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ArribaAbajo- XXX -

Inmensos esfuerzos de paciencia y las más reiteradas súplicas tuvo que emplear Agustín Encina para obtener de Amador algunos días de plazo a su exigencia de dinero. Sin otra mira que la de ganar tiempo, había solicitado aquel aplazamiento, porque sabía que un nuevo pedido de plata a su padre despertaría las sospechas de éste y haría probablemente descubrir su casamiento.

La idea dominante de Agustín era ocultar este casamiento, alentado por la vaga esperanza de todo el que, puesto en una difícil posición, esperaba del tiempo, más bien que de su energía, el allanamiento de las dificultades que le rodean.

Su amor a Adelaida, basado sobre las elásticas ideas de moralidad que la mayor parte de los jóvenes profesa, se había modificado singularmente desde que se creía unido a ella por lazos indisolubles. Encontrando una esposa donde él había buscado una querida, sus sentimientos, de una pasión que él juzgaba sincera, se entibiaron ante la inminencia del peligro con que su enlace le amenazaba a toda hora. Temiendo siempre la burla, el deshonor, según las leyes del código que rige a las sociedades aristocráticas, Agustín sólo pensaba en conjurar el más largo tiempo posible ese peligro, en vez de ocuparse de Adelaida.

Así transcurrieron los días hasta el 10 de septiembre. Doña Bernarda, en ese día, manifestó a su hijo que el Dieciocho estaba muy próximo y que nada habían comprado aún para solemnizar tan gran festividad.

En todas las clases sociales de Chile es una ley que nadie quiere infringir la de comprar nuevos trajes para los días de la patria.

Doña Bernarda observaba esa ley con todo el rigor de su voluntad, y pensaba que en aquella ocasión podrían, ella y sus hijas, acudir a las tiendas mejor que nunca,   —183→   con el auxilio del dinero que Agustín debía entregar a Amador.

Esta consideración dio lugar a un acuerdo entre la madre y el hijo para exigir el pago de la cantidad estipulada sin otorgar un solo día más de plazo que los ya concedidos.

En la noche del día en que se verificó tan terminante acuerdo, Agustín vino como de costumbre con Rivas a casa de doña Bernarda.

Amador notificó a su cuñado supuesto la orden conminatoria, y anunció que se presentaría sin falta al día siguiente para percibir la suma. Los ruegos de Agustín se estrellaron contra la voluntad de Amador, que fulminó la terrible amenaza de divulgar la noticia del matrimonio.

Edelmira conversaba entretanto con Martín, en los momentos que podía substraerse a la porfiada vigilancia de Ricardo Castaños. En esas conversaciones hallaba aquella niña nuevos encantos cada día, y abandonaba su corazón a los dulces sentimientos que Martín la inspiraba, sin atreverse a manifestar al joven un amor que él no había contribuido a formar de ningún modo. Edelmira, como ya lo hemos dicho en otras ocasiones, era dada a la lectura de novelas y por naturaleza romántica; esta cualidad le daba la fuerza de cultivar en su pecho un amor solitario, al que poco a poco iba entregando su alma, sin más esperanza que la de amar siempre con esa melancolía voluptuosa que las pasiones de este género despiertan comúnmente en el corazón de la mujer, la que posee una organización más pasiva que la del hombre en estos casos, porque sus sentimientos son más puros también.

De vuelta a la casa, Agustín no quiso entrar al salón y se retiró a su cuarto. En el camino había luchado victoriosamente contra su debilidad, que le aconsejaba confiarse enteramente a Martín y ponerse bajo el amparo de sus consejos. Pero el amor propio había triunfado y Agustín guardó su secreto y su pesar para él solo, esperando con temor la llegada del siguiente día.

Martín se retiró también a su cuarto sin presentarse en el salón, como en las noches anteriores lo había hecho.   —184→   Después del paseo a caballo, la esperanza que en su pecho habían hecho nacer las palabras de Leonor permanecía en el mismo estado. La niña había destruido con estudiada indiferencia los deseos que alentaban a Rivas de declararle su amor; mas no le desesperaba tampoco, porque a veces tenía palabras con las cuales la pregunta que en la Pampilla había hecho Martín volvía, como entonces, suscitando las mismas dudas en su espíritu.

Durante aquellos días, don Fidel, por su parte, había hecho serias reflexiones acerca de la determinación que anteriormente anunciara a su mujer. No obstante que aparentaba no seguir en [todo] más que los consejos de su propia inteligencia, la observación hecha por doña Francisca sobre lo prematuro de su proyecto tuvo bastante fuerza a sus ojos para obligarle a esperar. Pero don Fidel era hombre de poca paciencia, así fue que transcurridos los días que mediaron entre la última de sus conversaciones con su mujer, que hemos referido, y el 10 de septiembre, a que han llegado los acontecimientos de nuestra narración, don Fidel determinó llevar a efecto su propósito de hablar a don Dámaso sobre su deseo de ver unidos in facie eclesia a Matilde con Agustín. Este enlace, según sus cálculos, era un buen negocio, puesto que su sobrino heredaría por lo menos cien mil pesos. Así calculaba don Fidel, con la precisión del hombre para quien las ilusiones del mundo van tomando el color metálico que fascina la vista a medida que se avanza en la existencia.

A pesar de esto, don Fidel no descuidaba el negocio del arriendo del Roble. Su ambición le aconsejaba mascar a dos carrillos, como vulgarmente se dice, y le parecía que era una empresa digna de su ingenio la de casar a Matilde con Agustín y obtener al mismo tiempo un nuevo arriendo por nueve años de la hacienda en que se cifraban sus más positivas esperanzas de futura riqueza. Con tal mira había suplicado de nuevo a su amigo don Simón Arenal el hacer otra tentativa cerca del tío de Rafael para conseguir el arriendo deseado.

Don Fidel no creyó necesario esperar la respuesta de su amigo, y el día 11 se apresuró a dirigirse a casa de don Dámaso antes de las doce del día, hora en que su cuñado salía de su casa a dar una vuelta por las calles y a conversar   —185→   algunas horas en los almacenes de los amigos, ocupación de la que muy pocos capitalistas de Santiago se dispensan.

Mientras camina don Fidel, nosotros veremos a Amador Molina que llega a casa de don Dámaso, como en la noche anterior le había anunciado a Agustín. El hijo de doña Bernarda era aquella vez puntual, como todo el que cobra dinero, y llevaba el sello del siútico más marcado en toda su persona que en cualquiera de las demás ocasiones en que ha figurado en estas escenas.

Sombrero bien cepillado, aunque viejo, inclinado a lo lacho sobre la oreja derecha.

Corbata de vivos y variados colores, con grandes puntas figurando alas de mariposa.

Camisa de pechera bordada por las hermanas, bajo la cual se divisaba la almohadilla forrada en raso carmesí, que por entonces usaban algunos, con pretensiones de elegantes, para ostentar un cuerpo esbelto y levantado pecho.

Chaleco bien abierto, de colores en pleito con los de la corbata, abotonado por dos botones solamente y dejando ver a derecha e izquierda los tirantes de seda, bordados al telar por alguna querida para festejarle en un día de su santo.

Frac de color dudoso, y dejando ver por uno de los bolsillos la punta del pañuelo blanco.

Pantalones comprados a lance y un poco cortos, color perla algo deteriorado.

Y por fin botas de becerro, con su ligero remiendo sobre el dedo pequeño del pie derecho, y lustradas con prolijo cuidado.

Añádase a esto un grueso bastón, que Amador daba vueltas entre los dedos, haciendo molinete, y un cigarrillo de papel, arqueado por la presión del dedo pulgar de la derecha bajo el índice y el dedo grande, en el dedo siguiente una sortija con este mote en esmalte negro: «Viva mi amor», y se tendrá el perfecto retrato de Amador, que, al entrar en casa de don Dámaso, acarició sus bigotes y perilla, como para darse un aire de matamoros propio para infundir serios temores en el ánimo de su víctima.

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Agustín le esperaba entregado a una mortificadora inquietud. En sus ojos hundidos, en la palidez de su rostro, se veían, a más de los temores del momento, las angustias de una noche de insomnio y de sobresalto.

Hacía poco que la familia de don Dámaso había concluido de almorzar, cuando Amador se encontró en el patio de la casa.

Oíase en el interior el sonido del piano en que Leonor ejecutaba algunos ejercicios. Don Dámaso y Martín se encontraban en el escritorio despachando algunas cartas de negocios, y Agustín, tras los vidrios de una puerta, observaba con ojo inquieto a las personas que atravesaban el patio.

Al ver a Amador, abrió con precipitación la puerta y le hizo entrar.

Amador se sentó sin que le ofreciesen asiento y puso su sombrero sobre la alfombra.

-¡Caramba -dijo, pasando en revista el amueblado y adornos de la pieza-, esto está de lo que hay!

Agustín cerró bien las puertas, mientras que Amador sacaba un mechero y encendía el cigarro que se había apagado.

-¿Y... ya están prontos los realitos? -preguntó al joven, que se paró a su frente pálido y turbado.

-Todavía no -dijo Agustín-; estoy seguro que papá se va a enojar con este pedido de plata.

-Qué le haremos, pues; tendrá dos trabajos: el de enojarse y el de soltar las pesetas.

-Y si no quiere lo perdemos todo -replicó Agustín suplicante-, ¿por qué no espera algunos días?

-Si yo tuviera casa como ésta y muebles y criados y buena bucólica, de seguro que esperaba; pero, hijito, la familia está pobre y su mujer no puede andar vestida como una cualquiera. Si el viejo se enoja, es porque no sabe que usted se ha casado; yo le daré a tragar la píldora si quiere hacer el cicatero; déjelo no más.

Agustín se volvió desesperado hacia la puerta que daba al patio y vio a don Fidel Elías que entraba al escritorio de su padre. Aquella visita le pareció un favor del cielo.

-Mire usted -dijo a Amador-; allí va mi tío Fidel entrando   —187→   al cuarto de mi padre. ¿Cómo quiere que vaya ahora a pedirle dinero?

-Aguardaremos a que el tío Fidel se vaya -respondió Amador-. ¿No tiene usted por hei un puro y alguna copita de licor? Así conversaremos como buenos hermanos.

Agustín le dio un cigarro habano y le presentó una licorera con copas y botellas. Amador prendió el cigarro en su mechero, se sirvió una copa de coñac, que tragó como una gota de agua; llenó de nuevo la copa y miró con satisfacción a su víctima.

-No está malo -le dijo-. ¡Vaya lo que vale ser rico! ¡Y uno que tiene que echarse al estómago un anisado ordinario!

Les dejaremos seguir su conversación mientras que damos cuenta de la que don Fidel y don Dámaso acababan de entablar.

Don Fidel llevó a su cuñado a un rincón de la pieza, mientras que Rivas escribía sobre una mesa en otro.

-Te vengo a hablar de un asunto que me preocupa desde hace días -dijo en voz baja-, y que nos interesa a los dos.

-¿Cómo así? -preguntó don Dámaso, tomando para hablar el mismo aire de misterio con que se le había dirigido don Fidel.

-Como tú no eres muy observador, no te habrás fijado en una cosa.

-¿En qué cosa?

-Tu hijo y mi chiquilla se quieren -dijo don Fidel al oído de su cuñado.

-¿De veras? -preguntó con admiración don Dámaso-, no me había fijado.

-Pero yo me fijo en todo y a mí no se me va ninguna; estoy seguro que están enamorados.

-Así será.

-Bueno, pues, yo te vengo a ver para eso, es preciso que nos arreglemos; Agustín me parece un buen muchacho y no será mal marido.

-¡Pero, hombre, todavía está muy joven para casarse!

-¿Y yo de qué edad te parece que me casé? Tenía veintidós años no más. Es la mejor edad. Los que no se casan pronto es por tunantear. Si quieres que tu hijo se   —188→   pierda, déjalo soltero y verás cómo te cuesta un ojo de la cara. ¡Ah, yo conozco estas cosas! ¿No ves que a mí no se me va ninguna?

-Puede ser, puede ser -repuso don Dámaso, siguiendo su propensión a inclinarse al parecer de aquel con quien hablaba-. Pero es preciso ver lo que dice la Engracia primero. ¿No ves que yo solo no es regular que disponga de un hijo?

-¡Ah!, es decir que andas buscando disculpas -dijo don Fidel, olvidando, con la impaciencia, el hablar en voz baja.

-No, hombre, por Dios -replicó don Dámaso-; yo no busco disculpas. Pero ¿no te parece muy natural que consulte antes a mi mujer? Porque al fin y al cabo ella es la madre de Agustín.

-Pero lo que yo deseo saber es tu determinación: ¿apruebas o no lo que te he venido a proponer?

-Por mi parte, cómo no, con mucho gusto.

-¿Y te empeñarás con tu mujer para que consienta?

-También.

-Acuérdate de lo que te digo: si dejas a tu hijo soltero, el día menos pensado se bota a tunante y te come un ojo de la cara. Yo sé lo que son estas cosas, pues a mí no se me van así no más.

Con la seguridad de nuevas promesas de don Dámaso, se retiró don Fidel, satisfecho del modo como había conducido aquel negocio y dejando a su cuñado pensativo.

-En eso de los gastos no le falta razón -murmuró, recordando los frecuentes desembolsos de dinero que había hecho últimamente por Agustín.

Metió las manos en los bolsillos y principió a pasearse pensativo a lo largo de la pieza.

Amador, entretanto, empezaba a impacientarse de esperar y se levantó a espiar la salida de don Fidel.

-Vamos, ya se va el tío -dijo viéndole salir.

Agustín miró a don Fidel, que atravesaba el patio con el semblante alegre por las felicitaciones que se iba dando a sí mismo. Con él se iba también su esperanza de librarse, por un día a lo menos, de pedir el dinero a su padre.

Intentó de nuevo conseguir un plazo, pero Amador se mostró inflexible.

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-Vaya, pues -dijo éste-, tendré yo mismo que ir a hablar con el papá. Esto va pareciendo juego de niños.

-Bueno, espéreme esta noche en su casa y le llevaré la plata o la contestación de papá -exclamó Agustín, armándose de una resolución desesperada.

-No, no, aquí estoy bien -contestó Amador sentándose y encendiendo otro cigarro-; vaya no más, hable con el papá y tráigame la contestación.

Agustín alzó los ojos al cielo implorando su ayuda, y se dirigió al cuarto de don Dámaso como una víctima al suplicio.




ArribaAbajo- XXXI -

Don Dámaso continuaba su paseo y sus reflexiones. El vaticinio de su cuñado le parecía un oportuno aviso para fijarse en adelante con más cuidado en la conducta de su hijo.

Martín concluyó sus quehaceres y se retiró del escritorio, dejando a su huésped entregado a estas reflexiones.

Cuando Agustín entró en el cuarto, don Dámaso le miró siguiendo la ilación de sus ideas.

-Agustín, ¿en dónde visitas ahora? -le preguntó.

Agustín, que había preparado ya la frase con que debía entablar su petición de dinero, se turbó al oír la pregunta de su padre. Temeroso de ver divulgado su secreto, parecíale que semejante pregunta era un indicio evidente de que don Dámaso tenía ya alguna sospecha de su casamiento.

-¿Yo? -contestó balbuciente-, visito en algunas, como usted sabe, y...

-Sería tiempo que pensases ya en trabajar en algo -le dijo don Dámaso interrumpiéndole.

-Oh, yo estoy muy dispuesto a trabajar. ¡Ojalá ahora mismo se presentase la ocasión!

-Bueno, me gusta oírte hablar así -le dijo el padre revistiéndose de un aire doctoral-, los jóvenes no deben estar   —190→   de ociosos, porque no hacen más que perder tiempo y dinero.

Esta reflexión caía muy mal para las circunstancias de Agustín. No obstante, la idea de ver aparecer a Amador y de que todo se descubriese le dio ánimo para persistir en la resolución con que había entrado.

-Así es, papá -dijo-, usted tiene razón y por eso yo deseo trabajar.

-Está bien, hijo, yo te buscaré alguna ocupación.

-Gracias. Cuando esté trabajando no pensaré en hacer gastos, como ahora, que, sin saber cómo, me encuentro con una deuda de mil pesos.

Agustín pronunció su frase con la mayor serenidad que le fue posible y observó con ansiedad el efecto que producía en su padre.

Don Dámaso, que había vuelto a su paseo, se detuvo y fijó los ojos en su hijo. Las palabras que don Fidel acababa de decirle tomaron entonces en su imaginación un alcance profético.

-¡Mil pesos! -exclamó-. ¡Pero hace muy pocos días que te di otro tanto!

-Es cierto, papá, pero yo no sé cómo... se me había olvidado... y además con los amigos y el sastre...

-Fidel tiene razón -dijo agitado don Dámaso-, estos muchachos no piensan más que en gastar.

Luego, volviéndose hacia Agustín:

-¡Pero, hombre, mil pesos! Es decir, dos mil pesos en menos de dos meses. Caramba, amigo, usted está gastando como que no le cuesta nada.

-En adelante será otra cosa, y usted verá cuando yo esté trabajando -repuso en tono meloso el elegante.

-¡Eh!, ¡qué has de trabajar! Ahora los mocitos no piensan más que en botar la plata que sus padres han ganado a fuerza de trabajo. Sí, señor, Fidel tiene razón, todos son unos tunantes.

-Yo le prometo a usted que trabajaré, y cuando pague los mil pesos que debo, no gasto un centavo más.

-A mí no me bastan esas promesas, amiguito. ¿Sabe usted lo que hay? Es preciso entrar en una vida arreglada.

-Oh, yo estoy tan dispuesto que...

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-Sí, sí, ésas son buenas palabras, así dicen todos. No, amigo, la que yo llamo vida arreglada es la del matrimonio. ¿Me entiende usted?

Agustín bajó los ojos espantado del giro que tomaba la entrevista. Era imposible ya retroceder, y lo que más importaba en ese momento era ganar tiempo. Ésta fue la única reflexión que surgía del espíritu del angustiado mozo.

-Es preciso, pues, que tú pienses en casarte -continuó don Dámaso con tono más tranquilo, pues al ver que Agustín había bajado la vista, creyó que era en señal de sumisión y obediencia.

Don Dámaso, que sólo era enérgico por momentos, sentía un verdadero placer en cuanto veía respetada su autoridad. La actitud con que su hijo quiso ocultar el terror que en su corazón despertaron sus palabras le dispuso muy favorablemente hacia él. Como Agustín seguía con la vista clavada en la alfombra, don Dámaso continuó con mayor afecto.

-A ver, Agustín, conversemos como amigos. A mí me gusta que me respeten, es cierto; pero deseo también que mis hijos tengan confianza conmigo. ¿Qué te parece tu primita?

-¿Mi primita?

-Sí, Matilde; es buena moza.

-Oh, sí, muy buena moza.

-Y tiene buen genio, ¿no es cierto?

-Excelente, papá, muy buen genio.

-¿No te gustaría para mujer?

-¡Mucho, papá! -contestó Agustín, que quería salir del paso manifestándose sumiso y complaciente.

-Pues, hijo -exclamó con alegría don Dámaso-, aquí acaba de estar tu tío y me dice que para él sería una felicidad la de verte casado con su hija.

-Si a usted le parece bien, yo...

-Me parece bien, hijo, muy bien; es preciso entrar en juicio desde temprano para tener una vejez feliz.

-Sin duda, papá; pero iba a decirle que Matilde no me quiere.

-Bah, ríete de eso, hijo -replicó don Dámaso, golpeando de nuevo el hombro a Agustín-; lo mismo creía yo antes   —192→   de casarme. Hay niñas tímidas que aun cuando quieran a un joven no se atreven a dárselo a conocer; así es tu primita, pero háblale un poco y verás. Yo estoy seguro que ella te está queriendo. Mira, no estoy seguro; pero creo que tu tío me lo dijo aquí.

Don Dámaso agregaba esta duda, que no lo era en su espíritu, para persuadir a su hijo que tan dócil se le manifestaba.

-No, papá, no puede ser, Matilde ama a otro.

-Cuentos, hijo, todas las niñas tienen amorcillos hasta que se presenta uno y las habla de casamiento.

-En fin, papá -replicó Agustín, no queriendo en aquellas circunstancias contrariar a su padre-, creo que la cosa no es tan urgente que...

