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Mi historia

(Continúan las Memorias de Doña Juana de Carbajal)

Cuanto te he referido, Esperanza, acerca de nuestra familia, lo sé por las relaciones de mi abuelo Don Felipe de Carbajal. Ahora voy a narrarte la historia de mi juventud y de mis desgracias.

Nada recuerdo de la casa del sepulturero ni de su familia. Era yo tan niña, que para mí todo eso es como si nunca hubiera existido; mi memoria se conserva desde que tenía yo ya cinco años, y que vivía con una mujer llamada Esther, cuyo marido, más joven que ella, había sido soldado, y trabajaba como sobrestante en las obras de albañilería.

Ni Esther, ni Luis su marido, tenían parientes, y en mi infancia me cuidaban con tanto esmero, como si yo hubiera sido verdaderamente su hija. Y yo me acostumbré a llamarles «padre y madre».

Teníamos una vida tan tranquila, que los años se deslizaban siempre iguales los unos a los otros, y así como sin sentirlo y sin comprenderlo, me encontré ya hecha una mujer, una joven de veintidós años.

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Pero yo no conocía lo que era eso que se llama el mundo, jamás había salido de mi casa mas que a misa a las cinco de la mañana en verano, y a las seis en invierno.

El resto del día lo pasaba encerrada en mi casa, y ni siquiera había llegado a comprender que hubiese algo que se llamase amor, a pesar de que algunas veces sentía en el alma cierta inquietud vaga y desconocida.

***

Había yo observado hacía ya algún tiempo, que el hombre a quien tenía yo por mi padre iba tomando un aire de tristeza muy marcado, que me miraba de una manera extraña, que gustaba de estar a mi lado más tiempo cada día, que me acariciaba con mucho ardor, y que cuando como de costumbre llegaba yo a besarlo, se estremecía y se ponía encendido.

A pesar de mi inexperiencia, esto me hacía reflexionar algunas veces que algo extraño debía pasar en aquel hombre, y lo que más me hacía pensar, era que algunas veces cuando me acariciaba oía acercarse a mi madre y él se retiraba precipitadamente como con terror.

Yo, combatida por estos pensamientos, comencé también a entristecerme.

Un día mi padre me dijo con profunda ternura:

-Hija mía, ¿me quieres mucho?

-Mucho, le contesté besándole una mano.

-Y si quisiera irme de aquí, ¿me seguirías?

-Hasta donde tú quisieras.

-Entonces preparate, porque quizá pronto partiremos.

-¿Y mi madre?

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-Ni va con nosotros, ni debes decirla nada, ¿lo oyes? Si lo supiera, tú y yo seríamos perdidos.

En este momento oímos los pasos de Esther que se acercaba. Luis se retiró violentamente y se puso encendido.

La mujer entró y debió no haber notado nada, porque nada dijo.

Hacía también algún tiempo que había entre Luis y su mujer grandes y contenciosos altercados, y disputas que algunas voces tomaron un carácter tan violento, que llegaban a las manos.

Entraba yo a apaciguarlos, y una vez oí a Esther que decía a su marido:

-Un día de estos voy a contárselo todo a esa muchacha.

-Ese día te mato -dijo Luis.

Al verme, los dos callaron; pero aquellas palabras estuvieron dando vueltas muchos días en mi cerebro.

Cada vez que me encontraba a solas, Luis me decía:

-¿Hija, ya estás dispuesta?

-Sí, le contestaba yo.

Había entendido que ambos querían separarse por la vida que llevaban; y como Esther había dado en maltratarme cruelmente todo el día, mientras que Luis me acariciaba y me contemplaba, yo no podía vacilar en la elección.

Para mí ellos eran mi padre y mi madre, y en caso de separarse, con alguno debía de irme, y me parecía mejor que fuese con el que mejor me trataba.

Yo esperaba el día de la partida con temor por lo que podría decir mi madre; pero también con alegría, porque a cada instante era más triste allí mi situación.

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***

Una noche, ya en las altas horas, oí una de tantas disputas en el cuarto de Luis y de Esther; creí que sería cuestión de toda la noche, pero me engañé; a poco todo volvió a quedar en el más profundo silencio.

Habría pasado una hora de esto, cuando llamaron a la puerta de mi cuarto.

Me levanté creyendo que alguien se habría enfermado; abrí la puerta y vi a Luis en traje ya de camino, aunque sumamente pálido y desencajado.

-Vámonos -me dijo.

-¿Adónde?

-¿No te advertí que estuvieras preparada?

-Lo estoy.

-Pues vamos.

-¿Y si me pega mi madre?

-No tengas cuidado; ella se ha ido ya primero que nosotros y nada te dirá; pero date prisa y vámonos.

Él esperó en la puerta, yo me vestí apresuradamente, tomé toda mi ropa, que estaba ya preparada de antemano, y dije:

-Ya estoy.

-Sígueme; ven.

Salimos de la casa y yo iba casi con terror: al pasar frente a la cámara en que dormía Esther, advertí que no había luz; esto me calmó: sin duda, como decía mi padre, ella había partido antes que nosotros abandonándonos.

Llegamos a la calle y comenzamos a caminar.

Yo ni conocía las calles, ni los rumbos, ni sabía adónde   —190→   nos dirigíamos: del brazo de Luis, caminaba sin hacerle pregunta ninguna.

En todo aquello había algo de misterioso que me amedrentaba y que no me atrevía a sondear.

Luis iba sombrío y silencioso; pero al mismo tiempo sobresaltado, volviendo el rostro cuando creía escuchar algún rumor, y recatándose cuando creía que alguien se acercaba.

Cuando amaneció estábamos ya fuera de la ciudad.

Yo no sabía lo que eran los campos; caminando por ellos, la aurora, el cielo, los ríos, las aves, todo me encantaba, me hacía feliz.

Respiré el aire puro de la mañana, y me puse tan alegre, que Luis me lo conoció; entonces él también comenzó a perder el ceño, y con ternura, me dio un beso.

-¿Estás muy contenta, vida mía? me dijo.

-Sí, padre mío, le contesté.

-¡Oh! no me digas padre.

-¿Por qué?

-No me gusta.

-Pero ¿por qué?

-¿Por qué? En primer lugar porque no soy tu padre, hermosa.

-¿No sois mi padre? Pues entonces, ¿qué sois mío?

-Por ahora, mi vida, nada; yo te crié y te quise como a una hija; pero creciste y me fue ya imposible verte como a tal; me gustabas para mujer y no para hija. Esther era tan fea, tan vieja, tan mala, y tú tan joven, tan buena, tan bonita, que era preciso que yo te quisiera, y por eso te he sacado de aquella casa, para que seas mi mujercita: ¿te gusta?

Yo nada contestaba: Luis me abrazaba y procuraba besarme; pero desde que yo había sabido que no era mi padre,   —191→   que quería que yo fuera su mujer, me repugnaba aquel hombre.

Como mi padre, lo veía simpático y amable; como amante, le veía viejo y repugnante.

Seguimos caminando, y yo comencé entonces a ponerme triste y preocupada: en poder de Luis no tenía yo más remedio que sucumbir, porque me faltaba hasta el miserable apoyo de Esther. Yo pensaba en ella como en una esperanza; concebí la idea de disimular con Luis, escapármele en la primera oportunidad, y volver en busca de Esther.

Almorzamos en un pequeño rancho adonde hicimos alto, porque iba yo muy cansada: allí Luis comenzó a presentarme a todos como su mujer.

Durante todo el camino, y allí mismo, no había cesado de hablarme frases de amor y palabras provocativas, para encender sin duda en mi pecho un amor que estaba muy lejos de sentir.

Volvimos a ponernos en camino aquella tarde, y al anochecer llegamos a otro rancho.

Las gentes que lo habitaban eran hospitalarias como casi todos los campesinos. Luis pidió posada para él y para su mujer, y nos dedicaron un pequeño cuarto, cuyas paredes, como el rancho todo, eran de tablas.

Cenamos y nos retiramos: yo me estremecía de horror al pensar que pasaría la noche tan cerca de él; confiaba yo en mi resolución, pero había llegado a tenerle miedo.

-Vamos a ser muy felices, me dijo así que estuvimos solos.

-Si, contesté temblando.

-Porque yo te quiero mucho, y llevo dinero para que vivamos muy contentos.

-¿Y no nos perseguirá Esther? dije, procurando alargar la conversación.

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-Imposible.

-Yo le tengo mucho miedo, y no seré vuestra mujer mientras ella pueda alcanzarnos.

-Entonces puedes serlo desde este instante, porque nunca nos alcanzará.

-¿Cómo?

-Sí; ahora que estamos lejos, voy a contártelo todo: Esther me tenía aburrido, y era además el obstáculo que tenía yo para que tú fueras mía; todos los días pleitos y disputas, ¡yo, que ya necesitaba poco! Anoche no pude sufrirla, se me subió la sangre a la cabeza, ella me dio una bofetada, y yo tomé un martillo y le dí con él en la cabeza.

-¡Jesús!

-Cayó, quise levantarla, pero estaba ya muerta.

Apenas podía yo respirar escuchando aquella relación.

-Viendo que aquello no tenía ya remedio -continuó Luis- la acosté en su cama, tomé el dinero y las alhajas que pude; te llamé, nos salimos y Laus Deo.

-¿Pero nos perseguirán? ¡Quién sabe qué será de nosotros, Dios mío! ¿Qué habéis hecho? ¿En qué me habéis comprometido?

-No temas, mi bien, que yo sabré arreglar las cosas de manera que no tengas nada que temer.

Calló él y callé yo, meditando quizá ambos en lo mismo.

Así pasó largo rato, hasta que él me dijo:

-¡Alma mía! mañana debemos madrugar, para continuar nuestro camino, y es preciso dormir un instante.

Yo, ni pensaba en dormir, ni en descansar; no tenía más idea fija que huir del lado de aquel hombre que me causaba espanto.

Pero estaba yo encerrada con él, y era preciso buscar un arbitrio, y Dios me inspiró y me auxilió; se oyeron por el   —193→   camino que estaba al frente de la casa en que nos habían dado hospitalidad, las pisadas de varios hombres a caballo.

-¿Escucháis? -le dije fingiendo más terror que el que realmente sentía.

-Sí -contestó- ruido de caballos.

-Salid a ver; quizá nos persigan, y es preciso huir.

Él vacilaba, pero yo lo animé; y él, procurando no ser visto ni hacer el menor ruido, salió del jacalillo en que estábamos.

En el momento me lancé a uno de los lados del jacal, rompí las delgadas tablas de que estaba formado, y me encontré en el campo.

La noche estaba oscurísima, y yo no conocía el rumbo; pero corrí, alejándome sin pensar adónde iba.

No sé lo que pasaría con Luis, porque yo corrí, corrí mientras tuve fuerzas, y después poco a poco, pero siempre avanzando, caminé hasta que comenzó a amanecer.

Casi desmayada de fatiga y de sueño, caí al pie de un árbol y me quedé dormida.

Debí dormir una gran parte de la mañana, porque cuando desperté, el sol estaba ya muy alto.

Oí voces cerca de mí, y me incorporé sobresaltada: un joven que se había parado junto a mí y me contemplaba fijamente, fue lo primero que llamó mi atención; hablaba con dos o tres lacayos que a caballo y a poca distancia, tenían de la brida un caballo ensillado que era sin duda el del joven.

Preocupada como estaba, creí al principio que serían tal vez gente de la justicia que me perseguía para prenderme, y no me tranquilicé hasta que el joven me dirigió la palabra.

-A fe mía, señora -me dijo- que no comprendo ni cómo   —194→   habéis venido hasta aquí ni cómo os habéis atrevido a dormir con tanta confianza en un paraje tan solitario.

-Señor -le contesté- ni conozco el lugar en que estoy, ni sé tampoco por dónde he venido aquí.

-Entonces, ¿cómo es que os encuentro sola? ¿habéis perdido a vuestra familia? ¿os habéis extraviado?

-Señor, nada podré deciros, porque nada recuerdo en este momento.

-Curiosa aventura debe ser esa por cierto: pero supongo que no querréis permanecer aquí; ¿qué pensáis? ¿adónde pretendéis dirigiros? decidme; porque os aseguro que solo la casualidad nos ha hecho cruzar por este sitio, por el cual en muchos días no veréis quizá pasar a otro hombre.

En vez de contestarle, púseme a llorar.

-No lloréis, señora -me dijo-; ¿adónde queréis que os conduzca? ¿adónde está vuestra casa?

-No tengo casa, no tengo adónde ir; soy sola, sola sobre la tierra.

-¿No tenéis padres, ni parientes, ni amigos...?

-Nada tengo, nada más que mi desgracia: y torné a llorar.

-No os apenéis -me contestó-; tengo cerca de aquí una hacienda adonde podréis retiraros mientras pensáis, mientras determináis de vuestro porvenir: venid y no os apenéis.

El joven hizo acercar su caballo, montó en la grupa, me colocaron los lacayos en la silla, y echamos a caminar.

En un pintoresco vallecito que descubrimos desde una altura, se alzaba la casa de la hacienda con sus paredes blancas, sus techos de ladrillos rojos sombreados por grandes árboles y a la orilla casi de un río cristalino.

El joven me había hablado muy poco durante el camino; me dejaba llorar, y solo de cuando en cuando me preguntaba si iba yo con comodidad.

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Al llegar cerca de la hacienda, uno de los lacayos se adelantó, sin duda para anunciarnos, porque cuando llegamos, toda la servidumbre estaba ya esperando.

El joven me hizo bajar del caballo y me condujo a una habitación dispuesta ya para mí.

-Señora, me dijo- esta habitación es para vos; los criados están a vuestras órdenes, vivo aquí enteramente solo: si queréis, os servirán aquí la comida, y si me honráis asistiendo a la mesa, tendré en ello un verdadero placer.

Preferí quedarme en mi cámara, y en todo el día y en el resto de la noche el hombre no volvió a presentarse, aunque los criados me servían con increíble eficacia.

***

Habían trascurrido varios días, y yo me había hecho ya de alguna confianza con aquel joven, que me prodigaba toda clase de atenciones.

Tenía yo siempre cerca de mí una criada que no me abandonaba y que había sabido ganarse mi afecto; aquella criada se llamaba María, y por María supe que mi protector era Don Pedro de Mejía, hijo de uno de los más ricos capitalistas de México, que era español, y que había venido a aquella hacienda por pocos días, pero que la casualidad de haberme encontrado lo había hecho detenerse allí.

Don Pedro había agotado sus galanterías, y a pocos días de mi llegada había hecho traer de México para mí, trajes y cuanto podía necesitar una mujer.

Yo le había referido mi historia con la mayor franqueza.

Don Pedro y yo pasábamos la mayor parte del día juntos, ya en la casa, ya saliendo a dar largos paseos a pie o a caballo.

