—45→
Una técnica de la ficción tendrá que ser imprescindible cuando la técnica histórica no pueda establecer el dominio de sus precisiones. José Lezama Lima, La expresión americana |
En 1983, el mismo
año en que Abel Posse publicaba en España Los
perros del Paraíso, el escritor mexicano Fernando del
Paso hacía un llamamiento en la Revista de Bellas
Artes a los escritores latinoamericanos para que cumplieran
con su misión de «asaltar la
historia oficial»
. La frase, recogida a su vez por
diversos críticos, se convirtió en una consigna que
reflejaba el esfuerzo de un amplio grupo de escritores que, desde
diversas circunstancias y presupuestos, coincidían en la
necesidad de cuestionar la versión
«canónica» de los hechos impuesta por la
Historia y en su confianza en que esa tarea debía ser
realizada desde la literatura. «El arte
-había dicho ya Carlos Fuentes en —46→
1976- da voz a lo que la historia ha negado, silenciado o
perseguido. El arte rescata la verdad de las mentiras de la
historia»
38.
La novela histórica asistía así a un proceso
de renovación por el que la denominada
«ficción» se atrevía a enfrentarse a la
supuesta «verdad» de la historiografía.
En su deseo de
ofrecer la otra cara de la historia, la «nueva novela histórica
latinoamericana»
(como sería definida, entre
otros, por Seymour Menton)
se estaba acercando especialmente a períodos conflictivos
del pasado americano para ofrecer nuevas versiones de los mismos.
En este sentido, títulos como El arpa y la sombra,
de Alejo Carpentier (1979), El mar de las lentejas, de
Antonio Benítez Rojo (1979), Crónica del
descubrimiento, de Alejandro Paternáin (1980), o
Daimón, del propio Abel Posse (1978), habían
marcado ya nuevas formas de acercamiento a un período
fundacional de la historia americana que sólo
conocíamos desde la voz de los vencedores: el del
Descubrimiento y la Conquista del Nuevo Mundo. Los perros del
Paraíso, como después lo haría El
largo atardecer del caminante, contribuyó sin duda a
conformar esta visión desmitificadora del hecho
histórico de la Conquista, convirtiendo a su autor en uno de
los ejemplos paradigmáticos de este nuevo tipo de
escritura.
El propósito de las siguientes páginas no es abordar de manera exhaustiva el problema de la «novela histórica» ni su evolución en América Latina hasta la aparición de esta nueva forma de abordar la historia; ambas cuestiones, que excederían con mucho los límites del presente trabajo, han sido ya objeto de importantes aportaciones críticas39, como lo ha sido también el estudio de la producción narrativa de Posse desde los presupuestos de la nueva novela histórica. Mi interés se centra precisamente en destacar algunas de las ideas aportadas por diversos investigadores en torno a estas cuestiones con el fin de avanzar en una comprensión globalizadora de las novelas de Abel Posse.
—48→En su ya
clásico trabajo sobre La novela histórica,
Georg
Lukács negaba la posibilidad de hablar de
ésta como género específico al no haber
ningún rasgo que permita distinguirla de la novela en
general40.
Ya en el ámbito latinoamericano, Arturo Uslar Pietri, uno de
los principales cultivadores de este género en el siglo XX,
explicaba que «toda la novela es
histórica por naturaleza, porque es una tentativa de
contener un tiempo y de mantenerlo vivo en términos del
presente»
41.
Lo cierto es que, como explica María Cristina Pons, hay una
noción que «pareciera estar
incorporada a nuestro bagaje cultural y conceptual a partir
—49→
del cual podríamos distinguir la novela
histórica de aquella que no lo es»
42,
de manera que podríamos afirmar que, a pesar del
sinnúmero de posibilidades y variaciones que admite, la
novela histórica «es un modo
particular de ficcionalización de la Historia dentro del
espectro de novelas que remiten a ella»
43;
sin embargo, la imposibilidad de formular una definición
satisfactoria del género44
ha llevado a los estudiosos a intentar ofrecer más bien una
descripción amplia del objeto de estudio que ha llevado a
propuestas tan abarcadoras como la de Noé Jitrik, quien
aborda la novela histórica desde las relaciones que se
establecen en ella entre historia y literatura45,
o la de Celia Fernández Prieto, que ha elaborado toda una
«poética» del género46.
En los albores del siglo XXI, la crítica parece haber
renunciado, pues, a una definición de la novela
histórica como tal, pero —50→
no a una amplia reflexión sobre la misma, a partir de
la cual han ido surgiendo algunas ideas que considero necesario
destacar.
En primer lugar,
deberíamos aceptar, como propone Celia Fernández
Prieto, que la novela histórica es «una actualización más en esa larga
tradición de intercambios entre las dos modalidades
básicas de la narración: la histórica y la
ficcional, una tradición enormemente fecunda de la que han
ido brotando diferentes géneros a lo largo de la
historia»
47.
