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ArribaAbajoHistoria de una escalera, veinticinco años más tarde

Cúmplense ahora veinticinco años del estreno de Historia de una escalera en el Teatro Español de Madrid136 y, con la perspectiva que este tiempo y el resto de la producción bueriana ofrecen, nos parece de interés examinar con detalle el significado de esta pieza, la primera de las propias que su autor pudo ver en un escenario.

Historia de una escalera se volvió a representar en un teatro madrileño en 1968137, con general aceptación por parte de la crítica, que comentó que conservaba «toda su vigencia teatral» y que el gran autor que Buero prometía ser había logrado su plena madurez138. Esta representación tuvo lugar cuando aún   —104→   continuaba la de El tragaluz, por entonces su último drama, y la presencia simultánea de ambas en los escenarios era un buen testimonio de la esencial unidad y de la constante evolución del teatro bueriano a lo largo de una veintena de años139.

Hay una serie de aspectos y valores en la pieza que comentamos que tienen completo sentido veinticinco años después y nos hacen estimarla, junto con En la ardiente oscuridad, como base y sustento del teatro de su autor140. En Historia de una escalera pueden advertirse ya gran parte de las preocupaciones temáticas y formales de la dramaturgia de Buero Vallejo, de ahí su importancia, potenciada en el momento de su estreno por la casi absoluta ausencia en España de un teatro de verdadera calidad.

Historia de una escalera significó en 1949 el nacimiento de un nuevo autor, del dramaturgo más apreciable del teatro español de la posguerra, como está admitido generalmente. El mero repaso de las críticas de la prensa diaria tras el estreno muestra la evidencia de que, con mayor o menor agudeza, se indicaba en unas y otras la originalidad de la obra y la excepcional valía de su autor141. El drama «contenía una nueva escritura», al decir   —105→   de Pérez Minik142, y de algún modo terminaba con el vacío que caracterizó a nuestro teatro durante la década anterior.

Este estreno supone, por tanto, un rotundo cambio de perspectiva y de intención respecto a las obras entonces al uso. Buero intenta sencillamente reflejar la realidad española que le rodea, hasta ese momento olvidada o ignorada por completo, con un sentido crítico. Esta renovación realista, no exclusiva del teatro, fue oportunamente constatada por los estudiosos, y muchos cifraron en Buero el origen de lo que más tarde y no con total acierto ni aceptación se denominó «generación realista»143. Buero Vallejo se coloca resueltamente y de una vez por todas frente a la autorizada opinión de que «bastantes angustias sufre ya el mundo para entenebrecerlo con tragedias de invención, a las que da ciento y raya la realidad», porque de lo que se trata justamente es de acudir a esas tragedias de la realidad   —106→   dejando de lado cuanto de falso y adormecedor, de engañoso e ilusorio, puede tener la invención.

Comienza el primer acto de Historia de una escalera sugiriendo el medio opresor y degradante en que se mueven los personajes. La pobreza del escenario tiene justa correspondencia con las reacciones ante la necesidad y la dificultad de pagar los recibos al cobrador de la luz, con cuya presencia se inicia la acción. Casi insensiblemente, con dos diálogos (Fernando-Urbano y Femando-Carmina) y una disputa, disponemos de los datos básicos para la comprensión de la pieza. Los actos posteriores sirven como elemento de ruptura (segundo) y de enlace (tercero), modificando esencialmente la apariencia de sainete con final almibarado que podría tener, de forma aislada, el primero.

En el escenario los diez años transcurridos al empezar el acto segundo «no se notan en nada». Sólo las personas han cambiado, hasta el punto de que, en lo que a ellas concierne, la historia parece otra. La infidelidad al amor es la más notoria muestra de la continuidad de la miseria de los moradores de la escalera. El amor ha sido traicionado para vivir con más comodidad y el resultado adverso no se hace esperar. Los buenos deseos, las nobles ilusiones, han sido vencidos por el interés. Pero el fracaso amoroso de Fernando y de Elvira, y de cierto modo también el de Carmina y Urbano, son parte esencial de un fracaso más grave y de mayor amplitud. Ni Fernando ni Urbano han conseguido nada de lo que se proponían. Y lo verdaderamente terrible y cruel es que los dos, con pensamientos, deseos, procedimientos y voluntad distintos, se han dejado igualmente derrotar por el tiempo o, dicho con más precisión, en el tiempo.

Ellos apuntan ya la oposición entre el soñador y el hombre de acción, que será una constante en toda la producción bueriana144.   —107→   Si siempre es necesaria, en opinión de Buero, la fusión de ambos caracteres, su síntesis dialéctica, quizá en ninguno de sus dramas se muestra más insuficiente cada uno de ellos ni más urgente la necesidad de un equilibrio superador. Ni Urbano ni Fernando tienen la personalidad, recia aunque unilateral, de un Carlos, un Ignacio, un Silvano, un Daniel, un Vicente o un Mario145. La unión de ambos extremos, de deseos y actividad, el «sueño creador», es el ideal que ha de lograrse. La expresión «contemplación activa», que cristaliza la opinión de Buero Vallejo sobre el arte146, es útil para manifestar la dualidad que también en la vida se requiere.

Se abre el acto tercero mostrando unas insignificantes reformas que pretenden «disfrazar la pobreza» de la «humilde escalera de vecinos»147. Llama, sin embargo, la atención, la presencia de un Señor y un Joven, ambos «bien vestidos», que aparecen hablando de la necesidad de un ascensor, del pluriempleo, de los nuevos modelos de automóviles, de sus deseos de conseguir un exterior de los que disfrutan quienes para ellos son «indeseables» vecinos. Su charla es un signo revelador de los valores del mundo en que vivimos, y de una aspiración primordial: un nivel   —108→   de vida que mejore a costa de todo. Es un acierto, en este sentido, su fugaz presencia.

Su significado en ese lugar no es, empero, muy explícito. ¿Por qué los viejos inquilinos están rodeados de gentes que, con su trabajo, viven bien, mientras ellos continúan igual? W. Giuliano los une a don Manuel, padre de Elvira, y cree que «teniendo en cuenta el bienestar económico de estos tres personajes, se podría interpretar el final de una manera optimista; es decir, los hijos romperán el molde de la frustración si tienen voluntad»148. Nos parece, efectivamente, que el Joven y el Señor pueden tomarse como símbolos de la posibilidad de «salir» de la escalera, aun viviendo en ella misma. Un aspecto, sin embargo, nos impide una interpretación decididamente optimista de esa pareja. Se nos dice en una acotación acerca de los dos matrimonios que conocemos que «socialmente su aspecto no ha cambiado: son dos viejos matrimonios, de obrero uno y el otro de empleado»; Urbano y Fernando siguen en el mismo sitio y con idéntica posición. Esto no depende, como veremos, totalmente de ellos y, por tanto, no podemos admitir que la simple actitud individual del Joven y del Señor bien vestidos sea suficiente para conducirlos a un resultado enormemente complejo y producto de la interacción de varios elementos bien definidos.

Se ha llegado a un fracaso colectivo que se muestra de modo rotundo en distintos niveles. La frustración de una necesaria convivencia se representa dramáticamente en la agria reyerta que pone de manifiesto el odio que tanto tiempo todos han ocultado y ahora se desborda provocando el asco y el rechazo de Carmina y Fernando hijos.

La escena final, cuando éstos se confiesan su amor, es, en gran medida, idéntica a la que sus padres vivieron treinta años antes. La positiva actitud de rebeldía adoptada es un buen   —109→   comienzo, pero no podemos olvidar los resultados de la otra declaración. Ellos, además, tienen en la desengañada oposición de su familia una nueva dificultad. No sabemos a ciencia cierta qué presagian las miradas de Fernando y Carmina que, «cargadas de una infinita melancolía, se cruzan sobre el hueco de la escalera, sin rozar el grupo ilusionado de los hijos», mientras éstos se miran arrobados149.

Es, en definitiva, el espectador quien ha de juzgar el sentido de esta repetición. De las bellas palabras, de las promesas de Fernando a Carmina, sólo se ha perdido en las de su hijo el «libro de poesías» que el primero pensaba escribir. ¿Se significa con ello una mayor y saludable atadura al mundo real o la terminante pérdida de lo único que guardaba un halo de inmaterial ilusión? La ambivalencia es constante, aunque en estos momentos se acentúe. Y queremos recordar al respecto que en cada acto hay una violenta disputa y una declaración amorosa en una medida y buscada ambigüedad, que en Buero tiene categoría de presupuesto dramático.

Es evidente que los sucesos que ocurren en Historia de una escalera, aparentemente particulares y muy concretos, tienen un alcance más amplio, poseen un doble sentido: el real inmediato, ya de por sí valioso, y el de símbolo abierto, partiendo de dicha situación. No es posible olvidar esta doble faz para entender de modo conforme el teatro de Buero Vallejo. Con todo, más que escudriñar infructuosamente el simbolismo de una serie de personajes, detalles o aspectos parciales, es conveniente una búsqueda más general150. «Una meditación española» ha   —110→   subtitulado con atinada precisión Ricardo Doménech su estudio sobre el teatro de Buero, y «una meditación española» es especialmente Historia de una escalera, como de un modo particular lo serán luego Hoy es fiesta, El tragaluz, La Fundación o sus dramas históricos.

Historia de una escalera es un análisis de la sociedad española en una época singularmente difícil. Es cierto que la obra tiene lugar en tres momentos, correspondientes a los actos, temporalmente alejados entre sí, pero también los dos primeros actos son en gran manera trasunto de la realidad social de los años cuarenta y de acontecimientos interesantes en cuanto génesis de ellos. Entre los actos segundo y tercero ha transcurrido una guerra civil, la nuestra, que por obvias razones no es tratada directamente, pero cuyas consecuencias son palpables151. Historia de una escalera es una dolorida reflexión sobre la España de la posguerra, como La Fundación es, en buena parte, un examen crítico de algunos aspectos de dicha guerra.

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Se ha resumido el significado de la obra que estudiamos diciendo que es «la historia de una frustración»152. Tal juicio nos parece completamente cierto. En esa frustración hay, a nuestro modo de ver, tres aspectos o factores esencialmente interrelacionados y que mutuamente se condicionan: el personal, la actitud y el modo de ser de cada individuo; el contexto social en que éstos se encuentran; y, finalmente, un factor que se ha tenido menos en cuenta, el metafísico, que con ciertas reservas llamaremos «existencial», y se refiere sobre todo al tiempo, elemento dramático de especial importancia en la pieza que comentamos153. Cada uno de ellos influye, no obstante, de diferente modo en cada personaje. Baste recordar, por ejemplo la distinta actitud individual de Urbano y Fernando o de Rosa y Trini y, sin embargo, el común resultado.

La infidelidad al amor es, probablemente, la más llamativa causa del malogro de los moradores de la escalera. El amor ha sido traicionado y de ello se deriva la infidelidad154. Este fracaso se integra en otro más extenso, el del individuo que se somete y ha de continuar en el mismo sitio. Fernando emplaza a Urbano para dentro de diez años, pero la trágica realidad es que la obra termina, treinta años después, sin que haya habido variación alguna, y todos siguen «atados» a la escalera, símbolo del inmovilismo y de los males que aquejan a los que por ella suben año tras año.

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Las razones individuales no eran suficientes para desencadenar tan negativas consecuencias. Indica Borel, completando la idea anterior: «Este error en la orientación de la vida no justifica, por sí sólo, el sentimiento de total fracaso que pesa sobre la obra. Y es aquí donde encontramos el mundo. Para tener éxito, en nuestra sociedad actual, y muy concretamente en la sociedad española contemporánea, hay que tener una fuerza excepcional, fuerza de carácter, pujanza espiritual. No sólo hay que ser verdadero hombre -es decir, fiel a sí mismo-, sino que además es preciso ser fuerte, muy fuerte. A medida que avanza la acción, nos preguntamos si es posible ser lo bastante fuerte para triunfar»155. Y este «éxito» debe entenderse también como posibilidad de vivir con dignidad, realizándose como persona.

La situación crítica de la sociedad española se representa a través de la simple consideración de unas vidas determinadas, en una casa de vecindad, sin que el autor como tal diga nada sobre el particular, limitándose a ser testigo de unos sucesos que, evidentemente, necesitan urgente solución156. Buero advierte el «Palabra final» que «observaciones respecto a la falta de una solución clara de tipo social o trascendente, tampoco han faltado a la comedia. Padecemos tal prurito racionalista de resolverlo todo, que nos avenimos mal a tolerar una obra sin explicación o moraleja. Pero una comedia no es un tratado, ni siquiera un ensayo; su misión es reflejar la vida, y la vida suele ser más fuerte que las ideas. Claro es que debe   —113→   reflejar la vida para hacernos meditar o sentir sobre ella positivamente...»157

Este realismo testimonial supone un teatro social de nueva factura. García Pavón ha afirmado que «el nuevo teatro social, con las características de clase social, ambiente, elisión, ausencia de antagonistas, indeterminación de causa, etc. aparece en España y en Estados Unidos en el mismo año, con dos obras que no se conocían entre sí. Me refiero a la Muerte de un viajante e Historia de una escalera, ambas estrenadas en Nueva York y Madrid, respectivamente, en l949»158.

Es muy cierto que los males que aquejan a los personajes de este drama no son únicamente, como ya hemos dicho, imputables a la estructura social que les rodea, pero no lo es menos que la sociedad es también responsable de ellos. García Pavón precisa: «La infelicidad se da en todas las capas sociales, pero hay un linaje muy frecuente de infelicidades, a veces hereditarias, ocasionadas por una mantenida e injusta estrechez de medios y de oportunidades»159. Si tanto fracasan la actitud individualista de Fernando como la comunitaria de Urbano, es porque hay una instancia superior a ellos, causante a su vez de dicho estado.

La sociedad no es, pues, la única culpable, ni tampoco los individuos labran totalmente su ruina. Sólo en parte podemos   —114→   estar de acuerdo con Robert Kirsner cuando afirma: «The real limitations which surround the characters of Historia de una escalera emanate from within. They are not economic in nature. The grave problem rests on man's inability to dream, to see beyond the material confines of his existence»160. Sí hay limitaciones, y muy graves, de orden económico y social. También es cierta la inexistencia de una lucha continuada y tenaz frente a ellas. En una dinámica interacción entre ambiente y persona se hace la desgracia de los que viven en la escalera de vecindad, que se presenta como un abreviado mapa de una parte de nuestro país en esa época.

Ruiz Ramón señala que Fernando y Urbano son «creadores de fatalidad», de su propia fatalidad. Pero hay que entender en el sentido que venimos mostrando su afirmación de que «el origen de su fracaso y de su destrucción se encuentra en un acto de libertad humana y no en un decreto del destino, que es aquí destino de clase»161. Utilizando las palabras de Ricardo Doménech hemos de «considerar insuficiente, en igual medida, cualquier interpretación que se atenga sólo a la pobreza como causa inmediata del fracaso familiar de estos personajes (no es causa inmediata, sino mediata) o bien que estime este fracaso como igualmente seguro en un medio social distinto, soslayando así las duras condiciones de vida que la sociedad les ha impuesto. Disociar estos dos planos equivaldría a tejer una historia diferente, y de lo que se trata es de comprender ésta, en la cual ambos planos se entrecruzan y yuxtaponen»162.

Este es el modo adecuado de comprender la acción dialéctica de la obra, que no es otra que la del concepto bueriano de   —115→   tragedia como lucha entre el destino y la libertad, entre la necesidad social (o metafísica) y las posibilidades individuales, o, lo que es lo mismo, entre el contorno vital y el personaje, la escalera y Urbano o Fernando.

