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Palabras y acepciones fantasma en los diccionarios de la Academia

Pedro Álvarez de Miranda


Universidad Autónoma de Madrid



«Il n'y a pas de lexicographe sans gaffes», escribió hace unos años con humor el prof. Baldinger en un artículo dedicado justamente a eso, a las meteduras de pata de la lexicografía, a «Les gaffes des lexicographes»1. Desde luego, no solo los lexicógrafos meten (metemos) la pata. El mismo humilde reconocimiento de humana falibilidad -«el que tiene boca se equivoca», dice un indulgente refrán español que también rima; y el que tiene pluma, y hasta ordenador, podríamos añadir-, el mismo reconocimiento, digo, bien podrían hacerlo otros muchos colegas en los quehaceres filológicos2. Lo que ocurre es que en ocasiones el despiste de algún lexicógrafo, en compartida responsabilidad muchas veces, como veremos, con el de algún tipógrafo, ha tenido consecuencias imprevisibles y especialmente graves, no trágicas, pero sí algo tragicómicas: ha dado lugar ni más ni menos que a la (supuesta) creación léxica, al neologismo naturalizado por su inclusión indebida, disparatada, en ese registro civil de las palabras por que suele tomarse al diccionario. Y no es que los lexicógrafos o los cajistas de imprenta estén a priori excluidos de la posibilidad que a todo hablante, por humilde que sea, se le brinda de ensayar la creación léxica, de probar fortuna neológica -otra cosa es que esos conatos de cualesquiera hablantes pasen de ser meros actos de habla a convertirse en hechos de lengua-. No. Ni tipógrafos ni lexicógrafos han de renunciar a ese derecho. Solo se trata de evitar que sus involuntarios errores, justamente cuando no lo están ejerciendo, puedan llegar a sentar doctrina filológica. Se trata de detectar y eliminar de los diccionarios palabras y acepciones espurias alojadas de rondón en ellos, previa demostración, claro es, de que jamás, fuera de los diccionarios mismos, han existido.

Parece que fue un lexicógrafo inglés, Walter Skeat, o tal vez su amigo y colega el gran James Murray, quienes pusieron nombre (haciendo uso, precisamente, de aquel derecho) a los muy peculiares «neologismos» de que aquí voy a ocuparme. Los llamaron ghost-words3, y la denominación, tan expresiva, ha sido adoptada por otras lenguas: mot-fantôme, palabra fantasma, etc. Los mecanismos de aparición de una palabra fantasma son sumamente variados, pero desde luego siempre implican la presencia de un azaroso error. Un caso curioso es el de la supuesta palabra inglesa dord, registrada en 1934 por el Merriam-Webster International Dictionary, y tras él por otros diccionarios, como sinónima de density, y que era consecuencia de leer de corrido la indicación «D or d: density» en una tabla de abreviaturas4. Pero, lógicamente, el mayor peligro de intromisión de palabras fantasma se produce en diccionarios ejemplificados con documentación textual. Una errata, un error de transmisión, de lectura o de interpretación son los causantes de la mayoría de los fantasmas léxicos. No es raro detectar casos en los diccionarios de griego o latín, tan atenidos a la fundamentación filológica. Pero el fenómeno no es en absoluto privativo de las lenguas muertas. El suplemento del diccionario inglés de Oxford ofreció en 1933 una lista con unas 350 «spurious words» detectadas a lo largo del proceso de redacción, palabras que en la segunda edición de la obra constan todas en el lugar alfabético que a cada una corresponde y van marcadas con un corchete que indica que deben ser consideradas palabras fantasma5.

Lo que pretendo mostrar en esta ponencia es, en primer lugar, que la lexicografía española está, por sus peculiares características, muy especialmente expuesta a padecer este tipo de espejismos. Esas características a las que aludo son, básicamente, las dos siguientes:

  1. Toda la lexicografía española depende en altísima medida de un diccionario hegemónico central, el diccionario de la Academia, al que, por su condición de léxico oficial u oficioso, se otorga plena credibilidad. Así, las posibilidades de contagio de fantasmas léxicos de un diccionario a todos los demás son en español incluso más altas que en otras lenguas.
  2. El llamado diccionario «común» de la Academia, como es archisabido pero no suficientemente recordado, no es, en cualquiera de sus reediciones, sino un descendiente cada vez más lejano del venerable Diccionario de autoridades, en el que la inclusión de voces y acepciones iba refrendada con textos. Esos textos se eliminaron en 1780, en la primera edición en un tomo, lo que, unido a un paulatino y tácito abandono, por parte de la Academia, de los procedimientos de la lexicografía documentada, hizo que se perdiera conciencia del fundamento real de determinadas inclusiones; borradas las pistas textuales, solo si nos remontamos de nuevo a ellas, desandando meticulosamente el camino, se puede llegar a desmontar un posible error.

