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Para la historia de «americano»

Pedro Álvarez de Miranda


Universidad Autónoma de Madrid



A la general penuria de información histórica sobre los elementos léxicos de la lengua española viene a sumarse en el caso de los gentilicios la desatención de que son objeto por parte de los diccionarios etimológicos, desatención atribuible, sin duda, a la supuesta obviedad de su procedencia. Es cierto que una buena parte de los adjetivos gentilicios derivan, mediante la adición de alguno de los integrantes de un limitado repertorio de sufijos, del nombre geográfico correspondiente. Pero no siempre la cosa es tan sencilla. El hecho, por ejemplo, de que el gentilicio que más directamente nos afecta, español, haya hecho correr tanta tinta desde que Aebischer postuló su origen provenzal debería bastarnos para no desdeñar el interés histórico-etimológico de este género de adjetivos. Y García Yebra se ha referido hace poco, con razón, a la procedencia francesa de varios de los que el español posee para designar lo que es propio de otras tantas naciones europeas1.

En vano se buscará cualquier gentilicio, sea o no etimológicamente obvio, en el diccionario de Corominas, lo que, teniendo en cuenta que esa obra monumental y meritísima suplanta entre nosotros al diccionario histórico de que carecemos, nos deja ayunos de información al respecto. El método adoptado por Corominas, el de agrupar bajo una sola entrada las diversas formas que contienen una misma raíz léxica, llevaría a adscribir los gentilicios a artículos encabezados por nombres geográficos, artículos que, lógicamente, faltan en dicho diccionario, como faltan hoy -no siempre antaño- en todos los diccionarios de lengua.

En realidad, sería muy deseable disponer de algo a lo que, careciendo como carecemos aún de un diccionario histórico completo, casi parece abusivo aspirar (y en modo alguno lo es): un diccionario histórico de denominaciones geográficas. Nótese que la bibliografía evocada antes en relación con el problema de español derivó también, como no podía ser menos, en la averiguación de las circunstancias y alcance del empleo mismo del nombre España.

Voy a ocuparme aquí del adjetivo americano, un gentilicio que, desde luego, no plantea el más mínimo problema etimológico, pero sí otros, de índole histórica, que estimo sumamente interesantes, y que -hasta donde se me alcanza- prácticamente no han sido abordados. En cuanto al nombre del que deriva, América, sí que ha generado amplia bibliografía, pero no porque se discuta su origen -fuera de algún descabellado intento de hallárselo en el fondo indígena-, sino porque, como es bien sabido, han menudeado las protestas por la supuesta «injusticia» de que Amerigo Vespucci (Américo Vespucio entre los españoles) se alzara con la gloria de dar nombre al continente; y hasta se le han reprochado al florentino turbios manejos para lograrlo, desmentidos hoy por la evidencia de que la exitosa denominación es atribuible a la sola responsabilidad de quienes en el «Gimnasio» de Saint Dié publicaron en 1507 la Cosmographiae Introductio y el célebre mapamundi de Martin Waldseemüller que le servía de complemento2.

Si me he decidido a hilvanar estas notas para la historia de americano ha sido, entre otras razones, porque en este caso contamos con un valiosísimo punto de partida que nos permite caminar mucho más seguros. Me refiero a la feliz circunstancia de que, por azares del alfabeto, tal palabra sea una de las pocas «privilegiadas» de nuestra lengua que están comprendidas en el tramo realizado del Diccionario histórico de la lengua española (DHLE). Creo que hasta la aparición del fascículo correspondiente (el 17.º, 1986), prácticamente nadie había reparado en la extraña circunstancia del muy tardío nacimiento en español del adjetivo que va a ocuparnos3. El DHLE lo puso de manifiesto, y, habida cuenta del alto interés de cuanto de aquella monografía lexicográfica se desprendía, el director de la obra, D. Manuel Seco, dedicó un artículo periodístico a difundir y comentar su contenido4.

Comencemos, pues, por extraer del DHLE la información pertinente sobre americano. Lo esencial es que la primera documentación de la palabra (adscrita, como era de esperar, a la acepción "perteneciente o relativo a América o natural de ella") está en un pasaje de Quevedo (La Hora de todos, c1635-45):

Vemos que vosotros solos -proclama un capitán holandés ante los indios de Chile-, o sea bien advertidos o mejor escarmentados, os mantenéis en libertad hereditaria, y que en vuestro coraje se defiende a la esclavitud la generación americana5.