Es, finalmente, esencial la consideración del tiempo. En Historia de una escalera tiene su transcurso un alcance metafísico y un sentido destructor. La historia se vuelve sobre sí misma porque pasan los días y los años y nada se enmienda. El tiempo es, sin que ellos sepan expresarlo así, una radical limitación de cuantos viven en la casa de pisos y, tomado como símbolo, de todos los hombres. Fernando, más desamparado que Urbano en su soledad, se siente perdido ante su monótono fluir, que nunca se detiene y le arrastra sin que pueda resistirse:

¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace sufrir. Ver cómo pasan los días, y los años... sin que nada cambie. Ayer mismo éramos tú y yo dos críos que veníamos a fumar aquí, a escondidas, los primeros pitillos... ¡Y hace ya diez años! Hemos crecido sin darnos cuenta, subiendo y bajando la escalera, rodeados siempre de los padres, que no nos entienden; de vecinos que murmuran de nosotros y de quienes murmuramos... Buscando mil recursos y soportando humillaciones para poder pagar la casa, la luz... y las patatas. (Pausa.) Y mañana, o dentro de diez años que pueden pasar como un día, como han pasado estos últimos... ¡sería terrible seguir así! Subiendo y bajando la escalera, una escalera que no conduce a ningún sitio; haciendo trampas en el contador, aborreciendo el trabajo..., perdiendo día tras día...


(Acto I)                


Buero no trata el tema del tiempo en Historia de una escalera de un modo puramente literario, ni se hace eco de investigaciones científico-cosmológicas, más o menos precisas, como sucede por ejemplo con Priestley en sus piezas sobre el   —116→   tiempo163. El que aparece en este drama es un «tiempo real»164 y está concebido en un sentido ontológico existencial. Antes que esta obra ya había escrito En la ardiente oscuridad, donde se lleva a cabo un análisis de determinadas limitaciones humanas. El ansia de inmortalidad de Ignacio, de honda raíz unamuniana, no podría verse colmada; los ciegos no llegaban a la luz. Era, sin embargo, necesario luchar por ello.

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Como la ceguera en En la ardiente oscuridad, es en Historia de una escalera el tiempo una condición ineludible, una sustancial limitación de nuestro existir, contra la cual, no obstante, es preciso combatir. Hay un hecho cruel y perturbador: el tiempo no perdona; sin embargo, necesitamos levantarnos contra él; el conformismo no es una actitud válida, auténtica (como también se percibía en En la ardiente oscuridad) y la culpa de los personajes de Historia de una escalera está justamente en dejarse arrastrar en ese fluir temporal entre sueños vacíos y castillos de arena.

Una explicación coherente y completa de esta obra debe tener en cuento estos tres factores que mutuamente se condicionan y cuya dialéctica interacción hace posible una visión de conjunto. A nuestro juicio son parciales e insuficientes las que olviden la interdependencia de estos tres elementos. El fracaso de Urbano y Fernando, como el de cada uno de los personajes del drama, tiene su origen en ellos, y sólo en la medida en que varíen se modificará el resultado. Es cierto que el más sencillo de transformar será, precisamente, el individual, y que el tiempo como limitación es un hecho irreversible. También lo es, sin embargo, que el resultado puede ser muy distinto de lo que en Historia de una escalera fue, que es posible superar, aunque no se ocultan las tremendas dificultades para ello, el fracaso.

El tiempo se presenta en la obra con una estructura cíclica, que ha sido advertida y comentada por la mayoría de los críticos165. El amor de Fernando y Carmina hijos tiene visos de ser   —118→   un calco del que sus padres se tuvieron y al que fueron infieles. Farris Anderson afirma que la ironía que impregna la obra se muestra en su misma configuración dramática. Los tres actos no se organizan, según la tradición aristotélica, como principio, medio y fin, o exposición, nudo y desenlace; la división en actos es irónica, pues sólo hay en realidad un comienzo seguido de un fluir que no lleva a los personajes a ningún sitio. El proceso de la acción del drama no es lineal, sino cíclico, y los actos se estructuran esencialmente del mismo modo166.

La configuración cíclica invitó a pensar en una construcción cerrada y la más común acusación, entre las alabanzas que se multiplicaron para el autor de Historia de una escalera, fue la de su pesimismo. Buero salió al paso de estas interpretaciones, que él creía en desacuerdo con sus pensamientos y con la obra. En «Cuidado con la amargura» defiende la libertad del creador para tratar temas amargos y alude a su relación con «la más evidente tradición artística española». No pueden olvidarse estas realidades menos gratas y «al amargo de la vida no se le vence con la explosión mecánica de la risa o el aturdimiento de las distracciones, sino con su contemplación valerosa». Añade después algo que recrudece la dificultad del problema a que nos referimos: «Yo no creo que la falta de soluciones en la comedia implique que éstas no existan; creo, por el contrario, que en una obra de tendencia trágica es precisamente su amargura entera y sin aparente salida la que puede y debe provocar, más allá de lo   —119→   que la letra exprese o se abstenga de decir, la purificación catártica del espectador»167.

La interpretación pesimista ha sido muy frecuente. Anderson concluye su artículo afirmando la poca validez del optimismo que se ha visto en el teatro bueriano y que también Buero ha señalado, si nos fijamos en esta obra, y, finalmente, que se trata de «a work that projects a world in which human beings are trapped and human efforts are futile»168. Para Kirsner, «only an excessive hunger, a virtual halucinatory longing for heroes, would make one believe that Fernando and Carmina hijos will continue in their ecstatic state of defiance»169. Charles V. Aubrun cree que «le désabusement sur quoi se termine la pièce ressemble bien plus à la déception de l'idéaliste désenchanté qu'à la prise de conscience de notre faiblesse au coeur de notre grandeur, et à la prise en charge des servitudes qui donnent sa valeur à notre liberté»170.

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La cuestión no carece de importancia y trasciende la consideración de esta pieza concreta para incidir en la de todo el teatro de nuestro autor. Buero sostiene con absoluta razón y total acuerdo con los críticos que su teatro es «de carácter trágico». Pero, a su juicio, la tragedia es un género esencialmente «abierto». «Tragedias que se muestran para liberar, no para aplastar... Sí. Eso ha pretendido ser mi teatro, escrito frente a 'Fundaciones' que nos deforman, o nos miman, o nos anulan», ha dicho recientemente171. Existe siempre una posibilidad de solución al conflicto planteado en el escenario, si tenemos en cuenta que «las posibilidades de reacción individual que posee el protagonista de una tragedia [...] pueden llegar hasta el vencimiento del hado»172, y que precisamente surge la tragedia «cuando, consciente o inconscientemente, se empieza a poner en cuestión al destino», puesto que «la tragedia intenta explorar de qué modo las torpezas humanas se disfrazan de destino»173. El pesimismo es imposible dentro de esta concepción de lo trágico.

Historia de una escalera es una tragedia. Tal era la intención de su autor174 y así la definió Arturo del Hoyo en una lúcida crítica, que suscribimos: «Tragedia en el sentido de dramatización del hombre entero; pues la dramatización de aspectos parciales de la vida del hombre es asunto siempre del drama. La tragedia surge cuando el autor se enfrenta no con una situación especial de algunos personajes, sino al cogerlos a todos por los   —121→   cabos de las raíces de su humanidad. [...] El sentimiento trágico de la vida arranca de la totalidad de nuestro existir, no de un momento de nuestra existencia...»175

Hay en esta obra una posibilidad de que los jóvenes personajes que en el tercer acto repiten las palabras de sus padres rompan el círculo, modificando el camino que ellos siguieron en otro tiempo. Su incipiente rebelión, al estar juntos a pesar de las prohibiciones, es un buen augurio. No olvidemos, sin embargo, que el resultado del fracaso en Historia de una escalera es debido a la acción recíproca de tres factores y que sólo el cambio individual está plenamente en sus manos. La sociedad dificulta el desarrollo de la propia personalidad. (Esta dialéctica sociedad-individuo, de base unamuniana, es una constante en toda la producción de Buero).

No podemos pensar en un ilusorio y engañoso final feliz. Los hechos actuales marchan por sí solos hacia una repetición del sentido de los anteriores, aunque no, quizá, de su materialidad. La decidida acción individual puede mudar el resultado, pero sin ocultarnos la precisión de unos cambios a nivel social y la realidad de unos condicionamientos de índole metafísica. Es muy dudoso, pues, pero posible, que Fernando y Carmina hijos eviten la frustración en esa sociedad y a pesar del tiempo. El círculo puede convertirse en un movimiento en espiral.

Existe, además, una apertura desde otro punto de vista: la purificación catártica del espectador. Éste ve que los jóvenes caminan en idéntica dirección que sus padres y debe evitar en él mismo semejantes derroteros. La obra le hace consciente de limitaciones a las que debe hacer frente. La esperanza del espectador es dura porque, y aquí se une con el destino de las criaturas escénicas, su vida es igualmente difícil que la que ha visto representada y debe tener conciencia de que a nivel personal   —122→   es incapaz de una radical transformación de la realidad176. Es en esa lucha entre la libertad (posibilidad individual de lucha) y el destino (elementos que nos vienen dados y condicionan la libertad, factores sociales y existenciales) donde radica la íntima esencia de la tragedia tal como Buero Vallejo la concibe.

En la «Autocrítica» de Historia de una escalera afirmó Buero algo que nos parece de sumo interés. «Pretendí hacer, dice, una comedia en la que lo ambicioso del propósito estético se articule en formas teatrales susceptibles de ser recibidas con agrado por el gran público»177. En estas palabras se hace ya visible el noble y dificultoso intento bueriano de crear un teatro que llegue al mayor número de espectadores sin perderse en peligrosas concesiones. José Monleón ha observado con agudeza que Buero acepta una tradición teatral que parte de Benavente y Arniches «para excederlos», planteando todo su teatro como un «experimento o investigación formal»178 que no ha cesado en ningún momento.

Desde estos presupuestos ha de entenderse, a mi juicio, una cuestión que ha suscitado encontradas opiniones. Me refiero a lo costumbrista y lo sainetesco en Historia de una escalera. Los críticos aludieron enseguida a ello, si bien de modo dispar. Alfredo Marqueríe no admitía que la obra fuese un «sainete dramatizado», «porque en ella hay mucho más que un desfile de tipos o un trivial costumbrismo»179, mientras que Díez Crespo,   —123→   por no citar a otros, dice que «está dentro de un teatro muy español que arranca en don Ramón de la Cruz -recordemos La casa de Tócame Roque, que también se desarrolla en un patio y en una escalera de casa de vecindad- y continúa en nuestros más típicos sainetes de fin de siglo», aunque añade que «el autor de esta obra [...] va de lo puramente sainetesco a un intenso dramatismo, que culmina en escenas de carácter trágico»180.

Con posterioridad, Torrente Ballester sostiene que «la estética del sainete dista de la concepción de Buero tanto como dista lo típico de lo individual, lo accidental de lo esencial»181 y Ruiz Ramón niega cualquier «relación esencial con el sainete»182. Juan Emilio Aragonés afirma, por el contrario, que «el Buero de Historia de una escalera es ya el autor de dramas costumbristas -o de sainetes dramáticos, por más que a él no acabe de gustarle esta última denominación- que después ha probado ser en forma eminente, aun sin ser ésta su única ni su más personal modalidad expresiva»183.

Contemplando la cuestión desde un punto de vista más amplio, Ricardo Doménech piensa que Buero consigue unir dos caminos de nuestra tradición teatral que, en realidad, no tenían mucho de común, pero podían completarse: «Historia de una escalera toma del sainete, con una lógica depuración, todo o casi todo lo que es cauce expresivo. Toma asimismo su ambiente, su lenguaje y hasta situaciones más o menos típicas -discusiones   —124→   de vecindad, por ejemplo- e inclusive rasgos arquetípicos de personajes, si bien sometidos a severas matizaciones. De Unamuno toma su visión trágica y desgarrada del hombre y del mundo [...]. Esta singular mixtura entre costumbrismo y pathos unamuniano precipita una corriente nueva o, si se prefiere, cierra y trasciende dos corrientes dramáticas anteriores...»184

A nuestro modo de ver, es muy cierto que en la obra hay situaciones y tipos aislados susceptibles de aparecer en cualquier pieza del género chico (recordemos, por ejemplo, la escena del cobrador de la luz, las disputas de cada acto, las murmuraciones de Paca, los personajes Pepe y Rosa, etc.), pero están integrados en el drama y ampliamente trascendidos en cuanto tales. Hemos dicho, incluso, que el primer acto, sin los demás, podría considerarse externamente como una obrita breve de aquel género, con sus trazos de humor, sus gotas de sentimentalismo y su final feliz, pero desde el momento en que se articula con el resto es imposible pensar fundadamente en relación directa alguna.

Un rasgo que separa definitivamente esta parcela del teatro de Buero Vallejo del mundo costumbrista y del sainete es su visión «desde dentro», no superficial, de los personajes que en escena aparecen. El tratamiento de los infelices habitantes de la escalera (o de la terraza en Hoy es fiesta, o de la casa de Dimas en Irene, o el tesoro) no pretende ser deformador ni humorístico, aunque sí irónico, a diferencia de lo que el sainete requiere. Porque estamos de acuerdo con Ángel Fernández-Santos en que «el sainete, forma típica del costumbrismo español y en especial del madrileño, es una mistificación dramática por la que la burguesía española, y en especial la madrileña, deforma a los tipos más despiertos del proletariado»185.

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Nos parece, pues, que la denominación de «sainete», al referirse a una parte de la producción bueriana, debe emplearse con suma cautela. Es innegable, en efecto, que en Historia de una escalera, y en alguna otra pieza a las que ya hemos aludido, hay un tono heredado del sainete y algunos elementos aislados que en tal género tienen su cabal presencia; pero el conjunto de la obra está lejos del mundo sainetesco y de su estética, y su realismo es evidentemente supracostumbrista186. Lo que estos dramas tengan de allegable al sainete ha de considerarse como un medio de expresión que pudiera ser aceptado y comprendido por el público, como la utilización de una tradición teatral que permitiese, bajo formas no inusitadas, ofrecer contenidos caracterizados por su novedad187.

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En «Palabra final» había manifestado Buero: «Creo que fueron dos preocupaciones simultáneas las que me llevaron a escribir la obra: desarrollar el panorama humano que siempre ofrece una escalera de vecinos y abordar las tentadoras dificultades de construcción teatral que un escenario como ese poseía, o, dicho de modo más ceñido y unitario: la visión del fluir del tiempo en unas familias, que se hace angosta por la angostura del espacio donde ocurre. Técnicamente, quise resolver esto presentando toda la acción en absoluto de puertas afuera; y en ello estriba, a mi juicio, aparte de su argumento, la novedad o mérito mayor que pueda tener mi comedia frente a otra u otras escaleras que se hayan podido ver en el teatro y que alguno ha pretendido invocar como antecedentes»188. Estos, efectivamente, se han buscado desde el estreno189, aunque no creemos que la cuestión interese excesivamente.

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La escalera es, por una parte, un notable acierto técnico190, una «dificultad de construcción» superada airosamente por Buero, al lograr una acción natural y nunca forzada en un medio nada propicio (es muy útil en este sentido el «entrante» del primer término derecho, un lugar relativamente apartado del resto de la escena), y, además, es el adecuado vehículo para conseguir la intención del autor. Los acontecimientos del drama se desarrollan en la escalera no sólo por constituir ésta su obligado espacio escénico, sino por ser un factor determinante y decisivo, a través de su dimensión simbólica, en las vidas de sus moradores. La escalera hace posible asimismo la consideración colectiva de los personajes de la historia.

