Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

De re bueriana

(Sobre el autor y las obras)

Mariano de Paco



portada






ArribaAbajoBuero Vallejo y el teatro

(Entrevista)


  —13→  

No es tarea fácil hacer una entrevista a Antonio Buero Vallejo. No lo es a pesar de su cordialidad, de su atención y, por supuesto, de su paciencia. Porque Buero (cuarenta años de teatro) ha respondido en múltiples ocasiones a preguntas semejantes, ha contestado repetidamente a cuestiones a veces casi idénticas. Queremos, sin embargo, intentarlo de nuevo en una conversación que recuerde cuanto con él tiene que ver: su vida, sus escritos, el teatro, pensamiento y opiniones... Y, como punto de partida, algo que sirva, si esto es posible, de compendio.


M. de Paco                


*  *  *

-¿Qué es el teatro para Antonio Buero Vallejo?

-Íntimamente, un intento de arte, de pensamiento, de desahogo y de autorrealización. Mirando hacia fuera, la tentativa de crear un público y de conectar con él.

-Y ahora comencemos hablando de su infancia. Vd. ha dicho siempre que las primeras letras las recibe de su padre y que, gracias a él, se inclina tempranamente hacia la pintura y el teatro...

-Sí, porque él ya lo estaba. Aunque nunca la practicó, le encantaba la pintura y coleccionaba catálogos, libros de reproducciones que yo miré y remiré durante mis años infantiles. Y   —14→   era aficionadísimo a la escena: a leer teatro y a verlo. Porque él las compraba, leí de niño cientos de comedias, y de su mano fui a ver las primeras a que asistí.

-¿Hay otros puntos de contacto entre sus recuerdos de niño y el mundo del teatro?

-Por supuesto, porque yo era niño teatral. En más de una ocasión he rememorado aquel maravilloso teatrito infantil, que conservo, y aquel otro, casi «total», a que jugué largamente con varios amigos.

-También son tempranas sus aficiones literarias. Ya en 1932 ganó su primer premio, con la narración «El único hombre», en un concurso literario... ¿Escribía con frecuencia?

-¡Qué va! Escribía, pero muy de tarde en tarde, tonterías, incluso algunos versitos... Y a aquel concurso me presenté sin la menor ambición literaria. Lo que yo quería era ser pintor, y venía dibujando incansablemente desde, al menos que yo recuerde, mis cuatro años.

-Por aquellos años hay un profundo cambio en su actitud religiosa. ¿Por qué causas se produce? ¿Qué piensa hoy de Dios y en qué cree Buero?

-Fue la consabida crisis de la adolescencia, crisis de pensamiento facilitada por lecturas y reflexiones ya muy abundantes. Así fui pasando de la honda fe acrítica de mi infancia al abandono de toda creencia. Mucho después la cuestión vuelve a interesarme, sencillamente porque me interesa el enigma del mundo y ese enigma no está resuelto. Y acaso porque, como alguna vez he dicho, la estructura de mi pensamiento es religiosa aunque yo no crea. No vuelvo, pues, a ninguna creencia concreta, y menos a una confesión, ante algo que me parece inefable, informulable.

-Al concluir sus estudios de bachillerato marcha Vd. a Madrid y se matricula en la Escuela de Bellas Artes. Participa en los cursos nocturnos que la F.U.E. organizaba para los obreros en la Universidad de San Bernardo. Surgen entonces

  —15→  

imagen

Buero Vallejo, El mundo de Goya (pluma), 1931.

  —16→  

imagen

Buero Vallejo, El mundo de Homero (pluma), 1934.

  —17→  

sus primeras preocupaciones políticas y sus simpatías por el Partido Comunista...

-Participé en aquellos cursillos de la F.U.E. pero muy parcamente; quizá no pasaron de dos las charlas que di. Sin embargo, mi preocupación política era ya grande desde mucho antes. La juventud de aquellos años estaba muy interesada en la cuestión socio-política, y dividida ya, en premonición de nuestra guerra, en dos tendencias muy radicalizadas. Desde luego yo estaba en la de la izquierda, por estar muy sensibilizado ante la injusticia social. El Partido Comunista me atraía más que cualquier otro, pero no me afilié a él hasta bien entrada la guerra, y en él seguí, activamente, todos mis años de prisión y algunos más. Después, poco a poco, fui alejándome de la militancia -aunque no de ciertas convicciones básicas- por toda una serie de dudas ideológicas y tácticas que, sin embargo, no me impidieron asumir públicamente actitudes cívicas en numerosas ocasiones. Así que, desde hace muchos años, no milito en ningún partido.

-Junto al gusto por la pintura, el teatro y la literatura, es muy notable su afición a la música. ¿Se inició ésta en esos primeros años madrileños, en los que tocaba la pianola de sus tíos?

-¡Ja, ja! No. De la buena música era yo muy devoto desde chaval. Si mi padre me hubiera comprado, a mis nueve o diez años, un violín de juguete del que me encapriché, quién sabe si no sería yo ahora músico. A eso mi buen padre no llegó, aunque sí me regaló una armónica; pero no iban por ahí mis predilecciones. Después, a mis diecisiete o dieciocho años más o menos, pude tocar la pianola de esos tíos míos durante innumerables tardes; y nunca he sido más feliz.

-Comienza la guerra civil y, mientras espera la movilización de su quinta, trabaja en el taller de propaganda de la F.U.E. Entre tanto, su padre, prisionero de la República, es fusilado; y su hermano, militar como él, encarcelado... ¿Qué   —18→   significaron para el joven Antonio Buero y cómo influyeron en sus convicciones tan negativos sucesos?

-Aquello fue, claro, muy doloroso; sobre todo lo de mi padre, porque lo de mi hermano tuvo remedio y yo mismo contribuí a arreglarlo al deponer en su favor ante el tribunal popular que terminó por absolverle. Pero el recuerdo de la muerte de mi padre no me abandona... Fue la comprobación personalísima de los crímenes que manchan cualquier causa en las pugnas históricas. Pero yo, aunque muy joven, no ignoraba que a todas las causas las mancha el crimen; ni que el bando contrario también estaba tan manchado por lo menos, si no más. De modo que seguí luchando por la República y por el pueblo.

-¿Qué fue de Vd. en los años de guerra que siguieron a su incorporación a las filas del ejército republicano en 1937?

-Me llevaron primero a un batallón de infantería que se entrenaba en Villarejo de Salvanés y cuyo comisario no tardó en incorporarme a su equipo de trabajo. Allí vino un día el médico húngaro Goryan, jefe de Sanidad de la 15 División, vio dibujos míos en mi mesa y me reclamó para su Jefatura en el Puesto de Clasificación Grozeff, en el frente del Jarama. Allí, y en las líneas, trabajé largo tiempo: creación de periódicos murales, escritos y dibujos en La Voz de la Sanidad o en publicaciones sanitarias para las trincheras, colaboración gráfica en dos libros escritos por Goryan y por su capitán ayudante Rodríguez Pérez, charlas, actividades culturales... Estabilizado aquel frente, el comandante Goryan pidió su traslado a otro más activo y nos llevó con él, a su ayudante y a tres colaboradores, al Ejército de Maniobra, donde fue Jefe de Hospitales y en donde reanudó la publicación de La Voz de la Sanidad y las actividades culturales y de capacitación en las que yo seguí colaborando. Así anduvimos de un lado a otro durante la retirada de Aragón, alternando nuestra vida de campaña con trabajo en el puesto de mando de Bétera o en la Jefatura misma de Valencia. Unificado el Ejército de Maniobra con el de Levante bajo el   —19→   nombre único de este mismo, mis tareas siguieron siendo las mismas; por algún tiempo las desempeñé desde un Hospital de Campaña de Benicasim, donde conocí en persona a Miguel Hernández, allí trasladado transitoriamente para reponerse de su agotamiento. Después, a Bétera de nuevo y a Valencia, en cuya Jefatura de Sanidad viví el fin de la guerra. Con toda disciplina decidimos quiénes deberían ir a los puertos para intentar salir -los de mayor graduación, naturalmente- y quiénes deberíamos quedarnos. Yo, como simple soldado, me quedé; pasé dos o tres días en casa de un amigo, me fui después a la estación para intentar salir en algún tren hacia Madrid, pasé cuarenta y ocho horas en un mercancías repleto de soldados que al fin no salió; nos llevaron a todos a la plaza de toros, donde pasé unos días, y de allí nos fueron llevando, por expediciones sucesivas, a diversos campos de concentración. Yo estuve, en el mío, veintitantos días. Autorizados poco a poco a volver a nuestros lugares de residencia, llegué a Valencia y, en otro mercancías, a Madrid.

-Tras la estancia en ese campo de concentración (Soneja, Castellón), regresa, pues, a Madrid, donde es encarcelado y después procesado y condenado a muerte...

-Se nos había ordenando que nos presentásemos de nuevo a las autoridades. Yo estuve en una larga cola para ello, pero, ante la noticia de que nos iban metiendo de nuevo en campos, me volví a casa sin presentarme. Salía poco, pero no tardé en enlazar con compañeros de la guerra y empecé a trabajar con ellos en la reorganización del Partido, facilitando avales ficticios, imitando los sellos de caucho, etc. Al cabo de un tiempo sobrevino la previsible delación y nos fueron apresando a todos. En el juicio, a seis de nosotros nos condenaron a muerte. Cuatro de las sentencias fueron cumplidas; a dos nos conmutaron la pena por treinta años, que se fueron rebajando hasta salir a los seis años y medio en libertad condicional.

  —20→  

-Sigue un penoso peregrinar por prisiones y penales (Conde de Toreno, Yeserías, El Dueso, Santa Rita, Ocaña) ¿cómo fueron aquellos años?

-Sería largo de contar... Naturalmente, hambre; a veces incluso piojos. En Toreno, la despedida de los numerosos compañeros que sacaban muchas noches para morir, mientras yo esperaba lo propio. Diversas clases en el patio; yo di charlas de arte. Nos trasladaron a Yeserías cuando clausuraron como prisión aquel antiguo convento. Un mes, poco más o menos, en la que hoy es cárcel de mujeres. Yo ya estaba conmutado. Allí vi por última vez a Miguel Hernández, a quien habían trasladado meses atrás a Palencia y que ahora llevaban a Ocaña. Estaba en la galería de transeúntes y, burlando la vigilancia, algunos amigos fuimos por separado a saludarlo. Más aún que Toreno, aquella prisión era incómoda: cuarenta y cinco centímetros de ancho para dormir, a cada uno. Que yo recuerde, Yeserías no tenía su canción; cada cárcel había creado la suya. La de las Comendadoras repasaba en broma las diversas condenas. Aprovechando contactos fortuitos las intercambiábamos. Toreno tuvo la suya: «A Conde de Toreno / me trajeron atado. / Aquí estoy encerrado / y duermo en un rincón. [...] Si esta es la 'paz honrosa', / qué le vamos a hacer...». Todas eran descarnadamente humorísticas y bastante mediocres, pero sería curioso recopilarlas y precisar las melodías populares en que se apoyaban. Temo que ya sea tarde... Nos distraíamos como podíamos. Yo jugué bastante al ajedrez, y en Toreno recibí algunas clases de análisis combinatorio, del que ya no me queda ni la menor noción. No tardaron en trasladarme desde Yeserías al Dueso, donde estuve unos tres años. Aunque con cierta libertad de movimientos en colonia tan vasta, permanecí voluntariamente los tres en el Departamento de Período (o sea, el celular), un tanto asqueado de ver cómo muchos gestionaban en cuanto podían su traslado a cualquiera de las más soportables galerías colectivas, olvidando ciertos deberes. Algunas hondas amistades   —21→   se enlazaron por entonces; por ejemplo con el hoy ya anciano poeta José Romillo, persona bonísima con quien tanto he paseado después en Madrid. Del Dueso recuerdo, sobre todo, a «los de la manta» (por las dos que facilitaba a cada uno la Administración al haberse quedado sin ninguna ropa o haber vendido la que les quedaba en el inevitable y mísero mercadillo negro para comprar algo en el economato): era un esquelético grupo de presos en quienes, viéndolos pasar desnudos hacia las duchas, vimos ya lo que después hemos visto en películas de los campos nazis: culos cóncavos en vez de convexos, brazos y muslos casi reducidos al hueso y la piel... De ahí me trajeron a la Prisión de Santa Rita, un antiguo reformatorio madrileño en el que estuve como un año y donde volví a encontrar a Narciso Julián, aquel magnífico camarada del Dueso, y donde conocí a Manuel de la Escalera, escritor de excelente prosa y pésima suerte que aún alienta hoy, con más de noventa años, en su Santander. Un año más pasé todavía en el Penal de Ocaña, donde organizamos un plante por la pésima comida, que nos llevó a celdas de castigo a más de la mitad de los reclusos, pero que le costó el puesto al director del establecimiento (y que nos deparó, claro, un sustituto mucho peor)...

-En algún momento del año y medio que permaneció Vd. en Conde de Toreno participó en un intento de fuga que hace pesar en La Fundación...

-Aquel lejano intento de fuga en Conde de Toreno me inspiró, es cierto, algunos aspectos de La Fundación. No todos los condenados a muerte pensábamos fugarnos, pues veíamos no menos oscuras las perspectivas en el exterior, pero yo y otros ayudamos a los preparativos. Después no hubo ocasión de nada porque, terminado el túnel en el calabozo inferior, los tres que lo ocupaban decidieron marcharse solos, sin avisar. Sólo uno de ellos era «político»: un guerrillero sin la menor esperanza de conmutación. Éste había seguido adelante el plan para salvar a   —22→   sus compañeros; pero los otros dos, presos comunes, resolvieron marcharse y él tuvo que hacerlo también.

-En esa misma prisión estuvo con Miguel Hernández y dibujó su conocido retrato. En El Dueso coincidió con Rivas Cherif. ¿Qué relación tuvo con ellos?