Lo tardío de la fecha contrastaba con las de la primera documentación del francés américain, 1556, o el inglés american, 1598. Ahora bien, había un texto sumamente interesante de Bernabé Cobo (Historia del Nuevo Mundo, 1653) que venía a confirmar, por vía negativa, esa tardanza, y que al mismo tiempo suministraba preciosa información onomasiológica sobre las denominaciones de los naturales del nuevo continente. Excepcionalmente -pues, insisto, no se trata de un testimonio de americano-, el DHLE optó por citarlo sub voce en una nota preliminar. El texto dice así:

No tuvieron los indios nombre general que comprehendiese a todos los naturales de la América, como nombramos a los de África, africanos, a los de Asia, asianos, y a los de Europa, europeos [...]. Los nombres que han puesto los españoles a todos los naturales deste Nuevo Mundo son tres: el de Indios, el de Naturales y el de Américos, todos modernos y postizos, inventados desde que se descubrió esta tierra. El nombre de Américos no está tan recebido en uso; los otros dos son más comunes.


La avanzada fecha en que por vez primera se documenta americano no es lo único extraño del artículo correspondiente; lo es más, incluso, el hecho de que el DHLE no pudiera ofrecer para la palabra ningún otro testimonio del XVII: la documentación disponible da un salto de casi un siglo entre el texto de Quevedo y el que le sigue, que es ya de Feijoo, 1730. En el resto del XVIII, en cambio, la palabra se hace de uso corriente; es más, en ese siglo se documentan ya dos significados que son consecuencia de sendas restricciones semánticas del primero: "perteneciente o relativo a la América española, o natural de ella" (desde 1741-45, P. José Gumilla) y "perteneciente o relativo a los Estados Unidos de América, o natural de ellos" (desde 1783, Francisco de Miranda; dato, este último, verdaderamente llamativo, que acaso podría servir para suavizar o relativizar las protestas de quienes, todavía hoy, rechazan por abusiva esta segunda restricción, obviamente dictada por el inglés american).

La casi total ausencia de americano en el XVII se ve apenas compensada por la cierta vida que durante él tuvo américo. DHLE cita de nuevo para este adjetivo, como es natural, el muy interesante texto de Cobo; y el conjunto del artículo muestra el buen olfato de este: américo no estaba muy «recebido» en el uso. Aparece por vez primera en 1602 («más que el tesoro Américo», reza un verso de aquel poeta tan aficionado a los esdrújulos que fue Cairasco de Figueroa); sigue un texto del P. Juan de la Puente (1612) en que se usa ya sustantivado y referido a persona: «los Chinos y Américos, gente mal barbada, y muy parecidos a los que en España llamamos lampiños». El pasaje de Cobo completa la tríada de ejemplos habitual en el Diccionario histórico, tras la cual se nos informa de que en los materiales de la Academia hay cuatro textos más del XVII; serán, tal vez, los de Góngora («tributos digo américos» en la Soledad segunda, 16146), Jáuregui («hasta el confín américo distante», en las Rimas, 16187), Calderón («al américo hemisferio», en el auto El nuevo palacio del Retiro, 16348) o Tirso (único ejemplo atestiguado de la forma femenina9). La palabra, como se ve, es de marcada tonalidad literaria. Mayor incluso lo es la del hápax americal, ensayado por Melo en 1649 («en la Americal palestra»), como consigna DHLE en el breve artículo correspondiente. Ambos conatos sucumbirán ante americano en el XVIII, aunque américo tiene una leve resurrección ocasional -y archiliteraria- en un poeta uruguayo de mediados del XX, Edgardo Ubaldo Genta10.

He de confesar que, como corresponsable en la redacción del DHLE, me dejó algo inquieto aquel largo vacío entre Quevedo y Feijoo, teniendo en cuenta, además, que la segunda mitad del XVII es época que presentaba algunas carencias en la documentación manejada para la obra (es, de otra parte, etapa en general mal conocida por los historiadores de la lengua, y la mucho menor brillantez de sus frutos literarios, en comparación con los de la primera, acaso se ha dejado sentir más de lo debido en nuestros estudios). Aun sin apartar de la mente la imagen de la aguja y el pajar, que hasta al más animoso de los lexicógrafos se le impone en estos casos, había que perseverar en la búsqueda de nueva documentación correspondiente a ese lapso de tiempo y, tal vez, en textos procedentes de la propia América. De momento, los útiles materiales reunidos por Peter Boyd-Bowman confirmaban lo establecido por el DHLE; pues, en efecto, americano falta por completo en el Léxico hispanoamericano del XVI y del XVII; en el del XVIII, en cambio, abundan los testimonios, desde 1738 en adelante11.