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Una tarde volvíamos de una de estas correrías; él, acercando al mío su caballo, me dijo con mucha ternura:

-Decidme, ¿nunca habéis amado a un hombre?

-Nunca, le contesté ruborizándome.

-¿Ni ahora?

No pude responderle, pero estreché su mano y agaché la cabeza.

Era que yo sentía que le amaba y que aquellas preguntas descorrían a mis ojos un velo.

Educada en el mayor abandono y sin el trato de la sociedad, ni conocía el peligro que me amenazaba, ni lo que debía hacer para evitarle.

Tenía en mi corazón el pudor natural de una virgen, pero no la experiencia ni la luz de la educación.

Como aquel era mi primer amor, como debía yo tanta felicidad a aquel hombre, como él me rodeaba de tanta seducción, mi amor se encendió de una manera terrible, y muy pronto su triunfo fue tan completo como fácil.

Pasaban los días fugaces para mí, había yo llegado a ser enteramente feliz, me olvidaba del pasado, y no pensaba nunca en el porvenir.

Un día, sin embargo, noté que Mejía estaba fastidiado o triste, y no pude conseguir que me dijera la causa.

Siguió así cada vez más sombrío, hasta que una mañana, me dijo:

-He recibido cartas de mi padre, y es preciso partir para México.

-¡Qué lástima! -le contesté- ¡éramos aquí tan dichosos!

-¡Qué hemos de hacer! ¡yo no tengo sino que obedecer! pero en México podremos seguir siendo dichosos.

-¿Lo crees así?

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-Ya lo verás: he mandado que tomen para ti una casa, y si no puedo ir a vivir a tu lado, te veré todos los días.

Yo me entristecí con estas noticias.

-Creo que voy a empezar otra vez a sufrir, le dije.

-No lo temas, ya verás como te engañas: tú partirás esta tarde para llegar a México de noche.

-¿Sola? ¿sin ti?

-Yo me voy mañana; no es prudente que nos miren entrar juntos.

Callé, pero me puse a llorar.

Dos días después, acompañada de dos criados, llegaba yo a México, en donde encontré ya dispuesta una casa para mí.

Aquella casa era triste, mal amueblada, y estaba en uno de los suburbios de la ciudad, fuera ya de la TRAZA, Por el lado del Sur.

Uno de los criados me entregó algún dinero, recogieron el caballo que me había conducido, y se retiraron.

***

Estaba yo completamente sola en la casa; no había ni una criada, ni una esclava, ni nadie absolutamente.

Procuré luego que una de las mujeres que vivían en las casas cercanas viniera para hacerme compañía y servirme, y comencé a prepararlo todo para el nuevo método de vida que iba a llevar.

Esperaba que Don Pedro vendría muy pronto a verme; pero pasó un día, y otro, y otro, y ocho y quince, y Don Pedro no me enviaba ni noticias suyas.

Le amaba yo con tanto desinterés, y con tanta fe creía   —198→   en su amor, que lo menos que me figuré fue que me había abandonado.

Mi inquietud era grande, porque me suponía que estaba enfermo, que le había sucedido alguna desgracia, y no sabía qué partido tomar.

¿Buscarlo? ¿Adónde? Ni yo conocía la ciudad, ni sabía la calle en que él vivía.

Esperar era lo más prudente; él me amaba, y aun cuando no fuera por mí, iba yo a ser madre y él no podía abandonar así a su hijo.

Pasó un mes, y determiné por fin salir en su busca.

Para no perderme en las calles de la ciudad, determiné que me acompañase la mujer que me servía; todas las mañanas salíamos en busca de Don Pedro, y no podíamos encontrarle, retirándonos fatigadas en la tarde.

Un día en que estaba yo casi desesperada, acerté a pasar por delante de una gran casa que había en la calle de Ixtapalapa.

Multitud de lacayos y de palafreneros conversaban en el zaguán de la casa, y se divertían diciendo chuscadas a las mujeres que por allí pasaban.

Llegaba yo tímida a pasar por allí, cuando con la mayor sorpresa distinguí entre aquellos hombres a uno de los criados de Don Pedro, que se llamaba Salvador, y al que había yo conocido perfectamente cuando estuvimos en la hacienda de Mejía.

Conociome él también, y apartándose de los demás, se dirigió a mí.

-Señorita, me dijo, ¡cuánto tiempo hace que no os veía!

-¡Salvador! -le contesté- ¿qué ha sucedido con Don Pedro? ¿está enfermo, ausente?

-No señora, está muy bueno y sano aquí en México.

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-Pero no ha vuelto a verme desde que llegué.

-Qué quiere vd., señora, así es el señorito con todas las mujeres.

Aquella respuesta me heló el corazón.

-Gasta -continuó el lacayo- tira y hace mil locuras por una muchacha, mientras que le dura el capricho; después, anda vete, como si no la hubiera conocido: le he visto encontrar a una chica con quien tuvo unos amores muy fuertes, y ella se lo quedó mirando que hasta parecía tonta, y él ya ni se acordaba, y me preguntó: Salvador, ¿quién es esa muchacha? no está fea. Y cuando le dije quién era, se echó a reír como un niño.

Escuchando a aquel hombre, sentía yo que se hundía la tierra bajo mis plantas.

-Ahora -continuó Salvador- está muy entretenido con una muchacha muy bonita, y con esa sí puede ser que se case, porque esa sí es española...

No pude soportar más tiempo aquel martirio.

-Oye, le dije, voy a pedirte un favor.

-Mándeme la señora.

-Vas a dar un recado a tu amo, de mi parte.

-La verdad, eso no, porque me regaña.

-¿Por qué tiene de regañarte?

-¿Cómo por qué? porque cuando le hablo así de las mujeres que él ya dejó, me dice siempre muy atufado: «¿Quién te mete en eso? Si la quisiera yo para algo, ¿crees que la hubiera abandonado?»

Me puse a llorar con tanta amargura, que Salvador no pudo menos de conmoverse.

-Vamos, señora, me dijo; no llore vd., yo veré si aprovecho un rato de buen humor del amo, y le digo. Vamos, ¿qué quiere vd. que le diga?

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-Que quiero hablarle, que no exijo ya que me ame, pero que muy pronto voy a ser madre de su hijo; que no creo que tenga valor de abandonar a su hijo a la miseria; ¿lo entiendes? a la miseria.

-Sí, señora, yo se lo diré, pero creo que salimos mal.

-¿Mal?

-Sí, porque el amo es tieso, y yo le conozco muy bien; ya otras pobres... pero en fin, se lo diré.

-¿Y me avisarás lo que contesta?

-Sí señora; ¿adónde os llevo la razón?

-¿Sabes mi casa?

-¿La que os tomó el amo?

-La misma.

-Bueno; entonces allá iré a deciros lo que se ha adelantado; pero no fiéis, porque yo sé que no hará caso, y bueno será que vayáis tomando vuestras providencias.

-¿Qué quieres decir?

-Nada, allá os hablaré más espacio.

-¿Cuándo irás?

-Esperadme; mañana o pasado mañana.

-Adiós.

-Adiós, señora.

No cesé de llorar desde allí hasta mi casa, que en verdad estaba muy retirada.

***

Salvador cumplió, y al otro día temprano fue a verme.

En el rostro le conocí que no llevaba buenas noticias.

-¿Qué hay? -exclamé al verle entrar.

-Lo mismo que os había yo dicho; el amo me ha regañado de lo lindo.

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-¿Pero qué te dijo para mí?

-Para vos ni palabra; me llenó de improperios por haberme metido en este asunto: «que ya se había cansado de vos;» «que si teníais un hijo, que Dios os la deparara buena», y en fin, que si me había yo figurado que era un lacayo para casarse con una criolla pobre, o un tonto para estarla manteniendo toda la vida, y que bastante honor os había hecho con teneros por dama algunos meses.

-¡Infame! -exclamé yo.

-Estábamos en esta tinga, cuando acertó a entrar el padre del amo, que es un señor español de muy buen corazón, y oyó de lo que se trataba.

-¿Y qué dijo, qué dijo?

-¡Ah! ese es otra cosa; regañó a mi amo por andarse metiendo en amoríos con las criollas, y le dijo que estos disgustos él se los buscaba porque se olvidaba de su alcurnia, bajándose así.

-¿Eso dijo? -pregunté indignada.

-Sí; pero agregó: «esa mujer, ya que fue tu dama, no la abandones así, porque ya le diste honra que no merecía; es necesario que hagas algo por ella», y entonces le aconsejó lo que debía hacer.

-¿Y qué era ello? -pregunté.

-Pues una cosa natural -continuó Salvador- me preguntó el amo si erais dama de mi gusto, contestele que «muy mucho», y me dijo: pues entonces tómala por tu cuenta, que yo te aumentaré el salario en diez pesos para que puedas mantenerla: creo que no quedaréis disgustada, porque al fin, algo habéis sacado, hermosa mía.

La sangre me ahogaba; aquello era una indignidad, una afrenta espantosa; aquello no tenía nombre.

El lacayo me tendía sus brazos para tomarme entre ellos,   —202→   creyendo sin duda que me consideraba yo feliz con lo que me proponía en nombre de sus amos.

-¡Miserable! -le grité dando un paso atrás- ¡miserable lacayo! no me toques, porque sería yo capaz de morirme de ira.

-Adiós -dijo él con desprecio- ¡qué criolla tan alzada!

-Retírate, Salvador, retírate; no vuelvas a poner aquí jamás un pie: dile a ese infame de Don Pedro, dile a ese miserable de su padre, que yo trabajaré para mantenerme y para mantener a mi hijo, que me olviden como yo los desprecio a los dos, y que el cielo vengará mi inocencia y mi candor burlados por ese hombre, que solo por rico se titula caballero: sal de mi casa, sal inmediatamente.

Salvador espantado de aquel arranque de furor que estaba muy lejos de esperar, salió sin murmurar una palabra.

Le vi alejarse, cerré la puerta de mi cuarto, y me arrojé sollozando en un sitial.

***

La miseria me abrumaba; apenas tenías cuatro meses de nacida, hija mía, y yo tenía ya que ganar mi vida en los más rudos trabajos en que puede ejercitarse una pobre mujer.

Barría en las calles, ayudaba en las casas, hacía mandados en los conventos de monjas, y todo esto por una retribución tan corta, que me alcanzaba apenas para comer.

Había dejado ya la casa que tomó para mí Don Pedro, y dormía en un rincón del pobre cuarto que ocupaba la mujer que había sido mi criada; todos los muebles los había vendido, y solo conservaba un colchón que tendía en el suelo por las noches.

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Aún era yo joven, y no me faltaban pretendientes que me ponían asechanzas, queriendo aprovecharse de mi desgracia y deslumbrarme con promesas; pero yo rechacé siempre esas proposiciones con desprecio.

Logré encontrar, por fin, un destino en una especie de hostería que se había establecido en la ciudad.

En aquel tiempo comenzaban a ponerse en México casas para los caminantes, y hosterías.

En la que yo encontré acomodo concurrían gentes de buena clase, los jóvenes alegres y de la nobleza, y algunas familias que iban allí a tomar refrescos o a cenar.

Yo era joven, y me encargaba la dueña de la casa de servir a los parroquianos limonadas, licores, bizcochos y otras cosas.

Como era natural, los jóvenes comenzaron a florearme, y se atrevían, ya a apretarme la mano, a querer abrazarme, ya a procurar, aprovechándose de una distracción, darme un beso.

Yo sufría porque tenía necesidad de ganar mi vida para dársela a mi hija.

Los parroquianos alegres me llamaron Hebe, que era, según la mitología, la que servía a los dioses el néctar, y yo tenía que obedecer y responder por este nombre mitológico.

Se distinguía entonces entre los concurrentes un hombre ya de edad, pero que era uno de los más tormentistas, como los otros le decían; llevaba allí a unas damas de alegre vida, y con dos o tres amigos permanecía en la casa, tomando, jugando y conversando hasta muy entrada la noche.

Este hombre, cuya historia supe después, se llamaba Don Baltasar de Salmerón.

Don Baltasar determinó que yo sería suya, y comenzó a molestarme de día y de noche, ofreciéndome y amenazándome   —204→   sin alcanzar nada, y luego hasta interesar en favor suyo a la dueña de la casa, que se convirtió en intérprete de sus deseos y en auxiliar de sus malos intentos.

Una noche Don Baltasar permaneció hasta muy tarde en la casa; observé que pedía más de beber que de costumbre, y que estaba sombrío. Un amigo íntimo suyo le acompañaba y se habían sentado en una mesa que estaba cerca de la entrada de la cocina.

Como la noche estaba muy avanzada, se había cerrado ya la puerta que daba a la calle, y en la casa, a excepción de la patrona, que hacía sus cuentas del día, y yo que velaba por lo que pudiera ofrecerse, todos los demás dormían.

La conversación de Salmerón y de su amigo era acalorada, y la curiosidad me llevó a escuchar: aquel diálogo me interesó.

-Sí, amigo -decía Don Baltasar apurando un vaso de vino- hoy hace años la ejecución de las Carbajales, y necesito distraerme para olvidar.

-¿Tal efecto os hizo?

-Si supierais esa historia... -Don Baltasar apuró otro vaso. Comenzaba ya a estar alucinado.

-Contádmela.

-¿Que os la cuente...? Vaya... os la contaré, aunque no con sus pormenores, porque vos sabéis ya algo; pero en fin... ¿os acordáis de las Carbajales?

-Mucho: tres muchachas como tres granos de oro, como tres perlas, Doña Isabel, Doña Leonor y Doña Violante.

-Eso es cierto: pues yo era el amante de Doña Isabel.

-¿Cómo? de la casada con...

-De la misma; esa dama tan rica y tan orgullosa, fue mi dama.

-¡Y decían que era tan honrada!

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-Ja, ja, ja -¿honrada, eh? Pues quince días vivió conmigo en una casa que está cerca de la capilla de los Mártires.

-¿Y su marido?

-Veréis, veréis si soy tonto: mucho tiempo la seguí, y ella nada, desprecios y más desprecios: se casó y tuvo una hija, ¿recordáis?

-Recuerdo.

-Robésela y púsele por condición para volverla a su poder, que me visitase sola.

-¿Y fue?

-Pues no... Fue y quiso resistirse allí; pero ya debéis suponer que era locura: fue, y me la tuve allí quince días.

-¿Y le devolvisteis a la niña?

-No soy tan imbécil: si la hubiera dejado mucho tiempo libre, me pierdo, se venga: el día en que salió de mi poder estaba ya denunciada como judaizante en la Inquisición, y el mismo día la aprehendieron, casi al llegar a su casa: ¡quizá me duermo!

-¿Y su padre y su marido?

-En cuanto a su padre, ni sé en qué paró: lo que es el marido, en esa misma noche le despaché al otro barrio.

-¿Le matasteis?

-¡Pues no! ¡Si me iba la vida de por medio!

