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II

La autoridad del Obispo estaba vilipendiada, y se había hecho punto de honra contradecir al Prelado. El Sábado Santo, mientras se estaban celebrando por la mañana los divinos Oficios en la Catedral, un joven, hijo del presidente Narváez, fue a la iglesia, hizo llamar del coro a un sacerdote, y en el templo, a vista de los fieles, le dio de bofetadas, diciendo que castigaba el atrevimiento que había tenido de ir el día anterior a notificar un auto del Obispo al Presidente. Había querido éste sacar una procesión el Viernes Santo por la noche, y el Obispo había dispuesto que la procesión no saliera por la noche sino por la tarde. El atentado del hijo del Presidente quedó impune23.

Ya antes había sido vejado el mismo señor Peña en la persona de otro de sus notarios, a quien el Presidente Santillán lo mandó echar en la cárcel, por haberle asimismo notificado con un auto del Obispo. Nadie como el señor Peña ha   —68→   padecido tantas contradicciones por parte de los magistrados civiles; ni hay otro Obispo tan célebre por su vida de continua tolerancia.

En efecto, entre los Oidores hubo paz y concordia; pero no la hubo con la autoridad eclesiástica, y el perseguido señor Peña, apenas estuvo de regreso en su ciudad episcopal, cuando principió a padecer nuevamente, en defensa de la jurisdicción espiritual usurpada por la Audiencia. Ya el año de 1565, el presidente Santillán había pronunciado un auto, por el cual facultaba a los religiosos dominicos, franciscanos y mercenarios para que, sin necesidad de acudir al Obispo, se hicieran cargo de todas las parroquias de la provincia de Manabí, aun separando a los clérigos que las estuviesen sirviendo como curas. Por el mismo auto, amenazó el Presidente castigar, con una multa de mil pesos, a los jueces civiles que no diesen auxilio a los frailes para el cumplimiento de esta disposición.

El señor Peña fue quien fundó las dos parroquias urbanas de San Blas y de San Sebastián, pues hasta el año de 1571, la ciudad no tenía más que una parroquia; pero, estando el Obispo ausente; ocupado en la visita, la Audiencia quitó los curas clérigos que estaban puestos en ellas y las entregó a los franciscanos, con el especioso pretexto de proveer de rentas al colegio de San Andrés que aquellos dirigían.

El año de 1572 la misma Audiencia expidió otro auto, por el cual ordenaba, que en la ciudad de Pasto y en toda su provincia ocupasen todos los curatos, sin excepción de uno solo, los religiosos franciscanos, despojando de todas las parroquias   —69→   a los clérigos que encontrasen en ellas instituidos por el Obispo. Ordenó también que se fundara un convento de franciscanos en Pasto, porque hasta entonces en aquella ciudad no había más que uno de mercenarios. Los motivos que alegaba la Audiencia de Quito para una medida tan arbitraria eran injustificables.

En efecto, decía que antes de la venida del obispo Peña no había en esa provincia un número suficiente de sacerdotes: que el Obispo había mandado allá clérigos ineptos, pocos en número y muy jóvenes en edad, los cuales vivían escandalosamente. Reclamó el Obispo hasta tres veces, y todas tres fue desatendido su reclamo; desvaneció victoriosamente todos los motivos especiosos en que pudiera apoyarse la Audiencia con algún colorido de justicia, y defendió el patronazgo, contra el cual estaban atentando los Oidores; los franciscanos, según lo hacía notar el señor Peña, no podían ser curas, sino mediante un privilegio especial para las Indias Occidentales, el cual no era valedero en el caso presente, porque había un gran número de sacerdotes seculares, idóneos para párrocos y privados de su congrua sustentación, porque los regulares ocupaban los curatos; los franciscanos además ignoraban la lengua materna de las tribus indígenas de Pasto, y muchos clérigos la sabían: los franciscanos no podían atender a todos los curatos de que se hacían hecho cargo, porque carecían de sacerdotes, y había curato servido por un hermano lego: ¿cómo podrían abarcar ahora una provincia, tan extensa y tan poblada como la de Pasto? ¿Sería lícito despejar de sus beneficios a los clérigos, que los   —70→   habían merecido canónicamente? Entregando una provincia entera a los regulares ¿no se violaba el derecho del patronato real?... Hacía notar, en fin, el Obispo que no podía fundarse un convento de franciscanos en Pasto, porque existía en la misma ciudad uno de mercenarios, y estaba prohibido por el gobierno fundar en el territorio de la Audiencia de Quito dos conventos de frailes en una misma población, siendo ésta pequeña, como lo era Pasto en aquel tiempo.

También los curas elevaron sus representaciones a la Audiencia, y probaron que sus costumbres no tenían nada de escandalosas: a la cabeza de los eclesiásticos de Pasto estaba en aquellas circunstancias el célebre presbítero don Miguel Cabello Balboa, entonces cura de Funes.

Hicieron también valer sus derechos los mercenarios, y el mismo padre Fr. Marcos Jofre, provincial de los franciscanos, se resistió a cumplir las órdenes de la Audiencia, a pesar de las medidas violentas que contra los frailes empleaban los Oidores. Así se frustró esta odiosa usurpación de la Autoridad espiritual. Mas ¿quién movía a los oidores de Quito a dictar esas disposiciones? ¿Cómo se explican hechos tan escandalosos?

En aquellos tiempos no había primicias ni derechos parroquiales para los curas: todos los indios estaban encomendados, es decir, adjudicados temporalmente a un individuo particular, el cual, por los tributos, que en dinero, en lienzo y en víveres percibía de los indios, debía sostener al cura de cada parcialidad: estos encomenderos rehusaban admitir por curas a los clérigos, pretextando   —71→   para ello que los frailes franciscanos ofrecían servir por un salario menor. Y estos cálculos de avaricia de los encomenderos eran el verdadero secreto de las disposiciones que emanaban de la Audiencia24.

Al cabo de algunos años de trabajo, se había logrado; por fin, terminar la iglesia Catedral nueva, y, el día 29 de junio, se debía inaugurarla celebrando en ella la fiesta del Apóstol San Pedro. Todo estaba preparado ya para los divinos Oficios: los canónigos habían principiado el canto de las Horas canónicas, y el Obispo, recogido en la iglesia vieja delante del Santísimo Sacramento,   —72→   estaba preparándose para predicar, cuando estalló de súbito una alteración en el templo. Solían los ministros de la Audiencia concurrir a la misa conventual los domingos y días de fiesta, y ocupaban un lugar preeminente al lado del Evangelio, en la capilla del arco toral: al frente de los Oidores, se colocaban sus mujeres, tomando asiento en muy altos estrados, donde se hacían acompañar por sus criadas y por sus negras esclavas. Exigían los Oidores que no solamente a ellos, sino también a sus mujeres les diera la paz el mismo subdiácono de la misa solemne, y sobre este punto habían disputado ya con el Obispo. El día de la fiesta de San Pedro, las señoras de los Oidores, rodeadas de su servidumbre, estaban sentadas en su estrado, en el mismo lado de la Epístola, donde el Obispo había ordenado que se aparejaran asientos para los miembros de la Municipalidad: en tan inoportunos, momentos, mandó el Prelado que su Provisor notificara a los Oidores, que hicieran bajar a sus mujeres al cuerpo de la iglesia, desocupando el estrado en que estaban sentadas: el auto era terminante y se les amenazaba a los Oidores con pena de excomunión ferendae sententiae, en caso de que no lo obedecieran. Tanta falta de discreción y de miramientos de parte del Obispo no pudo menos de irritar el orgullo de los Oidores: la notificación del auto en aquellas circunstancias no podía ser más intempestiva. Olvidáronse los Oidores de que estaban en el templo, se declararon en ejercicio de sus funciones, y, allí mismo, en el punto donde estaban sentados, dictaron otro auto, por el cual amenazaban, a su vez, con pena de   —73→   destierro y confiscación de bienes al Obispo, si, al punto, no revocaba su decreto. Las funciones sagradas se interrumpieron, y en la iglesia todo fue trastorno: los alguaciles de corte notificaron al Obispo con el auto de la Audiencia; y, sin duda, el señor Peña, mejor aconsejado, revocó el suyo, procurando con mansedumbre remediar los escándalos que su celo, no siempre muy discreto, había promovido. No basta hacer lo que debemos: los deberes deben cumplirse en sazón, para que se cumplan bien.

Los Oidores oyeron la misa que celebró un religioso de la Merced, a quien llamaron con ese intento a la Catedral, después que los absolvió el Provisor del Obispo. El estrado para las mujeres quedó en el mismo punto, hasta que el Rey diera una resolución a qué atenerse sobre aquel negocio.

Elevose una representación al Rey por parte del Obispo, aduciendo los motivos en que se había fundado para impedir los estrados a las mujeres de los Oidores: éstos hicieron también reclamos, y se expidió una cédula, para que no se estorbara la ejecución del auto del Obispo; pero nuevas peticiones e instancias de los Oidores alcanzaron, al fin, tres años después, una segunda cédula revocatoria de la primera. Tal fue el origen de los asientos privilegiados, a que por muchos años tuvieron derecho en la iglesia Catedral las esposas de los antiguos Presidentes y Oidores del tiempo de la colonia25.

