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ArribaAbajoLos espacios cerrados en el teatro de Griselda Gambaro

Rita Gnutzmann



Universidad de Vitoria

«un mapa de tumbas [...] así, eso era el mapa, parecía un mapa, después de helada la tierra, negro y blanco, inmenso, el mapa del infierno».


R. Piglia, La ciudad ausente.                


«¿Pero cómo se hace para que todo ser humano sea tratado como tal?»


M. Traba, Conversación al sur.                


No me propongo hablar aquí de la isla como espacio utópico, mundo de perfección, cerrado en sí mismo por estar rodeado de mar, habitado por pocos elegidos que viven en perfecta armonía con ellos mismos, con la naturaleza y con los demás hombres como en la Utopía de Tomás Moro o la Nueva Atlántida de Bacon. Ni jardín de Edén, ni Paraíso terrenal, tampoco la isla-utopía que Martínez Estrada (al igual que Lezama Lima en Paradiso) identificó con Cuba en sus ensayos En torno a Kafka (1957: 221), sino algo más kafkiano: el espacio cerrado, impenetrable de una casa o un campo, con un letrero (visible o no) que reza «Lasciate ogni speranza / Voi ch'entrate»479.

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Ninguno de los personajes de Griselda Gambaro emprende ningún viaje incentivado por bienes materiales o espirituales hacia tierras e islas felices como sugieren nombres del tipo «Costa Rica, Puerto Rico, Villa Rica»; si algo, su «isla» se parece más a la del Doctor Moreau del relato de H. G. Wells (1896). Al abrirse el telón sobre sus dramas, los personajes ya están atrapados en un espacio siniestro del que no logran huir.

A menudo, la situación básica en el teatro de Gambaro la constituye la familia y las relaciones entre sus miembros. Pero veamos, en primer lugar, la interpretación de la «geografía psicológica» y simbólica de la casa que ofrece Bachelard en su conocido estudio La poétique de l'espace. La casa es, por excelencia, el espacio protegido, donde habitan los valores íntimos, el refugio donde sueño y recuerdo el pasado, y donde estoy (yo y mi familia) seguro contra las fuerzas amenazantes del exterior (Bachelard 1957: 23-50). La puerta (o ventana) resulta un elemento esencial: imagen de la duda, la tentación, el deseo, el peligro... Pero la casa también puede resultar anacrónica con su función protectora, cuando entra en total conflicto o contradicción con los valores exteriores. Esta situación basada en el «paradigma de la invasión» se da en la literatura argentina en una serie de relatos que comienza con Casa tomada de Cortázar y se repite con cierta frecuencia en la época de la dictadura480.

En El desatino (1956), el espectador encuentra en el escenario una habitación de una casa de clase media baja, a mediados de nuestro siglo. El mobiliario se reduce a una cama, mesilla, cómoda con espejo, ropero y sillas y un objeto simbólico, «una bacinilla floreada», todo, excepto la última, «de aspecto gris», igual que los grandes tiestos de lata que aún conservan «plantas, grandes hojas completamente marchitas» y tiestos que «tienen simplemente palos clavados, estacas» (IV, 61). El ambiente cerrado, las plantas muertas y las estacas anuncian un significado siniestro; a su vez la bacinilla indica la dependencia absoluta de un personaje, en este caso, del hijo Alfonso.

Las relaciones familiares se desarrollan, en primer lugar, entre madre e hijo; a éstos se añaden Luis, amigo de Alfonso y pronto amante de la madre, y Lily, la novia soñada por Alfonso, la que por su condición de imaginaria nunca interviene481. La situación de Alfonso se parece a la de Gregorio Samsa en La metamorfosis482; aunque no se haya transformado en animal, está impedido por una máquina en su pie, que acciona ajena a su voluntad.

