Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —127→  

ArribaAbajo21.ª lección

Quinta de Calderón


Casi la mitad de los asuntos trágicos que trató Calderón contienen la venganza de un marido ultrajado, y esto debía ser así; porque siendo el honor el alma de su teatro, claro es que no podía olvidar el autor, que le erigió un templo en sus composiciones, el mayor y el más cruel de sus compromisos. Nada menos que cuatro comedias consagró a este asunto, que son: El médico de su honra; A secreto agravio, secreta venganza; El pintor de su deshonra, y El mayor monstruo los celos. Entro ellas las dos primeras son las que podemos oponer con orgullo al Otelo de Shakespeare. En ella se ve de qué manera el esposo, enamorado de su mujer y feliz con su posesión, halla motivos justos de sospechas, encierra su indignación dentro del pecho, indaga, examina, vela hasta que al fin le es revelada la triste verdad. La adúltera es condenada a perecer; pero es necesario que en su tumba se sepulte también el deshonor de su familia, y así busca el ofendido los medios de lograr la venganza, sin que se sepa que lo es. Esto da lugar a escenas trágicas y terribles del mayor interés.

En El Médico de su honra, Gutierre Alfonso de Solís, ofendido de su esposa Mencia y del infante Don Enrique, hermano de Pedro el cruel, rey de Castilla, se hallaba impedido por la lealtad para vengar su ofensa en el adúltero, y limitó la venganza a su mujer.

Despedidos los criados de su casa, buscó por la noche un cirujano, le introdujo vendados los ojos en el cuarto donde estaba encerrada su mujer, le mandó quo la sangrase, y le condujo hasta la calle con intención   —128→   de darle la muerte para ocultar hasta el menor vestigio del suceso. Cuando iba a cometer esta nueva atrocidad, pasaba el rey D. Pedro, que según todas las tradiciones se complacía en rondar de noche las calles de Sevilla, y hubo de retirarse a su casa. El rey encuentra con el cirujano vendados los ojos, y este lo cuenta el suceso, añadiendo que al salir de las puertas de la casa dejó estampada en ellas su mano ensangrentada.

D. Pedro espera a que sea de día, reconoce la puerta, y ve a D. Gutierre haciendo extremos por la muerte de su esposa, a quien supuso que se le desató durmiendo la venda de la sangría. D. Pedro dice:

REY
¡Notable suceso! Aquí
la prudencia es de importancia;
mucho en reportarme haré;
tomó notable venganza:
cubrir ese horror que asombra
ese prodigio que espanta,
espectáculo que admira,
símbolo de la desgracia.
Gutierre, menester es
consuelo, y porque le haya
en pérdida que es tan grande
con otra tanta ganancia,
dadle la mano a Leonor,
que es tiempo que satisfaga
vuestro valor lo que debe,
y yo cumpla la palabra
de volver en la ocasión
por su valor y su fama.
D. GUTIERRE
Señor, si de tanto fuego
aun las cenizas se hallan
calientes, dadme lugar
para que llore mis ansias
¿no queréis, que escarmentado
quede?
REY
Esto ha de ser, y basta.
—129→
D. GUTIERRE
Señor, ¿queréis que otra vez,
no libre de la borrasca,
vuelva al mar? ¿con qué disculpa?
REY
Con que vuestro rey lo manda.
D. GUTIERRE
Señor, escuchad aparte
disculpas.
REY
Son escusadas;
¿cuáles son?
D. GUTIERRE
¿Sí vuelvo a verme
en desdichas tan extrañas,
que de noche halle embozado
a vuestro hermano en mi casa?
REY
No dar crédito a sospechas.
D. GUTIERRE
¿Y si detrás de mi cama
hallase tal vez, señor,
de D. Enrique la daga?
REY
Presumir que hay en el mundo
mil sobornadas criadas,
y apelar a la cordura.
D. GUTIERRE
A veces, señor, no basta:
si veo rondar después
de noche y de día mi casa.
REY
Quejárseme a mí.
D. GUTIERRE
¿Y si cuando
llego a quejarme, me aguarda
mayor desdicha escuchando?
REY
¿Qué importa, si él desengaña,
que fue siempre su hermosura
una constante muralla
de los vientos defendida?
D.GUTIERRE
¿Y si volviendo a mi casa
hallo algún papel que pide
que el infante no se vaya?
REY
Para todo habrá remedio.
D. GUTIERRE
¿Posible es que a esto le haya?
REY
Sí, Gutierre.
D. GUTIERRE
¿Cuál, señor?
REY
Uno vuestro.
D. GUTIERRE
¿Qué es?
REY
Sangrarla.
D. GUTIERRE
¿Qué decís?
REY
Que hagáis borrar
las puertas de vuestra casa
que hay mano sangrienta en ellas.
—130→
D. GUTIERRE
Los que de un oficio tratan,
ponen, señor, a las puertas
un escudo de sus armas;
trato en honor, y así, pongo
mi mano en sangre bañada
a la puerta, que el honor
con sangre, señor, se lava.
REY
Dádsela, pues, a Leonor,
que yo sé que su alabanza
la merece.
D. GUTIERRE
Sí la doy,
mas mira que va bañada
en sangre, Leonor.
LEONOR
No importa,
que no me admira ni espanta.
D. GUTIERRE
Mira que médico he sido
de mi honra; no está olvidada
la ciencia.
LEONOR
Cura con ella
mi vida, en estando mala.