La escalera como símbolo abierto es uno de los más importantes hallazgos de Historia de una escalera. Sorprende aún más su complejidad, su valor múltiple, si lo comparamos con la unívoca facilidad del símbolo de la leche derramada al final del primer acto. Quizá sea el del paso del tiempo, en tanto que todos siguen unidos a los viejos peldaños, subiendo y bajando para volver a bajar y a subir de nuevo, su más palmario significado, pero las posibilidades simbólicas y representativas, y por

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Buero Vallejo, En la escalera (pluma), 1947.

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Historia de una escalera, 1949.

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ende su riqueza, son prácticamente innumerables. De ahí su singularidad frente a los antecedentes o modelos señalados.

Concluye Alfredo Marqueríe su «Prólogo» a la primera edición de Historia de una escalera diciendo que «lo más importante de esta pieza dramática es que en ella el protagonista no habla. El personaje principal y fundamental, inmóvil y mudo, es LA ESCALERA de la historia escénica. Todo está ahí centrado y concentrado. ¿Dónde?... En los peldaños desgastados y gimientes por los que pasaron los ágiles y alegres pies de los cortejos de bodas y bautizos; por los que descendieron cuidadosas y lentas las pisadas grávidas de los que llevaban sobre sus hombros los pesados y negros ataúdes...»191 Y García Pavón añade: «La escalera, en la obra de Buero, no es sólo un personaje, como quiere Marqueríe, es algo más: el símbolo de la inmovilidad de nuestra organización social que impide a la jerarquización existente evolucionar con mayor fluidez. La escalera que suben y bajan dos generaciones con la misma angustia, estrechez y desilusión de progresar, es imagen simbólica de la gran barrera que divide a los hombres en una serie de estadios económicos y de oportunidad social, sin la menor concesión en treinta años»192.

Para Ángel Valbuena Briones, «la escalera que da acceso a los dos pisos con sus descansos y rellanos se inviste del simbolismo de aquellas escaleras de las historias medievales, cuyo fin se suponía en el cielo, y cuya base en el reino de las tinieblas. La escalera significa, por tanto, el afán de felicidad del hombre, deseo que en el caso de la obra de Buero no se sacia»193. Pondremos fin a estas citas, que sólo pretenden dar una idea del complejo panorama de las interpretaciones de la escalera, con   —131→   una de Joelyn Ruple que apunta sus múltiples posibilidades: «The stairway in Historia, for example, can symbolize the government, poverty, human personality, fate, society, or all of these things»194.

Hemos llevado a cabo un estudio de Historia de una escalera que pretendíamos fuese una visión de conjunto. Por ello aludimos a otras opiniones para cotejarlas con las nuestras, buscando una más amplia perspectiva. Desde su primera obra, estrenada hace ahora cinco lustros, a la última, hace pocos meses; de la «miseria del ambiente» de Historia de una escalera a la «alegría enajenada» de La Fundación, Buero Vallejo ha venido realizando un lúcido y complejo análisis de la vida española individual y socialmente considerada y de la condición del ser humano. La frustración que padecen los personajes de aquella pieza es, como hemos visto, fruto de factores individuales, sociales y existenciales y, en gran parte, producto de un modo inauténtico de vida.

Historia de una escalera, drama con el que se inició una nueva época en nuestro teatro y primera manifestación pública del más importante dramaturgo español actual, debe ser considerada con justicia raíz y fundamento del teatro de Buero Vallejo, y tiene en lo esencial cumplida validez veinticinco años más tarde.

(Publicado en Estudios Literarios dedicados al Profesor Mariano Baquero Goyanes, Murcia, Universidad, 1974).



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ArribaAbajoLas palabras en la arena, pieza breve de Buero Vallejo

Las palabras en la arena es el primer texto teatral de Antonio Buero Vallejo que obtuvo público reconocimiento. Esta «tragedia en un acto», la única breve compuesta por el dramaturgo, se escribió en 1948195 y fue presentada a uno de los concursos literarios que tenía lugar en la tertulia del Café de Lisboa, como ocurriría también con Diana, «cuentecillo» redactado por entonces y no publicado hasta muchos años después196. Recibió Las palabras en la arena el premio convocado por los contertulianos y más tarde fue seleccionada por la Asociación de Amigos de los Quintero para su representación, el 19 de diciembre de 1949, en el Teatro Español (en cuyo escenario continuaban las de Historia de una escalera), junto con Títeres con cabeza, de Horacio Rodríguez Aragón, y De seda,   —134→   de Pablo Torremocha. Por votación del público asistente recayó en ella el primer galardón197.

El argumento de Las palabras en la arena se sustenta en un episodio del Evangelio de San Juan, el de la mujer adúltera. Y en su «Comentario» al publicarse la obra, indicaba el autor: «Hagamos, en el más revelador y valeroso sentido de la palabra, un teatro evangélico»198. No eran extrañas en estos años las referencias buerianas a la Biblia. Un versículo del mismo Evangelio figuraba al frente de En la ardiente oscuridad, junto a unos versos de Miguel Hernández, y en ese drama Ignacio pronuncia alguna frase esencial que recuerda otra de Cristo; unas palabras del libro del profeta Miqueas servían de lema a Historia de una escalera. Pero en Las palabras en la arena la presencia evangélica tiene un alcance mayor. Por una parte, apela a un teatro que desvele la realidad, que persiga y exponga la verdad; está indicando la necesidad de un teatro trágico que será después una constante en Buero Vallejo. Además, se encuentra utilizado el pasado, en este caso el mítico-religioso del cristianismo, como medio de iluminar el presente en el que se hallan dramaturgo y espectadores.

Asaf, el protagonista de la obra y «jefe de la guardia del Sanhedrín», representa con los demás personajes masculinos (Joazar, sacerdote del Templo; Matatías, fariseo; Gadi, saduceo; y Eliú, escriba) el poder establecido en una sociedad corrompida y opresora que se coloca nítidamente frente a la

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Fernando M. Delgado y Marisa de Leza en Las palabras en la arena, 1949.

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actitud compresiva y veraz de Cristo199. Cuando éste dibuja en la arena los signos que les hacen desistir de la lapidación de la adúltera, escribe verdades que no han de ser extraordinariamente reconocidas por ninguno para ellos mismos, mientras que todos admiten las acusaciones a los demás. Los que oficialmente poseen un comportamiento recto son puestos ante la íntima realidad de sus miserias, que ellos pretenden ocultar dando muerte a quien acusan de una culpa nunca mayor que la propia. Buero habla así a su sociedad mostrando lo que ocurre en la de Jerusalén de los primeros años de la era cristiana. En esta inicial recreación, como más tarde en la mítica de La tejedora de sueños o en la literaria de Casi un cuento de hadas, antes de llegar a la histórica que se inicia en 1958 con Un soñador para un pueblo, el autor está ya ocupándose de los problemas de su tiempo, aunque ponga en escena a «gentes vestidas con otros trajes que los nuestros»200.

La moral del perdón que Cristo predica supone a los ojos del fanático Asaf la destrucción del orden social. Con la violencia que lo caracteriza se lo grita a Noemí cuando ésta se resiste a la idea de «matar a un ser a pedradas»: «¡La ley de Moisés es terminante! Y tú hablas lo mismo que el galileo, igual que ese agitador peligroso, que quiere destruir los hogares y perdonar, ¡siempre perdonar! Pero perdonando no puede haber familia, ni mujer segura, ni hijos obedientes, ni estado, ¡ni nada!» (p. 80). En la España de finales de los años cuarenta se necesitaba de un modo especial esta tolerancia indulgente, este respeto a las ideas de los otros que el galileo buscaba y que la mujer de Asaf defendía no tan sólo por sus personales circunstancias.

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La situación de Asaf es diferente a la de los demás a quienes Cristo acusó trazando sus dibujos en la tierra. Los otros pueden leer palabras sobre hechos que ya han tenido lugar; Asaf recibe únicamente un aviso que él no sabe -o no quiere- interpretar. El Rabí ve lo que aún no ha sucedido, del mismo modo que profetizó la negación de Pedro o la traición de Judas. Más que al extraordinario poder del hijo de Dios, Buero se refiere a la singular virtud de conocer dentro, de interpretar en profundidad lo que las gentes consideran superficialmente. Es, pues, una capacidad que se manifestará en todo su teatro en seres que padecen a veces, paradójicamente, carencias sensoriales o deficiencias físicas. Como el dramaturgo indica, «en la violencia juvenil y fanfarrona del guerrero Asaf» puede vislumbrarse «al probable asesino oculto en su pecho»201. No se trata, por tanto, de un sino ineluctable que se impone desde el exterior, sino de una inclinación personal que no se sabe corregir. En la cosmovisión trágica bueriana el destino es obra del hombre, individual o colectivamente considerado; no son los dioses quienes provocan nuestra desgracia, afirma Penélope en La tejedora de sueños, «somos nosotros quienes la labramos»202.

Inmerso en un mundo falso y envilecido, Asaf se deja vencer por la cobardía, no intenta sobreponerse a la amenaza que sobre él se cierne, sino que es víctima de unos valores hipócritas que se escudan en la defensa del honor203. La acotación final precisa que pronuncia la palabra que el galileo escribió para él «con la voz preñada de la más tremenda fatalidad, que es la que uno mismo se crea» (p. 87). Lo esencial de la tragedia radica en que para Asaf era posible la salida desde el momento en el que   —138→   en el polvo quedó escrita la palabra; había una solución que él no fue capaz de apreciar: el reconocimiento de la verdad; por eso la obra finaliza con el desasosiego de una muerte ya irremediable.

El espectador, sin embargo, ha de darse cuenta de que esa fatalidad no es aconsejable sino que depende de su voluntaria actuación y es él, en cualquier caso, quien debe «evitar a tiempo los males que los personajes no acertaron a evitar»204.

En Las palabras en la arena se advierte sin dificultad la pericia de Buero Vallejo en la construcción teatral. Recordemos, por ejemplo, la certera caracterización de los personajes, a pesar de la brevedad de la pieza y, por ello, de su presencia en escena. Singular interés posee también el reiterado empleo de la ironía como recurso dramático. La infidelidad de Noemí, que prepara un nuevo engaño para su marido, se sobrepone a la de la mujer amenazada y condenada hasta el punto de tomar su papel y ser la que muere cuando aquélla queda libre. La ironía que a través de las palabras de Asaf se evidencia conduce, después de la confesión de la criada, a la trágica realidad de su inesperado fin.

Cristo se constituye en eje de Las palabras en la arena y, sin embargo, no llega a aparecer ante el espectador205; es éste un aspecto fundamental en la configuración de la pieza porque el juego teatral de la presencia-ausencia de su figura hace aún más llamativo el sentido y el alcance de sus palabras y, al mismo tiempo, permite caracterizarlo como un personaje completamente   —139→   positivo, sin las necesarias sombras o ambigüedades de quienes se manifiestan en el escenario.

Las Palabras en la arena compone con Historia de una escalera y con En la ardiente oscuridad, entre las que se estrena, el comienzo de la producción de Antonio Buero Vallejo. No es su interés comparable al de éstas, sin embargo, este texto, el primero de los de su autor denominado tragedia, deja ver, como hemos señalado, elementos y valores fundamentales del teatro de Buero, que la calificó de su «verdadero espaldarazo escénico»206.

(Publicado en Art Teatral, 5, 1993).   —141→             




ArribaAbajoEl concierto de San Ovidio y el teatro de Buero Vallejo

Con toda razón se ha venido destacando por distintos críticos la esencial unidad que se advierte en el teatro de Antonio Buero Vallejo. En más de una ocasión, el mismo autor se ha referido a esa identidad general perceptible desde sus primeras obras que, en posteriores creaciones, ha ido enriqueciéndose y adoptando fórmulas diversas. Ricardo Doménech señaló con una acertada imagen que «el teatro de Buero no responde a un desarrollo en forma de proceso lineal, sino que ese desarrollo responde a una forma espiral»207. Nos encontramos, pues, ante una evolución de carácter integrador.

En otra ocasión afirmábamos que Historia de una escalera y En la ardiente oscuridad son sustento y base, auténtica raíz y fundamento del teatro de su autor. «En Historia de una escalera pueden advertirse ya gran parte de las preocupaciones temáticas   —142→   y formales de la dramaturgia de Antonio Buero Vallejo, de ahí su importancia, potenciada en el momento de su estreno por la casi absoluta ausencia en España de un teatro de verdadera calidad»208. En esta obra, cuya representación en octubre de 1949 significó la aparición del más apreciable dramaturgo español de la postguerra, al tiempo que un cambio de sentido e intención respecto a las obras que entonces tenían aceptación, se recrea una visión trágica, como el propio Buero indicó209 y algún crítico apreció inmediatamente210.

En la ardiente oscuridad, primer drama escrito por Buero, muestra así mismo el origen de varios aspectos básicos de su producción dramática. Inicia el fecundo tema de ceguera, da pruebas ostensibles de una profunda inquietud técnica, plantea la relación dialéctica entre personajes de distinto signo (soñador-hombre de acción) y establece un personal universo trágico.

El concierto de San Ovidio, obra sin duda culminante entre las de su autor, recoge, según veremos, temas y planteamientos formales ya apuntados en Historia de una escalera y En la ardiente oscuridad que van gozando de apropiado desarrollo en las que median entre éstas y aquélla. No nos referiremos, salvo algún caso especial, a las piezas de Buero que siguen a El concierto de San Ovidio (aunque cabría, claro está, considerar la progresión a partir de ésta) y pretendemos analizar tres facetas   —143→   esenciales de este drama y reflexionar sobre su presencia en el teatro precedente de Antonio Buero Vallejo.

Se estrenó El concierto de San Ovidio en 1962, y obtuvo, como las obras inmediatamente anteriores (Hoy es fiesta, Las cartas boca abajo, Un soñador para un pueblo y Las Meninas) un resonante éxito de público y crítica. No es ahora momento de referirnos al sentido de estas recreaciones históricas iniciadas por Buero con Un soñador para un pueblo, ni siquiera a la fidelidad de El concierto de San Ovidio a los hechos reales que dan lugar a su concepción211, pero sí es conveniente para nuestros propósitos el recordar que en estos dramas introduce Buero la perspectiva histórica que permite ver que el mundo y la organización de la sociedad no son inmutables y que hoy es posible lo que en otro tiempo no lo era, precisamente por la decidida actuación de determinados individuos, como podremos advertir212.

En el teatro histórico de Buero Vallejo, al igual que en sus anteriores recreaciones (Las palabras en la arena, La tejedora de sueños, Casi un cuento de hadas), se percibe una permanente   —144→   preocupación por los problemas del hombre y de la sociedad actuales. En un temprano texto advirtió ya Buero algo que, a pesar de la fecha en la está escrito, descubre lo que será una consideración fundamental en todo su teatro histórico:

Sería innecesario hablar aquí de la plena justificación que puede asistir a un dramaturgo de hoy para escribir obras basadas en los mitos helénicos, si no fuese porque muchas personas suelen entender que, cuando un autor pone en escena gentes vestidas con otros trajes que los nuestros, ha vuelto la espalda a los problemas de su tiempo. Pero nadie puede, aunque quiera, dejar de tratar los problemas de su tiempo; y, desde luego, no fue ésa mi intención.213




ArribaAbajoI. David: Sueño y actuación

El concierto de San Ovidio enlaza de manera directa con En la ardiente oscuridad. Ambas tienen como central el mundo de los ciegos. Hay, sin embargo, entre ellas una diferencia perceptible con claridad que Enrique Pajón Mecloy puso pronto de manifiesto en un conocido artículo: En la ardiente oscuridad mostraba la condición simbólica de sus personajes ciegos, puesto que en ella se hablaba «a cada hombre como tal de la ceguera en que se halla sumido, de la limitación que le envuelve», mientras que en El concierto de San Ovidio se habla «a la sociedad entera y los ciegos están tomados a modo de ejemplo de opresión del débil por el fuerte»214.