-¿Y la niña?

-Debe ser ahora ya una moza como una amapola: yo se la di en guarda a un sepulturero, murió éste de la epidemia de los indios, la niña quedó sola, y entonces se la entregué a uno que había sido soldado, que se llamaba Luis, y que vivía con su esposa la vieja Esther, que jamás había tenido hijos.

-¿Moriría tal vez?

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-No, y debe ser buena gaita la niña, porque he sabido que Luis se enamoró de ella, que mataron a la vieja y que huyeron; pero algún día la encontraré porque tiene la marca de la familia Carbajal, una llama roja pintada en la espalda.

Yo escuchaba atónita aquella relación; sin pensarlo había descubierto el secreto de mi nacimiento y la historia de mi familia.

Absorta en estas meditaciones, no advertí que la patrona de la casa estaba a mi lado.

-Mala costumbre es esa de espiar a los caballeros -me dijo secretamente-; retírate a tu cuarto, que yo arreglaré lo que falta que hacer.

Quise replicar, pero me miró de tal manera, que atemorizada callé, y tomando a mi hija, me retiré al aposento en que dormía.

Era este aposento un cuarto que tenía una ventana para una casa inmediata, y una puerta que comunicaba con la cocina de la hostería.

Apagué la luz, y pensando en Doña Isabel y en Don Baltasar y en todo lo que había descubierto aquella noche, me quedé dormida arrullando a mi hija y soñando que caía yo en poder de Salmerón.

***

Desperté como sofocada; sentía que me oprimían, y creí al principio que era un sueño; pero bien pronto me convencí de que era una realidad.

Dos brazos me estrecharon, y una boca se posaba sobre la mía, y me daba besos que me sofocaban, que me querían ahogar.

Luché al principio por desasirme, pero no era posible;   —207→   eran los brazos de un hombre robusto los que me aprisionaban: entonces conocí que mi única defensa era gritar.

Quise entonces gritar, y grité:

-¡Socorro...!

Pero una de las manos de aquel hombre buscó mi boca y me la tapó hasta ahogarme.

Luchaba yo con todas mis fuerzas, despertó la niña y comenzó a gritar.

Luchando siempre, logré levantarme; aquel hombre debía estar muy borracho, porque vacilaba, y el nauseabundo olor del vino salía de su boca.

Por un momento quedamos inmóviles de fatiga; entonces él, aprovechándose de aquella tregua, me dijo:

-Cállate muchacha; si no me conoces, yo soy rico, yo te sacaré de este miserable estado.

-Si no os retiráis grito, grito -le contesté.

-Eso será inútil; la patrona que podía auxiliarte está enteramente a mi disposición, la tienda está cerrada, y nadie vendrá en tu auxilio.

-Sí, vendrá Dios.

-¿Vendrá? pues aguárdale, no vaya a dejar ahora de hacer un milagro por una perdida como tú, y luego criolla.

-Dejadme, dejadme.

-Óyeme, soy el que por tanto tiempo te ha rogado, soy Don Baltasar de Salmerón.

-¡Infame, el asesino de mi madre! -exclamé sin poder contenerme.

-¿De tu madre? -exclamó él, y sentí que sus manos me estrechaban con menos fuerza.

-Sí, sí, dije yo queriendo aprovecharme y desasirme de él.

  —208→  

-Pues que sea lo que el demonio quiera, no me importa -y volvió a luchar conmigo.

Gritaba yo, aunque no esperaba auxilio sino de Dios: mi hija lloraba, y el hombre respiraba fatigado.

Casi exánime iba yo a caer, cuando se abrió repentinamente la ventana que caía a las casas vecinas, y a la pálida claridad de la luna que por allí penetró, vi destacarse claramente la figura de una mujer.

Don Baltasar quiso retroceder espantado, y yo aprovechándome de aquel momento, hice un esfuerzo desesperado y me separé de él.

-¿Qué sucede? preguntó la mujer que había aparecido en la ventana, con un timbre de voz dulce y hechicero.

-¡Socorro, señora! le grité; ¡socorro! ¡este viejo...!

-¿Y a vos quién os mete? -le dijo con furor Don Baltasar-; idos a vuestra casa, o lo pasaréis mal: dejadnos.

Y diciendo esto volvió a lanzarse sobre mí.

-¿Cómo se entiende, viejo malvado? contestó la mujer penetrando en el cuarto.

-Veréis cómo se entiende, dijo Don Baltasar procurando darle un golpe con el puño.

Se trabó entonces una lucha, la ventana se había cerrado, y estábamos completamente a oscuras; sentí que Don Baltasar me había dejado, y lo oía yo agitarse combatido por mi protectora.

Yo los buscaba en la oscuridad para auxiliarla, cuando oí un golpe seco que resonó en la tierra, y luego un momento de silencio.

-Señora, señora, me dijo la mujer, ¿adónde estáis?

-Aquí.

-Abrid la ventana.

Busqué la ventana y abrí.

  —209→  

Con aquella escasa claridad pude distinguir a Don Baltasar inmóvil y tirado en el suelo.

-Vámonos, dijo mi protectora; creo que ese hombre está privado o muerto.

-¡Jesús! ¿qué le habéis hecho?

-Nada; cayó, y azoté su cabeza contra el suelo tomándole de los cabellos. Vámonos pronto.

-Dejadme llevar a mi niña.

-¿Tenéis aquí una niña?

-Sí.

-Pues buena fortuna que no le haya sucedido algo. Vamos.

Saltó ella por la ventana, que estaba muy baja, y la seguí yo.

Estábamos en el patio de su casa, me hizo entrar a una cámara, y entonces pude ver que era joven y bella.

-Yo también, me dijo, tengo una niña; miradla.

Y me descubrió en su lecho a una hermosísima niña como un ángel, que abrió sus ojos azules como un cielo para mirarnos.

-¡Es preciosa criatura! -dije besándola.

-Se llama Catalina -me dijo la joven con todo el orgullo de una madre- Catalina de Armijo, como yo.

Volvió a cubrir a la niña, y luego agregó:

-Pero no perdamos el tiempo; ¿qué pensáis hacer?

-No sé, verdaderamente.

-Creo que lo primero será ocultaros; ahora es preciso saber adónde. ¿Tenéis alguna casa de confianza?

-Ninguna.

Púsose a reflexionar.

-Ya me ocurrió -exclamó repentinamente- aquí cerca vive una especie de limosnero, un santón, que a pesar de   —210→   todo, es muy buen sujeto; podrá ocultaros, porque allí nadie sospechará que estáis. ¿Os parece?

-Haré cuanto queráis, porque vos me habéis salvado.

Se levantó la joven y llamó a una criada vieja que dormía sin haberse apercibido de nada.

-Mira -le dijo- ve con esta señora, y llama a la casa del «pobre:» ¿sabes?

-Sí; ¿del que viene los sábados?

-El mismo; bien: dile que por el alma de su madre le ruego que esconda a esta muchacha allá, hasta que yo le diga, y que mañana venga a verme.

-Sí, señora; ¿y me vuelvo?

-Sí, vuelve.

Me despedí de aquella joven que había sido para mí tan generosa, y seguí a la criada.

Caminamos dos calles, y llegamos a un cuarto bajo y mal cerrado.

La criada que me llevaba, llamó, y se encendió a poco una luz en el interior, y un anciano, con toda la confianza del que nada tiene que temer, salió a abrirnos.

La mujer dio el recado, que escuchó el viejo con atención, y contestó:

-Puede vd. decir a mi señora Doña Catalina de Armijo que será servida en todo. -Pasad -me dijo.

La criada se retiró, y yo entré siguiendo al anciano hasta el interior del aposento.

Había allí una pequeña puertecilla que abrió, y entramos a otro cuarto más pequeño.

-Aquí podéis quedaros -me dijo-; una noche es poca cosa; mañana veré de acomodaros mejor. Buenas noches.

Encendió un candil que estaba en el suelo, y salió.

Yo quedé sola, meditando en mi suerte.

  —211→  

***

Aquel anciano, a quien los vecinos del barrio llamaban simplemente «el pobre», era muy fuerte, a pesar de que mostraba tener ya muchos años.

Nunca pedía limosna, pero nunca despreciaba lo que se le ofrecía.

Sus costumbres eran muy extrañas, y todos los días, desde las diez de la mañana hasta las tres de la tarde, pasaba las horas de rodillas rezando y llorando en la plazoleta que se forma frente a las casas de los marqueses del Valle.

Después se encerraba en su casa y no volvía a salir hasta el día siguiente.

Reunía una gran cantidad de limosnas, pero tomaba para sí solo lo necesario, y repartía entre los otros pobres todo lo restante.

Podía decirse que aquel hombre que vivía de la caridad, era el más caritativo de toda la ciudad.

Por eso todos le respetaban y todos se apresuraban a auxiliarle.

Todos estos pormenores acerca del anciano que me había recibido en su casa, los tuve por mi nueva protectora Doña Catalina de Armijo.

Porque durante el primer día que pasé oculta, no vi más que al «pobre», como todos le decían, que con mucha puntualidad me trajo cuanto necesitaba para mis alimentos.

En la noche del segundo día se apareció en mi casa Doña Catalina y se encerró a solas conmigo. Hablome primero del «pobre», y luego me dijo:

-Extrañaréis el grande interés que he tomado por vos;   —212→   pero siento una rara simpatía, un no sé qué que me obliga a quereros desde que os vi.

-Si no fuera -le contesté- porque tengo con vos una deuda tan inmensa, os diría que me pasa exactamente lo mismo; aunque si he de hablaros la verdad, tanto es lo que os debo, que no sé ni cómo podría pagaros.

-¡Vale eso tan poco!

-¿Tan poco? ¡y habéis luchado con un hombre, y os habéis expuesto quizá a la muerte por mí, como si hubiérais sido un caballero!

-Poco me conocéis; tengo el carácter más varonil que podáis imaginar: sé manejar las armas como un soldado, monto un caballo como el mejor jinete, y no tengo miedo a nada.

-¿Es verdad?

-Mirad: debo ser huérfana, porque el hombre que me crió era un viejo militar, sin dinero, pero sin familia, que me encontró tarada una noche en una calle. Cuando crecí, mi bienhechor tenía verdadero placer en educarme como a un hombre, y reía como un bendito cuando tiraba yo con el sable o corría en un caballo en pelo, o echaba un juramento de los que se usan en los cuarteles.

-¡Válgame Dios! -exclamé yo.

-No os espantéis, que a eso debisteis quizá vuestra salvación anoche: si yo hubiera sido una damita como hay muchas, de seguro que vuestro viejo me hace correr; pero ya lo pusimos a buen recaudo. Y a propósito, ni han resollado en la hostería: mandé a mi criada a averiguar, y me contó que el viejo, con el golpe y la borrachera, durmió toda la noche, y temprano salió diciendo a la patrona: «nos fue mal», «voló el pájaro», «silencio». Con que por este lado, nada hay que temer.

  —213→  

-Vale más, porque yo estaba temiendo los resultados.

-¿Qué resultados? En poca agua os ahogáis: ¡si vierais lo que yo era antes! pero ahora, tengo ya una hijita, y Dios sabe cómo me liga las manos.

-¡Y es tan bella!

-Sí, tan bella; su padre es un español.

-¿Español?

-Sí; mal nos quieren a las criollas ¿es verdad? ya me lo sé, que también fui dama de un oficial expedicionario y me dejó plantada; pero a bien que ya no le quería yo.

-¿Y os casásteis con este?

-¿Casarme? no; es un buen sujeto; de edad, pero muy caballero; rico: se llama Don Nuño de Salazar.

-Dios os saque con bien.

-Dios sabrá lo que hace; pero si este me abandona, le prometo que ni de su nombre me vuelvo a acordar, ni se lo digo jamás a su hija.

Estaba yo espantada de aquella franqueza y de aquel carácter.

-A ver -me dijo- ¿dónde está vuestra niña?

-Aquí está -le contesté enseñándole a mi hija.

-¡Qué bonita, y tan desnuda! ¡Pobrecita! ¿Qué es eso? -exclamó de repente mirando la mancha roja de la espalda.

-Es una señal de familia -le contesté.

-¿De familia? ¿La tenéis vos acaso?

-Sí que la tengo.

-Mostrádmela.

Colocamos a la niña sobre el lecho, y desnudé yo también mi espalda.

-¿De dónde es vuestra familia?

-De México.

-¿Tenéis parientes?

  —214→  

-Ninguno, soy huérfana, y no sé quiénes son mis padres. Yo le mentía, porque había oído mi historia en boca de Don Baltasar, pero temía decir la verdad.

Además, por aquel relato estaba yo segura de que no tenía yo parientes ningunos.

-Es extraño -dijo profundamente preocupada Doña Catalina.

-¿Qué? -le pregunté.

-Mirad -dijo bajándose rápidamente el vestido y mostrándome la espalda- mirad, lo mismo tiene mi hija.

Sobre aquella espalda blanquísima, se dibujaba una llama roja; era la marca de mi familia.

-En efecto -exclamé- como yo, como mi hija: ¿qué es esto?

-No lo comprendo; pero debemos ser de la misma familia, hermanas tal vez: ¿cuántos años contáis?

-¿Lo sé yo acaso?

-¿Nada sabéis de vuestros padres?

-Solo he alcanzado averiguar que fui hija única, y que mi madre y mi padre murieron siendo yo muy niña.

-¿Y cómo?

-De mala muerte.

-Yo no sé sino que fui encontrada en una calle a media noche.

Las dos callamos.

-Pero es indudable que somos de la misma raza, de la misma familia -dijo Doña Catalina.

-Así lo creo.

-Abrazadme, quizá somos hermanas; nunca he tenido hermanos, ni vos tampoco, y ha de ser muy dulce tener familia: abrazadme, ¡voto al demonio! que tengo ganas de que seáis mi hermana.

  —215→  

Aquella mujer revelaba en sus vicios un corazón que aún no estaba dañado.

Me arrojé en sus brazos, y ella lloró, y yo también.

-Estamos de albricias, hermana -me dijo-; yo quisiera llevarte a mi casa; pero Don Nuño tiene un carácter muy imprudente. Vive aquí unos días: yo te buscaré habitación cerca de la mía, y ¡ay del viejo si vuelve a mirarte siquiera! le mato.

***

Salió Doña Catalina, y yo quedé sola; pero en el alma sentía una especie de consuelo inexplicable: había encontrado algo que parecía familia; ya no estaba sola en el mundo.

En esto pensaba cuando llamaron a mi puerta.

-¿Dais permiso? -dijo el anciano desde afuera.

-Entrad, señor, le contesté.

-Vengo, hija, solo a ver si se os ofrece algo, si estáis contenta.

Tan contenta estaba, que necesito contar mi dicha y participar al anciano de mi alegría.

-Sentaos un momento -le dije- porque en vuestra casa he encontrado a una hermana: soy feliz.