En esta permanente interrelación entre historia y
literatura, la novela histórica surge precisamente como un
«acuerdo» entre ambas, dice Jitrik, en el momento en el
que el cientificismo que se venía desarrollando desde el
siglo XVIII pretende distinguir la «historia»
(concebida como ciencia verdadera) de la «literatura»
(pura invención o ficción)48;
paradójicamente, el nacimiento del género a comienzos
del siglo XIX demuestra una vez más que, a pesar de los
esfuerzos realizados para su delimitación, la historicidad
no es más que una forma de narratividad (aspecto que
será ampliamente estudiado en el siglo XX y sobre el que
será necesario volver más adelante), pero, en
cualquier caso, pone también en evidencia el inestable
equilibrio en el que se asienta la novela histórica al
incorporar —51→
a una forma pretendidamente ficcional «citas de
realidad» que pueden ser incluso verificadas por el
lector49.
A partir de esta
consideración de la novela histórica como una de las
formas posibles de confluencia entre la historia y la literatura,
cabe considerar, además, dos aspectos importantes respecto a
la manera en que la historia entra a formar parte del contenido de
la novela histórica que han sido señalados por
María Cristina Pons (desde presupuestos ya apuntados por
Lukács) y que van a
ayudar a comprender de una forma más cabal la función
de este género en América Latina: por un lado,
«lo que hace históricos a ciertos
eventos o figuras históricas no es una determinada distancia
temporal con el presente sino su determinada trascendencia en
cuanto al desarrollo posterior de los acontecimientos de un grupo
social»
50;
por otro lado, «la
ficcionalización del pasado en la novela histórica
(no importa cuán distante o cercano sea) tiene como centro
de gravedad el presente, y se proyecta hacia el
futuro»
51.
La concepción de lo histórico como lo trascendente
para —52→
la colectividad (entendida ésta como grupo social,
pero, sobre todo, como nación o como continente) y la
necesidad de acudir a la historia para entender la realidad de
dicha colectividad, es decir, de comprender el pasado «en términos de presente»
(como
proponía Uslar Pietri), son premisas esenciales compartidas
por la mayoría de los autores que han cultivado el
género en Latinoamérica.
En tercer lugar,
considero necesario insistir, como lo hace Pons, en la
noción de «historicidad» a la hora de abordar la
novela histórica, esto es, de recordar que, como todo
género, éste debe entenderse «como una institución sociocultural con
una trayectoria histórica, conformado por novelas
históricas cuyas peculiaridades y convenciones han variado
con el tiempo, según los diferentes movimientos
socioculturales, ideológicos y
literarios»
52,
lo cual obliga a su vez a insertar el surgimiento de la nueva
novela histórica latinoamericana en el proceso de
evolución sociopolítica, cultural y literaria del
continente.
Sin llegar a
trazar el recorrido que lleva de la que podría considerarse
la primera novela histórica hispanoamericana
(Xicoténcatl, 1826) hasta las obras de Abel Posse y
otros autores de fines del siglo XX, me parece importante
—53→
señalar una serie de rasgos que están
estrechamente relacionados con los orígenes de esta forma
narrativa en el continente y que se constituyen como hilos
conductores en la evolución del género hasta la
denominada «nueva novela
histórica»
. El primero de ellos tiene que ver con
el problema de la identidad: autores como Noé Jitrik han
llamado la atención sobre la forma en que el romanticismo
hispanoamericano adapta al propio contexto el modelo iniciado por
Walter Scott en un momento en el
que, finalizadas las luchas por la independencia, se está
llevando a cabo el proceso de formación de las
nacionalidades53.
La rápida incorporación de la novela histórica
al ámbito hispanoamericano se justifica precisamente por
este contexto: el compromiso de los escritores con la realidad
socio-política más inmediata (que se va a convertir
en un rasgo definitorio de la creación literaria en el
continente hasta nuestros días) se manifiesta, como en la
etapa anterior, en una literatura al servicio de este proceso
ideológico de búsqueda de la identidad, pero se trata
ahora de una literatura que no sólo sustenta el nuevo
presente que se está construyendo (como lo hizo la
poesía patriótica de Andrés Bello o de
José Joaquín Olmedo en el período de la
independencia), sino que busca sus raíces identitarias en la
tradición. Los autores románticos encuentran en la
novela histórica el modelo para esta reflexión sobre
el pasado en —54→
ese período de crisis en el que los recién
creados países hispanoamericanos ensayan con dificultad
nuevas estructuras políticas y sociales (el que
Henríquez Ureña acuñará bajo los
términos de «Romanticismo y anarquía»,
entre 1830 y 186054).