-Miguel y yo intimamos mucho entonces. Yo sabía muchas canciones de guerra; él me enseñó todavía dos o tres más. Taciturno unas veces, expansivo y chistoso otras, conversamos a menudo acerca de poesía, de libros; y, cómo no, de política. Tradujimos juntos de algún libro francés, lengua que él conocía algo mejor que yo. Y me honró susurrándome, de vez en vez, algún poema suyo quizá terminado en aquellos mismos días. Era una persona admirable, de una delicadeza exquisita y de una radical hombría de bien. A Rivas lo conocí en El Dueso. Llegó en expedición colectiva y no tardó, como ya había hecho en su anterior penal, en organizar un cuadro teatral con el que representó, mediante adaptaciones inevitables por la escasez de muchachos aptos para papeles femeninos, El alcalde de Zalamea, Los baños de Argel, La vida es sueño, El divino impaciente, Espejo de grandes, La luna de los Caribes de O'Neill, y otras que no recuerdo. Tampoco él salió del Departamento celular, pero ocupaba con sólo otro recluso una de las celdas privilegiadas de la planta baja, siempre abierta, que la dirección concedía a «destinos» o a reclusos de actividades especialmente relevantes que tenían permiso de libre y total circulación. Hablé con él mucho y admiré su labor escénica; asistí de vez en cuando a ensayos de lo que montaba, labor que me encantaba presenciar. No me decidí sin embargo a entrar en aquel cuadro artístico, pese a que él me lo propuso, a causa de ciertos escrúpulos y dudas personales que ahora no hacen al caso, y sospecho que no me lo perdonó. Años después y los dos ya en la calle, asistí a la obra que estrenó en el Lara, La costumbre, que no tuvo éxito. En una acera de la Gran Vía me lo encontré más tarde, nos saludamos, le dije que estaba escribiendo   —23→   teatro y se ofreció en el acto a estrenarme alguna obra que le gustase. No muy convencido, convine con él una lectura. El día en que me presenté en su casa, la portera me informó de que Rivas había tenido que salir y había encargado que le dejase la obra a ella, sin dejar él nota o excusa personal alguna. Quizá pensó que mis ansias de estrenar pasarían por encima de estas cosas, pero mis ansias eran escasas. De modo que me volví a mi casa con la obra y le puse unas atentas líneas excusándome yo y encareciéndole que no deseaba causarle molestias. No hubo respuesta, pero tal vez la respuesta fuesen las líneas que me dedicó en las memorias que más tarde publicara en México y que yo leí en Ibérica, y en las que, convirtiendo su valiosa pero confortable labor teatral del Dueso en esforzada virtud solidaria, tildaba a mi voluntaria permanencia en Período para mantener actividades que él no ignoraba, de medrosa comodidad. A veces me pregunto si el éxito teatral por mí obtenido en España, y que él intentó alcanzar nada más salir a la calle sin lograrlo, no tuvo algo que ver con esta reacción. O tal vez se debiera, simplemente, al deseo, lógico en el exilio, pero tan injusto no pocas veces, de denostar cuanto se hiciese en «la España franquista», de la que él me declaraba dramaturgo mayor. ¡Cuán lastimoso ha sido todo esto!... ¡Y cuán frecuente!

-¿Pensó, durante los ocho meses en los que estuvo condenado a muerte, que iba a cumplirse la sentencia? Después, sin embargo, llegaron la conmutación de la pena y la libertad condicional con destierro...

-Así es. Salí de Ocaña -donde ya no estaba Miguel Hernández cuando yo fui; había muerto en Alicante años antes- con destierro, pero ya sin aquella crudelísima norma, general anteriormente, de sufrirlo a cientos de kilómetros del lugar del «delito», que en la práctica solía identificarse con el de tu residencia prebélica. Así que me fui a Carabanchel Bajo, entonces no adscrito a Madrid. Lo cual significaba, de hecho, dormir allí y pasar el día en la capital, comer en mi casa... Me hice socio   —24→   del Ateneo... ¡Ah! Por supuesto que, en Toreno, había creído como lo más probable que me ejecutasen. Y era lo más probable. Creo que otro compañero de expediente y yo nos salvamos por un pelo. En más de una ocasión creímos que aquella noche nos sacarían, al interpretar erróneamente ciertos avisos de la oficina de la cárcel. Al fin, los titánicos esfuerzos de la mujer de mi compañero lograron para él la conmutación y, de rechazo, para mí.

-¿De qué manera han influido esos años en su vida y en su obra?

-Sin duda muy profundamente. Todo escritor se alimenta de sus experiencias, si éstas no lo hunden. Y todo hombre. En ese sentido, ya que no me hundieron, considero aquellas tremendas experiencias como impagables y fortalecedoras. Y creo que, en los años de reclusión, dos cosas sobre todo mantuvieron mi moral y mi esperanza: una, la de mi incansable trabajo político, al que los partidos procedían más o menos y el mío de manera particularmente coherente; la otra, mi constante ejercicio del dibujo -y de algunas acuarelas-, con el que hice, sobre todo, innumerables retratos de compañeros. No así -salvo el de un médico- de ninguna autoridad de las prisiones, aunque no faltó más de uno que me lo pidiera y que no salió de su asombro -y, a veces, de su rencor- cuando oyó que me negaba.

-Al salir de la cárcel abandona Vd. pronto su dedicación a la pintura y comienza a escribir teatro...

-En prisión escribí bastantes cosas, pero no literarias. Notas y especulaciones. Sobre todo, acerca de la pintura, que todavía creía ser mi vocación real. En el último año de cautiverio sí pensé que escribiría, pero no lo hice aún. Al salir, me puse a pintar y, poco después, a escribir teatro. La pintura ya no me atrapaba, después de tantos años de no practicarla a fondo. Llegué a cobrar incluso algunos dinerillos que apenas alcanzaban para el tabaco, el café o el cine, pero sin ilusión ya por los   —25→   pinceles. Algo después de obtener mi primer premio teatral, los abandoné definitivamente.

-Escribe sus primeros dramas, presenta Historia de una escalera y En la ardiente oscuridad al Premio Lope de Vega, lo gana con aquélla y, no sin ciertas dificultades, se lleva a cabo su estreno. Historia de una escalera se enfrentaba al teatro evasivo y conformista de unos autores que acaparaban el éxito. ¿Qué pensaba Buero de ellos?

-Pensaba de todo: de algunos bastante bien y de otros bastante mal. He sido siempre de criterio amplio y he preferido aceptar lo positivo de cualquier obra a ser exigente. Ni soy crítico ni quiero serlo. Pero lo que yo pretendía, en cuanto a intentar un teatro diferente, ambicioso y responsable, eso sí lo tenía muy claro.

-Vd. se entregó a la escritura teatral, pero no han faltado ciertas incursiones en otros géneros. No hace demasiado que se publicó una narración suya escrita muchos años atrás («Diana»); leemos algunos de sus poemas en ocasiones: incluso se ha hablado a veces de que en sus comienzos como escritor pensaba precisamente en la novela...

Esa narración, que es antiquísima -lo que me obligó a algunos pequeños retoques-, la publiqué en le libro de homenaje a Torrente y, después, en mi libro Marginalia, donde también figuran casi todos los escasos poemas que he escrito. Antes de decidirme a escribir tal vez pensase fugazmente en novelar también; pero, puesto ya a la tarea de creación, el teatro me llamó con toda evidencia. Sí que intenté no obstante algún que otro cuento más, sin llegar a terminar casi ninguno. «Diana» -que, por otra parte, es bastante teatral- lo escribí para participar en aquellos privadísimos concursos de nuestra tertulia del Café de Lisboa.

-Después de unos estrenos desigualmente recibidos por público y crítica se le concede, durante tres años consecutivos, el Premio Nacional de Teatro (1956, Hoy es fiesta, 1957, Las   —26→   cartas boca abajo; 1958, Un soñador para un pueblo). ¿Puede hablarse de que el público y, en buena parte, la crítica aceptaban ya plenamente el teatro de Buero?

-Plenamente dudo que nunca lo hayan aceptado. Ni entonces ni ahora. Si no fuese así, nunca habría fracasos, y los seguí teniendo de vez en vez. Pero me basta con éxitos grandes de alguna que otra obra. Es lo suficiente -y también necesario- para subsistir. Así se va consiguiendo, sí, un público creciente. Pero el público del autor más aplaudido no es casi nada al lado del del fútbol, por ejemplo.

-En los ensayos de Hoy es fiesta intima con la actriz Victoria Rodríguez y Buero, a quien muchos veían ya como soltero impenitente, se casa con ella en 1959...

-O sea dos obras después, y a mis cuarenta y dos años. Las cosas de la vida.

-Y hasta ahora...

-Y hasta que me muera; seguro.

-Se ha referido antes a actitudes cívicas que Vd. ha adoptado en diversas situaciones. A veces, creo, le han ocasionado dificultades. Como las dos cartas que firmó en 1963, con otros intelectuales, para protestar de los malos tratos de la policía a los mineros asturianos, y que tuvieron consecuencias para su actividad personal y profesional...

-Desde luego nos procesaron -o, al menos, un juez nos citó a declarar-, pero no llegaron a realizar el proceso. No faltó, sin embargo, el aluvión de improperios, amenazas, iras, etc., orquestadas en la prensa y hasta en televisión. Ni el desvío de editoriales o empresas. Ni el silencio prolongado de nuestros nombres o actividades en los medios de comunicación. En definitiva, para mí pasaron cuatro años sin estrenar, hasta que Tamayo tuvo el arrojo de montar El tragaluz en 1967.

-En enero de 1971 fue Vd. elegido miembro de la Real Academia Española y el 21 de mayo del año siguiente leyó su esclarecedor discurso sobre García Lorca y Valle-Inclán. El   —27→   ingreso se esperaba desde hacía tiempo; no faltaron, sin embargo, las reticencias ante una elección en la que, como escribió Ángel María de Lera, con Buero Vallejo entraba también por la puerta grande la literatura de posguerra. ¿Cómo vio y cómo ve Vd. su presencia en la Academia?

-Las reticencias nunca faltan. Aquí cualquier pretexto es bueno para descalificar. Yo nunca busqué entrar en la Academia; incluso lo eludí ante alguna autorizada insinuación. Pero no tenía, ni tengo, ese prejuicio antiacadémico tan frecuente entre personas que luego se perecen por entrar en ella. A la Academia se le podrán achacar defectos y errores, pues nada ni nadie deja de tenerlos. Pero lo admirable de su labor y lo necesario de ésta no se reconocen como se debiera. Es más gustoso pitorrearse de que fulano debió entrar y no entró, de que mengano no debió entrar o de que «güisqui» es una tontería. Y olvidar a eminencias que debieron entrar y sí entraron, y que allí trabajan. Yo soy un académico muy modesto, porque mi labor lo es y porque ni siquiera hago uso del título. Pero me siento muy honrado contribuyendo a sus tareas.

-En los primeros años de la democracia aumentan los ataques contra Vd. y se producen incluso amenazas de muerte. ¿Por qué cree que sucedió eso?

-En todo cambio históricamente importante arrecia el deseo de eliminar a personas que hayan sido notorias hasta entonces. Es una buena oportunidad, incluso generacional, de anular vigencias. Los enemigos te llegan a amenazar por el temor de que, pese a todo, no desaparezcas, supuestos amigos atacan también, a ver si así te vas a la cuneta. Digo ahora todo esto porque se me pregunta, pero es mejor callarse, pues de lo contrario alguno de los que te atacan te acusa encima de paranoico. Menos mal que los intentos de «defenestrarme» no los he señalado yo, sino otros escritores: Isaac Montero, por ejemplo. En cuanto a aquellas amenazas anónimas, amainaron cuando las denuncié, pero se convirtieron en impertinencias igualmente   —28→   anónimas que no han cesado. Sospecho que las más son de una sola mano, incluidas aquellas de muerte, y que no son del fanático político del que fingían ser, sino de un pobre perturbado muerto de envidia y de rencor.

-¿Qué han supuesto para Vd. tantas dolorosas experiencias centradas en la muerte?

-Familiarizarme con ella, esperarla con serenidad, pero sentirla indeciblemente en ciertos casos muy cercanos.

-En 1980 se le concedió el Premio Nacional de Teatro por el conjunto de su producción. El año pasado le tributó un merecido homenaje el Teatro Español. Ahora, el Premio Cervantes viene a reconocer oficialmente la decisiva importancia de Antonio Buero Vallejo en nuestro teatro. ¿Qué han significado para Vd. estos galardones?

-No quisiera que se me interpretara equivocadamente como soberbio y desdeñoso. Agradezco todo ello y me complace que haya ocurrido, pues me reafirma y me sostiene. Pero ¿me creería si le dijese que, a estas alturas de la vida y de lo bueno y malo que ésta me ha dado, estas cosas apenas me saben ya a nada? Si vienen, muy bien; si no vienen, me dejan indiferente. Por eso nunca las busco.

-Hablemos más directamente de su teatro. Han transcurrido cuarenta años desde que empezó a escribirlo y tiene en su haber veintiséis obras, ¿considera Vd. adecuada la afirmación de que hay en ellas una esencial unidad de fondo, por encima de las lógicas diferencias argumentales y de tratamiento?

-Unidad de fondo, diversidades de forma, insistencia en algunos problemas -y en algunas formas- obsesivos. Creo que todo escritor sea mejor o peor, pero auténtico, es así.

-En su producción dramática es evidente una «cosmovisión trágica» no demasiado extendida en nuestro teatro. ¿Cuál es, en su opinión, el sentido actual de una restauración de lo trágico?

-También esto sería largo de responder... Esencialmente diría que el sentido actual de lo trágico ha de ser abierto y sin   —29→   preceptiva. Pero, bien mirado, me parece que lo primero es tan antiguo como la tragedia misma, que está ya en el fondo de las tragedias helénicas. Si admitimos esto, admitiremos que, aparte de todas las variaciones míticas, morfológicas, etc., el concepto esencial de lo trágico es de los que menos han variado en la cambiante historia. Y se explicaría porque la vivencia trágica es uno de los límites -uno de los enigmas- del hombre.

-La ceguera, la locura, la sordera... ¿son modos de nuestro destino o quizá una manera de luchar contra él?

-Corroboro lo anterior: son «destinos» que deben y pueden combatirse, aunque en ese combate se deje uno el pellejo. Las variantes de esa lucha trágica entre el destino como fatalidad y el destino como libertad -incluidas la rebeldía y la resignación- son las que configuran el enigma de la tragedia.

-A pesar del motivo repetido de la esperanza en la obra bueriana, se le ha llamado con demasiada frecuencia pesimista y predicador de amarguras...

-Sambenito que me colgaron desde que empecé y que resulta muy útil para repudiar lo trágico atribuyéndolo a deficiencias del autor. Son defensas de gentes -y aun de sociedades- en el fondo paralizadas y conformistas.

-Y el lugar común de su incapacidad para el humor...

