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ArribaAbajoCapítulo VIII

En el que se refiere cómo Periquillo se metió a sacristán, la aventura que le pasó con un cadáver, su ingreso en la cofradía de los mendigos y otras cosillas tan ciertas como curiosas


Si todos los hombres dieran al público sus vidas escritas con la sencillez y exactitud que yo, aparecerían una multitud de Periquillos en el mundo, cuyos altos y bajos, favorables y adversas aventuras se nos esconden porque cada uno procura ocultarnos sus deslices.

Los pasajes de mi vida que os he referido, y los que me faltan que escribir, nada tienen, hijos míos, de violentos, raros ni fabulosos; son bastante naturales, comunes y ciertos. No sólo por mí han pasado, sino que los más de ellos acaso acontecen diariamente a los Pericos encubiertos y vergonzantes. Yo sólo os ruego lo que otras veces, esto es, que no leáis mi vida por un mero pasatiempo; sino que de entre mis extravíos, acaecimientos ridículos, largas digresiones y lances burlescos procuréis aprovechar las máximas de la sólida moral que van sembradas:   —126→   imitando la virtud donde la conociereis, huyendo el vicio y escarmentando siempre en las cabezas de los malos castigados. Esto será saber entresacar el grano de la paja, y de este modo leeréis no sólo con gusto sino con fruto el presente capítulo y los que siguen.

Acomodado de sota-sacristán con un corto salario y un escaso plato que me proporcionó mi patrón, comencé a servirle en cuanto me mandaba.

No me fue difícil agradarle, porque un muchacho de doce años, hijo de él, me aleccionó no sólo en mis obligaciones, sino en el modo de tener mis percances; y así pronto aprendí a esconder las chorreaduras de las velas y aun cabos enteros para venderlos, a sisar el vino a los padres, a importunar a los novios y a los padrinos de bautismos para que me diesen las propinas, y a hacer mayores estafas y robillos de los que no formaba el menor escrúpulo.

En poco tiempo fui maestro, y ya mi jefe se descuidaba conmigo enteramente. Una virtud y un defecto más que llevé al oficio se me olvidaron a poco tiempo de aprendiz.

La virtud era un aparente respeto que conservaba a las imágenes y cosas sagradas, y el defecto era el mucho miedo que tenía a los muertos; pero todo se acabó. Al principio, cuando pasaba por delante del sagrario hincaba ambas rodillas, y cuando me levantaba de noche a atizar la lámpara temblaba de miedo, y hasta mi sombra y el ruido de los gatos se me figuraban difuntos que se levantaban de sus sepulcros. Pero después me hice tan irreverente que cuando pasaba por frente del tabernáculo me contentaba, cuando más, con dar un brinquillo a modo de indio danzante, y llegaba con mi sacrílega osadía hasta pararme sobre el Ara.

Así como al augusto Sacramento, a las imágenes, vasos y paramentos sagrados les perdí el respeto con el trato, así les perdí el miedo a los muertos después que los empocé a manejar con confianza para echarlos a la sepultura.

  —127→  

Mi compañero el aprendiz me sirvió de mucho, porque cuando yo entré al oficio ya él tenía adelantado bastante, y así me hizo atrevido e irreverente; bien que yo en recompensa lo enseñé a robar de un modo o dos que no habían llegado a su noticia.

El primero fue el de quedarse con un tanto a proporción de lo que colectaba para misas, y el segundo a despojar a los muertos y muertas que no iban de mal pelaje a la hoya.

Una noche por estas gracias me sucedió una aventura que, si no me costó la vida, por lo menos me costó el empleo.

Fue el caso que, sepultando una tarde yo y mi compañero el muchacho a una señora rica que había muerto de repente, al meterla en el cajón advertí que le relumbraba una mano que se le medio salió de la manga de la mortaja. Al instante y con todo disimulo se la metí, echándole encima un tompiate de cal según es costumbre. Mientras que los acompañados gorgoriteaban y el coro les ayudaba con la música, tuve lugar de decirle al compañero: camarada, no aprietes mucho que tenemos despojos y buenos. Con esto, dando propiamente un martillazo en el clavo y ciento en el cajón, encerramos a la difunta en el sepulcro, cuidando también de no amontonar mucha tierra encima para que nos fuera más fácil la exhumación. El entierro se concluyó, y los dolientes y mirones se fueron a sus casas creyendo que quedaba tan enterrado el cadáver como el que más.

Luego que me quedé solo con el sacristancillo, le dije lo que había observado en la mano de la muerta, y que no podía menos sino ser un buen cintillo que por un grosero descuido u otra casualidad imprevista se le hubiese quedado.

El muchacho parece que lo dudaba, pues me decía: cuando no sea cintillo, ella es muerta rica, y a lo menos ha de tener rosario y buena ropa; y así no debemos perder esta fortuna que se nos ha metido por las puertas, y más teniendo ahorrado el   —128→   trabajo de desclavar el cajón, pues los clavos apenas agujerearían la tapa. Ello es que no es de perderse esta ocasión.

Resueltos de esta manera, esperamos que diesen las doce de la noche, hora en que el sacristán mayor dormía en lo más profundo de su sueño, y prevenidos de una vela encendida bajamos a la iglesia.

Comenzamos a trabajar en la maniobra de sacar tierra hasta que descubrimos el cajón, el que sacamos y desclavamos con gran tiento.

Levantada la tapa, sacamos fuera el cadáver y lo paramos, arrimándose mi compañero con él al altar inmediato, teniéndolo de las espaldas sobre su pecho con mil trabajos, porque no podía ser de otro modo el despojo, en virtud de que el cuerpo había adquirido una rigidez o tiesura extraordinaria.

En esta disposición acudí yo a las manos, que para mí era lo más interesante. Saqué la derecha y vi que tenía en efecto un muy regular cintillo, el que me costó muchas gotas de sudor para sacarlo, ya por no sé qué temor que jamás me faltaba en estas ocasiones, y ya por las fuerzas que hacía, tanto para ayudársela a tener al compañero, como para sacarle el cintillo, porque tenía la mano casi cerrada y los dedos medio hinchados y muy encogidos; pero ello es que al fin me vi con él en mi mano.

Pasamos a registrar y ver el estado de la demás ropa, y observé que el compañero no se equivocó en haberla creído buena, porque la camisa era muy fina, las enaguas blancas lo mismo; tenía las de encima casi nuevas de fino cabo de China, un ceñidor de seda, un pañuelo de cambray, un rosario con su medalla que me quedé sin saber de qué era y sus buenas medias de seda.

Todo eso es plata, me decía mi camarada, pero ¿cómo haremos para desnudarla?, porque este diablo de muerta está más tiesa que un palo.

  —129→  

No te apures, le dije, cógele los brazos y ábreselos, teniéndola en cruz, mientras que yo le desato el ceñidor, que debe ser la primera diligencia.

Así lo hizo el compañero con harto trabajo, porque los nervios de los brazos apetecían recobrar el primer estado en que los dejó la muerte.

La difunta era medio vieja y tenía una cara respetable; nuestro atrevimiento era punible; la soledad y obscuridad del templo nos llenaba de pavor, y así procurábamos apresurar el mal paso cuanto nos era dable.

Para esto me afanaba en desatar el ceñidor, que estaba anudado por detrás, pero tan ciegamente que por más que hacía no podía desatarlo. Entonces le dije al compañero que yo le sujetaría los brazos, mientras que él lo desataba como que estaba más cómodo.

Así se determinó hacer de común acuerdo. Le afiancé los brazos, levantó mi compañero la mortaja y comenzó a procurar desatarla; pero no conseguía nada por la misma razón que yo.

En prosecución de su diligencia se cargaba sobre el cadáver, y yo lo apretaba contra él porque ya me lo echaba encima, y como yo estaba abajo de la tarima me vencía la superioridad del peso, que es decir que teníamos al cadáver en prensa.

Tanto hizo mi compañero, y tanto apretamos a la pobre muerta, que le echamos fuera un poco de aire que se le habría quedado en el estómago; esto conjeturo ahora que sería, pero en aquel instante y en lo más rigoroso de los apretones sólo atendimos a que la muerta se quejó y me echó un tufo tan asqueroso en las narices que, aturdido con él y con el susto del quejido, me descoyunté todo y le solté los brazos que, recobrando el estado que tenían, se cruzaron sobre mi pescuezo a tiempo que un maldito gato saltó sobre el altar y tiró la vela,   —130→   dejándonos atenidos a la triste y opaca luz de la lámpara.

Excusado parece decir que con tantas casualidades, viniéndose el cuerpo sobre mí y acobardándome imponderablemente, caí privado bajo del amortajado peso a las orillas de su misma sepultura.

El cuitado ayudante, cuando oyó quejar a la señora muerta, vio que me abrazaba y caía sobre mí y al feroz gato saltando junto de él, creyó que nos llevaban los diablos en castigo de nuestro atrevimiento y, sin tener aliento para ver el fin de la escena, cayó también sin habla por su lado.

El susto no fue tan trivial que nos diera lugar a recobrarnos prontamente. Permanecimos sin sentido tirados junto a la muerta hasta las cuatro de la mañana, hora en que, levantándose el sacristán y no encontrándonos en su cuarto, creyó que estaríamos en la sacristía previniendo los ornamentos para que dijera misa el señor cura, que era madrugador.

Con este pensamiento se dirigió a la sacristía y, no hallándonos en ella, fue a buscarnos a la iglesia. ¡Pero cuál fue su sorpresa cuando vio el sepulcro abierto, la difunta exhumada y tirada en el suelo acompañada de nosotros, que no dábamos señales de estar vivos! No pudo menos sino dar parte del suceso al señor cura, quien, luego que nos vio en la referida situación, hizo que bajaran sus mozos y nos llevaran adentro procediendo en el momento a sepultar el cadáver otra vez.

Hecha esta diligencia, trató de que nos curaran y reanimaran con álcalis, ventosas, ligaduras, lana quemada y cuanto conjeturó sería útil en semejante lance.

Con tantos auxilios nos recobramos del desmayo y tomamos cada uno un pocillo de chocolate del mismo cura, el que luego que nos vio fuera de riesgo nos preguntó la causa de lo que habíamos padecido y de lo que había visto.

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Yo, advirtiendo que el hecho era innegable, confesé ingenuamente todo lo ocurrido, presentándole al cura el cintillo,   —131→   quien, luego que oyó nuestra relación, tuvo que hacer bastante para contener la risa; pero acordándose que era él responsable de estos desaciertos, encargó el castigo de mi compañero a su padre, y a mí me dijo que me mudara en el día, agradeciéndole mucho que no nos enviara a la cárcel, donde me aplicarían la pena que señalan las leyes contra los que quebrantan los sepulcros, desentierran los cadáveres, y les roban hábitos, alhajas u otra cosa.

Esta pena, decía el cura, sepa usted para que otra vez no incurra en igual delito, es que si las sepulturas se quebrantan con fuerza de armas, tienen los infractores pena de muerte; y si es sin ellas clandestinamente, como ahora, deben ser condenados a las labores del rey.

Pero yo, que caritativamente quiero excusarlo de esta pena, no puedo mantenerlo en mi curato, porque quien se atreve a un cadáver por robarle un cintillo, con más facilidad se atreverá a despojar una imagen o un altar mañana que otro día. Conque váyase usted y no lo vuelva a ver en mi parroquia. Diciendo esto se retiró el cura; a mi compañero le dio su padre una buena zurra de latigazos, y yo me marché para la calle antes que otra cosa sucediera.

Volví a tomar mi acostumbrado trote en estas aventuras desventuradas. Los truquitos, las calles, las pulquerías y los mesones eran mis asilos ordinarios, y no tenía mejores amigos ni camaradas que tahures, borrachos, ociosos, ladroncillos y todo género de léperos, pues ellos me solían proporcionar algún bocado frío, harta bebida y ruines posadas.

Cuatro meses permanecí de sacristán haciendo mis estafillas, con las cuales, más que con mi ratero salario, compré tal cual miserable trapillo que di al traste a los quince días de mi expulsión.

Me acuerdo que un día, no teniendo qué comer, encontré a un amigo frente de la Catedral por el portal de las Flores, y   —132→   pidiéndole medio real para el efecto me dijo: no tengo blanca, estoy en la misma que tú, y quería que me llevaras a almorzar a la Alcaicería, que según he oído a la vieja bodegonera allá te tiene cuanto ha guardados dos o tres reales. En verdad que así es, le dije, pero con el gusto de mis bonanzas se me habían olvidado. Me admiro mucho de la buena conciencia de la bodegonera, si otra fuera, ya eso estaba perdido.

En esto nos fuimos a comer como pudimos, y concluida la comida se fue mi amigo por su lado y yo por el mío a seguir experimentando mis trabajos como antes.

Ya hecho un piltro, sucio, flaco, descolorido y enfermo en fuerza de la mala vida que pasaba, me hice amigo de un andrajoso como yo, quien, contándole mis desgracias y que no me había valido ni acogerme a la iglesia, como si hubiera sido el delincuente más alevoso del mundo, me dijo que él tenía un arbitrio que darme, que cuando no me proporcionara riquezas a lo menos me daría de comer sin trabajar; que era fácil y no costaba nada emprenderlo; que algunos amigos suyos vivían de él; que yo estaba en el estado de abrazarlo, y que si quería no me arrepentiría en ningún tiempo.

Pues, ¿no he de querer, le respondí, si ya estoy que ladro de hambre y los piojos me comen vivo? Pues bien, dijo el deshilachado, vamos a casa, que a las nueve van llegando mis discípulos, y después que cene usted oirá las lecciones que les doy, y los adelantamientos de mis alumnos.

Así lo hice. Llegamos a las ocho de la noche a la casita, que era un cuarto de casa de atoleras por allá por el barrio de Necatitlán, muy indecente, sucio y hediondo. Allí no había sino un braserito de barro que llaman anafe, cuatro o seis petates enrollados y arrimados a la pared, un escaño o banco de palo, una estampa de no sé qué santo en una de las paredes con una repisa de tejamanil, dos o tres cajetes con orines, un   —133→   banquito de zapatero, muchas muletas en un rincón, algunos tompiates y porción de ollitas por otro, una tabla con parches, aceites y ungüentos y otras iguales baratijas.

De que yo fui mirando la casa y el fatal ajuar de ella, comencé a desconfiar de la seguridad del proyecto que acababa de indicar el traposo, y él, conjeturando mi desconfianza por la mala cara que estaba poniendo, me dijo: señor Perico, yo sé lo que le vendo. Esta vivienda tan ruin, estos petates y muebles que ve, no son tan despreciables o inservibles como a usted le parecen. Todo esto ayuda para el proyecto, porque... A este tiempo fueron llegando de uno en uno y de dos en dos hasta ocho o nueve vagabundos, todos rotos, sucios, emparchados y dados al diablo; pero lo que más me admiró fue ver que conforme iban entrando arrimaban unos sus muletas a un rincón y andaban muy bien con sus dos pies; otros se quitaban los parches que manifestaban y quedaban con su cutis limpio y sano; otros se quitaban unas grandes barbas y cabelleras canas con las que me habían parecido viejos, y quedaban de una celad regular; otros se enderezaban o descorvaban al entrar, y todos dejaban en la puerta del cuartito sus enfermedades y males, y aparecían los hombres, y aun una mujer que entró, muy útiles para tomar un fusil, y ella para moler un almud de maíz en un metate.

Entonces, lleno de la más justa admiración, le dije a mi desastrado amigo: ¿qué es esto? ¿Es usted algún santo cuya sola presencia obra los milagros que yo veo, pues aquí todos llegan cojos, ciegos, mancos, tullidos, leprosos, decrépitos y lisiados, y apenas pisan los umbrales de esta asquerosa habitación cuando se ven no sólo restituidos a su antigua salud, sino hasta remozados, maravilla que no la he oído predicar de los santos más ponderados en milagros?

Riose el despilfarrado con tantas ganas que cada extremo de su abierta boca besaba la punta de sus orejas. Sus compañeros   —134→   le hacían el bajo del mismo modo, y cuando descansaron un poco me dijo el susodicho: amigo, ni yo ni mis compañeros somos santos ni nos hemos juntado con quien lo sea, y esto créalo usted sin que lo juremos. Estos milagros que a usted pasman no los hacemos nosotros, sino los fieles cristianos, a cuya caridad nos atenemos para enfermar por las mañanas y sanar a la noche de todas nuestras dolencias. De manera que, si los fieles no fueran tan piadosos, nosotros ni nos enfermaríamos ni sanaríamos con tanta facilidad.

