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Los judíos en el teatro del siglo XVII: la comedia y el entremés

Felipe B. Pedraza Jiménez

Punto de partida: Un teatro comercial

Una de las aportaciones capitales de la cultura española a la occidental fue la creación del teatro comercial y de una dramaturgia capaz de atender las demandas de un público ávido de colmar sus anhelos en el mundo fictivo que le ofrecía la escena. Como es bien sabido, el fenómeno se da simultáneamente en la Inglaterra de Isabel I y Jacobo I. El teatro mercantil, aunque sorprendentemente ha sido atacado por la crítica que se autoproclama progresista, constituye un avance singular, extraordinario, en la historia de los fenómenos sociales y artísticos.

Ese teatro vivía de la entrada que abonaba cada espectador y ni tenía que limitarse a satisfacer los caprichos o intereses de un magnate o mecenas, ni podía hacerlo. La comedia española y el drama inglés del siglo XVII, sometidos a las presiones de sus públicos, dieron a la luz cientos, en el caso español miles y miles1, de piezas mediocres o deleznables; pero también produjeron un puñado de obras maestras firmadas por genios como Marlowe, Shakespeare, Lope de Vega, Tirso de Molina o Calderón.

Para entender cabalmente esta realidad cultural, debe tenerse muy en cuenta su condición de producto de consumo inmediato. Los dramaturgos, los «autores» de comedias, los actores han de partir de las ideas admitidas, los prejuicios y concepciones vitales del auditorio heterogéneo y monolítico a un tiempo que hay que arrastrar tarde tras tarde hasta los teatros. Frente a esas nociones compartidas, el creador adopta una postura ambigua: las confirma en conjunto, las desmiente en detalle; las critica a lo largo del drama y las sostiene en la pirueta final con que se cierra la obra, para no dejar «con disgusto al auditorio».

Este tira y afloja (más afloja que tira) entre los creadores del teatro comercial y su público alcanza a todos los aspectos del drama: la estructura, el lenguaje, la interpretación y, naturalmente, los temas y motivos que en él aparecen.

La comedia española y los judíos

Una sociedad de castas

La presencia del mundo judío en el teatro áureo también se somete a los condicionamientos señalados. Las ideas del público de Lope o Calderón sobre este asunto estaban condicionadas por una situación legal bien conocida. Los judíos tenían prohibida su permanencia en los territorios españoles desde 1492; profesar esa religión era un delito perseguido por los tribunales; desde mitad del siglo XVI se habían frenado los intentos de coligación de los conversos por medio de los estatutos de limpieza de sangre, que exigían a los candidatos a ciertas actividades o cargos la demostración de no tener ascendencia judaica (Sicroff, 1985).

Estos principios casticistas se admitían en la España de Lope y Calderón con carácter general y se unían a otra serie de prejuicios estamentales no menos rigurosos y, en nuestro moderno concepto, arbitrarios.

Soy de los que creen que las doctrinas de Américo Castro y sus seguidores han desenfocado la comprensión de la cultura aurisecular española. No porque los hechos que desentierran sean falsos. Sin el prejuicio casticista no se entienden muchos fenómenos de nuestra civilización, no se comprenden graves cuestiones sociales (desde la selección de las élites o los problemas del comercio y la ciencia), no se mide el alcance de la angustia de algunos individuos y sus avatares biográficos, y no se puede fijar el valor preciso de determinadas expresiones y giros coloquiales. Pero, como anuncié a Jacob Hassán al pedirme que me encargara de este aspecto del curso, con las tesis casuistas se puede caer en todo tipo de hipérboles mitográficas. Es verdad, tal como él me replicó, que gracias a ellas se puede también construir verdadera filología. Para muestra, un botón bien conocido. Los editores de Peribáñez estuvieron durante algo más de un siglo (desde la edición de Hartzenbusch en 1857 hasta la publicación de De la edad conflictiva de Américo Castro en 1961) imprimiendo a ciegas el diálogo que sigue:

INÉS
¿Qué es esto?
CONSTANZA
La compañía
de los hidalgos cansados.

(Peribáñez, vv. 2452-2453)



Hartzenbusch, que leía los textos e intentaba encontrarles sentido, creyó que se trataba de una errata y corrigió:

      La compañía
de los hidalgos casados.

(Lope: BAE, III, 297a)



Todavía Salomón (1985: 709) contraponía los «hidalgos cansados» (sin fuerza, holgazanes), una clase «parasitaria, inútil e importuna», a los vigorosos y esforzados labradores, aunque también recoge otra posibilidad: «tratándose de hidalgos a quienes en otro momento se tacha de judíos, es posible, por fin, que intervenga un tercer sentido (además de 'fatigados' y 'enojosos, pesados'). En efecto, la expresión "ley cansada" se opone ritualmente a la de "ley cristiana"» (Salomón, 1985: 711). Parece claro que el hispanista francés acoge a regañadientes la interpretación que había ofrecido años antes Américo Castro (1976: 214)2, al comentar las alusiones antijudaicas de la escena:

BELARDO
Éstos huirán como galgos.
BRAS
No habrá ciervos corredores
como éstos, en viendo un moro,
y aun basta oírlo decir.
BELARDO
Ya los vi a todos huir
cuando corrimos el toro.

(vv. 2472-2477)



A partir de una sugerencia de Márquez Villanueva, don Américo explicó con clarividencia -pura filología- que el adjetivo cansado/-a se aplicaba, en efecto, a la ley mosaica y a quienes la practicaban3.

En la comedia encontraremos ataques a los hidalgos por la sospecha de tener ascendencia judía. Silverman (1971) aportó numerosos documentos y textos en abono de esta tesis, entre ellos un extenso y elocuente fragmento de San Diego de Alcalá (1613)4 en que se manifiesta la inquina popular contra esta baja nobleza presuntamente cristianonueva. Ya Américo Castro (1976: 214) había detectado el insólito desplante de los plebeyos en Fuenteovejuna frente a los desmanes del comendador:

COMENDADOR
¿Vosotros honor tenéis?
¡Qué freiles de Calatrava!
REGIDOR
Alguno acaso se alaba
de la cruz que le ponéis,
que no es de sangre tan limpia.

(vv. 987-991)



Tanto en Fuenteovejuna (probablemente 1612-1614) como en Peribáñez (1605-1612) se observaría una sorprendente inversión de los roles sociales en una sociedad estamental: los plebeyos, los estratos inferiores en lo económico y en las estructuras de poder pero apalancados en su pertenencia a un grupo limpio de sospecha, desafían e incluso acosan a la baja aristocracia. Peribáñez se afirma en ser «de villana casta» aunque «jamás / de hebrea o mora manchada» (vv. 3033-3035).

El pueblo llano, que ocupaba el patio en los corrales de comedias, debía de sentirse reconfortado por esos ataques a la minoría dirigente, tachada de judaica. Américo Castro (1976: p. XIX) cita un fragmento de Los hidalgos de aldea en que Lope «cautamente» apunta el carácter selectivo de sus burlas:

En los príncipes es clara
la nobleza verdadera.
Yo sólo de hidalgos trato.

(NAcad., XII, 291a)



De estos y otros fragmentos Américo Castro sacó la conclusión de que la comedia y su mejor representante, Lope de Vega, encarnan «la voz de la casta cristiano vieja» (Castro, 1965: 58) o «la expresión del consenso de los más» (Castro, 1976: 222).

Algunos continuadores de las doctrinas de don Américo se han ocupado de matizar e incluso de dar la vuelta a ciertas afirmaciones del maestro. Diane Pamp (1968) ha analizado la ambigua y escurridiza postura de Lope de Vega frente a la limpieza de sangre, y Kossoff (1979), llevando al extremo la propuesta, preguntó a Caro Baroja «si no era más razonable considerar a cualquier autor burgués del Siglo de Oro como converso a menos que no hubiera fuertes indicaciones de lo contrario» (p. 212). A partir de esta especulación, atrevidísima a mi entender, insinúa que Lope de Vega era cristiano nuevo.

Pero a Garrot, que ha estudiado el tema a fondo en su tesis (1992) y ha ofrecido un aspecto de la misma en su conferencia en el encuentro de Neuchâtel sobre las minorías étnico-religiosas (1994), la figura y la actitud del Fénix no le parecen tan próximas al judaísmo. En este último escrito sintetiza lapidariamente: «Muerte para el deicida, para el asesino, para el judaizante; muerte social para su enriquecido sucesor; he aquí, resumido, el sueño cristiano viejo de Lope» (Garrot, 1995: 137).

Una sociedad estamental

La situación se me antoja mucho más compleja de lo que revelan estas opiniones contradictorias entre sí. Antes que una sociedad de castas, la del XVII español lo es de estamentos. Las barreras contra la movilidad y el cambio actúan en muy distintos niveles. El antijudaísmo es uno, pero no el único ni el más relevante. Desenfocamos el conflicto si nos centramos exclusivamente en él. Quizá las dificultades de Lope en la sociedad rígidamente estamental de su tiempo puedan explicarse por su baja extracción (no pertenecía a la nobleza ni a esa hidalguía a la que se acusaba de conversa) y por su propia vida, desordenada y escandalosa5.

Otro botón de muestra. Mucho se han comentado los problemas del dramaturgo toledano Francisco de Rojas Zorrilla para obtener el hábito de Santiago. En una primera información, iniciada en 1643, aparecieron testigos que afirmaban la ascendencia poco limpia del pretendiente: unos le atribuyen ancestros moriscos y otros hablan de unos remotísimos antepasados que habían sido condenados por judaizantes (Cotarelo, 1911: 13-16). Como es sabido, una nueva pesquisa, encomendada a don Francisco de Quevedo, el autor de Execración contra los judíos, libró de un plumazo al dramaturgo de estas sospechas y pudo recibir el hábito en 1646, tras pedir dispensa, no por sus presuntos orígenes judíos, sino porque su padre había ejercido el oficio de escribano (Cotarelo, 1911: 82-84). Este caso pudiera revelar la fuerza del conflicto de castas en la España áurea, pero pone al descubierto otros varios y quizá de mayor relieve.

Mientras cierta crítica pone énfasis en el proceso de Rojas, se olvida de que don Pedro Calderón de la Barca sufrió un calvario similar unos años antes (1636), también con ocasión de la concesión de la cruz de Santiago (vid. Cotarelo, 1924: 173-176). No encontraron los informantes reparo que oponer a la sangre del poeta, pero sí al oficio de escribano real que habían ejercido su padre y su abuelo. De modo que, para poder lucir el hábito, don Pedro tuvo también que conseguir la dispensa pontificia y del consejo.

En la expresión escandalizada de los contemporáneos ante los hábitos concedidos por Felipe IV a personas que no reunían todos los requisitos y precisaban de esas exenciones papales y del estado, se ha creído oír un eco de la voz cristiano vieja, pero probablemente hay que entenderla como una protesta contra las leves grietas que casos como el de Calderón o Rojas o Velázquez podían abrir en el edificio estamental.