Pero para ello, claro, es condición previa sospechar que lo hay, es preciso detectar los posibles fantasmas. Y puesto que no parece sensato permitir que esa detección dependa también del azar, se impone una revisión concienzuda del diccionario entero, de la A a la Z. Con lo que llego al segundo de los aspectos sobre los que quiero llamar la atención en esta ponencia: esa revisión concienzuda, esa vuelta implacable a las fuentes tan solo la ha emprendido hasta el presente el Diccionario histórico de la lengua española (DHLE), esa obra exhaustiva y monumental, hoy desgraciadamente paralizada, de la que han llegado a ver la luz, exactamente, 2 tomos completos y 3 fascículos6. Lo publicado confirma plenamente que, en efecto, el número de palabras fantasma y de acepciones fantasma registradas en alguna ocasión por los diccionarios de la Academia es particularmente elevado, realmente alarmante en comparación con el saldo que arroja la lexicografía de otras lenguas. El fenómeno, desde luego, es inevitable y universal, afecta a los diccionarios de cualquier idioma7. Como apunta agudamente Landau mediante un símil tomado de la medicina, las palabras fantasma son equiparables a las dolencias iatrogénicas, las involuntariamente provocadas por el médico en el organismo que aspiraba a curar8. Mantenido dentro de ciertos límites y, sobre todo, una vez desenmascarados los intrusos, este asunto de los fantasmas lexicográficos hasta invita a la sonrisa. Pero cuando se sospecha que el diccionario que a diario manejamos pueda ser un hervidero de pequeñas trampas, la cosa tiene bastante menos gracia. A mí, como hablante y modesto estudioso de una lengua cuyo «peso» en el mundo actual tanto se pondera últimamente, esta manifestación de tercermundismo lexicográfico lo que me produce -preciso es reconocerlo- es más bien una cierta sensación de vergüenza.

Puesto que, evidentemente, la simple omisión de lo espurio no surtiría los efectos deseados, el Diccionario histórico optó por recoger las palabras o acepciones fantasma encerrándolas entre unos corchetes angulares, y explicando con todo detalle por qué lo son9. Y, como enseguida veremos, el diccionario común de la Academia se ha beneficiado ya, en alguna de sus últimas ediciones, de los hallazgos del diccionario maior en el exiguo tramo alfabético revisado, puesto que esos hallazgos han determinado en la mayoría de los casos, ahora ya sí, la extirpación -es de esperar que definitiva- de los errores correspondientes.

Permítaseme que comience la ilustración de todo lo dicho recordando un caso de meridiana y ejemplarizante claridad al que ya dediqué hace años un pequeño artículo monográfico10. Todos los diccionarios, tanto académicos como extraacadémicos, han registrado hasta ayer mismo un sustantivo, amarrazón, que definen como «conjunto de amarras» (así, por ejemplo, en Academia 1984). La cosa se remonta al Diccionario de autoridades, que en 1726 incluyó el siguiente artículo:

AMARRAZÓN. s. f. Término náutico. Las cuerdas, cables y gúmenas con que se atan, afirman y asseguran las embarcaciones en los Puertos. Lat. Funes. Rudentes. CERV. Quix. tom. 1, cap. 46. Y cortar la amarrazón con que este barco está atado.


Un desgraciado cúmulo de errores se cebó en este artículo. Por lo pronto, en el capítulo 46 de la Primera Parte del Quijote no hay ni rastro de ese texto. Donde sí está -y luego veremos la explicación del error- es en el capítulo 29 de la Segunda Parte. El pasaje pertenece a la aventura del barco encantado, y reza así en la edición príncipe de 1615:

-Ya están atados -replicó Sancho-. ¿Qué hemos de hazer aora?

- ¿Qué? -respondió don Quijote-. Santiguarnos y levar ferro; quiero dezir, embarcarnos y cortar la amarra con que este barco está atado.


(fº 111vº)                


Como se sabe, Autoridades incluye en sus diversos tomos unas nóminas de obras citadas, pero en vano buscaremos en ellas precisiones bibliográficas. Entonces no era común ofrecerlas, y por otro lado no es en absoluto seguro que siempre se cite en el diccionario una misma obra por una sola edición, dado que el trabajo se repartió entre distintos académicos. Desde luego, está claro que el Quijote no lo citaron por la edición príncipe, ni siquiera por una de las más antiguas. A principios del XVIII había ya numerosas ediciones de la novela, y sabemos, por cierto, que el secretario de la corporación, D. Vincencio Squarzafigo, extrajo autoridades de una de 170611. El caso es que, en efecto, en la edición madrileña de ese año, lo mismo que en otra de 1714, se lee en la página 146 de la Segunda Parte (y ahí, en ese número 146, está la explicación del gazapo, o lapsus, «tom. 1, cap. 46»): «y cortar la amarraçon con que este barco está atado». Estamos, como se ve, más que ante una errata común, ante una cadena de erratas, ante una fatídica bola de nieve provocada primero, en 1655, por un error accidental y más tarde, en 1706, por el intento de otro impresor de arreglar, añadiendo otra preposición con, un texto que quedaba cojo. He aquí la serie de lecturas, partiendo de la edición príncipe:

  • Madrid, 1615, 111: y cortar la amarra con que este barco está atado.
  • [...]
  • Madrid, 1647, 333: y cortar la amarra con que este barco está atado.
  • Madrid, 1655, 245b: y cortar la amarraçon que este barco está atado.
  • [...]12
  • Madrid, 1674, 176a: y cortar la amarraçon que este barco está atado.
  • Madrid, 1706, 146b: y cortar la amarraçon con que este barco está atado.
  • Madrid, 1714, 146b: y cortar la amarraçon con que este barco está atado.
  • Madrid, 1723, 146b: y cortar la amarrazon con que este barco está atado.

