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ArribaAbajoPadre Manuel J. Uriarte, Societatis Iesu

Del Diario de un misionero de Mainas


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ArribaAbajoExpulsión de los jesuitas que estaban en el Oriente

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113.- Fuímonos a recoger, y a la mañana siguiente, dichas las misas y tomado algún desayuno, trataron de la partida. El buen señor Echeverría, viendo que yo tenía otra cruz de palo colorado en el aposento (pues andaba con la negra de Napo), me pidió para memoria aquella cruz, y tomándola en la mano dijo: Siquiera en esto me pareceré a mis padres jesuitas misioneros; y dándome estrechos abrazos entró en su canoa repitiendo: Vuestra Reverencia en todo corra como antes, hasta que, se vaya y vuelva a vivir en su aposento; y al clérigo sucesor, don Miguel: Esté usted sólo a la mira, para aprender el oficio de misionero. Así, todos los demás me dieron mil gracias y estrechos abrazos. Y el señor Basabe decía: ¡Ay, padre mío, no sé qué me parece; encomiéndeme a Dios! ¡Quién creyera esto! Ea, lea usted, le respondí, para divertirse, esta vida del Santo Padre; buen ánimo, que más padeció sin comparación que nosotros nuestro capitán Jesús; pídale usted nos dé a todos gracia para hacer su santa voluntad, que todo lo demás nada importa. Salvémonos por el camino de la Cruz. Al fin, con muchos adioses de ambas partes, y tocando los indios sus tambores y campanas, partieron para Urainas, y yo me quedé con mi maestro Morán, prosiguiendo mi distribución. Así pasamos cerca de cuatro meses,   —386→   mientras intimaba Basabe el auto a los de la misión alta; y esto no a todos, que hubiera tardado un año. A Andoas y Muratas fueron solos los clérigos señalados, y en sus canoas bajaron los padres; cuenta el señor Camacho que los Muratas nuevos, al salir el padre, dieron fuego a las casas diciendo: No queremos otro padre. A los quince días o poco más que subieron, ya estuvo en San Regis el padre Carlos Abrizi, veneciano, muy vivo, el cual no quiso quedarse más en su pueblo de Chamicuros, aunque se lo rogaron el señor Echeverría y los demás, diciendo que ya el Rey de España, habiendo venido por sólo servir a Dios y a Su Majestad, le mandaba dejar el pueblo, no quería estar un punto; con que hubo de mandar Echeverría comenzase su ministerio el señor Matute que sólo destinó para su compañero y por eso le puso en Chamicuros, que distaba sólo por tierra un día corto de la laguna. Mucho me alegré con la venida de mi buen padre Carlos y el clérigo admiraba su capacidad y buen talle. Parlamos de las cosas ocurrentes y comimos los tres juntos. Luego nos dijo quería proseguir su camino hasta el pueblo de Loreto, último de la misión; y aunque le rogó mucho el clérigo, agradeciendo mucho su cortesía, tiró adelante diciendo: Padre Manuel, en España no nos quieren; bien, vamos a Italia. Allá sí que verá cómo se estima la Compañía (pero ya vio en qué paró). Éste, con su vivo fervor, viendo iba despacio la composición, se fue a Ragusa, misión de Venecia, para volver a Maynas, decía, cuando sosegase la persecución que pensaba sería presto; más allá le cogió la extinción, y volvió de Prete. Ahora vive con su padre, poderoso librero, y lo vi bueno ahora dos años. Yo le respondí: ¡Ay, padre mío! Dios sólo sabe lo que será; lo que nos importa es armarnos de paciencia; cuídeme a mis ticunas hasta que bajemos todos, que será despacio. Ofreciolo y creo le di las herramientas que les ofrecí, para que repartiera el padre Bahamonde, su misionero, y de Pebas, a los mandones, como les dije estando allá. Prosiguió su viaje, admirando el clérigo su viveza y prendas. Yo di gracias a Dios de que los ticunas tuviesen siquiera esos tres meses jesuita que los enseñase, pues el   —387→   padre Bahamonde harto tenía que hacer con su pueblo de Pebas.

114.- Lo fui pasando con mi clérigo viejo en santa paz, aunque quise correr sólo en lo espiritual con el pueblo y que él gobernase en lo demás, no quiso, protestando el orden del Obispo y su Superior. Sólo comía y cenaba a su modo y hora, que eran las diez de la mañana y las cinco de la tarde, haciendo la comida un muchacho mestizo que trajo de Quito, Domingo; con todo yo mandé a los mitayos le llevasen lo que cada día encontraran; hasta que un día me dijo: Padre, entiéndase con sus mitayos. Ahí me trajo una charapilla, y se la tiré a la cara, diciendo: ¿Yo había de comer ese diablo? (y era el mejor bocado que había en el Marañón). Se admiraba de la reserva con que yo trataba con el género femenil, y le advertí que era preciso por nuestro honor y edificación. Y así, una vez que viniendo una moza casada a no sé qué cosa, y la tocó por cariño, se le huyó; y él decía de cuando en cuando: ¿Quién ha de vivir con esta gente tan esquiva? Padre, prepáreme canoa, que yo me vuelvo a Quito; me muero aquí de melancolía quedando solo. Pues cuando paseábamos por los enfermos y veía aquel Iquito despellejado, y el modo con que le curaba, hacía mil aspavientos. Celebramos la fiesta de Nuestro Santo Padre con la posible solemnidad, y después la de la Asunción de María Santísima, y el viejo gustaba de hacer repiquetes continuos de campana. Por este tiempo tuvimos un chasco doble. Bajó un despacho a toda prisa desde Borja, con carta de la Corte, sellos de su Majestad y otra gruesa del Virrey de Cartagena, para nuestro Gobernador; a mí me escribía el padre Veigel, cura de Borja, con mil plácemes, de que no nos íbamos, pues le escribían los afectos Gobernadores de Jaén, Chachapoyas, Lamas, etc., que ya se había descubierto la trama contra la Compañía, y mandaba el Rey nos quedásemos; que también volverían a Quito los jesuitas que iban camino; y que eso contenía el pliego sellado para el Gobernador. En esto llegó día de Santa Rita a San Regis, y los mismos indios que lo traían publicaban:   —388→   Mana ringa ñucanchic padre cura Jatum Apu ca, cutin camachirca; caipi qui paringa viñailla. Ya no se irán nuestros padres; el Rey lo ha mandado; siempre han de quedar aquí. El clérigo daba saltos de contento, y me decía: Hoy, día de Santa Rita, abogada de los imposibles, ha venido esto; yo ya me vuelvo a mi tierra, y vuestras reverencias, gracias a Dios, quedan en su misión. Venció mi madre la Compañía; todo era trisca y la gente del pueblo tripudiaba. Yo, aunque como debía me regocijaba, y las cartas de otros padres del camino contestaban lo del Veigel, respondí: la carta para el Gobernador viene cerrada; esperemos un poco hasta saber de su boca la verdad; y despaché a los indios con matalotajes para Omaguas. El Basabe y el Superior de los clérigos andaban en los pueblos intimando, y poniendo misioneros, y no sabían nada de este despacho. A mí me fue preciso reprimir a los indios que ya comenzaban a decir disparates contra los que nos causaban los trabajos. Pasamos en esta suspensión cuatro días que intercedieron mientras llegó y volvió el despacho de Omaguas. Ya reparé en los mismos indios que traían las cartas, que venían cabizbajos y decían enfadados: llu-llcarca. Así de mentira. El gobernador Peña me respondía: ¡Oh, padre Manuel! Quizás yo, más que vuestra reverencia, me hubiera alegrado de que se quedaban; y me lo persuadí al ver por de fuera el pliego real; pero abierto con ansia, me encontré decía en suma el Ministro (creo que Val) que habiéndosele antojado al Príncipe de Asturias ver los pájaros hermosos de las Indias, mandaba al Virrey y éste a mí, hiciese recoger cuanto antes los más especiales de la misión, a costa de las cajas reales, y los remitiese, si se podía, vivos, y si no, las plumas con sus pieles bien acondicionadas. Esto es todo el pliego, y envío una notificación común a todos los misioneros clérigos, para que me junten, en plumas con pieles (que vivos es imposible lleguen). ¡Oh si quedaran vuestras reverencias aun para esto, cuánto me servirían!

