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Historia general de la República del Ecuador

Tomo tercero

Libro tercero: la colonia (1564-1809)

La colonia: desde la fundación de la Real Audiencia, a mediados del siglo decimosexto, hasta la supresión temporal de ella, a principios del siglo decimoctavo (1564-1718)

Federico González Suárez

Imprenta del Clero (imp.)



Portada



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ArribaAbajoPrólogo

Principiamos a escribir en este volumen la Historia del Ecuador durante el gobierno de la colonia. Vamos, pues, a contar a nuestros compatriotas lo que fue ésta nuestra patria, en el espacio de doscientos cincuenta años, durante los cuales rigieron estas comarcas los soberanos de España, como reyes y señores naturales de ellas. El Ecuador de hoy nació a la vida civilizada en cuna castellana: su crecer y su formación fueron también bajo el pendón de Castilla: la vida social de nuestros mayores en ese dilatado espacio de tiempo va a ser el objeto de nuestra narración histórica en los volúmenes siguientes.

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Ésta es la tercera época de nuestra Historia: divídese en dos grandes períodos, que son, (como ya lo hemos dicho en otra parte), el primero, desde la fundación de la Real Audiencia, hasta la supresión de ella; y el segundo, desde que fue restablecida la Audiencia, hasta que se hizo la primera revolución en favor de nuestra emancipación política de España. Se extiende, pues, esta época desde 1564 hasta 1809: el primer período se prolonga desde 1564 hasta 1718; y el segundo termina en 1809.

Cada uno de estos períodos corresponde a un libro de nuestra Historia. El número de los capítulos de ellos varía, según la abundancia de los hechos que conviene referir en cada uno.

Los sucesos de toda la región oriental, tomando las cosas desde el descubrimiento y la conquista de ella, los trataremos por separado y ocuparán un libro entero de nuestra Historia.

Tal es la serie de nuestra narración.   —VII→   Continuaremos, pues, contando la historia de esta porción pequeña del mundo americano, que llamamos Ecuador. Hemos descrito, a grandes rasgos, lo que fue antes del descubrimiento: referimos los interesantes acontecimientos de la conquista, las encarnizadas guerras civiles, con que principió el gobierno de la colonia, y los primeros años pacíficos de ésta: tiempo es ya de que narremos los hechos que sucedieron y las vicisitudes por que atravesó la sociedad ecuatoriana, bajo el cetro de los monarcas españoles: ninguna narración puede ser más curiosa ni más instructiva que la presente.

Quito, mayo de 1892.

Federico González Suárez





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ArribaAbajoCapítulo primero

Fundación de la Real Audiencia


Deberes sagrados del historiador.- Una confesión y una protesta.- Necesidad de hacerlas al principio de la narración de la presente época de nuestra Historia.- Situación moral de la colonia.- Los vecinos de Quito solicitan la fundación de una Real Audiencia.- Cédula de fundación.- Límites que se le señalan.- Don Hernando de Santillán primer Presidente de la Audiencia de Quito.- Los primeros Oidores de ella.- Destierro del oidor Rivas.- Disposiciones del Presidente en favor de los indios.- El primer arcediano de Quito, don Pedro Rodríguez de Aguayo.- Sus trabajos y celo como Vicario Capitular durante la primera Sede vacante.- Sus desavenencias con el presidente Santillán.- Carácter de este personaje.



I

A mediados del siglo decimosexto, en toda la extensión del antiguo Reino de Quito, los indios habían depuesto las armas y desistido de toda tentativa de independencia, resignándose a vivir tranquilos bajo el yugo de los   —2→   advenedizos y terribles extranjeros; la conquista había, pues, terminado, y la colonia estaba definitivamente establecida: restaba tan sólo organizarla de una manera conveniente para su mejor conservación y engrandecimiento en lo futuro. Los vecinos de Quito, conociendo que nada era tan oportuno como la fundación de una Real Audiencia en esta ciudad, se reunieron en Concejo municipal, conferenciaron maduramente sobre el asunto y elevaron una petición al rey: acogida benignamente por Felipe Segundo la solicitud del Ayuntamiento de Quito, se resolvió la fundación de la Audiencia, y fue designado el primer Presidente de ella, a quien se dio el encargo de venir a establecerla. Hemos llegado, pues, al momento más importante en la vida de la antigua colonia, y nuestra narración va a reconstituir una época casi completamente ignorada, en el pasado de esta sección de la América española, que hoy se llama nación ecuatoriana.

La verdad es la única que honra al que la dice, y ella es también la única que da gloria a Dios: quien no tenga valor para confesarla, en vano pretenderá desempeñar el arduo ministerio de historiador. Diremos, pues, con toda sinceridad, lo que eran nuestros mayores, encomiando sus virtudes, y hablando de sus faltas, cuando éstas hayan influido de algún modo en el bienestar moral de la sociedad. Aquí no vamos a contar guerras estrepitosas, ni a referir empresas atrevidas: la vida sencilla de nuestros antepasados, en el recinto de una de las más modestas porciones del vasto imperio de España en América, he ahí lo que va a constituir el asunto de nuestra narración   —3→   en los siguientes libros de esta Historia general de la República del Ecuador.

Todo cuanto dijéremos estará apoyado en documentos dignos de fe: no hemos buscado sino la verdad, y la diremos, con llaneza, con lealtad: el silencio es un deber moral, cuando las acciones de los hombres han sido ocultas, y no han influido en manera alguna sobre las costumbres de sus contemporáneos. Pero, ¿remediaríamos, acaso, el mal que causaron los escándalos públicos de las personas consagradas a Dios, haciendo caso omiso de ellos en nuestra narración? Hay un escándalo mayor, y es el de cohonestar el mal o disimularlo, cuando su pestífera influencia se ha dejado sentir por varias generaciones, inficionando la atmósfera moral, en que por largo tiempo han respirado los pueblos. Grande es la satisfacción del historiador, cuando, levantado sobre las pasiones y firme en la justicia, desempeña fielmente su cargo de testigo de los tiempos, sin que deje de ser su narración luz de la verdad y magisterio de la vida.

Habían transcurrido ya más de setenta años desde que Colón descubrió el Nuevo Mundo: el continente americano había sido reconocido de un extremo a otro por viajeros intrépidos; estaban examinadas sus costas, surcados sus ríos y visitados sus bosques seculares: las tribus indígenas vencidas por el valor indomable de los conquistadores, estaban domeñadas, y reconocían el yugo de los poderosos extranjeros: se habían fundado ciudades, construido templos y erigido obispados: en las nuevas poblaciones se habían establecido municipios, y principiaban a desarrollarse   —4→   y prosperar notablemente varias industrias trasplantadas de la metrópoli por los colonos: la civilización europea había plantado su hogar enmedio de las razas indígenas vencidas y subyugadas, y en la inmensa extensión de la monarquía española, que señoreaba en ambos mundos, el sol no conocía ocaso jamás.

España había organizado el gobierno de sus colonias de América, dividiendo las Indias occidentales en dos grandes virreinatos: el de Méjico o de la Nueva España, en la parte del Norte; y el de Lima o el Perú para las regiones del Mediodía. Los virreyes tenían la suprema autoridad, en lo civil, en lo militar, en lo político y en lo puramente administrativo, y ejercían además una supervigilancia sobre las audiencias reales, establecidas en sus respectivos territorios. Lo judicial estaba reservado a las audiencias, cuyos presidentes, en el distrito de su tribunal, ejercían también, aunque con subordinación a los virreyes, una parte de esa autoridad casi omnímoda, que en mano de éstos había depositado el monarca de Castilla.

El territorio del antiguo Reino de Quito; una gran parte de las provincias que al norte del Carchi había conquistado Benalcázar; las extensas comarcas, que al otro lado de la cordillera oriental, habían explorado Gonzalo Pizarro y Alonso de Mercadillo; y los pueblos, que en lo más meridional de aquella región estaba fundando Juan de Salinas, pertenecían al virreinato de Lima; y de todos ellos se constituyó la Audiencia de Quito.

Durante los primeros años que siguieron a   —5→   la conquista, el imperio del Perú fue ensangrentado por guerras civiles, que se sucedieron casi sin tregua unas a otras; pues, apenas habían acabado de derribar el trono de los incas, cuando los conquistadores convirtieron contra sí mismos las armas, con que habían triunfado de los indios, y todo fue trastorno y desorden en la naciente colonia. Hernando Pizarro degolló a Almagro: el hijo del anciano Mariscal vengó la muerte de su padre, asesinando a Francisco Pizarro; vino Vaca de Castro y decapitó al joven Almagro; todavía estaba fresca en las llanuras de Chupas la sangre derramada en la primera guerra civil, cuando el ambicioso Gonzalo Pizarro volvió a encender la tea de la discordia, y de un extremo a otro del Perú se propagó el fuego de la rebelión: el degraciado Blasco Núñez Vela pereció en Quito, y Gonzalo Pizarro recogió del campo de batalla, no la herencia del poder que ambicionaba, sino un legado de desastres y de sangre, y al fin, recibió en Jaquijaguana el premio de sus fatigas, que se lo dio La Gasca por mano del verdugo.

Las guerras civiles de don Sebastián de Castilla y de Francisco Hernández Girón apenas fueron sentidas en estas provincias, merced a la enorme distancia que las separaba del teatro principal, donde estuvo empeñada la acción.- Treinta años cabales habían transcurrido desde que se fundó la ciudad de Quito; estaban fundadas Loja y Cuenca al Sur; Guayaquil y Portoviejo en la costa; Pasto, al Norte; varias poblaciones pequeñas como Latacunga, Ambato y Chimbo, en el centro; y tras la cordillera oriental, como puntos   —6→   avanzados de la civilización, estaban escalonadas en la montaña Baeza, Sevilla del Oro, Logroño, Zamora, Valladolid y Jaén de Bracamoros, más ricas en esperanzas para lo porvenir, que en comodidades y ventajas para lo presente. La población española había ido creciendo año por año; pues la benignidad del clima, la abundancia de alimentos y demás cosas necesarias para la vida y la condición pacífica de los indios atraían una considerable inmigración de colonos españoles, y la ciudad de Quito adquiría cada día mayor importancia, prometiendo llegar a ser con el tiempo una de las más considerables de la monarquía española en el Nuevo Mundo.

