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ArribaAbajoGeografía del aislamiento: relatos sobre Malvinas

María Bermúdez Martínez



Universidad de Oviedo

Les tocó en suerte una época extraña.

El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras.

López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote.

El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en un aula de la calle Viamonte.

Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.

Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.

El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.


J. L. Borges: «Juan López y John Ward», Los conjurados, 1985                


Rodolfo Enrique Fogwill, Rodrigo Fresán, Daniel Guebel y Lucio Yudicello, entre otros, representan varias generaciones de escritores argentinos que en sus relatos tematizan esa gran puesta en escena de la Argentina del siglo XX: la guerra de las Malvinas. Relatos que son visiones de las islas y visiones desde las islas, la historia entra una vez más en la literatura, pero ¿qué visión despliegan los autores sobre esa lejana geografía escenario de una guerra inverosímil?

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El autor de Música Japonesa graba y transcribe la voz de Quiquito, un «Rey Mago», ya que por fortuna en aquellas lejanas y heladas islas de la guerra también había Reyes Magos. Fogwill, en Los pichiciegos. Visiones de una batalla subterránea103, parte de la convención del «género testimonial»104, para presentarnos una voz imaginaria que hace las veces de memoria de la guerra: Quiquito (¿Quiquito Fogwill? ¿la convención desenmascarada?) es un «pichi», el único superviviente de los pichiciegos:

-El pichi es un bicho que vive abajo de la tierra. Hace cuevas. Tiene cáscara dura -una caparazón- y no ve. Anda de noche. Vos lo agarrás, lo das vuelta, y nunca sabe enderezarse, se queda pataleando panza arriba. ¡Es rico, más rico que la vizcacha! (pág. 28)



explica un santiagueño a sus compañeros. El pichi -o si se quiere la «mulita», o el «peludo»- es un pequeño armadillo, mamífero de hábitos nocturnos que cava «cuevas hondas, hondísimas, de hasta mil metros, dicen...» (pág. 30), como en su día lo hicieron ellos, los Magos, porque para sobrevivir en la guerra había que «avivarse»:

[El Sargento] Les explicó que las trincheras estaban mal, que las habían hecho en el comando: dibujadas arriba de un mapita. Decía que esas trincheras con la lluvia, se iban a inundar y que todos se iban a ahogar o helar como boludos y que los vivos tenían que irse lejos a cavar en el cerro, sin decir nada a nadie.

-Tienen licencia -dijo.

Les dio licencia y comenzaron a cavar. De noche el Sargento les prestaba soldados, para ayudarlos a picar en la piedra. De día cavaban los tres solos y algunas veces el Sargento se arrimaba para mirar cómo iba la obra.

[...]

Lo llamaban así: «el lugar». En dos semanas lo acabaron. Después pusieron los durmientes.

[...] cuando ya estaba hecho el lugar, que ya no se llamó «el lugar» sino «los pichis», o más común, «la Pichicera» (págs. 24-25).



Los personajes de Fogwill, «pichis» ciegos en su isla subterránea, son una colonia de supervivientes, una isla dentro de la isla que organiza formas de resistencia y de sostenimiento. El miedo fue el motor que hizo salir al árabe que el Turco, uno de los Magos,   —91→   llevaba dentro: ese instinto primario de amontonar cosas, de cambiar y de mandar, que dio origen a los pichiciegos. Los «Reyes Magos» crean su propio orden, las leyes de una comunidad práctica -la de los pichis- que, en el marco de la guerra, adquiere el valor de un mito:

...Nadie los iba a buscar más, porque los chicos se pensaban que los pichis también eran aparecidos y los comandantes -si alguien decía que lo rondaba un pichi- creían que era una superstición de la tropa que se inventaba historias para poder ilusionarse con algo, a falta de comida.

Esto se puede confirmar preguntando a cualquiera de los salvados: se hablaba de británicos y de quejas, después se hablaba de las aparecidas y después se hablaba de los pichis, que según ellos eran muertos que vivían abajo de la tierra, cosa que a fin de cuentas era medio verdad (pág. 84).