La habitación, lugar de protección por antonomasia, se convierte en varias ocasiones en su contrario, a pesar de que el joven impedido está rodeado únicamente por personas   —283→   que pretenden cuidar de él. Sin embargo, la madre, para atender al hijo, le cobra dinero (IV, 66) o lo deja sin desayuno, mientras ella lo toma con el amigo Luis483. Este, en otra escena, fuma un cigarrillo y se lo niega dos veces a Alfonso. Mientras la madre y el amigo-amante terminan fumando juntos, el inválido Alfonso repta por el suelo, intentando alcanzar un cigarrillo caído. En otra ocasión, Luis lleva el juego sádico a una auténtica escena de tortura al acercarle un cigarrillo encendido hasta quemarle las pestañas y un ojo. La madre en ningún momento se da por enterada. Estas escenas traen a la memoria otras parecidas del drama El Señor Galíndez de E. Pavlovsky484. En una habitación cualquiera, anónima, tres tipos, Eduardo, Beto y Pepe, aburridos de esperar al tal Galíndez, se divierten con dos prostitutas; paulatinamente el escenario se convierte en una sala de clínica y los juegos eróticos en tortura con picana.

En El desatino la relación con el exterior no está cortada del todo: de ahí viene el amigo Luis y algún vecino; el mismo Alfonso, de vez en cuando, es sacado al exterior en una carretilla para huir de su propio mal olor y de la putrefacción. Por fin, muere en medio de una fiesta, «como un trapo, los ojos abiertos», mientras los demás se embriagan: «Todos miran a Alfonso, sonrientes y curiosos, lanzando cortas carcajadas de borrachos» (IV, 106). La muerte de Alfonso ocurre entre la indiferencia de sus allegados, igual que la de Gregorio Samsa; únicamente el impotente muchacho llora, puesto que ahora él queda tan abandonado como antes Alfonso.

Veinticinco años más tarde, en La malasangre485, las relaciones familiares no sólo no funcionan sino que se han degradado de la indiferencia, el egoísmo y la voluntad de mandar en su casa486 a la abierta dictadura y a la represión. En este drama la familia pertenece a la alta burguesía y está compuesta por el padre (Benigno), la madre (sin nombre, es no-persona) y la hija (Dolores). Este grupo familiar se completa con el tutor Rafael, el novio oficial, Juan Pedro487, y el criado Fermín. La constelación de los personajes es sencilla: un padre autoritario, una madre sumisa, una hija rebelde que se enamora de su tutor, un jorobado (tema de «la belle et la bête») y un novio rico y abusivo (figura juvenil del padre); el final es previsible: la muerte del tutor y el encierro de la hija desobediente. El escenario es un salón, ricamente amueblado, en el que domina el color rojo. El tiempo se fija en el año 1840. El espectador avisado relaciona en seguida el escenario realista, casi costumbrista, con la dictadura de Rosas.

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Desde el primer momento, el padre se presenta como una figura imponente: «viste de rojo muy oscuro, casi negro, está de pie, de espaldas, enteramente inmóvil, y mira hacia abajo» (I, 59). Desde el comienzo ejerce la fuerza en el ámbito familiar sin ninguna ambigüedad: «Yo dicto la ley. Y los halagos. Y los insultos. Dije lo que dije, y lo puedo repetir. (Muy bajo) Puta», insulto que dirige a su mujer. Utiliza la violencia no sólo con su mujer sino también con su hija: en el primer caso, con la sumisión como objetivo; en el segundo, como método de educación:

(le pone la mano sobre el hombro y aprieta). Hija única, Dolores es malcriada. Necesita una mano fuerte. [...] (Como en un juego, dulce y suavemente, pero con furia contenida, le pega en la boca con la punta de los dedos) (I, 89).488



La única antagonista fuerte del padre es Dolores: es clara y sincera con los demás, se autoafirma delante de todos489 y corrige con ironía la hipocresía o timidez de los otros. Es la única que evoluciona: de niña caprichosa e inconsciente, adoctrinada para ser un día una mujer perfecta, es decir, sumisa, toma consciencia de su situación de hija rica y malcriada, en un mundo en el que el padre rige el destino de los demás como el señor «que corta cabezas». Al final su voz se alza contra la injusticia y su silencio penetra el escenario como un grito490. Aunque ella pertenezca al bando de las víctimas (no ha podido salvar al amante) ha asumido su libertad y, éticamente, con su silencio, se impone al padre. Ya no permite que otros la subyuguen y tampoco se autodestruye como hacían los personajes de obras anteriores como El desatino, Las paredes y Los siameses.