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Los ánimos estaban agriados y las pasiones hervían en el pecho de los resentidos Oidores; y más airadas que sus maridos estaban todavía las señoras, cuyo amor propio ultrajado perdona difícilmente: los enemigos del Obispo, y, sobre todo los canónigos, a quienes el Señor Peña había castigado, se aprovecharon de la situación tirante de los espíritus, para atizar la discordia y satisfacer sus ruines venganzas. El Deán predicó contra el Obispo, aplicándole injuriosamente este texto del Evangelio: «Hominem non leabeo»; el obispado perecía por la ineptitud del Obispo. Dirigiéronse quejas y representaciones a Felipe Segundo contra el señor Peña, acusándole de codicioso, de fácil en conferir las órdenes sagradas y de arbitrario en las penas con que castigaba a los seculares: se le hizo un crimen de haber ordenado a criollos mestizos, y de imponer multas pecuniarias a los seglares juzgados en su tribunal. La acusación de codicia quedó desvanecida ante la evidencia de la virtud del desprendimiento, en un Obispo que carecía hasta de familia, y que tenía por sirvientes a un negrillo y dos indiezuelos: ¿cómo se podía argüir de codicia a un Prelado, que había despedido a la única criada de la casa, por un indicio ligero de granjería? La criada   —75→   había vendido unas onzas de manteca, a quien debía habérselas dado de limosna, y esto fue bastante para que el señor Peña la pusiera fuera de su casa, privándose de su servicio. ¡Cuán limpio estaría de codicia el Obispo, contra quien sus enemigos, por toda prueba de sus acusaciones, no pudieron alegar sino que recibía la comida, que los pobres indios le obsequiaban en sus visitas pastorales!

Confesaba el señor Peña que había impuesto penas pecuniarias a las personas decentes, a quienes juzgaba que era muy grave aplicarles castigos corporales o penas infamatorias. En las penas pecuniarias buscaba, pues, el obispo Peña el modo de conservar ileso el decoro de las personas culpadas... ¡¡¡Pluguiese a Dios que el historiador pudiera encontrar tan justificada la facilidad en imponer las manos!!!... Guardaremos silencio sobre un punto, que, sin duda, no encontraría excusa en el divino tribunal...

La entereza de carácter del señor Peña, su firmeza inquebrantable, le nacían no de su temperamento natural, sino de sus convicciones íntimas, de las ideas que se había formado del deber en el obispado comprendió que era indispensable el sacrificio, y vivió abnegado. Perjudicole también la mansedumbre tolerante de su predecesor; pues el Ilustrísimo señor Arias, con indulgente silencio y caritativo disimulo, había pensado remediar males, que, por muy tolerados, llegaron a engangrenarse: el señor Peña aplicó al cáncer del escándalo la cuchilla misericordiosa de su celo, y cortó allí donde la llaga estaba más encancerada. Tal vez, hubo momentos, en los cuales al vigor   —76→   de su mano le faltó el pulso de la discreción; pero sus prolongados padecimientos ocasionados siempre por la vigilancia de su celo pastoral purificarían indudablemente ese mismo celo, de las escorias con que las pasiones humanas solían de cuando en cuando ensuciarlo26.

Sigamos narrando los ejemplos de su celo y los méritos de su paciencia.

El Obispo había observado con dolor las exacciones cometidas por los encomenderos contra los indios y el maltratamiento que generalmente se daba a estos infelices: para poner remedio a semejante escándalo, dirigió al Rey quejas repetidas y memoriales circunstanciados, pidiéndole justicia contra los encomenderos en favor de los indios. Escuchó el monarca las quejas del Obispo y expidió a los Ministros de la Real Audiencia órdenes terminantes para que se proveyese lo conveniente. Se prohibió a los criados, pajes y dependientes de los encomenderos ejercer autoridad ninguna en los pueblos de sus encomiendas;   —77→   se mandó volver a sus respectivas poblaciones a los caciques, detenidos en las ciudades por los encomenderos, con pretextos frívolos; se amenazó con una gruesa multa al que ocupara a los indios en hacerlos venir con cargas a la ciudad en los días de fiesta y se compelió a los encomenderos, que tuviesen indios sin bautizar, a que los instruyesen en los misterios de la fe católica, prohibiéndoles cobrarles tributos hasta que no fuesen bautizados: pues, la codicia estimularía, tal vez, a cumplir con sus deberes a los que no movía a cumplirlos el temor de Dios. Los encomenderos se descuidaban de hacer instruir a los indios en la doctrina cristiana, y así había un gran número de indios sin bautismo, que vivían ocupados en el servicio de los españoles, pagando a sus respectivos amos la tasa o tributo de las encomiendas; por esto, el Obispo alcanzó de Felipe Segundo una cédula, por la cual se prohibió a los encomenderos exigir tributo a sus indios mientras no fuesen bautizados, a fin de obligarlos por ese medio a ponerlos aptos para recibir el bautismo, instruyéndolos en la doctrina cristiana. Consiguió también del Rey otra cédula, por la cual se prohibía a los encomenderos tener estancias y haciendas en los pueblos de sus respectivas encomiendas; y ejercer en ellos ninguna granjería27.

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De esta manera el virtuoso Obispo fue el verdadero defensor de los indios, y, añadiremos, con satisfacción, lo que cede en honra y no pequeña de la Iglesia católica, que el señor Peña fue el fundador de la mayor parte de los pueblos de nuestra República. Con instancia suplicó al Rey que en Quito y en las demás ciudades principales, comprendidas en el distrito de la Real Audiencia, nombrase defensores de los indios; pero, cuide Vuestra Majestad, decía el Prelado al Rey, de que los nombrados sean personas temerosas de Dios, para que los indios sean protegidos. Solícito en observar todos los abusos que se cometían en su obispado, para extirparlos de raíz, puso los ojos hasta en los mismos Oidores de la Real Audiencia, y dio parte a Felipe Segundo de que exigían crecidos derechos por la administración de justicia, cuando salían a practicarla visita de los pueblos, y que se hacían onerosos a los pobres indios, llevando un séquito abundante de pajes y criados, y le suplicó que con su autoridad soberana pusiese remedio a semejantes males. Tanto celo y tanta entereza sacerdotal no pudieron menos de indignar a los hombres, que habían venido al Nuevo Mundo solamente en busca de riquezas, por lo cual concibieron grande odio contra el Prelado y andaban buscando ocasión   —79→   para tomar venganza de él. Como el mismo Presidente de la Real Audiencia era uno de los más resentidos, pronto se le ofreció al Obispo ocasión de ejercitar su mansedumbre y paciencia. Iba una mañana a celebrar el santo sacrificio de la Misa en la iglesia Catedral, cuando, al atravesar la plaza, le salió al encuentro Bernardino Cisneros, escribano de la Audiencia, y le dijo que tenía de notificarle con una provisión real. Averiguó el Obispo qué provisión era aquélla, y, como conociese que no había urgencia en notificarla, respondió al escribano: en este momento voy a decir misa: después, vuestra merced me encontrará en mi habitación, donde podrá requerirme con la provisión que tuviere a bien. No repuso el escribano, en tono destemplado, insistiendo en que allí, en la plaza, había de hacer la notificación, sin dar oídos a las reflexiones prudentes y suaves, con que el Obispo procuraba persuadirle que la postergase hasta después de celebrar el sacrificio de la misa, puesto que el asunto no era urgente y podía dejarse para otra hora. A las palabras mansas y atentas del Obispo contestaba el escribano con gritos y expresiones desacatadas: pasando luego de las palabras a las obras, sacó la espada que llevaba al cinto, y, poniéndosela al pecho al Obispo, le dijo: un empleado del Rey no guarda consideraciones con nadie!! Viendo esto un alcalde de la ciudad, mandó prender al escribano y lo encerró en la cárcel, poniéndolo en un cepo. Sabida la prisión por el presidente de la Real Audiencia, hizo poner inmediatamente en libertad al escribano; y, aunque, para disimular algún tanto semejante abuso, lo tuvo   —80→   unos pocos días preso en la cárcel de la Audiencia, después lo dejó andar completamente impune, con toda libertad, pues se suspendió hasta el sumario, que, para castigar el delito, había principiado a instruir el alcalde.

El Obispo dio al Rey cuenta de todo lo ocurrido: con este motivo Felipe Segundo expidió una cédula, dirigida al presidente y oidores de la Real Audiencia, reprendiéndoles por sus abusos y mandándoles castigar severamente, como lo merecía, al culpable. Mas, cuando de España llegó a Quito esa tardía reparación de la justicia, escandalosamente ultrajada por los mismos ministros de ella, ya Dios se había anticipado a sacar de este mundo al criminal28.

Empero todavía más graves padecimientos estaban reservados al Obispo en su laboriosa tarea de convertir a los indios y adoctrinarlos en el cumplimiento de sus deberes cristianos. Los encomenderos, que vivían en Quito y en las otras ciudades del obispado, solían tener, para su servicio, en sus casas muchos indios e indias, a quienes, después de bautizados, los dejaban vivir de una manera escandalosa, sin respeto ninguno a la honestidad: según convenía al servicio personal o utilidad del amo, se separaba o juntaba a los indios en una misma casa; así sucedía que, muchas veces la mujer estaba sirviendo en una parte, mientras el marido, al mismo tiempo, se   —81→   ocupaba en servir en otra; y, como los indios no estaban todavía suficientemente instruidos en los deberes cristianos, los adulterios, los incestos, los concubinatos y otros vicios eran muy frecuentes. Los amos lo sabían, pero no querían impedir el mal, ni ponerle conveniente remedio, por no ser defraudados en sus intereses, o no padecer faltas en el servicio doméstico. Había, además, otra llaga social, que tenía inficionadas las familias, y era el horrible abuso, que los españoles hacían de las infelices indias empleadas en su servicio, sin respetar ni el pudor, ni la moral. Tantos males clamaban por pronto y eficaz remedio: el Obispo exhortaba, reprendía, aconsejaba, pero ni exhortaciones, ni reprensiones, ni consejos fueron bastantes para contener el escándalo; al fin, el Obispo echó mano del castigo, mas entonces fue cuando se levantaron contra él todos los culpados y le hicieron una guerra tenaz y encarnizada. No hubo uno solo de cuantos fueron puestos en causa por el Obispo, con motivo de su desvergonzada licencia de costumbres, que no interpusiera al instante recurso de fuerza contra el Prelado ante la Real Audiencia; y, triste es decirlo, no hubo ni un solo recurso de fuerza que no fuese admitido por la Audiencia; con lo cual, el Obispo se vio completamente burlado, los escándalos quedaron impunes y la inmoralidad triunfante en el hogar doméstico. Tristes pero necesarias consecuencias de la falta de mutuo acuerdo entre las dos potestades!!...

