moradores al son de las novedades que se anunciaban para lo venidero. En todo su calor se hallaban los disturbios cuando en los primeros meses de 1765 arribó D. José Gálvez a Nueva-España331, y muy pronto hizo pruebas de su índole conciliadora, logrando la avenencia de las dos autoridades militares; y así la reforma del ejército mejicano se realizó sin más inconveniente que la deserción de algunos soldados. No pareció prudente al visitador atizar el fuego que había apagado; y mientras informaba al Gobierno de lo acaecido, pidiendo nuevas instrucciones, de las secretas sólo puso en planta el obtener de los pudientes un don gratuito de dos millones de duros para las bodas del príncipe de Asturias. Al enterarse el Rey de los sucesos simplificó la comisión de Gálvez en mucho con exonerar del virreinato al marqués de Cruillas; quedábale sin embargo la tarea de reformar abusos, ardua siempre, y con particularidad donde son antiguos y donde los que pueden más viven de ellos. Detenida y muy provechosa fue la visita general que giró Gálvez a Nueva-España; si bien es justo consignar que no hubieran sido tan excelentes las resultas sin el patriótico celo, integridad irreprensible, alta inteligencia y grande eficacia del insigne virrey marqués de Croix, sucesor de Cruillas, y de quien afirma un historiador extranjero que, al dejar el mando, en lugar de inmensas riquezas, trajo a su patria la admiración y los aplausos de un pueblo agradecido, quien hizo feliz durante su gobierno332.

Al rumor de las proyectadas novedades hubo algunos desórdenes en Quito; pero aunque se iniciaron ya conatos de independencia, y sonaron quejas contra los oficiales Reales, y se hicieron propósitos de no salir del sistema antiguo de contribuciones, y alardes de no querer los sublevados el indulto con que se les brindaba a nombre del Monarca, declarando que no se tenían por delincuentes, apaciguóse todo sin acontecer cosa de bulto.

Con el reservado, extenso y juicioso informe de los jefes de escuadra D. Jorge Juan y D. Antonio de Ulloa, se poseían ya sobre el Perú muchas noticias de las que D. José Gálvez tenía comisión de averiguar sobre Nueva-España. Para completarlas oportunamente y plantear la renta del tabaco, y hacer la de aduanas más productiva, fue allá de visitador algo más tarde D. José Antonio de Areche. Sin embargo, respecto del virreinato del Perú se adoptaron ya entonces providencias muy acertadas, creando algunos cuerpos militares; enviando buques de guerra, cuya construcción se activaba en todos los arsenales sin levantar mano para resguardo de las costas, y reforzando la guarnición de Buenos-Aires, con el fin de que el capitán general D. Pedro Cevallos mantuviera el territorio español que en torno de la Colonia del Sacramento había quitado a los portugueses y no se incluyó en las restituciones porque lo dominaban usurpado.

Sobre correos ideó el marqués de Grimaldi una esencial reforma y esmeróse en llevarla a cabo. Se había creado el oficio de Correo mayor de las Indias a muy poco de conquistadas, y lo enajenó la reina doña Juana en el doctor D. Lorenzo Galíndez de Carvajal, de quien trajo origen el condado de Castillejo, en que se vinculó este oficio. A la sombra de tan enorme privilegio hacía un tráfico de gran lucro en moneda y otras alhajas, para cuyo trasporte empleaba recuas muy numerosas. Grimaldi quiso cortar de raíz el abuso, que tanto perjudicaba a la Real Hacienda, no sin indemnizar de una manera justa al poseedor de tal privilegio, que a la sazón residía en Lima; y necesitando averiguar lo que ganaba el agraciado de resultas, para no desatender sus intereses y efectuar la reversión del oficio de Correo mayor de las Indias a la Corona, fió tan importante encargo a D. Pedro Antonio Cosío, montañés de suma viveza de ingenio, y desasosegado de puro activo333.