En la comedia de A secreto agravio, secreta venganza, D. Lope de Almeyda, caballero portugués, ofendido de su mujer Doña Leonor y de D. Luis de Benavides, caballero castellano, logra su venganza dando muerte a Benavides, al atravesar los dos el Tajo en una barca, y después prende fuego a su casa de campo donde estaba su esposa, por el aposento en que ella dormía. Así confió, dice, la venganza de su honor y el secreto de ella a los cuatro elementos.

La acción del Pintor de su deshonra es diferente. D. Juan de Roca, caballero barcelonés, y que tenía la habilidad de pintar, vivía contento y enamorado de su esposa Serafina. En un día de máscaras fue robada por su amante D. Álvaro, a quien había querido antes de casarse. D. Juan abandonó su patria, pasa a Italia y busca en Nápoles, patria de su esposa, a ella y a su robador. Habiéndosele concluido los medios, se valió del arte de la pintura que poseía para subsistir y estar más oculto. El príncipe de Ursino, en cuya casa pintaba, había visto en el jardín de   —131→   una casa de campo, donde D. Álvaro la tenía, y enamorado de ella, encargó a D. Juan que hiciese su retrato, oculto, en un aposento del huerto valiéndose para ello del jardinero. Al ver a su esposa que se paseaba en el jardín, queda yerto: pero viene D. Álvaro a hablar con ella; el furor del ofendido esposo llega a lo sumo, y disparando sus pistolas, da muerte a los dos adúlteros.

El mayor monstruo los celos es el ideal, digámoslo así, de esta pasión. Herodes, Tetrarca de Jerusalén, partidario de Marco Antonio en la guerra civil con Octiviano (así llama al que todos los escritores antiguos y modernos llamaron Octavio), es llamado por este a Egipto, después de la muerte de su rival y de Cleopatra, a ser residenciado por su conducta. El Tetrarca obedece, y ve un retrato de su esposa Mariene en manos de Octaviano, y otro colgado en la sala donde le dio audiencia. Acusado y convencido de su parcialidad con Antonio y devorado por los celos, al pasar el emperador a otra sala volviéndole la espalda, trata de atravesársela con su puñal; pero sólo atraviesa el retrato que estaba en la antepuerta, y que mal asegurado cayó en este momento.

Octaviano jura su muerte, y se prepara, para ir a Jerusalén. Herodes no puede consentir que después de muerto él sea Mariene


empleo de otro amor y de otra esperanza,



y así encarga a Filipo su confidente que vuelva a Jerusalén, y apenas sepa que él ha perecido, dé muerte a su esposa.

Pero Octaviano pensaba ejecutar en la misma Jerusalén el suplicio del Tetrarca rebelde para escarmiento de aquellos pueblos; y así le llevó consigo. Mariene se le presenta llorosa y enlutada, y le pide la vida de su esposo. Nada podía negar Octaviano a la   —132→   que adoraba creyéndola muerta: porque Ariostóbulo, hermano de Mariene, de cuyas manos hubo el primer retrato, le dijo que era de una mujer que ya había fallecido por ahogar en su nacimiento la pasión que notaba en él.

Mariene, pues, triunfante, se retira con su esposo a su palacio; pero le declara (porque sabia de Filipo la manda que la dejaba en su muerte) que viviría retirada en los cuartos más interiores de la casa sin verle ni tratarle. Sin embargo, el amante y el marido se introducen de noche en su cuarto, riñen, y el Tetrarca atraviesa a Mariene con su puñal, creyendo herir a Augusto por estar el aposento a oscuras. Después se arroja por una torre al mar, a cuyas orillas supone fundada a Jerusalén la geografía de este drama.

En él cometió Calderón un gravísimo yerro; porque complicó con los furores de la prisión celosa cierto fatalismo ligado al puñal del Tetrarca, a cuyos filos había de perecer Mariene según el pronóstico del adivino: así es que Mariene no murió a manos de un marido celoso, sino porque se cumpliese el hado.