Ellos mandan, «los que lo empezaron todo» (pág. 24), Reyes Magos en una guerra inverosímil que crean su propio mundo al margen, a costa y a pesar de la guerra. Y es a través de los pichis como Fogwill cuenta la «verdad» de la guerra, la guerra en su pura materialidad:

El polvo químico. En esas putas islas no queda un solo tarro de polvo químico. ¿Por qué lo derrocharon? Lo derrocharon, lo olvidaron: ¡No queda un puto jarro de polvo químico!

Ni los ingleses ni los malvineros, ni los marinos ni los de aeronáutica: ni los del comando, ni los de policía militar tienen un miserable frasquito de polvo químico, tan necesario. No hay polvo químico, nadie tiene.

Con polvo químico y piso de tierra, caga uno, cagan dos, tres, cuatro, o cinco y la mierda se seca, no suelta olor, se apelotona y se comprime y al día siguiente se la puede sacar con las manos, sin asco, como si fuera una piedra, o cagada de pájaros.

Así cagaban antes, hasta que se agotaron las existencias de polvo químico. ¿Dónde habrá polvo químico? ¡Un bidón, diez cajas de cigarros, treinta raciones! ¡Cualquier cosa por un tarro de polvo químico aunque esté abierto y medio húmedo! Pero no hay (pág. 91).



«Cuando las cosas dicen su verdad, materializan el recuerdo», apunta Beatriz Sarlo: si bien «la guerra de Malvinas pertenece a un orden de materialidad previo y fundante de toda posibilidad de relato sobre la guerra», la guerra contada así, en términos materiales y materialistas, «comienza a ser algo visible para el relato»105. La máxima del Turco, «El almacén... ¡hay que agrandar el almacén!»106, es letra de oro para unos pichis que piensan la guerra en términos de pura materialidad: la ficción «piensa cómo es el frío, el dolor de una herida, el olor del cuerpo vivo o descomponiéndose, en situación de guerra. Y como   —92→   se trata de una guerra del siglo XX, la ficción piensa con los números, las cantidades, los pesos, las medidas, las distancias, las materias...»107. Los pichis establecen una colonia mercantil, un «mercado casi inverosímil»108, intercambiando operaciones bélicas y de espionaje por dulces, pilas para linternas, cigarrillos,...:

-Hay que buscar más té y azúcar. Anotá que mañana vamos a tener más cigarrillos ingleses.

[...]

-Mañana vas a tener que ir a cambiar dos bidones más de querosén. Pedí dulce, caramelos, dulce de leche, de membrillo, azúcar, miel, ¡cosas dulces! Falta azúcar ¡Y pedí pilas! (pág. 33).



-Los sentaron en una mesa frente a dos oficiales. Mostraban un plano gigante del pueblo y preguntaban la ubicación de la enfermería de los presos ingleses, de los casinos de oficiales y de los tanques de combustible y los depósitos de municiones.

-Ellos hicieron marcas en el plano. Señalaban casitas, potreros y caminos que en el mapa no figuraban (pág. 40).



Los pichiciegos de Fogwill, también de hábitos nocturnos por exigencias tácticas, utilizan la noche para sus intercambios con los británicos. Pero los pichis no son espías, su interés no va más allá de la pura materialidad y de las leyes de supervivencia; así, de sus visitas a los británicos, se llevan como enseñanza una lección práctica, la idea de tapizar su pichicera:

El Turco caminaba despacio, admirando los detalles del campamento. Tenían tapizada la zona de alrededor de la mesas de los oficiales con cueros de oveja mal curtidos.

-¡Buena idea! -comentó el Turco, y él adivinó que ya estaba pensando en tapizar la Pichicera (pág. 42).



