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Estudios críticos acerca de la dominación española en América

Tomo I: Colón y los españoles


Ricardo Cappa



Portada



[Indicaciones de paginación en nota1.]



  -[I]-  

ArribaAbajoProlegómenos

Los portugueses y Cristóbal Colón


Un indecible entusiasmo por los descubrimientos marítimos se había apoderado en el siglo decimoquinto de la nación portuguesa. Las costas visitadas a mediados del siglo XIV por los emprendedores marinos catalanes, excitaban, al entrar el siguiente, un decidido empeño por descubrirlas de nuevo, y de anexionarlas a la corona de los monarcas portugueses. El infante don Enrique, tercer hijo de don Juan el I, regularizó este movimiento (Apéndice I), y con su influencia y vastos conocimientos, fundó en Sagres una célebre escuela de navegación, alentando así y con su protección   -II-   la natural intrepidez de los marinos de su patria. En 1419 se habían descubierto las islas de la Madera, y sucesivamente los viajes marítimos, cada vez más atrevidos, habían realizado, sin novedad, el terrible paso de la zona tórrida, y extendídose hasta los 37º de latitud del hemisferio opuesto. Bartolomé Díaz reconoció el cabo que termina el África por el mediodía, al cual llamó de las Tormentas, nombre que Juan II trocó después con el de Buena Esperanza.

Negándose la tripulación a continuar el viaje, Bartolomé Díaz regresó a Portugal. Diez años más tarde, el 8 de julio de 1497, zarpó de Lisboa el intrépido Vasco de Gama con cuatro buques de menos de cien toneladas, y con ciento sesenta hombres de tripulación. Dobló el cabo de Buena Esperanza, tocó en la costa oriental del África, y el 20 de mayo de 1498, fondeó delante de la gran ciudad de Calicut o Calcuta. Esta heroica expedición, que abrió a los portugueses el camino de las Indias Orientales, fue inmortalizada por Camoens en Los Lusitanos. Álvarez Cabral fundó poco después en Calcuta la primera factoría europea. La idea, pues, que preocupó a los navegantes y reyes portugueses en el siglo decimoquinto estaba realizada.

Cristóbal Colón, natural de Génova, había navegado desde los catorce años de edad hasta los cuarenta, y muchos de ellos en naves portuguesas. Sus principales conocimientos náuticos los debió, sin duda, a los marinos de esta   -III-   nación; pues según Robertson «en esta escuela fue donde se formó el descubridor de la América». Casose en Portugal con doña Felipa Muñiz, hija de don Bartolomé Perestrelo, hábil marino, en la que tuvo a don Diego Colón. En el libro que, anda en nombre de su otro hijo don Fernando, se dice que había estudiado latín, las matemáticas y cosmografía; que era muy aficionado a la lectura de los filósofos griegos y latinos, y Herrera añade que hacía versos. Este hombre, que ocupará siempre un distinguido lugar en los fastos de las generaciones humanas, concibió el proyecto de hallar por occidente el camino de la India que los portugueses buscaban por oriente. Es decir, trataba de llegar al continente Asiático atravesando el gran océano Atlántico, hasta entonces inexplorado. Tres causas, dice el citado don Fernando2, le determinaron a ello, a saber: «fundamentos naturales, autoridades de escritores o indicios de navegantes» (A).

Cuando las tres expresadas causas habían sido, a juicio de Colón, suficientemente consideradas, llegó el momento de realizar su premeditado   -IV-   viaje. Colón se dirigió a su patria; el Senado de Génova rechazó sus proyectos, pues los genoveses no podían formar justa idea de los principios en que él fundaba sus esperanzas; por esta causa rechazaron su proposición como sueño de un vano proyectista. (Robertson).

Don Juan II de Portugal había desmayado en las pretensiones que abrigaba acerca de Castilla, y así era muy fácil reanimar el ardor de los portugueses por las conquistas; por otra parte, la aplicación del astrolabio a la navegación había hecho menos temerario el echarse a surcar mares desconocidos; en esta coyuntura Colón presentó al rey su proyecto. Una comisión de sabios y de grandes lo examinó, y el resultado que Colón obtuvo fue el de ser calificado de loco presuntuoso3.

Esto no obstante, «el rey con cautela, inquiriendo y sacando de Cristóbal Colón cada día más y más, determinó, con parecer, del doctor Calzadilla o de todos a los que había prometido tratar de esta materia; de mandar aparejar una carabela y enviarla por el mar Océano, por los rumbos y caminos de que había sido informado que Cristóbal Colón entendía llevar. Con este propósito, despachó su carabela, echando fama que la enviaba con provisiones y socorros a los portugueses que poblaban las islas de Cabo Verde. Después de haber   -V-   andado muchos días y muchas leguas por la mar sin hallar nada, padecieron tan terrible tormenta y tantos peligros y trabajos, que se hubieron de volver destrozados, desabridos y mal contentos, maldiciendo y escarneciendo de tal viaje». (Las Casas, I-XXVII).

Despechado Colón con este procedimiento, y desesperanzado de obtener en Portugal4 los subsidios necesarios para la realización de su empresa, abandonó secretamente la corte, y determinó pasar a Francia, siendo ya viudo.






ArribaAbajo Colón en España

No pretendemos escribir una novela, aunque sí rectificar en esta edición los errores de que la anterior adolece. Llevados a ellos por la autoridad de don Hernando Colón, Herrera, Irving, Prescott, Gómara, Muñoz, Navarrete y otros historiadores de cuenta, el tiempo y el trabajo de nuevos y diligentes historiógrafos han conmovido los cimientos del edificio que aquellos levantaron, y esparcido sus materiales por   -VI-   el polvo. Forzoso nos será recogerlos, y juntándolos con los de reciente acopio, fabricar con todo otro edificio de nueva planta y más ajustado que el anterior a las reglas del arte5. (Cf. 2.ª parte de la nota A).

Hacia fines de 1484 abandonaba Cristóbal Colón secretamente la corte de Lisboa. Llevaba el ánimo de pasar a Francia para ofrecer a su rey los servicios desechados en Génova, Venecia y Portugal, y que daba por no admitidos en España a causa de lo encendido y largo de la guerra con los moros. Dirigíase Colón a Huelva, pueblo rayano a la frontera portuguesa, para dejar en él a su hijo don Diego a cargo de doña Violante Muñiz, su tía materna, y por la facilidad que allí o en cualquiera de los puntos próximos hallaría para trasladarse por mar al sud de Francia.

A su paso por la villa de Palos, tocó en el convento de la Rábida, donde pidió pan y agua para el niño que llevaba de la mano, que era su   -VII-   hijo don Diego, a la sazón de ocho o diez años. El prior del monasterio, fray Juan Pérez, echando de ver en el traje y habla de Colón que era extranjero, lo invitó a descansar, y en la amistosa plática trabada, descubriole el viajero sus proyectos de pasar por occidente a las Indias, sus recientes vicisitudes de Portugal, y por último, cómo dejado el niño en poder de sus tíos, continuaría su viaje a Francia y con qué objeto. Era médico en la villa, un llamado Garci-Hernández, algo astrólogo, el cual, hallándose incidentalmente en el convento cuando llegó Colón, trató con el marino genovés de su proyecto, entablándose entre todos animados diálogos. Como los aprestos que Colón pedía para realizar su viaje no eran, a la verdad, extraordinarios, pudiera tenerse por verosímil que en la Rábida se le apuntara la idea de hacerlo a expensas del duque de Medina Sidonia, o que saliera de Colón el pensamiento, enterado de la riqueza y poderío de los Guzmanes. Vivía el duque en la próxima ciudad de Sevilla, residencia, por otra parte, de muchos genoveses; trasladose a ella Colón, y no placiendo al duque sus proyectos, ofreciolos para su realización al de Medinaceli, que acogió benévolamente al genovés en su casa del Puerto de Santa María, cerrando ya el año de 84. Con interés creciente oía el duque de Medinaceli los proyectos de Colón, y entendiendo la grandeza y posibilidad del asunto, estaba dispuesto a tomarlo por su   -VIII-   cuenta, si su hidalguía no hubiera reservado la empresa para la ínclita reina de Castilla. Disuadió a Colón de pasar a Francia, ofreciéndole escribir a la reina sobre el viaje cuando la guerra diera alguna tregua.

Dejó el duque a Colón en su casa del Puerto, y él partió para Córdoba de donde salió el 15 de abril del 85 con las huestes que tomaron a Coín y Ronda, y que no regresaron hasta bien entrado junio del mismo año.

La invernada de los reyes en Alcalá de Henares, las lluvias crecidas y la peste que cundió mucho este año, y el nacimiento de la infanta doña Catalina a fines de él, retardaron la venida de Sus Altezas que aún se hallaban en Madrid a 23 de enero del siguiente.

Llegaron, en fin, a Córdoba después de una breve detención en Toledo, y en este tiempo fue cuando Colón, apoyado en las recomendaciones del duque, habló a los reyes por vez primera.

Cometieron los reyes este asunto al prior de Santa María del Prado, fray Hernando de Talavera, para que él con otras personas peritas en la materia, examinase la proposición del extranjero. Reuniéronse en efecto, dícese que en Córdoba, y Colón, receloso con lo que le había ocurrido en Portugal, se contentó con explicar superficialmente las razones en que apoyaba la posibilidad del descubrimiento. Los letrados y marinos que formaban la junta examinadora, entendiendo lo débil del cimiento sobre que el   -IX-   proyecto descansaba, lo desecharon. Colón abrió poco las verdades y dijo muchos errores. Juiciosamente informaron a los reyes de que lo propuesto por Colón no estribaba en tan sólido cimiento para que se arriesgara en ello el buen nombre de la nación y las vidas de los que le acompañaran, si los proyectos de Colón saliesen hueros; pero se guardaron muy bien de dar al genovés pesados calificativos.

Isabel, o espontáneamente, o rogada por los muchos favorecedores que Colón tenía en la corte, no le desahució: diole halagüeñas esperanzas; robusteciéronlas el gran cardenal Mendoza; fray Diego de Deza, maestro del príncipe don Juan; Alonso de Quintanilla, contador mayor; Cabrero, camarero del rey; el modesto fray Antonio de Marchena, y los demás aficionados al futuro almirante de las Indias de occidente.

El hombre de la capa raída y pobre, como le llama Oviedo, esperó; ¡había esperado tanto! Demasiado delicado para vivir a costa de sus amigos, y en un país esquilmado por la guerra, proveía a su subsistencia con las cartas de marcar que dibujaba primorosamente y que vendía, entre otros, a los marinos españoles que con Melchor Maldonado pasaron con la escuadra a Nápoles aquel mismo año, y que al siguiente hicieron nueva excursión a las costas de Italia

Si el mal éxito que en las juntas de Córdoba tuvo el proyecto de Colón, dio asa a las burlas de algunos cortesanos, maduraba en sus adentros   -X-   el circunspecto Deza el oponer juntas a juntas, y unas autoridades a otras. Las alteraciones que en Galicia promovió el Conde de Lemos, alejaron la corte de Córdoba. Salieron los reyes de esta ciudad hacia fines de julio del 86, se hallaban en Santiago el 23 de setiembre, y en Salamanca pasaron desde el 30 de noviembre hasta fines de febrero de 1487. Deza pasó a Salamanca después de dejar al príncipe don Juan en Almagro: enteró a los frailes dominicos de San Esteban de los proyectos de Colón, le hizo venir a sus expensas, lo alojó en el convento, reunió a los más distinguidos miembros del claustro universitario y de su orden, y parte en el convento, parte en la granja de Valcuevo, se tuvieron las juntas de carácter puramente privado en las que Colón explanó detenidamente los fundamentos de su proposición, que estaban tomados como sabemos (A) de la Escritura y Santos Padres, de filósofos griegos y latinos, de geógrafos como Ptolomeo y Toscanelli, del sentido común, y de observaciones y noticias recogidas durante su larga estancia en Portugal, centro de muchos descubrimientos marítimos. Verdades y errores geográficos comunes a Colón y a los doctores salmantinos, consiguieron el triunfo. La autoridad y prestigio de estas juntas fue grande. Salamanca eclipsó a Córdoba. Isabel bajó a esta ciudad a principios de marzo, activó los preparativos para la campaña, y resuelta a llevar a cabo los   -1-   deseos de Colón cuando los ahogos de la guerra lo permitiesen, empezó, como consecuencia de las juntas de Salamanca, por incorporarlo a su servicio, librándole desde el 5 de mayo de aquel año hasta el 16 de junio del siguiente de 1488, cinco cartas de pago. La campaña de 1487, fue, si cabe, más marítima que terrestre. Los sitios de Vélez-Málaga y Málaga tuvieron ocupados todos los navíos, fustas y carabelas, ya trayendo víveres y tropas, ya guardando el estrecho de las naves africanas que venían en auxilio de los sitiados, ya apretando el cerco de la última.

Colón pasó buena parte de este año de 87 en Córdoba, en el que tenía relaciones ilícitas con doña Beatriz Enríquez de Arana, que en 15 de agosto de 1488 le dio a don Hernando Colón. Recién tomada Málaga, pasó a ella o bien llamado de la reina, o bien para reiterarle sus propuestas. La ocasión bien elegida estuvo, no cabe duda, pues aunque el apuro del tesoro había llegado a tener que agradecer los reyes al duque de Medina-Sidonia un préstamo de veinte mil doblas de oro, los muchos buques que entonces había bien equipados, esperanzas daban de obtener los pocos que él pedía.

Pero don fray Hernando de Talavera había bajado desde su obispado de Ávila para solemnizar la entrada en Málaga, y se hallaba en esta ciudad cuando Colón fue a ella, e Isabel no podía hacer al prelado el desaire de despachar   -2-   favorablemente a Colón después de lo ocurrido en Córdoba.