-Urgente y muy urgente -dijo el padre con tono distinto del afectuoso con que había hablado hasta entonces.

-Yo necesito saber si ella me ama y si...

-Todo eso está muy bueno. Yo también necesito que no andes por ahí botando mi dinero. Es preciso que mires esto como muy serio.

-Sin duda, papá, y así que usted me haya dado para pagar lo que debo...

-¿Cuánto es?

-Mil pesos.

-¿Nada más?

-Nada más.

-No vengamos después con que nos hemos olvidado de algo.

-Es todo lo que necesito.

-Está bien, hijo, mañana me traes las cuentas de lo que tengas que pagar y tu contestación sobre la prima, y todo se pagará; vaya, pues, está convenido.

Agustín miró estupefacto a su padre, que no le dio tiempo de replicar, porque salió inmediatamente del cuarto.

«Las cuentas y la contestación sobre Matilde -replicó abismado el elegante-, ahora sí que estoy mucho peor que lo que vine. ¿Cómo salir de este apuro?».

Dirigiose pensativo y desesperado a su cuarto, en donde Amador le esperaba.

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-No ve, pues -dijo contestando a la interrogadora mirada con que Amador le recibía-, con su apuro lo ha echado todo a perder.

-¿Cómo? ¿Cómo es eso? ¿Qué es lo que hay? -preguntó Amador, mirando con inquietud el descompuesto semblante de su víctima.

-Que usted lo ha echado todo a perder -repitió Agustín, dejándose caer con profundo abatimiento sobre una silla.

-Pero diga, pues, ¿cómo ha sido? ¿Qué hubo?

-Papá se incomodó.

-¿Se incomodó? ¡Vean qué lástima! ¿Y después?

-Dice que para pagar quiere ver las cuentas.

-¿Qué cuentas?

-Las cuentas de lo que le dije yo que debía.

-¿Y qué hay con eso, pues? Le lleva las cuentas.

-Pero, ¿cómo se las llevo si no existen?

-Vaya, amigo, por poco se echa a muerto usted; yo le haré las cuentas que quiera.

Agustín miró con espanto al que con tanta frialdad le hablaba de presentar documentos que no existían. El semblante de Amador respiraba una serenidad perfecta, y había en sus ojos una tranquilidad que le asustó. Por un presentimiento repentino se vio Agustín lanzado con aquel hombre en la vía vergonzosa de la falsificación y del engaño a que con tanta naturalidad le convidaba Amador. Este solo presentimiento le hizo ruborizarse y temblar. Con él se despertaron también en su pecho los instintos de delicadeza que el miedo había hasta entonces sofocado, y ellos le infundieron la energía que le faltaba para preferir una franca confesión de lo ocurrido antes que mancharse con el contacto impuro del que le ofrecía los medios de engañar a su padre.

-Mañana -dijo-, sin necesidad de documentos, haré que papá me dé esa cantidad.

-Bueno, pues, yo no espero más que hasta mañana -respondió Amador, tomando su sombrero-; si el papá se enoja y no quiere dar la plata, yo le largo el agua y se lo cuento todo. Hasta mañana, pues.

Saludó con aire de amenaza y salió del cuarto.

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Agustín se tomó la cabeza con las manos y permaneció inmóvil por algunos instantes. Luego levantó los ojos, en los que brillaba un rayo de resolución, y dejando el asiento en que se encontraba, salió del cuarto y subió la escala que conducía a las habitaciones de Rivas.

Martín, sentado delante de una mesa, estudiaba, o más bien leía en un libro sin comprender. La sorpresa se pintó en su rostro al ver entrar con precipitación a Agustín, cuyas descompuestas y pálidas facciones indicaban la agitación a que su espíritu se hallaba entregado.

Rivas se levantó saludando con cariño a Agustín, que empezó a pasearse pensativo por la pieza. Terminado el primer paseo, se detuvo y miró en silencio a Martín.

-Amigo -le dijo-, soy muy desgraciado.

-¡Usted! -exclamó Rivas con asombro.

-Sí, yo; si hubiese seguido sus consejos no estaría como estoy, perdido para siempre.

Martín le presentó una silla.

-Veo que está usted muy agitado, Agustín -le dijo-, siéntese aquí. Si usted me viene a buscar para confiarme sus pesares, cuente con que, además de agradecerle esa confianza, haré lo posible por darle algún consuelo.

-Muchas gracias -contestó Agustín sentándose-. Es cierto que vengo a confiárselo todo. ¡Ah!, desde hace algunos días, amigo, he sufrido mucho, y como no he tenido a nadie con quien hablar, me siento con el corazón oprimido. Ahora me acordé que usted me dio un buen consejo, que por desgracia no seguí, y he venido a desahogar mi pecho con usted, porque creo que es buen amigo.

Había en estas palabras un profundo sentimiento que conmovió el corazón de Martín. El elegante, que había devorado solo sus penas, se expresaba con tal abandono que Rivas sintió por él un interés sincero y afectuoso.

-Si usted me permite -le dijo-, seré su amigo. Pero, ¿qué le sucede? Tal vez alguna cosa a la que da usted más importancia que la que tiene en realidad.

-No, no, le doy la importancia que merece. ¿Sabe lo que hay? ¡Estoy casado!

-¡Casado! -repitió Martín en el mismo tono en que Agustín lo había dicho.

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-Sí, casado. ¿Y se le figura a usted con quién?

-No puedo figurármelo.

-Con Adelaida Molina.

-¡Con Adelaida! Pero, ¿desde cuándo? Cierto que esto me parece muy extraño.

-Óigame usted y sabrá lo que ha sucedido, todo por no haber seguido sus consejos.

Agustín refirió a Rivas el suceso del matrimonio con sus más pequeñas circunstancias, y luego las continuas exigencias de dinero, hasta las escenas por que había pasado aquel día con Amador y con don Dámaso.

-A pesar de la osadía con que usted dice que Amador le amenaza de revelar a su padre este secreto -observó Martín reflexionando-, yo encuentro todo esto muy sospechoso. ¿Sabe usted si el que les puso las bendiciones era cura?

-No sé, es un padre que no he visto en mi vida.

-¿Presentó alguna licencia de cura para poder casarlos?

-No sé, yo estaba entonces tan turbado que no sabía lo que me pasaba.

-Debemos ante todo hacer una cosa.

-¿Cuál?

-Informarnos en todas las parroquias y hacer registrar los libros de matrimonios desde el día en que usted se casó.

-¿Y para qué?

-Para ver si la partida existe, porque no me faltan sospechas de que usted sea juguete de alguna intriga, por lo que usted refiere.

-¡Es cierto, usted tal vez tenga razón! -exclamó Agustín, como iluminado por un rayo súbito de esperanza.

-Si la partida no está asentada en ninguna parroquia, es claro que el matrimonio es nulo, porque ha sido hecho sin el permiso competente.

-Si usted descubriese esto -le dijo Agustín con entusiasmo-, sería mi salvador, le debería la vida.

-¿Amador ha dicho que volvería mañana?

-Sí, a la misma hora que hoy.

Martín designó entonces las parroquias que él recorrería, señalando otras a Agustín con el mismo objeto.

-Para esto no debe usted pararse en gastos -le dijo-,   —196→   es preciso desplegar la mayor actividad; es necesario que nosotros tengamos la certidumbre sobre esto antes que Amador se presente aquí, y que hayamos prevenido a su padre de usted.

-¿A mi padre? ¿Y para qué?

-Para evitar que Amador u otro cualquiera venga a sorprenderle.

-¿Y si el casamiento no es nulo?

-Es preciso tener valor y franqueza. ¿No tendrá don Dámaso razón para ofenderse con usted si otra persona en vez de usted le trae tal noticia?

-Es cierto.

-Además, si, por desgracia, el matrimonio es válido, previniendo a su padre con tiempo, podrá tal vez arreglar las cosas de algún modo que a nosotros no se nos ocurre.

-Cierto -repitió Agustín, admirando la previsión con que Rivas raciocinaba.

-Vamos, pues -dijo éste-, es preciso ponernos en marcha.

-Bajo a mi cuarto y allí tomaré el dinero que tengo; son doscientos pesos, y partiremos, ¿no le parece?

-Lo más pronto será lo mejor -dijo Rivas, tomando su sombrero y bajando con Agustín.

Pocos momentos después salieron, cada cual en dirección a los puntos donde se dirigían sus pesquisas.




ArribaAbajo- XXXII -

Don Fidel Elías regresó a su casa felicitándose, como dijimos, de su actividad y maestría para conducir los negocios.

Entre nosotros es bastante conocido el tipo del hombre que dirige a este fin todos los pasos de su vida.

Para tales vivientes, todo lo que no es negocio es superfluo. Artes, historia, literatura, todo para ellos constituye un verdadero pasatiempo de ociosos. La política les merece atención por igual causa y adoptan la sociabilidad por cuanto las relaciones sirven para los negocios.   —197→   Hay en esas cabezas un soberbio desdén por el que mira más allá de los intereses materiales, y encuentran en la lista de precios corrientes la más interesante columna de un periódico.

Entre estos sectarios de la religión del negocio se hallaba, como ha visto el lector, don Fidel Elías por los años de 1850; es decir, diez años ha. Y en diez años la propaganda y el ejemplo han hecho numerosos sectarios.

Don Fidel, ya lo dijimos, miraba como un buen negocio el casar a Matilde con Agustín Encina. Mas no por eso dejaba de interesarse vivamente en el otro negocio que tenía entre manos: el arriendo del Roble.

Dijéronle en su casa que don Simón Arenal había estado a buscarle, y sin dejar el sombrero, ni entrar en explicaciones con doña Francisca sobre su entrevista con don Dámaso, se dirigió lleno de curiosidad a casa de don Simón.

Doña Francisca le vio salir con el placer que muchas mujeres experimentan cada vez que se ven libres de sus maridos por algunas horas. Hay gran número de matrimonios en que el marido es una cruz que se lleva con paciencia, pero que se deja con alegría, y don Fidel era un marido cruz en toda la extensión de la palabra.

Doña Francisca leía a la sazón a Valentina, de Jorge Sand, y don Fidel, hombre de negocios, con toda la frialdad de tal, hacía una triste figura comparado con el ardiente y apasionado Benedicto. Por esta causa doña Francisca vio con gusto salir a su cruz y volvió con vehemencia a la lectura.

Don Fidel no se curaba de Jorge Sand más que de los pobres del hospicio, y así fue que salió sin ver los reflejos de romántico arrobamiento que brillaron en los ojos de su consorte; hasta más le importaba el negocio del Roble que estudiar las impresiones de su mujer.

Llegó a casa de don Simón con la respiración agitada y el ánimo inquieto por la duda.

Don Simón le ofreció asiento y un cigarro de hoja, asegurándole que eran de los mejores que salían de la cigarrería de Reyes, situada en la plazuela de San Agustín.

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Con un cigarro se entablan entre nosotros la mayor parte de las conversaciones entre hombres y puede decirse que el cigarro es uno de los agentes de sociabilidad más acreditados y activos.

Don Fidel Elías encendió el suyo y esperó, no sin emoción, que su amigo le dijese el objeto de la visita que había estado a hacerle.

-¿Le dijeron que estuve en su casa? -fue la pregunta de don Simón.

-Sí, compadre -contestó don Fidel-, y apenas lo supe me vine derecho para acá.

-Fui a decirle que he cumplido su encargo.

-Ah, ¿estuvo usted con don Pedro San Luis?

-Anoche.

-¿Y qué dice de la hacienda?

-El hombre pone sus condiciones para hacer un nuevo arriendo.

-¿Qué condiciones?

-Una que es muy difícil se figure usted.

-¿Que es muy dura?

-Según como usted la considere.

-Vamos a ver, dígalo, compadre, hablando es como se hacen los negocios.

-Don Pedro me ha dicho que desea que su hijo principie a trabajar.

-Y ¿qué hay con eso?

-Que para que su hijo trabaje lo piensa asociar con su sobrino.

-¿Con Rafael San Luis?

-Sí.

-Hasta ahora no veo lo que tengo que hacer con eso.

-Que piensa dar en arriendo el Roble a su hijo y a su sobrino, en caso que usted no consienta en lo que Rafael le ha pedido.

-¿Qué le ha pedido?

-Que solicite para él la mano de Matilde.

Don Fidel no se hallaba preparado para recibir un ataque semejante. No halló qué decir. Sus facciones se contrajeron como las de un hombre que se entrega a una profunda reflexión.

  —199→  

-De veras que esto no me lo podía figurar -dijo.

-Ésa es su condición -repuso el compadre.

-¿Y si yo accediese a ella? -preguntó don Fidel, después de una ligera pausa.

-En ese caso arrendaría a usted el Roble y pondría a trabajar a su hijo y a su sobrino en otra hacienda.

-Y a usted, ¿qué le parece, compadre?

-¿A mí?, no sé; éste ya se hace un asunto de familia.

-Así es -dijo volviendo a sus cavilaciones don Fidel.

Ante todo, se dijo que el asunto merecía pensarse detenidamente, porque la propuesta de don Pedro no parecía desechable a primera vista. Hemos dicho que don Fidel tenía comprometida la mayor parte de su fortuna en la hacienda del Roble, y esta consideración obraba poderosamente en su ánimo para mirar como preferible el casamiento de Matilde con Rafael que con Agustín. Según todas las probabilidades, éste tendría fortuna, pero sólo a la muerte de su padre; y don Fidel calculó que don Dámaso, en perfecta salud como se hallaba, viviría largos años aún. Además, el apoyo que su cuñado podía prestarle era problemático y nunca tan ventajoso para sus negocios como un nuevo arriendo del Roble por nueve años.

-Usted sabe que Rafael estuvo ahora tiempo para casarse con Matilde -dijo al cabo de estas consideraciones.

-Así supe -respondió don Simón.

-La cosa se deshizo por mi cuñado -prosiguió don Fidel-. Rafael no tenía nada entonces, pero es un buen joven.

Don Simón aprobó con la cabeza.

-Si su tío le presta su apoyo, no es un mal partido -continuó don Fidel.

-Así parece.

-Lo mejor, compadre, será no tomar sobre esto una resolución precipitada; tiempo tenemos para pensarlo.

Varió entonces de conversación y permaneció media hora más con el compadre, dirigiéndose después a su casa.

Llegó en momentos en que doña Francisca leía el pasaje en que Benedicto se encuentra en la alcoba de Valentina. La llegada de don Fidel interrumpió su lectura cuando su corazón nadaba en pleno romanticismo.

  —200→  

Don Fidel refirió sus dos visitas de aquel día: su medio compromiso con don Dámaso y la inesperada condición que se le imponía para el arriendo del Roble.

De aquella relación descartó doña Francisca la prosa referente a los negocios con que don Fidel la había sazonado y formuló en su imaginación la parte poética que se desprendía de la constancia de Rafael San Luis. En el estado en que se encontraba su ánimo por la lectura de Valentina, bastaba esta circunstancia para decidirla por la propuesta de don Pedro.

-¡Ah! -exclamó-. ¡Mira lo que es un verdadero amor!

-Y trabajando en el campo -dijo don Fidel-, el mocito ese puede ser un partido.

-¡Eso sí que prueba un corazón bien organizado! -continuó ella con entusiasmo.

-Porque la otra hacienda de don Pedro es buen fundo -observó don Fidel, dispuesto a sufrir por primera vez las románticas divagaciones de su mujer, porque veía que ella era de su opinión en aquel negocio.

-¡Oh!, estoy segura que hará feliz a Matilde.

-Con tres mil vacas puede sacar todos los años una buena engorda.

-Creo que no hay que vacilar, hijo, es una felicidad para nosotros.

-Así me parece; es una hacienda en la que, por término medio, se cosechan de cinco a seis mil fanegas de trigo.

-Rafael, además, es un joven ilustrado.

-Sin contar con la leña y carbón, que dejan una buena entrada.

-Tú lo reduces todo a dinero -exclamó impaciente doña Francisca, horrorizada de la prolijidad con que su marido raciocinaba sobre intereses cuando se trataba de la felicidad de Matilde.

-Hija, lo demás es pura pamplina -contestó don Fidel, impacientándose también del entusiasmo romántico de su consorte-; cuando uno tiene mucha plata y tiene familia, debe ante todo fijarse en lo positivo. Yo digo esto porque conozco al mundo mejor que nadie, y a mí no se me va ninguna. ¿De qué nos serviría que Rafael fuese enamorado   —201→   como un Abelardo si no tuviese con qué mantener a su familia?

-La plata no basta para la felicidad -dijo doña Francisca, alzando los ojos al cielo con vaporosa expresión.

-Que me den plata y me río de lo demás -replicó don Fidel-. Anda que vayan a mandar a la plaza con amor y buen corazón y con llevarse leyendo libros.

-Bueno, pues, hablemos de otra cosa; sobre esto tengo mis convicciones asentadas.

-Lo que yo tengo asentado es tu porfía -exclamó don Fidel, viendo que su mujer, en vez de convertirse a su doctrina, evitaba la discusión.

Doña Francisca miró su libro para resignarse con algún pensamiento poético.

-Es decir, que aceptamos lo que don Pedro propone -dijo don Fidel, después de una pausa, que empleó en calmar su mal humor.

-Haz lo que te parezca -contestó doña Francisca.

-Así lo entiendo, a mí no me puede dar nadie lecciones, porque sé muy bien lo que hago; el arriendo del Roble por otros nueve años nos conviene más que lo que tu hermano podría favorecernos.

-Pero tendrás que hablar con Dámaso, diciéndole lo que hay.

-Le diré que la constancia de Matilde me ha vencido y... en fin, no se me dejará de ocurrir algo.

Salió de la pieza y doña Francisca fue a buscar a su hija para anunciarle la feliz noticia.

Mientras que don Fidel se ocupaba de este modo de sus negocios, don Dámaso había informado a su mujer y a su hija del objeto con que su cuñado le había visto. Para don Dámaso la opinión de Leonor era de tanto peso como la de doña Engracia, que, como madre, principió por oponerse al casamiento de su hijo.

-¿Y tú, hijita, qué dices de esto? -preguntó el caballero a Leonor.

-Yo, papá -contestó ella-, creo que ustedes no deben precipitarse.

-¿No ves? Lo mismo digo yo -exclamó doña Engracia acariciando a Diamela, acción que ella empleaba para expresar cualquiera emoción que la agitara.

  —202→  

-¡Pero si dejamos soltero a este muchacho se va a hacer un derrochador de dinero insufrible! ¡Es lo único que ha aprendido en Europa! -dijo don Dámaso, que, como capitalista y antiguo comerciante, miraba las cosas bajo el punto de vista material.

-Trataremos de corregirle -contestó doña Engracia, acariciando la cabeza de Diamela.

-Eso es insignificante, somos bastante ricos -repuso Leonor dirigiendo a su padre su altanera mirada.

-En fin, él ha quedado de contestar mañana -replicó don Dámaso-; veremos, pues.

Don Dámaso salió a dar su paseo diario por el comercio, y la madre y la hija quedaron solas.

-Es preciso que hables con Agustín, hijita -dijo doña Engracia, que contaba más con el influjo de Leonor sobre toda la familia que con el suyo.

-Pierda cuidado, mamá -respondió la niña-, ese casamiento no se hará.

Doña Engracia abrazó a Diamela para manifestar su alegría y la perrita correspondió a sus caricias moviendo la cola en todas direcciones.

A la hora de comer la familia se encontraba reunida en la antesala. Martín, que llegaba en ese momento, fue llamado cuando iba a subir a su cuarto.

Agustín llegó pocos instantes después, en circunstancias que la familia se sentaba a la mesa. Sus ojos buscaron alguna esperanza en los de Rivas, pero éste se encontraba en presencia de Leonor y por consiguiente muy poco dispuesto a ocuparse de otra cosa.

Doña Engracia trató de romper la monotonía que emanaba de la preocupación general apelando a las gracias de Diamela. Pero Diamela se hizo en vano la muerta, mientras que su ama suponía que pasaban sobre ella carruajes y caballos punzándola con golpes incitativos del caso. Esta gracia, que se enseñaba a todos los perros chilenos en las casas, llamó muy poco la atención de Agustín, cuyo corazón fluctuaba entre los temores y la esperanza; y mucho menos la de Martín, que se hallaba, por el pensamiento, prosternado ante su ídolo, con esa reverencia del alma que sólo infunde el primer amor.