115.- Acabada de leer la carta, dije su contenido al clérigo y a los indios, exhortándoles a éstos a tener paciencia sobre nuestra salida, que Dios así lo disponía;   —389→   y que matasen con sus pacunas o cerbatanas cuantos pájaros de especial plumaje pudiesen, como sabían, sacándoles entera la piel, con la de la cabeza y pies, y secándolos enteros al sol, los guardasen para dar al Gobernador que les pagaría bien, y enviaría al Jatum Ohuri: Hijo grande del Apu de los viracochas (el Rey), que los quería ver. Mas ellos, alborotados, decían: Imaraicu cancuna Pe, cunata ñucachicmanta anchuchin apuca? Cancuna qupa-niptica, tucuita rurachum; riptica mana imata munanchic, llaquinchic; guacánchiclla. ¿Por qué el Rey nos quita a vosotros? Quedándoos, haremos todo; mas en yéndoos, no queremos nada; estamos tristes, y lloramos (y muchos derramaban lágrimas y me enternecían.) Pues el maestro Morán estaba desatinado: ¡Ay, de mí desdichado!, decía, yo me tenía tragado que vuestras reverencias ciertamente se quedaban y yo me volvía. No puedo vivir en estos desiertos solo; me muero, padre mío, de melancolía; y también lloraba a veces. Con que me fue preciso animar a todos; a los indios, con la esperanza de nuestra vuelta. Díjeles: ¿No veis este palmiche que habéis puesto en la iglesia? Pues perseverad quietos, que el padre Miguel os atenderá; antes que sea menester poner otro palmiche, espero en Dios que volverán los jesuitas (esto duraba diez y seis o veinte años). Al clérigo le dije: Señor, usted me ha dicho que el Señor Obispo cuando señaló le dijo (como a los demás), perseveraran a nuestro modo en la misión por sólo dos años; que, acabados, los sacaría y atendería en las oposiciones de curatos de afuera; dos años, pronto se pasan; ya usted lleva casi uno desde que salió de Quito; ofrezca a Dios su repugnancia y tome mi consejo: repase a ratos el Moral, que le ayudará, y así divertirá pensamientos. ¡Ay, padre, Dios se lo pague!, me respondió, pero estoy olvidado del latín. Si me explicara los cánones del sínodo, que tengo aquí de Lima, y más los del Concilio de Trento, todo en latín, yo me animaría para los exámenes. Para el moral tengo a Lárraga, porque me han dicho ahora en Quito que el Rey ha prohibido las doctrinas de la Compañía. Entonces dije: Por lo que toca al Concilio de Lima, préstemelo usted.   —390→   Yo lo leeré para mí, y cada día, por quiete, le repasaré lo que hay especial. Los cánones del de Trento señalemos una hora de mañana y otra de tarde, y se los iré dictando, construidos, y escríbalos en castellano (tenía buena letra), y después los irá estudiando despacio. El Lárraga en castellano lea un rato cada día con estudio; y no tema de doctrina de la Compañía; ahí encontrará en Lárraga el probabilismo de los jesuitas; yo le regalo el Montenegro, también en castellano, que no es jesuita y fue Obispo de Quito, y puede ir usted estudiando poco a poco para conseguir afuera un curato descansado y resolver aquí en los casos que se le ofrezcan. Quedamos en esto: leí todo el Concilio de Lima, de Santo Toribio, escrito por el padre José de Acosta y con las respuestas de Roma, y le fui repasando; comenzamos la traducción de los cánones y logré los escribiera todos (hasta que salí) en un cuadernito, en castellano. Y con esto se divirtió el pobre hombre. También traía el Gabanto de Ceremonias en España, por un franciscano, y lo leí todo; hablando con él lo que convenía. Por lo que tocaba a la carta del Gobernador sobre los pájaros, no pude conseguir nada. Me parece que no la quiso leer, diciendo: ¿Qué le parece al chapetoncillo; que, como los padres jesuitas, hemos de ser sus criados los clérigos? ¡Que busque criados que le sirvan! Él querrá hacer méritos a nuestra costa. Yo he menester juntar plumas para llevar a la Villa y hacer una colcha y frontal a San Miguel, en cuyo día nací, y mi padre y yo siempre le hemos hecho fiesta, con cohetes y toros encaichados (embolados?). El montero de Urainas, oí que puso en el sobre escrito: esta carta será para algún mayordomo, no para nosotros; pase adelante.

116.- Ya dije como el Gobernador era un buen mozo, pero tenía sus retos andaluces; y el picarse los clérigos fue porque no les escribió con más cortesía a cada uno, y pidiendo por favor la diligencia de las plumas sino que con el Rey en el cuerpo quería luego ser obedecido. Buenas grescas habría después de nuestra partida. Por ahora aguantó, y ayudado de los arrestados, previno un   —391→   buen cajón de pájaros exquisitos en piel, que nosotros mismos presos llevamos. Yo procuraba instruir más a los indios: confesar, bautizar niños, y exhortarlos a la perseverancia. Entrado septiembre, hicimos la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora, cuya devoción les inculqué más, y acompañando el clérigo, paseó en su bella imagen (con su manto y andas adornadas de plumas) el pueblo, rezando todos el rosario. Poco después bajó el despacho anual, que siguiendo nuestra costumbre, hacía el señor Echeverría a Quito para dar cuenta de estar en paz la misión y puestos los clérigos en los pueblos; y el comisionado escribía mil alabanzas de los padres al Presidente, de su pronta obediencia al mandato de Su Majestad y lo bien entablada que dejaban la misión y proveídas las iglesias de un todo. Pero cuando el maestro Morán vio a los indios que iban a Quito, se volvió a tentar a dejar la misión e irse; mas le persuadí no lo hiciese; lo peor fue su muchacho Domingo; éste me vino llorando y me dijo: Padre, yo soy libre, no puedo aguantar aquí; yo me escapo en una canoíta y me meto en el despacho. No lo hagas, por Dios, le respondí, ni dejes a tu amo; el año que viene irás con él. Y cuando lo supo el clérigo, se alborotó mucho, mas los compuse como mejor pude. Acercándose la fiesta de San Miguel Arcángel, me dijo el clérigo le habíamos de hacer una gran función. Yo le respondí que también profesaba particular devoción por el Príncipe de la Iglesia y haber dicho mi primera misa en este día. Con que precediendo la novena con los niños y algunos adultos más devotos y bastantes mujeres, hubo sus luminarias y tiros, de que gustaba el viejo; la víspera y el día, confesiones, comuniones, misa cantada, plática y procesión; ni faltó su buena comida y regocijos de danzas y bebida en la gente. Hícele algunas cuartetas en honor del santo, que trasladó y cantaba con su guitarra, tarde de la noche en su cuarto, en vez de otras simplezas que él solía y le oía yo, ya acostado, que remataban. ¡Ojalá nunca hubiera venido! Así lo alegré algo. Y como iba a reconciliarme a menudo, él también se movió a fiarme su conciencia, con que le fue alentando y animando a aprender el rezo en la   —392→   lengua inga y los demás usos de la misión. Por este intermedio llegó otro despacho de la Laguna, en que nos avisaba Basabe había recibido por Andoas carta del Presidente en que le decía que por nueva disposición de la Corte (por oferta de nuestro favorecedor Carballo) ya no habíamos de ir a España por Quito, sino por el Pará; que él nos acompañaría hasta San Pablo, y daría providencia para que dicho Gobernador del Pará nos hiciese de vestir y proveyese de todo a costa de nuestro Rey. Que con esta nueva providencia salían todos, hasta los más viejos; que así lo mandaban de Madrid; y que cada misionero se previniese con su canoa para mediados de octubre, en que bajaría él con todos los padres de arriba. Excusándose que harto sentía esta nueva disposición, por no podernos acompañar más, que perdonásemos.

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121.- Como todo estaba pronto, bien de mañana, y dichas muchas misas, tomamos el desayuno y partieron todos, dando tiernos adiós a los indios que estaban espantados de verse ir a todos los padres. Después di otra vuelta al pueblo, y en particular a mi enfermo Iquito, que estaba algo mejor, a quien dije dejaba un hacha nueva para él cuando sanase. Otras tenía reservadas para los más miserables; chaquiras y agujas para dar a todas las mujeres y niños. Pero fue tanto lo que me enternecieron con sus gemidos, que visitada la iglesia y dando un abrazo al maestro Morán, le dije: dé usted esto en mi nombre, luego que me vaya, a todos; que no tengo corazón para verlos y dejarlos. Él me prometió hacerlo y perseverar constante, y aun escribirme a Italia de cuanto pasase en la misión. Con esto, puesto un lienzo en la frente porque no me vieran llorar, avisé a los bogas y corrí al puerto, siguiéndome aquella grey con sus balidos. Metime en la canoa, y diciendo a Torres: Dígales   —393→   a todos que me encomienden a Dios, ahí queda también el socorro para usted y su mujer María, mandé bogar para abajo; y rezando la letanía y abandonado a una profunda melancolía, caminamos ese día hasta que con motivos sobrenaturales me sosegué. Siguiéronme los dos muchachos, Eduardo, yameo, y Joaquín, iquito, que servían en lo que se ofrecía y no se me apartaron hasta que los obligué a volver de San Pablo de Portuguese. Confieso que ni en muertes de mi padre y madre tuve sentimiento y lágrimas más vivo que este día. Encomendando a la Santísima Virgen con el Rosario y a su Patrón San Regis con su oración mis amados indios, llegamos a ranchear después de mediodía a la boca de Ucayale, y tomado un bocado, descansando los indios una hora, proseguimos hasta llegar a Omaguas, ya entrada la noche. Fui a la iglesia por la mañana a misa. Parece estaba llorando su viudez, porque habían caído los aleros sobre las ventanas y estaba oscura, y toda aquella bella fábrica, pórtico, plaza y aun la hermosa casa, tan desaliñadas que no se conocían casi lo que fueron, porque después de la noticia del arresto de Quito, en más de un año nada se había tocado o compuesto. El gobernador Peña me dio muestras de cariño y sentimiento sobre nuestra desgracia. El nuevo misionero clérigo Sr. [...] era buen sujeto y mostraba deseos de trabajar. Aquí pasamos un par de días y mis antiguos feligreses iban y venían con el Patiriquera usu? ¿Ya te vas, padre chiquito? Éstos, como eran más abiertos y capaces, decían: Después que vosotros os vayáis, nosotros iremos a Quito, al Presidente, y le pediremos que os vuelvan presto; si no lo hace presto, nos meteremos en un escondrijo que todos los viracochas no lo sepan, y allí estaremos hasta vuestra vuelta. Especialmente el curaca Carlito, que lo habíamos criado; Bartolo Yurimaguas, Capitán; Manuel Cararaina, Sargento, y Antonio Yapatoa, Capitán Omaguas, estaban en esta idea. Pero les dije: Dejadlo y tened paciencia.