En aquellos tiempos remotos; cuando se formaba poco a poco en el suelo ecuatoriano la nueva colonia, la principal parte de la población, la constituían los indios, muchísimo más numerosos entonces que ahora; el número de europeos era todavía relativamente corto: las familias que los españoles habían formado estaban en la flor de la vida, y del abrazo de la raza europea con la raza americana iba brotando una generación, llena de vigor y dispuesta para lanzarse a empresas aventuradas. Muy distinta de la nuestra era, pues, la sociedad ecuatoriana en los primeros tiempos de la colonia.




II

El cetro español estaba en manos de los monarcas de la dinastía de Austria, cuando se verificó en Quito la fundación de la Real Audiencia. Carlos Quinto, abdicado el imperio, vivía retirado   —7→   en el monasterio de San Justo en Extremadura, y hacía ocho años ha que había principiado a reinar en España el célebre don Felipe Segundo. De los gobernantes del Perú, unos habían llevado el nombre y la autoridad de virreyes; y otros, con el título más modesto de presidentes de la Audiencia de Lima, habían ejercido la misma jurisdicción que los virreyes, investidos de idéntico poder. La tierra opulenta del Perú se mostraba funesta para sus gobernantes: de sus cuatro virreyes, dos habían perecido con muerte desastrada a manos de negros esclavos; y dos habían encontrado en Lima su sepulcro, falleciendo con muerte prematura.

El establecimiento de la Real Audiencia de Quito se llevó a cabo, durante el gobierno del licenciado don Lope García de Castro, sucesor del infortunado conde de Nieva, a quien ciertos nada honestos amores le granjearon una muerte sangrienta, a manos de un esposo ofendido. En 1560 se practicaron en Quito informaciones, a petición de Antonio Morán, procurador de la ciudad, para solicitar del monarca español la fundación de una Real Audiencia. ¿Qué razones aducían los vecinos de Quito? ¿Qué motivos alegaban para que fuera atendida su solicitud?

No era, por cierto, el mero deseo de engrandecimiento social, inspirado por la vanidad, sino un claro conocimiento de su condición moral la que estimulaba a los quiteños a solicitar el establecimiento de la Real Audiencia: el bien de la sociedad y el procomún exigían la fundación de un tribunal de justicia, que pusiera remedio a los abusos, que una consentida impunidad había engendrado   —8→   en la colonia. Muchos de los más poderosos vecinos eran soldados, que habían pasado la mayor parte de su vida en los campamentos, ocupados en conquistas o militando en las guerras civiles, y éstos en la tranquilidad monótona del hogar doméstico echaban de menos la libertad del ejército: los hijos de los conquistadores, enorgullecidos con los méritos de sus padres, habían venido a constituir en la colonia una clase social privilegiada, no por la ley ni por las instituciones políticas, sino por la condescendencia de los gobernantes y la debilidad de la autoridad: gozaban de abundantes patrimonios, eran servidos por gran número de criados sacados de entre los indios de sus encomiendas y repartimientos, tenían a sus órdenes negros esclavos, prontos a cumplir ciegamente la voluntad de sus amos, por criminal que fuese; disfrutaban de las comodidades de la vida, miraban con desdén toda otra profesión que no fuera la de las armas, y se sometían difícilmente a la autoridad. Los pleitos eran interminables, porque lo largo de los viajes a Lima, por caminos fragosos, sin puentes en los ríos, y faltos de toda comodidad, hacían que las apelaciones y demandas fueran costosísimas, y las sentencias demasiado tardías: los ricos eran los únicos que podían alcanzar justicia; los pobres preferían resignarse, en silencio, a padecer toda clase de pérdidas y de vejámenes, porque la justicia para ellos era como si no existiera.

Por otra parte, las relaciones de amistad de los gobernadores, de los corregidores y de los alcaldes con los encomenderos y con los vecinos   —9→   acaudalados, las acepciones de personas en pueblos, cuyos principales vecinos, ordinariamente habían vivido con los magistrados y los jueces en la vida expansiva de los campamentos; y los empeños y las condescendencias, tan comunes y fatales entonces como ahora, hacían punto menos que ilusoria la administración de justicia. No hay estímulo tan poderoso para la relajación de la moral pública como la debilidad de la autoridad; y, cuando se cuenta con la impunidad, hasta los hombres virtuosos se echan muchas veces por la resbaladiza pendiente de los escándalos. La necesidad de un tribunal de justicia y de una autoridad respetable se hacía, pues, sentir más y más cada día en la colonia.

El cabildo de Quito en su solicitud alegaba, que la ciudad y la provincia eran de muy buen temple, muy pobladas y abastecidas en abundancia de las cosas necesarias para la vida: decían además, que en Quito estaba establecida desde los primeros tiempos de la conquista la casa de fundición y que la Hacienda real gastaría en una Audiencia menos, que lo que gastaba en salarios de gobernadores. Esta representación se hizo el 4 de julio de 1560; y la cédula real, en virtud de la cual se fundaba en Quito el tribunal de la Audiencia, se expidió tres años después, en Guadalajara, el 29 de agosto de 15631.

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El distrito de la nueva Audiencia comprendía un territorio mayor, que el que actualmente posee la República del Ecuador; pues, por el Norte llegaba hasta el puerto de la Buenaventura; por el Sur, hasta Paita; por el lado del Oriente no se le señalaron límites determinados, dejándole abierto el campo para nuevos descubrimientos y conquistas; y por el Sudeste se le asignaron las provincias conocidas entonces con los nombres de gobernación de Salinas, Yahuarsongo y Jaén de Bracamoros: quedaban de esta manera encerradas dentro de los límites de la Audiencia de Quito las ciudades de Cali, de Buga y de Popayán en el territorio de Colombia, y las de Loyola y Jaén, que ahora pertenecen al Perú.

Abrazaba, pues, en lo eclesiástico, la extensión de dos obispados casi completos, el de Popayán y el de Quito; y partía distritos, por el Sur con la Audiencia de Lima, y por el Norte con las de Panamá y Santa Fe respectivamente.

Cuando se fundó la Real Audiencia, el territorio de lo que al presente es República del Ecuador estaba dividido en unas cuantas provincias o gobernaciones, la principal de las cuales era la de Quito. Extendíase la gobernación de Quito, en la región interandina, desde Almager hasta Loja; y en la costa, de Sur a Norte, desde el río de Túmbez hasta el de Esmeraldas: dentro de esta gobernación estaban los distritos municipales de las ciudades de Quito, Cuenca, Loja, Zamora, Guayaquil y Portoviejo. Las gobernaciones de Esmeraldas, de Quijos y de Yahuarsongo redondeaban y circunscribían el territorio de la Audiencia: había, pues, rigurosamente cuatro gobernaciones   —11→   dentro de los límites señalados a ésta. Las ciudades de Buga, Popayán, Cali y Pasto estaban sujetas en lo político y administrativo a los gobernadores de Popayán; pero, en lo judicial fueron desmembradas de la Audiencia de Bogotá e incorporadas en la de Quito2.

La gobernación de Quito era la más importante de las cuatro, porque en ella estaba la antigua ciudad, capital del reino, a que había dado su nombre; y era en cierto modo como la cabeza de las otras tres: de aquí la autoridad y prestigio de que gozaban sus gobernadores. Hasta que se fundó la Real Audiencia los gobernadores de Quito habían sido nombrados por los virreyes del Perú, y gozado de su destino por el tiempo que a cada uno le fue señalado por el virrey que lo eligió. Así, después de Gil Ramírez Dávalos fue nombrado Melchor Vázquez de Ávila, a quien   —12→   le sucedió el licenciado don Juan Salazar de Villasante. El último fue don Alonso Manuel de Anaya: pocos meses después de haber tomado posesión de su destino, se verificó la fundación de la Real Audiencia, pasando el Gobierno a los presidentes de Quito3.

La ciudad de Quito, donde debía establecerse la Audiencia, tenía en aquella época mil vecinos españoles y doscientas señoras también españolas. Tres conventos de frailes, dominicos, franciscanos y mercenarios; cuatro iglesias muy pobres y humildes, una capilla, llamada la ermita de Santa Bárbara, y una sola parroquia; eclesiástica, que era la de la iglesia Catedral.

La Audiencia, según la cédula de su erección, debía componerse de un Presidente y tres Oidores, un fiscal, dos notarios o escribanos y un portero.



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III

Resuelta la fundación de la nueva Audiencia y expedida al efecto la cédula, que la establecía y demarcaba sus límites, fue necesario elegir el Presidente y los primeros ministros de ella. El primer Presidente fue el licenciado don Hernando de Santillán: su título fue, firmado por el rey Felipe Segundo, en Monzón, el 27 de setiembre de 15634. Los primeros Oidores fueron, el doctor Francisco de Rivas y los licenciados Melchor Pérez de Artiaga y Juan Salazar de Villasante; el primer fiscal fue el doctor Pedro de Hinojosa.

Rivas y Salazar de Villasante eran miembros   —14→   de la Audiencia de Lima, y el primero estaba a la sazón en España, donde se encontraba también don Pedro de Hinojosa. El licenciado Artiaga era Oidor de la Audiencia de Santa Fe; y, antes que se pusiera en camino para venir a esta ciudad, se le privó de su cargo, y fue nombrado en su lugar el licenciado Pedro García de Valverde, fiscal de la misma Audiencia de Bogotá. Cuando llegó, pues, a Quito el primer Presidente y puso por obra la fundación de la Real Audiencia, ninguno de los ministros que debían componerla estaba en esta ciudad; pues aun el mismo Salazar de Villasante había regresado ya a Lima5.

El presidente Santillán llegó a Quito un día lunes, 17 de setiembre; y, al otro día; martes, 18, hizo la fundación de la Real Audiencia, principiando a despachar los asuntos él sólo, sin esperar a ninguno de sus compañeros. Digamos quién era el presidente Santillán, fundador de nuestra antigua Real Audiencia.

El licenciado don Hernando de Santillán,   —15→   primer presidente de la Audiencia de Quito, era natural de Sevilla, letrado de profesión y muy conocedor de las cosas del Perú, pues había residido no pocos años en Lima, desempeñando el cargo de Oidor de aquella Audiencia, antes había sido Ministro en la Real Cancillería de Valladolid. Como Oidor de la Audiencia de Lima, había tomado mucha parte en el gobierno del virreinato, y hasta ejercido el cargo difícil y comprometido de director de la guerra cuando la rebelión de Hernández Girón; entonces, ¡cosas de aquella época!, nuestro letrado había tenido como compañero en semejante destino al arzobispo Loaysa, empeñado malamente en dar pruebas de lealtad al soberano, desatendiendo los sagrados deberes de su ministerio pastoral, para ponerse al frente del ejército. El Arzobispo y el Oidor, cuyas profesiones pacíficas, los hacían incapaces del cargo que habían tomado, dieron a la tropa ocasión de reírse de ellos, cantándoles coplas en que se hacía burla de su poca vigilancia militar6.