-Lo mismo. En mi teatro siempre hubo dichos o personajes humorísticos que el público celebraba. Pues se ha dicho -y se dirá- que no. Por lo demás, la cosa carece de importancia.

-La esperanza de Buero, de su teatro, ¿es una esperanza «de clase», como algún crítico ha apuntado?

-No necesariamente. Pero a veces son esperanzas de o para una clase.

-Hay un aspecto fundamental en sus dramas: la unión de elementos racionales con otras vías de conocimiento. Creo que en este sentido hay que tener muy en cuenta una obra no demasiado considerada (ya que se publicó tardíamente y no es, desde luego, de las más valiosas entre las suyas), El terror   —30→   inmóvil, que, con Aventura en lo gris, ofrece pronto una dimensión fantasmagórica y onírica desarrollada después en Irene, o el tesoro y en El concierto de San Ovidio y, continuamente, desde El sueño de la razón a Lázaro en el laberinto, su última pieza por ahora. ¿No se olvida a veces o se tiene en menos esta dimensión?

-Cierto. Y es un olvido que yo calificaría asimismo de reductor. Pero creo que, aun cuando tardíamente, estos aspectos van reconociéndose e interesando cada vez más en mi teatro. Antes, o no se advertían o se comentaban despectivamente: «Buero y sus sueños»... (Bueno, también ahora, a veces.)

-A pesar de su insistencia, lógica porque responde a una palpable realidad, en la constante experimentación formal que hay en sus obras, ¿no le parece que se sigue hablando de su teatro primordialmente desde el punto de vista ético o social, lo que es también reductor?

-Sí. Seguimos con las reducciones... Qué le vamos a hacer.

-Señaló Vd. en una ocasión («Sobre teatro», 1963) que «la cuestión de la realidad es el mayor deber del dramaturgo». ¿Es conflictiva la relación entre escritor y sociedad?

-También lo dije, aunque en otras ocasiones. El escritor es, entre otras cosas, conciencia -o subconsciencia- de la sociedad. De ahí que el conflicto sea inevitable y, a menudo, perjudicial para el escritor. Pero, en ciertos casos, ese conflicto coexiste con una aceptación polémica general que puede atribuirse a determinados atractivos de las obras.

-Buero siempre ha defendido la oblicuidad como elemento enriquecedor de la literatura y del teatro. ¿Cómo ve, desde la perspectiva actual, el grave problema de la censura en la posguerra y la ya histórica polémica del «posibilismo»? ¿También ahora hay que ser «posibilista» o esto era un condicionamiento de la «noche» del franquismo (y recuerdo su afinada «Recapitulación subjetiva» en el homenaje a Eugenio de Nora)?

  —31→  

-Entonces se confundió posibilismo con acomodación, oblicuidad con posibilismo acomodaticio. Dije desde entonces, y repito, que oblicuidad y posibilismo son constantes del quehacer literario propias también de creaciones sin censura. Y que tales connotaciones se daban, por ello, incluso en quienes alardeaban de imposibilistas. La censura franquista fue un hecho gravísimo que nos perjudicó enormemente; pero, recordando lo dicho acerca de lo trágico, un hecho no fatal, sino abierto. A efectos prácticos, al régimen le interesó crecientemente aflojar las riendas, entreabrir. Y nosotros luchamos para ampliar esos boquetes. Las bajas en la batalla fueron incontables, pero ahí está todo lo conseguido, para quienes se permitan a sí mismos asombrarse; reacción, ya lo sé, difícil para los que no pueden o no quieren salir del círculo de hierro de que tal asombro no es tolerable porque -según ellos- equivaldría a defender al franquismo. Pero sólo se trata de defendernos a nosotros.

-Vamos ahora con dos preguntas tópicas pero inevitables. ¿Cuáles son los autores que Buero prefiere y que más han influido en su teatro?

-Por supuesto, los griegos. Su enseñanza es inagotable. Y Calderón, y Shakespeare... Entre los modernos, Ibsen, Pirandello, Maeterlinck, Chejov, Valle-Inclán, Lorca, Beckett, Brecht... y unos cuantos más.

-¿Por qué obras suyas siente predilección?

-En la ardiente oscuridad, El tragaluz, El sueño de la razón, El concierto de San Ovidio, La Fundación. Y, siempre, la última, porque es la de más reciente desasosiego. Así, pues, Lázaro en el laberinto.

-A propósito... Al ver Lázaro en el laberinto volvemos a advertir que la mujer suele tener en sus dramas un comportamiento más recto que el del hombre. ¿A qué obedece?

-Tal vez a que, con las excepciones consiguientes en uno y otro sexo, hace tiempo que estoy convencido de que la mitad mejor del género humano es la femenina.

  —32→  

-Las reacciones de la crítica de prensa frente a su obra han sido a veces negativas en exceso. No es extraño que un estreno bien acogido por el público haya sufrido algunos juicios muy negativos. ¿No cree que esta dualidad se ha acentuado en los últimos estrenos?

-Yo he tenido siempre, junto a críticas muy favorables, otras muy negativas. Ahora bien, años atrás, cuando estas últimas predominaban, la acogida del público solía ser también muy mediocre. ¿Acuerdo entre crítica y público? ¿Influencia de la crítica en el público? No sé en qué grado cada una de las dos cosas. En los últimos estrenos también ha habido de todo, pero el público ha aprobado claramente y masivamente. Tal vez se deba a que el público ya no sigue tanto a la crítica como antes. Es otro fenómeno de transición, y no quiero decir con ello que sea positivo: aunque siga habiendo grandes éxitos de público, el teatro está perdiendo público, y la indiferencia ante la crítica podría también significar indiferencia ante el teatro. No estoy seguro.

-El público acude menos al teatro...

-Digamos que está vacilando entre acudir o no acudir. Y a veces acude en cantidad, lo cual es maravilloso. (Mala cosa, que sea maravilloso; debería ser normal.)

-¿Es posible que Buero siga teniendo, a estas alturas, inseguridades cuando escribe y temores cuando estrena? ¿Y que afirme, como hace poco ha hecho: «No me gusta escribir teatro»?

-Todo ello es, por desgracia, harto posible y cierto. Pero lo último hay que matizarlo con palabras que ya dije en otra ocasión: me gusta haber escrito teatro...

-Dejemos su obra para pasar a un terreno más general. ¿Qué opina de nuestro teatro actual? ¿Le parece bueno el sistema de ayudas de las instituciones? ¿No se favorece con frecuencia lo externo (nombres, espectáculo, medios materiales, grandiosidad...) un tanto al margen de los resultados?

  —33→  

-Las ayudas son muy necesarias y el aumento que han experimentado, muy positivo. Su aplicación es la que puede discutirse. Reparticiones algo más equilibradas en bien de compañías capaces de una buena labor continuada y menos preocupadas por la multiplicación de grandes espectáculos de prestigio serían, a mi juicio, preferibles. Descargar de impuestos al teatro, también. Televisión también podría ayudarlo más y mejor. De lo que se trata es de recuperar, de reconstruir, al público, y esto no se consigue sólo con espectáculos excepcionales o con festivales.

-Recientemente se planteó un conflicto a propósito de los derechos de un autor sobre su obra respecto a las modificaciones que un director podía introducir en ella. ¿Qué piensa Vd. acerca de las relaciones autor-director, entre el texto dramático y las posibilidades de adaptación?

-El autor tiene absoluto derecho sobre su texto y el director no tiene el derecho de modificarlo sin su permiso. Pero el autor debe estar dispuesto a recibir sugerencias y a permitirlo, o a modificarlo él mismo en la práctica de los ensayos. Debe haber, pues, una colaboración entre autor y director que, sin excluir discusiones, es fácil y armónica cuando director y autor son buenos. Cuando uno de ellos, o los dos, son mediocres, es cuando empiezan los problemas, a veces insolubles si no hay ruptura. Lo pintoresco es el auge actual de la idea, grata a muchos directores, de que el autor de teatro no sabe nada de teatro. Un verdadero autor de teatro sabe mucho de escenificación y no sólo puede recibir sugerencias, sino darlas. Hoy, en el mundo, los directores trabajan con un «dramaturgo» al lado: un experto en alteraciones funcionales del texto. Eso está muy bien cuando el autor no puede ser consultado o está muerto, y demuestra que, en muchas ocasiones, no conviene que la «dramaturgia» la haga sólo el propio director. Pero si el dramaturgo está presente y disponible, nadie mejor para efectuar su propia   —34→   «dramaturgia» en armonía con el director, siendo autor que, normalmente, sepa de teatro.

-En distintos momentos se ha referido Vd. con alabanzas al Teatro Independiente («uno de nuestros más saludables fermentos y de nuestras mayores esperanzas», dijo en 1969), sin embargo no ha sido muy representado por estos grupos. ¿A qué cree que se ha debido?

-Yo ya era un autor reconocido y ellos, en su afán de ruptura, solían andar interesados, sobre todo, por novedades extranjeras o por el autor amiguete más o menos novel.

-Quiero hacerle, finalmente, algunas preguntas más alejadas del mundo de la escena. Con insistencia menciona Vd. el amenazante peligro de una «catástrofe mundial» y no parece muy arriesgado deducir de sus palabras una visión algo negativa del progreso...

-No veo negativo todo progreso, sino muy positivo. Pero los hombres lo han orientado tanto y tan desenfrenadamente por su instinto depredador, de dominio y de lucro, que se han pasado de la raya. El resultado es una naturaleza gravísimamente deteriorada hoy, la amenaza de holocausto nuclear, el horroroso despilfarro de gastos de armamento y tantas otras cosas...

-¿Las soluciones...?

-Las soluciones -si todavía las hay- son urgentes, pero no parece que haya vías seguras para afrontarlas con la clarividencia y la rapidez necesarias. Así que ¡alerta!

-¿Cómo conciliar en nuestra sociedad el bienestar de algunos con la penuria de tantos?

-No los veo conciliables. Los partidarios de la economía «libre» y de la propiedad sacrosanta dicen que sí lo es, pero hasta ahora no lo han demostrado.

-Esto nos lleva a otra repetida afirmación suya: «El mundo será socialista o no será». ¿No puede resultar hoy una opinión cuando menos arriesgada?

  —35→  

-Al contrario. Precisamente por todos los desastres que acabo de apuntar y que en tan gran parte proceden de los apetitos de lucro y de poder, una honda transformación socialista vuelve a aparecer como la solución posible. Es, sí, muy difícil; requeriría incluso un gobierno mundial, lo cual, evidentemente, está lejos. Y una drástica superación del siniestro juego de los intereses encontrados. Mas todo ello refuerza la idea de que, con parches y paños calientes, no vamos a resolver nada.

-Y terminamos con una observación. La persona de Antonio Buero Vallejo deja entrever cierto cansancio profundo. Y la impresión parece responder fielmente a la realidad...

-Algo hay de eso. Tengo ya setenta años...

(Publicada en AA.VV., Antonio Buero Vallejo. Premio de literatura en lengua castellana «Miguel de Cervantes» 1986. Barcelona, Anthropos - Ministerio de Cultura, 1987).

  —39→  


ArribaAbajoAspectos generales


ArribaAbajoBuero Vallejo y la tragedia

Una de las más reiteradas afirmaciones de Antonio Buero Vallejo al hablar de su propio teatro es la del carácter trágico que éste posee. Toda su producción dramática responde al firme propósito de llevar a la escena la cosmovisión trágica que le es propia y que, al mismo tiempo, le ha parecido siempre el mejor modo de atender a los anhelos e inquietudes del hombre en la sociedad que le ha tocado vivir. No hace mucho que recordaba: «Yo me encontré al comienzo de mi carrera dramática ante un panorama español soberanamente dificultoso. Frente a él, cabía callarse; cabía irse. Otros lo hicieron así. Y cabía, pese a todo, intentar hablar, expresarse»1. El modo de manifestarse que nuestro autor elige es el del teatro y, en él, acude a la tragedia porque «la tragedia no sólo puede llegar a promover depuraciones catárticas, que por serlo son ya transformadoras, sino además una crítica inquietante, una ruptura en el sistema de opiniones que hombres y sociedades se forjan para permanecer tranquilos»2.

El teatro bueriano es esencialmente trágico. La crítica lo ha venido señalando habitualmente y con ello se confirmaban las   —40→   palabras del dramaturgo en artículos, comentarios y entrevistas. Aun antes de su primer estreno señaló ya en una entrevista radiofónica que la capacidad para captar la tragedia teatral era «la mejor señal del ímpetu, de la alegría, de la plenitud, de la salud de un pueblo»3. Y en el comentario a Historia de una escalera, la primera de sus obras estrenada y publicada, dijo Buero de ella: «En el fondo es una tragedia, porque la vida entera y verdadera es siempre, a mi juicio, trágica»4.

Las formulaciones teóricas poseerían, sin embargo, un reducido interés de no corresponderse con su cabal plasmación dramática. Nuestra intención ahora es recoger las ideas de Buero Vallejo acerca de la tragedia, pero hemos de advertir, por ello, que sus planteamientos llegan, realizados de distintas maneras, a cada una de sus obras. La significación del estreno de Historia de una escalera, que ha pasado a ser un momento capital en el teatro español de la posguerra, viene dada justamente porque supuso la visión crítica de la vida cotidiana de unos personajes corrientes cuyas preocupaciones y problemas se presentaban en el escenario por medio de un tratamiento trágico que enlazaba el sentido de la obra y su concepción dramática5. En Las palabras en la arena, representada sólo dos meses   —41→   después, reflejó Buero «la tragedia de aquella hipócrita y decadente sociedad romanojudaica»6. Y En la ardiente oscuridad, drama con el que el autor inició su escritura teatral y que fue estrenado en diciembre de 1950, muestra aún con mayor claridad los «perfiles trágicos»7 con los que Buero Vallejo ha querido configurar todo su teatro.

En un breve artículo de prensa publicado en 1952 apuntaba Buero algunas ideas que después ha expuesto con mayor precisión y desarrollo. Pero merece la pena que lo recordemos por la temprana fecha en la que apareció8. Se llamaba en él la atención «sobre el hecho sorprendente de que la mayoría de las obras maestras del teatro hayan sido tragedias» y se hacía otras dos afirmaciones de gran interés: acerca de la moralidad de la tragedia y de su carácter optimista, «porque la repulsa de lo trágico no es otra cosa que la incapacidad para permanecer esperanzados después de asomarse al espectáculo total de la vida y sus derrotas».