El Obispo acudió al Rey y le hizo presente la deplorable condición a que se veía reducido, sin medio alguno para hacer el bien, y con obstáculos   —82→   terribles, que era punto menos que imposible vencer. El Rey puso el remedio, que entonces se solía poner, una cédula de corrección, cuya ejecución se confiaba a los mismos culpables, contra quienes venía dirigida. De esta manera el mal, en vez de remediarse, fue agravado.

De donde menos debía esperar oposición, de allí la recibía el virtuoso Prelado. Haciendo uso del derecho, que el Santo Concilio de Trento concede a los Obispos, de reservar en su diócesis a sólo ellos la absolución de algunos pecados, cuando conocieren que conviene hacerlo así para bien y provecho espiritual de los fieles, declaró como pecados reservados en la diócesis de Quito ciertos vicios opuestos a la honestidad de costumbres y el maltratamiento que hicieran los encomenderos a los indios de sus encomiendas, y en una plática que hizo al pueblo dijo que incurriría en excomunión el que enseñase que los Prelados no podían reservar la absolución de algunos pecados. No sin motivo hacía a los fieles esta advertencia el Obispo, pues algunos religiosos de las órdenes de Santo Domingo y San Francisco andaban diciendo en conversaciones particulares que los Obispos no tenían facultad para reservar la absolución de ningún pecado. Sin embargo, cuando parecía que el mal se había impedido, estalló con mayor escándalo: la contradicción al Prelado no fue ya secreta y solamente en conversaciones privadas, sino pública, en púlpitos y sermones. Fr. Andrés de Oviedo, religioso dominico, poniéndose de acuerdo con los franciscanos, predicó que los Obispos no tenían derecho de reservar la absolución de ningún pecado, y que, por   —83→   lo mismo, acudiesen todos, sin temor a confesarse con sacerdotes dominicos y franciscanos, porque ellos tenían facultad de absolver de todo pecado. Grande fue el escándalo dado con la predicación de semejantes errores, y funesto el temerario abuso, con que los frailes de ambos conventos administraban el Sacramento de la Penitencia a todos cuantos acudían a ellos, sin acatar las disposiciones canónicas, ni obedecer las órdenes del Obispo. Como la doctrina predicada por el padre Oviedo favorecía la relajación de costumbres, y las medidas tomadas por el Obispo desagradaban a todos los que tenían su conciencia culpada, en poco tiempo, el Prelado se vio hecho el blanco del odio ciego de la mayor parte de sus feligreses. Por fortuna Felipe Segundo, tan luego como tuvo noticia de estos escándalos, se apresuró a cortarlos de raíz, mandando al presidente de la Real Audiencia de Quito que llamara a su tribunal y diera, en público, una fuerte reprensión al religioso, autor principal de tan graves desórdenes29.

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No acertamos a decir si la ignorancia, o la malicia fue el motivo que estimuló al padre Oviedo a cometer semejantes escándalos contra el obispo de Quito; lo que sí podemos asegurar con certidumbre es que, las erradas doctrinas del atrevido predicador no cayeron en terreno estéril30.

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Cuando el Obispo daba orden de tomar preso a algún individuo, que, por sus bien probados delitos, merecía castigo, los alguaciles inmediatamente lo ponían en libertad. Cierto día, en la sacristía de la iglesia Catedral, Carlos de Salazar a la sazón corregidor de Quito, dio golpes, maltrató de palabra, y después hizo poner presos en el cepo a dos indios alcaldes, porque habían prestado servicios al Obispo31.

Los padres franciscanos, sin temor de conciencia ni respeto alguno a la santidad de las cosas sagradas, administraban sacramentos a las personas exentas de su jurisdicción. ¿Qué podía hacer un Obispo celoso, como el señor Peña, enmedio de tantas contradicciones? Los mismos, que debían servirle de cooperadores en el penoso ejercicio del cargo pastoral, contribuían a que se descarriasen los fieles; ¿qué no harían los súbditos, para quienes la conducta del sacerdote sirve siempre de ejemplo?... Las consecuencias de tan errada conducta fueron lamentables.

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Cada español noble, principalmente cada encomendero, recogía en su casa, para el servicio de su familia, cuantas indias solteras podía, y, aun cuando muchas de ellas querían casarse, el amo les impedía, o les daba por marido algún indio de su servidumbre, el que el amo elegía, y no el que la india había pedido por esposo: a otras los mismos amos les consentían que viviesen libremente en ilícito comercio, o, lo que era todavía peor, cometían con las miserables grandes ofensas de Dios. El Obispo gemía en su corazón, viendo tantos males, sin poder remediarlos: la autoridad civil, que debía cooperar al mejoramiento de las costumbres, era el sostén más poderoso de los escándalos. Un indio y una india, que servían en casa de cierto Oidor, se presentaron al Obispo, pidiéndole que se les administrara el sacramento del matrimonio: practicadas las informaciones, y cuando estaban ya amonestados, lo supo el Oidor, y el día en que debían recibir el sacramento, que era un domingo de Cuaresma por la mañana, mandó un negro, esclavo suyo, para que lo impidiese. Fue el negro a la casa del Obispo; encontró a los novios en la grada, a tiempo en que bajaba el Prelado, y sin miramiento, ni respeto alguno a su persona, tomó del cabello a los indios, los tiró al suelo, les dio de coces y, arrastrándolos, se los llevó por la fuerza a casa de su amo: de esta manera el matrimonio quedó impedido.

Otro español, apellidado Valdivieso, entró de súbito en el aposento del Obispo, con espada desenvainada, y le denostó con grande desacato, porque había administrado el sacramento del matrimonio   —87→   a una india, que, por veinte años, había vivido en casa del español, ocupada en su servicio; y aun el temerario habría pasado a mayores ultrajes, si no le hubiera contenido la mansedumbre del Obispo y la presencia de un canónigo, que por acaso, se halló presente en aquel momento. ¡Tantas y tan graves fueron las molestias que hubo de padecer este virtuoso Prelado!...32




III

Sin embargo, tantos contratiempos y pesadumbres no impedían al señor Peña el cumplimiento de sus sagrados deberes de Obispo: volvió a visitar por segunda vez casi toda su diócesis y, sin declinar un punto de la estricta severidad de juez, aguardó con paciencia el remedio de los males, que, a pesar de sus esfuerzos, no había logrado impedir.

En 1570, celebró en esta ciudad de Quito, un Sínodo Diocesano, cuya primera sesión solemne se tuvo en la Catedral, el 17 de marzo de aquel año. Asistieron los curas vicarios de las ciudades de Piura, Loja, Zamora, Cuenca, Guayaquil, Portoviejo, Jaén y Valladolid, y además   —88→   los Prelados de las órdenes religiosas de Santo Domingo, de San Francisco y de Nuestra Señora de la Merced, que tenían conventos fundados en el territorio de este obispado. Éste fue el primer Sínodo diocesano celebrado en el obispado de Quito.

De sus estatutos, unos son relativos al mejor gobierno y enseñanza de los indios, y otros a la honestidad y decoro del estado eclesiástico: los primeros quedaron escritos solamente y no tuvieron cumplimiento, porque la Real Audiencia, a cuyo examen fueron sometidos por el derecho de patronato, les negó su aprobación; los otros estuvieron vigentes por largo tiempo, en este Obispado. Merecen estas antiguas Constituciones eclesiásticas del obispado de Quito llamar la atención de la posteridad, y, por eso, damos de ellas un ligero resumen enumerando las más importantes.

Todas las ceremonias y prácticas litúrgicas de la iglesia Catedral de Quito debían hacerse, rigiéndose por el Ceremonial propio de la Catedral de Sevilla.

Los canónigos estaban obligados a asistir al coro para el rezo de todas las Horas canónicas, menos para el de Maitines, los cuales debía rezar solamente el Semanero, acompañado del sacristán mayor y de los clérigos de menores órdenes. Los demás canónigos debían asistir a Maitines solamente todos los sábados del año, los días de Pascua, las vísperas de las principales fiestas de Nuestro Señor y de la Virgen María, las fiestas de los Apóstoles, de San Juan Bautista y de Todos los Santos. El canto de Maitines no podía principiarse sino después de puesto el sol.

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En aquellos tiempos se solía rezar también el Oficio de la Virgen en los días determinados por el Breviario sevillano, que era el que entonces tenía la Catedral de Quito.

Todos los sábados del año y todos los días de Cuaresma debía cantarse la Salve Regina, después de Completas: el que faltaba a esta distribución era penado con la multa de un tomín de oro. La misma multa debían pagar los que en el canto del Oficio Divino, o en la lectura de Profecías, lecciones, etc. dislocaban los acentos y pronunciaban incorrectamente las palabras latinas; los que no guardaban silencio en el coro por cada vez que hablase sin necesidad, durante la celebración de la Misa mayor y el rezo de las Horas canónicas; y finalmente los que no observaban las ceremonias sagradas, por cada vez que las quebrantasen así en el coro, como en el altar.