Asistimos entonces al desarrollo de una novela que acude a la
historia porque, como ha explicado Jitrik, «intenta, mediante respuestas que busca en el
pasado, esclarecer el enigma del presente»
55,
postura ideológica que abarcará buena parte del siglo
y de la que incluso se hará partícipe al lector en
novelas como La novia del hereje o la Inquisición de
Lima, cuyo autor, Vicente Fidel López, explica en su
carta-prólogo:
Parecíame entonces que una serie de novelas destinadas a resucitar el recuerdo de los viejos tiempos, con buen sentido, con erudición, con paciencia y consagración seria al trabajo, era una empresa digna de tentar al más puro patriotismo; porque creía que los pueblos en donde falte el conocimiento claro y la conciencia de sus tradiciones nacionales, son como los hombres desprovistos de hogar y de familia, que consumen su vida en oscuras y tristes aventuras sin que nadie quede ligado a ellos por el respeto, por el amor, o por la gratitud56. |
—55→
La novela
histórica nace, pues, en Hispanoamérica vinculada al
problema de la identidad de las naciones independientes y, como
consecuencia de ello, su recuperación del pasado se realiza
ya desde un intento de comprensión del presente, dos
características que serán consideradas esenciales por
los grandes novelistas que recuperan el género en el siglo
XX, como Alejo Carpentier57
o Arturo Uslar Pietri58,
y que van a determinar a su vez otros aspectos propios de la novela
histórica hasta nuestros días: en primer lugar, en
contra de la tradición iniciada por Scott, los novelistas
hispanoamericanos muestran una tendencia a escoger como
protagonistas de sus novelas no a personajes ficticios o de escasa
relevancia histórica59
sino a personajes históricos destacados, que tienen una
significación en el pasado de la comunidad y cuya
trayectoria puede resultar —56→
«ejemplar» para ésta60,
personajes que, de alguna forma, corresponden, según sugiere
Jitrik, a esa teoría ilustrada y romántica del
«hombre representativo»
que
excede los límites de la novela y que tiene su
formulación más brillante en Facundo, de
José Faustino Sarmiento61;
en segundo lugar, la novela romántica hispanoamericana no se
define tanto por mostrar la mirada nostálgica que
caracteriza a la novela europea como por el deseo de captar un
pasado que permita legitimar el presente (y el proyectado futuro)
de la colectividad62.
La novela histórica, lejos de construirse desde la
evocación (al estilo de Scott)
o desde la evasión —57→
(como lo hará Flaubert) lo hace más
bien desde una postura pretendidamente «objetiva»,
«historicista», con la que busca contribuir a la
configuración de una historia nacional y que obliga en buena
medida a una mayor fidelidad al documento histórico: como
explica Fidel López en su ya citado prólogo a La
novia del hereje, «una novela puede
ser estrictamente histórica sin tener que cercenar o
modificar en un ápice la verdad de los hechos
conocidos»
63,
de manera que los novelistas tienden a justificar la veracidad de
los acontecimientos narrados, incluso en el caso de que
éstos sean poco conocidos o escasamente
documentados64.
Habrá que
advertir, sin embargo, que el escritor romántico trata de
construir una historia acorde con los ideales y los proyectos
nacionales y, por tanto, no carente —58→
de cierto carácter «selectivo» y
crítico, sobre todo por lo que se refiere al período
colonial65.
Siguiendo directrices trazadas ya por los padres de la
Independencia como Simón Bolívar (quien,
además de advertir reiteradamente sobre los excesos
cometidos durante el dominio español, había explicado
la situación pasada y presente por la presencia durante
siglos de un régimen político que había
mantenido a América en «una
especie de infancia permanente»
66),
los novelistas del XIX que no obedecen a la tendencia
historiográfica de olvidar el «terrible» pasado
de la Colonia suelen destacar en sus obras los rasgos más
negativos de este período y de sus protagonistas
españoles, idealizando en cambio a aquellos personajes que
se convirtieron en víctimas de la conquista y del dominio
colonial67.
El compromiso que esta actitud demuestra con la construcción
de las naciones independientes se observa de forma clara en novelas
como El inquisidor mayor, de Manuel Bilbao, sobre la cual
apuntaba una revista del momento:
Esta obra es la primera que haya manifestado el espíritu de la conquista española en contraposición con el espíritu de la revolución en el virreinato del Perú [...].Toca todos los problemas que se agitarán luego sobre esa tierra ya trabajada por la revolución, desde el catolicismo y la esclavitud, hasta la nueva forma de las Repúblicas Americanas, que deben salir del conflicto [...] entre la España y el Nuevo Mundo68. |
Resulta evidente, además, que, por estar al servicio de estas recientes nacionalidades, la construcción del pasado en la novela romántica se realiza, como apunta Pons, desde la legitimación del poder: el papel de la literatura en el proyecto político de los distintos países obliga a legitimar la ideología liberal que ha llevado a la independencia, a ratificar el poder de los gobiernos, a escribir, en definitiva, el pasado para formular un futuro política e ideológicamente distanciado de la antigua metrópoli69.
—60→Si la novela
histórica realista continúa, en buena medida, las
líneas trazadas en el período romántico, el
género va a sufrir transformaciones con el Modernismo (que
va a ofrecer un pasado decadente y lejano, desvinculado del
presente) y también con otras propuestas de principios de
siglo, como aquellas que, basadas en el revisionismo
histórico, reconsideran la herencia española desde
posturas más conciliadoras o las que recuperan un pasado
mucho más inmediato (entre las que destacan las referidas a
la Revolución mexicana). En cualquier caso, diversos autores
señalan un debilitamiento en el desarrollo del género
durante la primera mitad del siglo XX (con la excepción de
Uslar Pietri, que inicia su trayectoria en la década de los
30, y de Carpentier, desde los 40) que obedece a motivos
ideológicos70,
pero también a motivos literarios y muy especialmente a la
aparición en Latinoamérica de la «nueva
novela», que comienza a definirse en los años 40,
confirmándose con el boom de los 60, y que viene marcada por
«la recurrencia a la dimensión
universal del mito y la renovación del lenguaje
literario»
71.