Rafael, a pesar de su carácter moral, es la víctima predestinada: es pobre, físicamente deformado, dependiente del padre por su condición de empleado. También en este drama existen escenas de violencia que encubren la tortura, escenas en las que el criado Fermín toma parte activa, convirtiéndose en cómplice y ejecutor del terror del padre: disfruta pegando a Rafael en la joroba, le ofrece una taza de té que le quema los labios, lo fuerza en un baile humillante y, finalmente, cumple la orden y lo asesina. La madre desempeña un papel ambiguo: sumisa al padre y protectora de la hija, la traiciona «por su bien» (y también por miedo y envidia, I, 106) y delata la fuga de ésta con el tutor, lo que provoca la muerte de éste.

En todo el espectáculo no se cambia el escenario cerrado de la casa491 y el espectador sólo se entera de acontecimientos del exterior bien a través de los comentarios de los personajes, por ejemplo, en la primera escena en la que el padre espía y obliga a la madre   —285→   a espiar a los candidatos a tutor que esperan en la intemperie en el patio, o bien a través de las voces y los ruidos que llegan desde afuera. El paso de la carreta y el grito del vendedor de «melones» sirve de leitmotiv que amenaza a todos que se opongan al poder del padre.

Existen claras referencias intertextuales a otras obras sobre la dictadura de Rosas y cualquier espectador con un mínimo de conocimiento de la historia argentina relaciona la figura del padre con el dictador492. Las alusiones más claras son a los relatos de Mármol y Echeverría, Amalia y El matadero, en el primer caso, con respecto al gobierno de terror del año 1840, la huida a Montevideo y la matanza de los oponentes políticos, aparte de la historia de amor fracasada. En el texto de Echeverría y en el de Gambaro el espacio se ha degradado en «matadero» que funciona como metonimia para el conjunto de la Argentina. La trasposición de una dictadura, la de Rosas, a otra, la del 76 al 83, resulta evidente, de la misma manera que el espectador traduce el autoritarismo del «pater familias» en autoritarismo estatal. A la vez, Gambaro subvierte el discurso de la última dictadura: si ésta ensalzaba la familia como máximo valor, la dramaturga desenmascara el abuso de poder, el egoísmo y el materialismo que subyacen a la institución493.

Lógicamente, violencia y represión no están limitadas a la casa privada, sino que abarcan asimismo tal vez en primer lugar el ámbito público. Veamos como ejemplo otra obra temprana de la dramaturga, El campo (1968). El mismo título introduce cierta ambigüedad: ¿un campo (campamento) de goce de libertad, por ejemplo, de vacaciones con niños correteando? ¿un campo de concentración?494. Como bien ha visto T. Méndez-Faith, una situación básica del teatro gambarino se repite en este drama: la llegada de un personaje inocente a un lugar aparentemente inofensivo (Méndez-Faith 1985: 833). El esquema de los personajes es sencillo: Franco, el verdugo; Emma, la víctima y Martín, el testigo. A lo largo de la acción, Martín intenta ayudar a Emma y romper el sistema pero, al final, él mismo termina «marcado a fuego» y engullido.

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Las acotaciones de la primera escena indican un «interior de paredes blancas, deslumbrantes», con escritorio, sillón, silla y papelera, es decir, lo característico de una oficina, puesto que Martín ha sido contratado como contable en esta «empresa». Dos puertas y una ventana, la comunicación con el exterior, tendrán un papel importante. Lo que desconcierta desde el primer momento son los ruidos que llegan desde el exterior: una algarabía de chicos que parece anunciar un ambiente de diversión al aire libre, pero mezclada con «una especie de gemido, arrastrándose subterráneamente»; por encima de estas dos «melodías» se escuchan, de repente, voces autoritarias y órdenes secas.