Pues ahora estoy más en ayunas que antes, y deseo con más ansias saber cómo se obran tantos prodigios, y cómo se pueden verificar en virtud de la piedad de los cristianos; y deseara, añadí, que usted me hiciera favor de no dejarme con la duda.

Pues amigo, me contestó el roto, a bien que es usted de confianza y le importa guardar el secreto. Nosotros ni somos ciegos, ni cojos, ni corcovados como parecemos en las calles. Somos unos pobres mendigos que echando relaciones, multiplicando plegarias, llorando desdichas y porfiando y moliendo a todo el mundo, sacamos mendrugo al fin. Comemos, bebemos (y no agua), jugamos y algunos mantenemos nuestras pichicuaracas25 como Anita (Esta Anita era la trapientona rolliza y no muy fea que acababa de entrar con un chiquillo en brazos, amasia26 del patrón o del mendigo mayor, que era quien me hablaba). El modo es, proseguía el desastrado, fingirse ciegos, baldados, cojos, leprosos y desdichados de todos modos; llorar, pedir, rogar, echar relaciones, decir en las calles blasfemias y desatinos, e importunar al que se presente de cuantas maneras se pueda, a fin de sacar raja como lo hacemos.

Ya tiene usted aquí todo lo milagroso del oficio y el gran proyecto   —135→   que le ofrecí para no morirse de hambre. Ello es menester no ser tontos, porque el tonto para nada es bueno, ni para bien ni para mal. Si usted sabe valerse de mis consejos, comerá, beberá y hará lo que quiera, según sea su habilidad, pues la paga será como su trabajo; pero si es tonto, vergonzoso o cobarde, no tendrá nada.

Étos que usted ve, a mí me deben sus adelantos; pero saben hacer su diligencia. Ahora lo verá usted.

En esto fueron todos dando sus cuentas en clase de conversación de lo que habían buscado en el día, y cada uno enseñó sus ollitas y tompiates llenos de mendrugos y sobras de los platos ajenos, a más de algunos realillos que habían juntado.

Llegó a lo último la dicha Anita, y sólo presentó cinco reales diciendo: como este diablo de muchacho está curtido, apenas he comido hoy y he juntado esto poco; pero mañana me la pagará.

Admirado yo con esta relación, traté de informarme de raíz cómo podía contribuir aquel tierno niño al oficio de los mendigos, y supe con el mayor dolor que aquella indigna madre y desapiadada mujer pellizcaba al pobre inocente cuando pedía limosna, a fin de conmover a los fieles y excitar su caridad con la vehemencia de sus gritos.

No me escandalicé poco con semejante inhumanidad; pero, advirtiendo lo fácil y socorrido del oficio, disimulé cuanto pude y me decidí a entrar de aprendiz desde aquella hora.

Era cosa célebre oír contar a aquellos tunantes los arbitrios de que se valían para sacar los medios de las faltriqueras más estreñidas. Unos decían que se fingían ciegos, otros insultados, otros asimplados, otros leprosos y todos muertos de hambre.

Mi amigo el jefe o maestro de la cuadrilla me dijo: ¿pues ve usted? Yo soy quien les he dictado a cada uno de estos pobres el modo con que han de buscar la vida, y por cierto que ninguno   —136→   está arrepentido de seguir mis consejos, contentándome yo con lo poco que ellos me quieren dar para pasar la mía, pues ya estoy jubilado y quiero descansar, porque he trabajado mucho en la carrera. Si usted quiere seguirla, dígame cuál es su vocación para habilitarlo de lo necesario. Si quiere ser cojo, le daremos muletas; si baldado o tullido, su arrastradera de cuero; si llagado, parches y trapos llenos de aceite; si anciano decrépito, sus barbas y cabellera; si asimplado, usted sabrá lo que ha menester; y, en fin, para todo tendrá los instrumentos precisos, entrando en esto los tompiates, ollas, trapos y bordones o báculos que necesite. En inteligencia que ha de vivir con nosotros, no ha de ser zonzo para pedir, ni corto para retirarse al primer desdén que le hagan; ha de tener entendido que no siempre dan limosnas los hombres por Dios, muchas veces las dan por ellos y algunas por el diablo. Por ellos, cuando la dan por quitarse de encima a un hombre que los persigue dos cuadras sin temer sus excusas ni sus baldones; y por el diablo cuando dan limosna por quedar bien y ser tenidos por liberales, especialmente delante de las mujeres. Yo me he envejecido en este honroso destino, y sé por experiencia que hay hombres que jamás dan medio a un pobre sino cuando están delante de las muchachas a quienes quieren agradar, ya sea porque los tengan por francos, o ya por quitarse de delante a aquellos testigos importunos, que acaso con su tenacidad les hacen mala obra en sus galanteos o les interrumpen sus conversaciones seductoras.

Esto digo a usted para que no se canse al primer perdone por Dios que le digan, sino que siga, prosiga y persiga al que conozca que tiene dinero, y no lo deje hasta que no le afloje su pitanza. Procure ser importuno que así sacará mendrugo. Acometa a los que vayan con mujeres antes que a los que vayan solos. No pida a militares, frailes, colegiales ni trapientos, pues todos estos individuos profesan la santa pobreza, aunque   —137→   no todos con voto; y, por último, no pierda de vista el ejemplo de sus compañeros, que él le enseñará lo que debe hacer y las fórmulas que ha de observar para pedir a cada uno según su clase.

Yo le di a mi nuevo maestro las gracias por sus lecciones, y le dije que mi vocación era de ciego, pues consideraba que me costaría poco trabajo fingir una gota serena y andar con un palo como a tientas, y tenía observado que ningún pobre suele conmover a lástima mejor que un ciego.

Está bien, me contestó mi desaliñado director, pero ¿sabe usted algunas relaciones? ¡Qué he de saber, le respondí, si nunca me he metido a este ejercicio! Pues amigo, continuó él, es fuerza que las sepa, porque ciego sin relaciones es título sin renta, pobre sin gracia y cuerpo sin alma; y así es menester que aprenda algunas, como la oración del Justo Juez, el despedimento del cuerpo y del alma, y algunos ejemplos e historias de que abundan los ciegos falsos y verdaderos, las mismas que oirá usted relatar a sus compañeros para que elija las que quiera que le enseñen.

También es necesario que sepa usted el orden de pedir según los tiempos del año y días de la semana; y así los lunes pedirá por la Divina Providencia, por San Cayetano y por las almas del purgatorio; los martes, por Señor San Antonio de Padua; los miércoles, por la Preciosa Sangre; los jueves, por el Santísimo Sacramento; los viernes, por los Dolores de María Santísima; los sábados, por la Pureza de la virgen; y los domingos, por toda la corte del cielo.

No hay que descuidarse en pedir por los santos que tienen más devotos, especialmente en sus días; y así ha de ver el almanaque para saber cuándo es San Juan Nepomuceno, Señor San José, San Luis Gonzaga, Santa Gertrudis, etc., como también debe usted tener presente el pedir según los tiempos. En semana santa pedirá por la Pasión del Señor, el día de Muertos por   —138→   las benditas ánimas, el mes de diciembre por Nuestra Señora de Guadalupe, y así en todos tiempos irá pidiendo por los santos y festividades del día; y cuando no se acuerde, pedirá por el santo día que es hoy, como lo hacen los compañeros.

Éstas parecen frivolidades, pero no son sino astucias indispensables del oficio, porque con estas plegarias a tiempo se excita mejor la piedad y devoción, y aflojan el mediecillo los caritativos cristianos.

En esto se pusieron aquellos pillos a decir sesenta romances y referir doscientos ejemplos y milagros apócrifos, y cada uno de ellos preñado de doscientas mil tonterías y barbaridades, que algunas de ellas podían pasar por herejías o cuando menos por blasfemias.

Aturdido me quedé al escuchar tantos despropósitos juntos, y decía entre mí: ¿cómo es posible que no haya quien contenga estos abusos, y quien les ponga una mordaza a estos locos? ¿Cómo no se advierte que el auditorio que los rodea y atiende se compone de la gente más idiota y necia de la plebe, la que está muy bien dispuesta para impregnarse de los desatinos que éstos desparraman en sus espíritus, y para abrazar cuantos errores les introducen por sus oídos? ¿Cómo no se reflexiona que estos espantos y milagros apócrifos que éstos predican unas veces inducen a los tontos a una ciega confianza en la misericordia de Dios con tal que den limosna, otras a creer tal el valimiento de sus santos que se lo representan más allá que el mismo Poder Divino27, y todas o las más llenando sus cabezas de mentiras, espantos, milagros y revelaciones? Sin duda todo esto merece atención y reforma, y sería muy útil que todos los ciegos que piden por medio de sus relaciones presentaran éstas en los pueblos a los curas, y en la capital y demás   —139→   ciudades a algunos señores eclesiásticos destinados a examinarlas, los que jamás les permitieran predicar sino la explicación de la doctrina cristiana, trozos históricos eclesiásticos o profanos, descripciones geográficas de algunos reinos o ciudades y cosas semejantes; pero cualesquiera cosas de éstas, bien hechas, en buen verso y mejor ensayadas; y de ninguna manera se les dejara pregonar tanta fábula que nos venden con nombre de ejemplos.

Parece trivial mi reflexión, mas, si se observara, el tiempo diría el beneficio que de ella podría resultar al pueblo rudo, y los errores que impediría se propagasen.

En estas consideraciones me entretenía conmigo cuando me llamaron a cenar, de lo que no me pesó porque tenía hambre.

Sentámonos en rueda en un petate y sin otro mantel que el mismo tule de que estaba tejido; nos sirvió la Anita un buen cazuelón de chile con queso, huevos, chorizos y longaniza, pero todo tan bien frito y sazonado que sólo su olor era capaz de provocar el apetito más esquivo.

Luego que dimos vuelta a la cazuela, nos trajo un calabazo o guaje grande lleno de aguardiente de caña, un vaso y otra cazuela de frijoles fritos con mucho aceite, cebolla, queso, chilitos y aceitunas, acompañado todo del pan necesario.

Cada uno de nosotros habilitó su plato, y comenzó el calabazo a andar la rueda, y cuando ya estábamos alegritos me dijo el capataz de los mendigos: ¿Qué le parece a usted, camarada, de esta vida? ¿Se la pasará mejor un conde? A fe que no, le contesté, y a mí me acomoda demasiado, y doy mil gracias a Dios de que ya encontré lo que he buscado con tanta ansia desde que tengo uso de razón, que era un oficio o modo de vivir sin trabajar; porque yo es verdad que siempre he comido, si no ya me hubiera muerto, pero siempre ¿qué trabajo no me ha costado? ¿Qué vergüenzas no he pasado? ¿Qué amos imprudentes no he tenido que sufrir? ¿A qué riesgos no me he expuesto?   —140→   ¿Qué lisonjas no he tenido que distribuir, y qué sustos y aun garrotazos no he padecido? Mas ahora, señores, ¡cuánta no es mi dicha! ¿Y quién no envidiará mi fortuna al verme admitido en la honradísima clase de los señores mendigos, en cuya respetable corporación se come y se bebe tan bien sin trabajar? Se viste, se juega y se pasea sin riesgo; se disfrutan las comodidades posibles sin más costo que desprenderse de cierta vergüencilla que no puede menos que ocuparme los primeros días; pero vencida esta dificultad, que para mí no será cosa mayor, después diablo como todos, y aleluya.

Yo, señor capitán y señores, ilustres compañeros, les doy mil y diez mil agradecimientos, suplicándoles me reciban bajo su poderosa protección, ofreciéndoles en justa recompensa no separarme de su preclara compañía el tiempo que Dios me concediere de vida, y emplearla toda en servicio de vuestras liberales personas.

Toda la comparsa soltó la carcajada luego que concluí mi desatinada arenga, y me ofrecieron su amistad, consejos e instrucciones. Se le dio otra vuelta al calabazo, y no tardamos mucho en verle el fondo, así como se lo vimos a las cazuelas.

Nos fuimos a acostar en los petates, que cierto que son camas bien incómodas, y más juntas con el poco abrigo. Sin embargo, dormimos muy bien a merced del aguardiente que nos narcotizó o adormeció luego que nos tiramos a lo largo.

Al día siguiente se levantó Anita la primera, dejando dormida a su infeliz criatura; fue a traer atole y pambazos y nos desayunamos.

Luego que pasó el tosco desayuno, se fueron todos marchando para la calle con sus respectivas insignias. Yo me envolví la cabeza con trapos sucios, me colgué un tompiate con una olla al hombro, tomé mi palo, un perrito bien enseñado para que me guiase y salí por mi lado.

Al principio me costaba algún trabajillo pedir, pero poco a   —141→   poco me fui haciendo a las armas, y salí tan buen oficial que a los quince días ya comía y bebía grandemente, y a la noche traía seis, siete reales, y a veces más a la posada.

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Algún tiempo me mantuve a expensas de la piedad de los fieles mis amados hermanos y compañeros. De día hacía yo muy bien mi diligencia, pero mejor de noche, pues, como entonces no tenía gota de vergüenza, importunaba con mis ayes a todo el mundo con tan lastimosas plegarias que pocos se escapaban de tributarme sus mediecillos.

Una de estas noches, estando parado junto a la santa imagen del Refugio pidiendo con la mayor aflicción, ponderando mi necesidad y diciendo que no había comido en todo el día, aunque tenía en el estómago bastante alimento, y algunos tragos del de caña, pasó un hombre decente a quien le acometí con mis acostumbrados quejumbres, y él, deteniéndose a escucharme, me dijo: hermano, me siento inclinado a socorrerlo, pero no tengo dinero en la bolsa. Si usted quiere, venga conmigo, que no le pesará. Sea por amor de Dios, le dije, yo iré con su merced a recibir su bendita caridad; pero es menester que tenga tantita paciencia, porque yo no miro, y necesito de ir junto a su buena persona.

Esto es lo de menos, dijo el caballero, yo que deseo socorrerlo, hermano, nada perderé en servirle de lazarillo. Venga usted.

Tomome de una mano y me llevó a su casa. Luego que llegamos me metió a su gabinete y me sentó frente de él en la mesa donde había bastante luz.

¡Qué corrido no me quedé al advertir que el tal sujeto era puntualmente el mismo que me había dado tantos consejos en el mesón y me había guardado mi dinero! Pero, como era ciego por entonces, disimulé, y el sujeto dicho me habló de esta manera.

Amigo, yo me alegro de que usted no me conozca por la vista, aunque siento mucho su fatal ceguedad que lo ha conducido   —142→   al estado infeliz de pedir limosna, pudiendo estar en la situación de darla. No crea que lo pretendo reprender. Voy a socorrerlo, pero también a aconsejarle. Si usted no está muy ciego, bien me conocerá como yo lo conozco, y se acordará que soy el mismo que fui su depositario en el mesón. Sí, es fuerza que se acuerde, pues no ha pasado tanto tiempo; y si yo conocí a usted casi sin luz, en semejante despilfarrado traje y únicamente por la voz, usted ¿cómo no me ha de conocer mirándome muy bien, a favor de esta hermosa llama que nos alumbra, en mi antiguo traje, oyendo el eco de mi voz y recordando las señas que le doy?

Ni me crea usted tan cándido que presuma que verdaderamente está usted ciego de los ojos del cuerpo, por más que esos andrajos me indiquen la ceguedad de su espíritu.

Bien conozco que la situación de usted será tan infeliz que lo habrá obligado a abrazar esta carrera tan indecente por no meterse a robar; pero, amigo, sepa usted que no es otra cosa que un holgazán impune, una sanguijuela del estado y tolerado ladrón, pero ladrón muy vil y muy digno del más severo castigo, porque es un ladrón de los legítimos pobres. Sí señor, usted y sus infames compañeros no hacen más que defraudar el socorro a los realmente necesitados. Ustedes tienen la culpa de que yo, y otros como yo, jamás demos medio real a un mendigo, porque estamos satisfechos de que los más que piden limosna pueden trabajar y ser útiles; y, si no lo hacen, es porque han hallado un asilo seguro en la piedad mal entendida de los fieles, que piensan que la caridad consiste en dar indiscretamente.