Esta nueva forma de escritura cuestiona la linealidad temporal y el
apego a la historiografía que definían a la novela
histórica tradicional —61→
provocando, en un principio, una crisis del género,
pero ayudando sin duda a la posterior renovación del
mismo72.
La recuperación de la novela histórica en las últimas décadas del siglo XX supuso una vuelta a los orígenes del género en cuanto a la preocupación por el problema de la identidad en relación con las vinculaciones entre pasado y presente, al interés por los personajes destacados de la historia o a la atención detenida al documento histórico. Es cierto que esta novela intentará, en buena medida, cubrir las lagunas temáticas creadas por la novela del XIX y compensar las visiones del pasado desde muy diversas perspectivas, sustituyendo además la adhesión ideológica al poder por una postura mucho más abierta y desmitificadora (que acusa la decepción y la impotencia ante las formas de gobierno que han predominado a lo largo del siglo en toda América Latina), pero mantendrá, sin embargo, entre los hilos conductores del género, tanto la actitud crítica ante el período colonial (aunque esta vez desde distintos planteamientos) como, sobre todo, ese distanciamiento respecto a posibles formas de idealización del pasado que, en líneas generales, había caracterizado a la narrativa histórica en Hispanoamérica desde sus orígenes. Esta recuperación de los rasgos esenciales del género no podrá realizarse, sin embargo, más que a partir de importantes —62→ innovaciones que están determinadas tanto por el nuevo contexto político y cultural americano como por la necesaria incorporación de los cambios sustanciales que la «nueva novela» había aportado a la concepción de la historia y de la propia técnica narrativa.
En 1993, Seymour Menton publica un libro titulado La nueva novela histórica de América Latina, 1979-1992 con el que pretende llamar la atención sobre el surgimiento de una nueva forma de abordar la historia en la novela latinoamericana. Como parte de la introducción al análisis de una serie de ejemplos de ese nuevo género, destaca el intento de definición de la «nueva novela histórica» latinoamericana (objetivo sin precedentes, según Menton) a partir de seis rasgos concretos: 1) la subordinación de la presentación del período histórico a planteamientos filosóficos sobre la historia y el tiempo ya sugeridos por Borges; 2) la distorsión de la historia a través de omisiones, exageraciones y anacronismos; 3) la elección de personajes históricos como protagonistas; 4) la metaficción; 5) la intertextualidad y 6) la presencia en estas novelas de conceptos bajtinianos como lo dialógico, lo carnavalesco, la parodia y la heteroglosia. La presencia o no de estos rasgos en las novelas históricas que (a pesar de la delimitación temporal establecida en el título) se escriben durante el amplio período que va de 1949 a 1992 permite al autor —63→ distinguir las novelas que continúan una línea tradicional de las que pueden inscribirse en esta nueva forma de escritura, entre las que sitúa las tres novelas de Posse sobre el Descubrimiento y la Conquista.
Dos años
antes, en 1991, Fernando Aínsa había publicado en
Cuadernos Americanos un artículo titulado «La
reescritura de la historia en la nueva narrativa
latinoamericana»73,
en el que negaba la posibilidad de establecer un modelo
único para la nueva novela histórica, pero sí
destacaba, a partir de esta conciencia de «polifonía de estilos y modalidades
narrativas»
, una serie de características
generales identificables en estas novelas como el cuestionamiento
de la legitimidad del discurso historiográfico oficial, la
eliminación de la «distancia
histórica»
propia de la novela tradicional, la
deconstrucción de los mitos fundacionales de la
nacionalidad, la variedad en el manejo del documento
histórico (que puede llevar de la cita textual a la
imitación ficcional del estilo de la crónica), la
superposición de tiempos diferentes (nueva forma de entender
el pasado en relación con el presente), la multiplicidad de
puntos de vista (que recuerda la imposibilidad de acceder a una
verdad única) y la preocupación por el lenguaje.