  —203→  

Al salir del comedor Agustín se acercó a Rivas, que siempre se quedaba atrás para dejar pasar a la familia.

-Vamos a mi cuarto -le dijo con un tono de actor que da una cita para revelar al protagonista el secreto de su nacimiento.

Agustín había perdido su pretenciosa naturalidad y sus desaliñadas frases con los últimos sufrimientos. Su espíritu estaba cubierto con los tintes sombríos del drama romántico y por esto empleaba aquel tono para llamar a Martín.

Éste le siguió al cuarto indicado y se sentó en la silla que Agustín le ofreció.

-¿Cómo le ha ido? -fue su primera pregunta, después de cerrar la puerta con llave.

-Muy bien -contestó Rivas-, en las parroquias que he recorrido y en la curia no existe ninguna partida de matrimonio. ¿Y usted ha encontrado algo?

-Nada tampoco -contestó Agustín con alegría.

-Mañana temprano tendré los certificados -dijo Martín.

-Y yo también.

-¿No ve usted? El matrimonio es nulo; lo que ahora importa es que el secreto no salga de la familia.

Agustín no pudo contenerse y dio a Rivas un fuerte abrazo, diciéndole:

-Usted es mi salvador, Martín.

Apenas había pronunciado estas palabras, se oyeron algunos golpes a la puerta.

-¿Quién es? -preguntó Agustín.

La voz de Leonor contestó a esta pregunta del otro lado de la puerta.

-¿Le abrimos? -preguntó a Martín el elegante.

Rivas hizo con la cabeza un signo afirmativo. Su corazón había latido con violencia al oír la voz de la niña.

Agustín abrió la puerta y Leonor entró.

-Parece que están ustedes tratando de secretos muy importantes cuando están tan encerrados -dijo al ver a Martín, que se puso de pie y caminó hacia la puerta como para retirarse-. ¿Por qué se va usted? -le preguntó.

  —204→  

-Tal vez tiene usted algo que hablar con Agustín -contestó el joven.

-Es cierto, tengo algo que hablar con él, pero usted no está de más.

Leonor se sentó en un sofá, Agustín a su lado y Martín en una silla algo distante.

-Mi papá -dijo Leonor- nos lo ha contado todo antes de comer.

-¡Cómo todo! -exclamó Agustín.

-La visita del tío y sus intenciones.

-¿Sobre qué? -preguntó Agustín.

-¿No te ha hablado mi papá de casamiento?

-Sí.

-¿Con Matilde?

-Sí.

-A eso vino mi tío Fidel.

-Ah, ah, eso lo sabía -dijo Agustín.

-¿Qué piensas contestar?

-Que no puedo.

-Mi papá espera lo contrario.

-Por lo que yo le contesté hoy, ya lo creo; pero es que no podía hablar claro -dijo Agustín mirando a Rivas.

-¿Y ahora?

-Es decir, mañana será otra cosa.

-¿Por qué?

-Hermanita, en todo esto hay un secreto que no puedo confiarte.

-¿Un secreto?

-Lo único que puedo decirte es que me he encontrado en un gran peligro y estaba perdido si no me hubiese auxiliado Martín.

Leonor miró a aquel joven, a quien su padre elogiaba siempre y que aparecía ahora como el salvador de su hermano.

«Yo sabré ese secreto», se dijo al ver la ardiente y sumisa mirada con que Martín recibió la suya.

Siguió por algunos instantes la conversación, alentando a su hermano en la negativa con que debía contestar a su padre. Luego cambió insensiblemente de asunto y habló de música, de sus estudios en el piano y de las   —205→   piezas más en boga, consultando a veces la opinión de Agustín y la de Rivas, y concluyó por estas palabras:

-Esta noche les tocaré un vals nuevo que tal vez ustedes no conocen.

Con esto quedó Martín citado para la noche, porque Leonor le había mirado sólo a él al decir estas palabras.

Con esta persuasión asistió en la noche a la tertulia de don Dámaso, en la que faltaban don Fidel y su familia, que habían juzgado prudente no presentarse aquella noche.

Pocos minutos después de la llegada de Martín se dirigió Leonor al piano y llamó al joven con la vista. Martín se acercó temblando. La disimulada cita que había recibido y la mirada con que la niña le llamaba a su lado bastaban para llenarle de turbación.

-Éste es el vals -le dijo Leonor, extendiendo sobre el atril una pieza de música.

Principió a tocarla, y Martín se quedó de pie, para volver la hoja.

-A lo que veo -le dijo Leonor, tocando los primeros compases-, usted ha venido a ser la providencia de la familia.

-¿Yo, señorita? -preguntó él con admiración-. ¿Por qué?

-Mi padre dice que para sus negocios usted es su brazo derecho.

-Es que se exagera los pequeños servicios que he podido hacerle.

-Además, sin usted, tal vez Matilde sería siempre desgraciada.

-En eso he tenido un papel muy insignificante para que usted me atribuya méritos de que carezco.

-Es verdad que usted fue al principio muy reservado.

-No era un secreto mío, sino de mi amigo.

-A quien supuso usted muy pronto que yo amaba.

-Suposición involuntaria, señorita, de la que pronto me desengañé.

-Hay más todavía: Agustín dice ahora que usted es su salvador.

-Otra exageración, señorita; he hecho muy poco por él en razón de lo que debo a su familia.

-No creo que sea tan poco, por lo que dice Agustín.

-Nunca haré lo suficiente considerando mi agradecimiento hacia su padre de usted.

  —206→  

-Agustín me ha dejado inquieta diciéndome que todo el peligro en que se ha encontrado no ha desaparecido todavía.

-Yo tengo mas esperanza que él, señorita.

-¿Es un asunto tan grave que no pueda confiarse? -preguntó Leonor empezando a impacientarse con las evasivas respuestas de Martín.

-Señorita, es un secreto que no me pertenece.

-Creía -replicó ella revistiéndose de su altanería- que le he dado a usted bastantes pruebas de confianza para que pudiese corresponderla.

-Lo haría con toda mi alma si pudiese.

-¡Es decir que sobre usted nadie tiene influencia ninguna! -exclamó Leonor con tono sarcástico.

-Usted la ejerce imperiosísima sobre mí, señorita -contestó Rivas, acompañando estas osadas palabras con una ardiente mirada.

Leonor no se dignó mirarle, sin embargo que sintió perfectamente el fuego de aquella mirada. Siguió durante algunos momentos tocando el vals sin hablar una sola palabra y dejó el piano cuando terminó.

En lo restante de la noche no tuvo para Rivas una sola mirada y conversó largo rato con Emilio Mendoza, que, al retirarse, se creía el preferido.

Leonor, al acostarse, se confesaba vencida por la obstinación con que Rivas había callado su secreto; pero en esa reflexión, hecha a solas y sin doblez ninguna, hallaba un motivo de admiración por aquel carácter leal y caballeroso que prefería arrostrar su desdén a traicionar la amistad. Ella tenía bastante elevación de espíritu para comprender la delicadeza de la reserva de Martín, y en su pecho prevalecía el aprecio a tal reserva sobre el deseo de esclavizar al joven, deseo que antes imperaba en su voluntad y le pedía su orgullo.



  —207→  

ArribaAbajo- XXXIII -

A las 9 de la mañana siguiente, Agustín y Martín se hallaban reunidos, después de haber salido una hora antes en busca de los certificados que el día anterior habían pedido en las parroquias más inmediatas a la casa de doña Bernarda.

Con aquellos certificados, Agustín había vuelto a la alegría natural de su carácter, y prodigaba a Rivas mil protestas de amistad y reconocimiento eternos.

-Soy a usted por la vida entera -le decía, leyendo aquellos certificados-; con estos papeles voy a fudroayar a Amador. ¡Veremos ahora quién de los dos hace el fiero!

-Yo insisto -dijo Martín- en que es preciso imponer a su padre de lo que sucede.

-¿Usted cree? No veo la necesidad absoluta.

-Por lo que usted me cuenta -repuso Martín-, Amador es capaz de ir a verse con don Dámaso al oír la negativa de usted sobre el dinero.

-Es cierto.

-Y en ese caso será muy difícil explicar el asunto cuando don Dámaso esté bajo la impresión que le producirá una noticia como la que Amador le daría.

-Tiene usted razón; pero es el caso que yo no me atrevo a ir a hablar con mi padre.

-Iré yo y le instruiré de todo lo ocurrido.

Agustín manifestó a Rivas su agradecimiento por aquel nuevo servicio, empleando su lenguaje peculiar de frases francesas españolizadas.

Martín se dirigió al escritorio de don Dámaso, pues sabía que a esa hora esperaba el almuerzo escribiendo. Entabló la conversación sin rodeos y refirió la desgraciada aventura de Agustín, atenuando en cuanto le fue posible su conducta. Don Dámaso le oyó con la inquietud de un padre que ve comprometida la honra de su hijo y la propia.   —208→   El honor de las Molina le importaba un bledo, y se pasmaba de la insolencia de esas gentes, que por conservar su reputación querían casar al hijo de un caballero. Al fin contó Rivas su entrevista con Agustín el día anterior, los pasos que habían dado y las sospechas que le asistían sobre la nulidad del matrimonio. Esto último permitió a don Dámaso respirar con libertad.

-Con estos certificados de los curas -dijo recorriendo los papeles que Rivas le presentaba- creo que no quedará duda sobre el asunto.

-El hermano de la niña -dijo Martín- debe presentarse hoy nuevamente en busca del dinero.

-¿Cómo le parece a usted que le recibamos?

-Yo creo que será mejor dar un golpe decisivo antes que él se presente -contestó Rivas.

-¿Cómo?

-Presentándose usted hoy mismo en la casa y declarando a la madre que el matrimonio es nulo. Por el conocimiento que tengo de Amador, se me figura que hay algún misterio en esto; es hombre capaz de todo.

Don Dámaso, acostumbrado a seguir en sus negocios las inspiraciones de Martín, halló acertado aquel consejo.

-¿A qué hora le parece a usted que debo ir?

-Antes que venga Amador, después del almuerzo; Amador debe venir a las doce.

Convinieron entonces en el giro que don Dámaso debía dar a la entrevista.

-¿No me acompaña usted? -dijo don Dámaso a Martín.

-Señor -contestó el joven-, yo debo a esa pobre familia algunas atenciones y me dispensará usted de acompañarle. Fuera de Amador, las demás personas que la componen son buenas gentes; Adelaida es una niña desgraciada.

-Si esto se arregla como lo espero -dijo don Dámaso-, será un nuevo servicio que le deberemos a usted.

-Le suplicaré que usted no toque este asunto con Agustín, que ha sufrido bastante en estos días y se encuentra bien arrepentido.

-Bueno, lo haré así por usted.

Un criado anunció que el almuerzo estaba en la mesa.   —209→   Don Dámaso se dirigió al comedor hablando sobre otros negocios con Martín.

Durante el almuerzo buscó en vano éste los ojos de Leonor. La niña se había impuesto tanta más reserva y frialdad para con Rivas cuanto mayor era el interés que sentía por él. Las reflexiones de la noche precedente habían sido fecundas en deducciones ventajosas para Martín; pero Leonor, al cabo de ellas, se había hecho por primera vez una pregunta franca: «¿Estaré enamorada?».

Esta pregunta había surgido como un relámpago cuando, tras largas reflexiones, el sueño había principiado a cerrar sus lindos párpados, guarnecidos de hermosas pestañas. Leonor abrió tamaños ojos al oírla con el corazón. El sueño huía espantado y en balde le buscó ella enterrando su perfumada cabeza en la almohada de plumas en que la apoyaba. Mil ideas incoherentes se dibujaron entonces en su espíritu. Semejantes a la salida del sol, cuyos rayos bañan de vívida luz algunos puntos, dejando la sombra relegada en otros, esa idea de amor, luminosa, radiante, acompañada de su cortejo de reflexiones súbitas, iluminó partes de su alma, si así puede decirse, con hermosos resplandores y dejó la obscuridad y confusión en otras. Amar le parecía un sueño encantado y venturoso; pero su orgullo debía también elevar su voz en aquel supremo instante. Amar a un joven pobre y desconocido, a un joven que hasta entonces no había llamado la atención de ninguna mujer, le parecía una desgracia; más tal vez porque sus mejillas se encendieron ante el pensamiento de lo que diría la sociedad al unir, en sus comentarios caseros, el nombre de Martín Rivas al suyo. La imaginación de aquella niña fue durante aquel insomnio un espejo donde vinieron a reflejarse todas las suposiciones de un corazón en lucha con un poderoso sentimiento. La altiva desdeñadora de tantos elegantes se vio enamorada de un joven modesto que vivía alojado en su casa y gozaba, por única fortuna, de una pensión de veinte pesos, mientras que sus amigas, a quienes había considerado siempre como consideraría una reina hermosa a las damas de su corte, se casarían   —210→   con jóvenes de riqueza y de nombre, a los que darían orgullosas el brazo en el paseo.

«No pensemos más en esta locura», fue lo que Leonor se dijo, dándose vuelta en el lecho para no oír sobre su almohada los violentos latidos del corazón.

Y volvió a buscar el sueño, pero a buscarlo en vano.

A la mañana siguiente tomó Leonor la fatiga del insomnio por la victoria de su voluntad. La claridad del día, que disipa las proporciones fantásticas que durante la noche cobran generalmente las ideas, introdujo en su espíritu un entorpecimiento que ella creyó ser su habitual y fría indiferencia. Pero, al ver entrar a Martín con su padre, el espíritu se despejó de nuevo, y de nuevo volvió también la lucha entre la voluntad orgullosa y el corazón, con el entero vigor de la ilusión y de la juventud.

Pero Martín ignoraba todo esto y no vio en la indiferencia de Leonor más que la tiranía de su mala estrella y el constante presagio de interminable desventura.

Así pues, el almuerzo fue silencioso. Doña Engracia sólo hablaba de cuando en cuando con la regalona Diamela, y Agustín dirigió la vista sobre su padre para leer en su semblante la impresión que le había producido la revelación de su secreto. Don Dámaso estaba tan preocupado con la entrevista aconsejada por Rivas, que fue a los ojos de su hijo impenetrable, y se retiró al fin del almuerzo, sin que Agustín hubiese podido adivinar si estaba o no perdonado.

Llamó don Dámaso a Martín y salieron juntos con dirección a casa de doña Bernarda.

-Aquélla es la casa -dijo Rivas señalándola.

Don Dámaso se separó de Martín y entró en la casa que éste le había señalado.

Doña Bernarda se encontraba cosiendo con sus hijas en la antesala.

-¿La señora doña Bernarda Cordero? -preguntó don Dámaso.

-Yo, señor -contestó doña Bernarda.

Don Dámaso entró en la pieza. Por su aspecto conoció al instante doña Bernarda que era un caballero y se levantó ofreciéndole una silla.

  —211→  

-Señora -dijo don Dámaso-, ¿cuál de estas dos señoritas es la que se llama Adelaida?

-Ésta, señor -respondió la madre, señalando a la mayor de sus hijas.

Adelaida tuvo un vago presentimiento de que aquel caballero venía allí por algún asunto concerniente a su matrimonio con Agustín. La pregunta que acababa de oír daba sobrado fundamento para tal sospecha.

-Desearía hablar con usted a solas algunas palabras -dijo don Dámaso a la madre, después de haber mirado atentamente a Adelaida y a Edelmira.

Doña Bernarda mandó salir a sus hijas.

-He venido aquí, señora -prosiguió don Dámaso-, porque deseo arreglar con usted un asunto desagradable.

-¿De qué cosa, señor? -preguntó doña Bernarda.

-Aquí se ha cometido un abuso que puede ser para usted y para su familia de graves consecuencias -respondió don Dámaso con tono solemne.

-¿Y quién es usted? -preguntó ella con admiración por lo que oía.

-Soy el padre de Agustín Encina, señora.

-¡Ah! -exclamó palideciendo doña Bernarda.

-Yo quiero suponer que usted haya obrado de buena fe al creer que casaba a Agustín con su hija.

-¡Conque se lo han contado ya! Qué quiere, pues, señor. Su hijo andaba en malas y hubo que casarlos.

-Pero lo que usted tal vez no sabe es que ese casamiento es nulo.

-¡Cómo nulo!

-Es decir, que Agustín y su hija no están casados.

-¡Qué está hablando! Casados y muy casados.

-Pues yo tengo las pruebas de lo contrario.

-No hay pruebas que se tengan; aguárdese un poquito.

Al decir estas palabras, doña Bernarda se acercó a la puerta del patio.

-Amador, Amador -dijo llamando.

Amador se encontraba en ese momento vistiéndose para ir a casa de Agustín. Acudió al llamado de su madre, y palideció al ver a don Dámaso, a quien conocía de vista.

  —212→  

-Mira, hijo -exclamó la madre-, mira lo que me viene a decir este caballero.

-¿Qué cosa? -preguntó Amador con voz apagada.

-Dice que no es cierto que su hijo está casado con Adelaida.

Amador trató de sonreírse con desprecio, pero la sonrisa se heló en sus labios. Se hallaba tan distante de figurarse que iba a oír semejante aserción, que se sintió ante ella desconcertado y vacilante. Pero imaginó que no había salvación posible sino en la más obstinada negativa y volvió a esforzarse para sonreír.

-No sabrá, pues, este caballero lo que ha sucedido -respondió con aire burlón.

-Sé muy bien que se ha cometido una violencia -exclamó don Dámaso-, y tengo documentos para probar que el matrimonio a que se arrastró a mi hijo es completamente nulo.

-A ver, pues, ¿cuáles son las pruebas? -preguntó Amador.

-Aquí están -dijo don Dámaso, mostrando los papeles que Martín le había entregado-, y me serviré de ellas en caso necesario.

Amador veía que el asunto iba tomando un sesgo peligroso, pero no se atrevía a proponer una transacción en presencia de su madre.

-Bueno, si usted tiene pruebas, nosotros también -contestó-; veremos quién gana.

Don Dámaso reflexionó que era mejor conducir amigablemente el negocio, y prosiguió:

-Las pruebas que yo tengo son incontestables, el casamiento es nulo a todas luces; pero como éste es un asunto que puede perjudicar a mi reputación y a la de mi familia, he venido a entenderme con esta señora para que nos arreglemos sin hacer ruido ni dar escándalo.

-Qué escándalo, pues, si están casados -dijo doña Bernarda, consultando el semblante de su hijo.

Amador evitó la mirada, porque se sentía colocado en muy mal terreno.

-Convengo -dijo don Dámaso- en que mi hijo hizo mal al venir a una cita, pero esa cita era un lazo que se le tendía.

  —213→  

-Sí, pues, ¿no quería que lo dejasen no más? -exclamó doña Bernarda-. ¿Y porque es rico se figura que los pobres no tienen honor? Al todo también, ¡por qué no lo dejaron que fuese el amante de la niña! ¡Ave María, Señor!

-Cálmese usted, señora -le dijo don Dámaso-, es preciso que usted mire este asunto tal como es.

-Como es lo miro, ¿y diei? Están casados y no hay más que decir.

-Yo puedo llevar este asunto a los tribunales y probaré allí la nulidad del casamiento; pero en ese caso no me contentaré con eso, porque pediré un castigo para los que han tendido un lazo a un joven inexperto.

-¡Sí, qué inexperto, y se vino a meter a la casa a las doce de la noche! -exclamó doña Bernarda-. Qué haces tú, pues -añadió mirando a su hijo-, ya se te pegó la lengua.

-Vea, señor, mi madre tiene razón -dijo Amador-. Usted no puede probar que el casamiento es nulo, porque nosotros tenemos pruebas de lo contrario.

-¿Cuáles son esas pruebas?

-Yo sabré, y cuando llegue el caso...

-¿Existe la partida de casamiento anotada en alguna parroquia?

Amador se quedó callado, y doña Bernarda le preguntó:

-¿No me dijiste que se la habían entregado al cura?

-Deje no más, madre -contestó él, no hallando cómo salir del paso-; cuando llegue el caso, sobrarán pruebas.

-¿No ve, caballero? Hay pruebas y están casados, y no hay más que conformarse -exclamó doña Bernarda.

-Lo que mi madre dice es la verdad -repuso Amador-; si usted no quiere que esto se sepa, lo podemos callar hasta que a usted le parezca.