Pero todo se perdona por el admirable carácter del Tetrarca. Sus celos no son de honor, como los de los otros maridos, sino de amor. Adora a su mujer, es adorado de ella, y está convencido de su correspondencia; porque en el momento que le faltase esta convicción, moriría. Si aspiró a engrandecerse con el favor de Antonio, no fue por ambición, sino por tener más estados y dominios que poner a los pies de su amada esposa; cuando condenado a muerte supo que el emperador marchaba a Judea, no puede tolerar el pensamiento de que otro sea


heredero de mis dichas,
dueño de mis esperanzas,



según el mismo, y decreta la muerte de su esposa, y añade:   —133→  


Pero no sepa que yo
soy el que morir la manda:
no me aborrezca al instante
y pida al cielo venganza.



Su corazón no puede tolerar la idea de que le aborrezca su esposa, aun después de muerto.

Y en fin, cuando Mariene le condena a vivir separado de ella, más fuertes los celos aun que el amor mismo, se consuela con que de nadie será su amada, aunque él la pierda. Oigasele manifestar los sentimientos que ocupan su alma.

Ni sé qué hacer ni decir,
que entre uno y otro pesar
ya ni me puedo quejar,
ni dejarlo de sentir:
desenojarla, es mentir,
porque es mi amor de manera,
mi pasión tan dura y fiera,
que si en tanta confusión
hoy volviera a la prisión,
hoy al delito volviera;
porque ella al fin no ha de ser,
ni vivo ni muerto yo,
de otro nuevo dueño, no,
que mi amor se ha de ofender,
aunque no lo llegue a ver:
en parte gusto me ha dado
el que se haya declarado,
pues si en esta ocasión ya,
sin escándalo, estará
siempre este cuarto cerrado.


Cuando sobornando una esclava consigue entrar, otra vez en el aposento de su esposa donde ya había entrado Octaviano, dice:

  —134→  
TETRARCA
¿Quién ladrón
del mismo tesoro suyo,
dentro de su misma casa
buscó sus bienes por hurto?
Hasta ahora la esclava no
abrió: ¿qué triste discurro
el cuarto a la media luz
de escaso esplendor nocturno,
que allí horrores late? Y más
si a sus reflejos descubro
de mugeriles adornos,
ajadamente difusos,
sembrado el suelo, ¿que es esto?
no me propongas, discurso,
que bajel que echa la ropa
al mar, padece infortunios;
que casa que se despoja
de las alhajas que tuvo,
estragos de fuego corre
pues ni la tormenta dudo,
ni el incendio ignoro, cuando
entre dos aguas fluctúo,
entre dos fuegos me hielo,
viendo que me embisten juntos,
para zozobrar, suspiros,
para hacerme llorar, humos.
¿Estas arrojadas señas,
no son de ilustres, de augustos
faustos despojos? ¿aqueste
no es el fiero puñal duro
que, registro de los astros,
es aguja de sus rumbos?
¿No es este el que yo a Octaviano
dejé? Sí. ¿Pues quién le trujo
que entre arrastradas pompas?
¿Pero para qué lo apuro,
si es de los desconfiados
la imaginación verdugo?
—135→
Tarde hemos llegado, celos,
tarde, tarde, pues no dudo
que quien arrastra despojos,
habrá celebrado triunfos.


El Tetrarca, este carácter individual e incomprehensible si el autor no le hubiese desplegado con tanta maestría, es una de las creaciones más sublimes de Calderón, y comparable a la del Otelo inglés, aunque muy diversa en los sentimientos fundamentales; porque Otelo al fin cree ser ofendido: el Tetrarca no, y sin embargo sus celos son tan funestos como los del moro de Venecia.

Las mejores composiciones trágicas de Calderón, además de las ya referidas, son: El Alcalde de Zalamea, La niña de Gómez Arias, Amar después de la muerte, y Las tres justicias en una. Esta última, en que se pinta también un carácter individual, es en nuestro entender la mejor tragedia de Calderón.