Pocos años más tarde Buero Vallejo exponía sistemáticamente sus opiniones sobre la tragedia en un trabajo9 que utilizamos, junto con otros posteriores, en lo que pretendemos que sea una visión global de su pensamiento trágico. Como hemos indicado, Buero quiere expresar con su teatro, por   —42→   medio de la tragedia, los deseos y limitaciones con los que se enfrentan sus contemporáneos: «Viene a ser, pues, el mío un teatro de carácter trágico. Está formado por obras que apenas pueden responder a las interrogaciones que las animan con otra cosa que con la reiteración conmovida de la pregunta; con la conmovida duda ante los problemas humanos que entrevé»10.

La tragedia, cuya permanencia «responde, sin duda, a una necesidad del ser humano»11, toca los últimos y más profundos enigmas del hombre: «La tragedia es, en suma, un medio -estético- de conocimiento, de exploración del hombre; la cual difícilmente logrará alcanzar sus más hondos estratos si no se verifica precisamente en el marco de lo trágico. Pues la tragedia es la que pone verdaderamente a prueba a los hombres y la que nos da su medida total: la de su miseria, pero también la de su grandeza. Intentar conocer al hombre, preguntar simplemente por él de espaldas a la situación trágica, es un acto incompleto, ilusorio, ciego; toda hipótesis antropológica que no la tenga en cuenta resultará, a la corta o a la larga, equivocada y perniciosa. Sólo cuando la exploración de la problemática humana tiene presente sus aspectos trágicos se hace veraz y honesta, además de valerosa; y por eso, a la corta o a la larga, es la más positiva»12.

Con esa profundización en las más íntimas realidades humanas hay que relacionar la permanencia de uno de los elementos trágicos fundamentales, la catarsis, que Buero entiende como «interior perfeccionamiento»13. Porque la actuación externa ha de ser consecuencia de la verdad personal. El comportamiento recto con los demás exige una conciliación   —43→   con la autenticidad individual. En el último de los dramas de Buero, Lázaro en el laberinto, el protagonista no llega a un satisfactorio final, a pesar de su generosa actitud pública, porque no consigue conducirse adecuadamente en su interior. La dimensión social, por tanto, debe basarse en un compromiso ético.

Tales consideraciones tendrían, empero, escaso valor si, como no pocas veces se ha hecho, se atribuyera a la tragedia un sentido cerrado que impidiese la libertad personal. Por ello Buero ha defendido siempre, a pesar de las frecuentes acusaciones de pesimista que ha sufrido, una concepción «abierta» y «esperanzada» de lo trágico. En su Discurso de ingreso en la Real Academia Española resumió con claridad cuanto hasta entonces había escrito al respecto: «Numerosas veces he expuesto mi convicción de que el meollo de lo trágico es la esperanza. Afirmación es esta abruptamente opuesta a la general creencia de que, mientras hay esperanza, no hay tragedia. La tragedia equivaldría, justamente, a la desesperanza: el hado adverso destruye al hombre, la necesidad vence a sus pobres tentativas de actuación libre, que resultan ser engañosas e incapaces de torcer el destino. Y si eso no sucede no hay tragedia. Un héroe trágico lo es porque asume esa verdad, y en comprenderla reside la única grandeza que le es dable alcanzar ante la desdicha y la muerte. Tales son los más corrientes asertos, que los helenistas, por su constante cercanía a los textos griegos, no suelen respaldar; pero que han sido aprobados por los teóricos de la literatura como generalizaciones evidentes»14. Y aduce «unos pocos ejemplos descollantes para comprobar hasta qué punto el concepto de lo trágico ha cristalizado en estas supuestas quintaesencias». Desde Goethe a Jaspers o a Lesky se ha intentado eliminar toda reconciliación de la tragedia.   —44→   También Lucien Goldmann15 ha negado a lo trágico «el dinamismo de una esperanza realizable». Pero cree Buero que «la operación mental que estos pensadores repiten es la de extraer un ideal sentido de lo trágico, absoluto, estático y desesperanzado, de grandes tragedias donde el movimiento de la esperanza hacia un final liberador no es accidental sino esencial».

Concluye nuestro dramaturgo, tras mostrar algunos ejemplos de la tragedia griega y actual, que «pese a la afirmación de Goldmann, la tragedia es dialéctica: lo son de modo explícito las que describen la dialéctica conciliadora de los contrarios, motivada por actos y reflexiones libres que desatan el nudo de la necesidad; pero lo son asimismo, de modo implícito, aquellas donde la conciliación no sobreviene, pues les están pidiendo a los espectadores las determinaciones que ellas no muestran. [...] Puede señalarse, creo, como signo revelador de la tragedia el de la problemática de la esperanza. La esperanza del desesperar y la desesperanza del esperar serán, entiendo yo, las que hallaremos en toda tragedia digna de tal nombre»16.

La tragedia, pues, es según Buero sustancialmente esperanzada17. Muchas veces, no obstante, la situación final en el escenario aparece cerrada y sin solución alguna. Es entonces cuando la esperanza se traslada del todo al espectador puesto que el sentido último «de una tragedia dominada por la desesperanza no termina en el texto, sino en la relación del espectáculo   —45→   con el espectador»18. La acción catártica de la tragedia propicia «que el espectador medite las formas de evitar a tiempo los males que los personajes no acertaron a evitar»19 y que reaccione ante los sucesos que ha visto representados y que sólo raras veces desembocan en una apertura general para los personajes.

El mismo creador participa, aunque sea a su pesar o sin darse cuenta de ello, de una cierta esperanza, puesto que «si se escribe, escríbese siempre la tragedia esperanzada, aunque se crea estar escribiendo la tragedia de la desesperación. Si el escritor plantea angustiosamente el problema de la desesperación, esa angustia nace del fondo indestructible de su esperanza amenazada, pero viva, pues de otro modo no se angustiaría»20.

La concepción abierta de lo trágico lleva inevitablemente al replanteamiento de la de destino. Afirma Buero que la tragedia, «desde sus mismos albores en Atenas, muestra una relación orgánica entre necesidad y libertad, de la que, se ignora por qué causa, sólo el primer miembro ha venido a considerarse significativo. No obstante, se nos ha enseñado desde Esquilo que el destino no es ciego ni arbitrario, y que no sólo es en gran parte creación del hombre mismo, sino que, a veces, éste lo domeña. La tragedia escénica trata de mostrar cómo las catástrofes y desgracias son castigos -o consecuencias automáticas,   —46→   si preferimos una calificación menos personal- de los errores o excesos de los hombres»21.

No es admisible un concepto de destino ineludible y del todo determinante: «El hombre es un ser vivo y activo a quien ni siquiera en la tragedia, contra la opinión vulgar, le son negadas las posibilidades de lucha y de victoria. Ya la superación espiritual, el ennoblecimiento interno que el dolor puede acarrear, son por lo pronto aspectos en los que siempre se reconoció una salida resolutoria del conflicto trágico hacia más dulces formas del sino. Pero las posibilidades de reacción individual que posee el protagonista de una tragedia son aún más definidas: pueden llegar hasta el vencimiento del hado»22. «La tragedia no es pesimista» precisamente porque «no surge cuando se cree en la fuerza infalible del destino, sino cuando, consciente o inconscientemente, se empieza a poner en cuestión al destino. La tragedia intenta explorar de qué modo las torpezas humanas se disfrazan de destino»23.

El destino es, pues, obra del hombre, individual y colectivamente considerado. No son los dioses quienes labran nuestra desgracia, «somos nosotros quienes la labramos» dice Penélope en La tejedora de sueños24. La tensión entre lo que condiciona al hombre y lo que éste puede resolver, entre la decisión individual y las limitaciones, sociales, y metafísicas, es la verdadera manifestación del destino, entendido como «un conflicto reiterado entre individualidad y colectividad, entre necesidad y libertad»25.

  —47→  

imagen

M.ª Jesús Valdés y Guillermo Marín en La tejedora de sueños, 1952.

  —48→  

La libertad implica la existencia de una especie de justicia poética por la que todas las culpas y equivocaciones son castigadas. En ocasiones, incluso, no en las mismas personas que los cometieron. «Esto podrá ser espantoso, pero no es arbitrario» afirma Buero y puede advertirse alguno de sus dramas (pensemos, por ejemplo, en Llegada de los dioses). Sin embargo, más frecuente es que cada uno pague «por las culpas de un modo u otro, tarde o temprano», ya que «es fatal, en suma, que la violación del orden moral acarree dolor»26. Las posibilidades de realización dramática de este principio son múltiples27; recordemos, entre las últimas obras de nuestro autor, el castigo de Fermín en Jueces en la noche tras una repetida actuación negativa; la posibilidad para Fabio (Diálogo secreto) de rehacer su vida con la compañía de Teresa; o la soledad final de Lázaro (Lázaro en el laberinto) por no admitir su propia verdad.

En alguna ocasión, Buero Vallejo, con lo que podríamos denominar un perspectivismo histórico, nos hace ver que la esperanza de futuro (tantas veces expresada en su teatro por medio de la niñez y de la juventud) ha tenido, al menos en parte, ya lugar. En El concierto de San Ovidio, después de la apertura manifestada en el último diálogo de Adriana y David, la intervención de Valentín Haüy hace ver al público que éste ha comenzado a modificar una realidad injusta educando a los niños ciegos28. Y en El tragaluz, los Investigadores (como los   —49→   Visitantes de Mito) se sitúan en un tiempo en el que se han superado muchas de las deficiencias actuales. Este optimismo es inseparable de la exigencia de una responsabilidad social de personajes y espectadores, «observados y juzgados por una especie de conciencia futura»29.

En la tragedia así entendida, como una visión en pie del hombre que lucha con sus limitaciones y busca con denuedo la libertad, la verdad y la autenticidad, reside, cree Buero Vallejo, el prometedor futuro del teatro: «Si hay un porvenir para el arte dramático, lo que el movimiento participador del presente anuncia muy primordialmente no puede ser otra cosa, sino que la tragedia -con su riqueza de significaciones, su macerada elaboración de grandes textos, su apolínea mesura (que acaso podríamos llamar velazqueña), su dinámica exploración de formas, su renovada asunción de perfiles orgiásticos y esperpénticos- torna a ser una magna aventura preñada de futuro»30.

(Publicado en Anthropos, 79, diciembre 1987).   —51→  




ArribaAbajoEl «realismo» en el teatro de Buero Vallejo

La cuestión de la realidad es el mayor deber del dramaturgo. Pero tiene justamente que hacerse cuestión de ella, pues no está resuelta.31



Hay obras de problemática implícita socialmente más positivas y fecundas que otras explícitamente sociales...32



La realidad lo engloba todo33.



El estreno de Historia de una escalera, el 14 de octubre de 1949, supuso la ascensión a los escenarios españoles de la realidad de aquella sociedad y aquel tiempo, como, con toda razón, se ha venido repitiendo. En las críticas publicadas al día siguiente se hacía ya mención de tales aspectos: «Alto y noble concepto de lo trágico sin salirse del estricto marco de lo humano y de la cotidianamente vital...»34; «consigue un realismo crudo, enérgico,   —52→   severo...»35; «es nada menos que el sentido real que el público lleva en la masa de la sangre...»36. La obra, en efecto, «contenía una nueva escritura», como más tarde escribió Pérez Minik37. Al ser elegido Buero Vallejo en 1971 miembro de la Real Academia Española, Ángel María de Lera señaló que, con él, entraba en esa institución, excepción hecha de Camilo José Cela, la literatura de la posguerra, porque Buero «es el primero que surge en el teatro y el que sitúa al género en la realidad de la vida española: el que se hace portavoz de la congoja soterrada de su sociedad, con un sentido crítico y rigurosamente ético: el que eleva, por ello, el sainete a la categoría de drama y, a veces, de tragedia; y el que, en fin, superando en gran parte las limitaciones que le son impuestas, pone acentos de verdad y autenticidad en sus personajes»38. Nos encontramos, en efecto, ante un firme y complejo propósito en un autor joven y novel que, sin embargo, sabía muy bien qué pretendía: «Buero, desde el principio de su carrera, decidió no una, sino dos cosas a la vez: atenerse, ciertamente, a la realidad, a toda la realidad, costara lo que costara, pero [...] no para reflejarla en el escenario, al modo del realismo tradicional, sino para ponerla en cuestión»39.

  —53→  

En no pocas ocasiones la apariencia de la obra, la naturaleza del ambiente y de los personajes, su modo de relacionarse y de expresarse, su proximidad vital40, han hecho olvidar, sin embargo, lo que Buero apuntaba en la apostilla final a la primera edición de Historia de una escalera41 respecto a su intención y a sus preocupaciones; de ahí la inapropiada consideración de la pieza como próxima a la estética del sainete42. Un año después estrena Buero En la ardiente oscuridad, su primera obra escrita, y en ella se percibió el inicio de una vía diferente a la comenzada en el drama de vecindad. En la «Autocrítica» correspondiente Buero señalaba: «No es a ellos [los ciegos], en realidad, a quienes intenté retratar, sino a todos nosotros»43,   —54→   indicando un sentido simbólico que no todos entendieron. No ofrece duda que Historia de una escalera y En la ardiente oscuridad se encuadran en dos modos dramáticos diferentes y el mismo autor lo ha repetido en diversas ocasiones, mostrando su preferencia por la obra de ciegos. Pero esos modos son complementarios y cada uno de estos dos textos, como el resto de la producción dramática bueriana, ha de considerarse desde una y otra perspectiva44.

El realismo testimonial de Historia de una escalera no impide su dimensión simbólica, perceptible en espacios, objetos, y personajes45; el alcance metafísico y simbólico de En la ardiente oscuridad no excluye su valor social46. Porque Buero Vallejo, desde Historia de una escalera a Música cercana, ha procurado armonizar unos contenidos de hondo sentido crítico con sus preocupaciones estéticas desde una visión trágica.

Podríamos detenernos en diferentes obras para mostrar la dualidad realismo-simbolismo. No es posible, ni sería conveniente hacerlo ahora, pero recordemos, a modo de significativos, ejemplos, Madrugada (1953), que, con la apariencia de una obra de intriga policíaca, es una trágica indagación de la verdad; Irene, o el tesoro (1954), en la que, al igual que en El tragaluz (1967) o en Caimán (1981) se entremezclan hechos y

  —55→  

imagen

José M.ª Rodero y Adolfo Marsillach en En la ardiente oscuridad, 1950.