El hecho de que en la edición de 1723 la palabra esté ya escrita con -z- no es sino la culminación de la errata, pero no implica necesariamente que fuera esa la edición manejada, pues, como se sabe, la eliminación de la ç fue una de las primeras decisiones ortográficas que tomó la Academia13.

Tal vez porque no las tenían todas consigo, los académicos que, en 1770, publicaron la segunda edición del Diccionario de autoridades -edición que no pasaría del primer tomo- hicieron un par de retoques en el artículo heredado de los fundadores: cambiaron la definición por una más sencilla, «el conjunto de amarras», y pusieron al término la calificación de «anticuado». A ellos no les sonaba, pero el caso es que parecía estar nada menos que en Cervantes. Sin molestarse en comprobar la cita, estamparon de nuevo el texto. Desde 1780 hasta 1984, veinte ediciones del diccionario común repitieron la palabra, ya sin la cita, claro es. Y nótese que la eliminación de la cita es decisiva, porque iguala a esa palabra, ante los ojos de muchos lectores del diccionario, con todas las demás, con vocablos que tienen detrás de sí docenas, centenares, millares de textos posibles. En fin, la Academia hizo caer en la trampa hasta a los especialistas, pues tanto el excelente Diccionario marítimo español (1831) como otros diccionarios posteriores de términos náuticos acogieron la palabra entre sus páginas. Ni siquiera (y esto es más grave) el primer y truncado Diccionario histórico de la Academia detectó en 1933 el error. Solo el DHLE lo hizo, en 1984, gracias a lo cual amarrazón ya no consta en la edición vigesimoprimera del diccionario común, publicada en 1992.

Los ejemplos de palabras fantasma menudean en las páginas del DHLE. He aquí algunos de los más llamativos:

  • La Academia registró en 1770 un adjetivo amenoso definido como «lo mismo que ameno» e ilustrado con un texto de El Duque de Viseo en que Lope de Vega habla de unas «dehesas amenosas»; así se lee, en efecto, en la segunda edición de la Sexta parte (1616) de las comedias del Fénix, pero la primera edición de la misma parte trae «dehessas gamenosas», y eso, sin duda alguna, es lo que escribió Lope, pues la palabra ocurre en sus obras nada menos que otras seis veces, con referencia siempre a unas concretas dehesas de Córdoba de las que habría oído hablar, y cuyo nombre exacto era «las Gamonosas» (es decir, 'abundantes en gamones'). El caso es que el absurdo amenoso ha figurado en todos los diccionarios de la Academia, y en los que la siguen, hasta que el hallazgo del DHLE permitió su eliminación en 1992.14
  • También se remonta a 1770, y también llega hasta la edición vigésima, la presencia en el diccionario académico de la palabra amasadijo, ilustrada allí con un texto de la Segunda Parte del Guzmán de Alfarache. Y es que, en efecto, en las ediciones de 1641, 1723 y 1736 de la novela de Alemán se lee «amasadijo» donde la príncipe, en 1604, lee sencillamente «amasijo».
  • En las ediciones de principios del XIX, aunque el diccionario académico ya no exhibía «autoridades», todavía se apoyaba en citas textuales, como puede comprobarse gracias a algunas cédulas antiguas conservadas en los ficheros de la Docta Casa. Pues bien, en 1803 la Academia introduce en el diccionario un amicia, definido «lo mismo que amistad», originado en sendas apresuradas lecturas de «amicicia» en dos textos del XVI (uno del Espejo de consolación de fray Juan de Dueñas y otro de los Catorze discursos sobre la oración sacrosanta del Pater Noster de fray Baltasar Pacheco). En este caso, aunque la misma Academia se dio cuenta del error y eliminó la palabra en 1822, el Diccionario histórico de 1933 volvió, desdichadamente, a caer en él.
  • Otras veces ha sido algún coleccionista de vocablos recónditos quien ha hecho tropezar a la Academia. En 1922 Rodríguez Marín publicó sus Dos mil quinientas voces castizas y bien autorizadas que piden lugar en nuestro léxico; entre ellas estaba un supuesto verbo apaliar documentado con un texto del Criticón de Gracián. La Academia, siguiendo sin duda a Rodríguez Marín, recogió el verbo en 1925, como presunto equivalente de paliar, y ahí sigue, en el diccionario vigente de 1992, aunque unas recientes «Enmiendas y adiciones» ya proponen (es de suponer que a la vista del DHLE), su eliminación15. Pues, en efecto, aunque «la Vsura apaliada» es lo que se lee en la edición de 1664 del Criticón, manejada por Rodríguez Marín, la consulta de la espléndida edición crítica de Romera-Navarro (II, p. 232) no deja lugar a dudas de que la príncipe (de 1653 para esa Segunda Parte a la que el texto pertenece) lee «la Usura paliada».

Es importante, como se ve, demostrar con el máximo rigor la inexistencia real de la forma recogida. Por muy seductor que pueda resultar el Elogio de la variante que ha entonado un moderno filólogo francés16, parece abusivo que variantes deturpadas sienten plaza de palabras. Pero hay casos en que la demostración no es absolutamente irrefutable, y pueden subsistir sombras de duda. Un caso que ha dado mucho que hablar es el de un verbo que ocurre al comienzo del cervantino Entremés del juez de los divorcios, tal y como podemos leerlo en las Ocho comedias y ocho entremeses nuevos de 1615. Mariana se dirige muy excitada al juez reclamando justicia, hasta que su marido la reconviene con estas palabras:

Por amor de Dios, Mariana, que no almodonees tanto tu negocio; habla passo, por la passión que Dios passó; mira que tienes atronada a toda la vezindad con tus gritos.