En la colonia de los pichis no rigen más valores que los que aseguran la supervivencia; por ello no aceptarán heridos en la Pichicera109, e incluso parecen capaces de sacrificar a los suyos110, siempre guiados por las leyes del sostenimiento de la colonia pichi. De la misma manera aceptarán en su colonia a aquellos que «sirvan», que sean «útiles»111, barajando   —93→   incluso la posibilidad de admitir británicos en la Pichicera112; o desatarán su ira contra los propios argentinos que atentaron contra la identidad grupal de los pichis: el campamento de la Armada, responsable directa de la muerte de dos de los Reyes -el Sargento y Viterbo-, será el blanco perfecto para sus acciones bélicas:

Y los pichis, de uno a uno, bajaron contentos, seguros de que si los de Marina que habían ametrallado el jeep se habían salvado de la explosión del cohete, a esas horas se estarían cocinando con el fuego y la metralla de su propio polvorín que seguía ardiendo y cada tanto volvía a hacer explosiones mientras los Harrier [...] ya estarían lavados y recargados de cohetes y combustible, durmiendo en la bodega de algún barco británico (pág. 51).



De los personajes de Fogwill se ha borrado entonces toda seña de identidad nacional: los pichis son porteños, formoseños, bahienses, puntanos, sanjuaninos, santiagueños, cordobeses, rosarinos... no «argentinos»; así como los ingleses serán -para los pichis- «escots», «wels», «gurjas» («escots, wels, gurjas» -dice la voz de uno de los pichis, preguntando: «¿no hay ingleses?», pág. 73). Las identidades se fragmentan con la guerra para unirse de nuevo en términos de pura materialidad o de supervivencia («-Todos son ingleses, los ingleses son así: escots, gurjas, wels. ¡Y todos se garchan a los presos!» (pág. 73).

La lengua de los personajes, marcada por altos índices de coloquialidad, aparece quizás como el único factor de cohesión nacional; pero esa lengua también se disgrega, se vuelve casi un galimatías que dificulta -aunque no impide- la comprensión: el «pichiciego» del santiagueño, es «el peludo» del bahiense, o «la mulita» de otro de sus compañeros pichis113. La «lengua» da paso a las «maneras de decir» que fragmentarán la identidad de la comunidad pichi. Aunque «en la isla, en medio de la guerra, no había tiempo ni tampoco lugar donde buscar palabras mejores que explicaran las cosas» (pág. 104); la supervivencia en la isla impondrá una lengua propia: «volver a pelear» significará entonces «matar»114, del mismo modo que los muertos serán «helados» o los heridos «fríos»:

Llamaban helados a los muertos. [...] Iban por las líneas, desarmados, llevando una bandera blanca con cruz roja, cargando fríos. Fríos eran los que se habían herido o fracturado un hueso y casi siempre se les congelaba una mano o un pie (pág. 21).



La Torre de Babel da paso entonces a una lengua de la guerra que hace necesaria la traducción. Brecelli, uno de los pichis, se toma el trabajo de hacer una lista mental que   —94→   ponga orden en ese galimatías, para conformar una identidad lingüística, la lengua de los pichis:

...Al turco 'Turco' porque no es turco, es árabe; a Acevedo que es rosarino, porque es judío, se le dice 'ruso' o 'rachan' en inglés; a los judíos 'hijos de puta' porque escupieron a Cristo y 'gracias' porque le mandan cohetes a Galtieri; a Galtieri de acá, 'Galtieri' porque es muy boludo y se creía que íbamos a ganar; y a los forros 'forros' porque son forros y lo único que saben hacer es forrear...» (págs. 121-122).



En sus tratos con los británicos ocurre lo mismo: necesitan de un traductor, pero el problema de comprensión siempre se supera ante la necesidad material de la supervivencia. La guerra construye su propia lengua y destruye las identidades: «¡Presente!», dice «una voz abotagada» en las primeras líneas de la novela; «Pasa» responde otra voz, «No 'pasá' sino 'pasa'. Así debían decir» (pág. 11), contraseña para entrar en la Pichicera, la isla al margen de la identidad que borra las marcas de la lengua.