Una observación me parece aquí del caso. Para nosotros el nombre de Colón es inseparable del de América; decir Colón, y representársenos el bello continente americano tendido de polo a polo sobre el azul del mar ofreciéndose al viejo mundo, es una misma cosa; pero no es éste el criterio con que debemos juzgar ni a Fernando, ni a Isabel, ni a Talavera. ¿Qué proponía Colón? Hallar por occidente un camino más breve del que por oriente intentaban los portugueses al Asia. Asunto, a la verdad, digno de consideración y acción; pero, ¿qué podía valer para los españoles la Cipango del gran Khan en comparación del reino de Granada? ¿Podían los reyes de España distraer buques y caudales en una empresa que en nada respondía, como la de Granada, a las exigencias tradicionales y seculares de la nación entera? Cuando, con razón o sin ella, había en la corte un poderoso partido que la rechazaba, ¿era prudente irritarlo? ¿Podía un religioso, un prelado que fue el alma de esa guerra, podía Talavera permitir que se debilitara en algo empleando los recursos nacionales en lo que no fuera derrocar de una vez para siempre a la media luna de las muslímicas torres de Granada? La empresa de Colón era de un orden secundario por la ocasión en que se presentó, por lo dudoso de la ejecución, por lo problemático del resultado.

  -3-  

Conoció Colón que no podía luchar con el ascendiente de Talavera, y perdida la esperanza de obtener recursos y buques, se volvió a Córdoba por noviembre de 1487, desde donde podemos conjeturar escribió a don Juan II convidándose a reanudar las tan bruscamente interrumpidas relaciones. Contestole el rey portugués en 20 de marzo de 1488 con la carta que conocemos. Colón, sin embargo, no se movió de España, ni por esta carta ni por las otras dos que recibió de otros monarcas. Nos permitiríamos decir por qué, aun a riesgo de equivocarnos.

Por dolorosa experiencia sabía Colón cuánto le había costado en España llevar su proyecto al buen término que en 1488 lo tenía, gracias a sus favorecedores de Salamanca y de la corte. Donde quiera que fuera, habría de exponer de nuevo sus teorías a las juntas que el rey de Francia o Inglaterra designase, y su proposición volvería a las mismas contingencias o mayores que las que había pasado en Portugal y España. Esta consideración debía retraerlo; y si en Portugal tenía más allanado el camino, la adelantada preñez de doña Beatriz Enríquez pudiera servirle de atadura que lo ligara al suelo de España6. El año de 1488 cargó el peso de   -4-   la guerra por la parte de Murcia, y los reyes, terminada felizmente la campaña, pasaron a Castilla, donde tuvieron que tratar y resolver con mucha madurez y consejo, el negocio del casamiento del príncipe heredero don Juan y de su otra hija doña Juana, que después fue apellidada la Loca.

En el siguiente de 1489, la toma de Baza ocupó el ánimo de los reyes. Doña Isabel asistió al cerco, procurando siempre con su gran actividad y prudencia allegar recursos para las tropas y enfermos. Tomada Baza, cayeron tomó consecuencia en poder del rey Fernando, Guadix, Almuñécar y Almería, puntos de importancia.

Colón no se nos pierde de vista en este año   -5-   de 1489 en que recibe de los reyes un albalá para hallar cómodos y baratos alojamientos.

Si las señaladas victorias de este año dilataron el corazón de los monarcas, las contribuciones sacadas a los pueblos se lo laceraban. «Se hicieron en este año tantos gastos, dice el cronista Bernáldez, que son innumerables de contar. Pechaban de veinte en veinte días todos los vecinos e moradores de todas las villas, o ciudades, e logares...; ovo subsidios de las iglesias, e clerecías, e dinero de hermandades... echó el rey prestidos de dinero... e de mucho trigo e cebada. E ovo en las comunidades con la fortuna del mucho pechar e de los prestidos, muchas mormuraciones, diciendo que tomase el rey sus haciendas e cumpliese por ellos, que no lo podían cumplir». Nada pinta mejor la penuria a que se llegó en estos años, que una extrema medida tomada por la reina: «Para la guerra de Granada, dice el Conde de Campomanes, no se encontró otro medio de sacar dinero, que el de vender las alcabalas y tercias que habían quedado, siendo en esta ocasión la primera vez que se hizo uso de este arbitrio ruinosísimo, pues fue tanto como arrancar las raíces al fructífero árbol del Erario».

Colón, espectador de estos apuros, se mantuvo en una prudente reserva acerca de sus planes; demasiado conocedor de la situación, esperaba tranquilo, porque no era la imposibilidad física lo que le desazonaba, sino el que se   -6-   metieran a chacota sus reiteradas proposiciones.

En agosto de 1490, descansadas las banderas de Castilla y Andalucía de la ruda campaña sostenida hasta principios de su invierno, se reanudaron las correrías de costumbre. No iban ya las huestes castellanas a escaramucear por los extremos del granadino reino; fue la misma capital la que este año vio talar los panes de su vega a veinte mil peones y siete mil caballos, mandados por el monarca de Aragón, rey consorte de Castilla. Acercábase ya aquel día en que la media luna se había de eclipsar completamente en España. Granada, la de fértil y codiciada vega, sentía la falta de alimentos: cincuenta mil peones la ceñían, y diez mil de a caballo golpeaban impacientes sus ferradas puertas con los regatones de las lanzas.

Llegó aquel día sin segundo en los fastos de nuestra historia, en que desplegada al aire la enseña de Castilla y el pendón de Santiago, se enarbolaron en la Alhambra juntos con el estandarte de la cruz.

Colón, testigo del gozo que en todos los pechos serpeaba, siente latir con violencia el suyo: conoce claramente que es llegado el momento de obtener una respuesta decisiva; habla a sus favorecedores para que lo secunden, y cuando ya las primeras emociones de la conquista se han calmado; cuando reyes y soldados han dado gracias al Todopoderoso en la trasformada mezquita de Granada, el hombre de la capa   -7-   raída y pobre se yergue, preséntase a los monarcas, díceles sin rodeos que le hagan saber si ya derrocado el moro, le darán los buques pedidos para que realice el viaje que hace siete años está por ellos aplazado. Fernando declina el asunto, aburre la proposición a Talavera, instan los amigos de Colón, e Isabel vacila. Pero el genovés pinta al vivo la riqueza y hermosura de las opulentas ciudades del Oriente de Asia -que soñó Marco Polo-, ofrécese a conquistarlas navegando al occidente, y a hacer a sus moradores súbditos de la corona de España en lo temporal, y de la cruz en lo espiritual, y añade, como por vía de corolario, que los pingües productos del Catay y de Cipango, servirían para rescatar el Santo Sepulcro del poder de la media luna. Consúltase de nuevo al rey; pero Fernando tenía poco de poeta y mucho de positivista7; dejó, pues, el asunto a su esposa, aunque antes y después del descubrimiento, sus consejos fueron dignos de su gran sensatez y cordura. No es el retraimiento del rey, ni la incredulidad de los cortesanos lo que detiene a la reina de Castilla para que Colón zarpe cuanto antes de las playas españolas: las condiciones que inflexible pone el proyectista son tales, que la reina teme disgustar, accediendo, a la nobleza. El hombre de la capa raída exige los mismos privilegios que se dieron a los Henríquez   -8-   y Hurtado de Mendoza. Colón, al exigir el título de almirante de lo que después había de llamarse «Indias Occidentales» se colocaba de un salto a tal altura entre la nobleza, que sólo cedía en dignidad al almirante de Castilla. Pero aún pedía más, como premio de su hallazgo, con ser tanto lo que pedía (Apéndice III); pedía también el ser virrey y gobernador perpetuo de lo que descubriese «cosas que a la verdad, entonces se juzgaban por muy grandes y soberanas; como lo eran, y hoy por tales se estimarían». (Las Casas, libro I, capítulo XXXI). Isabel no creyó prudente asentir a tales condiciones.

Deja Colón la corte, y torna a la Rábida a despedirse del prior y del físico, y de los dominios de Isabel y de Fernando. Había el prior Juan Pérez confesado varias veces a Isabel, y conocía su grandeza de alma; hombre de genio, aunque oculto bajo el sayal y la jerga, abarcó desde el principio la grandeza del descubrimiento. Escribe a Isabel, y la entera circunstanciadamente de los proyectos de Colón, y de las probabilidades de éxito. Hicieron mella en la reina las razones del prior, y mandando sin tardanza a Colón veinte mil maravedises en oro para que se presentara en la corte con decencia, vuélvese a tratar en ella del interrumpido asunto. Instan de nuevo los partidarios de Colón, y con vehemencia Santángel. El tesoro estaba a la verdad exhausto; «pero si no hay fondos, dijo Isabel, empeñaré mis joyas».   -9-   No hubo necesidad de ello, Santángel adelantó -con su interés- un millón de maravedises; pero sí se necesitó despachar a toda prisa un propio que alcanzara a Colón, que por segunda vez se alejaba de la corte cuando se le quisieron modificar los privilegios que había pedido. Este rasgo es verdaderamente grande y demuestra la entereza de su carácter. Abandonó la corte antes que ceder ni un ápice a lo pedido, cuando tocaba con la mano la realización del proyecto que lo había ocupado diez y ocho años consecutivos y proporcionado tantos sinsabores.

A los 17 de abril de 1492 se despacharon las capitulaciones entre los reyes y Colón, que extendió el secretario Juan Coloma, y pueden verse íntegras en Herrera (Década I, capítulo XIX). Antes de mediar mayo, Colón dejó a Granada, provisto de los despachos como los había pedido, y de los fondos que se le proporcionaron para empezar el apresto de los buques.

No es posible describir el gozo que se apoderó del anciano genovés al regresar de nuevo al convento de la Rábida. A la misma puerta que llamó en 1484 para pedir un pedazo de pan, se presentaba en 1492 con el título de almirante de los reyes de Castilla.

Colón se dedicó con toda actividad al equipo de las tres naves de que debía constar la expedición. Se asoció con los Pinzones, marinos tan hábiles como valientes y de autoridad entre la gente de mar de aquella costa. Las dos carabelas   -10-   Pinta y Niña, fueron suministradas a la corona, dice Herrera, por el pueblo de Palos8; la Santa María parece fue fletada con el contingente que dieron los Pinzones. En fin, el 2 de agosto de 1492, la escuadrilla estaba lista para hacerse a la mar y provista de víveres para un año. La Santa María era la mayor de todas las carabelas, y la única que tenía cubierta; montábala el almirante. La Pinta llevó por capitán a Martín Alonso Pinzón, y por piloto a su hermano Francisco (B). La Niña, que era la menor y más velera, iba mandada por Vicente Yáñez Pinzón. La tripulación de las tres naves era de noventa hombres, todos voluntarios y decididos. Acompañaban además, al almirante entre empleados, sirvientes, etc., hasta treinta. Total ciento y veinte.




ArribaAbajoSalida y alteraciones del equipaje

El viernes 3 de agosto de 1492, todos confesados y comulgados, media hora antes de salir el sol, zarparon del Puerto de Palos y tornaron la vuelta de las Canarias. El guardián fray Juan Pérez abrazó y despidió a aquellos héroes:   -11-   había logrado su objeto. El cuatro, arreciando el viento, se rompió y zafó el timón de la Pinta; remediose esta avería como se pudo, y en las Canarias se le hizo otro nuevo, y se pusieron velas redondas a la Niña, que las tenía latinas (C). En la madrugada del seis de septiembre salió el almirante de la Gomera proa al oeste, bajando algo hacia el sur para seguir la zona que Marco Polo llevó en su viaje terrestre hasta la China. Hacia el trece de septiembre, Colón, que era vigilantísimo, echó de ver que la aguja magnética se desviaba hacia el oeste, dejando de señalar fijamente a la Polar; los pilotos notaron algo después este fenómeno que alarmó a los navegantes, y del que aún desconocemos en gran parte la causa. Colón los tranquilizó con la invención de una ingeniosa teoría, que al cabo se la llegó a persuadir a sí mismo como cierta. Durante la larga y molesta navegación, no faltaron alguna que otra alteración y explícitas pruebas de desconfianza en el almirante, por constar evidentemente a todos que se había equivocado en buena parte de sus cálculos9. Por lo demás, el aspecto del cielo, la   -12-   naturaleza, muchedumbre y vuelo de las aves, las yerbas frescas que flotaban entre las olas rizadas por los alíseos, lo perfumado y suave del ambiente, como el de abril en Sevilla, todo en fin, revelaba sin cesar la proximidad de un continente, que más de una vez creyeron divisar en el viaje. La noche del once al doce de octubre detuvo a las intrépidas navecillas que a velas tendidas habían pasado ya los dinteles de un nuevo mundo. Rodrigo de Triana dio la deseada voz de «tierra» y un cañonazo de la Niña encerró dos mundos en la corta extensión de su sonora onda (D).




ArribaAbajo Toma de posesión, exploraciones y regreso a España

En la mañana del doce, Colón, ricamente vestido y con el estandarte real en la mano, acompañado de los Pinzones y oficiales reales, se dirigía a tierra a banderas desplegadas. No bien hubo desembarcado, postrose reverente y besó el suelo. Imitáronle todos, y desenvainando la espada y levantando al aire los pendones de Castilla, tomó posesión de la tierra en nombre de los monarcas españoles; acto continuo se hizo prestar el juramento debido como virrey por Sus Majestades. Llamó San Salvador a la isla de Guanahani, que fue donde desembarcó10.

  -13-  

Entendiendo Colón por las señales de los isleños, que hacia el sur y suroeste se encontraban ricos países, se persuadió que había llegado a las islas descritas por Marco Polo como opuestas al Catay en el mar de la China; las cicatrices que los de Guanahani mostraban diciendo que eran de heridas recibidas por otros hombres que del noroeste venían a llevárselos, dieron pábulo a la imaginación del almirante para tornar a los agresores como súbditos del gran Khan de Tartaria, acostumbrados por su índole guerrera a merodear por las islas, y a esclavizar a sus débiles pobladores.

