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ArribaAbajoLas islas de Neruda

Luis Sáinz de Medrano



Universidad Complutense

Un poeta tan obsesionado por la aproximación a la naturaleza como Pablo Neruda había forzosamente de encontrarse con las islas, espacios cuya carga mítica no es necesario ponderar. Por el momento estamos refiriéndonos a las islas en su condición literal, haya o no una adición explícita de componentes culturales, socio-culturales o metafísicos, pero es notorio que en la obra del poeta chileno hay que contar también con la presencia de elementos que adquieren la categoría de islas por el adensamiento de su configuración simbólica.

Podríamos considerar así la presencia de «el hombre-isla», tan perceptible en el mundo residenciario, donde el yo lírico se manifiesta asediado por el caos circundante, impotente en su soledad acechada: «Yo lloro en medio de lo invadido, entre lo confuso / ... / Estoy solo entre materias desvencijadas». Y obsérvese que en este poema («Débil del alba», 1.ª Residencia) se presenta el lado negativo de la lluvia -«con su desvarío, solitaria en un mundo muerto»-, ese nerudiano símbolo ambivalente, en contraposición a lo que más adelante señalaremos. El poeta-isla reaparece en «Unidad» («central, rodeado de geografía silenciosa»), en «Entierro en el este» («Yo trabajo de noche, rodeado de ciudad»), en «Caballero solo» («seguramente, eternamente me rodea / este gran bosque respiratorio y enredado»), en «Cantares», donde la referencia al elemento que da materialidad física a las islas adensa la fuerza del tropo («Sobrevivo en medio del mar / solo...»), en «Trabajo frío» «Alrededor, de infinito modo / ... / el espacio hierve y se puebla») o, ya en la 2.ª Residencia, en «Estatuto del vino» («Estoy en medio de ese canto, en medio / del invierno que rueda por las calles»).

Habría que considerar también los objetos-isla. Entre ellos, ninguno más representativo que el buque del poema «El fantasma del buque de carga» (1.ª Residencia), aquella especie de bateau ivre964 en que Neruda regresó a Chile desde el Extremo Oriente en 1932.   —566→   La embarcación (y nos apresuramos a advertir de las divergencias que a este propósito se percibirán más adelante, cuando Neruda haya salido del oscuro mundo de las Residencias) es en sí misma, congoja circundada de aguas mortuorias («eficaces y frías»)965, pero se funde, además, con la del navegante.

Están, además, incluso cuando no existe la menor relación con el mar, los lugares-islas. Entre ellos destacan sin duda alguna dos: el Madrid sitiado de la guerra civil, isla de heroísmo en «el océano de cuero» de Castilla (España en el corazón, «Explico algunas cosas»), y el Machu Picchu del Canto general, al que en el poema IX se le llama, entre muchas otras cosa, «novia del mar», bastiones singulares para la revelación, para el encuentro con la otredad, con el morir-renacer966. También, en una situación híbrida, encontramos «El Partenón» de Memorial de Isla Negra (Sonata crítica), visto en cierto momento como «la nave de la luz de proa pura» y luego como nave varada, isla orgullosa donde moran el canon, el rigor, la «luz edificada».

Y las islas reales. A la hora de evocar los inquietantes y largos días del oriente que vio al poeta ejercer la función consular, aparecerán Java, la Ceylán de «extrañas cosas y mitologías» y las innumerables Maldivas, «de hermoso nombre» ('Viaje por las costas del mundo'). No es raro que a la hora de reflexionar con ironía y cansancio sobre sus fatigosas andanzas evoque esos reductos -incluida la privilegiada Capri- como elementos representativos de sus personales geografías. Ahora bien, puede entenderse que se pregunte en Estravagario acerca de su incomprensible boda en Batavia y por los excesivamente fragantes días de Colombo, pero no ha de dejar de sorprendernos otra interrogación inesperada: «También estuve en Capri, amando / como los sultanes caídos. / Mi corazón reconstruyó / sus camas y sus carreteras. ¿Pero, la verdad, por qué allí? / ¿Qué tengo que ver con las islas?» («Itinerarios»).