  —56→  

pensamientos; La Fundación (1974), Fábula del engaño y de la verdad; Jueces en la noche (1979), con su medido juego de sueño y de vigilia; o, años antes, Hoy es fiesta (1956), cuya ambientación realista no oscurece la presencia de lo trascendente. A propósito de esta última escribió su autor:

Hoy es fiesta, situada por los más en la tendencia de Historia de una escalera a causa del ambiente en que se desarrolla, está en realidad tan cerca de la tendencia dramática de mi obra de ciegos -sea cual fuere ésta- como de la de mi primer drama vecinal. La definida, aunque comedida, tensión individual de Silverio con respecto a sus prójimos y a sí propio, es la misma en el fondo que la del ciego Ignacio.47




ArribaAbajoRealismo y simbolismo

Cuando, en 1957, Buero hace una reflexión acerca de su teatro, se refiere a quienes habían reducido sus aciertos a unas pocas piezas en las que supuestamente se limitaba «al ejercicio de un realismo directo» y creían equivocada la tendencia hacia el simbolismo. Niega el autor tal división y afirma que «no hay tal tendencia doble, sino en realidad una sola que a veces se disfraza de realismo y a veces de otras cosas»48. Tan esquemática dicotomía se había señalado en repetidas ocasiones, bien para exaltar la vía del «realismo directo»49 (no olvidemos la situación en el tiempo), bien para defender la línea simbólica. En algún caso, no sin cierta ambigüedad, se recomendaba a   —57→   Buero seguir «por su propio camino»50. Podríamos multiplicar las citas en las que el autor se opone a esa simplista visión de su obra; vamos, sin embargo, a reducirlas porque suelen expresar ideas muy semejantes manifestadas de modo apenas diferente. Buero pretende captar la realidad de un modo artístico y «por ser todo arte condensación, el más realista de ellos es, también, símbolo»51; además, si se quiere, como él, mirar «la realidad total», se ha de «reflejar todo lo que tiene de enigmática, de contradictoria y, a veces, hasta de absurda o fantasmagórica»52; finalmente, hay que tener en cuenta que lo real no se percibe únicamente por medios racionales: las obras de arte añaden a éstos sus «intuitivas calas» y alcanzan también «a las zonas donde la fantasía actúa y crea en libertad»53.




ArribaAbajoRealismo simbólico y realismo social

Buero ha hablado de «realismo simbólico» con referencia al que en su producción puede advertirse, precisamente porque «la simple definición de realismo y simbolismo es asunto difícil»54 y   —58→   esa adjetivación del término nos hace ver la diferencia de propósito, cumplido en sus dramas, respecto del «realismo» que, entre otros caracteres, puede aplicarse a la generación del medio siglo55. Recordó Darío Villanueva ciertas afirmaciones de un escritor anónimo en el último número de Revista Española («el medio más importante de expresión con que contó la generación del medio siglo como tal generación») entre las que se destaca la de que había que convencer a todos «de que es posible afrontar las realidades que nos asedian y darles expresión artística»56. No sería difícil aplicar ese lema a un escritor como Buero, que, desde sus primeras obras, pretende captar los problemas de la sociedad en la que está inmerso y expresarlos estéticamente por medio del drama. Sin embargo, en aquellos años, Alfonso Sastre, el más significado dramaturgo de ese grupo, tenía proyectos muy distintos, como es sabido y podremos examinar con un ejemplo no muy conocido.

En una encuesta de 1951 Sastre pregunta a Joaquín Calvo Sotelo, a José López Rubio, a José María Pemán y a Antonio Buero Vallejo: «El teatro que Vd. hace, ¿tiene alguna intención social determinada?»57. Antes de reproducir las respuestas,   —59→   expone él su opinión, coincidente con la expresada en el «Manifiesto del T.A.S.»58, entre ellas, «una de mis más fundamentales convicciones», la de que «lo social, en nuestro tiempo, es una categoría superior a lo artístico». Los autores españoles, afirma Sastre, «se manifiestan, de modo unánime, en desacuerdo con estas ideas». A la cuestión antes indicada todos, en efecto, contestan que no tienen en su teatro esa intención social. La respuesta de Buero es la más precisa: «Determinada, no. Pero se encuentra grávido de los problemas del hombre de nuestros días, los cuales, incluso cuando son de carácter metafísico, poseen una social trascendencia. La misma que posee siempre el verdadero teatro, que es, por esencia, el arte representativo de las sociedades humanas».

Transcurridos doce años, cuatro dramaturgos responden a una encuesta sobre teatro social en el diario Arriba. Se trata de Alfonso Paso, Alfonso Sastre, Buero Vallejo y Lauro Olmo59. La tercera de las preguntas viene a ser la misma de Correo Literario: «¿Se considera usted un autor de teatro social?». Paso se cree «un humildísimo autor de teatro, a secas». Olmo, «un autor de teatro social», que es «aquél que denuncia problemas que nos responsabilizan a todos...» Sastre afirma que la del teatro social es una tarea antigua que él intentó en España y que «la tarea es ya otra: buscar una forma teatral situada más allá del teatro 'épico' y ello por una vía dialéctica...» Buero piensa en este momento que siempre ha habido teatro social y que éste no falta en España en la actualidad, aunque quizá no se refleje con la hondura debida «nuestra verdadera problemática social». Teatro social no es sólo el que muestra problemas de clase, sino «aquél que aborda toda problemática humana que tenga su origen o que se encuentre en relación con estas imperfecciones   —60→   estructurales [...] Sustentando, finalmente, todo el edificio de finalidades sociales, se encuentra un objetivo básico: el del deleite estético, que por sí solo no justificaría ningún teatro, pero sin el cual ningún teatro es válido como espectáculo». Y concluye que «en el amplio sentido que acabo de esbozar» es, desde luego, un autor de teatro social60.

Posee pues, Buero Vallejo un concepto amplio del sentido social del arte y del teatro, al igual que ocurre con su visión del realismo. Las consideraciones estéticas, la concepción dialéctica y plurisignificativa, la atención al ser humano concreto, son elementos básicos de este matizado planteamiento. Los «efectos de inmersión», uno de los más característicos elementos del teatro bueriano, pretenden justamente captar las dos caras de la realidad, recuperar «la interioridad personal al lado de la exterioridad social»61. La tragedia, modo de expresión dramática elegido por Buero, favorece la purificación del individuo y, junto a ella, la crítica, poniendo en cuestión los sistemas de opiniones y creencias que permiten a hombres y a grupos evitar el enfrentamiento con la verdad62.

  —61→  

La dimensión social se sustenta en un compromiso ético63 y se inscribe en planteamientos formales cada vez más complejos. En la conocida encuesta de Sergio Vilar, Buero no admitía la disyunción entre la expresión estética y la misión social:

El artista ejerce una misión social, pero la ejerce estéticamente y sólo así puede cumplirla en cuanto tal artista. Si no se propone cumplir su misión social mediante las más elevadas consecuciones artísticas será mejor que se dedique a otras formas de servicio social. Por lo demás, un verdadero artista nunca permanece de espaldas a la problemática social que vive y que le fecunda.64



De ahí que el compromiso del artista sea «con la verdad y con su propia conciencia»:

De hecho, el artista se encuentra siempre comprometido con la realidad, con los dolores y problemas del hombre. Y ello podrá llevarle a compromisos concretos como a cualquier otro ciudadano; pero como artista, a desarrollar modos y estilos que sólo él puede elegir. Pues nadie ha racionalizado todavía de manera convincente los sutiles   —62→   caminos por los que se crea la obra de arte, ni tampoco aquellos por los que una obra de arte actúa con mayor eficacia social. Y si el artista, trabajando libremente, también se equivoca al respecto, entiendo que siempre serán preferibles sus errores, y menos funestos en el panorama colectivo de las actividades creadoras, que los errores de aquellos que pretenden orientarlas en bloque desde una posición «comprometida».65



Para concluir este apartado quiero referirme a la respuesta de Buero a una pregunta que plantea directamente la relación de su obra con la de «los narradores y poetas del llamado realismo social español»66. Buero no se detiene en lo ocurrido con la narrativa o la poesía, ni siquiera con el teatro en general, y se centra en el propio:

Yo aparezco con Historia de una escalera, que podría ser el equivalente en teatro de este realismo social de la narrativa o de la poesía, pero ya tenía en la cartera En la ardiente oscuridad [...] En En la ardiente oscuridad hay, aunque sea de una manera muy embrionaria un argumento cuajado de elementos mitificadores y existenciales que separan francamente esta obra de lo que podría ser el realismo social. Pero la tercera mía es La tejedora de sueños, que también va por vías legendarias y míticas, y mi disgusto me costó, porque se me echó encima todo el   —63→   mundo, diciéndome que aquello era un error y que no había que ir por ahí; luego la obra se ha revalorizado algo, pero en aquel momento, no. Y después sigo por caminos similares hasta que mucho más tarde vuelvo un poco al realismo social, porque me apetece de nuevo, porque veo que el tema lo hace aconsejable, pero ya incluso cuando llegamos a estas alturas, pues se empiezan a mezclar las cosas, porque Irene o el tesoro es realismo social por un lado, pero también magia e invención por otro, y esto es lo que ocurre con El tragaluz y con otras obras mías.67



En los años centrales de la década de los cincuenta, cuando el realismo social se encontraba en pleno desarrollo y aceptación, Buero estrenó Irene, o el tesoro, drama en el que la ambigüedad estética y la dualidad entre lo real y lo supuestamente irreal tienen un acusado tratamiento. Gabriel Celaya, en un poema en el que se juntan admiración y reproche, refleja la exigencia de un «compromiso» más firme en el que era ya el primer dramaturgo de posguerra:


Pedirte que nos digas más acá, sin engaños,
las conquistas plausibles, la alegría concreta,
los cambios realizables, la gloria del trabajo
sin tesoros de Irene ni voces de otro mundo.
Amigo Antonio Buero, yo me siento exaltado
por eso que tú llamas consignas. Yo me crezco
al decirme en los otros. No me mandan, me mando
a mí mismo, marchando según lo verdadero
que sé por mí y confirman cuantos van avanzando.68

  —64→  

Si en cuanto al realismo como procedimiento de captación de la realidad Buero ha mantenido una actitud personal y matizada en toda su obra, en lo relativo al realismo como técnica de construcción dramática se ha producido en sus dramas una evidente evolución. En los iniciales, con notable influencia de Ibsen, utiliza unas estructuras de carácter realista, fácilmente asimilables por el espectador, si bien introduce siempre algunos elementos de experimentación «no realistas». Recordemos, sólo en los comienzos, las alucinaciones de Víctor en El terror inmóvil (1949), el sueño colectivo de Aventura en lo gris (1949), o el esencial efecto de participación de En la ardiente oscuridad (1950). En 1958, con Un soñador para un pueblo, junto a la introducción de temas históricos, se producen modificaciones estructurales que dan lugar a una técnica «abierta» que Buero ha continuado desde entonces, llegando a notables extremos de perfección formal en obras como El sueño de la razón (1970), La Fundación (1974) o La detonación (1977).




ArribaAbajoBuero y la «generación realista»

En el capítulo de su estudio sobre el teatro desde 1936, César Oliva se ocupa de Buero, de Sastre y de los autores de la generación realista. Une en él «realismo y oposición» porque, entre las significaciones del término realismo, «la más importante en este momento es la que connota cierta oposición a lo establecido, sobre todo en el terreno teatral»69. Por encima de otras denominaciones o caracteres comunes más o menos aceptables, parece haber unanimidad en la identificación del realismo en el teatro de esta época con una actitud ética de búsqueda de la verdad. Ricardo Doménech indicaba en 1963: «Cada día somos más los españoles que pedimos,   —65→   frente al teatro de la mentira, un teatro de la realidad»70 y David Ladra señaló no mucho después que «el realismo como concepto deberá evolucionar desde un significado esencialmente estético a una caracterización definitivamente ética de la postura de una obra frente a la realidad. Una obra será realista en cuanto clarifique la realidad, no lo será en cuanto la encubra»71. Hablando del teatro de Casona, precisaba por entonces Monleón que el «realismo» ha representado entre nosotros «una opción entre 'verdad' y 'mentira', entre 'revelación' o 'enmascaramiento', es decir, una posición ética ante todo...»72. Y también Ricardo Rodríguez Buded, con su perspectiva de creador, ha opinado de modo similar: «Ante una deformación sistemática de la realidad o ante planteamientos evasivos, que era cuanto generalmente se ofrecía en los escenarios, nosotros, cada cual con su estilo y con su capacidad, tratamos de ofrecer una imagen fiel, verdadera, de lo que era la sociedad española del momento»73.

No hay, pues desde este punto de vista, dificultad alguna para encontrar un nexo al respecto entre autores que no admiten, salvo quizá Lauro Olmo, la existencia de la generación, ni siquiera, creemos, para considerar que existe una «'línea buerista'   —66→   que ejercería una notoria influencia en dramaturgos de aparición posterior»74, a pesar de las frecuentes discrepancias de los propios escritores.

Antonio Buero Vallejo, como hemos podido ver, mantiene a lo largo de toda su escritura un peculiar concepto de «realismo» que incluye distintos aspectos de la realidad y una idea del teatro social que implica la constante atención a los procedimientos estéticos y formales dentro de una cosmovisión trágica. Con ellos ha sabido crear una producción dramática, testimonio de su país y de su tiempo, en la que, con el ejemplo de Cervantes, ha influido decisivamente «el contraste entre lo que llamamos real y lo que tildamos de fantástico»75.

(Publicado en Cuadernos Interdisciplinarios de Estudios Literarios, 4, 1, 1993).





  —67→  

ArribaAbajoProcedimientos formales y simbólicos en el teatro de Buero Vallejo

En los difíciles años en los que Antonio Buero Vallejo inicia su dedicación a la escritura dramática tiene formado ya un ambicioso y decidido propósito, el de llevar a término «un teatro que tuviera por un lado determinados significados y por otro ciertas preocupaciones formales»76. Esta doble dirección se ha venido cumpliendo, perfeccionando, a lo largo de más de cuarenta años en los que ha creado casi treinta obras dramáticas, como hemos señalado, al igual que otros críticos, en más de una ocasión.