No, señor, la caridad debe ser bien ordenada; debe darse limosna, pero saberse antes a quién, cómo, cuándo, para qué, dónde y en qué se distribuye por los que la reciben; no todos los que piden necesitan pedir, no todos los que dicen que están en la última miseria lo están en efecto, ni a todos los que se les da limosna la merecen.

  —143→  

Mil veces se hace un perjuicio al mismo tiempo que se piensa beneficiar; y lo peor es que este perjuicio es trascendental al estado, pues se mantienen ociosos y viciosos con lo mismo que se podían mantener los verdaderos pobres, que son los legítimos acreedores a los socorros públicos.

Ni me crea usted sobre mi palabra. Oiga algo de lo mucho que han dicho sobre esto hombres sabios y profundos en la mejor política.

Un autor28 dice: «La mendicidad habitual aleja la vergüenza y hace al hombro enemigo de la industria... El verdadero pobre es el imposibilitado de trabajar. Consentir que el hábil pida limosna es quitar a aquél y al cuerpo nacional el producto de su aplicación. Si se dirige mal la limosna, a favor del mendigo voluntario, degenera la caridad, reina de las virtudes, en protectora de los vicios; hallar muchos en ella la comida segura es uno de los mayores estorbos de la aplicación. La falta de ocupación en las gentes causa vicios, estragos y ruinas contra la misma inclinación de los más que se corrompen (como me parece que ha sucedido a usted). Sin estudios o ejercicios se entorpecen los hombres y los entendimientos. La potestad política más respetable en proporciones degradará su mérito al extremo de bárbara, no cultivando sus talentos».

El señor don Melchor Rafael de Macanaz, en su representación hecha al rey don Felipe V expresando los notorios males que causan la despoblación... y otros daños sumamente atendibles y dignos de reparo, con las advertencias generales para su universal remedio, hablando de los mendigos dice: «No se permitan pordioseros, porque a veces los que de día parecen baldados, de noche están aptos para robar. Además que en ninguna Corte culta se permiten». Poco antes dice: «Si les   —144→   va bien pidiendo limosna, no trabajan; se entregan gustosos al abandono, y... se convierten en viciosos»29.

Mas estas advertencias, aunque sean muy juiciosas, no pueden serlo más que las que tenemos con mucha anticipación en las sagradas letras. Al primer hombre maldijo Dios diciéndole que comería con el sudor de su rostro. Después dijo que el jornalero es digno de su jornal, y en otro parte que al buey que arara (ésta es la ley que observaban los israelitas), que al buey que arara o trillara no se le atara la boca, dándonos a entender que el que trabaja debe comer de su trabajo, así como el que sirve al altar debe comer del altar.

Por último, el apóstol San Pablo, siendo acreedor a los caritativos socorros de los fieles, no quiso molestarlos, sino que trabajaba con sus manos para ganar la vida30, y así se lo escribió a los Tesalonicenses en la Epístola 2, cap. 3: «Bien sabéis, les dice, que nadie tuvo que mantenerme de limosna, y que por no seros gravoso trabajaba de día y de noche... y así el que no quiera trabajar que no coma»: quoniam si quis non vult operari nec manducet.

En vista de esto, amigo, ¿cuál será la justa disculpa que tendrá ningún flojo ni floja para pretender mantenerse a costa de la piedad mal entendida de los fieles, defraudando de paso el socorro a los que legítimamente lo merecen?

Si usted me dijere que, aunque quieran trabajar, muchos no hallan en qué, le responderé que pueden darse algunos casos de éstos por falta de agricultura, comercio, marina, industria, etc., etc., pero no son tantos como se suponen. Y si no, reparemos en la multitud de vagos que andan encontrándose en las calles, tirados en ellas mismas ebrios, arrimados a las esquinas, metidos en los trucos, pulquerías y tabernas, así hombres   —145→   como mujeres; preguntemos y hallaremos que muchos de ellos tienen oficio, y otros y otras robustez y salud para servir. Dejémoslos aquí e indaguemos por la ciudad si hay artesanos que necesiten de oficiales y casas donde falten criados y criadas, y, hallando que hay muchos de unos y otros menesterosos, concluiremos que la abundancia de vagos y viciosos (en cuyo número entran los falsos mendigos) no tanto debe su origen a la falta de trabajo que ellos suponen, cuanto a la holgazanería con que están congeniados.

No me fuera difícil señalar los medios para extirpar la mendicidad, a lo menos en este reino; pero este paso ya lo darán otros alguna vez31. A más de que a mí no me toca dictar proyectos económicos generales, sino darle a usted buenos consejos particulares como amigo.

En virtud de esto, si usted se halla en disposición de ser hombre de bien, de trabajar y separarse de la vil carrera que ha abrazado, yo estoy con ganas de socorrerlo con alguna friolerilla que podrá aprovecharle tal vez con la experiencia que tiene más que los tres mil pesos que se sacó de la lotería.

Yo, avergonzado y confundido con el puñado de verdades que aquel buen hombre me acababa de estrellar en los ojos, le dije que desde luego estaba pronto a todo y se lo aseguraba, pero que no tenía conocimientos para solicitar destino.

El caballero, que conocía mi regular letra, me ofreció interesarse con un su amigo que se acababa de despachar de subdelegado de Tixtla para que me llevase en su compañía en clase de escribiente. Agradecí su favor, y él, sacando de un cofre cincuenta pesos, los puso en mi mano y me dijo: tenga usted veinte y cinco pesos que le doy, y veinte y cinco que le devuelvo, y son estos mismos que señalé delante de usted, pues siempre   —146→   me persuadí a que sucedería lo que ha pasado, y que al fin usted propio, mirándose acosado de la pobreza y sin arbitrio, me pediría un socorro tarde o temprano; pero, pues este lance lo anticipó la casualidad de haberlo encontrado, tómelos usted y cuénteme el modo con que se metió a mendigo, pues me persuado que a usted lo sedujeron.

Yo le conté todo lo que me había pasado al pie de la letra, sin olvidar el infernal arbitrio que tenía la perversa Anita de pellizcar a su inocente hijito para hacerlo llorar y conmover a los incautos, contándoles cómo lloraba de hambre.

Pateaba el caballero de cólera al oír esta inhumanidad, y no pudo menos que rogarme lo acompañara a enseñarle la casa, jurándome ocultar no sólo mi persona sino mi nombre.

No me pude excusar a sus ruegos, pues, por más que me daban lástima mis compañeros, los cincuenta pesos me estimulaban imperiosamente a condescender con los ruegos de mi generoso bienhechor; y así, vistiéndome otros desechos y capotillo viejo que él me dio, salimos de la casa y fuimos derechos a la de un alcalde de corte, que, informado de todos los pormenores del asunto, le facilitó a mi protector un escribano y doce ministriles, con los que sin perder tiempo nos dirigimos a la triste choza do los falsos mendigos.

Yo me quedé oculto entre los alguaciles, y éstos cayeron a toda la cuadrilla con la masa en las manos. Los amarraron y los llevaron a la cárcel juntamente con los parches, aceites, muletas y tompiates, pues decía el escribano que todo aquello se llevara con los reos, pues era el cuerpo del delito.

Quedaron en la cárcel, y yo me volví a casa de mi patrón, con quien estuve en clase de arrimado mientras el subdelegado (que luego me admitió entre sus dependientes) disponía su viaje.

Breve y sumariamente se concluyó la causa de los mendigos. La Anita fue a acabar de criar a su hijo a San Lucas, y los demás a ganar el sustento al castillo de San Juan de Ulúa.

  —147→  

Yo con los cincuenta pesos me surtí de lo que me hacía más falta, y, habiéndome granjeado la voluntad del subdelegado desde México, llegó el día en que partiéramos para Tixtla.

Entonces me despedí de mi bienhechor dándole muy justos agradecimientos, y salí con mi nuevo amo para mi destino, donde hice los progresos que leeréis en el capítulo siguiente.




ArribaAbajoCapítulo IX

En el que refiere Periquillo cómo le fue con el subdelegado, el carácter de éste y su mal modo de proceder, el del cura del partido, la capitulación que sufrió dicho juez, cómo desempeñó Perico la tenencia de justicia y finalmente el honrado modo con que lo sacaron del pueblo


Si como los muchachos de la escuela me pusieron por mal nombre Periquillo Sarniento, me ponen Perico Saltador, seguramente digo ahora que habían pronosticado mis aventuras, porque tan presto saltaba yo de un destino a otro, y de una suerte adversa a otra favorable.

Vedme pues pasando de sacristán a mendigo, y de mendigo a escribiente del subdelegado de Tixtla, con quien me fue tan bien desde los primeros días, que me comenzó a manifestar harto cariño, y para colmo de mi felicidad a poco tiempo se descompuso con él su director, y se fue de su casa y de su pueblo.

Mi amo era uno de los subdelegados tomineros e interesables, y trataba, según me decía, no sólo de desquitar los gastos que había erogado para conseguir la vara, sino de sacar un buen principalillo de la subdelegación en los cinco años.

Con tan rectas y justificadas intenciones no omitía medio alguno para engrosar su bolsa, aunque fuera el más inicuo y prohibido. Él era comerciante y tenía sus repartimientos; con esto fiaba sus géneros a buen precio a los labradores,   —148→   y se hacía pagar en semillas a menos valor del que tenían al tiempo de la cosecha; cobraba sus deudas puntual y rigorosamente, y como a él le pagaran se desentendía de la justicia de los demás acreedores, sin quedarles a estos pobres otro recurso para cobrar que interesar a mi amo en alguna parte de la deuda.

A pesar de estar abolida la costumbre de pagar el marco de plata que cobraban los subdelegados, como por vía de multa, a los que caían por delito de incontinencia, mi amo no entendía de esto, sino que tenía sus espiones por cuyo conducto sabía la vida y milagros de todos los vecinos, y no sólo cobraba el dicho marco a los que se le denunciaban incontinentes, sino que les arrancaba unas multas exorbitantes a proporción de sus facultades, y luego que las pagaban los dejaba ir amonestándoles que cuidado con la reincidencia, porque la pagarían doble. Apenas salían del juzgado cuando se iban a su casa otra vez. Los dejaba descansar unos días, y luego les caía de repente y les arrancaba más dinero. Pobre labrador hubo de estos que en multas se le fue la abundante cosecha de un año. Otro se quedó sin su ranchito por la misma causa. Otro tendero quebró, y los muy pobres se quedaron sin camisa.

Éstas y otras gracias semejantes tenía mi amo, pero así como era habilísimo para exprimir a sus súbditos, así era tonto para dirigir el juzgado, y mucho más para defenderse de sus enemigos, que no le faltaban, y muchos, ¡gracias a su buena conducta!

En estos trabajos se halló metido y arrojado luego que se le fue el director, que era quien lo hacía todo, pues él no era más que una esponja para chupar al pueblo, y un firmón para autorizar los procesos y las correspondencias de oficio.

No hallaba qué hacerse el pobre, ni sabía cómo instruir una sumaria, formalizar un testamento, ni responder una carta.

Yo, viendo que ni atrás ni adelante daba puntada en la materia, me comedí una vez a formar un proceso y a contestar   —149→   un oficio, y le gustó tanto mi estilo y habilidad que desde aquel día me acomodó de su director, y me hizo dueño de todas sus confianzas, de manera que no había trácala ni enredo suyo que yo no supiera bien a fondo, y del que no le ayudara a salir con mis marañas perniciosas.

Fácilmente nos llevamos con la mayor familiaridad, y, como ya le sabía sus podridas, él tenía que disimular las mías, con lo que si él sólo era un diablo, él y yo éramos dos diablos con quienes no se podía averiguar el triste pueblo; porque él hacía sus diabluras por su lado, y yo por el mío hacía las que podía.

Con tan buen par de pillos, revestidos el uno de la autoridad ordinaria y el otro del disimulo más procaz, rabiaban los infelices indios, gemían las castas, se quejaban los blancos, se desesperaban los pobres, se daban al diablo los riquillos, y todo el pueblo nos toleraba por la fuerza en lo público, y nos llenaba de maldiciones en secreto.

Sería menester cerrar los ojos y taparse los oídos si estampara yo en este lugar las atrocidades que cometimos entre los dos en menos de un año, según fueron de terribles y escandalosas; sin embargo, diré las menos, y las referiré de paso, así para que los lectores no se queden enteramente con la duda, como para que gradúen por los menos malos cuáles serían los crímenes más atroces que cometimos.

Siempre en los pueblos hay algunos pobretones que hacen la barba a los subdelegados con todas sus fuerzas, y procuran ganarse su voluntad prostituyéndose a las mayores vilezas.

A uno de éstos le daba dinero el subdelegado por mi mano para que fuera a poner montes de albures, avisándonos en qué parte. Este tuno cogía el dinero, seducía a cuantos podía, y nos enviaba a avisar en dónde estaba. Con su aviso formábamos la ronda, les caíamos, los encerrábamos en la cárcel y les robábamos cuanto podíamos, repitiendo estos indignos arbitrios y el pillo sus viles intrigas cuantas veces queríamos.

Contraviniendo a todas las reales órdenes que favorecen a   —150→   los indios, nos servíamos de estos infelices a nuestro antojo, haciéndolos trabajar en cuanto queríamos y aprovechándonos de su trabajo.

Por cualquier pretexto publicábamos bandos, cuyas penas pecuniarias impuestas en ellos exigíamos sin piedad a los infractores. Pero ¡qué bandos y para qué cosas tan extrañas! Supongamos: para que no anduviesen burros, puercos ni gallinas fuera de los corrales; otros para que tuviesen gatos los tenderos; otros para que nadie fuera a misa descalzo, y todos a este modo.

He dicho que publicábamos y hacíamos en común estas fechorías porque así era en realidad; los dos hacíamos cuanto queríamos ayudándonos mutuamente. Yo aconsejaba mis diabluras y el subdelegado las autorizaba, con cuyo método padecían bastante los vecinos, menos tres o cuatro que eran los más pudientes del lugar.

Éstos nos pechaban grandemente, y el subdelegado les sufría cuanto querían. Ellos eran usureros, monopolistas, ladrones y consumidores de la sustancia de los pobres del pueblo; unos comerciantes y otros labradores ricos. A más de esto eran soberbísimos. A cualquier pobre indio, o porque les cobraba sus jornales, o porque les regateaba, o porque quería trabajar con otros amos menos crueles, lo maltrataban y golpeaban con más libertad que si fuera su esclavo.

Mandaban estos régulos, tolerados por el juez, en su director, en el juzgado y en la cárcel; y así ponían en ella a quien querían por quítame allá esas pajas.

No por ser tan avarientos ni por verse malquistos del pueblo dejaban de ser escandalosos. Dos de ellos tenían en sus casas a sus amigas con tanto descaro que las llevaban a visita a la del señor juez, teniendo éste a mucho honor estos ratos, y convidándose para bautizar al hijo de una de ellas que estaba para ver la luz del mundo, como sucedió en efecto.

Sólo a estos cuatro pícaros respetábamos, pero a los demás   —151→   los exprimíamos y mortificábamos siempre que podíamos. Eso sí, el delincuente que tenía dinero, hermana, hija o mujer bonita, bien podía estar seguro de quedar impune, fuera cual fuera el delito cometido; porque, como yo era el secretario, el escribano, el escribiente, el director y el alcahuete del subdelegado, hacía las causas según quería, y los reos corrían la suerte que les destinaba.

Los molletes venían al asesor como yo los frangollaba; éste dictaminaba según lo que leía autorizado por el juez, y salían las sentencias endiabladas; no por ignorancia del letrado, ni por injusticia de los jueces, sino por la sobrada malicia del subdelegado y su director.

Lo peor era que, en teniendo los reos plata o faldas que los protegieran, aunque hubiera parte agraviada que pidiera, salía libre y sin más costas que las que tenía adelantadas, a pesar de sus enemigos; pero si era pobre o tenía una mujer muy honrada en su familia, ya se podía componer, porque le cargábamos la ley hasta lo último, y cuando no era muy delincuente tenía que sufrir ocho o diez meses de prisión; y aunque nos amontonara escritos sobre escritos, hacíamos tanto caso de ellos como de las coplas de la Zarabanda.

Por otra parte el señor cura alternaba con nosotros para mortificar a los pobres vecinos. Yo quisiera callar las malas cualidades de este eclesiástico, pero es indispensable decir algo de ellas por la conexión que tuvo en mi salida de aquel pueblo.