Obsérvese que en la escena de Peribáñez, por encima de las pullas villanescas a los hidalgos cansados, el protagonista se encarga de establecer el orden simbólico del desfile, frente a la propuesta transgresora de Belardo:

BELARDO
Déles un gentil brazón
muesa gente por delante.
PERIBÁÑEZ
¡Hola! Nadie se adelante;
siga a ballesta lanzón.

(vv. 2462-2465)



Es decir, contra el atrevimiento de su gente, deseosa de conculcar lo establecido, aunque sea simbólicamente, Peribáñez ordena dar prioridad a los hidalgos, armados con ballestas.

Aclarado -espero- con estos pasajes bien conocidos el peso relativo del conflicto de castas en el entorno de la comedia, podemos adentrarnos en la maraña inextricable de la presencia judaica en el teatro del siglo XVII.

Factores de diversidad en el tratamiento

Lo primero que hay que constatar es la heterogeneidad en el tratamiento de lo judaico. El enfoque depende de varios factores:

  • Del género. No es lo mismo el mundo caricaturesco y risueño de entremeses y sainetes, que el más real de la comedia y el abstracto y doctrinal de los autos sacramentales.
  • Del medio. Importa sobremanera el que la pieza vaya dirigida a las tablas o a la lectura, aunque la inmensa mayoría, como es bien sabido, tenían el primer destino.
  • De la distancia cronológica respecto al asunto representado. Creo -y trataré de mostrarlo, ya que no será fácil demostrarlo- que el enfoque del problema judío en los dramas y comedias cambia según el momento en que se desarrolla el argumento dramático.

De acuerdo con este triple criterio, podemos establecer siete apartados para tratar de acercarnos a la presencia de lo judío en el teatro del XVII:

  • Los judíos en el teatro menor;
  • Dramas bíblicos;
  • Dramas históricos con presencia de elementos judaicos;
  • Judíos y conversos en dramas de asunto contemporáneo;
  • Los judíos en las postrimerías;
  • El judaísmo en los autos sacramentales6;
  • Aportaciones sefardíes al teatro áureo7 .

Estos apartados son, vistos desde nuestra perspectiva, extremadamente desiguales. Mientras que entre los dramas de asunto bíblico encontramos algunas de las tragedias más intensas y bellas no solo de nuestra escena sino del teatro universal, la presencia de judíos y conversos en dramas contemporáneos no pasa de ser un aspecto menor, incardinado en piezas burdamente maniqueas, circunstanciales y de escasa calidad estética.

Para que el asunto, en este caso los judíos, no acabe con la percepción cabal del fenómeno artístico que nos ocupa, es importante subrayar las distancias que median entre unas obras y otras. El teatro áureo no nos apasiona por su interés documental sino por su valor dramático.

Los judíos en el teatro menor

Los prejuicios antijudaicos y, a veces, su crítica, están vivos y actuantes en las piezas menores. Quizá pueda observarse una diferencia entre las obras que se escribieron para la representación y las que nunca llegaron a las tablas. Como es bien sabido, El retablo de las maravillas cervantino es uno de los escasos textos dramáticos que tienen como elemento nuclear la sátira de los prejuicios antijudaicos o, quizá mejor para evitar conclusiones excesivas, la crítica contra los prejuicios en general, que se concretan en los dos temores que atenazaban a la sociedad española: el ser hijos ilegítimos y el ser de origen hebreo. Cervantes, fuera del mecanismo mercantil de relaciones con el público de los corrales, no tiene empacho en ridiculizar las grotescas manías de sus contemporáneos y desmentir, a través de la acción dramática, absurdas ideas como la de la imaginada cobardía congénita de los judíos.

El tema villanesco y la limpieza de sangre aparecen en La elección de los alcaldes de Daganzo. Aquí Cervantes se sitúa frente a las pretensiones de los labriegos analfabetos, que alardean de su condición de cristianos viejos, y parece respetar el discurso utópico y tolerante de Pedro Rana.

El mismo asunto reaparecerá, con otro tono, en la serie de seis entremeses que con el título de Los alcaldes encontrados suele atribuirse a Quiñones de Benavente; pero aquí se ridiculiza por igual a Mojarrilla, alcalde de los hidalgos, y a Domingo, edil de los villanos; uno por cristiano nuevo y el otro por su rusticidad y engreimiento. Eugenio Asensio (1971: 154-166) ha analizado estas piezas y ha imaginado que debieron de representarse ante el público de paladar menos fino: el que acudía a las funciones gratuitas del Corpus. García-Nieto y González-Cobos (1985) han rastreado las seis piececillas en busca de las ocurrencias ingeniosas, del constante motejarse de los protagonistas. Los chistes se repiten en estos y otros entremeses como ingredientes de un juego bien conocido que cada autor taracea como le parece buscando la risa fácil. Aunque su tema central vaya por otros derroteros, no es infrecuente encontrar pullas antijudaicas, alusiones maliciosas que, sin revestir particular gravedad (es teatro de burlas), explotan y contribuyen a fijar los estereotipos antijudaicos. Véanse los constantes chistes sobre la carne de cerdo, o los comentarios de Calderón en el Entremés de los instrumentos, en que acusa a los conversos de ser «testigos de vista» del deicidio.

Asensio enumera otros entremeses en que se repiten las mismas ingeniosidades: El alcaldito, anónimo; Antonio y Perales de Vélez de Guevara; La viuda... Y se pregunta si en esta serie literaria «hemos de ver resquemor contra los hombres de raga, lisonja al populacho o sedimento literario de ingeniosidades cortesanas que habían ido perdiendo toda virulencia» (Asensio, 1971: 159-160). Su conclusión es bien conocida: «Imagino que los tres supuestos son valederos, aunque en el ánimo del entremesista poco obrase el primero. Lo que salta a los ojos es la escasísima novedad de los motejos y la precaución con que se neutralizan atribuyéndolos a necedad de rústicos maliciosos». Quiñones mantuvo excelentes relaciones personales con conocidos conversos de buena posición, que no debieron de sentirse ofendidos por sus bromas populacheras. Además, este teatro no cultiva la sátira (harto peligrosa en la España del XVII), se conforma con lo burlesco y desenfadado.

Aunque abunden los chistes verbales, las alusiones envenenadas, no tengo la impresión de que la figura del judío sea relevante en el teatro menor del Siglo de Oro. La razón -creo- es muy sencilla: estos diminutos dramas, no obstante su carácter desmesurado y esperpéntico, tienen una base de inspiración realista, costumbrista. En la España del XVII no había judíos (el escándalo que provoca la presencia de algunos asentistas portugueses en torno a la corte del conde-duque, tan bien estudiada y ponderada por Caro Baroja (1966 y 1974), se debe a su propia rareza) y la existencia de los conversos era, en el nivel del cotidiano trajinar, meramente verbal: se murmuraba, se bromeaba, se acusaba sotto voce...; pero no existía un comportamiento observable que separara a los presuntos cristianos nuevos de los supuestos cristianos viejos, como señaló Garrot (1995: 131) al comentar esta cuestión en la obra dramática de Lope.

Los dramas bíblicos

Razones de una preferencia

Para el teatro, como para el resto de la cultura occidental, la Biblia constituye una fuente inagotable de argumentos, temas y motivos. Dejamos a un lado -ya que desborda nuestro propósito y nuestras posibilidades actuales- la evidencia de que las ideas, conceptos y mecanismos de nuestra sociedad tienen uno de sus fundamentos en la cultura hebraica, trasmitida a través del libro sagrado. Limitándonos, pues, a la presencia de asuntos bíblicos en el teatro del XVII, encontramos una amplia relación de piezas, inabarcable en el estado actual del conocimiento de nuestra comedia áurea.

Existen razones ideológicas y religiosas para acudir a la Biblia en busca de inspiración; pero nos interesa destacar sobre todo las motivaciones puramente dramáticas que justifican esa preferencia. La primera, y quizá la principal, es la familiaridad de poetas y público con los mitos y leyendas del Antiguo y Nuevo testamento (tan vivos en la memoria colectiva como los trasmitidos por los romances).

Los dramaturgos españoles del XVII encontraron en los asuntos bíblicos el germen ideal para las creaciones trágicas. Son leyendas con el prestigio de la historia lejana: la distancia cronológica con sus espectadores las sitúa en un territorio dramático exento de las contingencias de la vida diaria, ajeno a las normas y restricciones que rigen la cotidianidad. Una cierta ucrania permite al poeta librarse de los límites de cierta verosimilitud realista, que se exige en otros géneros y circunstancias. La verdad poética no tiene por qué verse constreñida ni empañada por el reflejo de la realidad. La acción es utópica, situada en un territorio que no existe más que en la imaginación de los oyentes. Los asuntos bíblicos se desarrollan en el mundo de los sueños, aunque no se trate precisamente de sueños plácidos, sino de atormentadas pesadillas que revelan la condición trágica del hombre.

Estos dramas, que heredan elementos de la tragedia de horror senequista, presentaban otra ventaja para el poeta del teatro comercial. Con frecuencia su acción se desarrolla en una sociedad agrícola y ganadera. Las descripciones del marco bucólico, el mundo arcádico perdido, resultaban especialmente gratas para los espectadores urbanos a los que se dirigía el teatro en primera instancia. La acción permite evocar costumbres ancestrales, incluir danzas, cantares y músicas, personajes pintorescos, graciosos o simples, que provocaban la risa del auditorio. Buena parte de estos dramas (no todos, ni los más importantes) coinciden en algunos de sus ingredientes escénicos con las comedias villanescas8.

Obviamente, los dramas bíblicos u otros inspirados en las antigüedades judaicas, tomadas preferentemente de Flavio Josefo, están protagonizados por judíos; pero esos hebreos no soportan el estigma del deicidio. Son, por lo común, criaturas trágicas con las que se identifica y con las que sufre el espectador.

Aubrun (1968: 36) sentenció que «los dramaturgos en general, contagiados de antisemitismo, buscan (en los motivos de inspiración bíblica) la prefiguración del cristianismo». Esto es cierto en algunos dramas, pero otros abordan las historias bíblicas en su misma raíz humana y crean una poesía bárbara y terrible pareja a la del original.

No cabe en los límites de este trabajo recoger ni recorrer todos los dramas de inspiración bíblica. Entre ellos, como en el resto de la comedia, encontramos enormes desigualdades. Desde obras maestras a piezas para el consumo inmediato a las que el tiempo ha despojado de los encantos que probablemente nunca tuvieron.

Lope y la inspiración bíblica

Menéndez Pelayo publicó entre las obras de Lope de Vega (Acad.) doce dramas creados a partir de asuntos y materiales arguméntales de la Biblia. Poeta universal, se propuso abarcar desde La creación del mundo y primera culpa del hombre (1631-1635) hasta El Antecristo (1613-1615?). Al mundo veterotestamentario corresponden: Los trabajos de Jacob (1620-1630), La corona derribada y Vara de Moisés (no es de Lope), David perseguido y montes de Gelboé (de dudosa atribución), Historia de Tobías (hacia 1609), El inobediente o La ciudad sin Dios (dudosa), además de las obras que hoy consideramos de mayor relieve: El robo de Dina (1615-1622, atribuida) y La hermosa Ester (1610).