El personaje de Franco resulta tan ambiguo como el título y los ruidos: su reluciente uniforme de las SS y el látigo denuncian al militar autoritario, pero su aspecto físico lo contradice: «no es para nada amenazador, es un hombre joven, de rostro casi bondadoso», que habla «bonachonamente» (IV, 162). Sin embargo, su carácter siniestro es delatado por ser él el dueño del botón que al apretarlo hace callar todos los ruidos exteriores. Por esta razón el espectador sospecha que Franco es el verdadero dueño del destino de todos los que ocupan el campo: chicos, presos, «campesinos», SS... También resultan contradictorias sus palabras y su actitud: con cortesía y voz suave interroga (no son simples preguntas) a Martín si es comunista o judío y se autodefiende proclamando que no es «negrero»; parece poseedor de cierta cultura, puesto que ha leído a Gorki y los autores norteamericanos de las últimas tendencias (los beatniks, Ferlinguetti [sic]) y su comportamiento pretende ser informal al despojarse de todas las prendas que le molestan. Sin embargo, interrumpe sus cortesías con estallidos de furia contra el chicle que mastica Martín o cuando éste quiere acercarse a la puerta. Otros datos deben resultarle extraños si no amenazantes, al espectador: en la primera escena Franco insiste en que los «campesinos» están cantando debajo de la ventana, pero Martín no puede verlos; en vez de papeles de contabilidad Franco le pasa cuentas, dibujos y fotos de chicos con maletas en la mano; éstas provocan ciertos recuerdos en Martín, supongamos, por ejemplo, de la película de Louis Malle, Adiós muchachos; el hedor a carne quemada, los ladridos feroces de los perros y el ruido de un cable que «toma contacto y se quema» (¿un cuerpo que se estrella contra los alambres y se consume?) contradicen las palabras de Franco sobre los alrededores «maravillosos. Usted da un paso y ya encuentra otro mundo, se sepulta en lo bucólico, lo agreste» (IV, 170)495. ¿Por qué, entonces, le impide ver el exterior (escena 1) o salir por la puerta (escena 2)? El verdadero carácter de Franco se hace evidente en la escena 2, al arrastrar el abrigo metonimia para la persona de Martín por el suelo, pisotéandolo.

Hasta ahora sólo he mencionado a Franco y Martín; pero la más clara víctima, desde el comienzo, es Emma. En su caso «las apariencias» no engañan; al contrario, dicen la verdad, mientras que las palabras y los gestos de la mujer mienten. Entra en el escenario «virtualmente arrojada» (por Franco, se sospecha), pero pretende haber venido por cortesía a saludar al nuevo administrador. Tiene la cabeza rapada, le faltan algunos (¿todos?) dientes, anda descalza y viste un burdo camisón gris y una gran herida violácea marca   —287→   una de sus manos. En contradicción con la evidencia de ser una presa496, ella se comporta como si fuera una mujer mundana ante un público, por ejemplo, una pianista, profesión de éxito que ella se ha inventado, o tal vez una estrella de cine (IV, 175). Aun con su cuerpo magullado y repugnante pretende seducir al nuevo inquilino. Sin embargo, un gesto continuo delata su verdadera condición de víctima: sufre un escozor implacable que le obliga a rascarse continuamente.

Tampoco en este drama faltan las escenas de tortura encubiertas: la pretendida cacería de zorros y la mujer que está obligada a punta de escopeta a mirar las «piezas» cazadas. Igualmente el concierto se parece a una tortura: Emma es forzada a exhibirse delante de un público de SS y presos, y éstos, bajo la presión de aquellos, cantan-gritan hasta sepultar la voz de la pianista-cantante. Además, cuatro SS fuerzan a Martín a sentarse o ponerse de pie según su capricho y terminan arañándole la cara hasta sacarle sangre, «casi tiernamente, sin violencia» (IV, 191). El telón del primer acto (escena 3) cae sobre la total sumisión psíquica de Martín, tirado en el suelo, sollozando.