Él era bastantemente instruido, doctor en cánones, nada escandaloso y demasiado atento; mas estas prendas se deslucían con su sórdido interés y declarada codicia. Ya se deja entender que no tenía caridad, y se sabe que donde falta este sólido cimiento no puede fabricarse el hermoso edificio de las virtudes.

Así sucedía con nuestro cura. Era muy enérgico en el púlpito, puntual en su ministerio, dulce en su conversación, afable en su trato, obsequioso en su casa, modesto en la calle,   —152→   y hubiera sido un párroco excelente, si no se hubiera conocido la moneda en el mundo; mas ésta era la piedra de toque que descubría el falso oro de sus virtudes morales y políticas. Tenía harta gracia para hacerse amar y disimular su condición, mientras no se le llegaba a un tomín; pero como le pareciera que se defraudaba a su bolsa el más ratero interés, adiós amistades, buena crianza, palabras dulces y genio amable; allí concluía todo, y se le veía representar otro personaje muy diverso del que solía, porque entonces era el hombre más cruel y falto de urbanidad y caridad con sus feligreses. A todo lo que no era darle dinero estaba inexorable; jamás le afectaron las miserias de los infelices, y las lágrimas de la desgraciada viuda y del huérfano triste no bastaban a enternecer su corazón.

Pero para que se vea que hay de todo en el mundo, os he de contar un pasaje que presencié entre muchos.

Con ocasión de unas fiestas que había en Tixtla convidó nuestro cura al de Chilapa, el Br. don Benigno Franco, hombre de bello genio, virtuoso sin hipocresía y corriente en toda sociedad, quien fue a las dichas fiestas; y una tarde que estaban disponiendo en el curato divertirse con una malilla mientras era hora de ir a la comedia, entró una pobre mujer llorando amargamente con una criatura de pecho en los brazos y otra como de tres años de la mano.

Sus lágrimas manifestaban su íntima aflicción, y sus andrajos su legítima pobreza. ¿Qué quieres, hija?, le dijo el cura de Tixtla; y la pobre, bebiéndose las lágrimas, le respondió: señor cura, desde antenoche murió mi marido, no me ha dejado más bienes que estas criaturas, no tengo nada que vender ni con qué amortajarlo, ni aun velas que poner al cuerpo; apenas he juntado de limosna estos doce reales que traigo a su mercé, y a esta misma hora no hemos comido ni yo ni esta muchachita; le ruego a su mercé que por el siglo de su madre y por Dios me haga la caridad de enterrarlo, que yo hilaré en el torno y le abonaré dos reales cada semana.

  —153→  

Hija, dijo el cura, ¿qué calidad tenía tu marido? Español, señor. ¿Español? Pues te faltan seis pesos para completar los derechos, que ésos previene el arancel; toma, léelo... Diciendo esto le puso el arancel en las manos, y la infeliz viuda, regándolo con el agua del dolor, le dijo: ¡ay, señor cura! ¿Para qué quiero este papel si no sé leer? Lo que le ruego a su mercé es que por Dios entierre a mi marido. Pues hija, decía el cura con gran socarra, ya te entiendo, pero no puedo hacer estos favores; tengo que mantenerme y que pagar al padre vicario. Anda, mira a don Blas, a don Agustín o a otro de los señores que tienen dinero, y ruégales que te suplan por tu trabajo el que te falta y mandaré sepultar el cadáver.

Señor cura, decía la pobre mujer, ya he visto a todos los señores y ninguno quiere. Pues alquílate, métete a servir. ¿Dónde me han de querer, señor, con estas criaturas? Pues anda, mira lo que haces y no me muelas, decía el cura muy enfadado, que a mí no me han dado el curato para fiar los emolumentos, ni me fía el tendero, ni el carnicero, ni nadie. Señor, instaba la infeliz, ya el cadáver se comienza a corromper y no se puede sufrir en la vecindad. Pues cómetelo, porque si no traes cabales los siete pesos y medio, no creas que lo entierre por más plagas que me llores. ¡Quién no conoce a ustedes, sinvergüenzas, embusteras! Tienen para fandangos y almuercitos en vida de sus maridos, para estrenar todos los días zapatos, enaguas y otras cosas; y no tienen para pagar los derechos al pobre cura. Anda noramala, y no me incomodes más.

La desdichada mujer salió de allí confusa, atormentada y llena de vergüenza por el áspero tratamiento de su cura, cuya dureza y falta de caridad nos escandalizó a todos los que presenciamos el lance; pero, a poco rato de haber salido la expresada viuda, volvió a entrar presurosa y, poniendo sobre la mesa los siete y medio pesos, le dijo al cura: ya está aquí el dinero, señor, hágame, usted favor de que vaya el padre vicario a enterrar a mi marido.

  —154→  

¿Qué le parece a usted de estas cosas, compañero?, dijo nuestro cura al de Chilapa enredando con él la conversación. ¿No son unos pícaros muchos de mis feligreses? ¿Ve usted cómo esta bribona traía el dinero prevenido y se hacía una desdichada por ver si yo la creía y enterraba a su marido de coca? A otro cura de menos experiencia que yo, ¿no se la hubiera pegado ésta con tantas lágrimas fáciles?

El cura Franco, como si lo estuviera reprendiendo su prelado, bajaba los ojos, enmudecía, mudaba de color cada rato, y de cuando en cuando veía a la desgraciada viuda con tal ahínco que parecía quererle decir alguna cosa.

Todos estábamos pendientes de esta escena sin poder averiguar qué misterio tenía la turbación del cura don Benigno; pero el de Tixtla, encarándose severamente a la mujer y echándose el dinero en la bolsa le dijo: está bien, sinvergüenza, se enterrará tu marido; pero será mañana en castigo de tus picardías, embustera.

No soy embustera, señor cura, dijo la triste mujer con la mayor aflicción, soy una infeliz; el dinero me lo han dado de limosna ahora mismo. ¿Ahora mismo? Ésa es otra mentira, decía el cura, ¿y quién te lo ha dado? Entonces la mujer, soltando la criatura que llevaba de la mano y tomando en un brazo a la de pecho, se arroja a los pies del cura de Chilapa, lo abraza por las rodillas, reclina sobre ellas la cabeza y se desata en un mar de llanto sin poder articular una palabra. Su hijita la que andaba lloraba también al ver llorar a su madre; nuestro cura se quedó atónito, el de Chilapa se inclinó rodándose las lágrimas y porfiaba por levantar a la afligida, y todos nosotros estábamos absortos con semejante espectáculo.

Por fin, la misma mujer, luego que calmó algún tanto su dolor, rompió el silencio diciendo a su benefactor: padre, permítame usted que le bese los pies y se los riegue con mis lágrimas en señal de mi agradecimiento. Y volviéndose a nosotros prosiguió: sí, señores, este padre, que no será sólo un señor sacerdote,   —155→   sino un ángel bajado de los cielos, luego que salí me llamó a solas en el corredor, me dio doce pesos y me dijo casi llorando: anda, hijita, paga el entierro y no digas quién te ha socorrido. Pero yo fuera la mujer más ingrata del mundo si no gritara quién me ha hecho tan grande caridad. Perdóneme que lo haya dicho, porque, a más de que quería agradecerle públicamente este favor, me dolió mucho mi corazón al verme maltratar tanto de mi cura, que me trataba de embustera.

Los dos curas se quedaron mutuamente sonrojados y no osaban mirarse uno al otro, ambos confundidos: el de Tixtla por ver su codicia reprendida, y el de Chilapa por advertir su caridad preconizada. El padre vicario, con la mayor prudencia, pretextando ir a hacer el entierro a la misma hora, sacó de allí a la mujer, y el subdelegado hizo sentar a los convidados y se comenzó la diversión del juego, con la que se distrajeron todos.

Ya dije que fui testigo de este pasaje, así como de los torpes arbitrios que se daba nuestro cura para habilitar su cofre de dinero. Uno de ellos era pensionar a los indios para que en la Semana Santa le pagasen un tanto por cada efigie de Jesucristo que sacaban en la procesión que llaman de los Cristos; pero no por vía de limosna ni para ayuda de las funciones de la iglesia, pues éstas las pagaban a parte, sino con el nombre de derechos, que cobraba a proporción del tamaño de las imágenes, verbigracia, por un Cristo de dos varas, cobraba dos pesos; por el de media vara, doce reales; por el de una tercia, un peso; y así se graduaban los tamaños hasta de a medio real. Yo me limpié las legañas para leer el arancel, y no hallé prefijados en él tales derechos.

El Viernes Santo salía en la procesión que llaman del Santo Entierro; había en la carrera de la dicha procesión una porción de altares, que llaman posas, y en cada uno de ellos pagaban los indios multitud de pesetas pidiendo en cada vez un   —156→   responso por el alma del Señor, y el bendito cura se guardaba los tomines, cantaba la oración de la Santa Cruz y dejaba a aquellos pobres sumergidos en su ignorante y piadosa superstición. Pero ¿qué más? Le constaba que el día de finados llevaban los indios sus ofrendas y las ponían en sus casas creyendo que mientras más fruta, tamales, atole, mole y otras viandas ofrecían, tanto más alivio tenían las almas de sus deudos; y aun había indios tan idiotas que, mientras estaban en la iglesia, estaban echando pedazos de fruta y otras cosas por los agujeros de los sepulcros. Repito que el cura sabía, y muy bien, el origen y espíritu de estos abusos; pero jamás les predicó contra él, ni se lo reprendió; y con este silencio apoyaba sus supersticiones, o más bien las autorizaba, quedándose aquellos infelices ciegos, porque no había quien los sacara de su error. Ya sería de desear que sólo en Tixtla y en aquel tiempo hubieran acontecido estos abusos, pero la lástima es que hasta el día hay muchos Tixtlas. ¡Quiera Dios que todos los pueblos del reino se purguen de éstas y otras semejantes boberías, a merced del celo, caridad y eficacia de los señores curas!

Fácil es concebir que, siendo el subdelegado tan tominero y no siendo menos el cura, rara vez había paz entre los dos; siempre andaban a mátame o te mataré, porque es cierto que dos gatos no pueden estar bien en un costal. Ambos trataban de hacer su negocio cuanto antes, y de exprimir al pueblo cada uno por su lado. Con esto a cada paso se formaban competencias, de que nacían quejas y disgustos. Por ejemplo: el cura, sin ser de su instituto, perseguía a los incontinentes libres, por ver si los casaba y percibía los derechos; el subdelegado hacía lo mismo por percibir las multas; cogía el cura a algunos, los reclamaba el juez secular, los negaba el eclesiástico, y he aquí formada ya una competencia de jurisdicciones.

En éstas y las otras los pobres eran los lázaros, y regularmente ellos pagaban el pato o con la prisión, o con el desembolso   —157→   que sufrían, siendo los miserables indios la parte más flaca sobre que descargaba el interés de ambos traficantes.

A excepción de cuatro riquillos consentidos que con su dinero compraban la impunidad de sus delitos, nadie podía ver al cura ni al subdelegado. Ya algunos habían representado en México contra ellos por sus agravios particulares, mas sus quejas se eludían fácilmente, como que siempre había testigos que depusieran contra ellos y en favor de los agraviantes, haciendo pasar a los que se quejaban por unos calumniadores cavilosos.

Pero como el crimen no puede estar mucho tiempo sin castigo, sucedió que los indios principales con su gobernador pasaron a esta capital, hostigados ya de los malos tratamientos de sus jueces, y sin meterse por entonces con el cura acusaron en forma al subdelegado, presentando a la Real Audiencia un terrible escrito contra él que contenía unos capítulos tan criminales como éstos.

Que el subdelegado comerciaba y tenía repartimientos.

Que obligaba a los hijos del pueblo a comprarle al fiado, y les exigía la paga en semillas y a menos precio del corriente.

Que los obligaba a trabajar en sus labores por el jornal que quería, y, al que se resistía o no iba, lo azotaba y encarcelaba.

Que permitía la pública incontinencia a todo el que tenía para estarle pagando multas cada rato.

Que por quinientos pesos solapó y puso en libertad a un asesino alevoso.

Que por tercera persona armaba juegos, y luego sacrificaba a cuantos cogía en ellos.

Que ocupaba a los indios en el servicio de su casa sin pagarles nada.

Que se hacía servir de las indias, llevando a su casa tres cada semana con el nombre de semaneras sin darles nada, y no se libraban de esta servidumbre ni las mismas hijas del gobernador.

  —158→  

Que les exigía a los indios los mismos derechos en sus demandas que los que cobraba de los españoles.

Que los días de tianguis él era el primer regatón que abarcaba los efectos que andaban más escasos, los hacía llevar a su tienda y después los vendía a los pobres a subido precio.

Últimamente, que comerciaba con los reales tributos.

Tales eran los cargos que hacían en el escrito, que concluía pidiendo se llamase al subdelegado a contestar en la capital, que fuera a Tixtla un comisionado para que, acompañado del justicia interino, procediese a la averiguación de la verdad, y, resultando cierta la acusación, se depusiera del empleo, obligándolo a resarcir los daños particulares que había inferido a los hijos del pueblo.

La Real Audiencia decretó de conformidad con lo que los indios suplicaban, y despachó un comisionado.

Toda esta tempestad se prevenía en México sin saber nosotros nada, ni aun inferirlo de la ausencia de los indios, porque éstos fingieron que iban a mandar a hacer una imagen. Con esto le cogió de nuevo a mi amo la notificación que le hizo el comisionado una tarde que estaba tomando fresco en el corredor de las casas reales, y se reducía a que, cesando desde aquel momento sus funciones, nombrase un lugarteniente, saliese del pueblo dentro de tres días, y dentro de ocho se presentara en la capital a responder a los cargos de que lo acusaban.

Frío se quedó mi amo con semejante receta; pero no tuvo otra cosa que hacer que salir a trompa y cuezco, dejándome de encargado de justicia.

Cuando yo me vi solo y con toda la autoridad de juez a cuestas, comencé a hacer de las mías a mi entera satisfacción. En primer lugar desterré a una muchacha bonita del pueblo, porque vivía en incontinencia. Así sonó, pero el legítimo motivo fue porque no quiso condescender con mis solicitudes, a pesar de ofrecerle toda mi judicial interinaria protección. Después,   —159→   mediante un regalito de trescientos pesos, acriminé a un pobre, cuyo principal delito era tener mujer bonita y sin honor, y se logró con mi habilidad despacharlo a un presidio, quedándose su mujer viviendo libremente con su querido.

A seguida requerí y amenacé a todos los que estaban incursos en el mismo delito, y ellos, temerosos de que no les desterrara a sus amadas como lo sabía hacer, me pagaban las multas que quería, y me regalaban para que no los moliera muy seguido.

Tampoco dejé de anular las más formales escrituras, revolver testamentos, extraviar instrumentos públicos como obligaciones o fianzas, ni de cometer otras torpezas semejantes. Últimamente, yo, en un mes que duré de encargado o suplente de juez, hice más diabluras que el propietario, y me acabé de malquistar con todos los vecinos.

Para coronar la obra, puse juego público en las casas reales, y la noche que me ganaban salía de ronda a perseguir a los demás jugadores privados, de suerte que había noches que a las doce de la noche salían los tahures de mi casa a las suyas, y entraban a la cárcel los pobretes que yo encontraba jugando en la calle, y con las multas que les exigía me desquitaba del todo o de la mayor parte de lo que había perdido.

Una noche me dieron tal entrada que, no teniendo un real mío, descerrajé las cajas de comunidad y perdí todo el dinero que había en ellas; mas esto no lo hice con tal precaución que dejaran otros de advertirlo y ponerlo en noticia del cura y del gobernador, los cuales, como responsables a aquel dinero y sabiendo que yo no tenía tras qué caer, representaron luego a la capital acompañando su informe de certificaciones privadas que recogieron no sólo de los vecinos honrados del lugar, sino del mismo comisionado, pero esto lo hicieron con tal secreto que no me pasó por las narices.

El cura fue el que convocó al gobernador, quien hizo el informe,   —160→   recogió las certificaciones, las remitió a México y fue el principal agente de mi ruina, según he dicho; y esto no por amor al pueblo ni por celo de la caridad, sino porque había concebido el quedarse con la mayor parte de aquel dinero so pretexto de componer la iglesia, como ya se lo había propuesto a los indios, y éstos parece que se iban disponiendo a ello. Con esto, cuando supo mi aventura y perdió las esperanzas de soplarse el dinero, se voló y trató de perderme, como lo hizo.