122.- Como otro escribió nuestro viaje, poniendo los días que se apuntaron al andar y lo más esencial de él, yo sólo pondré por mayor lo que ocurre y explicaré algunas   —394→   cosas que allí se callan. Visité a mis amados omaguas, yameos, masamaes, yurimaguas y mayurunas, que de todas estas naciones se componía este pueblo, y les animé a estarse sosegados con la esperanza de que si lo hacían así, Dios les devolvería a los padres; y entretanto, obedeciesen en todo a los padres clérigos y a los gobernadores de su Majestad. Con los niños inocentes y que se habían criado conmigo y eran mis bautizados en ocho años, eran mis últimas caricias, y las madres y otras mujeres, y las que se habían criado en la cocina, me rodeaban diciendo: Patiri maraicua usu ene? ¿Por qué te vas, padre? Yo les respondía: Dios aiquiara ceta. Porque Dios lo quiere. Echaba los ojos por ese Marañón hacia Ucayale y Tigre, y decía entre mí: Adiós delicias mías, mayurunas, iquitos, yameos. Dios os provea de mejores misioneros que yo, pecador, no merezco estar ya con vosotros. Preparados algunos centenares de racimos de plátanos, yucas y masatos para todas las canoas, después de misa y refección meridiana, visitamos todos juntos la iglesia, y adorado el Santísimo (que aquí se conservaba) y encomendándonos al patrón San Joaquín, salimos el día (falta) de octubre, despidiéndonos tiernamente del señor clérigo y nuestros indios, haciendo señas con las manos hasta que nos alejamos, y respondiendo los pobres indios entre lágrimas y cortesías: Eraya usu, yene patiricana; Zani zani yerreba; Dios yumuyauereepe. Andad con bien, nuestros padres; dad presto la vuelta. Dios os ayude. Dormimos juntos en una hermosa playa de Muyuy, donde en otros tiempos se cogían las charapas. Algo antes de anochecer el día siguiente, aportamos a San Pablo de Napeanos, en donde nos esperaban otros tres compañeros: el padre Juan Saltos y el honorable Pedro Choneman, holandés, misioneros de Iquitos, y el padre José Montes, sardo, de este pueblo. No me acuerdo del nombre del clérigo. Nos acomodamos en los corredores y aposentos como se pudo, y después de estrechos abrazos pude hablar un poco con Ponce, su mujer y mis queridos indios. Luego renové con mi buen Choneman las memorias de Nanai que me partían el corazón. Padre Manuel, me decía; ya se acabará la misión   —395→   Iquita muy presto si Dios no hace un milagro; el padre Juan y yo vinimos a una insinuación de una carta de Basabe y los entregamos al clérigo, que aunque era viudo y traía consigo para cuidarlo un hermano seglar, ya hombre hecho, él mismo dijo no podía aguantar aquel temple y ya propuso salir; y dice que si Echeverría no le concede, él se irá; que el derecho natural le obliga a conservar la vida. Por otra parte, los indios mismos con su viveza, cuando les manda algo, le responden: ¿Acaso tú eres padre como los otros?, y otros disparates. Lo mismo contaba el padre Saltos de Santa Bárbara. La Virgen Santísima respondía yo, y la Santa Virgen y mártir, mantengan a esos pobres. El padre José Montes tenía aún en su jaula al tigre ya crecido, y el Gobernador que nos quiso acompañar se lo pidió para enviarlo al Virrey de Cartagena. Después de cenar y parlar un rato, nos recogimos. Y a la mañana, prevenidas las misas y visitada la iglesia, dando muchos las manos a besar a los devotos napeanos, proseguimos el viaje el dos de noviembre para Pebas. En la boca del Napo se renovó mi memoria de payaguas y encabellados.

123.- Extendía cuanto podía la vista río arriba, y bañados los ojos en lágrimas me desahogaba así: ¡Adiós, Napo, primicias de mi apostolado! ¿Y por qué no me dejaste sepultado en tus orillas cuando las rebeliones? ¿O sumergido en tus aguas cuando los naufragios de Rumituñica y San Miguel? ¡Oh dichoso venerable padre Francisco Real, que mereciste con las macanas quedar firme columna tu cuerpo en la misión! ¡Adiós, riquezas mías, más que las minas de oro que arriba tributas! ¡Adiós, mis hijos primogénitos, aguaricos, quajoyas, uncuyés, ancuteres, payaguas, tiritíes! No tengo más que considerar mis grandes pecados por lo que os debo dejar y quizás no os volveré a ver. ¡Oh, Nombre Santísimo de Jesús, mi primer pueblo! ¡Oh, Nombre de María, el segundo! ¡Oh, San Luis Gonzaga, el tercero! ¡Oh, San Francisco de Icaguates, el cuarto! ¡Oh, San Miguel, mi anejo, y el quinto! ¡Oh, San Pedro de Payaguas, el sexto!, interceded con todos los santos ángeles custodios por esos pobres desamparados, más que nunca.

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Pasamos adelante siguiendo la distribución que ya empezó el Padre Superior de juntarnos a comer y cenar, leyendo a la mesa en los ranchos del honorable Choneman, y tocándose la campanilla a oración, examen, letanías, rosario, habiéndome hecho el padre distributario. Leíase la vida del reverendo padre Realino, y por lección espiritual, Kempis; puntos, Avancini. Los alemanes principalmente tenían esto por extravagancia. Pero el buen Superior, escrupuloso, lo sentía debido. Tocábanse Ave Marías a la mañana, mediodía y anochecer, y un rato después, las ánimas. Y el buen Basabe aguantaba toda la distribución, portándose más como religioso súbdito que como seglar y Superior ahora nuestro. Al amanecer decía el Padre Superior misa, que oíamos todos; y después, cada cual se metía en su canoa y hacía su desayuno andando. Al tercer día llegamos a San Ignacio de Pebas, o al cuarto cerca de la noche, y el clérigo que era muy cortés, nos recibió en la puerta de la iglesia con sobrepelliz y estola, dando a cada uno agua bendita. Hicimos oración (ya que renové la memoria de mis dos padres y amigos, Francisco Falcombelli y mi compañero desde España, y José Casado, martirizado, como dije, de los caumares, ambos misioneros y difuntos en este pueblo de Nuestro Santo Padre, y abrazando al clérigo y a los padres Bahamonde (y no sé si Albrizi estaba aquí) nos consolamos al invicem, y cenamos juntos ya diez y nueve sujetos. Y despachadas las funciones de misas, detenidos tres días, apenas tuve tiempo de saludar a mis queridos caumares, pebas, malmachis y yaus, de quienes al año antecedente había sido misionero. Despedidos cortésmente del clérigo, que mostraba deseos de trabajar, proseguimos nuestra derrota el 7, encomendando primero en la iglesia a Nuestro Santo Padre aquel pueblo, toda la misión y nuestra madre la Compañía con nuestro largo viaje. Pasando al otro día enfrente del nuevo pueblo del Carmen de Mayorunas, los encomendé a esta mi Señora y Abogada, ya que no pude cumplir la palabra que les di de visitarlos y socorrerlos, pues íbamos de largo.

124.- Al tercero o cuarto día llegamos al último pueblo de nuestra misión, de Nuestra Señora de Loreto de   —397→   Ticunas; y el nuevo misionero clérigo, nos recibió con mucha caridad. Éste era don Tomás Villa Herrera que me dijo había sido mi estudiante de Quito, y renovamos memorias pasadas. Saqué de mi portátil la capa de coro, una sobrepelliz, purificadores y alguna otra cosa, y se las doné para servicio de aquella iglesia, encargando la fábrica de la nueva que yo había sólo ideado. Era el buen hombre, como recién venido y devoto, algo pesado con los indios, que quería tenerlos rezando lo más del día. Yo le dije, con la confianza de maestro, se contentase con lo común que usábamos nosotros, si no quería se aburriese gente nueva y le dejasen solo; que lo que convenía era poner el empeño en los niños y con los adultos disimular mucho y regalarlos cuanto pudiese. También estaba ya aquí el Gobernador que se ofreció a ayudar a la permanencia y adelantamiento de este pueblo como frontera de portugueses. Aquí respiré algo, viendo que ya no pude hacer por mí lo que deseaba, estuvieran tan acordes Gobernador y misionero al entable de esta ilustre abundante misión. Con mis pobres indios hablé poco, porque entre tantos y cosas que se ofrecían para el viaje hubo poco lugar. En general, les dije cómo ya veían nos íbamos todos y yo de mejor gana me quedara con ellos. Que ya les envié herramientas y ahora dejaba anzuelos y chaquiras para las mujeres y niños, que les daría el padre don Tomás que era mi amigo, en mi nombre; que ya le enseñé al padre cómo les había de tratar, que no se enojase ni los llamara mucho a la iglesia. Que si Dios disponía que volviésemos, de mejor gana me quedaría con ellos que ir a otro pueblo; que los encomendaría en mis oraciones y misas; que ellos rogasen a la Virgen de Loreto, su patrona, nos volviese cuanto antes y le fuesen muy devotos; que esta Señora, como Madre de Jesús, en el cielo lo puede todo; que no desamparasen el pueblo, antes llamasen a otros parientes e hiciesen una gran iglesia, como yo antes les había encargado; que también el Apu gobernador los quería mucho y quería ayudar al padre para socorrerlos en todo. El Gobernador me pidió por memoria la lámpara de metal de tres mecheros; dísela, y más un reloj de faltriquera,   —398→   suplicándole sólo en recompensa perseverase en la misión, tratase con todo amor a los indios, se aviniese en caridad con los clérigos y, principalmente, cumpliese su palabra de procurar por todos los medios la estabilidad y conversión de estos ticunas. Al otro día, que era creo 13 de noviembre, dijimos misa de nuestro santo novicio San Estanislao. Ya para salir, visitando la iglesia, nos hizo el Superior una pequeña plática sobre el porte que debíamos tener entre los portugueses; que atribuyésemos sólo a nuestros pecados los trabajos; y me acuerdo que acabó con el adhuc manus ejus extenta. El santo varón quería que hombres viejos fueran en todo lo exterior novicios fervorosos.