D. Lope de Urrea, caballero aragonés, casó con una señora igual a él en sangre y en bienes; pero no pudo en muchos años satisfacer el deseo que tenía de tener un hijo. Tenía su esposa una hermana que vivía en su misma casa, la cual, enamorada de D. Mendo Torrellas, otro caballero de Zaragoza, le dio entrada en su casa, le hizo dueño de su honor, y quedó embarazada. Violante se descubrió con su hermana Blanca, la cual, queriendo sacar algún partido de aquella desgracia, usó del artificio mujeril de que al mismo tiempo que Violante ocultaba su preñez, manifestase Blanca la suya. Cuando llegó el término, el niño que parió Violante, se lo atribuyó Blanca, y el secreto quedó entre Blanca y D. Mendo, porque Violante poco después falleció. D. Lope crió a este niño, que tuvo su misino nombre, como hijo suyo, pero jamás manifestó tenerle cariño, ni él a su presunto padre. Una muerte que hizo por motivo de unos amoríos le obligó a salir de Zaragoza, huyendo de la justicia, y a refugiarse   —136→   en las montañas, donde se reunió, según la costumbre de aquellos tiempos, con otros caballeros forajidos, dedicándose al robo, al insulto y aun al asesinato. La escena empieza en las montañas por donde D. Mendo Torrellas, volviendo (de una comisión que el rey D. Pedro el cuarto le había dado) a Zaragoza, donde había sido nombrado justicia mayor, pasaba en compañía de su hija Doña Violante, habida en otro matrimonio, y donde se encontró con los bandoleros. D. Lope el joven, aficionado a la hermosura de Violante y al respeto que le inspiraba D. Mendo, manda cesar la lucha que tiene con los demás bandidos este caballero por defender a su hija, y los despide dándoles salvaguardia para el camino; los viajeros pasan a Zaragoza. D. Mendo, aficionado al joven como el joven se había aficionado a él, y no dudando que aquel fuese su hijo, de lo cual se informa más completamente apenas llega a Zaragoza, solicita su perdón. Vuelve D. Lope el joven a su casa, vuelve su padre a darle sermones y consejos, y él a despreciarlos: llega el caso de que en una reyerta con un caballero se le interpone al joven su padre, y él enfadado le da un bofetón y sigue riñendo con su contrario. Al momento se levanta contra él toda la ciudad. D. Lope, como justicia mayor, le prende y le tiene asegurado en su casa. El rey D. Pedro, admirado de ver por qué el viejo se le fue a quejar del insulto que le había hecho su hijo; el rey, admirado de que un hijo ultrajase a su padre, y un padre que pidiera justicia contra el hijo, se introduce de noche en casa de don Lope, y dice a Blanca que monstruo semejante no puede ser hijo del hombre a quien ofende. Blanca se ve obligada a descubrirlo todo a D. Pedro, y el rey manda dar garrote al delincuente, con lo que concluye la tragedia. Todas las escenas son magníficas: la descripción que hace D. Lope de su juventud cuando encuentra a D. Mendo, y le cuenta quién es, es admirable.