Para alivio de mis males, el subdelegado, no teniendo qué responder ni con qué disculparse de los cargos de que los indios y otros vecinos lo acusaron, apeló a la disculpa de los necios, y dijo que a él le cogía de nuevo que aquéllos fueran crímenes, que él era lego, que jamás había sido juez y no entendía de nada, que se había valido de mí como su director, que todas aquellas injusticias yo se las había dictado, y que así yo debía ser el responsable como que de mí se fiaba enteramente.

Estas disculpas, pintadas con la pluma de un abogado hábil, no dejaron de hacerse lugar en el íntegro juicio de la Audiencia, si no para creer al subdelegado inocente, a lo menos para rebajarle la culpa en la que, no sin razón, consideraron los señores que yo tenía la mayor parte, y más cuando casi al tiempo de hacer este juicio recibieron el informe del cura, en el que vieron que yo cometía más atrocidades que el subdelegado.

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Entonces (yo hubiera pensado de igual modo) cargaron sobre mí el rigor de la ley que amenazaba a mi amo, disculparon a éste en mucha parte, lo tuvieron por un tonto e inepto para ser juez, lo depusieron del empleo y exigieron de los fiadores el reintegro de los reales intereses, dejando su derecho a salvo a los particulares agraviados para que repitiesen sus perjuicios contra el subdelegado a mejora de fortuna, porque en aquel caso se manifestó insolvente; y enviaron siete soldados   —161→   a Tixtla para que me condujesen a México en un macho con silla de pita y calcetas de Vizcaya32.

Tan ajeno estaba yo de lo que me había de suceder, que la tarde que llegaron los soldados estaba jugando con el cura y el comisionado una malilla de campo a real el paso. No pensaba entonces en más que en resarcirme de cuatro codillos que me habían pegado uno tras otro. Cabalmente me habían dado un solo que era tendido, y estaba yo hueco con él, cuando en esto que llegan los soldados, y entran en la sala y, como esta gente no entiende de cumplimientos, sin muchas ceremonias preguntaron ¿quién era el encargado de justicia? Y luego que supieron que yo era, me intimaron el arresto y, sin dejarme jugar la mano, me levantaron de la mesa, dieron un papel al cura y me condujeron a la cárcel.

El papel me hago el cargo que contendría la real provisión de la Audiencia y el sujeto que debía quedar gobernando el pueblo. Lo cierto es que yo entré a la cárcel y los presos me hicieron mucha burla, y se desquitaron en poco tiempo de cuantos trabajos les hice yo pasar en todo el mes.

Al día siguiente, bien temprano y sin desayunarme, me plantaron mi par de grillos, me montaron sobre un macho aparejado y me condujeron a México, poniéndome en la cárcel de Corte.

Cuando entré en esta triste prisión me acordé del maldito aguacero de orines con que me bañaron otros presos la vez primera que tuve el honor de visitarla, del feroz tratamiento del presidente, de mi amigo don Antonio, del Aguilucho y de todas mi fatales ocurrencias, y me consolaba con que no me iría tan mal, ya porque tenía seis pesos en la bolsa, y ya por que Chanfaina había muerto y no podía caer en su poder.

Sin embargo, los seis pesos concluyeron pronto, y yo no dejé   —162→   de pasar nuevos trabajos de aquellos que son anexos a la pobreza, y más en tales lugares.

Entre tanto, siguió mi causa sus trámites corrientes; yo no tuve con qué disculparme, me hallé confeso y convicto, y la Real Sala me sentenció al servicio del rey por ocho años en las milicias de Manila, cuya bandera estaba puesta en México por entonces.

En efecto, llegó el día en que me sacaron de allí, me pasaron por cajas y me llevaron al cuartel.

Me encajaron mi vestido de recluta, y vedme aquí ya de soldado, cuya repentina transformación sirvió para hacerme más respetuoso a las leyes por temor, aunque no mejor en mis costumbres.

Así que yo vi la irremediable, traté de conformarme con mi suerte y aparentar que estaba contentísimo con la vida y carrera militar.

Tan bien fingí esta conformidad, que en cuatro días aprendí el ejercicio perfectamente: siempre estaba puntual a las listas, revistas, centinelas y toda clase de fatigas; procuraba andar muy limpio y aseado, y adulaba al coronel cuanto me era posible.

En un día de su santo le envié unas octavas que estaban como mías; pero me pulí en escribirlas, y el coronel, enamorado de mi letra y de mi talento, según dijo, me relevó de todo servicio y me hizo su asistente.

Entonces ya logré más satisfacciones, y vi y observé en la tropa muchas cosas que sabréis en el capítulo que sigue.



  —163→  

ArribaAbajoCapítulo X

Aquí cuenta Periquillo la fortuna que tuvo en ser asistente del coronel, el carácter de éste, su embarque para Manila y otras cosillas pasaderas


Cuando a los hombres no los contiene la razón, los suele contener el temor del castigo. Así me sucedió en esta época en que, temeroso de no sufrir los castigos que había visto padecer a algunos de mis compañeros, traté de ser hombre de bien a pura fuerza, o a lo menos de fingirlo, con lo que logré no experimentar los rigores de las ordenanzas militares; y con mis hipocresías y adulaciones me capté la voluntad del coronel, quien, como dije, me llevó a su casa y me acomodó de su asistente.

Si sin ninguna protección en la tropa procuré granjearme la estimación de mis jefes, ¿qué no haría después que comencé a percibir el fruto de mis fingimientos con el aprecio del coronel? Fácil es concebirlo.

Yo le escribía a la mano cuanto se le ofrecía, hacía los mandados de la casa bien y breve, lo rasuraba y peinaba a su gusto, servía de mayordomo y cuidaba del gasto doméstico con puntualidad, eficacia y economía, y en recompensa contaba con el plato, los desechos del coronel, que eran muy buenos y pudiera haberlos lucido un oficial, algunos pesitos de cuando en cuando, mi entero y absoluto relevo de toda fatiga, que no era lo menos, tal cual libertad para pasearme y mucha estimación del caballero coronel, que ciertamente era lo que más me amarraba. Al fin yo había tenido buenos principios, y me obligaba más el cariño que el interés. Ello es que llegué a querer y a respetar al coronel como a mi padre, y él llegó a corresponder mi afecto con el amor de tal.

Sea por la estimación que me tenía, o por lo que yo le servía   —164→   con la pluma, pocos ratos faltaba de su mesa, y era tal la confianza que hacía de mí que me permitía presenciar cuantas conversaciones tenía. Esto me proporcionó saber algunas cosas que regularmente ignoran los soldados, y quién sabe si algunos oficiales.

El carácter del coronel era muy atento, afable y circunspecto; su edad sería de cincuenta años; su instrucción mucha, porque no sólo era buen militar, sino buen jurista, por cuyo motivo todos los días era frecuentada su casa de los mejores oficiales de otros regimientos, que o iban a consultarle algunas cosas, o a platicar con él y divertirse.

Entre las consultas particulares que yo oí, o a lo menos que me parecieron tales, fue la siguiente.

Un día entraron juntos a casa dos oficiales, un sargento mayor y otro capitán. Después de las acostumbradas salutaciones, dijo el mayor: mi coronel, Dios los cría y ellos se juntan. Mi camarada y yo necesitamos de las luces de usted y nos hemos juntado para traerle las molestias a pares.

Yo tendré complacencia en servir a ustedes en lo que pueda, respondió el coronel, digan ustedes lo que ocurre.

Entonces el mayor dijo: no gastemos el tiempo en cumplimientos. Se le va a hacer consejo de guerra a un soldado por haber muerto a un hombre con apariencia de justicia, porque lo mató por celos que concibió contra él y su mujer. Es verdad que no lo halló infraganti, pero las sospechas y los antecedentes que tenía de la ilícita amistad que llevaba con ella fueron vehementes, y ciertamente lo disculpan; pero como yo soy el fiscal de la causa, no debo alegar nada en su defensa, sino acriminarlo y sacarlo reo del último suplicio. El defensor ha de apurar cuantas excepciones le favorecen para salvarlo, y cate usted que mi pedimento fiscal quedará desairadísimo.

Por esto venía a consultar con usted para que me diga en qué   —165→   términos se hará la acusación, porque el defensor no burle mi pedimento.

Hay mucho que decir a usted en el particular, dijo el coronel; primeramente, la causa por que aparece cometido el homicidio es de adulterio. Adulterio quiere decir: Violatio alterius thori, «violación de lecho ajeno», porque la mujer es reputada lecho del marido.

En nuestro derecho hay muchas leyes que imponen penas a los adúlteros. La 3 del tít. 4 lib. 3 del Fuero Juzgo manda que los adúlteros sean entregados al marido, para que éste haga de ellos lo que quiera. Otras leyes son conformes en esta pena, pero añaden que el marido no puede matar a uno y dejar al otro vivo. La ley 15 tít. 17 part. 7 manda que pierda la adúltera las arras y dote, y sea reclusa. La 5 tít. 20 lib. 8 de la Recopilación manda que, cuando el marido por su propia autoridad mate a los adúlteros, no tenga derecho sobre los bienes de la mujer. Esta ley parece que trata de sujetar la arbitrariedad de los maridos ensanchada por las leyes 13 del tít. 17 part. 7 y 4 del tít. 4. lib. 3 del Fuero Juzgo, que permiten al marido matar a los adúlteros.

Aunque hay todo esto, la ilustración de los tiempos ha modificado estas penas, y no habrá usted oído el caso de entregar los adúlteros al marido para que éste disponga de ellos a su antojo; lo más que se practica es perdonar al marido porque mató a los adúlteros, o más bien se debe decir conmutarle la pena capital en un destierro, según fueren las circunstancias; bien que puede haberlas tales que sea justicia ponerlo en completa libertad, después de justificado el hecho de que, sin darle motivo alguno a la mujer, la halla el marido en el acto de la ofensa; pero, por lo que toca a los adúlteros, lo regular es, como dice el doctor Berni en su Práctica criminal, encerrar a la mujer en una clausura y desterrar al cómplice, si son de mediana esfera; y si son plebeyos, poner a la una en la cárcel y   —166→   despachar al otro al presidio. Esto se entiende después de admitida y probada la acusación, la cual solamente puede hacer el marido y el padre, hermano o tío de la adúltera en su caso, y no otro alguno. La mujer no puede acusar al marido de adulterio por no seguírsele deshonra, como lo expresa la ley 1 del tít. 17 part. 7. Sin embargo, en los tribunales se admite la acusación de la mujer, y la justicia pone remedio.

No puede instarse la acusación de adulterio contra un solo adúltero, es menester acusar a ambos.

El autor que acabo de citar a usted al fol. 8 dice, y dice bien, que, como nadie busca testigos para cometer adulterio, admite el derecho pruebas de conjeturas; pero deben ser vehementes, y tales que por ellas se venga en conocimiento del delito... porque, en caso de duda, más pronto se debe absolver que condenar. Las presunciones que denotan con claridad el adulterio son: cuando testigos dignos de fe y crédito, aunque sean de la propia casa, declaran que han visto a Pedro y a Marcia en una misma cama, o lugar sospechoso, o solos en estos lugares, o encerrados en un cuarto, o desnudos, o besándose o abrazándose. Sobre esto hablan con extensión varios intérpretes.

Las excepciones que favorecen a la mujer adúltera son las siguientes. Primera, cuando el marido emprende querella sobre causa de adulterio, y después la deja con ánimo de no seguirla. Segunda, cuando el marido dice ante el juez que no quiere acusar porque está satisfecho de la conducta de su mujer o cosa semejante. Tercera, cuando el marido recibe a su mujer en su lecho después de saber que es adúltera. Cuarta, cuando el marido fuere sabedor y consentidor. En este caso, lejos de poder presentarse como actor contra su mujer, es reo de lenocinio. Quinta, cuando la mujer fuese forzada. Sexta, cuando padeció engaño y cometió adulterio pensando que estaba con su marido. Y séptima, cuando el marido, abjurando   —167→   la fe y religión católica, abraza otras sectas diversas y se hace moro, judío o hereje. En tales casos queda libre la mujer adúltera de la acusación del marido, y se halla favorecida por las leyes 7 y 8 del tít. 17 part. 7, y 6, 7 y 8 del tít. 9 part. 4.

Ya ve usted en compendio lo que es adulterio, cuáles son sus penas, quién puede acusar de él, cuáles son las excepciones que favorecen a la mujer, y qué se entiende por sospechas o presunciones vehementes. En vista de esto, usted, que está impuesto en la causa, sabrá cómo ha de formar la acusación.

Es que las sospechas son vehementísimas, dijo el mayor, porque, a más de que hay testigos que deponen haber visto al ya muerto con la mujer del soldado, éste ya le había reconvenido e intimado que no entrara a su casa; y, sin embargo de esto, él entraba, y cuando lo mató lo halló solo con su mujer en confianza de que estaba de guarda, la que él abandonó instigado de su celo, y encontró atrancada la puerta, que abrió de un empujón. Esto me hace creer que por necesidad haré yo una acusación floja.

¿Pues que usted pretende que muera el reo aunque no lo merezca?, dijo el coronel. No, repuso el sargento, no deseo que muera; pero, como soy el fiscal, debo desvanecer sus defensas, desentenderme de sus excepciones y agravar su delito. Ésta es mi obligación.

Se equivoca usted, señor mayor, dijo el coronel, en pensar que su obligación es acriminar a los reos. El fiscal no es otra cosa que el defensor de la ley, y para cumplir con su encargo no tiene que intentar el sacar reo precisamente al acusado33.

  —168→  

Conque, según eso, dijo el mayor, yo cumpliré bien con exponer en el consejo la causa con la misma cara que tiene, y pedir se le aplique al reo una pena moderada, o a lo más la que prescribe la ordenanza a los que abandonan la guardia.

Así me parece que debe hacerse, y aun esa pena debe modificarse en justicia, atendida la vehemente pasión de los celos, sin la cual es de creer que no hubiera desamparado la guardia, y de consiguiente puede su defensor probar que este delito militar, por el que en otro caso merecería baquetas o la última pena, según el tiempo, no lo cometió con entera deliberación, y, como las penas deben agravarse o disminuirse a proporción del intento con que se cometen, se seguirá indudablemente que el consejo de guerra le impondrá a ese soldado una pena menos grave que la que previene la ordenanza, considerando que, como dijo el señor rey don Alonso el Sabio en una de sus Leyes de Partida, los primeros movimientos que mueven el corazón del ome, no son en su poder34.

Quedo enteramente satisfecho, dijo el mayor, y agradecido   —169→   a la prolijidad con que usted me ha hecho entender que no están los fiscales obligados a acriminar a los reos ni a sacarlos delincuentes a pura fuerza, sino sólo a defender las leyes; aunque me parece que usted sería mejor para defensor que para fiscal.

Eso ahora lo veremos, dijo el capitán, pues yo soy defensor de otro soldado que mató a un hombre alevosamente, y no sé cómo sacarlo inocente, pues ésa es cabalmente mi obligación.

Pues usted también se equivoca, dijo el coronel, porque si su ahijado es homicida, y está probada la alevosía, poca esperanza puede tener en la defensa de usted, siempre que la haga con arreglo a su conciencia, pues el que mata a otro debe morir, dice Dios35. Se entiende cuando no es en defensa propia, en un acto primo indeliberado, por una casualidad, en justa satisfacción de su honor vulnerado, como en el caso de adulterio, o por causa semejante; pero si la muerte se comete de hecho pensado, y no tiene ninguna de estas excepciones en su favor el homicida, es alevoso; debe morir según las leyes patrias, y ni aun goza la inmunidad del sagrado. Conque vea usted qué tal quedará con su defensa, cuando confiesa que su ahijado es alevoso.

Es cierto, dijo el capitán, pero tiene en su favor una excepción muy poderosa que lo defiende, y usted no ha mentado. A lo menos creo que se librará del último suplicio, aunque yo quisiera formar su defensa de modo que saliera en libertad, o cuando mucho sentenciado a comenzar su servicio de nuevo. Éste es mi empeño, y para ello he venido a aconsejarme de usted.

¿Y cuál es la excepción que tiene en su abono?, preguntó el coronel; y el defensor dijo que el estar borracho cuando cometió el asesinato.