Y es que, sin duda, el poeta, más allá de lo que fue para él, desde su materialidad, lectura -y escritura- determinada por las alas del símbolo, o experiencia real de las islas que le hastiaron o le asfixiaron, conoció la Isla Feliz en su plenitud, la isla feliz en su grado cero, temperatura que él inmediatamente avivó. Esa isla tenía ese nombre ya mencionado, Capri, y una fecha, 1952. El venturoso cronotopo se hizo palabra lírica ese mismo año en Los versos del capitán. Curiosamente surge otra vez en este caso el tema del barco. Volodia Teitelboim, gran biógrafo del poeta, ha visto esa isla como «un gran navío   —567→   inmóvil, adonde llegó con su amada [Matilde Urrutia, naturalmente] de noche y en invierno»967.

Aquí la mujer venció a la isla. Capri es en estos poemas una nueva realidad en la que Matilde absorbe cuanto es naturaleza en virtud de la probada capacidad nerudiana para estos menesteres. De hecho, al reunir en sí todos los semas -arena, agua, olas, viento, trigo, algas, frutas, paloma, espesura...- de la isla, quedan escasas oportunidades para la visión de ésta en su individualidad. Se percibe la isla-refugio como un todo cuyos componentes se asocian inmediatamente a las infinitas facetas de la experiencia amorosa: «porque la tierra, / el tiempo, el mar, la isla, / la vida, la marea, / el germen que entreabre / sus labios en la tierra, / la flor devoradora, / el movimiento de la primavera, / todo nos reconoce» («Epitalamio»).

Curiosamente, en Las uvas y el viento (1954), libro cargado de tensiones políticas, reaparece la gran roca napolitana en un poema de título muy preciso: «Cabellera de Capri». La isla tiene aquí una menor función ancilar. Escenario de «la dicha y el dolor», soporte de una luminosa experiencia erótica, sus propios atributos logran emerger esta vez con independiente rotundidad: «su traje de zafiro / la isla en sus pies guardaba, / y desnuda surgía en su vapor / de catedral marina. / Era de piedra su hermosura / ...».

También reaparecerá Capri en La barcarola (1967), y aquí la distancia temporal ha eliminado cualquier elemento negativo para situarnos en una posición como la definida por Cesare Pavese en El hermoso verano: «En aquellos tiempos era siempre fiesta»968. Capri es en esta evocación «la isla [que] sostiene en su centro el alma como una moneda / que el tiempo y el viento limpiaron dejándola pura», inmune a ese dolor antes recordado -el del Neruda denunciado y perseguido, el causado por la pérdida del hijo nonato969-, definido ahora como «el miedo», «el pez espantoso», huidos y derrotados.

Las islas surgen, como es de esperar, en El Gran océano, uno de los definidos por Saúl Yurkievich como «tres cantos cosmogónicos» (los otros dos serían La lámpara en la tierra y el Canto general de Chile)970, que se insertan en el Canto General. Se trata de los poemas IV a VIII. Aquí el poeta ha ido indagando en la propia sustancia del inmenso Pacífico visto desde su condición de paradigma esencial del mar genesíaco, fundamento de «la copa de la vida». Se trata de una visión que no rechaza sino que asume plenamente la dimensión científica del referente en el proceso lírico, con la previsible utilización del sistema metafórico, intermitentemente encadenado, cuyo modelo esencial es el poema IX de Alturas de Machu Picchu.

De súbito aparecen los infinitos archipiélagos -diminutas estrellas- vertiginosamente enlazados y rebasados por los hombres en canoas proyectadas hacia América, donde se produce el encuentro entre los «hombres arcilla», los americanos, y «los ágiles hijos atmosféricos   —568→   / de la remota soledad marina». Con todo, en ese dinámico fluir de los territorios cuya condición fragmentaria los sublima hasta la desrealización, el poeta focaliza un espacio privilegiado, la Isla de Rapa-Nui971.