La primera conserva resabios del drama de horror, cultivado a fines del siglo XVI. El argumento desarrolla el rapto y violación de Dina, hija de Jacob, y la venganza que toman sus hermanos Simeón y Leví. El marco bucólico del drama, al que contribuye la famosa maya: «En las mañanicas / del mes de mayo...», se rompe con esta trágica historia de violencia y muerte.

Siguen vigentes las palabras que Menéndez Pelayo (1949: 1, 190) dedica a La hermosa Ester, «merece, a mi juicio, la palma entre todas las comedias bíblicas de Lope». Y añade algo que nos devuelve a los primeros párrafos de este trabajillo, cuando hablábamos de las contradictorias opiniones sobre la pureza del poeta: «Todo el drama [...] respira, además, un entusiasmo por la Ley Antigua, una penetración tan honda del tenacísimo y perseverante espíritu hebreo, de su constancia en la persecución y en el martirio, que verdaderamente maravilla en poeta de tan reconocido abolengo de cristianos viejos y de tan pura y ardiente fe cristiana como era la suya» (Menéndez Pelayo, 1949: 1, 190-191). Antes que cristiano, viejo o nuevo, Lope fue un artista que sustentó su obra sobre un principio de identificación de público y personajes. Ester y Mardoqueo son las figuras «simpáticas» de la función y el poeta, con desprecio de ideologías que nosotros proyectamos sobre el pasado, supo rodearlos del halo de belleza moral y física que corresponde a su estatuto de personajes.

No obstante, la rotundidad con que se plantean algunos problemas políticos «hace dudosa la idea de un Lope conformista respecto al antisemitismo de sus contemporáneos» (Sicroff, 1980: 703). Véanse, por ejemplo, los principios de lo que hoy llamaríamos «limpieza étnica», expuestos por Amán:

AMÁN
No puede un rey de todos ser temido
ni amado, si no intenta que en sus reinos
no vivan los extraños de sus leyes.

(Lope, Acad., III, 328b)



La acción se encarga de abortar estos proyectos y subrayar el triunfo de Ester y Mardoqueo. En los compases finales, encontramos la prefiguración mañana en el canto de los músicos:

Hoy, Ester dichosa,
figura sagrada
de otra Ester guardada
para ser esposa,
más pura y hermosa,
de más alto Rey.

(p. 345)



Y, a su lado, una «vindicación rotunda del judío» y el castigo para «la ambición rústica» (Sicroff, 1980: 704). Parece que, en medio del teatro comercial cuyo objetivo casi exclusivo es ganar el favor del público, Lope ha querido plantear en términos razonablemente claros un problema político y apostar por una fórmula no excluyente. Quizá no sea ocioso recordar que en 1609 se había iniciado la expulsión de los moriscos y que la fecha de nuestra obra es indudable: el manuscrito autógrafo, que se conserva en el British Museum, está datado el 5 de mayo de 1610.

No sé, sin embargo, si el público de los corrales podía establecer una relación metafórica entre la acción de La hermosa Ester y la tragedia que sufrían los españoles de origen musulmán. La sucesión de fechas parece que no deja lugar a dudas sobre la interrelación. El 22 de septiembre de 1609 se pregona el bando de expulsión de los moriscos valencianos. Ya en 1610, en Sevilla el 12 de enero, se proclama la expulsión de los andaluces y murcianos; el 17 de abril, de los catalanes; el 29 de mayo, de los aragoneses, y el 10 de julio, de los castellanos y extremeños. En medio de esta cascada de disposiciones, bien conocidas por todo el mundo, desde la aristocracia de los palcos al más humilde de los mosqueteros, Lope escribe un drama en el que el «malo» propone medidas semejantes a las que se estaban tomando.

¿Es una iniciativa espontánea? Sabemos que el poeta recibía encargos teatrales9. No sería extraño que detrás de la elección del mito de Ester y la consiguiente defensa de lo judío y de cierta tolerancia estuvieran los esfuerzos desesperados de algún morisco o de la aristocracia perjudicada por la expulsión para mostrar a la sociedad cristiana la barbarie y la inconveniencia de las normas promulgadas. Quizá el asunto de la alegoría (los judíos babilónicos) nos ha hecho perder de vista el posible tema de la misma10.

También es posible ver el interés de algún devoto de la heroína bíblica, que pretendiera transmitir la literalidad de la fábula, es decir, la exaltación del pueblo judío. Pero, en el momento de la redacción, este tema ocupaba un segundo plano frente a la dramática actualidad de la controvertida expulsión morisca11.

Las comedias inspiradas en el Nuevo Testamento tienden a confundirse con las de santos y presentan con frecuencia un argumento novelesco y situaciones y conflictos que, en este momento no nos interesan. Hay que exceptuar La madre de la mejor (1610-1615), que recoge la noción -muy clara en la ley mosaica- de que la esterilidad es una maldición divina. Joaquín, el anciano que será más tarde padre de María, es rechazado por los sacerdotes del templo cuando se dispone a ofrecer un sacrificio. La obra es elemental, una suerte de retablo, con monólogos de subido valor poético.

Tirso de Molina y sus dramas bíblicos

No irá a la zaga del maestro su discípulo Tirso de Molina: cinco de sus piezas tienen como fuente la Biblia: La mujer que manda en casa (1611-1612), sobre Jezabel; La mejor espigadera (1614), sobre Rut; La venganza de Tamar (1621); Vida y muerte de Herodes (1612-1615?); Tanto es lo de más como lo de menos (1614), sobre las parábolas evangélicas del rico Epulón y el pobre Lázaro, y del hijo pródigo12.

En general, como sentenció doña Blanca de los Ríos (pról. Tirso: Odc, I, 1565), la mayor parte de estas obras fallan «por el romántico desorden de la estructura». Pero de ese naufragio hay que rescatar algunas escenas de La mejor espigadera, en las que alienta el lirismo bucólico de Tirso, y momentos de una admirable intensidad trágica de La venganza de Tamar13.

En otro escrito anterior (Pedraza y Rodríguez, 1980: IV, 293) critiqué con dureza los dos primeros actos de esta obra. Hay en ellos situaciones de comedia de enredo que casan mal con la terrible tragedia que sigue. Sin embargo, la reciente puesta en escena de José Carlos Plaza al frente de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (estrenada en 1997) me mostró cómo el trabajo de un director y unos actores puede rebajar e incluso anular los defectos estructurales percibidos en la lectura. Bajo el cielo de Almagro (la obra se estrenó en su festival), el drama tenso, sangriento, feroz de Tirso cobraba vida y generaba una intensa emoción, a la que contribuían también esas escenas del encuentro nocturno en el jardín que, en el libro, parecían impertinentes y poco felices14. Sin duda, José Carlos Plaza se sintió deslumbrado por esos desniveles de la pieza, ese pasar de la comedia maliciosamente inocente (la sombra del incesto planea sobre la acción equívoca) al patetismo desgarrado. Y supo transmitir al público almagreño esa emoción que se iba graduando desde lo intrascendente del coqueteo a la violencia, al deseo de venganza y a la muerte.

Cinco años antes, una modesta compañía inglesa, «Theatre Manoeuvres», había estrenado The rape of Tomar en el Lyric Theatre de Hammersmith (diciembre de 1992). La dirección y la traducción se debieron a Paul Whitworth. Dawn L. Smith (1995), de quien tomamos estos datos, califica la versión de «espléndida» y considera que «consiguió un perfecto equilibrio entre la fidelidad al original y el interés para un público moderno, sin necesidad de utilizar recursos que pudiesen desvirtuar el tema original» (p. 307).

Los cabellos de Absalón y los dramas bíblicos calderonianos

A partir del texto de La venganza de Tamar, tomando de él un acto entero15, construyó Calderón la más intensa y perfecta tragedia de asunto bíblico y uno de los dramas mayores de nuestra tradición: Los cabellos de Absalón. En los últimos tiempos la filología le ha dedicado numerosos estudios y ediciones16; pero no forma parte del canon de lecturas universitarias ni de las obras del repertorio teatral.

Los cabellos de Absalón presenta una estructura tripartita (violación de Tamar, asesinato de Anión, y guerra civil y muerte de Absalón) en la que el poeta desarrolla con mano maestra las calamidades que van cayendo sobre la casa de David. Desdichas que son, sin duda, castigo divino, sobrenatural, por los crímenes del rey, pero que se muestran perfectamente justificadas en el ámbito de lo humano. Desde el punto de vista sicológico estamos ante un drama de profundo realismo. Calderón muestra en carne viva, sin tapujos ni piadosas trivialidades, las pasiones enloquecidas e inmisericordes que mueven a los protagonistas: el sexo y el poder, que se mezclan y confunden.

El sexo se trasforma de realidad deseada en símbolo utilizable políticamente. Así, la violación de Tamar viene a ser para el tímido Amón un elemento compensador de su impotencia y su miedo, una agresión que le da seguridad. Pero esa violencia sexual se convierte en instrumento político en manos de Absalón, que se autodefine en su voluntad de poder más allá del bien y del mal: «que a quien aspira a reinar / cada hermano es un estorbo» (vv. 217-218).

Este personaje, atractivo, narcisista, orgulloso, decidido, consciente de su propia valía, intuye el valor simbólico del sexo. Por eso, en su cadena de atropellos camino del trono, no duda en aceptar el consejo de sus partidarios y sacar a la vergüenza a las mujeres de su padre y acostarse con ellas. Con esta transgresión sabe que da un paso sin retorno en el enfrentamiento con el rey. Esta humillación es el anuncio simbólico de una guerra sin cuartel.

Los esfuerzos de David, cuyo sentimiento de culpabilidad lo arrastra al perdón, alimentan la máquina fatal de la tragedia. Hay una patética ironía: cada indulgencia del monarca desata una nueva calamidad. El dramaturgo, siempre fuera del drama, se complace en mostrarnos un universo regido por la insaciable sed de poder, donde el hombre resulta un lobo para el hombre.

Los cabellos de Absalón -decíamos- no ha entrado en el repertorio de las grandes compañías teatrales. La razón es sencilla: simple desconocimiento. No se puede apreciar lo que no se conoce. El día que lo lean los directores escénicos quedarán fascinados por su intensidad. Su violencia, su crudeza sin concesiones, la evidencia dramática de que la escalinata que conduce al trono está sembrada de cadáveres, la tragedia paterna del rey nos recuerdan algunos de los resortes centrales del teatro shakespeariano; pero Calderón encauza este bárbaro dramatismo en una estructura medida, ponderada, máquina fatal en que cada movimiento engendra otro y todos caminan inexorables hacia el triple desenlace trágico que cierra los tres actos.

José Luis Gómez (en Absalón, 14) justificaba el silencio escénico de esta obra con otras hipótesis:

«Los cabellos de Absalón figura entre las obras más duras, ásperas y turbadoras de Calderón. Quizá por ello, hasta el momento, no ha llegado a nosotros noticia alguna de su representación. Sin que esto signifique necesariamente que la censura haya impedido su acceso a los escenarios, no cabe duda de que pocas veces el teatro español ha acumulado tantos crímenes, tantas transgresiones, en el breve marco de una tragedia».