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Ignacio se enfrenta a un mundo en el que se ha admitido a los ciegos, se les proporciona colegios especiales y se insiste en la igualdad («Los invidentes, como nosotros decimos, podemos llegar donde llegue cualquiera», afirma don Pablo215). David lucha en busca de ese mundo, pretende hacer lo mismo que los que ven. Uno y otro son dos rebeldes que se levantan contra una situación que los oprime, impidiéndoles su realización personal. De uno y de otro puede afirmarse que rechazan una realidad impuesta y buscan una realidad soñada. En ambos casos se encuentran solos en la búsqueda. Con ligeras variantes, es ésta una situación habitual en los personajes así caracterizados por nuestro autor.

En Historia de una escalera se vislumbra la tensión entre el «soñador» y el «hombre de acción», que será una constante temática de la producción bueriana. Tal enfrentamiento, de recuerdo unamuniano, ha de llevar a una síntesis dialéctica de los deseos y la actividad. La expresión «contemplación activa»216 puede servir para mostrar la ambivalencia que también en la vida es necesaria. Pero si Urbano y Fernando, estando concebidos de ese modo, manifiestan cierta indefinición217 el caso de Ignacio y de Carlos (En la ardiente oscuridad) es bien distinto. Carlos actúa y da muerte a su oponente, pero el pensamiento de éste ha vencido, como puede deducirse con facilidad al repetir Carlos las palabras que Ignacio pronunciara poco antes y que expresan todo su imposible anhelo: «...Y ahora están brillando las estrellas con todo su esplendor [...] ¡Al alcance de nuestra vista...! si la tuviéramos...» (p. 77). No parece abusivo, al pensar en David, relacionarlo con ese   —146→   Carlos purificado catárticamente tras la muerte de Ignacio y con una perspectiva social.

En dramas posteriores sigue estableciendo Buero, aunque con diferencias y matices considerables, la relación entre esta clase de personajes. Pensemos en los hermanos Álvaro y Regino (El terror inmóvil); en Luis y Enrique (La señal que se espera); Riquet y Armando (Casi un cuento de hadas): o Irene y Dimas (1rene, o el tesoro). Es el caso de Anfino y Ulises en La tejedora de sueños (Anfino, como Ignacio, es un ser «poco apto para la vida» y no puede sobrevivir; su muerte, sin embargo, hace posible la esperanza de Penélope); una correspondencia semejante se da en Aventura en lo gris entre Goldmann y Silvano: ambos mueren, pero, mientras que aquél lo hace de modo indigno y culpable, Silvano se justifica por pasar de unos sueños sin fruto a una acción fructificada por el sueño. Muy especial tratamiento tiene este tema en Hoy es fiesta, donde Silverio es un soñador que actúa y se preocupa constantemente por los que lo rodean, «un Quijote», como lo llaman despectivamente; pero no se atreve a enfrentarse con su propia vida218. Algunos rasgos de los rebeldes buerianos se advierten también en Daniela, dispuesta a romper con la doblez y la inautenticidad de su madre y cercana a figuras femeninas más granadas, como Penélope o Amalia.

Desde el mismo título se caracteriza a Esquilache como un soñador (Un soñador para un pueblo). Cuando elige marcharse para evitar la guerra, renunciando a su privilegiada posición e, incluso, al deseo de conseguir personalmente una España mejor, da la medida de quien sabe actuar adecuadamente. Con ello goza de la victoria interior de los soñadores mientras que   —147→   es, derrotado externamente. Velázquez (en Las Meninas) se plantea una elección que tiene idénticos caracteres de fondo a la del Marqués de Esquilache. En ese momento se encuentra ante la verdad y la mentira, la abierta disconformidad con el poder del Rey o el sometimiento que éste le exige para otorgarle el perdón. No lo duda Velázquez («¡La verdad, señor, de mi profunda, de mi irremediable rebeldía!»219) porque Pedro ha muerto y él tan sólo puede corresponderle con la verdad. Es una postura de carácter ético que se liga inmediatamente a la denuncia política de un gobierno y de una sociedad injustos y crueles, con lo que don Diego se convierte en sincera conciencia del Rey y de la Corte, en alguien que sabe ya «ver claro en este país de ciegos y de locos» (p. 27).

Si Esquilache y Velázquez muestran con su actitud una positiva semejanza con David, es este otro personaje de Las Meninas, Pedro Briones, el que más cercano se encuentra a él. Pedro ha sabido unir los sueños a la acción y su casi total ceguera es el «sexto sentido»220 que lo lleva a conocer lo esencial, a comprender el auténtico significado del boceto de «Las Meninas». Pedro es verdadero pueblo, al igual que David, y padecido como éste la miseria, la incomprensión y la injusticia, no ha podido pintar como quería y, finalmente, tuvo que dar muerte a su jefe, un capitán de Flandes que robaba a los soldados:

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Acercaos: he de deciros algo... Erais un mozo cuando sucedió. En Flandes... En una de las banderas españolas. No en la mía, no... En otra. El país aún no estaba agotado y se podía encontrar vianda. Pero los soldados pasaban hambre. Les había caído en suerte un mal capitán; se llamaba... (Ríe.) ¡Bah! Olvidé el nombre de aquel pobre diablo. No pagaba a los soldados y robaba en el abastecimiento. Si alguno se quejaba, lo mandaba apalear sin piedad. Se hablaba en la bandera de elevar una queja al maestre de campo pero no se atrevían. Quejarse suele dar mal resultado... Un día dieron de palos a tres piqueros que merodeaban por la cocina y uno de ellos murió. Entonces el alférez de la bandera se apostó en el camino del capitán... y lo mató. (VELÁZQUEZ retrocede, espantado.) ¡Lo mató en duelo leal, don Diego! Era un mozo humilde que había ascendido por sus méritos. Un hombre sin cautela, que no podía sufrir la injusticia allí donde la hallaba. Pero mató a su jefe... y tuvo que huir.


(p. 74)                


David, como Pedro, ha pretendido en El concierto de San Ovidio hacer realidad sus sueños. Primero estuvo esperanzado con la posibilidad de formar una verdadera orquesta de ciegos y de «convencer a los que ven de que somos hombres como ellos, no animales enfermos»221. Es entonces cuando cree en las buenas palabras de Valindin y afirma, en una evidente muestra de trágica ironía: «Ese hombre no es un iluso; sabe lo que quiere. Adivino que haremos buenas migas. Él ha pensado lo que yo pensaba, lo que llevaba años madurando, sin atreverme a decirlo» (p. 19). Desengañado después acerca de las verdaderas intenciones de Valindin, ha de variar radicalmente el sentido de sus ilusiones. Al final da muerte a Valindin («Nunca golpeéis a ciegos... ni a mujeres» le dice un instante antes de apagar el farol provocando la oscuridad total, englobando así los dos

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Victoria Rodríguez en Las Meninas, 1960.

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El concierto de San Ovidio, 1962.

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motivos que a ello le conducen) porque es la única salida que individualmente le queda para no permanecer atado a unos ya inútiles sueños, a pesar de que no era eso lo que él buscaba: «¡Yo quería ser músico! Y no era más que un asesino» (p. 106).

Esta muerte trae a la memoria la del tirano Goldmann en Aventura en lo gris. Ambas pueden ser interpretadas como un acto de justicia, política o social. Hay, pues, en ellas una manifiesta distancia con las muertes de los «soñadores» Ignacio (En la ardiente oscuridad) y Anfino (La tejedora de sueños). Mayor posibilidad de relación con la de Valindin guardan la de Daniel en La doble historia del doctor Valmy y la de Vicente en El tragaluz si bien su funcionalidad dramática y su significado son diferentes.

En la evolución que David sufre a lo largo del drama juegan un papel esencial otros dos personales. El primero es Valindin, un negociante que con engaños e hipocresías pretende aprovecharse de los ciegos como explota a cuantos le rodean (Adriana, Bernier...). Él es la opuesta figura de David, un hombre sin conciencia («Tiempo de hambre, tiempo de negocios», p. 25) cuya meta es medrar y enriquecerse a cualquier precio. Pero no se trata de una excepción o de un individuo aislado, «en él están presentes las características más definidas de su clase»222 y, sin negar su responsabilidad personal, puede ser visto como «un mediador, un simple intermediario, un servidor»223. En este sentido, es de importancia la opinión de Nazario cuando dice a David: «No lo pienses más. Valindin nos ha atrapado. Pero si no lo hace él, lo habría hecho otro. Estamos para eso. (Se inclina y baja la voz.) ¡Si pudiese, les reventaba los ojos a todos!» (p. 87).

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David lucha, pues, contra toda una sociedad que relega a los ciegos a mendigar y a «rezar mañana y tarde», y también contra los propios ciegos, cuya opinión se resume en el «No servimos para nada» de Elías. En ese combate sólo cuenta con la ayuda, aceptada muy tardíamente, de Adriana, que desprecia al principio a los ciegos pero pronto se siente atraída por David224. Introduce con ella Buero otro de los elementos constantes en sus obras: la relación amorosa, con un sentido simbólico muy frecuentemente. Recordemos su decisiva importancia y su función precisa en Historia de una escalera (fracaso de Fernando y Elvira y acomodamiento de Carmina y Urbano) y en Las palabras en la arena (Asaf-Noemí); la compleja red de relaciones entre Ignacio-Juana-Carlos (En la ardiente oscuridad), Álvaro-Luisa-Clara (El terror inmóvil), Penélope-Anfino-Ulises (La tejedora de sueños), Susana-Enrique-Luis (La señal que se espera), Armando-Leticia-Riquet-Laura (Casi un cuento de hadas) y Juan-Adela-Ferrer-Anita (Las cartas boca abajo); la problemática vida conyugal de Esquilache en Un soñador para un pueblo y de Velázquez en Las Meninas, o la valiente actitud de Amalia en Madrugada225. Pero hay un ejemplo más próximo a lo que sucede en El concierto de San Ovidio: el de Aventura en lo gris. Ana, la amante de Goldmann, el «tirano de Surelia», se enamora del soñador Silvano y, juntos, salvan a un niño de la   —153→   muerte. La relación no se queda, por tanto, en un plano personal sino que implica un compromiso social que domina el egoísmo y significa un camino posible de autenticidad y verdad.

Es un caso paralelo al de Valindin-Adriana-David, como lo será después el de Vicente-Encarna-Mario en El tragaluz. En los tres, la mujer, amante del «hombre de acción», llega a un entendimiento amoroso con el «soñador», al que está más próxima por su condición y cuyo ejemplo influye en ella, favorece su recto comportamiento y enlaza con la esperanza final representada en los hijos. Adriana, además, hace que David modifique el sueño de Melania de Salignac y lo complete con el amor de «una mujer de carne y hueso» (p. 82), manteniendo la ilusión por lo que aquélla simboliza, pero uniéndose a una mujer de su clase que lo ama226.




ArribaAbajoII. Tragedia social

La configuración trágica de El concierto de San Ovidio se orienta plenamente en un sentido social. El propio Buero Vallejo, hablando de ésta y de En la ardiente oscuridad, decía: «De los dos polos de toda dramaturgia completa, el que podríamos llamar polo filosófico, o acaso metafísico, y el que podríamos llamar polo social, mi primera obra de ciegos se inclina con preferencia hacia el primero y esta última hacia el segundo»227. Hasta este momento no había planteado Buero con tanta claridad el antagonismo del individuo y la sociedad o, más precisamente, del individuo de una clase determinada y los seres opresores que pertenecen a otra. David y Valindin son miembros   —154→   de grupos contrapuestos, el segundo de los cuales explota al primero, lo que conduce a la rebelión y a la muerte. Las palabras de Valentín Haüy al final del drama son explícitas al respecto: «Era el tiempo de la sangre; pero a mí no me espantó más que el otro, el que le había causado: el tiempo en que Francia entera no era más que hambre y ferias...» (p. 112).

La muerte del despótico Valindin a manos de David es suficientemente significativa en ese sentido; él no es un político tirano como Goldmann (Aventura en lo gris), sino un burgués explotador que trafica con el hambre y la miseria. David lucha por su libertad y por su digna realización como ser humano en esa sociedad que abusa y se burla de él, y pretende no hacerlo solo «¡Unidos, hermanos!» -p. 86-, pide en un postrer intento de exigir algo a Valindin).

Esta perspectiva, pues, es nueva en la producción dramática de Buero Vallejo, aunque no lo es en ella, desde luego, la visión crítica de la sociedad ni el planteamiento de problemas de las clases más desafortunadas. Por otra parte, ni siquiera en los dramas de sentido más acusadamente metafísico falta un perceptible alcance social.

El primer acto de Historia de una escalera (y, por tanto, la primera imagen que de una obra de Buero se vio en un escenario) comienza mostrando un ambiente pobre y degradado cuya miseria guarda relación con las reacciones de los personajes ante la dificultad de pagar los recibos al cobrador de la luz. El diálogo inicial de Urbano y Fernando pone de manifiesto que este medio miserable y la falta de recursos no son algo aislado, apuntan a un estado más general. La insolidaria actitud de Fernando («Sólo quiero subir, ¿comprendes? ¡Subir! Y dejar toda esta sordidez en que vivimos»228) descubre una imperiosa exigencia de escapar por encima de todo. Sin   —155→   embargo, en el transcurso de la obra apenas hay modificaciones que supongan una mejora. En el segundo acto los diez años transcurridos no han traído cambio alguno: «No se notan en nada: la escalera sigue sucia y pobre, las puertas sin timbre, los cristales de la ventana sin lavar» (p. 67). En el tercero, se pretende disfrazar con unas insignificantes reformas la pobreza de la que «sigue siendo una humilde escalera de vecinos» (p. 105). La escalera posee un doble significado que conecta lo metafísico y lo social. El tiempo ha ido transcurriendo de modo inevitable y todos continúan subiendo y bajando de idéntica manera, permanece una agobiante situación, aunque el motivo de los fracasos no sea idéntico para todos. Luis Iglesias Feijoo ha señalado cómo, por encima de las apariencias de igualdad social, pueden advertirse vivas diferencias, y señala que «el enfrentamiento entre los dos jóvenes (Fernando y Urbano) es algo más que una mera disputa de la edad o la riña por conquistar a una misma chica. Por el contrario, y sin negar estos aspectos, también presentes, existe ahí un enfrentamiento clasista entre proletariado y pequeña burguesía»229. Aun así, notemos que tal enfrentamiento se produce en la escalera, de puertas adentro, y que la condición sindicalista de Urbano no llega a representar demasiado en esta obra.