La identidad de los miembros de la comunidad no es otra que la ser un pichi, su historia comienza, «en tiempos del Sargento», con su llegada a Malvinas. Retomando las palabras de Beatriz Sarlo, si bien los pichis «parecen, a primera vista, una tribu [...] a diferencia de las tribus, su lazo es efímero [...], no comparten una memoria más vieja que la del comienzo de la invasión a Malvinas»115. Fogwill nos presenta a unos jóvenes ligados casual y paradójicamente por «el arrepentimiento de haber nacido en el putísimo año mil nueve sesenta y dos» (pág. 125), por ser «boludos» como Acosta y no haber optado por la deserción; por no pedir la prórroga como García (págs. 56-57).

Alejo, el hermano menor y orgullo de la familia del Aprendiz de brujo -en el relato así titulado por Rodrigo Fresán116-, siguiendo con su natural mala suerte, se encuentra en el escenario de la guerra precisamente por haber cumplido esos fatídicos dieciocho años. El aprendiz sitúa a su hermano «silbando bajito rumbo al campo de batalla, pensando en cualquier cosa menos en la soberanía nacional» (pág. 35); las cartas que escribe Alejo desde el frente demuestran «un total desinterés por lo que ocurría allí» aludiendo únicamente a «un soldado argentino obsesionado con rendirse a los ingleses y ser llevado a Inglaterra para ver algún día a los Rolling Stones» (pág. 39). En «La soberanía nacional»117, Fresán reúne a estos dos personajes en el escenario de la guerra: a un Alejo que ve a su primer «gurka» -otra leyenda a sumar en la mitología de la guerra-, un «gurka» que intenta convencerle de ser su prisionero y se le presenta con un «¿Qué hay de nuevo viejo?» imitando a Bugs Bunny, algo -en palabras del personaje- «aún más imposible y ridículo que toda esta guerra junta» (pág. 92); y al fanático rockero que declara que su idea es que lo lleven prisionero a Londres para poder asistir a un concierto de los Rolling Stones («¿Cómo no iba a aprovechar ésta? ¿Cómo los iba a ver a Mic y a Keit si no era así?», pág. 96).

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En «Tras su manto»118, Lucio Yudicello abordará el tema de la guerra en paralelo a una aventura amorosa fracasada. La despedida de ese amor frustrado coincide con la derrota en la guerra, «una guerra lejana» -dice la voz femenina del relato-, «en la que mataban chicos de menos de veinte años, silenciosamente, como en una película muda» (pág. 22).

En suma, voces que hablan de la guerra minando el imaginario que funcionó como móvil mismo de la guerra: la voz testimonial de Quiquito en la novela de Fogwill, soñará con su Argentina, «tan grande y tan linda, siempre con sol», y a solas con su pensamiento devolverá esas islas de la guerra a los ingleses: «'Esto es de ellos', pensó. 'Esto es para ellos'. Había que ser inglés, o como inglés para meterse allí a morir de frío» (pág. 74). Si uno de los oficiales británicos intenta, en un acto de conciliación con los pichis, desviar responsabilidades en una interpretación ideológica de la guerra, alentando el patriotismo de los pichis y encauzando esos valores hacia el desarrollo interior del país.

...que ni ellos -él y el Turco- ni él -el oficial- tenían la culpa de esa guerra. Que ellos eran patriotas, que debían volver pronto a la Argentina, porque la Argentina necesitaba «prosperar» porque «era un gran país». «Prosperar» decía el traductor, y «ocuparse de prosperar» era mucho mejor que hacer guerras contra países más fuertes (pág. 41).



El Turco insistirá -no sin quedar bien grabada en la mente de los pichis la palabra «prosperar»- en la propia supervivencia: el Turco quiere más pilas119.

El dos de abril de 1982, el Aprendiz de Brujo, el «hermano problemático» de Alejo, se encuentra en Inglaterra, trabajando en un restaurante regentado por Roderich Shastri, «Siva», un «dios conflictuado» que se debate entre su posición de snob anti-Thatcher y de defensor del Imperio. «Siva» interroga al Aprendiz, en su condición de argentino, sobre las «Falklands». El Aprendiz repasa el menú: «Falklands Salad, Falklands Soup, Falklands Fugge...», «Creo que es un postre helado, amo» -contesta120. Ya en su casa se entera de la noticia de la invasión y descubre que

Las Falklands son las Islas Malvinas. Argentina asegura que le pertenecen y por eso invadió esas islas que hasta hace cuestión de horas eran colonia inglesa. De aquí que para unos se llamen Falklands y para otros Malvinas. Parece complicado, pero no lo es tanto. El hecho es que Argentina e Inglaterra ahora están en guerra y mi Tía Ana está muy preocupada. No cree que la aristocracia local siga confiando los motores del imperio a una mecánica invasora, por nacionalizada que esté, por más que su apellido sea intachablemente inglés (pág. 33).