Tenemos noticia de dos montajes de Los cabellos de Absalón. Poco antes de que José Luis Gómez escribiera estas palabras se había puesto en escena en el Festival de teatro de El Chamizal, el 3 de marzo de 1983, a cargo del Foro teatral Veracruz, dirigido por Raúl Zermeño. No la vi ni tengo más referencias que la escueta noticia de su existencia que nos da Pérez Pisonero (1998: 522).

José Luis Gómez volvió a ofrecer esta tragedia en la temporada 1983-84 en el teatro Español, aunque ni él ni su público sabíamos de la experiencia anterior. Se presentó con el título arbitrariamente abreviado de Absalón, quizá reminiscencia de Faulkner. A mi juicio, fue un espectáculo soberbio. Durante mis años de mocedad, había imaginado una puesta en escena viscontiana, esteticista y barroca. Veía la muerte de Amón, desangrándose sobre los manteles blancos del banquete que le ofrece el vengativo Absalón. Gómez me sorprendió con un espectáculo desnudo, desgarrado, violento, sobrecogedor. Un pueblo nómada, hecho a batallar con una aridez semidesértica; estética pasoliniana de la pobreza, pero lejos de la caricatura esperpéntica. La dureza y la belleza de la escena (el añil de las puertas, el ocre terroso de edificios y paisaje) servía de marco a una brutalidad atormentada. El cadáver de Amón aparecía desnudo, con un paño ensangrentado en la entrepierna, arrojado a la vista del padre que poco antes creyó salvarlo al aplicar el perdón en vez del rigor de la ley. Como señaló en el programa Sanchis Sinisterra (en Absalón, 20), la voluntad de los modernos intérpretes fue «acentuar la violencia primitiva de la acción (es decir: no actualizar, sino arcaizar la trama)».

Fue un espectáculo memorable, pero que no agota las posibilidades de interpretación de esta tragedia de excepción, que merece entrar, junto al mejor Shakespeare, en el repertorio internacional.

Frente a Los cabellos de Absalón, el resto de los dramas bíblicos (Judas Macabeo y La sibila de Oriente) calderonianos, con ser valiosos, tienen un relieve menor. Sin embargo, otra de sus tragedias cenitales está inspirada en la historia antigua de Israel: El mayor monstruo del mundo. Sus protagonistas son judíos: el tetrarca Herodes y su mujer (Mariene en el texto); pero la obra gira obsesivamente en torno a una pasión universal: los celos, unos celos desmesurados, patológicos, enajenantes. El miedo, la incomunicación, un afán de posesión perverso rigen las relaciones entre los esposos. El débil e inseguro tetrarca impone a su mujer una pasión exigente y devoradora que llega a la ocurrencia macabra de ordenar que la maten si él muere. Mariene vivirá en una trágica congoja, presa entre el amor y el pánico, sabiéndose víctima del que más la quiere.

Esta pieza, a pesar de los augurios y accidentes externos que jalonan su acción, es una tragedia íntima, introspectiva, que viene a mostrar, muy barroca y calderonianamente, cómo la autocontemplación produce monstruos.

Otros dramas de asunto bíblico

Al margen de Lope, Tirso y Calderón, son numerosísimos los dramaturgos que compusieron dramas bíblicos, en su mayor parte de escasa calidad, pero quizá interesantes para los fines de mostrar cómo aparecen tratados en ellos los protagonistas hebreos. La mayor parte eligen motivos belicosos. Los caudillos y reyes de Israel aparecen con entonaciones más o menos heroicas en Los prodigios de la vara y Capitán de Israel de Antonio Mira de Amescua, El valiente nazareno Sansón de Juan Pérez de Montalbán, El mejor rey del mundo y templo de Salomón de Álvaro Cubillo de Aragón, Cumplir a Dios la palabra dada o La hija de Jefté de Juan Bautista Diamante, El pastor más perseguido y Finezas de Raquel y Más vale a quien Dios ayuda de Cristóbal de Monroy... El justo Lot de Cubillo de Aragón, La hermosura de Raquel de Luis Vélez de Guevara, Los trabajos de Tobías de Rojas Zorrilla (ésta con magníficos golpes cómicos) presentan la vida de patriarcas y miembros del santoral hebraico.

Guillén de Castro compuso El mejor esposo, un drama sobre san José en el que se insiste reiteradamente en la ascendencia hebrea, en los ritos y costumbres del pueblo elegido. Es una colección de estampas en las que llaman la atención los salmos que el poeta pone en boca del protagonista a imitación de la poesía bíblica:

¡Salve, Jerusalén, en quien se emplea
tan dignamente el ser, la primer planta
que fertiliza la nación hebrea!
¡Salve, madre común, cabeza santa
del pueblo de Israel; que opuesta a tantos,
en los hombros del mundo se levanta!

(En Teatro teológico, II, 365)



La pasión bíblica de los poetas penitenciados: Godínez y Enríquez Gómez

Son peculiares los casos de Felipe Godínez (Moguer, 1585-Madrid, 1659) y de Antonio Enríquez Gómez (Cuenca, 1600-Sevilla, 1663), ya que ambos eran de origen judío y sufrieron condenas inquisitoriales.

Felipe Godínez era converso oriundo de Portugal y fue penitenciado por el Santo Oficio en 162417. Una crónica del auto de fe conservada en un manuscrito de la Biblioteca Colombina pone en relación la condena con su teatro: «y como tan aficionado a esta ley [la mosaica] hizo algunas comedias en verso de historias del Testamento Viejo como la comedia de La reina Ester y La arpa de David...» (cit. por Vega, 1986: 34). Ciertamente, buena parte de los títulos que se le atribuyen tienen como asunto leyendas bíblicas: El divino Isaac (dudosa), Las lágrimas de David, editada por Coughlin y Valencia (1986), La reina Ester, Los trabajos de Job, Amán y Mardoqueo, y Judit y Holofernes (dudosa). Son obras desiguales. Así, Vega (1986: 181) comenta respecto a La reina Ester: «junto a momentos conseguidos de teatralidad y poesía conviven otros desmayados y hasta grotescos».

En sus dramas se han querido ver -probablemente porque, en efecto, hay razones para ello- alusiones y metáforas de la situación del poeta y su pueblo en medio de aquella España inquisitorial. Así, Vega (1986: 182) cree que en La reina Ester se puede detectar una crítica de los aldeanos engreídos e ignorantes, del valimiento, de la discriminación y persecución de los judíos... Al lado de esto, encontramos afirmaciones dogmáticas católicas excesivas para su tiempo, como la de la inmaculada concepción de María, que dio quebraderos de cabeza al mismo Calderón18. Pero lo de mayor relieve es, tal y como subrayó Menéndez Onrubia (1985) al contrastar este texto con La hermosa Ester de Lope, su carácter narrativo, lastrado por intervenciones moralizantes frente al dinamismo dramático y brillantez poética de su predecesor.

Sin duda, la situación de Godínez tras el auto de fe de 1624 debió de ser muy difícil; pero, habiéndose trasladado a Madrid, pudo seguir dedicado al teatro. De La traición contra su dueño conservamos un autógrafo de 28 de abril de 1626, con aprobación de Lope de Vega del mes de junio. Apenas había pasado año y medio del terrible incidente. Poco después las obras de Godínez se representan en palacio. Parece que el sacerdote judaizante tuvo las puertas abiertas a cierta normalización, aunque no faltan los puntazos hirientes, algunos conservados en el epistolario de Lope y en la feroz Perinola quevedesca, como respuesta a los elogios que le dedicó Pérez de Montalbán en Para todos.

No muy distinto, aunque su dedicación al arte de Talía es menor, resulta el caso de Antonio Enríquez Gómez, otro judaizante, al que se deben el largo poema Sansón nazareno (1652) y algunas comedias, dos de ellas de asunto bíblico: La soberbia de Nembrot, La prudente Abigail, en torno a la figura de David19.

Los dramas bíblicos en América

Naturalmente, los asuntos bíblicos pasaron a América, donde encontramos multitud de representaciones más próximas a los fines doctrinales del auto sacramental que al universo de la comedia. No obstante, señalemos una curiosa Historia de moros de David y Amón, que nos recuerda los cambios realizados en el romancero oral con el mismo motivo bíblico20.

En el ámbito de la comedia, la más valiosa recreación dramática del Antiguo Testamento quizá sea Amar su propia muerte de Juan Espinosa Medrano, «El Lunarejo», que se inspira en el cap. IV del Libro de los Jueces, en cuanto al asunto, y en Calderón, por lo que respecta a la estructura dramática, estilo y concepción. El Lunarejo recrea la historia del general cananeo Sisara, que, derrotado, se refugia en la tienda de Héber el quenita, cuya mujer, Jael, le da muerte21.

La frecuencia relativa de asuntos bíblicos

La presencia de motivos bíblicos en la comedia española es notable, como se ve por los ejemplos que hemos espigado, pero creo que su importancia relativa es inferior a la que adquirirá en la tragedia clásica francesa, sobre todo en la obra de Racine, y en los oratorios y óperas del siglo XVIII, especialmente en Alemania e Italia. Para los dramaturgos españoles la Biblia es una fuente de inspiración en un nivel parejo al de la historia antigua y posiblemente inferior al de la mitología grecolatina, la historia medieval española, el romancero, la historia y la vida contemporáneas, y a gran distancia de la novela italiana.

Como se sabe, y las disposiciones del concilio de Trento tienen algo que ver en esto, nunca ha existido en el mundo católico en general y en el español en particular la fijación bíblica que se observa entre los protestantes. Pero, a cambio, los mitos y leyendas, la historia sagrada, siempre han sido familiares a los españoles. De ahí que los dramaturgos mercantiles del siglo dorado acudieran a ellos.

Los judíos en el drama histórico

Comedias de historia antigua

Los dramas cuya acción se sitúa en tiempos posbíblicos presentan siempre el mundo judío en conflicto con la sociedad dominante22, por la sencilla razón de que el mundo hebreo no constituye, desde la destrucción de Jerusalén, una sociedad autónoma. Con ello se rebaja el protagonismo de los personajes de esa casta, que aparecerán comúnmente -alguna excepción encontraremos- como antagonistas, como el polo negativo de la confrontación.

Así ocurre en una comedia de historia antigua que aborda, desde una perspectiva sorprendente para nosotros, por su extremo anacronismo, el momento mismo en que se inicia la diáspora. Se trata de Los desagravios de Cristo o Jerusalén destruida por Tito y Vespasiano o La más insigne venganza, que publicó Álvaro Cubillo de Aragón en El enano de las musas (1654)23. En ella Vespasiano y sus dos hijos, Tito y Domiciano, toman a su cargo vengar la muerte de Cristo, cuya imagen portan como estandarte los ejércitos imperiales. El conjunto es una extraña combinación de fábula de amores y de hazañas bélicas en la que destacan dos mujeres judías (Raquel y Veronice), que alientan la resistencia contra el invasor24.

En esos primeros siglos del cristianismo se ubica la disparatada comedia de El árbol de mejor fruto, atribuida en alguna ocasión a Tirso de Molina, que versa sobre la recuperación de la cruz en que murió Cristo. La propia santa Elena no duda en coadyuvar a la tortura de un judío que conoce el paradero de la preciosa reliquia.