No es difícil encontrar dentro del mundo metafísico de En la ardiente oscuridad algunos aspectos que inciden en lo social. La extrema y despreocupada alegría del Colegio para ciegos es una buena manera de conseguir el adecuado funcionamiento de la sociedad creando una serie de elementos sustitutivos y de compensaciones que hacen olvidar la realidad (en Mito, con mención también de la «pedagogía», hay una situación dramática e ideológica equivalente). En ese momento de   —156→   la vida española (primeros años de la posguerra) se quiere crear una apariencia de bienestar y tranquilidad, escondiendo u olvidando todo lo negativo. Los que se benefician de ese estado, o los que tienen miedo, están interesados en que todo continúe igual o no se atreven a manifestar su oposición. Ignacio, como el propio autor con su teatro, quiere dejar de lado la inautenticidad y el engaño y desea hacerlo junto con sus compañeros. Jean-Paul Borel ha comentado de modo más amplio el sentido social de este drama: «Hay potencias interesadas en que el hombre se crea feliz. En nuestra sociedad occidental, la ilusión de la felicidad es una de las condiciones del buen funcionamiento de ciertas instituciones y de ciertos tipos de organizaciones económicas y comerciales. Para crear esta ilusión, los que tienen interés en hacerlo hacen a los otros, en efecto, un poco felices... »230

En las obras posteriores de Buero hasta Irene, o el tesoro los aspectos sociales son menos frecuentes. Podemos referirnos, no obstante, a la falsedad e hipocresía que se respira en Las palabras en la arena; a la importancia que Enrique cree que el dinero tiene en su relación con Susana (La señal que se espera); o a la miserable e interesada actitud de los familiares de Mauricio en Madrugada. Hay, sin embargo, un fragmento de Casi un cuento de hadas que creo de particular interés. Un personaje, Oriana, cuenta su historia y ofrece con ella una perspectiva insólita en la obra por su valor social:

LAURA.-  Tú no eres fea...

ORIANA.-  Lo fui. Ni siquiera como a un animal, para su placer, me quería nadie en el mesón donde trabajaba.

LAURA.-  ¿Trabajabas?

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ORIANA.-  Fregaba suelos, limpiaba el corral, ordeñaba las vacas; hacía cosas que tú ni siquiera sabes nombrar, a todas horas. [...] Un día no pude más y me refugié en un convento. La abadesa era una mujer entera, que me tomó cariño. Mi vida cambió. Serví por su mediación en casas nobles. Conocí gentes muy diversas que frecuentaban los salones. Algo vio en mí uno de ellos, un médico famoso, y me incitó a estudiar. Lo hice, y lo encontré fácil. Adquirí con los años fama, y los príncipes me llamaron a su lado...231


Oriana logra cambiar su suerte sin violencias en ese inconcreto «pequeño Estado europeo», quizá porque estamos ante «casi un cuento de hadas». David, en la misma época pero en un lugar bien determinado, no podrá conseguirlo a pesar de su decisión.

Irene, o el tesoro presenta a un personaje esclavizado en circunstancias miserables. El estado de Irene se simboliza precisamente aludiendo a que se encuentra sumida en una terrible oscuridad. Dimas es un creador de miseria para sí y para los demás y por eso sufre el castigo de su reclusión, pero, aunque son evidentes las implicaciones de carácter general, no se trascienden expresamente tales situaciones particulares. Tampoco sucede esto en Hoy es fiesta, si bien la pequeña rebeldía de los vecinos al «conquistar» la terraza frente a la autoridad de la portera, constituida como ejemplo de un infundado poder, permite un comentario simbólico y generalizador. Lo que, en todo caso, resulta inaceptable (y de la obra se deduce con absoluta claridad) es pretender la victoria sobre esa realidad sofocante evadiéndose o confiando en el premio de la lotería. Por lo demás, tanto en Hoy es fiesta como en Las cartas boca abajo hay una patente intención social y en ellas muchos aspectos son   —158→   susceptibles de análisis en este sentido, a pesar de que no exista un explícito enfrentamiento de clases o unos actos que perturben la estratificación social. Es la diferencia capital que encontramos entre estas tres obras que, adecuadamente, se suelen denominar sociales y El concierto de San Ovidio.

El motín popular de Un soñador para un pueblo tiene caracteres muy distintos de los de la rebelión a la que nos estamos refiriendo. El pueblo, una significativa parte de él, presiona para que destierren a Esquilache. En el verdadero pueblo, constituido por aquellos que aman la verdad y representado en la obra por Fernandita, están las esperanzas de mejora. En Las Meninas hay, como ya apuntamos, un personaje fundamental desde este punto de vista: Pedro Briones, un ser anónimo, cuya condición de pueblo no es meramente simbólica, con ser ésta muy importante. También Velázquez denuncia males concretos de esa sociedad. En la España del siglo XVII como en la Francia del XVIII (en cualquier lugar y tiempo podríamos decir y, por supuesto, en el nuestro) hay grupos sociales que sufren explotación y pasan hambre. Velázquez defiende ante el Marqués a los barrenderos de Palacio, que se niegan a trabajar porque «se les debe el salario de tres meses. Y hace cinco días que no se les da ración» (p. 40). Tampoco olvida Velázquez que «ningún hombre debe ser esclavo de otro hombre» (p. 57) y por eso procura la libertad de Pareja; esclavitud que podemos entender en su sentido directo y en los figurados, a veces no menos alienantes que aquél. La Corte es, como el Centro para invidentes de En la ardiente oscuridad, un mundo de falsa felicidad que no perdona al pintor su rebeldía.

La vida de Pedro Briones, de quien Velázquez aprendió muchas cosas tiempo atrás (por eso, cuando le dicen que está en su casa «aquel truhán que os sirvió de modelo para el Esopo» (p. 51), abandona el Palacio y corre a su encuentro, a pesar de estar esperando al Rey para conseguir su autorización   —159→   de pintar «Las Meninas», el cuadro que tanto le importaba), resume la de un personaje de su clase en esa España azarosa:

Yo fui de criado a Salamanca con un estudiante noble. Su padre pagaba mis estudios y yo le servía... Allí, siempre que podía, me iba al obrador del maestro Espinosa. Un pintor sin fama... [...] Mis padres eran unos pobres labriegos... A los tres años de estudiar, el maestro Espinosa logró convencerles de que me pusieran con él de aprendiz... Cuando íbamos a convenirlo, mi señor robó una noche cien ducados para sus caprichos a otro estudiante. Registraron y me los encontraron a mí. [...] Los puso él en mi valija para salvarse. Me dieron tormento: yo no podía acusar al hijo de quien me había favorecido... Sólo podía negar y no me creyeron. Hube de remar seis años en galeras.


(pp. 72-73)                


Después le sucedió la mencionada «aventura» de Flandes, que él cuenta como ocurrida a otra persona.

Esa historia conecta a la perfección con los problemas individuales y sociales de El concierto de San Ovidio. Pensemos en el origen de la ceguera de David, cuando encendía unos fuegos artificiales para una fiesta de sus señores (p. 108). «Francia pasa hambre y el Hospicio también la sufre» afirma la Priora de los Quince Veintes (p. 10). La injusticia de los encarcelamientos está presente en la carta secreta, porque «todo es posible para quien lleva espada» (p. 91). Bernier se lamenta patéticamente de que «ni los curas ni los señores quieren oír hablar de impuestos, y todo sale de nuestras costillas» (p. 90), como Martín señala al iniciarse la parte segunda de Las Meninas: «Han vuelto a subir las alcabalas y todo va mal» (p. 80).

Ante esa situación es preciso decidirse: «Algo habría que hacer» indica David (p. 90). Poco después lo hace: se enfrenta a Valindin y le da muerte, obligado por sus acciones y sus amenazas y respondiendo a la violencia con la violencia. Tal procedimiento no se justifica individualmente y por él será castigado   —160→   después de sufrir la traición de Donato (en estrecho contacto con el mito cainita), que quizá aprendió, aunque demasiado tarde, la enseñanza de David.

La esperanza final, que se manifiesta en el diálogo con Adriana, es personalmente imposible; ellos no tendrán hijos. Pero el profético deseo de David («¡Los ciegos leerán, los ciegos aprenderán a tocar los más bellos conciertos!», p. 108) no tardará en ser una realidad. El que la esperanza no se cumpla en los personajes del drama no es un modo nuevo en el teatro de Buero, sí lo es, sin embargo, la comprobación de que se ha realizado en un momento de la historia.




ArribaAbajoIII. La intervención de Haüy

En la brillante escena con la que concluye el acto segundo de El concierto de San Ovidio, cuando tiene lugar el que, irónicamente, vemos llamado «espectáculo más filantrópico de todo París» (p. 67), hay un personaje que se destaca entre burguesas y damiselas. Valentín Haüy comienza a contemplar el degradante concierto de los ciegos. El escenario ha quedado dividido en dos espacios y dos grupos de personajes: los ciegos «músicos» en la tribuna y quienes los escuchan en la barraca. Pero los espectadores del teatro forman un tercer grupo (al iniciar Valindin su anuncio se dirige a este público) que se constituye en una parte del conjunto en dinámica relación con las anteriores.

La ridícula canción que entona Gilberto, las partituras al revés, las gafas y las palmatorias encendidas, los balidos de los ciegos y las carcajadas de los asistentes componen un cuadro estremecedor. Hay una frase de un personaje bueriano en un drama muy posterior, de la Dama al principio de Caimán, que nos viene a la memoria a este propósito: «El mayor poder de la escena es afantasmar al espectador y arrojarlo a un mundo alucinado»232.   —161→   En este caso, el público actual (y Haüy entre el público del espacio escénico) se siente «alucinado», transportado emocionalmente a una inadmisible experiencia, ante la actuación de los ciegos en la Feria de San Ovidio. Y se encuentra, a un tiempo, oprimido con ellos y opresor con el público burgués de la barraca y con el mismo Valindin. Tiene, pues, la oportunidad de asociar dos modos de conocimiento: el intuitivo que le da su propia participación y el análisis racional de los acontecimientos presenciados.

Se ha señalado acertadamente lo que de grotesco y aun de esperpéntico tiene esta escena233, pero, sin olvidar eso, creo que debe también establecerse una relación con la tendencia fantasmagórica y onírica del teatro de Buero, iniciada en las visiones de Víctor (El terror inmóvil) e Irene (Irene, o el tesoro) y en el sueño colectivo de Aventura en lo gris; y presente, con posterioridad y de modo más continuo y elaborado, en El sueño de la razón, Llegada de los dioses, La Fundación, La detonación, Jueces en la noche, Caimán, Diálogo secreto o Lázaro en el laberinto.

Haüy, como el espectador actual, y a diferencia de los que con él están, se rebela contra lo que se ha visto obligado a presenciar y no tarda en marcharse, como primera actuación, avisando antes por dos veces a los ciegos de que el público es «otro espectáculo». Para los espectadores de la sala puede serlo o no, de acuerdo con su actitud. El concierto de San Ovidio es la única obra subtitulada por Buero parábola y, aunque tales denominaciones no tienen por qué gozar de un valor determinante, está claro que el nombre responde con precisión al contenido. La «enseñanza moral» que se deduce de estos sucesos tiene pleno cumplimiento a partir de la indicada intervención de Valentín Haüy.

  —162→  

Recordemos la escena de la muerte de Valindin. David consigue su propósito porque en la caseta de feria lo sumerge en tinieblas. Durante unos instantes lo persigue y luego lo mata con su garrote. El escenario ha quedado entre tanto en una oscuridad absoluta y esto es esencial porque, así, cuantos vemos nos sentimos identificados con Valindin. El efecto, que, como es sabido, entronca con el del acto tercero de En la ardiente oscuridad, no se reduce a un recurso puramente técnico, pues la obligada identificación con Valindin nos convierte en responsables con él.

Tal identificación, y la que puede producirse después con David y Adriana, es ajustada por la presencia final de Valentín Haüy, que recuerda la de treinta años antes. Él es un personaje histórico que, «ante el insulto inferido a aquellos desdichados», comprendió cuál debía ser el sentido de su vida y decidió convertir en verdad lo que empezó como «ridícula farsa». Hay un paralelo entre la última escena del acto segundo y ésta porque en uno y otro lugar Haüy interviene en la experiencia del espectador y lo invita a realizar lo que David no pudo hacer y él ya ha comenzado. También Haüy fue espectador y actuó en su momento como el público actual debe obrar en el propio. La perspectiva histórica evidencia no sólo el fracaso práctico de David (derrota exterior frecuente en otros «soñadores»), sino el inicio de su superación merced a un espectador del pasado que es un personaje que junta sueños y acción: «No es fácil, pero lo estamos logrando. Si se les da tiempo, ellos lo conseguirán, aunque yo haya muerto; ellos lo quieren, y lo lograrán... algún día». Ese día es también el nuestro234.

Con la presencia de Haüy, Buero Vallejo ha unido elementos de participación y distanciamiento, de acuerdo con conocidas   —163→   opiniones suyas235. Pero con este personaje avanza notablemente en la consecución de un procedimiento narrativo que había apuntado en sus dos dramas anteriores. En Un soñador para un pueblo, por medio del Ciego que aparece en ocasiones dando alguna información; más intensamente, en Las Meninas, con Martín. Éste, en sus palabras al principio de la acción, traza expresamente la relación de los hechos representados con el espectador: «Se cuentan las cosas como si ya hubieran pasado y así se soportan mejor» (p. 12).

Esta técnica hace posible que en El concierto de San Ovidio la apertura o esperanza tenga un sentido más definido y concreto que en dramas anteriores. La ambigüedad final de Historia de una escalera y de En la ardiente oscuridad, Hoy es fiesta o Aventura en lo gris, debía ser resuelta por el espectador. Ahora él debe igualmente juzgar, pero cuenta con un dato objetivo para hacerlo: Haüy ha comenzado a «abrir la vida» a los niños ciegos que educa236.

Unas preguntas ponen término a sus palabras: «Si ahorcaron a uno de aquellos ciegos, ¿quién asume ya esa muerte? ¿Quién la rescata?» (p. 112). Como en tantas ocasiones, y justamente en un drama de tan acusados perfiles sociales, Antonio Buero Vallejo continúa insistiendo en lo que uno de sus personajes, la Investigadora de El tragaluz237, llamó «la importancia infinita del caso singular»238.

(Publicado en Anales de Filología Hispánica, 5, 1990).





  —165→  

ArribaAbajoEl sueño de la razón y el poema Pinturas negras

Antonio Buero Vallejo publicó en 1975 «Dos poemas»239 que guardaban directa relación con recientes piezas suyas: «La Fundación»240 y «Pinturas negras», texto para el monodrama musical «Schwarze Bilder», del compositor Tilo Medek241. Este singular poema se centra en uno de los temas fundamentales de El sueño de la razón242 y considera algunos de sus elementos esenciales, los que tienen que ver con la respuesta de Goya, por medio de las pinturas que lleva a cabo en las paredes de la Quinta del Sordo, a su situación personal y a la negativa realidad de la España de su época. El drama se desarrolla en diciembre de 1823,poco después de que la llegada de los soldados   —166→   franceses pusiera fin al trienio liberal, y el poema tiene las mismas referencias espaciales y temporales243.

Las primeras estrofas constituyen el planteamiento de la íntima tragedia del anciano pintor: sumido en la soledad de su sordera, se encuentra acosado y amenazado por «un regio fantoche / con manto y corona». El temor que, ante ello, se apodera de la persona no puede, sin embargo, sofocar su fuerza creadora, a la que sirve de acicate. El enfrentamiento entre las actitudes del rey y del pintor, su distinta condición moral, se manifiesta en la radical diferencia de sus reacciones.