Sin duda su espíritu padeció mucho en la comisión ardua, que le costó no menos que tres años de afanes. Al fin obtuvo que D. Francisco de Carvajal y Vargas, conde del Castillejo entonces, hiciera cesión de su privilegio, incorporándose a la Corona, bien que para indemnizarle se le otorgaron honores y tratamiento de grande de España; título honorario de Correo mayor de las Indias; exención del pago de lanzas y medias anatas por los títulos de conde del Castillejo y del Puerto; título de Castilla para los primogénitos de su casa; catorce mil pesos sencillos al año, pagados por terceras partes sin descuento alguno, anticipándosele toda la anualidad primera, y pudiéndose descargar la Hacienda de este gravamen con dinero efectivo o bienes raíces que produjeran igual suma; facultad para vender sus bienes vinculados en Indias sin pagar alcabalas, y para subrogar en la península su producto sin que a la entrada se le exigiera ningún derecho; redención del pago de doscientos pesos fuertes anuales consignados al Inquisidor decano de Lima por sus antecesores; siete mil pesos fuertes para su pasaje a España y el de su familia; seguridad de que sus tenientes y arrendatarios habían de ser mantenidos en sus puestos hasta que se cumpliera el tiempo de las respectivas escrituras, y auxilio del virrey, Audiencia y demás tribunales para la pronta cobranza de lo que se le adeudara en aquellas provincias. Por lo muy subido del precio, aun después de venir a transacciones, se puede calcular el grande valor de la alhaja, y por consiguiente lo trascendental de esta reforma administrativa.

No todas las providencias convenidas por los tres citados ministros en junta y aprobadas por el Monarca podían ser de aquellas que a semejanza de los correos marítimos mensuales, empiezan a ser provechosas desde el instante de ser promulgadas: con todo, adoptóse una de esta especie por Real decreto de 16 de octubre de 1765 permitiéndose libertad de comercio entre las islas de Barlovento y las provincias españolas. Así por dicha cesaron de un golpe los inconvenientes antiguos de concurrir a un solo puerto para despachar mercaderías a la Trinidad, la Margarita, Puerto-Rico, Santo Domingo y Cuba; islas que comenzaron a recibirlas abundantes de Granada por Málaga, del resto de Andalucía por Cádiz y Sevilla, de Valencia y Murcia por Alicante y Cartagena, de Aragón y Cataluña por Barcelona, de Castilla por Santander, de Asturias por Gijón y de Galicia por la Coruña. Abolido el derecho de palmeo, exigióse el seis por ciento de los géneros y productos españoles como derecho de salida, e igual cantidad como alcabala al desembarque; habiéndose de pagar lo mismo por las mercaderías de retorno. A la obligación costosa de acudir por licencia a la corte para que navegara cualquier buque, sustituyóse la muy sencilla de pasar el cargamento por las respectivas aduanas; y cada comerciante pudo elegir a su voluntad la época del viaje, los géneros que le parecieren de mejor despacho y el punto donde esperara mayor provecho. Con la única excepción de lo que recibieran de España, autorizóse también a las islas para el cambio mercantil de sus producciones particulares.

Aun cuando no se considere esta providencia laudable como preliminar de otra incomparablemente más fecunda y que se maduraba poco a poco, ya se concibe su importancia con decir que Puerto-Rico, Santo Domingo y la Margarita carecían de todo comercio, y que tanto el de frutos como el de ropas dependía en Cuba de las sobras de la flota de Nueva-España334. No maravilla, pues, que desde el instante y a una avanzaran en prosperidad la metrópoli y las colonias por consecuencia de irse quitando las grandes trabas que entorpecían el comercio desde la conquista del Nuevo Mundo. Por de pronto baste decir que la isla de Cuba, mantenida con ajena sustancia hasta 1765, y sacando muy luego a los mercados sus frutos, y especialmente sus azúcares y tabacos, rindió a nuestro país más productos que sus antiguos Estados de Italia, Flandes y Borgoña335.

Mientras se aguardaban todos los datos para perfeccionar la gobernación americana, se conseguía con disposiciones parciales facilitar el camino de las reformas. Digna es de ser citada la de la subida del sueldo de los virreyes a sesenta mil duros, que, unidos a otras legítimas obvenciones, les colocaron en proporción de tener el correspondiente boato y de dar ejemplo constante de moralidad y pureza.

Realmente las más de las innovaciones se debieron al marqués de Esquilache, que, bien intencionado de suyo, siempre solícito por ajustar sus actos a las miras de Carlos III, amante de gloria y deseoso de merecer bien de los españoles, se lisonjeaba de poder libertar a América de los rancios abusos de tres siglos en el breve término de tres años336.


 
 
Fin del tomo primero