El formar la tabla del rezo eclesiástico estaba reservado al Chantre, el único que debía dirigir el canto del Oficio divino, y el único también, a quien todos debían obedecer en ese punto, sin que a nadie le fuese lícito hablar, ni menos contradecir.

Los lunes y viernes de cada semana debían los canónigos juntarse en Cabildo: pero el lunes habían de tratar solamente de la reformación de costumbres y de asuntos espirituales. Todos los días del año, a la madrugada, debía celebrar misa rezada en la Catedral uno de los canónigos, guardando el orden con que turnaban en la celebración de la misa mayor, de tal manera que, el que acababa la semana de misa mayor seguía con   —90→   la semana de misa de prima. Mientras se celebraba esta misa de prima, nadie podía decir misa en la Catedral.

Todos los canónigos debían decir misa todos los días, en cuanto les fuese posible: y el Sacristán mayor, bajo pena de excomunión, estaba obligado a dar parte al Obispo, cuando observase que algún canónigo dejaba de decir misa por largo tiempo.

Para conservar la unión y caridad fraterna entre los miembros del Cabildo eclesiástico, y para que los canónigos guardasen entre sí la debida armonía y concordia, dispuso el Obispo que, cuando alguno injuriase a otro de palabra, pagara seis pesos de oro, si la injuria fuese leve; y doce, si la injuria fuese grave. El Cabildo debía hacer que los ofendidos se reconciliasen con sus ofensores, obligando a éstos a dar cumplida satisfacción a aquellos; después de lo cual, en acción de gracias, se celebraría una misa votiva, pro pace, a la cual debían asistir todos los canónigos, entre quienes se distribuiría el precio de la multa. Los canónigos, decía el Prelado, deben ser espejo de virtudes, en que se miren los demás eclesiásticos.

Se prohibió que ningún beneficiado tenga en su casa, para su servicio, mujer ninguna, cuya conducta no fuese ejemplar: las criadas o sirvientes debían ser, en cuanto fuese posible, mayores de cuarenta años y casadas, que vivan con sus maridos.

Ningún beneficiado podía apartarse de su beneficio, sin obtener primero licencia expresa del Prelado: el enfermo debía poner, oportunamente,   —91→   su enfermedad en conocimiento de los prelados, para que éstos señalaran quien hiciese sus veces: los ausentes y los enfermos, antes de salir a sus ordinarias ocupaciones, debían presentarse en la iglesia, para dar gracias a Dios, éstos cuando hubieren sanado, y aquellos cuando tornaran a la ciudad.

El Sacristán mayor, a cuyo oficio estaba anexo el cargo de apuntar las faltas, debía jurar, en manos del Obispo, que había de cumplir escrupulosamente sus deberes, sin acepción de personas. En remuneración de su trabajo se le asignaban veinte pesos por año, los cuales debían sacarse de las multas con que se castigase a los beneficiados: las multas, impuestas por la mala lectura y pronunciación del latín servían para vestir a los monaguillos.

Todos los años, en los primeros días del mes de enero, debían reunirse los canónigos a conferenciar con el Prelado sobre la enmienda de las faltas, que cada uno hubiese notado, no sólo en la Catedral, sino en todo el obispado, así en lo relativo al culto divino y administración de Sacramentos, como en lo tocante a la vida y honestidad de costumbres, tanto del clero, como del pueblo.

El Obispo, y en su ausencia el Provisor, acostumbraban visitar la iglesia Catedral y las parroquiales, para examinar la pila bautismal, las ampolletas del óleo sagrado y el depósito del Sacramento adorable de la Eucaristía, a fin de que en todo hubiese aseo y reverencia.

Tales fueron las más importantes disposiciones dictadas por el Ilmo. señor Peña en sus Constituciones sinodales.   —92→   El Cabildo eclesiástico las aceptó dócilmente, prometió con juramento observarlas y, para que no cayesen en olvido, todos los años se leían una vez por los canónigos, reunidos en capítulo33.




IV

Durante el gobierno del Ilmo. señor Peña aconteció una erupción del Pichincha, de la cual haremos mención en nuestra Historia solamente por las disposiciones religiosas a que dio origen, tanto por parte del Cabildo eclesiástico, como por parte de la Municipalidad de Quito.

El Pichincha es un antiguo volcán, a cuyas faldas está edificada la ciudad de Quito: este monte parece haber sido en siglos atrás, en tiempos antehistóricos, uno de los cerros más elevados de la rama occidental de la cordillera de los Andes; hoy es sólo la extensa base de una enorme montaña arruinada en hundimientos, que acaecerían, tal vez, antes que fuesen habitadas por   —93→   el hombre estas regiones. La ciudad ocupa el declive oriental de las colinas, sobre las cuales está asentado el volcán; así es que la distancia que separa a éste de la ciudad es de muy pocas leguas34.

En la mañana de un día jueves, 8 de setiembre del año de 1575, poco después de haber amanecido, el cielo se oscureció, cubriéndose con nubarrones negros, que se levantaban del lado occidental de la cordillera; pasados algunos instantes, principió a caer una lluvia de tierra menuda, en tanta abundancia, que las calles y tejados de las casas quedaron cubiertos de ella; y la oscuridad era tan densa, que hubo necesidad de valerse de luz artificial, para andar en la ciudad. Las gentes iban despavoridas de una parte a otra, pidiendo a Dios misericordia: a las once del día era tanto el concurso que había acudido a la iglesia de la Merced, que, no cabiendo la gente dentro del templo, estaba apiñada en los claustros y en el patio del convento, mientras se celebraba el santo sacrificio de la misa en el altar mayor de la iglesia, donde estaba la imagen de la Virgen Santísima, expuesta a la veneración del pueblo. Después que el sacerdote hubo elevado la Hostia, principió nuevamente a aclarar, poco a poco, la luz del día, cesando también, al mismo tiempo, la lluvia de ceniza.

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El aspecto que presentó aquella mañana la ciudad fue espantoso: enmedio de la negra oscuridad de la atmósfera se veían brillar de repente los relámpagos, que el fuego del volcán formaba sobre su cráter, y, de cuando en cuando, como truenos lejanos, se dejaban oír también sus bramidos: los indios corrían asustados dando alaridos, lo cual aumentaba la consternación y el horror por todas partes. En tal conflicto los quiteños acudieron a la iglesia de la Merced, por la gran devoción que profesaban a la santa imagen de piedra, de la Virgen Santísima, la cual, según la tradición, fue la primera imagen de bulto que de la Virgen hubo en Quito. Cuando vieron más tarde brillar un día sereno y caer después lluvias oportunas que limpiaron de los techos y calles la ceniza, no dudaron de que a la Santa Madre de Dios, cuyo favor habían implorado, eran deudores de semejante beneficio. Por esto, en reconocimiento y memoria perpetua, resolvieron ambos Cabildos, el eclesiástico y el secular, celebrar todos los años una fiesta solemne, el día ocho de setiembre, en la iglesia de la Merced. El día siete, por la tarde, se cantaban con gran solemnidad en la Catedral las vísperas de la Natividad de la Virgen, y el día siguiente se celebraba la fiesta en la Merced, con asistencia de entrambos Cabildos. En la fiesta oficiaban los canónigos; y todos los miembros del Cabildo secular, nuevamente nombrados, al principiar a ejercer sus cargos, prestaban juramento de cumplir religiosamente, por su parte, con el voto que, a nombre de la ciudad, habían hecho sus predecesores.

El Obispo estaba ausente de Quito cuando   —95→   sucedió la erupción del Pichincha: de vuelta a la ciudad, aprobó el acta celebrada por el Cabildo eclesiástico, ratificando en su nombre y en el de sus sucesores el voto de hacer todos los años la fiesta de la Natividad de la Virgen María en la iglesia de la Merced.

En esta ocasión se notó como una circunstancia digna de llamar la atención, que la ceniza, arrojada por el Pichincha, llevada, sin duda, por el soplo de los vientos, fue a caer en el Océano Pacífico, donde sorprendió a varias embarcaciones, que andaban navegando por la costa de Manabí35.

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No era ésta la primera erupción del Pichincha; pues, nueve años antes, había hecho ya otra, igualmente espantosa. El 17 de octubre de 1566, como a las dos de la tarde, lanzó al aire espesos nubarrones de humo negro, oscureciose la atmósfera y cayó por ocho horas continuas una lluvia de ceniza, que llenó los campos, ahogó la yerba de pasto para los animales y causó grande estrago en los techos de las casas de la ciudad: los ruidos subterráneos del volcán aumentaban el horror de las tinieblas, que habían robado su claridad al día. Esta erupción duró por casi tres días completos.- Un mes después, volvió nuevamente   —97→   a despedir nubarrones cargados de ceniza; y los indios, aterrados, discurrían por la ciudad y por los campos, dando alaridos, porque creían, que en la catástrofe que estaban presenciando, iba a perecer el mundo.

Estos años fueron notables, así por algunos fenómenos naturales, de esos que, ordinariamente, suelen aterrar a los pueblos, como por varios acaecimientos lastimosos, los que no pudieron menos de tenerse como presagiados por la Providencia, en cuyas manos están no sólo las leyes con que se rige el mundo físico, sino las que determinan la suerte de las naciones. El virrey don Francisco de Toledo hizo degollar inicuamente en el Cuzco al Inca Túpac Amaru, con el intento de asegurar mejor la dominación española en el Perú, exterminando a los hijos y descendientes de sus antiguos soberanos. Este hecho causó grande indignación en los indios de Quito, y contribuyó a ahondar más el abismo de odio, que la conquista había abierto entre los europeos y la raza vencida. Apareció después en el cielo un gran cometa, que se dejó ver por algún tiempo en nuestro hemisferio; hubo un eclipse de sol y, en fin, presentose de repente en las aguas del Pacífico el famoso corsario inglés Francisco Drake.