Alusiones y puntazos en las comedias de asunto medieval

Por lo común, el papel de los judíos en este tipo de obras es ocasional: personajes secundarios o simples alusiones a los tópicos antijudaicos. María Rosa Lida (1973: 88) señaló algunos de estos puntazos en obras de Lope: en Las famosas asturianas se alude a su presunta riqueza; en Los novios de Hornachuelos, a su imaginaria cobardía... En El caballero de Olmedo, donde protagonistas y antagonistas son cristianos viejos, el poeta pone una nota de ambientación histórica presentando en escena la disposición de Juan II para que «traiga un tabardo el judío / con una señal en él» (vv. 1587-1588). El parlamento nos informa de las circunstancias en que se han gestado las medidas antisemitas:

REY
Quiero con esto cumplir
condestable, los deseos
de fray Vicente Ferrer,
que lo ha deseado tanto.

(vv. 1578-1581)



Y de los fines discriminatorios que anuncian posteriores disposiciones respecto a la pureza de sangre:

Tenga el cristiano el decoro
que es justo; apártese de él;
que con esto tendrán miedo
los que su nobleza infaman.

(vv. 1590-1593)



Pincelada suelta que evocaba al espectador un episodio de su historia en parte todavía vigente en el siglo XVII.

También con ese valor ambientador aparece un médico judío en el acto II de San Nicolás de Tolentino, que, como recordó Lida (1973: 78), se limita a «tomar el pulso al santo y recomendarle una suculenta dieta», pero que no se libra de una broma antisemita25. Cuando está redactando la receta, el gracioso Ruperto comenta: «Parece que está firmando / en la sentencia de Cristo» (Lope: Acad., IV, 341a). Y poco antes ha lamentado que sea un judío el que tenga que atender al santo:

RUPERTO
Pésame que éste te vea.
¿No hallasteis otro mejor?
PEREGRINO
En toda Italia es famoso.
RUPERTO
No puede ningún judío
hacer cosa buena.
NICOLÁS
El mío
es pulso débil.
RUPERTO
¡Qué odioso
es este linaje de hombres
para mí!

(Acad., IV, 340b)



Menos inocente y de mayor relieve argumental, como señala la propia Lida, es el papel del médico judío que propone al infante don Juan envenenar al rey niño Fernando IV en el acto II de La prudencia en la mujer de Tirso de Molina. Este personaje, con escasa autonomía respecto a su autor, responde a los caracteres tópicos fijados por el antisemitismo: venalidad, resentimiento, cobardía... Si tenemos en cuenta que, según todos los indicios, el drama se dirige contra el valimiento de Olivares, no es arbitrario pensar que en ese médico judío se encierra también una crítica a la política del conde-duque respecto a los conversos. Esta impresión sería aún más precisa si, en efecto, la fecha de redacción de la comedia estuviera entre 1630 y 1633, como quiere doña Blanca de los Ríos (Tirso: OcD, III, 893), al tiempo que en Madrid estallaba el escándalo de la imagen de Cristo presuntamente azotada por unos judíos y que sangró milagrosamente26. Pero sobre la data de la obra solo tenemos certidumbre de que se publicó en la Tercera parte de comedias de Tirso (Tortosa, 1634).

Sin duda, los dramas más apasionantes «de historia medieval» con judíos como protagonistas y antagonistas son dos piezas de Lope: Las paces de los reyes y El niño inocente de La Guardia, en las que han fraguado dos mitos dramáticos que han dado origen a dos largas series literarias.

La cristalización del mito de la judía de Toledo

La leyenda de la judía de Toledo había nacido bastante después de los hechos que narra. Aparece por vez primera en los Castigos e documentos de Sancho IV. De aquí se interpola en la Crónica general de Alfonso X, pasa a los romances historiales y cristaliza en la pluma de Lope de Vega. Y lo hace por partida doble: en el canto XIX de la Jerusalén conquistada y en los actos II y III de Las paces de los reyes y judía de Toledo27.

Las fechas de redacción de los dos últimos cantos de la Jerusalén y de Las paces de los reyes hay que situarla entre 1605 y 160928; es decir, en la época en que el poeta vivía en Toledo con Juana de Guardo y Micaela de Lujan. Sin duda, esta situación personal se proyecta sobre la obra. Lope, mitómano empedernido, disfruta trasmutándose a sí mismo y trasponiendo sus circunstancias al ámbito de la leyenda. Escritor a destajo, recurre para su creación a cuanto tiene a mano y lo que tiene más cerca son sus propias vivencias y circunstancias. Con ellas insufla vida y da sentido a los motivos que extrae de la Crónica.

Dejaremos a un lado los problemas estructurales de la obra y sus posibles explicaciones (vid. Pedraza, 1999a: 31-32), para centrarnos en la cuestión judaica, que no aparece hasta el acto II. La primera salida a escena de Raquel tiene como motivo dominante el conflicto entre la nacionalidad y la religión, que el personaje presenta en términos muy modernos. Hace una profesión de fe nacionalista, desvinculando lo español de lo católico y cristiano: «Yo, Sibila, aunque no soy / cristiana, soy española...» (vv. 1140-1141). Justamente lo contrario de lo que defenderá dos siglos después Menéndez Pelayo (1978: II, 1037) en el epílogo de Los heterodoxos españoles: «Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios [...], ¿qué pueblo habrá grande y fuerte? [...] Si en la Edad Media nunca dejamos de sentirnos unos, fue por el sentimiento cristiano...». Lida (1973: 93) llamó la atención sobre este punto: «no pequeño acierto de la sinceridad artística de Lope, frente al tradicional reproche de "extranjeros", recalcar lo español de la judía».

En Las paces de los reyes no hay hebreos perversos. Todos los que aparecen, aunque someramente caracterizados, son gente normal, con sus afectos, sus temores y preocupaciones. Una escena nos muestra al padre de Raquel apesadumbrado ante el destino de su hija:

[...]
que mientras trate de amor
el rey a Raquel fiel,
para matar a Raquel
buscará espada Leonor...

(vv. 1737-1740)



Frente a estos tristes augurios, el hermano de la protagonista sueña con que ese acercamiento al poder real suponga salir de una situación «donde no hay tan vil cristiano / que no nos traiga a sus pies» (vv. 1719-1720).

Contra la opinión de Concejo (1981: 465), no me parece que Raquel encarne «en la obra el personaje del "malo" como correspondía en ese momento al "no limpio"». Y su función, desde luego, no es marginal.

La actitud del poeta es ambigua, no solo porque deje hablar a cada una de sus criaturas, sino porque los mismos personajes -a pesar del aire irreal de retablo que tiene el drama- dudan y se contradicen, cambian de actitud según dictan las circunstancias. El caso más notable es, sin duda, el de Belardo, gracioso y alter ego del poeta. Este hortelano, labriego con sus ramalazos antijudaicos, replica con una larga perorata contra los eufemismos cuando el rey le manda que no llame «judías» sino «hebreas» a Raquel y su hermana; y recomienda reiteradamente que se huya de su contacto:

[...]
porque si cristiana fuera,
ya tuviérades disculpa;
mas, en su ley, es bajeza...

(vv. 1445-1447)



Habla despectivamente de «una que no ha comido / tocino en su vida» (vv. 1759-1760), pero corre a dar aviso a Raquel de que los caballeros acuden a matarla. Lope quiere contrastar lo que podríamos llamar el antisemita de boca para fuera, autor de pullas y bromas, con los asesinos que apuñalan a una mujer indefensa. El momento patético que precede a la muerte es de reconciliación de los grupos sociales. La judía Raquel bendice al labriego que murmuraba contra los de su casta: «Labrador honrado y noble...» (v. 2389).

Lida (1973: 95-96) nos mostró el empeño del poeta en hacer patente el desinterés de la judía, que no aspira más que al amor del rey, sin ninguna otra pretensión de carácter político. Por eso, en el último instante, se salva, se convierte al cristianismo con una expresión reveladora: «Muero en la ley de mi Alfonso» (v. 2435).

Poco antes hemos asistido a una situación que subraya la grandeza de ánimo de la heroína. Al entrar sus asesinos «con espadas desenvainadas», se dirige a ellos: «¿Buscaisme a mí, caballeros?» (v. 2407), pregunta y actitud que recuerda la del prendimiento de Jesús, según el relato de Lucas (cap. 18, 4-8).

El mito de la judía de Toledo, tan fértil, tiene como sostén la entrega a un amor trágico. Lope se complace en dar relieve dramático a la crueldad y vileza de sus asesinos, que matan a todos los habitantes del palacio menos a Belardo, que les promete -en un paso cómico que contrasta con la tensión precedente- guiarlos hasta un tesoro. En otras escenas, en cambio, se nos han mostrado las dudas, las razones que los empujan al crimen de estado. Y, en cierto modo, se justifica. Lleva razón Lida (1973: 84): «Cada personaje del teatro de Lope habla y actúa fiel a su lógica interna. Por eso no crea Lope villanos de melodrama».

No se piense, sin embargo, en grandes complejidades psicológicas. El poeta rechaza la tentación maniquea, pero sus personajes son como las figuras de un retablo medieval o las de un nacimiento navideño: esquemáticas, ingenuas... Las acciones tienen también esa mezcla de realismo y simplicidad propia del arte popular. Aparecen elementos sobrenaturales: voces, sombras, agüeros, un ángel que recrimina al rey sus pecados... y, junto a ellos, figuras entrañables y humildes como Belardo o la familia de Raquel.

Quizá la riqueza en la concepción de las relaciones humanas, el aliento trágico, la intensa poesía, unidos a una organización dramática escueta, casi naïf, de cuadros yuxtapuestos, han propiciado que Las paces de los reyes vuelva a la escena en los últimos tiempos. Tengo noticias de un par de montajes.

En 1997 la Strangers Gallery, formada con actores procedentes o vinculados a la Royal Shakespeare Company, estrenó la traducción inglesa de Michael Jacobs. Los protagonistas fueron la actriz Michelle Gómez, de origen escocés, judío y español, y el actor Simon Chadwick. Dirigió el montaje Collin Elwood y se ofreció en el teatro The Bridewell, una antigua piscina victoriana acomodada a los usos del teatro experimental y de acento épico, como es el caso de la obra que nos ocupa. El director declaró a Álvaro Vargas Llosa, enviado de ABC (7 de febrero de 1997): «la gran humanidad de Lope es transparente en todo el texto, y aun teniendo en cuenta los constreñimientos que actuaban sobre él en tiempos de la Inquisición con respecto al tratamiento de los judíos, se las arregló para escribir con tolerancia y sentido de la compasión».

Dos años antes, el 6 de mayo de 1995, en la ermita de Alarcos, se puso en escena una adaptación que preparé con el título de Retablo de las paces de los reyes y judía de Toledo. La estrenó el grupo de Amigos del teatro de Ciudad Real, bajo la dirección de Antonio Golderos y Antonio Arenas. El Retablo... prescindía del primer acto, que es, desde nuestra perspectiva, una tragedia autónoma sobre la difícil niñez de Alfonso VIII, y reducía la acción de las dos últimas jornadas a once cuadros enlazados por la narración y los versos de un cronista. Con ello se pretendía «provocar el extrañamiento del lector, invitándole a ver la acción no como una realidad presente, sino como un cuento de hadas en el que se ha combinado el patético destino de unos amores trágicos con situaciones de una comicidad elemental y primitiva» (Pedraza, pról. Lope: Retablo, 11).