(fº 220c)                


Aunque había fuertes dificultades semánticas para derivar ese verbo de almodón, arabismo que designa un tipo de harina de trigo, Schevill y Bonilla aceptaron la lectura17, la palabra cayó en las redes de Rodríguez Marín y sus ya citadas Dos mil quinientas voces... y de ahí pasó a la Academia en 1925:

almodonear. (De almodón.) tr. fig. p. us. Revolver mucho un asunto; hablar demasiado de él.


Curiosamente, ya el Diccionario de autoridades se había dado cuenta de que, casi con total seguridad, aquel texto estaba afectado por una errata. Pero hizo la enmienda con toda discreción: citó el texto del entremés, sin advertir que lo corregía, s. v. almonedear, interpretándolo como «hablar a gritos alguna persona las cosas que debiera hablar en tono mui baxo, y con esto queremos decir que las publica para que todos las oigan, como se hace en las almonedas». Aunque esa acepción fue eliminada por la Academia en 1770, la verdad es que es casi seguro que Autoridades había dado en el clavo; cierto que no conocemos ningún otro testimonio de almonedear con el valor de 'pregonar, vocear una cosa, como en una almoneda', pero al menos el verbo existía desde las Partidas con el significado de 'vender en almoneda, subastar'. Varios eruditos se han pronunciado a favor de la consideración de almodonear como palabra fantasma, inclinándose por la lectura «almonedees»: Salvá18, Cotarelo19, García Gómez20, Lázaro Carreter21; y seguramente por sugerencia de uno de los dos citados en último lugar la palabra desapareció del diccionario académico en 195622. No obstante, hay ediciones de los Entremeses cervantinos cuyos responsables, aun conociendo la propuesta de enmienda, prefieren seguir estampando «almodonees» en ese pasaje23.

Acabamos de ver un caso en que el segundo Diccionario de autoridades, el incompleto de 1770, empeoró lo hecho por el primero en 1726 (me refiero a la supresión de la segunda acepción de almonedear). Pero lo contrario fue más frecuente, y es oportuno señalar que ya aquella primera revisión de la inicial compilación académica sirvió para detectar palabras fantasma. El erudito académico don Juan de Iriarte, en un interesante «Discurso sobre la imperfección de los diccionarios» (1750), descubrió que la inclusión de la voz almanta como «almáciga» en Autoridades se debía a la utilización de una deturpada edición (1569) de la Agricultura de Herrera, y que la princeps (1513) leía «almáciga» en el pasaje correspondiente24. En consecuencia, el error se subsanó y se explicó ya en 1770 (s. v. almáciga, con una remisión en almanta)25. Es tal vez el primer caso de palabra fantasma detectada y corregida por la propia Academia, y una demostración palpable de los beneficiosos efectos que para la lexicografía española hubiera tenido que la corporación no abandonara sus iniciales métodos de trabajo. Clara conciencia de ello tuvo D. Vicente Salvá, el mejor lexicógrafo que dio el siglo XIX español, a juzgar por las atinadísimas observaciones que al respecto nos dejó en la «Introducción» de su diccionario, y que incluyen una expresa advertencia sobre el peligro de los fantasmas léxicos26.

El caso de almanta (la palabra existe efectivamente, lo que no existe es la supuesta acepción «almáciga» que le asignó Autoridades) nos da pie para hablar de las acepciones fantasma, que son a las palabras fantasma lo que los neologismos de sentido a los neologismos absolutos. Las vías de cristalización de las acepciones fantasma son ligeramente distintas de las que hasta aquí hemos visto, pues por lo general no intervienen erratas o malas lecturas; la responsabilidad de una acepción fantasma recae solo en los lexicógrafos, en la ocasional ofuscación de alguno de ellos al interpretar el sentido de un texto. Veamos algún ejemplo.

  • Como ya observó J. Oliver Asín27, la presencia en ediciones recientes del diccionario académico de una acepción «calzado» para andamio, heredera de la que ediciones antiguas definían «alcorque», se debe a la falta de comprensión por parte de Autoridades de un texto del Dioscórides de Andrés Laguna en que se lee lo siguiente:

    El Alcornoque [...] tiene la corteza sin comparatión más gruessa, de la qual hazen aquellos andamios que en Castilla suelen llamarse alcorques, para cubrir la baxuela dispositión que por suerte cupo a las hembras.

    Con este texto por única prueba, Autoridades definió andamio como «una especie de calzado o zapatos fundado sobre corcho, que por otro nombre llamaban antiguamente Alcorques». Pero nótese que no es eso lo que dice Laguna, cuyo texto serviría en todo caso para autorizar ese sentido en alcorque, o una acepción bien conocida de andamio que es 'tablado, plataforma'. El lexicógrafo, que no debía de estar para bromas, no entendió la que Laguna gasta en ese texto al utilizar la imagen ocasional del andamio para reírse, con lo que Oliver llama una «hipérbole graciosísima», del afán de ciertas mujeres por parecer más altas. Pero no hubo remedio: en 1770, la Academia, sin replantearse lo que el texto decía, se limitó a simplificar la definición, y dejó tan solo «antiq. Lo mismo que alcorque»; y en 1899, para terminar de estropearlo, cambió la calificación de «anticuada» por la de «familiar» y la definición «alcorque» por la amplísima de «calzado». Por supuesto, la acepción se ha contaminado a diccionarios de toda época y carácter (desde el de Terreros al de Corominas, entre docenas de ellos). Esperemos que su eliminación en el diccionario de 199228 surta el efecto deseado.

