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ArribaAbajoPadre Samuel Fritz


ArribaAbajo Carta del padre Samuel Fritz al padre Diego Francisco Altamirano

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«Mi padre procurador general P. Diego Francisco Altamirano.

»Pax Christi.- Escribí a V. R. ya dos años ha desde las misiones castellanas, según me había encargado en una suya dada en Madrid, de los progresos de nuestra Santa Fe en este río Marañón o Amazonas: esa (así) doy de esta ciudad de Pará de los portugueses, adonde aporté por providencia del Señor.

»Yo soy de la provincia de Bohemia, uno de los seis misioneros que por licencia de Su Majestad Católica partimos de Cádiz, en la flota de 1684 por mes de setiembre, para las misiones del Colegio de Quito en este río de Amazonas. Luego que llegué a las misiones (ya hace cinco años) entré por orden del P. Superior a la provincia de Omagua a predicarles el Evangelio de Cristo: treinta y ocho aldeas son entre pequeñas y mayores, situadas todas en islas de Amazonas, las cuales todas con otras muchas aldeas de otras diferentes naciones hasta el río Negro de la banda de Norte y río de la Madera en la banda de Sur (hasta donde ya subieron los padres   —282→   misioneros portugueses) recibieron con mucho consuelo mío el Evangelio de Jesucristo sin alzamiento o contradicción ninguna.

»Sucedió entretanto, que estando yo el año pasado en el pueblo de la nación Yurimaua, Dios me visitó con tres achaques (que) todos parecían mortales, con calenturas, disentería e hidropesía, y la cual de tal suerte subió por todo el cuerpo, que era menester de ser cargado en red o hamaca. Alivio en mis achaques no hallé ninguno en la misión, antes tuve causas muchas de empeorarme más y más, entre las cuales es esta notable: porque el río de Amazonas todos los años por mes de marzo de tal manera crece, que sube cinco o seis brazas anegando todas las islas y pueblos, y entonces vivimos sobre unas barbacoas o teatros de cortezas de árboles, aguardando hasta que baje; dura esta creciente grande tres meses; y yo, por falta de herramienta, porque no he tenido casi ningún socorro de Quito, para cortar arboleda grande, no he podido hasta ahora hacer alguna población en tierra firme.

»Estando, pues, destituido de todo auxilio humano y sabiendo de los indios como ya habían subido tanto los portugueses de Pará, determiné de bajar acá en busca de algún remedio, el cual no hallé con mucha asistencia y caridad de los padres de este Colegio de Pará; así que, gracias a Dios estoy con la salud recobrada. Esta ha sido la causa de mi venida a estas tierras portuguesas.

»Después de haber ya mejorado de mis achaques, quise volverme por mes de junio para mi misión; pero el Gobernador me significó que no podía permitir me volviese; al fin me quise embarcar para Portugal o para alcanzar licencia de Su Majestad o volverme por aquí, o si no a buscar otro camino para mi misión con la flota que va de Cádiz a Cartagena; pero también esto se me impide, siendo así que no he hecho culpa ninguna ni contra el Rey ni contra sus leyes ni contra la gente portuguesa, y esto no obstante, no se me permite, en causa de Dios, volverme a mi misión.

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»La causa de mi detención en Pará es, porque el gobernador pasado Arturo Sa de Meneses, con el Oidor General, hicieron un término, obligando en nombre de Su Majestad al P. Superior de estas misiones para que no me dejara ir a mi misión hasta que venga la respuesta del Rey de Portugal; porque (dicen ellos) los Omaguas, que aquí llaman Cambebas, adonde comienza mi misión, pertenecen también a los portugueses. Yo, aunque informé al P. Superior que mi misión estaba muy remota de la demarcación portuguesa, le respondió el Gobernador: 'No hemos de creer lo que dice el padre castellano'. Así estoy detenido aquí sin poder ir ni para arriba ni para Portugal. Que avisaron a Su Majestad de mi venida, está muy bien, pero lo habían de haber hecho con modo que no perjudicasen al Evangelio de Jesucristo y esto es que sobre todos los achaques me aflige con tan diuturna (sic) detención verme impedido de poder acudir a la conversión de estas pobres almas. ¡Oh, cuántas entretanto perecerán que con la presencia del misionero se hubieran logrado! Y de esto, ¿quién dará cuenta a Dios?

»De lo que dicen que mi misión también pertenece a los portugueses, quisiera no hacer ninguna mención; pero sólo por ser también negocio de las almas y veo manifiesta ruina de las ya convertidas y de las demás que se han de convertir, obligado de mi conciencia brevemente apunto mis dudas, para que V. R. procure que todo pacíficamente se remedie antes que se haga algún inconveniente con armas de parte de los portugueses de aquí.

»1.º- Los portugueses, según se lee en el primer tratado de paz celebrado en Lisboa el año 1681, no pretenden más que veinte dos grados y un tercio en longitud (concedidos por la bula de Alexandre VI), contando desde el meridiano que pasa por la margen occidental de la isla de San Antonio de Cabo verde hasta el meridiano de la Demarcación, el cual también ha de pasar por la boca del río de Vicente Pinzón.

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»2.º- Ahí mismo se refiere, que de la dicha isla de San Antonio hasta la boca desde el río de Amazonas, a diecisiete grados con dos tercios, y así para el cumplimiento de veinte y dos grados con un tercio faltan cuatro grados y dos tercios de longitud que los portugueses pretenden hasta el meridiano de la demarcación, y que todo lo demás de ahí hacia el Occidente, está comprendido dentro de la demarcación de Castilla.

»3.º- Cualquier posee hecho dentro de los límites de otro ahí también se da por inválido y nulo, ni puede entrevenir alguna prescripción.

»Esto, pues, si es así; si en este río de Amazonas los portugueses no pretenden más que cuatro grados y dos tercios de longitud, ¡no sé cómo ya tomaron posee hasta el río Negro, cerca de doce grados! ¿Y cómo por ahí hacen esclavos, sabiendo que entre los límites de Castilla es ilícita la servidumbre? Mas, ¿cómo pueden pretender también los Omaguas, adonde comienza mi misión, más de 25 grados en longitud?

»Lo que en su favor a mí me objetaron aquí, es una cédula de la Audiencia a la tropa portuguesa que de Pará había subido a Quito por el año 1637, para que (como se lo pidieron los portugueses) volviéndose de Quito el año 1639, pudieran tomar posee para la Corona de Portugal, de una aldea adonde habían encontrado unas orejeras de oro y por eso la llamaron Aldea de Oro, situada entonces sobre el río Amazonas, en la banda del Sur, entre los ríos Yuruá y Cuchiura, y dice que tomaron posee. Pero esto también, ¿cómo puede tener valor, cuando antes que vino a las noticias del rey Felipe IV, ya los portugueses el año 1640 se habían apartado de la Corona de Castilla? Y sin autoridad y confirmación por el Rey, ¿cómo podía la Audiencia abalienar tierras de su corona?

»Va aquí para alguna noticia el mapa geográfico de   —285→   este río Marañón o Amazonas10; no la pude hacer ahora con la perfección necesaria; si de aquí me volviera para mi misión, daré otra más acurada por el camino de Quito.

»Baste esto; a V. R. por amor de Jesucristo le suplico haga la diligencia para que se componga este negocio de mi misión, porque yo no vine acá ni mi vocación es meterme entre pleitos sobre ríos y tierras, sino a buscar almas; y si esto se me quita o se me ponen mil estorbos, ¿con qué cara ha de ver el pastor su rebaño perseguido cuando no tiene remedio ninguno? Poner mi vida por esas pobres almas no sólo no repugno antes lo deseo que ver después las injurias, que temo, como con mi sangre se remediara algo.

»Además encargó a V. R. la redención de mí mismo. Quince meses ha que llegué a Pará y estoy detenido sin razón, con perjuicio grande de la propagación de N. S. Fe Católica, para que los portugueses me dejen subir de aquí por el río de Amazonas para mi misión; o si no, embárquenme para Portugal y yo pueda ir por otro camino con la flota de Cádiz para mi misión. V. R. me encomiende en sus SS. sacrificios para que en todo conozca y cumpla la voluntad divina.- Pará y diciembre 16 de 1690.- De V. R., Siervo en Cristo.- Samuel Fritz, Soc. Jhu., Misión».

(Ológrafa.- Real Academia de la Historia.- Est. 13, gr. 7.ª, núm. 692-2, doc. 10).





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ArribaAbajoPadre Rodrigo Barnuevo


ArribaAbajoRelación apologética del antiguo como del nuevo descubrimiento del río Amazonas según los misioneros de la Compañía de Jesús

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Con la Relación que sigue contesta el Provincial de los Jesuitas de Quito, P. Rodrigo Barnuevo, a otra Del descubrimiento del río de las Amazonas, por otro nombre Marañón, hecho por la religión de Nuestro Padre San Francisco por medio de los religiosos de la provincia de San Francisco de Quito. Para informe de la Católica Majestad del Rey Nuestro Señor y su Real Consejo de las Indias, que ordenó e hizo imprimir en Madrid el P. Fr. José Maldonado, natural de Quito, Comisario general por la Orden franciscana de todas las Indias.- V. la carta del P. Barnuevo inserta en la nota al documento III del expresado capítulo primero. A ella dice que acompaña la presente Relación y la fecha en 31 de mayo de 1645. El título del capítulo primero de la parte segunda de estas Noticias dice que se presentó en el Consejo de las Indias el año 1643.

Creo que la presentación no fue en dicho año.

La relación del P. Barnuevo se halla entre los Papeles de Jesuitas de la Real Academia de la Historia, y es como sigue:

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Relación apologética, así del antiguo como nuevo descubrimiento del río de las Amazonas o Marañón, hecho por los religiosos de la Compañía de Jesús de Quito, y nuevamente adelantado por los de la Seráfica Religión de la misma provincia. Para el desagravio de lo que lenguas y plumas imputan a la Compañía de Jesús, y verdadero informe de la Católica Majestad del Rey N. S. y de su Cancillería de Quito y R. I. Consejo de las Indias

Poderoso Señor.- No es nuevo en el mundo oponerse a la verdad la mentira, a la luz las tinieblas y al sol que nace lo opaco de las nubes con los rebozos de sus nieblas, y más si al nacer la luz de la verdad, niña de pocos años muere entre mantillas ahogada, a la sepultura el olvido entre pañales, y sepultada como muerta, olvida por muchos años el tiempo su crianza, y al nacer segunda vez de nuevo, la desconoce la fama y aun le da otros padres bien ajenos de los primeros que la engendraron; sucediendo en esto lo que al valiente pincel   —291→   que sacó a luz la nuevo y primoroso de una imagen que por echada a un rincón, desmayados o muertos con el polvo y el tiempo lo primoroso del arte y lo vivo de sus colores, por salir después un moderno pincel, que acaso la encontró y avivó o resucitó sus colores, se apropia la gloria de primer inventor, y se da por agraviado de que la verdad vuelva por su opinión y el blasón del original se apropie a quien por derecho de verdad le toca. Crió Dios la luz del sol al principio del mundo, teniendo su primer origen en el eficaz fiat, sólo de una palabra suya; origen tuvo en las manos de Dios, donde la primera vez se amasó el barro de la naturaleza humana, el hombre levantado a ser tan alto, que es poco menos en la naturaleza que el ángel, a quien sobrepuja en algunos dones y en otros le iguala; y con todo eso, con ser tan antiguo aqueste origen y de solar tan conocido, hubo tiempos en que el mismo tiempo lo puso en el olvido, y fábulas que dieron al sol y al hombre otro origen y otros nuevos padres, haciendo al ser del hombre obra de Prometeo, y al sol hijo de Latona, criaturas mortales. Nació (oh, gran Señor) en los brazos de la Compañía de Jesús y en los de sus religiosos, soldados espirituales de esta gran milicia, el primer descubrimiento del gran río de las Amazonas o Marañón, por otro nombre, cuyas aguas y riberas, habiendo servido de Jordán bien glorioso a los primeros bautismos de gentiles de los muchos que alimenta en sus orillas su copioso gentilismo, ahora en estos tiempos, resucitando su descubrimiento más crecido y adulto, quieren que se confirme, y que dejando todos los nombres modernos y antiguos, se llame San Francisco de Quito, por haberle navegado religiosos del serafín Francisco, siendo así que por esta razón primero se había de llamar San Ignacio del Quito, pues soldados suyos y religiosos de la Compañía de Jesús, fueron los primeros que pisaron sus márgenes y administraron a los gentiles, que habitan sus riberas, el sagrado bautismo. Pero como el humilde San Ignacio tiene por blasón dar a Dios la gloria de todo, y por eso quita el nombre de su Compañía y se lo da a Jesús, imitadores de tal Capitán sus soldados, de tal padre sus hijos,   —292→   aunque fueron los primeros descubridores de este gran río y de las numerosas provincias de su gentilismo, ni le quitan sus nombres, ni le dan el suyo, por no apropiarse esas glorias, deseosos de que se las llevase Dios todos; porque se vea cómo quitaran propias glorias a los otros quien sabe menospreciar aun la suya propia que por derecho le toca. Pero ahora en este tiempo y siglo, que habiendo el P. Cristóbal de Acuña y el P. Andrés de Artieda, de la Compañía de Jesús, por orden y comisión de la Real Audiencia de Quito, navegado aqueste caudaloso río, desde los principios donde nace humilde, hasta los fines, donde con boca de más de 80 leguas llega a besar la mano al mar y prestarle el vasallaje con que todos se le rinden, y de aquí, venciendo las aguas del Océano y llegado a la Real Corte, donde en un memorial y tratado breve, que dio a la estampa de su largo viaje dio cuenta a S. M. de su fiel legacía y todo lo en ella sucedido, nacen y salen émulos que, espoleados, si no de la envidia, del derecho por lo menos que imaginan tienen, a la gloria y primacía de este descubrimiento, en papeles dados a la estampa y en manuscritos se dan por agraviados, manchando con sus borrones el honor de la Compañía de Jesús, la fidelidad de sus ministros, la verdad de sus escritos, y con palabras preñadas, o preñeces de admiraciones, de que es mucho lo que calla la pluma y mucho lo que suprime la modestia religiosa, aumenta al honor de la Compañía de Jesús más crecidas calumnias, lunares y que no solamente para el vulgo, sino para con lo más principal y entendido de la Corte y sus Reales Consejos, que viven remotos de las Indias y remotos de lo sucedido, manchan no poco la hermosura de la verdad, y la verdad, fidelidad sincera de la Compañía de Jesús y sus hijos, me veo obligado a echar mano de la pluma para defenderme como ofendido, y sin ofender a nadie ni quitar el derecho que por derecho le compitiere a cada uno, purgarme de las imputadas calumnias, y que conozca V. M. y todo el mundo cuán antiguo es el derecho que tiene la Compañía de Jesús, aunque ignorado de sus émulos y olvidado de muchos; pues ella fue la primera que desde sus primeros   —293→   principios y entrada en esta provincia de Quito, con provisiones auténticas de su Real Audiencia y Señores Obispos, despachó sus hijos, más ha de cuarenta años, a la conquista espiritual de aqueste río y sus dilatadas provincias, alimentando con la leche de la fe a pueblos enteros de los Cofanes aún antes que llegasen a sentir ni ser hostigados con el rigor de las armas españolas, bautizando a muchos, no solamente de la provincia de los Quijos, que es la puerta y la entrada para las demás provincias, sino también de los Encabellados y Omaguas, provincias de este gran río, en cuya demanda, el P. Rafael Ferrer, de la Compañía de Jesús, primero caudillo y capitán de aquella empresa, acabó a manos de los indios a quienes enseñaba y predicaba la ley evangélica, haciéndole pedazos en los peñoles y arrebatadas corrientes de un río, dejando las peñas matizadas y las aguas teñidas con su sangre, y el lugar consagrado con su cuerpo; si no es que ya arrebatado de la grande corriente (pues nunca le pudieron hallar por muchas diligencias que hicieron) y envuelto en su misma sangre, fuese consagrado, y regando todas aquellas riberas hasta entrar en la madre del río principal, anunciándole el bien que le había de venir en los tiempos venideros por el riego de su sangre derramada, que era la primera, navegando primero su cuerpo muerto las ondas y aguas que después sus hermanos en la religión y fe habían de navegar vivos en su seguimiento; glorioso fin que tuvo este valeroso soldado de la Compañía de Jesús, después de haber regado todas aquellas tierras con el sudor de sus incansables trabajos por espacio, no de dos ni tres meses, sino de más de catorce años que gastó en bautizar y reducir a la fe las provincias de todo aquel gentilismo, reduciendo pueblos enteros él solo, el primero de todos, y fundando el de los Cofanes aun antes que llegasen las armas de V. M. ni sus leones españoles, que antes, por entrar después de aquéstos, le cobraron odio y aborrecimiento a la fe que les enseñaba y predicaba, juzgando haber sido el padre y su medio engañoso el que les había metido los españoles por sus tierras y casas; con que, encendidos en rabia y enojo, dos o tres principales   —294→   caciques de aquella provincia, le maquinaron la muerte tan gloriosa que en odio de la fe que predicaba le dieron y ejecutaron con impía crueldad inhumana, como constará por este informe todo y el derecho y primacía tan antigua que la Compañía de Jesús tiene adquirida a fuerza del sudor y sangre de sus hijos; el desagravio de las calumnias que le imputan, de que sin empacho se quiere alzar con las glorias ajenas, por otros merecidas, ocultando injustamente las proezas que otros han obrado y conseguido; engañando a V. M. y sus Reales Consejos con falsos informes, contra lo que es en todos estos reinos tan notorio, a que llaman, infidelidad indigna de vasallo y delito indigno de religiosos y pecado indigno de católicos; como si la Compañía de Jesús y sus hijos no fuesen el brazo más católico que se ha opuesto siempre a todas las herejías, y el brazo más incansable en administrar a todos los gentiles el sagrado bautismo, enseñándoles la verdad de la evangélica doctrina, como se puede hacer notorio con auténticos testimonios a todo el mundo y conocerá V. M. y todos, dignándose de pasar los ojos por aqueste informe, para ver y examinar a los rayos del sol de la verdad, ¿dónde está el desempacho que nos atribuyen? ¿La injusticia, la infidelidad indigna de vasallos? ¿El delito indigno de religiosos, el pecado indigno de católicos, el hurto, y robo de las ajenas glorias? Y últimamente los engaños y falsos informes que la Compañía de Jesús, por medio de sus hijos, ha hecho, a V. M., cuya vida y Real Persona guarde Dios años felices con prósperos y felicísimos sucesos, en las provincias todas de sus reinos, para columna de la Iglesia, defender de la católica fe y firmísimo, amparo de la verdad y todos sus vasallos.