-No lo callaré por mi parte y me presentaré hoy mismo entablando acción criminal contra ustedes.

-Entable cuanto le dé la gana; hei veremos -contestó doña Bernarda, consultando otra vez la mirada de su hijo.

-Por supuesto -dijo Amador para contentar a su madre.

  —214→  

Don Dámaso se levantó con impaciencia.

-Hacen mal ustedes en obstinarse -replicó-, porque lo perderán todo. Yo me encuentro dispuesto a dar lo que sea justo en calidad de indemnización por la calaverada de mi hijo, si ustedes consienten en callarse sobre este asunto; pero si me obligan a esclarecerlo ante los tribunales, seré inflexible y el castigo recaerá sobre los culpables.

-Como le parezca -dijo doña Bernarda-, nadie me quitará que yo los he visto casarse. ¿No es cierto, Amador?

-Cierto, madre, así fue.

-Ustedes reflexionarán en esto -dijo don Dámaso-, y si mañana no he tenido una contestación favorable, me presentaré al juez.

Salió sin saludar y atravesó el patio entregado a una mortal inquietud. La confianza con que doña Bernarda aseveraba el hecho y el testimonio de Amador, cuyas vacilaciones no podía apreciar don Dámaso, le arrojaban en una desesperante perplejidad. A pesar de los certificados que tenía en su poder, parecíale que doña Bernarda y Amador se hallaban en posesión de alguna prueba irrecusable que podía hacerle perder tan importante causa. Bajo el peso de tales temores, llegó a su casa con el rostro encendido y vacilante el ánimo en medio de tan terrible duda.




ArribaAbajo- XXXIV -

No era don Dámaso Encina capaz de tomar determinación alguna en asunto de trascendencia por consejos de su propio dictamen; de manera que al llegar a su casa, llamó a su mujer y a Leonor para consultarlas sobre la marcha que convendría adoptar en trance tan difícil y delicado.

Al oír la relación del caso, doña Engracia estuvo en peligro de accidentarse. Su orgullo aristocrático le arrancó   —215→   una exclamación que pintaba la rabia y la sorpresa que en oleadas de fuego envió la sangre a sus mejillas.

-¡Casado con una china! -dijo con voz ahogada, apretando convulsivamente a Diamela entre sus brazos.

Y la perrita soltó un alarido de dolor con semejante inesperada presión, que hizo coro con la voz de su ama y dio a sus palabras una importancia notable.

Don Dámaso se tomó la cabeza con las dos manos exclamando:

-Pero, hija, el matrimonio es nulo, ¿no ves que tenemos pruebas?

-¡Qué dirán, por Dios, que dirán! -volvió a exclamar doña Engracia, apretando con más fuerza a Diamela, que esta vez dio un gruñido de impaciencia, aumentando la desesperación de don Dámaso.

Éste se volvió hacia Leonor, que permanecía impasible en medio de la confusión de sus padres.

-Dile, hija -repuso-, que el matrimonio es nulo y que hay cómo probarlo.

-Eso no basta, eso no basta -respondió doña Engracia-, ¡toda la sociedad va a saber lo que ha sucedido y no se hablará de otra casa!

-Papá -dijo Leonor-, ¿no dice usted que Martín fue el que imaginó el buscar las pruebas que usted tiene?

-Sí, hijita, Martín.

-Creo que lo más acertado entonces sería llamarle; él tal vez nos indicará lo que debe hacerse.

-Tienes razón -contestó don Dámaso, como si le hubiesen dado un medio infalible de salir de aquel aprieto.

Hizo llamar a Martín, que se presentó al cabo de cortos instantes.

Don Dámaso le refirió su visita a doña Bernarda y la obstinación que había encontrado en ésta y en su hijo.

-Y ahora, ¿qué haremos? -fueron las palabras con que terminó su relación.

-Yo estoy persuadido que todo es una farsa -contestó Rivas-, pues, según lo que usted refiere, si ellos tuviesen las pruebas de que hablan, las habrían manifestado, y sobre todo Amador, a quien conozco, no habría estado tan humilde.

  —216→  

-Lo que se necesita es asegurarse de todo eso, tener una prueba irrecusable de la nulidad del matrimonio y comprar el silencio de esas gentes -dijo Leonor a Martín, con tono tan perentorio y resuelto como si ella y el joven tuviesen solos el cargo de ventilar aquel asunto de familia.

-Usted hiere la dificultad, señorita -respondió Martín-, aquí se trata de comprar. Me asiste la sospecha de que Amador es el que tiene el hilo de esta trampa, y creo que con dinero se podrá llegar al fin que usted indica.

-Mi papá -repuso Leonor- está pronto, según entiendo, a gastar lo necesario.

-¡Cómo no, cuanto sea preciso! -exclamó don Dámaso.

-Con mil pesos será bastante -dijo Martín.

-¿Se encargará usted de todo? -preguntole don Dámaso.

-A lo menos me comprometo a hacer lo humanamente posible para arreglarlo -contestó Rivas con tono resuelto.

-Excelente -exclamó don Dámaso-, ¿quiere usted llevar una libranza a la vista contra mi cajero?

-No será malo, porque esto valdrá más que una promesa mía -dijo Martín.

Don Dámaso pasó a su escritorio para firmar el documento.

Doña Engracia luchaba, entretanto, con la sofocación en que le había puesto la noticia, y con Diamela, que, cansada en sus faldas, hacía esfuerzos para saltar sobre el estrado.

Leonor se acercó a Martín, que permanecía de pie algo distante del sofá en que doña Engracia y su hija se encontraban.

-¿De modo que sin que usted lo quisiese -le dijo- he sabido el secreto que usted me ocultaba?

-Espero que usted me hará justicia -contestó Rivas-. ¿Podía divulgar un secreto que no me pertenecía?

-Ya lo comprendo -replicó la niña con altanería-, puesto que usted estaba más interesado en ocultarlo que en divulgarlo, como dice usted.

-¡Interesado! ¿En qué?

-Se trataba de personas que usted visita con Agustín.

  —217→  

-Es verdad que le he acompañado allí varias veces.

-Según dice mi papá, hay dos niñas, bonitas ambas -dijo con malicia Leonor-, y entiendo que Agustín hace la corte a una sola.

Martín no encontró cómo justificarse de aquella imputación tan directa; en presencia de Leonor, lo hemos dicho ya, el joven perdía su natural serenidad. Turbado con la acusación que encerraban las palabras que acababa de oír, halló una respuesta más significativa que la que se habría atrevido a dar con entera sangre fría.

-Desde hoy me retiro de la casa -contestó-; creo que no puedo ofrecer mejor justificación.

-Se impone usted un sacrificio enorme -le dijo Leonor con sonrisa burlona.

En este momento volvió don Dámaso con el vale que había ofrecido, y Leonor se retiró al lado de su madre.

Martín oyó las recomendaciones del padre de Agustín sin prestarle gran atención y salió más preocupado de las palabras de Leonor que del paso que se acababa de comprometer a dar. Aquellas palabras y la sonrisa con que fueron dichas le volvían a la idea de que era el juguete de los caprichos de Leonor. Persuadíase de que ésta abrigaba un corazón fantástico y cruel.

«Es demasiado orgullosa para permitir que la ame un hombre sin posición social, como yo», se decía con profunda amargura.

En alas de esta triste reflexión, se lanzaba Martín al campo inmenso en que los amantes desdeñados aspiran el acre del perfume de las pálidas flores de la melancolía. Todo sufrimiento tiene un costado poético para las almas jóvenes. Martín se engolfaba en la poesía de su desconsuelo, prometiéndose servir a la familia de Leonor en razón directa de los desdenes que de ella recibía. Halagaban a su corazón, huérfano de esperanzas, aquellas ideas de sacrificio con que los enamorados infelices sustentan la actividad del corazón, como para sacar partido de su desventura.

«Sufrir por ella -se decía-, ¿no es preferible a una indiferencia fatigosa?».

Así, poco a poco, iba recorriendo su alma las distintas   —218→   fases de un amor verdadero, y se encontraba entonces en situación de aferrarse a sus pesares como a un bien relativo, en vez de desear la calma de la indiferencia, este Leteo cuyas mágicas aguas imploran solamente los corazones gastados.

Pensando en Leonor, se dirigió a cumplir el compromiso contraído con la familia de Agustín.

«Si salgo bien -pensaba-, ella tendrá que agradecérmelo, puesto que la tranquilidad de los suyos no puede serle también indiferente».

En casa de doña Bernarda habíase establecido conciliábulo después de la salida de don Dámaso. Doña Bernarda, Adelaida y Amador hablaban en el cuarto de éste sobre la visita que acababan de recibir.

-Yo me alegro de que lo sepan todos esos ricos -decía la madre, sin advertir la preocupación pintada en el rostro de sus dos hijos.

Después de disertar sobre el asunto y edificar castillos en el aire, poniendo por cimiento la validez del matrimonio, se retiró doña Bernarda con estas palabras, dirigidas a su hija, que bajaba la frente para ocultar los temores que la asaltaban:

-No se te dé nada, Adelaida, el rico ese tiene que tragarse la píldora, aunque haga más gestos que un ahorcado; serás su hija por más que le duela, y te ha de llevar a la casa no más.

Cuando Adelaida y Amador quedaron solos, fijaron el uno en el otro una profunda mirada.

-Alguien ha metido la mano en esto -dijo Amador-, porque Agustín no es capaz de dudar de que está bien casado. ¡No será mucho que esa tonta de Edelmira...!

-Entretanto -observó Adelaida-, si descubren la verdad nos hunden. ¿Cómo probamos nada si ellos se presentan a la justicia?

-Así no más es -contestó Amador, rascándose la cabeza-, se nos ha dado vuelta la tortilla.

-Tú me has metido en esto -replicó Adelaida, presa ya del miedo que le inspiraba el resultado-, y es necesario que trates de acomodarlo todo.

-¡Eh, si yo te metí, fue para tu bien! -exclamó Amador-,   —219→   y la cosa no está tan mala, porque el viejo está muy interesado en que no sepan lo sucedido. Yo estoy seguro que si yo fuese a confesarle la verdad me daría las gracias.

-No hay más que hacer entonces -contestó Adelaida, presurosa de verse libre a tan poca costa de las consecuencias de aquel asunto.

-No seáis tonta -le dijo Amador en tono de amigable confidencia-. El viejo ofreció plata si nos callábamos.

-Yo no quiero plata -replicó Adelaida con orgullo-, yo quiero salir del pantano en que me has metido.

-Bueno, pues, yo te sacaré -respondió Amador.

Adelaida se retiró, después de exigir a su hermano formal promesa de hacer lo que ella pedía.

Amador calculaba que, aceptando la proposición que don Dámaso había formulado, todavía le quedaba algún provecho que sacar del desenlace desgraciado de su empresa.

«A mi madre -se dijo- la contento con un regalito, para que no se enoje cuando le cuente que la estaba engañando, y me queda todo lo demás que me den».

Animado con esta reflexión, resolvió escribir a Agustín para pedirle una entrevista. Se hallaba ya sentado y tomaba la pluma cuando Martín golpeó a la puerta de su cuarto.

Como Amador ignoraba el objeto de aquella visita, tomó un aire de seriedad para saludar a Martín.

-Vengo de parte de don Dámaso Encina -dijo éste, sin aceptar la silla que le ofreció Amador.

-Aquí estuvo esta mañana -contestó Amador, esperando que Rivas le dijese la comisión que llevaba.

-Me ha encargado que me vea con usted solo.

-Aquí me tiene, pues.

-Al hacerme este encargo, me dijo que no había podido entenderse con doña Bernarda.

-Así no más fue. Usted conoce a mi madre, no aguanta pulgas en la espalda.

-Me dijo don Dámaso que, por lo poco que usted había hablado, le parecía más tratable que la señora.

-Eso es lo que tiene mi madre; luego se le va la mostaza a las narices.

  —220→  

-Mi objeto, pues, es el arreglarme con usted sobre este desagradable asunto de Agustín.

-¡Qué más arreglado de lo que está!

-Don Dámaso me ha dicho que haga presente a usted las consecuencias de este asunto si llega a ponerse en manos de la justicia; ustedes no tienen ningún medio de probar la validez del casamiento, y don Dámaso, por su parte, puede probar que aquí se ha cometido una violencia, para la cual pedirá un castigo. Si, por el contrario, usted confiesa la nulidad de este matrimonio y ofrece alguna prueba de seguridad que ponga a la familia de Agustín al abrigo de todo cuidado en este punto, don Dámaso ofrece alguna indemnización para transar amigablemente, porque reconoce la falta de su hijo, bien que no podía cometerla sin participación de Adelaida.

Amador se quedó pensativo durante algunos momentos.

-Si usted tuviese una hermana -añadió Amador-, y alguno anduviese... pues... enamorándola, como usted sabe, ¿no es cierto que usted trataría de escarmentarlo?

-Sin duda.

-Bueno, pues, eso fue lo que yo hice con Agustín.

-Bien hecho; pero usted llevó la cosa demasiado adelante.

-Así no se meterá otra vez en esas andanzas.

-Usted puede hacer terminar este asunto ahora mismo -dijo Martín, sacando el vale de don Dámaso-; vea usted.

-¿Qué es esto? -preguntó Amador mirando el papel.

-Usted pidió ayer mil pesos a Agustín; pues bien, su padre los ofrece a usted en cambio de una carta.

-¿De una carta? ¿Y qué quiere que le diga?

-Lo que usted acaba de decirme: que quiso castigar a Agustín y fingió un casamiento.

Amador creyó que se había resistido ya lo suficiente para fijarse en la palabra «fingió», que Rivas dijo para sondear el terreno. El documento de mil pesos estaba allí tentándole, por otra parte, y él calculó que obstinándose no podría conseguir nada mejor que lo que se le ofrecía, y quedaba con su obstinación expuesto a las consecuencias de un pleito.

  —221→  

-Vaya, pues -dijo sonriéndose-, dícteme usted la carta.

Dictole entonces Martín una carta en la que Amador exponía las razones que había tenido para castigar a Agustín. Terminada esta explicación:

-¿De quién se valió usted para esto? -preguntó Rivas.

-De un amigo.

Continuó dictando Martín, valiéndose de la relación que Agustín le había hecho del suceso y completándola con las explicaciones de Amador, que dio también el nombre y calidad del que le había servido para la representación de su farsa.

-¿Usted me promete que no le seguirá ningún perjuicio? -preguntó Amador al dar el nombre del sacristán.

-Bajo mi palabra; ya ve usted que esta carta es sólo un documento para la tranquilidad de don Dámaso, y que de ningún modo puede perjudicar a usted ni a nadie. Cualquiera que la lea, verá que ha sido un asunto en que se ha dado una buena lección a un joven que no iba por el buen camino.

Firmó Amador la carta y recibió el vale devorándole con la vista.

«Después de todo -pensó doblándolo-, no está tan malo, y no me ha costado mucho ganarlo».

Rivas volvió a casa de don Dámaso lleno de alegría porque esperaba que con el buen éxito de su comisión no podría menos que encomendarse favorablemente a los ojos de Leonor.




ArribaAbajo- XXXV -

Guardó Amador, como guardaría una reliquia un devoto, el documento que le hacía dueño de mil pesos, y se dirigió al cuarto de Adelaida.

-Todo está arreglado -le dijo, refiriéndole la entrevista que acababa de tener con Martín con todos sus pormenores, excepto lo referente al vale que tenía en el bolsillo.

  —222→  

Mil pesos era para el hijo de doña Bernarda una suma enorme. La facilidad con que la ganaba, lejos de satisfacer su ambición, la despertó más poderosa, sugiriéndole la siguiente reflexión que hizo en voz alta:

-Si no nos hubiesen vendido, otro gallo nos cantaría. Se me pone que Edelmira es la que se lo ha contado todo a Martín.

Adelaida no respondió. Hallábase contenta con el pacífico desenlace de una intriga de cuya participación se había pronto arrepentido, y le importaban poco las suposiciones de Amador, que miraba el asunto por su aspecto pecuniario.

-Nadie puede haber sido sino esa tonta de Edelmira -prosiguió Amador-; hay me la pagará.

-Tú te encargarás de contarle a mi madre lo que ha sucedido -le dijo Adelaida.

-Es preciso dejar que pasen algunos días; se lo diremos después del Dieciocho. Ahora la cosa está muy fresca y se enojaría mucho.

De este modo convinieron Amador y Adelaida en no turbar la alegría que esperaban gozar en los días de la patria. Conocedores del violento carácter de la madre, suponían, con razón, que la noticia verdadera de lo acaecido irritaría su enojo y les privaría tal vez de las diversiones que Amador esperaba procurarse con el dinero que iba a recibir.

-Si yo se lo cuento ahora -dijo Amador-, se enojará conmigo; pero con ustedes no sólo se enojará, sino que las encierra en el Dieciocho y no las deja salir a ninguna parte.

Sólo pueden apreciar la importancia de este argumento los que sepan el apego de todas nuestras clases sociales por las fiestas cívicas que solemnizan el aniversario de nuestra independencia. No ver el Dieciocho (ésta es la expresión más genuina en esta materia) es un suplicio para cualquiera persona joven en Chile, y sobre todo en Santiago, donde el aparato y pompa que se da a esta solemnidad atrae la presencia de muchos habitantes de otros pueblos vecinos.

Pero, de los personajes de la presente historia, el que   —223→   menos se preocupaba de la proximidad del gran día, y mucho sí de adelantar su negocio sobre la hacienda del Roble, era don Fidel Elías. Resuelto a aceptar las propuestas que por medio de don Simón Arenal había recibido, y no contento con la mediación de tercero, don Fidel hizo una visita a don Pedro San Luis y entró en tan franca explicación con él sobre el negocio que al cabo de poco rato daba la promesa de que su hija se casaría con Rafael el mismo día en que se firmase el nuevo arriendo del Roble.

-Usted encontrará muy natural también -le dijo don Pedro- que mi sobrino vuelva a visitar en casa de usted.

-¡Cómo no! Ya sabe usted que sólo por consejos extraños me privé del placer de recibir a su sobrino. Cuando quiera presentarse en mi casa, será perfectamente recibido -contestó don Fidel.

-Muy luego -repuso don Pedro- iré yo a pagar a usted esta visita y me acompañará Rafael.

A esa hora, en casa de don Dámaso, Agustín esperaba con impaciencia la vuelta de Rivas.

Leonor entró en el cuarto de su hermano y se suscitó la conversación sobre el asunto del casamiento que preocupaba a toda la familia. Agustín, que había ya recobrado una parte de su locuacidad, refirió a su hermana los pormenores del suceso.

-Y la otra hermana, ¿qué tal es? -preguntó Leonor.

-Muy buena moza -contestó Agustín.

-¿No me dijiste que una de ellas gustaba de Martín?

-Sí, pues, ésa: Edelmira -dijo Agustín, que en su agradecimiento por los favores que Rivas le estaba prestando, no vaciló en dar por cierto lo que en su espíritu era sólo una sospecha.

Leonor se quedó pensativa.

-Ahí está Martín -exclamó el elegante, divisando a Rivas que atravesaba el patio en dirección al escritorio de don Dámaso.

Llamole Agustín y Rivas entró en la pieza.

Leonor y Agustín le preguntaron al mismo tiempo.

-¿Cómo le fue?

-Perfectamente -contestó Martín-; traigo una carta que calmará todas las inquietudes.

  —224→  

Al decir esto, presentó a Leonor la carta de Amador Molina.

-¿La puedo leer yo? -preguntó la niña-. ¿No es reservada para mí? Digo esto -añadió mirando a su hermano- porque este caballero es tan reservado conmigo.

-A ver, lee la carta, hermanita -exclamó Agustín-, yo quemo de impaciencia.

-Parece que te va volviendo el francés -le dijo riéndose Leonor.

-Es que la noticia de Martín me da transportes inoídos de alegría -dijo el elegante abrazándola.

Leonor dio lectura a la carta, mientras que a cada párrafo Agustín exclamaba:

-¡Oh, perfecto, perfecto!

-Me has dicho que este mozo es ordinario -dijo la niña, después de leer la firma-, pero esta carta está muy bien escrita.

-Pues, hijita -replicó Agustín-, no sé cómo eso es hecho, porque Amador puede llamarse un siutique pur sang.