El segundo acto (escena 4-5) juega con las (falsas) expectativas del público: en la escena 4, ubicada todavía dentro del campo, Emma y Martín desempeñan el papel de un matrimonio normal: él haciendo cuentas, ella bordando. Pero el idilio se convierte pronto en una cacería, fuera del escenario. En la última escena, el espacio cambia: Martín y Emma, expulsados del campo por Franco que jura que él es la víctima de la mujer, entran en casa de Martín, un espacio sencillo y familiar, con sus hermanitos correteando y los cuadernos escolares dispersos. En este ambiente, al parecer inocente e inofensivo, penetra lo siniestro en la persona de un funcionario, «con cara de cerdo feliz, con una sonrisa casi abyecta» (IV, 211). Al abrigo de su propia casa también Martín terminará marcado con un hierro candente, prueba de que en realidad fue una víctima y no un mero testigo o salvador como él pensaba. Aunque es cierto que no fue tan pasivo como el Joven de Las paredes, ni consentía como el Hombre de Decir sí (1980)497, que termina degollado por el peluquero a cuyas manos se entrega, ni tampoco asiente o incluso le agradece al propio verdugo, ni se evade en sueños como Emma. En su caso la culpa proviene de no haberse ido a tiempo por miedo a perder un trabajo remunerado.

El reducido espacio de esta ponencia no permite ahondar en otros aspectos como, por ejemplo, la ambigüedad de las cosas (melones que son cabezas, caricias que son torturas; el jorobado que es recto y los rectos que son torcidos), del lenguaje («Te amo» significa «te odio»; no faltar a la cita quiere decir traer el cuerpo del tutor asesinado), de   —288→   los nombres (el padre-tirano se llama Benigno; Clara, la protagonista de Puesto en claro, es ciega) y de las acciones, donde quitarle a una persona las cosas o ropas significa despojarle de su personalidad (p. e. al Joven en Las paredes y a la mujer en El despojamiento).

No extraña que uno de los dramaturgos modelo de Gambaro haya sido Artaud y su teatro de la crueldad. Le sigue en sus ideas sobre un teatro de «magnetismo ardiente de sus imágenes» que actúa «como una terapéutica espiritual de imborrable efecto», un teatro «de una acción extrema llevada a sus últimos límites» (Artaud 1996: 95-96). También Gambaro se apoya fuertemente en los signos materiales como gestos, movimientos, sonidos, luces, el espacio, etc.: «Las palabras dicen poco al espíritu; la extensión y los objetos hablan; las imágenes nuevas hablan, aun las imágenes de las palabras» (id.: 98). Desde luego, los dramas de Gambaro utilizan los temas que Artaud sugiere como propios para su espectador: «crimen, obsesiones eróticas, salvajismo, quimeras, sentido utópico de la vida, canibalismo» (id.: 104)498.

En fin, aunque mi repaso de la obra de Gambaro haya sido breve, habrá hecho evidente que los espacios son engañosos en sus dramas y se asemejan a islas-trampas: un hogar materno se convierte en cuarto de muerte en El desatino; una mansión que parece un refugio y lugar de protección resulta una prisión en La malasangre; un campo de recreo lo es de concentración; en Las paredes parece tratarse de un elegante hotel, pero debajo de la apariencia nos encontramos con una celda; una peluquería en Decir sí termina siendo un lugar de degollamiento... Detrás de todo ello se esconde, sin duda, la ideología de la dictadura: «el país es como una casa, el gobierno, un jefe de familia, los ciudadanos, una minoridad necesitada de tutelaje» (Sarlo 1987: 39).


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