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ArribaAbajoI.- Dase noticia del gran río de las Amazonas o Marañón, y de su origen y principio

Es la famosa ciudad de Quito de las más célebres que tienen los reinos del Perú, y la segunda entre todas después de la de Lima (ciudad de los Reyes). Ocupa su sitio debajo de la línea equinoccial, tan arrimado a ella, que no dista más de medio grado y aun algo menos, y está situada junto de unos altos y encumbrados cerros, volcanes de fuego, aunque coronados de nieve, que son de la Cordillera tan nombrada coma conocida en estos reinos, respeto de correr y dilatarse por espacio de más de mil leguas. Las vertientes todas de esta Cordillera, por el un lado y el otro, se desangran en caudalosos ríos, unos que por la una parte se descuelgan a una con paso apresurado hacia el mar del Sur, y otros que por la otra parte se dejan caer precipitados hacia el mar del Norte;   —296→   y de éstos son los más nombrados el río del Cuzco, cuyo nacimiento y origen afirman ser de la sierra de Vilcanota treinta leguas más arriba de la ciudad de Cuzco; el río que llaman de los Motilones, el de Ávila, el río de Santiago de las Montañas, que atraviesa ya más vecino a las provincias de Quito, por la ciudad de Jaén de Bracamoros, por la de San Francisco de Borja, que fundó el Príncipe de Esquilache, y por otras; el río de Cuenca, el de Ufamo (u Opamo), el de Macas, el de Latacunga, el de Napo, que es el más inmediato a Quito y a su línea, y desciende por la provincia de los Quijos con el río de la Coca, a cuyas riberas se extienden los indios de nación Cofanes, y entre estos dos ríos a sus cabeceras, tiene asiento la ciudad de Baeza; con otros menos principales que entre las distancias que éstos corren no menos presurosos se divisan, hasta formarse de todos juntos este gran río de las Amazonas, que ha tenido diversos nombres ocasionados de las fases y tiempos diversos en que varios pilotos de aguas le navegaron y corrieron, como fueron el tirano Lope de Aguirre, y Francisco de Orellana, que le navegó el año de 1540, de quien tomó primero nombre llamándose el río de Orellana.

Corre este anchuroso y dilatado río desde el Occidente al Oriente por espacio de más de 1.300 leguas, desde donde nace hasta donde muere, arrastrándose por debajo de la Línea equinoccial siempre, torciendo unas veces inclinado a la banda del Sur y bebiéndose muchos de sus caudalosos ríos, apartándose y torciendo otras veces con sus vueltas a la parte del Norte, y entrando en sí las aguas de todos los ríos que por esta parte corren, hasta que, sin dejar de seguir su curso siempre por debajo de la Línea, aunque torcido ya a un lado ya al otro, se viene a entrar por la banda del Norte en este mar con más de 80 leguas de boca. Siendo, pues, tantos los ríos caudalosos que se bebe, principalmente por la parte del Norte, de que se alimenta y viene a formar lo grueso y anchuroso de su cuerpo, dilatado por tantas provincias de bárbaros que le pueblan y de tan numeroso gentío en todas ellas, que parece falta el número y se agota el guarismo,   —297→   han nacido las diferencias y neutralidades en averiguar con acierto cuál de aquestos ríos de la Cordillera sea el que en realidad de verdad le da principio y le sirve de origen y cabeza, afirmando unos uno y otros otro, aunque los más convengan en que sea el río de Napo, que corre por los Quijos y Cofanes, el más inmediato a Quito y cercano a la Línea por donde explaya su curso este gran río. Y siendo también diversas las entradas que por diversas partes se han hecho bajando por diferentes brazos y raudales al río del Marañón o Amazonas, que es la madre principal que los abraza a todos, y estas entradas y descubrimientos primeros también en diversas ocasiones y tiempos, y algunas tan antiguas, que por haber más de 40 años casi que las tenía ya olvidadas el mismo tiempo, ha sido ocasión de que los modernos y nuevos descubridores, ignorantes de los tiempos pasados y de lo que aun antes que ellos naciesen tenían ya obrado y descubierto los primeros y antiguos fundadores, se juzgaron primeros colonos de aquellos descubrimientos, y aun se dan por agraviados de que haya quien les quite este blasón o no les atribuya por entero aquesta gloria; y así, para que se conozca esta verdad, el lugar y derecho que por antigüedad y méritos, no por favor y diligencias, le toca a cada uno, será fuerza tomar la carrera un poco más de atrás, comenzando con sus principios y los más antiguos descubrimientos, para que mejor se puedan conocer cuáles son los antiguos y cuáles son los modernos, dándole a cada uno su lugar competente.



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ArribaAbajoII.- Primera entrada que hace el padre Rafael Ferrer, de la Compañía de Jesús

Tuvo principio la Compañía de Jesús en la ciudad de Quito por los años del Señor de 1586, bajando de Lima, ciudad de los Reyes, padres de gran virtud que pusieron a este Colegio de Quito los primeros fundamentos; y siendo parte tan principal de la Compañía de Jesús y de su instituto las correrías y misiones, especialmente a tierras de infieles, apenas tenían casa asentada en esta ciudad, cuando, teniendo noticia de los ríos de esta Cordillera, principalmente por la parte de los Quijos, donde cae el río de Napo y el de la Coca y Ávila, que juzgan muchos ser las cabezas principales del río de Amazonas y su principal entrada y de los infieles que por estas partes habitan, despachó la Compañía de Jesús, por explorador uno de sus hijos, que fue el P. Rafael Ferrer,   —300→   a esta espiritual conquista (como constará abajo por declaración auténtica de testigos) con facultades auténticas de la Real Audiencia en lo secular, y amplias facultades del Señor Obispo, que entonces era D. Fr. Luis López de Solís, para lo tocante a lo espiritual; y entrando por los Quijos y ciudad de Baeza, que está entre los dos ríos del Napo y de la Coca, entradas para el de las Amazonas, o por sus cabeceras más propias, los años del Señor de 1599, pobló la primera reducción de los indios Cofanes, siendo el primer sacerdote que entró por las puertas de aquellos ríos y de aquellas naciones la ley del Evangelio y la gracia del sagrado bautismo, administrándosele a muchos de aquellos infieles y reduciéndoles por vía de paz, antes que ningunos de los españoles con estruendo de armas hubiesen llegado a pisar las puertas de aquellas tierras y nuevas provincias bárbaras.



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ArribaAbajoIII.- De otras entradas que hizo el padre Rafael Ferrer y otros de la Compañía de Jesús

En los ejercicios primeros de estas conquistas espirituales gastó algunas años el P. Rafael Ferrer, de la Compañía de Jesús, con inmensos sudores y trabajos, cuando, viendo la multitud de mies que por aquellos ríos descubría para los graneros del Cielo, y la poquedad de obreros para recogerla, pues se hallaba él solo en medio de tantas naciones bárbaras sin un compañero que le ayudase de la religión, ni aun soldado español de quien valerse, determinó salir a la ciudad de Quito a pedir socorro; y como la Compañía estaba en sus principios tan falta de sujetos, no le pudo dar más que un hermano, que fue el hermano Antón Martín, de nación francés, con el cual, animado, hizo la segunda entrada por los años del Señor de 1605 a los Cofanes y demás naciones   —302→   bárbaras, con tantos sudores y trabajos, que caminaba a pie todas aquellas tierras, cargado de los ornamentos sagrados para celebrar el sacrosanto misterio de la Misa, respecto de ser aquella tierra tan montuosa, que ni aun hasta hoy están totalmente sus caminos abiertos para poder entrar a caballo por ellos. Aumentábase cada día el número de los fieles reducidos por vía de paz que era increíble el que tenían todas aquellas naciones al P. Rafael Ferrer, su primer padre en el espíritu. Y no siendo ya él solo bastante para el beneficio espiritual de tantas almas nuevamente convertidas, siendo él solo quien en lo temporal y espiritual las gobernaba con poderes que tenía para todo, salió segunda vez por el socorro de algún compañero sacerdote, que le señalaron luego de la nación italiana y natural de Luca, al P. Ferdinando Arnulfini, con no pequeño gozo suyo, en cuya compañía hizo su tercera entrada a estos gentiles, donde por espacio de tres o cuatro años es increíble el fruto que hicieron, no solamente en la provincia de los Cofanes, sino entrándose aún más adentro con nuevas correrías en los Omaguas, que es la provincia más cercana y próxima al río de las Amazonas, como al principio de su relación lo confiesa el muy reverendo P. Fr. Josef Maldonado, Comisario General de todas las Indias occidentales. Y no contentándose con sólo aquesto, sacaron y redujeron a la fe algunos indios de las provincias más interiores, Encabellados y Avijiras, de que es buen testigo toda esta ciudad y Colegio de Quito, donde se trajeron después algunos de estos Encabellados y Avijiras.

Hallábanse engolfados los celosos obreros en medio de gentiles y bárbaras naciones, sin otra defensa ni amparo que el del Cielo, y tanto, que algunos juzgaron a temeridad arrojada lo terrible de la empresa; conque los Superiores se vieron obligados a enviar por ellos y hacerlos salir afuera, hasta tanto que el Cielo dispusiese las cosas de manera que con alguna seguridad se pudiese proseguir tan glorioso empleo; y para este fin o para que la prosiguiesen si juzgasen la disposición conveniente y no temeridad el arrojamiento y celo, enviaron dos   —303→   valientes obreros más, que hicieron la cuarta entrada hasta los Cofanes por los años del Señor de 1607, poco más o menos, y fueron éstos el P. Juan de Arcos, que fue Rector de este Colegio de Quito y hoy reside en el de Cartagena cargado de años y de méritos, y el otro fue el P. Onofre Esteban, que también fue muchos años Rector de este Colegio y murió con opinión de santidad tan grande como es notorio a toda esta ciudad y reino, y pide su vida más dilatados procesos. Llegados, pues, que fueron a los Cofanes y vistas y tanteadas las cosas y disposición que de presente tenían, porque ya los españoles trataban de picar con las armas y entrar la tierra adentro, como de facto lo hicieron el capitán Pedro de Palacios y otros en breve tiempo, recelosos los padres de su poca seguridad y que era temeridad y conocido el riesgo que tenían, como lo dirá el suceso siguiente, hubieron de sacar al P. Rafael Ferrer y su compañero y volverse a la ciudad de Quito todos, como con efecto lo hicieron.



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ArribaAbajoIV.- Quinta entrada del padre Rafael Ferrer y su muerte entre infieles

Dejaba el P. Rafael Ferrer tantos hijos espirituales tiernos en la fe entre aquellos infieles, que no le sosegaba el amoroso corazón ni hallaba en el retiro reposo, antes, sobresaltado siempre, acusaba por cobardía su retirada con no haberla hecho culpable lo voluntario, pues fue forzado a ella, sino antes meritorio el acto de la obediencia; y así no sosegó un día tan solo, quizá porque el Espíritu Santo interiormente lo espoleaba con tantas inspiraciones y pronuncios del fin que entre aquellos infieles le esperaba glorioso, hasta que alcanzó nueva licencia y beneplácito de los Superiores para volver a sus Cofanes y a la conquista espiritual de aquellos bárbaros, a donde volvió por los años del Señor de 1608, poco más o menos, y fue su quinta entrada aquesta, que   —306→   efectuó con ardiente y fervoroso celo; pero a tiempo ya los indios de todas aquellas provincias andaban hostigados y alborotados con las correrías de los soldados españoles, sintiendo a par de muerte la opresión de sus armas y que iban perdiendo con la libertad la posesión de sus tierras, que adquirían los españoles cada día de nuevo. Este pesar fue no pequeña parte para que con los grandes trabajos que en aquellas reducciones había pasado, cayese gravemente enfermo en la ciudad de Baeza, que luego que lo supieron los superiores de Quito, despacharon otro obrero insigne, que fue el P. Luis Vázquez, persona bien conocida en toda esta provincia de Quito, para que si lo hallase en la ciudad de Baeza, lo volviese hasta tanto que cobrase su salud entera. Salió el P. Luis Vázquez en su demanda el mismo año, y fue ésta la sexta entrada que se hizo por parte de la Compañía de Jesús en aquellas provincias. Llegó a Baeza, y hallando que aquel mismo día, enfermo como estaba, el P. Rafael Ferrer se había hecho llevar en hombros de indios a tierra adentro, llevando orden de que si no le hallase en aquel pueblo se volviese, habiendo predicado allí algunos días, se volvió cumpliendo con la legacía de su obediencia, y dejando al padre Rafael Ferrer en la conquista de su cielo, aunque trabajado y enfermo. Aquí comenzó el siervo de Dios a trabajar con nuevos alientos, como lo hizo por espacio de cuatro o cinco años, aunque halló a los indios, y en especial algunos de los principales caciques, mal contentos, y tanto, que el grande amor que al padre y a la fe que les predicaba primero habían tenido, lo trocaron todo en cruel aborrecimiento. Avisáronle algunas veces (aun algunos familiares que le querían bien de secreto) se saliese de sus tierras y dejase de predicarlos, porque si no le habían de quitar la vida muy presto, cosa que jamás pudo creer el padre de hijos que tanto le costaban y a quienes él tanto quería y tanto le habían querido; pero el hecho lo comprobó bien presto. Andaban ya los indios, con las armas del capitán Pedro de Palacios y otros conquistadores que se iban entrando por la tierra adentro, hostigados, desabridos y mal contentos con el padre y la fe   —307→   que les predicaba del Sagrado Evangelio, respecto de que se hacían esta cuenta: que pues el padre había salido y entrado tantas veces y después habían ido los españoles con las armas, él sin duda era quien los había llevado y llamado, para que los conquistasen y les quitasen sus tierras, y con ellas la libertad, obligándolos a la mísera servidumbre, vasallaje y tributos; conque, maquinándole en este juicio la muerte, al pasar un día por un puente de dos palos un río que por entre grandes peñones arrebatadamente se precipitaba, le quitaron los palos y precipitaron al padre del puente abajo; asiose de uno de los maderos y pidiéndoles con amorosas quejas de padre a aquellos hijos le favoreciesen y sacasen de aquel aflicto y precipicio, uno de los indios le pidió la mano con falso disimulo, y fue lo mismo desasirse del madero y dársela al indio, que soltarle otra vez a las honduras del precipicio, haciéndose pedazos con este golpe en lo profundo, dejando bien que lavar en las peñas teñidas con la reciente sangre, a las aguas que batían en ella de carrera apresurada, llevándose consigo el sagrado cuerpo a que navegase o consagrase todos aquellos ríos con su presencia y acabase de andar muerto lo que dejaba de andar en la vida, por habérsele quitado tan inhumanamente en odio de la fe, los mismos que con ventajas se la debían. De todo lo cual se hizo después información en derecho, que está en el Archivo de Quito, cuya cabeza con el dicho de un testigo no puedo dejar de poner aquí en breve, para que conozca esta verdad el mundo, cuyo tenor comienza en la forma siguiente.