Riose el coronel alegremente, y le dijo: si como estaba borracho   —170→   hubiera estado loco, seguramente usted quedaba bien; pero, ¡borracho! ¡Borracho...! Al palo debe ir ese hombre aunque lo defienda Cicerón.

¿Cómo puede ser eso, decía el capitán, cuando usted mismo ha dicho que las penas deben agravarse o disminuirse a proporción del intento y deliberación con que se cometen los delitos? Según esta doctrina, y probada la embriaguez de mi ahijado cuando mató al hombre, claro es que hizo la muerte sin plena deliberación, y de consiguiente no merece la pena capital.

Así parece que debía ser a primera vista, pero las leyes deben hacer distinción para la imposición de las penas entre el que se embriagó por casualidad u otro motivo extraordinario y el que lo hace por hábito y costumbre. Al primero, si delinque estando privado de su juicio, se le debe disminuir y tal vez remitir la pena, según las circunstancias; el segundo debe ser castigado como si hubiera cometido el delito estando en su acuerdo, sin tener respeto ninguno a la embriaguez, si no es acaso para aumentarle la pena, pues ciertamente no debería tenerse por injusto el legislador que quisiese resucitar la ley de Pitaco, el cual imponía dos penas al que cometía un delito estando embriagado, una por el delito y otra por la embriaguez36.

Podrían citarse sobre lo dicho unas palabras de Aristóteles, dignas de que usted las sepa para su inteligencia. Dice, pues, este político pagano: Siempre que por ignorancia se comete algún delito, no se hace voluntariamente, y por consiguiente no hay injuria. Pero si el mismo que comete el delito es causa de la ignorancia con que se comete, entonces hay verdaderamente injuria y derecho para acusarle, como sucede en los ebrios, los cuales, si cuando están poseídos del vino causan algún daño ,   —171→   hacen injuria, por cuanto ellos mismos fueron causa de su ignorancia, pues no debieron haber bebido tanto.

Pues mal estamos, dijo el defensor, porque los testigos que declararon que mi ahijado estaba ebrio cuando cometió el asesinato, afirmaron que acostumbraba embriagarse, y en este caso yo conozco que no le favorece la excepción.

Ya se ve que no, dijo el coronel, y más si se considera que, en cualquier caso que el hombre cometa un delito embriagado, es en mi juicio reo de él, porque en ninguna ocasión debe arriesgarse a que se extravíe su razón. A más de que, si se reflexiona seriamente, merece alguna indulgencia el ebrio que solamente comete delitos que no perjudican sino muy indirecta y remotamente a la sociedad, tales son las injurias que dice uno estando ebrio, aun cuando toquen al honor de alguno, por dos razones: la primera, porque el ebrio tiene la lengua muy fácil, y la experiencia enseña que no hay uno que no hable despropósitos con voz balbuciente; y la segunda, que por esta misma razón apenas habrá quien haga caudal de las producciones de un borracho.

No así cuando en el delito interviene acción y otras circunstancias que claramente denotan bastante conocimiento y deliberación en lo que se hace, como el caso de un homicidio; pues entonces el agresor se previene de arma, busca el objeto de su ira, dispone la ocasión a su venganza y asegura el golpe fatal con tanta fuerza y tino como pudiera el hombre más en su juicio. Por cierto que yo jamás perdonaría la vida al que se la quitara a otro so pretexto de estar ebrio.

Los que beben con demasía lo que pierden es la vergüenza, y hay muchos que toman un poco de licor y se hacen más borrachos de lo que están, para con esta máscara cometer mil infamias y ponerse a cubierto de la pena que merecen; pero, a más de que éstos no son acreedores a ninguna disculpa, aun cuando en realidad estén con la razón trastornada, la merecen   —172→   menos, porque, aunque padezcan esta falta, la padecen por su causa y son acreedores a dos penas, como se ha dicho.

Verdad es que la embriaguez es una locura pasajera, pero es una locura voluntaria, como dijo Séneca; y así, como se reputa delincuente al suicida, aunque de su voluntad se quita la vida, así debe reputarse tal al que comete un crimen borracho, porque él de su voluntad se embriagó.

Fuera de que, según mi modo de pensar, sólo en un caso es el ebrio acreedor a la indulgencia, y es cuando no está en estado de poder cometer ningún delito ni de dañar a otro. ¿Y cuándo será esto? Cuando está tirado y narcotizado en términos de no poder moverse, ni oír, ni conocer, ni hablar, o a lo más cuando no puede levantarse, y si habla es con lengua tartamuda y sin conocimiento. Ello será una paradoja, pero éste será mi modo de pensar toda la vida; porque mientras el borracho habla, anda, conoce, se enoja y se procura precaver de los peligros, es mentira que esté, como vulgarmente se dice, privado de razón. Cierto es que usa de ella trastornadamente en algunas cosas, pero la tiene y la usa con mucho acuerdo en su provecho. Yo a lo menos no he visto un borracho que se tire de una azotea abajo, ni que cuando hiere a otro le dé con el puño del cuchillo, ni que por darle a Juan le dé a Pedro, ni cosa semejante. Ellos son locos, es verdad, mas no hay loco que coma lumbre; y, últimamente, yo en clase de juez había de tener por regla, para juzgar de la más o menos deliberación de un ebrio, el orden o desorden de sus acciones inmediatas, anteriores y posteriores al momento en que cometiera el crimen; de suerte que, si daba algunos pasos para cometer el delito, y daba otros para huir después de cometido, temeroso de la pena que merecía, sin duda que yo no usaba con él de misericordia, pues el que es dueño de sus pies mejor lo puede ser de su cabeza.

En esta inteligencia usted sabrá lo que hay en el particular   —173→   acerca de su ahijado, y hará la defensa como le pareciere; pero, si la ha de hacer como Dios y el rey mandan, creo que no puede defender a ese pobre.

¿Pues que, dijo el capitán, no consiste la gracia de un buen defensor en hacer por libertar a su ahijado, por criminal que sea, de la pena que merece? ¿Y no está empeñado, en obsequio de su obligación, en valerse de cuantos medios pueda para el efecto?

No señor, dijo el coronel, la obligación del defensor es examinar si está bien justificado el delito, examinar la fuerza y el valor que tienen las pruebas que hay contra el reo, escudriñar la clase de los testigos y su modo de declarar, fondear si entienden lo que han dicho, ver si concuerdan entre sí en lo sustancial del lugar, tiempo, modo, persona, ocasión y número, o si por el contrario van tan conformes en sus dichos que pueda presumirse soborno, si hay en las declaraciones variedad o inverosimilitud, y otras cosas así; de modo que la obligación del defensor es alegar en favor de su cliente cuantas excepciones le favorezcan en derecho, y examinar si la causa padece alguna nulidad para apoyar en esto su defensa; mas no le es lícito el valerse de medios siniestros e ilegales, como corromper testigos, presentar documentos falsos, censurar injustamente al fiscal, y usar otras diligencias como éstas, que se oponen a la justicia y a la moral37.

  —174→  

Pues camarada, dijo el mayor al capitán, si no venimos a consultar con el señor coronel, íbamos a quedar frescos cada uno de nosotros por su lado. Usted queriendo salvar a un delincuente, y yo tratando de acriminar al que no lo es, o a lo menos al que no lo es en el grado que yo lo suponía.

Por eso es bueno, dijo el defensor, no fiarse uno de sí propio, y más en casos en que va la vida de un hombre de por medio, o el bien general de la república, sino sujetar su dictamen al mejor, como hemos hecho. Por mi parte doy a usted mil gracias, señor coronel, por su oportuno desengaño. Y yo se las repito también por el que me ha tocado, dijo el fiscal. En esto variaron de conversación, y después de haber hablado un rato cosas de poca importancia se despidieron.

De estas consultas presencié varias, y comencé a sentir cierta gana de saber. Ello es que yo me desasné un poco a favor de las conversaciones de aquel hombre sabio y de su buena librería, que la tenía pequeña pero selecta, y no para mero adorno de su casa, sino de su entendimiento. Rara vez le faltaba un libro en la mano, y me decía frecuentemente: hijo, no están reñidas las letras con las armas. El hombre siempre es hombre en cualquiera clase que se halle, y debe alimentar su razón con la erudición y el estudio. Algunos oficiales he conocido que, aplicados únicamente a sus ordenanzas y a su Colón, no sólo no se han dedicado a ninguna clase de estudio ni lectura, sino que han visto los demás libros con cierto aire de indiferencia que parece desprecio, creyendo, y mal, que un militar no debe entender más que de su profesión ni tiene necesidad de saber otra cosa; sin advertir que, como dice Saavedra en su Empresa VI, una profesión sin noticia ni adorno de otras es una especie de ignorancia; por eso también he visto que estos   —175→   sujetos han tenido que representar al convidado de piedra en las conversaciones de gente instruida, quedándose, como dicen vulgarmente, como tontos en vísperas, sin hablar una palabra; y son los que han sabido tomar mejor partido que los que han querido meter su cuchara y salirse de la corta esfera a que han aislado su instrucción, que apenas lo han intentado cuando han prorrumpido en mil inepcias, granjeándose así, cuando menos, el concepto de ignorantes.

Si tú, Pedro, llegares alguna vez a ser oficial, procura ilustrar tu entendimiento con los libros, y aplícate a ignorar cuanto menos puedas.

No quiero que seas un omniscio, ni que faltes a tus precisas obligaciones por el estudio; pero sí que no mires con desdén los libros, ni creas que un militar, por serlo, está disculpado para chorrear disparates en cualquiera conversación, pues en este caso los que lo advierten, o lo tienen por un necio, pedante, o tal vez su falta de instrucción la atribuyen a la humildad de sus principios.

Por el contrario, un militar instruido es apreciado en todas partes, hace número en la sociedad de los sabios y él mismo recomienda su cuna manifestando su finura sin tener que acreditarla con el documento de sus divisas.

No están, repito, reñidas las letras con las armas, antes aquéllas suelen ser y han sido mil veces ornamento y auxilio de éstas. Don Alonso, rey de Nápoles, preguntado que ¿a quién debía más, si a las armas o a las letras?, respondió: en los libros he aprendido las armas y los derechos de las armas. Muchos militares ha habido que, penetrados de estos conocimientos, se han aplicado a las letras lo mismo que a las armas, y nos han dejado en sus escritos un eterno testimonio de que supieron manejar la pluma con la misma destreza que la espada. Tales fueron los Franciscos Santos, los Gerardos Lobos, los Ercillas y otros varios.

  —176→  

Por lo que respecta a tu conducta en el caso supuesto, no debes ser menos cuidadoso. Debes vestirte decente sin afeminación, ser franco sin llaneza, valiente en la campaña, jovial y dulce en tu trato familiar con las gentes, moderado en tus palabras y hombre de bien en todas tus acciones. No imites el ejemplo de los malos, no quieras parecer más bien hijo de Adonis que amigo de Marte; jamás seas hazañero ni baladrón, no a título del carácter militar, según entienden mal algunos, seas obsceno en tus palabras ni grosero en tus acciones; ésta no es marcialidad, sino falta de educación y poca vergüenza. Un oficial es un caballero, y el carácter de un caballero debe ser atento, afable, cortés y comedido en todas ocasiones. Advierte que el rey no te condecora con el distintivo de oficial ni condecora a nadie para que se aumenten los provocativos, los atrevidos, los irreligiosos, los gorrones, ni los pícaros; sino para que bajo la dirección de unos hombres de honor se asegure la defensa de la religión católica, su corona, y el bien y tranquilidad de sus estados.

Reflexiona que lo que en un soldado merece pena como dos, en un oficial debe merecerla como cuatro, porque aquél las más veces será un pobre plebeyo sin nacimiento, sin principios, sin educación y acaso sin un mediano talento, y por consiguiente sus errores merecen alguna indulgencia; cuando, por el contrario, el oficial que se considera de buena cuna, instrucción y talento, seguramente debe reputarse más criminal, como que comete el mal con conocimiento, y se halla obligado a no cometerlo con dobles empeños que el soldado vulgar.

Últimamente, si te hallares algún día en este caso, esto es, si algún día fueres oficial, lo que no es imposible, y por desgracia fueres de mala conducta, te aconsejo que no blasones de la limpieza de tu sangre, ni saques a la plaza las cenizas de tus buenos abuelos en su memoria, pues estas jactancias sólo servirán de hacerte más odioso a los ojos de los hombres de bien, porque, mientras mejores hayan sido tus ascendientes, tanto   —177→   más resaltará tu perversidad, y tú propio darás a conocer tu mala inclinación, pues probarás que te empeñaste en ser malo no obstante haber tenido padres buenos, que es felicidad no bien conocida y agradecida en este mundo.

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Tales eran los consejos que frecuentemente me daba el coronel, quien a un tiempo era mi jefe, mi amo, mi padre, mi amigo, mi maestro y bienhechor, pues todos estos oficios hacía conmigo aquel buen hombre.

Sin embargo, como mi virtud no era sólida, o más bien no era virtud sino disimulo de mi malicia, no dejaba yo de hacer de las mías de cuando en cuando a excusas del coronel. Sabía visitar a mis amigos, que entonces eran soldados, pues no tenía otros que apetecieran mi amistad; iba al cuartel unas veces, y otras a las almuercerías, bodegas de pulquerías y lupanares a donde me llevaban mis camaradas; jugaba mis alburillos muy seguido, cortejaba mis ninfas y, después que andaba estas tan inocentes estaciones y conocía que el jefe estaba en casa, me retiraba yo a ella a leer, a limpiar la casaca, a dar bola a las botas y a continuar mis hipócritas adulaciones.

El frecuente trato que tenía con los soldados me acabó de imponer en sus modales. Entre ellos era yo maldiciente, desvergonzado, malcriado, atrevido y grosero a toda prueba. Algunas veces me acordaba del buen ejemplo y sanas instrucciones del coronel, pero ¿cómo había de dejar de hacer lo que todos hacían? ¿Qué hubieran dicho de mí si delante de ellos me hubiera yo abstenido de hacer o decir alguna picardía u obscenidad por observar los consejos de mi jefe? ¡Qué jácara no hubieran formado a mi cuenta si hubieran escuchado de mi boca los nombres de Dios, conciencia, muerte, eternidad, premios o castigos divinos! ¿Qué burla no me hubieran hecho si descuidándome hubiera intentado corregirlos con mi instrucción o con mi buen ejemplo, permitiendo que hubiera sido capaz de darlo? Mucha sin duda; y así yo, por no malquistarme   —178→   con tan buenos amigos, y porque no me llamaran el mocho, el beato o el hipócrita, concurría con ellos a todas sus maldades, y, a pesar de que algunas me repugnaban, yo procuraba distinguirme por malo entre los malos, atropellando con todos los respetos divinos y humanos a trueque de granjearme su estimación, y los dulces y honoríficos epítetos de veterano, buen pillo, corriente, marcial, y otros así con que me condecoraban mis amigos. Lo único que estudiaba era el modo de que mis diabluras no llegaran a la noticia de mi jefe, así por no sufrir el castigo condigno, como por no perder la conveniencia, que sabía por experiencia que era inmejorable.

En las tertulias que tenía con los soldados les oí algunas veces murmurar alegremente de los sargentos. De unos decían que eran crueles, de otros que eran ladrones y que se aprovechaban de su dinero comprando camisas, zapatos, etc., a un precio y cargándoselos a ellos a otro. En fin, hablaban de los pobres sargentos las tres mil leyes. Yo consideraba que tal vez serían calumnias y temeridades, pero no me atrevía a replicarles, porque, como no había estado bajo el dominio de los sargentos el tiempo necesario para experimentarlos, no podía hablar con acierto en la materia.

Así pasé algunos meses, hasta que llegó el día de partirnos para Acapulco, como lo hicimos, conduciendo los reclutas que habían de ser embarcados para Manila.

No hubo novedad en el camino, llegamos con felicidad a la Ciudad de los Reyes, puerto y fortaleza de San Diego de Acapulco. No me admiraron sus Reales Tamarindos, ni la ciudad, que por la humildad de sus edificios, mal temperamento y pésima situación me pareció menos que muchos pueblos de indios que había visto; pero, en cambio de este disgusto, tuve la sorprendente complacencia de ver por la primera vez el mar, el castillo y los navíos, que supuse serían todos como el San Fernando Magallanes, que estaba anclado en aquella bahía.