En definitiva, lo que ambos investigadores están destacando es una nueva forma de entender la historia desde la literatura que comienza a manifestarse de forma plena —64→ a fines de la década de los 70 y que sólo puede comprenderse desde las innovaciones en torno a la funcionalidad de la escritura y a la técnica narrativa propuestas por la «nueva novela» latinoamericana de los 60, pero también, en estrecha relación con éstas, desde el contexto de la postmodernidad y las nuevas formulaciones que en ésta se realizan en torno a la relación entre historia y literatura. En este sentido, si la historiografía de las últimas décadas ha tomado conciencia de su visión limitada y relativa de los hechos74, descubriendo, además, que el historiador no opera, en realidad, de forma muy distinta al autor de ficción al seleccionar y ordenar sus datos en un discurso narrativo75, el texto literario, por su parte, ha reclamado su capacidad para referirse a la realidad y, por tanto, a la historia. Confluyen así, de nuevo, la historia y la literatura en un ámbito marcado a su vez por la crítica global a la —65→ modernidad que define este fin de siglo y que se constituye también como una respuesta a la concepción moderna del pasado76. Resultado de todo ello son unas novelas que manifiestan, como ha explicado Amalia Pulgarín,
...un proceso de autodesmitificación de la novela y desmitificación de la historia a través de la desmitificación misma del lenguaje. Ello conduce a una ruptura del mito histórico al poner de manifiesto la insuficiencia de la historia para reconstruir el pasado y denunciar la crisis de la historia como ciencia77. |
El interés que esta nueva forma de novelar la historia ha despertado en la crítica se manifiesta en los numerosos estudios que sobre ella se han ido publicando a lo largo de la última década y que han permitido conformar un amplio panorama de la que sin duda es ahora una de las manifestaciones literarias más importantes en América Latina78. Me parece necesario, en cualquier caso, insistir —66→ en algunos aspectos de esta forma narrativa que tal vez no hayan quedado suficientemente destacados en algunos de estos trabajos.
El primero de ellos tiene que ver con una idea expuesta ya por Lukács, para quien el origen de la verdadera novela histórica (la que se inicia con Walter Scott) tiene que ver con una nueva manera de concebir la historia (como proceso que explica el presente) que se da en unas determinadas condiciones histórico-sociales79. La afirmación de Lukács es pertinente, a mi juicio, también para América Latina, donde los dos momentos esenciales de evolución del género, en el siglo XIX y en las últimas décadas del XX, están estrechamente vinculados a períodos de necesaria reflexión sobre el pasado tendentes a la comprensión de un conflictivo presente. Es en este sentido en el que me parece necesario establecer esos hilos conductores ya señalados —67→ en la evolución del género que demuestran, además, la conexión que, a pesar de las evidentes diferencias, es posible establecer entre los orígenes de la novela histórica en el continente y su auge a fines del siglo XX. Al mismo tiempo, será necesario considerar como un elemento esencial para la comprensión de la novela histórica de este último período, como han sugerido Pons o Sklodowska80, no sólo el contexto cultural sino también el contexto político y económico que define la realidad latinoamericana en el momento de surgimiento de esta nueva forma narrativa: un contexto determinado por la crisis económica y, sobre todo, política de los años 70 (que dejó su impronta más terrible en las dictaduras militares del cono sur) y por la crisis financiera de los 8081. La revitalización del género en este período82 sólo puede explicarse desde esta realidad que obligó a autores como Abel Posse a acudir a la novela histórica como una forma metafórica de referirse al contexto más inmediato (eludiendo así la censura oficial), —68→ pero sobre todo a intentar buscar en el pasado las raíces de los problemas que acuciaban al continente. La idea formulada por Lukács continúa, de alguna manera, presente entonces en todos estos novelistas sobre los que ha explicado el propio Posse:
En cuanto a la novela histórica, yo creo que los escritores de América Latina nos hemos acercado a ella sin una conciencia de moda o de conjunto, y lo hemos hecho por la necesidad de indagar las rupturas culturales de nuestro continente [...]. Es ese proceso de gravedad lo que ha movido a los autores de todo tipo a acercarse a la historia para buscar las raíces y respuestas del presente83. |
Por lo que
respecta a los rasgos desde los que se define esta
indagación en el pasado en la novela histórica de
fines del siglo XX, me parece de interés, para una
comprensión más globalizadora de la misma, recoger la
distinción que establece Celia Fernández entre las
dos orientaciones que es posible descubrir en esta narrativa:
aquella que, aun aportando importantes innovaciones formales y
temáticas (como la subjetivización de la historia o
la ruptura de los límites entre el pasado y el presente),
mantiene una actitud tradicional respecto a la historia (lo que
implica el respeto al documento histórico, la verosimilitud
en la configuración de la diégesis y una
intención de enseñar historia al lector) y la
denominada nueva novela histórica o novela
histórica de la postmodernidad, que
Fernández —69→
define a partir de dos claves constructivas que rompen los
pilares de la tradición: la distorsión de los
materiales históricos al incorporarlos a la diégesis
ficcional (a través de la introducción de historias
apócrifas, la exhibición de procedimientos de
hipertextualidad, el aumento del anacronismo o la
desmitificación de la historia oficial) y la
metaficción, que se constituye en el eje formal y
temático de la narración84.
Considero necesario advertir, en cualquier caso, que, si aceptamos
la existencia de ambas orientaciones85,
deberemos admitir también que éstas no son
necesariamente excluyentes en el conjunto de la obra de un mismo
autor: si la novela de Alejo Carpentier evoluciona hacia un
descreimiento respecto al hecho histórico que es mucho
más evidente en El arpa y la sombra que en El
siglo de las luces, y el Vargas Llosa de La guerra del fin
del mundo puede volver a una actitud más tradicional
ante el material historiográfico en La fiesta del
chivo, la novelística de Abel Posse oscila entre
diversas aproximaciones a la novela «histórica»
(y en especial al género biográfico, como en Los
cuadernos de Praga o La pasión según
Eva) y esa novela «metahistórica» que
pretende construir con Daimón y Los perros del
Paraíso, donde se logra una plena
desmitificación de la Historia como forma de conocimiento.