Frente al nombre español de Isla de Pascua, Neruda recupera en el poema el más conocido nombre indígena para el título, pero inmediatamente, el primer verso nos ofrece otra de sus denominaciones autóctonas, Tepito-Te-Henúa. Las exóticas palabras imponen su magia sobre Isla de Pascua, nombre derivado de haberse producido su descubrimiento por el holandés Roggeveen el día de la Pascua de Resurrección de 1772. Eliminada la presión semántica de rango occidental, la isla de los moais aparece así en su dimensión de enigmática tierra fundamental anterior al que occidente reconoce como tiempo de la historia, o, por decirlo nerudianamente, al tiempo de «la peluca y la casaca», más aún, si cabe, que la América inicial vista en «La lámpara en la tierra».

Más aún porque a esta isla asentada en las inmensas aguas («ombligo del mar grande») y las grandes soledades, en proceso de despoblación desde su descubrimiento, la singularidad de las colosales estatuas misteriosas, funerarias, imprime un carácter muy especial. Los moais no son dioses a quienes adorar, no encierran otros secreto que su vinculación con el hombre que las hizo para pervivir en ellas. En el poema VI el poeta, como en La tierra se llama Juan, cede a ese hombre del ayer la palabra para que declare su oscura identidad: «Yo soy el constructor de estatuas. No tengo nombre. / No tengo rostro. El mío se desvió hasta correr / sobre la zarza y subir impregnando las piedras. / Ellas tienen mi rostro petrificado, la grave / soledad de mi patria, la piel de oceanía». Nada sino eso quieren decir estas estatuas, inútil buscar en ellas otros signos o el plural conflicto de los dioses. Concordamos con Alain Sicard cuando dice que en estos poemas «no se niega el fenómeno religioso, pero se entiende como un instante del conocimiento humano que refleja de manera mixtificada los procesos del mundo objetivo»972. El extinguido hacedor de los moais no quiere allí sino la presencia de otro hacedor, ése a quien llama «pequeñito, mortal picapedrero».

Realmente parece ser que la materia de la que están construidas las estatuas, es una traquita, piedra volcánica, más bien blanda, pero para Neruda se trata simplemente de «piedra», materia que como ya bien señaló Amado Alonso y cualquier lector atento de este poeta puede observar por sí mismo, constituye en la obra nerudiana un uno de los símbolos de «lo elemental y puro»973, y aún, añadiríamos, de lo que da una idea de eternidad. El hombre que prolonga su existencia por la virtud demiúrgica de la piedra, exige la solidaridad del que al llegar debe colaborar en la prolongación desde ella de la vida: «Tus manos tocarán la piedra hasta labrarla, dándole la energía solitaria que pueda / subsistir, sin gastarse los nombres que no existen, / y así desde una vida a una muerte, amarrados / en el tiempo como una sola mano que ondula / elevamos la torre calcinada que duerme».

Isla instalada en lo inmarcesible, Rapa Nui o Tepito-Te-Henúa se constituye de este modo en uno de los núcleos de esencialidad en la obra de Pablo Neruda. Evidente es,   —569→   desde luego, su conexión con el prodigioso Machu Picchu, la montaña sagrada donde el poeta no halla, restituye, la voz del hombre. En Rapa-Nui el encuentro exige también el acto material de tocar que impide que la imagen del hombre quede envuelta en lo abstracto. Las expresiones «Arañarás la tierra hasta que nazca / la firmeza...»; «tus manos tocarán la piedra hasta labrarla»; «...tocad esta materia...», tienen evidente correspondencia con el «déjame, arquitectura, / roer con un palito los estambres de piedra /.../ rascar la entraña hasta tocar al hombre» del canto andino.

