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Universidad de Oviedo
J. L. Borges: «Juan López y John Ward», Los conjurados, 1985 |
Rodolfo Enrique Fogwill, Rodrigo Fresán, Daniel Guebel y Lucio Yudicello, entre otros, representan varias generaciones de escritores argentinos que en sus relatos tematizan esa gran puesta en escena de la Argentina del siglo XX: la guerra de las Malvinas. Relatos que son visiones de las islas y visiones desde las islas, la historia entra una vez más en la literatura, pero ¿qué visión despliegan los autores sobre esa lejana geografía escenario de una guerra inverosímil?
—90→El autor de Música Japonesa graba y transcribe la voz de Quiquito, un «Rey Mago», ya que por fortuna en aquellas lejanas y heladas islas de la guerra también había Reyes Magos. Fogwill, en Los pichiciegos. Visiones de una batalla subterránea103, parte de la convención del «género testimonial»104, para presentarnos una voz imaginaria que hace las veces de memoria de la guerra: Quiquito (¿Quiquito Fogwill? ¿la convención desenmascarada?) es un «pichi», el único superviviente de los pichiciegos:
explica un santiagueño a sus compañeros. El pichi -o si se quiere la «mulita», o el «peludo»- es un pequeño armadillo, mamífero de hábitos nocturnos que cava «cuevas hondas, hondísimas, de hasta mil metros, dicen...» (pág. 30), como en su día lo hicieron ellos, los Magos, porque para sobrevivir en la guerra había que «avivarse»:
Los personajes de Fogwill, «pichis» ciegos en su isla subterránea, son una colonia de supervivientes, una isla dentro de la isla que organiza formas de resistencia y de sostenimiento. El miedo fue el motor que hizo salir al árabe que el Turco, uno de los Magos, —91→ llevaba dentro: ese instinto primario de amontonar cosas, de cambiar y de mandar, que dio origen a los pichiciegos. Los «Reyes Magos» crean su propio orden, las leyes de una comunidad práctica -la de los pichis- que, en el marco de la guerra, adquiere el valor de un mito:
Ellos mandan, «los que lo empezaron todo» (pág. 24), Reyes Magos en una guerra inverosímil que crean su propio mundo al margen, a costa y a pesar de la guerra. Y es a través de los pichis como Fogwill cuenta la «verdad» de la guerra, la guerra en su pura materialidad:
«Cuando las cosas dicen su verdad, materializan el recuerdo», apunta Beatriz Sarlo: si bien «la guerra de Malvinas pertenece a un orden de materialidad previo y fundante de toda posibilidad de relato sobre la guerra», la guerra contada así, en términos materiales y materialistas, «comienza a ser algo visible para el relato»105. La máxima del Turco, «El almacén... ¡hay que agrandar el almacén!»106, es letra de oro para unos pichis que piensan la guerra en términos de pura materialidad: la ficción «piensa cómo es el frío, el dolor de una herida, el olor del cuerpo vivo o descomponiéndose, en situación de guerra. Y como —92→ se trata de una guerra del siglo XX, la ficción piensa con los números, las cantidades, los pesos, las medidas, las distancias, las materias...»107. Los pichis establecen una colonia mercantil, un «mercado casi inverosímil»108, intercambiando operaciones bélicas y de espionaje por dulces, pilas para linternas, cigarrillos,...:
Los pichiciegos de Fogwill, también de hábitos nocturnos por exigencias tácticas, utilizan la noche para sus intercambios con los británicos. Pero los pichis no son espías, su interés no va más allá de la pura materialidad y de las leyes de supervivencia; así, de sus visitas a los británicos, se llevan como enseñanza una lección práctica, la idea de tapizar su pichicera:
En la colonia de los pichis no rigen más valores que los que aseguran la supervivencia; por ello no aceptarán heridos en la Pichicera109, e incluso parecen capaces de sacrificar a los suyos110, siempre guiados por las leyes del sostenimiento de la colonia pichi. De la misma manera aceptarán en su colonia a aquellos que «sirvan», que sean «útiles»111, barajando —93→ incluso la posibilidad de admitir británicos en la Pichicera112; o desatarán su ira contra los propios argentinos que atentaron contra la identidad grupal de los pichis: el campamento de la Armada, responsable directa de la muerte de dos de los Reyes -el Sargento y Viterbo-, será el blanco perfecto para sus acciones bélicas:
De los personajes de Fogwill se ha borrado entonces toda seña de identidad nacional: los pichis son porteños, formoseños, bahienses, puntanos, sanjuaninos, santiagueños, cordobeses, rosarinos... no «argentinos»; así como los ingleses serán -para los pichis- «escots», «wels», «gurjas» («escots, wels, gurjas» -dice la voz de uno de los pichis, preguntando: «¿no hay ingleses?», pág. 73). Las identidades se fragmentan con la guerra para unirse de nuevo en términos de pura materialidad o de supervivencia («-Todos son ingleses, los ingleses son así: escots, gurjas, wels. ¡Y todos se garchan a los presos!» (pág. 73).