125.- No bien habíamos andado medio día río abajo, cuando encontramos en este mismo lado de la izquierda del Marañón (que pertenecía a los dominios de España, según la línea divisoria, más de 300 leguas hasta la boca grande del río Negro o Zapura), en cierta tierra alta llamada Taguatiana (quiere decir en lengua omagua tierra blanca), un Cabo portugués con doce soldados y algunos indios suyos, que estaban desmontando hacia la orilla para tomar posesión por orden del Gobernador del Pará (esto no lo hubiera hecho si hubiéramos quedado los jesuitas españoles en la misión); mas luego que supo nuestro destierro, quiso aprovechar el tiempo para hurtar; y quizás el Gobernador nuestro dio parte cuando lo supo a la Corte. Y esto, con lo de Buenos Aires, habrá dado motivo a los aparatos de guerra que ahora corren ya en España contra Portugal. Mandó arribar un poco la canoa de Basabe para, con motivo de descansar un poco, reconocer lo que había y dar parte al Presidente de Quito; los pobres soldados nos saludaron con cortesía y decían: Nosotros somos mandados; ya conocemos que esta tierra toca a Castela, ni hay en Portugal gente para poblar esto, pues como ustedes verán los pueblos antiguos de abajo están tan disminuidos. Dennos un trago de aguardiente y unos mazos de tabaco. Regalolos Basabe con su trago y unos cuarenta mazos de tabaco, y proseguimos adelante. Al otro día, como cerca del mediodía,   —399→   llegamos a la nombrada villa fuerte de San Jorge de Yauari, que caía a la parte de Portugal y boca de ese río que bajaba hacia nuestro Ucayale. Éste era el pueblo que por orden del buen don Juan V fundaron los jesuitas portugueses, con título de San Javier, para frontera de Castilla. Y ahora quitaron el título y llamaron San José, por el nombre, pues no tenía muralla ni castillo ni una pieza; sí sólo una media trinchera de palos y tierra y unos veinte soldados con su Teniente, que por no tener de qué sustentarse, se atenían a lo que les traían los mitayas de San Pablo; pues de más de trescientos indios que tenía ya junto el padre Manuel Santos, con otro compañero (que murió ahogado en una entrada), después que al padre mandaron salir, se les fueron huyendo; y había al presente apenas tantos indios como soldados, y pocas casas mal compuestas. Recibionos un clérigo mozo, capellán, y el teniente Coello, con buen modo y nos repartimos entre la casa del Teniente y la del capellán; yo estuve con el capellán que tenía sotana de botones y bonete a lo italiano. Era criollo del Pará y estaba desesperado por volverse, porque decía lo habían engañado, que no se podía vivir en tanta miseria y entre tal gente como la soldadesca; me decía: soldado o diabolo tuto e uno. Había una pequeña iglesia, que se conocía habían compuesto antes (poco), porque dejaron caer la del padre Santos. Y sólo habían quedado dos pequeñas estatuas de San Ignacio y San Javier, sin diademas (que acaso quitaron por ser de plata); los dos días que nos detuvimos me entretuve en hacerlas de cartón, con papel dorado que llevaba en un libro, y se las que puse para suplir. Siendo ahora el patrón San José, no había ni una estampa del santo patriarca en toda la iglesia y puse una; y ahora me acuerdo que estando una noche en ella solo, antes de llamar a cenar, rezando (como estaba apartado de las casas), sentí bulle fuera, como que reñían, y después entró un pícaro soldado tirando a fuerza a una india que se resistía; él pensaba estaba sola la iglesia (y sin lámpara, porque no había Sacramento); en aquella oscuridad no pude hacer otra   —400→   cosa que toser fuerte y decir: ¡Oh perverso!, ¿qué face? Y con esto huyó el sacrílego y ella escapó.

126.- Avisele después al clérigo de la desvergüenza y se excusó de dejar la iglesia abierta por nosotros, echando perjuros contra los soldados. Contonos cómo un fray José, carmelita, que estaba antes de él, había ido al Pará a querellarse contra un Cabo; que por querer remediar cierto desorden le puso un puñal en el pecho. Quitose el Cabo y el fraile fue a Traco-atuva. Decíanos que con esta nueva disposición de la Corte de quitar jesuitas, capuchos o recoletos y otros misioneros, había sido también llevado preso el Obispo que creo era benedictino, porque defendía a los indios; el Inquisidor, para proveer los pueblos había enviado cuantos clérigos y franciscanos pudo, hasta los impedidos y aun canónigos, con que estaban todos exasperados y las misiones casi perdidas. Que él pensaba ir ocultamente en un navío a Lisboa, a ver si mejoraba de fortuna. También me acuerdo hubo sus etiquetas entre el teniente Coello y nuestro comisionado, después de entrar en el puerto, porque el Teniente pensaba íbamos línea recta a San Pablo y no tenía orden para dirigirnos. Basabe se quería volver a nuestra misión protestando que ya había cumplido el orden de llevarnos a Portugal indiana; y si al primer pueblo había esas dificultades, ¿qué sería en adelante? Que él nos llevaría a Quito con la decencia que se debía. Pero al fin, el Teniente cedió y lo pasamos algunos días con paz. Él era un buen hombre, y aunque no hubo mucha abundancia de comida, no faltó lo necesario y algunas cosas del reino, que es decir del Portugal, como vino y aguardiente. Me dijo una vez: Padre Miguel, ¿y qué culpa tienen los misioneros para sacarlos? Si yo pudiera me huyera a Castilla; pero el caso es que los reyes (o los ministros en su nombre) están unidos y me podían arcabucear. Ya no se conocía del pueblo que había hecho el padre Santos, porque huidos los indios nuevos y caídas las casas, más era montes que población. La grande casa que el padre había hecho para cuatro sujetos, que pensaba poner el Provincial cuando se aumentase más,   —401→   estaba dejada y cayendo, y el Teniente con sus soldados vivían en unas casitas bajas y pajizas que habían hecho de la iglesia para abajo, estando la primera, como dije, para el capellán. Sólo vivía en esta casa alta un buen portugués viejo, Sargento Mayor reformado de entradas, criollo; el que había sacado algunas veces los huidos con agasajos; pero como el trato era duro, teniéndolos en continuos trabajos con el nuevo Gobernador, se volvieron a huir. En esta casa alta se aposentó nuestro Basabe, y estuvo enfermo algunos días; pero quiso Dios que sanó después de una semana. Ya había venido respuesta del Director de San Pablo, y los barcos del río Negro que nos conducirían hasta el Gran Pará. Unos diez días que nos detuvimos aquí, tuvimos el consuelo de decir misa; mas no podíamos hablar sino entre nosotros o con el clérigo o Teniente. Dispuestas las cosas, nos despedimos agradecidos a los dos, y en nuestras mismas canoas partimos para San Pablo, adonde llegamos creo al otro día y nos recibieron con cariño fray Juan, Vicario carmelita (muy conocido por cartas), y un bello viejo portugués, cano como un cisne, que nos acarició y cuidó mucho; éste era el Director que corría con todo, pues fray Juan que tantos años fue aquí misionero, estaba ahora capellán de las tropas. Muy a los principios me advirtió no lo nombrase ni diese a entender había sido nuestro correspondiente (aunque fue en tiempo hábil, ni hubo más cambalaches que socorrernos alguna vez con hostias para las misas), porque estaba temblando no le hiciesen alguna causa; decía que por eso estaría retirado de nuestra comunicación; hablábamos en la tras-sacristía algunos ratos excusados. En ellos me contó mirabilia de lo que pasaba, y calló.

127.- Como llegamos cansados y cerca de noche, nos acomodamos en diversos aposentos bajos que había en un como convento junto a la iglesia. El Padre Superior y yo en el primero, junto a la entrada. Habiendo cenado y descansado, fuimos a la mañana a ver la iglesia y decir misas (que nos dijo el Director estaba todo pronto). Al ir a entrar nos encontramos con un papelón   —402→   o auto fijado en la puerta, con muchas firmas del Señor Oidor, etc., que decía en suma: Ningún vasallo de Su Majestad Fidelísima trate directa ni indirectamente con alguno de los llamados de la Compañía de Jesús, pena (me parece decía de la vida) y tenerse por reo de lesa Majestad, por ser los dichos enemigos declarados de la corona. Pero íbamos gaudentes. Y hasta el viejo Leonardo dijo misa, y éstas fueron las últimas misas (excepto el Superior) hasta Lisboa. Dos dijo cada sujeto por orden del Superior, y con las suyas ajustó cuarenta, que escribió al Presidente con Basabe se habían ofrecido por Su Señoría, agradecidos a la benignidad que usó con los misioneros. Así lo pasamos algunos días en San Pablo, y como no venían los barcos de nuestra prisión, quería otra vez volvernos Basabe; mas por consejo del Director se remitieron nuestras canoas y quedó sólo una para él; porque decía el Director: Ya tantos días que fue el aviso al río Negro, y según mis cuentas están aquí los barcos esta semana. Y fue buena disposición, porque nuestros indios nos vieron bien tratados de los portugueses y se volvieron sin tener que sospechar. Cuando yo despedí a mis San Regis, les di a todos unos cuchillos que para eso había guardado, y además al curaca y mis dos muchachos hachas y algunas otras cositas, y me volví a enternecer; mas le aconsejé se portaran todos bien con los clérigos, ni pensaran en huir, y lo mismo dijesen de nuestra parte en todos los pueblos. Como el Director me dijo nos proveerían muy bien de todo lo necesario hasta España a cuenta de su Rey, pude dar a nuestros indios las prevenciones de boca que había hecho, como dije, en San Regis, y tuvieron qué comer hasta llegar a la misión, que tardarían a su andar de sol a sol un mes. Vino finalmente adelantada una garitea (que son barcos sin puntas), con la noticia de que ya un Capitán y Alférez con cuatro barcos estaban cerca, y pasados algunos días llegaron. Sin hacer nosotros novedad, como nos advirtió Basabe, saludamos a los dos Cabos y nos volvimos a la casa o convento. Era el Capitán un buen viejo, calvo, que había sido unos cincuenta años de aquellos cristianos macizos y sin doblez. Traían unos   —403→   veinte granaderos armados con sus birretes, y nos dijo con mucha cortesía el Capitán: Éstos vienen para servir a vuestras reverencias, y si alguno faltare en algo me avisen, que será castigado inmediatamente; y se ofreció cortés.