Además en «Rapa-Nui» comparece otro importante elemento en los semas que constituyen el espacio nerudiano: la lluvia, que cumple aquí una función envolvente, protectora sobre el hombre que habla, el desconocido hijo de Rapa-Nui, y la mujer cuya complicidad invoca para sumirse con ella en la naturaleza esencial de la isla -flores del árbol de Manguereva, raíces, tallos de piedra, perfume mojado, semillas, volcán...-, en un proceso que repetirá en «Disposiciones» del mismo Canto General974.

Es difícil no ver en el varón una hipóstasis del yo del poeta en su vertiente indagadora de las virtualidades de lo erótico, alguien que verbaliza sus sensaciones en el palimpsesto que deja ver al fondo la imborrable escritura de los lejanos Veinte poemas de amor. La Marisol/Marisombra de otros tiempos se perfila también en esta pasiva compañera que, por último, es asociada a la propia isla, mientras su amor «es como el movimiento del mar que nos rodea».

Por encima de «el motivo de la destrucción de la vida pacífica», al que se refiere Juan Villegas975, Rapa-Nui en esta primera aparición cumple el destino de ser caja de resonancia de algunos de los anhelos fundamentales del poeta. Anhelos que son siempre búsquedas: la huida de la historia hacia la naturaleza, la superación de este escape, como otras veces, en un colosal acto de voluntarismo, para encontrar al hombre, y, por último el encuentro con la mujer, en una ambiguo intercambio de personalidad con el innominado constructor de estatuas, para fundir el proceso erótico otra vez en la madre naturaleza.

Neruda ha escrito estos poemas desde la pura intuición de la isla. Su sabiduría de hombre asomado al Pacífico, su sensibilidad ante lo que es circundado, su anhelo de naturaleza esencial le han llevado, diríamos que inexorablemente, a vivir el significado de la singular isla que las circunstancias hicieron chilena. Los muchos avatares de su vida no pudieron, sin duda, acallar en su ánimo la llamada de esa exigua superficie que los mapas apenas registran en el inmenso señorío del mar. Así en 1970, tras haber renunciado a ser candidato a la presidencia chilena, dejando el terreno expedito a Salvador Allende, ya en antevísperas de la obtención del premio Nobel, vuela a Rapa-Nui, en un viaje que acertadamente Osvaldo Rodríguez ha calificado de «iniciático»976, para palpar y oler La   —570→   rosa separada. Éste es el nombre del libro que aparecerá en París en 1972 y en 1973 en Buenos Aires, y ésta la entrañable denominación personal de la lejana isla.

Pero advirtamos también que el poeta, a quien las muchas peripecias vitales, han enseñado la poiesis de lo pragmático, ya no elimina de sus poemas la denominación que Rapa-Nui adquirió cuando entró en la inexorable historia: Isla de Pascua. ¿Por qué ignorarla? ¿Por qué desconocer estas hermosas palabras que son hijas de otras estimables metafísicas, que sugieren resurrección, nueva vida para los hombres de un gran sector del mundo, América incluida? Esta inserción occidentalista no impedirá que la siempre mágica toponimia original resurja tres veces: Rapa-Nui, Ranu Raraku, Melanesia. También el nombre sonoro de Ataroa la bella añadirá a los poemas el aroma de lo legendario.