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También había acompañado a don García de Mendoza en la visita, que por comisión de su padre el virrey de Lima, practicó en Chile, y allí había intervenido en los arreglos y medidas que se tomaron para fijar la tasa de los tributos y asegurar mejor su recaudación7.

La condición moral de la colonia en vez de mejorar empeoró al principio, con la fundación de la Audiencia. Pasados los primeros días de fiesta y regocijo, por el establecimiento del regio tribunal, comenzaron a experimentar los vecinos   —17→   grandes molestias y disgustos, a consecuencia de los defectos personales del Presidente y su falta de tino y de cordura. Llegó a Quito, fundó la Audiencia, y se mudó en otro hombre. Los puestos elevados, los cargos importantes suelen poner a los hombres en peligro de empequeñecerse cometiendo faltas, o en ocasión de engrandecerse, practicando virtudes: siempre se había manifestado vanidoso don Hernando de Santillán, irascible y poco conciliador, en la Audiencia de Lima había vivido en competencias con su colega, el doctor Bravo de Saravia; pero aquí en Quito, viéndose de Presidente, no quiso tener quien le fuese a la mano, y principió a conducirse como señor absoluto y único árbitro del gobierno de la colonia. Como traía la comisión de tomar residencia al licenciado Salazar de Villasante por el tiempo de su gobernación, le intimó que saliera de la ciudad y se constituyera lejos de ella, mientras se hacía pesquisa de su conducta; comenzó a recibir informaciones y a admitir quejas contra el residenciado, manifestando muy a las claras su intento, no de averiguar la verdad, sino de encontrarlo culpable. Salazar salió de Quito, y, tomando el camino de la costa, esperó en Portoviejo el término de su causa; y luego se embarcó para España, a defenderse en la Corte y sincerar su conducta ante su soberano.

El licenciado Rivas llegó a Quito después que el Presidente; y, apenas tomó asiento en el tribunal, cuando estalló la discordia: Santillán no disimulaba su pretensión de imponer su voluntad al Oidor, para gobernar sin freno alguno que le contuviera en la realización de sus propósitos;   —18→   pero su colega se manifestó independiente, desde el primer día, dividiose la ciudad en bandos: unos sostenían al Presidente, y otros apoyaban al Oidor. Los resentidos contra Santillán, los quejosos de sus resoluciones gubernativas en favor de los indios, los amigos de Salazar de Villasante, los que deseaban medrar lisonjeando al inquebrantable Rivas, se unieron para hacer oposición al Presidente; éste, a su vez, se vio rodeado y agasajado por los que buscaban fortuna, poniéndose al servicio de quien tenía mayor autoridad y podía conceder largas remuneraciones acercáronsele también muchos vecinos honrados, deseosos de llevar las cosas por mejor camino, procurando la concordia y el avenimiento; pero el Presidente cada día se mostraba más terco, y, dando de muy buena gana fáciles oídos a los que le llevaban noticias halagüeñas a sus deseos, se ponía inquieto y hacía aspavientos, manifestándose tanto más convencido de la verdad de los denuncios, cuanto más alarmantes y absurdas eran las noticias, que sus aduladores le llevaban: puso centinelas en su casa, requirió armas, hizo leva de gente y estacionó soldados en las salidas de la ciudad, alegando que quería reprimir la revolución acaudillada por su émulo Rivas, y diciendo que se prevenía contra los que se habían conjurado contra su vida, intentando asesinarlo.

Al fin, con estos pretextos redujo a prisión a su rival y lo sacó de Quito desterrado, remitiéndolo a España.

El cuitado oidor Rivas desde que salió de Quito hasta que se embarcó, no se sostuvo más   —19→   que con huevos asados, sin atreverse a tomar otro alimento, a causa de que un canónigo, confesor del presidente Santillán, le advirtió que se recatara, porque éste intentaba envenenarlo. Santillán, en efecto, se había confesado con el expresado canónigo pero dejó de tenerlo por su director espiritual, así que descubrió su no limpia conducta privada. Mas, resentido el eclesiástico por semejante desaire, se pasó al bando del oidor Rivas; y fue uno de los más calurosos adversarios del Presidente, llegando en su ciega venganza hasta el extremo de calumniar a su antiguo penitente. Feo escándalo en un sacerdote: tanto se ciegan los ojos del ánima una vez encendidas las pasiones.

Mas, apenas se hubo embarcado en Guayaquil, cuando el anciano y achacoso Oidor murió a bordo del navío que lo llevaba a Panamá. Su salud débil, su edad avanzada, los disgustos del ánimo y las molestias del viaje pusieron término a la vida del triste letrado, y su émulo y perseguidor se quedó solo en la Audiencia, como lo había pretendido. Pero la pronta muerte de su colega le desazonó, clavándole en lo secreto de su conciencia el aguijón del remordimiento. Santillán se había quitado de en medio un estorbo para su autoridad; pero el desgraciado Rivas dejaba en Lima una viuda, que levantó contra el enemigo de su esposo su voz y la hizo oír en el Real Consejo de Indias, pidiendo justicia8.

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Era tan extremada la indiscreción del Presidente, que manifestaba, al mismo tiempo, suma autoridad y grande miedo: puso centinelas apostados en todos los caminos, para estorbar toda comunicación de Quito con España y con Lima; a todo transeúnte se le registraba, para descubrir si llevaba cartas, y sucedió que a Lucero, uno de los fiscales, de quien se sospechaba que escondía una representación para el Virrey, se le desnudara completamente, sin miramiento alguno a su   —21→   dignidad. Tantas precauciones revelaban mala conciencia y no poco recelo de que sus hechos llegaran a conocimiento de quien pudiera y debiera castigarlos.

El fiscal Lucero murió repentinamente pocos días después, sin que nadie supiera la causa: en tan oportuna muerte, ¿tuvo parte el presidente Santillán, como se creyó entonces? ¡La historia no puede absolverlo ni condenarlo! Su intervención arbitraria en los concejos municipales, cuyos miembros elegía por sí mismo; el nombramiento de comisionados para visitar los pueblos y formar procesos contra los párrocos y doctrineros, y la remoción de algunos de estos, hecha por la autoridad del Presidente, sin conocimiento del Vicario Capitular, manifiestan que Santillán quería gobernar sin respeto ninguno a las leyes y ordenanzas reales, dictadas por los soberanos de Castilla para el régimen y administración de sus dominios de América. La usurpación de la jurisdicción eclesiástica le condena, como irrespetuoso a las leyes de la Iglesia. Tan revueltos fueron los principios de su gobierno en la recién fundada Audiencia.

Mas, mientras el Rey tiene conocimiento de la manera de proceder de Santillán, veamos lo que pasaba en la colonia.

Una vez libre de rivales, convirtió el Presidente toda su atención al régimen de los pueblos, procurando establecer orden y concierto en la administración. Los indios fueron el principal objeto de su solicitud. Santillán estaba muy lejos de ser cruel; antes tenía un corazón naturalmente compasivo, y la misma vanidad que le cegaba   —22→   y entontecía haciéndole abusar de su autoridad para con los españoles, le impulsaba a ser benévolo para con los míseros indios. Santillán fue quien puso la mano, y con vigor, en el arreglo de los repartimientos, moderando los excesos en el trabajo, tasando con justicia la retribución y haciendo regresar a sus hogares a los que habían sido llevados por fuerza al penoso laboreo de las minas. Con este motivo decayeron completamente las minas de oro, que se trabajaban en el río de Gualaseo (llamado entonces río de Santa Bárbara), en el territorio de Cuenca, y a las que tanto impulso había dado Salazar de Villasante.

Santillán trabajó también en la composición y mejora de los caminos públicos, y aun logró ver rodar algunas carretas empleadas en el tráfico de los pueblos próximos a la capital. Mas este letrado, para quien no era indiferente el bien del pueblo, adolecía, por desgracia, de la manía de romper la paz y concordia con los vecinos y con los Prelados eclesiásticos. Tan celoso era de su autoridad, que no quería que otros ejercieran independientemente ninguna.

La Audiencia se fundó en Quito poco después de la muerte de nuestro primer Obispo y cuando duraba todavía la primera Sede vacante. La completa narración de los hechos exige que recordemos aquí cuál era el estado de las cosas eclesiásticas en la colonia, al tiempo en que se verificó el establecimiento de la Real Audiencia de Quito y la llegada de su primer Presidente.

Ya hemos referido, en el Libro anterior de nuestra Historia, cómo a la muerte del Ilmo. don Garcí Díaz Arias, primer obispo de Quito,   —23→   fue elegido Vicario Capitular en Sede vacante el arcediano, don Pedro Rodríguez de Aguayo, quien hacía, por lo mismo, dos años ha que estaba gobernando el Obispado, cuando se fundó en Quito el tribunal de la Real Audiencia.

Era don Pedro Rodríguez de Aguayo hombre caballeroso y magnífico: edificó en Quito para su morada una casa muy elegante y vistosa, la primera que hubo de semejante estilo en esta ciudad; y en todo le gustaba tratarse no sólo con decoro, sino con ostentación. Este sacerdote fue quien construyó desde los cimientos la primera iglesia Catedral de piedra; pues la primitiva iglesia era de tapias, con cubierta de paja; él mismo en persona subía a la cantera, y bajaba trayendo sobre sus espaldas las piedras para el edificio, en cuya construcción hacía trabajar a sus propios esclavos, estimulando de esta manera a los fieles y dándoles ejemplo de fervor en el servicio divino. La primera custodia u ostensorio de plata que tuvo la Catedral fue también obsequio de este mismo Vicario, quien aplicó a semejante obra todas las multas pecuniarias con que eran penados así los eclesiásticos como los seglares en el tribunal de la Vicaria Capitular.

Antes que se estableciera la Audiencia había solido el Vicario Capitular (llevado, sin duda ninguna, de su celo por la moral pública), arrogarse atribuciones de la autoridad civil, y perseguir y castigar delitos que no pertenecían a su jurisdicción, alegando para ello que los jueces seculares eran remisos en cumplir su deber; pero semejante modo de proceder agravaba en vez de remediar el escándalo, porque motivaba frecuentes   —24→   reyertas entre las dos autoridades, con mayor detrimento de la moral del pueblo. Una disputa de jurisdicción entre don Pedro Rodríguez de Aguayo y el gobernador Salazar de Villasante dio ocasión a que el primero fulminara un entredicho personal contra el segundo. Exacerbadas las pasiones, ambos contrincantes se injuriaron recíprocamente; y en sus escritos han quedado las acusaciones, con que ambos deshonraron su nombre ante la posteridad.