«En la ciudad de San Pedro de Alcalá de los Cofanes, río Dorado, Gobernación de los Quijos, en 21 días del mes de enero de 1622, Melchor Velásquez de Obando, cura vicario de esta ciudad por el reverendísimo Sr. M.º D. Fr. Alonso de Santillán, Obispo de este Obispado de Quito y del Consejo de S. M., etc., digo: que el primer sacerdote que convirtió a la fe de Cristo a los indios de estas provincias de los Cofanes, fue el P. Rafael Ferrer, de la Compañía de Jesús, varón apostólico y de   —308→   loables costumbres, el cual entró en esta provincia habrá más de 14 años, antes que esta ciudad de Alcalá se poblase, donde con mucho trabajo plantó el Santo Evangelio en los dichos naturales, enseñándoles la doctrina cristiana, predicándoles en su misma lengua natural, administrándoles los Santos Sacramentos, andando a pie y muchas veces descalzo con el ornamento a cuestas, en tierra tan áspera, lodosa y de montaña, de unos pueblos en otros, acudiendo a las necesidades espirituales con mucha caridad y amor, con grande ejemplo de vida que les daba, donde le hallaron ocupado en lo dicho el Capitán y soldados que entraron a la conquista de esta provincia, donde consoló a los españoles en predicar y decir misa y haciendo con ellos oficio de cura, que a todos edificaba su buena vida y modo de proceder, en lo cual se ocupó muchos años, pasando muchos trabajos y afrentas de los indios y persecuciones que le hacían, burlándose de él y de lo que les predicaba, lo cual sufría con mucha paciencia y alegría; donde todo el tiempo que estuvo en esta tierra fue su común sustento raíces y yerbas; y estando el dicho padre, después de poblada esta ciudad de Alcalá, ocupado en lo dicho, en la provincia de Chichigue, de este distrito, habrá diez años, le amenazaron los caciques e indios de la dicha provincia que le habían de matar, que por lo que dicho padre predicaba y enseñaba a los indios y por su causa, habían entrado en esta tierra de los Cofanes los españoles; y que se fuese de su tierra y no predicase más, porque el hacerlo le costaría la vida; y esto le vinieron diversas veces a decir los dichos caciques a dicho padre, y con buenas palabras los aplacaba, dándoles a entender lo mucho que les cumplía ser cristianos y creer en Dios para salvarse; y que no por su causa habían venido los españoles, que el Rey les enviaba para que los diesen la paz como sus vasallos y para que fuesen cristianos y no hacerlos mal ninguno. Y viéndose necesitado de lo necesario para la celebración del culto divino y para confesarse, iba caminando para los Pastos, y en el camino, pasando por un puente de dos palos en una quebrada hondísima y profunda, los indios que iban con él le cortaron el puente   —309→   y le arrojaron en el profundo de la dicha quebrada, tajada de peñas, donde se hizo pedazos y no pareció más, y aunque los españoles e indios, cuando supieron su muerte, lo buscaron con gran diligencia y cuidado, no pudieron hallar el cuerpo. Y porque la vida y martirio de varón tan insigne y santo no quede en silencio y sea manifiesta a todos los fieles, para gloria de Dios mandó se haga de ello información, la cual se hizo en la forma siguiente, etc.».

Declararon los testigos con juramento en forma y derecho, y el primero que fue llamado y declaró todo lo aquí contenido, fue el capitán Gabriel Machacón, Teniente General de la Gobernación de los Quijos, añadiendo a lo arriba dicho que había más de diez y ocho años que vivo en la ciudad de Sevilla del Oro, en la provincia de Macas, que entró allí a predicar el Santo Evangelio (había entrado en Macas por los años del Señor de 1602, como se saca de las Annuas de la Compañía) y que sabe este testigo que el primer sacerdote que entró a esta provincia de los Cofanes a predicar y manifestar el Santo Evangelio a los naturales de ella, fue el dicho P. Rafael Ferrer y que en este intermedio, entró a esta provincia el capitán Pedro de Palacios con soldados y gente de guerra a conquistar los indios de ella. Mas declara este testigo, que ha oído decir entre los indios de esta provincia, que, después de su santo martirio le ven muchas veces los indios en los altillos del monte decir misa vestido con vestiduras sagradas. Y lo mismo declara Andrés Viejo, vecino de aquella ciudad, Alcalde de minas y Regidor. El tercero testigo que declara es Juan de Palacios, Alcalde ordinario, hijo del capitán Pedro de Palacios, que dice conoció muy bien al P. Rafael Ferrer, religioso de la Compañía de Jesús, porque le vio en esta provincia de los Cofanes ocupado en la conversión de los naturales, cuando entró con su padre el capitán Pedro de Palacios a la conquista de la tierra, que a la sazón este testigo era muchacho y de poca edad. Mas declara sabe este testigo que el primer sacerdote que convirtió esta provincia fue el dicho P. Rafael Ferrer; y   —310→   todas estas cosas declaran otros dos testigos, Gaspar de San Martín, Alférez Real, Regidor y vecino de la dicha ciudad, y D. Juan Vocachi, Gobernador de los indios; y añade este último testigo, que en espacio de un año convirtió toda la provincia de los Cofanes. Cuyo informe y dichos, aunque en trozos, he querido injerir aquí por sus mismas palabras, para que conozcan todos cuán antigua es la posesión y derecha en que la Compañía se halla.



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ArribaAbajoV.- Séptima entrada del padre Simón de Rojas, padre Humberto Coronado y hermano Pedro Limón

Regados aquellos ríos y provincias con la sangre y sudores del P. Rafael Ferrer, de la Compañía de Jesús, en tan glorioso fin como fue a morir por sembrar el primero con tantos afanes y cansancios en aquellas tierras y ríos la semilla del Sagrado Evangelio a costa de su propia vida, clamaba por nuevos operarios de la Compañía aquella sangre derramada y vertida, para que prosiguiesen y no dejasen de las manos empresa tan gloriosa que con tan felices principios prometía y daba tan gloriosos fines. A las voces, pues, de aquesta sangre, provocados con santo celo, salieron de aqueste Colegio de Quito por los años del Señor de 1621, siendo ésta la séptima entrada que hicieron los de la Compañía, el P. Simón de Rojas, el P. Humberto Coronado y el hermano   —312→   Limón, de la Compañía de Jesús, los cuales, con nuevos fervores y alientos, entraron la tierra adentro y se arrojaron por aquellos ríos abajo, visitando las provincias de todos aquellos infieles y bárbaros Omaguas, hasta llegar a los Encabellados, a los Coronados, que llaman Avijiras, habitadores todos del gran río de las Amazonas, sacando y bautizando a algunos de aquestos más remotos, que en señal y prueba de sus correrías espirituales trajeron después a esta ciudad de Quito, entre ellos un Encabellado y Avijira, tan encontrados y opuestos en los naturales, como en las naciones suyas, pues aun reducidos al gremio y unidad de la fe, en juntándose los dos el uno a la presencia del otro, no podían encubrir en los semblantes la natural antipatía que entre sus naciones había, de que fueron testigos todos los de aqueste Colegio de Quito. Gastarían en aquel ejercicio y ministerio cerca de un año, hasta que, forzados de los temporales y cosas necesarias, que siempre a los principios y entradas de nuevas provincias nunca examinadas ni vistas se ofrecen arduas dificultades que hacen volver el paso atrás, contra lo que la voluntad y el ánimo desean, y así hubieron de salir los padres y volver el paso atrás, viendo que sólo por lo belicoso de los indios se les hacía insuperable, sin fuerza de soldados, la conquista de tan dilatadas provincias.



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ArribaAbajoVI.- Octava entrada de nuevos padres de la Compañía de Jesús

Como la Compañía sólo había dado principios a estos nuevos descubrimientos, y ella sola fue la que echó las primeras zanjas y fundamentos de la fe en aquellas bárbaras gentes, entrándose por sus tierras y arrojándose a la navegación de sus ríos sin otro piloto mejor que el celo de las almas y conversión de aquellos gentiles conforme al instituto de nuestra Compañía, no ha dejado jamás el Señor de ejercitar y provocar los ánimos y corazones de los hijos de su Compañía para que llevasen adelante este nuevo descubrimiento y espiritual conquista; y así, por los años del Señor de 1630, movió al P. Francisco de Rugi, que había muchos años se ocupaba en ejercicios literarios de artes y teología, así moral como escolástica, para que, dejándolo todo, se emplease en   —314→   la conversión de estos infieles; y poniéndolo en ejecución, salió por este tiempo en compañía del P. Juan Sánchez y H. Simón de Silva, por la ciudad de Baeza, en la Gobernación de los Quijos, con ánimo de proseguir la empresa de que ya los padres antiguos de la Compañía de Jesús tenían andada gran parte del camino. Y estando en la dicha ciudad de Baeza, entrada por aquellas provincias y ríos, y siendo aquélla la octava entrada que se hacía por parte de la Compañía, al cabo de más de un mes que allí estuvo haciendo para su entrada diligencias exquisitas, hubo de volverse, porque el Gobernador, que entonces era Vicente de los Reyes Villalobos, no le permitía entrar solo, y el Presidente de la Real Audiencia, que entonces era el doctor Antonio de Morga, nunca quiso dar licencia para que entrasen soldados ni otra gente alguna, trayendo para ello copia de razones; las cuales no hubo luego dentro de un año o dos, como luego veremos, para dar auténticas licencias que entrasen y bajasen a estos ríos los religiosos seráficos de San Francisco, ya solos, ya en compañía del capitán Juan de Palacios, que quedó muerto en la empresa a manos de su infeliz desdicha. Con que el P. Francisco de Rugi, de la Compañía de Jesús, y sus compañeros hubieron de volver atrás la vuelta de Quito, hallando cerradas las puertas por las cabezas del Gobierno, que tenían las llaves y eran los que podían abrirlas. ¡Oh, cómo pudiera yo exclamar aquí con enfáticas admiraciones, de lo que calla la modestia religiosa y suprime la pluma de los agravios, negociaciones y favores contra los méritos de tantos años y derecho tan antiguo, viendo que hubo tanta copia de razones y servicios de entrambas majestades divina y humana, para cerrar las puertas a los de la Compañía de Jesús, después de tantos méritos y trabajos, y después de haberlas ellos abierto los primeros con su sudor y sangre; y que dentro de poco tiempo se trocaron las manos de los afectos en estos dos pueblos Efraím y Manasés, de los de la Compañía de Jesús y Seráfica religión, abriendo a éstos luego la puerta que tanto cerraron para aquellos!



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ArribaAbajoVII.- Nona entrada que ejecuta el padre Francisco de Rugi por otra parte

Cerradas las puertas por aquella parte, no perdió sus bríos ni valor el ánimo; antes, sabiendo que el capitán Juan de Lara acometía la empresa y conquista de los Jíbaros por el río de Santiago de las Montañas, que es otra de las entradas y cabeceras del río de las Amazonas, no de las menos principales, aunque no de las más cercanas, se determinó el P. Francisco de Rugi entrar en su compañía, como lo hizo por los años del Señor de 1631, aunque no fue el viaje tan feliz como lo deseaban y prometían las buenas esperanzas; pues llegando a los Jíbaros después de muchos días de camino, y corriendo la tierra, por haberse retirado los indios, se hallaron destrozados y faltos de bagaje y mantenimientos necesarios;   —316→   conque, obligados y forzados de este trabajo, desistieron del intento y volvieron a salir todos deshechos y malparados; y tanto, que encontrando en esta ocasión de vuelta al P. Francisco de Rugi en la ciudad de Loja el Sr. arzobispo D. Fr. Pedro de Oviedo, Obispo de Quito, que andaba como pastor solícito visitando su rebaño, viendo al padre tan destrozado y malparado de todo lo necesario, respecto de que había casi todo un año que se habían descarriado por aquellas montañas, le socorrió como padre y príncipe generoso liberalmente con sus limosnas, para que pudiese arribar otra vez a esta ciudad de Quito, que es el puerto de adonde había salido y el real desde adonde han hecho los de la Compañía todas aquestas espirituales correrías.



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ArribaAbajoVIII.- Acomete nuevas entradas por diversos rumbos el padre Francisco de Rugi

No sosegaba el fervoroso espíritu y aliento del P. Francisco de Rugi hasta verse entre infieles, que era todo el blanco de sus designios; y así, luego a los principios del año de 1632, día de San Valentín, a los 14 de enero, a petición de los de Santa María del Puerto, en compañía del P. Juan de Henebra, hizo la décima entrada, para cuyo efecto vino el capitán Domingo de Pereira, que llevó a los dichos padres, los cuales fueron no sin grandes esperanzas; porque, aunque esta entrada era por la otra parte del mar del Sur, también se avecindaba por su derecha con los Sucumbíos y ríos que por esta banda dan también en el de las Amazonas, y podían deslizarse hacia estas partes, cuanto hacia las cosas del mar del Sur no hallasen en qué ocuparse. Pero   —318→   la suerte ha sido tal, que desde este año de 32, en que entró, hasta el de hoy, que es el de 43 (1643), no ha faltado mies en que ocuparse, reduciendo cada día nuevos infieles a la fe, de los cuales ha sacado y bautizado algunos en esta misma ciudad de Quito, en dos o tres ocasiones que ha salido a ella en busca de recursos y de compañeros que le ayudasen en su empresa, en la cual ha más de once años que persevera, y la lleva hoy adelante en compañía del P. Nicolás Cordero, con no poco fruto y provecho, así de los convertidos como de los que cada día se van reduciendo y convirtiendo de nuevo.

Y para que conozca el mundo y se vea cómo desde que la Compañía de Jesús entró en la provincia de Quito no ha dejado en todos tiempos de acometer y emprender las empresas de aquestos descubrimientos y conversiones de infieles, y que hasta el día de hoy tiene por diversas partes ocupados y derramados muchos de sus hijos, que actualmente se ocupan con gloria de entrambas majestades divina y humana en estas espirituales y gloriosas conquistas, referiré aquí ahora brevemente algunas de ellas, que, aunque sean fuera de este gran río, no lo serán fuera del argumento a que las enderezo. Por los años del Señor de 1620, el P. Gabriel de Alzola, de la Compañía de Jesús, intentó con ferviente celo la entrada a la provincia de los Paisea (sic, por Paeses) en los términos y distritos de la Gobernación de Popayán, cuyo Gobernador, Juan Menéndez Marqués, que entonces era, a petición de Lorenzo Menderos, que alegaba no convenía se hiciese la tal entrada sin orden de S. M., la estorbó e impidió en la ocasión presente; pero no desistiendo de sus intentos y mejorados los tiempos, con beneplácito del Gobernador que entonces era Juan Bermúdez de Castro, por los años del Señor de 1628 entraron a la dicha empresa y provincia de los Paeses el P. Gabriel de Alzola y el P. Jerónimo Navarro, de la Compañía de Jesús, el cual, dividido de su compañero por diverso río, acabó en breve con los días de su vida, a fuerza de los rigurosos temporales y falta de lo necesario, en aquellos remotos desiertos y trabajadas   —319→   soledades, a donde quedó su cuerpo venerable sepultado y las reliquias de sus huesos clamando al Cielo por nuevos operarios para la predicación de aquellas bárbaras provincias y desvalidos indios, ciegos todavía en los errores de su antiguo gentilismo; y así, dispuso Dios las cosas de manera, que por los años del Señor de 1634 entrasen de nuevo el P. Gaspar de Cugia (aunque después salió para la misión de los Maynas, donde hoy reside, como veremos luego) con el P. Nicolás Maldonado, fundando iglesia a los indios para que se les enseñase la doctrina evangélica, como actualmente se la enseñan y predican en otras iglesias de nuevo añadidas por el P. Francisco Ignacio y el P. Juan de Rivera de la Compañía de Jesús, que entraron últimamente por los años de 1639 para la predicación de aquestos indios, en que actualmente perseveran, conservando a unos en la fe y reduciendo a otros cada día de nuevo con sudores y trabajos tan amargos, que sólo pudiera endulzarlos el amor de Jesucristo, por quien obreros tan celosos de su viña y del bien de las almas sufren y hacen lo que hacen.