La búsqueda ha dado frutos, y creo que interesantes, pues nos permiten asegurar que el uso del gentilicio americano era ya bastante corriente al menos entre algunos autores criollos de la América española a finales del XVII, como enseguida mostraré. Mas antes he de indicar que en el océano de la documentación posible ha aparecido otro texto que nos permite retrodatar en unos años la primera documentación de la palabra que estudiamos. Ese texto nos lo ha suministrado el Corpus Diacrónico del Español (CORDE) que elabora en la actualidad la Real Academia Española, y pertenece al Gobierno político de agricultura (1618) de Lope de Deza, citado en dicho corpus por una edición moderna. El hambre extrema, escribe el autor, ha sido en ocasiones superior al amor paternal,

pues ha habido padres hambrientos que se han comido a sus propios hijos (dejo los Americanos, en quienes era costumbre, y trato de los Políticos y donde las leyes de la naturaleza estuvieron en su punto)12.


Ahora bien -y sin entrar, naturalmente, a comentar la desinformación del autor-, hay un detalle sumamente curioso que hemos de añadir. Consultada la edición príncipe de esta obra de Lope de Deza, lo que encontramos en ese pasaje es la lectura «Amexicanos»13, que, sin embargo, se enmienda en la «Fe de erratas» del libro por la correcta: «Americanos». Ha hecho muy bien, por tanto, el editor moderno en restituir la lección correcta (correcta y corregida, insisto, en la propia edición antigua). Lo que me parece significativo es que el cajista de 1618 se equivocara, precisamente, en esta palabra: no creo arriesgado suponer que ello se debiera, como hartas veces ocurre en tales situaciones, a que la voz le resultaba desconocida o novedosa; más aún, parece que quiso aproximarla, acaso inconscientemente, a mexicano, que sí conocería, pues corría desde tiempo atrás.

Estaríamos, pues, ante una nueva prueba de la extrema rareza -entonces- de americano, voz que, con la información de que disponemos, podemos seguir considerando muy excepcional en el XVII (excluido, como enseguida se comprobará, y solo por lo que al uso ultramarino se refiere, su tramo final), además de tardía (por inexistente a lo largo de todo el XVI). Desde luego, no son en absoluto descartables nuevos hallazgos: todo investigador experimentado sabrá cuán prudentes hemos de ser antes de dar por cerrada una pesquisa de esta naturaleza. Pero creo que, aun de producirse, esos hallazgos no llegarían a cambiar mucho el panorama que aquí trazo.

Los historiadores del léxico habríamos de ponernos de acuerdo algún día en algo que es solo aparentemente simple: determinar qué entendemos por nacimiento de una palabra. Si convenimos en que para extender la partida de nacimiento de un vocablo nos basta consignar en ella la fecha de su primera documentación -escrita, naturalmente; no hay otra opción para las épocas pretéritas del idioma-, la cosa está clara, aunque esa primera datación no suela estar definitivamente libre de eventuales desmentidos. En el caso de americano, la partida en cuestión llevaría, hasta donde hoy sabemos, la fecha 1618. Ahora bien, si se argumenta, y es no solo legítimo sino hasta conveniente hacerlo, que una palabra no puede considerarse verdaderamente «nacida» hasta que alcanza cierto grado de generalización en la lengua, más allá de su ocasional presencia en aislados actos de habla, la cosa se complica sobremanera, y nos desliza por una pendiente en la que una compleja casuística nos acecha por todas partes. No es este el momento de dejarse atrapar por tan ardua cuestión (habría, entre otras muchas cosas, que dilucidar cuándo el testimonio aislado es la punta de un iceberg oculto y cuándo no lo es). Dicho de un modo que espero resulte gráfico, aun cuando pudiéramos estar conformes en que -al menos en ciertas circunstancias...- una golondrina no hace verano, lo que resulta verdaderamente problemático es que nos pongamos de acuerdo en cuántas y cuáles golondrinas sí lo hacen. Pues bien, aun a sabiendas de la complejidad del asunto, hay indicios que nos permiten afirmar (también provisionalmente, desde luego) que americano «nace», en este segundo sentido de lo que es «nacer» en historia del léxico, a fines del XVII, y precisamente en América, y en labios, o en pluma, de algunos autores criollos, esto es, nacidos en el nuevo continente.

Al menos, hay pruebas reiteradas de que la palabra forma parte del idiolecto de los dos más destacados autores novohispanos de esa época. Me refiero, en primer lugar, al sabio y polifacético don Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700)14, en cuyos escritos he podido hacer copiosa cosecha de ejemplos de uso de nuestro gentilicio. Los consignaré aquí en orden cronológico.