Nuestro Arcediano se adhirió calurosamente más tarde al bando del oidor Rivas, y volvieron los celos de autoridad y las discordias con el presidente Santillán; así es que, cuando era más necesaria que nunca la buena armonía entre las dos autoridades, que debían trabajar de mutuo acuerdo por el bien de la naciente colonia, una miserable rivalidad perturbó la paz; y donde debiera aconsejar solamente la prudencia, no se oyeron otros reclamos sino los de la más antojadiza vanidad.

Sucedió que un clérigo hablara mal del Presidente: súpolo Santillán y lo mandó poner preso, dando a la prisión grande ruido y aparato; hizo luego amontonar leña en la plaza, anunciando que iba a entregar a las llamas y quemar vivo al delincuente, por haberse desacatado de palabras no sólo contra el representante de su majestad, sino, lo que era todavía más escandaloso, contra el mismo Rey, de quien había hablado, sin el debido respeto. El Arcediano reclamó al preso y esto fue ocasión para nuevos y más ruidosos disgustos. ¡Hablar mal del Rey! ¿no es un sacrilegio, que ha de castigarse con el fuego? -decía el ceremonioso Presidente.

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Santillán andaba armado, iba al tribunal ceñido de espada, con una capa redonda, corta; y hasta en sus más insignificantes acciones se echaba de ver el anhelo de ostentar autoridad. El Vicario Capitular tampoco quería ceder un punto, ni su carácter altivo le permitía adoptar medidas de templanza y mansedumbre; así, los bandos, en que estaban divididos los vecinos de Quito, eran cada día más encarnizados. En una ciudad pequeña, donde reñían tan escandalosamente ambas autoridades, la discordia entre los vecinos crecía, tanto más, cuanto, en la uniforme vida colonial de entonces, las desavenencias entre el Presidente de la Audiencia y el Vicario Capitular del obispado eran los únicos asuntos en que podía ocuparse seriamente la desahogada atención de los quiteños.





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ArribaAbajo Capítulo segundo

El presidente Santillán y el obispo Peña


Don Fr. Pedro de la Peña segundo obispo de Quito.- Noticias acerca de este Prelado.- Es consagrado Obispo.- Toma de posesión del obispado.- Visita de la diócesis.- Fundación de varios pueblos de indios.- Publicación del Concilio de Trento.- Contradicciones que padeció el obispo Peña en esta época de su gobierno.- Su celo pastoral para con los indios.- Opiniones heréticas del Guardián de San Francisco.- Reforma del clero y del Cabildo eclesiástico.- Desacuerdo entre el presidente Santillán y el Obispo.- Viene el oidor Loarte a tomar residencia al Presidente.- Don Hernando de Santillán es privado del cargo de Presidente.- Regresa a España.- Abraza el estado eclesiástico y es elegido arzobispo de Charcas.- Su muerte.- Fundación del Hospital de caridad en Quito.



I

Casi cuatro años enteros estuvo vacante el obispado de Quito, después de la muerte de su primer Obispo, el Ilmo. señor don Garcí Díaz Arias, hasta que vino su sucesor el Ilmo. señor don Fr. Pedro de la Peña, religioso de la Orden de Santo Domingo.

Fue el Sr. Peña natural de Covarrubias en Castilla la vieja: tuvo por padres a Hernán Vázquez y a doña Isabel de la Peña; vistió el hábito de religioso dominico en el convento de San Pablo de Burgos, y profesó a 3 de marzo de 1540. Poco tiempo después de ordenado de sacerdote, vino a Méjico, donde vivió algunos años con fama   —28→   de teólogo profundo y predicador distinguido: enseñó con mucho aplauso las ciencias sagradas en la Universidad de la misma ciudad y ocupó en su Orden los cargos más honrosos, entre otros, el de Provincial de la provincia dominicana de Méjico, y por comisión del Virrey fue Visitador de Nueva Galicia9.

Hallábase el señor Peña en el célebre colegio   —29→   de San Gregorio de Valladolid, cuando por aquella ciudad pasó de camino para la Nueva España el virrey don Luis de Velasco, y se lo trajo consigo, tomándolo por su director espiritual, en atención a sus muchas letras y virtud. Una vez en Méjico, tuvo gran parte en fomentar los estudios y trabajó no poco en pesquisar los errores que había principiado a sembrar contra la doctrina católica Fr. Juan Ferrel, religioso de la misma Orden de Predicadores. Enseñaba este fraile que la Sede Apostólica se había de trasladar dentro de breve tiempo de Roma a Méjico, y que esta última ciudad tenía de llegar a ser la Metrópoli y cabeza de toda la cristiandad: con este motivo vaticinaba la fortuna, que estaba reservada a algunas familias de Méjico, las cuales, según los pronósticos del iluso religioso, habían de llegar a ser ricas y muy poderosas. Sobre este mismo tema había escrito un libro, y dádole a leer a varias personas, con lo cual traía inquietos y perturbados los ánimos de los crédulos vecinos. El fraile fue preso y remitido a la Inquisición de España; pero murió en el camino, porque naufragó el buque en que era llevado a la Península.

Durante su residencia en Méjico hizo el P. Peña dos viajes consecutivos a Europa: el primero, para asistir como Provincial de la provincia dominicana de Santiago, al Capítulo general, que su Orden celebraba en Roma; el segundo, como Procurador de su comunidad, en compañía de los procuradores, que las comunidades religiosas establecidas en Nueva España enviaban a gestionar ante el Consejo de Indias asuntos relativos   —30→   a sus intereses así espirituales como temporales. En esta ocasión fue cuando pasó a Inglaterra, para hablar personalmente con el rey Felipe Segundo, que a la sazón se hallaba en Londres10.

El célebre rey Felipe II tenía de nuestro religioso tan alto concepto que, cuando recibió la noticia de la muerte del primer obispo de Quito, nadie le pareció más a propósito, que el P. Peña para organizar esta diócesis recientemente erigida, y así lo presentó al Papa para Obispo de ella: antes había sido presentado para el obispado de la Vera Paz en Centroamérica. Pío IV, que gobernaba entonces la Iglesia Católica, lo preconizó el día 22 de mayo del año de 1565. El 18 de octubre de ese mismo año fue consagrado en Madrid, en la Basílica de Nuestra Señora de Atocha, por el arzobispo de Santiago de Compostela y los obispos de Segovia y de Guadix. Vino a su diócesis por Guayaquil, y desde Chimbo, donde salió a darle la bienvenida a nombre del Cabildo eclesiástico el canónigo maestrescuela Antonio Fernández, confirió el poder de tomar posesión del obispado al presbítero Martín Fernández de Herrera, vecino de la ciudad de Cuenca. El comisionado se presentó al Cabildo eclesiástico en la iglesia Catedral, un sábado por la mañana, después de los divinos oficios, el 27 de abril de 1566; y, mostrando el poder que tenía del Ilmo. señor   —31→   Peña, la Bula del Papa Pío IV, por la cual era instituido Obispo de la Iglesia de Quito, y el testimonio de la consagración, recibió el obispado y se hizo cargo de la jurisdicción hasta la llegada del Prelado, la cual, sin duda, se verificó pocos días después.

Curiosas y dignas de referirse fueron las ceremonias, con que el Cabildo eclesiástico dio posesión del obispado al clérigo Martín Fernández de Herrera. Leídos en el coro de la iglesia Catedral todos los documentos con que aquél hizo constar su comisión, los Canónigos los examinaron atentamente y como los reconocieron auténticos, en señal de reverencia y acatamiento, se los pusieron sobre la cabeza: luego en la silla episcopal, colocada bajo de un dosel, hicieron sentar al representante de la persona del nuevo Obispo: la silla estaba, por medio de un estrado, levantada sobre las demás, delante tenía una mesa, cubierta con un paño de seda carmesí, y dos almohadones o cojines, uno puesto encima de ella y otro tendido en lo bajo para descansar los pies. Por breve rato estuvo sentado en la silla el representante: después salió del coro, y, acompañado de todo el clero, subió al altar mayor, donde el Canónigo Tesorero le presentó la llave del sagrario, en que estaba depositado el adorable Sacramento de la Eucaristía; el representante tomó la llave, abrió con ella el sagrario, reconoció el Sacramento y la entregó al cura de la parroquia de la ciudad, que estaba allí presente; del altar mayor bajaron a la sacristía; el apoderado entró, cerrando las puertas tras sí; luego las abrió y, saliendo fuera, las tornó a cerrar y echándolas llave, entregó las   —32→   llaves al Sacristán Mayor, con lo cual se terminó la ceremonia. El presbítero Fernández de Herrera arrojó al pueblo, que había acudido a la iglesia, puñados de pedacitos de plata, porque en aquella época en Quito no la había todavía acuñada, a lo menos en abundancia. Se hallaron presentes a la función muchas personas notables y ente ellas don Hernando de Santillán, Presidente de la Real Audiencia, muchos clérigos y religiosos de los conventos de la ciudad y Fr. Jodoco, guardián de los Franciscanos, de quien hace especial mención el Acta del Cabildo celebrado aquel día11.

Grandes eran las necesidades de la recién formada colonia, y mayores las de la vasta diócesis que venía a regir el Ilmo. señor Peña. La iglesia Catedral, principiada a construir por el arcediano Rodríguez de Aguayo, no se había concluido todavía, y además se hallaba muy pobre de paramentos sagrados. La primera obra que emprendió, pues, el nuevo Prelado fue la construcción de la iglesia Catedral, que después de pocos años logró ver terminada. La obra debió ser sencilla y sólida, más bien que grandiosa. Llamó a consulta a los Canónigos, les pidió consejo sobre la manera de encontrar recursos para   —33→   proveer de paramentos sagrados a la Catedral, y con el dictamen del Cabildo, disminuyendo el salario de algunos empleados, proporcionó recursos a la fábrica de la iglesia: hizo traer de Guayaquil una campana, del peso de siete quintales y medio, la cual costó mil pesos, fuera de la conducción. Esta campana parece que fue traída fundida desde España para venderla en el Perú. Promulgó sabios reglamentos para el servicio del templo y cumplimiento del Oficio Divino; cuidó diligentemente de la buena administración de las rentas eclesiásticas y vigiló que se cumpliesen con todo escrúpulo las misas de las capellanías, que los devotos, ya desde entonces, habían fundado en la iglesia Catedral.