-Entonces le han dictado la carta -repuso Leonor, riéndose de la frase de Agustín; y mirando a Rivas con malicia, añadió-. ¿Habrá sido tal vez la señorita Edelmira?

-¡Oh, ah! -exclamó Agustín, cuya alegría había aumentado con la lectura de la carta-, o es mademoiselle Edelmira, o alguien que se le acerque, ¿no es esto, Martín?

-Amador escribió en presencia mía -contestó Martín, poniéndose encarnado.

-Eso no hace nada -dijo Agustín-, lo principal es que yo redevengo garçon.

-Bien se te conoce en el lenguaje -le dijo Leonor.

La carta fue llevada por Leonor y Agustín a don Dámaso, que hablaba con doña Engracia, mientras que Diamela hacía cabriolas en la alfombra. Al oír su lectura, el rostro de don Dámaso se iluminó de alegría; cada frase produjo en su semblante el mismo efecto del sol cuando, por la mañana, extiende poco a poco sus rayos en la dormida pradera.

Doña Engracia, para expresar su emoción, se había apoderado de Diamela, a quien estrechaba con fuerza a cada movimiento aprobativo de la cabeza de su marido.

  —225→  

-Papá -observó Leonor-, y creo que la carta ha sido dictada por Martín. ¿No la encuentra usted bien escrita?

-Tienes razón. Vea usted, bien dice la Francisca, que es aficionada a leer: el estilo es el hombre, según no sé quién; uno acabado en on... En fin, poco importa, gracias a Martín todo está arreglado; si este mozo es para todo. Mira, Leonor, tú debías hacerle aceptar algún regalo; a mí nunca me quiere admitir nada.

-Ahí veremos -contestó la niña-, no me parece fácil.

Agustín fue llamado entonces de orden de don Dámaso, y recibió una severa reprimenda por su calaverada.

-Qué quiere usted, papá -dijo el joven algo confundido-, es preciso que juventud se pase.

-Bien está, pero que se pase de otro modo -replicó don Dámaso, con la gravedad de un barba de comedia-. Lo mejor -añadió en voz baja, acercándose a doña Engracia- será que pensemos seriamente en casarlo; la propuesta de Fidel llega muy a tiempo.

La señora dio un fuerte apretón a Diamela para expresar el sentimiento de toda madre al ver pasar a un hijo al bando de Himeneo.

En la noche buscó Martín en balde una de aquellas conversaciones al son del piano, que a un tiempo formaban su delicia y su martirio; pero Leonor tocó sin llamarle, y Emilio Mendoza sirvió para volver la hoja de la pieza.

En un momento en que Agustín se había sentado junto a Rivas, llamó a su hermana, que se retiraba del piano.

-Ven a ayudarme a alegrar a Martín -le dijo-, está de una tristeza navrante.

-Sin duda -respondió Leonor- principia a sentir el peso de la promesa que hizo, tal vez irreflexivamente.

-¿Qué promesa, señorita? -preguntó Rivas.

-La de retirarse de casa de las señoritas Molina -dijo Leonor con altivez y acentuando con la voz la palabra que ponemos con cursiva.

-La promesa me la hice a mí mismo, y podría, sin faltar a nadie, quebrantarla -replicó Martín picado.

-No lo creo, ¡tiene usted propósitos tan sostenidos! -dijo la niña.

-¿Qué propósitos son ésos? -exclamó Agustín-. Veamos,   —226→   que yo sepa, todo lo de este amigo me interesa ahora.

-El de no amar a nadie, por ejemplo -contestó Leonor.

-¿Verdad, querido? -preguntó el elegante.

-Y, sin embargo, parece que con la señorita Molina iba flaqueando su voluntad -repuso Leonor con acento burlón, antes que Rivas pudiese contestar a la pregunta de Agustín.

Y con estas palabras, la niña volvió la espalda y fue a sentarse al lado de su madre.

-Esta Leonor es pétillante de malicia -dijo Agustín al ver retirarse a su hermana.

«¡Es cruel!», se dijo para sí Martín con profundo abatimiento, y se retiró del salón.

En esa misma noche tuvo lugar la visita de Rafael a casa de Matilde, en compañía de don Pedro.

Los amantes recobraron, en sabrosa conversación, los días que habían estado sin verse. Don Fidel hizo al sobrino de don Pedro una acogida tanto más cordial cuanto mayor era el beneficio que esperaba del negocio del Roble, y doña Francisca tuvo con Rafael algunos momentos de conversación en los que pudo dar rienda suelta a su romanticismo, alimentado por la lectura de Jorge Sand.

-La mujer de la moderna civilización -le dijo bajo la influencia de las teorías del autor favorito- no es menos esclava que en tiempo del paganismo. Siendo una flor que sólo se vivifica al contacto de los rayos del amor -añadió con entusiasmo-, el hombre ha abusado de su fuerza para coartar hasta la libertad de su corazón. Usted comprenderá por qué con su constancia ha dado pruebas de poseer un alma superior a las metalizadas con que diariamente nos rozamos.

Y San Luis, que bogaba a velas desplegadas en el mar de las ilusiones y del amor, tomó a lo serio aquella frase y continuó la conversación en el mismo tono romántico de su interlocutora.

-No estará de más -decía en otro punto del salón el tío de San Luis a don Fidel- que esperemos siquiera un   —227→   mes antes de verificar este enlace; mientras tanto, yo me ocuparé de la suerte de Rafael, que debe trabajar con mi hijo.

Así quedó arreglado que el matrimonio tendría lugar a mediados del entrante mes de octubre, mientras que los jóvenes olvidaban el mundo jurándose un amor indefinido.

Después de la salida de las visitas, cayó doña Francisca en plena realidad al oír los proyectos de su marido sobre nuevos trabajos que pensaba emprender en el Roble, contando con el nuevo arriendo. Pasar de las teorías sobre la emancipación de la mujer al cómputo de las fanegas de trigo que daría tal o cual potrero, era un contraste demasiado notable para su poética imaginación, que, como ordinariamente acontece a las de su sexo, abrazaba con vehemencia intolerante las ideas de su autor favorito. Contentose, entonces, con recomendar entre dos bostezos a don Fidel la visita que debía hacer a su hermano, y se retiró con su hija.

Al día siguiente llegó don Fidel a casa de don Dámaso, en circunstancias que éste y su familia salían de almorzar.

-Tío, encantado de verle -dijo Agustín saludando a don Fidel.

Éste llamó aparte a don Dámaso, y después de algunos rodeos le participó el objeto de su visita, que desbarataba los planes de su cuñado, el que persistía en su idea de establecer a Agustín.




ArribaAbajo- XXXVI -

Llegaron los días de la patria con sus blanqueados en las casas, sus banderas en las puertas de calle y sus salvas de ordenanza en la fortaleza de Hidalgo. Latió el corazón de los cívicos con la idea de endosar el traje marcial, para lucirlo ante las bellas; latió también el de éstas con la perspectiva de los vestidos, de los paseos y   —228→   de las diversiones; pensaron en sus brindis patrioteros los patriotas del día para el banquete de la tarde; resonó la canción nacional en todas las calles de la ciudad, y Santiago sacudió el letargo habitual que lo domina para revestirse de la periódica alegría con que celebra el aniversario de la independencia.

Pero los días 17 y 18 del glorioso mes no son más que el preludio del ardiente entusiasmo con que los santiaguinos parece quisieran recuperar el tiempo perdido para las diversiones durante el resto del año. Los cañonazos al rayar el alba, la canción nacional cantada a esa hora por las niñas de algún colegio, con asistencia de curiosos provincianos que llegan a la capital con propósito de no perder nada del Dieciocho, la formación en la plaza y la misa de gracia en la Catedral, el paseo a la Alameda, la asistencia a los fuegos y al teatro, no son más que los precursores de la gran diversión del día 19: el paseo a la Pampilla.

No es Santiago en ese día la digna hija de los serios varones que la fundaron. Pierde entonces la afectada gravedad española que durante todo el año la caracteriza. Es una loca ciudad que con alegres paseos se entrega al placer de populares fiestas. En el 19 de septiembre, Santiago ríe y monta a caballo; estrena vestidos de gala y canta los recuerdos de la independencia; rueda en coche con ostentación ataviada y pulsa la guitarra en medio de copiosas libaciones. Las viejas costumbres y la moderna usanza se codean por todas partes, se miran como hermanas, se toleran sus debilidades respectivas y aúnan sus voces para entonar himnos a la patria y a la libertad.

Una descripción minuciosa de las fiestas de septiembre sería una digresión demasiado extensa y que para los santiaguinos carecería del atractivo de la novedad. Los habitantes de las provincias las conocen también por la relación de los viajeros y por las que en sus pueblos se celebran a imitación de la capital. Omitiremos, pues, esa descripción para contraernos a los incidentes de la historia que vamos refiriendo.

A las oraciones del día 18, los voladores de luces   —229→   anunciaban el principio de los fuegos artificiales. Cada uno de estos cohetes que estallaban a grande altura eran saludados por la multitud apiñada en la plaza con mil exclamaciones, entre las que los ¡Oh! y los ¡Ah! del soberano pueblo formaban un coro de ingenua admiración.

En un grupo, compuesto de la familia de doña Bernarda y de sus amigos, se discutía el mérito de cada cohete y se prodigaban saludos a las personas conocidas que pasaban.

Amador daba el brazo a doña Bernarda; Adelaida descansaba en el de un amigo de la casa, y Edelmira, a pesar suyo, había aceptado el de Ricardo Castaños, que se aprovechaba de la ocasión para hablar a la niña de su amor inalterable.

A la sazón entraba otro grupo a la plaza, compuesto de las familias de don Dámaso y de don Fidel. Leonor había tenido el capricho de ir a los fuegos y había sido preciso acompañarla. Doña Engracia con su marido cerraban la marcha de la comitiva, llevando a la izquierda a una criada que cargaba en sus brazos a Diamela. Adelante caminaban Matilde y Rafael en amorosa plática, Leonor y Agustín hablando de cosas indiferentes, y Rivas daba el brazo a doña Francisca, que trataba de entablar con él alguna romántica conversación.

Pero Agustín no se contentaba con que le oyesen los que llevaba a su lado, y hacía en voz alta la descripción de los fuegos de París.

La comitiva se detuvo en un punto inmediato al que ocupaba la familia de doña Bernarda.

-Oh, en París un fuego de artificio es cosa admirable -exclamó Agustín en el momento en que cuatro arbolitos lanzaban al aire sus cohetes inflamados.

-¡Oh, ah! -exclamó al mismo tiempo la multitud, en señal de aprobativa admiración.

-¡Ay, la vieja, esconde a Diamela! -gritó doña Engracia al ver salir en dirección a ellos, del arbolito más próximo, uno de los cohetes que llevan ese nombre.

La turba aplaudió la confusión que la vieja introdujo en un grupo de espectadores, al través del cual pasó con la velocidad del rayo.

  —230→  

-¡Cómo aplaudirían si viesen el bouquet en París! -dijo Agustín-. ¡Eso sí que es magnífico!

-Oh, retirémonos de aquí -exclamó doña Engracia al ver el inminente peligro en que Diamela se había encontrado-. ¡Pobrecita -añadió tomando a la perra en sus brazos-, está temblando como un pajarito!

Doña Francisca, entretanto, no abandonaba su intento de conversación romántica.

-Nunca me siento más sola -decía a Rivas- que en medio del bullicio de la muchedumbre; cuando se vive por la inteligencia, todas las diversiones parecen insípidas.

Un fuego graneado de chispeadoras viejas, que pasó sobre la cabeza de la familia, ahorró a Martín el trabajo de contestar.

-Aquí va a sucedernos alguna avería -dijo doña Engracia, ocultando a Diamela bajo la capa.

Para calmar los temores de la señora, la comitiva se dirigió a otro punto más seguro, pasando por delante de doña Bernarda y los suyos.

-¿Quién es esa que va con Rafael? -preguntó doña Bernarda.

-Es la hija de don Fidel Elías -contestó Amador.

-Lo engreído que va, ni saluda siquiera -repuso doña Bernarda.

Adelaida palideció al ver a Matilde y a Rafael pasar a su lado. La historia de Rafael le era bien conocida para poder calcular la importancia de lo que veía.

-Mira, mira -dijo Agustín a Leonor, mostrando a Adelaida-, aquélla es la niña con quien me querían casar.

-¿Y la otra es la hermana? -preguntó Leonor.

-Sí.

-¿Ésa es la enamorada de Martín?

-La misma.

-Es bonita -dijo Leonor.

Martín pasó con su pareja, haciendo un ligero saludo a las Molina, y Edelmira, al contestarlo, ahogó un suspiro.

-Si yo supiese que usted quiere a ese jovencito Rivas -le dijo el oficial-, yo me vengaría de él.

-Y Agustín no nos mira tampoco -dijo doña Bernarda-, el francesito quiere hacerse el desentendido.

  —231→  

Los volcanes que estallaron en aquel momento llamaron hacia ellos la atención de doña Bernarda.

Los fuegos se terminaron por el castillo tradicional, con los ataques obligados de buques. Ningún incidente ocurrió que tuviese relación con los personajes de esta historia, los que se retiraron a sus casas pacíficamente y algunos de ellos reflexionando sobre el encuentro que habían tenido.

Doña Bernarda no podía conformarse con que Agustín hubiese manifestado tanta indiferencia y menosprecio por su familia.

-Si se anda con muchas -decía-, yo publico por todas partes que está casado con mi hija y que arda Troya.

Amador trataba de calmarla, asegurándola que él arreglaría el asunto apenas terminasen las fiestas del Dieciocho.

En el teatro fue Martín, desde una luneta, testigo de la admiración que la belleza de Leonor suscitaba entre la concurrencia. Casi todos los anteojos se dirigían al palco en que la niña ostentaba su admirable hermosura, ataviada con lujosa elegancia. Las alabanzas de los que le rodeaban sobre la belleza de Leonor acariciaban el alma de Rivas, infundiéndole una dulce melancolía. Escuchaba en las melodías de la música y en el murmullo que formaban las conversaciones cierta voz amiga, hija de su ilusión, que le presagiaba la ventura de ser amado algún día por aquella criatura tan favorecida por la naturaleza. Semejante a los mirajes que por una ilusión óptica ofrecen las grandes planicies a los ojos del viajero, ese presagio de amor desaparecía ante Rivas cuando éste quería darle la forma de la realidad, pues tenía entonces que considerar la distancia que de Leonor le separaba, y alejándose del presente, iba a dibujarse vago y confuso entre las sombras de un porvenir distante.

Pasada la primera satisfacción del triunfo, Leonor había pensado en Martín. Halló cierta orgullosa satisfacción en la idea que en ese momento le ocurría, de desdeñar la admiración de todos, para ocuparse de un joven pobre y obscuro, al que con su amor podía elevar hasta hacerle envidiar por los elegantes y presuntuosos de aquella perfumada concurrencia. Esta idea surgió naturalmente   —232→   de su espíritu caprichoso y amigo de los contrastes. Al abandonarse a ella, buscó Leonor a Martín con la vista y no tardó en encontrarle. Una mirada de fuego respondió a la suya y la hizo ruborizarse. Cada movimiento de su corazón que le anunciaba que el amor le invadía, era una sorpresa, como lo hemos visto ya, para el orgullo de Leonor. La impresión que la mirada de Rivas acababa de hacerle fue bastante para que alzara con orgullo la frente y mirase con altanería a la concurrencia, como desafiando su crítica y su poder. Se creía dueña todavía de su corazón y se dijo en ese momento que ella podía hacer de Martín un hombre más feliz que los que la miraban, sin pensar que esta sola reflexión argüía en contra de su pretendida independencia.

Pasaron el primero y el segundo entreactos mientras que Leonor luchaba, sin saberlo, entre su amor y su orgullo. Al bajarse el telón en el segundo acto, volvió a buscar los ojos de Martín y le hizo una señal para que subiese al palco, señal que el joven no se hizo repetir.

Leonor abandonó el primer asiento y ocupó uno en un rincón del palco, dejando otro vacío a su lado, que ofreció a Martín.

-Parece -le dijo- que usted no se divierte mucho esta noche.

-¡Yo, señorita! -exclamó el joven-. ¿Por qué cree usted eso?

-Le he visto pensativo y ¿sabe lo que me he figurado?

-No.

-Que usted está arrepentido del propósito que formó el otro día en mi presencia.

-No recuerdo cuál sea ese propósito.

-El de no volver a casa de las señoritas Molina.

-Siento tener que contradecirla -replicó Martín, tomando el tono de risa con que Leonor había hablado-, pero le aseguro a usted que no había vuelto a recordar tal propósito, lo que prueba que me cuesta muy poco el cumplirlo.

-En la plaza vi a la niña, y le alabo el gusto, es bonita.

-Para tan sincera alabanza de la belleza de una niña -dijo Martín- se necesita hallarse en el caso de usted.

-¿Por qué? -preguntó Leonor, sin comprender el sentido de aquellas palabras.

  —233→  

-Porque sólo estando segura de la superioridad puede confesarse la belleza de otra -respondió el joven.

-Veo que usted va aprendiendo el lenguaje de la galantería -le dijo Leonor con tono serio.

Aquel tono era la voz de su orgullo, que no consentía en que el joven saliese de su esfera de admirador tímido y respetuoso. Ese mismo orgullo le hizo arrojar a Martín su altanera mirada de reina y preguntarle:

-¿Me cree usted rival de esa niña?

El corazón de Rivas se oprimió con dolor al recibir esa mirada, y volvió a su pensamiento de que, bajo el magnífico exterior de belleza, aquella criatura extraña ocultaba un alma cruel y burlona.

-No he tenido tal idea -dijo con melancólica dignidad- y siento en el alma la interpretación que se ha dado a mis palabras.

Desde la galería del teatro, en donde la familia Molina ocupaba varios asientos, Edelmira había visto entrar a Martín y sentarse al lado de Leonor.

-Estoy seguro que Martín está enamorado de esa señorita -dijo a Edelmira el oficial de policía, que no la abandonaba un instante.

Y Edelmira ahogó otro suspiro, pensando en que aquella observación de su celoso amante sería tal vez verdadera.

Al mismo tiempo decía doña Bernarda a su hija mayor:

-Mira, Adelaida, el otro Dieciocho estarás también sentada en palco con tu francés, no se te dé nada.

Después de la sentida consideración de Martín, Leonor se quedó pensativa, y el joven se retiró al cabo de algunos instantes.

«He sido muy severa», pensó Leonor, al verle retirarse, proponiéndose borrar la impresión que sus palabras hubiesen dejado en el ánimo de Rivas, al tomar el té en la casa de vuelta del teatro.

Pero Martín no volvió a su luneta, ni le halló Leonor en el salón al llegar a la casa.

-¿Martín no ha llegado? -preguntó a la criada que había llevado la bandeja del té.

-Llegó temprano, señorita -contestó ésta.

  —234→  

Al acostarse, Leonor había olvidado los triunfos del teatro, las lisonjeras palabras con que varios jóvenes habían halagado su vanidad durante la noche, los rendidos galanteos de Emilio Mendoza y la tímida adoración del acaudalado Clemente Valencia; pensaba sólo en la dignidad con que Martín había contestado a su mirada de desprecio.

«He sido muy severa -se repetía-, él ha sufrido, ¡pero no se ha humillado!».

Su orgullosa índole no podía prescindir de admiración al encontrar más dignidad en el pobre provinciano que en los ricos elegantes de la capital, siempre dispuestos a doblegarse a todos sus caprichos.




ArribaAbajo- XXXVII -

Tirada por una yunta de bueyes y con colchas de cama puestas a guisa de cortina, caminaba a las diez de la mañana del 19 de septiembre una carreta con toldo de totora, de las que usan ciertas gentes para los paseos a la Pampilla.

En esa carreta, sentada sobre almohadas y alfombras, iba la familia Molina en alegre charla con algunos de sus amigos.

Doña Bernarda apoyaba su diestra sobre una canasta de fiambres, y en otra con botellas la izquierda. Sus dos hijas iban al frente de ella, y reclinado junto a Edelmira el oficial Ricardo Castaños, que, por gracia especial de su jefe, había obtenido permiso para faltar a la formación en aquel día. Al lado de Adelaida se hallaba otro galán, y sentado al frente, casi a caballo sobre el pértigo, con ambas piernas colgando y con la guitarra entre los brazos, completaba Amador Molina aquel cuadro característico de 19 de septiembre.