La gran isla que tenía al sur no podía ser otra que la famosa Cipango, cuya suntuosidad había tan elegantemente descrito Marco Polo. Así, sin pérdida de tiempo, navegó al suroeste; reconoció varias islas pequeñas, y, por último, costeó parte del norte de la de Cuba. Mientras el almirante llevaba a cabo exploración tan grande, varias palabras de los indios que había tomado le dieron a entender que en dirección opuesta a la que llevaba, había una región grande y asaz abundante en oro y piedras preciosas. Colón, abandonando el costeo de Cuba, y en la seguridad de que aquella costa que se extendía ilimitadamente ante sus ojos   -14-   era el continente índico del gran Khan, tomó la vuelta del noroeste y llegó cerca de San Salvador.

De aquí trató de navegar al suroeste para descubrir la opulenta región citada (Babeque); mas por serle los vientos y la corriente constantemente contrarios, se determinó por volver a Cuba. La Pinta, como de mejores condiciones marineras que la Santa María, había logrado ganar algunas leguas de aquel camino que se cerraba al almirante. Hizo éste señales para que la Pinta se le incorporara; la aguardó toda la noche, pero en vano; al amanecer, la deserción estaba consumada. Este acto de insubordinación es altamente reprensible. Sintiolo profundamente el almirante, atribuyendo a Pinzón intenciones poco nobles. (Washington Irving). Los que juzgan este hecho, lo atribuyen casi exclusivamente a la codicia. Quizás la tentación a que sucumbió el bravo comandante de la Pinta, fue la de la gloria de descubrir el renombrado Babeque. Los extranjeros que atribuyen a Pinzón el designio de volverse a España para arrebatar así al benemérito Colón el laurel del descubrimiento, no debían de haber calificado de ignorantes a los marinos que salieron de Palos. Colón pudo llegar al fin con la Santa María, a la parte norte de la que hoy se llama la Española o Santo Domingo. En la noche del 24 de diciembre, dio la Santa María en un banco de arena; acudió la Niña a recoger   -15-   la tripulación, y con los restos de la perdida carabela se construyó el fuerte de Navidad en los dominios del cacique Guacanagarí, que como todos los habitantes del Nuevo Mundo, habían manifestado gran veneración a los recién llegados. Dejó Colón en este puerto treinta hombres al mando de Diego de Arana, todos voluntarios y contentos; dioles también buenos consejos acerca del modo de portarse con los indios, y el cuatro de enero emprendió su viaje de regreso a España. El seis descubrieron casualmente a la Pinta, que navegaba en dirección al almirante. Martín Alonso se sinceró como pudo de su falta; oyole Colón con prudente silencio, y ambos buques siguieron juntos su rumbo para España. El doce de febrero y los dos días siguientes sufrieron fortísimos temporales; la Pinta, no pudiendo resistir la fuerza del viento por el mal estado de uno de sus palos, se separó del almirante, y al perderse de vista en la noche del catorce al quince, inspiró serios temores por su suerte.

El almirante y la tripulación hicieron varios votos durante la prolongada tempestad para que el Señor los llevara a salvamento; la suerte designó al almirante para cumplir dos de ellos, de cuatro generales que se hicieron. Colón, seguro del naufragio de la Pinta, y considerando difícil que su pequeña Niña dominara el furioso temporal, escribió la relación de sus descubrimientos; puso el rótulo: «A los   -16-   Reyes de España», y envolviendo su precioso manuscrito en hule y todo ello en cera, lo encerró en un barril bien calafateado y lo arrojó al mar. Colocó otro barril con otra copia en la popa de su carabela, para que si ésta sucumbiera, se salvase aquél. En fin, el quince llegaba la Niña a las Azores; de aquí pasó a Lisboa. Fue bien recibido del monarca, aunque no pudo ocultar el dolor que le causaba no haber dado oídos, pocos años antes, a las propuestas que el almirante le había hecho. De corazón noble y recto, rechazó la idea que le sugirieron algunos de sus cortesanos, de asesinar a Colón, estorbando así la prosecución de los descubrimientos que algunos dijeron estaban comprendidos en la jurisdicción marítima de la corona de Portugal. Agasajó a Colón y le dio un lucido acompañamiento de caballeros hasta el mar. Salió el trece de mayo de Lisboa, y el quince al mediodía entró en el Puerto de Palos, de donde hacía siete meses y doce días había salido para llevar a cabo el mayor de los descubrimientos marítimos de que hay historia en los anales del mundo.




ArribaAbajo Recepción del almirante

No bien se anunció el arribo de la carabela, un repique general de campanas llamaba a todos los habitantes a la marina. Colón fue acompañado a la iglesia entre los vítores de un   -17-   pueblo que tanta parte había tenido en descubrir los prodigios que atónito escuchaba; aún resonaba en los aires el eco de las campanas, cuando la Pinta pasaba la barra de Saltes; justo era que el que había compartido con el descubridor de América los peligros de la navegación, gozara de la ovación del triunfo a que tanto había concurrido con su persona, pericia, reputación y bienes. La Pinta, corriendo el temporal, pudo tomar el Puerto de Bayona (en Galicia), y temiendo que, la Niña hubiese sucumbido, comunicó por escrito a los reyes la feliz noticia del buen éxito de la expedición; pedíales permiso para ir a su presencia y manifestarles todas las circunstancias del descubrimiento11.

Se han hecho suposiciones tan absurdas como gratuitas para mancillar la memoria de este bravo marino; tal es, entre otras, la de haberse dado, en su comunicación a los reyes, por el descubridor de las Indias; de no haber querido tomar parte en los regocijos de la llegada, por temor de que Colón lo arrestase; de que desembarcó ocultamente y de que no se atrevió a salir al público mientras Colón permanecía en la villa, etc.

Cuando el tiempo y el mal estado de su buque se lo permitieron, Martín Alonso se hizo al   -18-   mar y se dirigió a Palos, puerto de su ordinaria residencia y partida12.

Colón se dirigió por tierra a Barcelona donde a la sazón estaban los reyes: atravesó diagonalmente la España, y su tránsito fue una ovación no interrumpida. Recibió de los reyes la más satisfactoria acogida, y la nobleza toda compitió en honrarle. Durante la residencia de Colón en Barcelona, trató detenidamente con los reyes de los medios más conducentes para llevar a cabo la colonización de lo descubierto, y de lo que descubriera en el viaje que proyectaba. El rey de Portugal, pesaroso de las nuevas conquistas de Castilla, preparaba en secreto una gruesa armada para hacerlas por su cuenta, siguiendo el camino abierto por el almirante. Mediaron reproches por esto entre ambas coronas, alegando cada cual su exclusivo derecho; pero lograron arribar a un acuerdo amistoso, gracias a la prudencia de uno y otro soberano. Terminado este incidente en Tordesillas a 7 de junio de 1794, Colón se disponía a emprender su segundo viaje de descubrimiento.




ArribaAbajoLos motines

Antes de proseguir la narración de los demás viajes y alternativas del almirante don Cristóbal Colón, juzgamos necesario examinar   -19-   detenidamente sobre que fundamento sólido estriban los motines que nos cuentan hubo en el viaje en que se descubrió la América.

Larga tarea emprendemos, y lo único que de ella nos arredra es el que en parte de sus análisis hemos por necesidad de emplear términos náuticos con los que la generalidad de los lectores no estarán familiarizados; procuraré en lo posible eliminarlos. Los historiadores nacionales, copiando con demasiada prisa a los extranjeros, no han vacilado en tomar de ellos, como inconcusas, varias noticias que voy a sujetar, por su orden, a una rigurosa crítica. Una de ellas es la de que los valientes que salieron de Palos en nuestras ya conocidas carabelas, temerosos de que la vuelta se les dificultara tanto que acaso por la constancia de los vientos contrarios no pudieran tomar puerto alguno, se amotinaron contra Colón en varias ocasiones, llegando en una de ellas hasta amenazarle con que le arrojarían al mar si al punto no se volvía. Para presentar con la nitidez posible la discusión crítico-histórica de este punto, lo reduciremos a la siguiente proposición: Con los datos históricos que hasta el presente poseemos, no se prueba la existencia de tal motín.

Siguiendo el acertado consejo de Balmes de que importa mucho definir las cosas antes de cuestionar sobre ellas, yo entenderé por motín, lo que por esta palabra dice el diccionario de la lengua, y es «tumulto, movimiento   -20-   o levantamiento del pueblo u otra multitud contra la autoridad o contra quien legítimamente manda o gobierna». Conforme a esta definición, la intranquilidad de ánimo, la inquietud y la zozobra aún ostensiblemente manifestadas, no bastan para constituir un motín o sedición formal; se requiere que a estas cosas u otras análogas vaya unida la desobediencia a la autoridad gubernativa. Mas esto es lo que yo niego que sucediera en el primer viaje de Colón; y dado caso que fuera cierto que uno que otro hubiese tratado en los rincones del buque de tirar al agua a Colón, tampoco esto constituye un motín, pues le falta una de las notas esenciales, que es la multitud.

De cuantos motines se fraguaron o se llevaron a efecto en contra de Colón o sus hermanos, se tienen noticias tan circunstanciadas, que si preguntamos, verbi gratia, quién trató de amotinar la gente en la Isabela, en 1594, me responderán las crónicas que Bernal Díaz de Pisa, que desempeñaba en la colonia el cargo de contador mayor; -que Fermín Cado, ensayador de metales le auxiliaba, pero que traslucido el motín que se preparaba, no llegó a estallar. Si de nuevo preguntamos quién se separó de la obediencia del concejo que rigió la isla en una ausencia del almirante, las crónicas me responden que fray Boyl, don Pedro Margarita y otros varios con ellos. Inquiero quién se alzó contra los Colones, y a una todas las historias   -21-   me dicen que el alcalde mayor Roldán, secundado por Adrián de Mojica, por don Pedro Valdivieso, Pedro Riquelme, etc. Leo en Irving, que «donde prevalece el descontento popular, rara vez falta algún espíritu osado que le dé una dirección peligrosa»; y no encontrando yo este espíritu osado en ninguno de los libros de entonces, deduzco que, o no hubo tal descontento popular, o que éste fue un motín muy raro. Pero no hay paridad, se me dirá; una cosa es escribir lo que pasa en tierra, y otras las pasajeras de un viaje marítimo. Mas tengo un reparo. ¿Y el motín de las Porras? ¿No hubo lugar a bordo? Por cierto que sí, y que se dan de ellos noticias tan pormenorizadas como ésta, entre otras muchas: «Entre los oficiales de Colón había dos hermanos Francisco y Diego Porras; estaban relacionados con el tesorero real Morales, que había casado con una hermana suya, etc.»13. Vemos, pues, que en mar y en tierra se dan informes muy menudos de los motines contra Colón, sin omitir ni nombres ni particularidades que no eran de importancia.

Sólo en el motín del primer viaje se ignora todo. Respóndase a estas preguntas: ¿Fue común a las tres carabelas? ¿Quién lo encabezó?   -22-   Y como las sentencias de los buenos historiadores deben servirnos de regla para emitir nuestros juicios, tomo la del docto Irving en el libro XVI, capítulo II, que dice: «los sentimientos facciosos de la multitud serían de poca importancia abandonados a sí mismos, si la perfidia de uno o dos espíritus perversos no los dirigieran a un objeto». Digo, pues: ¿Fueron de importancia los sentimientos facciosos de la multitud? ¿Sí o no? Si lo fueron ¿dónde está uno siquiera de los espíritus perversos que lo dirigieron al objeto? Si no lo fueron ¿dónde está la rebelión? Y ¿no era asunto digno de consignarse en el historial del viaje un motín de las proporciones que generalmente se le dan, cuando en dicho historial se mencionan multitud de pequeñeces?

El sentido común dicta que los marineros debían estar intranquilos; razón tenían para alarmarse; ¿qué extraño es que teniendo delante de sí un océano desconocido, cuyo horizonte se dilataba continuamente, se alterase la gente y manifestase de un modo ostensible su zozobra e inquietud? Yo no niego esto, ni puedo negarlo; primero, porque así debía necesariamente suceder, no en una, sino en todas las carabelas; segundo, porque lo veo escrito en el diario de Colón, al menos en lo que hace a los de su buque; tercero, porque en todos los cronistas de aquel tiempo hallo lo suficiente que me convence y persuade que hubo lo que   -23-   no pudo menos de haber; pero de esto a una sedición formal, que es lo generalmente creído, hay mucho trecho.

Que los cronistas españoles admitieran el hecho tan indefinido como en sus crónicas se halla, era natural; pero no sé cual lo haya tomado de documento alguno oficial; y así, se contentaron con relatarlo como la voz pública lo llevaba, aumentado y comentado. Lo que es de suponer que sucediera fue que, admirados los marineros de ver coronado el viaje con tan feliz y asombroso éxito, dieran mil parabienes a Colón por su hallazgo, y con ellos diez mil excusas de su temor, murmuraciones e incredulidad. Esto, pasando de boca en boca, se iría aumentando, y llegando a poder de los poetas, a los que, como dijo Horacio, «quid libet audendi semper fuit œqua potestas», tomó las proporciones que hoy tiene.

Yo acato la autoridad de Herrera; pero Herrera, como Mariana, Gómara y otros muchos escritores de todas épocas, estamparon en sus libros muchas cosas recibidas por tradición oral, no siempre fidedigna, aunque en lo ordinario conserve, como ahora, cierto fondo de verdad.

Formulando por vía de inducción lo expuesto, tenemos: que la historia del descubrimiento del nuevo mundo dice en cuatro ocasiones quiénes se levantaron o trataron de levantarse contra Colón, y otras tantas da noticias   -24-   tan circunstanciadas de ellas, que en el primer alzamiento, aunque solamente intentado, nombra hasta un Fermín Cado, ensayador de metales; que del segundo, llevado a efecto, hay datos innumerables de personas, lugares, hechos, etc.; que del tercero, también llevado a cabo, no sólo constan los nombres, sino hasta las relaciones de parentesco por afinidad; que del cuarto, engendrado aunque no dado a luz, fue padre un tal Bernardo, boticario, y por más señas de Valencia, con sus dos adláteres Alonso de Zamora y Pedro de Villatoro; de nuestro motín y más célebre, no tengo ni un solo dato de esta clase. No veo más que afirmaciones generales en las crónicas nacionales, y declamaciones en la mayor parte de las extranjeras. Puedo, me parece, empezar a sospechar prudentemente de la no existencia de un motín acerca del que falta cuanto en los demás abunda.