1. El más antiguo se encuentra en un poema de juventud, Primavera indiana, compuesto hacia 1662: «Es el Americano Guadalupe / Antes fúnebre alvergue de la noche»15.

2. Las Glorias de Querétaro en la Nueva Congregación Eclesiástica de María Santíssima de Guadalupe con que se ilustra y en el Sumptuoso Templo que dedicó a su obsequio D. Juan Cavallero y Ocio (México, 1680) nos han deparado tres ocurrencias16:

Caso estraño ser MARÍA Santíssima de Guadalupe de México el único imán de los Americanos afectos y carecer hasta entonces Querétaro de Imagen suya.


(págs. 9-10)                


Huvo copia grande de faroles, hachones y luminarias, siendo la Iglesia de Guadalupe [...] remedo encendido de los Europeos Vesubios y de los Americanos volcanes.


(pág. 44)                


La persona augusta del invictíssimo Emperador Carlos V, en quien recayó la occidental Monarquía con que estendió su dominio desde la Boreal Alemania hasta el Americano occidente...


(pág. 49).                


Se notarán, en los textos hasta ahora citados, tanto la significativa asociación de un sentimiento de «americanidad» con la virgen de Guadalupe como la clara contraposición (pero también equiparación) entre el mundo europeo y el mundo americano.

3. Theatro de virtudes políticas que constituyen a un Príncipe; advertidas en los Monarcas antiguos del Mexicano Imperio, con cuyas efigies se hermoseó el Arco triunfal que la Muy Noble, Muy Leal, Imperial Ciudad de México erigió para el digno recibimiento en ella del Excelentíssimo Señor Virrey Conde de Paredes, Marqués de Laguna, &c... (México, 1680). Encontramos aquí el primer ejemplo de uso sustantivo de americano referido a persona. Don Carlos está hablando de que en Europa se consagran arcos triunfales a los héroes de las victorias militares logradas sobre naciones extranjeras, y escribe17:

En esto bien tiene en qué ocuparse la Europa, como gloriarnos los Americanos de no necesitar de conseguir estas dichas.


(pág. 232)                


Por lo demás, en la misma obra leemos una referencia a «los americanos ingenios» (pág. 238) y dos a «los Indios Americanos» (págs. 247 y 267).

4. Triumpho Parthénico que en Glorias de María Santísima, immaculadamente concebida, celebró la Pontificia, Imperial y Regia Academia Mexicana... (México, 1683)18; contiene una mención de «el Americano Occidente» (pág. 41).

5. Parayvso occidental, plantado y cultivado por la liberal benéfica mano de los muy Cathólicos y poderosos Reyes de España Nuestros Señores en su magnífico real Convento de Jesús María de México (México, 1684). Nuestra palabra aparece en un texto de gran interés, por la profunda conciencia criolla que revela; refiriéndose a cierta monja -mexicana, por supuesto- del convento en cuestión, escribe Sigüenza19:

Alcanzóle también a ella la infelicidad con que procura nuestra desgracia el que no se propague por el mundo lo que, por ser Americano, aunque en sí sea muy grande, lo tienen en el resto del universo por despreciable cosa; pues, no quedando ni aun el primer borrador de su vida en la Nueva España, pereció el original de ella en la antigua [i. e., en España], donde murió su Autor.


(fol. 161vº)                


6. La obra más importante de Sigüenza, la que le revela como un destacado representante en el Nuevo Mundo del espíritu de los «novatores», es la Libra astronómica y filosófica (México, 1690; redactada, sin embargo, en 1681). Se trata del más firme alegato antiastrológico suscitado en el mundo hispánico por el célebre cometa de 1680-81; y puesto que está destinado a refutar, esencialmente, un escrito en que cierto jesuita austriaco, el P. Eusebio Francisco Kino, defendía la infausta significación de los cometas, tiene el valor añadido de mostrarnos el legítimo orgullo con que el sabio criollo se proclama único observador científico del cometa en -como escribe él mismo- «esta Septentrional América Española», subrayando el contraste con la trasnochada visión de su contrincante europeo. Júzguese, si no, por estos interesantísimos pasajes20:

¡Viva mil años el muy religioso y reverendo padre por el alto concepto que tuvo de nosotros los americanos al escribir estas cláusulas! Piensan en algunas partes de la Europa, y con especialidad en las septentrionales, por más remotas, que no solo los indios, habitadores originarios de estos países, sino que los que de padres españoles casualmente nacimos en ellos, o andamos en dos pies por divina dispensación, o que aun valiéndose de microscopios ingleses apenas se descubre en nosotros lo racional.