La canción que éste entonaba era a propósito para el caso y terminaba con el verso:


Tira, tira, carretero.

  —235→  

Que en coro repetían los de adentro, imitando con boca y manos el ruido de los voladores y apurando repetidos vasos de ponche preparado ad hoc por las inteligentes manos de Amador.

No seguiremos en su marcha a la familia de doña Bernarda, que a su llegada al Campo de Marte recibió su colocación en una de las calles que forman frente a la cárcel penitenciaria, compuesta de las numerosas carretas con ventas y familias que llegan al campo en ese día.

En casa de don Dámaso Encina golpeaban el empedrado del patio con sus ferrados cascos dos hermosos caballos, que a las dos de la tarde montaron Rivas y Agustín.

Los dos jóvenes llegaron a la Alameda por la calle de la Bandera y siguieron la corriente de carruajes y de jinetes en cabalgatas que se dirigen a esa hora principalmente al Campo de Marte.

-Es preciso que te animes -decía Agustín a Martín, haciendo encabritarse su caballo para lucir su gracia a los espectadores que estacionan en las puertas de calle en las casas de la Alameda.

Esta frase con que Agustín quería comunicar el contento a Rivas no era más que la continuación de las reiteradas instancias con que había vencido la resistencia de su amigo para acompañarle al paseo.

-¿La familia vendrá al llano? -preguntó Martín.

-Creo que no -contestó Agustín-, mamá tiene miedo de salir en este día.

Mientras tanto, la familia Molina, colocada, como dijimos, en una de las calles de carretas, se entregaba con ardor a las diversiones del día. Las zamacuecas se sucedían las unas a las otras, y con ellas las abundantes libaciones, que aumentaban singularmente el entusiasmo patriótico de los danzantes.

Amador animaba a los demás con el ejemplo, doña Bernarda bebía vaso tras vaso a la salud de los que bailaban, el oficial de policía improvisaba frases galantes en honor de Edelmira, y varios curiosos que habían rodeado la carreta aplaudían cada baile y apuraban el vaso con alegres dichos y descompasadas risas. La animación, en una palabra, se pintaba en todos los rostros,   —236→   menos en el de Edelmira, que asistía con pesar a una diversión tan contraria a sus delicados y sentimentales instintos.

Mas Ricardo Castaños no se daba por derrotado por la indiferencia con que su querida miraba la general alegría; y como en un rapto de amor quisiese apoderarse de una mano de Edelmira, doña Bernarda, que le sorprendió al empinar una copa de mistela, exclamó entre risueña y enojada:

-Mira, oficialito, que si te andáis con muchas te mando meter a la plenipotenciaria que está aquí enfrente.

Con grandes aplausos celebraron los circunstantes aquella amenaza, que acompañó doña Bernarda con un ademán con que señalaba la cárcel penitenciaria, a la que el pueblo da comúnmente el nombre con que la señora la había designado.

Aquel aplauso llamó la atención de Agustín y Rivas, que en ese instante pasaban por delante de la carreta y no habían podido distinguir a la familia Molina entre las personas de a caballo que la rodeaban.

-Aquí parece que se divierten -dijo Agustín picando su caballo.

Martín le siguió de cerca.

Doña Bernarda vio al momento a los jóvenes y se adelantó hacia ellos exclamando:

-¡Aquí está el francesito! Señor Rivas, cómo lo pasa. Anoche andaban ustedes muy enterados, no conocían a los amigos.

-¡Es posible, señora! -dijo con fingida admiración el elegante-. ¿Anoche, dice usted? No tuve el honor de verla.

-Sí, sí, hágase el disimulado no más -respondió doña Bernarda.

-Doy a usted mi palabra de honor que...

-No me dé palabra, mire -añadió, presentándole un vaso, y en tono más bajo-; tomemos un trago por su mujercita. Conque el papá dice que el matrimonio es de por ver, ¿no?

Amador, que se había acercado apenas divisó a los   —237→   jóvenes, oyó las palabras de su madre, pero no tuvo tiempo de impedir que Agustín le respondiese:

-Yo entiendo que ya todo está arreglado, y papá cree lo mismo.

-¿Arreglado? ¿Cómo es eso? -preguntó doña Bernarda a su hijo.

-Sí, madre -contestó Amador-, después hablaremos de esto; ahora nos estamos divirtiendo.

-Mejor, pues -exclamó doña Bernarda, exaltada ya un tanto por el licor-; tanto mejor, Cuchito es de la familia y es preciso que se baje a divertirse con nosotros.

-Siento en el alma no poder... -dijo Agustín, a quien Amador hacía señas de no contradecir a su madre.

-Aquí no hay alma que se tenga -dijo doña Bernarda, apoderándose de las riendas del caballo de Agustín-. ¿Es usted de la familia o no? ¡Qué es esto, pues!

El tono con que doña Bernarda dijo aquellas palabras hizo conocer a Amador que peligraba su secreto y que era preciso calmar a su madre para no tener que explicarle su arreglo con Martín sobre el supuesto enlace en circunstancia tan poco propicia.

-Mi madre no sabe nada todavía -dijo al oído de Agustín-, y si usted no se apea, es capaz que arme aquí un bochinche.

-Yo no puedo descender -contestó Agustín, que temía mostrarse en público en semejante compañía.

Los que rodeaban al grupo de la familia Molina se habían retirado casi todos al ver que el baile había cesado.

Entretanto, doña Bernarda no soltaba las riendas del caballo de Agustín y exigía que se bajase.

-Empéñese usted para que se apee -dijo Amador a Martín-, hágame este servicio.

Martín vio que, para calmar a doña Bernarda, era preciso bajarse; y contribuyeron a su decisión estas palabras que Edelmira le dijo al mismo tiempo:

-¿Se avergonzará usted de que le vean aquí?

-Vamos, francesito -exclamaba doña Bernarda-, si no te apeas me enojo.

Martín echó pie a tierra, y Agustín siguió su ejemplo,   —238→   tomando después el vaso que doña Bernarda le presentaba.

En ese momento Ricardo Castaños quebraba un vaso en el pértigo de la carreta porque Edelmira hablaba con Martín.

-Usted nos ha olvidado -le decía la niña, con una mirada en que se retrataban los progresos que el amor había hecho en su corazón durante la ausencia de Rivas.

-No la he olvidado a usted -respondió éste-, pero para tranquilizar a la familia de Agustín he prometido que no volvería a casa de usted.

-¿De modo que yo voy a sufrir por faltas ajenas? -exclamó con ingenuidad Edelmira.

-¡Usted! ¿Y por qué? -preguntó el joven-. ¿Por qué puede sufrir?

-Más de lo que usted se imagina -contestó ruborizándose la niña-, en estos días lo he conocido.

Martín no tuvo tiempo de contestar, porque sus ojos se detuvieron con espanto en un carruaje que se acababa de detener frente a ellos.

En ese carruaje se hallaban Leonor y don Dámaso.

Agustín estaba como una grana y no hallaba hacia qué punto dirigir la vista.

Don Dámaso le hizo señas de acercarse.

-¡Tú con esas gentes! -le dijo.

-Papá, voy a explicarle -contestó avergonzado el elegante.

-Monta a caballo y síguenos -repuso don Dámaso con voz severa.

Leonor se había reclinado en el fondo del coche, después de arrojar una mirada de profundo desprecio.

Al mismo tiempo Edelmira decía a Martín:

-Usted me ha dicho que tendría confianza en mí.

-Es verdad -le contestó Rivas haciendo heroicos esfuerzos para ocultar su vergüenza y desesperación.

-¿Ama usted a esa señorita? -preguntó Edelmira, fijando en el joven una ardiente mirada y con voz temblorosa de emoción.

-¡Qué pregunta! -exclamó Martín, apelando a una sonrisa-. Sería mirar muy alto.

  —239→  

-Vamos, vamos -le dijo entonces Agustín-, papá dice que le sigamos.

Y después de dar enredadas disculpas, montaron a caballo y emprendieron el galope tras el carruaje de don Dámaso.

«Yo he de saber lo que hay», se dijo doña Bernarda.

Edelmira reprimió una lágrima que asomaba a sus ojos, y tomó la guitarra que Amador la presentaba para que cantase una zamacueca.

-¡Viva la patria! -exclamó Amador para distraer la preocupación de su madre.

Y empezaron de nuevo la danza y la bebida hasta cerca de las oraciones de aquel memorable día.




ArribaAbajo- XXXVIII -

La presencia de Leonor en el Campo de Marte sorprendió tanto más a los dos jóvenes cuanto que, por la mañana, había dicho en el almuerzo que sólo iría a la Alameda.

Tal había sido, con efecto, la intención de Leonor en la mañana de ese día. Después de su conversación con Rivas en el teatro y de reconocer que le había tratado con demasiada severidad, experimentó un deseo de encontrarse sola y de meditar sobre el estado de su corazón, estado propio de la nueva faz en que por grados iba penetrando su alma, esclava hasta entonces de las frívolas ocupaciones de la vida maquinal en que la mayor parte de las mujeres chilenas dejan pasar los más floridos años de su existencia. No creemos aventurada, después de meditarla, la expresión «maquinal» con que hemos calificado el género de vida de nuestras bellas compatriotas. Leonor, como casi todas ellas, sin más ilustración que la adquirida en los colegios, había encontrado que la principal preocupación de las de su sexo versaba sobre las prendas del traje y las estrechas miras de una vida   —240→   casera y de círculo. Su natural altanería le inspiró, desde luego, el deseo de triunfar en esa arena y brilló por la elegancia como brillaba por su hermosura; fue la reina del buen tono y la heroína de algunas fiestas. Estos triunfos bastan para llenar la vida mientras que el corazón permanece indolente al excitante influjo de su verdadero destino. Pero hemos visto que el hastío había golpeado, aunque suavemente, a su alma, y hemos también seguido paso a paso las metamorfosis de su corazón desde que conoció a Martín. Había llegado Leonor al punto de pensar en el joven por la mañana después de haberlo hecho durante gran parte de la noche. Parecíale ya que su plan de avasallar a Martín era un juego cruel y encontraba capciosos argumentos para crear la necesidad de manifestarle arrepentimiento de sus sarcásticas palabras. En estas meditaciones, en las que el espíritu, como una araña colgada de su hilo, baja y sube repetidas veces, empleó Leonor una hora, después de haber dicho que no iría a la Pampilla.

Todo espíritu vigoroso es generalmente impaciente. Leonor pensó que esperar hasta la noche para ver a Martín y calmar su tristeza con alguna mirada o una palabra consoladora sería poner un siglo entre su deseo y la ejecución. En amor, toda dilación se mide por siglos; tan ambicioso es el corazón cuando se encuentra en el verdadero campo de su gloria, que encuentra miserables los términos ordinarios con que apreciamos el tiempo. Entonces Leonor decidió borrar ese siglo. Su determinación de ir al Campo de Marte fue para don Dámaso una orden, como lo era todo deseo de su hija. He aquí la causa natural por que Leonor llegó a ver a Martín y a su hermano cuando acababan de bajarse del caballo.

Al ver Leonor a Rivas conversando con Edelmira sintió en su corazón un hielo que jamás había experimentado. Con el firme propósito de despreciarle y de no pensar más en él, no se ocupó de otra cosa durante la vuelta a la Alameda. ¿Por qué Martín le parecía más interesante desde que otra mujer, joven y bonita, le amaba? Leonor no pudo explicarse este enigma, mientras desfilaban ante sus ojos los grupos de serios paseantes que van y vienen por la Alameda en la tarde del 19 de septiembre, las engalanadas mujeres con sus   —241→   vestidos nuevos, las tropas que marchan al compás de música marcial por la calle del medio, y las tristes figuras de los cívicos de Renca y de Ñuñoa, con sus raídos y estrafalarios uniformes, por las calles laterales. Sus ideas se confundían como esas masas de seres humanos que pasaban delante de su vista. Sentíase triste por la primera vez de su vida, y regresó a su casa de mal humor.

En esa noche Martín no fue al teatro, y Leonor oyó con disgusto la justificación de su hermano, que explicó a don Dámaso la escena de la carreta. A pesar de una larga conversación que tuvo en el teatro con Matilde y Rafael sobre generalidades de amor, no pudo desterrar de su imaginación la idea de que Rivas, quebrantando su promesa, dejaba el teatro por la casa de doña Bernarda. Al acostarse había reflexionado tanto sobre el mismo asunto, que su orgullo no se rebelaba ante la idea de tener por rival a una muchacha de medio pelo; de modo que al día siguiente, habiendo oído a Agustín que Rivas iba a almorzar con Rafael San Luis, sintió helada la atmósfera del comedor, donde esperaba verle.

Martín había buscado un pretexto para ausentarse, porque no se atrevía a comparecer delante de Leonor después de lo ocurrido en la Pampilla.

-Leonor -dijo Agustín a Rivas cuando éste volvió de casa de Rafael- es la que menos cree en las disculpas que he dado; es preciso que tú la convenzas, porque lo que ella cree, lo cree también papá, y todavía está serio conmigo.

En la comida de ese día, Martín tuvo una verdadera sorpresa, que le dejó perplejo sobre lo que debía pensar durante algunos momentos. Ocasionó esta sorpresa el aire natural de afabilidad con que Leonor le saludó y dirigió varias veces la palabra. Al cabo de sus reflexiones concluyó Rivas por esta triste deducción, propia de un enamorado que no se cree correspondido: «Me mira con demasiado desprecio y no está de humor para burlarse de mí».

-Ahora es la ocasión de que me justifiques -le dijo Agustín al salir del comedor.

-Apenas me atrevo -contestó Rivas, que, deseando hablar con la niña, necesitaba que alguien le alentase a ello.

  —242→  

-Hazme ese favor -replicó el elegante-. Ella te mira bien; mira, esta mañana me preguntó que por qué no habías ido anoche al teatro.

Diciendo esto, Agustín llevó a su amigo al salón, en donde Leonor se había sentado a tocar el piano.

Hemos visto que Martín, a pesar de su timidez de enamorado, sentía despertarse su energía en presencia de las dificultades. En aquella ocasión cobró fuerzas al verse solo con Leonor, pues Agustín le dejó junto al piano y se acercó a hojear un libro a la mesa del medio.

-No le vi a usted anoche en el teatro -le dijo Leonor con una naturalidad que tranquilizó completamente al joven.

-Quedé algo cansado del paseo -contestó él.

Leonor le miró con malicia.

-Sin embargo -le dijo-, usted se bajó a descansar en la Pampilla, y había elegido un buen lugar.

-Me ha dicho Agustín que usted no parece dar mucho crédito a la explicación que hizo de los motivos que nos obligaron a dar ese paso.

-En lo que usted encontrará demasiada malicia, ¿no es verdad?

-O muy mala idea de nosotros.

-No, a usted le hago entera justicia, porque reconozco el mérito de su inventiva.

-¿Cómo así, señorita?

-Porque siendo la explicación dada por Agustín demasiado ingeniosa para que yo pueda atribuírsela, he debido naturalmente pensar que es de usted.

-Por más que este juicio sea honroso para mi capacidad, no puedo aceptarlo; Agustín no ha hecho más que referir la verdad de lo acaecido.

-Pero hay algo que yo vi que él no ha explicado.

-¿Qué cosa?

-Una conversación, con apariencias de muy tierna, que usted tenía con la señorita Edelmira.

-Ya que usted me hace el honor de recordar algo que me concierne, me permitirá contestarla con entera franqueza.

-¿Alguna confidencia? -preguntó Leonor con un aire   —243→   indefinible de inquietud reprimida y de disimulada indiferencia.

-No, señorita, una explicación sobre lo que usted vio.

-Sé de antemano que la explicación será satisfactoria, puesto que reconozco su facilidad de inventiva.

-Puede usted calificarla después de oírme.

-A ver.

-Es cierto que hablaba ayer con interés cuando usted me vio al lado de Edelmira.

-¡Vaya, veo que usted va teniendo confianza en mí para contarme sus secretos! -dijo Leonor con extraño acento y sin mirar a Rivas.

Hubiérase dicho que aquellas palabras habían salido de su boca después de luchar con acelerados latidos de su corazón. Un hermoso prendedor de camafeo rodeado de perlas, que sujetaba su cuello de finos encajes, bajaba y subía como un esquife que se mece sobre las olas; tan visible era lo oprimido y afanoso de su respiración al pronunciar aquella exclamación.

-No es un secreto, señorita; lo que he querido contar a usted es, como le he dicho, una sencilla pero franca explicación.

-A ver, pues, ya le escucho.

-El interés que tenía y tendré siempre para hablar con esa niña nace, señorita, del aprecio verdadero que he concebido por su carácter.

-¡Cuidado, con mucho calor habla usted de ese aprecio!

-Soy apasionado en mis afectos, señorita.

-Por eso le digo cuidado; dicen que ese aprecio se cambia con facilidad en amor.

-No lo temo.

-¿Porque lo desea?

-Porque sé que no puedo amarla.

-Es usted muy presuntuoso, Martín -dijo Leonor con acento grave y mirándole risueña al mismo tiempo.

-¿Por qué, señorita?

-Porque fía demasiado en la fuerza de su voluntad.

-¡Bien quisiera poder contar con ella! -exclamó Rivas con sincero acento de pesar-. Viviendo por la voluntad, sería más feliz.

  —244→  

Leonor evitó seguir la conversación en ese terreno, como un picaflor que abandona la atractiva belleza de la rosa, de miedo a sus espinas, y se contenta con las más modestas flores que la rodean en un jardín.

-Veamos -le dijo- si usted es tan franco como dice.

-Póngame usted a prueba.

-Esa niña le ama a usted.

Al través de la sonrisa con que Leonor acompañó esa frase, había en su mirar un aire de angustia que sólo muy expertos ojos habrían adivinado.

-No lo creo, señorita -contestó Martín con tono resuelto.

-Sea usted sincero; Agustín me lo ha dicho.

-Lo ignoro completamente, y con temor de dar a usted pobre idea de mi modestia, le diré que lo sentiría si así fuese.

-¿Por qué?

-Por lo que usted me ha tachado de presuntuoso; porque no podría amarla.

-Ah, usted aspira más alto y la cree de oscura condición.

-Eso no. Yo me hallo en el caso de abogar por la independencia del corazón. Ante el amor, no deben valer nada las jerarquías sociales.

-Entonces la causa que usted tiene para no amar a esa niña es un misterio.

-No, señorita, no es un misterio.

Volvió Leonor a abandonar por ese lado la conversación, porque le ocurría la pregunta escabrosa que explicase la causa de que hablaban: «¿Entonces, está usted enamorado de otra?».

Pero ella no preguntó eso, sino que, como lo había hecho un momento antes, hizo lo que podría llamarse una vuelta.

-Anoche -dijo al joven- estuve algo terca con usted.

-Mucho he estudiado, señorita -dijo Rivas con tristeza-, el modo de no desagradar a usted cuando tengo el honor de hablarla, y confieso que he sido casi siempre desgraciado.

-¡Se ha fijado usted en esto! -dijo con estudiada admiración la niña.

  —245→  

-Son incidentes de mucha importancia para mí, señorita -contestó con voz conmovida Martín.

El prendedor de camafeo volvió a mecerse como el esquife sobre las olas.

Al mismo tiempo, Leonor se turbó en una nota del vals que sabía de memoria y clavó los ojos en el papel de música que tenía a la vista.

-Tiene usted la memoria demasiado feliz -dijo después de repetir varias veces la nota en que había tropezado.

-No es la memoria, señorita, es el constante temor de desagradarla.

-¡Por Dios!, ¿me cree usted muy de mal genio? -exclamó Leonor aparentando sorpresa para ocultar su turbación.

-Sólo desconfío de mí, señorita.

-Le repetiré lo que creo haberle dicho antes, no veo motivos para esa desconfianza. Si realmente me hubiese desagradado, ¿no evitaría toda conversación con usted?

Estas palabras fueron acompañadas con los últimos golpes del vals, que Leonor tocó antes que les hubiese llegado su turno. Sus manos temblaban al cerrar el piano, y sin decir nada más se acercó a la mesa junto a la cual Agustín seguía hojeando el libro.