A más de esto me divertí con las morenas del país, que, aunque   —179→   desagradables a la vista del que sale de México, son harto familiares y obsequiosas.

También regalé mi paladar con el pescado fresco, que lo hay muy bueno y en abundancia; y así, con estas bagatelas entretuve las incomodidades que sufría con el calor y la poca sociedad, pues no tenía muchos amigos. A más de esto, la privación de las diversiones de esta ciudad y el temor de la navegación que me urgía bastante, como urge al que jamás se ha embarcado y tiene que fiar su vida a la furia de los vientos y a la ninguna firmeza de las aguas, no dejaba de mortificarme algunas veces.

Llegó el día en que nos habíamos de dar a la vela. Se entregaron al capitán los forzados, nos embarcamos, se levantaron las anclas, cortaron los cables y con el buen viaje gritado por los amigos y curiosos que estaban en el muelle fuimos saliendo de la bocana a la ancha mar.

Desde este primer día nos pronosticó el cielo una feliz navegación, pues a poco de habernos alejado del puerto se levantó un viento favorable que, llenando las velas que se habían desplegado enteramente, nos hacía volar a mi entender con la mayor serenidad, pues a las cuatro horas de navegación ya no veía yo, ni con anteojos, las que llaman tetas de Coyuca, que son los cerros más elevados del Sur, y la primera tierra que se descubre desde la mar.

Esto algo me entristeció, como que sabía lo largo de la navegación que me esperaba. Tampoco dejé de marearme y padecer mis náuseas y dolor de cabeza como bisoño en semejantes caminos; pero, pasada esta tormenta, continué mi viaje alegremente.



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ArribaCapítulo XI

En el que Periquillo cuenta la aventura funesta del egoísta y su desgraciado fin de resultas de haberse encallado la nao, los consejos que por este motivo le dio el coronel y su feliz arribo a Manila


Cuando estuve restablecido de mi accidente, subí a la cubierta y ya no vi nada de tierra, sino cielo, agua y el buque en que navegábamos, lo que no dejaba de atemorizarme bastante, y más cuando interiormente reflexionaba en todos los riesgos que me rodeaban. Ya se me ponía en la cabeza una tormenta deshecha; ya una calma o encalladura que nos hiciera morir de hambre; ya pensaba que el barco se estrellaba en un arrecife, y cada uno de nosotros salía por su respectiva tronera a ser pasto de los tiburones y tintoreras; ya temía un encuentro con algunos piratas y esperaba el temible zafarrancho; ya creía muy fácil un descuido con el fogón y se me representaba la embarcación ardiendo, escurriendo el alquitrán, y consumiéndose todo por la voracidad de las llamas, a pesar de las bombas, y que, perdiendo el fuego el respeto a la Santa Bárbara, volábamos todos por esos aires de Dios para no volver a resollar hasta el último día de los tiempos.

En estas funestas consideraciones y nada pánicos temores pasaban algunos ratos del día, hasta que al cabo de un mes, viendo que nada adverso sucedía, los fui desechando poco a poco, y haciéndome, como dicen, a las armas en tal grado que ya me era gustosa la navegación, pues en las noches de luna reflejaba ésta en las ondas, haciéndolas lucir como si fueran un espejo, lo que junto con los repetidos celajes que se observaban por los horizontes nos divertía bastante, y más cuando el viento que soplaba en la popa era el que se quería para navegar aprisa y sin riesgo de nortes tempestuosos; pues entonces, descansando de maniobrar los marineros, gustábamos todos ya de   —181→   la conversación de los comerciantes, oficialidad y pasajería decente que subían sobre cubierta a gozar de la hermosa noche, ya de los que tocaban y cantaban, y ya de la naturaleza pacífica cual se nos manifestaba en aquellos ratos.

Me acuerdo que en uno de ellos se puso a platicar conmigo un comerciante que se había hecho mi amigo, porque había menester la protección del coronel en Manila y veía la estimación que yo disfrutaba de él. En la conversación le conté los trabajos que había padecido en el discurso de mi vida, exagerándolos sin motivo.

Él escuchaba todo con fría indiferencia, lo que no dejó de escandalizarme; y por ver si era genial o la afectaba le dije: cierto que somos desgraciados los mortales, ¡cuántos males nos rodean desde la cuna, y cuántos daños no padecemos, no ya de uno en uno, sino de generación en generación! ¿Y qué se le da a usted de eso?, me dijo con mucha socarra, ¿los padece usted? No los padezco, le dije, pero me lastima que los padezcan mis prójimos, a quienes debo considerar como a mis hermanos, o más bien como a partes de mí mismo. ¡Oh!, vaya, dijo el comerciante, usted es uno de los muchos preocupados que hay en el mundo; ¡ya se ve!, es usted un pobre soldado que no tiene motivo de ser instruido.

No dejé de incomodarme con tal disculpa, y así le dije: quizá no soy tan lerdo como usted supone, y podré hacerle ver que no todos los soldados son de principios ordinarios ni carecen de tal cual instrucción; y si no, dígame usted, ¿por qué me juzga preocupado? ¿Porque le dije que me dolían los males que padecía mi prójimo como si fuera mi hermano o una parte de mí mismo? Sí señor, porque creer eso, me dijo, es una preocupación. Nosotros mismos somos nuestros hermanos, y harto haremos si vemos por nosotros solamente sin mezclarnos con el resto de los hombres, a no ser que nos redunde algún provecho particular de sus amistades.

Según eso, le dije, no deberemos ser amigos sino de aquellos   —182→   que nos sirvan o nos den esperanzas de servirnos en algún tiempo. Cabalmente así debe ser, me contestó, y aquí encaja bien el refrán que dice que el amigo que no da, y el cuchillo que no corta, que se pierdan poco importa, y ya usted ve que los refranes son evangelios chiquitos. Yo entiendo, le dije, que no todos lo son; antes hay algunos falsos y disparatados de que no se debe hacer caudal, en cuyo número pongo el que usted acaba de citarme, pues habrá muchos amigos cuya amistad será utilísima aunque no den nada más que su estimación, sus consejos o su enseñanza, y cierto que la pérdida de éstos será sensible a quien conozca lo que valen.

Ésas son pataratas, me contestó; consejos, estimación, enseñanza y todo lo que no es dinero o cosa que lo valga, son fantasmas agradables que sólo pueden divertir muchachos, pero que no traen gota de utilidad. Yo por mí detesto de semejantes amigos; no, no me empeñaré en buscarlos, y si tengo algunos sin esta diligencia no se me dará nada de que se pierdan.

¿Conque usted sólo será amigo del que le proporcione dinero? No hay otros que merezcan mi amistad, me respondió, y las desgracias de éstos las sentiré por lo que puedan tocarme, que por lo demás cada uno se rasque con sus uñas.

Escandalizado al escuchar tan infernales máximas, mudé conversación y a poco rato me separé de su lado.

Al día siguiente, estando peinando al coronel, le conté mi anterior conversación, y él me dijo: no te espantes, Pedro, de haber hallado tal dureza en ese comerciante, ni te escandalice su avaricia o interés. Hay muchos en el mundo que piensan y obran lo mismo que él; ése es un gran egoísta, y como tal es ambicioso, cruel y adulador, vicios comunes a los que piensan que para ellos solos se hizo el mundo; pero este sujeto a más de egoísta tiene la desgracia de ser un necio, pues se jacta de sus mismos vicios y los descubre sin disfraz, que es por lo que te has escandalizado; mas sábete que este vicio está tan   —183→   extendido en el mundo que de cada cien hombres dudo que uno no sea egoísta.

Ya sabes que se entiende por egoísta el que se ama a sí propio con tal inmoderación que atropella los respetos más sagrados cuando trata de complacerse o de satisfacer sus pasiones. Según esto, el egoísmo no sólo es un vicio temible, porque ha sido y es causa de cuantas desgracias han acaecido y acaecen a los mortales diariamente, sino que es un vicio el más detestable, pues es la raíz de todos los delitos que se cometen en el mundo, de suerte que nadie es criminal antes que ser egoísta. Todos pecan por darse gusto y porque se aman demasiado, que vale tanto como decir que todos pecan porque son egoístas, y mientras más egoístas son, por consecuencia son más pecadores.

Éstas son unas verdades que se sujetan a la demostración, y por ella tú conocerás que pocos o raros no son egoístas en el mundo; pero hay esta diferencia: unos son egoístas tolerables y otros intolerables. Me explicaré.

La mayor parte de los hombres o casi todos se aman demasiado, y así el bien que hacen como el mal que dejan de hacer no reconocen mejor principio que su particular interés, por más que lo palien con nombrecitos brillantes que aparentan mucho y nada se halla en ellos más que follaje. Esta clase de egoístas algunas veces son perjudiciales a la sociedad por esta causa, y muchas inútiles; pero, como no se dejan de considerar con relación a los demás hombres, están dispuestos a servirles alguna vez, aunque no sea más que por el vano interés de que los tengan por benéficos, y por esto digo que son egoístas tolerables.

Los otros son aquellos que, haciéndose cada uno el centro del universo, se aman con tal desorden que a su interés posponen los respetos más sagrados. Para éstos nada valen los preceptos de la religión, ni los más estrechos vínculos de la sangre o de la sociedad; por todo pasan como por un puente seguro, y   —184→   jamás les afectan las calamidades de los hombres. Por esta depravada cualidad son soberbios, interesables, envidiosos y crueles, y por lo mismo son intolerables.

De esta clase de egoístas es el comerciante cuya conversación te ha escandalizado justamente; mas, por lo mismo que te repugna tal modo de pensar, has de procurar no contaminarte con él, advirtiendo que el amor propio es habilísimo para disminuir nuestros defectos a nuestros ojos, y aun para hacérnoslos pasar por virtudes. Todos aborrecen el egoísmo, y nadie cree que es egoísta por más que esté tan extendido este vicio. La regla que te puede asegurar de que no lo eres es que te sientas movido a ser benéfico a tus semejantes, y que de hecho pospongas tus particulares intereses a los de tus hermanos; y, cuando te halles connaturalizado con esta máxima, podrás vivir satisfecho de que no eres egoísta.

De semejante manera me instruía siempre mi buen mentor, y no perdía las ocasiones que se le presentaban oportunas para el efecto; pero por desgracia entonces sembraba en tierra dura; sin embargo, a la vuelta de mis extravíos, muy mucho me han servido sus saludables advertencias.

Ya navegaba yo contento pensando que todo el monte era orégano y todo mar pacífico, cuando me sacó de este confiado error uno de aquellos accidentes de mar que no se sujetan a la práctica de los mejores pilotos.

Una noche que estaba enfermo el primer piloto dejó encargado el cuidado de la brújula a un segundo, que, aunque diestro en el manejo del timón, era mortal, y acosado del sueño se durmió sobre el banco sin que ninguno lo advirtiera, y todos los pasajeros hicimos lo mismo con la seguridad del tiempo favorable que nos hacía.

Como dormido el pilotín, quedó el buque con la misma libertad que el caballo sin gobierno en la rienda, tomó el rumbo que quiso darle el aire, y en lo más tranquilo de nuestro   —185→   sueño nos despertó el bronco ruido que hizo la quilla al arrastrarse en la arena.

El primero que advirtió la desgracia fue el buen piloto, que no había podido dormir a causa de sus dolencias. Inmediatamente desde su camarote comenzó a gritar: orza, orza, vira a babor... que nos varamos... banco, banco.

Toda la tripulación, el contramaestre, los pasajeros y toda la gente despertó y se pusieron a maniobrar, pero ya no alcanzaban a remediar el mal las primeras recetas que había dictado el práctico piloto; lo más que hicieron fue amarrar el timón y recoger las lonas, con cuya diligencia no se enterró más la embarcación.

Los que en la navegación han experimentado semejante lance se harán cargo cuál sería nuestra consternación, y más cuando, luego que se advirtió la desgracia, se dio la orden de que se acortara a todos la ración de comida y bebida, lo que nos entristeció demasiado, y más a mí que comía por siete. Todos manifestaron el abatimiento de sus espíritus en la tristeza de sus semblantes.

Desde esa hora ya no hubo quien durmiera, todo era susto, y el funesto temor de morir de hambre y sed estacados en aquel promontorio de arena era el objeto de nuestras tristes conversaciones.

Se hizo una solemne junta de los pilotos y jefes, y en ella se determinó probar cuantos medios fueran posibles para libertarnos del riesgo que nos amenazaba, y en virtud de esta resolución se echaron al agua todos los botes y lanchas, desde las cuales tiraban del buque atado con cables; pero esta diligencia fue enteramente inútil, y a su consecuencia se determinó ejecutar la última, y fue alijar o aligerar el navío echando al mar cuanto peso fuera bastante para que sobreaguara.

Ya se sabe que la nao de China a su regreso de Acapulco no lleva más carga que víveres y plata; en esta virtud, supuesto   —186→   que los víveres no se debían echar al agua, el decreto recayó sobre la plata. Se separó el caudal del rey, que llaman situado, y los marineros comenzaron a tirar baúles y cajones de dinero, según que los cogían y sin ninguna distinción.

Mi maestro y jefe abrió sus baúles, sacó sus papeles y dos mudas de ropa, y él mismo junto conmigo dio con ellos en la mar, sirviendo su ejemplo de un poderoso estímulo para que casi todos los señores oficiales y comerciantes hicieran lo mismo, si no alegres, porque nadie podía hacer este sacrificio contento, a lo menos conformes, porque no había esperanzas de libertar la vida de otra manera.

Mi coronel animaba a todos con prudencia y jovialidad. Luego que el barco comenzó a moverse y aligerarse, hizo suspender la maniobra un corto rato, que destinó para que tomara la gente un poco de alimento y un trago de aguardiente, lo cual concluido continuó la faena con el mismo fervor que al principio.

Mi jefe ya no tenía qué perder, pues hasta su catre, que era de acero, lo había echado al agua, y así sus exhortaciones iban precedidas del ejemplo, y por consiguiente sacaban el mejor fruto.

Sobran minas, amigos, decía en el fervor de la fatiga, con poco basta al hombre para vivir; los créditos de ustedes quedan seguros en este caso y libres de toda responsabilidad, lo único que se pierde es la ganancia, pero con el sacrificio de ésta compramos todos nuestra futura existencia. Compraremos la vida con el dinero, y veremos que la vida es el mayor bien del hombre, y el primero a cuya conservación debemos atender; y el dinero, los pesos, las onzas de oro, no son más que pedazos de piedra beneficiados, sin los cuales puede vivir el hombre felizmente. Ea, pues, seamos liberales cuando nada perdemos, compremos nuestras vidas y las de tantos pobres que nos acompañan a costa de una tierra blanca o amarilla, o llámense   —187→   metales de oro y plata, y no queramos perecer abrazados de nuestros tesoros como el codicioso Creso.

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Con éstas y semejantes exhortaciones avaloraba mi amado coronel los ánimos decaídos de los que veían sepultada la utilidad de sus sudores en el abismo profundo de la mar; y así, echando cada uno, como dicen, pecho por tierra, trabajaba en destruirse y asegurarse al mismo tiempo, arrojando al mar sus respectivos caudales, señalando el lugar con unas boyas; pero no bien hubieron tocado los baúles y cajones del egoísta (que veía frescamente la escena sentado sobre ellos) cuando juró, perjuró, blasfemó, ofreció galas considerables, e hizo cuantas diligencias pudo por librar sus intereses, pero no le valió; los marineros, gente pobre y que en estos casos no respeta rey ni Roque, lo hicieron a un lado y arrojaron al mar sus baúles y cajones.

Quizá éstos eran los más pesados que llevaba el buque, pues luego que se vio libre de ellos comenzó a sobreaguar, y espiando el barco por la popa con el anclote esperanza y la ayuda del cabrestante salimos a mar libre y se desencajó del banco en un momento.

No es posible ponderar el regocijo que ocupó los corazones de todos al verse libres de un riesgo del que pocas navegaciones escapan, y más que ya muchos habíamos creído morir de hambre. Sólo el práctico flojo y el miserable egoísta estaban ocupados de la mayor melancolía, que en este último pasó a la más funesta desesperación, pues, cansado de llorar, jurar, renegar y desmecharse, viendo que el barco se apartaba del lugar donde dejaba su tesoro, lleno de rabia y ambición dijo: ¿para qué quiero la vida sin dinero? Y diciendo y haciendo se arrojó al mar sin que lo pudiéramos estorbar ninguno de cuantos estábamos a su lado.