Arregladas y puestas en buen orden las cosas de la ciudad, extendió su solicitud el digno Pastor a las necesidades de la dilatada grey, confiada a su cuidado. Salió, pues, a la visita de su diócesis y la recorrió toda. La diócesis de Quito comprendía entonces un territorio mucho más extenso que el que ahora tiene la República del Ecuador, pues, por el Norte, iba hasta más allá de Pasto; por el Sur se extendía hasta los despoblados de Trujillo; hacia el Oriente no tenía términos conocidos, porque abrazaba los dilatados territorios de Canelos y Quijos, y por Occidente le servía de límite el mar Pacífico. El Prelado la fue visitando toda y en todas direcciones: bajó hasta la costa, recorrió los puntos más apartados por ambos extremos y se metió por Macas hasta lo más retirado de las regiones orientales. Causaba admiración ver a un anciano, de más de sesenta años de edad, con los vestidos empapados   —34→   por la lluvia, con pobre y escaso alimento, andando, muchas veces a pie, por aquellas montañas, donde no había sendero conocido. Cierto día, embarcado en una canoa, sin más compañía que la de dos indios que iban remando, bajaba el virtuoso Obispo, por uno de esos ríos sin nombre, que arrastran sus aguas por aquellas llanuras y selvas desconocidas, cuando, volcándose de repente la canoa, cayó al agua y se habría ahogado sin remedio, si los mismos indios no le hubieran sacado a la playa, salvándolo de la corriente que ya lo arrebataba. Tres días enteros, con los hábitos mojados y sin más alimento que yerbas y raíces silvestres, anduvo perdido, vagando por aquellas soledades, hasta que unos indios avisaron a los familiares el paradero del Obispo, para que acudiesen a socorrerle. Débil y extenuado de fatiga, apenas tenía fuerzas para caminar. En estas laboriosas, y verdaderamente santas visitas, el señor Peña administró el Sacramento de la Confirmación y aun el del Bautismo a millares de indios12.

De vuelta a Quito, se ocupó en remediar las necesidades que la experiencia le había hecho conocer durante la visita; y los indios llamaron especialmente, su atención y fueron el objeto predilecto de su solicitud pastoral. Pocos pueblos se habían fundado en esa época, y los indios vivían derramados en partes muy distantes y separados   —35→   unos de otros: las poblaciones antiguas, formadas antes de la conquista, eran muy pocas y se hallaban situadas en lugares muy escabrosos, donde los indios habían buscado, más bien que las comodidades para la vida, los medios de defensa contra sus enemigos en las guerras continuas, que unas tribus se hacían a otras en los tiempos de su gentilidad. El señor Peña trabajó en reducirlos a vivir congregados formando pueblos; a fin de adoctrinarlos e instruirlos, así en la religión cristiana, como en las artes necesarias para la vida. Púsose, para esto, de acuerdo con el Presidente de la Real Audiencia y, provisto de la competente autorización del Rey, escogió los sitios que le parecieron más a propósito para fundar pueblos, y allí procuró establecer las familias de los indios, dándoles terrenos, donde pudieran sembrar, y ejidos, para que pastoreasen sus ganados. Cada pueblo tenía en contorno una legua de terreno, y a los españoles se les prohibió formar estancias, y hacer casas en los terrenos asignados a los indios. Por el espacio de un año, mientras estaban ocupados en construir la iglesia parroquial y fabricar sus propias viviendas, fueron exonerados del pago de tributos. Fue, pues, el Ilmo. señor Peña haciendo reducciones y congregando pueblos, y de las familias derramadas por las sierras, ordenaba poblaciones, enseñando a los indios lo político a vueltas de lo cristiano13.



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II

Terminado felizmente el Concilio de Trento el año de 1563, fue aceptado en los reinos de España; y Felipe Segundo dispuso que fuese observado y guardado como ley inviolable en todos sus dominios de América. Recibiose en Quito la cédula real, y el obispo Peña se preparaba a hacer con toda solemnidad la publicación del Concilio: escogiose para la ceremonia un día domingo, acudió el pueblo a la iglesia catedral, y habían principiado ya los Divinos Oficios, cuando notó el Obispo que entre los concurrentes estaban también ciertos excomulgados, a los cuales mandó salir al instante, haciendo suspender las funciones sagradas hasta que los excomulgados se retiraran del templo. Oyendo el presidente Santillán la orden del Obispo, se indignó, y, al punto, se salió de la iglesia precipitadamente, protestando que no volvería a entrar jamás en ella, porque lo habían desairado. El Presidente no estaba excomulgado, ni el Obispo había faltado en lo más mínimo a los miramientos que a su dignidad se debían14.

Nuevos escándalos volvió a dar más tarde el impetuoso Presidente, con motivo de la vigilancia del Obispo en cumplir por su parte y hacer observar los decretos del Tridentino. Debía leerse en la iglesia de San Francisco un auto del Obispo, por el cual recordaba a los superiores regulares que   —37→   no podían confiar el cargo de curas sino a los religiosos, a quienes el mismo Obispo hubiese aprobado y declarado idóneos para ese ministerio. El notario de la Curia eclesiástica pidió permiso al P. Custodio para publicar el auto del Obispo: dióselo de buena gana el Custodio; mas, aún no había principiado la lectura, cuando Santillán, que estaba aquel día oyendo misa en la iglesia de San Francisco, se levantó de su asiento y advirtió al Custodio que no consintiera que se leyera el auto: oír el Custodio la insinuación del Presidente y precipitarse contra el notario, arrebatarle de las manos el papel y hacerlo pedazos todo fue uno; el notario, sin saber lo que le pasaba, dio gritos reclamando su auto; el Custodio alzó más la voz y le mandó salir de la iglesia: perturbose el pueblo, se formó escándalo; el Presidente intimó al notario que saliera al instante del templo, y la autoridad episcopal quedó aquel día públicamente burlada. No fue éste el primero ni el único desacato que contra su autoridad padeció el señor Peña.

Se había trazado el Obispo un plan de conducta severo en punto a sus obligaciones pastorales, y lo observaba escrupulosamente. No sólo predicaba él mismo en persona, sino que confesaba, administraba el sacramento del matrimonio, y bautizaba con sus propias manos a los indios: todos los domingos y días de fiesta los reunía en la plaza de Quito, a las siete de la mañana; hacía rezar la doctrina cristiana y celebraba el Santo Sacrificio, al aire libre, porque la muchedumbre de indios era tanta que no había iglesia donde pudiesen caber: después les predicaba en presencia   —38→   del Obispo algún eclesiástico de los que hablaban con perfección la lengua general del Inca. Este celo le proporcionó frecuentes contradicciones por parte de los religiosos franciscanos, porque éstos impedían a los indios la concurrencia a las exhortaciones del Obispo, reteniéndolos en su propia iglesia. Prohibió también el Obispo ciertas farsas religiosas, que, para entretenimiento de los indios, celebraban los mismos franciscanos, y luchó con ellos exigiéndoles que moderasen las fiestas y las procesiones que solían hacer con demasiada frecuencia. Quería el Obispo que los indios entendieran la doctrina y practicaran las enseñanzas del Evangelio, por convencimiento; y así cercenaba en el culto todo lo que contribuía a la disipación y al esparcimiento exterior, con peligro para las buenas costumbres.

Bien convencido se manifestaba el señor Peña de que la buena intención y la piedad, sin la ciencia, no pueden bastar al sacerdote para desempeñar como conviene el importantísimo ministerio de maestro y director de los pueblos. Fundó, pues, en su misma casa uno como bosquejo o ensayo de Seminario, abriendo dos clases, una de Gramática latina, y otra de Teología moral, cuya dirección encargó a dos sacerdotes competentes: hasta los religiosos de los tres conventos que había entonces en Quito acudieron a la clase de Teología, en la cual se presentaba muy a menudo el Obispo, para estimular con su presencia a los estudiantes15.

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Sucedió, por aquel tiempo, un hecho bastante curioso, y que alarmó al Obispo, a los eclesiásticos y a los fieles de la ciudad.

El lunes antes de la Ascensión, primer día de rogativas, fue la procesión a la iglesia de San Francisco, y predicó Fr. Juan Cabezas de los Reyes, Guardián del convento en aquella época. Sostuvo el predicador que la oración hecha en pecado mortal era desagradable a Dios, porque era un nuevo pecado; y que a los pecadores obstinados no les aprovechaban las oraciones de los justos, aunque las ofrecieran por ellos. Era el P. Cabezas varón grave entre los suyos y gozaba, de la reputación de muy docto: su sermón causó grande escándalo y se alarmaron las conciencias, pues no era ésa la primera vez que el Guardián había enunciado proposiciones heréticas, absurdas y malsonantes en sus sermones: en su plática de rogativa había sostenido los mismísimos errores de Lutero sobre la gracia y la justificación.

Inmediatamente instruyó el Obispo un sumario sobre las opiniones emitidas por el P. Cabezas de los Reyes en sus pláticas y en sus conversaciones privadas y se le probó que había sostenido las siguientes aseveraciones, a cual más errónea y escandalosa.

Primera.- Que Dios había dado a nuestro primer padre Adán todos cuantos bienes y gracias naturales y sobrenaturales podía darle.

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Segunda.- Que los escribas y fariseos habían tentado a Jesucristo con sutilezas y estratagemas, de las cuales el Redentor no pudo escaparse.

Tercera.- Que la gracia se concede solamente por medio de la Virgen Santísima.

Y cuarta.- Que era pecado más grave el cometido con viuda, que el cometido con mujer soltera.

Entre tanto, muchas personas timoratas de Dios habían acudido al Prior del convento de Santo Domingo y le habían rogado que combatiera los errores del padre Reyes, y expusiera la sana doctrina en el sermón que debía predicar el miércoles, último día de rogativas en la iglesia del Hospital. Comprometiose a hacerlo así el Prior, porque el fraile franciscano insistía, sosteniendo con tenacidad sus opiniones; y lo más curioso del caso era que el Guardián aseguraba, que en favor de seis opiniones estaban no sólo autores de nota, como Medina, Ledesma y Adriano, sino el mismo Santo Tomás y San Juan Crisóstomo.