El historiador que así juzga, no usa de argumentos meramente negativos; la fuerza de ellos no está en decir «no sabemos quiénes fueron los que tomaron parte en el motín de las carabelas»; la fuerza está en decir «no sabemos quiénes fueron los que tomaron parte, cuando sabemos no sólo quiénes fueron los que urdieron otros, sino muchas particularidades de ellos»; debemos, pues, creer que por lo que hace a los cronistas no fue falta de diligencia el no citar pormenores del llamado motín, sino   -25-   carencia de materia. ¿Por qué tanta diligencia en tantos y tanta negligencia en uno? ¿Por qué no se complementan unos cronistas a otros en este asunto, como es lo ordinario?




ArribaAbajoConvéncese la no existencia del motín por el diario de navegación del almirante

Tuvo don Cristóbal Colón el propósito de ir anotando muy menudamente en su diario cuanto ocurriese en el viaje que emprendió; sus mismas palabras puestas en el prólogo de dicho libro que dedicó a los reyes, nos certifica de ello diciendo: «Partí del puerto de Palos muy abastecido de muy muchos mantenimientos y de mucha gente de la mar, a tres días del mes de agosto del dicho año en un viernes, antes de la salida del sol con media hora, y llevé el camino de las islas de Canarias de vuestras Altezas, que son en la dicha mar océana, para de allí tomar mi derrota, y navegar tanto que yo llegase a las Indias, y dar la embajada de vuestras Altezas a aquellos príncipes y cumplir lo que así me habían mandado; y para esto pensé de escribir todo este viaje muy puntualmente de día en día todo lo que yo hiciese y viese y pasase como adelante se verá. También, Señores Príncipes, allende describir cada noche lo que el día pasare, y el día lo que la noche navegare, etc.».

Pues examinemos ahora detenidamente el   -26-   único documento que nos resta de este diario; y es el extracto que de él hizo fray Bartolomé de las Casas, el cual se conserva anotado al margen con letra de su puño14. Desde la salida de Canarias, seis de setiembre hasta el veintidós del mismo mes, nada de particular hay referente a nuestra discusión. Pero llega este día y leemos en el diario de Colón: «mucho me fue necesario este viento contrario, porque mi gente andaban muy estimulados, que pensaban que no ventaban estos mares vientos para volver a España». Nota marginal de Las Casas: «aquí comienza a murmurar la gente del largo viaje». Continúa sin novedad el diario hasta el diez de octubre, que dice: «Aquí la gente ya no lo podía sufrir, quejábase del largo viaje; pero el almirante los esforzó lo mejor que pudo, dándoles buena esperanza de los provechos que podía haber. Y añadía que por demás era quejarse, que él había de proseguir el viaje hasta las Indias». Nota de Las Casas -ninguna- y eso que la ocasión era propicia. Comprendemos que Las Casas (aun concediendo la existencia del motín) en nada sustancial alterase el texto al compendiarlo, pero nadie entenderá que Casas, el virulento Casas, dejara de bizmar el margen, si en este día u otro cualquiera hubiera   -27-   tenido lugar el supuesto motín. Yo creo que si hubiera habido un solo motín, faltaba a la nota de Las Casas un complemento como éste, verbi gracia: «aquí se pasó de la murmuración a amenazar al almirante, o a negarse tumultuosamente a continuar el viaje, o a tal o cual cosa».

No sé si los que dicen que escriben la historia apoyados en documentos oficiales, hallan en éste, único que hay del viaje, materia suficiente para expresarse como lo hacen, dando a estas quejas y bien fundadas murmuraciones, proporciones tan abultadas como las que hay en este párrafo de Robertson, Historia de América, libro II. «La impaciencia, la rabia y la desesperación se manifestaron en el semblante de todos; desapareció toda subordinación; los oficiales, que hasta entonces habían participado de la confianza de Colón sobre el buen éxito de la empresa, y que habían sostenido la autoridad del jefe, se reunieron, tumultuosamente en la cubierta, dirigieron sus quejas y amenazas al almirante, y le exigieron que diese inmediatamente la vuelta a Europa». En resumen: el diario de navegación del almirante, libro en que por su naturaleza debe constar cuanto de particular ocurrió todos los días, y en el que Colón, de una manera especial promete consignarlo, no autoriza más que para afirmar que en el viaje en que se descubrió la América, la tripulación murmuró (veremos que con   -28-   razón) y se quejó de lo largo del viaje; murmuraciones y quejas que don Cristóbal Colón dominó empleando con prudencia ya la persuasión y la afabilidad, y a la energía y la entereza de ánimo.




ArribaAbajoDel grande enojo que el almirante tuvo contra Martín Alonso Pinzón, se prueba que no hubo motín

Doblegado algún escritor con la fuerza que en contra de los motines hace el diario de Colón (Cf. Cuestiones históricas) halló medio de fácil evasiva, alegando que si en dicho libro no hay de ellos sino oscuros indicios, el no consignarlos con la claridad debida se debió a que «el almirante era demasiado generoso para condenar a sus compañeros, y que el no consignar de un modo detallado en su diario hechos que ya no tenían remedio, procedió de la previsión y prudencia del almirante». Dejando a un lado que con interpretaciones benignas se adelanta poco en el estudio de la Historia, empecemos por averiguar, con el diario de Colón a la vista y extractado por Las Casas, hasta donde llegó la generosidad de Colón en no condenar a sus compañeros, y su demasiada prudencia y previsión. Dice el señor Navarrete, con el extracto de Las Casas en la mano. Miércoles veintiuno de Noviembre. «Este día se apartó Martín Alonso Pinzón con la carabela Pinta sin obediencia   -29-   y voluntad del almirante, por codicia, diz que pensando que un indio que el almirante había mandado poner en aquella carabela, le había de dar mucho oro; y así se fue sin esperar, sin causa del mal tiempo, sino porque quiso. Y dice aquí el almirante -otras muchas me tiene hecho y dicho». Jueves tres de enero. «Pero porque no sabía del (de Martín Alonso) y porque ya que vaya podrá informar a los Reyes de mentiras, porque no le manden dar la pena que él merecía como quien tanto mal había hecho y hacía en haberse ido sin licencia, etc.». Domingo seis de enero. (Dando Martín Alonso sus disculpas al almirante por haberse separado de él, dice el diario extractado): «pero el almirante dice que eran falsas todas, y que con mucha soberbia y codicia se había apartado de él y que no sabía de donde le hubiesen venido esas soberbias y deshonestidad que había usado con él en aquel tiempo, las cuales quiere el almirante disimular por no dar lugar a las malas obras de Satanás, que deseaba impedir aquel viaje como hasta entonces había hecho». Hasta aquí vemos que Colón no se queda corto en condenar a Martín Alonso; y eso que como Las Casas, dice: «Todavía no dudamos, sino que Martín Alonso ayudó mucho (a Colón) al dicho despacho (de las carabelas); pero no tanto como su hijo (Arias Pérez) sólo dice». Continuemos con el diario. Martes ocho de enero. «Porque aunque   -30-   tenía voluntad de costear toda la costa de aquella Española que andando el camino pudiese, pero porque los que puso en las carabelas por capitanes eran hermanos, conviene a saber Martín Alonso Pinzón y Vicente Yáñez y otros que les seguían con soberbia y codicia, estimando que todo era ya suyo, no mirando la honra que el almirante les había hecho y dado, no habían obedecido ni obedecían mandamientos, antes hacían y decían muchas cosas no debidas contra él, y el Martín Alonso lo dejó desde el veintiuno de noviembre hasta el seis de enero, sin causa ni razón, sino por su desobediencia; todo lo cual el almirante había sufrido y callado por dar buen fin a su viaje, así que por salir de tan mala compañía, con los cuales dice que cumplía disimular, aunque gente desmandada, y aunque tenía diz que consigo muchos hombres de bien; pero no era tiempo de entender en castigo, etc.». Jueves diez de enero. Hablando de la bruma que había maltratado a la Pinta, se produce así: «Y diz que quisiera (Martín Alonso) que toda la gente de su navío jurara que no había estado allí sino seis días. Mas diz que era cosa tan pública su maldad que no podría encobrir». Miércoles, veintitrés de enero. «Esperaba muchas veces a la carabela Pinta porque andaba mal de la bolina, por se ayudar poco de la mezana por el mástel no ser bueno; y dice que si el capitán de ella, qués Martín Alonso   -31-   Pinzón, tuviera tanto cuidado de proveerse de un buen mástel en las Indias, donde tantos y tales había, como fue codicioso de se apartar de él, pensando de henchir el navío de oro, él lo pusiera bueno».

Con los testimonios que acabo de alegar juzgo que Colón no dejaba de anotar en su diario, no solo cuanto ocurría, sino también, valiéndome de la frasecita obligada, sus impresiones. Ahora bien: si a la ida hubieran tenido lugar los acontecimientos, tales cuales generalmente se pintan, alborotos, blasfemias contra el almirante, conatos de arrojarlo al agua si no volvía atrás, etc., etc., ¿cómo se explica que falte esto en un diario en cuyo prólogo se pone en primer lugar que se anotará, cuanto pase u ocurra, en un diario en que consta cuanto de él dejamos transcrito? Yo me explicaría que una vez descubierta la tierra, Colón hubiera disimulado con mayor magnanimidad la falta de Martín Alonso, y la hubiera, sí, consignado una sola vez en su diario y aun con cierta atenuación. ¿Qué resultados desfavorables trajo u ocasionó al fin principal, principalísimo del viaje, que era hallar las tierras del Asia navegando al occidente, para que una, y otra, y otra vez se escriba en un libro que siempre tuvo Colón la intención de presentar a los reyes cómo lo hizo?15 ¿No fue   -32-   buena humillación para Martín Alonso dar al almirante una satisfacción de lo ocurrido, viéndose en la necesidad, digámoslo así, de alegar razones que él sabía y conocía que Colón no podía admitir como verdaderas? Diario en que tan acremente y por tantas veces consta la falta de Pinzón cuando ya había visto el almirante cumplidos sus deseos, y deseos en cuya realización tanta parte había tenido Martín Alonso, ese diario no autoriza en nada para creer que en él se hayan disimulado motines en que los Pinzones fueran los principales instigadores, como dice Las Casas en su Historia de Indias. Y si así escribe de Pinzón el almirante porque a la vuelta se alejó, ¿qué escribiría a la ida si se amotinó? Lo que hubo, consta con suficiente claridad en el extracto, pues tampoco hay fundamento para creer que Las Casas contrajera en él a tan reducidos límites las singladuras del viaje de ida con sus motines, cuando tan extensamente narra las de vuelta con sus quejas.




ArribaAbajoOtra consideración

La alegría y buen ánimo que reinó en el viaje prueban que no hubo motines, no obstante de ser patente a todos que el almirante Colón iba perdido. Probémoslo: casi desde que   -33-   nuestros atrevidos argonautas perdieron de vista las islas Afortunadas o Canarias (ocho de setiembre), entraron en una región desconocida, pero que casi a diario les ofrecía nuevos testimonios de tierras no lejanas. Por lo que del diario tomamos, el lector juzgará si la docena larga de motines que se enumeran en la Historia de Indias de Las Casas, son o no compatibles con las circunstancias del viaje.

Multitud de yerbas cubriendo a grandes trechos la superficie del mar, algún mástil flotando a merced de las olas, o innumerables y diversos pájaros cruzando los aires, recrearon por muchos días a los navegantes. El domingo diez y seis de setiembre hallaron «aires temperantísimos; que era placer grande el gusto de las mañanas, que no faltaba sino oír ruiseñores, y era el tiempo como abril en Andalucía». Al día siguiente, diez y siete, vieron muchas más yerbas que parecían de ríos y en ellas hallaron un cangrejo vivo; señal cierta de tierra, dijo Colón; los aires siempre más suaves; «iban muy alegres todos». Las carabelas, a porfía, caminaban entre saltadoras toninas; los marineros de la Niña mataron una, y para que el gozo del día fuera completo, vieron un ave blanca que se llama Rabo de Junco, «que no suele dormir en la mar». Todo esto ocurrió el día que notaron el desvío de las agujas náuticas; señales infalibles nos da con lo dicho el diario del almirante de que el temor de los marineros,   -34-   por lo de las agujas, fue de corta duración. Hasta el veintidós de este mismo mes que empezaron las murmuraciones, todo presenta un aspecto sumamente halagüeño. El diez y ocho la Pinta, que era gran velera, no esperó a las otras porque había visto gran multitud de aves ir hacia el poniente, y Martín Alonso, su capitán, dijo «que aquella noche esperaba ver tierra y por eso andaba tanto». Una gran cerrazón apareció a la parte del norte, «qués señal de estar sobre la tierra». El miércoles diez, el almirante y con él todos, creyeron firmemente que pasaban por entre islas; sus palabras son terminantes: «vinieron unos llovizneros sin viento, lo que es señal cierta de tierra; no quiso detenerse barloventeando el almirante... mas tuvo por cierto que a la banda del Norte y del Sur había algunas islas... porque su voluntad era seguir adelante hasta las Indias... porque placiendo a Dios, a la vuelta se vería todo». Los pilotos descubrieron sus puntos este día. El de la Niña se hallaba de las Canarias cuatrocientas cuarenta leguas, cuatrocientas veinte el de la Pinta, y sólo cuatrocientas el de la capitana. La alegría del veinte y del veintiuno fue grande; a la mano se les vino un pájaro «de río y no de mar», y en amaneciendo vinieron al navío (a la capitana) dos o tres pajaritos de tierra cantando. Un alcatraz que venía del oeste-noroeste y una ballena que vieron el veintiuno, confirmaron a todos que no estaban veinte   -35-   leguas de tierra. Llegamos al veintidós de setiembre, día en que comenzó a murmurar la gente; siguió en ello el veintitrés, y en ambos se quejaban de que «aquellos mares no ventaban vientos para volver a España»; es decir, que siempre tendrían vientos contrarios para el regreso. Pero el viento fue precisamente ese día cual convenía para el regreso, y la mar se alzó mucho al siguiente contra lo que todos creían, circunstancias tan visibles que es evidente acallarían las murmuraciones. El veinticinco fue día señaladísimo en el viaje. El almirante y Martín Alonso hablaban de la extrañeza que a ambos causaba no encontrar unas islas dibujadas en la carta de Toscanelli, puesto que se les figuraba a ambos estar precisamente en aquel sitio. Remitió Pinzón la carta al almirante, y éste con su piloto y marineros empezó a cartear en ella, o lo que es lo mismo, a hacer ver que según los cálculos del viaje estaban muy próximos a aquellas islas.