La aproximación ahora es la del que parte de la irritante ciudad («saciado de puertas y calles», -«Introducción en mi tema», poema incluido también en Geografía infructuosa, 1972-), con avidez del decoro de lo natural: en el fondo, el transeúnte de «Walking around» va a encontrarse con un nuevo Machu Picchu. Sólo que ahora, el periplo hacia «el reino lejano» -recuérdese a Propp- está desvirtuado por dos cosas. Una es el degradado medio de transporte, el avión, uno de esos «inmensos gansos de aluminio» (I), que viene a sustituir impúdicamente a los legendarios navíos de la aventura, «los veleros de cinco palos y carne agusanada» (III)977; otra, la inevitable compañía de «los otros pesados peregrinos / que en inglés amamantan y levantan las ruinas» (I), el vulgo municipal y espeso que Darío vio vulnerando la fascinación de Versalles. El libro está articulado en torno a la oposición «Los hombres»/«La Isla». El poeta no puede dejar de disculparse ante la isla totémica y silenciosa por la irrupción de quienes vienen a mancillarla con sus penosos dones, que incluyen a veces lo escatológico. La captatio benevolentiae dirigida al lugar de destino incluye el mea culpa del propio emisor nostálgico de arriesgadas embarcaciones, o, al menos, queremos suponer, de pegasos o clavileños para situaciones más urgentes. Grave perturbación la de llegar al mito cumpliendo en forma tan improcedente las fórmulas rituales de «el cruce del umbral», «la experiencia de la noche», «la iniciación», y las mil variantes de «el morir renacer». Borges ironizó al referirse al desafiante último viaje de Facundo Quiroga: «Ir en coche a la muerte, / qué cosa más oronda («El general Quiroga va en coche al muere», Cuaderno de San Martín). En Neruda, por el contrario, se trasluce un sarcasmo no matizado por el humor en esta inadecuada forma de ir a la Isla de Pascua.

Tras las excusas, el primer reconocimiento del lugar. Aquí aparece el prestigioso nombre, Ranu Raraku (III), que corresponde a un volcán, el mismo que había sido considerado en el Canto General como puerta para alcanzar, con la merced de la lluvia, la grata oscuridad de lo terrestre, un volcán que ahora, visto, resulta aterrador, inhóspito. Y de   —571→   nuevo la atropellada grey de los intrusos, miembros de la lamentable humanidad de rasgos residenciarios978.

Por fortuna, la isla va imponiendo su seducción: sede primigenia del viento, tierra germinal, tierra donde los moais repiten las experiencias de la creación del hombre -fallidas materializaciones en arena, en sal; definitiva en granito-, sólo que aquí no hay otro dios creador que «el Señor Viento», y las estatuas, vistas de cerca, ya no representan al hombre sino a las grandes categorías del universo: «el Silencio desnudo», «la mirada secreta de la piedra», el rostro de la soledad, el espacio, la distancia (VI). Y bien, ¿quién interrogará a las estatuas que son «la interrogación diseminada?» (VII). En la Isla la vida cotidiana de los humanos parece extraña, las faenas de los pescadores, las viejas que zurcen tienen para los toscos visitantes algo, sin duda, de irreales en este territorio de lo primordial, tal vez de lo absoluto, donde «todo es altar». Pero, en fin, únicamente ellos pueden resistir la inconmensurable experiencia de pisar «las mismas gradas que pisaron sus dioses» (IX), porque los foráneos están presos en los artificios que los separan «de la madre, de la tierra, de la vida» (XI).

El poeta se esforzará, no obstante, por ser reconocido como apto para insertarse en el misterioso paraíso: «He venido tal vez a relucir, / quiero el espacio ígneo / sin pasado, el destello, / la oceanía, la piedra y el viento / para tocar y ver, para construir de nuevo» (XII). Pero la evidencia de la imposibilidad se impone, es preciso pensar en la vuelta sin respuestas válidas, «dejar atrás aquella soledad transparente». «Too much, for me!» (XV) exclama, ocultando su angustia en la ironía, el resignado viajero, el desconcertado, «el vacilante, el híbrido, el enredado en sí mismo», para quien sólo queda el regreso «a sus natales agonías, / a las indecisiones del frío y el verano» (XVI).

A la hora de la partida surgirá el himno, la exaltación que otra vez nos remite a los fervores gongorinos del poema IX de Alturas de Machu-Picchu:


Oh torre de la luz, triste hermosura...
ojo calcáreo, insignia de agua extensa, grito
de petrel enlutado, diente del mar, esposa
del viento de oceanía...