El mar del Sur no había sido surcado hasta entonces más que por naves españolas: Drake fue el primero que, atravesando el estrecho de Magallanes, recorrió las costas de Chile y del Perú y llegó hasta Panamá, llevando a cabo en menos de tres años una expedición asombrosa, con la cual dio la vuelta al mundo. El camino quedó   —98→   así abierto y expedito para los corsarios, que no tardaron en invadir las desguarnecidas costas del Pacífico.

Cuando se tuvo noticia en Lima de que Drake se hallaba en el mar del Sur, hubo alarma y sorpresa increíble: el Virrey dio órdenes apretadas para que los encomenderos de Quito bajaran a Guayaquil a fortificar esa plaza y defenderla contra la acometida del corsario. En efecto, cumpliendo las disposiciones del Virrey, se organizó aquí en Quito un no despreciable cuerpo de tropa, municionado y costeado por los vecinos encomenderos, muchos de los cuales acudieron a Guayaquil en persona y permanecieron allá muchos meses, hasta que desapareció completamente el peligro de la invasión de la ciudad.

Drake, con audacia y arrojo increíbles, en vez de regresar al Atlántico por el mismo estrecho de Magallanes, se lanzó mar adentro, subió hasta la altura de Méjico, y, virando su rumbo hacia las costas del Oriente, regresó a Inglaterra por un punto contrario al que había tomado, cuando zarpó del puerto de Pleymuth. La armada del Perú, que estuvo anclada en la boca del estrecho esperando al corsario para batirlo, quedó así burlada completamente36.



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V

Volvamos ahora a hablar del obispo Peña, a quien hemos perdido de vista por algunos instantes.

En las ocupaciones de su laborioso ministerio se hallaba santa, aunque penosamente, entretenido el Ilmo. señor Peña, cuando llegó a Quito la convocatoria que, para su primer Concilio provincial, hacía a todos sus sufragáneos Santo Toribio de Mogrovejo, arzobispo de Lima. Conocía el señor Peña cuánta era la necesidad de trabajar acordes todos los Prelados de estas diócesis en proveer de oportuno y conveniente remedio a la muchedumbre de males, que afligían a estas nacientes iglesias, y así se puso en marcha para la capital del virreinato. Estaba anciano, sus fuerzas se hallaban quebrantadas, el camino era dilatado y penoso, pero nada le detuvo, y, dando la bendición por la postrera vez a su grey, se despidió de ella para no volver jamás: el término de sus días estaba ya cercano.

No era ésta la primera vez que el anciano Obispo tomaba el camino de Lima, pues ya en otras dos ocasiones había ido a aquella ciudad: la primera en 1567, cuando la celebración del segundo Sínodo Provincial, convocado por el arzobispo Loaysa: la segunda, nueve años después, según parece, por asuntos particulares de su obispado. En esta segunda ocasión dejó por Provisor y Vicario General de la Diócesis al canónigo Diego de Salas, Maestrescuela de la Catedral de Quito, y entonces fue también cuando presidió   —100→   en aquel famoso Auto de Fe, celebrado por la Inquisición de Lima contra el P. Fr. Francisco de la Cruz, dominico, y otros presos de aquel tribunal.

Refiramos este acontecimiento. Poco tiempo después de haber llegado a Lima el Ilmo. señor Peña, falleció el arzobispo Loaysa, y, por esta razón, le tocó al obispo de Quito presidir en el auto de fe, que, con extraordinario aparato, quiso celebrar la Inquisición de Lima, atendidas las circunstancias personales de muchos de los reos.

En la plaza mayor de la ciudad se levantó un tablado con doseles para el Virrey y la Audiencia, y asientos para las personas notables y las corporaciones, que debían asistir a aquel espectáculo terrible, pero que en aquellos tiempos era sagrado. La concurrencia fue inmensa, pues habían acudido las gentes desde muchas leguas de distancia: cuando ya todo estuvo a punto, salió la procesión, llevando el estandarte de la fe con grande pompa; los presos eran diez y seis, y, entre ellos, había dos clérigos, dos religiosos mercenarios y un dominico, el más famoso de todos, llamado Fr. Francisco de la Cruz: venían los presos con velas verdes en las manos, algunos con soga a la garganta y otros con sambenito. Llegados a la plaza, el obispo de Quito predicó un largo y fervoroso sermón sobre la fe37, y así que terminó, procedió a degradar en público   —101→   al padre dominico, para entregarlo al brazo secular. Se fueron leyendo después, uno por uno, los expedientes de todos los reos, y pronunciándose y ejecutándose las penas respectivas, con que cada uno de ellos era castigado: contra el P. Francisco de la Cruz había formulado el Fiscal ciento ochenta capítulos de acusación; la propia confesión del padre comprendía setecientas hojas y el proceso constaba de mil seiscientas. Se le acusaba de haber enseñado, entre otros errores, que la Iglesia Romana había prevaricado, que el verdadero pueblo de Israel eran los indios, que el arzobispo de Lima debía ser el Papa, que debían abolirse la confesión sacramental y el celibato de los clérigos, que eran lícitos el duelo y la poligamia y que los inquisidores eran Anás y Caifás. Este fraile, y otros dos de su misma Orden, se habían dejado engañar por cierta muchacha, visionaria e ilusa, a la cual daban crédito, teniéndola como inspirada del Espíritu Santo. Por instigaciones de esta moza, el P. Francisco de la Cruz había tenido un hijo en cierta mujer casada; y, como el fraile se predicaba a sí mismo, por un nuevo Mesías, no vaciló en pronosticar que su hijo había de ser un otro Juan Bautista, que le haría de precursor. Cuando estaba en la cárcel del Santo Oficio, acudieron varios teólogos a desengañarle de sus errores; pero el fraile argüía con textos de la Sagrada Escritura, principalmente del Apocalipsis, que interpretaba con mucha   —102→   sutileza, y no cedía en sus extravagancias; al fin, manifestó con una retractación, poco espontánea, que reconocía sus errores. A este desventurado religioso, digno de ser encerrado en un hospital de orates, la Inquisición lo condenó a la hoguera. Había gozado de la fama de insigne predicador, y obtenido en otros tiempos la privanza del Arzobispo y del Virrey. De sus dos compañeros, el uno murió en la cárcel antes de que se terminara el sumario, y el otro, llamado Fr. Pedro Gasco, antiguo prior del convento de Quito, aunque se delató a sí mismo, no por eso se libró de las crueles penas con que lo castigó la Inquisición. La ceremonia, que principió por la mañana, duró hasta dos horas después de medianoche, y el inmenso concurso se retiró aterrado, sin que hubiera en la gran muchedumbre uno solo que diera señal de compasión por las víctimas38.

Cuando consideramos fríamente los sucesos del tiempo pasado, el corazón se angustia con el recuerdo de las aberraciones humanas. ¿Qué eran (se pregunta uno), esos hombres? ¿Eran   —103→   verdaderos criminales, dignos del último suplicio? ¿Eran ilusos? ¿Eran desgraciados, cuya lesión cerebral les hacía creer como reales y positivas las invenciones de una fantasía desordenada?... Y esos prelados, que, como el señor Peña, se llenaban de fervor religioso ante las llamas de una hoguera, donde veían agonizar lentamente a sacerdotes y religiosos, con quienes habían estado ligados por los vínculos fraternales de una idéntica profesión monástica, ¿qué eran? Por ventura, el celo de la Religión ¿habría endurecido sus entrañas?...

Para nosotros esos sacerdotes, esos religiosos no pueden ser un enigma: los primeros, habían pasado gran parte de su vida en la práctica de la observancia regular: en el pueblo gozaban de la fama de virtuosos, y, por su ciencia, eran generalmente respetados: una vez caídos en pecados carnales, buscaron la tranquilidad de su espíritu no en una penitencia sincera, que acallara los remordimientos de su conciencia, sino en delirios místicos y en errores groseros, mediante los cuales pretendían, en vano, hacer menos vergonzosa su caída y más disculpables sus extravíos. Allá, en el fondo de su corazón, se veían culpables; pero, a los ojos de la muchedumbre, quisieron ser tenidos como santos, inventando supercherías y milagros ridículos, en los cuales ha sido siempre muy propenso a creer el vulgo ignorante.

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Fr. Alonso Gasco entregó en Quito al obispo Peña los corporales, las estolas y otras prendas milagrosas, las cuales, según decía el alucinado religioso, los santos del cielo se las habían dado a María Pizarro, la visionaria con quien trataba Fr. Francisco de la Cruz. ¿Creerían estos desventurados en semejantes embustes? Si de veras creían en ellos, ¿dónde estaba su juicio?... La integridad en la fe era para los hombres de aquel tiempo el mayor bien posible; y asimismo atentar contra la fe el mayor crimen que la perversidad humana podía cometer; y ese crimen tenía otro carácter, que lo hacía más odioso, y era el de lesa sociedad, y por esto sucedía que lo enorme del crimen endureciera las entrañas de los prelados para con las víctimas de la Inquisición.

Dos meses después de celebrado este auto de fe, volvió a Quito el señor Peña; y, cuando Santo Toribio de Mogrovejo, sucesor del señor Loaysa en el arzobispado de Lima, convocó su primer Concilio Provincial, hallábase nuestro Obispo ocupado en practicar la visita de su diócesis en los pueblos de la comarca de Piura, pues el obispado de Quito en aquella época partía jurisdicción con el arzobispado de Lima39.