-¿A una hermana?

-Sí, a Doña Catalina; nos hemos reconocido como hermanas.

-¿Y cómo ha sido eso?

-Casi por un milagro: no tenemos la certeza de que así sea, pero sí un indicio de pertenecer a la misma familia y una resolución firme de ser hermanas.

-Pero explicadme, si merezco vuestra confianza.

-¡Cómo no! Vos, tan bueno, tan caritativo.

  —216→  

-Dejad eso.

-Pues oid qué maravilla: mirad primero -le dije tomando a mi hija entre mis brazos y mostrándole la mancha de la espalda-: ¿veis esa mancha roja? pues la misma tengo yo, y ella y su hija: ¿qué os parece?

El anciano, en vez de contestarme, trémulo y descolorido se dejó caer de rodillas, y bañado en llanto, levantó los ojos y las manos al cielo, exclamando:

-¡Gracias, Dios mío, gracias; tras de tanto penar, al fin encuentro a mi hija!

-¿Vuestra hija? ¿quién? ¿yo? ¿Doña Catalina? Hablad.

-Sí, hija mía; tu padre tiene, mira, esa mancha roja que todos vosotros habéis heredado de mí.

-¿Pero cómo, cómo? -decía yo vacilando todavía.

-Sí; yo que te perdí cuando iba a recobrarte en la casa del sepulturero José, yo, que no abrigaba ya la esperanza de recobrarte, hija mía!

-Señor -le contesté- ¿mi madre no fue Doña Isabel de Carbajal, que murió en la hoguera?

-Sí; ¿quién te lo dijo?

-¿Mi padre no fue asesinado la misma noche que fue presa mi madre?

-Sí, sí; ¿pero quién te ha contado eso?

-¿No fue mi madre víctima de una celada infame que le preparó Don Baltasar de Salmerón?

-Es cierto, es cierto -decía el anciano espantado.

-Entonces, señor, ¿quién sois, cómo os llamáis mi padre?

-Hija mía, yo soy el desgraciado Felipe de Carbajal, el padre de Doña Isabel, de Doña Violante, de Doña Leonor; yo soy tu abuelo, el único que queda de aquella generación infeliz.

No sé si la razón me pareció concluyente o si el corazón   —217→   me hizo creer en las palabras del anciano; pero yo me arrojé en sus brazos, llorando y exclamando:

-¡Padre mío! ¡padre mío!

Largo rato trascurrió así; mi padre me hablaba algunas veces de nuestra familia, y otras me acariciaba.

De repente la idea de Doña Catalina vino a mi memoria y pregunté a mi padre:

-Padre mío, supuesto que fui la única hija de Doña Isabel, que mis tías no tuvieron familia, ¿qué misterio encierra la existencia de Catalina? ¿por qué tiene la misma marca que nosotros?

-Hija mía -me contestó- esa es una historia horrible: tú conoces, porque me lo has dicho, el crimen que cometió Don Baltasar de Salmerón; pues bien, ese crimen, por desgracia, tuvo resultados, y tu pobre madre dio a luz en las cárceles del Santo Oficio, a una niña que los inquisidores mandaron arrojar a la calle; esa niña tenía la marca de la familia, y esa niña es sin duda, hija mía, Doña Catalina de Armijo.

-¿Entonces el padre de Catalina es...?

-Don Baltasar de Salmerón.

-¡Justicia de Dios! -exclamé horrorizada.

-¿Qué sucede? ¿por qué así te asombras?

-Padre, sin saberlo, anoche han peleado llenos de encarnizamiento Catalina y Don Baltasar, y en poco ha estado que ella no le hubiese matado, porque al menos como tal le dejó tendido: fatalmente se han encontrado, y estoy segura que no respiran sino odio el uno contra el otro.

-Dios lo dispone así; cuéntame lo que viste.

Referí entonces brevemente a mi padre cuanto había pasado con Salmerón, y le vi estremecerse de indignación.

-Hija mía -me dijo- es preciso huir de Don Baltasar   —218→   y de Catalina, esa raza, unida por desgracia con la nuestra, causará muchos males en nuestra familia tú no debes tratar a Catalina; la sombra de mi pobre Isabel te maldeciría: es preciso que ellos no vuelvan a oír hablar de nosotros, ni nosotros a verlos: esta misma noche nos mudaremos de aquí.

-¿Pero cómo? sin dinero, sin recursos...

-No temas; yo estoy así viviendo en la miseria porque quiero, porque nada me alucinaba ya sobre la tierra, pero te encuentro a ti, hija mía, tienes una niña, y es preciso que ambas seáis felices en lo adelante: la Inquisición me despojó de muchos bienes, pero aún soy muy rico; no tengo ni casas, ni haciendas, pero tengo oro, plata, piedras preciosas; aún puedes vivir como la descendiente de un gran monarca, aún puedes eclipsar con tu lujo a las damas españolas más orgullosas de la ciudad.

-¡Oh, no! -le contesté- no quiero nada de eso; no deseo sino vivir retirada del mundo, a vuestro lado y educando a mi hija, y ser feliz así en el seno de mi familia.

-Dios te bendiga por tan santo propósito, hija mía; ahora prepárate, y salgamos cuanto antes de aquí.

Aquella misma noche, abrigando perfectamente a mi hijita y envuelta yo en un manto negro, salimos de la casa que por tanto tiempo había habitado mi padre, y nos dirigimos al otro extremo de la ciudad.

Era casi al amanecer cuando llegamos a una casita de los suburbios; llamó mi padre, abrieron sin ceremonia y entramos.

Había allí otro hombre anciano.

Mi padre se dirigió a él, y tomándome de la mano le dijo:

-Luis, he encontrado a mi hija.

El hombre se quitó respetuosamente su pobre gorra.

-Desde mañana, Luis, vida nueva, hoy acabó la mendicidad y la tristeza para nuestros corazones.

  —219→  

Al viejo se le rodaban las lágrimas.

-Hija mía -me dijo mi padre- este hombre es Luis Herrera, el hijo único de Tepos, confidente del emperador Guatimoc y mi segundo padre: ya sabrás esta historia; pero Luis es el fiel servidor que ha sobrenadado en ese inmenso naufragio, en esa tempestad que me arrebató familia, bienes, honor, todo, todo: Luis, te permito que abraces a mi hija.

El viejo Luis me abrazó llorando y me hizo llorar también.

-Parece un viejo -continuó mi padre- y sin embargo, tiene veinte años menos que yo; pero a pesar de que no ha sufrido como yo todo el rigor del infortunio, su juventud y su vigor han desaparecido más rápidamente: ¡pobre Luis!

Mi padre pasó su mano con cariño por la cabeza del viejo Luis, y éste la tomó y la llevó a sus labios.

Parecíame estar presenciando la conferencia de uno de los monarcas aztecas con alguno de sus favoritos: mi padre tenía la majestad y toda la dulzura de un gran rey.

Me instalé en aquella casa, y pasaron así quince días, mientras que mi padre hizo los preparativos para que volviéramos a México a vivir con las comodidades necesarias.

Yo era feliz; tenía ya a mi buen padre, y mi hija estaba cada día más bella.

  —220→  

La casa colorada

(Concluyen las Memorias de Doña Juana de Carbajal)

Una noche mi padre y Luis llegaron de la ciudad, y mi padre me dijo:

-Hija mía, todo está dispuesto; vamos para tú nueva casa.

Estaba yo tan contenta en mi retiro, que casi me pesó salir de él; pero obedecí.

Llegamos a la calle de las Canoas y tomé posesión de mi nueva casa.

Tú la conoces en parte, y cuando leas estas líneas habrás visitado los aposentos que hasta hoy han sido secretos para ti.

La casa fue de todo mi agrado; poca servidumbre, una esclava, una dueña, y Luis Herrera.

Siguiendo mis deseos, no había querido mi padre ni carrozas ni lacayos, ni nada que diera idea de lujo ni de ostentación.

  —221→  

Vivir felices y retirados de todos, este era el programa de nuestra vida.

Como siempre, los primeros días la curiosidad de los vecinos era muy grande por saber quién habitaba la «casa colorada;» pero o lo averiguaron o se fastidiaron de sus inútiles pesquisas; lo cierto es que ya luego nadie nos hacía caso.

Mi padre nunca salía a la calle y yo iba solo a misa muy de mañana.

Había observado que iba a Catedral y a la misma hora que yo, una dama que durante la misa lloraba.

Algunas veces llevaba en su compañía un niño, otras dos, y otras iba sola. Debía ser rica, porque al salir la esperaba una soberbia carroza; pero sin duda era muy desgraciada, porque su rostro melancólico lo revelaba.

A fuerza de encontrarnos allí a la misma hora, llegamos a simpatizar: ella me saludaba y yo también. Solíamos cruzarnos algunas palabras; pero no llegábamos a tener una amistad íntima, hasta que por un incidente se estrecharon nuestras relaciones.

Una mañana salíamos de misa al mismo tiempo, y observamos algún alboroto en la plaza y que algunos que pasaban decían: «¡Pobre, pobre!»

En medio de aquellas quejas vimos a un español que daba de golpes a un hombre, llamándole «criollo, vil, miserable» y otros mil denuestos.

La dama se volvió a mirarme, y noté que su rostro estaba demudado por la indignación; debió conocer que lo mismo pasaba en mí, porque acercándose me dijo:

-He ahí lo que se espera a nuestros hijos.

-Tal vez no -le contesté- quizá entre ellos, o antes que ellos, venga el que nos ha de redimir.

  —222→  

-Dios escuche vuestras palabras; ¿lo esperáis así?

-Todos los días se lo pido a su Divina Majestad.

-¿Venís mañana?

-Sí.

-¿Temprano?

-Sí, señora.

-Arrodillaos junto a mí; hablaremos.

Al día siguiente estaba yo muy temprano en el templo, y aquella dama me esperaba ya.

Me arrodillé a su lado y comenzamos a hablar.

-¿Sois casada? me preguntó.

Yo titubeaba en contestarle; pero al fin:

-No señora -le dije- pero tengo una hija.

-¿Entonces viuda?

-Tampoco.

Ella volvió a mirarme.

-Señora -le dije- yo era una muchacha honrada y buena; un hombre me ha engañado abusando de mi orfandad y de mi inocencia.

-¿Y os abandonó?

-Así abandonó también a su hija.

-¿No reclamasteis?

-Su padre contestó que un caballero español no podía bajarse hasta ser el esposo de una criolla.

-Pero mi marido es español.

-¿Seréis rica?

-Mucho, desciendo por línea femenina y legítima del emperador Guatimoc.

-Señora, yo también, aunque por rama bastarda, desciendo de ese príncipe.

-¿Cuál es el apellido de vuestra familia?

-Carbajal.

  —223→  

-Conozco esa historia: ¿me la queréis contar?

-¿Por qué no? ¿acaso no circula por nuestras venas la misma sangre?

-Bien; iré a visitaros, aunque tengo para esto que luchar con el odio que mi marido tiene a los criollos.

-¿Quién es, señora, vuestro marido?

-Don Nuño de Salazar.

-¡Ah!

-¿Qué os pasa? ¿le conocéis?

-De nombre.

-¿Será quizá el mismo que os ha engañado?

-No señora, ese se llama Don Pedro de Mejía.

-Le conozco.

La misa se había terminado.

-Mañana iré a veros, prima mía: ¿dónde vivís?

-En la «casa colorada», en la calle de las Canoas.

-¿Sola?

-Con mi hija y mi padre.

-¿A qué hora estáis allí?

-Jamás salgo sino a misa.

-Iré: adiós, prima.

-Adiós.

***

De vuelta a mi casa conté a mi padre lo que me había pasado, y aprobó aquella amistad: la esposa de Don Nuño de Salazar era una dama noble y virtuosa, y era verdaderamente de la familia del emperador.

Al día siguiente estaba ella en mi casa.

Alentada yo con la aprobación de mi padre, le referí la historia toda de nuestra familia, tal como la había podido formar con los relatos de mi padre y de Luis Herrera, sin ocultarle nada de mis padecimientos y de mis desgracias.

  —224→  

Aquella era una mujer de un gran corazón; lloró conmigo, y comprendió toda la amargura que guardaba mi espíritu.

Solo que nada le dijo respecto de los amores que había yo descubierto entre su esposo y Doña Catalina de Armijo.

Desde aquel día fue para mí una hermana: yo no iba a su casa por no encontrar a su marido, pero ella venía continuamente a visitarme: sus hijos iban creciendo y mi hija también, el mayor de sus niños era Alfonso, y el más pequeño era Leonel.

***

Pasaron así muchos años, y cada día era mayor el cariño que nos profesábamos mi prima y yo; pero no había llegado a conocer a su marido.

Mi padre había llegado a una edad tan avanzada, que no podía ya salir de su cuarto: sentado en un sillón pasaba la vida no queriendo que le viese nadie, nadie mas que yo: tenía cerca de cien años, pero sus potencias intelectuales y sus sentidos tenían la misma fuerza y la misma penetración.

Alfonso y Leonel eran ya unos jóvenes, y tú eras ya más que una niña.

La esposa de Don Nuño murió repentinamente, y yo quedé entonces más sola sobre la tierra y más triste.

Leonel fue enviado por su padre a España a servir en los ejércitos del rey.

Alfonso recibió las órdenes sagradas, y su padre le prohibió que nos visitara.

Desde entonces comenzó verdaderamente la soledad y la tristeza en nuestra casa.

Alfonso venía ocultamente a visitarme, y yo había perdido hasta las ilusiones de ver libre a México.

  —225→  

Me dediqué a la lectura, y aunque con muchos trabajos, logré hacerme de una buena biblioteca, en donde pasaba los días y las noches encerrada estudiando y procurando cultivar tu alma.

***

México estaba conmovido; habíase levantado el pueblo instigado por algunos contra el virrey Gelvez; la agitación de los ánimos era grande, y todos temían fatales consecuencias.

En aquellos días los españoles, acobardados, trataban a los criollos con tales miramientos, que éstos llegaron a conocerlo, y la idea de la independencia de México brotó en los cerebros de los hijos del país.

La ocasión no podía ser más oportuna: la tierra sin gobierno y sin tropa, los españoles divididos y la exaltación apoderada de todos los corazones.

Era el momento.

***

Una noche me anunciaron que me buscaba mi sobrino Don Alfonso de Salazar, y salí a verle.

-Tía, quisiera hablar a solas con vos -me dijo.

Hícele entrar a la biblioteca.

-Estamos solos, le dije.

-Se trata, señora, y quiero ahorrar preámbulos, de proclamar la independencia de México.

-¿Y quién se atreverá?

-¡Yo! -me dijo con altivez.

-Arriesgada empresa.

-Pero digna del nieto de Guatimoc.

  —226→  

-¿Te encuentros con valor, con fe?

-Para todo.

-La muerte quizá te espera.

