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ArribaAbajoIsla negra de arenas blancas: la antillanía literaria puertorriqueña

Cristina Bravo Rozas



Universidad Complutense de Madrid

La palabra «Antillas» nos envuelve en la visión mítica de un archipiélago situado entre América del Norte y la del Sur, habitado en sus orígenes por los taínos, indios afables y pacíficos según el testimonio de Colón, que creían en el regreso de las ánimas ausentes al mundo de los vivos e invocaban a sus ancestros para que les prestaran su apoyo en empresas difíciles. Su condición isleña, sus procesos coloniales y de independencia tan diversos, desintegraron el universo de Yúcahu Bagua Maórocoti145 -el supremo espíritu que protegía sus destinos-. Puerto Rico desde entonces queda encarcelada en su aislamiento, en su retraimiento, atrapada por su dimensión insular, «insulados en casa estrecha»146, condenada a la búsqueda perpetua de su identidad. Los revolucionarios del XIX -Betances, Hostos...- son los primeros en rechazar ese sentimiento de «a la deriva» en que se hallaba sumida y pretenden recuperar la fuerza de Yúcahu integrándose en una «confederación antillana» aunque previamente y como requisito necesitaban su independencia nacional.

Un siglo después, José Luis González en El país de cuatro pisos147 continúa proponiendo ese rescate de la caribeñidad esencial de su identidad colectiva y unificar el destino de Puerto Rico con el de los demás pueblos del Caribe. En su ensayo propone a su vez que de las tres raíces históricas que componen la identidad cultural puertorriqueña   —112→   -taína, africana, española- es el segundo piso sin duda el más importante. Este reconocimiento de la raíz africana de la cultura de las Antillas revive la valoración que se inicia en el arte vanguardista de las llamadas «culturas primitivas» -verdaderos islotes artísticos- que contenían una definición auténtica y esencial del hecho estético. Luis Llorens Torres148 inventa un territorio antillano insular en su «Canción de las Antillas» y «poetas antillanos», poblado de «Islas verdes, esmeraldas en el pecho azul del mar, archipiélago de frondas, son las Antillas, Hijas de la Antilla fabulosa, Hespérides de la raza iberoamericana, trigueñas por el sol ecuatorial». En Segundo manifiesto euforista Vicente Palés Matos y Tomás L. Batista proclaman la grande república eufórica americana y aseguran el fenómeno de fusión panamericana; piden que el Norte y el Sur extiendan sus manos a través de Las Antillas y tocándoles con sus dedos meñiques, griten: ¡Somos, existimos! Su condición isleña se perderá aquí para convertirse en península que una dos espacios terrestres y también dos mundos: el sajón y el hispano. Diego Padró en «Fugas diepálicas» preconiza una antilla africana -tierras ásperas y candentes, ceremonias diabólicas, hombres de hollín como gorilas corpulentos... cutúncuntún... claz-claz...-, que Luis Palés Matos dará forma en Tuntún de pasa y grifería149. La poesía negrista se añade a la vocación antillana en ese abrazo de las antillas menores -francesas, holandesas, inglesas- con las mayores -españolas-. En «Preludio Boricua» afirma que llegará a manos del lector un libro compuesto con ingredientes antillanos y pasa a describirnos a unas antillas barloventeras que pasan tremendas desazones espantándose los ciclones con las matamoscas de palmeras. Jamaica es la gorda mandinga, Santo Domingo de endominga, Haití tiene blancos ojos de magia, Cuba ya tenía un áureo niágara de turistas y Puerto Rico, su isla ardiente bala como un cabro estofado. Su estilo casi guachifero define las peculiaridades de ese «yermo continente», acompañado de un aire festivo, una ironía descarnada que produce un cosquilleo que se desplaza a ritmo de rumba habanera por «las islas negras» de arenas blancas. En «Danza negra» recorremos las islas del betún, las antillas del ron y en «Majestad Negra» Tembandumba de la Quimbamba asoma por la encendida calle antillana entre dos filas de caras negras, culipandeando como el culipandeo más intenso que un arrebato colombiano, más perseverante que Somoza de la Tipa del relato de Ana Lydia Vega150. La lengua puertorriqueña se vierte por «la encendida calle antillana» entre meneos, ron, azúcar y melaza para conseguir ese ritmo que acerca a la naturaleza y que en palabras de Rivera Chevremont ilumina el espíritu al sentir el roce húmedo y áspero del hocico de la bestia151. «Canción festiva para ser llorada» crea una casa antillana para el poeta, en la que la vida resbala sobre frases de natillas y suculentas metáforas, con un idioma blando y chorreoso. Su verde antilla -mitad española, mitad africana- que baila al   —113→   ritmo de los tambores en «Ten con ten» se convierte en Mulata-Antilla, tierra lírica, glorioso despertar de sus Antillas.