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La primera sesión del Concilio Provincial se celebró el día de la Asunción de la Virgen Santísima, 15 de agosto de 1582, en la Catedral de Lima, cuando todavía no se hallaba en aquella ciudad el obispo de Quito, el cual llegó allá en octubre del mismo año, asistió a algunas congregaciones y después de una larga enfermedad, ya casi octogenario, pasó de ésta a mejor vida el día 7 de marzo del siguiente año de 158340.

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El señor Peña es sin disputa uno de los más ilustres obispos que ha tenido la Iglesia de Quito. Docto en ciencias eclesiásticas, adornado de partes aventajadas, manso y paciente en tolerar injurias, activo y constante en el trabajo, celoso de la moral pública, liberal con los pobres, solícito en procurar la decencia y compostura en la celebración de los Divinos Oficios y, sobre todo, verdadero padre de los infelices indios. Nada le hace tan recomendable a la veneración de la posteridad como los grandes trabajos, que padeció por defender a los indios: los obstáculos no le quebrantaron, ni las persecuciones le infundieron temor. El rey Felipe Segundo aplaudió su celo en cumplir los sagrados deberes pastorales, y sus enemigos elevaron al trono dos solas quejas contra él, a saber, que era fácil en conferir las órdenes sagradas a los mestizos; y que en su tribunal eclesiástico alguna vez había solido imponer penas pecuniarias, cosa que estaba prohibida por ordenanzas reales. Bien consideradas, pues, estas dos acusaciones, las únicas que se hicieron contra el segundo obispo de Quito, podemos decir   —107→   que el señor Peña fue prelado verdaderamente irreprensible; y, si algunas faltas tuvo, esas; debieron ser las de la época en que vivió. Rodeado de enemigos poderosos, que observaban todos sus pasos para acusarle, supo llevar vida inculpable a los ojos mismos de sus adversarios.

Cuando el señor Peña llegó a Quito, la construcción de la iglesia nueva aún no estaba terminada: el altar mayor no tenía ningún retablo, y sobre las paredes enteramente desnudas, por todo adorno se veía colgado un cuadro llamado de la Sagrada cepa, porque representaba la genealogía evangélica del Redentor, por medio de la serie de reyes de Judá, descendientes de David, cuya sucesión estaba figurada en los pámpanos y racimos de una vid, que nacía del cuerpo del santo rey y se coronaba con la divina Virgen, Madre del Mesías. El señor Peña puso en la Catedral la primera estatua de madera que hubo en ella, y fue una imagen de la Santísima Virgen proveyó a la iglesia de paramentos sagrados y celebró con decencia los divinos Oficios.

Era el señor Peña Obispo consagrado de corazón al servicio de su pueblo: cuando se supo la invasión de los corsarios ingleses, el Obispo se mostró animoso y se ofreció a ir él mismo en persona con algunos eclesiásticos para defender la ciudad de Guayaquil, que estaba en peligro: reprobó la muerte del inca Sairi-Túpac, sacrificado a traición por el virrey Toledo, e hizo presente a Felipe Segundo cuán grande era el odio y la desconfianza que respecto de los españoles había engendrado en el ánimo de los indios semejante asesinato: escribió también con grande desenfado al   —108→   mismo virrey Toledo, pidiéndole que socorriera a una hija de Atahualpa, que había quedado viuda y vivía padeciendo pobreza en esta ciudad41. Después de haber gobernado este obispado por quince años, estando ya viejo y muy quebrantado, deseó descansar, y para esto, escribió al mismo Felipe Segundo y le representó los méritos que tenía contraídos por sus largos servicios a las colonias americanas y sus muchos padecimientos en este obispado, y le pidió que le trasladara a otra diócesis o le concediera el arzobispado de Lima, que acababa de vacar por la muerte del señor Loaysa. Esto en aquella época era muy corriente, atendida la manera cómo consideraban las cosas los hombres de entonces; pero nosotros, examinándolas desde otro punto de vista, no podemos menos de censurar en nuestro   —109→   Obispo semejante paso: los Obispos deben ser más virtuosos que los fieles: ¿no son ellos los pastores de la grey del Señor? ¿no tienen derecho las ovejas a mirarse en ellos como en espejo de toda virtud?

El señor Peña fue pronto llamado al eterno descanso; y el sucesor del señor Loaysa en el arzobispado de Lima fue Santo Toribio.

Así que llegó a Lima el Señor Peña, puso la renuncia de su obispado y pidió al Rey que le concediera una plaza de inquisidor en el tribunal establecido en la misma ciudad. Mas, sus días estaban contados, y la renuncia del obispado y la noticia de su fallecimiento llegaron a un mismo tiempo a España.

Su cadáver fue sepultado en la iglesia de la Merced, de donde lo trasladaron años después a la capilla de la Inquisición. Sus bienes los legó a la misma Inquisición para que se compusieran las cárceles de ella; pues había notado con dolor que los presos sufrían mucho, y que aún algunos morían, por la incomodidad con que eran tratados. La Iglesia de Quito, donde tanto había padecido, no tuvo siquiera la honra de poseer sus cenizas.





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ArribaAbajoCapítulo cuarto

Gobierno de la Audiencia


El licenciado Auncibay es llamado a Bogotá.- El oidor Ortegón regresa a España.- Gobierno de don Pedro Venegas del Cañaveral.- Proceso contra los hijos de Benalcázar.- La primera invasión pirática a las costas de Guayaquil.- Asuntos eclesiásticos.- Don Fr. Antonio de San Miguel, tercer obispo de Quito.- Los Vicarios capitulares.- Prisión del obispo de Popayán, don Fr. Agustín de la Coruña.- Fundación del convento de frailes agustinos de Quito.- El primer convento de monjas.- Don Lorenzo de Cepeda y su familia.- Recuerdos de aquella época.



I

La triste situación de Quito empeoró mucho más con la muerte del obispo Peña siguiose a ella una larga vacante, pudiendo decirse que estas provincias estuvieron abandonadas y sin gobierno, tanto en lo civil como en lo eclesiástico, durante el largo espacio de casi diez años.

Después de la muerte del presidente Narváez, el supremo tribunal quedó reducido solamente a dos ministros, el licenciado Auncibay y don Pedro Venegas del Cañaveral. Debía ocupar el primer puesto en la Audiencia y hacer las veces de Presidente de ella el licenciado Auncibay, como Oidor más antiguo; pero, acontecimientos inesperados hicieron que toda la suma del poder recayera en las ineptas manos de Cañaveral.   —112→   No obstante, aunque hubiera gobernado Auncibay, la suerte de la colonia habría sido la misma, pues, entre los dos letrados había principiado a encenderse una mal disimulada rivalidad; y, si alguno de ellos hubiese sido apto para el gobierno, esa rivalidad habría trastornado el orden y sido funesta para una buena administración. Llegó, pues un día, cuando la triste Audiencia de Quito, con todas sus provincias, quedó entregada en manos de una mujer, y de una mujer, en quien los defectos propios de su sexo habían bastardeado las nobles prendas de la dama castellana.

Auncibay fue suspendido de su cargo de Oidor y llamado a Bogotá por el visitador Prieto de Orellana, para que respondiera a las graves acusaciones, que contra él se habían presentado. Auncibay había sido antes Oidor en la Audiencia de Bogotá, de donde fue trasladado a la de Quito. Parece que el inquieto Licenciado había esparcido anónimos calumniosos y causado con ellos la prisión y aún la muerte de un infeliz, a quien aquellos libelos le fueron injustamente atribuidos; más, como, al fin, la verdad principiara a clarear por entre las sombras del secreto en que había sido encubierta, Auncibay fue citado a comparecer ante el Visitador de la Audiencia del Nuevo Reino, dentro de un plazo determinado, y hubo de marcharse a Bogotá.

Dos graves acusaciones se presentaron contra Auncibay ante el Visitador de la Audiencia de Bogotá: había mandado cortar un pie a un español, y hecho ahorcar injustamente a un tal Juan Rodríguez del Puerto, poniéndole mordaza   —113→   en la boca para que no pudiera hablar ni declarar nada respecto de los libelos que se habían fijado en las esquinas de la ciudad: el mutilado y la viuda de Rodríguez se presentaron ante el Visitador y pidieron que se les hiciera justicia: confiscáronsele, pues, sus bienes a Auncibay; se le suspendió del cargo de Oidor de la Audiencia de Quito y se le obligó a ir preso a Bogotá42.

El doctor don Juan Martínez de Landecho, nombrado cuarto presidente de Quito, no llegó a desempeñar su cargo, porque murió en Panamá, estando de viaje para esta cuidad, el año de 1582.

Algún tiempo antes se había ausentado de Quito el licenciado Ortegón, pidiendo licencia de dos años para regresar a España, con el intento de sostener sus pretensiones al ducado de Veragua, cuya posesión decía pertenecerle a su mujer, como legítima descendiente de Cristóbal Colón. Pero pocos años después acabó su vida en Madrid, sucumbiendo en suma pobreza, sin ver logradas sus ambiciosas esperanzas43. Quedó, pues; solo en la Audiencia, presidiendo en ella y gobernando el país, el anciano don Pedro Venegas del Cañaveral.

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Antes de referir lo que hizo cuando estuvo solo, y lo que sucedió y las cosas en que tuvo parte cuando estuvo acompañado del licenciado Auncibay, veamos primero quién era don Pedro Venegas del Cañaveral, y demos a conocer las personas que le rodeaban.