Además de lo referido, por los años del Señor de 1634, viniendo a esta ciudad el Sr. obispo D. Diego de Montoya y Mendoza, que lo fue de Popayán y murió después Obispo de Trujillo, pidió al P. Rector de la Compañía de Jesús de Quito, que entonces era el P. Juan Pedro Severino, dos religiosos para nuevas entradas por aquellos distritos, y fueron nombrados el P. Juan de Henebra y el P. Jaime de Torres, de los cuales el P. Juan de Henebra entró hacia el puerto de Buenaventura y corrió la costa de la misma mar del Sur con mucho provecho que en ella hizo. Donde dejo otras diversas entradas que los nuestros hicieron.



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ArribaAbajoIX.- Entrada que hacen los religiosos del Seráfico San Francisco

De las primeras religiones que ocuparon la ciudad de Quito fue la gloriosa y dichosa mil veces del Seráfico Francisco y sus hijos, que ocupados en los muchos indios convertidos a la fe de todas aquestas provincias y en las muchas doctrinas que ocupan y doctrinan numerosas en el gentío, no podían atender a nuevos descubrimientos de infieles, pues apenas tenían a los principios sujetos para ocupar los muchos puestos de las mejores doctrinas y beneficios de indios que hoy poseen en todo aqueste reino; y así, desde su primera entrada a esta ciudad de Quito, que fue desde los tiempos de su fundación, no trató de misiones de infieles ni ninguno de sus hijos, pues harto hacían con administrar los sacramentos a los fieles que estaban a su cargo ya convertidos;   —322→   hasta que, conseguida licencia con provisiones reales del presidente doctor Antonio de Morga, que un año antes, o poco más, la había negado con fuerza de razones a los religiosos de la Compañía de Jesús (como vimos arriba), quizá por guardarla para darla en esta ocasión a los religiosos de San Francisco, de quienes fue siempre mecenas tan grande como digno; por los años de 1632, a los fines del mes de agosto acometieron su primera entrada por los Pastos y Sucumbíos algunos religiosos, como fueron fray Domingo Brieva y otros, que aunque se volvieron atrás, después la prosiguieron por los años del Señor de 1634 y últimamente por los de 1635, a los 29 de diciembre, que salieron de Quito por diverso rumbo y camino, como fue ir por la Gobernación de los Quijos y San Pedro de los Cofanes (según refiere en su relación el muy reverendo P. fray Josef Maldonado, Comisario General de las Indias), y llegando a la provincia de los Jíbaros, a la de los Becabas y a la de los Encabellados, murió en ésta el capitán Juan de Palacios, en la refriega que tuvieron con los indios; con que todos se retiraron y volvieron a salir afuera a la ciudad de San Pedro de Alcalá de los Cofanes, menos dos religiosos legos, que con cinco o seis soldados aventureros que quisieron acompañarles, se arrojaron bien acaso y a la ventura suya por el río abajo, siendo el año del Señor de mil y seiscientos y treinta y seis; donde no puede dejar de advertir y ponderar, que la ciudad de los Cofanes, fundada por el P. Rafael Ferrer, más había de cuarenta años, les servía de real para sus retiros; el capitán Juan de Palacios, uno de los testigos que declararon fue el P. Rafael Ferrer de la Compañía de Jesús el primero sacerdote que entró por aquellas tierras y convirtió pueblos enteros de aquellos infieles, echando el sello a su predicación con la rúbrica de su sangre; este mismo era el que les servía, ya hombre, de Capitán y caudillo para aquellas entradas; siendo bien niño cuando el P. Rafael Ferrer había hecho las suyas solo, mucho antes, y después en compañía del capitán Pedro de Palacios, padre del capitán Juan de Palacios, que ahora capitaneaba estas empresas y murió   —323→   en esta ocasión a manos de aquellos bárbaros infieles. Para que se vea el agravio que en estas primacías publican los émulos de la Compañía de Jesús hace ella a ninguno, pues antes ella se puede con voces de sangre quejar de cualquiera que le quiera quitar la gloria de primera en esta empresa, siendo tan notoriamente suya. Navegando, pues, estos religiosos aventureros el río abajo, llegaron a la fortaleza del Curacá, y últimamente a la boca del río que entra en el mar y a la ciudad de San Luis de Marañón, donde hallaron padres de la Compañía de Jesús ocupados también en la boca del río en la doctrina y enseñanza de sus infieles, de cuyo Rector nos trajo carta el P. fray Domingo de Brieva a este Colegio de Quito; y preguntado si había cristiandad entre aquellos indios, respondió diciendo: «Desengáñense, padres, que no hay cristiandad sino donde doctrinan los padres de la Compañía». Para que se vea cómo no solamente por las cabeceras desde río, sino aun por la boca en el mar y fines, tiene muchos años ha adquirido la Compañía la posesión de este gran río y ciudad de San Luis de Marañón. Desde donde el general Pedro de Texeira, indios y soldados portugueses, con fray Domingo de Brieva y fray Francisco de las Chagas, volvieron a subir la vuelta del río arriba y llegaron por los años del Señor de 1638 a los 24 de junio al puerto de Payamino, y dejando el general Pedro de Texeira en Ávila y en los Encabellados la más de su gente, con algunos soldados y religiosos de San Francisco llegó a esta ciudad de Quito; donde fue recibido con mucho gusto y despachado después (como veremos) por el mismo río con religiosos de la Compañía de Jesús.



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ArribaAbajoX.- De nuevos descubrimientos que por este mismo tiempo continuaban los religiosos de la Compañía de Jesús en este gran río

Referí en el capítulo VII cómo el P. Francisco Rugi, de la Compañía de Jesús, por los años del Señor de 1631, en compañía del capitán Juan de Lara, acometió la empresa y conquista de los Jíbaros por el río de Santiago de las Montañas, que es otra de las cabeceras y entradas del río de las Amazonas o Marañón, y aún la más principal según el sentir de muchos, aunque más remota de Quito, por seguir sus rumbos a largas distancias de aquesta ciudad por Santiago de las Montañas, Jaén de Bracamoros y San Francisco de Borja, ciudades que distan muchas leguas de aquesta de Quito. Esta empresa, pues, comenzada por esta parte del río y cabecera suya de los de la Compañía de Jesús por los   —326→   años del Señor de 1631, antes que los religiosos de San Francisco hubiesen comenzado la suya por parte de los Sucumbíos, prosiguieron también a este tiempo los religiosos de la Compañía de Jesús, sin haberla dejado de entre manos hasta el día de hoy, navegando largas jornadas del río abajo, descubriendo sus entradas y ensenadas, hasta entrar por el río de La Tacunga, que es otra de las entradas que todos señalan para este gran río, marcando las provincias de todos sus indios, observando sus ritos y costumbres y reduciéndolos a la fe con inmensos sudores y trabajos, y fundando iglesias donde se les administren sacramentos; de todo lo cual hay testigos en esta ciudad de Quito, que han acompañado a los dichos en sus entradas y salidas; y en las que han hecho a esta ciudad para recurso de lo necesario, han sacado algunos de los gentiles a vista de todo el mundo, los cuales, con la solemnidad que acostumbra la Iglesia, recibieron el sagrado bautismo en la ciudad de Cuenca, desde donde volvieron a entrar con los padres en sus tierras. Para la prosecución, pues, de aquesta gloriosa empresa, salieron de aquesta ciudad del Quito por los años del Señor de 1636, el P. Gaspar de Cugia y el P. Lucas de la Cueva, de la Compañía de Jesús, y llegando a Jaén, se embarcaron en el río del Marañón, que así se llama ahí y nosotros llamamos Amazonas, y después de cuatro días de navegación río abajo, llegaron a la ciudad de San Francisco de Borja, donde, por no haber sacerdote, hizo residencia y asiento el P. Gaspar de Cugia, despachando el río abajo con algunos soldados al P. Lucas de la Cueva, su compañero, por explorador de aquellas tierras; el cual, con los soldados llegó a la boca del río Pastaza o de La Tacunga por otro nombre, otra de las cabeceras y nacimientos que dan a este gran río, y subiendo por la boca del río de Pastaza arriba venciendo sus corrientes, después de ocho días de navegación, cuatro el río de Marañón abajo y otros cuatro al del Pastaza arriba, llegaron a una anchurosa y apacible laguna que hace el río con otros que desembocan en ella los torrentes de sus aguas, llamada en aquellas partes Rimachuma. Aquí gastaron cuarenta días reconociendo   —327→   no solamente los ríos que le entraban a esta laguna y la hacían célebre, sino también los indios gentiles que poblaban sus orillas y habitaban la circunferencia y contorno de aquella laguna toda. Más de cuatro de navegación y otros quince días gastaron en el río de Chillai y en averiguar los bárbaros moradores de aquellas tierras y riberas, nunca hasta entonces vistas ni holladas de los españoles11. Cumplido con el registro de aquestas provincias, volvieron a la boca del río de Pastaza y el Marañón abajo hasta llegar12 a la provincia de los Jeberos, en cuyo examen y averiguación se detuvieron ocho días, y faltándoles ya sustento, volvieron río arriba a San Francisco de Borja para rehacerse.

Reforzados, salió segunda vez el P. Lucas de la Cueva con doce soldados el Marañón abajo, y embocados por el río de La Tacunga o Pastaza, navegaron el río arriba más de 20 días, hasta llegar a las vertientes del páramo cerca de Píllaro, donde por ser toda la tierra agriamente montuosa, haber perdido en la demanda algunas canoas, y hallarse menoscabado el sustento, se dejaron caer otra vez a la madre del Marañón, y reforzándose aquí algún tanto de nuevo, por el río abajo dieron la vuelta segunda vez a los Jeberos, donde, reducidos a la fe de muchos de aquellos gentiles, los redujo también el padre a población, y en este pueblo fundó iglesia e hizo muy de espacio su asistencia. Ni se contentó con esto su celoso espíritu, sino que, asentada aquesta reducción, ya de paz y debajo de la bandera y estandarte del Sagrado Evangelio, acometió nuevas poblaciones y en 12 días de navegación por el río de Guallaga aportaron a la provincia menor de los Cocamas y Guallagas, donde hizo lo mismo que en la de los Jeberos, reduciendo a la fe muchos de aquéstos, y puestos en población, los fundó iglesias como a fieles de su gremio.

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El P. Gaspar de Cugia, Superior de aquestas misiones de los Mainas, que con este título y renombre los llaman a los ecos y fama de tan buenos sucesos, dejó también su puesto de San Francisco de Borja, para entrar a la parte de tan gloriosos méritos; y así, navegando el río del Marañón abajo y subiendo luego por el que corre desde la ciudad de Cuenca, a doce días de navegación arribó a las provincias de los Jíbaros, que ocupan las riberas de este río y las del río Urunanga, con las de otro llamado Mayarico, y habiendo asentado aquí en éste su real, corrieron todas aquellas provincias, registrando lo que en ellas había y examinando las poblaciones de sus indios, y hallando por una parte que los indios eran pocos, y por otra parte demasiadamente belicosos, habiendo gastado solamente en sus vistas más de quince días con algunos veinte indios Jíbaros que sacaron, se volvieron a Santiago de las Montañas. De aquí volvió a embarcarse el río de las Amazonas abajo, y visitó la provincia de los Jeberos, asistiéndoles por espacio de tres meses, y aunque salió a San Francisco de Borja, para recurso de algunas cosas, volvió luego a la misma provincia de Jíbaros y les hizo asistencia de otros seis meses, hasta que, viendo que era mucha la gentilidad y provincias bárbaras que se descubrían cada día por aquellos ríos (que si cuando subió la armada portuguesa y religiosos de San Francisco hubieran subido poco más por el río principal, quizá se desengañaran, y encontrando con los religiosos de esta Compañía conocieran que no eran los últimos en estos descubrimientos), determinó salir a la ciudad de Quito a pedir nuevo socorro de obreros que le ayudasen en aquella espiritual conquista, sacando consigo cuatro indios, una Jebero, dos Cocamas y uno Jíbaro, que se bautizaron en la ciudad de Cuenca, y recién bautizado murió el uno de ellos, para entrar a tomar la posesión del reino de los Cielos. Diéronle al P. Francisco de Figueroa por nuevo compañero, y volvió a proseguir su empresa por el año del Señor de 1640, dividiéndose los tres padres en esta forma: el uno en San Francisco de Borja, el otro en la provincia   —329→   de los Jeberos, y el otro partió al descubrimiento de las provincias del Gran Cocama, que llaman, de que esperamos nuevas, por haber estado y estar al presente, año de 1643, ocupados en tan gloriosa empresa, sin haberla dejado de las manos.



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ArribaAbajoXI.- Vuelve la armada portuguesa el río de las Amazonas abajo con dos padres de la Compañía de Jesús y dos religiosos de San Francisco

Mientras que los religiosos de la Compañía de Jesús, como consta del párrafo precedente, estaban en aqueste tiempo atendiendo al descubrimiento de este gran río y, con cansancios indecibles, reduciendo a la fe de Jesucristo poblaciones enteras de sus bárbaros gentiles y fundándoles las iglesias donde se juntasen a la celebración de los divinos oficios, se trataba en la ciudad de Quito y en su Real Audiencia, con consulta del Sr. Virrey, de que volviese el río abajo la armada portuguesa, como se ejecutó e hizo, enviando con provisión real en su compañía dos padres de la Compañía de Jesús, que fueron el padre Cristóbal de Acuña, nombrado en primer lugar, y en el segundo el P. Andrés de Artieda, para que por   —332→   parte de la Real Audiencia y en nombre de S. M. descubriesen y marcasen la longitud, espacios, y provincias y calidades de toda aquella tierra y gran río de las Amazonas hasta su boca del mar, y después dar cuenta de todo a S. M. y a su Real Consejo de Indias, como lo hicieron, con tanta fidelidad y verdad, que sola la envidia ciega podrá dejar de conocerlo, si con atención se lee esta relación y la que el P. Cristóbal de Acuña sacó de su viaje en Madrid, donde claramente dice y no niega las entradas a este río que por los años del Señor de 1635 y 36 hicieron religiosos legos del Seráfico Francisco, pues una entrada tan tardía no puede empecer al derecho de la Compañía de Jesús, anticipada por más de cuarenta años, no con una entrada hecha acaso, sino con muchas continuadas muy de propósito y fundamentadas y adquiridas con el sudor y sangre de sus hijos; no solamente por las cabeceras todas que forman este gran río y por su principal cuerpo, sino también por la boca de él en las costas del Brasil, donde es tan antigua la Compañía de Jesús en doctrinar estos indios, cuanto por la Corona de Portugal lo es su conquista, para que se vea que si somos prevenidos a los informes, es porque lo fui (sic, por fuimos) anticipados: realmente en las entradas y conversiones de aquestos infieles; y que así, no la negociación, no el favor con que motejan, sino el mérito y el derecho, fue quien dignamente eligió a los padres de la Compañía de Jesús para la empresa de este descubrimiento; y del informe que se había de hacer a S. M. en su Real Consejo, ni fue malicia no historiar en particular en su informe y relación cómo también habían bajado religiosos del Seráfico San Francisco como ni otras órdenes: lo uno, porque los tales no fueron de los nombrados ni llamados en la Real Provisión para el dicho efecto; lo otro, porque no profesó en aquella relación el ser cronista de los hechos y proezas de los religiosos y religiones, sino una breve suma de su viaje y descubrimientos, donde, no obstante, confiesa ingenuamente cómo dos religiosos legos de la Seráfica Orden fueron los primeros que llegaron a la boca del mar navegando el río hasta sus fines. Pero esto no prueba que   —333→   hayan sido los primeros en comenzar el descubrimiento y conversión de estos infieles, sino que fueron de los primeros que dieron fin a la empresa, gloria que, aunque casual, es grande; ni el P. Cristóbal de Acuña la niega (sic) en sus escritos ni la quita, porque teniendo la Compañía de Jesús la gloria de primera en sus más gloriosos principios, no necesita para su derecho de hurtar ni mendigar por puertas ajenas glorias de tales fines, y más cuando esos fines estaban ya muchos años había ocupados por los religiosos de la Compañía de Jesús, que también por aquella parte atendían a la enseñanza y conquista espiritual de aquellos indios.



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ArribaAbajoConclusión de todo lo dicho

Hanse formado quejas de la Compañía de Jesús en memoriales impresos y manuscritos, de que, alzándose con la gloria de primeros en el descubrimiento del río de las Amazonas, prevenidos y anticipados sin el mérito, usurpan las glorias del derecho ajeno, llamando a esto infidelidad indigna de vasallo, atrevimiento cometido sin atención ni empacho, delito indigno de religioso, y pecado también indigno de católico (que según este decir les debió de oler a herejía), calificando la relación e informe tan verídico como justo del P. Cristóbal de Acuña, de la Compañía de Jesús, por engaño hecho a S. M. Católica contra la verdad de lo obrado, y hurto con decir: es quitar al propio dueño lo que es suyo; y agravio injusto hecho a la religión de San Francisco y provincia de Quito; y con soltar el sentimiento la represa al tropel de estas sinrazones y otras, se lamentan de que echan candados a la lengua y grillos a la pluma, y que perdonan sangrientos golpes, porque desean no ofender sino defenderse   —336→   solamente. ¡Miren qué más hicieran si desearan ofender y quitaran los candados a la lengua, los grillos al vuelo de la pluma y la vaina a los sangrientos filos de la espada! Pues con todos estos resguardos y desganas hieren tan sangrientos, que con leves rebozos pican a la verdad sincera de mentira, a la católica pureza de herejía, y de hurto a la posesión que dan méritos del propio dominio.