128.- Acuartelose aparte, en otra casa algo distante, poniéndose su centinela y tocándose el tambor a la remuda y Avemarías con toda formalidad. Los visitamos agradecidos, y el Basabe habló aparte largo con él, significándole no se hiciese novedad con nosotros hasta la salida, y que después se nos tratase con toda humanidad, como era la voluntad de nuestro Monarca. Descansó un par de días; y en ese tiempo nuestro buen Superior con mil recelos de lo que podía suceder, nos aconsejó diéramos a Basabe algunos libros y cosas que teníamos, con su beneplácito, de ningún valor. Sólo uno que tenía unos pesos, con licencia del Provincial para comprar un altar-portátil, por su consejo los botó al Marañón (aunque yo, que lo supe antes, lo disuadía, diciéndole que mejor era ya que ni se atrevía a llevárselos, dejárselos al carmelita para misas de Ánimas). A mí me pidió la llave de mi arquita, y respondiéndole que no había más que papeles espirituales y apuntes de lenguas, pláticas, etc., haciéndome mil preguntas y diciendo: Que como el venerable padre Lancicio ofreció a Dios la pérdida de sus papeles, le hiciera yo el sacrificio de los pobres míos; y diciendo yo: Haga Vuestra Reverencia lo que le parezca, todos los hizo quemar amontonados. Una pequeña frasquera de dos frascos de copa uva, quina y semillas di a un don Alejo Jáuregui que venía con Basabe e intentaba pasar con nosotros a España, con el título de cuidar a los dos padres viejos, pero no lo consiguió. A éste también di el compendio de mi diario; ni pude traer al padre Rodríguez, que había repartido en tres tomos por los compañeros. De dinero, gracias a Dios, no tenía ni un real. El buen viejo padre Deublet me dio por memorias unas estampitas finas de pergamino que puse en el breviario; y él mismo, en el puerto, quemó todas sus obras en folio que llevaba para imprimir en su provincia,   —404→   de linda letra. Éstas eran Vidas de Varones ilustres de la misión, Teología Moral Maínica y otro tomo de Expositiva y Escrituras. Hubo uno que estaba tan turbado que quemó el librito de reglas que tenía juntamente los ejercicios de Nuestro Santo Padre, todo en latín; llegué a tiempo a la hoguera; ya las reglas se habían quemado (yo tenía en castellano conmigo). Saqué los ejercicios enteros, y los traje, y tengo aquí. Sólo los padres Veigel y Plindendolfer habían allá compuesto en sus pueblos, dentro de las almohadas, algunas noticias de la misión, y llegaron con bien a la provincia. Ya dije en otra parte cómo este pueblo de San Pablo estaba al lado izquierdo del Marañón, hacia abajo; que pertenecía a Castilla; y cuando supo fray Juan se debía volver en las demarcaciones, lo trasladó de repente a la derecha; hizo una iglesia de troncos cortados, en vez de piedras, unidas con lodo, pero curiosa. Todo el vecindario, entre omaguas y ticunas, no llegaría a quinientas almas, porque ciertas pestes y fugas lo disminuyeron notablemente. Nos paseamos, pero sin poder hablar con la gente, a quien se les iban los ojos tras nosotros. Despedime ocultamente de fray Juan y fray José, que habían venido de Traco-atuva, de noche; y más con lágrimas que palabras, me contaban sus trabajos y se compadecían de los nuestros. Decían que no eran dueños de mandar algo en los pueblos; que los pobres indios andaban lo más del año con el cabo de canoa buscando zarza, cacao y mantecas que llevar al Pará, y aun allí los detenían a los que iban, para trabajar en los navíos. Con que vea, padre, decían, qué misiones son éstas.

129.- Yo los consolé con decirles que por lo que a nosotros tocaba, íbamos conformes con la Divina Voluntad, sin cuya disposición nada sucede; y nos consolaba el testimonio de la conciencia, en lo que se decía de los malévolos contra la Santa Compañía de Jesús, nuestra madre; que nos encomendásemos mutuamente a Dios, pues lo que nos atravesaba el corazón era ver perdido el trabajo de tantos años en nuestras misiones y el arrancarnos de nuestros amados neófitos.

  —405→  

Al otro día se trató del viaje. El Capitán quería meternos a todos en un barco viejo de unas quince varas de largo, dos de ancho y una de fondo. Pero el Basabe (sin hablar nosotros palabra) le dijo iríamos muy apretados e incómodos, por lo que se dispuso poner a los dos padres viejos con el padre Palme, que los cuidase, en uno pequeño; y que el Alférez recibiese otros tres en el suyo. Cerca de las oraciones nocturnas se hizo la entrega en un corredor. Puso el Capitán los granaderos en dos filas; sentámonos en dos bancos; el Basabe y Capitán, con el Alférez, en otro, con una mesita delante. Sacó Basabe y leyó un escribano los nombres de todos, y como por convenio de los dos monarcas nos entregaban para ser conducidos hasta España o el puerto de Santa María. Luego se leyó una lista de las cosas que llevábamos con su licencia (de Basabe) cada uno. Sobre el altar portátil del Superior hubo dificultad, y el padre dispuso que en su lugar volviese el mío al señor Echeverría y el del Superior pasase por mío, trocando sólo el misal. El Capitán hizo su recibo y se obligó a llevarnos hasta el Gran Pará. Asistió también, llamado a este acto, el padre carmelita y otro caballero Silva, que estaba de paso (creo por meter un contratado a Castela), y escritos por una y otra parte, firmados y sellados los instrumentos de entrega, se disolvió aquella junta. Quería el Capitán siquiera desde esta hora comenzar el arresto, teniéndonos con centinelas; pero no lo consintió Basabe, y así estuvimos libres como antes, esa noche y al día siguiente hasta que salimos, dichas misas y desayunados. Dimos el último abrazo a fray Juan y al Director, agradecidos y al buen señor Basabe que lloraba como una Magdalena y nos decía: ¡Oh, si yo pudiera servirles a vuestras reverencias hasta España! Pídanle a Dios por mí (y a mí, aparte): Paisano, ruegue al Señor que haga una buena confesión antes de mi muerte (y nótese como se lo ofrecimos y suponemos la haría, porque no tuvo tiempo, vecino a la muerte, pues hemos sabido ya, por cartas de Quito, que en Cuenca o Riobamba, sobre etiquetas de precedencia en los asientos, le dio traidoramente un sablazo o puñalada otro, de que murió luego).   —406→   Entrados en nuestros barcos el día 3 de diciembre y Basabe en su canoa para volverse, dando el último adiós a aquellos pocos indios de nuestra misión que iban con él, dio orden el Capitán a los suyos de caminar, y comenzamos nuestro último viaje del Marañón. Iba delante el Alférez con su barco, dos granaderos y unos diez remeros. Tenía este barco su popa cubierta con su camarote, donde iba el Alférez. Seguía un combés de una vara de ancho y dos de largo, y después comenzaba otro toldo de tablas; a su igual, y por arriba, a poco más de media vara de alto, otra también de tablas, y aquí íbamos los tres presos: padre Veigel, padre Plindendolfer y yo; de manera que no nos podíamos sentar y tener derecha la cabeza, pero el Alférez nos dejaba salir al combés, de donde volvíamos a gatas a dormir o rezar.

130.- Tendría esta nuestra mansión dos varas y media de larga, dos de ancha, media de alta en el medio que como estaba el techo arqueado, acababa en ambos lados apenas con una cuarta, en donde había su par de respiros o ventanillas. Encima venían los granaderos, que por lo ardiente del sol se acogían de cuando en cuando a nuestro lado. Con que los dos alemanes de corpachones y yo apenas cabíamos estrechados, cuando nos tendíamos, ni había forma de otra postura; ¿qué sería con el arrimo de los soldados? Por los dos lados de nuestra tolda había un paso de una tercia por fuera, donde iban los pobres indios remando, y los pies extendidos en derechura. El piloto gobernaba por encima de la popa, y todos desnudos, que era una indecencia. El barco para uno solo era precioso; estaba hecho con primor, a la inglesa, sus labores, armas doradas, etc., y tendría sus diez varas de largo. Luego seguía otra garita larga, con su popa alta, de pacamare de hojas, donde venían dos padres viejos con Palme, Montes y Berroeta, y unos cuatro o cinco granaderos. En tercer lugar bajaba también el barco grande, tosco, pero más capaz, casi como estos grandes que se ven en el caño de Ravena, con popa de unas tres varas de largo y dos o más de ancho, y pacamare de hojas alto. De manera que decía misa todos   —407→   los días el Padre Superior; aquí iban los demás sujetos, que eran diez sacerdotes y un coadjutor; seguía después el del Capitán (que era un poco mejor que el del Alférez); éste venía solo con el resto de los soldados, tambor y pífano, y nos saludaba cada día a las tardes. En la retaguardia venía la cocina andante; era un barco abierto, con los dos soldados y un par de indios galopines, con unos seis remeros; tenía en medio su enramada y fogón, con que se iba cocinando la comida con carbón sin perder camino. A medio día se juntaban todos los barcos, cerca de alguna orilla, y los soldados traían la comida, que era lo común arroz, carne y frijoles, y su trago (y después se recibió socorro del Pará en un barco que traía hasta lámparas, platos, cucharas, tenedores muy decentes). Comimos fideos, bizcocho y no sé qué otra cosa que habían enviado de Europa. Además de esto, el buen Capitán había mandado en los pueblecitos previniesen aves, y como se pasaba por algunos, metían las caponeras provistas de pollos y gallinas. Hacíanse dos comidas, y la segunda a eso de las seis de la tarde, y se continuaba el viaje de noche y de día. Al principio se permitió salir a la orilla a alguna necesidad. Y un día de éstos, estando yo fuera, le dio a un soldado mal del corazón (de que adolecía), cayó al agua y casi se ahoga; mas lo sacaron luego, y soplándole otro por las narices humos de cigarro de sólo papel, volvió en sí. Mas después se prohibió toda salida y más hablar con los soldados, y mucho más con los indios, por nuestro buen Superior. Mas en nuestro barco nuestro Alférez mantenía la conversación a ratos. Pero como apretaba el calor nos metíamos en nuestras huroneras, y recostados, ya de un lado ya del otro sobre el codo, rezábamos y leíamos algún libro. Fue un particular favor de Dios (que admiraban los soldados) que en todo el largo viaje de cuarenta días, no hubo mosquitos que eran tan frecuentes.