Descendencia áurea de Las paces de los reyes

Las paces de los reyes ha dejado larga descendencia en la literatura española y europea en general. Al teatro áureo pertenecen La desgraciada Raquel de Mira de Amescua, que también se publicó a nombre de Juan Bautista Diamante con el título de La judía de Toledo; Obligar contra su sangre de Mira de Amescua, y El rey don Alfonso el Bueno de Lanin Sagredo29.

La desgraciada Raquel (1625) de Mira de Amescua30 difiere de la obra de Lope, en lo que aquí nos preocupa, en dos puntos. La historia de amor ingenuo y arrebatado, al margen de castas e intereses sociales, se enturbia con la pasión política. Los protagonistas se conocen precisamente porque Raquel ha sido enviada ante el rey por los rabinos para pedir la derogación de leyes antisemitas. Las relaciones entre los personajes son muy distintas de las trazadas por Lope. El padre de la judía la repudia por ceder a las pretensiones del rey con desprecio de su honor, pero en el último momento intenta salvarla de la conjura. Raquel es ambiciosa, llega a concentrar en sus manos el poder del estado, que usa arbitrariamente en favor de los «delincuentes pasionales». Los vasallos se conjuran contra ella sin que aparezca la reina como incitadora del asesinato. En la última escena el rey promete vengar la muerte de su amante.

Reyre (1996: 498-499) sostiene que Mira ha dado un giro al mito fijado por Lope. Bajo su pluma, «Raquel no es sólo el arquetipo de la belleza y del amor apasionado [...], sino también la madre de los hijos exiliados de Israel». Interpreta el papel político de la protagonista en clave de metáfora de la actualidad. En su opinión, esta Raquel que se apodera de la voluntad regia «le permite a Mira de Amescua arremeter contra la política filosemita del Conde Duque y recordarle al Rey la antigua razón de estado que movió a sus antepasados a promulgar el edicto de expulsión de 1492» (Reyre, 1996: 510). Sin llegar a tanta rotundidad en las conclusiones, cualquier lector puede establecer con facilidad las diferencias de intención, tono y caracterización de la protagonista entre La desgraciada Raquel y Las paces de los reyes.

La obra de Mira está mejor estructurada, es menos ingenua que la de Lope, pero también resulta más alambicada en su lenguaje y menos poética. Los asuntos de estado desplazan a los puramente pasionales. Queda, no obstante, flotando el halo de fatalidad, de pasión trágica, que es consustancial a la leyenda.

El niño inocente de Lope y sus secuelas

Lope dio forma definitiva a otro mito vinculado al mundo judío: El niño inocente de La Guardia. Como es bien sabido, se trata de un truculento episodio ya recreado literariamente por frey Rodrigo de Yepes (Historia de la muerte y glorioso martirio del Santo Inocente que llaman de La Guardia, 1584) y en el poema latino de Jerónimo Ramírez Innocentis martyrys Guardiensis libri sex (1592). Con anterioridad, el cardenal Silíceo había utilizado la terrible historia en las polémicas sobre el estatuto de limpieza de sangre (Sicroff, 1985: 138)31.

Las fuentes determinaban que el texto fuera un alegato antijudío y, como dice Sicroff (1980: 701), «Lope no defraudó a su público, pues presentó el martirio de Juanico [el niño inocente] con detalles sobradamente atroces [...]; pero [...] a lo largo de la obra [...] se demoró tanto en ciertos aspectos de la historia, que para algunos individuos hubiera podido resultar ambiguo, si no completamente desvirtuado, el sentido tradicional de este asesinato ritual». Esta opinión, compartida por Lida (1973), por Farrell (pról. Lope: El niño inocente), por Lavine (1985: 93-99) y en cierta medida por Glaser (1955), le parece descabellada a Garrot (1995: 134), para quien el poeta acumula todos los horrores imaginables, sin ambigüedad alguna, en las figuras de judíos y conversos32.

Creo que Garrot no ha querido entender lo que decían sus predecesores. En efecto, no hay duda: los judíos de esta pieza actúan con una perversidad extrema, sin razón que pueda valerles. Pero el poeta deja que expongan sus razones. Desde el segundo cuadro los vemos apesadumbrados, agredidos por una política obsesiva que se dirige contra ellos de forma injusta, perturbadora e inconveniente. Consternados, se preguntan por qué la Reina Católica se empeña en alterar un statu quo que permite vivir razonablemente al conjunto del corpus social. Lope, respetuoso con su dolor, pone en boca de los músicos y de Quintanar, más tarde siniestro ministro del asesinato ritual, una patética versión de los salmos:

MÚSICOS
A tu heredad vinieron,
Dios mío, los estraños,
y con notables daños
tu templo deshicieron...

(vv. 429-432)



QUINTANAR
Si yo de ti me olvidare,
Jerusalén, ruego al cielo,
que al paladar se me pegue
la lengua, y falte el aliento.

(vv. 463-466)



Su maldad es una maldad a la desesperada. El decreto de expulsión los pone en el disparadero de la crueldad absurda y sin sentido. A lo largo de la obra, el interés del dramaturgo y los espectadores se desplaza de la justa reivindicación de los judíos a su perversidad:

[...]
si este niño se matase
como a Cristo, y su tormento
se le diese con intento
que su pasión imitase,
que esta representación
nos será grande alegría.

(vv. 1091-1096)



La atención del espectador pasa de esta crueldad desmedida a la figura sacrificial del santo niño. En medio, escenas de la vida cotidiana (la escuela, la fiesta con sus bailes de gitanos y sus gigantes...), presentadas con la ingenuidad naïf del Lope de principios de siglo, en las que no faltan alusiones al viejo conflicto de castas que constituye la médula del drama.

A finales del siglo XVII, la percepción pública de la cuestión judía ha cambiado sustancialmente. Y el teatro mercantil refleja, incluso sin pretenderlo, esa evolución. Para comprobarlo basta contrastar El niño inocente... con La viva imagen de Cristo de José de Cañizares (actos I y III) y Juan de la Hoz y Mota (acto II). En la segunda obra, además de la reducción del dramatis personae y la regularización del movimiento escénico y el desarrollo de una intriga de capa y espada, se observa un fenómeno comentado atinadamente por Domínguez de Paz y Carrascosa (1989: 347): «el elemento religioso, propio de las comedias de santos, ha perdido identidad; de ahí que [los autores] presenten el problema semítico como algo anacrónico y diluido en el tiempo, rescatando de la trama lo puramente espectacular». Lo judío se ha convertido en un ingrediente folclórico, sin incidencia en la vida real. Por eso en el drama carece de fuerza. Los asesinos del niño nunca aparecen en escena: son nombres sin rostro para el espectador. Y se llega a un final «conciliador» con arrepentimiento de los judíos que hemos visto en acción y con la anagnórisis de Ester, la dama de la fábula de amores que tanto pesa en la trama. En la pirueta final resulta que en realidad no es hebrea, sino sobrina del inquisidor fray Tomás de Torquemada. Como ha puntualizado Farrell (1989: 366), «las figuras judías de La viva imagen son más compasivas para su víctima; sin embargo, respetamos más a las creadas por Lope de Vega un siglo antes». El fervor antisemita se había diluido al acabar el siglo; pero la capacidad de Cañizares y Mota para construir sus personajes era muy inferior a la de Lope.

El galán de La Membrilla: una comedia de enredo de actitud antijudaica

Además de las comedias de aliento trágico, Lope ambientó en épocas remotas enredos de amor y celos. En una de estas piezas, El galán de La Membrilla, pesa notablemente el prejuicio frente al converso. En la pugna amorosa, que constituye el alma de la pieza, se enfrentan un hidalgo pobre y cristianoviejo, don Félix, y otro adinerado y judío, Ramiro. Como fiel de la balanza, tenemos a Tello, labrador villano y rico, padre de la pretendida, que ha de decidir con quién casa a su hija. A las primeras de cambio, con la agilidad habitual de Lope, se comunica al público la situación:

FÉLIX
Este es aquel enfadoso
que pretende mi Leonor,
caballero y labrador,
rico, inorante y celoso.
TOMÉ
Otra gracia tiene más.
FÉLIX
Dila a ver.
TOMÉ
Que es un jodío.

(vv. 125-130)



Pero, al mismo tiempo, Lope aprovecha para desmentir un tópico vulgar: la identificación de la riqueza con lo hebraico. Félix confirma la apreciación de Tomé: «Por lo rico desconfío». Es decir: «Porque es rico desconfío de la pureza de sangre de Ramiro». Pero el gracioso le rebate el argumento a trueco de aludir a otra de las marcas judías, su repulsión a la carne de cerdo:

Pues muy engañado estás,
que Tello [también rico] mata cada año
diez puercos, y apenas llegan
a San Juan.

(vv. 132-135)



Sin la tensión patética de los dramas que antes hemos citado, El galán de La Membrilla no deja de plantear la discriminación por la casta y la oposición entre labradores e hidalgos contaminados:

TELLO
¿Pues a Ramiro le toca
algo en la sangre?
BENITO
Tantico
TELLO
Pues desespere Ramiro
que jamás mi yerno sea.
Labrador soy, pero crea
que más por la sangre miro
que los que suelen nacer
con grandes obligaciones.

(vv. 376-382)



Al margen de algunas nuevas alusiones e insultos, la obra acaba siendo una fábula de amores con un galán dichoso que se fuga con su amada y otro desdeñado, que se venga (bien sabía el autor de semejantes venganzas) componiendo unas coplillas que divulgan el caso. El exabrupto poético (también Lope sabía de esto) le cuesta unas pedradas de los villanos, y unos palos y cuchilladas de don Félix. Prenden a Tello como sospechoso de estas agresiones. Al regresar a su casa, su criada Inés desahoga su cólera con el improperio antijudaico:

INÉS
¡Que prendiese este jodío
a señor!

(vv. 3047-3048)



El deus ex machina conciliador, el rey Fernando III, cumple su función a medias, lo que revela un antisemitismo, de tono menor si queremos, pero indudable: los hidalgos judíos y calumniadores son desterrados, mientras los protagonistas enamorados alcanzan el perdón y se disponen a vivir felices.

Los judíos en las comedias de asunto contemporáneo

Creo que, en términos generales, la presencia judía decrece y se vuelve marginal en los dramas que se suponen localizados en la contemporaneidad de los primeros espectadores, unas veces de forma precisa e indudable y otras de manera vaga e inconcreta, en una suerte de ucronía contemporánea -si se me permite el oxímoron. Hay excepciones, y de algunas de ellas vamos a tratar, sin ánimo de exhaustividad, en lo que sigue.