  • La Academia incluyó un artículo angla en 1770 con una autoridad de fray Juan de Torquemada (Monarquía Indiana, 1615): «De allí al angla de San Lucas hay otras ciento [leguas]», y la definición «Lo mismo que cabo de tierra». Desde entonces, un supuesto angla 'cabo de tierra que penetra en el mar' se instaló en todos los diccionarios. El significante es irreprochable: se trata, en realidad, de una variante fonética (documentada muchas otras veces) del portuguesismo angra. Lo que es un disparate es el significado que le asignó la Academia (y de ahí que incluyamos este ejemplo entre las acepciones fantasma y no entre las palabras fantasma): angra o angla, formas con rica documentación antigua que arranca del Diario de Colón, significa, como en portugués, 'bahía o ensenada', o sea, justo lo contrario que 'cabo'.

  • He aquí, en fin, y pese a lo dicho arriba, un raro caso de acepción fantasma surgida de una errata, un nuevo episodio en que los duendes de la imprenta se alían contra los lexicógrafos. El Suplemento del diccionario académico de 1822 antepuso a la definición de antera («La borlilla situada en el ápice de cada hebrita o filamento de los estambres de las flores, y que contiene el polvillo fecundante de las plantas») la marca de materia Bot. (= Botánica). Nada de particular hasta aquí. Pues bien, en la edición siguiente (1832) esa abreviatura, Bot., se convirtió, misteriosamente, en la palabra «Betún» (!), como enunciado definidor de una supuesta primera acepción de antera; tras ella vienen las dos barras verticales que separan una acepción de otra, y a continuación la legítima definición botánica (reformada, por cierto: «El cuerpo que se halla colocado en el extremo de los estambres de las flores y dentro del cual se elabora el polen»29). Afortunadamente, la Academia se dio cuenta del gazapo y extirpó la acepción «betún» en 1869. Para entonces, sin embargo, había transmigrado ya a otros diccionarios, como el de Salvá o el de Domínguez; el valenciano, con su probidad habitual, anota perplejo: «No conozco este significado». ¡Cómo podía conocerlo, ni él ni nadie!

Las acepciones fantasma, como se ve, son intrusos cuya presencia en un diccionario resulta aún más nociva que la de las palabras fantasma, pues pueden afectar a voces de uso frecuente, no a extraños hápax. Y hay motivos para sospechar que abundan en nuestros diccionarios. Téngase en cuenta que aquí solo me estoy refiriendo a ejemplos de demostración irrefutable, pero que si extendiéramos el concepto de acepción fantasma a las muchas que, según pone de manifiesto el DHLE tras el examen de muy rica documentación, solo se basan en la autoridad de la misma Academia, expresada por medio del diccionario común (es decir, sin prueba documental explícita) en algún tramo de la serie de sus ediciones, entonces el cómputo se nos dispararía. Y ya que hablamos de cómputos, diré, por si tiene algún valor indicial, que, examinados por mí los últimos ocho fascículos del DHLE, cuento en ellos (salvo error u omisión) un total de 32 palabras fantasma y 23 acepciones fantasma (entendidas stricto sensu: me limito a las que llevan corchete angular, es decir, a aquellas cuya inexistencia es demostrable). No sería estadísticamente fiable extrapolar esas cifras -correspondientes a una muy exigua porción, el 3,2%, de la extensión teórica de un DHLE idealmente completo- a la totalidad del alfabeto, para intentar obtener un cálculo aproximado del número de fantasmas léxicos que pueblan hoy la nomenclatura del diccionario académico30. Téngase en cuenta que muchos de los que contabilizo corresponden a errores privativos del Diccionario histórico de 1933-1936, el cual (y uno ya no sabe si congratularse o lamentarlo) solo llegó hasta la palabra cevilla. Ahora bien, aunque la repercusión de esos dislates haya sido menor, no debe menospreciarse la importancia de su corrección, habida cuenta de que muchos de ellos han contaminado a obras que, como el Diccionario crítico-etimológico de Corominas o la multidependiente Enciclopedia del idioma de Martín Alonso, hicieron abundante uso de aquel diccionario iniciado en tiempos de la República31.