Para los personajes de estos relatos, sólo los intereses personales se juegan en ese dos de abril de 1982, y no un sentimiento patriótico, no la defensa de la soberanía nacional. Daniel Guebel optará por captar la otra voz, la voz de un «natural nacionalista» que   —96→   ronda los círculos de bon-vivants ingleses, la voz de un porteño «audaz, elegante», atemorizado por un posible estallido de «la tan mentada 'revolución social'», que ve a su país «destruido por la intención vil del inmigrante»121. Este «natural nacionalista», platónicamente enamorado de la hija del embajador británico en Buenos Aires, descubre un día entre las páginas de La Nación, que Gran Bretaña ha invadido el territorio nacional. Ésta es su visión, «objetiva», de los hechos:

Frente a la costa de Cumberland, bañada por las olas del Mar de Irlanda, entre el país del mismo nombre y la pérfida Albión, está la Isla del Hombre (que los enemigos llaman «Man Island»). En esos pedregales inhóspitos un puñado de compatriotas hacía proezas de argentinidad: a lo largo de ciento cincuenta años habíamos mejorado esa tierra abandonada de Dios con la fecunda labor gástrica de las ovejas gauchas (págs. 26-27).



El personaje de Guebel, si bien reescribiendo la historia desde una perspectiva mítica acorde a su condición nacionalista, desecha sin embargo, una vez más, todo argumento de soberanía territorial:

A simple vista el argumento de rerum primerum origenes puede parecer inapelable, mas cualquiera que lo analice un poco descubrirá su falacia ¿Usted permitiría que en su propiedad se le aposentara un indio mataco alegando su condición de preternativo de las Provincias Unidas del Río de la Plata? ¡De seguro que lo mandaría de un patadón directo a la reserva que lo vio nacer, escrofuloso y sifilítico, gracias a los descuidos de las misiones evangelizadoras que no esterilizan a sus madres como debieran! La cuestión es que los británicos -hartos de menear sin resultado la palinodia de la soberanía territorial- apelaban a la fuerza (pág. 27).



Al instante lo encontramos incorporado a la flota argentina -«terror de los mares»- listo para combatir, relatando emocionado la despedida de la flota:

...Fue un espectáculo maravilloso. Vinieron delegaciones militares de todo el mundo: debimos rechazar ofrecimientos de docenas de países amigos que querían acompañarnos al combate (resultó especialmente insistente la marina boliviana)122.



La ironía tiñe así todo un relato que, a su vez, supone una inversión de los hechos, «el mundo al revés»: el ejército argentino lo encabeza el almirante Moore, de origen escocés, que «recordaba a su antecesor, el ilustre Guillermo Brown»; frente a los británicos dirigidos por «un pobre», «un consumido», «un triste», «un tal Melendez», de ascendencia andaluza123. Con una flota argentina compuesta por las naves «El Invencible», «El   —97→   Hermes» y «Evita capitana», frente a las «porquerías flotantes» de los británicos124, este natural nacionalista recuerda al lector que «la recuperación de la isla fue prácticamente un paseo» pues aunque los usurpadores les superaban en proporciones, en ellos latía «la flama de la verdad y la justicia». Y así, «viendo que hacer patria es fácil», los argentinos deciden continuar y salvar a la cercana Inglaterra «de una tiranía monárquica y fascista», lanzándose a su conquista125.