Las comedias de cautivos

Marginal pero muy significativa y discutida, es la presencia de los judíos en La gran sultana cervantina. Como bien se sabe, en las primeras escenas asistimos a una gamberrada de la que es víctima una familia hebrea. El gracioso Madrigal entretiene sus ocios en meter una loncha de tocino en la cazuela, «llena de boronía y caldo prieto», y explica su hazaña por un radical odio a la raza:

      compré de la papada
lo que está en la cazuela sepultado
para dar sepultura a estos malditos,
con quien tengo rencor y mal talante,
a quien el diablo pape, engulla y sorba.

(vv. 437-442)



Estos actos y palabras del personaje chocan con la imagen de un Cervantes filohebreo, converso angustiado e incluso judío. Y también, con la idea aceptada de una tolerancia, entendida a la manera del moderno liberalismo, que se ha querido atribuir al autor del Quijote. Sobre este punto he tratado en «El teatro mayor de Cervantes: comentarios a contrapelo» (Pedraza: 1999b) y a ese artículo remito al lector. Lo cierto es que a continuación Andrea remacha los dicterios antisemitas de Madrigal:

¡Oh gente aniquilada! ¡Oh infame, oh sucia
raza, y a qué miseria os ha traído
vuestro vano esperar, vuestra locura
y vuestra incomparable pertinacia,
a que llamáis firmeza y fee inmutable
contra toda verdad y buen discurso!

(vv. 468-473)



Esto -claro está- no lo dice el autor, sino sus criaturas; pero no es arbitrario pensar que la reiteración del mismo concepto y el carácter «simpático» de Madrigal e incluso de Andrea, más próximos al creador y a los espectadores que otros personajes, indica el acuerdo del poeta con lo dicho33. Por otro lado, no pueden sorprender estos dicterios racistas en el novelista que escribió párrafos terribles contra los gitanos (La gitanilla) o los moriscos (El coloquio de los perros), aunque en otras obras se mostrara comprensivo y ecuánime34.

Cervantes sacó a escena otro personaje, radicalmente antisemita, con el que se debía de identificar el público: el sacristán de Los baños de Argel. Este agrede a los judíos, se burla de ellos, quiere obligarles a que carguen un tonel en sábado, les birla la cazuela y finalmente rapta un niño y, ante el rey musulmán, pide desvergonzadamente rescate con estas palabras:

      Señor, haga
que este puto judío dé siquiera
el jornal que he perdido por andarme
tras él para robarle a este hideputa.

(vv. 2541-2544)



Para nuestra sensibilidad moderna, el episodio no tiene maldita la gracia; pero, como el personaje es «bueno», sale triunfante de su fechoría y el cadí ordena al judío que le pague el rescate que pide:

Bien dice; desembolse cuarenta ásperos
y de los al rapaz, que los merece.

(vv. 2545-2546)



Sin duda, al escribir estas escenas Cervantes no había leído cuanto dirían de él, de su espíritu tolerante y de su criptojudaísmo, los estudiosos del siglo XX. ¡Esos inconvenientes tiene el ser ingenio lego y no seguir con puntualidad la bibliografía cervantina!

Como es sabido, a Lope se atribuye la comedia Los cautivos de Argel (1599), que retomó ciertas situaciones y motivos de la obra de Cervantes. También hay un personaje judío, Brahín, pero de muy distinta índole que el que pintó Cervantes: «No soy de capote humilde, / caballero hebreo soy» (Lope: NAcad., IV, 249).

El que se burla de él es Basurto, un pobre esclavo cristiano que usa de su ingenio para comer, más que para escarnecer a los judíos:

BRAHÍN
      en casa
no hay quien pueda ya comer.
BASURTO
¿Qué puede un esclavo hacer
que tal hambre en ella pasa?
BRAHÍN
Echa tocino en la olla
por comérsela después...

(NAcad., IV, 250)



Otra curiosa muestra de la presencia conversa la tenemos en ese extraño híbrido de comedia urbana y de cautivos que es La pobreza estimada (1597-1603). Como sugiere el título, se trata de contraponer un galán pobre pero virtuoso y de sangre limpia a otro rico, poderoso pero de ascendencia judía, como se encarga de subrayar irónicamente el diálogo:

LEONIDO
¿Es malnacido Ricardo?
FELISARDO
Por cierto que te mintieron.
Su abuelo y padre lo fueron;
que él es mozo muy gallardo.
Es confeso y confesado
por boca de san Benito,
un santo en la iglesia escrito,
donde también es guardado.

(Lope: BAE, IV, 146a)



La comedia, que se enreda en una acción marginal en tierras de Argel -donde, por cierto, encontramos musulmanes tolerantes y respetuosos en extremo, y nobles y biempensantes-, contrasta los quilates de Leonido, el pobre, frente a Ricardo, el rico. En la obra hay abundantes elogios de ambos. El de Ricardo («es gallardo, humilde, alegre, / galán, vistoso, pulido...») se remata significativamente con estas palabras:

Este mozo es hombre cuerdo,
y, aunque en la sangre ofendido,
de Adán decendemos todos.

(BAE, IV, 149b)



En rigor, no hay más tacha que la sangre, sobre la que parece estar dispuesta a pasar la protagonista. Felizmente para el público, que en su mayoría no era rico, la decisión final es a favor del pobre. Ricardo, enamorado, pasa a sufrir las amarguras del amor desdeñado y el poeta traslada al público las razones de su angustia en medio de los intentos de olvidar a la dama:

RICARDO
Si hay penas en el infierno
de tener mujer al lado
quien de otra está enamorado,
él es un tormento eterno.
¡Qué necio se acuesta un hombre,
en los brazos de una fea,
con el alma en Dorotea!

(BAE, IV, 155c)



En medio de esas amarguras, cae, empujado por sus viles criados y desvergonzados amigos, en el intento de forzar a Dorotea. Antes de consumar su torpe propósito, admirado de la entereza de la dama, renuncia al mundo y se retira a un convento.

Ve Garrot (1995: 137) en este final una forma de la «muerte social» que Lope desea para el converso. Creo que el poeta y su público no lo entendían así. La pobreza estimada tiene la estructura y el sentido del cuento de hadas en que los débiles triunfan sobre los poderosos. Lo peculiar aquí, lo significativo, es que «el malo» no es tan malo. Como el comendador de Peribáñez, el antagonista es desdichado, comete graves errores morales (felizmente sin consecuencias irreparables), pero tiene la oportunidad del arrepentimiento. Para don Fadrique, cuya pureza de sangre nunca se pone en duda, el remedio llega con una herida letal: «Diome la muerte no más. / Más el que ofende merece» (Peribáñez, vv. 2866-2867). Para Ricardo (estamos en el ámbito de la comedia), con el rechazo incruento de Dorotea:

Tú, que el alma me robaste,
fiera esquiva, Dorotea,
darás causa a mi remedio,
que yo pondré tierra en medio,
y aun cielo, que cielo sea.
¿Que, en ausencia de tu esposo,
dinero no te ha vencido,
y en los tiempos que te ha sido
para el sustento forzoso?

(BAE, IV, 162a)



Comentarios, puntualizaciones y chistes

Al margen de estas comedias de cautivos, Lope volverá sobre los judíos en comedias ambientadas en la contemporaneidad. A veces para desmentir ridículos prejuicios. Lida (1973: 88) anotó la réplica a los que creían en las largas narices semitas, puesta en boca del gracioso Limón de Amar sin saber a quién:

SANCHO
Tan larga pudiera ser,
que adivinaran por ella
de qué tribu decendía.
LIMÓN
Largas hay, con hidalguía,
y muchas, cortas, sin ella.
Si narices luengas hacen
sospechas, no dicen bien,
porque sepan que hay también
judíos que romos nacen.

(Lope: NAcad., XI, 288a)



Bien es verdad que, tras estas sensatas aseveraciones, perpetra el chiste antisemita que el público estaba esperando. Comenta maliciosamente el prendimiento de Cristo y la actitud de los judíos:

Vulgo, al fin, cobarde y bajo,
porque luego que le oyeron,
con el espanto cayeron
boca arriba y boca abajo.
Si así las narices tomas,
hallarás de ellas a cargas;
las que boca arriba, largas;
las que boca abajo, romas.

(NAcad., XI, 288a)



Lida (1973) interpretó como una crítica contra la perversa afición a contemplar autos de fe unas palabras de Faquín en El hijo de los leones. Este criado describe la corte como un mundo absurdo e inmoral:

Aquí, en fin, porque te asombres,
hay gentes tan inhumanas
que van a alquilar ventanas
para ver matar los hombres.

(NAcad., XII, 292a)



La sátira se extiende más allá de los autos de fe, comprende todo tipo de ejecuciones públicas e incluso, dada la taurofobia de Lope, podría aludir a las corridas de toros, bastante más frecuentes en la España de los Austrias que otras actividades para las que se alquilaran ventanas.

El Brasil restituido

Un drama histórico con importante presencia judía es El Brasil restituido, que debió de escribirse poco después de ocurridos los hechos (1625) (vid. Martínez Torrón, 1981). Aquí los conversos actúan -creo que ajustándose a la verdad histórica- como aliados de la invasión holandesa. Son los traidores del drama, pero, como acostumbra, Lope no deja a sus personajes desasistidos de razones. Unas pertenecen al universo de la fábula de amor y honor que es toda comedia. Doña Guiomar es engañada por don Diego Meneses, que tras gozar de ella, se niega a cumplir la palabra de matrimonio dada, aludiendo al origen converso de la dama:

Está cierta que cumpliera
la palabra prometida
si fueras mejor nacida
o yo Meneses no fuera.

(Lope: Acad., XIII, 78a)



Los otros motivos son de índole política y afectan a la comunidad cripto-judía:

Temiendo que el Santo Oficio
envía un visitador,
de cuyo grave rigor
tenemos bastante indicio
[...]
habernos escrito a Holanda...

(Acad., XIII, 79a)



Al fin, la traición hebrea es un acto defensivo, legitimado por la presión que sobre ellos se ejerce:

Por excusar las prisiones,
los gastos, pleitos y afrentas,
y ver deste yugo exentas
de tantas obligaciones
nuestras familias
[...].
Juzgando será mejor
entregarnos a holandeses
que sufrir que portugueses
nos traten con tal rigor...

(Acad., XIII, 79a)



Después la obra derivará hacia la crónica de hazañas bélicas, que se remata con el triunfo de la corona española. Don Fadrique, el jefe de las tropas hispano-lusas, deja que los holandeses abandonen vencidos la ciudad de San Salvador, mientras promete un castigo, que no se ve en escena, para los judíos traidores.

Como en otras obras del poeta, los judíos son malos, pero malos con causa, no arbitrariamente perversos.

Un curioso melodrama: El bandolero de Flandes

Menos matizada es, en general, la postura de los dramaturgos menores. La tendencia al maniqueísmo se acentúa. Tomaremos como ejemplo una curiosa comedia de Álvaro Cubillo de Aragón: El bandolero de Flandes, sobre la que existe un artículo de Noguera Guirao (1989), que se limita a aludir al asunto que ahora nos preocupa.