Vengo al argumento que ha de servir de desagravio evidente a todas estas calumnias. Al que es primero en tiempo le da la ley la gloria y primacía del derecho, y más si la gloria de primeros poseedores se hubiese continuado siempre a costa de propios sudores y costosos afanes, a costa de propias vidas y sangre derramada en luchas de la muerte gloriosamente acometidas y en el mismo morir dichosamente ganadas; pues si se añadiese sobre aquesto la actual posesión de muchos años sin interrupción de momento, sustentándola a fuerza de incansables trabajos hasta el tiempo presente, ¿habrá jurisprudencia del derecho que le niegue el derecho o lo juzgue premio indigno de tan sobrados méritos? Ninguno habrá, por cierto, que si bien lo mira desapasionado y atento a la verdad del hecho, le quite la gloria del derecho, aunque lo juzgue sólo con un mediano acuerdo. La Compañía de Jesús, desde los años del Señor de 1599, a costa del sudor y sangre de sus hijos y aun de las propias vidas, fue la que principió, continuó y posee actualmente, no una u otra, esta o aquella entrada, o cabecera, sino todas las que conducen al descubrimiento de este gran río, habiendo tenido siempre ocupados muchos sacerdotes doctos y padres gravísimos de esta provincia de Quito, y actualmente tiene siete de aquéllos en diversos puestos repartidos, que han atendido y atienden a estos descubrimientos y conversión de sus fieles, siendo ellos los primeros con más de 40 años de posesión antigua, y hechas diez entradas insignes desde el año de 1599 hasta el de 1632 (en que la primera vez emprendieron a estas misiones los religiosos de la Seráfica Orden y ejecutaron el de 1635), continuadas aquellas y éstas hasta   —337→   el día de hoy por los religiosos de la Compañía de Jesús, sin haber jamás de ellas desistido. Los religiosos de la Compañía de Jesús fueron los primeros que descubrieron todas las entradas y cabeceras del río de las Amazonas y convirtieron pueblos y reducciones enteras de sus infieles y gentiles a la ley de Jesucristo, por el río de Macas, por el de Napo y el de la Coca, que son sus principales entradas, principios y cabeceras de este gran río, el P. Rafael Ferrer y sus compañeros desde los años del Señor de 1599, que cuando llegó el año de 1620 ya había derramado su sangre y dado su vida en precio de las almas de aquellos gentiles, y en testimonio de la verdad y ley evangélica que les había enseñado y predicado muchos años a las provincias y naciones de los Cofanes, Omaguas, Avijiras y Encabellados, moradores de las riberas y vertientes del río de las Amazonas; por las otras entradas y cabeceras del río de Latacunga, que llaman los indios naturales, al entrar en el Marañón, Pastaza, el de Cuenca, el de Santiago de las Montañas y otras muchas entradas y orígenes de este gran río, el P. Gaspar Cugia, el P. Lucas de la Cueva, y el P. Francisco de Figueroa, que hasta hoy perseveran en ello, convirtiendo y reduciendo de sus riberas y de las del Marañón mismas, naciones enteras de Jeberos, Cocamas y otras provincias bárbaras que pueblan de este río las márgenes más dilatadas. Por la otra banda del Sur y derecha de los Sucumbíos, el P. Francisco de Rugi, el P. Juan de Henebra, el P. Nicolás Cordero. Por las partes más remotas y apartadas de aquestos ríos, el P. Francisco Ignacio, el P. Juan de Rivera, que actualmente asisten, sin otros muchos que en diversas ocasiones y tiempos han asistido, hasta quedar muerto por esta parte, de rodillas, en una iglesia el P. Gerónimo de Navarro en demanda de su gloriosa empresa, como consta todo del informe y relación aquí hecha y de informaciones auténticas hechas en S. Pedro de Alcalá de los Cofanes por el ordinario, que se guardan en el archivo de la Compañía de Jesús de Quito; donde uno de los testigos que declaran sobre la muerte del P. Rafael Ferrer y su martirio y que él fue el primero   —338→   sacerdote que entró por aquellas tierras y ríos y convirtió sus bárbaros gentiles, es el capitán Juan de Palacios, que entró con sus soldados haciendo escolta a los religiosos de San Francisco, cuando por los años del Señor de 1635 hicieron sus primeras entradas a éstos (bárbaros gentiles); y depone este testigo, que cuando el P. Rafael Ferrer, de la Compañía de Jesús, entró con su padre el capitán Pedro de Palacios, era a la sazón este declarante muy niño, siendo así que aún entonces no era aquélla la primera entrada del P. Rafael Ferrer, sino que antes había hecho otras muchas; y son los testigos que hay hoy muchos y pueden declarar lo mismo, para que se conozca por aquí cuán antiguo es el derecho de la Compañía de Jesús, aunque más lo quiera borrar la envidia y el olvido. Hasta por la boca del mar ha muchos años que tiene la Compañía ocupados sus hijos en la espiritual conquista de estos indios, clamando en su derecho los principios todos de este río, y la boca última, de sus fines; no obstante que no llegase a descubrir toda su longitud y travesía, pues no está en eso la gloria de primeros, sino en acometer las primeras entradas y abrir al paso las primeras puertas, como lo han hecho los religiosos de la Compañía de Jesús, ocupando no solamente las cabeceras de este gran río, sino también por la parte del mar la puerta última de sus fines. Saquen, pues, ahora, los más sabios y entendidos, aunque sean los mismos émulos de la Compañía de Jesús, la conclusión, y digan si es mentira sin atención ni empacho también lo que aseveran informaciones auténticas en derecho y testimonios públicos y tantos testigos fidedignos que no son parte alguna, pues no son de la Compañía; digan si son fábula y sueños la vertida sangre del P. Rafael Ferrer y dichosamente del P. Jerónimo Navarro de la Compañía de Jesús, por introducir entre los infieles la fe de Cristo; digan si son falsedades y engaños tanto número de entradas anticipadas a este gran río por los de la Compañía, posesiones y asistencia que de presente continúan a vista de todo el mundo; ¡tantos sudores, sedes, hambres, trabajos y cansancios insufribles y padecidos todos por el amor de Cristo y reducción   —339→   a la fe de tantos infieles y gentiles! Y siendo todo aquesto, como lo es, verdad tan cierta que sólo podrán los émulos de la Compañía cegarse a su luz manifiesta, pero no negarse a su evidencia, digan con la mejor parte de jurisprudencia a quién toca mejor este derecho. Si le sobran a la Compañía de Jesús en esta empresa colmadamente los méritos. Digan si son éstos los engaños hechos a S. M. y falsos informes a su Real Consejo; si es éste el delito indigno de religiosos, el pecado indigno de católicos, el hurto y robo de las ajenas glorias, el agravio injusto contra lo debido a las proezas de su religión y religiosos. Si son los nombramientos en los religiosos de la Compañía de Jesús, negociaciones del favor, o premios alcanzados a brazos del mérito y merecidos a fuerza de trabajos y del derecho. Y si la gloria de primeros en arrojarse dos religiosos con seis soldados al golfo de todo el río, hasta averiguar sus postrimeros fines, no es la gloria de haber abierto las primeras puertas, ni emprendido los primeros principios, que es lo más difícil. Ni la gloria de haber sido los primeros en arrojarse al examen del río por entero hasta pisar sus fines, ora haya sido acaso, ora de industria o por divino impulso, la niega el P. Cristóbal de Acuña en sus escritos, pues claramente el núm. 7 lo confiesa y dice hablando de los religiosos del Seráfico Francisco: «Dos religiosos legos, llamados Dr. Domingo Brieva y Fr. Andrés de Toledo, con seis soldados, en una embarcación pequeña se dejaron llevar de la corriente río abajo, no con otro intento, a lo que se puede imaginar, que llevados del divino impulso, que en tan flacos instrumentos tenía librado el primer descubrimiento de este río». Si en el número citado y en los siguientes y antecedentes no deja de nombrar individualmente cuántos, cuáles y de quiénes hayan sido de este río los grandes y pequeños descubrimientos, y siendo de la Compañía de Jesús de quien pudiera decir más, es de quien dice menos, digan, ¿dónde está la infidelidad indigna de vasallos y el hurto y robo de las glorias ajenas? ¿A dónde están los falsos informes y engaños a S. M. hechos? Y si por haber acabado de navegar todo este   —340→   río hasta sus fines dos religiosos legos del Seráfico Orden en compañía de seis soldados, sin otra diligencia y examen que haberle atravesado de paso como lo hizo Francisco de Orellana y el tirano Lope de Aguirre, se les debe a los religiosos la gloria de esta primacía, ¿por qué le quitan la gloria de esta proeza al primero de todos, que fue Francisco de Orellana, de quien se llamó primero Orellana aqueste río? ¿Al tirano Lope de Aguirre, que fue el segundo? O si no, ¿por qué a los soldados que les acompañaron sirviéndoles de lengua (dice legua) para mendigar el sustento entre aquellos bárbaros infieles y sustentar la vida y la empresa hasta sus fines, sin cuyo medio hubiera perecido sin remedio la empresa luego a los principios, acabando el verdugo del hambre con lo débil de sus vidas? Y así, al soldado y lengua que intérprete con los bárbaros indios pudo sustentar el vivir de todos juntos, se le deberá la gloria de este descubrimiento, y lo demás será delito indigno de religiosos, hurto y robo tan claro como manifiesto, mientras anticipados méritos de otras más gloriosas y primeras entradas no les adjudicasen primacías del derecho, como se las adjudican a la Compañía de Jesús las muchas que por medio de sus hijos tiene hechas en muchos y diversos tiempos continuados siempre hasta los tiempos presentes sin haber desistido jamás de ellas ni perder la posesión que tiene. Y así, digan últimamente, quién pudiera formar mejor aquestas quejas y publicar agravios al mundo, los que siendo últimos en la empresa de aquestos descubrimientos se quejan agraviados con prevenidas y anticipadas querellas, o la Compañía de Jesús, que con más de cuarenta años de antigüedad en la empresa le quieren usurpar ahora con conocido agravio el derecho que dignamente le pertenece, la gloria que por medio de la sangre de sus hijos, a costa de sus sudores y fatigas de sus incansables trabajos y de las mismas vidas, tiene tan loablemente merecida, el premio y lauro honroso que fue debido siempre a los primeros descubridores de los primeros principios, empresa más difícil que adelantar lo comenzado a sus últimos fines. Esto último es gloria que le pertenece a la religión del Seráfico Francisco, aquello primero es gloria y blasón que muchos   —341→   méritos y derechos adjudican a la Compañía. Luego querer con prevenidas quejas y anticipadas querellas borrar y obscurecer tan conocido y manifiesto derecho de la Compañía de Jesús a fuerza de tan sobrados méritos, agravio es manifiesto que pide a voces de justicia su gloriosa defensa. Aquí sí que venía bien decir que es aqueste delito de religiosos indignos; pero cállelo mi pluma, cuando es verdad tan conocida que la pueden alcanzar no solamente lo docto de los entendidos, pero aun los menos atentos del vulgo y los que más ciegos se hallan de la Envidia. Aquí sí que venía bien el decir que era infidelidad aquesta indigna de vasallos; pero ponga sello el silencio a los labios, cuando es verdad tan evidente y clara, que, por lo que tiene de verdad, puede salir sin empacho, y por lo que tiene de cierta y verdadera, puede salir a vista de todo el mundo con la cara descubierta. Aquí sí que venía mejor decir que era pecado indigno aqueste, no me atrevo a decir de católicos, baste afirmar de religiosos tan entendidos como doctos; pero, pues por parte de la verdad y derecho de la Compañía de Jesús están dando voces informaciones en derecho y auténticos testimonios, para que hallen ellos solos, mejor será poner silencio a todo, grillos a la pluma y muchos candados a la boca.







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ArribaAbajoPadre José Chantre y Herrera


ArribaAbajoHistoria de las misiones de la Compañía de Jesús en el Marañón español

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Historia de las misiones de la Compañía
de Jesús en el Marañón español

Por el

Padre José Chantre y Herrera

de la misma Compañía

1637-1767

Madrid

4753- Imprenta de A. Avrial

Calle de San Bernardo, 92

1901

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ArribaAbajoCapítulo VII.- Muere ahogado el padre Santa Cruz en el río Bohono

No era grande el apuro y dificultad de hallarse tanta gente sin embarcación en las riberas de un río que se había de navegar; porque los indios son hábiles y diestros por la mucha práctica en socorros de este género. Criados en su barbarie y en continuas guerras unos con otros, se veían muchas veces en la necesidad de vadear grandes ríos y tenían ideadas especies de embarcaciones para los apuros, todas falsas pero todas servideras. En la presente necesidad se aplicaron luego a disponer para el padre y para sí estas especies de barcas. La más fácil de hacer, aunque peligrosa para bogar, es la que llaman balsa, y se reduce a unos palos ligeros y sin pulir como de dos varas y media; que unidos y atados entre sí con venas, juntos o bejucos, hacen un plano a manera   —348→   del hondón de una grande canasta. Para imitar la proa de la nave, cortan los palos por la parte anterior con cierta desigualdad proporcionada, de manera que remate la balsa en punta. Esto sirve para que rompa las aguas, y no juegue alrededor, sino que camine derecha al término adonde se quiere arribar.

En estas cestas o canastas de tan débil artificio se embarcaron todos y se embarcaron propiamente en el agua misma, porque no estando unidos los palos con brea u otra cosa que impidiese la comunicación del agua y no teniendo borde alguno por los lados, navegaban casi dentro de ella. De esta manera caminaron dos días con grande trabajo, y en medio de las furiosas corrientes que llevaban precipitadamente los palos, no pudieron llegar al sitio de las canoas: tantas eran las vueltas que iba tomando el río entre las peñas y montañas. Poníales en cuidado la mucha lluvia que caía, porque no podían enjugarse la ropa, e hinchándose el río se hacía la navegación más peligrosa por no poder resistir a las corrientes. Llegó la noche tercera en que, desgajándose el cielo fue tan grande la lluvia o turbión que extendiéndose por la ribera todo lo anegó: ropa, trastos y el poco bastimento. Con la humedad extraordinaria y las muchas molestias de navegación tan incómoda, se hallaba el padre muy delicado, se aumentaba el ahogo del pecho, irritábanse las llagas de las piernas y crecía la hinchazón. Pero nada le causaba mayor sentimiento en tantas miserias y trabajos que el que se hubiese mojado la caja de los ornamentos para decir misa, porque ésta fue siempre la alhaja de su mayor estimación y cuidado, y como se explicó la misma noche, en tantos, tan difíciles, tan penosos y largos viajes, no había dejado jamás ni un día solo de ofrecer el santo sacrificio de la misa. Tanta era la fuerza de su alma, tanta la devoción al Sacramento y tan grande la atención al estado del sacerdocio.

En noche tan trabajosa para el padre Santa Cruz, turbulenta por el agua, confusa por el destino, oscura por las nubes y temerosa por todas las circunstancias,   —349→   dio a entender por ciertas proposiciones no del todo claras, a los indios la cercanía de su muerte. Y sobre todo encargó mucho al mozo y a los indios de más capacidad y se lo repitió muchas veces, como cosa que tenía muy en su corazón, que diesen al Superior de las misiones cuenta muy menuda del sitio descubierto y del camino ideado, sin omitir circunstancia alguna para que se pusiese por obra su compostura. Con estas pláticas pasaron aquella noche, ya que no podía servir al descanso por las muchas lluvias que caían.