Ocupados en esto los del navío del almirante, un grito de júbilo dado por Martín Alonso, infundió en todos los ánimos la certeza de que el capitán de la Pinta había logrado ver la anhelada tierra. Colón «se echó a dar gracias a Dios de rodillas, y Martín Alonso a cantar el Gloria con su gente y con la del almirante». Bañáronse muchos marineros en el mar, y aunque el desengaño no se hizo esperar mucho, con todo, sin perder el ánimo, pescaban los   -36-   marineros, convidándolos por una parte «la mar llana como un río, y los aires tan dulces y sabrosos, que no faltaba sino oír el ruiseñor»; y por otra los muchos pájaros que cruzaban el aire. El martes, primero de octubre, se habían andado según la cuenta de Colón; setecientas siete leguas, aunque a la tripulación decía que solas quinientas ochenta y cuatro. La multitud de pardelas, peces, yerba con escaramujos, pedazos de palo, etc., tuvo entretenida a la marinería y ajena a toda idea de volverse, pues el siete de octubre las carabelas «andaban quien más podía por ver primero tierra». «Los aires muy dulces, como en abril en Sevilla, pareció la yerba muy fresca y muchos pajaritos del campo». Llegó, en fin, el diez de octubre, día en que según el diario del almirante se presentan los síntomas más graves de alteraciones, y víspera ignorada del verdadero descubrimiento. Ahora bien; al llegar a esta fecha, ¿qué concepto tenían los marineros formado del viaje? Muy claro; a saber: que el almirante iba a la buena de Dios. Probémoslo. El veinticinco de setiembre, Colón creyó firmemente que había encontrado las tierras buscadas; dio por ello gracias a Dios de rodillas. Pero la distancia verdadera caminada hasta este día, de cuatrocientas cincuenta leguas, no coincide ni con los cálculos de Colón, ni con las instrucciones que había dado a los Pinzones, a saber: «que andadas setecientas leguas   -37-   desde las Canarias, navegaran desde media noche próximos a la capitana», pues a esta distancia esperaba hallar la tierra. El cuatro de octubre se habían cumplido, con los engaños de Colón a la gente, las setecientas leguas; el diez se habían hecho ciento y setenta y dos más, sin más probabilidades de hallar tierra que las que hacía días estaban presenciando; ¿qué debían juzgar las tripulaciones? Pues que el número de setecientas leguas designado por Colón para hallar la tierra, no tenía, fundamento alguno, puesto que el veinticinco de setiembre, cuando sólo había andado cuatrocientas (según lo que a la gente decía), creyó haberla encontrado, equivocándose casi en la mitad; y que el día diez de octubre, habiéndose ya andado casi doscientas más de las asignadas para descubrir los dominios del gran Khan, tampoco parecían. En resumen, a la marinería toda era patente que Colón se equivocaba por exceso y por defecto. ¿Y nos extrañaremos con esto de que se quejaran y murmuraran y claramente dijeran lo que Colón tenía que oír mal de su grado?




ArribaAbajoMiscelánea

Hay frases tan gráficas en el diario del almirante y en la Historia de Las Casas, que pasarlas por alto en un estudio crítico sería imperdonable. Todas ellas despiden cierta luz de   -38-   cuyos rayos nos aprovecharemos para el debido esclarecimiento histórico. Así, verbi gratia, en lo correspondiente al diario -diez de octubre- se lee: «aquí la gente ya no lo podía sufrir; quejábase del largo viaje». Si analizamos lo que la gente no podía sufrir y lo que ocasionó las quejas, era que Colón navegara tan constantemente al oeste, cuando la semana anterior se les habían ofrecido tantas y tan claras señales de tierra, que sospechó Colón se había dejado atrás las islas que traía pintadas en la carta (Las Casas, página 282). Y como los pilotos y los Pinzones conocían perfectamente está carta, eran de sentir, sobre todo Martín Alonso, que Colón debía de volver. Pero, ¿a dónde? ¿a España? No; a reconocer las islas que habían dejado atrás y por entre las cuales creían haber pasado. Y como es muy probable y aun moralmente cierto que entre Martín Alonso y Colón mediaran por este motivo contestaciones desagradables, y la gente se inclinara más a lo que los Pinzones y pilotos querían y decían, es claro que no dejarían de murmurar y aun de quejarse más o menos irrespetuosamente. También en la noche del seis de octubre volvió a insistir Pinzón en que se abandonara el rumbo directo al oeste y se gobernase al oeste 1/4 suroeste por demorar a este rumbo la isla de Cipango16, según la carta dicha, con lo cual no   -39-   quiso condescender Colón, alegando que lo primero y principal era descubrir la tierra firme, y después ir a buscar las islas «y en no hacer Cristóbal Colón, lo que ellos decían luego murmuraban» (Las Casas, página 283). La palabra volver empleada por Las Casas ha sido interpretada por Herrera e Irving en un sentido que evidentemente no tiene, pues está usada en Las Casas como término náutico, y en los referidos autores en sentido común y ordinario, lo cual hace variar por completo la narración. Dice el Obispo de Chiapa en la página 282: «Por esta ocasión de no querer volver a barloventear por los lados en busca de las islas que creían los pilotos quedar por allí, mayormente Martín Alonso por la carta que le había enviado Cristóbal Colón a su carabela para que la viese». Sentido obvio: «y era opinión de los pilotos y mayormente de Martín Alonso, que Colón debía de retroceder navegando de vuelta y vuelta en busca de las islas que habían ya rebasado». Esto no era pedir el volver a España. De modo que la alteración más seria de que consta en el diario, fue por buscar las islas de que hemos hecho mención. Y cuenta que con esto no niego que antes de las dichas señales de tierra ya hubo murmuraciones del largo viaje. Y a la verdad, si se hubiera navegado un poco más de tiempo al oeste-suroeste como proponía Pinzón en los primeros días de octubre (a lo cual no accedió Colón), la isla de Santo Domingo o Puerto Rico hubiera   -40-   sido el hallazgo. No doy la más mínima importancia científica al parecer de Martín Alonso para navegar hacia el oeste-suroeste, ni al de Colón para seguir siempre al oeste ni para asignar la distancia de setecientas leguas desde las Canarias con rumbo al oeste, como casi límite de la navegación. Tres razones entiendo que pudieran mover al almirante a no condescender con Martín Alonso; dos de prudencia, y una de amor propio. Era sin duda prudente no abandonar el rumbo constantemente seguido, porque si con la nueva dirección no descubría la tierra, la marinería, viendo que de nuevo se ponían las proas al oeste para encontrarla, se hubiera efectivamente amotinado, perdiendo la poca confianza que tenía ya en el almirante, cuyo error en buena era patente a todos hacía algunas singladuras.

La segunda razón puede ser, que las probabilidades de encontrar tierra más estaban absolutamente hablando, navegando al oeste directamente, que inclinando el rumbo algo al sur; en el primer caso se corría un paralelo de latitud; y en el segundo, la loxodrómica prolongada, cortaba oblicuamente al meridiano del punto de llegada. Navegando al oeste directamente, se tenía que andar solo un cateto, y navegando entre el oeste y el sur teníase que recorrer la hipotenusa del triángulo formado por el punto de partida, y los dos de llegada según los rumbos. Fue, pues, prudente la determinación del almirante.

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Puede añadirse también, que Colón gustaría poco de exponerse a hallar la tierra por alguna indicación de Martín Alonso. Es singular que no queriendo Colón detenerse en buscar las islas grandes porque Pinzón pugnaba, lo primero que topó fue con una harto insignificante.

Otra de las frases destinadas al escalpelo de nuestra crítica es la que emplea el almirante con Martín Alonso, acusándole de que «otras muchas me tiene hecho y dicho». Como la palabra hecho se refiere, según el diario, a la separación de la Pinta, no tendría yo gran escrúpulo en creer, que quizás en el viaje de ida o del descubrimiento, hiciera Martín Alonso algo parecido a esto, navegando ocho o diez leguas fuera del rumbo prescrito por el almirante, para ver si en una de estas cuchilladas alcanzaba a ver alguna de las islas que con tanto sentimiento suyo no quería el almirante reconocer. Y como la Pinta era muy velera, y a esta distancia que yo asigno no perdía de vista la carabela del almirante, y se le incorporaba pronto, Colón no tuvo necesidad de sentar en su diario éstas, llamémoslas ligeras excursiones, aunque, como hemos visto, por lo poco agradables que eran a Colón, parece que están insinuadas en la frase «otras muchas (escapadas) me tiene hecho», que consignó precisamente cuando Martín Alonso se apartó totalmente de él en las costas de Cuba. También   -42-   creo haber hallado la clave para descifrar lo que el almirante escribió el ocho de enero, y es «que los Pinzones no habían obedecido sus mandamientos»; esto indudablemente también se refiere al viaje de ida. Tiene razón el almirante en decirlo, pues habiéndoles él prevenido en la instrucción escrita, que andadas setecientas leguas desde las Canarias sin descubrir tierra, no navegasen más de hasta media noche, no lo habían guardado sino siempre seguido adelante; (Las Casas, página 289). ¡Donoso modo, a fe mía, de amotinarse por volver a España, seguir siempre adelante de día y de noche, desobedeciendo las instrucciones de Colón! ¿Qué extraño que la marinería se quejase y murmurase de la tenacidad de Colón en seguir su rumbo al oeste si veía que habiendo caminado (diez de octubre) doscientas leguas más de las setecientas a que el almirante esperaba encontrar tierra, la única que dio algunas esperanzas de existir quedaba por la popa? Dos razones más me mueven a negar que la murmuración de la gente tuvo las proporciones de un motín; la primera, porque inclinándose más a los Pinzones que a Colón, mientras éstos siguieran adelante, como hemos visto seguían aún desobedeciendo al almirante, no había por qué amotinarse para volver; la segunda, porque convencido como iba Colón de que se había dejado islas a la espalda, si se hubiera llegado a persuadir de que se tramaba contra su vida, como dicen algunos   -43-   escritores, aunque no Colón, y si hubiere, visto la tripulación verdaderamente amotinada para no proseguir el viaje, creemos que tomando un término medio hubiera vuelto no a España, sino en demanda de las rebasadas islas, que según su cuenta y sus ideas, estaban próximas a los dominios del gran Khan, y que, con el solo hallazgo de ellas, quedaba su proyecto plenamente realizado. Colón sabía ya por propia experiencia, lo que era una tripulación verdaderamente amotinada, y había palpado sobre la isla de San Pedro en Cerdeña; sus efectos17.

El argumento que en pro de los motines pudiera fascinar, es el testimonio de Juan Martín Pinzón, hijo de Martín Alonso Pinzón, el cual juntamente con Francisco García Vallejo, declaró en causa judicial que «si no hubiera sido por el capitán de la Pinta (Martín Alonso), Colón no hubiera podido dominar la rebelión de las tripulaciones». Así consta efectivamente en la declaración. Este argumento,   -44-   repito, puede fascinar y hay, por lo tanto, que desentrañarlo un poco.

Si con las palabras dichas quiso decir Juan Martín «que su padre fue de tanta ayuda a Colón que por la autoridad y prestigio que tenía con las tripulaciones evitó que éstas se amotinaran contra Colón, el cual una vez amotinadas no las hubiera podido dominar», pase. Si quiso decir en su declaración «que la gente de mar se amotinó efectivamente», no fue esto sólo lo que declaró, sino también que estando una vez en Roma con su padre, vio en la biblioteca del Papa un manuscrito en que se daban noticias muy al por menor de las tierras que halló Colón; que su padre Martín Alonso trajo copia de ese manuscrito, que se lo enseñó a Colón no obstante que el Martín Alonso expresó frecuentemente la determinación de ir en busca de aquellas tierras, etc. ¿Quién no ve en esta declaración la pasión de un litigante?

Que Pinzón viera en la biblioteca de Urbano VIII alguna carta marítima de Marco Polo u otro cualquiera, que la hiciera dibujar, que conservara el dibujo, y que con los viejos capitanes y pilotos de su tierra hablara algo de las tierras que estaban allí pintadas, todo esto es muy natural y razonable; pero de esto a hacer lo que hizo Colón, hay mucho trecho. Pues así en lo otro; se quería indudablemente atribuir el mérito y el buen éxito del descubrimiento   -45-   a los Pinzones en mayor escala de lo justo, y fue necesario para ello fabricar un monumento siquiera fofo, pero de efecto. La copia del dibujo y las quejas de la tripulación suministraron el cimiento, la cualidad de parte fabricó sin duda, el resto. De este pleito, dice Irving, «están las declaraciones tan llenas de contradicciones y palpables falsedades que es difícil descubrir la verdad».