Era el licenciado Cañaveral entrado ya en años y de edad muy avanzada, perlético y tan desmemoriado, que a menudo se olvidaba hasta de su propio nombre, y preguntaba cómo se llamaba, cuando en el tribunal le presentaban algún escrito en que debía firmar. De carácter apocado y sin vigor varonil, temblaba ante su mujer, y se dejaba mandar y gobernar por ella con tanta timidez, como un niño, a quien se hubiese espantado con castigos. Doña Magdalena de Anaya, esposa de nuestro Licenciado, era, pues, la que realmente gobernaba en la ciudad y disponía de todos los cargos, empleos y destinos públicos, distribuyéndolos o quitándolos, según su interés o su capricho.

Doña Magdalena era ya señora de edad madura, y las gracias naturales de su rostro y cuerpo, que nunca habían sido extraordinarias, se habían marchitado mucho con los años; pero, en cambio, la sutileza de su ingenio mujeril se había aguzado notablemente: tres veces casada; la primera con don Cristóbal Colón, en Santo Domingo de la Isla Española: la segunda, con el doctor Cáceres, el cual murió siendo oidor de Panamá; y la tercera, con nuestro Licenciado Cañaveral. Del segundo matrimonio le quedó un niño, del cual fue nombrado tutor el mismo Cañaveral. Celebrose el matrimonio de éste con   —115→   doña Magdalena en Panamá, cuando el Licenciado venía a hacerse cargo de su empleo de Oidor en la Audiencia de Quito. Los cuatro años, durante los cuales don Pedro Venegas del Cañaveral fue el único oidor de la Audiencia de Quito, el gobierno estuvo en manos de doña Magdalena de Anaya y Guzmán.

Una pasión dominante tenía la célebre Oidora, y era la de enriquecerse: el gobierno y la justicia estuvieron, pues, durante aquellos funestos cuatro años, a merced de los que se tenían cautivada la voluntad de la esposa del Presidente, por medio de dones y regalos. Nuestros mayores conocieron muy pronto el lado débil de doña Magdalena, y por ahí la acometieron: su casa se vio llena de pretendientes de pleitos y de solicitantes de empleos, ninguno de los cuales entraba con las manos vacías: sentada en su estrado, recibía todas las mañanas las visitas de los Prelados de los conventos, que habían tornado sobre sí el cargo voluntario de patrocinar a los litigantes, haciendo de ese modo ostentación ante el pueblo de su valimiento para con la omnipotente señora.

Doña Magdalena, industriosa y diligente, era fecunda en arbitrios para enriquecerse: recogió en su casa a cuantas indias pudo hábiles en tejer randas y encajes, y formó un verdadero taller, donde las hacía trabajar desde por la mañana hasta la noche, sin darles de comer ni pagarles salario. Una hora se les permitía de descanso, para que salieran a almorzar. Estableció también, en su misma casa, una joyería, en la cual se labraban piezas de oro y de plata, que   —116→   después se hacían rematar en los pueblos de indios, a precios muy subidos. Era tanta la abundancia de víveres que le regalaban de todas partes, para tenerla contenta y congraciarse con ella, que puso dos tiendas públicas en su casa, para vender lo que le sobraba44.

Cuando alguno le hacía insinuaciones respecto a las quejas que contra su marido pudieran haberse dirigido a la Corte, decía, con sorna, doña Magdalena, haciendo como quien se mide la garganta: ¡buen palmo de pescuezo tiene don Pedro para la horca! Y Cañaveral solía repetir a menudo: ¡¡¡véngueme yo, de mis enemigos, y después cargue conmigo el diablo!!...

No obstante, esa grande impavidez era aparente y fingida, y tanto Cañaveral como su esposa temían los resultados de una residencia, y se afanaban, buscando alguna manera; cómo prevenir el castigo, que, días más, días menos, podía caer sobre ellos. En el momento menos pensado se les ofreció la ocasión que deseaban: se hizo alarde de justicia, pero fue derramando sangre inocente.



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II

Existían en Quito dos hijos naturales del conquistador don Sebastián de Benalcázar, habidos en una india; ambos varones, llamados Miguel y Francisco respectivamente: Francisco se casó y murió en edad temprana, dejando un niño, el cual tomó el apellido de su madre y era conocido con el nombre de Alonso de Herrera; Miguel era soltero y tenía treinta y tres años de edad. Acusósele criminalmente ante la Audiencia de que intentaba alzarse con la tierra y usurpar el gobierno de ella. Era este Miguel de Benalcázar, un joven pobre, que vivía miserablemente de la industria de pintar naipes, para venderlos con licencia que para ello tenía de la misma Audiencia; mas, así que le fue retirado este permiso, quedó el cuitado mozo reducido a la miseria. Fastidiado del hambre y aburrido, solía expresarse con demasiada libertad contra el gobierno, y esto dio fundamento para que se creyera que estaba preparando una rebelión, acaudillando a todos los mestizos, de los cuales había muchos en la ciudad, pobres y descontentos.

El primero que denunció al oidor Cañaveral el plan de la proyectada rebelión fue Fr. José Martínez, español, Guardián del convento de San Francisco. La denuncia del Guardián fue muy vaga, general e indeterminada, pues se limitó a decir: que estuvieran con mucho cuidado, porque había peligros graves, y que era necesaria mucha vigilancia; pero, a pesar de cuantas instancias se le hicieron, el fraile no quiso decir ni una palabra más, y se encerró en una misteriosa   —118→   reserva. Algunos días después del aviso o advertencia dada por el guardián de San Francisco, se hizo un segundo denuncio, indicando las personas complicadas en el asunto, y el jefe de la conspiración. Benalcázar huyó; pero no tardó en ser descubierto, a pesar del vestido y traje de indio, con que se había disfrazado: tomado preso, fue traído a la ciudad y encerrado en la cárcel, donde ya desde antes se encontraba preso su sobrino Alonso, por otros motivos. El sobrino de Miguel Benalcázar estaba denunciado como el cómplice principal de la rebelión. Fueron apresados también algunos otros individuos.

A Miguel Benalcázar se le tomó su confesión; pero, no satisfechos con ella los jueces, le mandaron dar tormento, para que descubriera toda la verdad. Desnudósele, pues, y fue extendido de espaldas en el potro: sus brazos iban casi descoyuntándose a la violencia del tormento, y de las heridas que le causaban los cordeles, introduciéndose en la carne, brotaba sangre: el infeliz joven daba alaridos y protestaba, que no tenía que hacer ya ninguna revelación; pero los jueces insistían: el tormento era cada vez más recio, pero la víctima no delataba a sus cómplices. Díjose que hacía siete años ha que Benalcázar había estado urdiendo el alzamiento, y se le condenó a morir ahorcado. El proceso estuvo terminado en el breve término de dos días; y, aún no había venido todavía la noche del tercero, cuando ya la sentencia estaba ejecutada. Con Benalcázar fue ahorcado también Alonso Herrera, su infeliz sobrino. Era esto el 26 de mayo de 183.

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Los otros presos permanecían en la cárcel, esperando el fallo de su causa, la cual fue sentenciada sin pérdida de tiempo. Juan López de Gamboa, Juan de Azcoitia y Martín de Senarruza fueron condenados a muerte, y se les dio garrote otros fueron sentenciados a diez años de galeras, sin sueldo. Lorenzo de Padilla, cuando se le notificó que estaba sentenciado a muerte; dijo que era clérigo; mas nunca se le había visto señal alguna por la cual se conociera su estado eclesiástico. No obstante, el Vicario reclamó por la inmunidad del que debía gozar el preso: la Audiencia desatendió los reclamos del Vicario, y dio orden para que la sentencia se ejecutara puntualmente, pues el supuesto clérigo estaba acusado no sólo como cómplice en el plan de rebelión contra la autoridad real, sino también como reo de un homicidio y de un asesinato. El Vicario, juzgando que su autoridad era ultrajada, decretó la pena de entredicho contra la ciudad: tocáronse las lúgubres, campanadas, con que se anunciaba a la población que se interrumpía el culto divino, y se mandó consumir las sagradas formas en la Catedral. Empero, a pesar de todo este aparato, el reo fue sacado a la plaza y ahorcado públicamente, sin que fueran parte para librarlo del último suplicio las nuevas demostraciones y protestas que hizo el Vicario, presentándose con el Santísimo Sacramento, a tiempo que colgaban al reo de la horca45.

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Parece increíble que un anciano, caduco y achacoso; como don Pedro Venegas del Cañaveral, haya podido arrostrar con tanta energía los resentimientos populares y las contradicciones de la potestad eclesiástica, en un tiempo en que ésta era entre nosotros tan poderosa; el anciano Oidor estaba dominado por dos sirvientes suyos, a cuya voluntad se rendía dócilmente, y éstos comunicaban vigor a su carácter fluctuante, deseando conservar su poder sobre el pueblo, por medio del terror. No era al enfermizo letrado a quien se temía, sino a los criados, cuyas venganzas se redimían a precio muy caro.