  —137→  
Él con poca inclinación
al estado recibido,
y con poco gusto ella,
imaginad discursivo
ahora vos, ¿de qué humores
compuesto nacería hijo
que nacía para ser
concepto de amor tan tibio?
Bien pensaron que yo fuera,
como otros hijos han sido,
la nueva paz de los dos,
mas tan al revés lo vimos
que de los dos nueva guerra
fui por afectos distintos,
de amor que engendró en mi madre,
y de odio en el padre mio
contra la naturaleza,
ni un instante bien me quiso,
aborreciéndome aun cuando
son los enfados hechizos.
Criome sin algún maestro,
cuyo desorden me hizo
más libre de lo que fuera,
a tener mis desatinos
quien los corrigiera, puesto
que al más cruel, más esquivo
bruto tratable le hacen
o el halago o el castigo.
Apenas, pues, el discurso
me dio primeros avisos
de las luces racionales,
cuando viéndome tan mío,
di en acompañarme mal,
sin que supiesen reñirlo
ni de mi madre el amor
ni de mi padre el olvido.
Con estas licencias, pues,
desbocado mi albedrío,
—138→
corrió sin rienda, ni freno,
la campaña de los vicios.
Mugeres y juegos fueron
los mejores ejercicios
de mi vida, sobre quien
creciendo iba el edificio
de mis años: mirad vos
fábricas que en su principio
titubean, cuánto están
fáciles al precipicio.
Al cabo de muchos días
que ya estaba yo perdido,
porque ya en mí habían ganado
las libertades dominio,
cayó en mi mala enseñanza,
y sin ley, ni tiempo, quiso
tarde enderezar el tronco
que había dejado él mismo
sobre vicio en las raíces
nacer y crecer torcido.
Bien confieso que quisiera
yo agradarle, mas si os digo
la verdad, nunca acerté
a hacer cosa que él me dijo.
Tolerándonos, en fin,
el uno al otro, vivimos
siempre opuestos, siendo siempre
los dos eterno martirio
de mi madre, que hasta hoy
vive el corazón partido
en dos mitades, teniendo
con ella una, otra conmigo;
tanto, que si alguna noche
disfrazado a verla he ido
(porque no tienen sus penas
ni mis penas otro alivio),
ha sido dándome llave
para entrar, tan escondido,
—139→
que mi padre no me sienta:
quien en el mundo habrá visto
que el digno amor de una madre,
y de un hijo el amor digno,
hayan puesto a la virtud
la máscara del delito?
Y en fin, para que lleguemos
de una vez al más esquivo
suceso de las fortunas,
que a este estado me han traído,
dejando juegos, amores,
pendencias y desafíos,
que a los dos nos tienen hoy,
a él pobre, y a mi malquisto
sabréis que junto a mi casa
vivió una dama, mal digo,
que no era sino un milagro
de la hermosura, un prodigio
de la discreción, en quien generosamente
unidos los extremos, compusieron
aquellos bandos antiguos
que la perfección partió
en lo discreto y lo lindo.
Servila, siendo los medios
de mi amor en los principios
mudas señas, que después,
convertidas en suspiros,
pasaron a ser conceptos
bien pensados y mal dichos.
Signifíquela mis penas
en mil papeles escritos,
que introduciéndose leves
en sus piadosos oídos,
ganaron para la voz
algún aplauso de finos;
tal vez, que siendo la noche
de mis finezas testigo,
—140→
me oyó quejar a sus rejas
dándose ellas a partido
con su pecho, pues sus hierros,
limados del dolor mío,
consecuencia a sus rigores
hicieron enternecidos.
Oyome, pues, con que entiendo
que de una vez os he dicho,
que agradecida a mis males
se mostró, porque es preciso
que se conceda a estimarlos
la que no se niega a oírlos.
De aqueste favor primero
ufano y desvanecido,
alimente la esperanza
algún tiempo, hasta que quiso
amor, que a su mayor dicha
volasen mis atrevidos
pensamientos. ¡O qué mal
dicha la llamo, si miro
que en el imperio de amor
es tan tirano el dominio,
que hasta el cuerpo de la dicha
es la sombra del peligro!
Entré en su casa, en efecto,
habiendo antes precedido
mil juramentos, mil votos,
que sería su marido.
¡O qué fácil es hacerlos!
¡O qué difícil cumplirlos!
pues apenas mi amor hubo
su hermosura conseguido
cuando se quitó la venda,
Y vio en cristal menos limpio,
que aunque era hermosa, era fácil:
¡o honor, fiero basilisco,
que si a ti mismo te miras,
te das la muerte a ti mismo!


  —141→  

Toda la acción de esta comedia se funda en aquella verdad, o preocupación antigua, de que la sangre habla, y así se ve que D. Lope el joven no tiene ningún respeto al que cree ser su padre, y tiene mucho al que efectivamente lo es aunque lo ignora. Aun en el amor que tiene a su hermana, y el que su hermana le tiene, se reconoce más bien una pura amistad que no una pasión amorosa. En ninguna escena está esto mejor descrito que en aquella en que prenden a D. Lope, después de haber ultrajado a su padre.

D. LOPE
Villanos, que es imposible
quedar con vida conozco;
mas para el precio en que tengo
de venderla, aún sois muy pocos.
MENDO
No le matéis, que llevarle
vivo me importa: ¡o si logro
prenderte aquí, porque pueda
mi discurso buscar modo
de salvar después su vida!
¿D. Lope?
D. LOPE
Tu voz conozco,
primero que tu semblante
porque confuso y dudoso,
me tienen tres veces ciego
la ira, la sangre, y el polvo.
Y no sé si voz ha sido
para mí, o trueno ruidoso
que en su acento me dejó
helado, inmóvil y absorto.
¿Qué me quieres? ¿qué me quieres?
que tú solo, que tú solo,
D. Mendo, has podido darme
más temores, más asombros,
con una voz que me has dado,
que con sus armas estotros.
MENDO
Lo que quiero es, que la espada
rindas, y menos brioso
te des a prisión.
D. LOPE
¿Yo?
MENDO
Sí.
—142→
D. LOPE
Eso es muy dificultoso.
MENDO
Yo te ofrezco...
D. LOPE
Yo lo creo,
señor, pero no lo otorgo
que no he de darme a partido
al temor.
MENDO
Bárbaro loco,
¿qué intentas?
D. LOPE
Morir matando.
Pero en vano lo propongo,
que contra ti no es posible
que yo me muestre animoso;
porque tiemblo si te miro,
me estremezco si te oigo,
en mis lágrimas me anego,
en mis suspiros me ahogo;
el cielo y la tierra, cuando
contra ti la espada tomo,
se me oscurecen y faltan.
MENDO
Aquese es efecto propio
de la justicia, en quien Dios
puso el temor y el asombro
del delincuente.
D. LOPE
No es eso,
pues aunque me reconozco
delincuente, bien pudiera
como herido can rabioso
a cuantos vienen contigo
despedazar; mas tú solo
me pones miedo y respeto
y así, a tus plantas me postro.
Esta espada, rayo ardiente,
que desde la punta al pomo
sangrienta se vio en mi mano,
rendida a tus pies arrojo,
al mismo tiempo (¡ay de mí!)
que en ellos la hora pongo.