Nuestro fray Bartolomé de las Casas trata este asunto en las páginas 258 y 59 del primer tomo, y en la 425, dice: «Arias Pérez, que también fue presentado por testigo y depuso muchas cosas en favor de su padre Martín Alonso, en las cuales es singular, sin que otro testigo compruebe ni diga palabra que concuerde con su dicho; vi también las deposiciones de los otros testigos, en todo lo cual, o en muchas partes del dicho proceso, parece haber contradicción de lo que unos testigos dicen a lo que los otros, y se averigua no muchos agenos de la verdad». Para que se vea, en fin, el crédito que ha de merecernos el tal pleito, bastará fijar la atención en la pregunta vi, en la que se dice: «si saben... que en el golfo el dicho almirante se quería volver e ansí procuró que todos se volviesen, e el dicho Martín Alonso Pinzón no quiso e continuó su navegación y dejaba al dicho almirante, el que después que vido navegar al dicho Martín Alonso se juntó con él, e ansí el dicho Martín Alonso amonestando   -46-   a todos que armada de tan altos príncipes no había de volver atrás, los animó, etc.».

Resumiendo cuanto acerca de los motines llevamos expuesto, vemos que determinado Colón a hacer constase en su diario cuanto pasara en el viaje, no hay sombra de razón para la lenidad que en el extracto se descubre relativamente a los motines, máxime siendo tan frecuentes que pudiéramos decir hormiguean en la Historia de Indias de Las Casas. Abrumado y amargado el ánimo de Colón con las injurias y las desobediencias, con las murmuraciones y maquinaciones contra su vida, con la insolencia o insubordinación de los Pinzones y demás cosas que en la Historia de Indias se contienen, necesario era que todo esto dejara huellas no diré bien marcadas, sino indelebles en el diario, siendo moralmente imposible que peripecias de esta entidad o no se narrasen en él, o quedasen compiladas en una nota tan modesta como la que de puño y letra de Las Casas hay al margen del extracto que el mismo hizo del diario de Colón teniéndolo a la vista. Porque a la verdad, contándose en la Historia de Indias nada menos que trece alteraciones entre chicas y grandes, ¿cómo reducirlas a tan breves líneas, cuando una sola falta de Pinzón está, consignada tantas veces en el mismo diario? Más bien, diré de nuevo, debía disimularse la falta de Pinzón al regreso, que las muchas cometidas a la ida por éste y las tripulaciones,   -47-   según la Historia de Indias. Volvía Colón con el corazón alborozado y llevábalo amargado; la insubordinación de Martín Alonso a la vuelta, no frustraba en nada la realización del descubrimiento, y las quejas que de él da la Historia de Indias a la ida, son otros tantos óbices, y grandes, para hallar las deseadas costas del gran Khan. Siendo además él mismo el que extractó todo el viaje de ida y vuelta, no puede asignarse motivo alguno de blandura en el principio, y severidad al fin, tanto más cuánto que del extracto hizo fray Bartolomé un solo libro que se conservaba en Madrid en la biblioteca del señor Duque de Osuna. Sea, pues, la siguiente nuestra última recapitulación. No viendo más que afirmaciones generales en las crónicas nacionales, y declamaciones en la mayor parte de las extranjeras, puedo empezar a sospechar prudentemente de la no existencia de un motín acerca del que falta cuanto en los demás abunda. Leo con detención el libro que más garantías puede prestarme por estar llevado por el mismo Colón, y hallando en él multitud de datos minuciosísimos relativos a este viaje, sólo faltan los del motín. Veo la acrimonia con que Colón trata a Martín Alonso en el libro que extractó Las Casas, veo una falta en él consignada hasta el fastidio, y no viendo los motines encabezados por los Pinzones, que sin duda eran de más trascendencia que la falta dicha, voy adquiriendo   -48-   la certeza de que no hubo tales motines, tanto más cuanto que veo en las tripulaciones inequívocas señales de alegría en las mismas singladuras que en la Historia de Indias se asignan a los motines dichos. Leo por último, que cuando la tripulación del descubridor Bartolomé Díaz teniendo a la vista la tierra del Cabo de las Tormentas, dijo: «no pasamos de aquí; volvamos a Lisboa», y que como lo dijeron lo hicieron, concluyo de este modo: si los que iban con Colón hubieran dicho de verdad -«no seguimos adelante; proa a España»-, Colón hubiera hecho, como Díaz, de la necesidad virtud. No hubo, pues, motín.




ArribaAbajoContinúa la miscelánea

Demos por supuesto que don Fernando Colón sea realmente el autor de la Historia del almirante. (Apéndice III) ¿Con qué fundamento nos presenta a los descubridores espantados por ver las llamas del volcán de las Canarias? Los marineros que acompañaban al almirante, hombres en su generalidad avezados a las navegaciones largas, no podían desconocer este fenómeno, pues los intrépidos marinos de Palos de Moguer estaban habituados desde el siglo XIII a las erupciones de los volcanes de Italia, y aun a las del de Tenerife, pues «los navieros y pilotos de las costas de Sevilla y Cádiz, especialmente los de Palos, Huelva y Lepe, acostumbrados   -49-   por mucho tiempo a navegar a las Canarias y a la costa de África...». (Navarrete I, página XLVI). En fin, las palabras del mismo Colón acerca de la gente que llevó a su primer viaje, hacen de ella la mejor apología llamándolos buenos y cursados hombres de mar.

El capítulo de las manchas de yerbas es muy análogo a éste de las llamas del pico de Teyde en las Canarias. La aludida historia del almirante dice al capítulo XVIII «descubrieron cantidad de yerba; a veces les causaba gran miedo porque había manchas tan espesas que en cierto modo impedían la navegación; y como siempre propone lo peor el miedo, temían les sucediera lo que se finge de San Amoró en el mar helado, que no deja mover los navíos, por lo cual los apartaban de las manchas siempre que podían». Quien conozca las cartas marítimas de Maury, recordará que el llamado en ellas mar de sargazo se halla entre las islas de la Madera y las Azores, y al oeste de ambas; ahora bien; siendo estos sargazos arrastrados en su casi totalidad por la gran corriente del gulf stream, llegan al noroeste de las Azores antes de quedarse estacionarios entre estas islas y las de la Madera, flotando en parajes donde no podían menos de ser muy conocidos por todos los navegantes de España que visitaban las costas de Irlanda e Inglaterra. Que lo espeso y extendido de las manchas llamara al principio la atención de los expedicionarios, es muy   -50-   natural desde que el mismo Colón las tomó por bajos en los que temió quedar varado, como dice en la relación de su tercer viaje, «y es tan espesa (la yerba) que al primer viaje pensé que era bajo, y que daría en seco con los navíos»18.




ArribaAbajoLa ciencia de Colón y la ignorancia de los españoles

Ser exaltados y deprimidos más de lo justo, es por lo general el lote que cabe a los grandes hombres. Entró en la regla nuestro almirante, mas para ambos extremos se aducen gravísimas razones: lo vario de sus conocimientos y el no haber alcanzado en todos el mismo grado de ciencia, nos dan la clave para esta diversidad de juicios.

La escuela que adopta por lema el deprimir todo lo que acerca de la América pertenezca a España, obra lógicamente pintando a Colón como un sabio consumado. Las teorías sublimes que explaya ante los encargados de examinar sus proyectos, no pueden ser entendidas por los más de ellos; los que con él sienten, son girasoles que meramente se vuelven a la luz   -51-   que el sabio genovés ha hecho brillar entre las tinieblas en que yacía la universidad de Salamanca. Los pilotos españoles que en su primer viaje le acompañaron, eran, al decir de la escuela, unos pobres ignorantes que esperaban el oráculo de Colón para saber en qué parte del mundo se encontraban. Seamos justos, y examinemos para ello de qué conocimientos estaba dotado el primer almirante de las Indias.

Que Colón conocía más que medianamente la Escritura y alguno que otro Santo Padre, sobre todo en aquello que hacía al objeto de su continuo ideal, suministran pruebas abundantes todas sus cartas, y especialmente el libro de las Profecías. Que en la lectura de los filósofos griegos y latinos estaba más versado aún, lo convence el testimonio irrefragable de los escritos que de él se conservan, y por de todo punto llano debemos, me parece, tener, que la decidida protección que halló en los Doctores de Salamanca, más que a las teorías de su ingenio, las debió a las que sobre el particular expuso de Séneca, Aristóteles y Strabón, filósofos harto conocidos del claustro salmantino19. Que a estos conocimientos juntaba el fárrago de errores que enseñó Ptolomeo principalmente,   -52-   acerca de la magnitud de nuestro globo, de la proporción que en él había entre la tierra y los mares, etc., es evidente, porque eran errores comunes a todos los sabios de aquel tiempo y en especial a los geógrafos y navegantes. No fue, por consiguiente, don Cristóbal Colón un aventurero que trataba de echarse a los mares a probar fortuna, no; pero no llegue la pasión a decir que el descubrimiento de la América fue como el resultado de una construcción geométrica, cuyos datos los proporcionó la ciencia del almirante. Colón murió, como veremos, sin saber ni aun sospechar que había descubierto un nuevo mundo, y probado dejamos atrás cuán a tientas iba para encontrar parte del viejo.

El mucho estudio, una observación atenta y diligente, y la natural delgadez de su ingenio, no podían menos que empujar a Colón a salir del común de los hombres; necesitaba un cuerpo de doctrina que hilvanara siquiera sus propias investigaciones, y lo tuvo. En él, entre graves errores, no faltan vislumbres de verdades de adquisición nada fácil en aquellos tiempos, como es verbi gratia, la de ser nuestro globo más abultado hacia el ecuador que en otra parte alguna, lo cual nos parece que indica el almirante; oigámosle:   -53-   «Yo siempre leí que el mundo, tierra o agua era esférico... agora vi tanta desconformidad y por esto me puse a tener esto del mundo, y fallé que no era redondo de la forma que escriben; salvo que es de la forma de una pera que sea toda muy redonda, salvo allí donde tiene el pezón que allí tiene más alto... y que esta parte de este pezón sea la más alta e propinca al cielo, y sea debajo la línea equinocial, etc.». Es necesario leer detenidamente la relación que él escribió de su tercer viaje, donde desenvuelve sus teorías, para conocer con alguna exactitud qué juicio formaba de la forma y dimensiones del globo. Entre otras curiosidades, se le ve conjeturar acerca del Paraíso que lo pone en el pezón de la pera, asegurar que los buques van cuesta arriba cuando navegan hacia el sud, y cuesta abajo cuando hacia el norte, y en fin, quedarse nuestro almirante muy persuadido en su cuarto y último viaje al continente americano, que las tierras de Veragua estaban del Ganges (famoso río del Asia) como «Tortosa de Fuenterrabía». ¡Tan creído estaba de hallarse en la parte oriental del continente asiático!20

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Si de estos conocimientos pasamos a los más inmediatos para el acierto en las navegaciones, y a los indispensables para la formación de las cartas, nos veremos obligados a confesar, que la poca precisión de los cálculos y la imperfección de los instrumentos, eran dos obstáculos enormes que había que remover para lograr siquiera un mediano grado de saber en el arte o ciencia de navegar. Traeré a la memoria, entre otros muchos graves errores científicos de Colón, que situó la parte de continente descubierta en su tercer viaje entre los tres y cinco grados de latitud, cuando está comprendida entre los siete y once. ¿Cómo iría la longitud en vista de esto? Como no podía menos que ir. Centenares de leguas erró en ello cuando encontrándose en las inmediaciones de la isla Pinos, al sur de Cuba, halló que allí se ponía el sol cuando salía en España.

Y a este paso marchaba todo lo demás, como claramente lo muestran las medidas que tomó, verbi gratia, entre las dos bocas, creo del Drago, dándoles de abertura veintiséis leguas en vez de catorce, y eso que «no pudo haber en ello yerro, dice, porque se midieron con cuadrante». Aún es mayor el error que cometió en asignar   -55-   sesenta y ocho leguas entre las Bocas y el golfo que llamó de las Perlas, no distante sino poco más de veintiuna. En el arrumbamiento de los puntos cometió equivocaciones garrafales y frecuentes, como, verbi gratia, la del Cabo de Gracias a Dios con el río del Desastre, que situó nor-noroeste-sur-suroeste, cuando está norte-sur. No apellidaré yo por nada de esto de ignorante a Cristóbal Colón, pero tamaños errores bien a las claras dicen hasta dónde llegaban los conocimientos científicos en los tiempos del almirante. ¡Cuán ingenuamente nos narra él los suyos en una carta que escribió a los reyes! «En la marinería me fizo Dios abondoso; de astrología me dio lo que abastaba, y ansí de geometría y arismética; y engenio en el ánima y manos para debujar esfera, y en ella las cibdades, ríos y montañas, islas y puertos, todo en su propio sitio... yo he visto y puesto estudio en ver de todas escrituras, cosmografía, historia, corónicas y filosofía, y de otras artes ansí que me abrió Nuestro Señor el entendimiento con mano palpable, a que era hacedero navegar de aquí a las Indias, y me abrió la voluntad para la ejecución dello».

Hecha esta justicia a nuestro, por otra parte, insigne genovés21, hagámosla también   -56-   a los marinos de España, que si no inventaban22, no eran tan rudos e imperitos como la brocha gorda extranjera de uno y otro mundo se ha entretenido en pintarlos. Se alega como razón de su ignorancia, que el almirante los llevaba engañados ocultándoles la verdadera distancia navegada; esto es un absurdo. Quien posea siquiera los rudimentos del arte de navegar conoce que yendo constantemente al oeste, tanto se avanza en longitud durante 24 horas cuanta sea la distancia navegada. Colón desde que salió de las Canarias, o mejor dicho, desde el siete de setiembre que perdió de vista estas islas, empezando a navegar con los vientos alisios, no abandonó el rumbo al oeste; luego conocido el andar de las carabelas, no podía haber notable diferencia en las respectivas anotaciones de bitácora23. Veo esto confirmado en Herrera, el cual dice «que el piloto de la carabela Niña, el miércoles por la tarde (tres de octubre) dijo haber navegado según su cuenta, seiscientas cincuenta leguas, y seiscientas treinta y cuatro el de la Pinta». Según el diario secreto de Colón, la distancia andada hasta el lunes primero por la mañana era de setecientas siete leguas. Difícil es saber qué cómputo era el menos inexacto.