Ahorremos los pormenores arguméntales, que son disparatados y concluyen cuando don Jaime, padre del protagonista, ha de decidir el indulto o la sentencia de muerte de su hijo y se venda los ojos para firmar a ciegas tras haber barajado los papeles que contienen las resoluciones. Vamos a la presencia judaica, encarnada en Osorio, secretario del virrey. Desde el primer momento, se encuentra con la resistencia de una nobleza altanera y poco colaboradora con la justicia:

JAIME
... como no está bien
a los de mi calidad
que la sangre de otra ley
diferente de la nuestra
nos prenda, en obedecer
remiso estuve
[...]
mas como era el portador
descendiente de Moysén,
era bajeza que un hombre
de mi porte y de mi fe
fuese preso por un...

(Cubillo: Bandolero, pp. 13 y 14)



El virrey ataja cortésmente los razonamientos antisemitas de don Jaime y sentencia:

Yo confieso que desciende
de las tribus de Israel;
mas qué importa si virtudes
le suben donde se ve.
En el tribunal de Dios
noblezas no han de valer
[...].
Muy de noble blasonáis,
no os vedo que blasonéis,
pero ultrajar mis ministros
aquesto sí os vedaré.

(p. 14b)



Pero enseguida, un alevoso aparte nos revelará la auténtica calaña del converso, que se reconoce malo ex nativitate:

OSORIO
Pase aquesta, que después
yo haré que de mí se acuerden
los cristianos, que han de ver
puesto por ejecución
lo que en la leche mamé.

(p. 14b)



Así el dramaturgo se hace eco de la doctrina oficial de tolerancia con los conversos (la obra parece escrita entre 1628 y 1633), al tiempo que satisface los prejuicios populares (aquí encarnados en un aristócrata) sobre la congénita maldad de la sangre de Israel.

Este Osorio, que aparece en muchas escenas como probo y eficaz funcionario, urde en su corazón una sacrílega infamia. Por carta pide una hostia consagrada a sus correligionarios para un rito de magia negra. Será el bandolero de Flandes quien, en el acto II, robe una custodia y se la entregue a Osorio a cambio de treinta simbólicas monedas (p. 18b). Ya en el acto tercero, el secretario procede a la ceremonia sacrílega:

Gusto mis deudos tuvieron
en darle penas dobladas,
y aquí han de ser puñaladas
los que allá azotes fueron.
Mis brazos esgrimirán
contra esta hostia la ira,
que es embeleco y mentira
decir que es Dios lo que es pan.

(p. 27b)



Da una puñalada a la hostia y le salta sangre a la cara:

¿Qué es esto? ¿Quieres ya ser
mi declarado enemigo,
manifestando conmigo
las furias de tu poder?
¿De qué, di, te aprovechó
el ser tan grande hechicero
si, al fin, puesto en un madero,
toda tu ciencia acabó?

(pp. 27-28)



El virrey interviene en ese momento para evitar que continúe el sacrilegio: «detén el brazo, Abrahán, / que bueno está el sacrificio» (p. 28a).

Antes de ser condenado a la hoguera por su antiguo jefe, no por la Inquisición (cuestiones de economía dramática), Osorio nos revela el carácter desesperado de su acción, que solo buscaba el reconocimiento social que se le negaba por ser converso:

      ... sólo digo
que la codicia lo hizo,
intentando que un hechizo
te [al virrey] hiciese siempre mi amigo.

(p. 28a)



El bandolero de Flandes es un caso extremo del tratamiento dramático del problema converso, con las contradicciones latentes en la sociedad de su tiempo.

Un drama juvenil de Calderón

Más razonable en su desarrollo, aunque no más tibio en su antisemitismo, es el drama juvenil de Calderón Luis Pérez el Gallego, del que me llegan noticias de que se va a poner en escena dirigido por Alfredo Rodríguez López-Vázquez.

Es también una historia de bandoleros, protagonizada por un aristócrata impulsivo y mal acomodado, que, por diversos lances, se ve perseguido por la justicia. Desde el primer momento lo vemos enfrentado a Juan Bautista, converso y pretendiente de su hermana, a la que advierte:

      Sospecho
que no hay valor en su pecho
para que tu esposo sea.
Esto basta que te diga
por ahora el labio mío,
por no decir que es judío.

(Calderón: OcD, 282)



Juan Bautista es cobarde y perjuro. Su falso testimonio causa algunos de los problemas del protagonista con la justicia. Muere a manos de Luis Pérez y en su agonía confiesa su maldad. Se trata de una figura secundaria, sin relieve, en una pieza menor y primeriza.

Calderón no volverá a sacar conversos en sus comedias. El tema judaico queda reservado a los autos sacramentales y al entremés de Los instrumentos. Mantiene Garrot (1995) que esta ausencia y el cambio que se observa en el tratamiento del Hebraísmo en los autos después de 1643 obedecen a la dependencia del dramaturgo respecto a las consignas de Olivares, defensor de marranos y conversos.

Los judíos en las postrimerías

Al proyectarse hacia el final de los tiempos, la comedia española vuelve a sacar a escena el mundo judío. En El Antecristo, atribuido a Lope, el protagonista es Titán, un desalmado energúmeno pagano que combate por igual a la ley mosaica y a la cristiana:

Ya toda ley se deroga,
sólo me adoren a mí;
igualmente aborrecí
la Iglesia y la Sinagoga.

(Lope: Acad., III, 528a)



Sin embargo, en El Anticristo de Juan Ruiz de Alarcón el protagonista es descendiente de la tribu de Dan, «que Dios maldijo», y fruto de la unión incestuosa de su madre. Los judíos van a buscarlo para que los guíe a la reconstrucción del reino perdido:

¡Viva el rey de Israel, y al pueblo hebreo
la libertad preciosa restituya!

(vv. 785-786)



El signo del fin de los tiempos y el triunfo del Anticristo lo anuncian los músicos:

Ya los hijos de Judá,
de Rubén y Benjamín,
libertad eterna gozan
en su nativo país.

(vv. 1914-1917)



A pesar de su poder, los cristianos, casi siempre anónimos, derrotarán al Anticristo, y los mismos judíos, anónimos también, se convertirán:

TODOS
Dios eterno es Jesucristo.
JUDÍO 1.º
Todo el mundo adorará
su nombre.

(vv. 2631-2633)



Confesión que no puede sorprender después de haber presenciado lo que se nos cuenta en la última acotación:

«El Anticristo sube por tramoya, y en lo alto parece un ángel con espada desnuda y dale un golpe, y cae el Anticristo; ábrese un escotillón del teatro, y por él entran el Anticristo y Elias falso, y salen llamas».

(p. 545)



A modo de conclusión

Creo que el recorrido nos ha permitido observar la variedad de trato que los comediógrafos dan a los judíos como criaturas escénicas. Julio Caro Baroja (1966: 1, 515) se preguntaba:

«¿Cabe que el morisco, el judío o el luterano salgan a las tablas, si no es de otra forma que como representantes del mal, y esto las menos veces posibles?».

La pregunta podría dirigirse con la misma propiedad al teatro inglés de los tiempos de Isabel y Jacobo. Pocas voces de católicos se oyen en esos dramas. Los judíos que en ellos aparecen no son encarnaciones de la caridad. Tanto El judío de Malta de Marlowe como El mercader de Venecia nos presentan dos protagonistas que, a los ojos del dramaturgo y sus espectadores, son odiosos. Estos poetas, como Lope, no dejan de exponer sobre las tablas las razones de su resentimiento, pero condenan sus actos, que consideran aberrantes, ofensivos y peligrosos para la sociedad.

En la comedia española la visión depende esencialmente de la distancia que se establezca entre la acción y el espectador. Lope explicó el diferente concepto que le merecen los judíos -idea que era habitual en su tiempo y no ha sido desterrada oficialmente por la iglesia católica hasta hace unos años- en el diálogo que mantienen Audalla y Aurelio en La pobreza estimada:

AURELIO
De un hombre hemos nacido.
AUDALLA
Ya lo entiendo;
pero de tres que el mundo dividieron,
Dios bendijo los dos, maldijo el uno.
AURELIO
¿Con la escritura acotas?
AUDALLA
Luego ¿dudas
que no la lee el moro?
AURELIO
Si la sabes,
mira el valor de los hebreos, mira
el libro de los Reyes y Jüeces.
AUDALLA
Antes a que vuestro Cristo maltratasen,
tuvieron gran valor; mas mira ahora
que son esclavos del cristiano y turco.

(Lope: BAE, IV, 150a)



Los dramas bíblicos, en general, desarrollan conflictos endogámicos y, en consecuencia, los judíos no se caracterizan por serlo sino por el papel que desempeñan en el enfrentamiento interno. Con facilidad, como personajes trágicos, se convierten en representación de una humanidad sufriente y en lucha, con la que se identifican los espectadores. El libro sagrado da entonces origen a dramas ajenos a cualquier intencionalidad religiosa: pura plasmación de tensiones, deseos, apetitos y ambiciones enteramente humanos, demasiado humanos a veces. El discurso dramático, salvo en algún personaje secundario y humorístico, rehúye la tentación de los tópicos antijudíos.

En ocasiones, como prefiguración de los valores dominantes en la sociedad cristiana, los personajes bíblicos se convierten en modelos admirados, aureolados, ungidos..., expresión del anhelo de trascendencia y de conformidad con la voluntad divina. Hay todo un santoral mosaico recreado por nuestros dramaturgos áureos35.

Cuando el drama bíblico incluye el choque con otros pueblos o razas, la comedia siempre apostará por los judíos como personajes positivos.

Sobre los judíos posteriores a Cristo pesa siempre el estigma del deicidio; pero con matices notables. En algunas comedias, la marca infamante queda reducida a alusiones circunstanciales, mientras que en su actuación central los personajes hebreos pueden provocar la simpatía del público. Incluso en aquellas obras en que son decididamente perversos, los dramaturgos más sensibles nos dejan conocer su intimidad, participar de las angustias que los arrastrarán al crimen y la ignominia. Los poetas más torpes, en cambio, caen con facilidad por el precipicio del melodrama y el disparate en sus recreaciones de tópicos antisemitas.

En el conjunto de la comedia española, las que tienen protagonistas judíos no constituyen un número excesivo. Incluyendo las bíblicas, no alcanzarán la centena, entre ellas una obra maestra y varias de subido interés poético. Las que hoy tenemos por mejores, las únicas que han sido recuperadas por el teatro moderno, son las que trascienden las consideraciones de casta o religión y se constituyen en expresión de sentimientos universales: el amor, el deseo, la ambición, la angustia ante la muerte...

Por último, no podemos dejar de señalar que, fuera o no «la voz de los cristianos viejos», la comedia nueva, la fórmula dramática del teatro comercial, entusiasmó a los judíos y conversos españoles. Hubo no solo conversos, sino penitenciados por la Inquisición, que escribieron en los mismos moldes que los de la otra casta; hubo un público judío, tanto en Holanda como en el Oriente Próximo o en África, enamorado de las comedias de Lope, Calderón o Vélez, que hizo cuanto estaba en su mano para disponer de libros e incluso de representaciones.

El mundo del siglo XVII era muy distinto al nuestro, pero no estaba hecho de una pieza: los críticos y los lectores tenemos la obligación de vislumbrar sus tornasoles.

Bibliografía citada

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