Es de esperar que no se malinterprete la necesaria depuración lexicográfica que postulamos, que nada tiene que ver con ninguna especie de trasnochado purismo en cuestiones de léxico. Se trata, sencillamente, de que el diccionario recoja tan solo lo que en verdad ha existido. El DHLE, por su vocación de exhaustividad, adopta al respecto los más amplios criterios, más amplios incluso que los de su modelo, el diccionario de Oxford. Este, por cierto, emplea una marca específica, un calderón (¶), para señalar aquellas acepciones que, en opinión de los redactores, incurren en lo que designan como catacresis, es decir, en desvíos semánticos de carácter impropio, erróneo32. Nada de esto ocurre en el DHLE, que, sin ningún tipo de marca precautoria, registra, si puede documentarlo, cualquier cambio semántico por atípico que sea, consciente de que todo interesa a la hora de trazar el cuadro completo de la evolución semántica del vocablo. Tomemos, por ejemplo, el artículo anagrama; consta en él, en primer lugar, la acepción más antigua (1617), que es también la más importante y conocida: «Transposición de las letras de una palabra o frase, de que resulta otra palabra o frase distinta. También, la palabra o frase que resulta de dicha transposición». La 2ª acepción, algo posterior (desde a1626), se desvía ya un tanto de aquella primera, pero está ampliamente documentada; se trata de «símbolo o emblema, especialmente el constituido por letras», es decir, un significado muy similar al que designaba una palabra poco usada en el presente, monograma (que era precisamente el símbolo o emblema constituido por letras), y al que recubre otra que lo es mucho, logotipo. Estas acepciones de anagrama figuran también en el diccionario común de la Academia. Pero el DHLE registra otra más, «sigla», que implica un nuevo salto semántico ya un tanto abusivo, que muchos considerarían con razón «impropio», pero que no es ocasional, sino que ocurre -curiosa poligénesis- a principios del XVIII en un texto atribuido a Macanaz, a mediados del XX en un poema de cierto oscuro escritor (Juan Mújica) y, poco después, en dos pasajes de Camilo José Cela. Insisto: ajeno a cualquier consideración normativa, el DHLE deja constancia de este salto a un significado contiguo sin pronunciarse sobre si es «propio» o «impropio», y sin sambenito tipográfico alguno. Otros cambios aún más espectaculares o chocantes conoce la historia del léxico, de los que han surgido significados que han llegado a consolidarse en el uso de todos los hablantes (muchas veces, a pesar de las protestas de puristas y normativistas)33. El único límite a la determinación omnicomprensiva del DHLE es el que viene impuesto por la necesidad de preservar la verdad referencial en casos en que el desconocimiento o la ocasional ofuscación de un usuario asigne a una voz el significado de, precisamente, su complementaria en una oposición binaria. Sería, en efecto, completamente absurdo que tuviera repercusiones lexicográficas la eventual confusión, en tal o cual texto, de babor con estribor, o de anabolismo con catabolismo. Si babor designa el costado izquierdo de una nave, nunca podrá designar también el derecho.

Los fantasmas léxicos tienen bastante que ver con el fenómeno, que Rosenblat caracterizó magistralmente, del fetichismo de la letra impresa34. Las gentes dan por bueno todo lo que «está en los papeles», atribuyen a la letra de molde el poder casi mágico de otorgar realidad a las cosas. Y una vez producida la instalación en el diccionario, pueden surgir resistencias al desalojo. Es probable que más de uno se mostrara dispuesto a defender la legitimidad de amarrazón, o de amasadijo, por parecerle voces posibles, es decir, porque son morfológicamente verosímiles. Podría existir, en efecto, amarrazón como un 'conjunto de amarras' (no, desde luego, en aquel pasaje cervantino, en el que, por cierto, lo que desata Sancho resulta ser... un cordel). Pero el caso es que no existe. ¿Es que alguien se siente capacitado para defender sensatamente que el diccionario recoja todas las posibilidades potenciales de combinatoria morfológica que los mecanismos derivativos de una lengua permiten? Podría existir andamio como 'calzado con alza de gran altura' (de hecho, plataforma ha adoptado hoy ese mismo significado); podría, pero mientras no haya constancia de tal existencia, el diccionario no puede otorgársela. Imagínese que el diccionario hubiera de incluir todos los cambios semánticos teóricamente posibles de los vocablos.

Nadie discute a las palabras fantasma, pues, su verosimilitud, sino su verdad. De varias de ellas podría decirse que se non sono vere, sono ben trovate. Mas para que se compruebe -aunque ahí está ya amicia, por ejemplo- que también hay otras en que ni siquiera eso (el estar ben trovate) ocurre, y también, al tiempo, para no dar pie a que pueda pensarse que solo la letra A de los diccionarios, por especial afinidad fonética, está poblada de fantasmas, expondré un caso que corresponde a otro tramo del alfabeto.

En el diccionario de 1992 aún figura una extraña palabra cuatratuo que es un caso clamoroso de palabra fantasma. Y la verdad es que habría motivos para que hubiera ya desaparecido, aunque el DHLE no haya llegado a la C. Pues su descubridor ha sido don Manuel Alvar, a quien la Real Academia Española encomendó hace años la revisión del léxico del mestizaje; el resultado fue un libro en que Alvar estudia, a partir de los materiales reunidos para el DHLE, todo ese rico campo léxico35.

Pues bien, resulta que el diccionario de la Academia, en su 4ª edición (1803), incluyó por vez primera el siguiente artículo:

QUATRATUO, A. adj. Lo mismo que QUARTERÓN, por el hijo de mestizo y española, o de español y mestiza.


Ese artículo se basa, sin duda posible, en el siguiente texto del Inca Garcilaso de la Vega, procedente de La Florida del Inca:

Llaman assí mismo quarterón o quatratuo al que tiene quarta parte de Indio, como es el hijo de Español y mestiza, o de mestizo y Española36.