-La deseo si no llego a triunfar.

-Dios te bendiga, hijo mío, como te bendigo yo en nombre de tu madre que nos escucha.

Los ojos del joven sacerdote brillaban con el fuego del entusiasmo y del amor patrio.

-¿Es decir que aprobáis, tía?

-Apruebo, hijo mío: ¿qué os hace falta?

-Nada: inteligencia y corazón me sobran; soldados, México tiene hijos que morirán por salvar su bandera; la justicia de nuestra causa y el grito de libertad valen tanto como el lábaro de Constantino para llevar a un pueblo a la victoria. Solo esperaba vuestra aprobación, porque vos sois para mí la representación de mi madre.

-¡Dios te bendiga, Dios te bendiga y te salve!

-Que salve nuestra causa, que salve a México, y aunque yo muera.

-Hijo mío, eres un héroe: si necesitaseis dinero, yo tengo, no os detengáis, yo tengo mucho y todo será para vosotros.

-Gracias, señora, gracias, nada nos hace falta; hemos comenzado nuestros trabajos y nos reunimos en la casa del Cristo, calle de Ixtapalapa: id una noche y veréis.

-Iré, aunque a nadie vea, para verte a ti, hijo mío, y para ayudarte en lo que pueda.

Desde aquella noche sigo los trabajos de los nobles Hijos de México...



  —227→  

ArribaAbajo- XXI -

De cómo Martín Garatuza salió de México


Martín se frotó los ojos con las manos y cerró el libro; había leído por espacio de dos horas, a la triste luz del cuarto del Zambo, y descifrando casi la letra de aquel manuscrito.

Apoyó su frente sobre su mano extendida, y quedó por un largo rato meditando; por fin hablando consigo mismo, exclamó:

-¡Válgame Dios! y qué cosas hay en estas familias nobles! ¿Habránse visto horrores como los que contiene esta historia? La verdad es que todos los días vemos cosas semejantes; pero será porque siempre impresiona más lo que se lee, o porque en un momento han pasado ante mi vista los acontecimientos de un siglo, lo cierto es que casi estoy por decir que estas Memorias me han trastornado.

Tomó el libro y volvió a hojearle.

-¡Vaya! Pues el tal Don Felipe, que a la cuenta debe vivir todavía, es el indio más viejo de toda la cristiandad... ¡Y cómo viven estos indios! Con razón cantan:


      Cuando el indio encanece
El español no parece.

  —228→  

Y lo que es este libro, de seguro que no lo vuelvo; la fortuna que Don Leonel no lo ha leído, a lo que parece: bonitas lindezas iba a saber de su padre... ¡Vaya, qué españoles!

En este momento llamaron de la calle.

-Ahí está ya el Zambo -dijo Garatuza, apresurándose a abrir.

En efecto, el Zambo se presentó.

-¿Todo está listo?

-Todo.

-¿Las mulas?

-Esperan por el camino de Colhuacan, a la salida de la ciudad, en la casa de los Doce Apóstoles.

-¿Y el equipaje?

-De llevarle tengo.

-Bien; despacha, que es tarde: allá me aguardas.

El Zambo sin replicar tomó la caja que contenía la ropa y los efectos de Martín, y se la echó al hombro con tanta facilidad como si no hubiera pesado ni una onza.

-Cerraré aquí, y allá te entregaré la llave: vete.

El Zambo salió, Martín apagó la luz, y saliendo también, cerró la puerta y se embolsó la llave.

Martín tomaba con extraordinaria facilidad el aire de las personas cuyo traje llevaba.

Aquella noche cualquiera le hubiera tomado por el más honrado cura de una parroquia de indígenas.

Cuando se encontró en mitad de la calle, vaciló sobre el rumbo que debía tomar.

Llevaba el libro de las Memorias de Doña Juana: ella lo esperaría; pero ciertamente Martín no tenía la menor intención de devolverlo; quizá no le serviría de nada, pero quizá podría serle muy útil: ¿quién puede mirar claro en el porvenir?

  —229→  

Reflexionándolo bien, llevar el libro a tan largo y tan expuesto viaje era peligroso: ¿a quién confiarle su guarda?

Martín daba vuelta en su cabeza a la lista de todos sus conocidos. De repente como iluminado por una idea, exclamó:

-¡Qué tontera! pues si tengo uno que ni mandado hacer me lo encuentro más a propósito.

Y se dirigió rápidamente para la casa de Teodoro.

Había mucho que andar, pero Martín caminaba de prisa, tenía tiempo de que disponer, y ya no le quedaba nada por arreglar en México.

Casi un cuarto de hora empleó en el viaje; pero llegó sin novedad.

Todo el mundo dormía en la casa del negro. Martín golpeó la puerta como un desesperado, y después de los ladridos de los perros y de la tardanza del portero y de todas esas preguntas de costumbre, logró que le abrieran.

-¿Teodoro? -preguntó- ¿está dormido?

-Supongo que se habrá despertado con está boruca.

-Hacedme favor de decirle que su amigo Martín desea hablarle urgentemente.

El portero se retiró llevándose la llave y dejando a Martín parado en el patio y enteramente a oscuras.

Pero tardó poco en volver.

-Pase su señoría, le dijo a Martín, y le guió a una pequeña cámara en donde Teodoro le esperaba envuelto en una gran manta de algodón, tejida de diversos colores.

Teodoro no era de los hombres que se impacientaban por nada, tratándose de servir a sus amigos, y mostraba la fisonomía tan risueña como si fueran las tres de la mañana y no le hubieran interrumpido su sueño.

-Buenas noches, señor Martín, dijo tendiendo su mano a Garatuza.

  —230→  

-Decid más bien buenos días, porque casi está para amanecer.

-Pues tal me parecía que comenzaba yo a dormir.

-Razón de más para pediros mil perdones; pero el caso es este.

-Sentaos.

-No, estoy muy de prisa, y solo por eso me he atrevido a despertaros; en este momento parto para Acapulco, a un negocio de sumo interés, pero también de mucho riesgo.

-¡Qué malo está eso!

-Aquí traigo para encargarlo a vuestra fe este cofrecillo que contiene un manuscrito muy importante; hacedme el favor de guardármelo. A nadie se lo entreguéis, ni le deis noticia de él: si sobrevivo en esta empresa, volveré por él; sino, hacedme favor de entregarlo a Don Leonel de Salazar, caso de que esté libre: si a este caballero le sucediere algo malo, que Dios no lo quiera, dad el manuscrito de mi parte a Doña Juana de Carbajal, que vive en la calle de las Canoas, en la casa colorada.

-Cumpliré.

-Ahora, gracias, un abrazo y adiós.

-Puesto que no queréis deteneros, adiós, y que el cielo os lleve con felicidad y os traiga lo mismo.

El negro y Martín se abrazaron.

Garatuza salió, acompañándole Teodoro hasta el zaguán; se estrecharon las manos, y la puerta volvió a cerrarse.

Los que conocían a Martín no se admiraban ya de sus largos y repentinos viajes, ni extrañaban verle cambiar continuamente de ropa, y encontrarle tan pronto de clérigo como de soldado, tan pronto de caballero como de lacayo.

Martín era un tipo raro, era una especie de Proteo, siempre en movimiento, siempre variando de forma, y apareciéndose   —231→   en todas partes y cuando menos se le esperaba.

Había comenzado a hacerse de fama, y algunas veces los oidores de la sala del crimen habían tenido deseos de conocerle, pero no lo habían logrado; bien que tampoco se había puesto para ello mucha diligencia.

Garatuza salió de la casa de Teodoro, y como ya nada le detenía en la ciudad, se encaminó en busca del Zambo, que le esperaba en la casa de los doce Apóstoles, que era una especie de quinta, fuera ya de México.

En esto empleó cerca de una hora, y cuando se presentó en el lugar de la cita, comenzaba a amanecer.

Las mulas estaban ensilladas y el Zambo dormitaba sentado sobre la caja de Martín.

-Que carguen -le dijo Garatuza.

El Zambo y el arriero se apresuraron a cargar.

Martín subió en una mula, y tomando todo el aire y continente evangélico de un cura que va a una confesión, emprendió su marcha por el camino de Cuernavaca.

Los primeros rayos del sol doraban la elevada cresta del Ajusco.





  —232→     —233→  

ArribaAbajoSegunda parte

Los descendientes de Guatimoc



ArribaAbajo- I -

En que se ve cómo hablaban mano a mano y sin ceremonia, S. A. el príncipe de Nassau y el célebre Martín Garatuza


Acapulco era el puerto más importante de la Nueva-España, y por eso tenía siempre una guarnición que para aquellos tiempos en que las armadas europeas entraban tan raras veces por el Pacífico, era muy crecida.

Los piratas franceses, ingleses y alemanes tenían en alarma a la católica Majestad de España y a su real armada; pero sólo por el golfo de México y por lo que se llamaba el mar de las Antillas: allí era adonde naves y galeones españoles que volvían cargados con ricos tesoros de las colonias y de regreso a la madre patria, eran apresados por los audaces piratas, que de cuando en cuando se atrevían a las costas y las mismas ciudades de las nuevas posesiones de las Indias Occidentales.

  —234→  

Pero las fértiles costas del Pacífico habían tenido tan poco que sufrir, que en Acapulco mismo, el castillo que defendía la plaza y la bocana, era considerado más bien como un objeto de lujo que como una cosa necesaria.

Así pasaban las cosas en el año de gracia en que tuvo lugar el principio de esta historia, es decir, por 1626.

Una mañana, la corta guarnición de Acapulco estaba tan tranquila como si no hubiera guerra con los holandeses, y en todo se pensaba allí menos en combates, cuando de la pequeña isla de la Roqueta se desprendió una canoa que impulsada por cuatro vigorosos remeros parecía volar sobre la apenas movediza superficie del encerrado vaso que forma el puerto de Acapulco.

Un hombre en pie, cerca de la popa, que volvía el rostro continuamente hacia atrás como si le vinieran siguiendo, alentaba con su robusta voz a los remeros.

-Remar firme -decía- remar firme, no hay que perder un instante.

En la playa había multitud de soldados que se bañaban unos y que paseaban otros por diversión: varios vecinos de la ciudad andaban por allí de paseo.

-Ligera viene aquella canoa -dijo un soldado.

-Como que el vigía tiene unos bogas que son capaces de remar debajo del agua -contestó un paisano.

-Noticia grande debe traer, según la prisa que le corre -dijo otro.

-Y tanto -agregó un tercero- que todas las lanchas pescadoras que pasan al alcance de la voz, viran y se encajan a la costa.

-Cierto; ahí va a encontrar ahora con la canoa de tío Salvador; veremos lo que hace.

En efecto, la canoa que venía de la Roqueta pasaba cerca   —235→   de otra que iba en opuesta dirección; y como estaban cerca de la playa los curiosos, pudieron ver que el hombre que venía dentro de la primera, dirigía la palabra a los que iban en la segunda.

-Orza -gritó uno de los de la playa- el tío Salvador vira y toma tierra.

-Algo grave acontece.

En estos momentos la canoa del vigía tocaba las arenas de la playa, y el hombre que la mandaba saltó a tierra.

Todos corrieron a encontrarle.

-¿Dónde está el comandante? -preguntó el hombre a los soldados.

-En su casa: ¿pero qué hay?

-A la vista velas desconocidas.

-¿Enemigo?

-Parece.

-¿Muchas?

-Una gran armada.

El hombre caminaba difícilmente, acosado por tantas preguntas.

-¿Qué pabellón?

-Holandés.

-¿Cerca?

-Más de lo que quisiéramos; el viento es favorable, y pronto estarán aquí, que siguen el rumbo.

Habían llegado a la casa del capitán del puerto; el hombre entró, y de la multitud que le seguía, unos corrieron a sus casas difundiendo el espanto y la alarma por todas partes, y otros quedaron esperando los resultados, en la casa del capitán.

Media hora después, la ciudad estaba en completa revolución; los soldados habían abandonado el castillo y se habían   —236→   formado en la plaza, y los vecinos pacíficos se dividían, unos procurando huir, llevando lo que podían de sus bienes, y estos eran los ricos, y otros se resignaban a esperar, y estos eran los pobres.

En la playa y en las principales alturas que rodean el puerto, se distinguían multitud de hombres y de mujeres, mirando al mar, hablando, gesticulando y mostrando algo entre sí.

De repente se escuchó un grito de angustia, y todos comenzaron a correr, y la tropa comenzó también a desfilar triste y como avergonzada.

Orgullosa y lanzando al aire sus brillantes flámulas y gallardetes y adornada como para una fiesta, se deslizaba sobre las aguas al impulso de un viento favorable, por la bocana del puerto, la primera de las naves que componían la poderosa escuadra del príncipe de Nassau.

Lucía el estandarte del príncipe almirante en el castillo de proa, y a los costados de la nave asomaban sus ennegrecidas bocas de bronce, cañones y pedreros, y la chusma diligente de los navíos entonaba canciones guerreras entre los ingratos sones del toque de zafarrancho y el monótono ruido de las aguas que iba rompiendo la quilla de los buques.

Detrás del buque almirante seguían los demás; todos ricamente empavesados y coronados por la tripulación, ansiosa de combate y de gloria.

El príncipe, sereno, miraba con su anteojo los movimientos de la gente de la plaza.

El castillo estaba abandonado, sus almenas desiertas, la ciudad solitaria; por las veredas de los cerros que circundan la población, como cordones de hormigas que huyen, los habitantes; y allá a lo lejos y encumbrada ya, la guarnición que se ponía a salvo.

  —237→  

-Así me lo esperaba -dijo el príncipe; y se ordenó inmediatamente el desembarco.

De los costados de todos los buques se desprendieron grandes canoas cargadas de soldados, y el príncipe de Nassau, solo, en una elegantísima lancha, atravesó entre todas ellas en medio de los vítores entusiastas de sus marinos y al son de músicas sonoras, que llevaban sus ecos hasta los oídos de la fugitiva guarnición.

El príncipe tomó posesión de la ciudad, y sus soldados se repartieron los alojamientos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Varios días habían pasado así; la armada holandesa permanecía en el puerto de Acapulco, sin que por parte de los habitantes ni de las tropas españolas se hubiese hecho ninguna muestra de hostilidad.

Los proveedores y los marinos se habían internado en las costas buscando reses, que se encontraban con gran facilidad, y nunca habían tenido ninguna aventura.

Los vecinos habían cobrado confianza y habían vuelto a la ciudad y a sus casas abandonadas.

Se había mandado hacer acopio de provisiones para los buques de la armada, y los exploradores del príncipe le aseguraban que por la parte de tierra nada había que temer.

Pero la gente de la escuadra comenzaba ya a fastidiarse de aquella situación, y el príncipe se impacientaba también y no daba sin embargo orden ninguna para que las naves se aparejasen para marchar.

Era indudable que esperaba algo; pero lo que esperaba nadie lo sabía.