La lengua de los personajes, marcada por altos índices de coloquialidad, aparece quizás como el único factor de cohesión nacional; pero esa lengua también se disgrega, se vuelve casi un galimatías que dificulta -aunque no impide- la comprensión: el «pichiciego» del santiagueño, es «el peludo» del bahiense, o «la mulita» de otro de sus compañeros pichis113. La «lengua» da paso a las «maneras de decir» que fragmentarán la identidad de la comunidad pichi. Aunque «en la isla, en medio de la guerra, no había tiempo ni tampoco lugar donde buscar palabras mejores que explicaran las cosas» (pág. 104); la supervivencia en la isla impondrá una lengua propia: «volver a pelear» significará entonces «matar»114, del mismo modo que los muertos serán «helados» o los heridos «fríos»:
La Torre de Babel da paso entonces a una lengua de la guerra que hace necesaria la traducción. Brecelli, uno de los pichis, se toma el trabajo de hacer una lista mental que —94→ ponga orden en ese galimatías, para conformar una identidad lingüística, la lengua de los pichis:
En sus tratos con los británicos ocurre lo mismo: necesitan de un traductor, pero el problema de comprensión siempre se supera ante la necesidad material de la supervivencia. La guerra construye su propia lengua y destruye las identidades: «¡Presente!», dice «una voz abotagada» en las primeras líneas de la novela; «Pasa» responde otra voz, «No 'pasá' sino 'pasa'. Así debían decir» (pág. 11), contraseña para entrar en la Pichicera, la isla al margen de la identidad que borra las marcas de la lengua.
La identidad de los miembros de la comunidad no es otra que la ser un pichi, su historia comienza, «en tiempos del Sargento», con su llegada a Malvinas. Retomando las palabras de Beatriz Sarlo, si bien los pichis «parecen, a primera vista, una tribu [...] a diferencia de las tribus, su lazo es efímero [...], no comparten una memoria más vieja que la del comienzo de la invasión a Malvinas»115. Fogwill nos presenta a unos jóvenes ligados casual y paradójicamente por «el arrepentimiento de haber nacido en el putísimo año mil nueve sesenta y dos» (pág. 125), por ser «boludos» como Acosta y no haber optado por la deserción; por no pedir la prórroga como García (págs. 56-57).
Alejo, el hermano menor y orgullo de la familia del Aprendiz de brujo -en el relato así titulado por Rodrigo Fresán116-, siguiendo con su natural mala suerte, se encuentra en el escenario de la guerra precisamente por haber cumplido esos fatídicos dieciocho años. El aprendiz sitúa a su hermano «silbando bajito rumbo al campo de batalla, pensando en cualquier cosa menos en la soberanía nacional» (pág. 35); las cartas que escribe Alejo desde el frente demuestran «un total desinterés por lo que ocurría allí» aludiendo únicamente a «un soldado argentino obsesionado con rendirse a los ingleses y ser llevado a Inglaterra para ver algún día a los Rolling Stones» (pág. 39). En «La soberanía nacional»117, Fresán reúne a estos dos personajes en el escenario de la guerra: a un Alejo que ve a su primer «gurka» -otra leyenda a sumar en la mitología de la guerra-, un «gurka» que intenta convencerle de ser su prisionero y se le presenta con un «¿Qué hay de nuevo viejo?» imitando a Bugs Bunny, algo -en palabras del personaje- «aún más imposible y ridículo que toda esta guerra junta» (pág. 92); y al fanático rockero que declara que su idea es que lo lleven prisionero a Londres para poder asistir a un concierto de los Rolling Stones («¿Cómo no iba a aprovechar ésta? ¿Cómo los iba a ver a Mic y a Keit si no era así?», pág. 96).
—95→En «Tras su manto»118, Lucio Yudicello abordará el tema de la guerra en paralelo a una aventura amorosa fracasada. La despedida de ese amor frustrado coincide con la derrota en la guerra, «una guerra lejana» -dice la voz femenina del relato-, «en la que mataban chicos de menos de veinte años, silenciosamente, como en una película muda» (pág. 22).