Así lee el texto en la edición príncipe, y también en la reedición corregida de 172337. Está, sin embargo, errado en las dos: «quatratuo» es errata por «quatraluo», o sea, cuatralbo, como puede comprobarse gracias a este otro precioso testimonio del mismo Garcilaso en sus Comentarios reales:

A los hijos de Español y de Mestiza o de Mestizo y Española llaman Quatraluos por dezir que tienen quarta parte de Yndio y tres de Español38.


El absurdo cuatratuo, como ya he dicho, sobrevive aún en el diccionario académico de 199239, ha pasado a muchos otros no académicos (pues ni siquiera lleva marca de anticuado o desusado) y ha hecho decir a Corominas que es «palabra de formación incierta». Y tanto que lo es40.

Añadamos que la errata subsiste también en un par de ediciones modernas de La Florida del Inca, una de ellas bastante cuidadosa en lo filológico41. Y repárese, por cierto, en que a esa conservación de la errónea lectura puede haber contribuido -en perversa circularidad- el propio diccionario: si la responsable de la edición lo consultó al tropezar con el extraño cuatratuo, acalló sus dudas al encontrarlo en el léxico oficial, y además con una definición pintiparada, sin sospechar que era, precisamente, el texto del Inca el único y errado fundamento de esa presencia42.

Para ilustrar la práctica inevitabilidad de las palabras fantasma en la lexicografía ejemplificada (recuérdese el símil médico de Landau, evocado más arriba), señalaré aquí a título de curiosidad un caso, creo que único, provocado por el propio DHLE, aunque también -lo que no es poco- por él mismo corregido. Registró este diccionario, en el fascículo correspondiente, un alcazola 'cierta ave' con apoyo exclusivo en un texto de Salvador Rueda; solo cuando se llegó a alzacola, pájaro para el que se disponía de rica documentación, se advirtió que el texto de Rueda estaba afectado por una errata, y así se señaló, junto con la autocorrección que era de rigor, s. v. alzacola (sin posibilidad ya, claro es, de eliminar el artículo espurio, ni de hacer en él ninguna advertencia). Ya ha quedado dicho: «Il n'y a pas de lexicographe sans gaffes».

Nos queda, para terminar, una última vuelta de tuerca. Estamos sosteniendo que el diccionario debe recoger solo lo que tiene o ha tenido existencia real. Se entiende, claro, existencia en el uso, y nuestro único acceso al conocimiento del uso está (para el pasado) en los textos. Las palabras no existen por el mero hecho de estar en el diccionario43. Ahora bien, ¿no podría ocurrir que el diccionario las catapultara al uso efectivo? ¿No podría ocurrir que un escritor de los que utilizan el diccionario como fuente de inspiración use una palabra no porque pertenezca a su acervo léxico, el que le ha deparado su desenvolvimiento vital y sus lecturas, sino porque la encuentra en el diccionario y se decide a usarla? Esos escritores existen44, y si lo dicho ocurriera con una palabra o acepción fantasma, el lexicógrafo se encontraría en una situación bastante grotesca y comprometida.

Pues bien, abandonemos el condicional, porque esa situación efectivamente se ha dado. Por lo menos, que yo sepa, en un par de ocasiones, que paso a exponer, junto a la solución adoptada por el DHLE.

El diccionario de la Academia recoge, todavía hoy, dos acepciones en bajamano, las dos marcadas como de «germanía». Una es «ladrón que entra en una tienda y, señalando con una mano una cosa, hurta con la otra lo que tiene junto a sí»45; la otra es un uso adverbial: «debajo del sobaco». Pues bien, solo la segunda (más exactamente: «debajo del brazo») es cierta, según ha mostrado el DHLE. Como se sabe, el diccionario académico recoge muchos términos de germanía, y ello se debe a que se volcó en Autoridades el célebre Vocabulario de germanía de Juan Hidalgo, ya en 1726-39. Esta vez, sin embargo, el dislate arranca de la segunda edición (1770), donde encontramos ya, para baxamano, las dos definiciones transcritas, para ambas las cuales se aduce a Hidalgo; pero la primera le correspondería en realidad a una palabra contigua, baxamanero46. El lapsus lo provocó un desgraciado error surgido en la tercera de las ediciones del Vocabulario de germanía (1644), error consistente en la repetición sucesiva del lema «baxamano», primero con la definición propia y luego con la que en las ediciones primera y segunda lleva el inmediato «baxamanero». Quedará claro comparando la secuencia -no rigurosamente alfabética, por cierto- de los dos artículos en 1609 y 1644:

1609 (ed. 194547): Baxamano, coger debaxo de el braço48.
Baxamanero: es el ladrón que entra en vna tienda y señalando con la vna mano vna cosa hurta con la otra lo que tiene junto a sí.
164449: Baxamano, coger debaxo del braço.
Baxamano, es el ladrón que entra en vna tienda y señalando con la vna mano vna cosa hurta con la otra lo que tiene junto a sí.

El error persistía en las ediciones dieciochescas del Vocabulario de Hidalgo50, y el diccionario de la Academia lo multiplicó51.

Pues bien, he aquí que en 1994, un columnista del diario ABC proclive a alardear de riqueza léxica -y castiza, si es posible-, Jaime Campmany, escribe en un artículo lo siguiente:

Todos los carteristas de Madrid, descuideros, mecheras, galafates, archiganzúas, palanquines y bajamanos de la Corte.