Mientras el tirano responde a su miedo derramando la sangre del pueblo, a Goya le sirve el suyo para lograr el momento culminante de su producción artística: las Pinturas negras.

En El sueño de la razón se proyectan esos cuadros en escena y expresan plásticamente la voluntad de su autor de realizar su obra en España y, al tiempo, sumergen al público en el mundo alucinado del creador. El dramaturgo nos acerca con ellas, intuitiva, estética y dramáticamente a significados que el mismo Goya siente o propone y que se conectan con la evolución racional y vital que en la obra se plantea. Si «la casa es un hondo / sepulcro callado», quien la habita se encuentra en «un país al borde del sepulcro... cuya razón sueña...»244 ¿Es, pues, la muerte el último significado que se nos ofrece?

Goya conversa con su amigo Arrieta en un determinado momento de la segunda parte del drama y, preguntándose por el sentido de la vida y de su existencia, cuestiona igualmente la naturaleza y el valor de las pinturas que entonces hace. En el   —167→   poema se sugiere también un diálogo de Goya en el que alguien le apunta posibilidades y soluciones de las que él mismo no está muy seguro:



-¿Para qué vivimos?
Por el aire sordo
dos manos fraternas
le indican los muros
que esperan su huella.

-Sobre estas paredes
chorrea mi espanto.
El arte no es bueno
si nace del miedo.

La mirada amiga
rebate y afirma,
pero él desconfía:
sabe que sus manchas
a nadie deleitan.

Dedos piadosos
esbozan los signos
del mudo alfabeto
que sólo él entiende:

-También hay victoria
cuando el pincel vence
al terror inmóvil.

Las estrofas centrales del poema abordan esta decisiva cuestión: ¿es la valentía personal o es el terror el sentimiento que prevalece en esas creaciones? Goya recuerda entonces las pasadas formas bellas que pintó, los antiguos alegres colores, en nítida contraposición con estas larvas y negruras. La razón ha dado paso a unos fantasmas cuya única esperanza, la de la   —168→   bruja-niña Asmodea, «capitana de los hombres-pájaros», se desdibuja, convertida quizá como ellos en mera ensoñación. Aparecen por eso las Parcas, que pondrán fin a la vida del pintor cortando el hilo que la sostiene. Sin embargo, Goya sabe advertir, junto a sus miserias, su humana grandeza, la de haberlo previsto, venciendo al destino con sus pinturas. Estas ideas aparecen expresadas, a veces con idénticos términos y frases, en uno de los parlamentos dirigidos a Arrieta:

¿Para qué vivimos? (ARRIETA le muestra los muros con un ademán circular. ) ¿Para pintar así? Estas paredes rezuman miedo. (Sorpresa de ARRIETA.) ¡Miedo, sí! Y no puede ser bueno un arte que nace del miedo. (ARRIETA afirma. ) ¿Sí? (ARRIETA traza signos. ) ¿Contra el miedo?... (ARRIETA asiente. ) ¿Y quién vence en estas pinturas, el valor o el miedo? (Indecisión de ARRIETA.) Yo gocé pintando formas bellas, y éstas son larvas. Me bebí todos los colores del mundo y en estos muros las tinieblas se beben el color. Amé la razón, y pinto brujas... Son pinturas podridas. (Se levanta, pasea. ARRIETA traza signos.) Sí. En Asmodea hay una esperanza, pero tan frágil... Es un sueño. (Compadecido el doctor forma nuevos signos. GOYA sonríe con tristeza.) Quizá los hombres-pájaros sólo eran pájaros. Otro sueño. (ARRIETA baja la cabeza. GOYA señala al fondo. ) Mire Las Parcas. Y un gran brujo que ríe entre ellas. Pues alguien se ríe. Es demasiado espantoso todo para que no haya una gran risa... Este muñeco que sostiene una de ellas soy yo. He vivido, he pintado... Tanto da. Cortarán el hilo y el brujo reirá viendo el pingajo de carne que se llamó Goya. ¡Pero yo lo preví! Ahí está. (ARRIETA traza signos. ) ¿Para qué irse de España? No suplicaré a un felón. ¡Pintaré mi miedo, pero mi miedo no me azotará en las nalgas!.


(pp. 148-149)                


Elementos trágicos y esperpénticos se unen, como en el drama, en el poema, representados aquí por la visión degradada

  —169→  

imagen

José Bódalo y Miguel Ángel en El sueño de la razón, 1970.

  —170→  

imagen

Renato de Carmine y Magüi Mira en El sueño de la razón, 1988.

  —171→  

que el pintor aragonés tiene de sí mismo y que proyecta en la risa del brujo ante «el pingajo de carne», junto a la elevada dignidad que manifiesta al juzgarse y al confirmar su decidida rebeldía.

En la parte final del poema, que funciona como conclusión y resumen del mismo, son dos las ideas que se entremezclan. Una de ellas alude al lema del Capricho 43 («El sueño de la razón produce monstruos»), que el título del drama recoge parcialmente y que muestra una acentuada ambigüedad. Los monstruos que engendra la razón cuando duerme tienen el peligro de la mendaz deformación de la realidad, a la que a veces cede el anciano pintor, pero al mismo tiempo expresan las más hondas posibilidades del arte, las vías no racionales del conocimiento. Las alucinaciones de Goya, la exteriorización de sus sentimientos y sensaciones, la percepción de la realidad que el espectador tiene con él durante la mayor parte de la pieza escénica, rompen igualmente la separación entre sucesos reales y ficticios, entre la supuesta objetividad y el mundo subjetivo, enriqueciéndolos con la ambivalencia. Esta dualidad la apunta Arrieta al responder a las preguntas del padre Duaso:

DUASO.-  [...] Esas pinturas de la quinta... ¿son realmente malas?

ARRIETA.-  No creo que sean buenas.

DUASO.-   ¿Por qué no?

ARRIETA.-   Él mismo dio la respuesta en uno de sus grabados... «El sueño de la razón produce monstruos».

DUASO.-   ¿Siempre?

ARRIETA.-   Tal vez no siempre..., si la razón no duerme del todo.


(pp. 157-158)                


Y de modo similar se advierte en estos versos:



Los pintados gritos
de esa sepultura,
¿son luces del genio
o triste demencia?
—[172]→

En un aguafuerte
él ya ha respondido:
La razón dormida
sólo engendra monstruos.

¿Siempre? ¿Siempre? ¿Siempre?
Puede que no siempre,
cuando la razón
no duerme del todo.

La segunda se refiere a un aspecto que tiene especial importancia, el de la esperanza o el final cerrado de la historia y del personaje. El sueño de la razón ha sido considerado por ciertos críticos como un drama muy pesimista, y, efectivamente, poco abierta parece su conclusión. Sin embargo, ciertos elementos sugieren, cuando menos, una medida ambigüedad. La acotación señala que «una extraña sonrisa le calma el rostro» a Goya cuando contempla finalmente sus pinturas. Leocadia tiene entonces «una dolorosa y misteriosa mirada». En el último instante, el amenazador Aquelarre se agiganta, pero entre tanto se repite una y otra vez la prometedora frase: «¡Si amanece, nos vamos!», título del Capricho 71. Además de esa dudosa apertura para los personajes, puede haberla para los espectadores, que, tras caer el telón en el escenario, han de comportarse de manera diferente, puesto que la acción catártica de la tragedia les ayuda a no caer en los mismos errores que han presenciado en escena245. Por otra parte, al igual que ya se ha cumplido alguno de los deseos de Goya («Acaso volemos un día»), existe la   —173→   posibilidad de un tiempo futuro de seres humanos purificados, como sucede en el mundo de El tragaluz.

En «Pinturas negras» no encontramos tampoco, lógicamente, una afirmación terminante, pero se acrecienta, gracias al perspectivismo histórico246, la esperanza de unos seres futuros que podrán apreciar el valor de unos «cuadros seniles» de los que su autor duda. Goya aguarda la muerte pensando ese limpio mañana y la elección entre genialidad y demencia puede resolverse para el lector en esplendente claridad, precisamente por la presencia de las pinturas:


Y el anciano terco
a quien dicen loco
empuña pinceles
de inmensa cordura
y viaja entre ahorcados
al refugio ardiente
de una soledad
que aguarda legiones.

Son las legiones en las que Eloy confiaba en Mito y que él mismo representaba247. A la luz de estos versos buerianos,   —174→   la esperanza de El sueño de la razón constituye una realidad menos insegura para quienes contemplan la gigantesca figura de Goya y la extraordinaria grandeza de sus Pinturas negras.

(Publicado en Montearabí. 12, 1991).



  —175→  

ArribaAbajoLlegada de los dioses, tragedia de la inautenticidad

Plantea este drama de Buero Vallejo una serie de cuestiones no suficientemente claras, sobre todo por las opiniones tan opuestas que ha provocado. Ha sido ésta, quizá, la obra que más ha dado que hablar, en cuanto a concepción dramática se refiere, de todas las estrenadas en la presente temporada. Ahora, cuando ya no se encuentra en cartel, puede ser un buen momento para la reflexión sobre sus más importantes aspectos.

Llegada de los dioses es la tragedia de la inautenticidad como forma de vida en la sociedad actual, que peca precisamente de debatirse entre apariencias, olvidando el sentido último de las cosas. Todo nos invita a sumergirnos en un mundo sin sentido de banalidades e hipocresías, dejando de lado lo único que aún puede interesar al hombre: su propia autenticidad, su valentía para reconocer en qué situación vivimos, qué estamos haciendo aquí y, lo que es más decisivo, qué nos cabe esperar. El origen de esta disposición no puede ser más diverso y va desde el descuido personal hasta la educación deformada y ciertas utopías revolucionarias.

Aparentemente la tensión entre dos formas de concebir la existencia se centra en las figuras de Julio y Felipe, introduciendo el típico conflicto generacional, ya tocado por Buero en otras obras. Julio ha cegado al conocer que su padre torturó en   —176→   la guerra. Se destruye la imagen del dios, descomponiendo la vida del hijo. Pero a poco que meditemos, observaremos que eso es tan sólo el comienzo. La escisión entre padre e hijo es la que se da en cada hombre. Todos la tenemos en lo profundo del ser, más o menos acentuada. Cuando la diferencia parece no darse es porque nos hemos acomodado a un concepto superficial de la existencia que nos hace olvidar y cerrar los ojos ante toda otra realidad; condición tanto más grave y desastrosa cuanto menos conciencia se quiera tener de ella.

Buero se coloca como espectador de los hechos en una situación-límite cargada de sentido teatral. No crea el problema, le da concreción encarnándolo en las figuras del ciego y del padre, causante principal de la ceguera. El conflicto adquiere así un tinte netamente dramático y la acción discurre con fluidez y acierto. Además la solución no es unívoca y depende de cada individuo particular. El autor no puede dar respuesta porque no concibe su misión de ese modo. Es el espectador (y esto es una feliz constante en toda la producción bueriana) quien en definitiva decide y sentencia, porque su posición se ha visto complicada por los sucesos del escenario.

Julio y Verónica, juventud llena de deseos de una vida mejor, chocan con un mundo hipócrita y pervertido, peligroso por su esencial perdición y, más todavía, por intentar transmitirla. Nuria es sólo una creación, un producto de la burguesía que educa a su modo y manera en el placer y en la falsedad: «Esa pobre niña me da lástima. La habéis deformado tanto que no resistiría la verdad...» La proyección hacia el futuro, como la absoluta tranquilidad ante la muerte que causan con sus luchas, es lo que se hace intolerable.

Esa sociedad ha hecho la guerra, ha torturado, vive en una agradable «ceguera azul» alardeando de «muchas caridades», falsos humanitarismos y un dudoso progreso, mientras rechaza la ceguera real que ha provocado. Su mismo lenguaje es signo patente de fingimiento: «Hay que callar. O aplicar vuestro   —177→   asombroso lenguaje. La caricia obscena es un beso amistoso; la traición a un amigo, piedad por una mujer insatisfecha... Y la hija es ahijada. ¡Todo, antes de que vuestro bello pantano se remueva!».

Julio, sin embargo, no está del todo libre de culpa. En la primera parte resalta su limpieza ante la corrupción de los mayores; sólo al final Verónica le reprocha su insinceridad por entregarse a visiones degradantes que a nada conducen. En la segunda vemos a Julio desde otra perspectiva: sus imaginaciones continúan, sus ataques están llenos de despecho, el comportamiento con su amante es injusto. Ésta le indica cómo están, aunque les pese, en la sociedad que desprecian: «Creemos haber roto con ese mundo y aquí estamos, disfrutando de sus comodidades... Cuando trazamos sus mordaces caricaturas, proyectamos en ellos nuestra propia caricatura... Es ingenuo pensar que ya somos diferentes y no advertir que todavía nos tienen contaminados». El origen de la ceguera de Julio es difícil de establecer, porque en él se unen muy diversas motivaciones de signo opuesto. La complejidad presta al personaje positiva calidad vital.

El espectador tiene el privilegio de conocer todos los puntos y resortes, porque ha de decidir su propia actitud. Por ejemplo, cuando se proyectan las acuarelas del padre, Julio se engaña con datos objetivos, ya que todos, pese a las protestas de Felipe, exageran la semejanza de Minerva con Verónica. Nosotros vemos que «el parecido es vago». No se trata, como a veces se ha criticado a Buero, de una burla trágica, de un extraño consorcio entre el autor y el espectador, que permanecen absurda y despiadadamente quietos ante los vaivenes de unos personajes a los que se cierran todas las salidas. Es que cada espectador ha de comprometerse ante la acción dramática y ante los personajes que la polarizan en uno u otro sentido.

Julio ataca el mundo de su padre. Le sobran razones para ello. Y lo hace profundamente convencido de que él es radicalmente   —178→   distinto. Felipe, a su vez, tiene buena voluntad, incluso nobleza al decidir entregarse si puede beneficiar al hijo. Quiere a Julio a su modo y a su modo intenta salvarlo. Esta ambivalencia propia de las criaturas dramáticas de Buero Vallejo no significa indecisión, sino apertura a una amplia serie de posibilidades vitales e insumisión a unos moldes estereotipados.

Hay una situación básicamente explícita; la oposición a un modo de vivir inauténtico y las críticas a una burguesía estúpida, engreída y criminal están patentes. Es un primer sentido. Mas, como en la vida, no es ésta toda la verdad. Unos y otros, aun los que puedan parecer más puros, tienen su parte de culpa. Sólo Verónica se presenta como un personaje aparte. Ella está fuera de toda sospecha y la revolución que quiere hacer no podrá causar víctimas. Es el ideal de Julio, la noble ansia juvenil que lo conducirá a la salvación; es la mujer que lleva al protagonista hacia la verdad, mientras que Nuria, inocentemente, lo guiaría al mundo de donde debe huir.

En toda la obra se da una referencia constante a la guerra y, sin embargo, no es un drama sobre la guerra. Esta es parte de la violencia que sufrimos y que se muestra de formas menos dañinas en apariencia, como la contaminación o la injusticia. La tortura, crueldad de rancia tradición y, al tiempo, problema casi insoluble que preocupa profundamente al autor, es otro modo de coacción que determina con su presencia conflictos que no se habían pretendido. Guerra, tortura, violencia estructural, hacen posible el final en cualquier momento y son frío testimonio de la básica impostura de un mundo que las acepta como partes integrantes.

Es un tema lleno hoy de una terrible sugestión y Buero lo concibe como exponente máximo de un tiempo extremo. El móvil que se agita en escena y llena de temor a Julio es un torbellino que no sabemos dónde nos conducirá, es el reflejo palpable de la amenaza continua a la que estamos sometidos. Las

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imagen

Francisco Piquer y Concha Velasco en Llegada de los dioses, 1971.