Una mañana, se presentó en los reales del príncipe, un eclesiástico que preguntaba con mucho empeño por S. A.:   —238→   unos soldados no le entendían, otros no le hacían caso; pero él de puesto en puesto, continuó avanzando, hasta que un oficial le condujo a la presencia de S. A.

El príncipe hablaba el español correctamente.

El oficial le presentó al clérigo.

-¿Qué me queréis? -preguntó el príncipe.

El clérigo sin hablar una palabra, sacó de debajo de su balandrán negro un pliego que le entregó.

Rompió el príncipe la cubierta, y leyó con atención durante un largo tiempo: después dirigiéndose a los que le rodeaban, les dijo:

-Dejadme solo con este hombre.

Todos se retiraron, y entonces S. A. hizo seña al recién venido, que había permanecido de pie, que se sentase: obedeció el otro con muestras de profundo acatamiento, y el príncipe comenzó la conversación de esta manera:

-¿Con que según me indican aquí vuestros paisanos, no ha sido posible que el movimiento concertado se verifique en México?

-Así ha sucedido en efecto, señor.

-Cosas son estas propias de vosotros, de quienes hice mal en fiarme.

-Hay, señor, acontecimientos que no está en la mano del hombre el dirigirlos.

-Y sin embargo de eso, heme aquí, que llego y tomo la plaza el mismo día que os lo ofrecí, mientras que vosotros no habéis podido cumplir vuestra palabra.

-Comprenda V. A. la inmensa diferencia que existe entre llegar al frente de una poderosa armada, que obedece como un esclavo las órdenes que salen de la bocina, al frente de una plaza cuya guarnición huye como una manada de ciervos, y levantar el estandarte de un pueblo que gime desarmado   —239→   y débil, bajo el yugo de sus conquistadores.

-¿Con que es decir, señor reverendo -dijo el príncipe, cuyos ojos comenzaban a encenderse por la cólera- que juzgáis vos que nada vale haber tomado a Acapulco?

-Líbreme Dios de semejante cosa; lo que aseguro a S. A. es que mientras más difícil juzgue la empresa que acometió y llevó a feliz término, más debe comprender los escollos de la que abarcan en México mis hermanos.

-¡Bah! con quinientos de mis marinos me comprometería yo a tomar a México, y traer engrillado a mis galeras a vuestro virrey.

-Ya lo creo -dijo socarronamente el clérigo-; pero la dificultad está en encontrar entre nosotros un jefe como V. A. y quinientos hombres como sus marineros.

El príncipe tenía demasiado talento para no comprender que había dicho una cosa que era ínconveniente, y reportándose continuó:

-Ciertamente que os he dicho una exageración; veo que vosotros habéis hecho todo lo posible por adquirir vuestra independencia; pero no puedo yo permanecer aquí indefinidamente, ni exponerme a penetrar en el interior del país sin contar con un movimiento popular que me proteja: en consecuencia, tan luego como sople buen viento levanto anclas.

-Desgraciadamente no hay otro remedio.

-Y decidme, por curiosidad, ¿cómo os llamáis?

-Me llamo el bachiller Martín de Villavicencio Salazar, humilde servidor de V. A.

-Vuestro traje no podía engañar, puesto que clérigo sois.

-Por el contrario, no juzgue V. A. por el traje, que no soy clérigo; visto así para caminar con menos dificultades,   —240→   que en Nueva-España vale más un manteo que una carta de nobleza.

-Y en la España vieja también -contestó el príncipe.

Terminó la conversación, y aquella misma tarde se comenzaron a hacer por la escuadra los preparativos para levantar anclas, con gran satisfacción de toda la chusma.



  —241→  

ArribaAbajo- II -

En el que Garatuza prueba que el hábito hace al monje


Martín dejó que partiese el príncipe con su armada.

El viento sopló favorable; henchidas las velas, hicieron estremecer los altos cascos de las naves; sonó la señal, y como inclinándose ante la potencia del aire, las embarcaciones partieron, levantando graciosamente sus popas y haciendo hervir el agua bajo sus quillas.

La bocana quedó desierta y la plaza solitaria.

Entonces como saliendo de sus tumbas, aparecieron algunos habitantes que volvían a mirar tímidamente a todos lados, como si temieran encontrar aún allí a los holandeses.

Poco a poco todos volvieron a sus casas, y solo las autoridades y la guarnición participaban de la alegría general, porque se habían retirado a larga distancia.

Martín se aparecía también como recién venido y se hacía pasar por un clérigo extraviado que llegaba en los momentos en que los enemigos de la fe católica y de S. M. el rey de España se hacían a la vela.

El cura y los vicarios del lugar estaban ausentes, y los españoles avecindados en Acapulco, querían función religiosa en acción de gracias, y Martín les venía como llovido del cielo y como enviado por Dios.

  —242→  

Comenzaron las súplicas, y los empeños, y las promesas, y Garatuza se encontraba en un verdadero conflicto.

En vano pretextó la pérdida de sus licencias, nada valía ante aquella gente obstinada; y Martín cedió a la tentación, y para el día siguiente se determinó que se celebraría una misa solemne en acción de gracias por haber librado Dios a Acapulco de sus encarnizados enemigos.

Una vez decidido Martín a representar el papel de clérigo, no le faltaban ni conocimientos ni audacia para salir airoso del empeño; y tomó tales maneras y dispuso tan bien las cosas, que en un día se hizo el sacerdote favorito de toda la población: pero lo más terrible era que los vecinos querían sermón.

Las primeras horas de la noche las pasó Martín meditando y buscando un texto bíblico; pero había la dificultad, en primer lugar, de que no había Biblias, y en segundo, que hubiera sido un inmenso trabajo para Martín engolfarse en los libros santos en busca de un texto.

Afortunadamente repasando en su memoria lo que recordaba del latín, para edificar a sus feligreses, le vino como una inspiración:


                           Gloria in excelsis Deo,
et in terra pax hominibus
bone voluntatis.

Martín estaba salvado; comprendió cuánto partido podía sacar de estas palabras, y se echó a dormir tranquilamente.

A la mañana siguiente el tañido de campanas lo hizo despertar.

Recordó su situación y su compromiso, y saltó del lecho repasando en su mente el texto de su sermón.

Una hora después, Martín estaba delante del altar celebrando   —243→   su primera misa a presencia de un devotísimo pueblo que miraba edificado al nuevo sacerdote.

Martín con toda la devoción de un santo imitaba las ceremonias de la misa.

Llegó el Evangelio, se quitó la casulla y trepó al púlpito.

Mucho tiempo había vivido Garatuza entre gente de iglesia para no conocer la retórica eclesiástica de aquellos tiempos; los gritos, las preguntas, los movimientos de las manos y de la cabeza, y hasta el aire plañidero y magistral, según lo exigían las circunstancias, y aquel repetir el texto en latín y castellano, viniera o no al caso, sin olvidarse de implorar el auxilio del Señor por intención de su divina Madre.

El sermón hacía furor, las devotas lloraban y el predicador descendió a continuar la misa en medio de las bendiciones de sus fieles.

El santo sacrificio terminó felizmente, y Martín encontró en la sacristía un suculento desayuno, un papelito de colores en el que venían envueltas muchas monedas de oro, y un gran concurso que lo felicitaba y lo admiraba.

La casa en que se había alojado Martín, fue durante todo el día el centro de reunión; como predicador había Garatuza adquirido un gran triunfo, y las más lisonjeras ofertas se sucedían.

Se hablaba ya de pedir a la mitra de México el curato para el padre José Rivera, como se había hecho llamar Garatuza, y al fin pudo verse libre de aquella repentina popularidad, con la promesa formal de volver en la Semana Santa a predicar y ayudar al cura en la administración de la feligresía.

Martín avisó a todas aquellas gentes que a la mañana siguiente saldría de la población, y se retiró a su aposento a formar el balance de los productos del día.

  —244→  

La misa, el sermón, las galas de escudos que con tal abundancia se daban en aquellos tiempos, habían aumentado considerablemente el caudal de Martín.

-Decididamente -decía guardando su dinero en una larga bolsa de seda- yo debo cultivar esta gracia que Dios me ha dado y que no me conocía; y a fe que todo esto será más abundante en el interior del país, que cosa cierta es que en los puertos las gentes son menos devotas por el continuo trato con los marinos.

Al día siguiente, muy temprano, Martín salió de Acapulco, pero no como había llegado; muchos vecinos a caballo le acompañaron a más de una legua y deseándole mil felicidades; se despidieron de él, no sin hacerle antes algunos regalos de vinos y otras cosas para el camino.

Martín tenía que llegar al pueblo en que había dejado a su familia, y de la que por muchos días había estado ausente; y Martín no era hombre que olvidara sus obligaciones.

Pero durante aquella travesía, su capital aumentó, porque ya diciendo una misa, ya predicando, refiriendo una novela distinta a cada cura de pueblo y lamentando una desgracia en cada población, por todas partes encontraba las puertas abiertas, y en todas partes era recibido como un amigo, obsequiado como un hombre notable y sentido como un bienhechor que se aleja, o como un consuelo que se pierde.

Martín conoció que el negocio que había emprendido era de aquellos en que es preciso aprovechar el tiempo y mandó a su familia a México, tomando él por un camino muy distinto.

La bonanza seguía deshecha; casi no se pasaba un día en que no celebrara una misa, que por lo mismo que era extraordinaria se pagaba mejor.

  —245→  

Casi siempre a la hora de celebrar Martín entraba en cuentas consigo mismo, y cuando tenía la hostia entre sus dedos y todo el pueblo cristiano se arrodillaba y oraba lleno de recogimiento y de fervor, cuando pasaba por su imaginación el peligro inminente que estaba corriendo, exclamaba a la hora de las palabras de la consagración:

Garatuza, ¿en qué pararán estas misas?

La repetición de unos mismos actos forma la costumbre, y Martín llegó a formar la costumbre de decir siempre al consagrar:

Garatuza, ¿en qué pararán estas misas?

Algunas veces decía esto instintivamente y en voz tan alta, que no faltó quien lo percibiese, y la noticia de tan extraña oración comenzó a alarmar a ciertos cristianos no muy crédulos.

Pero como apenas permanecía unas cuantas horas en los pueblos después de la misa, de aquí resultó que aunque no quedaran allí muy tranquilos, los comentarios y las sospechas se formaban cuando él iba ya en marcha, y a muy pocos les ocurrió, y nadie lo puso en práctica, emprender su persecución.

Unos temían que todo aquello no fuese más que una calumnia, y otros decían perezosamente:

-¿Quién me mete a mí en la renta del excusado?

Y Martín seguía su viaje sin contratiempos de ninguna especie.



  —246→  

ArribaAbajo- III -

De lo que había pasado en México con Don Baltasar de Salmerón


En una de las cámaras del palacio de los virreyes, el marqués de Cerralvo y el visitador conversaban secretamente con Don Baltasar de Salmerón.

-Supongo -decía el virrey- que tenéis sospechas de la persona que intentó mataros.

-Sospechas... sí... Exmo. Sr. -contestó Salmerón- porque a juzgar por su voz, por lo que me dijo y por los antecedentes que he referido a V. E., debe de ser el tal un criado de mucha confianza que en palacio he visto.

-¿Y recordáis su nombre? -preguntó el visitador.

-No le supe, o si me lo dijo, hele olvidado enteramente.

-¿Dónde le visteis por primera vez?

-Es el mismo que a su señoría dije que entregué la carta para S. E., en que le daba cuenta de todo lo acontecido en las juntas de los conspiradores, y que jamás llegó al poder de su señoría.

-Calculo para mí -dijo el virrey- que otro no puede ser ese que Benjamín: su repentina desaparición es un indicio más que vehemente.

  —247→  

-En efecto -agregó el visitador- eso coincide también con la pérdida de una gran parte de la vajilla de palacio.

-Órdenes tengo dadas de que se le persiga, y no dudo que se conseguirá: en cuanto a vos, Don Baltasar, creo que la herida de ese tuno no os habrá dado mucho que hacer.

-Así es en efecto, Sr. Excelentísimo -que no fue cosa que pudiera poner en peligro, no digo mi vida, sino aun mi salud por mucho tiempo, que más bien fue un ardid que usé para librarme de él, haciéndole huir así.

-Bien pensado; pero, sigamos con la conspiración: decíais que los principales en ella eran sin duda Don Alfonso de Salazar y su hermano Leonel, recién venido de España.

-Y agregué a S. E. que debían estar o más bien dicho, que estaban de acuerdo con el príncipe de Nassau, que al frente de una escuadra debía aportar a la costa de Acapulco para ayudarles, intentando una invasión por el Sur.

-Ilusiones me parecen esas y delirios de su locura, que de la tal escuadra no hay noticias de que navegue por el mar de Filipinas.

-Eso era al menos lo que allí decían, y por eso se lo refiero a S. E.

-Además, había en el negocio una dama que se dice descendiente de Guatimoc y que es la más temible, porque da dineros para todo y goza de mucho poder entre los conjurados.

-¿Qué dama es esa?

-En tal secreto se guarda su nombre, que solo he podido averiguar que tiene una hija hermosa por toda familia, que vive sola con ella, que visten ambas luto siempre, y que se dejan ver pocas veces en la calle.

-Señales son esas tan vagas, que estoy por creer -dijo   —248→   el virrey- que vuestra dama misteriosa es como la escuadra del príncipe de Nassau.

Llamaron en este momento a la puerta, el virrey dio permiso y entró un lacayo.

-¿Por qué interrumpes? -preguntó severamente el virrey.

-Perdóneme V. E.; pero un correo trajo este pliego que asegura que urge mucho.

Y el lacayo presentó al virrey en una bandeja de plata un pliego cerrado.

Abriolo el virrey, y palideció a medida que iba leyendo.

-Mire su señoría -dijo al visitador, tan preocupado que olvidó la presencia allí de dos extraños- el príncipe de Nassau ha ocupado el puerto de Acapulco.

Los ojos de Salmerón brillaron de alegría; aquella noticia venía a confirmar sus declaraciones y ponerle en un buen lugar delante del virrey y del visitador.

-Espera afuera -dijo el marqués al lacayo, que salió, cerrando la puerta.

-¿Qué pensáis de eso, señor visitador?

-Pienso que es negocio tan grave, cuanto que confirma lo que el señor de Salmerón nos había dicho, y que es necesario tomar medidas muy enérgicas no solo para esto, sino también respecto a la conspiración.

-Energía -dijo el virrey- energía y actividad; solo así podremos salvarnos. ¿Están presos D. Leonel y su hermano?

-Don Leonel está preso, su hermano Don Alfonso no ha podido ser encontrado.

-Es preciso buscarle por todas partes, y en cuanto a vos, señor de Salmerón, supuesto que tenéis algunos datos, es preciso que salgáis en averiguación de quién era esa dama misteriosa que, según vos, es el alma de la conspiración; esta misma noche espero que me traigáis noticias.