Con este libro Palés Matos materializa su aventura literaria antillana, poniendo de manifiesto su conflicto ideológico con su amigo y colaborador diepálico -José Isaac de Diego Padró- que defendía el hispanismo como elemento definidor de la cultura puertorriqueña. Palés considera al antillano un español con maneras de mulato y alma de negro y añade:

No conozco, pues, un solo rasgo colectivo de nuestro pueblo que no ostente la huella de esa deliciosa mezcla de la cual arranca su tono verdadero el carácter antillano. Negarlo me parece gazmoñería. Esta es nuestra realidad y sobre ella debemos edificar una cultura autóctona y representativa con nobleza, con orgullo y con plena satisfacción de nosotros mismos.152



Otros intelectuales del momento señalan por el contrario la decadencia de las Antillas por la presencia dominante del elemento negro -Luis Araquistain, Antonio S. Pedreira-. Este último incluso se lamentará de la condición insularista e infantilista de Puerto Rico que la separa de sus otras hermanas antillanas, pero fijará como germen de la cultura puertorriqueña al jíbaro -campesino blanco de origen español-.

Palés Matos se convierte en un verdadero creador de un universo antillano, fundamentalmente mulato, utilizando la ironía y la autorreferencialidad como armas literarias. Su poesía abre las puertas a la expresión antillana en la Literatura puertorriqueña, dejando un sendero trazado por el ritmo, la sensualidad y la parodia.

La antillanía literaria parece extinguirse en las décadas siguientes (del 40 al 60) para tomar nuevo impulso en los años 60 y 70 y toma como vehículo de expresión predominante el cuento. Los cuentistas de la generación del 30 buscan el alma puertorriqueña volviendo a lo nativo, a lo isleño y lo criollo. El jíbaro empobrecido parece el único habitante de estos escenarios despojados de toda referencia antillana. La isla negra apenas sobrevive en algunos cuentos de tipo folklórico o con aires de leyenda. «Los verdaderos sucesos de la garita del diablo» de Vicente Palés Matos, Cuentos de la plaza fuerte de Emilio S. Beleval, «Un enigma y una clave» de Luis Hernández Aquino o «La tumba de Macolo» de Francisco Rivera Landón crean islotes de cuentos afroantillanos marcados por lo sobrenatural -la brujería, la superstición, la magia-. La generación del 40 convierte lo antillano en fuente de inspiración para el relato de marginados. La mulata antilla es ahora islote negro, solitario y abandonado por sus hermanas, poblado de seres empobrecidos, isla de pesadilla que transforma el tibio mar en oscuras aguas que se llevan los rostros infantiles -«En el fondo del caño hay un negrito» de José Luis González; «Lágrimas de Mangle» de Salvador M. de Jesús-, el puerto de azúcar en amargo cañaveral -«Bagazo» de Abelardo Díaz Alfaro-, la libertad cantando en yugos discriminatorios -«Aguinaldo Negro» de Edwin Figueroa, «Cultura, tres pasos y un encuentro» de Emilio Díaz Valcárcel-. La publicación en 1966 de En cuerpo de camisa153 de Luis Rafael Sánchez se vuelve al ritmo mitopoético de Palés Matos, de nuevo el despertar glorioso de las   —114→   Antillas. Esta narrativa nos hará leer en puertorriqueño, participar de la «guachafita», del relajo, de esa visión agridulce y cómica de la existencia, en sus palabras «como para resistir, como para sobrevivir, como para no cejar», para recuperar la alegría desgarradora de estar vivos. El lenguaje vuelve a ser el protagonista, el portador de esa esencia antillana que se vierte en el ritmo y en «la poética de lo soez». «Aleluya negra» y «Jum» inician la despoetización del mundo antillano preludiado en Palés Matos, aunque conservan su trepidante ritmo, plagado de repeticiones y efectos onomatopéyicos. El grito estructura ambos textos, aunque en el primero sea de júbilo -aleluya es una llamada de alegría, a la fiesta- y en el segundo exprese un rechazo hacia el otro o su comportamiento. La repetición de estribillos, el empleo de paralelismos sintácticos, la aliteración da lugar a la aparición de discursos irreverentes, que ante todo parodian y carnavalizan la imagen idealizada o mítica de Las Antillas. El ritmo produce composiciones narrativas sintéticas, pero siempre cargadas de significados connotativos muy sugerentes que provocan e incitan a los personajes a cumplir su destino. En «Aleluya negra» ayuda a conseguir el rito de iniciación a la sexualidad; en «¡Jum! lleva al protagonista a la muerte. La poética de lo soez emerge en cualquier rincón caribeño y según Sánchez «propicia la asunción colectiva de una identidad social, una identidad política... porque lo soez es la respuesta de la gente que se atreve a ser profana, descreída, insatisfecha...». De esta manera en «Aleluya negra» la sexualidad se expresa a través de un discurso provocador que rechaza las visiones poéticas de lo antillano y se decanta por el humor:

-Está pa dejarla sin espinas, pa comela a cantitos, -pa dale el tumbaíto.154



El insulto es otro de los procedimientos preferidos para desplegar esta poética. En «¡Jum!» se conjugan con la repetición y abocan al personaje a la desesperación:

-¡ponzoñoso!, ¡remilgado!, ¡blandengue!, ¡melindroso!, ¡añoñao!... ¡mariquita fiestera!155



«Letra para salsa y tres soneos por encargo» de Ana Lydia Vega nos imbuye en la «fiesta patronal de nalgas», en la que aparece «el salsero solitario que vuelve al pernil soneando sin tregua: qué chaziz negra, qué masetera estás, qué materia prima, qué tronco e jeva, qué zocos, mama, quién fuera lluvia pa caelte encima». Sus relatos impregnan su prosa de hablar puertorriqueño, crea una isla verde, brillante, cargada de espíritu carnavalesco, su antillanía lingüística no es un universo imaginario, una convención poética, sino el rostro de esa isla negra de arenas blancas. En «Notas para un obituario»156 de Carmen Lugo Filippi la poética de lo soez descubre la máscara del bilingüismo. El francés se adopta como código culto frente al «puertorriqueño», isla lingüística en la que naufragan los marginados, de piel oscura, pero además revela la hipocresía, la discriminación, la realidad oscura que nos envuelve:

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Yo no traduzco esas porquerías, además todo eso se oye horrible en castellano, hágalo usted si quiere, cómo voy a traducir... ...Dígame entonces si eso se traduciría: Chocha mía, deja tus pendejadas o tu nena será la próxima ¿cierto o falso?157



El bilingüismo aparece en otros cuentos como otro de los rasgos que caracterizan la antillanía, islas que comparten un color, que viven juntas, pero que a veces permanecen eternamente separadas. Cada palabra marca su origen y en cada palabra vive una isla, un territorio cargado de voces culturales distintas pero unidas por un terrible destino: su pobreza, su desintegración, su ruptura constante con el otro, su incertidumbre perpetua. «Encancaranublado» de Ana Lydia Vega nos sitúa en la isla de la emigración, es el mundo de las ilusiones perdidas que se materializa en una barca, en la que un cubano, un haitiano y un dominicano comparten sus diferencias, se sumergen en la incomunicación de las islas lingüísticas y finalmente encontrarán su propia isla -la de su muerte compartida-. «Corinne, muchacha amable»158 de Mayra Montero sitúa su acción en Haití y la lengua de los personajes desde sus mismos nombres revelan su identidad de origen francés: Corinne, Apollinaire, sin embargo, tanto la historia como los protagonistas son enteramente antillanos.

La parodia es otro mecanismo que acompaña al cuento antillano, directamente relacionado con ese espíritu carnavalesco, esa isla guachafitera que esconde un autorretrato cruel y descarnado. Luis Rafael Sánchez emplea la parodia sacralizada en sus dos cuentos. «Aleluya negra» intenta captar el rito de iniciación al mundo adulto, mientras que «Jum» encarna al hijo de Trinidad -supuestamente Cristo, el perseguido-. Los dos se burlan, hacen un guiño al lector, incluso en la tragedia del segundo relato. Ana Lydia Vega parodia el mito de la sexualidad desorbitada de los hombres en su «Letra y tres soneos por encargo» y en «Notas para un obituario» es el paternalismo-racista el objeto parodiado. «Corinne, muchacha amable» y «Otra Maldad de Pateco» de Ana Lydia Vega la emplean para mostrarnos el mundo de la magia y el vudú. En todos estos casos una isla de ambigüedades aparece en el horizonte, el tono tragicómico puede sumirnos en la confusión, pero también puede despertar nuestra imaginación o hacer un retrato político-moral. La desmitificación del tópico de la antillanía es el único modo de profundizar en su idiosincrasia -lo sagrado, la sexualidad, lo mágico- pasan por el tamiz del humor para encontrar su verdadero sentido.