Así estaban las cosas en esta ciudad, cuando llegó la noticia de que regresaba de Bogotá el licenciado Auncibay, repuesto en su plaza de Oidor: como Auncibay era más antiguo, tocábale por derecho el presidir en la Audiencia y el gobernar la provincia; mas, para no perder el poder de que a su arbitrio habían estado gozando los   —121→   sirvientes de Cañaveral, sugirieron a su amo que no permitiera entrar en la ciudad a su compañero de tribunal. Para semejante medida tenían un motivo si no del todo justo, a lo menos muy especioso; pues el licenciado Prieto, cuando suspendió a Auncibay del cargo de Oidor, había declarado, en el auto de suspensión, que no sería restituido a su destino, sino por decreto de Su Majestad, y Auncibay tornaba a la Audiencia, mediante un decreto emanado no del Rey sino del mismo Visitador de la Audiencia de Bogotá. Requiriosele, pues, a don Francisco de Auncibay que no entrara en la ciudad, y que no pretendiera volver a su empleo de Oidor: Quito se dividió en bandos, y los partidos andaban alterados: las pasiones encendidas buscaban desahogo; Auncibay se acobardó; y, así que llegó al pueblo de Guayllabamba, no se atrevió a pasar adelante, pero quitó las varas a los alguaciles que se presentaron a hacerle la notificación. Cañaveral mandó vigilar los caminos y puso en el puente de Guayllabamba cuarenta hombres, armados de arcabuces, para que lo custodiaran; sin embargo, Auncibay logró burlar las medidas de su competidor y se metió una noche a hurtadillas en la ciudad, hospedándose en el convento que estaban edificando recién los frailes agustinos. Al otro día, toda la ciudad estaba alarmada: Cañaveral ordenó rodear de soldados el convento, y pretendió que el huésped le fuera entregado: resistiéronse los frailes, y con la mediación de algunos vecinos influyentes se arregló el asunto, comprometiéndose Auncibay a salir de Quito; y no regresar a la Audiencia, sino cuando el Virrey de   —122→   Lima, a quien había apelado, resolviera lo que le pareciese justo. En efecto, para cumplir su palabra salió de Quito y se mantuvo en el pueblo de Saquisilí, distante una jornada de camino de la ciudad.

Los allegados de Cañaveral quedaron triunfantes, merced a la astucia de doña Magdalena, la cual reñía con cólera a su marido, cuando lo veía flaquear: el menguado viejo, lloroso como un niño, se hincaba delante de su mujer y le rogaba que se desenojara. Tan fea afrenta soportaron por cuatro años nuestros mayores.

La satisfecha doña Magdalena entraba al salón de la Audiencia, y tomaba parte en los acuerdos: otras veces hacía que éstos se celebraran en su propia casa y no en el palacio del tribunal. Así estuvieron las cosas hasta que se anunció que había sido nombrado un nuevo Presidente, el cual traía la comisión de practicar la visita de la Audiencia, residenciando a los ministros de ella: súpose también que estaban ya en camino dos nuevos Oidores elegidos para Quito. Con estas noticias, la astuta señora dio en fingir suma pobreza, y se hacía servir la comida en platos ordinarios de barro, de esos que usaban solamente los indios46.

El 30 de marzo de 1587 estaban ya en Quito cuatro Oidores: don Pedro Venegas del Cañaveral, don Francisco de Auncibay, Cabezas de Meneses y Moreno de Mera. Presidía en la Audiencia   —123→   el licenciado Auncibay, como Oidor más antiguo. Con la llegada de Moreno de Mera, que venía de Fiscal, se hicieron amigos Auncibay y Cañaveral, poniendo fin a sus antiguas rivalidades. Poco sobrevivió don Pedro a sus nada honrosos triunfos políticos: menos de un año después falleció, dejando un recuerdo sombrío, en el cual lo ridículo aparece mezclado a lo sangriento. Doña Magdalena, su viuda, viéndose sola y atusada, se refugió en el convento de Santa Catalina, buscando en el silencio del claustro una tardía tranquilidad.

Ninguna época ha sido tan ingrata como aquella en nuestra Historia: el corazón se nos angustia, la vergüenza enrojece nuestro semblante, considerando que hubo tiempo, en que se relajaron todos los vínculos sociales y la suma del poder público estuvo en manos ineptas para gobernar. El respeto debido a los muertos nos impone silencio; y nuestra pluma se detiene, contenida por las sagradas leyes de la caridad cristiana, cuyos límites no nos es lícito traspasar. ¿Qué era del orden social, cuando la noticia de la muerte del virtuoso virrey de Lima, don Martín Enríquez, se recibía con corridas de toros? ¿Cómo se podía inspirar respeto a la ley, teniendo el Presidente en su propia casa, mesas de juego? ¿Dónde el buen ejemplo, dejando abandonado el tribunal de la Audiencia, para ir a pasar días seguidos en el campo, sin más ocupación que una inútil holganza?

En tiempo del mismo don Pedro Venegas del Cañaveral, sucedió la primera invasión de corsarios a las costas ecuatorianas. Drake, había   —124→   dejado abierto el camino para el mar del Sur, y por el mismo estrecho de Magallanes entró pocos años después otro pirata también inglés de nación, a quien los antiguos escritores españoles, castellanizando el apellido extranjero, le llaman Tomás Candi. Su propio nombre inglés era Roberto Tomás Canvendish. Armó cuatro navíos y se presentó al frente de las costas de Chile y del Perú: en Arica fue rechazado por las mujeres de la población; bajó hacia el Norte, y, ya en las aguas ecuatorianas, echó a fondo uno de los navíos; en el puerto de Machala abandonó en tierra dos indios y un negro, a quienes traía prisioneros y con los tres navíos restantes, que se hallaban en muy mal estado, surgió en la isla de la Puná.

Era a la sazón virrey del Perú el conde de Villardompardo, y corregidor de Guayaquil don Jerónimo de Reinoso. Así que en Lima se tuvo noticia cierta de la presencia de los piratas en las aguas del Pacífico, el virrey dio órdenes terminantes para que, dentro de un plazo determinado, acudieran a Guayaquil todos los encomenderos de Quito, quienes por las órdenes vigentes entonces, estaban obligados a defender los puertos contra toda invasión extranjera, y a sostener la autoridad de la corona, donde quiera que se viese amenazada. Los encomenderos de Quito dirigieron al Virrey una representación, en la cual le pedían que les dispensara del servicio personal; pues hacía poco tiempo a que habían regresado de la costa, cuyo clima era muy adverso a su salud: hicieron presente que estaban muy faltos de recursos, por los gastos que habían hecho cuando acudieron a la defensa de la misma ciudad de   —125→   Guayaquil, luego que se tuvo noticia de la expedición del pirata Drake, y, que todavía no les había sido posible pagar las crecidas deudas, que con ese motivo muchos de ellos habían contraído. También don Jerónimo Reinoso, por su parte, observó al Virrey que la gente noble, que bajaba de la sierra a la costa, era muy poco a propósito para el servicio militar, por su delicadeza de complexión y por su género de vida, acostumbrados a ser servidos y a no trabajar con sus propias manos. Dispensó, pues, el Virrey a los vecinos ricos de la sierra de la obligación del servicio militar personal, y les permitió que enviaran soldados enganchados a su costa: así se hizo, y de Quito fue a Guayaquil el capitán Juan de Galarza, con cincuenta hombres bien armados y municionados; atendidas las condiciones de la colonia en aquellos tiempos.

Galarza con su compañía llegó a Guayaquil casi a mediados de junio; y tres días después, el Corregidor salió de la ciudad dirigiéndose cautelosamente a la Puná. Desembarcaron en las primeras horas de la noche, y sin ser sentidos, tomaron tierra, a unas cuatro leguas de distancia del punto donde estaban los ingleses. Al otro día, cuando principiaba a rayar la aurora, dieron de súbito contra los piratas, quienes, sin cuidado alguno de ser acometidos, estaban aderezando en aquel momento unas velas de navío que habían quitado al cacique de la isla; en cuya casa se hallaban acuartelados.

Un tal Miguel Pérez Pacheco, que había servido en la guerra contra los chiriguanas, preparó un botecillo con pólvora y lo arrojó sobre los   —126→   ingleses: estalló el bote al caer e hizo explosión causando estrago en los piratas: de éstos, unos corrieron a refugiarse en los barcos; otros se encastillaron en la casa del cacique: la gente de Reinos o se dividió en dos cuerpos, para acometer a los enemigos, en los dos puntos donde se habían fortificado; los de los navíos maniobraron con destreza y levaron anclas, poniéndose pronto en una situación ventajosa, a donde no alcanzaban los proyectiles de los arcabuces: la refriega concentrose, pues, alrededor de la casa, donde permanecían encerrados, defendiéndose valientemente tres ingleses: la resistencia continuó por algún tiempo, sin dar los piratas la menor señal de cobardía, hasta que Gonzalo Gutiérrez prendió fuego por uno de los costados a la casa, y los ingleses se rindieron, viéndose rodeados de llamas por todas partes. Perecieron algunos otros, ahogados con el ansia de acogerse precipitadamente a los navíos. Los nuestros inutilizaron las pipas, las jarcias y cuanto los ingleses se dejaron en tierra con el apuro de huir, habían atracado los navíos y estaban ocupados en galafatear los costados y cubiertas, bien desprevenidos para cualquier ataque. Se contaron veintiséis muertos y cuatro prisioneros ingleses. Reinoso se apoderó además de algunos mosquetes y echó al mar una fragua que los piratas habían tenido en la playa. Así terminó la primera expedición, que contra las invasiones piráticas de los extranjeros se llevó a cabo en tiempo de la colonia. Reinoso dio cuenta a la Audiencia de todo lo ocurrido; y ésta y el Virrey le felicitaron; por su actividad en la defensa de la Puná.

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Candi con su expedición pirática muy maltratada recorrió todavía las costas de Centroamérica, y, tomando la derrota hacia las islas de la Oceanía, dio la suelta a Inglaterra y entró en el puerto de Plymouth el 9 de setiembre de 1589, dos años después de haber salido del mismo. Estas expediciones, tan inmorales consideradas desde el punto vista del derecho de gentes, produjeron no obstante un resultado provechoso para la Geografía y la Náutica, con el conocimiento de los puertos y la demarcación de las costas y surgideros en todo el trayecto por ellas recorrido47.

Hemos referido los sucesos puramente seculares; narremos ahora los eclesiásticos: nuestra relación será así más clara, y el conocimiento de los tiempos antiguos más completo.