Rodrigo Fresán, en «La soberanía nacional», sumará a las voces de Alejo (que se encuentra en Malvinas por «mala suerte») y del fanático de los Rolling (que va a la guerra por «intereses personales»), la visión de un tercer personaje, aquel que movido por su ideología nacionalista y militarista, esgrime el argumento de la soberanía nacional:

Estamos aquí reclamando lo que es nuestro por derecho legítimo y de aquí no nos van a sacar.

Nuestra bandera jamás ha sido atada al carro del enemigo. Y nosotros somos los hijos de nuestros próceres. No debemos defraudarlos (pág. 96).



Este tipo de discurso es el que los militares, en la novela de Fogwill, lanzan incluso tras el fracaso de la tentativa:

...les hablaba, tristón, de que se había perdido una batalla, pero que la guerra era más que eso y que ahora había que ganarla obedeciendo y respetando al superior, porque ése era un ejército de San Martín. Era un boludo. (Una vez un teniente habló en la isla de que los oficiales tendrían que hacer como San Martín y un capitán le dijo que a San Martín, en las Malvinas, se le hubiera resfriado el caballo) (pág. 139).



Si lo que la «aventura de Galtieri» pretendió con la guerra fue reforzar -o instaurar- los lazos de una conciencia nacional, esto es precisamente lo que los relatos apuntan que se ha borrado con una guerra que no es más, repite con insistencia el personaje masculino de «Tras su manto», que «una puesta en escena»126.

Los personajes de Fogwill carecerán de bases ideológicas para interpretar la guerra: su visión no es política o militar, sino práctica y material de la guerra: se interpreta la   —98→   guerra desde la experiencia y entonces la guerra se convierte en una «guerra de nervios»127. Los pichis son conscientes de la superioridad de los ingleses, ellos son «mejores» porque tienen método, su fuerza está en la presión y la organización, armas que asimismo constituyen el poder de la colonia pichi. El miedo es el motor que guía -como apuntamos- las acciones de los pichis, el mismo miedo que a otros les hace fracasar y morir. Todas las acciones -en esa guerra de nervios- estarán guiadas por ese miedo, incluso las de los responsables mismos de la guerra:

Un día, mientras pasaban una arenga del comandante por la radio, dijo Manuel:

-¿Escuchan? Este tipo está cagado de miedo. ¡Peor que nosotros!

Y a uno que lo escuchara sin saber eso, le parecería que el tipo estaba arengando en serio, muy seguro en su bunker, con los micrófonos, la estufa, los asistentes y los mapas con banderitas que le harían creer que ya tenía ganada la guerra.

Pero escuchado por un pichi, ahí abajo, sabiendo qué es el miedo, con todo el tiempo para pensar qué es el miedo, y para qué sirve el miedo y adónde lleva el miedo, la arenga se comprendía distinto: Manuel tenía razón (pág. 110).



Pero otro tipo de aislamiento se impone a los miembros de la comunidad pichi, un aislamiento informativo que también sabrán suplir con sus estrategias de supervivencia. Los pichis optan por utilizar como canal informativo las noticias de los ingleses, porque así sí pueden conocer lo que ocurre a su alrededor:

-[...] Anteanoche había diarios ingleses en el campamento de ellos.

-Habría que conseguir uno...

-¿Para qué? ¡Si nadie sabe inglés!

-Se encuentra -dijo García-. No estaría mal saber qué mierda pasa... ¿no? (pág. 68).



Nadie entiende lo que pasa en esa guerra incomprensible, ni siquiera los ingleses, pero sus radios funcionan128, reciben noticias recientes129 y más o menos precisas: mientras la   —99→   radio argentina seguía diciendo que se había ganado la guerra, en la británica «hacían la lista de entregados, que ya no los contaban por nombres -también en eso se veía acercarse el final- sino por número de regimientos» (Los pichiciegos, págs. 131-132).