131.- Tocaba el tambor que iba con el Capitán al alba y al anochecer, la señal de las Avemarías; y como entonces parábamos como media hora para cenar, saludaba   —408→   placente el Capitán al Superior y padres, preguntando cómo iban y si algo se ofrecía. Lo más de la noche la pasábamos en vela así por el calor y bochornos como porque íbamos vestidos y sobre tablas, pues los colchoncitos no se podían extender y aumentaban el calor. Y así restaurábamos entre día el sueño. Lo que nos daba especial compasión era el trabajo ímprobo de los pobres indios remeros, en el trato verdaderamente cruel que les daban y era ya costumbre en los portugueses. Habían de ir remando sin parar, y el descanso sólo era pasar, después de un par de horas, de un lado al otro del barco, para que descansara algo la mano que tenía el remo hacia el agua, donde tenía más fuerza, porque no eran los remos como en Europa, sino como en nuestra misión, pero la palanca más ancha y larga y ésta iba metida en el agua hasta el cabo, hacia abajo, casi pegada al barco con los cuerpos, que hacía continuo movimiento hacia el agua. Eran los remos de más de seis cuartas; de día, los miserables iban sudando a chorros, y las cabezas y cuerpos a un ardentísimo sol, sólo con unos pequeños sombreros y a veces nada en la cabeza. ¿Y qué comían? Cuando nosotros, ellos un puñado de harina de mandioca, que echaban en un calabazo y llenaban de agua. Esto era comida y bebida, y alguna vez entre día, sin dejar de andar, dando unos y remando los otros. Ni podíamos ni un bocado de lo que nos ponían en comida y cena repartirles, así por no poder tratar con ellos, como porque los soldados estaban como camaleones con las bocas abiertas a lo que sobraba. Pero lo más riguroso era la noche: remaban toda ella, sin parar los barcos un instante, ni comer ni apenas dormir pues no tenían otro reposo que arrimar por turno dos, uno por cada lado, las cabezas sentados como estaban, al barco; y pasado un rato, ya el soldado con un rebenque lo despertaba diciendo: ¡Levántate, can! Y porque quede dicho de antemano, por este trato tan inicuo, y por más que estaban los soldados alerta con sus armas, en el decurso del viaje se les huyeron diversos, echándose al agua y nadando, metidas las cabezas, cuando sabían había cerca algún pueblo (y sabe Dios si se ahogaban desesperados). Los   —409→   domingos y fiestas, a cierta hora de la mañana, se unían todos los barcos para oír misa, que decía (y cada día en el suyo) el Padre Superior. Por lo demás, esta manera que he dicho de viajar se siguió hasta el Pará. En mi barco teníamos a discreción nuestros ejercicios espirituales de oración, exámenes, lección espiritual y rosario.

132.- Habiendo caminado del modo dicho un par de semanas este barco del Alférez (en que anduvimos lo menos 200 leguas, y pasando a la vista de algunas fortalezas y pequeñas poblaciones), una noche, después de cenar, mientras estaban juntos los barcos, me vino a visitar el Padre Superior y me habló por la ventanilla de mi camarote diciendo: Traiga su camilla y libritos a mi barco, que el padre Ibáñez quiere pasar acá y tendrá misa cada día. Con que en un credo hicimos la mudanza, y mostró sentirlo el buen Alférez y mis compañeros; pero les dije: Primero es la obediencia; a bien que vamos cerca. Era el caso que mi paisano padre Ibáñez tenía sus embestidas y no quería aquellas formalidades del Superior. Éstas eran tocar a las distribuciones, ir en silencio, menos tiempo post pranlium et coenam y un rato por la tarde. Se leía de comunidad en el refectorio, que se juntaba en la popa, donde como ovillos en nuestros taburetes hacíamos rueda y se estaba en silencio como en un colegio. Tenía la popa un pacamare alto, como dije, de hojas, y el ancho de más de dos varas, largo algo más y donde estaba el timón había una tabla larga que tenía a los dos lados dos troneras o secretas, y media vara de ancha, sobresaliendo del piso sólo cuatro dedos. Éste fue mi camarote para dormir, porque los padres superiores y Caligari de corpachones y Bahamonde ocupaban lo demás. Pero gozaba algún fresco que se comunicaba por los agujeros; y como dormía atravesado del uno al otro, caía justamente la cabeza en uno de los lugares. Los otros sujetos ocupaban lo demás del barco en un largo pacamare; y mi trabajo sólo era el ceder mi puesto a los   —410→   que venían a exonerar, especialmente al padre Albrizi, que padecía de cámaras.

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145.- Cumpliéndose ya las siete semanas de nuestro encierro, nos avisaron los dichos centinelas que ya se metían víveres en la corbeta (que los tenientes de nuestra asistencia no hacían más que saludarnos, cuidarnos); y el día 10 de marzo, como cuenta el padre Castillo, se hizo la reseña por un notario, a eso de las ocho de la noche, notando las facciones, hasta cuantos dientes o muelas faltaban; y el 11 sábado y séptimo de la novena de nuestro San Javier, a media noche, nos sacaron, llamando por sus nombres a todos, el notario puesto en la puerta; habían llevado antes nuestros trastos, y saliendo últimamente, cargado en su red el padre viejo Leonardo, bajamos la escalera; y rodeados como al entrar de soldados a bayoneta calada, nos fueron llevando al puerto en silencio; y alumbrando la oscuridad con dos grandes teas, una al principio y otra al fin de esta procesión muda. Me acuerdo que le dije aquí al Padre Superior: Me dan ganas de echarles un acto de contrición de misión, para despedida, a estos portugueses. Mas me tapó la boca diciendo: Calle, por Dios, no nos hagan otra peor. Al entrar en un barco grande todos, se despidieron los tenientes enternecidos y les dimos mil gracias. Ya que no supe los nombres de estos dos buenos caballeros, pongo algunas señas para eterno reconocimiento. El Teniente Coronel me parecía de sus cuarenta y cinco años; hombre alto y bien hecho; sabía latín y algunas veces nos saludaba valete, patres mei; nunca faltó en su ministerio de servirnos a la mesa y en otras cosas que se ofrecían como el más humilde religioso. El Teniente Capitán era de mediana estatura, galán de rostro y su edad representaba de veinte y cinco años; éste, que trataba   —411→   más inmediatamente con nosotros, lo hizo con tal agrado y constancia, que nos pasmó. Ambos, sin podernos hablar más que lo preciso, mostraban lo que estimaban a la compañía, su buena crianza y ferviente caridad, que sit in benedictione (sic). Como a las dos de la mañana, llegado el barco (que tuvo un encontrón con otro, por la oscuridad, en el camino, y se lastimó algo) a donde estaba anclado el navío o corbeta (como una pequeña saetía catalana), nos mandar on subir, y estando todos en medio del combés, un notario y otros ministros que nos aguardaban, nos fue nombrando con papel, con luz, uno por uno, desde el Superior, y luego que cada cual era nombrado, y respondía, lo entregaba el notario al Capitán del navío, tocándole por la espalda; y éste le hacía bajar por una escalerilla de la boca de escotilla a nuestro destinado retrete o calabozo. Acabados de bajar todos, e ídose los ministros, todo en sumo silencio (y quitaron la escalera), y corriendo una tabla levadiza de nuestra reclusión, de media vara de ancha, una de largo, echaron llave.

146.- Con un pequeño cerillo, que nos permitieron encender poco tiempo, arrimó cada cual su camilla liada a su catre colgado, y así se recostó hasta la mañana en que hizo el capitán Manuel de Silva abrir el rastrillo, y tuvimos alguna corta luz para componer cada uno sus trastes. Luego un muchacho nos trajo chocolate; y vino a vernos el Capitán, que era un bellísimo hombre y de mediana edad, ya práctico en navegaciones, y que en la misma corbeta había conducido años antes a los padres portugueses. Comenzó su arenga diciendo: perdoen por Dios, padres, que las órdenes del Generale son molto fortes; y nos dijo, en suma, que el venir así encerrados era expreso mandato de la Corte; que él, en cuanto podía, nos daría alivio y permitía estuviese abierta la puertecilla entre día, y sólo se cerraría cuando habían de bajar a la bodega los marineros y despenseros (que sería a las tardes una hora); que nos destinaba dos grumetes, para nuestra asistencia, con quienes hablásemos libremente; que la única ventanilla que se mandó dejar   —412→   para respiradero, como de a cuarta, sería agrandada, para más claridad; que lo que sentía era haber poca provisión de boca para las contingencias del mar; pero que él pondría de lo suyo si faltase; que agua tendríamos en abundancia, porque de ésta casi sola estaba llena la bodega (y luego hizo poner cuatro cántaros grandes, que se llenaban todo el camino); que le avisásemos lo que se ofreciese. Agradecimos todos su atención, y le dijimos, estábamos dispuestos, con la gracia de Dios, para todo lo que se ejecutase con nosotros. Y el buen hombre, enternecido, se fue diciendo: Pobres sacerdotes. Daré aquí un breve ensayo de la embarcación y distribución de este viaje. Corbeta llaman un navío de dos árboles, más corvo de proa y popa; por lo que es muy ligero. Éste estaba hecho a la inglesa, era nuevo casi, y bien forrado dentro y fuera; por lo que no hacía agua, ni fue menester, sino rara vez, dar a la bomba. Sobresalía del agua sus tres varas; nuestra prisión fue en los entrepuentes, cerrada la salida por proa y popa; en donde vivían, arriba el Capitán, piloto y algunos pasajeros, con el capellán, recoleto de San Francisco, que se volvía a Europa. También venía, dijo el Capitán, uno o dos disidentes, coadjutores, que se habían casado en el Pará, y vino orden de sacarlos con sus mujeres. La tripulación era poca, pero muy diestra y bien gobernada. Rezaban al anochecer, y de mañana se decía misa. Nuestra habitación estaba cerrada con tablas alrededor de la boca de escotilla, que tendría ocho varas en cuadro. La vivienda, bastante cómoda, como dos varas de alta, doce de larga y ocho de ancha. Las camas estaban de un lado y otro, colgadas con ibirá retorcida, que es una corteza de árbol, de que se hacen redes para pescar. Hacia la popa, por la izquierda, en lo más abrigado, se colocó al viejo padre Leonardo; y enfrente se puso al otro lado, al padre Castillo, por la ventanita o tronera que había; mas entraba agua, y trocó con el buen padre Palme, que amaba la mortificación.