En suma, voces que hablan de la guerra minando el imaginario que funcionó como móvil mismo de la guerra: la voz testimonial de Quiquito en la novela de Fogwill, soñará con su Argentina, «tan grande y tan linda, siempre con sol», y a solas con su pensamiento devolverá esas islas de la guerra a los ingleses: «'Esto es de ellos', pensó. 'Esto es para ellos'. Había que ser inglés, o como inglés para meterse allí a morir de frío» (pág. 74). Si uno de los oficiales británicos intenta, en un acto de conciliación con los pichis, desviar responsabilidades en una interpretación ideológica de la guerra, alentando el patriotismo de los pichis y encauzando esos valores hacia el desarrollo interior del país.
El Turco insistirá -no sin quedar bien grabada en la mente de los pichis la palabra «prosperar»- en la propia supervivencia: el Turco quiere más pilas119.
El dos de abril de 1982, el Aprendiz de Brujo, el «hermano problemático» de Alejo, se encuentra en Inglaterra, trabajando en un restaurante regentado por Roderich Shastri, «Siva», un «dios conflictuado» que se debate entre su posición de snob anti-Thatcher y de defensor del Imperio. «Siva» interroga al Aprendiz, en su condición de argentino, sobre las «Falklands». El Aprendiz repasa el menú: «Falklands Salad, Falklands Soup, Falklands Fugge...», «Creo que es un postre helado, amo» -contesta120. Ya en su casa se entera de la noticia de la invasión y descubre que
Para los personajes de estos relatos, sólo los intereses personales se juegan en ese dos de abril de 1982, y no un sentimiento patriótico, no la defensa de la soberanía nacional. Daniel Guebel optará por captar la otra voz, la voz de un «natural nacionalista» que —96→ ronda los círculos de bon-vivants ingleses, la voz de un porteño «audaz, elegante», atemorizado por un posible estallido de «la tan mentada 'revolución social'», que ve a su país «destruido por la intención vil del inmigrante»121. Este «natural nacionalista», platónicamente enamorado de la hija del embajador británico en Buenos Aires, descubre un día entre las páginas de La Nación, que Gran Bretaña ha invadido el territorio nacional. Ésta es su visión, «objetiva», de los hechos:
El personaje de Guebel, si bien reescribiendo la historia desde una perspectiva mítica acorde a su condición nacionalista, desecha sin embargo, una vez más, todo argumento de soberanía territorial:
Al instante lo encontramos incorporado a la flota argentina -«terror de los mares»- listo para combatir, relatando emocionado la despedida de la flota:
...Fue un espectáculo maravilloso. Vinieron delegaciones militares de todo el mundo: debimos rechazar ofrecimientos de docenas de países amigos que querían acompañarnos al combate (resultó especialmente insistente la marina boliviana)122. |
La ironía tiñe así todo un relato que, a su vez, supone una inversión de los hechos, «el mundo al revés»: el ejército argentino lo encabeza el almirante Moore, de origen escocés, que «recordaba a su antecesor, el ilustre Guillermo Brown»; frente a los británicos dirigidos por «un pobre», «un consumido», «un triste», «un tal Melendez», de ascendencia andaluza123. Con una flota argentina compuesta por las naves «El Invencible», «El —97→ Hermes» y «Evita capitana», frente a las «porquerías flotantes» de los británicos124, este natural nacionalista recuerda al lector que «la recuperación de la isla fue prácticamente un paseo» pues aunque los usurpadores les superaban en proporciones, en ellos latía «la flama de la verdad y la justicia». Y así, «viendo que hacer patria es fácil», los argentinos deciden continuar y salvar a la cercana Inglaterra «de una tiranía monárquica y fascista», lanzándose a su conquista125.
Rodrigo Fresán, en «La soberanía nacional», sumará a las voces de Alejo (que se encuentra en Malvinas por «mala suerte») y del fanático de los Rolling (que va a la guerra por «intereses personales»), la visión de un tercer personaje, aquel que movido por su ideología nacionalista y militarista, esgrime el argumento de la soberanía nacional:
Este tipo de discurso es el que los militares, en la novela de Fogwill, lanzan incluso tras el fracaso de la tentativa:
Si lo que la «aventura de Galtieri» pretendió con la guerra fue reforzar -o instaurar- los lazos de una conciencia nacional, esto es precisamente lo que los relatos apuntan que se ha borrado con una guerra que no es más, repite con insistencia el personaje masculino de «Tras su manto», que «una puesta en escena»126.