Por otro lado, también es importante reconocer que, al igual
que en estas últimas novelas, la actitud que
—70→
denominaríamos «postmoderna» es
predominante en buena parte de las obras que en las últimas
décadas se han dedicado al tema del Descubrimiento y la
Conquista, un amplio corpus textual que la propia Fernández
cita como ejemplo de la variedad de objetivos que la nueva
novela histórica se propone, «desde el juego paródico irreverente y
provocador con la Historia hasta la refutación
políticamente comprometida de una determinada versión
de los hechos o personajes
históricos»
86.
Habría que
añadir, además, precisamente respecto a esa actitud
que hemos denominado «postmoderna», que el debate
existente entre la crítica sobre la pertinencia o no de este
término en el ámbito latinoamericano obliga al menos
a cuestionarse su utilización en el contexto de la nueva
novela histórica. Dejando a un lado lo controvertido del
concepto de postmodernidad en sí mismo87,
lo cierto es que, ya desde la década de los 80, diversos
investigadores latinoamericanos han rechazado la aplicación
de dicho concepto a la realidad latinoamericana porque, como
explica Nelson Osorio, «donde no ha
arraigado la modernidad, no puede haber
postmodernidad»
88.
Es desde estos planteamientos desde los que Walter Mignolo propone
hablar, en cambio, de postcolonialismo, entendiendo las
teorías postcoloniales como «respuestas críticas periféricas
—71→
[...] a la modernidad y a la postmodernidad, diferentes
caras del mismo cubo»
89.
Porque si tanto la modernidad como la postmodernidad son propias de
Occidente, de la cultura hegemónica, la América
hispana, que no pudo acceder de forma plena a la modernidad por ser
una colonia, se debate todavía entre el sentimiento de
pertenencia y el rechazo a esa cultura hegemónica de la que
ha sido dependiente. Sin ahondar en esta cuestión vinculada
a su vez al problema de la identidad latinoamericana, lo que me
parece importante destacar ahora es que esta idea de marginalidad
respecto a la cultura occidental debe estar presente en el
análisis de la novela histórica latinoamericana
aunque aparentemente ésta no difiera en lo esencial de la
narrativa postmoderna en su conjunto, porque, como ha apuntador
Cristina Pons, «mucho más
interesante que determinar si la novela histórica
latinoamericana de fines del siglo XX es posmoderna o no, es de
qué manera ésta responde, desde los márgenes
de Latinoamérica, a un discurso (el de la posmodernidad) que
se origina desde el centro»
90.
Cabría considerar, además, que la relación
entre el centro y la periferia es especialmente relevante en la
novela histórica porque se produce desde una doble
posición: por un lado, la del propio escritor, inmerso en
una realidad periférica respecto al discurso central
occidental como es la de la —72→
América Latina actual, y, por otro lado, la del
período histórico con el que éste se enfrenta,
que explicaría a su vez esa situación de
marginalidad, en especial en el caso de obras que, como las novelas
de Posse que serán el objeto del presente estudio, se
sitúan en el período histórico de la
Conquista, donde se gesta el proceso de occidentalización.
Sobre este hecho, explica Walter Mignolo que
El descubrimiento, conquista y colonización del Nuevo Mundo (como se suele describir todavía el acontecimiento y procesos posteriores), no es de relevancia particular para la historia de América y de España (tal como lo construyó la historiografía y la conciencia nacionalista, tanto en uno como en otro lado del Atlántico), sino fundamentalmente para la historia de la occidentalización del planeta, para la historia de una conciencia planetaria que va irrefutablemente unida a los procesos de colonización91. |
Si aceptamos la
propuesta de Mignolo, precisamente por abordar este período
fundacional para el Viejo y el Nuevo Mundo, la novela
histórica sería una de las «distintas maneras de responder, en
América Latina, al proceso de
occidentalización»
92.
Pero además, dicha propuesta resulta especialmente
clarificadora cuando la dirigimos hacia la obra de Abel Posse:
consciente de la situación periférica de
América Latina (sobre la que ha afirmado en alguna
ocasión: «somos un continente
adolescente... No hemos —73→
sabido darnos forma propia y seguimos relacionándonos
con los colonialismos con entusiasmo
sorprendente»
93),
el autor argentino ha intentado dar respuesta, desde la realidad
americana, a la cultura occidental, haciendo de éste uno de
los temas esenciales de toda su novelística. El concepto de
postcolonialismo explica, pues, de manera mucho más
acertada que el de postmodernidad los presupuestos de los
que parte el autor y, por ello, será retomado a lo largo del
presente trabajo como planteamiento metodológico en el
análisis de sus novelas, aunque cabrá asimismo
admitir, como lo ha hecho el propio autor, la frecuente
utilización del término «postmoderno»
aplicado a su obras94,
no sólo por estar mucho más generalizado sino
también porque, por su imprecisión y heterogeneidad,
podría llegar a abarcar, en cierta medida, también
esta actitud «postcolonial» que he destacado.