Aislamiento informativo en el escenario de la guerra que se une al aislamiento del continente sobre lo que estaba pasando en las islas («¿Qué pasa si estos nos mienten como nos han mentido durante años? ¿Y si estamos perdiendo? ¿Si nos matan a centenares de chicos al vicio?», se interroga la voz femenina de «Tras su manto», pág. 26). Un continente en el que circulan noticias triunfalistas que apelan a un sentimiento nacionalista que, si bien congregó el apoyo de amplios sectores de la población en el momento de la invasión130, la guerra misma se ocupó de desvanecer. Esa llamada pseudopatriótica, última piedra de salvación y justificación histórica del régimen militar, intentó acallar las voces sonoras que denunciaban las violaciones de los derechos humanos durante el «Proceso», unas voces que, por contra, se hacen escuchar en todos los relatos. Así, entre los pichiciegos de Fogwill:

-¿Cuántos somos aquí? -quería calcular Pipo.

-Dicen que diez mil.

-Diez mil... ¡no pueden matarnos a todos!

-No, a todos no, ¡a la mayoría! -dijo Rubione.

-Videla dicen que mató a quince mil -dijo uno, el puntano.

[...]

-Yo sentí que los tiraban al río desde aviones.

-Imposible -dijo el Turco, sin convicción.

-No lo creo, son bolazos de los diarios -dijo el pibe Dorio, con convicción.

-Yo también había oído decir que los largaban al río desde los aviones, desde doce mil metros, pegás en el agua y te convertís en un juguito espeso que no flota y se va con la corriente del fondo -indicó el Ingeniero.

-No puede ser, ¿cómo van a remontar un avión para tirarte?

-Dicen que aviones de Marina eran, los tiraban [...].131



O a través de un Aprendiz de brujo desterrado en Inglaterra por «haberse portado mal» con Leticia, una amiga de la familia que no paraba de hablarle de Laurita, su hermana menor, ahogada en Punta del Este según la versión oficial de una historia que la «revolucionaria»   —100→   Leticia insistía en corregir: «...en el Río de la Plata y no en Punta del Este. Los tiraron desde un avión. Hace cinco años. Desaparecidos y todo eso» («El aprendiz de brujo», pág. 25). O bien a partir de una voz femenina que, en el relato de Yudicello, ya no soporta ni marchas militares ni cantos heroicos ni triunfalismos; convirtiéndose en símbolo del fracaso de un país alentado primero por las ideas revolucionarias, y frenado después por la acción de una dictadura represiva que a su vez pretende afirmar el sentimiento nacional con una guerra, unas islas, un amor... imposibles. Voz femenina que se siente una vez más

...chiquita, desvalida, como lo fue frente a ese hombre que, muchos años atrás, la había seducido con la fuerza de sus sueños, esa energía fanática y extraña; desvalida como lo era frente a aquel hombre que se convirtió en su marido y que le hablaba de revolución, heroísmo, combates, victorias, del pueblo y de la lucha, un mundo nuevo. Ella había vuelto a ser chiquita como fue chiquita cuando ese hombre hermoso, extraño y fanático desapareció un día, y chiquita como cuando le avisaron que cinco tipos en un falcón se lo había llevado; chiquita como cuando la maestra le decía que las Malvinas eran argentinas y ella pensaba en una isla parecida al planeta del Principito y en una oveja como la del Principito («Tras su manto», págs. 22-23).



Los «cisnes heroicos» de la Patria, se convertirán entonces en «gansos más que cisnes, gansos putos y nada heroicos»132, gansos de la derrota que precipitarán, con esta última aventura de Galtieri, una caída ya anunciada desde el comienzo mismo de la guerra.

Visiones de las islas y visiones desde las islas, la ficción lanza entonces una doble perspectiva sobre la geografía de un múltiple aislamiento: el de un régimen militar que trata de aislar al individuo de la verdad del horror a través de un discurso nacionalista y antiimperialista; control de la palabra que aísla al continente de la realidad de una derrota evidente; aislamiento en el mismo escenario de la guerra como mecanismo de supervivencia... Ficciones sobre unas islas lejanas pero en un tiempo «demasiado famosas», ficciones sobre una guerra inverosímil que minan las bases mismas del imaginario de la guerra poniendo en cuestión los conceptos de identidad y nación para hablarnos así de una geografía de la derrota, el fracaso y el aislamiento.