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grietas del escenario, otra muestra de la rica simbología de la obra son nuestra propia y penosa inestabilidad.

Arturo del Hoyo definió certeramente en 1949 por qué Historia de una escalera era una tragedia: «...Tragedia en el sentido de dramatización del hombre entero... La tragedia surge cuando el autor se enfrenta no con una situación especial de algunos personajes, sino al cogerlos a todos por los cabos de las raíces de su humanidad...» Buero ha continuado el empeño de realizar un teatro de significación trágica porque busca el último sentido de lo dramático, del hombre y de la sociedad. Sólo él y Sastre, por caminos distintos, intentan en España una revitalización de la tragedia, con la idea común de que la esencia de lo trágico está en la búsqueda de lo más profundo y radical de la existencia humana.

En Llegada de los dioses la tragicidad radica en la grave magnitud del problema. No se trata, evidentemente, de portarnos mejor con nuestros hijos o de no envidiar al padre, sino de tomar (y esto engloba lo anterior) una postura limpia, coherente y definitiva ante la realidad que nos ha tocado vivir, que, mejor o peor, está ahí, y que a nosotros se debe en buena parte.

Buero ha propugnado siempre la apertura de la tragedia como género. En Llegada de los dioses hay esperanza a raíz de la purgación de Julio. Éste, al final de la primera parte, es presa del horror trágico y posteriormente es tentado con una falsa purgación: «Si hay que olvidar para retener esta inmensa pintura, olvidaré. Olvidaré que ese azul está envenenado». Pero después la purificación se produce en un sentido pleno. Es una catarsis de la piedad y del terror que hace posible al protagonista mirar de nuevo al frente.

Han sido necesarias dos muertes porque el castigo ante la violación del orden no se puede soslayar. La muerte, por otra parte, es un modo de mostrar una mutación brusca y tajante, ocasión propicia para el cambio y la reflexión. Es un valioso símbolo de significado manifiesto. Nuria es la inocente víctima   —181→   de una situación que otros crearon. Su hermano había entrevisto el fatal desenlace de una forma abiertamente alegórica, indicando la responsabilidad del suceso. Los demás personajes, conjunto que completa en el drama la posición de Felipe, desaparecen sin mención, síntoma de que sus vidas continuarán por los mismos cauces de falsía y artificio, a pesar de los avisos. Julio, siempre acompañado por Verónica, recibe en la expiación la luz, mientras que, en aparente paradoja, pierde la visión que había recobrado.

La esperanza existe porque estando «desesperadamente abrazados» afirman: «¡Moriremos caminando!». No estamos ante un ambiguo eclecticismo, sino ante una amplia y envolvente concepción de la realidad. No es eludir el compromiso, sino asumirlo en la única forma posible de purgación. Julio desecha con estas palabras la irónica esperanza que se le presentaba como porvenir («Vivimos esperando el fuego, la explosión que ya nadie evitará. El fin de una era.») y emprende el camino, doloroso pero verdadero, que Verónica le señaló entonces. La esperanza es fruto del reconocimiento y de la lucha interior: «Nunca sabré por qué he cegado. Sólo sé al fin que no soy un dios, sino un enfermo de tu mundo enfermo. Si llegan un día, otros serán los dioses. No soy mejor que tú: yo también te he torturado hasta la muerte. Pero ella está sana... Esa esperanza me queda: que su salud llegue a ser la mía... La débil y avergonzada esperanza de un niño desvalido, ansioso de un padre y de una madre... Adiós. Descansa. Yo no descansaré».

Julio, otra vez ciego, quizá para siempre, ha recibido el castigo, pero se ha beneficiado. En la eterna tensión hombre-sociedad ha vuelto a vencer el individuo. La libertad frente al destino. Victoria que no supone una coronación sino un comienzo, el de la lucha interna de la existencia. Esa es la vía de verdad que se presenta a los seres humanos.

Insiste Buero, esta vez de una forma completa, en la técnica de introducir al espectador con esa profunda participación psíquica   —182→   que él cree la más eficaz. Enlaza así el último sentido de la tragedia (valor ejemplar y reconocimiento) con la forma dramática. La repetición de los apagones junto con la presencia de las imaginaciones, objetivación de la conciencia de Julio, quizá molesten. Es el primer paso para la atención y la comprensión, el asombro que lleva a reflexionar. El espectador es la clave de la obra. ¿Que hay cansancio y fatiga ocular? De eso se trataba precisamente, al menos como sensación inicial. Si hay algo que criticar será la oportunidad de esa técnica, no su sentido, lo que trasciende abiertamente esta obra por tratarse de un presupuesto estético básico en toda la producción de Buero.

Es posible que en algunas escenas o situaciones haya un regusto de melodramatismo o un abuso de casualidades. Buero indica en su excelente trabajo sobre la tragedia que «casi todas las tragedias tienen algo -y aun mucho- de melodrama». Todo ello son, desde luego, puntos para tener en cuenta, pero no lo fundamental a la hora de juzgar. Y, por supuesto, hay justificación simbólica y funcional para todos esos «efectos».

En cuanto a la impresión de la pura y simple contemplación de la obra dramática como productora de placer estético, es cierto que otras piezas de Buero pueden dar sensación mayor de plenitud. Esto es patrimonio de cada espectador y las posturas en este sentido no tienen, en principio, justificación ni posibilidad de rechazo. Por otra parte, en el efecto total influyen una importante serie de circunstancias y elementos no imputables al autor y que condicionan poderosamente la impresión estética global.

Esta obra cambia la forma externa de los dramas de Buero. Es un mundo que puede enlazar en algún sentido con el de Madrugada o La señal que se espera, pero ahora se trata de gentes que no habían hecho su aparición como tal clase en el resto de sus piezas. Estamos «en las islas de un bello archipiélago», muestra de alegría y explosión de feliz vitalidad. La belleza del cuerpo humano es un canto más a la dicha.   —183→   Mientras, en poderoso contraste, los peligros rondan y las granadas de la última guerra aún están enterradas y como en acecho. Las amenazas no dejan de existir, por más que cerremos los ojos.

Apariencias, pues, distintas, notable avance técnico, similitud de contenido en lo esencial. Se trata de un proceso de evolución integradora, que utiliza y aplica indagaciones y aciertos anteriores. Llegada de los dioses es un excelente ejemplo de buen teatro y, si no es la mejor obra de Buero, esto no le resta un ápice de calidad.

(Publicado en La Estafeta Literaria, 493, 1 junio 1972).



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ArribaAbajoLa Fundación en el teatro de Antonio Buero Vallejo

El análisis de la última obra que hasta ahora ha estrenado Buero Vallejo puede brindarnos una precisa visión de su dramaturgia. Buero, en los veinticinco años de autor teatral que acaba de cumplir, ha ensayado una continuada sucesión de procedimientos técnicos para expresar determinados contenidos que La Fundación resume en buena parte.

Había procurado Buero en varios de sus dramas que el espectador participase en la acción de modo directo, a través de diversos efectos o de su identificación con un personaje clave. Desde el apagón total de En la ardiente oscuridad hasta la obligada «visión» a través de Julio en Llegada de los dioses, pasando por la escena sin luz de El concierto de San Ovidio y la unión a la sordera de Goya en El sueño de la razón, toda una serie de efectos de inmersión, según la denominación propuesta por Ricardo Doménech, han ido plasmando los propósitos del autor. Es, sin embargo, en La Fundación donde tienen lugar de forma más radical y completa.

El espectador ve lo que ve Tomás e interpreta a su manera la realidad; cree en la «Fundación» hasta que Tomás se hace consciente de que se halla en una cárcel que él ha enmascarado. Hay una perfecta adecuación entre la forma y el contenido del drama, porque la actitud enajenada de este personaje es también   —186→   usual en el espectador con relación a otras «Fundaciones». No comprendemos, pues, cómo alguien ha podido hablar de un simple truco de carpintería teatral.

Al mencionar esta «identificación» extrema conseguida por Buero, es evidente que no nos referimos a aquella que Brecht criticaba escribiendo que, «cuando la corriente entre escenario y público se producía sobre la base de la identificación, el espectador sólo podía ver lo que veía el héroe con el cual se identificaba»248. Esto ocurre en un primer momento. Pero la identificación con Tomás y su «locura» es tan sólo un paso previo hacia la reflexión crítica que se impone objetivamente al espectador al propio tiempo que al personaje.

Queremos, por otra parte, destacar algo de interés al respecto. Tomás traicionó a sus compañeros tras ser torturado, y todos son por ello encarcelados y condenados a muerte. Ya en la cárcel forja el mundo de la «Fundación», en la que se encontrarían para perfeccionar diferentes investigaciones. Cree también que su novia, Berta, está en otros pabellones de la misma «Fundación» y que a veces viene a verlo. En un diálogo que ambos sostienen al comenzar la representación, ella, que es solamente un desdoblamiento de la personalidad de Tomás, le dice por dos veces: «Aborrezco a la Fundación». En la objetivación de su pensamiento hay, pues, incluso inicialmente, una oposición o tensión dialéctica entre el haz y el envés de la «Fundación» y, en definitiva, de nuestro mundo, por ella simbolizado. Y si su posición no es unívoca, no puede ser tampoco total la adhesión del espectador.

La actitud de Tomás, que enloquece ante la propia deslealtad como el Padre de El tragaluz enloqueció ante la ajena, es, con todo, plenamente inauténtica. Nos hace recordar la de Irene, en tanto que inventa una realidad exclusivamente personal, paralela y opuesta a la de los demás. Pero si en Irene, o el   —187→   tesoro tenía ello unas connotaciones positivas, aquí se trata de algo negativo en su raíz. Porque Tomás, con el «sueño», rehúye su responsabilidad, se evade de ella. Irene escapaba de la hostilidad que la rodeaba, Tomás ignora el daño que ha causado. El «sueño» de Irene era activo, el de Tomás renuncia a toda acción, aunque después sea precisamente a través de él, al igual que Silvano en Aventura en lo gris y Eloy en Mito, como llega a la actuación.

Es necesario, a la hora de llevar a cabo un estudio de La Fundación, distinguir tres factores o niveles que en ella se dan y que se condicionan entre sí. El primero lo situaríamos en un plano puramente individual. En una celda hay cinco condenados a muerte que reaccionan ante ella de modo peculiar. El más extraño es el de Tomás, que, como hemos dicho, es el inmediato culpable de la situación de sus compañeros y, al no resistir los hechos, concibe la fábula de la «Fundación». Su falsa actitud no es, sin embargo, única entre los miembros del grupo. Max ha preferido venderse a los guardianes con tal de conseguir unas ridículas compensaciones. Lino se aísla en una despreocupada reserva. Tulio es incapaz de soportar la «enfermedad» de Tomás. Sólo Asel se empeña en que éste cure, en una constante tensión entre él y los demás. La convivencia en esa situación límite se hace imposible aun entre compañeros que compartían idénticos ideales.

Los distintos aspectos de la vida en prisión de estos cinco personajes que esperan morir hacen pensar en lo que la pieza puede tener de autobiografía de Buero. Historia de una escalera encerraba elementos autobiográficos más o menos velados y La Fundación los explicita con suficiente claridad, como su autor ha confirmado. Si aquella primera obra se refería a la vida en la posguerra de los que habían padecido el resultado de la contienda, ésta alude a personas que han sufrido las consecuencias de su pérdida. No obstante, Buero, siguiendo su habitual modo de entender el teatro, deja en segundo lugar las circunstancias   —188→   vivenciales propias, de forma que los sucesos narrados alcancen un valor general.

Consigue con ello que los hechos opresivos, que la violencia del drama apunten a cualquier posición injusta y que la «Fundación» obtenga un significado más amplio. En En la ardiente oscuridad el colegio para «invidentes» creaba un mundo de ilusoria felicidad a costa de relegar lo esencial ofreciendo minúsculas recompensas; la «Fundación» es un genérico nombre referido a sistemas que encubren la realidad y hace olvidar sus limitaciones. Contra aquel estado de opresión y enajenamiento se rebelaba Ignacio y de él nos previene Asel al nombrar los presidios cuyas «celdas tendrán un día televisor, frigorífico, libros, música ambiental...» y darán la sensación de poseer «la libertad misma».

En este segundo nivel las «visiones» de Tomás simbolizan la alienación general, más peligrosa por pasar inadvertida. Asel, como Ignacio, quiere destruir esa falaz imagen. Pero la crueldad reinante es tal que él mismo está a punto de ceder a la agradable «ceguera azul» de la que se hablaba en Llegada de los dioses. Asel describe esa inútil violencia con palabras que nos traen a la memoria las de Eloy y las proyecciones de Mito:

Vivimos en un mundo civilizado al que le sigue pareciendo el más embriagador deporte la viejísima práctica de las matanzas. Te degüellan por combatir la injusticia establecida, por pertenecer a una raza detestada; acaban contigo por hambre si eres prisionero de guerra, o te fusilan por supuestos intentos de sublevación; te condenan tribunales secretos por el delito de resistir en tu propia nación invadida... Te ahorcan porque no sonríes a quien ordena sonrisas, o porque tu Dios no es el suyo, o porque tu ateísmo no es el suyo... A lo largo del tiempo, ríos de sangre.


(Parte segunda, I)                


Asel, empero, sabe que nada le debe impedir la acción: «Duda cuanto quieras, pero no dejes de actuar». La acción en

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La Fundación, 1974.

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determinadas circunstancias plantea una cuestión que, a mi entender, es la más comprometida del drama y une aspectos sociales, morales y políticos: la imperiosa necesidad de disociar la crueldad y la violencia. «Si no acertamos a separar la violencia de la crueldad, seremos aplastados», dice Tomás a Lino reprochándole la «atrocidad sin sentido de haber dado muerte a Max. De no atender a ello, se convertirán en otros administradores de la muerte». Así se rompe la alternativa víctimas-verdugos que Buero había establecido en La doble historia del doctor Valmy y El tragaluz, y que en La Fundación recuerda Asel.

Con este problema se conecta directamente el de la tortura, que el autor había tratado con detenimiento en La doble historia del doctor Valmy y en Llegada de los dioses. La tortura, que Buero definió como «uno de los problemas-límite del hombre, frente al cual las ideologías encuentran su talón de Aquiles»249, muestra con toda su crudeza la urgencia de la difícil separación de violencia y crueldad. Desde la perspectiva de Asel, a quien la confesión de Tomás va a llevar a la muerte, éste actuó como un ser humano, «fuerte unas veces y débil otras», con lo que se sitúa por encima de la fácil propensión a una condena extrema y sin reservas.

Deliberadamente Buero no concreta las circunstancias espacio-temporales en las que la obra se desarrolla («¿Habré de recordarte dónde estamos y con cuál de esas matanzas nos enfrentamos nosotros? No. Tú lo recordarás»). La misma generalización se daba en El tragaluz, Mito o Llegada de los dioses, debido a diversas razones. Por una parte el teatro, en tanto que arte, debe ofrecer sus contenidos de modo implícito; la determinación exacta particulariza, además, asuntos que no deben reducirse a términos singulares. Cabría también aludir al teatro que puede estrenarse en un momento y lugar determinados. Nos parece, no obstante, que, a pesar de las acusaciones de   —191→   ambigüedad, nos encontramos ante una obra aplicable en su totalidad a nuestro tiempo y a nuestra sociedad.