Al rayar el día tomaron luego sus balsas porque ni el hambre permitía más detención. Como fue abriendo más el día, se descubrió el sol por un poco tiempo y dijo al padre el mozo que iba con él en la balsa, que se quitase por un rato la sotana, se podrían enjugar los demás vestidos. «No hijo -le respondió el padre- que con esta sotana me tengo de ir al cielo». Apenas dijo esta respuesta el misionero, cuando de repente advirtió el español que el aguacero de la noche había derribado un árbol de la orilla y que caído sobre el río ni formaba puente ni daba lugar al paso. Forcejeó cuanto pudo, por tirar la balsa a la orilla del río, a fin de que en tierra se librase el padre del inminente riesgo que preveía. Pero fueron inútiles todos sus esfuerzos por más que hizo, y trabajó con las fuerzas y con el ingenio, y por más ayuda que pidió a los de otra balsa que venían algo atrás no pudo vencer el arrebatado ímpetu de la corriente, que venía furiosa. Arrojose al agua para ocurrir al daño, fiado en la destreza de nadar, pero por más prisa que se dio para ayudar a la balsa, y echarla hacia la orilla, no pudo impedir que arrebatada del agua no viniese a parar con grande ímpetu contra el árbol atravesado. Recibió el padre en su pecho lastimado un horroroso golpe que le dejó sin fuerzas, y no pudiendo mantenerse por su debilidad por la violencia del golpe en la balsa, pasó ésta por debajo del árbol, quedando el padre agarrado de una rama con el agua hasta la boca. Pero eran tan pocas sus fuerzas que sin poder ser socorrido ni del mozo que hizo harto en salir aturdido a   —350→   tierra sin ahogarse, ni de los otros indios que sólo le alcanzaron con la vista, cayó luego en el agua con las manos levantadas al cielo y así se fue sumergiendo, habiendo dado antes por despedida una mirada al río Marañón.

De esta manera acabó su carrera en 6 de noviembre de 1662, ahogado en el agua el que no había podido ahogarse en tantos trabajos. Verdadero israelita a quien Dios concedió ver la tierra de promisión sin dejar que la gozase. Tuvo y padeció las penalidades del desierto, pasó el mar, siguió siempre la nube de la confianza en Dios, y ahora le falta el aliento cuando tiene ya a la vista el gozo y el descanso. Verdaderamente son altísimos los juicios de Dios e insondables los caminos de su providencia. Al mismo tiempo de llegar la otra balsa de sus amados hijos y a su misma vista se ahoga el padre Raimundo, tan necesario en la misión, en la edad de solos treinta y nueve años, a los once de misionero, cuando abierto camino llano y fácil para Quito serían mejor empleados sus trabajos y de mayor ventaja sus fatigas. Con la muerte del padre Raimundo de Santa Cruz quedaron en un profundo desconsuelo las misiones de Mainas, cubiertas de luto y entregadas a un inconsolable llanto por haber perdido en este misionero su luz, su gloria, su amparo, fortaleza y alegría. No podían los misioneros contener las lágrimas viendo que les faltaba el alma de los pueblos, el animoso en los imposibles, el constante en las adversidades, el atlante verdadero en cuyos hombros cargó el peso de todas las dificultades, acometimientos y empresas que por once años continuos se habían ofrecido en el Marañón. No tenían otro consuelo que la viva memoria de sus esclarecidas virtudes, con cuyo olor y fragancia se esforzaban y confortaban a seguir, la carrera que había consumado felizmente el padre Raimundo entre tantas penalidades, contradicciones y trabajos.

Nació este apostólico varón en la villa de San Miguel de Ibarra, distante como unas veinte leguas de la ciudad   —351→   de Quito. Su padre fue don Raimundo de Heredia natural de Aragón y de conocida familia en aquel reino. Su madre se llamó doña Catalina Calderón, de igual nobleza. Criado en mucho temor de Dios, le entregaron sus piadosos padres a la Compañía en el célebre seminario de San Luis de Quito, en donde como por natural genio, seguía la virtud y se daba al estudio sin ocuparse en otros pensamientos. Salió buen gramático y sobresaliente filósofo, y llamado de Dios a la Compañía, fue con gusto recibido en ella, en el año de 1643, en donde sólo mudó de casa quien había hecho vida de novicio en el seminario. Procedió en los estudios con mucho ejemplo de los que le trataban, dando su modestia singular realce a sus lucimientos. Ordenado de sacerdote y nació a juicio de todos para las letras, procurar ocultarse en las misiones, armado de virtud y ciencia contra el común enemigo, dueño entonces con dominio despótico de tantas almas.

No es fácil el determinar qué virtud fuese mayor en el padre Raimundo, porque fue pobre y vivió siempre como tal sin tener con qué cubrirse ni alimentarse; humilde en extremo, sin poder oír la menor alabanza suya aun en las cosas más bajas y rateras, penitente por los muchos cilicios y disciplinas frecuentes con que en medio de sus achaques maceraba la carne, sufrido en los ahogos de pecho, llagas de piernas y otras enfermedades; constante en los peligros, magnánimo en las adversidades, obediente en cuanto emprendió, prosiguió y acabó. Y ¿quién podrá explicar con palabras aquella prudencia, más que humana, con que supo ganar a indios de tan diversas naciones opuestas entre sí y mantenerlos unidos y concordes, sin que se oyese en su vida la menor división o enajenamiento? Tan estrechados estaban con su misionero, que haciéndose todo a todos con su dulzura, suavidad y condescendencia, los tenía como pendiente de su mano. Fue viva su fe, firme su esperanza y ardiente y encendida su caridad; de donde nació aquel abrasado celo con que anduvo tantas leguas, se expuso a tantos peligros, formó tantos pueblos, corrió   —352→   todas las reducciones y se ofreció, finalmente, en sacrificio por sus indios muriendo ahogado en el ejercicio de la obediencia más dificultosa y de la caridad más heroica. Todas estas excelentes virtudes del padre Raimundo estribaban como en base fundamental de una profundísima desconfianza de sí mismo, y en una altísima confianza en Dios, que fueron acaso su carácter, porque a Dios miraba en todas sus acciones y pasos, a Dios consultaba en sus dudas y dificultades, y de Dios estaba pendiente en sus empresas prodigiosas, como quien echaba bien de ver su patrocinio y amparo en la ciudad, en los pueblos, en la tierra y en el agua.



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ArribaAbajoCapítulo II.- Cose a puñaladas un desalmado mulato al padre Agustín Hurtado

Los sucesos prósperos o adversos que dispone o permite la eterna providencia del Señor, no tiene varias veces alcanza del entendimiento humano, ni puede el hombre prevenirlos ciego y sin penetrar adónde se encaminan las disposiciones soberbias. Hallábase el padre Hurtado cuidando de los Gayes, muy contento con los nuevos cristianos y harto bien hallado con los muchos catecúmenos que por cinco años había recogido su celo por los montes vecinos. Conocía la grande afición y amor entrañable que le tenían los indios por la caridad que descubrían en él y por los oficios de pastor y padre que a costa de inmensas fatigas y trabajos que ejercitaba con ellos. Estaba tan adherido a su pueblo, que habiéndole hecho superior de las misiones, no le pareció razón dejar   —354→   la reducción en manos ajenas y fijar su residencia en Santiago de la Laguna, en donde vivían ya los superiores, como en lugar más acomodado para acudir a todas partes. Quedose con los Gayes como con gente más nueva, y que mostraba tener con él más confianza que con los otros misioneros que no habían tratado; pero su cuidado se entendía también a los demás indios de Pastaza y cuidaba al mismo tiempo de los Ángeles de Roamainas. Era ventajoso el sitio de San Javier de Gayes, porque a cualquiera necesidad que ocurriese en los Roamainas, bajaba pronto por Pastaza en dos o tres días, aunque para volver a subir a su pueblo era menester, como insinuamos ocho días, aun cuando la navegación fuese próspera.

Estaban así las cosas en suma paz con los Gayes, cuando llegaron al pueblo dos derrotados mulatos que preguntando por el Superior de las misiones, se le introdujeron luego y ofrecieron al parecer con buen celo a querer asistirle o a servir a otros padres ayudándoles en cuanto pudiesen en los viajes y en las poblaciones. El padre Agustín que era blando de condición y de natural piadoso, les admitió con buen modo y les agasajó según su pobreza, ofreciéndosele ya desde entonces que podrían ser útiles en la misión. Dejoles estar en casa sin determinar de su ocupación y destino, queriendo antes enterarse y hacer de ellos alguna prueba oyéndoles lo que decían de su venida y de las partes en donde habían estado. Porque en tanta soledad y poco uso de hablar el castellano, aun el lenguaje de un mulato sirve de consuelo y hacen buen sonido en las orejas las palabras españolas en boca de aquellos brutos. Llegaban varios de éstos a la ciudad de Borja y se les admitía como a otros mozos, los cuales habían servido muy bien en ocasiones de castigos o pacificaciones de indios, para lo cual era muy estimable aunque mezclada en las venas, cualquier reliquia de sangre española. Cuando lograba un misionero alguno de éstos en su pueblo, lo tenía por grande alivio; y más cuando en su proceder y costumbres imitaba las acciones del padre y le ayudaba con el   —355→   ejemplo y palabras a introducir en los indios la cristiandad y policía. Tales fueron los que acompañaron a los padres Francisco Figueroa y Pedro Suárez, que los asistieron hasta la muerte y es de creer que fuesen partícipes de su gloria.

No eran de esta calidad los mulatos que aportaron al pueblo de los Gayes. Al principio se introdujeron sin ofensión del padre con los indios, entraban y salían de sus casas con agrado, ayudaban en algunas cosas y enseñaban a la gente algunas industrias. Pero a muy poco tiempo mostraron bien ser gente desalmada y de aquella que no cabiendo en las ciudades por sus desórdenes, busca su guarida en los montes. De amigos de los indios pasaron a solicitar por amigas a sus mujeres. Terrible arrojo en una nueva cristiandad y ejecutado por hombres que habían vivido tantos años entre cristianos viejos y que debían con su ejemplo apoyar la buena conducta del misionero con quien vivían. Llegaron en pocos días a ser el escándalo del pueblo, por su ruin trato y comunicación con las indias. Sentíalo en el alma y con extremo el celoso y ajustado misionero y no dejó medio que no intentase para echar aquellos malvados del pueblo. Porque todo lo que no es apartar al lascivo de la ocasión no es remedio de tan mortal contagio. Pero nada pudo conseguir de aquellos hombres ciegos, y no tenía fuerzas para despacharlos, porque echarlos con violencia por medio de los indios no se podía ejecutar sin tumulto. El Gobernador o Teniente de Borja estaba muy distante para acudir a la necesidad y no había mucha esperanza de que atendiese a un desorden particular de un pueblo remoto, cuando tantos otros negocios le ocupaban la atención. El buen padre se abrasaba con su mismo celo; repetía continuas amonestaciones, añadía reprensiones, y pasaba a las amenazas del castigo, haciéndoles ver cómo a él y a ellos podían matar fácilmente los bárbaros mismos, encendidos de la pasión brutal de los celos. Pero nada bastaba para que abriesen los ojos, ciegos con la pasión torpe, ni pudo recabar de ellos que moderasen siquiera sus arrojos escandalosos, antes los   —356→   adelantaban despreciando abiertamente los avisos del misionero.

Afligido sobremanera el angelical padre, no sabía ya qué hacer con aquellos endurecidos mulatos. Volviose a Dios en su dolor y aflicción orando con mucho fervor por el remedio de aquellas almas, y con mayor ahínco por la conservación del pueblo, porque le oprimía el corazón aquel escándalo y lo mucho que temía el daño de los indios que con gran facilidad se podrían alborotar, y una vez alzados, y retirados a sus escondrijos por causa de algún español, sería dificultosísima su vuelta. De la oración volvía a las amonestaciones cariñosas y no alcanzando éstas reprendía y amenazaba con el Teniente y los indios. Apretado en una de estas ocasiones por todas partes uno de los mulatos, ciego y fuera de sí con su lasciva embriaguez, se resolvió al terrible sacrilegio de quitar la vida al misionero, fieramente encarnecido contra su celo. Acometiole una mañana con un puñal en la mano y arrojándose a él en increíble ceguera le atravesó el cuerpo muchas veces sin acabar de saciar su furia endemoniada y abrió puerta franca para que saliese, holocausto de la castidad, el alma del bendito padre que, dejando pocos minutos después las fatigas de la vida mortal, consiguió con la pérdida de ella el remedio que deseaba para el pueblo, librándolo de tan malos habitadores.

Fue sentido el delincuente de algunos indios por el ruido de su sangriento destrozo, y buscando a su padre los muchachos que le asistían le hallaron desangrado y expirando ya con señales de entregar pacíficamente su espíritu en manos de su Criador. Asustados con aquel espectáculo tan compasivo, dieron gritos y empezaron a lamentarse de la pérdida de su misionero. Presto siguieron a los niños todos los indios del pueblo, que buscando con gran dolor pero con mucha diligencia el agresor de tan enorme delito, alcanzaron al sacrílego, y le hicieron pedazos con sus lanzas cuando acaso no había expirado el misionero. Así suele castigar la divina justicia donde no alcanza la humana. El otro mulato parece que   —357→   fue en escapar más afortunado, acaso porque no se precipitó en el abismo de delitos de su desdichado compañero. Asustados los Gayes con la muerte sangrienta de su querido padre, enviaron diligentemente algunos indios a las demás reducciones con tan pesada nueva, los cuales comunicaron con lágrimas la tragedia que acababa de suceder en su pueblo. Atónito el padre Silva de la ingratitud, escándalo y sacrilegio del cristiano viejo, y lastimado con la muerte de su Superior. En tanta falta de operarios, se partió sin tardanza hacia los Gayes. Quisiera ir volando, temiendo el daño que se podía seguir en aquella cristiandad, pero las corrientes del río no le permitían el cumplimiento de su deseo. Llegó como pudo al pueblo después de varios días, y halló enterrado el cuerpo del padre Hurtado en su misma iglesia por mano de los muchachos de la doctrina que atendían al oficio de sacristanes. Hízole el padre sus exequias, y le aplicó varios sufragios, porque fuera de ser su hermano y su Superior, y era también condiscípulo con quien había vivido en un mismo colegio y estimado por su amable trato y porte ajustado.

Fue natural el padre Agustín Hurtado, de Panamá, hijo de padres nobles. Entró en la Compañía en la ciudad de Santa Fe, y fue uno de los que llegaron a Quito con el padre Pedro Suárez, el año de 61, para tener allí sus estudios; sujeto muy virtuoso, recogido y devoto, de particular humildad, de mucho trato con Dios, pobre de espíritu, rendido y obediente; tan puro como recatado, muy celoso de ganar almas a que se dedicó desde que se ordenó de sacerdote, pasando a vivir y a morir en las misiones del Marañón como logró su dicha, con visos de muerte desgraciada, pero muy preciosa en los ojos de Dios a los diez y siete años de religioso y treinta y nueve de edad, bien logrados en su ajustamiento y en religiosas virtudes. De esta manera premió el Señor con una misma corona y en defensa de la castidad a los dos estudiantes que trajo de Santa Fe a Mainas, por ser los dos tan parecidos en el amor de esta virtud y en el celo de que todos la conservasen.

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El padre Miguel de Silva, viendo a los Gayes tan sentidos con la muerte desgraciada de su misionero, y que suspiraban por el consuelo de tener otro padre que los asistiese y doctrinase, se determinó a quedar en el mismo pueblo muy consolado de la buena fe y ánimo sosegado de los indios; y enviando aviso al padre más antiguo que era el padre Lucero, y debía entrar en el oficio de Superior, para que tomase las providencias que le parecieran necesarias comenzó a ejercitar con los Gayes los mismos oficios de pastor y padre que había ejercitado el padre Agustín Hurtado. Viose apurado el Superior cuando supo lo sucedido en San Javier de los Gayes, porque el misionero de la Oas había muerto en su pueblo, y el padre Miguel Silva era necesario para su partido y no podía quedar en el pueblo de los Gayes sin hacer mayor falta en las otras reducciones que estaban a su cargo. En estas circunstancias tan críticas a la misión, se reconoció un rasgo bien particular de la divina Providencia. Acababa de llegar al colegio de Quito un padre de casi 60 años y lleno de achaques, más a propósito para el descanso en uno de los colegios que para las fatigas de una misión. Llamábase Pedro de Cáceres y cuando al parecer de los hombres estaba ya para dejar las armas de la mano, por haber misionado en otros sitios, puso Dios en él una vocación tan eficaz a las misiones que nada fue bastante para detenerle. No contradijo a ella el Superior de la provincia como parecía regular o no necesario, porque el Señor que llamaba al padre Pedro, y quería servirse de él en las misiones, supo disponer al Superior para que le diese la licencia. Habida ésta, dispuso el anciano misionero su viaje por el camino de los Baños y llegó felizmente a las misiones en el año de 1679, en que por muerte del padre Hurtado no sería fácil sin él sostener las reducciones.