Más turbado que ella, permanecía Martín en el mismo punto que ocupaba durante la conversación. Pareciole que un rayo de luz había iluminado de súbito su mente para dejarle en la más completa obscuridad después. Al interpretar en pro de su amor las sencillas palabras que acababa de oír, su corazón se oprimió espantado como en presencia de un abismo y tuvo vergüenza de su tenacidad. ¡Ella estaba allí, majestuosa y altanera como siempre, hermosa hasta el idealismo, rica, admirada de todos!

«¡Qué locura!», se dijo con frío en el pecho, oprimido por los violentos embates de su corazón.

Agustín se acercó a Leonor.

-Espero que Martín te habrá convencido, hermanita -le dijo estrechando cariñosamente con ambas manos la cintura de la niña.

-¿De qué? -preguntó Leonor, poniéndose encarnada.

Parece que aquella pregunta coincidía de una manera casual con lo que en ese momento la preocupaba.

  —246→  

-De que fue imposible resistir y tuvimos que descender del caballo -repuso Agustín.

-Ah, sí, enteramente -contestó la niña saliendo del salón.

-Me alegro -dijo Agustín a Rivas-. Ella convencerá a papá y nos arreglaremos del todo con él.




ArribaAbajo- XXXIX -

Disipados los vapores del licor en el cerebro de doña Bernarda Cordero, después del paseo al Campo de Marte del día 19, acudiéronle los recuerdos a la mañana siguiente, sobre las palabras que de boca de Agustín había oído. De ellas se desprendía con claridad que existía un arreglo sobre el asunto del casamiento y corroboraban esta deducción las equívocas razones que había empleado Amador en aquella circunstancia. ¿Qué arreglo era aquél?, y ¿por qué se le dejaba ignorar sus cláusulas a ella, madre de la interesada?, fueron preguntas que surgieron de la mente de doña Bernarda tras larga meditación, avivando, como era consiguiente, su curiosidad y dando origen a un propósito firme de aclarar semejante enigma y de no permitir, como ella decía, «que la hagan a una tonta y quieran meterle el dedo en la boca».

Interrogó al efecto a su hijo, quien, deseoso de aplazar cuanto fuese dable la explicación de lo acaecido, contando con que el enojo de su madre disminuiría en proporción del tiempo que transcurriese, respondió con evasivas explicaciones que, lejos de adormecer sus sospechas, las aumentaron.

Reiteró varias veces doña Bernarda sus preguntas y, firme en sus propósitos, Amador contestó con nuevos subterfugios, tratando, sin embargo, de dejar traslucir con vaguedad la verdadera proporción del hecho. Y como pasasen algunos días sin que doña Bernarda renovase sus indagaciones, el mozo se persuadió que un sistema de   —247→   gradual explicación era el más a propósito para enterar a su madre de lo ocurrido, sin que la magnitud del desengaño irritase su mal humor, como temía, con razón, sucediese, revelándola sin rodeos el engaño de que, por realizar su abortado plan, la había hecho víctima.

Pero no era doña Bernarda Cordero de las que podían satisfacer su curiosidad con incompletas explicaciones, de manera que, lejos de contentarse con lo que Amador la contestaba, resolvió dar un golpe, a su entender maestro, que, al par que la impondría de todo, serviría eficazmente para la total conclusión de aquel asunto.

Cubierta con su mantón salió un día de su casa, a principios de octubre, resuelta a tener una entrevista con el padre del que ella reputaba su yerno. Había discurrido sobre aquel paso durante varios días y meditado también con detención acerca de las palabras que emplearía en la entrevista y de la energía con que se hallaba dispuesta a rechazar toda proposición de avenimiento que no tuviese por base la unión de los esposos reconocida por toda la familia de don Dámaso, que, como rico, debía hospedarlos en su casa y darles, como ella decía, «casa y mesa puesta».

Don Dámaso le ofreció asiento y doña Bernarda entabló pronto la conversación.

-Vengo, pues, señor -dijo-, al asuntito que usted sabe.

-A la verdad, señora -contestó don Dámaso-, no sé de qué asunto me habla usted.

-¡Vaya!, ya no sabe, ¿de qué ha de ser, pues? Del asuntito aquel, pues.

-Tenga usted la bondad de explicarse.

-Dígame, señor, ¿que se le ha olvidado que su hijito está casado con mi hija?

-Señora -dijo con sorpresa don Dámaso-, mucho me extraña que venga usted a hablarme de este asunto.

-Y entonces, pues, ¿quién quiere que le hable? ¿No soy la madre? ¡Las cosas suyas! Yo no más he de ser, pues.

Como se ve, doña Bernarda desplegaba desde el principio de la conversación la energía y claridad con que tenía resuelto dar término al negocio.

-No estamos ahora en que usted sea la madre, nadie lo niega -replicó don Dámaso, algo incómodo con las preguntas   —248→   y exclamaciones de su interlocutora-. Me extraña que usted parezca ignorar que todo está arreglado ya y que no hay más que hablar sobre la materia.

-¡Y diei, pues! Lo mismo digo yo; si todo está arreglado, que se junten, pues. ¿Pa qué estamos embromando?

-¿Quiénes quiere usted que se junten?

-Esos niños. ¡Mire qué gracia! Agustín con mi hija, ¿quiénes han de ser?

-Pero, señora, parece que usted no quiere entender; le repito que todo está arreglado.

-Bueno, pues, lo mismo me dice Amador; pero lo que yo quiero saber es qué clase de arreglo es ése.

-¡Cómo! ¿No lo sabe usted?

-Y si lo supiese, ¿pa qué se lo preguntaba?

-Su hijo de usted, su mismo hijo, ha confesado que el matrimonio había sido una farsa.

-¡Cómo es eso! Y yo, ¿que no lo vi? ¡A Dios, pues, al todo también! ¿Que soy tonta? ¿Y el cura que los casó?

-El cura no era cura, era un amigo de su hijo de usted.

-¿Quién dice eso?

-El mismo Amador.

-¡Que está loco! ¡Yo se lo había de oír!

-El hecho es que él lo ha confesado.

-¿A quién?

-A mí.

Don Dámaso, al contestar, se dirigió a su escritorio y mostró a doña Bernarda la carta de Amador.

-Vea usted -le dijo-, aquí tiene usted una carta de su hijo en la que refiere la verdad de lo ocurrido.

-A ver qué dice la carta -respondió doña Bernarda, que, no sabiendo leer, no quería confesarlo.

-Aquí la tiene usted -dijo don Dámaso, mostrando el papel.

Don Dámaso leyó la carta de Amador, desde la fecha hasta la firma.

Aquella súbita revelación dejó aterrada a doña Bernarda. Las confusas respuestas que en distintas ocasiones había recibido de su hijo no le habían dado la menor sospecha de la verdad. Figurábase siempre que el arreglo a que Amador aludía era un convenio ajustado   —249→   para aplazar el reconocimiento del matrimonio por parte de la familia de Agustín. La carta, cuya lectura acababa de oír, echaba por tierra todas sus esperanzas y descorría ante sus ojos el velo que ocultaba el cuadro de su vergüenza. Su carácter irritable quedó exasperado con aquella ocurrencia y sólo pensó en regresar a su casa para descargar sobre sus hijos todo el peso de su cólera.

-Si esto hay -dijo temblando de indignación-, me la han de pagar.

Despidiose de don Dámaso y con paso ligero se dirigió a su casa.

Durante el tiempo que doña Bernarda empleó en formar la resolución de ver a don Dámaso, que, como hemos visto, ejecutó a principios de octubre, ningún incidente digno de mencionarse había ocurrido entre los demás personajes que figuran en nuestra narración.

Felices y apacibles corrían los días para Matilde y Rafael San Luis, que, entregados a los devaneos de un amor que nada contrariaba, esperaban con ánimo tranquilo el día prefijado de la unión. Nuevas seguridades que don Fidel tenía recibidas sobre el segundo arriendo del Roble le hacían aceptar las repetidas visitas del enamorado amante de su hija con la más afectuosa benevolencia, mientras que doña Francisca se entregaba a sus lecturas favoritas y tenía largas y románticas conversaciones con su futuro yerno, quien la acompañaba, con la complacencia del hombre feliz, en las correrías al país de los sueños de que doña Francisca gustaba para descansar de la vida prosaica de la capital.

No respiraban en la grata atmósfera de la felicidad en que se mecían Matilde y su familia las hijas de doña Bernarda Cordero, a quien hemos visto salir llena de indignación de su entrevista con don Dámaso.

Adelaida gemía en silencio, combatida por el despecho de la noticia, que pronto se había difundido en Santiago, sobre el casamiento de Rafael San Luis.

Nadie debe extrañarse que llegase a oídos de Adelaida Molina la nueva del enlace proyectado de su antiguo amante. En nuestra buena capital, toda especie circula con rapidez asombrosa y pasa de boca en boca recorriendo   —250→   los diversos círculos y jerarquías de nuestra sociedad. Además, Adelaida pertenecía a una clase social que aspira siempre a las consideraciones de que la clase superior disfruta, y que por esto vive impuesta de sus alteraciones, que se complace en comentar, y de sus debilidades, que critica con placer. No es extraño, pues, que la voz pública, tan sonora en sociedades que se ocupan de intereses pequeños las más veces, como la de Santiago, llevase a los oídos de Adelaida que Rafael San Luis iba a dejar el estado en el que podía ofrecerle una reparación de su falta.

Al lado de Adelaida suspiraba su hermana en la melancolía de su amor solitario.

Poseía Edelmira uno de esos corazones para los cuales la ausencia es un estimulante. En los días que Martín había dejado de visitar su casa, su amor había crecido como las flores de nuestros cerros, que, solitarias, no reciben más riego que el de las aguas del cielo. Lo que fecundaba su amor era sólo su imaginación exaltada por su característico sentimentalismo.

También vino después a darle nuevo pábulo la observación que el oficial había hecho en el teatro. La belleza y majestad de Leonor la habían anonadado. Parecíale imposible que un hombre pudiese verla sin amarla, y Martín vivía en su propia casa. El joven cobraba entonces a sus ojos las proporciones gigantescas del hombre amado por otra mujer; el adagio sobre la fruta del cercado ajeno está realizándose todos los días, aun en los amores más ideales y platónicos.

A los pesares de consumir su fuego en las meditaciones melancólicas del aislamiento, juntábanse en Edelmira los que una pasión que le era odiosa le causaba diariamente.

Ricardo Castaños soportaba sus desdenes con admirable constancia y era apoyado en sus pretensiones por doña Bernarda y por Amador, que le miraban como un excelente partido. Los hombres no podemos tal vez apreciar ese hastío que causa a la mujer la perseverancia de los amantes importunos, porque hay fibras en el corazón de la mujer de cuya sensibilidad carecen las nuestras que pudieran comparárselas en lo moral.

  —251→  

Aquella obstinación del joven Castaños era para Edelmira un suplicio atroz desde que habían resonado en su alma los conciertos con que el corazón celebra la alborada de sus primeros amores. Para buscar un alivio a sus pesares, Edelmira apeló a un medio que acaso muchas niñas de ardiente imaginación habrán practicado en la soledad de sus corazones. Escribía cartas a Martín, que jamás enviaba, pero que poderosamente contribuían a alimentar su ilusión. En esas cartas brillaban celajes de pasión en medio de las nubes de una fraseología imitada de los folletines más románticos, que habían dejado profundos recuerdos en su imaginación. Todas estas Calipsos, en la ausencia del amante, tienen mil encantadores recursos para sustentarse con recuerdos y fingidas venturas.

Edelmira escribió muchas cartas antes de hallar insípido este amoroso pasatiempo, que no llegó a dejar de satisfacerla hasta bastante tiempo después de los primeros días de octubre a que hemos llegado en esta historia.

Muy lejos se hallaba Martín Rivas de figurarse que era el objeto de una pasión semejante. El interés con que Edelmira le reconvino por su ausencia, en su corta conversación con ella en el Campo de Marte, aumentó su aprecio y amistad por aquella niña, sin hacerle sospechar, sino muy vagamente, que bajo esa apariencia de amigable solicitud se ocultaba otro más poderoso sentimiento. Martín no llevó sus reflexiones en este caso más allá de esta suposición: «Si yo le hiciese la corte, tal vez me amaría».

Vivía en exceso preocupado de su propio amor para adivinar el de otra persona a quien poco había visto en los últimos días. La conducta de Leonor influía en que esa preocupación no decayese en el desaliento, porque en las conversaciones subsiguientes a la que oímos en el anterior capítulo le había dejado siempre vislumbrar una esperanza, que a las veces rechazaba Martín como un delirio y que en otras ocasiones revestía de las formas de la realidad.

No obedecía Leonor con tal conducta a las veleidades de la coquetería, ni al propósito estudiado de aumentar   —252→   con el aguijón de las dudas la pasión de Rivas. Era en sus reticencias, y a veces en sus poco significativas palabras, tan sincera como si hubiese declarado con franqueza su amor. La situación en que se encontraba con respecto a Martín era nueva y excepcional para ella. Acostumbrada a lo que puede llamarse el miramiento social, rodeada de galanes ricos y elegantes, celebrada por su belleza como la más digna de aspirar a los más brillantes partidos, Leonor, para declarar en voz alta su amor a Martín, tenía que vencer ideas arraigadas desde la niñez en su espíritu y se hallaba en la necesidad de medir la importancia del hombre que había conquistado su corazón antes de arrostrar las preocupaciones y quebrantar los usos de la sociedad en que vivía. De aquí sus frecuentes conversaciones con Rivas y las vacilaciones con que a veces pronunciaba palabras de esperanza, que ella juzgaba significativas, y que sólo servían para perpetuar las dudas en que el joven vivía desde algún tiempo.




ArribaAbajo- XL -

Dejamos a doña Bernarda Cordero camino de su casa, después de oír de boca de don Dámaso la revelación del secreto que le ocultaba su hijo.

Durante la marcha, la irritación que esta noticia le había causado se aumentó, como era de figurarse. Destruía aquella revelación tan ambiciosas esperanzas, concebidas por causa de Amador, que, al verlas desvanecerse, su encono contra el que, engañándola, se las hiciera abrigar, crecía en proporción del prestigio que cualquiera esperanza adquiere cuando es perdida. Así fue que al entrar en su cuarto arrojó sobre una silla el mantón y llamó a su hija mayor con desabrida voz.

Adelaida se presentó al momento.

-¿Y tu hermano? -le preguntó doña Bernarda.

-En su cuarto estará -contestó la hija.

  —253→  

-Llámalo, tengo que hablar con ustedes.

Pocos instantes después llegaron a la pieza en que doña Bernarda esperaba Adelaida y Amador.

Doña Bernarda miró a su hijo con expresión de ira reconcentrada.

-Conque me has estado engañando, ¿no? -le dijo apoyando ambas manos en la cintura y con un singular movimiento de cabeza.

-¡Yo! ¿Por qué, pues? -contestó Amador, que, como todo el que vive con la conciencia vigilante por causa de alguna falta, sospechó al momento el significado de aquella pregunta, que le hizo palidecer.

-¡No sé, pues! Estaré tonta que hasta mis hijos me engañan. ¡Era lo que faltaba! Conque Adelaida está bien casada, ¿no?

-Pero, madre, ¿no le he estado diciendo estos días que ya todo estaba arreglado?

-¡Bonito el arreglo! ¡No hagáis otro y quedarais limpio! Arreglado, quedando nosotros como unos negros. ¿Con qué caras vamos a andar por la calle? Hasta los chiquillos nos señalarán con el dedo.

-¡Las cosas suyas! -dijo Amador confundido.

Doña Bernarda se exasperó con esta exclamación, que en su estado de irritabilidad creyó poco respetuosa. Ésta fue la señal para que, descargando sobre Amador y sobre Adelaida todo el peso de su furor, prorrumpiese en desatinadas maldiciones, horrorosos insultos y amenazas terribles, que la decencia nos impide transcribir. Adelaida, más tímida que Amador, creyó libertarse de aquella granizada de improperios que amenazaba degenerar en vías de hecho, dando con temblorosa voz esta disculpa:

-Yo no tuve la culpa, mamita.

A lo que Amador replicó en tono sarcástico:

-Sí, pues, la habré tenido yo. ¡No ve que era yo el que me iba a casar! Bueno, pues, yo no me ando con santos tapados.

-Y ¿quién es entonces? -exclamó doña Bernarda-. ¿No fuiste tú quien me vino a hablar del casamiento? ¿Para qué me engañaste? Algún interés tenías.

-¿Qué interés quiere que tuviese? ¡Esto sí que es bonito!

  —254→  

-¿Y cómo ésta dice que no tuvo la culpa? -preguntó doña Bernarda señalando a su hija.

-Sí, pues, porque ella lo dice ya fue cierto.

-En la carta dices que tú trajiste a un amigo vestido de padre.

-¿En qué carta?

-En la que escrebistes a don Dámaso.

-Así fue; pero yo no lo hice por mí, sino por Adelaida.

Doña Bernarda se volvió hacia ésta con la vista inflamada de cólera.

-Yo no tengo la culpa -repitió Adelaida en contestación a esa mirada.

-Eso es, pues, échame la culpa a mí ahora -dijo Amador picado y respondiendo a otra mirada de su madre.

Luego añadió:

-Si ella no tiene la culpa, pregúntele por qué lo hacía yo.

-A ver, responde, pues -dijo a Adelaida doña Bernarda.

-¿Por qué...? ¿Cómo sé yo? Tú me dijiste que me convenía.

-¡No ves! -exclamó doña Bernarda-, bien lo decía yo; tú solo tienes la culpa.

A su exclamación agregó la señora una nueva granizada de insultos dirigidos a su hijo, que sólo pudo hacerla interrumpirse con estas palabras:

-Averigüe bien primero lo que pasa en su casa y no me insulte sin razón.

Adelaida dirigió una mirada suplicante, que Amador no pudo ver porque sólo pensaba en calmar a su irritada madre.

-¿Qué pasa en mi casa? -preguntó ésta.

-Que le diga Adelaida si no fue por ella que yo lo hice. Nada le cuesta decir que no tiene la culpa; yo no tengo nada que tapar y ella sí que tiene.

Adelaida conoció el peligro en que estaba si su hermano seguía hablando y tomó la palabra para echar sobre ella toda la responsabilidad de lo acaecido; mas aquel recurso era tardío después que las sospechas de algún   —255→   nuevo misterio entraron en el espíritu de la madre con lo que acababa de oír. En vano Adelaida juró que ella había incitado a su hermano sólo por el deseo de casarse con un caballero, doña Bernarda repetía sólo por contestación esta pregunta:

-Sí, pero algo tienes que tapar cuando éste lo dice.

Hubiéranse calmado las sospechas de doña Bernarda si Amador hubiese confirmado las aseveraciones de su hermana; pero se guardó bien de hacerlo, porque temía ver de nuevo descargarse sobre él la cólera de su madre.

Entretanto, como viese doña Bernarda que Adelaida repetía lo mismo y que Amador callaba, volviose hacia éste y prorrumpió en amenazas si no le descubría la verdad.

-Si no me la confiesas -le dijo mostrándole los puños y en el mayor estado de exaltación-, te hago sentar plaza de soldado por incorregible; acuérdate que todavía no tienes veinticinco años.

Poco importaba a Amador semejante amenaza, que fácilmente podía burlar abandonando la casa materna. Mas para mantenerse en cualquiera otra parte era preciso ganar la subsistencia trabajando, y Amador era holgazán inveterado. Pareciole más fácil confesar la verdad, perdiendo a su hermana, que entrar en riña abierta con su madre, la que siempre proveía a sus necesidades, y a veces, a fuerza de economía, le sacaba de grandes apuros, pagando sus deudas. La relajación de sus costumbres le había privado de todo sentimiento noble desde temprano, por lo cual no pensó ni un instante en sacrificarse por Adelaida arrostrando solo la indignación de doña Bernarda. Las sugestiones de su egoísmo hablaron únicamente en su pecho, y sin vacilar refirió a su madre la consecuencia de los amores de Adelaida con Rafael San Luis, buscando al fin algunas palabras para atenuar el hecho.

Doña Bernarda palideció al oír la terrible revelación de Amador, y se arrojó furiosa sobre Adelaida, a quien arrastró por el cuarto, asiéndola de las hermosas trenzas de su pelo y dando gritos descompasados.