Interpretación crítica de las novelas de Abel Posse desde los presupuestos de la nueva novela histórica
La publicación en 1978 de Daimón marcó el inicio de la amplia tarea emprendida por Abel Posse (todavía inconclusa, como sabemos) de revisión del período histórico del —74→ Descubrimiento y la Conquista y, con ello, de reescritura de textos fundamentales pertenecientes a la Crónica de Indias. Ahora bien, a pesar de la novedosa propuesta de una novela que volvía sobre un personaje fascinante de la historia americana y de los logros narrativos que había alcanzado en ella su autor, la atención generalizada de la crítica sólo le llegó una década más tarde95 cuando, tras la obtención del premio Rómulo Gallegos por Los perros del Paraíso, Posse se convirtió en un autor paradigmático de la «nueva novela histórica».
Además de interesantes artículos sobre la obra como los de Giuseppe Bellini96, Celia Fernández97 o M.ª Rosa Lojo98, Los perros del Paraíso generó importantes reflexiones en estudios más amplios como los de Elzbieta —75→ Sklodowska (La parodia en la nueva novela hispanoamericana, 199199), Seymour Menton (La nueva novela histórica, 1993100) y Amalia Pulgarín (La novela histórica en la narrativa hispánica posmodernista, 1995101), en los que el análisis de Los perros del Paraíso contribuye al intento de definición y caracterización global de la «nueva novela histórica» desde diversas perspectivas.
En el trabajo de
Sklodowska, la novela del escritor argentino se cita como ejemplo
del tratamiento paródico del material historiográfico
sobre el Descubrimiento, destacando la acumulación de
referencias interculturales, la proliferación de
imágenes barrocas y el uso eficaz del anacronismo como
procedimientos que hacen de la parodia la «fuerza hegemónica»
de la
novela, es decir, que la convierten en una «parodia de novela
histórica»
102.
Por lo que
respecta al libro de Seymour Menton,
parece evidente que Los perros del Paraíso es una
de las obras que contribuyen a la determinación de los seis
rasgos concretos —76→
con los que el autor pretende definir la «nueva novela histórica
latinoamericana»
103;
en este sentido, el hecho de que el libro de Posse obedezca
plenamente a la definición de Menton (y no de forma parcial,
como la mayoría de las obras consideradas como
pertenecientes a esta nueva forma de escritura) parece obedecer a
que éste fue uno de los modelos esenciales para la
distinción de dichos rasgos. En el análisis detenido
del texto, en cambio, Menton
caería en cierta contradicción respecto a los
presupuestos generales establecidos en su introducción ya
que, habiendo definido la novela histórica como «un subgénero esencialmente
escapista»
104,
centra aquí su atención en la forma en que el
carácter postmoderno, dialógico, de la novela
está al servicio de una clara denuncia de toda forma de
poder (y, muy especialmente, de la dictadura militar argentina de
1976-1983).
La investigación de Amalia Pulgarín, por su parte, desarrolla un amplio acercamiento a los rasgos postmodernos existentes en la novela, centrándose en especial en cuatro de ellos: el anacronismo, lo carnavalesco (con especial atención al disfraz como recurso diverso), las diferentes formas de parodia o intertextualidad (entre las que destaca, como perspectiva de análisis, la relación entre el diario «oficial» y el diario «secreto» de Colón, lo que el Almirante debió haber escrito) y la heteroglosia, que se manifiesta tanto en la utilización de otros textos sobre —77→ el Descubrimiento, que se cuestionan constantemente, como en la confluencia de teorías críticas pertenecientes al discurso psicológico, filosófico y, sobre todo, historiográfico.