Recusó al Obispo y le negó su jurisdicción, alegando los privilegios canónicos de los mendicantes, y además que el Obispo era su enemigo personal. No obstante, el juicio se terminó y el fraile fue constreñido a reconocer y retractar sus errores; explicó difusamente la primera proposición, haciendo de ella errados comentarios: reconoció la segunda y la tercera, diciendo que eran un lapsus linguae, y se manifestó terco en sostener la cuarta, como la única doctrina verdadera; por lo cual se le retiraron para siempre las licencias de predicar y se le condenó a destierro perpetuo   —41→   de América, mandándole presentarse dentro de un plazo fijo ante la Inquisición de Castilla, a cuyo tribunal había apelado. Empero el día menos pensado desapareció de Quito, tomando el camino del Norte, por donde fugó, disfrazado de fraile de la Merced.

El P. Fr. Juan Cabezas de los Reyes, pariente del presidente Santillán, era hombre de genio inquieto y turbulento: vivía reñido con su misma comunidad, y, cuando se dejaba arrebatar de la ira echaba mano a una daga, con la cual había acometido a uno de sus propios súbditos, en los claustros de su convento. Libre en palabras y muy suelto de lengua, había hablado contra el Obispo de una manera escandalosa, negándole todo derecho y jurisdicción. Así, al celoso obispo de Quito se le presentaban tropiezos, donde menos motivos tenía para esperarlos16.

Empero las contradicciones no embotaron   —42→   los aceros de su energía pastoral, y puso mano en la reforma de costumbres de su clero, procurando extirpar de raíz antiguos y tolerados escándalos. Exigió apretadamente, que los clérigos despidieran de sus casas a toda persona, cuyo trato pudiera dar justo motivo de desedificación a los fieles: no consintió que los hijos de sacrilegio vivieran en el mismo hogar que sus padres y, reprobaba la conducta de aquellos desgraciados, que perpetuaban en el pueblo su deshonra, dando a sus hijos un apellido, que recordaba, sin cesar, el pecado de sus padres.

Mas (la vergüenza cubre nuestro rostro al referirlo), los eclesiásticos de jerarquía inferior obedecieron dócilmente al Prelado; pero los canónigos resistieron y le presentaron un manifiesto en el cual decían, que aquella estrictez no era ya buena para estos tiempos, y que los cánones del Tridentino y los estatutos del Sínodo provincial de Lima habían prescrito cosas superiores a lo que podía dar de sí la flaqueza humana; alegaban además, que en el Sínodo limense del arzobispo Loaysa no había sido representado el cabildo de Quito, y que el de los charcas había protestado, y concluían declarando que los peticionarios se adherían también a la protesta de los de charcas. El Obispo rechazó la representación calificándola de impertinente, y se manifestó inflexible en hacer cumplir sus decretos. La misma flaqueza de la humana naturaleza, dijo, el escándalo de los fieles, la santidad del estado sacerdotal y las condiciones especiales del obispado, tierra nueva, donde a españoles y a indios les es necesario recibir buenos ejemplos, todo   —43→   nos obliga a vigilar por la moral de nuestro clero.

Procediendo con santa energía en asunto de tanta trascendencia, retiró las licencias de confesar al bachiller don Bartolomé Hernández de Soto, deán de la Catedral de Quito: abusaba el Deán de las confesiones de los enfermos, para hacerse nombrar albacea y dejar legados de misas tan crecidos, que le era imposible cumplir en toda su vida. Otros asuntos más graves le obligaron a poner en la cárcel a este sacerdote, y a tenerlo preso por algún tiempo. Asimismo, en la cárcel y oprimido con grillos, se vio en la necesidad de conservar al canónigo Antonio Ordóñez de Villaquirán, a quien las patrullas que hacían la ronda de la ciudad por la noche, lo habían sorprendido varias veces en traje de secular, con espada al cinto, en criminales devaneos con personas, cuya fama de moralidad era muy dudosa. Y estas excursiones nocturnas eran las menos escandalosas de las faltas del Canónigo Villaquirán, pues se le acusaba de cosas aún mayores. ¿En qué habrá pecado Quito, decían en Tierra firme y Panamá, cuando supieron que Villaquirán, había sido nombrado canónigo de esta Catedral?

El preso interpuso recurso de fuerza ante las Audiencia contra el Obispo, y los Oidores lo mandaron poner en libertad, dejando burlada la autoridad del Prelado17.

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Ni fue este Canónigo el único con quien tuvo que emplear medidas de rigor el señor Peña. El Tesorero, don Leonardo de Valderrama, aunque ya anciano, conservaba todavía, no obstante, algunos resabios de la libertad de los cuarteles militares, en que había pasado su juventud. Don Leonardo de Valderrama era natural de la villa de Morón en Andalucía, y había militado en Lombardía; ordenose de sacerdote en Capua y obtuvo un canonicato en Bari, ciudad de la Pulla en el reino de Nápoles; regresó a su patria y de allí vino a América, provisto de la dignidad de Tesorero de la Catedral de Quito; mas no residió aquí sino en el Cuzco, donde en breve tiempo se enriqueció considerablemente. Acompañó después a don García de Mendoza a la expedición de Chile, y allí gastó toda su hacienda: pobre ya y viejo, vino a pasar lo postrero de su vida, sirviendo el beneficio eclesiástico que se le había concedido en esta Catedral, y aquí lo encontró el Señor Peña, y su oportuna severidad lo trajo a mejor género de vida.

En aquellos tiempos, cuando estos pueblos estaban formándose, no era extraño que en los coros de las catedrales recientemente erigidas tomaran asiento eclesiásticos sin vocación, que venían al Nuevo Mundo en busca de riquezas: el   —45→   patronato de los reyes de España era omnímodo, y los nombramientos recaían no pocas veces en sacerdotes indignos; pero, si la relajación de costumbres nos contrista, el celo y la entereza del Obispo no pueden menos de consolarnos.

Deseoso el señor Peña de evitar nuevas contradicciones de parte del presidente Santillán, cuyo carácter impetuoso y dominante tenía bien experimentado, se ausentó de la ciudad y se ocupó en recorrer los campos, practicando la visita pastoral de su diócesis. Dejémoslo ausente, lejos de esta ciudad, y veamos lo que en ella sucedía.




III

Contra la conducta del presidente Santillán llegaban quejas repetidas a la Corte: el virrey de Lima, el Consejo de Indias y el mismo Felipe Segundo no cesaban de recibir avisos y representaciones; decretose, pues, que se practicara la visita de la nueva Audiencia, y diose para ello comisión a uno de los oidores de Panamá, el cual debía venir a esta ciudad, para hacerse cargo del gobierno de la tierra mientras residenciaba al Presidente.

El doctor don Gabriel de Loarte, que era el comisionado regio, llegó a Quito en enero de 1568; y un día lunes, 26 del mismo mes, publicó en la plaza de la ciudad, a voz de pregonero, la residencia que empezaba a tomar contra el Presidente y los oidores18.

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Estos, en aquella sazón, no eran más que uno, don Pedro García de Valverde, quien de la Audiencia de Lima había sido trasladado a la de Quito. Entre García de Valverde y Santillán existía la más enconada rivalidad: Valverde vino a Quito después del destierro de su colega Rivas, encontró la ciudad agitada y a los vecinos   —47→   divididos en bandos: constituyose caudillo de uno de ellos y se presentó de frente contra Santillán: el Presidente acusaba al Oidor de que intentaba levantar al pueblo, para alzarse con el gobierno de la tierra; el Oidor hacía la misma acusación al Presidente el uno recibía declaraciones y formaba procesos contra el otro: éste   —48→   hacía lo mismo contra el primero. El Fiscal, que al principio había favorecido al partido del Presidente, después se unió con Valverde.

Así estaban alterados los ánimos y embravecidas las pasiones, cuando principió la residencia: debía ésta durar noventa días consecutivos; y, tan severamente la empezó a tomar el juez comisionado, que los residenciados aplacaran sus odios, pusieron tregua a sus venganzas personales y se dieron los brazos, resueltos a defenderse de la catástrofe que a entrambos les amenazaba.

Setenta y cinco cargos de acusación se formularon contra el presidente Santillán, de los cuales uno de los más graves era la muerte del desgraciado oidor Rivas y la alteración, que, con motivo de su ánimo inquieto, había mantenido en la ciudad. El Visitador, dando por terminada la visita a los noventa días, condenó a Santillán a privación de la presidencia, a destierro de América por ocho años, a resarcimiento de daños y perjuicios por la muerte de Rivas, y al pago de una multa de dos mil pesos de oro para la cámara real.

El destituido Presidente se puso, pues, en camino para la Península, así para cumplir su sentencia de destierro, como para presentar sus descargos y hacer su defensa ante el Consejo de Indias.- En abril de 1570 estaba ya en Madrid: Santillán había sido residenciado ya antes por su cargo de Oidor de la Audiencia de Lima, y el licenciado Bribiesca, como juez comisionado de residencia, le había impuesto también la pena de destierro y una gruesa multa. En Quito; Santillán intentó gobernar de la manera más voluntariosa e independiente, haciendo cuanto quería;   —49→   y, para que nadie le contradijera en nada, jamás quiso manifestar las provisiones reales y las facultades que se le habían concedido.

Tenía un concepto muy desfavorable de la gente de Quito, pues creía que estas provincias eran, por su situación geográfica, el punto de reunión de todos los que eran arrojados de Nueva España y de las Antillas, y de todos los que pasaban a América sin licencia del gobierno; por Guayaquil, decía, entran los que vienen de Panamá; subiendo aguas arriba el Magdalena, se introducen los que arriban a Cartagena. Por esto, añadía, los levantamientos son muy fáciles en esta tierra, con tanta gente baldía como acude a ella de diversas partes. Hasta cierto punto el presidente Santillán tenía razón, y hablaba verdad en lo que decía respecto de Quito.

Don Hernando de Santillán tuvo la fortuna de poder desvanecer la mayor parte de los cargos, que contra él se habían presentado en las dos residencias a que se le había sometido. Viejo ya y del todo desengañado de las grandezas profanas, acogiose al estado eclesiástico, pidió las órdenes sagradas y fue exaltado a la dignidad episcopal: apenas ordenado de sacerdote fue presentado para el arzobispado de Charcas, y regresó nuevamente a América. En Lima recibió la consagración episcopal de manos de su antiguo compañero de milicia y colega en la dirección de la guerra, el arzobispo Loaysa; pero no llegó a gobernar su diócesis, porque falleció tres meses después en la misma ciudad de Lima, el año de 1575, a los once de fundada la Real Audiencia de Quito. Presidió en ésta cinco años no completos.