147.- El Padre Superior tenía su catre junto a las dos ventanas, que caían a la boca de escotilla, que miraban   —413→   hacia la popa, aunque daban poca luz (por lo que dice el padre Castillo, de la lancha que estaba encima), y sólo para cuando alguna maniobra se apartaba ésta algo, había en lo interior alguna claridad. Yo, que tenía mi catre en un rincón de la izquierda, contra las tablas, que cerraban el pasaje a la parte de proa, estaba a oscuras, y los más de los otros. Por lo que íbamos turnándonos a leer y rezar, adonde estaba la puertecilla, y había una frasquera vieja por silla; pero a veces, cuando menos lo pensábamos, se ofrecía bajar a la bodega, y echaban la compuerta; con que quedábamos entre tinieblas; y cuando, por oleajes, se le ponía a la escotilla tapa, con un encerado por debajo, entonces nos veíamos en una total oscuridad, y con gran calor. Pero habiendo pasado la prueba del Pará, todo esto eran flores. Todas las camas, así colgadas, parecían otras tantas hamacas, que con el andar del navío se meneaban a un lado y al otro; y nos agarrábamos de las ibirás, para no caer ni estrellarnos unos con otros. Nos traían el chocolate o café a las siete, de comer a las doce y de cenar a las cinco, los dos muchachos que barrían los pasadizos, y sacaban los servicios cada día; y éste era otro buen trabajo, porque eran de común unos seis, y los más se rompieron, y los que quedaron estaban desportillados, aunque los atábamos; con que infiérase qué buen olor habría en aquella estrechez, con diez y nueve sujetos. Pero todos alegres. A nuestro buen Padre Superior, que en los ahogos del Pará padecía como todos, y permitió algún más tiempo de pólizas o parlar bajo, aquí, en el navío, aunque también encarcelados, le pareció se debía guardar más silencio, y tener en seguida la distribución, aunque sin campanilla. A mí me mandó avisar a levantar, Ave Marías, oración, exámenes, letanías, lección espiritual de Kempis, Ánimas y punto de Avancini. El primer día (como avisa el padre Castillo) vino la comida usual del Pará, con pan fresco; y luego comenzó el bizcocho, alguna carne fresca de un par de novillos que metieron; la que, acabada, no faltó salada y pescado. Habían metido dos capones, de que se daba caldo y ave al padre Leonardo, y después al padre Adán, que enfermó.   —414→   La primera semana, que dice el padre Castillo, se anduvo poco, y echando anclas por las islas; que es un mar dulce, sin verse tierra; para tomar la altura necesaria, a fin de coger vientos generales, se subieron muchos grados y padecimos buen frío, como veníamos sin ropa de invierno; y al padre viejo Adán, se le cosió una colcha de bayeta, donde estaba metido, como costal. Y en el solsticio de marzo padecimos calmas que retrasaron nuestro viaje. Cuando llegó semana santa, deseamos comulgar, mas no se permitió. El Capitán que nos visitaba cada semana, nos consolaba, pidiendo tuviésemos paciencia; que tenía orden expresa para todo lo que se hacía, y testigos para su ejecución; que peor vinieron los padres portugueses, en la bodega todos, sin luz.

148.-Y como corrían por cuenta de otros oficiales rígidos, mal comidos y soterrados en aquella profundidad, enfermaron y murieron diversos. Y contando estas cosas Silva, cruzaba las manos y se enternecía. ¡Oh, insignes padres portugueses, exclamo yo, mártires de la inocencia, y aun al presente, sin pensión, padecen en Italia más que todos, y dándonos edificación! Nótese esto: los tres días últimos de deliberar los primeros padres para elegir a San Ignacio general, fueron jueves, viernes, y sábado santos, en que estuvieron como reclusos, en oración y penitencia; y el santo, en San Francisco, llorando y haciendo confesión general. Con que no es de admirar que los suyos padezcan más prisiones, malos tratamientos, calumnias y muertes. Éste es el camino derecho para el cielo. Pasamos la pascua alegremente, en nuestra prisión, en que nos dieron algún extraordinario de ave; y por el oficio y meditaciones sabíamos la celebridad de tan grandes festividades. Oíamos las misas, haciendo la intención, cuando se oía encima llamar a la gente; y adorábamos a Cristo Resucitado, cuando oíamos tocar la campanilla. Por lo demás, el tiempo fue generalmente bueno, con pocos aguaceros, que obligaban a cerrar la escotilla; mas porque no faltase allí el principal requisito en navegantes, nos   —415→   aguardaba una gran tempestad. Comenzaba el día natural el 13 de abril, dedicado al invicto mártir y Rey de España, San Hermenegildo, cuando despertamos todos a fuerza de los grandes vaivenes que de proa a popa daba el navío, el ruido espantoso de las olas del mar y los silbidos que daba el viento. Juntáronse los ruidos superiores de la tripulación en las faenas necesarias en tales circunstancias. Apagose encima, y en los camarotes, toda luz; cerrose la boca de escotilla a mazo, y por encima se clavó un grande encerado; también aquella tronera que decía se dejó en nuestra vivienda cerca de la popa, se tapó a martillo. Los oleajes que subían al combés llenaron media vara de agua en proa y popa, y aun en nuestra habitación, tan cerrada por todas partes, entró bastante; y sucedía a cada balance lo que explica Ovidio, que se levantaba, al parecer, la nave, hasta el cielo; y volvía a bajar al profundo. Lo primero, nos reconciliamos, cada cual con su compañero, rezamos rosarios y letanías, y aun quisieron hacer diversos votos, especialmente por los alemanes; mas dijo el Padre Superior que bastaba, si nos parecía, un propósito de si Dios nos librase, visitar la casa de la Santa Casa de Loreto y servir o visitar unos ocho días cárceles y hospitales; ya todos nos tragábamos la muerte en nuestro sepulcro de vivos, si la piedad divina no nos miraba. Como sucedió a las siete u ocho horas.

149.- Mas, mientras tanto duró la mayor furia de la borrasca, y serían como las cuatro de la mañana, llamando en nuestro socorro a los santos y en particular a la Santísima Virgen, reparamos con admiración, en medio de aquella suma oscuridad, como una luz o centella de fuego clara que lamía las dos ventanillas de la prisión y daba vueltas por nuestra habitación, ya desapareciendo y volviéndose a ver. Y esto es lo que llamaron los marineros portugueses, que también la vieron, el Corpo Santo (y los españoles dicen San Telmo), y tiene esa gente de mar una cierta fe de que cuando semejante luz se ve por lo alto o por entre puentes, se escapa de la tempestad. Mas si baja para la bodega, están   —416→   perdidos. Bien sé que algunos filosofan sobre esto, y llaman fuegos fatuos o ilusiones de la vista. Lo cierto es que nosotros lo vimos varias veces aquella noche; a eso de las 10 de la mañana, reparamos que iba cesando el zumbido del viento, y dio una vuelta entera el navío; caminando luego velocísimamente. Después de mediodía hizo el Capitán abrir la boca de la escotilla, y nos hizo avisar que estábamos fuera de peligro. Envionos bizcochos y vino, con que nos refocilamos. Y a la noche, buen caldo y ave. Porque los oleajes habían muerto muchas gallinas en las caponeras, que el buen Capitán llevaba reservadas para los enfermos y socorrernos cuando faltase lo demás. Al día siguiente, temprano, fueron los dos muchachos barriendo toda la inmundicia (pues se habían acabado de romper casi todos los vasos y orinales, y por mi fortuna se había amontonado todo debajo de mi catre que, como dije, hacía rincón hacia la proa). No callaré una cosa jocosa: entre todas las cosas que de todos los puestos se habían arrimado, había algunos ladrillos de chocolate. Yo los aparté y sequé con algunos trapos; y después de que cada uno preguntaba por sus cosas, quién de zapatos, quién de medias, libros, etc., que había perdido, yo dije: En mi camarote hay chocolate con tal marca; acudía el dueño y se lo daba; luego, cuando lo tomaba, decía: No sé qué olor tiene; y había estado en la cloaca universal. El padre Ibáñez halló su diurno tan puerco y mojado, que quitándole las manillas de plata, dijo al muchacho que lo botase al mar; yo lo rescaté y secándolo hoja por hoja y lavándolo, saqué y tengo aún por memoria y rezo con él. Un tomo de Año Virginio, que yo llevaba fuera, se empapó y desencuadernó todo; mas con paciencia fui secando y también lo tengo aún; mas se conoce que están las hojas trasminadas del agua salada. Como estábamos colgados en el aire, no nos mojamos sino tal cual salpicón. Después abrieron la bodega, y pudimos tener el agua de que carecíamos el día antes. Bajó el Capitán, a preguntar qué tal lo pasábamos y de los enfermos. Él nos contó cómo la tempestad fue deshecha y con viento de proa (pero no contraste, por no haber otro viento contrario);   —417→   que todo el tiempo en que entró agua, procuraba, por no perder viaje, aunque con poca vela, andar adelante; mas temiendo nos anegásemos volvió proa y se dejó a la corriente; por lo que desanduvimos más de sesenta leguas.