Aquí se ve un poder sobrenatural que obra sobre el corazón de un hombre tan valiente y esforzado.

MENDO
Levanta, Lope, que el cielo
—143→
sabe bien que en tan penoso
trance, delincuente tú,
y yo juez tuviera a logro
trocar la suerte contigo;
pues me viera más dichoso,
tu peligro padeciendo,
que padeciendo mi asombro;
pero no temas porque
me muestre aquí riguroso
contigo, que importa hacerme,
de parte de los enojos
del rey.
D. LOPE
¿Pues el rey que sabe
de mí ya?
MENDO
Tu padre propio
de ti le pidió justicia.
D. LOPE
A buscar mi espada torno.
MENDO
No la hallarás, que ya está
en mi mano.
D. LOPE
¡O rigurosos
cielos! que al mirarla en ella,
tiemblo y me estremezco todo,
como cuando vi un cuchillo;
¿qué miedo es el que te cobro?
¿qué temor el que te tengo?
¿cuando a mi padre no ignoro,
si otra vez me desmintiera,
que hiciera otra vez lo propio?


He aquí las reflexiones que hace el rey a D. Mendo, para manifestarle que hay en el suceso que va a ser objeto de sus pesquisas más de lo que el mismo cree.

REY
Pues a mis ojos volvéis,
no dudo que habréis prendido
a D. Lope.
MENDO
Sí señor,
preso ya en mi casa queda,
porque nadie hablarle pueda.
REY
Nunca me hicisteis mayor
servicio, que solicito
—144→
conservar de justiciero
el nombre adquirido, y quiero
afianzarle en un delito
tan estraño, que otra vez
no sé si tuvo ejemplar.
MENDO
No ha de dejarse llevar
el que es soberano juez
tanto de la información
primera, que a lo que sé,
tan grave el cargo no fijé,
como fue la relación.
REY
¿No hay un hijo, Mendo, en ella,
que a su padre le maltrata?
¿y no hay un padre que trata
de dar de su hijo querella?
¿qué más grave puede ser?
MENDO
Yo confieso que lo ha sido,
pero hasta ahora no has oído
descargo que puede haber
de su parte.
REY
Yo me holgara
que tantos, don Mendo, hubiera,
que en mi reino no se diera
culpa tan nueva, tan rara,
tan fea y tan singular
cometida.
MENDO
Has de saber,
que aunque lo es al parecer,
no llegada a averiguar.
D. Lope con D. Guillén
de Azagra, señor, reñía;
no sé la causa que había
mas preso queda también.
Su padre a tiempo llegó,
que advirtió que entre el reñir
le iba a Azagra a desmentir;
y cuando ciego le vio,
ya a la razón empeñado,
porque el no la dijera,
la pronunció, de manera,
—145→
que el acento equivocado,
sin saber cuyo había sido,
tiró a su competidor
el golpe, a tiempo, señor,
que su padre, introducido
en medio, le recibió;
siendo así que él no tiraba
a su padre, claro estaba.
su D. Lope, cuando se vio
maltratado de su hijo,
con la cólera primera
llegó a tus pies de manera,
que estará, según colijo,
arrepentido de haber
tomado tan mal consejo.
Él es en estremo viejo,
y bien su acción da a entender
que es delirio de la edad
en querellarse ante ti
de su hijo; siendo así,
que desde la antigüedad
hay ley de que no se ha oído,
por decretos naturales,
en las causas criminales,
ni padre de hijo ofendido,
ni hijo de padre, así yo
esto lo dejara aquí.
REY
¿Paréceos justo eso?
MENDO
Sí.
REY
Pues a mí, D. Mendo, no,
porque el delito estrañando,
la queja desconociendo,
está en el uno admitiendo,
la culpa en otro apurando,
he de ver, haya o no agravio,
si es posible haber habido.
ni un hijo tan atrevido,
ni un padre tan poco sabio
y así, mientras esto pasa,
—146→
al padre prended, porque
me importa a mí que no esté
aquesta noche en su casa.