Mi intención ahora es efectuar un análisis de los más importantes procedimientos formales que nuestro autor ha empleado y de la dimensión simbólica de sus dramas, para lo que tendré en cuenta junto a estos mismos, como es obligado, distintas manifestaciones del propio Buero. Él nos recordó, y yo lo rememoro ahora, cuando hablaba de Bertolt Brecht, que «una teoría, por grande que sea, resulta siempre, por su misma condición racional, más discutible que una gran obra de arte»77. Y, tratando   —68→   del teatro de Valle-Inclán, afirmó que éste, al teorizar, «es menos complejo que sus realidades artísticas»78. En definitiva, que son las obras creadas y no la opinión, previa o posterior, de sus creadores lo que más ha de interesarnos. Sin embargo, y estando plenamente de acuerdo con ello, insistiré también en declaraciones y escritos de Buero Vallejo porque creo que entre sus propósitos y la realización escénica de éstos hay una más que notable correspondencia.

Es, desde luego, llamativo que en la «Autocrítica» de Historia de una escalera, quizá el primero de los textos que Buero publicó sobre temas teatrales, señalase, a pesar de que «en el deslumbramiento que produce el primer estreno resulta muy difícil autovalorarse objetivamente», con precisión: «Como en todo lo que escribo, pretendí hacer una comedia en la que lo ambicioso del propósito estético se articulase en formas teatrales susceptibles de ser recibidas con agrado por el gran público»79.

Buero, en efecto, sigue en la organización de sus primeros dramas unas estructuras teatrales realistas, directamente influido por Ibsen («a quien he declarado maestro mil veces»80), que llegan sin dificultades especiales al público, pero en las que el autor da entrada a algún elemento renovador o de experimentación. «Me he pasado la vida experimentando», indicaba hace unos años81, y hace sólo unas semanas hacía notar la enorme dificultad de ser auténticamente «innovadores», mientras que es necesario aspirar en todo momento «a aportar relativas novedades, a dar un pasito más»82. Esos pasos los ha venido   —69→   dando él continuamente y sin perceptibles desmayos. En El terror inmóvil, por encima de los valores intrínsecos de la obra, hay una evidente voluntad de búsqueda. La breve alucinación de Víctor, en la que la escena se ilumina de un modo irreal y extraño, es el inicio de lo que puede denominarse tendencia fantasmagórica y onírica del teatro de Buero Vallejo. Mayor alcance en este sentido posee el sueño colectivo de Aventura en lo gris (pieza escrita inmediatamente después)83, que rompe en escena los límites entre «realidad» y «ficción» y sirve para que cada personaje (incluso Alejandro, que queda fuera de él) manifieste su auténtica condición.

Historia de una escalera es obra que bajo la apariencia convencional, que algunos llamaron sainetesca, contiene, a poco que se mire atentamente, una dimensión, una realidad que excede tales formas. Alfredo Marqueríe, al introducir su primera edición, rechazaba que fuese un «sainete dramatizado» puesto que «en ella hay mucho más que un desfile de tipos o un trivial costumbrismo»84. El autor se había propuesto, en efecto, otro modo de escenificar un asunto que podía tener concomitancias con piezas entonces conocidas o ignoradas por él: «Fueron dos preocupaciones simultáneas las que me llevaron a escribir la obra: desarrollar el panorama humano que siempre ofrece una escalera de vecinos y abordar las tentadoras dificultades de construcción teatral que un escenario como ése poseía. [...] Técnicamente, quise resolver esto presentando toda la acción en absoluto de puertas afuera; y en ello estriba, a mi juicio, aparte de su argumento, la novedad o mérito mayor que pueda tener mi comedia frente a otra u otras escaleras que se hayan podido ver en el   —70→   teatro...»85. La escalera, pues, junto a otros aspectos que trataremos después, es un acierto técnico, una «dificultad de construcción» superada airosamente por el autor al lograr que su acción se desarrolle adecuadamente en un medio nada propicio para ello.

Es sabido que En la ardiente oscuridad contiene una breve escena de enorme importancia que constituye uno de los que Ricardo Doménech llamó «efectos de inmersión»86. Hay, sin embargo, que recordar que no es este el primero en el tiempo, pues aunque En la ardiente oscuridad sí era la primera obra en su redacción, el «efecto esencial» de apagar todas las luces del escenario y del teatro para introducir al espectador en los más hondos sentimientos y angustias de los protagonistas del drama, es una de las modificaciones que éste sufrió en 1950, cuando iba a ser estrenado87.

Con toda evidencia, pues, Buero Vallejo iba cumpliendo en sus primeros dramas las metas que se había trazado en cuanto a técnica y construcción. A esas metas había que unir otras, como señalamos. No me parece oportuno detenerme ahora en la consideración del sentido trágico del teatro de Buero Vallejo. Sí he de referirme, sin embargo, a él porque es obligado atender a alguno de sus aspectos particulares. Un punto de vista trágico es el más adecuado para ocuparse de esos «significados» aludidos por Buero, que pueden resumirse en la elaboración de un teatro que refleje la realidad en la que nace y que esté informado por una actitud crítica en el tratamiento de los seres humanos concretos y de la sociedad en la que se desenvuelven. La tragedia promueve «una crítica   —71→   inquietante, una ruptura en el sistema de opiniones que hombres y sociedades se forjan para permanecer tranquilos» y, a un tiempo, «depuraciones catárticas, que por serlo son ya transformadoras»88.

Apuntan esas palabras a la firme creencia bueriana de que la tragedia es en sí misma esperanzada. Y con esta concepción se relaciona directamente una cuestión que une temas y procedimientos, asuntos y técnicas. Me refiero a la participación del espectador en la acción dramática, puesto que es quien representa y recoge en no pocas ocasiones la «apertura trágica». La situación postrera de muchas obras es la de una cerrazón completa o casi completa para los personajes; es entonces cuando la esperanza se encamina plenamente hacia el espectador, porque «el significado final de una tragedia dominada por la desesperanza no termina en el texto, sino en la relación del espectáculo con el espectador». En esos casos «la desesperanza no habrá aparecido en la escena para desesperanzar a los asistentes, sino para que éstos esperen lo que los personajes ya no pueden esperar»89; en ello radica la acción catártica de la tragedia90.

Historia de una escalera, «tragedia en el sentido de dramatización del hombre entero», como tempranamente la definió Arturo del Hoyo91, está construida con una estructura cíclica. El amor de Fernando y Carmina hijos puede interpretarse como una irónica muestra de un futuro cerrado porque el público sabe   —72→   ya adónde fueron a parar sentimientos semejantes, expresados con idénticas palabras, tras el paso inexorable del tiempo. De ahí la entonces difundida acusación de pesimismo para con el autor. Hay una posibilidad, quizá lejana, de que los jóvenes rompan el círculo en el que la propia estructura dramática los sitúa, pero son los espectadores quienes, contrastando la vida con la escena, pueden y deben evitar en su comportamiento esos caminos equivocados.

El final de En la ardiente oscuridad se configura de manera que ha de relacionarse de modo inmediato con el de Historia de una escalera. El recuerdo de las palabras anteriores de Ignacio, ahora en boca de Carlos, que le dio muerte y recibe la semilla de su mensaje, constituye un procedimiento similar con un valor diferente. Buero ofrece en él al espectador una mutación del personaje que él ha de juzgar e interpretar. El público, sumido en la ceguera de Ignacio y de Carlos por unos instantes, ha de aplicarse a sí mismo la identificación de éste con las aspiraciones imposibles de aquél.

El espectador, por tanto, ha de reflexionar y ha de decidir. ¿Es el distanciamiento brechtiano el modo más apropiado para conseguir la reflexión crítica? En opinión de Buero, «el pensamiento brechtiano, y una parte de su propia obra, es la exacerbación de una cara de la dramaturgia. Cuando a su obra no le faltan las otras, entra en contradicción más o menos relativa con su propia teoría»92. No es, sin embargo, el de la distanciación un procedimiento desdeñable y lo veremos utilizado con mesura en más de una ocasión dentro de la producción bueriana posterior a Un soñador para un pueblo.

El polo más distante del distanciamiento vendría a estar representado por las corrientes de que, en la década de los años sesenta, gozaron de singular desarrollo. En 1970, en una conferencia en la que se ocupó extensamente   —73→   de esta cuestión, mostraba Buero su recelo hacia este modo extremo de participación porque «a través de estas experiencias no puedo evitar la impresión de que el deseo de participación que las fundamenta casi siempre fracasa»93. Defiende él, por el contrario, una participación «más bien psíquica que física», que introduzca al público en la acción de manera indirecta pero necesaria.

Distanciamiento y participación han de manifestarse en equilibrada armonía, consiguiendo la eficaz actuación de uno y otra. Dramas como La doble historia del doctor Valmy, El tragaluz (al que nos referiremos más ampliamente), La Fundación o los distintos dramas históricos, demuestran escénicamente en su intrínseca concepción que no son aquéllos factores excluyentes y que pueden mutuamente completarse. «Desde los griegos -afirma Buero-, el teatro provoca emociones comunicativas y la identificación del espectador con la escena. Desde los griegos, el teatro suscita reflexiones críticas y el extrañamiento del espectador respecto a la escena. Preconizar una de las dos cosas es ver una sola cara de la dramaturgia [...] Pero las grandes obras ven siempre las dos, aunque se adscriban polémicamente a una de las dos tendencias.»94

Ejemplo particularmente significativo del carácter dialéctico y complementario que en el teatro de Buero Vallejo tienen distanciamiento y participación es el de las escenas finales de El concierto de San Ovidio. David logra dar muerte a Valindin porque hunde en la oscuridad al que veía, el escenario permanece sin luz alguna mientras la lucha tiene lugar y, de ese modo, quienes vemos nos sentimos menesterosos con Valindin y disminuidos, en la «igualdad» creada, frente a David. El   —74→   efecto no es un mero alarde técnico (como no lo era en En la ardiente oscuridad), puesto que la doble y bivalente identificación con Valindin y con David nos hace considerarnos partícipes de la culpa del explotador y conscientes de nuestra corresponsabilidad en el atropello de los ciegos. Esa identificación es matizada posteriormente por Valentín Haüy, que rememora la de años atrás en la feria de San Ovidio. Haüy, con su intervención, hace que el espectador, identificado poco antes con David en su carencia, advierta que puede y debe actuar en su tiempo y en su sociedad como Valentín Haüy lo hizo en los suyos.

El arte es una síntesis superadora del dilema entre conocimiento y transformación, entre contemplación y acción, «una especie de contemplación activa»95. Igualmente lo ha de ser el teatro y en relación con las vías no racionales de conocimiento crea Buero, como ya apuntamos, unos espacios oníricos, prefigurados en El terror inmóvi1, Aventura en lo gris e Irene, o el tesoro, que gozarán de amplio desarrollo en piezas posteriores (visiones del Padre en El tragaluz, de Eloy en Mito, de Goya en El sueño de la razón, de Julio en Llegada de los dioses, de Tomás en La Fundación, de Larra en La detonación, de Juan Luis Palacios en Jueces en la noche, de Rosa en Caimán, de Lázaro en Lázaro en el laberinto y de Alfredo en Música cercana). Son «visiones» o «percepciones» de distinta naturaleza y función en los respectivos dramas, pero todas se corresponden con modos cognoscitivos no racionales96 y aúnan la experimentación formal con el valor simbólico y dramático en perfecta simbiosis.

Comenzamos hablando de los procedimientos formales en el teatro de Buero Vallejo y hasta ahora los hemos considerado   —75→   a partir de las obras de sus años iniciales. También en esa época germinal se plantea con meridiana claridad la dualidad simbolismo-realismo, esencial en el conjunto de su producción. En la ardiente oscuridad es un drama que no puede ser entendido sin captar su hondo simbolismo. Tema central de la obra es la ceguera y ésta alude a las deficiencias y limitaciones de todos los seres humanos. Los ciegos (y los sordos, los locos, los que tienen algún defecto físico o psíquico) que con tanta frecuencia hallamos en las obras de Buero Vallejo nos están hablando de «la constitutiva limitación de nuestra realidad en tanto que hombres» y, al mismo tiempo, de la necesidad «de vivir como problema nuestra limitación», con palabras de Laín Entralgo97. Enlaza directamente este símbolo con el mito de Tiresias, el ciego adivino que, privado de la visión física, es capaz de «ver» lo que los seres dotados de ella no alcanzan a percibir98.

Son estos los primeros significados que esas privaciones tienen, pero, a medida que la obra bueriana se desarrolla, el símbolo adquiere nuevas posibilidades de interpretación. Pensemos en su utilización en los casos en los que se produce como una evasión, más o menos voluntaria, de la realidad (Anita en Las cartas boca abajo; la Abuela en La doble historia del doctor Valmy, o el Padre en El tragaluz) o como reacción ante la culpa propia o ajena (Daniel en La doble historia del doctor Valmy; Julio en Llegada de los dioses, Tomás en La Fundación o Lázaro en Lázaro en el laberinto).

Desde su mismo estreno se destacó que En la ardiente oscuridad abría un camino distinto al de Historia de una escalera, mientras que no faltó tampoco la incomprensión de su   —76→   nivel simbólico99. En la ardiente oscuridad e Historia de una escalera responden, es claro, a modelos teatrales distintos; su autor lo ha señalado frecuentemente, mostrando mayor aprecio por la obra que escribió en primer lugar por creerla principio de la más fecunda línea de su teatro: «Esta trayectoria o esta línea simbólica, mítica en cierto modo y también de exploración de técnicas teatrales en cuanto a la identificación psicofísica del espectador con el drama, todo esto estaba, embrionariamente, en En la ardiente oscuridad y por eso me parece que es la obra que realmente me inaugura»100.

Esta razonable distinción no puede, sin embargo, conducir a la división de las obras de Buero Vallejo en realistas y simbólicas, como a veces ha ocurrido, porque todas pueden y deben ser consideradas desde una y otra perspectiva. Hay que salir al paso, pedía el autor en 1950 en su «Comentario» a En la ardiente oscuridad, del sentido esquemático con el que a menudo se suele entender la palabra simbolismo: «Una obra literaria   —77→   debe ser simbólica como lo es la vida misma cuando la observamos con la atención bien abierta»101.