  —249→  

-Haré como V. E. lo dispone.

-Entonces podéis retiraros.

-Don Baltasar se levantó humildemente, hizo una caravana y se retiró.

-Pues que yo lleve -decía caminando para su casa- noticias de esa dama, es necesario, preciso; quizá quizá esto me puede valer mucho tal vez, y es casi seguro, llegaré hasta ser el favorito del virrey y del visitador.

Y meditando en esto, seguía por las Calles de Ixtapalapa.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Los amores de Don Pedro de Mejía con Estela, como él llamaba a Catalina, la fingida marquesa, estaban de tal manera adelantados, que ya en todas partes se comenzaba a susurrar que Don Pedro pasaba a segundas nupcias.

Pero en lo general esto se tenía por una calumnia, porque en México se sabía que Don Pedro se había casado con una mujer que había desaparecido la noche de la boda sin saberse su paradero.

Sin embargo, la verdad, era que Mejía formalizaba ya su casamiento, y que Catalina y su madre habían llegado a saber que era casado, y querían asegurarse de manera que aunque esto resultara cierto, no se hubiera perdido el golpe.

-¿Sabéis, Don Alonso -decía Catalina a Don Alonso de Rivera, que hablaba a solas con ella- que nuestro hombre me parece que tiene más de bellaco que lo que nosotros nos habíamos creído?

-¿Porqué me decís eso, hermosa mía?

-Porque según voces sueltas, a las que no puedo menos de dar crédito, es casado ese hombre.

-¿Y eso qué os importa?

  —250→  

-¡Cómo! ¿me preguntáis eso? ¿pues no sabéis que tengo ya recibida de él palabra de casamiento?

-¿Y qué?

-Me asombráis; ¿os parece cosa de juego que me enlace con un hombre casado? ¡Jesús me asista!

-Catalina, dejad la comedia para otra vez.

-¿Llamáis comedia a un sacrilegio?

-Llamo comedia, hermosa, no al sacrilegio, que cristiano viejo soy; pero ¿cómo creéis que pueda suponer de buena fe que realmente os escandalizáis?

-¿Acaso no soy tan buena cristiana como vos?

-Podéis serlo tanto como el Papa; pero seguro es que tanto se os da de que Don Pedro sea casado, como si fuera musulmán.

-Me insultáis.

-No os insulto, os conozco; venid acá, lucero del alba: ¿acaso yo creo que sois la tímida marquesita de Torreflorida? ¿no sé yo por demás que nunca habéis tenido, al menos desde que nos tratamos, escrúpulo de nada? ¿de dónde voy a comulgar ahora con esa virtud? Hablemos como buenos amigos que no nos podemos engañar.

-Pero si ese hombre es casado -dijo Catalina cambiando de tono- me caso, aparece la otra, y me quedo burlada.

-En primer lugar, os aseguro que la otra murió; en seguida, aun cuando viviese, ningunos derechos tiene.

-¿Y si acaso los tuviera y quisiera hacerlos valer?

-Pero si está muerta.

-Quiero suponer que vive.

-Entonces a Don Pedro, por haberos engañado, le condenarían a daros un dote proporcionado a sus intereses y bienes, que sería muy respetable.

-¿Así sucedería?

  —251→  

-Os respondo de ello, que nuestros negocios están ligados y yo no me descuido: fiad en mí.

-Fío en vos, y es preciso que procuréis precipitar la boda, que ya me parece que es tiempo.

-Pronto seréis la esposa de Don Pedro, que el más que nosotros desea que llegue ese momento.

Y Don Alonso tenía razón; Mejía estaba verdaderamente apasionado de Catalina; ella había procurado seducirle, fascinarle, y lo había conseguido.

Generalmente en el mundo los hombres que tienen la desgracia de ser ricos y tontos, son el juguete de las mujeres aventureras, sin que lleguen jamás a adquirir experiencia; cada golpe les hace exclamar: «seré más prudente en lo sucesivo», y a cada nueva tentación exclaman también: «esta si no es como aquella; ¡qué diferencia!»

Exactamente esto pasala con Don Pedro de Mejía; así hablaba con Don Alonso, que procuraba por su parte sostenerle en sus propósitos, logrando con esto lisonjear sus pasiones, haciéndole más apreciable, y ayudar a Doña Catalina en sus planes.

Don Alonso entró en la casa de Don Pedro y le encontró contemplando un magnífico collar de perlas.

-¿Qué os parece, señor Don Alonso, este collar? -le dijo.

-En verdad -contestó Don Alonso- que no le he visto igual nunca: ¿le habéis comprado?

-Sí, que es uno de los regalos de boda para Estela...

-¿La queréis mucho?

-¡Oh! como no he querido en la vida a ninguna mujer.

-¿Y lo merece?

-¡Cómo si lo merece! Mirad, tan bella como virtuosa, tan discreta como noble, tan tímida como amable: es una joya esa muchacha; soy el hombre más feliz con ser su esposo.

  —252→  

-¿Y cuándo pensáis realizar ese matrimonio?

-Muy pronto, muy pronto, antes de ocho días, porque las horas que tarde en verificarlo me parecen años. Ya estoy corriendo las diligencias, tengo ya en mi poder el certificado del entierro de Luisa, y voy al Arzobispado esta misma tarde a pedir la dispensa de las amonestaciones: en fin, todo va de prisa.

-Me parece muy bien.

-En este momento acabo de decir a mi mayordomo que anuncie esta buena noticia a los administradores de las haciendas para que vengan a reconocer a su ama, y que se manden hacer libreas nuevas para toda la servidumbre, y en fin, que todo se prepare con el boato que merece la marquesita.

-¿Y no habéis ido hoy a visitarla?

-En este momento iremos, si os parece y me queréis acompañar.

-Con todo mi gusto.

-Dejadme solo guardar este collar.

Don Pedro guardó el collar en una gabeta, tomó su ferreruelo y su sombrero, y salió acompañado de Don Alonso.

En los patios había una especie de tumulto: el mayordomo había mandado reunir a los criados para anunciar las órdenes de su amo.

-¿Ya están ahí todos? -dijo el mayordomo.

-Sí -contestaron: muchas voces.

-¿Todos? porque el señor no quiere que falte nadie.

-Solo el pobre Lázaro falta, dijo uno.

-Pues que lo llamen.

Dos lacayos fueron por Lázaro, a quien todos le tenían un gran cariño por su humildad, y lo colocaron en primera linea.

  —253→  

-Es el caso que el amo -dijo el mayordomo- quiere casarse muy pronto, y dispone que esto sea con el mayor regocijo. Para esto, en este mismo mes, que será su boda, todos tendréis librea nueva de cuenta de la casa y salario doble.

-¡Que viva el amo! -gritó un lacayo.

-¡Que viva! -contestaron los demás.

-Ahora -continuó el mayordomo- es preciso saber corresponder, arreglarlo todo y dejar la casa como un plato de china para el día de las fiestas; con que no sea necesario que yo os ande cuidando, ¡eh!

-No.

-¿Y a señor Lázaro qué le darán? -preguntó un lacayo.

-A ese -contestó el mayordomo mirando a Lázaro- a ese ya veremos; el amo no se quedará corto: idos.

Y todos se retiraron victoreando a Don Pedro de Mejía.



  —254→  

ArribaAbajo- IV -

En que se trata de una persona insignificante, pero que hace gran papel en esta historia


Lázaro, que como hemos visto no era otro que Don César de Villaclara, salió en la tarde del mismo día en que se anunció el casamiento de Don Pedro, y se fue derechamente a la casa de Teodoro.

El negro le vio entrar, y con gran disimulo le llevó hasta la cámara que le había destinado.

-Teodoro -le dijo Don César cuando estuvieron solos- ¿recuerdas a Luisa la mujer de Don Pedro de Mejía?

-Perfectamente -contestó el negro.

-¿Sabes su paradero?

-Exactamente no puedo deciros ahora dónde se encuentra, ni si ha muerto o aún vive.

-Pues necesito saberlo.

-¿Os importa?

-Mucho; que Don Pedro debe casarse muy pronto, y esto sería el principio de mi venganza.

-En ese caso la buscaremos.

-¿Quién pudiera darnos razón de ella?

-Don Melchor Pérez de Varais, en cuya compañía vivía, o el oidor Don Pedro de Vergara Gaviria.

  —255→  

-Difícil me será ver a cualquiera de ellos sin descubrirme.

-En tal caso, también el arzobispo Don Juan Pérez de la Cerna, que es enemigo mortal de Don Pedro por los negocios del de Gelvez.

-¡Oh, si estuviera aquí Martín!

-Dios sabe lo que sera de él, porque hace mucho que no le veo, y me dijo una noche que partía para Acapulco; tal vez se haya ido ya.

-¿Qué hiciéramos?

-Veré al arzobispo.

-¿Tú?

-Yo; por los mismos asuntos del motín le he conocido.

-Bien; me harías en ello un servicio.

-¿Y qué queréis que le diga?

-En caso de que llegues a hablarle, nuestro plan tiene que combinarse mejor; debes decirle que Don Pedro, grande enemigo de él y de los suyos, trata de contraer matrimonio; que según entiendes, Luisa su mujer vive, y que irritado como estás por las malas pasadas que os hizo Don Pedro, quisieras consejo de su Ilustrísima para buscar a Luisa y presentarla a Don Pedro en el momento de la celebración del matrimonio.

-Y lo que me conteste...

-Me lo avisarás inmediatamente. ¿cuándo piensas ir?

-Ahora mismo; si me esperáis aquí, pronto estoy de vuelta.

-Esperaré.

-En ese caso me voy.

Teodoro, cuando se trataba de servir a uno de sus amigos, era activísimo; pero en este caso, en que todos los recuerdos de sus padecimientos se encendían, no podía vacilar.

  —256→  

Poco rato después, penetraba en el palacio de S. Illma.

Don Juan Pérez de la Cerna no era ya, como en los tiempos del marqués de Gelvez y después en los del gobierno de la Audiencia, un príncipe rodeado de cortesanos y de ostentación; la estrella del prelado comenzaba a nublarse, y la tempestad rugía ya por el lado de la corte de España.

Por más cartas y manifestaciones que él y los suyos habían enviado al rey, S. M. había fruncido el entrecejo, y el seño real había, por decirlo así, atravesado el océano y venido a entristecer y a acobardar al poderoso arzobispo.

El palacio de S. Illma. había comenzado a quedar solitario; poco a poco habían ido desertando unos en pos de otros los aduladores, y cuando Teodoro llegó a visitarle, aquella era ya la casa del verdadero obispo cristiano.

S. Illma. estaba encerrado en su biblioteca leyendo o meditando, y en la antesala, dormitaban dos familiares.

El desagrado del soberano se hacía sentir allí cruelmente.

Teodoro habló a uno de los familiares.

Como era natural, supuesto el aislamiento del arzobispo, no hubo necesidad de esperar mucho tiempo para conseguir la audiencia.

El familiar volvió a presentarse y abrió la puerta, para hacer entrar a Teodoro.

Don Juan Pérez de la Cerna estaba sentado en un sitial dando muestras de profunda melancolía; su semblante indicaba cuanto sufría aquel espíritu vigoroso e inquieto, con la situación en que la suerte le colocaba: podía decirse que el arzobispo había envejecido en pocos días.

Alzó indolentemente el rostro para mirar a Teodoro, y no lo reconoció al pronto.

-Buenas tardes Illmo. Sr. -dijo Teodoro inclinándose respetuosamente.

  —257→  

-¿Qué se te ofrece? -preguntó el arzobispo sin contestar el saludo.

-Vengo a consultar a su señoría Ilustrísima sobre un negocio.

-Habla; pero procura ser breve, porque estoy enfermo.

-Seré breve: sabrá su señoría Ilustrísima que yo fui aprisionado por el marqués de Gelvez, cuando el negocio del tumulto que recordará S. Illma.

El arzobispo movió con disgusto la cabeza y miró a Teodoro.

-¿Y a qué viene eso? -dijo.

-Permítame S. Illma. que le hable, porque eso tiene mucho que ver en el negocio de que voy a tratar.

El prelado inclinó la cabeza como resignándose a oír.

-Don Pedro de Mejía -continuó Teodoro- fue sin duda uno de nuestros mayores enemigos y que influyó mucho en mi prisión; Don Pedro era casado con una dama que se llamaba Luisa, la cual apareció después porque Don Pedro la abandonó la misma noche de su boda, como esposa del corregidor Don Melchor Pérez de Varais.

El arzobispo comenzó a escuchar con interés.

-Yo -continuó Teodoro- sé que en estos días se casa Don Pedro con una dama de quien está apasionado, y quiero que me alumbre S. Illma. para que sepa yo lo que debo hacer, a fin de buscar a esa Doña Luisa, para presentarla en compañía de la justicia, a la misma hora del casamiento de Don Pedro. Ellos nos han ganado; el visitador nuevo quizá nos persiga; pero nos hemos de vengar de los que nos han traído tantos males a su señoría Illma. y a sus partidarios.

En la cabeza del prelado se acumularon en aquellos momentos sus recuerdos del pasado, sus decepciones del presente,   —258→   su abandono, su aislamiento, su porvenir en la corte.

El arzobispo era hombre, y sintió hervir su sangre con las palabras de aquel que tenía valor de llamarse su partidario en la desgracia, que resentía lo que él había sufrido, y que pensaba aun en vengarse y en combatir, cuando todos temblaban y huían de él.

En vez de contestar preguntó el prelado.

-¿Cómo te llamas?

-Teodoro.

-¡Teodoro! yo te conozco, es ¿verdad?

-Martín de Villavicencio, el Bachiller, me presentó con S. Illma. en aquellos tiempos más felices para nosotros.

-Es verdad. ¿Y Martín adónde está? ¿también me ha olvidado?

-No lo piense S. Illma.; Martín tuvo que huir y está lejos.

-¿Qué objeto llevas al querer impedir el matrimonio de Don Pedro?

-Castigarlo yo, ya que no hay autoridad que lo haga.

-¿Y cómo lo conseguirás?

-Si encuentro a Luisa, y S. Illma. me protege, en primer lugar se estorba esa boda, y después se da un escándalo en el que quien pierde es Don Pedro.

-Pues yo no sé adónde está Luisa, pero preguntaré a quien debe saberlo, te lo diré, y te daré consejo; porque la venganza no es buena, aunque sí el castigo del malvado.

-¿Cuándo quiere S. Illma. que vuelva?

-Mañana mismo.

-En ese caso ya no molesto a S. Illma. y me retiro.

-Adiós, Teodoro, hasta mañana -dijo el prelado dándole a besar el pastoral.

Teodoro se retiró y el arzobispo le siguió con la vista hasta que le vio salir.