150.- Por despedida nos dijo que teníamos avanzado más de la mitad del camino; que sentiríamos gran frío, pues habíamos de subir hasta cuarenta y cuatro grados de latitud, y la prisión había de ser conveniencia y fue así. Caminábamos sin novedad casi otro mes, y nos helábamos de frío; aquí fue en donde ya no podían resistir los dos padres más ancianos; el padre Leonardo, aunque le cargamos toda la ropa posible, sólo podía tomar caldo y estaba chocheando o delirando; siendo un hombre tan pulcro y primoroso, llegó a tal extremo de porquería que tiraba sus orines como chanceando, y excremento a los que iban por su lado a coger agua, y se reía. El padre Widman cobró tal hastío a la comida, que ni el caldo apenas podía tragar y padeció heroicamente con las instancias del Padre Superior, porque comiese a fuerza; y porque se le antojó algo de dulce, y lo significó al Capitán, fue reprendido públicamente del rígido Superior, diciéndole le avisase a él y no a otro lo que se le ofrecía. A los padres Veigel y Plindendolfer también tocó su fraterna, porque hablaban en alemán, pero todo se pasó con paciencia. A principios de mayo hubo otra visita del Capitán y nos consoló con que ya estábamos en las Azores, y esperaba llegar en una semana, porque había recibido buen viento. Nos pidió perdón del mal bizcocho y pescado por haberse dañado por la tempestad, y nos prometió dar del mejor bacalao, del que traía en la popa para sí, como lo hizo. Y ya después, por la ventanita, se veía a la izquierda, por lo lejos, las islas del Fierro, Terceras y Canarias. Con que dimos mil gracias a Dios, y nos prevenimos a llegar a este segundo término de nuestra derrota. Aunque ya habíamos bajado algunos grados septentrionales, y no teníamos tanto frío, pero nos resultaron fluxiones, y yo es imposible lo que desflemaba, llenando una bacía   —418→   de azófar cada día, que me prestó el padre Montes. Los dos buenos viejos iban empeorando, y temíamos que se nos muriesen en el navío. El padre Adán dijo un día de éstos al Superior quería hablar a todos. Decidido, e incorporándose en su catre que estaba cerca de la puertecilla, con mucha humildad nos pidió perdón de las faltas y poca edificación (cuando a todos edificó tantos años), y añadió con una sencillez germana y señal de su vida inocente: Ya me parece está cercana mi muerte, y espero en la infinita misericordia de Dios ir al cielo; allí les encomendaré a todos vuestras reverencias. Eran ya pasadas las islas, y en la última visita del Capitán, a 6 de mayo, dijo: Buenas nuevas, padres: mañana espero daremos fondo en la barra de Lisboa, pues estamos en 36 grados. Y fue así; por la mañana del 7 se veían por la ventanilla, a lo lejos, como nube, las montañas o cerros. Habían prevenido las artillerías, por si asomaban berberiscos, y aun me parece dijeron se vio tal cual vela; pero, gracias a Dios; nos dejaron en paz, y a eso de las cinco de la tarde pasamos una fortaleza (me parece con salva a una imagen de la Virgen), a la orilla del Tajo; y estaba toda la restante orilla, muy deliciosa, toda poblada de caserías vistosas, jardines, molinos de agua y viento, y otras fábricas. Cerca de noche dio fondo nuestra nave, muy abajo de todas las otras, y envió la lancha o bote a dar parte a Lisboa.

151.- Había suplicado el Padre Superior viniese algún médico, para ver si debía sacramentar a los dos padres tan enfermos; y no dudamos que el Capitán lo avisaría; pero en tres días que estuvimos a bordo, nadie pareció y el cuarto, como a las tres de la tarde, vinieron diversos oficiales para transportarnos (mas antes debo decir que se equivocó el padre Castillo y sucedió la quema total de la insigne patriarcal nueva; porque, me acuerdo que a causa de haberse abierto otras tres o cuatro ventanillas de los entrepuentes, vimos todos claramente, que, como a las diez de la noche, se aclaró el hemisferio con un terrible incendio, que se veía arriba, a la izquierda, en Lisboa, y duró toda la noche. Los   —419→   que estaban arriba, en nuestro navío, decían: la ciudad se abrasa, etc.; estaríamos a tres leguas y más de distancia.

Teníamos ya prontos nuestros hatillos, y mandaron sacar y meter en tres barcos. Luego nos hicieron subir a todos, y repartieron en ellos a seis en cada uno. A los enfermos sacaron entre cuatro marineros; y me acuerdo, que al tiempo que colocaban en el mío al buen padre Leonardo, decían los portadores, compasivos: ¡Miren, qué casta de gente, para cazarla in mato!, porque corría que veníamos cogidos en los montes, donde nos hacíamos fuertes. Abrigamos lo mejor que se pudo al agonizante, y comenzamos a caminar a vela. Corría un viento frío, y el santo viejo, con el índice, se descubría, y nosotros lo tapábamos diciendo: Padre, guárdese, que le mata el frío. En fin, a las tres horas nos hicieron desembarcar en una casa de campo, y llevaron a una sala baja, que tenía su oratorio y estatua de San Joaquín. En ella tenían prevenida una larga mesa con ricos cubiertos; y hablándonos aquellos caballeros con gran cariño, hiciéronnos sentar en otras tantas sillas (y a los enfermos metieron en otro cuarto con quienes los cuidasen). Nada excede en lo que dice el padre Castillo de este refresco, y yo añado que primero nos dieron helados de diversos géneros, con riquísimos bizcochuelos, y como llegamos hambrientos, todo entró en provecho. Cerca de noche nos mandaron montar en borricos con enjalma (y así iban también los conductores); para los padres enfermos previnieron dos carros con bueyes; había luna y como ya refocilados no sentíamos tanto la molestia de ir estiradas las piernas, en bastos, sin frenos ni estribos, porque iban a paso regular, y un paje que acompañaba a cada sujeto, iba guiando a pie; pasamos por muchos olivares y tierra llana, y llegamos a nuestro destino, cerca de medianoche. Éste era la villa de Axeiton (del ajusticiado Duque de Aveiro), y nuestra prisión el centro de su bello palacio, que tenía para entrar una escalera hermosa de piedra, por ambos lados, y a los diez o doce escalones había un ancho descanso,   —420→   donde estaba la puerta principal y en ella centinelas. Con la luz de la luna, yo reparé por uno y otro lado, y se veían grandes balcones en fila, pero tapiados todos, y sólo a lo último, una tronera con rejas, como cárcel; eran como tres palacios en uno, y por delante tenía una gran plaza y vista al mar.

152.- Excúseseme esta digresión que me viene ahora a la memoria sobre los barcos. Donde yo venía, aunque iba un oficial en la proa, celando que no nos hablaran los remeros, ellos entre sí hablaban con deseo de que les oyéramos, y sin ningún temor del cabo, decían: Anoche se quemó la gran patriarcal nueva, que se hizo a tanta costa, con todo lo que había dentro, y dicen sube la pérdida a dos millones. Así castiga Dios lo que hacen con los santos padres de la Compañía de Jesús. Y también en Castela los prenden; Questo e cosa del Diabolo. Dios les dé pacenza. Otro respondía: Dicen que han posto soldados en la Cartuja de Sevilla: qui lo crederebe? Jesú, Jesú! Padres, ustedes son mártires, rueguen por nois; y aunque el cabo les ponía el dedo en la boca, daba a entender que aprobaba lo que decían. Prosiguiendo mi entrada, nos guiaron a un salón bajo, hecho refectorio, con mesas como en un colegio; nos mandaron sentar, y poniéndose un notario en la cabecera, nos fue pidiendo sólo los nombres, apellidos y patrias, que escribió; y un desembejador nos dijo si queríamos cenar. Respondimos que no, pues merendamos bien y era media noche. Enseñonos la hermosa capilla, y nos dijo que podíamos decir misa, que había todo aparato; que conociese cada uno su cama y nos acomodásemos a nuestro gusto en todo aquel departamento bajo y alto, que estaba a nuestra disposición. Con esto se despidieron corteses y se fueron todos sin dejar centinela, y el cabo de la guardia cerró la puerta por de fuera. Dimos mil gracias a Dios por la buena acogida, y pensábamos desenvolver nuestros hatillos para dormir cuando supimos que el buen padre Leonardo expiraba; y corrimos a asistirle y decirle la recomendación, y dar absoluciones; nos dijeron había ya muerto; pero a mí   —421→   me parecía alcanzó parte de la absolución. Rezámosle responsos; y algunos que tenían hambre, tomaron un trozo de pan y un trago; otros lo dejamos, porque dieron las doce y pudimos al otro día decir la misa; y dejando al difunto amortajado con su sotana y Santo Cristo, cerrando el cuartito, que estaba en la enfermería, nos fuimos a dormir. Yo subí una larga escalera, y puse mi cama con el padre Montes, en un aposento; y en la misma tarima, donde después supe había muerto el día antes un padre de los presos portugueses de repente. Como estábamos tan cansados, luego nos dormimos; mas pasadas dos horas, nos despertaron las picadas de muchísimas pulgas; lo pasamos en vela hasta el día doce de mayo; y procuramos bien temprano decir misas por nuestro compañero, puesto ya en la capilla de cuerpo de sacerdote. Tomamos de desayuno mantequilla con pan tostado y un trago a lo soldado; y esto se acostumbró todo el tiempo que duró la prisión, y la distribución fue la que dijo el padre Castillo; en que este primer día se dispensó algo, porque teníamos que acomodar nuestras cosas, atender al padre Adán Widman (que estaba más de cuidado, y decía había de seguir al padre Leonardo), y velar a éste hasta que a boca de noche vinieron a llevarlo.