Antes de comentar la importancia de lo simbólico en Historia de una escalera, obra tenida por realista, creo que puede ser ilustrativo el referirse a un breve artículo del autor, interesantísimo a este propósito. Su título es «Brillantes», fue publicado por primera vez en 1987102 y rememora un lejano recuerdo, quizá el primero que tuvo. El niño de cuatro años que era entonces Buero mira «en la penumbra la antigua escribanía plateada de dos tinteros, entre los cuales se yergue la estatuilla de un viejo timonel ante un calado respaldo de volutas. Terminan dos de ellas en redondos resaltes extrañamente relucientes y me los quedo mirando fascinado. Pues veo -no imagino, lo veo con nitidez- que esas dos pequeñas bolitas son dos pequeños diamantes de facetas exquisitamente talladas». Al tocarlas, advierte, desengañado, que «no son sino dos remates de metal [...]». Pero este incidente «guardaba la primera lección de la realidad correctora de la fantasía» y, simultáneamente, «la insinuación de que el arte es fantasía creadora». El acontecimiento cobra en este contexto singular valor puesto que señala la permanente intuición del autor de que «si la verdad de los molinos debe sustituir a la ensoñación de los gigantes, también hay que rastrear incansablemente los fantásticos brillantes que aquéllos esconden». Realidad en la más honda ficción y valor ficcional de la más cruda realidad, como una y otra vez percibimos en los textos buerianos.

  —78→  

El realismo testimonial de Historia de una escalera no impide evidentemente su dimensión metafísica y simbólica. La escalera como símbolo complejo y abierto es uno de los más importantes hallazgos de la obra. Quizá sea el del paso del tiempo, en tanto que todos siguen unidos a los viejos peldaños, subiendo y bajando para tornar a subir y a bajar, el más evidente de sus significados. Pero el tiempo informa toda la obra, es elemento de estructuración dramática (disposición cíclica, como apuntamos) y es también muestra de una limitación esencial como lo es la ceguera en En la ardiente oscuridad. Ciegos como los alumnos del Colegio, los espectadores ven también su vida coartada en sus posibilidades por la reiteración veloz y destructora que atenazaba a Fernando: «¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace sufrir. Ver cómo pasan los días, y los años... sin que nada cambie».

Si la ceguera simbólica es un elemento que, con variaciones, se presenta en numerosos dramas de Buero, el tiempo y su sentido simbólico reaparecen una y otra vez, desde El terror inmóvil a Madrugada, desde Las cartas boca abajo a La detonación, de Hoy es fiesta a El tragaluz. Particular importancia tiene ese lema en Música cercana, en la que Alfredo pretende vencer al tiempo, recuperando el pasado con su vídeo, al igual que la Dama de Caimán quisiera burlarlo por medio de su libro. Muestra así Buero una probada habilidad para unir aspectos metafísicos con problemas concretos, desde los que aquejaban a Fernando hasta los que agobian a Alfredo.

En Historia de una escalera se abre una amplia serie de espacios y objetos escénicos (escalera y leche derramada) que, junto a su funcionalidad dramática, poseen una rica carga simbólica. Recordemos, sin pretensiones de exhaustividad: fotografías de El terror inmóvil, atuendo y árboles de En la ardiente oscuridad, reloj de Madrugada, azoteas de Hoy es fiesta, gorjeos de pájaros en Las cartas boca abajo, faroles de Un soñador para un pueblo, cuadros velazqueños en Las Meninas   —79→   y en Diálogo secreto, semisótano de El tragaluz, catalejo, bordado y pinturas de El sueño de la razón, móvil de Llegada de los dioses, celda de La Fundación, pistola de La detonación, ventano de Caimán, banco y estanque de Lázaro en el laberinto; vídeo, ventana y «tarde eterna» de Música cercana.

En Historia de una escalera y en En la ardiente oscuridad se encuentran otros símbolos que se han desarrollado y enriquecido al ser manejados con posterioridad. La débil esperanza de la primera obra estrenada radicaba precisamente en los jóvenes, porque en ellos y en los niños (pensamos como ejemplos más significativos los de Aventura en lo gris, Las cartas boca abajo, El concierto de San Ovidio, El tragaluz, Llegada de los dioses, Caimán, Diálogo secreto, Lázaro en el laberinto y Música cercana) reside la esperanza biológica de la humanidad y, lo que ahora es de mayor importancia, la posibilidad de un recto proceder («Tú no puedes escapar ya de estas cosas, pero yo sí» dice Sandra a su padre en Música cercana, en irónica negación de su principal empeño).

Tienen asimismo cabal presencia desde los primeros dramas los personajes que poseen un valor simbólico. Detengámonos tan sólo en una fecunda oposición, la que se da entre los soñadores y los hombres de acción, personificaciones de modos contrarios y complementarios de percibir la realidad. Este conflicto, de evidente origen unamuniano, está representado en seres distintos, pero tiene su punto de partida en cada individuo; comienza en la dualidad de tendencias, en la lucha entre el bien y el mal que en todo ser humano se plantea. Por eso mismo, al trasladarse a personajes antagónicos, significan éstos una parte mayor de una u otra actitud.

Ignacio y Carlos (En la ardiente oscuridad), Fernando y Urbano (Historia de una escalera), Regino y Álvaro (El terror inmóvil), y Silvano y Alejandro (Aventura en lo gris), ejemplifican esa tensión que se ha de resolver en el equilibrio entre   —80→   ambas posturas, aunque no ha de olvidarse que si en Silvano y Alejandro, respectivamente, la rectitud de comportamiento y el carácter negativo se encuentran de modo muy acusado, en Fernando y Urbano tal diferencia es notablemente menor. Con ello notamos que símbolos o elementos semejantes tienen diversas realizaciones concretas. Si sueño y acción exigen siempre una síntesis dialéctica que consiga el «sueño creador», la oposición de personajes se presenta en cada obra de manera diferente, con muy peculiares matices.

En dos momentos de En la ardiente oscuridad la música subraya o ambienta lo que sucede en escena, con el adagio del Claro de luna de Beethoven y con un fragmento de «La muerte de Ase» del Peer Gynt de Grieg. En el sueño de Aventura en lo gris se escucha una «música lenta y sorda» que en 1963 se ha convertido en «la música de Sirenas, de Debussy». La música aparece con frecuencia en el teatro de Buero y suele tener una clara dimensión simbólica. Así ocurre, por poner algunos ejemplos muy significativos, en el adagio de Corelli en El concierto de San Ovidio; en la música de Rossini en La Fundación; en la marcha del Trío Serenata de Beethoven en Jueces en la noche. En ocasiones, la música, sobre sus valores simbólicos, se convierte en verdadero elemento argumental de los dramas. Así sucedía en La señal que se espera y así ocurre en las dos últimas piezas de Buero: Lázaro en el laberinto y Música cercana103. Junto a la música, la pintura (Las Meninas), el arte, son último signo de salvación y esperanza.

  —81→  

Hemos hecho un recorrido quizá a veces enojoso por su prolijidad y sin duda incompleto. En él hemos revisado procedimientos simbólicos, analizado la participación del espectador y considerado distintos elementos formales. Al tratar de los efectos de técnica dramática apenas superamos las primeras obras porque queríamos detenernos más tarde en el notable enriquecimiento que las mencionadas estructuras teatrales de carácter realista han tenido en el teatro de Buero. Un soñador para un pueblo, como es sabido, inaugura un nuevo enfoque en los temas que exige una ampliación de las posibilidades formales. Antes, sin embargo, hay novedades muy dignas de atención. Destaca César Oliva las que, en el nivel espacial, se dan en La tejedora de sueños: «Un escenario con varios lugares practicables, de ellos, dos son más comunes: el central, templete-aposento de Penélope, y otro que rodea el anterior, tres gradas, en donde transcurren las escenas exteriores. Cortinas, puertas y otros elementos cierran o abren esos espacios. Es una manera evidentemente poco realista de mostrar la escena convencional, pero que sirve para no caer en el efecto del escenario-decorado como eje absoluto del conflicto dramático»104.

Búsqueda en distintas direcciones representan Irene, o el tesoro y Madrugada. Irene, o el tesoro es un ambicioso intento de «abarcar la realidad de una situación, de un problema o de unos personajes sin coger solamente aquella parte que la vida tiene de conmensurable, de controlado, de lógico», sino que incluye también «todo aquello que existe, que realmente existe, de inconmensurable, de incontrolado, de misterioso». Es, pues, un modo de «aceptar la realidad en toda su extensión»105. Junto al interés de estos propósitos, tiene, desde el punto de vista técnico, el de anticipar en el escenario la unión de pensamientos y acciones, característica de una etapa posterior del teatro de Buero.

  —82→  

Madrugada es una pieza técnicamente llena de interés. El escrupuloso respeto de las unidades de acción, lugar y, sobre todo, de tiempo (el tiempo real de la representación coincide con el dramático y es medido en escena por un reloj) es el más llamativo aspecto formal de una obra que se desarrolla como una investigación y tiene en la intriga un elemento primordial. Pero esto no es sino la externa envoltura de una simbólica y trágica lucha por encontrar la verdad llevada a cabo en una angustiosa limitación temporal106.

La naturaleza del teatro histórico iniciado por Buero Vallejo con Un soñador para un pueblo conlleva un enriquecimiento de formas que se mantiene después en obras no históricas cuya concepción lo exige. Las modificaciones espaciales107 (disposición de la escena en varios planos que permitan acciones simultáneas) y temporales (distorsión de la linealidad) son los aspectos más visibles de esta técnica abierta en la que Buero recoge y potencia experiencias interiores y con la que se exige al espectador un papel aún más activo.

A partir de El sueño de la razón, estrenada en 1970, se acentúa lo que el autor ha denominado «interiorización del público en el drama», desarrollo de los efectos de inmersión, con la que se busca recuperar «la interioridad personal al lado de la exterioridad social»108. Los espectadores ven parte de los sucesos representados

  —83→  

imagen

Luisa España, Elvira Noriega y José M.ª Rodero en Irene, o el tesoro, 1954.

  —84→  

desde la mente o la conciencia de alguno de los personajes y, por tanto, perciben la realidad matizada por la mediación de Goya (El sueño de la razón), de Julio (Llegada de los dioses), de Tomás (La Fundación) o de Larra (La detonación). Francisco Ruiz Ramón ha notado, a propósito de ellos, que el ojo que mira, juzga e interpreta desde fuera la acción vivida por los personajes «ha sido desplazado al interior del drama»109. Luis Iglesias Feijoo afirma que, desde El sueño de la razón hasta sus últimas obras, «el dramaturgo intenta sistemáticamente trascender la supuesta 'objetividad' del teatro, a fin de obligar al espectador a compartir las limitaciones y taras de los personajes»110.

Esta utilización de un punto de vista subjetivo (nueva confluencia de un procedimiento técnico con la intención significativa y simbólica) es también un modo de estructuración dramática en Jueces en la noche (Juan Luis Palacios), Caimán (Rosa), Diálogo secreto (Fabio), Lázaro en el laberinto (Lázaro) y Música cercana (Alfredo). Prescindiendo ahora de si supone o no una nueva etapa en el teatro de nuestro autor111, parece claro que en los últimos dramas ha decrecido el empleo de este punto de vista subjetivo, quizá por la conveniencia de mantener la alternancia de las perspectivas subjetivas y objetivas.

  —85→  

Por otra parte, desde Un soñador para un pueblo se acentúa la condición del autor como director de escena implícito que no estaba ausente de obras anteriores112. En algunas es particularmente ostensible en el texto la dimensión espectacular, siempre actuante en la mente del autor. Si en ocasiones esta creación de espectáculos no ha sido bien vista, no comprendemos por qué, por algún crítico113, esa amplitud que excede el texto literario, esa integración en él de los distintos elementos de la representación es, sin embargo, uno de los más relevantes méritos del teatro de Antonio Buero Vallejo.

Queremos, finalmente, detenernos con brevedad en un drama bueriano en el que se realiza de modo ejemplar la fusión de procedimientos formales y simbólicos: El tragaluz. En esta obra (que, casualmente, coincidió en los escenarios madrileños con Historia de una escalera, repuesta en 1968, lo que permitió comprobar, como en otro momento indicarnos: «la esencial unidad y la constante evolución del teatro bueriano a lo largo de una veintena de años»)114 se escenifica un «experimento» que realizan dos Investigadores de un siglo futuro: actualizar una   —86→   historia «oscura y singular» acaecida justamente en el tiempo de quienes la contemplan en el teatro. Pero esta historia se encuentra a su vez determinada por otra, ocurrida unos veinticinco años antes, al finalizar la guerra civil española, que tuvo casi los mismos personajes.

El argumento recoge aspectos y elementos esenciales en el teatro de Buero Vallejo: dialéctica de las víctimas y de los verdugos; mito cainita manifestado en la oposición de los hermanos; valor del sueño y de la acción; trascendencia de la relación amorosa; conseguidos símbolos (Editora, tren, tragaluz, Eugenio Beltrán...); limitaciones evasivas; misteriosa personalidad del Padre, personaje de singular hondura; posibilidad de una dimensión trascendente; relaciones entre el individuo y su sociedad; temas de la guerra y del tiempo; esperanza en las nuevas vidas; muerte como expiación trágica de la culpa... y los que sin duda podrían añadirse.

Pero otro aspecto nos interesa ahora, el de la función de los Investigadores, cuya presencia no fue bien comprendida y que, sin embargo, son necesarios dentro de la configuración de la obra. Hacen éstos posible un perspectivismo histórico de intención crítica mediante el cual los sucesos actuales son considerados en el futuro, como en las obras históricas el pasado permitía iluminar el presente115. Por su proyección histórica hacia el futuro, El tragaluz se constituye como una pieza optimista por su misma concepción dramática, puesto que los Investigadores provienen de un tiempo y un lugar en los que múltiples torpezas y mezquindades han sido vencidas.

El perspectivismo histórico (que con desarrollo distinto puede verse en El concierto de San Ovidio, Mito y Caimán y, en cierto modo, enlaza con la transformación sugerida con la   —87→   repetición de las palabras finales de En la ardiente oscuridad) es un procedimiento de carácter formal que implica una particular estructuración teatral y que conlleva una visión peculiar de la apertura trágica (la esperanza tiene cumplimiento en otra época más o menos lejana) y una llamada a la responsabilidad del espectador, que se convierte en directo partícipe de la acción dramática.

Antonio Buero Vallejo eligió, en tiempos difíciles, el teatro como medio de expresión de las preocupaciones que le acuciaban como ser humano en una sociedad conflictiva. Cosmovisión trágica, voluntad de búsqueda, reflejo dramático de una ambigua y multivalente realidad, intención ética, indagación estética, son los elementos siempre mantenidos de una dramaturgia caracterizada por la permanente evolución integradora.