En esta enumeración sabremos que la separación de la rosa no hace referencia al continente, a Chile, sino al «tronco del rosas despedazado / que la profundidad convirtió en archipiélago» (XVII).

Todavía el poeta defenderá su condición de hombre distinto al espeso grupo de los visitantes. «Me voy / envuelto en luz» afirmará. Miembro de los «rebaños» humanos, deja patente su «tenaz adherencia al terreno / solicitado por la aurora de Oceanía» (XVIII),   —572→   aunque no pudo superar la cobardía de afrontar para siempre «la limpia claridad de la mitología, / las estatuas rodeadas por el silencio azul» (XIX). Lo que sigue son reflexiones acerca del valor lustral de la experiencia, porque, como dice Bellini, «aun declarándose 'poeta oscuro', Neruda se considera alcanzado por la gracia»979, de la consiguiente gratitud, y la más consoladora de que es mejor que la isla permanezca pura y libre de los embates humanos que la aniquilarían. Luego el adiós, y las nuevas excusas por «la invasión inútil» a la tierra de las «cien miradas de piedra» que escrutan «la eternidad del horizonte» (XXIV). No tan inútil para él, desde luego, porque «aunque no desvela misterio alguno -son palabras de Osvaldo Rodríguez que suscribo- el poeta se ha reencontrado en el silencio y la soledad luminosa de 'La Isla'»980 y cuanto esto significa. De cómo le acompañó en adelante la obsesión por Rapa-Nui/Pascua da fe la conversación que, tras recibir el premio Nobel, mantuvo con el rey de Suecia, a quien invitó a visitarla981.

Junto a muchas otras islas evocadas en otros momentos por Neruda, no podemos finalizar sin evocar a Isla Negra. «¡Si este mar rugiera!», cuenta Matilde Urrutia que exclamó Pablo en cierta ocasión en Capri, «añorando tal vez Isla Negra»982. Teitelboim, recordando el momento en que Neruda decidió establecerse en la costa de la provincia de Valparaíso en 1938, alude a su caprichosa designación de Isla Negra a lo que no es isla983. No lo era, pero Neruda la convirtió en una especie de isla-península. Según los casos, en una dinámica de abrir y cerrar la muralla, para sentirse en un refugio -como nos cuenta en Una casa en la arena (1966), cuando se rumoreó que podría recibir el premio Nobel en 1963-. Desde allí soñó con otras islas, los archipiélagos del sur, los de «la bruma huaiteca» («Corona del archipiélago para Rubén Azócar», La barcarola), que ya cantó Gabriela, donde Chiloé destaca como un territorio mágico -otro gran capítulo en el tema de las islas chilenas, que Neruda sólo apuntó y José Donoso introdujo como subyugante contrapunto en su novela La desesperanza (1988)-, revisó su intensa vida en un inmenso memorial, contempló el universo y pudo decir con verdad: «En estas soledades he sido poderoso» (Una casa en la arena, «Amor para este libro»). Allí supo que «el hombre es más ancho que el mar y que sus islas» (Alturas de Machu Picchu, XI). Allí este ser tildado de materialista fundió como en ningún otro lado lo que Mircea Eliade llamó «tiempo   —573→   histórico y tiempo litúrgico»984. Allí, por último, como él escribió, imaginando a Víctor Hugo enterrado en ese dominio, Neruda, de acuerdo con su vocación oceánica -«pertenezco a la arena: volveré al mar redondo» («Adiós a los productos del mar», Maremoto)985-, junto a Matilde, descansa, «entró en la turbulenta claridad, / besado por la sal y la tormenta, / y, padre de su propia eternidad, / duerme por fin, extenso, / recostado en el trueno intermitente, / en el final del mar y sus cascadas, / en la panoplia de su poderío» («La tumba de Víctor Hugo en Isla Negra», Las piedras de Chile).