La escena que de esta manera ha pintado D. Mendo al rey, y en la que los espectadores ven el interés que tiene aquel caballero en disminuir el delito de D. Lope a los ojos del rey, fue así:

LOPE
Tente, Lope, D. Guillén.
UNO
Ya que a este tiempo llegamos,
ved que de por medio estamos.
GUILLÉN
Falso amigo.
D. LOPE
El falso es quien...
LOPE
¿Cómo, habiendo yo llegado,
bárbaro, no te detienes?
D. LOPE
Por ver que a quitarme vienes
el honor que no me has dado.
LOPE
Lo menos, pluguiera a Dios,
tuvieras del que te di
y pues mis canas aquí
mi hijo no respeta, vos
lo haced, señor D. Guillén,
porque hallar en vos colijo
más respeto que en mi hijo.
GUILLÉN
Y habéis colegido bien
que esas canas respetando
a un tiempo, con los aceros
de aquestos dos caballeros,
me reportaré dejando
la causa que me ha movido,
a más secreto lugar.
D. LOPE
Eso es querer disfrazar
el temor que me has tenido.
GUILLÉN
¿Yo temor?
LOPE
Bárbaro, loco,
¿cómo viendo, al llegar yo
cuánto él me respetó,
tú me respetas tan poco?
Vive Dios de hacerte aquí
—147→
que de mi valor te espantes.
D. LOPE
Tente, y mira no levantes
el báculo para mí,
que vive Dios de poner
las manos en tu castigo.
LOPE
¿No te enseña tu enemigo,
ingrato, lo que has de hacer?
D. LOPE
No, que si él te ha respetado
de cobarde, yo no puedo
hacer virtud lo que es miedo.
GUILLÉN
Quien dijere, o ha pensado
que yo te he temido...
LOPE
Habrá
mentido, yo lo diré,
no lo digáis vos.
D. LOPE
Si fue
de ti pronunciado ya
en nombre suyo, ya aquí
verme importa satisfecho
toma, caduco.
VICENTE
¿Qué has hecho?
LOPE
Caiga el cielo sobre ti
a él hago testigo yo,
que es su causa la primera.
TODOS
Todos te ayudamos; muera
el que a su padre ofendió.
 

(Queda solo el viejo con su criado VICENTE.)

 
VICENTE
Yo solo confuso aquí,
ni ofensa, u defensa trato:
señor, levanta.
LOPE
Hijo ingrato
caiga el cielo sobre ti.
Esas espadas, que van
vengando la ofensa mía,
rayos sean este día
contra tu vida; y si harán
que para ejemplo en los dos,
tú muriendo, y yo llorando,
rayo es el acero, cuando
venga la causa de Dios.
—148→
La mano que me pusiste
sobre aquesta blanca nieve,
¿cómo a sustentar se atreve
agravios que al cielo hiciste?
Y él, viendo mis desconsuelos
en tragedia tan estraña,
¿cómo sus luces no empaña?
¿cómo no rasga sus velos
y con iras no deslumbra
el aire que te alimenta,
la tierra que te sustenta
y el resplandor que te alumbra?
VICENTE
Señor, la capa y sombrero
toma, yo te la pondré,
y el báculo.
LOPE
¿Para qué,
si es de palo, y no de acero?
Mas yo le tomaré, sí,
que ofensas de un bofetón,
palos quien las venga son:
y si él con un padre aquí
piadoso en el duelo está,
mejor yo, según colijo
puedo estarlo con un hijo
tirano: el palo me da,
para vengarme con él:
mas ¡ay de mí! que es en vano,
pues al tomarle en la mano
el pie me falta. ¡O cruel
fortuna! ¡o desdicha suerte!
¿como me podré vengar,
si aquel que me ha de ayudar
a sustentarme, me advierte
que armado en la tierra dura,
solo ha de irme aprovechando
de aldaba, con que ir llamando
a mi misma sepultura?
VICENTE
Repórtate; echa de ver
que en ti reparando va
—149→
toda la gente.
LOPE
¿Pues ya,
qué tengo yo que perder?
En mí adviertan todos, sí,
sepan que hombre infame soy,
pues a quien el ser le doy,
me quita el honor a mí.
Hombres, miradme, yo he sido
aquel mísero infelice
que me ha deshecho quien hice,
y de mi sangre ofendido,
vengarme en mi sangre trato:
no sólo al cielo, que fue
juez supremo, pediré
justicia de un hijo ingrato,
pero a vosotros también,
y al rey pedírsela intento,
dando suspiros al viento.
VICENTE
Considera que no es bien
por las puertas de palacio
entrar de aquesa manera.
LOPE
A las del cielo quisiera
vencer el inmenso espacio:
rey D. Pedro de Aragón,
cristiano monarca, a quien
llama el sabio justiciero
y el ignorante cruel...
REY
¿Quién me llama?
LOPE
Un desdichado,
que arrojado a vuestros pies,
justicia, señor, os pide.
REY
Ya os conozco, Lope, pues
usando de mi piedad,
a vuestro brío perdoné,
estando ya condenado:
¿qué queréis?
LOPE
Que no lo esté;
para que veáis, señor,
cuánto soy vasallo fiel,
que voz que os pidió piedad,
justicia os pide también.
—150→
Mi hijo, si es que es mi hijo,
(perdone Blanca esta vez,
Blanca, con cuya virtud
aun no es puro el rosicler
del sol, que al verla, ha dejado
de lucir y parecer)
hoy contra Dios, vos, y yo,
de Dios, de padre, y de rey,
porque le reñí, faltando
al cuarto precepto, que
tras los del culto de Dios,
es el primero después,
puso el mi rostro la mano,
e imposible de tener
venganza, criminalmente
me querello ante vos dél;
pues cuando yo os la pedí,
la piedad en vos hallé,
ahora que os pido justicia,
señor, no me la neguéis;
porque apelaré a los cielos
de vos a que me la den:
vea el cielo, y sepa el mundo,
y escuchen los hombres, que
hijo que cruel procede,
hace a su padre cruel.