La Fundación es un drama que arranca del comportamiento particular de unos individuos (plano ético) y llega al de sus relaciones entre sí y con el mundo que los rodea (plano social-político). La actitud de Tomás y su posterior evolución o la decisión final de Asel han de entenderse en el marco de unas relaciones socio-políticas que se observan sin dificultad. Quizá era posible concretar más, pero hacerlo así, por encima de un modo determinado de gobierno, es, cuando menos, perfectamente legítimo.

La generalización es de todo punto necesaria en el tercero de los niveles que venimos considerando, el relativo a una reflexión sobre la condición humana. La prisión que es en realidad la «Fundación» tiene una dimensión metafísica perceptible hasta la evidencia cuando Asel afirma que tras esa cárcel hay otra y otra después de ella. El modo de enfrentarse a esas limitaciones del mundo, de aspirar a la verdad y a la libertad, está justamente en la acción, pensamiento muy cercano al existencial.

En este sentido debe contemplarse la situación de unos condenados ante la muerte y la «alienación» de Tomás, exponente de una existencia inauténtica, aunque notablemente desfilosofizada. Su enajenación, de naturaleza también ontológica, oculta la realidad y olvida su fin próximo. La falsa alegría de Tomás, trasunto de un inconsciente y absurdo optimismo general que considera a la cárcel una confortable «Fundación», tiene que ver con la ocultación de los problemas en el mundo y en la vida.

Un aspecto de indudable interés es el modo de utilizar el tiempo dramático con relación al del espectador. En El Tragaluz a través del futuro (Investigadores) se juzgaba el presente (sucesos del escenario y tiempo del espectador) y el pasado (acción de Vicente que originó la tragedia). Ahora, una acción actual nos lleva a una visión crítica de nuestro inmediato pasado. A su   —192→   vez, unos sucesos anteriores (los que en la obra se narran) proyectan su luz hacia el presente del espectador, hacia su vida en una «Fundación» y hacia el análisis de la condición humana.

La Fundación es una profunda tragedia. Lo es a pesar del nombre de «fábula» con el que su autor la denomina. O quizá su mismo carácter de fábula, en cuanto alegoría, le confiere el más hondo sentido trágico.

Uno de los más significativos caracteres de la tragedia bueriana es su apertura, que posibilita la esperanza de los personales y, sobre todo, del espectador. Cuando en La Fundación Tomás repara en que Lino va a ser acusado de la muerte de Max, con lo que desaparecen sus planes de evasión, actúa. Y lo hace utilizando su estado anterior de «sueño» para obtener un resultado positivo, porque tiene «el deber de vencer». Ante los dos compañeros aparece entonces, aunque sea «una probabilidad pequeñísima, quizá sólo una ilusión», la dudosa libertad a través de las celdas de castigo.

Pero al salir ellos el escenario vuelve a quedar como al comienzo de la obra, se oye la música de Rossini y sale el encargado con sus ropas de recepción. Todo hace pensar que la «Fundación» sigue su marcha, que ha concluido un ciclo para comenzar otro igual. Y recordamos el final de Historia de una escalera, con los proyectos de Fernando y Carmina, que repetían los de sus padres.

En cualquier caso, como ocurre en todos los dramas de Buero Vallejo, hay un resquicio de apertura y el espectador ha de decidir definitivamente, tiene en sus manos la esperanza. La Fundación reasume el teatro anterior de su autor y es, sin duda, una tragedia bueriana donde la participación del espectador y la esperanza agónica tienen ajustada y manifiesta plasmación.

(Publicado en La Estafeta Literaria, 560, 15 marzo 1975).



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ArribaLa verdad, el tiempo y el recuerdo: Lázaro en el laberinto y Música cercana

Entre 1985 y 1990 Antonio Buero Vallejo estrenó sus dos últimos dramas, Lázaro en el laberinto y Música cercana250. En ese período de tiempo ocurrieron también otros hechos muy notables con relación a su teatro. El concierto de San Ovidio tuvo en el Teatro Español de Madrid en 1986 un interesante montaje de Miguel Narros251, que llama aún más la atención por lo infrecuente de lo que debería ser práctica habitual. Al concluir ese mismo año se concedía a Buero el Premio Miguel de Cervantes, que por vez primera recaía en un dramaturgo, y se otorgó precisamente el día del estreno de Lázaro en el laberinto. La simultaneidad de estos sucesos ofrecía la evidencia del reconocimiento de una producción granada y de su continuación en una nueva obra en la que se seguía la fecunda trayectoria que inició casi cuarenta años antes.

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En el discurso pronunciado al recibir el premio recordaba Buero que vivimos en un mundo lleno «de inhumanos errores y de gravísimas alarmas» e invitaba a mirar hacia nuestros mayores maestros, que «supieron sumergirse en las vivas aguas de la imaginación creadora sin dar la espalda a los conflictos que nos atenazan y de los que también debemos ser resonadores»252. Esa doble perspectiva ha sido la habitual de nuestro autor desde En la ardiente oscuridad e Historia de una escalera hasta Lázaro en el laberinto y Música cercana. Tienen éstas, como con facilidad puede apreciarse, no pocos elementos temáticos y formales comunes. Una y otra, al igual que Jueces en la noche y Diálogo secreto, son tragedias de hoy en las que se tratan algunos de los graves problemas que afectan a la sociedad española253 (aunque no de modo exclusivo): paro, droga, especulación, comercio de armas, corrupción y violencia. Y también, algunos meritorios intentos de liberación personal y social.

Buero, pues, se mantiene en el cultivo de la tragedia, base de todo su teatro. Con una cosmovisión trágica comenzó su escritura dramática «ante un panorama español soberanamente dificultoso» en el que, sin embargo, «cabía, pese a todo, intentar hablar, expresarse»254, y con ella se enfrenta ahora a una sociedad que no es propicia a lo que pueda significar reflexión o dolor. Porque, como ha indicado recientemente, «una de las   —195→   cosas más trágicas de nuestro tiempo es que la gente no se dé cuenta de lo trágico que es, hablando colectivamente, pero también de lo trágico que es para cada persona individual. La tragedia hoy en día debería tratar del problema de la puesta a punto de nuestro pensamiento, conforme a las experiencias actuales»255.

La tragedia ha llevado a cabo, desde sus orígenes, procesos dramáticos en los que se produce una búsqueda y un desvelamiento doloroso de la verdad. Eso ha sucedido, igualmente, en el teatro bueriano, en el que se pretende ayudar a liberarnos de nuestros personales laberintos y ocultaciones. En la ardiente oscuridad mostraba la lucha de Ignacio para llegar a la verdad contra la impostura del Colegio de invidentes; Velázquez se resistía al fingimiento de la Corte en Las Meninas; Tomás ha de reconocer la cárcel que parece una Fundación. La que Alfredo propone a René y a Sandra en Música cercana no es menos engañosa que aquélla, como la vida a la que somete a su hija es una prisión que, paradójicamente, resulta por completo inútil.

Lázaro en el laberinto es, de modo más evidente, una indagación de la verdad personal, al igual que lo fueron Jueces en la noche y Diálogo secreto. Esa persecución de la verdad, que podía verse ya en Las palabras en la arena y en Madrugada, se ha acentuado en los últimos dramas de Buero, quizá para advertirnos que una sociedad únicamente será libre y justa, por encima de las palabras, si es recto y moral el comportamiento de sus miembros. La culpa de Lázaro reside precisamente en no lograr el conocimiento de su pasado, a pesar de su interés aparente por no eludirlo256. La de Alfredo en Música cercana, en evitar una verdad que sabe.

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Lázaro tiene una adecuada actuación y así lo fue también su comportamiento pasado, salvo en un caso que parece no recordar con precisión. ¿Reaccionó valientemente años atrás y defendió a su novia del ataque de unos «fachas» enmascarados o, víctima del miedo, huyó abandonándola? La gravedad de los hechos implica una necesaria aceptación de lo ocurrido, de la responsabilidad personal. Esta responsabilidad tiene su mayor alcance en el modo de actuar de Alfredo, cuyo principio se encuentra en una infidelidad al amor. Ésta, como ocurrió en Historia de una escalera con Femando y Urbano, formó parte luego de un fracaso más amplio. La ficción amorosa que ahora pretende reparar con la memoria de Isolina no es la única. En un terreno próximo está la que mantiene en su relación con Lorenza257, y más peligrosa por sus implicaciones es su culpable y sólo aparente ignorancia de la naturaleza de sus negocios. Para Lázaro, pues, son hechos pasados cuya rectificación no es posible; para Alfredo, una ininterrumpida cadena de errores morales.

En algunas de sus primeras obras utilizó Buero el tiempo como elemento real de destrucción y como símbolo de otras limitaciones humanas. No ha sido infrecuente tampoco su empleo en la configuración formal de sus dramas, bien los históricos, aquéllos en los que se ofrecen momentos distintos de una misma vida, o en los que se analiza el presente desde el futuro. En Lázaro en el laberinto se imponen al protagonista recuerdos contrarios que el miedo no le permite discernir. Pero en Música cercana, la necesidad trágica de desvelar la verdad

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Lázaro en el laberinto, 1986.

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Lydia Bosch y Julio Núñez en Música cercana, 1989.

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se imbrica de modo absoluto con la problematicidad temporal. Alfredo intenta dominar el tiempo porque lo teme, como Fernando en Historia de una escalera o Álvaro en El terror inmóvil258. Empeñado en volver atrás («¿Retrocedemos?» es la primera palabra que se pronuncia -y lo hace él- en la obra), expresa perfectamente en el título de vídeo que ha confeccionado («El tiempo en mis manos») lo que pretende. La realidad, empero, no admite esas posibilidades de manipulación que René señala: «Usted se para y quiere mover el tiempo mismo..., adelante y atrás..., para poseer mejor su vida» (p. 78). Y más adelante: «Detener por un momento el tiempo es volverlo infinito... Intentar que revele todo el infinito que encierra... Sería la claridad definitiva» (p. 112).

Sucede, sin embargo, que Alfredo no quiere esa claridad, no tiene el propósito de iluminar su pasado y alumbrar su responsabilidad y, al igual que simula desconocer la actividad de su empresa o lo verdaderamente ocurrido con Lorenza, se engaña al rescatar del pasado meras apariencias en un espejo que sólo recoge sombras. Por eso, al final de la obra, en su vídeo «no verá más que su propio horror» (p. 144), puesto que «no hay burlas con el tiempo» (p. 146).

Estos problemas éticos y metafísicos han de ser recuperados por el teatro, afirma Buero, que ha de considerar «la interioridad personal al lado de la exterioridad social»259. En Lázaro en el laberinto hay una breve conversación entre Amparo y Germán en la que éste duda de la eficacia de determinada literatura que une lo personal con lo colectivo. Amparo defiende, por el contrario, una actitud de equilibrio entre unos y otros   —200→   aspectos que responde al pensamiento bueriano y que se ve reflejado en las dos obras a las que nos estamos refiriendo:

GERMÁN.-   Si pudiera convencerte, también le daría un poco la vuelta a tu literatura.

AMPARO.-  (Asombrada.) ¿Sí?

GERMÁN.-  (Se levanta, con un dedo entre las páginas.) Tú escribes admirablemente, Amparo. (Pasea.) Pero ¿no te recreas demasiado en los aspectos intimistas y subjetivos?

AMPARO.-   ¿Y por qué no?

GERMÁN.-  Son tan insignificantes ante las tremendas realidades del mundo...

AMPARO.-  ¿Insignificantes?

GERMÁN.-  Quiero decir que la literatura no contribuirá a un cambio social positivo si se empantana en conflictos individuales.

AMPARO.-   La literatura puede muy poco siempre. Por lo menos, a la corta. Pero en esa literatura que tú llamarías individualista hay también obras, con una sociedad criticable al fondo, que quizá logren más de lo que pensamos.


(pp. 108-109)                


Junto a las dudas de conciencia del protagonista, hay en efecto en Lázaro en el laberinto una bien delimitada perspectiva social. Recordemos tan sólo unas palabras de las Máscaras: «Porque ahora hay que apalear a otros... O dispararles... O ponerles cargas de control remoto... O misiles individuales...» (p. 154). Por eso no se puede dejar de actuar y la recuperación de la memoria del pasado, el examen lúcido de la historia personal y colectiva260, es también inexcusable tarea de quienes con posterioridad han mantenido un comportamiento conveniente.

La responsabilidad social de las actuaciones individuales se percibe con total claridad en Música cercana. Alfredo está

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Buero Vallejo, Dos ventanas (pluma), 1948.

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comprometido en manejos ilícitos que al final se conectan de modo ostensible con la muerte de su hija. No hay entre aquéllos y ésta una relación causal directa, tampoco estamos ante casualidades, como afirma Javier, sino que se trata de una correspondencia fácilmente trazable. «En la punta de la navaja» (p. 144) que pone fin a la vida de Sandra se encuentra Alfredo, al igual que cuantos en nuestra sociedad se hallan inmersos en similares asuntos y contribuyen a las tropelías de quienes son menos despreciables que ellos mismos.

«Lo que haya de suceder nadie lo evita» (p. 115) sentencia Alfredo; el espectador sabe, por el contrario, que si individualmente se contribuye a esos criminales resultados, individualmente puede favorecerse su inexistencia. Sabe asimismo que Alfredo está ya atrapado por el tiempo, castigado y vencido por su egoísmo. Y ve el final en soledad de Lázaro, que habrá de expiar la culpa de su cobarde indecisión. Pero conoce igualmente que Mariano, Coral y, sobre todo, René son la esperanza de un futuro purificado y que seres como Germán y Javier, que ni siquiera llegan a dudar, están totalmente comprometidos y son responsables de esas inicuas consecuencias. El espectador de estos dramas ha de acogerse a la música salvadora de Coral sin aceptar la que nos sumerge en un recuerdo adormecedor e imposible261.

En Lázaro en el laberinto y en Música cercana se plantea nuevamente una pregunta fundamental, una vez que Silvia murió y también ha muerto Sandra. ¿Quién rescata la muerte de David?, se interrogaba Valentín Haüy en El concierto de San Ovidio. ¿Quién resucitará a Fermín?, decía Julia en Jueces en   —203→   la noche. La que puede parecer extrema dureza con Lázaro o con Alfredo al concluir los dramas responde a estos hechos irreparables en el tiempo.

Queremos, finalmente, referirnos a un importante aspecto, común a Música cercana y a Lázaro en el laberinto. Indicamos en nuestra Introducción a esta obra que en los dramas más recientes de Buero, desde Caimán, decrecía la utilización del punto de vista subjetivo262, que a partir de El sueño de la razón era el modo primordial de estructuración dramática263. En Lázaro en el laberinto y en Música cercana se reduce mucho la visión a través de sus protagonistas, pero es de la mayor importancia la identificación que con ellos se produce (alucinaciones auditivas de Lázaro e imágenes y recuerdos de éste y de Alfredo). Sólo si oímos el teléfono y vemos a los enmascarados con el librero y si sentimos la presencia de Isolina joven «que cose en el pasado» con el padre de Sandra264, podremos percibir la dimensión cabal del drama y la auténtica condición de sus personajes principales265

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Lázaro en el laberinto y Música cercana son, como hemos podido advertir, tragedias de muy depurada construcción en las que es elemento central la necesidad de un compromiso decidido con la verdad. Es esa la única manera de responder adecuadamente ante la propia conciencia y ante los problemas de nuestra sociedad y de vencer al tiempo sin perderse en infructuosos recuerdos.

(Publicado en Estreno, XVII, 2, otoño 1991).