Uno de los motivos principales para definir el espíritu antillano es su situación espacial. Su imago mundi tiene su principio y su fin en sí mismo -la isla-. Un territorio enmarcado de azules, marinero, palmero, playero, aventurero y salvaje por naturaleza, un ambiente caluroso y asfixiante que despoja de sus vestiduras a las emociones. El encerramiento forzado provoca la búsqueda de espacios ajenos. Así los emigrantes de «Encancaranublado» se sienten prisioneros de su vida miserable, de su condición marina eterna y aisladora. En «Banda de acero» de Tomás López Ramírez, un narrador recuerda a Olmstead que todas las islas se parecen y que quizás fue en una playa de Santo Tomás, Barbados o Trinidad donde aprendió a tejer redes. Todas las islas parecen fundirse en una sola playa, infinita, de arenas blancas, inmarcesibles, en las que siempre anida la   —116→   marginación, la pesadilla de la colonia y la esclavitud. Fuencarral, protagonista del cuento del mismo nombre de Carmelo Rodríguez Torres había pasado parte de su vida en Santa Cruz, donde el sol abre la tierra. El paisaje antillano se limita en ocasiones a ser el espacio del subdesarrollo, del calor tan insoportable casi como su pobreza. La protagonista de «Notas para un obituario» comenta que la idea que tenía de las Antillas es que sería fácil encontrar mucamas, sirvientas. En «Corinne, muchacha amable» se dice que en Haití nadie se compadece del que muere, sino del que queda vivo. De «Otra maldad de Pateco» sabemos que la acción se desarrolla en un ingenio azucarero. Los personajes que habitan estos espacios isleños, suelen ser orilleros, es decir, pertenecen al lado más oscuro, a la marginalidad social, su piel negra o mulata delata su espíritu mágico o sensual -Caridad, Carmelo, el hijo de Trinidad, Nounouche, Corinne, la tipa, el tipo, Fuencarral, Pateco, Antenor, Diógenes- se enfrentan a un reducido grupo de blancos o «reblanquiaos» y suelen ser víctimas de su misma identidad, de su espíritu fusionado y mezclado que quiere en muchos de los casos ser asimilados al poderoso, a la arena blanca que invade sus playas. Luchan por sobrevivir en la isla negra creada por sus propios prejuicios, sus cuerpos atrapados por el ritmo manifiestan un carácter vaivenero, mecido por el mar, golpeado por los vientos, aniquilado por olas blancas, conservadoras y reticentes, envenenados por el exotismo que sustentan. Su asimilación y su conservadurismo les convierte en sus propias víctimas. El pueblo de ¡Jum! aniquila al «negro almidonao», los protagonistas de «Encancaranublado» están a punto de perecer por intentar «pasar a la otra orilla». Estos entes de ficción -frágiles en su condición- viven en la provisionalidad, guardando sus tradiciones o desterrándolas, se autodefinen o son retratados por un narrador-testigo autóctono o extranjero, sin embargo, sus rasgos suelen caricaturizarse, sus nombres se borran, forman parte de una isla que acoge los restos de naufragios literarios y apuestan por la máscara, el juego, la fiesta. Su temporalidad está inmersa en un presente rabiosamente actual -los relatos de Vega son un buen ejemplo- o en un pasado lejano que intenta acercarse a la esencia de la antillanía, a sucesos históricos, luchas internas -«Fuencarral» intenta dar un sentido alegórico al personaje que nunca puede ser eliminado por el poder blanco, colonizador, «Otra maldad de Pateco» juega y se ríe del poder a través de la magia y se remonta a los ingenios azucareros, «Banda de acero» recoge tres espacios y tiempos diferentes que recorren la tragedia de la esclavitud, «Corinne, muchacha amable» se desarrolla en plena revolución haitiana-.

Confinados en el archipiélago antillano, el universo literario parece reducirse a una acumulación de ñáñigo y bachata, vodú y calabaza, burundanga, pero ese idioma blando y chorreoso que nos atrapa como el vudú, el zombi y la rana es quizás la expresión más auténtica de un espíritu vivo y sobrecogedor, la magia transparente de una escritura carnavalesca que encierra la pureza de la arena blanca y el lado oscuro del porvenir.