La historia de La Niña de Gómez Arias es bastante conocida, porque esta comedia ha quedado en el repertorio del teatro. Gómez Arias, soldado de fortuna, pobre, pero valiente y galán, enamora a una doncella de Guadix, la saca de su casa, y, después de haberla robado el honor, la vende a un mozo, que la lleva a Benamegí. La venganza de la injuriada doncella la cumplieron los reyes católicos en la toma de Granada, que sucedió por aquellos días. Gómez Arias, preso por otras causas, fue puesto en un suplicio, y la Niña en un convento: a esto se reduce toda la historia,   —151→   y por consiguiente el mérito principal está en las escenas, de las cuales no hablaremos. La comedia del Alcalde de Zalamea es de un carácter individual. Pedro Crespo, labrador rico de un pueblo, tiene un hijo y una hija: entra en el pueblo un batallón de soldados, y al tiempo de retirarse, se le lleva el capitán de una compañía robada a la hija, la fuerza en un monte, y después la abandona. Pero habiéndole encontrado el hermano de la agraviada, riñó con él y le dio una herida, por lo cual es conducido el capitán al pueblo para curarle. Pedro Crespo dice al capitán que tome todos sus bienes, que le venda a él y a su hijo por esclavos, con tal que repare su afrenta, casándose con su hija. No quiso consentir en esto el capitán; Pedro Crespo le puso preso inmediatamente, como alcalde que había sido nombrado a la sazón, sentenció la causa y condenó al culpable a muerte de garrote, precisamente cuando D. Lope de Figueroa, jefe de aquel tercio, viniendo con todas sus tropas quiero poner fuego al lugar, si no le entregan al capitán. En aquel momento llega Felipe II, y enterado del hecho pregunta a Pedro Crespo, para que diga lo que hay, él dice que está probado por testigos que el capitán hizo violencia a su hija, que no quiso satisfacer el honor del padre; que le ha condenado y dado la muerte. Replica Felipe II, que cómo perteneciendo aquella causa a la jurisdicción militar, la ha llevado por la ordinaria y civil, a lo que Pedro Crespo respondo que la justicia no es más que una, aunque tenga varios brazos, y que cuando se cumple, no importa que sea por uno u por otro. Felipe II gusta de la respuesta, y le deja por alcalde perpetuo del tugar. Esta pieza tiene escenas llenas de fuerza energía. El carácter de D. Lope de Figueroa, y el de Pedro Crespo, son admirables. Parece por la historia que este D. Lope padecía fuertes ataques de gota, dolencia que engendraba en él una disposición irritable: alojado en casa de Pedro Crespo, después de haber reñido a unos soldados que   —152→   habían dado motivo de pendencia, tiene con el mismo Pedro Crespo este diálogo:

D. LOPE
Yo vengo cansado, y esta
pierna, que el diablo me dio
ha menester descansar.
CRESPO
¿Pues quién os dice que no?
Ahí me dio el diablo una cama,
y servirá para vos.
D. LOPE
¿Y diola hecha el diablo?
CRESPO
Sí.
D. LOPE
Pues a deshacerla voy,
que estoy, voto a Dios, cansado.
CRESPO
Pues descansad, voto a Dios.
D. LOPE
Testarudo es el villano:
también jura como yo.


En la lección siguiente hablaremos de los dramas del género ideal, que apenas dejó medio formado Lope de Vega, pero que Calderón llevó al más alto grado de interés.