  —259→  

-He aquí un negro -exclamó- como debieran ser muchos blancos: este tiene ánimo, este no desmaya, este no teme como yo, cuando debiera amedrentarse, más porque él puede subir al cadalso, mientras que yo nunca; y sin embargo, él está sereno y no se entristece, y vencido desgraciado, lucha y espía el momento de su enemigo para combatirle y vencerle; porque le vencerá y yo le ayudaré porque lo merece, y porque su causa es mi causa, y su venganza es mi venganza; y sería horrible que mañana que el rayo de la corte me hiera, estos hombres se rían de mi desgracia... No... no... ¡cuantos pueda derribar antes de hundirme, caerán!

El arzobispo se puso a pasear en silencio.

-Buscaré a esa Luisa y le ayudaré al negro; Don Pedro de Vergara Gaviria sabrá de ella; él también tiene mucho que vengar en nuestros enemigos; le comunicaré el proyecto de Teodoro, y nos ayudará... Le enviaré a llamar.

Y sentándose escribió una esquela que plegó poniéndole la dirección.

Tocó en seguida una campanilla, y un familiar se presentó a recibir sus órdenes.

-Esta carta al licenciado Don Pedro de Vergara -dijo el arzobispo.

Media hora después, Don Pedro entraba en el palacio arzobispal.

-Aquí me tiene S. Illma. -dijo presentándose.

-Mi señor Don Pedro -contestó el prelado-; tome asiento su señoría, y hablaremos de un negocio.

Sentose Don Pedro de Vergara, y el arzobispo continuó:

-¿Os pesaría darle un mal rato a Don Pedro de Mejía, nuestro antiguo conocido?

-A fe que no me pesaría mucho.

  —260→  

-Pues cosa fácil será si queréis.

-Quiero, que me tiene aún muy ofendido, y temo que de nosotros se ha de reír, según van las cosas...

-Entonces, os diré que Don Pedro está muy apasionado, y muy pronto debe contraer matrimonio, para lo cual él prepara solemnes fiestas.

-¿Y bien?

-¿Cómo y bien? ¿no comprendéis aún?

-Os aseguro que no.

-¿Don Pedro de Mejía no se casó con Luisa?

-Sí.

-Luego siendo casado, no puede contraer...

-Permítame S. Illma., que Don Pedro no es casado.

-Pues ¿y Luisa?

-Murió en las cárceles del Santo Oficio.

-¿Murió? -dijo espantado el arzobispo-; entonces nada se puede hacer.

-Por ese lado al menos.

S. Illma. quedó pensativo.

-Pero ¿cómo es -dijo de repente- que Don Melchor, que la hacía pasar por su mujer, no me refirió jamás esto?

-Esa es una historia bien curiosa: Luisa fue ahorcada en las cárceles secretas del Santo Oficio; pero tratando de ocultar esto a Don Melchor, se le dijo que por artes mágicas había perdido su figura, y con el testimonio del inquisidor mayor y el mío, tomó por su mujer a una negra, a quien le presentamos como tal, y se la llevó, compadeciéndose mucho de su situación.

-¿Eso ha pasado?

-Como se lo cuento a S. Illma., solo que como se trataba de salvar el honor de la Inquisición, de evitar un escándalo, yo me presté fácilmente, y suplico a S. Illma. que   —261→   me guarde esto como revelado bajo el sigilo sacramental.

-He aquí que estamos salvados -exclamó el arzobispo.

-¿Cómo?

-Luisa, oficialmente, es decir, para nosotros, para la Inquisición, para la Iglesia, existe.

-¡Existe!

-Sin duda; testimonios irrecusables prueban que la sacó de la Inquisición Don Melchor Pérez de Varais; eso lo declararéis vos, el inquisidor mayor, yo, Don Melchor, el secretario y familiares del Santo Oficio, y que es la misma que debe vivir con Pérez de Varais, y aun cuando se empeñaran en negar ella y Mejía, el juez debía fallar por las pruebas secundum alegata et probata, y en ese punto es seguro que se triunfa; luego resulta que es casado Don Pedro de Mejía, que se impide el matrimonio que medita, que se le obliga a reconocer como su esposa a la mujer que entregasteis a Don Melchor, y que el castigo es para él mayor, que era lo que quería yo probaros.

-Comprendo, comprendo.

-En ese caso, escribid a Don Melchor que venga, trayendo a su esposa.

-Fácil será hacerle condescender, porque tiene que venir en estos días a felicitar al virrey.

-Entonces escribidle.

-Lo haré como S. Illma. lo dispone.

El arzobispo y Don Pedro de Vergara siguieron conversando hasta una hora después que éste se despidió.

En la misma noche un correo de Don Pedro de Vergara salía para Metepec, con cartas para el alcalde mayor Don Melchor Pérez de Varais.

Don Pedro de Mejía siguió haciendo los preparativos de su boda.



  —262→  

ArribaAbajo- V -

En el que se verán cosas muy grandes


Una tarde, seis días después de los acontecimientos que referimos en el capítulo anterior, entraban a México dos carrozas seguidas de una multitud de criados a caballo.

En la primera iba Don Melchor Pérez de Varais, alcalde mayor de Metepec, y que venía a presentar sus respetos al nuevo virrey y a sincerarse de los cargos que se le hacían por la parte que decían se le atribuía en el tumulto contra el marqués de Gelvez.

El alcalde venía asomándose por las ventanillas del carruaje y saludando a los conocidos que encontraba entre la multitud, que se detenía en las calles para ver pasar la comitiva.

La segunda carroza iba enteramente cerrada y cubierta con una gran camisa blanca, llena de polvo, lo que era indicio de que muy pocas veces se había abierto durante todo el camino.

Don Melchor tenía en México su casa, y los dos carruajes y los criados penetraron al patio, cerrándose inmediatamente el zaguán, con lo que quedaron burladas las esperanzas   —263→   de los curiosos que pretendían ver lo que contenía el misterioso carruaje cubierto.

Don Melchor saltó del que le había conducido y se dirigió al otro, que los criados habían comenzado ya a abrir.

En el interior se vio entonces a una negra con una fisonomía estúpida y horrible, pero cubierta de seda y adornada con multitud de alhajas de oro.

Dos criadas, esclavas a lo que parecía, la acompañaban.

La negra sonriéndose descendió, sostenida por Don Melchor, que parecía tratarla con toda especie de miramiento.

Los criados sacaron de los coches multitud de bultos de equipaje y comenzaron a subirlos.

La negra con un aire estúpidamente alegre y apoyada en el brazo de Don Melchor, subió también la escalera mirándolo todo con gran curiosidad, y entrando en una de las cámaras se dejó caer en un sitial.

La negra seguía mirando todo y sonriendo, Don Melchor la contemplaba con cierta especie de compasión y de tristeza.

-¿Estás cansada, Luisa? -le preguntó.

La negra le miró fijamente sin contestar; Don Melchor movió la cabeza e insistió en su pregunta alzando la voz.

-¿Estás cansada?

-Hambre yo, comer yo -contestó la negra.

-¡Pobre mujer! exclamó el alcalde- ¿quién pudiera reconocerla así?

Entonces llamó a dos esclavas que vinieran a cuidar de la que él llamaba Luisa, y se retiró a su aposento.

Don Melchor comía solo; a la negra le servían en su aposento, y así se hizo también en aquel día.

A la mañana siguiente Don Melchor entraba en casa del oidor Don Pedro de Vergara.

  —264→  

-Heme aquí -dijo Don Melchor después de los saludos de costumbre- heme aquí ya en México como deseabais, y trayendo a Luisa conmigo, que fue lo que me encargasteis más: deseo que me digáis el objeto de este viaje.

-Sí haré, y os aseguro que quedareis satisfecho; trataré de castigar a un hombre sin fe y sin corazón, a un hombre que ha sido nuestro enemigo desde los calamitosos tiempos del de Gelvez, a un hombre que ha abusado por muchos años del poder que le han dado sus riquezas, y que ha causado, en fin, vuestra desgracia y la de esa infortunada mujer...

-¿Pero de quién me habláis?

-De Don Pedro de Mejía.

-¿De Don Pedro de Mejía?

-Sí, y sabedlo de una vez si lo ignoráis: él fue el favorito del marqués de Gelvez; por él se desató la persecución contra nosotros; él es el legítimo esposo de Luisa; él sin piedad la arrojó a la calle la noche de sus bodas, abandonándola impunemente; él que sintió la mano de Luisa en los asuntos del marqués de Gelvez, por artes maléficos la ha reducido al miserable estado que hoy guarda, causando vuestra desesperación; y él es, en fin, el que olvidando todo esto prepara sus bodas con una dama de esta ciudad, a la que abandonará tal vez mañana. Es preciso castigar a ese hombre, salvar a esa joven, vengar a Luisa, y sacar a la vergüenza a un miserable que se burla de todo lo más santo que hay sobre la tierra. ¿Lo creéis justo? ¿Queréis ayudarnos?

-¡Pero ese hombre es un monstruo!

-Es un aborto del infierno: en vuestra mano está ahora su castigo; ¿la levantaréis, la retirareis sin herirle?

-Pero él es poderoso, luchará.

  —265→  

-Más lo somos nosotros, porque la justicia nos escuda; venceremos.

-¿Y quién nos ayudará?

-¿Quién? En primer lugar Dios; después todos los que le conozcan el día en que se le arranque el antifaz que le cubre; el señor arzobispo está de nuestra parte.

-Pero explicadme vuestros planes.

-Oid: Don Pedro está próximo a casarse; nada decimos entretanto; pero con gran secreto presentáis en nombre de Luisa vuestra acusación contra él. S. Illma. tiene la ciencia cierta de que a pesar del cambio que ha sufrido en su persona, ella es la verdadera esposa de Mejía; sobre esto pueden atestiguar el señor inquisidor mayor, los secretarios y escribanos del Santo Oficio, y yo que intervine en todo: además, consta la declaración de Mejía en que confiesa haber puesto a Luisa, su mujer, en el estado en que fue recogida por el Santo Oficio. ¿Creéis que esto no bastará?

-Bien está; ¿y luego?

-Acabando de celebrarse la ceremonia y cuando esté rodeado de sus amigos y aduladores, el señor arzobispo se presenta repentinamente llevando a Luisa y seguido de todos nosotros, declarando sacrílego el acto, y ya supondréis cuanto seguirá después.

-Es un terrible castigo.

-Pero merecido.

-Sí, tal creo.

-Entonces ¿estáis conforme?

-¿No tendrá Luisa que sufrir más?

-De ninguna manera; su estado la pone a cubierto aun de la menor reconvención.

-¿Y yo?

-Vos menos; lo que hacéis por esa mujer es el acto más   —266→   sublime de caridad, que nadie se atreverá a echároslo en cara. ¿Conque estáis resuelto?

-Que se haga como disponéis.

-Entonces, venid.

Don Pedro de Vergara tomó su sombrero y su capa, y dijo a Don Melchor:

-Vamos a ver al señor arzobispo.

-¿Tan pronto?

-No hay tiempo que perder; ayer ha conseguido Mejía las dispensas en el arzobispado, y quizá mañana en la noche tenga lugar la ceremonia.

-Vamos entonces.

La carroza de Don Melchor estaba en la puerta, los dos montaron en ella, y fueron a apearse a la entrada del palacio del arzobispo.

S. Illma. no los hizo esperar mucho para recibirlos.

-El señor Don Melchor Pérez de Varais -dijo el oidor- viene a ver a S. Illma. para el negocio de que S. Illma. y yo habíamos hablado. Don Pedro de Mejía apresura su matrimonio, y es necesario que nosotros caminemos de prisa.

-¿Y cómo habéis pensado dar forma al negocio? -preguntó el arzobispo.

-De esta manera, si le parece a S. Illma.: Don Melchor presentará a S. Illma. escrito diciendo que aunque se han dispensado las moniciones a Mejía, ha llegado a su conocimiento que trata de casarse; que como todo cristiano, está en obligación de manifestar los impedimentos que sepa, y que para descargo de su conciencia hace presente a S. Illma. que Don Pedro de Mejía es casado y velado, coram faciem ecclesiæ, que abandonó a su mujer, que por artes malos le trocó el color y la hizo perder la razón; que dicha mujer la recogió el mismo Don Melchor y la mantiene de caridad,   —267→   y que esto lo pueden certificar el señor inquisidor y ministros del Santo Oficio, el oidor Vergara Gaviria, y le consta además por ciencia propia al Illmo. señor arzobispo.

-Me parece muy bien pensado y con total arreglo a derecho.

-Se presenta S. Illma. en la casa de Mejía con la infeliz Luisa y con todos nosotros que le acompañaremos; tan luego como haya terminado la ceremonia del casamiento, y si S. S. Illma. quiere, puede pedirse el auxilio del brazo secular para llevar a prevención alguaciles que prendan a Don Pedro de Mejía.

En la misma cámara del arzobispo se formó el escrito, que firmó Don Melchor, y se mandó al provisor para que con el mayor empeño y secreto posibles, se procediera a recibir las necesarias declaraciones.

Don Melchor regresó a su casa y el arzobispo envió llamar a Teodoro.

-Tengo -dijo S. Illma. al negro- el hilo del negocio de que me has hablado respecto al matrimonio doble de Don Pedro de Mejía; y es, en efecto, todo tal como tú me lo habías pintado y muy digno de castigo; pero hácese necesario que tú procures averiguar y avisarme con oportunidad, la hora, lugar y día en que celebrarse debe el casamiento.

-Fácil me será obedecer en eso a S. Illma., porque tal empeño tengo en ello, además de lo muy obligado que le estoy a S. Illma., que un criado existe en la casa, que me pone al corriente de cuanto allí ocurre.

-En tal caso, tu misión se reduce a darme aviso, que por mi cuenta será lo demás: anda y sé diligente.

-S. Illma. quedará satisfecho de mí.

Teodoro salió inmediatamente a noticiar a Don César lo que ocurría.

  —268→  

Don César tomaba el sol en la puerta de la casa de Don Pedro de Mejía, y al ver que Teodoro pasaba y lo miraba fijamente, comprendió que algo tenía que decirle; se levantó con disimulo y le siguió.

Uno en pos del otro llegaron hasta la calle de San Hipólito y hasta la habitación reservada de Don César.

-¿Qué tenemos? -preguntó éste.

-Las cosas marchan -contestó Teodoro-;el arzobispo no se contentó con orientarme en el asunto, sino que ha tomado las cosas por su cuenta con tanto calor, que no desea saber sino la hora y lugar de la ceremonia; todo dice que lo tiene dispuesto.

-¿Habrá encontrado a Luisa?

-No sé nada, encargome solo de avisarle lo que os digo y nada más: ahora quisiera saber si podremos darle el aviso oportunamente.

-Sí tal, que yo debo saberlo.

-Entonces, os suplico que me lo digáis para no quedar mal con S. Illma.

-Lo sabrás y podrás darle aviso.