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Santillán estaba viudo, pues había sido casado antes de venir a Quito, y en Lima vivía una hija suya, llamada doña Inés, esposa legítima del capitán español don Juan de Barrios. Era Santillán hombre de genio vivo, pero inclinado a aspereza y malicia, más bien que a suavidad y benevolencia: muy poco recatado en hablar, y osado y presuntuoso en su manera de mandar; pues, aunque de limpio linaje, manifestaba en esto los vicios de los hombres bajos, los cuales, cuando alcanzan estado superior a la ruindad de su condición, no aciertan a contenerse dentro de límites y términos, sino que a menudo los traspasan por alarde de autoridad: amigo de apariencias y ceremonias infladas, en nuestro Licenciado había algo de vanidad mujeril, que deslustraba mucho el decoro de las altas dignidades a que fue ensalzado19.

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No obstante, el primer Presidente de nuestra antigua Real Audiencia dejó en Quito un monumento imperecedero, por el cual su memoria debe ser bendecida por la posteridad: Santillán fue el fundador del Hospital de caridad, el primero que hubo en Quito, y que subsiste todavía después de dos siglos.

Refiramos aquí la historia de tan benéfica fundación. Deseoso el presidente Santillán de poner por obra la fundación del Hospital, compró las casas de un español, llamado Pedro de Ruanes, las cuales, según las señas que da la escritura de fundación, estaban «al canto de la ciudad en la calle real, por donde se sube al cerro de Yavira»: de aquí ése deduce que la fundación del Hospital se hizo en el mismo sitio donde está ahora, pues el Panecillo es el cerro de Yavira, nombre con que lo llamaban los Incas. Con que, treinta años después de fundada la ciudad, Quito no se había extendido más que tres cuadras fuera de la plaza, y no salía todavía del recinto, que flanquean las quebradas.

Como la fundación del Hospital se hizo, en su mayor parte, con fondos pertenecientes a la Real Hacienda, se declaró al Rey por único patrono   —52→   de la casa, la cual no era, ni podía ser, según la voluntad de sus fundadores, sino un establecimiento puramente secular, exento, por lo mismo, de toda jurisdicción eclesiástica. Llamósele Hospital de la misericordia de Nuestro Señor Jesucristo: estando destinado tanto para españoles como para indios, se proveyó que hubiese dos departamentos, uno para los primeros, y otro para los segundos; y en cada departamento, lugar separado para hombres y para mujeres.

Para el servicio del Hospital se fundó una cofradía o hermandad, en la cual podían entrar hombres, mujeres, indios y toda clase de personas, con tal que contribuyesen con una limosna, la que cada uno cómodamente pudiese.

El Presidente y la Audiencia debían elegir un sacerdote, para que, con el cargo de Administrador o Mayordomo, cuidara de todo el gobierno y buen orden de la casa, de la cual, por el mismo hecho, sería jefe o cabeza. De entre los miembros de la hermandad se debían elegir cada año tres individuos, para que el uno, con el nombre de Prioste, y los otros dos, con el de Diputados, asistiesen al Mayordomo, formando con él una junta para el cuidado del Hospital.

El fundador del Hospital Real no se propuso únicamente servir a los enfermos y cuidar de ellos, sino también que los cofrades o hermanos se ejercitasen asiduamente, como reza el acta de fundación, en la práctica de todas las demás obras de misericordia, de las cuales «ha de demandarnos cuenta, en el día del juicio, Nuestro Redentor». Así, pues, la junta llevaba una lista prolija de todas las familias vergonzantes que había   —53→   en la ciudad, y con los mismos cofrades les enviaba limosna a sus propios hogares, respetando en esto el santo pudor de la limosna cristiana. Se averiguaba qué doncellas huérfanas había en la ciudad, en peligro de perderse por su pobreza, para proporcionarles la dote conveniente, ya de los fondos del mismo Hospital, ya de las limosnas, que, con tan laudable objeto, recogían los cofrades, pidiendo a las familias ricas, cuando las rentas del Hospital estaban escasas. Todos los años, en la Semana Santa, la cofradía hacía que se desposaran algunas doncellas pobres y huérfanas, porque los estatutos del Hospital disponían que el Viernes Santo no hubiese en la casa ningún dinero guardado; todo debía emplearse en socorro de los pobres.

La cofradía nombraba cada mes dos hermanos, los cuales debían ir cada sábado a hacer la visita de los pobres de la cárcel, llevándoles siempre alguna limosna, la cual se tomaba de los bienes del mismo Hospital.

Por fin, debía haber un capellán encargado de celebrar la santa Misa y administrar los sacramentos a los enfermos20.

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De esta manera fundaron los magistrados españoles el Hospital de Quito, instituyendo para servicio de los pobres una especie de anticipada Conferencia de San Vicente de Paúl; pues no merece otro nombre la cofradía que establecieron con el nombre de Hermandad de caridad. El mismo día de la fundación del Hospital, se fundó también la cofradía, y el primero que se hizo inscribir en ella fue el mismo presidente don Hernando de Santillán; siguiendo su ejemplo, se inscribieron enseguida los principales empleados públicos, entre los cuales merece que recordemos especialmente a don Jerónimo de Cepeda, hermano de Santa Teresa de Jesús, entonces Tesorero de la Real Hacienda de Quito. Se inscribieron también algunas señoras; y entre ellas las esposas de los empleados públicos fueron las primeras.

Cuando las casas estuvieron a punto para el establecimiento del Hospital, se verificó la solemne toma de posesión. Celebró misa cantada en una sala de la casa, a presencia del Presidente y de la Audiencia, el doctor Leonardo Valderrama, canónigo tesorero de Quito, y predicó el P. Francisco de Morales, religioso franciscano, con la cual ceremonia se declaró fundado en aquel lugar el Hospital. Esto fue el primer viernes de Cuaresma, 9 de marzo de 1565; solamente cinco meses después de instalada la Real Audiencia.

Con satisfacción y agrado recordamos las buenas obras de nuestros antepasados: los vemos fundando hospitales, donde sean servidos los enfermos pobres, y haciendo en la fundación recuerdo especial de los indios; pues el tiempo de   —55→   la conquista había pasado y los españoles amaban ya a la raza conquistada, se compadecían de ella y procuraban aliviarla en sus dolencias. No se contentaron los quiteños de entonces con sólo buenos deseos, pues ricos y pobres, todos, contribuyeron a la fundación del Hospital, unos dando gruesas limosnas, que se perpetuaron en capitales confiados a censo, y otros cooperando, aunque con pequeñas cantidades, pequeñas en el valor, grandes en la generosidad con que se daban.





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ArribaAbajoCapítulo tercero

Los nuevos oidores


Don Lope Aux Díez de Armendáriz, segundo presidente de la Real Audiencia de Quito.- El licenciado García de Valverde, tercer presidente de Quito.- Le sucede el oidor don Diego de Narváez, como cuarto Presidente.- Don Pedro Venegas del Cañaveral.- Don Diego de Ortegón.- El licenciado Auncibay. - Quiénes eran estos nuevos Oidores.- Desavenencias del obispo Peña con la Audiencia.- Grandes padecimientos del Obispo.- Constituciones sinodales del obispo Peña.- Erupción del Pichincha.- El pirata inglés Drake en el Pacífico.- Diversos viajes del obispo Peña a Lima.- Un auto de fe en la Inquisición de Lima.- Suplicio de Fr. Francisco de la Cruz.- Reflexiones oportunas.- Primer Concilio provincial de Lima celebrado por Santo Toribio de Mogrovejo.- Muerte del obispo Peña.- Su retrato.- Dónde reposan sus restos.



I

Al mismo tiempo que Felipe Segundo disponía la visita de la Audiencia de Quito y la residencia personal de sus ministros, nombraba también un nuevo Presidente, para que viniera a gobernar estas provincias, como sucesor del licenciado Santillán.

Este segundo presidente de la Real Audiencia de Quito fue don Lope Díez Aux de Armendáriz, cuarto señor de Cadereita, caballero distinguido, oriundo de una noble familia solariega del reino de Navarra. En octubre de 1571, estaba ya en Quito el nuevo Presidente. Su gobierno   —58→   duró pocos años y fue tranquilo: cesaron los bandos en que estaba dividida la ciudad, y la paz interior se conservó sin alteración.- En agosto de 1574, Armendáriz fue trasladado a la presidencia de Charcas, y en 1578 a la de Bogotá; siete años después falleció en esta última ciudad, suspenso de su elevado cargo, mientras un visitador real le estaba tomando residencia21.

Con motivo del viaje del licenciado Santillán a España, gobernó Quito el mismo licenciado Loarte, y presidió en la Audiencia como Oidor más antiguo: así que llegó aquí el segundo Presidente, se regresó Loarte, a continuar desempeñando su cargo en el tribunal de Panamá.

A don Lope de Armendáriz le sucedió, como   —59→   tercer Presidente de nuestra Real Audiencia el licenciado don Pedro García de Valverde, el cual tomó posesión de su cargo el 8 de agosto de 1575. Valverde había sido primero Fiscal en la Audiencia de Bogotá, y después Oidor de la de Quito y de la de Lima sucesivamente. Gobernó tres años y fue promovido en 1578 a la presidencia de Guatemala: falleció once años después, sin haber tomado posesión de la presidencia de Nueva Galicia, a la que fue trasladado.

García de Valverde se hizo notable en Guatemala por su devoción a la Orden de San Francisco; pues, no sólo favoreció la fundación de varios conventos, sino que él mismo trabajó en persona en la construcción del de la ciudad de la antigua Guatemala: su gobierno en aquél reino fue tranquilo; su administración en estas provincias no dejó recuerdo ninguno que perpetuara su nombre. En su tiempo sucedieron la aparición del pirata Drake en el Pacífico y la famosa erupción del Pichincha, de que hablaremos después.

El 2 de junio de 1578 tomó posesión del gobierno de estas provincias el licenciado Diego de Narváez, el cual de oidor de Lima fue ascendido a la Presidencia de Quito. Narváez vino encargado de la comisión de tomar residencia personal a su antecesor y a todos los demás ministros de la Audiencia; y, en efecto, la estaba tomando cuando murió repentinamente, el año de 1581, antes de completar ni tres de gobierno. Don Diego de Narváez fue el cuarto presidente de la Audiencia de Quito.

García de Valverde era natural de Cáceres en Extremadura; y Narváez, de Antequera en   —60→   Andalucía. Desde la muerte de Narváez hasta la llegada del doctor Barros de San Millán, quinto Presidente de esta Audiencia, pasaron como ocho años, y ese espacio de tiempo es el que en la Historia del Ecuador hemos designado con el nombre de Gobierno de la Audiencia.