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La reprensible deserción de la Pinta corrobora el grado de confianza que Martín Alonso tenía en sí mismo como experimentado marino. El haberse lanzado a hacer descubrimientos por cuenta propia en mares totalmente desconocidos, aun a trueque de tener que regresar solo a España, bastante dice la ninguna necesidad que tenía del almirante24.

Pero nada prueba mejor si los pilotos españoles sabían o no lo que en aquella época podía saberse, que el testimonio del mismo Colón en la relación que escribió del viaje a Cuba en 1494: «entre las personas que vienen en estos navíos, dice, hay maestros de cartas de marcar y muy buenos pilotos». Ampliaremos estos datos en la nota (E), donde creemos dar al lector noticias no ayunas de interés para completar esta materia.




ArribaAbajoSegundo viaje. Actividad en la colonia. Imprudencias

Arregladas las diferencias dichas con el rey de Portugal, diez y siete velas se hacían a la mar el veinticinco de setiembre, a las órdenes del almirante. Esta flotilla presentaba un cuadro de animación como nunca volvió a verse. Unas   -58-   mil quinientas personas abandonaban las playas españolas para establecerse en los nuevos dominios de Ultramar. Caballeros e hijosdalgos, ansiosos de fama y gloria, y artesanos de todos oficios bien provistos de herramientas e instrumentos, perdían de vista la pintoresca Cádiz. Para sufragar estos gastos, el gobierno contrató un préstamo; y para la recta y pronta administración de todo lo concerniente a Ultramar, en lo temporal, se estableció un consejo con un director y dos subalternos. El primer administrador fue don Juan de Fonseca, el arcediano de la Catedral de Sevilla. Fundose en esta ciudad una Lonja para todo lo concerniente a Indias y tuvo por auxiliar y dependiente una aduana en Cádiz. Para lo espiritual se embarcaron doce sacerdotes: fray Boyl, prior del célebre convento de Monserrat, iba de vicario apostólico; entre los que le acompañaban se encontraba el licenciado Casas, tan célebre por su celo en la protección de los indios, como por sus imprudencias. Por último se embarcaron, ya en España, ya en las Canarias, muchas plantas de árboles, cebada, trigo, avena, centeno, naranjas, bergamotas, limones, melones y otras muchas semillas; terneros, cabras, ganado lanar y de cerda, y otras mil cosas como cal, ladrillos, etc. Después de tocar en las Canarias, ladeó Colón el rumbo más al sur que lo había hecho en el primer viaje, y descubrió las islas que hoy llaman pequeñas antillas. Las   -59-   noticias adquiridas en varias excursiones de este viaje, certificaron a Colón que había hallado a los antropófagos caribes, terror de los indios que visitó en su primera venida al nuevo mundo. Resentida la salud en la escuadrilla, Colón dejó sus descubrimientos y se dirigió a la Española. Grande fue el terror y la sorpresa de toda la escuadra al hallar sólo las cenizas del fuerte de Navidad, y algunos cadáveres medio insepultos. Guacanagarí protestó a Colón que los había defendido de Caonabo, otro feroz cacique de la isla, el cual por las demasías de los españoles había quemado no sólo el fuerte sino también sus chozas, hiriéndole y a otros varios de sus indios, y acabando con todos los españoles defensores del fuerte. Aunque, la razón de este hecho dada a Colón por Guacanagarí, no deja de ser probable, con todo, no carecía de bien fundada sospecha la complicidad de este cacique; se le encontró vendado, mas no se le vio herida alguna25; se deshizo en lágrimas y protestas, y desapareció una noche con toda su tribu, dejando burlado al almirante. Conoció éste lo poco a propósito del sitio para establecer una colonia en forma, y zarpó de este puerto el sábado siete de diciembre:   -60-   llegó a un pueblecito de indios a orillas de un mediano río en graciosa vega, y mandó desembarcar toda la colonia. En este asiento comenzó a poblar una villa, la primera que se fundó en América y a la que, en memoria de la reina, llamó la Isabela. Aquí se dio el primer ejemplo de la energía y actividad que los españoles debían desplegar en la América. El animado teatro que presentaba la colonia recién salida de la estrechez de los buques, varió bien pronto. Las exhalaciones de un clima cálido y húmedo que corrompe en pocos días las provisiones, produjeron las consiguientes enfermedades y la escasez de víveres. No obstante de tantas fatigas, la nueva población avanzaba rápidamente; se la circunvaló con muralla de piedra, se edificó un templo, también de piedra, como así mismo la casa para el almirante y un almacén para las provisiones; se repartieron solares, y se ordenaron las calles y plaza. Las casas de los particulares se labraron de madera, material que era necesario cortar en el bosque y conducirlo a rastra o en hombros. El seis de enero, esto es, a los veinticinco días después de la llegada, fray Boyl y sus doce compañeros pudieron celebrar los divinos oficios en el templo de la Isabela. Terminada la descarga de los buques, era necesario mandar a España la mayor parte de la gente; la angustia del almirante crecía al considerar la desagradable impresión que haría en la metrópoli la vuelta   -61-   de las naves cargadas sólo de tristes nuevas; la muerte desastrosa de Arana y sus compañeros, lo insalubre del clima, la escasez de víveres, y la ninguna riqueza hallada hasta entonces, echaría por tierra la fama del descubrimiento y la magnificencia de las descripciones. Así, antes de que la escuadra se hiciera a la vela para España, mandó Colón que Alonso de Ojeda por una parte, y Gorvalán por otra, hicieran algunas excursiones para ver de hallar las populosas y ricas ciudades de la Cipango, halladas y conquistadas por la calenturienta fantasía del almirante (Washington Irving). Aunque las noticias de los exploradores fueron buenas, la escuadra partió sólo con algunas muestras de oro, y una carta del almirante pidiendo víveres, ropas, medicinas, armas y caballos, recomendando algunos sujetos, y acabando que prometía abundantes cargamentos de oro, drogas preciosas y valiosas especies. Como hasta entonces la realidad estaba muy lejos de corresponder a las halagüeñas esperanzas que Colón había hecho concebir en España, propuso el almirante de cambiar los caribes que apresaran en las islas cercanas, por cabezas de ganado, compra que se saldaría en España por la venta de aquellos. Colón justificaba esta medida con que así sería mayor el número de almas encaminadas a la salvación, con que se libraría de este azote a los isleños vecinos, etc., razones que Washington Irving califica de insinuaciones de propio interés,   -62-   más que de dictado de conciencia26. Esta idea de Colón sufrió en España la merecida repulsa. Mientras la flota surcaba el océano, el descontento crecía en la Isabela. Las enfermedades aumentaban, y la desanimación cundía en todas las clases de la naciente colonia; el descontento contra Colón era inevitable; él les había pintado las tierras descubiertas cual antesala del Paraíso, y si bien aquellos desdichados colonos tenían por el testimonio de los exploradores pruebas suficientes de la riqueza mineral del país que pisaban, ¿de qué utilidad son éstas si no proporcionan los goces honestos de la vida? Bernal Díaz de Pisa, de alguna autoridad en la colonia por su oficio de contador, se puso a la cabeza de los descontentos; descubierto el motín antes de que estallara, pudo sofocarse: esta indisposición de ánimos fue cada día en aumento, originándose de aquí aquella marcada y no interrumpida antipatía entre el almirante y los colonos de la Española. Repuesto Colón de la enfermedad que el clima y los   -63-   disgustos le habían ocasionado, emprendió por sí mismo el reconocimiento de la isla, dejando en la Isabela por gobernador a su hermano don Diego, de suave carácter, y poco apto para las difíciles circunstancias porque se atravesaba. El desengaño del almirante al divisar el país de Cibao, fue proporcional a sus grandes anteriores esperanzas; mas como los indios le presentaran algunas pepitas de oro y que sus propios ojos vieron relucir algunas partículas de este metal entre las arenas del río, coligió que en los contornos debía hallarse mayor cantidad y así mandó edificar en el sitio más pedregoso el fuerte de Santo Tomás, a diez y ocho leguas de la Isabela.

Regresó Colón a este punto, y si bien quedó agradablemente sorprendido de ver que en poco tiempo habían prendido y desarrolládose mucho las semillas de Europa, el doloroso estado en que halló a los colonos le presentó nuevas dificultades. Cada cual tenía que subvenir a sus propias necesidades; las pocas provisiones que el calor y la humedad habían dejado a medio podrir no bastaban para todos, y los españoles, enfermos en su casi totalidad, no se habituaban a los alimentos propios del país. Para evitar un hambre general, se hizo necesario acortar la ración; no bastó esto, sino que echaron mano de las provisiones malsanas. Así las cosas, obligó el almirante al trabajo a todos los nobles, dando por razón que si contribuían   -64-   al consumo de las provisiones, contribuyeran al trabajo. Verdad especulativa y que no debió reducirse a la práctica. Las ideas propias del siglo la repugnaban, pues el trabajo del peón humillaba al hidalgo. Muchos de aquellos jóvenes no habían ido a buscar riquezas, sino que inspirados por ideas fantásticas, esperaban distinguirse en aventuras caballerescas, y continuar la carrera de las armas emprendida con tanta gloria en los campos de Granada; otros de familias distinguidas, se habían educado en la opulencia y no eran a propósito para los rudos trabajos del campo. (Washington Irving). Murmurose de la determinación del virrey, y aunque en manera repugnante se puso en práctica. Colón era extranjero y anciano, nadie podía defenderlo en caso de rebelión sino su inepto hermano don Diego, y Colón fue obedecido. Si la prudencia del almirante no queda en este caso bien parada, queda muy de relieve la fuerza moral que la autoridad legítima ejercía en aquellos hombres que se han pintado como ingobernables. Era natural que el emprender nuevos descubrimientos marítimos aguijoneara al almirante; pero no podía abandonar la isla sin dejarla completamente tranquila. Determinó, por lo tanto, distribuir por el interior cuanta gente pudiera sacar de la Isabela, con orden de visitar a los caciques de la isla. Medida acertada y que debiera haberse tomado anteriormente; de este modo se   -65-   cortaba la comunicación entre los descontentos, se proporcionaba una empresa del gusto de los hidalgos, y excusábase la dura obligación del mancomunado trabajo. Las instrucciones que el virrey Colón dio a los jefes de estos destacamentos acerca de su conducta para con los indios, eran, en teoría, las más conducentes a proporcionarse todos los recursos de que aquellos pudieran disponer, y a mantener la buena armonía entre ellos y los españoles Sólo para apresar al valiente Caonabo aconsejó el almirante medios poco nobles; era este cacique astuto, valiente e implacable enemigo de los españoles.

Así las cosas, nombró una junta presidida por su hermano don Diego, la cual debía dirigir, durante su ausencia, los negocios de la isla; tomó consigo las tres carabelas más pequeñas, y dejó en el puerto las otras dos como poco a propósito para la exploración de costas y ríos.




ArribaAbajoNuevas exploraciones de Colón en las Antillas

El veinticuatro de abril salió el almirante con la flotilla, rumbo al oeste. La tierra de Cuba que descubrió en su primer viaje, fue el objeto de esta salida; y así, empezó a costearla por la parte sur. Descubrió la hermosa isla de Jamaica, y de aquí volvió al sur de Cuba, cuya costa siguió por entre multitud de islotes, ya de arena, ya de hermosa vegetación tropical, hasta reconocer   -66-   la isla de Pinos. En los estrechos y tortuosos canalizos sufrió grandes varadas, lo cual no sólo quebrantó considerablemente las carabelas, sino también rindió las tripulaciones por el excesivo trabajo que el ponerlas a flote requería. Las fuertes turbonadas que en estos meses descargan por las tardes en los mares de las Antillas, sorprendía con frecuencia en su rudo trabajo a los marineros, y Colón, persuadido que Cuba era parte del continente de los dominios del gran Khan, tomó la vuelta de la Española. Visitó de nuevo la Jamaica, y viajando hacia el este avistó el veinte de agosto la extremidad occidental de la Española en la parte que hoy se denomina cabo Tiburón. No conoció dónde estaba, y salió de la duda por unos indios que acercándose en sus canoas dijeron: «almirante, almirante». En la costa tuvo noticias de las expediciones que antes de su partida había mandado para recorrer la isla. En los últimos días de este penoso viaje, se vio el almirante atacado de una fuerte modorra que le privó largo tiempo del sentido, por lo cual los pilotos se dieron prisa para llegar a la Isabela donde fondearon el veintinueve de setiembre.




ArribaAbajoDesórdenes. Providencias desesperadas

Colón tuvo el consuelo de abrazar en la Isabela a su hermano don Bartolomé, que de orden de los reyes había conducido tres navíos   -67-   a la Española con bastimentos para la colonia; llegó a fines de abril, cuando ya el almirante había salido la vuelta de Cuba. Si lamentable era el estado de la colonia a la salida del almirante, mayor sin comparación lo era a su regreso. Las órdenes e instrucciones de Colón, ni se cumplieron ni podían cumplirse. Diseminados en pequeños grupos por las poblaciones de la isla, era de necesidad que se relajara la disciplina; el insípido cazabe, principal alimento del indio, ni hacía al paladar del europeo, ni la cantidad en que se le suministraba era suficiente para mantenerle, pues como los mismos indios aseguraban, comía más un español en un solo día que un indio en un mes. La licencia militar, tan difícil de reprimir aun en ejércitos bien disciplinados, era otra consecuencia natural del estado en que se hallaban las partidas que vagaban por los pueblos; a esto se añadía la natural propensión de las mujeres del país a los españoles, pues en ellos reconocían una raza vigorosa y fuerte cuyo contraste con la debilidad y apatía de los indios tenían bien de manifiesto.