Adoró el Superior de las misiones la disposición soberana; y alegre con tan oportuno socorro, ordenó las cosas de manera que no faltase misionero en los varios partidos. Puso al anciano padre que acababa de llegar en el pueblo de los Jeberos, gente antigua y hecha ya   —359→   a las prácticas de la misión, dejando también a su cargo otros tres pueblos dependientes de los Jeberos. Envió a los Gayes, acreedores por su buen porte de sacerdote propio, al padre Juan Fernández que había de trabajar tan gloriosamente, como veremos, en aquella nación. Lo restante de la misión tomó a su cargo el Superior, dando una parte de ella al padre Miguel de Silva, que a lo que juzgo no gozaba ya en aquel tiempo de mucha salud y por esto no pudo perseverar con los Roamainas y Gayes, después del padre Hurtado. De esta manera dispuso las cosas al padre Lorenzo Lucero, y debieron correr las cosas por algunos años en que apenas tenemos noticias, fuera de una carta que hemos hallado de un misionero y un informe que de la misión hace otro.



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ArribaAbajoCapítulo IX.- Muerte gloriosa del padre Francisco Real a manos del indio Curazaba y le acompañan en la muerte dos mozos que le ayudaban en el pueblo

Pasando por el pueblo de San Miguel el teniente de Borja don Matías de Rioja, y noticioso del escándalo que en él daba el indio Curazaba, por su poca firmeza en la reducción, por la ninguna asistencia a la doctrina y por la grande repugnancia en concurrir con los demás a las obligaciones comunes, le reprendió seriamente y en público de sus excesos, amenazándolo con el merecido castigo si no mudaba de conducta y le hallaba corregido a su vuelta. Confundido el indio con los cargos hechos del Teniente en presencia de los demás, quedó extremadamente sentido e interiormente requemado. Lejos de pensar en la enmienda empezó a desvergonzarse con el cacique mismo Becoari que tenía el nombramiento y título de   —362→   Gobernador, conferido con toda solemnidad por don Juan Antonio de Toledo en la visita que había hecho de todo este partido. Aconsejaba el misionero a Curazaba que se moderase y repetidas veces le exhortaba con las palabras más blandas y cariñosas que viniese como los demás a la doctrina y a que respetase al que tenía las veces del Rey Católico a quien voluntariamente se había sujetado. El mismo cacique Becoari con tener contra él tantos motivos de disgusto, olvidado de las razones de resentimiento procuraba ponerle en razón de todos los modos que podía. Pero eran inútiles los esfuerzos de uno y otro, que viéndole terco y obstinado en su proceder y que no habiendo hecho caso de los consejos razonables, todo lo despreciaba y por todo atropellaba, le recordaron por último las amenazas del Teniente asegurándole que volvería presto por el pueblo para que ya que la razón y buen ejemplo no le movía, le contuviese a lo menos el miedo del castigo.

A un hombre ciego y furioso públicamente avergonzado que no hace caso de la vergüenza, empacho ni pundonor, no se le doblará ni por bien ni por mal. Él mismo se precipitará sin que ninguno pueda detenerlo. La resulta de los saludables consejos que le daba el padre y el Gobernador, fue que Curazaba tratase de escapar al monte con toda su familia. Quiso disimular la retirada con el pretexto de un puro paseo con apariencias de que volvería; mas no pudo encubrir su verdadera determinación de manera que un niño de la escuela no descubriese las diligencias y prevenciones que hacía para llevar la familia. Como esta gente inocente es siempre fiel al misionero y entra con celo en las ideas de su maestro, fue volando al misionero y le avisó de la resolución cierta de Curazaba. Procuró el padre disuadirle con todos los modos que supo y pudo del viaje, pero como nada hiciese mella en aquel duro corazón, se determinó a quitarle la herramienta que le había dado advirtiendo que no se le dejaba el instrumento por querer retirarse al monte; pero que se le volvería a dar después de pocos días, si en ellos daba pruebas de desistir de su intento.

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De este hecho que ya con otros se había practicado sin novedad ni peligro, antes con el buen efecto de la detención en el pueblo, por el interés de la herramienta, tomó ocasión el malvado para alborotar de nuevo la gente. Urdió un pretexto o un tejido de embustes para el designio de malquistar al padre con los indios del pueblo, y atizando el demonio su fantasía, comenzó por la escuela de niños y niñas que se había establecido con tanto fruto de esta edad tierna. ¿Hasta cuándo, decía a sus paisanos, habéis de vivir ciegos sin caer en cuenta de las cosas que pasan por vuestros mismos ojos? ¿Decidme, si lo sabéis, por qué se esfuerza el misionero a tener juntos en su casa mañana y tarde niños y niñas, y esto con tal empeño y porfía que no disimula la falta de un día solo? Diréis que para que aprendan la lengua del Inga. ¡Ah, pobre gente!, paráis en esto y no proseguís adelante con vuestro discurso ni alcanzáis a prever las consecuencias funestas. Tened por cierto que el tener junta tanta gente moza consigo, no lo hace sin mala intención; quiere acostumbrarla a tenerla en su casa para entregarla más fácilmente al Teniente cuando baje del Napo. Para esto mismo la enseña la lengua del Inga, porque sabido este idioma se aprovecharán de ella con más ventajas los españoles. Abrid los ojos y sacudid las cataratas que no os dejan ver las cosas más claras que la luz del mediodía.

Viendo Curazaba que prendía la plática en la gente y que se iba poniendo ya de su parte, pasó a pintarla otro peligro que llamaba inminente. Acordó a los indios las amenazas que le había hecho el Teniente, y añadió que aunque era verdad que a él solo se habían enderezado, debían conocer ellos mismos si no eran tontos que hablaban con todos, pues todos eran culpados, unos por una cosa y otros por otra. Hízoles creíbles este su pensamiento, poniéndoles delante el misterio de las muchas canoas que bogaban por el río y que nunca se habían visto cruzar en tanto número como se descubrían al presente. «Ya sé yo -decía- que el padre ha echado la voz de que vienen estas embarcaciones para conducir   —364→   a su Provincial que quiere visitar la misión; pero es muy astuto para que le falte pretexto con que cubrir sus intenciones. Parécele que así tendrá la gente quieta y sosegada sin que piense en prevenir el golpe; pero tengo muy bien averiguado que el Teniente mismo pasa con las canoas a la ciudad de Archidona para recoger españoles y blancos y bajar al castigo de unos y a recoger a otros».

Con tan maliciosos chismes se fue alborotando más la gente del pueblo, y como inclinada por genio a sospechar de todo, y entrar luego en desconfianza por apariencias ligeras, iba dando crédito a las invenciones de Curazaba y creciendo el enredo. Hacíanse ya de día y de noche juntas y conciliábulos de sublevación y motín: de esto trataban en el pueblo y no hablaban de otra cosa en sus campos y sembrados, celebrando muchos a Curazaba como a un hombre de singular penetración y de fino discernimiento que con su grande perspicacia les había revelado tantos ocultos misterios. Pero con saber la mayor parte de los indios que se maquinaba ya contra la vida del misionero, se mantuvo la cosa como en secreto por algunos días, hasta que en la víspera del día determinado para la sublevación, una india cristiana dio aviso a un mocito intérprete para que diese cuanto antes parte al padre Francisco de lo que se tramaba contra su vida. Hízole prontamente el intérprete y con asegurar lo mismo otro niño de los que vivían en casa con el padre, éste lo despreció todo como amenaza vana que tal vez hace algún indio que corra sin motivo ni fundamento. Todo lo teme un corazón pequeño y no da un paso arriesgado sin miedo la mala conciencia; pero las almas grandes curan bien poco de las amenazas. Y la buena conciencia dicta seguridad en los mayores apuros porque sabe muy bien que cuanto sucediese al justo lo convertirá el Señor en bien y provecho suyo. Así le sucedió al misionero de San Miguel, a quien mucho mayor bien espiritual y gloria le trajo la sorpresa de los indios que le hubiera traído el prevenirlos.

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El día 4 de enero del año 1744, a poco más de media hora de haber anochecido, cercaron unos indios con disimulo la casa del padre Francisco y otros con la misma sagacidad rodearon la cocina que servía de escuela o seminario. Hecha esta primera diligencia, entraron cuatro de los más atrevidos en el cuarto del padre y se acercaron a él con apariencias de querer hablarle de asuntos indiferentes. Iba por capitán de todos el autor de los embustes y causa de la sublevación, Curazaba, que llevando muy oculta una terrible macana, ocupó el sitio más a propósito para asegurar bien el golpe que meditaba sobre la cabeza del misionero. Hallábase éste a la sazón algo incomodado, sentado en su camilla y con el rosario de Nuestra Señora en la mano. De esta manera pudieron cercarle a su gusto por no perder el lance, y entretanto hablaban algunas palabras disimulando la traición. Respondíales el padre con agrado, sin temer ni sospechar cosa alguna, cuando Curazaba, asegurado de la oportunidad del sitio en que se hallaba, saca prontamente su macana y descarga un fiero golpe en las sienes del bendito padre, que cayó en tierra con el nombre de Jesús a medio pronunciar. Al ruido del golpe que fue tremendo e hizo estremecer la casa, acudió corriendo un buen mozo español llamado Domingo, y abrazándose estrechamente con el sacrílego indio que iba a repetir el segundo golpe, le embarazó la ejecución. Mas entrando de nuevo otros compañeros de Curazaba, unos atravesaron a lanzadas al español y otros acabaron de matar con tres lanzadas al santo misionero, que estaba ofreciendo su vida en holocausto por sus enemigos.

Los demás indios que cercaban la cocina embistieron a don Juanico Ibarra (que a lo que pienso era o algún mestizo o algún indio de las misiones antiguas que ayudaba al misionero), y aunque a los principios pudo hurtar el cuerpo a las primeras lanzas, pero al fin herido con otra de los que sobrevinieron, se encaró con los agresores y les dijo: «¿Por qué me queréis matar? ¿Qué daño os he hecho yo? Dejadme con vida, pues sabéis que os he querido». «No has de quedar con vida -respondieron   —366→   los ingratos- una vez que ha muerto el padre, porque tú has de avisar a los cristianos», y diciendo esto le clavaron una lanza en el pecho y le precipitaron por un barranco.

Ejecutadas con tanta crueldad estas muertes, saquearon las pocas alhajas y cosillas que se hallaban en la casa pobre del misionero, y profanaron los ornamentos de la iglesia, tomando cada uno lo que pudo haber a la mano. Bien que después de hechas pedazos las cajas en que se prometían encontrar mucho se hallaron burlados y sin topar con lo que pensaban. Ésta fue la primera lección de desengaño entre los muchos que experimentaron después. Pero no estaban entonces para hacer reflexiones de arrepentimiento poseídos de furor y rabia que les agitaba. Las mujeres, como más piadosas en semejantes estragos, lloraban y daban gritos al cielo clamando que por la malignidad y codicia de una aborrecido antes del pueblo se perdían todos. Pero los agresores prosiguieron adelante en sus intentos; después del saqueo dieron fuego a las casas y al lugar. Corrió también la voz que habían hecho lo mismo con la casa del misionero y que habían reducido a cenizas su cadáver; pero la verdad fue que este segundo incendio le causaron los indios del pueblo de San José, porque teniendo noticia de la desgracia sucedida en San Miguel, el padre Pietragrasa envió prontamente algunos de sus pueblos para que enterrasen los cadáveres y ellos, por su natural melindre y por el asco que afectan tener a todo cuerpo muerto de los que no son de su nación, pegaron fuego a la casa en que yacían los cadáveres, para que sin tocarlos se quemasen en la casa misma. Volvieron después muy serenos a su pueblo, y como prácticos en disimular y diestros sobremanera en como se les había mandado. Tres meses después del atentado de Curazaba, pasó por el que había sido pueblo de San Miguel, don Francisco Matoria; y recogiendo los huesos del padre Francisco Real y de su mozo Domingo, los llevó consigo al pueblo de San José, donde les dio sepultura eclesiástica el padre Pietragrasa. Fueron también sepultados al   —367→   lado de los mismos los de don Juanico Ibarra, que se encontraron poco después. De esta manera recogió un mismo sepulcro a los que no había separado la causa de la muerte.



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ArribaAbajoLibro X.- Capítulo I.- Matan a lanzazos dos pérfidos Caumares al padre José Casado, en San Ignacio de Pevas

Después de la muerte del padre Ignacio Francombeli, sucedida como vimos en el pueblo de San Ignacio de Pevas por los años de 1736, hubo muchos trabajos en aquella reducción, en medio de haberla dejado bien floreciente aquel insigne misionero. Porque hallándose el Superior de las misiones con poco número de operarios para tantos pueblos y tan distantes entre sí, juzgó que podía suplir en el pueblo de Pevas hasta que llegasen nuevos padres, cierto flamenco llamado don Felipe Maneiro, hombre de más que mediana instrucción, político, de gran valor, prudencia y otras prendas, que hicieron   —370→   pensar ser uno de aquellos seculares que por algún revés o accidente adverso se destierran de sus patrias, y sin parar en países de comercio ni poblaciones grandes, se retiran a semejantes montañas desengañados del mundo. No daba poco fundamento a esta conjetura el oírle la relación de sus viajes y el fin de sus discursos que paraban en que teniendo proporción de acomodarse en Cartagena, en Santa Fe y en Popayán había tenido por mejor el entrar por Putumayo, y desagradándole aquella misión de franciscanos, venía a la de Mainas con el designio de arrimarse a algún padre misionero, y de ayudarle en lo que pudiese en su santo ministerio.

El Superior de la misión, no pudiendo echar mano de sacerdote alguno después de la muerte del padre Francombeli, envió a San Ignacio de Pevas a nuestro don Felipe, acompañado por entonces de un padre misionero, que un par de meses le instruyese en el método de nuestro gobierno. Como hombre capaz y desengañado, entró fácilmente en las prácticas comunes y distribución diaria de la misión. Pero los seglares, y más cuando tienen ciertos humos militares como descubrió desde luego don Felipe, acostumbrado por muchos años a la milicia, no se acomodan fácilmente al trato suave y gobierno benigno y paternal con los indios. Poco tiempo después de haberse retirado el misionero, empezó a usar de algún rigor con la gente; mandaba con imperio, hacía obedecer a la fuerza, y empleaba las amenazas, cuando antes todo se reducía a ruegos y cariños y súplicas, como acostumbran exactamente los padres, hasta que los indios conozcan por sí mismos la necesidad de las prácticas y ejercicios de la religión cristiana.

No se puede negar que mantuvo don Felipe sin novedad la gente encomendada, y que aunque llegó a oler el Superior su conducta y proceder algo imperioso y poco conforme al sufrido gobierno de los nuestros, tuvo por bien el disimular, por parecerle la sujeción y rendimiento de la gente menos violento y forzado de lo que se descubrió con el tiempo. Acompañábanle los indios en los viajes a sacar gentiles de los montes, parecían mostrar,   —371→   prontitud bastante en la asistencia al rezo y doctrina, y no faltaban en todo lo ocurrente a la economía del pueblo.

Pero ausentándose de la reducción don Felipe y llegando a entender los indios que pasaba a la ciudad de Lamas para fijar en ella su residencia, empezaron luego a descubrir que cuanto hacían en el flamenco, todo era forzado, violento y a más no poder. Como no habían obrado los indios por principio de virtud, y sólo el temor y miedo les había mantenido en sus prácticas, faltando peste, como debía faltar, en el gobierno de los misioneros, todo fue por tierra sin poder enderezar a las gentes. Tres misioneros que sucesivamente vinieron a este pueblo tuvieron que hacer y que padecer en la resistencia obstinada de los indios a toda buena práctica y ejercicio. Nada hacían sino lo que querían, lo que les agradaba o lo que era conforme a su genio. Miraban con fastidio la Misa, aborrecían el rezo y la doctrina, despreciaban toda distribución y sólo se rendían con dones y con regalos. Pero como no podían éstos alcanzar a todos, ni sujeción y obediencia sin poder esperar de algunos aun aquel ordinario respeto de todo indio a su misionero. No dejaron de suceder en el pueblo varios lances bien arriesgados, y todos estos tres misioneros se libraron, por particular providencia del cielo, de las manos de muchos ingratos, y por ventura singular salieron con la vida.

Últimamente puso el Superior los ojos en un sujeto del todo cabal, cuyo carácter era una caridad ardiente de la salud espiritual de los indios, y pensando que con su amor entrañable vencería por último la terquedad y pereza de aquellas gentes, le envió al pueblo de San Ignacio. Era éste el padre José Casado, natural de Villanueva del Duero, a quien no parecía faltar ninguna de las partes necesarias para formar un ministro evangélico. Su complexión era robusta y fuerte su ánimo, imperturbable su corazón, esforzado en los mayores peligros, pero sobre todo un religioso de singular mortificación, porque dormía muy poco, vestido y en el suelo mismo; comía lo más vil y despreciado y tan escasamente,   —372→   que pasaba de ayuno riguroso; la penitencia era tal, que se disciplinaba despiadadamente dos y más veces cada noche; no usaba de calzado por su humildad y pobreza si no es cuando estaba delante de otros misioneros, porque entonces para evitar la singularidad se calzaba. La oración se podía decir casi continua de día y de noche; su misericordia con los indios le hizo despojar muchas veces de sus camisas y ropa usual para cubrirlos, y se le oyó decir no pocas veces que con el mismo gusto con que daba cuanto tenía a los indios, daría toda su sangre y vida por ellos.