Tal fue la serie de los acontecimientos en el corto espacio de diez años desde 1571 hasta 1581: veamos ahora quiénes eran los hombres, en cuyas manos estuvieron la suerte y el porvenir de estas provincias.

La Audiencia estaba compuesta de dos ancianos y un joven: eran los ancianos, don Diego de Ortegón y don Pedro Venegas del Cañaveral; y el joven, don Francisco de Auncibay: tres individuos los menos a propósito para el gobierno, por los resabios de su respectivo carácter. Auncibay, de ingenio agudo y de costumbres relajadas; Ortegón, austero en su moral, pero de una vanidad intolerable; Venegas del Cañaveral, octogenario, enfermo y dominado por su esposa, tales fueron los hombres, en cuyas manos estuvieron, por casi diez años largos, las riendas del gobierno y la suerte de la colonia.

Ortegón estaba casado con doña Francisca Colón, bisnieta del almirante de las Indias y descubridor del Nuevo Mundo; y hacía tanta sustancia de este enlace matrimonial, que, donde quiera, exigía de todos que le dieran el tratamiento de excelencia, y a su mujer, el de duquesa y virreina. Aun en el mismo tribunal, reprendía a gritos a los que se descuidaban de hablarle, anteponiéndole siempre la salutación de excelentísimo señor.

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Tenía doña Francisca Colón una esclava negra, tan envanecida de la nobleza de su ama, que despreciaba a todas las demás mujeres de su raza, considerándolas como sus inferiores, por servir a dueños, cuya jerarquía social le parecía a la infatuada esclava muy inferior a la de su patrona. Encontrose un día esta negra en la plaza con otra negra, esclava de un español, llamado Vanegas, riñeron las dos: la de Ortegón le dio una bofetada a la de Vanegas; como éste casualmente estuviera también en la plaza, acudió a poner en paz a las dos esclavas; mas, la negra de Ortegón no se moderó; antes, con grande insolencia, le arrimó al español una palmada en la cara, con la mano abierta: viéndose ultrajado, se enfureció Vanegas, y, a los primeros impulsos de su venganza, desenvainó la espada que llevaba al cinto, y traspasó con ella a la insolente negra, dejándola muerta allí en el mismo sitio. Supo Ortegón lo que pasaba, y mandó prender al punto al matador de su negra; pero Vanegas se acogió a sagrado, metiéndose en la Catedral. La Audiencia reclamó al culpable: el obispo Peña no quiso entregarlo, sosteniendo la inmunidad del asilo sagrado, y exhortó a los Oidores y les pidió que procedieran sin pasión. Vanegas ofrecía dar quinientos pesos, como indemnización por la negra, y costear el entierro de ésta: aceptaron el ofrecimiento. Vanegas cumplió puntualmente su promesa, y andaba seguro por la ciudad, confiando en la palabra, que de no hacerle daño le había dado solemnemente el licenciado Ortegón. Mas, de repente, un día fue tomado preso y puesto en la cárcel, con buena guardia   —62→   se le confiscaron todos sus bienes, y se le desterró para siempre del distrito de la Audiencia, alegando que había pasado a Indias sin licencia del gobierno. Vanegas era un muy honrado comerciante, que gozaba en la ciudad de aprecio y consideración por su excelente comportamiento: su desgracia fue muy sentida, y la venganza del orgulloso Oidor universalmente por todos reprobada. ¡Qué insolencia!, decía el viejo Ortegón, haciendo enfáticas demostraciones de cólera y de indignación: ¡Qué insolencia! ¡¡Debió haberse tenido por muy honrado, recibiendo un mojicón de mano de una esclava de la virreina!!

Todos tres Oidores y el Fiscal tenían criados y parientes, a quienes, sin necesidad ninguna, ni más motivo justificable que su sórdida avaricia, derramaban por los pueblos, dándoles comisiones judiciales, por las que cobraban derechos excesivos, y se hacían servir y mantener de balde por los indios. Los mismos Oidores nombraban los alcaldes de los pueblos y elegían a los miembros de las municipalidades, sin respeto ni observancia alguna de las leyes y ordenanzas vigentes promovían competencias y sembraban rivalidades entre los jueces, para tener ocasión de someterlos a visitas y residencias, en las cuales, como era público y notorio, los vejámenes se redimían con dádivas y erogaciones de dinero. Los empleados de la Real Hacienda eran hombres de poca honradez y ninguna responsabilidad; pero amigos de los Oidores o sirvientes suyos.

Las exacciones, que Ortegón cometió en la visita de la gobernación de Quijos, causaron el levantamiento y la rebelión de los indios de esas   —63→   provincias. A Juan de Salinas, gobernador de Jaén, Yahuarsongo y Bracamoros, lo enredaron en un juicio de residencia, lo trajeron preso a esta ciudad y le formaron un proceso escandaloso, del cual no se vio libre sino cuando vendió, a bajo precio, unas casas que poseía aquí en Quito, de las cuales estaba aficionado el oidor Auncibay. El Oidor pagó el precio de las casas por tercera mano y se pasó a vivir en ellas inmediatamente.

Obtuvieron una cédula del Rey, por la cual se les concedió el privilegio de ser jueces en las demandas y pleitos que se propusieran contra sus criados y parientes; y, con esto, la justicia quedó reducida a una burla: el que pedía remedio era perseguido: el letrado que se atrevía a firmar un escrito contra un pariente o contra un criado de los Oidores, iba a la cárcel, donde se consumía sin remedio. El obispo Peña confirió precipitadamente las órdenes sagradas a dos letrados, que habían autorizado con su firma unos escritos de queja contra los allegados de los Oidores, y, así, poniéndolos bajo la salvaguardia de la jurisdicción eclesiástica, pudo librarlos de la venganza ruin de unos tan desvergonzados ministros de justicia. Estas tierras deben ser gobernadas a palos, era la máxima de conducta proclamada por los tres Oidores; y, con esto, para ellos no había ley ni regla alguna a qué sujetarse, sino su propio capricho. Somos aquí nosotros, decían, la imagen viviente de la sagrada majestad del Rey, y tenemos derecho para hacer todo lo que el Rey haría, si estuviera aquí. Pero ¿qué ideas tenían estos Licenciados acerca de la autoridad   —64→   real? Ellos daban licencia para administrar sacramentos a los clérigos y frailes que llegaban al obispado; ponían y quitaban curas en los pueblos; admitían demandas pecuniarias contra el Obispo, y le exigían que rindiera cuentas de la administración de los bienes de la iglesia Catedral...

Cuando el señor Peña amonestaba al oidor Auncibay para que viviera cristianamente, el Oidor se reía del Obispo. Parece que don Francisco de Auncibay era uno de aquellos espíritus volubles, en quienes una vida voluptuosa llega a matar la fe y a encallecer la conciencia: eran muy escandalosos para las gentes de aquel tiempo los donaires y burlas, que el Oidor solía decir, ridiculizando las oraciones de la Liturgia sagrada; y por esa especie de cínico desenfado que se notaba en su conducta privada, era mirado por todos con recelo.

A la muerte de Narváez se siguió una larga vacante, durante la cual el gobierno estuvo en manos de los Oidores y padeció grande quebranto el orden y el bienestar común. Como los expedientes de la visita personal que Narváez estaba practicando contra García de Valverde, y los demás ministros del tribunal, quedaron en poder del escribano de visita; los Oidores, así que terminaron las exequias del Presidente finado, hicieron poner en la cárcel al escribano, y, aterrándolo con amenazas de mayores vejámenes, le quitaron los autos de visita, que debían ser remitidos a la Corte: persiguieron a los que habían declarado en contra, y la justicia quedó completamente burlada.

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El fiscal don Pedro de Hinojosa falleció de una edad muy avanzada, y vino a Quito para sucederle en tan importante cargo el doctor don Gaspar de Peralta. Este letrado residió breve tiempo en esta ciudad: castigando con la muerte la infidelidad de su esposa, y bañando sus manos en la sangre del desgraciado, a quien sorprendió en el acto de poner mancha en su honor, salió de Quito, llevando en su frente la vergüenza y dejando tras de sí un recuerdo funesto.

Tan escandaloso suceso acaeció de esta manera. Vivía entonces en Quito un joven; llamado Francisco Ontanera, hijo de una familia noble y rica, el cual tenía entrada franca en todas las casas de los Oidores, donde era muy considerado y agasajado: en reuniones y paseos, en tertulias y diversiones, Ontanera trataba familiarmente a los más orgullosos magistrados españoles, porque ellos mismos le habían abierto el camino para la intimidad y la confianza. Sucedió que un día, en un paseo, Ontanera tomara parte en la conversación, y, haciendo alarde de sus triunfos amorosos, dijera palabras, por las cuales el fiscal Peralta, que estaba presente, vino a descubrir la infidelidad de su esposa, confirmándose en las sospechas, que acerca de ella había concebido. Convencido de su deshonra, resolvió limpiarla con la sangre de entrambos criminales: calló, disimuló, fingió viaje fuera de la ciudad a comisiones de suma importancia, y se despidió de su esposa, con señales de afecto y de ternura. Con la ausencia del marido, la señora y su amante no encontraron obstáculo a su pasión: Peralta era enérgico y acometía con brío la empresa   —66→   que una vez había proyectado; regresose del camino, entró disfrazado, por la noche, en la ciudad, penetró por las tapias del jardín en su casa, y ayudado por la oscuridad, dio de súbito en el aposento de su esposa; allí traspasó con una espada al desgraciado Ortanera; y, luego, apoderándose de la cómplice, la mató también en el mismo instante, para esto Peralta se acompañó de dos criados, que le auxiliaron a poner por obra el plan de su sangrienta venganza: cuando ésta fue satisfecha, el Fiscal se denunció a sí mismo a la justicia, haciendo valer los fueros de su honra, villanamente ultrajada. Por fortuna, tan ruidoso escándalo no se ha repetido segunda vez en nuestra historia22.

Los hombres que debieran ser ejemplar de moralidad vivían, sin rubor, entregados a la satisfacción   —67→   de sus pasiones sensuales, ¿cómo podía mejorar con semejantes escándalos la condición moral del pueblo? Auncibay vivía libremente con cinco mujeres, ninguna de las cuales era su esposa: al presidente Narváez le sorprendió la muerte, en presencia de su cómplice en las ofensas, con que estaba irritando la justicia divina.



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