Es evidente que el escritor ha tomado la palabra o bien del diccionario académico o bien de alguno de los varios diccionarios de argot o de jerga más o menos hampesca y marginal que siguen reproduciendo, a veces sin saber de dónde vienen, aquellas voces de Hidalgo. ¿Qué puede hacer el lexicógrafo que tropieza con este texto, además de sonreír para sus adentros? Creo, sinceramente, que lo que ha hecho el DHLE: citarlo, explicar sus reservas y mantener los corchetes angulares a la acepción espuria.

El otro caso, aún más comprometido, puede verse en el artículo añacal, -la del DHLE. Este arabismo, que presenta también, entre otras, la variante fonética anacal, significó «hombre que lleva trigo al molino» y «en los hornos, criado que va a las casas para recoger y llevar el pan»; es voz caída en desuso desde el siglo XVI, pues para la primera de las acepciones dichas solo conocemos varios pasajes de las Ordenanzas de Sevilla (1527) y el testimonio del lexicógrafo Guadix, y la segunda se apoya en tres repertorios del Siglo de Oro, el de López Tamarid, de nuevo el de Guadix y el de Rosal. López Tamarid, en concreto, definió anacales en 1585 de este modo: «Son tableros o acarreadores que lleuan pan». En 1737 Mayans reprodujo la lista de López Tamarid en el tomo II de sus Orígenes, donde nuestra voz figura así: «Añacales. Son tableros o acarreaderos [sic] que llevan pan». Pues bien, el diccionario académico de 1770 basó en esta edición un artículo añacales (la forma con ñ demuestra que sigue la versión retocada de Mayans y no la de 1585, pero esto es secundario), con esta definición: «Los tableros en que se lleva el pan desde el horno a casa». Ya se habrá notado que es en este punto donde salta la acepción fantasma, pues la definición de López Tamarid, tanto en la versión original como en la ligeramente deformada por Mayans («acarreaderos» por «acarreadores»), no deja lugar a dudas de que esos «tableros» son personas y no cosas, son 'hombres que transportan tablas', 'acarreadores', y no las 'tablas' (o tableros) mismas. Fatalmente, ahí sigue añacal, en el diccionario de 1992, sin nota de anticuada ni desusada por cierto, y con una segunda acepción que el definidor, dejando volar la imaginación, adornó con nuevos detalles: «Tabla en que se lleva el pan al horno, después de amasado, y del horno a las casas, después de cocido. Ú. m. en pl.»52. No entro aquí en la interesante cuestión de fondo (que nos llevaría muy lejos) de si el diccionario común de la Academia deba recoger o no -y, en caso de que sí, cómo convendría hacerlo- una palabra o una acepción documentada en escasos testimonios, esencialmente lexicográficos, de tiempos pretéritos (el siglo XVI en este caso). Aquí solo me importa subrayar que la acepción 'tablero en que se lleva el pan' es completamente fantasmal, o fantástica.

Lo malo es que, tomándola sin duda del diccionario, le cayó en gracia a un oscuro escritor del siglo pasado, Antonio Rojo y Sojo, quien, según Pagés, dejó escrita (no podemos saber dónde) esta lindeza: «Sus ocupaciones eran principalmente [...] sudar sobre el entremiso y el extremijo que colocaba encima de un hintero o añacal»; el texto se diría sacado de una composición destinada a batir un récord, o quien sabe si a ganar una apuesta, en el empleo de palabras inusitadas, y es mejor no pararse a pensar en la cantidad de trampas que pudo tenderle el diccionario al ignoto Rojo y Sojo (cuyos textos, por cierto, menudean en Pagés, et pour cause). Más aún: un escritor de muchos más quilates literarios que el citado, Gabriel Miró, también aficionado a desenterrar vocablos, usó la palabra añacal, en nuestra acepción fantasma, en al menos dos ocasiones, que sepamos: «En el cestillo de la labor de la madre yace derribado el negro rey Gaspar [...], y una labriega, que traía en la cabeza un añacal todo rubio de panes, contempla sus piernas entre la corona del mago» (1906, Libro de Sigüenza); «Pero mientras contaba la partida de Egipto, cuando la masa no había subido en los añacales y artesas [...]; mientras glosaba el relato mosaico, Jesús se paró algunas veces y miraba a Judas» (1916, Figuras de la Pasión del Señor). ¿Otorgan estos textos existencia real a nuestra acepción fantasma53? En cierto modo sí, y de Miró podría pasar a otros, y de ahí a otros54; y, desde luego, si el lexicógrafo se viera inundado de textos tendría que rendirse. No ha ocurrido tanto, y el DHLE, también aquí, ha considerado esos textos «creación artificial inspirada en la definición de Ac.» y ha encerrado la acepción entre los consabidos corchetes angulares. Es una decisión que puede ser discutible, pero que todavía era posible.

Los fantasmas, los de las sábanas blancas, se aparecen y desaparecen. Lo malo de estos otros, de los fantasmas de diccionario, es, como hemos visto, que una vez se han aparecido tienden a perpetuarse y a echar raíces en la vieja mansión de papel que los acoge (a veces hasta con fugaces escapadas fuera de ella). Y que en vez de desaparecer, hay que hacerlos desaparecer. Me pregunto si lo lograremos algún día.





 
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