Encontró el padre José Casado en el pueblo de San Ignacio cuatro castas de indios de diferentes naturales, Pevas, Zavas, Caumares y Cavachis. Eran los Pevas despiertos y robustos, pero en extremo toscos; los Caumares ladinos y advertidos y algo más aseados; los Cavachis broncos e inhumanos que ni lloraban los muertos ni entendían de policía, aunque suplían estos defectos con la constancia que mostraban en el trabajo. Finalmente, los Zavas eran de suyo muy inconstantes, iban y venían frecuentemente de los montes y tenían allá sus peleas y a veces mataban familias enteras. De esta gente se componía la reducción, y era necesario mucho tiempo para manejar tan discordes naturales. Luego que entró allá el padre José, a lo que pienso por los años de 1751, y se hizo bien cargo de las diversas condiciones de los indios, comenzó a ganarlas las voluntades, haciéndose en cuanto podía a todos, y usando de todas las industrias que le sugería su celo. Todo cuanto con ellos hacía, iba animado de una caridad entrañable con que parecía querer meterlos en su corazón. Jamás dejó salir hacia fuera la menor seña de desazón o enfado, teniendo delante de los ojos tantas cosas que hacía del que no entendía. Remediaba sus necesidades no sólo con dones y regalillos que les alargaba, sino con sus mismas cosas, hasta darles su alimento y hasta quedarse desnudo por alimentarlos y vestirlos. Pero ellos, tercos, ciegos y obstinados, supieron burlarse de las industrias del caritativo misionero y se mantuvieron en la misma desobediencia,   —373→   desatención y desprecio que habían mostrado a los demás misioneros.

Mas como si un proceder tan ingrato fuese mérito para la mayor aplicación, inventó y emprendió el padre José nuevas industrias, aunque de grande fatiga, no pudiendo aquellas tibiezas y frialdades apagar el incendio de su corazón. Una escuela general para todos los niños y otra no menos universal para las niñas, le llevaban el mayor cuidado y mucha parte del día, como quien conocía muy bien, y no se engañó en ello, que si se lograba el fruto de esta tierna edad, se vería en pocos años la reducción rendida, dócil y obediente. Sin descuidar de la doctrina de los adultos, y sin perdonar a trabajos y molestias en instruirlos y ganarlos, juntaba en su casa mañana y tarde por seis horas toda la gente menuda, y él en persona les enseñaba la lengua general del Inga con tanto empeño y aplicación, que llegó a conseguir en poco tiempo que toda la gente moza se gobernase en aquella lengua, no sólo por lo tocante al catecismo, pero aun en el trato de unos con otros. Daba gracias al cielo de haber conseguido este señalado triunfo en un pueblo donde la lengua del Inga facilitaba la instrucción, tan difícil hasta entonces por la variedad de lenguas de tantas naciones.

Ya pensaba su celo en hacer una entrada en las tierras de los Ticutnas para agregarlos al pueblo, y aun daba las disposiciones necesarias para el viaje, cuando el infierno resentido de las ventajas que había conseguido con la gente moza, se armó contra el caritativo misionero y tiró a cortar de un golpe sus esperanzas. Vivía amancebado, con escándalo de todo el pueblo, un indio llamado Rafael, travieso y ladino, y no bastando los consejos y amonestaciones amorosas del padre para apartarle de la ocasión, vino a San Ignacio el Teniente de Omaguas y le hizo dar públicamente algunos azotes, con que pareció quedar el escándalo remediado. Mas el malvado Rafael, que hacía del reconocido y desengañado, tenía dentro de su corazón encubierta la resolución de   —374→   vengarse de la integridad del misionero, que no quería pasar por sus desórdenes. Para esto, un domingo determinó faltar a la doctrina y Misa, y coaligándose con otro hermano suyo se puso en emboscada en un camino estrecho, por donde había de pasar el misionero en busca de los dos echándolos de menos. No se engañó en su discurso, porque tomando el padre cuenta de los que faltaban a la doctrina y Misa, y hallando que faltaba Rafael y su hermano, cogió luego su cruz y con dos fiscales fue a buscar a los dos hermanos para traerlos a la iglesia. Apenas entró el padre por el camino estrecho donde estaban los pérfidos apostados, cuando cerraron contra él llenos de cólera, y bárbaros le quitaron la vida atravesándolo a lanzadas. Quedó el cadáver tendido en el suelo nadando en su propia sangre, y los fiscales escaparon temiendo correr la misma suerte que el misionero. Estaba todavía en el pueblo el Teniente de Omaguas, y oyendo el atentado fue luego escoltado de algunos Pevas fieles al sitio donde se hallaba el cadáver, y se horrorizó al verlo acribillado de heridas. Tomáronle con reverencia, como a cuerpo de un mártir del Señor, y le sepultaron en la iglesia cerca del medio.

La desgracia (sucedida en el año de 54) puso a todo el pueblo en el mayor peligro de perderse. No sólo se retiraron los Caumares, de cuya parcialidad eran Rafael y su hermano, sino que se empeñaron en arrastrar consigo las demás naciones, valiéndose de los enlaces de amistad y parentesco y declarando guerra a los que no quisieran seguirlos. Siendo ya común el alboroto, el temor de ser todos envueltos en el castigo del enorme atentado hizo ausentarse del pueblo la mayor parte de las naciones. Sólo se mantuvieron firmes los Pevas que dando aviso de lo sucedido al Vicesuperior de Omaguas, tomó la providencia de enviar luego un mozo español con algunos indios bien armados para que amparasen a los Pevas y al Teniente de los insultos y acometimientos de los que estaban en el monte. Encargaba también al Teniente mismo que publicase inmediatamente un perdón general a todos los que no habían concurrido a la muerte   —375→   del misionero, advirtiendo que de la ejecución pronta del medio que le insinuaba dependía el que volviesen sin dificultad los indios.

Siguió el consejo el Teniente y expidió prontamente un auto de perdón que hizo publicar en el pueblo, en forma de bando y procuró que llegase a noticia de los retirados para que pudiesen volver a la reducción sobre seguro. Esto bastó para que no fuese adelante el alboroto y para que empezase la gente retirada a recogerse a la población. Pero lo que sobre todo acabó de aquietarle fue la llegada del padre José de Vahamonde, que como tan práctico en tratar con los indios fue señalado por misionero del pueblo de San Ignacio, después de haber vivido por diez y siete años con los Napeanos, cuya reducción dejó tan aventajada en lo espiritual y temporal que no cedía a ninguna de las más antiguas y florecientes de la misión.

Echó Dios la bendición a los esfuerzos y disposiciones acertadas del misionero. Procuró que pasase hasta los montes más retirados la noticia del perdón general y del nuevo padre, que estaba ya en el pueblo no para castigarlos, sino para regalarlos, atenderlos y cuidarlos, como lo había hecho por muchos años con los Napeanos. El aviso fue tan importante que no sólo restableció prontamente el pueblo con la venida de los retirados, sino que a poco tiempo le aumentó considerablemente, de manera que no teniendo más que 300 almas cuando quitaron la vida al bendito padre Casado, cuatro meses después contaba ya seiscientas, y después de algunos otros, escribía el misionero que arribaban ya las almas de la reducción a setecientas. No hay duda sino que la sangre inocente del padre José, derramada con tanta voluntad, fue mérito para una mudanza tan extraordinaria y el mismo misionero Vahamonde atribuía a su intercesión la eficacia que a sus diligencias concedía el Señor. Porque desde este tiempo se logró una pronta asistencia a la doctrina, una obediencia regular a cuanto se mandaba, y el aprecio y respeto debido al misionero. Y lo que más admiraba   —376→   era que la nación Caumara, que había tenido más parte que las demás en el atentado, sobresaliese desde entonces en todo lo bueno a las otras naciones, de manera que llegó a ser el alma del pueblo, la norma y ejemplo de los que venían de nuevo, y como el brazo derecho del misionero, para el entable de sus disposiciones.

Siguió los años siguientes la reducción en el mayor adelantamiento y perfección en el gobierno cristiano político, y estaba tan lejos de mirarse con aquel horror que infundía a los principios la barbarie, rusticidad y protervia de sus habitadores, que antes se consideró en el tiempo de arresto de los misioneros como uno de los pueblos más apetecidos y deseados de los señores clérigos que les sucedieron. Y el Gobernador, de acuerdo con el Señor Vicario General, destinó a San Ignacio de Pevas al maestro don Luis Peña y Herrera, como merecedor de singular atención por su mérito y letras.

Debiose esta prodigiosa transformación al riego de la sangre del padre José Casado, y a los esfuerzos que hizo por introducir en el pueblo la lengua del Inga. Pero aunque el santo misionero la derramó con tanta voluntad, no dejó el Señor sin castigo a los homicidas, porque entrando por el monte don José Castellanos, Viceteniente del partido, dio con los dos hermanos que bárbara y alevosamente atravesaron al padre con sus lanzas, y traídos al pueblo los mandó azotar públicamente, para escarmiento de los demás, intimándoles el destierro a San Javier de Yavarí, población de portugueses, y aunque de aquí se escaparon, fue común fama que les quitó la vida el Cacique o Capitán de la nación de los Pevas.



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ArribaAbajoCapítulo II.- Muere ahogado en el río Marañón el padre Francisco Bazterrica, a lo que se supo por malicia disimulada de un indio

En el mismo año de 1754 en que los Caumares alevosos mataron cruelmente en San Ignacio al padre José Casado, murió ahogado, no lejos del pueblo de San Regis, el padre Francisco Bazterrica. Parece que el cielo quiso premiar al mismo tiempo con unas muertes gloriosas a esos dos insignes misioneros que tres años antes entraron juntos en una misma canoa a la misión del Marañón. Y no es de omitir una cosa bien particular con que les prevenía el cielo y que les sucedió en el viaje, pasando por el pueblo de Jesús donde se hallaba por Vicesuperior del partido del Napo el padre Manuel Uriarte. Entregaron a este misionero una carta del Padre Provincial, la cual venía dirigida al padre Martín Iriarte,   —378→   Visitador de las misiones; pero fue fácil la equivocación por traer el sobrescrito en abreviatura de esta manera P. Me. Iriarte, y por haber poca diferencia así en los nombres como en los apellidos, comenzó a leerla el padre Manuel Iriarte, y como leyese la primera cláusula que decía: Envío dos padres probados y fervorosos que podrá poner V. R. en dos buenos pueblos con toda satisfacción, suspendió la lectura el padre Manuel, y volviéndose a los dos misioneros les dijo: «Gracias a Dios, padres míos. Aquí se quedan. Uno pasará a San Miguel y otro irá al Nombre de María». Admirados los padres, respondieron que iban al Marañón y que con este designio habían salido de Quito. Entonces Uriarte comenzó a ponderarles lo glorioso de las misiones del Napo, concluyendo cómo podían fácilmente alcanzar una muerte gloriosa muriendo mártires por la fe de Jesucristo. A esto respondieron unánimemente los dos: «Si Dios nos previene para tanta dicha, lo mismo es el Marañón que el Napo». Prosiguiendo la lectura de la carta el misionero del Jesús conoció por el texto que iba dirigida al Visitador de las misiones, y volviéndola a cerrar dejó pasar a los padres adelante. Son éstas unas casualidades y equivocaciones nuestras, pero la divina providencia va siempre derecha a sus fines y por medio de ellas suele prevenir a sus siervos.

Fue puesto el padre Francisco Bazterrica, a lo que he podido averiguar, en el pueblo de San Francisco de Regis. Por lo menos cuidó de los Yameos de esta reducción por algún tiempo, con tanto celo y aplicación, que los adelantó mucho y les dejó arraigados en los ejercicios de piedad y en las prácticas del gobierno asentado en las reducciones antiguas. Por el mes de agosto del año 1754, fue llamado a las consultas a San Joaquín de Omaguas en donde hizo una confesión general con el otro misionero, diciéndole que presentía ser muy cortos los días de su vida y que presto moriría. Aunque el padre Francisco era hombre muy espiritual y mortificado, tenía mucho miedo al agua como a quien le decía el corazón que en este inconstante elemento había de ser sepultado.   —379→   No dañan estos temores a los hombres santos, ni se oponen a las virtudes sólidas y macizas, antes los permite el Señor en las personas más puras para purgarlas más y darles materia de vencimiento. Esto le sucedió puntualmente al padre Francisco en el poco tiempo que se detuvo en San Joaquín. Salieron todos los padres que habían concurrido a las consultas a visitar un anejo de Mayorunas distante como tres cuartos de legua del pueblo principal. Como el camino era corto, se embarcaron todos en una garitea; así llaman unos barquitos que no tienen punta o figura de proa. La ida fue feliz, pero la vuelta muy trabajosa, porque siendo furiosa la corriente de los ríos, y no pudiendo vencerla el barquito, salió el timón de su sitio o quicio y dando una vuelta la garitea todas se vieron en peligro de irse a fondo. Pero quiso el Señor que agarrándose de unas ramas que les ofrecía la orilla, pudiesen detener el barco y dar lugar a que se encajase el timón con que salieron del lance. Mas el padre Francisco hizo juicio que desquiciado el timón éste era el último término de su vida, y mientras los demás trabajaban y animaban a las gentes, él dando el negocio por desesperado se estaba preparando para la muerte con los actos propios de aquella hora.

Aunque por ahora se engañó el buen misionero, pero estaba su fin tan cercano que aquellos mismos actos pudieron ser disposición para su muerte, porque apenas llegó a San Regis cuando señalado por misionero de San Javier de Urarinas, salió prontamente con mucho sentimiento de los indios a buscar en las aguas la muerte que temía o que esperaba. Embarcose con un donado llamado Andrés que le ayudaba en su ministerio y con algunos indios. Apenas perdieron de vista el pueblo, cuando levantándose una tempestad furiosa no lejos de la playa de San Regis, se volteó la canoa y los escupió a todos en el Marañón. Los indios, como tan prácticos, salieron nadando y aun el donado que no sabía nadar pudo salir a la orilla agarrado de uno de ellos. Sólo el buen padre Francisco, pidiendo auxilio y clamando en medio del río, no fue socorrido de ninguno. Dícese que se mantuvo   —380→   por algún tiempo con las manos asido de la popa, dando lugar a socorro si le hubiese querido favorecer alguno, hasta que le arrebató una ola fuerte y dio con él en el fondo.

Tal fue la relación que se esparció por la misión de la muerte del padre Francisco Bazterrica, pero averiguada mejor de los misioneros la cosa, hallaron que no nació tanto la desgracia de la tempestad como de la mala voluntad y disimulada venganza del timonero llamado Sancho, a quien el padre había reprendido en el mismo día de la mala costumbre que tenía de aporrear a su mujer. Creyose que el malvado Sancho se la tuvo guardada, y viendo que podía ocultar su mal designio con la ocasión y pretexto de la tempestad, volvió por sí mismo la canoa y no quiso dar socorro a su buen misionero. Hízose después cargo al piloto de lo que contra él resultaba, y él se mantuvo firme en decir que no había muerto al padre. Pero como estaba tan fundada la sospecha, se le desterró al pueblo de Santiago de la Laguna.

Sucedió la muerte del padre Francisco Bazterrica en el año dicho de 1754, a 30 de agosto, día consagrado a la celebridad de Santa Rosa de Lima, de quien era muy devoto. Fue natural de la provincia de Guipúzcoa, de bella índole, de ingenio claro, y lo que más importa, religioso muy penitente, humilde, interior, amigo del silencio, dado a la oración, amado de Dios y de los hombres. Su caridad ardiente con los prójimos era ya muy conocida en el colegio Máximo de Quito, antes que bajase a las misiones de Mainas. Díjose que el padre María Franciscis, siciliano, misionero después del Marañón, oyó de la boca de una persona santa en Europa, cómo un misionero de Mainas moriría en el tiempo preciso que hemos dicho, ahogado en el río Marañón, y que no se hallaría su cadáver. No era fácil encontrarle en tan caudaloso río, y no pudiendo los indios darle sepultura, se contentaron con llorar amargamente la muerte de su buen padre, que tanto les había querido y a quien amaban tiernamente.