Esta preferencia había de herir necesariamente a los isleños; las excepcionales circunstancias porque la colonia atravesaba, no podían por otra parte proporcionarles las ventajas de la civilización; sólo, pues, veían en aquellos hombres unos lobos rapaces que nada respetaban. La tormenta se iba formando y no tardaría   -68-   en estallar. El audaz Caonabo hizo liga común con otros caciques, y hubo repetidos encuentros. Ya no quedaba a los españoles sino el valor de su brazo; la tierra que pisaban les era hostil; la colonia, pudiera decirse, naufragaba; enfermedades, hambre, guerra de exterminio, era el cuadro que presentaba entonces el Mundo Nuevo. El padre Boyl y don Pedro Margarite, caballero que había mandado las tropas en ausencia de Colón, ya sea porque preveían el desastroso desenlace de la tragedia, ya porque los descontentos los comisionaran para informar a los reyes, ya, en fin, porque tuvieran por más acertado informar detenidamente a los monarcas del verdadero estado de la colonia, se apoderaron de uno de los buques surtos en el puerto, y con otros muchos descontentos se hicieron a la vela para España. Esta acción ha merecido calificaciones muy duras a algunos escritores; si en sí misma no es de loar, pueden atenuarla mucho, y aun disculparla, las circunstancias y las intenciones. Escribir sentimentales y plañideros párrafos en medio de las comodidades de la vida, no es difícil; tampoco lo es moralizar a sangre fría acerca del deber y de los sacrificios que el deber impone; pero cuando llega el caso, no hay que esperar el heroísmo de la mayoría de los hombres (F). La llegada de cuatro buques mandados por Antonio de Torres, dio algún alivio a la abatida colonia; a más de víveres, venía   -69-   un médico, un boticario, artesanos, molineros, labradores, etc.; es decir, lo verdaderamente útil para colonizar. Alonso de Ojeda, célebre por su buena estrella y extraordinario arrojo, apresó al temible Caonabo que quedó custodiado en la Isabela. Con la captura de este cacique desmayó la guerra. Las cartas de los soberanos para Colón, eran en extremo satisfactorias; en las dirigidas a los colonos, se les recomendaba eficazmente la obediencia al almirante. Éste conocía lo crítico de la situación en que lo colocarían los informes de los descontentos que por cuenta propia se habían dirigido a la metrópoli, y esto no dejaba de causarle su cuidado. Los reyes, deseosos de activar los adelantos de la colonia, proponían saliera todos los meses un buque de la Isabela para España27, pormenorizando las necesidades, a fin de socorrerlas con toda la presteza posible. El regreso de una nave urgía, y Colón no tenía otra cosa que remitir a la metrópoli sino enfermos. Las minas (si las había) no se habían explotado por las alteraciones ocurridas, y por el estado sanitario del coloniaje. Para hacer frente a los informes desfavorables, despachó a su hermano don Diego, y para indemnizar los gastos hechos a favor de la colonia, envió más de quinientos prisioneros indios para que fueran vendidos en   -70-   Sevilla como esclavos28. Conociendo el almirante lo mucho que importaba pacificar del todo la isla, sacó a campaña cuanta gente pudo, noticioso que la hermosa y guerrera Anacaona, una de las mujeres del cautivo Caonabo, había estrechado la alianza con los demás caciques y salido en busca de los españoles. Sólo Guacanagarí permaneció fiel a la amistad del almirante, vindicando de esta manera la nota de traidor, que no infundadamente se le había dado. No obstante del refuerzo obtenido con la llegada de Torres, sólo pudieron salir a campaña doscientos hombres de infantería, veinte caballos y otros tantos perros. Colón en persona mandaba este puñado de gente. Su hermano don Bartolomé y Ojeda, eran sus principales subordinados. El éxito de la batalla no estuvo mucho tiempo dudoso; no obstante del refuerzo de caribes deudos de Caonabo, los indios fueron totalmente destrozados. Colón paseó victorioso gran parte de la isla. Para dar realidad a sus descripciones, y para sufragar los gastos que había consumido la colonia, impuso graves tributos a los territorios sojuzgados; tan fuertes fueron, que viendo la imposibilidad de satisfacerlos, los redujo poco después a una mitad. Conociendo los indígenas que por fuerza de armas no podían arrojar de su suelo a los españoles,   -71-   acudieron a un extremo desesperado. Las carestías, tanto en la Isabela como en los fortines del interior, eran continuas; los indios no ignoraban esto, y así, idearon privarlos también de los recursos que sacaban de la tierra. Talaron, en consecuencia, los campos; no sembraron, y retirándose a lo más intrincado de los montes, se mantenían de yerbas y utias; pero esto recayó en perjuicio de los mismos indígenas, porque los españoles, conociendo que aquello era una guerra de exterminio y que requería una solución tan pronta como arriesgada, penetraron en lo más escarpado de los montes, y redujeron definitivamente a los pocos que sobrevivieron a las calamidades de hambre y hierro que ellos mismos habían provocado. Ésta fue la verdadera causa de la gran merma que sufrió la población de la Española.




ArribaAbajoImpopularidad de Colón y de las tierras descubiertas

La llegada de fray Boyl, Margarite y sus compañeros, causó una sensación profunda; a la realidad de la situación acompañarían algunas ampliaciones que mitigaran la mala impresión que necesariamente debía causar su separación de la isla, cualquiera que fuese la causa. La popularidad del almirante y de las tierras descubiertas, empezaba a declinar visiblemente; es verdad que la llegada de Torres con la   -72-   noticia dada por el almirante de que había descubierto las ricas costas del Asia, reanimaron un poco la opinión pública; con todo, sabedores los reyes del disgusto que había en la colonia, y temiendo que se produjeran en ella los disturbios anteriores, nombraron a Juan de Aguado comisario especial, sin más encargo que el de examinar escrupulosamente el gobierno y administración del almirante y sus hermanos, de quienes tantas quejas se recibían. Para desempeñar este prudente cometido, se eligió al dicho Aguado que había sido recomendado poco antes por el mismo Colón, y así se dio a éste una prueba de deferencia, juzgándose que tendría el comisario para con el almirante el respeto que la gratitud exige. Salió Aguado con cuatro carabelas, y en ellas don Diego Colón con varios religiosos: llegaron a la Isabela cuando el almirante estaba recorriendo la isla. Aguado daba a sus poderes una interpretación más allá de lo que en realidad los reyes le habían otorgado. Como era natural, los resentimientos y acusaciones contra Colón y sus hermanos se recrudecieron al ver la arrogante conducta del comisario que, desvariando con su imaginaria autoridad, no guardó para con el anciano virrey las consideraciones que debía.

Cuando Aguado se consideró con informes suficientes para poder dar cuenta a los reyes de su comisión, se dispuso a regresar a España.   -73-   Resentido Colón de la conducta del comisario, y juzgando con razón que los informes no le serían favorables, determinó pasar también a la corte para aclarar los puntos en que más fuertemente se insistía. Estando los buques próximos a salir, desfogó sobre la isla un terrible huracán que destrozó los cuatro que había llevado Aguado y otros tres que el almirante tenía surtos en el puerto; de éstos sólo se salvó la célebre Niña, aunque muy mal parada. Colón sabía por propia experiencia lo que podía esperar de la energía de aquellos hombres que no tenían más alimento que una escudilla de trigo que lo habían de moler a mano o tomarlo cocido, y una tajada de tocino rancio o de queso podrido, y algunas pocas habas y ningún vino. (Herrera, Década I, libro II, capítulo XVIII). Así, sin quererse detener a aguardar la flota de España, que no podía tardar, mandó construir un casco nuevo y aparejarlo con los restos de los siete perdidos. Construyose en poco tiempo y en la Isabela, el primer buque del Nuevo Mundo que surcó el océano.

A los historiadores extranjeros, principalmente, no les merece esto más que una simple conmemoración del hecho. No es extraño; para apreciarlo debidamente, se necesita conocer la ruda profesión del marino, y ni ellos ni la generalidad de sus lectores la conocen. Mientras que adelantaba la construcción de la Santa Cruz, llegó a noticia de Colón que al sur de la   -74-   isla se habían descubierto ricas minas de oro. Trasladose allá el almirante, y los experimentos hechos en los contornos del sitio designado dieron halagüeños resultados. En muchos sitios había profundas excavaciones a manera de pozos, que parecían indicar el haberse explotado aquellas minas en tiempos anteriores. Colón, fijo en su idea, se persuadió haber hallado las minas de Ophir de donde Salomón extrajera el oro para la edificación del Templo. Lista la Santa Cruz para el viaje, y reparada la Niña, salieron de la Isabela Colón y Aguado el diez de marzo, quedando al gobierno de la isla don Bartolomé, y don Diego de suplente.

Medida quizás poco conciliadora; pero que por emanar del almirante, fue obedecida. En once de junio tomaban puerto en Cádiz, y Colón, bien en cumplimiento de algún voto, bien para atenuar la mala impresión que sospechaba haría la llegada de las carabelas cargadas de pobres enfermos, se presentaba en público con la barba crecida y el sayal de franciscano.




ArribaAbajo Tercer viaje de Colón. Rasgos de Isabel

No bien llegó a oídos de los soberanos la noticia del arribo de Colón, le escribieron afectuosamente para que pasara a la corte. Recibiéronle muy distintamente de lo que él se había recelado: de los informes contra él recibidos, no se hizo la menor mención; estos prudentes   -75-   monarcas conocían la delicadeza del virrey, y las medidas consignadas en el pliego de provisiones que llevó Aguado, bastaban para remediar lo que se juzgó error del almirante. Animado Colón por tan benévola acogida, habló del Áureo Quersoneso a cuyos lindes decía haber llegado, y también de los descubrimientos de las célebres minas de Ophir. Los reyes y el pueblo estaban convencidos de que los países hasta entonces descubiertos, no eran ricos; que la poética imaginación del almirante los había engalanado dándoles aquel vivo colorido que el hombre da a sus obras; conocían los grandes gastos de gente y caudales hasta entonces invertidos sin provecho, y los muchos más que la colonización exigía; pero se quería en España la prosecución de lo comenzado, y el noble anhelo de propagar la Religión Católica y de engrandecer la Patria, hacían que los españoles no cejaran ante tamaños contratiempos. Colón pidió ocho buques; dos para la Española, y seis para que, a sus órdenes, emprendieran nuevos descubrimientos; le prometieron acceder a su deseo, no obstante de las circunstancias apuradas por las que la nación atravesaba29.

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A la verdad, los voluntarios escaseaban, y esto fue causa de mayor tardanza. En varias ocasiones había pedido el almirante que se le remitieran los criminales para ocuparlos en las minas y obras públicas, y los reyes siempre habían desechado esta propuesta, como perjudicial en alto grado a la colonia; sólo en este tercer viaje se embarcaron algunos presos por delitos comunes (G), los cuales debían quedar libres una vez que llegaran a la Española. La temprana muerte del príncipe don Juan y las complicaciones políticas a que dio lugar este suceso, retardaron los aprestos ofrecidos. Triunfó de todo la magnanimidad de Isabel que sacó del dote de su hija (prometida de don Manuel, rey de Portugal) lo necesario para equipar doce buques. Rasgo histórico poco conocido. Seis de ellos fueron a la Española, y el almirante con los seis restantes salió de Sanlúcar de Barrameda casi mediado el año de 1498. El entendido Jaime Ferrer, lapidario de la reina, escribió a Colón de parte de ésta, instruyéndole de los países que había visitado y de las noticias que había adquirido de muchos mercaderes del Oriente. Los conocimientos geográficos de Ferrer eran harto conocidos, y el almirante se propuso seguir en este su tercer viaje las indicaciones del docto lapidario, según las cuales, hallaría los metales y piedras preciosas en las inmediaciones de la equinoccial. Bajó, pues, Colón, al sur, y desde el Cabo Verde mandó tres   -77-   buques más a la Española, después de haber experimentado los calores y calmas propias de la equinoccial. Al cabo de sesenta días de penosa navegación, divisaron tierra. Reconocida ésta se notó mayor grado de cultura en sus habitantes, y éstos más blancos y robustos que los de las Antillas. Continuó el almirante algo más hacia el sur hasta descubrir las bocas del Orinoco. Según sus observaciones científicas, determinó la situación geográfica de lo nuevamente descubierto, con cien leguas de error en latitud, como hemos ya dicho.

Los buques del almirante necesitaban componerse, y así, determinó dirigirse a la Isabela; reconoció el golfo de Paria, cuyos habitantes le dieron muchas perlas que pescaban en los sitios vecinos. Satisfecho Colón de su viaje, escribió desde la Isabela a los reyes dándoles cuenta de lo descubierto y de los proyectos que abrigaba para continuar la conquista. Remitió las perlas y los tejidos de algodón y algunos adornos de oro que le habían dado los indios de Paria, aduciendo estos presentes como testimonios irrefragables de haber hallado las costas de la India descubierta por los portugueses. Ésta era también la firme persuasión de los compañeros del intrépido almirante. La gran cantidad de agua dulce hallada no podía provenir, decía y con razón, sino de un gran río, y un gran río sólo se halla en un gran continente. Ignoraba que la costa del continente verdaderamente   -78-   hallado, distaba miles de leguas del que buscó. Fueron cuerdos, en verdad, Talavera y sus conjueces de Córdoba. Colón, dando rienda suelta a los quiméricos proyectos de su sublime fantasía, contaba sacar del continente recién descubierto, abundantes recursos para cubrir los gastos de una guerra contra los mahometanos, cuyo resultado fuera rescatar de éstos el Santo Sepulcro. Quejábase también a la reina de que no se le hubiese permitido vender como esclavos, en los mercados de Europa, a los indios caribes, que fácilmente podían tomarse en las pequeñas Antillas. Ignoraba el almirante o no recordaba el grito desgarrador que salió del corazón de Isabel, cuando al tener noticia de una remesa de indios mandada por el virrey Colón para que se vendieran como esclavos en Sevilla, exclamó: «¿Quién es D. Cristóbal Colón para disponer de mis súbditos? Los indios son tan libres como los españoles»; y mandó que fuesen puestos todos en libertad inmediatamente, y restituidos a su patria si de ello gustaban30.



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