Me he detenido en
apuntar los planteamientos esenciales de estos tres autores no
sólo porque aportan algunas ideas esenciales en torno a la
novelística de Posse sobre las que será necesario
volver más adelante, sino porque, al insertar esta obra en
los respectivos intentos de modelización de un corpus textual
más amplio, sus trabajos ejemplifican claramente la manera
en la que Los perros del Paraíso se
constituyó como paradigma de la nueva narrativa
histórica en Latinoamérica, ayudando a conformar los
rasgos que han definido esta forma de escritura y sirviendo como
ejemplo de las diversas técnicas narrativas propias de la
misma. Por otro lado, estos y otros estudios sobre la que ha sido
considerada por muchos la obra maestra de Posse sirvieron a su vez
para que la crítica centrara su atención asimismo en
Daimón y El largo atardecer del caminante
(cuya publicación se realizó ya en este contexto de
reconocimiento del autor), interpretando ambas obras en muchas
ocasiones bajo esta misma perspectiva: por lo que respecta a
Daimón, además de los trabajos que insertan
la novela en estudios más amplios sobre el tratamiento de la
figura de Lope de Aguirre en la literatura
hispanoamericana105,
—78→
destacan artículos como los de Mónica
Bueno106
o Daniel Capano107
en los que se analiza el texto como ejemplo de la
deconstrucción postmoderna de la historia propia de la nueva
novela histórica y se destaca para ello el uso de
técnicas como el anacronismo, la ironía o la
intertextualidad. En cuanto a El largo atardecer del
caminante, su interpretación en esta misma línea
ha resultado más problemática: a pesar de no dudar en
incluirla como un nuevo ejemplo de dicha forma narrativa,
Seymour Menton llama ya la
atención sobre «cómo se
distingue tanto de Los perros del Paraíso como de
la mayoría de las Nuevas Novelas Históricas: ni es
totalizante, ni es neobarroca, ni es
carnavalesca»
108;
Teodosio Fernández, desde una postura algo más
—79→
distanciada de estos planteamientos, insiste más bien
en lo que distingue a esta obra de las anteriores cuando, tras
relacionarla con otras novelas de corte biográfico como
El general en su laberinto, de García
Márquez, o La visita en el tiempo, de Uslar Pietri,
explica
Se adscriban o no a la “nueva novela histórica” hispanoamericana, en esos relatos he creído advertir algunas diferencias con los que se habían escrito poco antes: al margen de la significación histórica de los personajes -e incluso frente a ella-, ahora se prefiere verlos desde un ángulo personal, privado, menor109. |
Otros autores, en cambio, han puesto en evidencia la utilización de unas técnicas de narración postmoderna, que, aunque de forma menos acusada, aparecen en esta novela y, por tanto, permiten vincularla a las dos anteriores; así, por ejemplo, para Juan Manuel García Ramos:
Las tres novelas [...] contienen, o al menos a mí me lo parece, los rasgos fundamentales que Seymour Menton adjudica a esta nueva modalidad de la narrativa hispanoamericana, aunque, desde luego, en distinta medida. A saber: la aceptación de la imposibilidad de conocer la verdad histórica; el carácter cíclico y sorprendente de la historia; la distorsión caprichosa de la historia oficial; la literaturización de la biografía de protagonistas —80→ históricos; la metaficción del proceso creador; la intertextualidad o el diálogo con otras obras y otros estilos, y, por último, la introducción de distintos estratos del lenguaje y del estilo -por ejemplo, la parodia- dentro de estas obras110. |
Como vemos, los
diversos acercamientos críticos a las tres novelas citadas
ponen de manifiesto que hay, en efecto, una actitud postmoderna (o
tal vez cabría ya decir más propiamente
«postcolonial») en el tratamiento de la historia
americana por parte de Abel Posse, por lo que el análisis de
las mismas desde los presupuestos de la «nueva novela
histórica» se revela como una muy valiosa línea
de interpretación posible. Advierto, sin embargo, que, como
ya se deduce de las reflexiones críticas citadas, esta
actitud postmoderna es mucho más manifiesta en
Daimón y Los perros del Paraíso que
en El largo atardecer del caminante, novela en la que se
vuelve a reflexionar sobre la historia desde una postura
esencialmente crítica, pero donde la ironía, el uso
del anacronismo o el juego de intertextualidad (fuera del que se
realiza con las propias crónicas de Cabeza de Vaca) se
reducen a breves, aunque significativas, pinceladas en la
construcción argumental. Hay en esta novela una aparente
simplicidad narrativa que resulta, por otro lado, tremendamente
funcional: la sola mirada crítica y dialógica del
protagonista permite recrear todo un mundo cultural (el de la
América de la conquista, pero también
—81→
el de la Sevilla de mediados del XVI) y reflexionar sobre
sus ecos en el tiempo presente de América Latina. No es
posible encontrar en ella de forma plena la propuesta que Posse
desarrolla en las dos novelas anteriores en torno a la posibilidad
de situarse más allá de la historia, de hacer
«una novela trashistórica,
metahistórica -una metáfora- utilizando la historia
como clave para interpretar el absurdo de nuestra
América»
111:
El largo atardecer del caminante se detiene en el
período de la Conquista para observarlo desde una
dimensión sincrónica, capaz de percibir sus
múltiples perspectivas, en lugar de ofrecer el cuadro
diacrónico constantemente alterado, fragmentado, convertido
en tiempo circular o en una simultaneidad de tiempos, que
caracteriza las otras dos novelas.
A pesar de la peculiaridad de esta última novela que, recordemos, no fue incluida en la proyectada trilogía, considero acertado admitir que los tres libros responden a un mismo intento de comprensión de la realidad americana y manifiestan un conjunto de preocupaciones que, por otra parte, es posible rastrear en toda la novelística de Abel Posse. En este sentido, el manejo de técnicas postmodernas más o menos evidentes debe entenderse en estas obras no sólo como justificación para su inserción en el amplio contexto de la nueva narrativa histórica sino también como modo de plasmación de una nueva concepción personal de la historia y del ser americanos con la que el escritor argentino logra, además, dar un giro decisivo al conjunto de su producción narrativa.