Los personajes de Fogwill carecerán de bases ideológicas para interpretar la guerra: su visión no es política o militar, sino práctica y material de la guerra: se interpreta la —98→ guerra desde la experiencia y entonces la guerra se convierte en una «guerra de nervios»127. Los pichis son conscientes de la superioridad de los ingleses, ellos son «mejores» porque tienen método, su fuerza está en la presión y la organización, armas que asimismo constituyen el poder de la colonia pichi. El miedo es el motor que guía -como apuntamos- las acciones de los pichis, el mismo miedo que a otros les hace fracasar y morir. Todas las acciones -en esa guerra de nervios- estarán guiadas por ese miedo, incluso las de los responsables mismos de la guerra:
Pero otro tipo de aislamiento se impone a los miembros de la comunidad pichi, un aislamiento informativo que también sabrán suplir con sus estrategias de supervivencia. Los pichis optan por utilizar como canal informativo las noticias de los ingleses, porque así sí pueden conocer lo que ocurre a su alrededor:
Nadie entiende lo que pasa en esa guerra incomprensible, ni siquiera los ingleses, pero sus radios funcionan128, reciben noticias recientes129 y más o menos precisas: mientras la —99→ radio argentina seguía diciendo que se había ganado la guerra, en la británica «hacían la lista de entregados, que ya no los contaban por nombres -también en eso se veía acercarse el final- sino por número de regimientos» (Los pichiciegos, págs. 131-132).
Aislamiento informativo en el escenario de la guerra que se une al aislamiento del continente sobre lo que estaba pasando en las islas («¿Qué pasa si estos nos mienten como nos han mentido durante años? ¿Y si estamos perdiendo? ¿Si nos matan a centenares de chicos al vicio?», se interroga la voz femenina de «Tras su manto», pág. 26). Un continente en el que circulan noticias triunfalistas que apelan a un sentimiento nacionalista que, si bien congregó el apoyo de amplios sectores de la población en el momento de la invasión130, la guerra misma se ocupó de desvanecer. Esa llamada pseudopatriótica, última piedra de salvación y justificación histórica del régimen militar, intentó acallar las voces sonoras que denunciaban las violaciones de los derechos humanos durante el «Proceso», unas voces que, por contra, se hacen escuchar en todos los relatos. Así, entre los pichiciegos de Fogwill:
-¿Cuántos somos aquí? -quería calcular Pipo. -Dicen que diez mil. -Diez mil... ¡no pueden matarnos a todos! -No, a todos no, ¡a la mayoría! -dijo Rubione. -Videla dicen que mató a quince mil -dijo uno, el puntano. [...] -Yo sentí que los tiraban al río desde aviones. -Imposible -dijo el Turco, sin convicción. -No lo creo, son bolazos de los diarios -dijo el pibe Dorio, con convicción. -Yo también había oído decir que los largaban al río desde los aviones, desde doce mil metros, pegás en el agua y te convertís en un juguito espeso que no flota y se va con la corriente del fondo -indicó el Ingeniero. -No puede ser, ¿cómo van a remontar un avión para tirarte? -Dicen que aviones de Marina eran, los tiraban [...].131 |
O a través de un Aprendiz de brujo desterrado en Inglaterra por «haberse portado mal» con Leticia, una amiga de la familia que no paraba de hablarle de Laurita, su hermana menor, ahogada en Punta del Este según la versión oficial de una historia que la «revolucionaria» —100→ Leticia insistía en corregir: «...en el Río de la Plata y no en Punta del Este. Los tiraron desde un avión. Hace cinco años. Desaparecidos y todo eso» («El aprendiz de brujo», pág. 25). O bien a partir de una voz femenina que, en el relato de Yudicello, ya no soporta ni marchas militares ni cantos heroicos ni triunfalismos; convirtiéndose en símbolo del fracaso de un país alentado primero por las ideas revolucionarias, y frenado después por la acción de una dictadura represiva que a su vez pretende afirmar el sentimiento nacional con una guerra, unas islas, un amor... imposibles. Voz femenina que se siente una vez más
Los «cisnes heroicos» de la Patria, se convertirán entonces en «gansos más que cisnes, gansos putos y nada heroicos»132, gansos de la derrota que precipitarán, con esta última aventura de Galtieri, una caída ya anunciada desde el comienzo mismo de la guerra.
Visiones de las islas y visiones desde las islas, la ficción lanza entonces una doble perspectiva sobre la geografía de un múltiple aislamiento: el de un régimen militar que trata de aislar al individuo de la verdad del horror a través de un discurso nacionalista y antiimperialista; control de la palabra que aísla al continente de la realidad de una derrota evidente; aislamiento en el mismo escenario de la guerra como mecanismo de supervivencia... Ficciones sobre unas islas lejanas pero en un tiempo «demasiado famosas», ficciones sobre una guerra inverosímil que minan las bases mismas del imaginario de la guerra poniendo en cuestión los conceptos de identidad y nación para hablarnos así de una geografía de la derrota, el fracaso y el aislamiento.