En vano fue la diligencia de echar al agua una guindola, pues, como no sabía nadar, en cuanto cayó se fue a plomo y   —188→   desapareció de nuestra vista, dejándonos llenos de compasión y espanto.

El piloto, que no soltaba la sonda de la mano, cuando se vio fuera de los bancos y en lugar proporcionado, hizo fondear la nao y asegurarla con las anclas; se recogieron las velas, se amarró el timón y se echaron al mar todos los esquifes, botes y lanchas que llevábamos, y tripulándose con la gente más útil y algunos buenos buzos se embarcó con ellos y fue a tentar la restauración de los caudales, lo que consiguió con tan feliz éxito que, ayudado del tiempo sereno que corría, a las veinte y cuatro horas ya estaban en el navío todos los baúles y cajones de plata que se habían tirado, hasta los del infeliz y avaro egoísta, cuyo cuerpo tuvo menos suerte que su dinero, y quién sabe si su alma la tendría más desgraciada que su cuerpo.

Reembarcados los intereses en el navío y reconocidos por sus dueños por las respectivas marcas, se hizo una general promesa a María Santísima en muy justa acción de gracias por tanto beneficio, y, tomada razón de los cajones y baúles que pertenecían al egoísta, se entregaron en depósito al coronel para que los pusiera en manos de su desgraciada familia, que era más digna de poseerlos.

A los quince o veinte días de este suceso fue el de la Inmaculada Concepción de la Reina de los Ángeles, patrona de las Españas, con cuyo motivo se empavesó el barco y hubo todo el día una repetida y solemne salva de artillería, lo que me causó una agradable sorpresa, como causa a cualquiera que por la primera vez ve una embarcación llena de gallardetes y banderas de diversos colores y figuras, que denotan las de cada nación y las de las señas particulares que usan en el mar. A más de eso, el verlas colocar y quitar casi a un tiempo me causó no poca admiración, aunque yo no la manifesté, pues ya el coronel me había dicho que manifestar con vehemencia nuestra admiración por cualquier cosa era señal de tontos, lo   —189→   mismo que ver las cosas más raras con una indiferencia de mármol.

Este hombre, cuya memoria se perpetuó en la mía, no perdía, como he dicho, las ocasiones de instruirme, y según su loable sistema, que jamás seré bastante a agradecer, un día que lo peinaba se acordó del desgraciado fin del egoísta y me dijo: ¿te acuerdas, hijo, del pobre de don Anselmo? ¡Pobrecito! Él se echó al mar y perdió la vida, y quizás el alma, por la falta de su dinero. ¡Ah, dinero, funesto motivo de la ruina temporal y eterna de los hombres! Días ha que un gentil llamó neciamente sagrada (mejor hubiera dicho maldita) la hambre del oro, y exclamó que ¿a qué no obligaría a los mortales? Hijo, nunca sean la plata ni el oro los resortes de tu corazón, jamás la codicia del interés sea el eje sobre que se mueva tu voluntad. Busca el dinero como medio accidental, y no como el único ni el necesario para pasar la vida. La liberal sabiduría de Dios cuando crió al hombre lo proveyó de cuanto necesitaba para vivir, sin acordarse para nada del dinero; séame lícita esta expresión para que me entiendas: crió Dios en la naturaleza todo lo necesario para el hombre, menos pesos acuñados en ninguna casa de moneda, prueba de que éstos no son necesarios para su conservación.

Mientras el hombre se contentó con atender a sus necesidades con sólo los auxilios de la naturaleza, no extrañó para nada el dinero; pero después que se entregó al lujo, ya le fue preciso valerse de él para adquirir con facilidad lo que no podía conseguir de otra manera.

Yo no condeno el uso de la moneda, conozco las ventajas que nos proporciona; pero me agrada mucho el pensamiento de los que han probado que no consisten las riquezas en la plata, sino en las producciones de la tierra, en la industria y en el trabajo de sus habitantes; y tengo por una imprudencia el empeño con que buscamos las riquezas de entre las entrañas de la tierra, desdeñándonos de recogerlas de su superficie con   —190→   que tan liberal nos brinda. Si la felicidad y la abundancia no viene del campo, dice un sabio inglés, es en vano esperarla de otra parte.

Muchas naciones han sido y son ricas sin tener una mina de oro o plata, y con su industria y trabajo saben recoger en sus senos el que se extrae de las Américas. La Inglaterra, la Holanda y el Asia son bastantes pruebas de esta verdad, así como es evidente que las mismas Américas, que han vaciado sus tesoros en la Europa, Asia y África, están en un estado deplorable.

Poseer estos preciosos metales sin más trabajo que sacarlos de los peñascos que los cubren es en mi entender una de las peores plagas que puede padecer un reino; porque esta riqueza, que para el común de los habitantes es una ilusión agradable, despierta la codicia de los extranjeros y enerva la industria y laborío de los naturales.

No son estas proposiciones metafísicas, antes tocan las puertas de la evidencia. Luego que en alguna parte se descubren una o dos minas ricas, se dice estar aquel pueblo en bonanza, y es precisamente cuando está peor. No bien se manifiestan las vetas cuando todo se encarece, se aumenta el lujo, se llena el pueblo de gentes extrañas, acaso las más viciosas, corrompen éstas a las naturales, en breve se convierte aquel Real en un teatro escandaloso de crímenes, por todas partes sobran juegos, embriagueces, riñas, heridas, robos, muertes y todo género de desórdenes. Las más activas diligencias de la justicia no bastan a contener el mal ni en sus principios. Todo el mundo sabe que la gente minera es por lo regular viciosa, provocativa, soberbia y desperdiciada.

Pero se dirá que estos defectos se notan en los operarios. Conque no me nieguen esto que es más claro que la luz, me basta para probar lo que quiero.

A más de lo dicho, en un mineral en bonanza o escasean los artesanos, o si hay algunos hacen pagar con exorbitancia   —191→   su trabajo. Los labradores se disminuyen, o porque se dedican al comercio de metales, o porque no hay jornaleros suficientes para el cultivo de la tierra, y cátate ahí que dentro de poco tiempo aquel pueblo tiene una subsistencia precaria y dependiente de los comarcanos.

Los muchachos pobres, que son los más, y los que algún día han de llegar a ser hombres, no se dedican ni los dedican sus padres a aprender ningún oficio, contentándose con enseñarlos a acarrear metales, o a espulgar las tierras, que vale tanto como enseñarlos a ociosos.

Éste es el cuadro de un mineral en bonanza: su decantada riqueza se halla estancada en dos o tres dueños de las minas, y el resto del pueblo apenas subsiste de sus migajas. Yo he visto familias pereciendo a las orillas de los más ricos minerales.

Esto quiere decir que, a proporción de lo que sucede en un pueblo mineral, sucede lo mismo, y con peores resultados, en un reino que abunda en oro y plata como las Indias. Por veinte o treinta poderosos que se cuentan en ellas, hay cuatro o cinco millones de personas que viven con una escasa medianía, y entre éstos muchas familias infelices.

Si no me engaño, la razón de paridad es la misma en un reino que en un pueblo; y si desde un pueblo desciende la comparación a un particular, se han de observar los mismos efectos procedentes de las mismas causas. Hagamos una hipótesis con dos muchachos bajo nuestra absoluta dirección que se llamen uno Pobre y el otro Rico; que a éste lo eduquemos en medio de la abundancia, y a aquél en medio de la necesidad. Es claro que el Rico, como que nada necesita, a nada se dedica y nada sabe; por el contrario, el pobre, como que no tiene ningunos auxilios que lo lisonjeen, y por otro lado la necesidad lo estrecha a buscar arbitrios que le hagan menos pesada la vida, procura aplicarse a solicitarlos, y lo consigue al fin a costa del sudor de su rostro. En tal estado supongamos que   —192→   al muchacho Rico acaece alguna desgracia de aquellas que quitan este sobrenombre al que tiene dinero, y se ve reducido a la última indigencia. En este caso, que no es raro, sucede una cosa particular que parece paradoja: el Rico queda pobre y el Pobre queda rico; pues el muchacho que fue rico es más pobre que el muchacho Pobre, y el muchacho que nació pobre es más rico que el que lo fue, como que su subsistencia no la mendiga de una fortuna accidental, sino del trabajo de sus manos.

Esta misma comparación hago entre un reino que se atiene a sus minas y otro que subsiste por la industria, agricultura y comercio. Éste siempre florecerá, y aquél caminará a su ruina por la posta.

No sólo el reino de las Indias, la España misma es una prueba cierta de esta verdad. Muchos políticos atribuyen la decadencia de su industria, agricultura, carácter38, población y comercio, no a otra causa que a las riquezas que presentaron sus colonias. Y si esto es así, como lo creo, yo aseguro que las Américas serían felices el día que en sus minerales no se hallara ni una sola vena de plata u oro. Entonces sus habitantes recurrirían a la agricultura, y no se verían como hoy tantos centenares de leguas de tierras baldías, que son por otra parte feracísimas; la dichosa pobreza alejaría de nuestras costas las embarcaciones extranjeras que vienen en pos del oro a vendernos lo mismo que tenemos en casa; y sus naturales, precisados por la necesidad, fomentaríamos la industria en cuantos ramos la divide el lujo o la comodidad de la vida; esto sería bastante para que se aumentaran los labradores y artesanos, de cuyo aumento resultarían infinitos matrimonios que no contraen los que ahora son inútiles y vagos; la multitud de enlaces produciría naturalmente una numerosa población que, extendiéndose   —193→   por lo vasto de este fértil continente, daría hombres apreciables en todas las clases del estado; los preciosos efectos que cuasi privativamente ofrece la naturaleza a las Américas en abundancia, tales como la grana, algodón, azúcar, cacao, etc., etc., serían otros tantos renglones riquísimos que convidarían a las naciones a entablar con ellas un ventajoso y activo comercio, y finalmente un sin número de circunstancias que precisamente debían enlazarse entre sí, y cuya descripción omito por no hacer más prolija mi digresión, harían al reino y su metrópoli más ricos, más felices y respetados de sus émulos que lo han sido desde la época de los Corteses y Pizarros.

No creas que me he desviado mucho del asunto principal adonde dirijo mi conversación. Esto que te he dicho es para que adviertas que la abundancia de oro y plata está tan lejos de hacer la verdadera felicidad de los mortales, que antes ella misma puede ser causa de su ruina moral, así como lo es de la decadencia política de los estados, y por tanto no debemos ni hacer mal uso del dinero, ni solicitarlo con tal afán, ni conservarlo con tal anhelo, que su pérdida nos cause una angustia irreparable, que tal vez nos conduzca a nuestra última ruina, como le sucedió al necio don Anselmo.

Este desgraciado creyó que toda su felicidad pendía de la posesión de unos cuantos tepalcates brillantes; perdiolos en su concepto, la negra tristeza se apoderó de su avaro corazón y, no pudiendo resistirla, se precipitó al mar en el exceso de su desesperación perdiendo de una vez el honor, la vida, y plegue a Dios no haya perdido el alma.

Este funesto suceso lo presenciaste, y jamás te acordarás de él sin advertir que el oro no hace nuestra felicidad, que es un gran mal la avaricia, y que debemos huirla con el empeño posible.

No pienses por esto que te predico el desprecio de las riquezas con aquel arte que muchos filósofos del paganismo, que hablaban   —194→   mal de ellas por vengarse de la fortuna que se les había manifestado escasa. Ni menos te recomendaré ensalzando sobre las nubes la pobreza, cuando yo gracias a Dios no la padezco. No soy un hipócrita, quédese para Séneca decir en el seno de la abundancia que es pobre el que cree que lo es; que la naturaleza se contenta con pan y agua, y para lograr esto nadie es pobre; que no es ningún mal sino para el que la rehúsa, y otras cosas a este modo que no le entraban, como dicen, de dientes a dentro; pues en la realidad al tiempo que escribía esto disfrutaba la gracia de Nerón, era querido de su mujer, poseía grandes rentas, habitaba en palacios magníficos y se recreaba en deliciosos jardines.

¡Qué cosa tan dulce, dice un autor, es moralizar y predicar virtud en medio de estos encantos! Pretender que el hombre mortal, viador y rodeado de pasiones sea enteramente perfecto, es una quimera. La virtud es más fácil de ensalzarse que de practicarse, y los autores pintan al hombre no como es, sino como debe ser; por eso tratamos en el mundo pocos originales cuyos retratos manejamos en los libros. El mismo Séneca penetrado de esta verdad llega a decir que era imposible hallar entre los hombres una virtud tan cabal como la que él proponía, y que el mejor de los hombres era el que tenía menos defectos. Pro optimo est minime malus. Así es que yo ni exijo de ti un desprecio total de los bienes de fortuna, ni menos te exhorto a que abraces una pobreza holgazana39. Si un brillante estado de opulencia pone al hombre en el riesgo de ser un inicuo por la facilidad que tiene de satisfacer sus pasiones, el miserable estado de la pobreza puede reducirlo a cometer los crímenes más viles.

Estoy muy lejos de decirte que la pobreza hace sabios y   —195→   virtuosos, como decía Horacio a Floro; menos te diré que el más pobre es más feliz como que vive más libre e independiente, como he oído decir a muchos que envidian la suerte del pobre cargador; me acuerdo de la graciosa definición que da Juvenal en la Sátira III de la decantada libertad del pobre, y no la envidio. Dice este genio festivo que su libertad consiste en pedir perdón al que lo ha injuriado, y en besar la mano que lo golpea para poder escapar con algunos dientes en la boca. ¡Grandes privilegios tiene la libertad de esta clase de pobres! A lo que se puede agregar su ninguna vergüenza y una resignación de mármol para sufrir las incomodidades de la vida; pero de esta pobreza debes huir.

Yo lo que te aconsejo es que no hagas consistir tu felicidad en las riquezas, que no las desees, ni las solicites con ansia; y, tenidas, que no las adores ni te hagas esclavo de ellas; pero también te aconsejo que trabajes para subsistir, y últimamente que apetezcas y vivas contento con la medianía, que es el estado más oportuno para pasar la vida tranquilamente.

Este consejo es sabio y dictado por el mismo Dios en el cap. 80 v. 9 de los Proverbios, en boca de aquel prudente que decía: Señor, no me deis ni pobreza ni riquezas, concededme solamente lo necesario para pasar la vida; no sea que en teniendo mucho me ensoberbezca y os abandone diciendo: ¿quién es el Señor? O que viéndome afligido por la pobreza me desespere y hurte o vulnere el nombre de mi Dios perjurando...

Aquí llegaba el coronel, cuando interrumpió su conversación el palmoteo y vocería de los grumetes y gente del mar que gritaban alborozados sobre la cubierta: tierra, tierra.

Al eco lisonjero de estas voces todos abandonaron lo que hacían, y subieron unos con anteojos y otros sin ellos para certificarse, por su vista o por la ajena, de si era realidad lo que habían anunciado los gritos de los muchachos.

Cuanto más avanzaba el navío sobre la costa, más se aseguraban todos de la realidad, lo que fue motivo para que el   —196→   comandante mandara dar aquel día a la tripulación un buen refresco y ración doble, que recibieron con mayor gusto cuando el piloto, que ya estaba restablecido, aseguró que, con la ayuda de Dios y el viento favorable que nos hacía, al día siguiente desembarcaríamos en Cavite.

Aquella noche y el resto del día prefijado se pasó en cantos, juegos y conversaciones agradables, y como a las cinco de la tarde dimos fondo en el deseado puerto.

La plana mayor comenzó a desembarcar en la misma hora, y yo logré esta anticipación con mi jefe. Al día siguiente se verificó el desembarque general, y, concluido, trataron todos de pasar a Manila, que era el lugar de su residencia, siendo de los primeros nosotros, como que el coronel no tenía conexiones de comercio que lo detuvieran.

Llegamos a la ciudad, entregó mi coronel la gente forzada al gobernador, puso los caudales del egoísta en manos de su familia, ocultándole con prudencia el triste modo de su muerte, y nos fuimos para su casa, en la que le serví y acompañé ocho años, que eran los de mi condena, y en este tiempo me hice de un razonable capital por sus respetos.

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FIN DEL TOMO TERCERO