(Publicado en Cristóbal Cuevas García, dir., El teatro de Buero Vallejo. Texto y espectáculo, Barcelona, Anthropos, 1990).



  —89→  

ArribaAbajoEl «perspectivismo histórico» en la obra bueriana

Antonio Buero Vallejo es un autor muy preocupado en su teatro por el tiempo. Tanto por lo que el tiempo y su ineluctable discurrir pueden tener de tema dramático como por la utilización del tiempo en la configuración formal de las obras. Recordemos que en Historia de una escalera el tiempo, con un significado metafísico y aniquilador, era uno de los aspectos básicos de pieza, una de las más acuciantes preocupaciones de sus personajes, como Fernando señalaba: «¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace sufrir. Ver cómo pasan los días, y los años... sin que nada cambie. Ayer mismo éramos tú y yo dos críos que veníamos a fumar aquí, a escondidas, los primeros pitillos... ¡Y hace ya diez años! Hemos crecido sin darnos cuenta, subiendo y bajando la escalera»116.

Pero el tiempo era también un elemento estructural básico de la obra. En una acotación se indica, al comienzo del primer acto, que «el espectador asiste, en este acto y en el siguiente, a la galvanización momentánea de tiempos que han pasado» (p. 24). Desde la perspectiva del acto tercero se contemplan, según esto, los sucesos ocurridos en los anteriores y su conclusión   —90→   enlaza con la del inicial, configurando una estructura cíclica de hondo valor simbólico117.

Buero continúa ocupándose del tiempo desde el punto de vista formal (pensemos en Madrugada) y existencial (recordemos El terror inmóvil; Hoy es fiesta; o Las cartas boca abajo). En 1958 hay un estreno de particular alcance en este sentido: Un soñador para un pueblo inaugura un renovado enfoque en los temas tratados por Buero: el de la reflexión histórica entendida de forma que la consideración del pasado ilumine y esclarezca situaciones actuales. Antes, el autor había realizado un trabajo de recreación en algunas de sus obras, pero Un soñador para un pueblo significa igualmente el empleo de otros modos de organización del drama entre los que tiene muy notable importancia la dimensión temporal.

Junto a un propósito estético que permite, entre otras cosas, al autor liberarse en sus transposiciones históricas de la «total fidelidad cronológica, espacial o biográfica respecto de los hechos comprobados», hay también en el teatro histórico bueriano un deseo de conectar el tiempo pasado con el presente, porque «cualquier teatro, aunque sea histórico, debe ser, ante todo, actual»118. Una vez recordados estos principios básicos no parece necesario para el propósito de este trabajo insistir en otras consideraciones, que no dejarían de tener interés, sobre el drama histórico de Buero Vallejo.

Quiero, sin embargo, destacar que si la perspectiva histórica de unos hechos sucedidos hace posible «la conexión dialéctica» entre pasado y presente, como Ruiz Ramón precisa119,   —91→   Buero utiliza en otras ocasiones lo que denominamos un perspectivismo histórico proyectado hacia el futuro que posee, además de esa relación con lo actual, el valor fundamental de hacernos ver que la esperanza trágica planteada por el autor en sus dramas tiene a veces plena realización, sin quedar reducida a una apertura indeterminada para los personajes o para los espectadores.

Pensemos, por ejemplo, en lo que sucede en El concierto de San Ovidio. La esperanza final, que se manifiesta en el diálogo de David y Adriana, es personalmente imposible; ellos no tendrán hijos. Pero el profético deseo de David («¡Los ciegos leerán, los ciegos aprenderán a tocar los más bellos conciertos!»120) no tardará en ser una realidad. El que la esperanza no se cumpla en los personajes del drama no es algo nuevo en teatro de nuestro autor; sí lo es, sin embargo, la constatación de que se ha cumplido y se está cumpliendo históricamente, como nos hace ver el parlamento final de Valentín Haüy. El perspectivismo histórico permite así advertir el fracaso de los deseos de David (derrota externa habitual en otros «soñadores») y, a un tiempo, el comienzo real de su superación por la actividad de un espectador del pasado que es un personaje que ha unido sueños y acción: «Si se les da tiempo, ellos lo conseguirán, aunque yo haya muerto; ellos lo quieren, y lo lograrán... algún día» (p. 112). Ese día es ya el nuestro121.

Es en El tragaluz donde el perspectivismo histórico bueriano goza de un más cumplido desarrollo. El drama escenifica una compleja «historia que sucedió en Madrid, capital que fue de una antigua nación llamada España». Temporalmente debemos distinguir en ella tres acciones, que recíprocamente se condicionan. Dos Investigadores de un siglo futuro intentan un   —92→   interesante «experimento»: revivir una historia, aparentemente sin importancia, que tuvo lugar en el tiempo de los espectadores. Pero esa historia está condicionada por otra, situada veinticinco años antes, al concluir la guerra civil española. Los sucesos que en El tragaluz tienen lugar deben, pues, entenderse como recuperados desde el futuro (Investigadores), juzgados en el presente (espectadores) y originados en un cercano pasado.

Si en las obras históricas el pasado servía como esclarecedor del presente, ahora los hechos actuales son alumbrados desde el futuro. Los Investigadores, del todo indispensables para el adecuado desarrollo de este drama122, posibilitan esa especie de perspectivismo histórico de intención crítica123.

Los seres venidos desde el futuro ejercen una concluyente influencia sobre el espectador, ya que éste se convierte, hecho partícipe directo de la acción, en contemporáneo de los sucesos narrados y, por tanto, juzgado con ellos («Observados y juzgados por una especie de conciencia futura»124), y en un ser

  —93→  

imagen

Pablo Sanz y Francisco Pierrá en El tragaluz, 1967.

  —94→  

que los juzga desde la distancia del futuro, con una visión histórica sobre sí mismo. Está, pues, «dentro y fuera del conflicto»125.

De ahí que Buero hable de un «sobrecogimiento emotivo», en la entrevista con Ángel Fernández-Santos126, porque el ser humano se hace así consciente de que acciones y pensamientos, por ocultos que sean, están sujetos a un juicio posterior («La acción más oculta o insignificante puede ser descubierta un día», p. 39).

Un aspecto de interés del que ahora no puedo ocuparme con detalle es el de la fusión de distanciamiento y participación que el perspectivismo histórico consigue, de acuerdo con el conocido propósito de Buero acerca del particular127. Esta unión, no infrecuente en el teatro bueriano, se observa con toda claridad en El concierto de San Ovidio (la intervención de Haüy) y en El tragaluz (uno de los más significados valores de Él y Ella).

En la proyección histórica hacia el futuro se advierten, pues, dos notables vertientes: somos responsables de cuanto hagamos, pero cabe tener la esperanza de una superación en tiempos venideros. Es inconcebible, bajo este punto de vista, que El tragaluz fuese interpretado por algunos como una obra de carácter pesimista. Dentro del problematismo individual que la esperanza trágica siempre encierra, al que ya nos hemos referido, El tragaluz es un drama esencialmente optimista por su propia concepción dramática, porque los Investigadores vienen de un tiempo y de un lugar en los que se han evitado ya numerosas imperfecciones.

  —95→  

En otro momento de la entrevista mencionada Buero señalaba a propósito de la necesidad de un conocimiento de la realidad más justo y menos sometido a un «exceso de racionalización»:

Estamos en el terreno de la poesía y dentro de ésta lo anómalo y lo desusado nos da ese acceso nuevo, refrescante, a determinadas realidades que, racionalmente, parecían estar exangües, agotadas128.


Pueden estas palabras aplicarse, a nuestro juicio, a la novedad que supone el perspectivismo histórico, procedimiento formal que implica una particular estructuración dramática y que conlleva una visión peculiar a la apertura trágica.

Mito, como es sabido, es un singular texto dentro de la producción de Buero Vallejo. Destinado a ser «libro para una ópera», no pudo realizarse el primitivo intento, por lo que su autor lo publicó129 y ha quedado como una rareza dentro de la bibliografía bueriana. No es momento de detenerse en esta cervantina y quijotesca pieza, Pero sí hemos de recordar que se trata de una «experiencia singularísima» (como la calificó Monleón130), que junto a una visión actual del mito de Don Quijote131, es extraordinaria muestra de «teatro en el teatro»132.

En Mito trata nuevamente Buero alguno de los problemas plantealos en El tragaluz. Los platillos volantes y los visitantes   —96→   que en ellos vendrán significan la posibilidad de nuevas perspectivas que permiten la extrañeza ante unos moldes de vida absurdos a los cuales nos hemos habituado y que no producen, por eso mismo, sorpresa alguna en nosotros. Eloy, por su creencia en los habitantes de Marte (que van a intervenir en la tierra creando un utópico mundo de paz y de felicidad), señala el valor real de injusticias y anomalías que percibimos como normales, quedándonos con la pura apariencia. Es cierto que el mundo de los visitantes es una ilusión, no sabemos si cumplida o no, y que en el presente no parece ser real. Pero la mera posibilidad de la existencia de esos seres, que incorpora una nueva visión, no gastada y en profundidad, apunta hacia la necesidad de una óptica distinta.

Buero comenta que Mito no se reduce «a presentar la tragedia cerrada del quijotismo o de la chifladura marciana en nuestra horrible época, sino que intenta dar un paso más y esbozar la tragedia abierta de ambas locuras». Se trata, en definitiva, de llevar a cabo «un replanteamiento de cuestiones que, en nuestro siniestro y destrozado planeta de hoy, han dejado de ser niñerías, sin sentido para trocarse en graves intuiciones que deberemos reinsertar en nuestros esquemas racionales». Tales creencias, añade, «pueden dinamizar útilmente a muchos hombres»133.

A la vista de cuanto sucede en El tragaluz cobran decisivo significado las creencias de Eloy, un personaje soñador que, con sus visiones, alude a un futuro en neta oposición con el presente:


¡Yo canto a una galaxia muy lejana
llena de paz, honor e inteligencia!
Ella os vigila con sus claros ojos
y aguarda piadosa vuestra muerte
para sembrar de gracia el universo.
—97→
Desde el fondo del tiempo nos acecha
sin impaciencias, porque el tiempo es suyo.
Temblad ante su luz inalcanzable
porque ella vencerá, oh vencedores.
Podéis matarme, tristes carniceros.
¡Yo canto a una galaxia muy lejana!.134

Los seres de esa galaxia, separados de nosotros en el espacio y quizá también en el tiempo, tienen una naturaleza muy distinta, una diferente condición. Y lo hemos podido advertir gracias a este perspectivismo histórico. A su luz, es evidente, poca importancia poseen las dudas de Eloy:


Tal vez mi flaco juicio no distingue
lo real de lo soñado. Quizá nunca
descendieron platillos a la Tierra.
Acaso nos desprecien y permitan
nuestra extinción en el apocalipsis
que estamos entre todos acercando.
Pero tal vez jamás hubo marcianos
y entonces soy un viejo delirante.
Deliro frente a un mundo que delira
mientras ríe y se aturde sin saberlo,


(p. 85)                


orque su «locura» nos ha manifestado una clara verdad:


Esa espantosa guerra planetaria
en el cielo no está, sino en la Tierra.


(p. 85)                


Hay en Caimán, como en El tragaluz, varias acciones conectadas que suceden en tiempos distintos. Al comienzo de la obra, la Dama habla ante el público de un pasado («mi infancia») que tuvo lugar treinta años antes y que es analizado desde su presente. Un suceso anterior (la desaparición de Carmela dos años atrás) determina así mismo aquellos hechos desarrollados   —98→   en escena. La Dama recuerda ante una grabadora, con la supuesta intención de crear una novela, «la historia del Caimán», ocurrida «hace muchos, años: en l980». En su mente y en sus palabras se actualizan los recuerdos con tal viveza que le parece en ocasiones «estar en aquellos años inciertos y no en el presente»135.

El espectador, cuya existencia real se desenvuelve en esos mismos años, es transportado hasta el futuro para, desde él, observar acciones que tuvieron lugar en su presente. Al igual que en El tragaluz, esta proyección temporal favorece una distanciada consideración de nuestra realidad actual mientras que identifica al público con esos seres de su propio tiempo. Además, aunque no tenga el mismo alcance general que evidenciaban los Investigadores, sí hace posible constatar que la Dama ha salvado lo que para ella y para otros fueron acontecimientos muy penosos que hacían vislumbrar un negativo porvenir.

Al término de la obra advierte la Dama su condición de protagonista hasta entonces desconocida, nos sugiere que es posible una superación de los males de la época, tan minuciosa y crudamente descritos en el drama, del mismo modo que ella ha sometido a «aquella niña ignorante y tonta» con la que nada tiene que ver ya. Ella supo cambiar a tiempo y ayudó a que se produjeran otras significativas mutaciones:

Arrostrando la ira de mis padres, el asombro del barrio, la gran diferencia de edad, me casé con él al cabo de unos años. (Mira al público.) Juntos hemos afrontado los desastres que, desde aquel tiempo al actual, nos han afligido, y seguiremos afrontando los que aún nos aguardan... Néstor no es más que un hombre oscuro, pero a los que son como él debemos nuestra fuerza. Sin ellos, el caimán nos habría devorado hace tiempo.


(p. 107)                


  —99→  

Por medio, pues, del perspectivismo histórico Buero Vallejo nos hace concebir una esperanza verdadera que se ha cumplido en algunos personajes, por encima de la muerte o el ocaso de otros. Charito-Dama y Néstor lucharon contra unas negativas circunstancias y siguen en pie ante las dificultades que amenazan. Nosotros también podemos vencerlas, como cualquier ser humano resuelto y con voluntad.

De diversas maneras, con el examen del pasado en dos momentos sucesivos (El concierto de San Ovidio), la imaginada existencia de seres futuros que se ocupan de nuestro presente (El tragaluz), la ilusionada creencia en habitantes de otro mundo (Mito) o la narración de unos hechos que se han superado en los mismos personajes (Caimán), Buero utiliza lo que hemos llamado perspectivismo histórico para mostrarnos en algunas de sus obras una realización de la apertura dramática que en otras se manifiesta más problemática y difícil. El espectador o el lector pueden así advertir, considerando la producción bueriana como un todo, el carácter dialéctico de la esperanza trágica, que se hace presente y tiene ejemplar cumplimiento en las piezas que hemos comentado.

(Publicado en Mariano de Paco, ed., Buero Vallejo. (Cuarenta años de teatro), Murcia, Caja Murcia, 1988).





IndiceSiguiente