Acudieron a sus voces Edelmira y la criada, que con Amador interpusieron juntos sus esfuerzos para arrancar a Adelaida de manos de doña Bernarda.

  —256→  

A fin de impedir que los gritos de la madre y de la hija, unidos a los de los demás que por ella intercedían, llegasen a oídos de los que por la calle pasaban, la criada corrió al patio y cerró la puerta de calle. Mientras tanto, doña Bernarda desplegaba fuerzas extraordinarias para su sexo y edad, no sólo arrastrando a Adelaida, a quien el dolor arrancaba lastimeros quejidos, sino dando fuertes bofetones a Edelmira y Amador, que luchaban por arrancarle su víctima. Un frío espectador de aquel drama doméstico habría, tal vez, desatendido la voz de la compasión por lo grotesco del cuadro, cuyo principal personaje era doña Bernarda repartiendo furiosos manotones con la diestra, mientras que en la mano izquierda se había envuelto las largas trenzas de la infeliz muchacha. Pero como todo en la tierra, aquella escena debía tener un término, como en efecto lo tuvo, pues al enviar doña Bernarda una palmada a Edelmira, que con heroico arrojo le apretaba ambos brazos, la mano izquierda de doña Bernarda se soltó de las trenzas, y el impulso que a su derecha había dado fue tal, que no sólo arrojó sobre una silla a la compasiva Edelmira, sino que, falta de apoyo con la caída de ésta, fue a rodar doña Bernarda al medio de la pieza, quedando, con la exasperación en que se encontraba y el golpe que al caer recibió, sin movimiento ni sentido.

Levantáronla sus hijos, ayudando a esta operación la misma Adelaida, y la llevaron a su cama, en donde la criada le frotaba los pies, Amador le echaba agua en la cara y las niñas lloraban sin consuelo abrazadas la una de la otra.

Recobró por fin su espíritu la señora y vertió amargas lágrimas sobre la deshonra de Adelaida. Al exceso de agitación en que se había encontrado, sucedió el abatimiento que en lo físico y en lo moral van en pos de todo esfuerzo extraordinario, y se sintió tan molida al día siguiente que le fue más grato permanecer en el lecho para recobrarse. Todo el reconocimiento que abrigaba hacia Rafael San Luis por servicios que le debía se tornó en odio y deseo de venganza con la revelación de su conducta, y empleó el día en descubrir un medio de tomar una justa reparación de su afrenta. Mas, como sus meditaciones   —257→   no le dieran un resultado satisfactorio, resolvió apelar a las vías de conciliación, que tal vez acarrearían la felicidad y la honra a su familia.

Satisfecha de su nueva resolución, dirigiose, algunos días después de la escena que le daba origen, a casa de Rafael San Luis.

Eran las diez de la mañana. Rafael se encontraba solo en su cuarto. La presencia inesperada de doña Bernarda le llenó de turbación y de funestos presentimientos en el alma; sin embargo, trató de dominarse y de recibirla con cariñosa urbanidad.

Parece que la señora ocultaba también por su parte los sentimientos que la ocupaban, para manifestar una tranquilidad que estaba muy lejos de experimentar en aquel momento. Sentose con rostro risueño en la poltrona que con amable sonrisa le presentó Rafael, y, echando hacia atrás el mantón con que se cubría la cabeza, dijo en acento de reconvención amistosa:

-Ya usted se nos ha perdido de la casa, pues.

-No es por falta de amistad, créamelo, misiá Bernarda -contestón el joven.

-Algún motivo tiene. ¿No sabe, pues?, herradura que cascabelea, clavo le falta.

-¿Qué motivo puedo tener? Absolutamente ninguno, usted conoce mi amistad.

-Cómo no, y yo también le he querido harto. Vea, el otro día no más le estuve diciendo a Adelaida: «¿Qué es de don Rafael? ¿Que le han hecho algo que no viene?».

Rafael se fijó al momento en que doña Bernarda nombraba sólo a su hija mayor, y con esto aumentaron sus presentimientos de que aquella visita tenía otro objeto que la simple apariencia de amistad con que se anunciaba.

-Le doy a usted las gracias por su cariño -contestó.

-Bueno, pues, ¿y que no piensa volver a vernos? -preguntó doña Bernarda.

-Casi todas las noches las tengo ocupadas y, a pesar de mi deseo, no sé cuándo pueda ir -respondió Rafael, que quería descubrir cuanto antes el objeto de la visita.

-Sí, pues, así lo decíamos allá en casa: ¡cuándo ha de   —258→   volver! Ya tiene otras amistades de gente rica y se avergonzará de venir a casa.

-¡Avergonzarme! Se engaña usted, misiá Bernarda.

-La prueba está, pues, en que no quiere volver -replicó la señora, con tono en que se advertía la falta de la afabilidad que había empleado al principio.

Rafael notó esa falta y se dejó llevar de su poco paciente carácter.

-No he dicho que no quiero volver -dijo-, sino que no puedo.

-Lo mismo tiene, el caso es que no vuelve y yo sé por qué.

En estas palabras el tono de descontento había aumentado.

-La causa es la que he dicho; no tengo tiempo.

-Por ahí andan diciendo que usted va a casarse.

-¿Lo ha oído usted?

-Ayer no más. ¿Y es cierto?

-Puede ser.

-¡No ve! ¿No se lo decía?

-Es un compromiso muy antiguo, data de antes que tuviese el gusto de conocer a usted.

-Antiguo será, pues, ¿qué le digo yo? Pero se le olvida que también por casa tiene compromiso.

Al pronunciar estas palabras, fijó resueltamente doña Bernarda su mirada en Rafael, mientras que en sus facciones se veía el sello de una resolución premeditada y firme.

El joven palideció al oírlas; aunque la sola presencia de doña Bernarda le daba vehementes sospechas de lo que la llevaba a su casa, no esperaba que tan sin rodeos se atreviese a atacarle.

-No sé a qué cosa se refiera usted -contestó, fingiendo no adivinar el sentido de lo que oía.

-Cómo no lo ha de saber, y mejor que yo también. Más vale que nos arreglemos como amigos.

-En fin, señora, ¿qué es lo que usted quiere? -exclamó Rafael con impaciencia.

-Que usted se case con mi hija, que por usted está deshonrada -contestó con energía doña Bernarda.

  —259→  

-Imposible -dijo el joven-, estoy comprometido a casarme con una señorita que...

Doña Bernarda le interrumpió furiosa:

-¿Y a nosotros qué nos tiene que sacar? Mi hija también es señorita y usted la engañó con palabras de casamiento; si usted fuese caballero debía cumplir su palabra.

En vano buscó Rafael argumentos y disculpas para paliar su falta; doña Bernarda replicó siempre con la contestación que acababa de dar.

-En fin -exclamó San Luis exasperado-, es absolutamente imposible que me case con su hija, y lo mejor que usted puede hacer por ella es aceptar la propuesta que voy a hacer.

-¿Qué propuesta? -preguntó la señora.

-Tengo doce mil pesos que heredé de mi padre; prometo reconocer a mi hijo y dar a Adelaida la mitad de esta suma.

-No es plata lo que yo pido -contestó doña Bernarda.

Y añadió a esto mil recriminaciones que Rafael tuvo que soportar con humildad, concluyendo con esta amenaza:

-No quiere casarse, ¿no? Pues yo me presentaré al juez, y veremos quién pierde; la desgracia de mi hija la saben ya muchos para que yo me pare en ella al presentarme. Usted quiere la guerra; se la daremos, no le dé cuidado.

Y salió de la pieza de Rafael, dejándole entregado a una mortal inquietud.

Rafael San Luis escribió a Martín, citándole para el portal que ahora llamamos portal viejo o Bellavista, para distinguirlo del de Tagle y del pasaje Bulnes.

Una hora después hallábanse los dos amigos reunidos en el lugar designado y tomaron el camino de la Alameda.

-Necesito de tu consejo para un asunto grave -dijo Rafael, apoyándose en el brazo de Rivas.

-¿Qué es lo que hay? -preguntó éste.

-En medio de la calma ha aparecido una nube que presagia tempestad; no te imaginarías nunca a quién he tenido de visita.

  —260→  

-¿A Adelaida Molina?

-¡A doña Bernarda! Lo sabe todo y quiere que me case con su hija.

-Tiene razón -dijo fríamente Martín.

-Ya lo sé -replicó incómodo Rafael-, y no te pedía tu opinión sobre eso.

-Adelante.

-No se me ocurre ningún medio de parar este golpe. He ofrecido la mitad de lo que tengo, y la maldita vieja no se contenta con seis mil pesos.

-En ese caso, haz lo que todavía puedes: ofrece los doce mil.

-No admitirá, no quiere oír hablar de nada si no consiento en casarme. Me parece inútil decirte que esto es imposible, pues no habría consentido en ello aun cuando no me hallase en vísperas de mi soñada felicidad.

Martín se quedó silencioso, pensando que aquella frase podría salvar a muchas infelices niñas expuestas a la seducción si pudieran oírla.

-¿Qué harías tú en mi caso? -preguntó Rafael.

-Discurriendo como acabas de hacerlo y puesto que doña Bernarda no quiere oír hablar más que de matrimonio, le quitaría la ocasión de pensar en ello.

-¿Cómo?

-Casándome pronto.

-Tienes razón; pero siempre queda un peligro.

-¿Cuál?

-Doña Bernarda me amenazó con presentarse al juzgado.

-¿Crees tú que se atreviese a hacerlo?

-Mucho lo temo; es mujer violenta y capaz de abrigar odios irreconciliables. Creo que por vengarse de mí no se arredraría ante la necesidad de propalar la deshonra de su hija.

-Queda un medio, aunque no seguro.

-¿A ver?

-Amador es codicioso.

-Más que un avaro de comedia.

-Le pagaremos unos quinientos pesos porque obtenga de su madre la promesa de desistir de su presentación.

-¿Podrías tú hablar con él?

-Con mucho gusto.

-Me harás con esto un gran servicio -exclamó Rafael reconocido-.   —261→   ¡Tú sabes lo que he sufrido antes de verme como ahora a las puertas de la felicidad! ¡La amenaza de doña Bernarda me hace temblar! Si mi conciencia estuviese tranquila, no me sucedería esto; pero, como tú dices, la pobre señora tiene razón y de nada le sirve mi arrepentimiento.

-En fin, haremos lo que se pueda.

-Te debo ya el inmenso servicio de haberme devuelto a Matilde, y si consigues que doña Bernarda se calle, te la deberé de nuevo. ¡Cómo podré pagarte jamás!

-Hablemos de otra cosa. ¿No eres mi amigo?

-Bueno, hablemos de tus amores, ¿cómo siguen?

-Siempre mal -dijo Rivas con una sonrisa que no alcanzó a borrar la melancolía de su rostro.

-No creo que tan mal -replicó Rafael.

-¿Por qué? ¿Sabes tú algo? -preguntó con interés Martín.

-Matilde me dice que su prima habla de ti constantemente; éste es un buen presagio.

-Hablará de mí como de tantos otros.

-Ahí está la particularidad, habla sólo de ti. A ver, cuéntame, ¿qué hablas con Leonor? Yo tal vez sea más perspicaz que tú.

Provocado así a una confidencia, refirió Martín todas las conversaciones que había tenido con Leonor, especificando las menores ocurrencias y conservando hasta las palabras con la feliz memoria de los enamorados. Habló con calor de sus recientes esperanzas y con angustia de su desaliento; éste y aquéllas, merced a la elocuencia de un amor verdadero, aparecieron a Rafael como la luz de la luna, que en un cielo entoldado brilla de repente y desaparece después tras espesos nubarrones.

-Si no hay sobre qué fundar una certidumbre -le dijo al fin-, no falta en qué apoyar esperanzas; yo, en tu lugar, haría un acto de audacia para realizarlas.

-¿Cómo?

-Le escribiría.

-¡Nunca!, ¡nunca burlaría así la confianza de los que me dan tan generosa hospitalidad!

-Martín, amigo, no eres de este siglo.

  —262→  

Martín sólo contestó con un suspiro ahogado.

-¿Es decir que te resuelves a vivir en la duda? -repuso San Luis.

-Sí; además, te lo confieso, la majestad de Leonor me anonada. El valor que a veces he tenido para contestarle con alguna energía me abandona cuando no estoy con ella y mido la inmensa distancia que nos separa. ¡Me veo tan obscuro, tan pequeño al contemplarla!

-En fin, tú eres dueño de hacer lo que te parezca.

Los dos jóvenes se levantaron de un sofá de la Alameda en que se hallaban.

-¿Cuándo te ocuparás de mi asunto? -preguntó Rafael.

-Hoy mismo si puedo; voy a escribir a Amador. ¿Cuánto puedo ofrecerle?

-Tú arreglarás el asunto como mejor te sea posible; yo estoy dispuesto a sacrificar cuanto tengo.

Separáronse frente a la bocacalle del Estado, y se marcharon cada cual a su casa.

A esa hora hallábase en su cuarto Amador Molina con el oficial amante de Edelmira, que acababa de entrar.

-Amador, vengo a hablar contigo -había dicho después de saludar Ricardo Castaños.

-Aquí estoy, pues, hijo -contestó Amador-, ¿qué se ofrece?

-Tú sabes que yo quiero a tu hermana.

-Algo de tienda, amigo; todos somos aficionados, pues.

-Pero creo que ella no me quiere.

-¡Adiós! ¿Y qué mejor quería?

-A ti, ¿qué te parece?

-¡Qué me ha de parecer! Que te quiere y harto.

-¿Y cómo no lo dice?

-¿Que no conoces lo que son las mujeres? ¡Vaya, pareces niño! No hay una que no disimule.

-Entonces, ¿tú crees que se casaría conmigo?

-De juro, pues, hombre. Anda, encuentra una que no le guste casarse. No hay más que hablarles de casaca y se les ríe sola la cara.

-Y a tu madre, Amador, ¿qué le parecerá?

-Le ha de parecer bien no más. ¿A quién no le gusta casar a sus hijas? Hasta los ricos, pues, hombre.

  —263→  

-¿Entonces tú le puedes hablar por mí?

-Bueno, pues, hijo -contestó Amador, dando un abrazo a Ricardo.

-Yo soy corto de genio para esto -repuso el oficial-, y me acordé de ti; Amador me sacará de apuro, dije, y vine, pues.

-Bien hecho, esta noche mismo le hablo a mi madre, y pierde cuidado.

Pocos momentos después se separaron, ambos contentos. El oficial con la esperanza de unirse a la que de todo corazón amaba, y Amador con la idea de que la misión de que quedaba encargado le serviría para obtener el perdón de doña Bernarda, que, desde que había descubierto la verdad de su abortada intriga, sólo le hablaba para reñirle.

Hallábase entregado a estas reflexiones cuando oyó golpear a la puerta del cuarto y salió a ver quién golpeaba.

Un criado le entregó una carta; era de Martín Rivas, que le pedía que le esperase a la oración en el óvalo de la Alameda para hablar de un asunto que interesaba a toda la familia de doña Bernarda.

-¿Qué contesta le llevo? -preguntó el criado, cuando vio que Amador había terminado de leer la carta.

Contestó Amador por escrito que se encontraría puntualmente a la hora y en el lugar indicados.

Cuando se halló de nuevo y preocupado en adivinar el objeto con que Rivas le citaba, pensó en que era más prudente esperar, para cumplir con el encargo que Ricardo le había dejado, el haberse visto con Martín.

Poco antes de la hora convenida, acudió Amador al óvalo de la Alameda, adonde llegó Rivas algunos momentos después.

Sin rodeos habló Martín del objeto con que le llamaba y le ofreció doscientos pesos para que intercediese con doña Bernarda, a fin de hacerla desistir de su amenaza.

-¿Usted dice que Rafael ofreció seis mil pesos para mi hermana, y que mi madre no quiso? -preguntó Amador.

-Sí -contestó Rivas.

-Yo le diré, pues, mi madre es porfiada, y está furiosa   —264→   conmigo por lo de la carta; con los mil pesos que me dieron no me pagan lo que tengo que aguantar.

-Habrá trescientos pesos para usted -dijo Martín.

-¿Y no ofrecen nada más para Adelaida y su niño?

-Ocho mil pesos; Rafael no puede dar más porque no tiene.

-Veremos, pues.

-¿Cuándo me dará usted la contestación?

-No sé, pues, ¡quién sabe cuándo conteste mi madre!

-Tan pronto como la tenga, me escribirá usted.

-Bueno.

Regresó Amador a su casa después de esta conversación y halló a su madre cosiendo con sus dos hijas.

-Mamita -le dijo al oído-, vaya para su cuarto, que tengo que hablar con usted.

-¿Qué hay? -preguntó doña Bernarda cuando estuvo sola con su hijo en el cuarto de dormir.

Amador principió justificándose de las cosas pasadas y asegurando que todo lo había hecho por el interés de la familia.

-No le había querido volver a hablar de esto -añadió-, hasta no tener alguna otra cosa buena que decirle.

-¿Entonces tienes algo bueno ahora? -preguntó doña Bernarda algo apaciguada.

-¡Cómo no, dejante que yo ando siempre pensando en la familia y usted todavía enojada conmigo!

-A ver, pues, ¿qué es lo que hay?

-¿No le gustaría casar a una de sus hijas?

-Qué pregunta.

-¿Qué tal le parece Ricardo?

-Bueno.

-Quiere casarse con Edelmira.

El semblante de doña Bernarda se llenó de alegría.

-Ricardo tiene buen sueldo y puede ascender -añadió Amador.

-Me parece muy bien -dijo la madre.

-Entonces usted hablará con Edelmira.

-Yo hablaré esta noche.

-Es preciso que se ponga tiesa, mamita, porque Ricardo dice que ella no lo quiere.

  —265→  

-Que venga a hacer la taimada conmigo -dijo en tono de amenaza doña Bernarda.

-Eso es, no dé soga, porque maridos como Ricardo no se ofrecen todos los días.

-Que haga la taimada no más, déjate estar.

-Hay también otra cosa.

-¿Cuál?

Refiriole Amador su reciente conversación con Martín y dijo que ofrecía hasta siete mil pesos para el hijo de Adelaida, con tal que doña Bernarda desistiese de su acusación.

-Ya sé que no conviene presentarme al juez -dijo doña Bernarda-; estuve a verme con un procurador que conozco, amigo del difunto Molina, y me dijo que no sacaría más que alimentos.

-Y, además -repuso Amador-, ¿para qué ir a hacer que esto ande por los tribunales, cuando los siete mil pesos es mejor?

Amador había hablado dos veces de siete mil pesos, en lugar de ocho que Martín le había facultado para ofrecer. Su cálculo era que, ofreciendo la primera cantidad, quedarían mil pesos a beneficio suyo, además de su gratificación de trescientos pesos.

-Reciben ustedes los siete mil pesos -añadió-, y nadie sabe para qué son.

-Poco importa que sepan -dijo doña Bernarda con tono sombrío-, la criada de aquí lo sabe.

-¿Quién dijo?

-Yo se lo pregunté, y ella se lo habrá contado quién sabe a cuántas; lo sabe también la que tiene el niño y lo sabrán todos. ¡Maldito futre, le ha de costar caro!

-Pero es mejor, mamita, que aseguremos primero la plata.

-Allá entiéndanse ustedes como puedan -replicó con desabrido acento la señora.

Y se retiró a buscar su costura, jurando entre dientes que Rafael tendría que arrepentirse toda la vida de lo que había hecho.

Amador contestó al día siguiente que su madre se comprometía a no presentarse al juez con tal que se diese a   —266→   Adelaida la cantidad estipulada, valiéndose para dar esta respuesta de lo que doña Bernarda había dicho acerca de su consulta con su amigo el procurador. Grande fue su sorpresa cuando, en lugar de entregarle Rafael los ocho mil pesos de los que él esperaba reservarse mil, vio a Martín encargado de extender una escritura de donación a nombre de San Luis y depositar el dinero en una casa de comercio, con cargo de entregar a Adelaida los intereses.

Practicadas estas diligencias, fue Rivas a casa de Rafael a darle cuenta de ellas.

-A pesar de esto -le dijo-, no debes considerarte como libre de un nuevo ataque hasta que no estés casado.

-Así lo creo -contestó Rafael-, y por eso he conseguido con mi tío que obtenga reducción del plazo fijado por don Fidel. Espero estar casado dentro de dos semanas, a más tardar.