(pág. 85)                


¡En qué razón, en qué juicio, en qué entendimiento (no digo de alemán y cultivado en la Universidad celebérrima de Ingolstadio, sino de americano y mal desbastado en la aún poco célebre de mi patria México) cabe el decir que de lo sucedido por los años de 1641 y 1644 fue precursor, causa o señal el cometa que se apareció por diciembre de 1652...!


(pág. 88)                


En la misma obra anotamos «los reyes americanos, cuyos trágicos fines se leen con lástima en las indianas historias» (pág. 39), y otro ejemplo del uso sustantivado, «los americanos» (pág. 86).

7. Relación de lo sucedido a la Armada de Barlovento a fines del año pasado y principios de este de 1691 (México, 1691). Un solo ejemplo21: «la Náutica americana» (pág. 223).

8. Trofeo de la justicia española en el castigo de la alevosía francesa, que al abrigo de la Armada de Barlovento ejecutaron los lanceros de la Isla de Santo Domingo en los que de aquella nación ocupan sus costas (México, 1691). En la dedicatoria se equiparan el «militar europeo espíritu» y el «espíritu americano» (pág. 112); en el resto de la obra encuentro, varias veces, «las católicas armas americanas» (págs. 148, 173, 187 y 189)22.

Hasta aquí los testimonios acopiados en la producción toda de Sigüenza23. Pasemos ahora a quien fue buena amiga suya y figura cimera de la poesía barroca colonial, sor Juana Inés de la Cruz, en cuyas obras también he podido documentar -tras búsqueda demorada, aunque no exhaustiva- algunos ejemplos de americano. Se diría que la coincidencia, lejos de ser casual, responde a una común sensibilidad de criollos24. Los textos de Sor Juana son los siguientes25:

1. En Neptuno alegórico... (c 1680) se refiere a la ciudad de México como «la cabeza del reino americano» (IV, pág. 405)26.

2. En la Loa a los años del Excelentísimo Señor Conde de Galve, que precedió a la representación de la comedia Amor es más laberinto (1689)27, hay un texto bastante similar: «Y la Muy Noble Ciudad / que imperial corona pone / al Americano cuello / de aqueste Occidental Orbe...» (IV, pág. 206)28.

3. En la Loa para el auto intitulado «El cetro de José» (1692) se alude a «la Gente Americana» (III, pág. 187).

Más relevante, incluso, es el hecho de que a partir de su segunda edición, el primer volumen de las obras de sor Juana llevara por título Poemas de la única Poetisa Americana, Musa Dézima... (Madrid, 1690), denominación que reaparece en el tercer volumen, Fama y obras pósthumas del Fénix de México, Décima Musa, Poetisa Americana... (Madrid, 1700); nótese que se trata ya de libros impresos en la metrópoli, lo que abre la puerta a la circulación por ella del nuevo adjetivo.

También en España, y por las mismas fechas, se imprimió un volumen poético misceláneo debido a otro poeta criollo, mas no novohispano esta vez, sino neogranadino, nacido en Santa Fe de Bogotá en 1647, venido a España en 1700 y aquí fallecido en 1704: Francisco Álvarez de Velasco y Zorrilla. El volumen, titulado Rhyvthmica sacra, moral y laudatoria29, incluye, entre otras muchas cosas, unas endechas dirigidas a la poetisa mexicana, que comienzan «Paysanita querida...». Pero lo más interesante, sin duda, lo encontramos en la «Advertencia y protesta del autor, con que da fin este Libro»:

No puedo escusar el prevenir a los letores que, aviendo visto estas Obras algunas personas tan discretas como eloqüentes de las muchas que ay en esta Corte, han reparado en algunas vozes, que unas no están por acá en uso, otras se tienen por demasiado baxas, y otras (porque lo ha querido assí el antojo de la malicia) por impuras; y creyendo yo en las Indias que eran corrientes en todo [sic] España, porque no de otra parte nos han ido los Maestros que han enseñado en ellas la Lengua Castellana, siendo los dichos términos en quienes se ha reparado allá muy usados, no cuidé de evitarlos, por creer que acá sería lo mesmo; y porque aviendo escrito estas imperfectas obras en Indias y no en Castilla, y que en ellas también tenemos nuestros Indianismos, naturalmente avré usado de algunos, como de inmemoriales locuciones de que usamos los Americanos, como acá de otros Hispanismos; lo qual advierto porque me dissimulen los letores las impropriedades de vozes, frases o metáforas en que tropezare su discreción.


El pasaje, creemos, es de una excepcional importancia para la historia de la lengua española, pues refleja una clarísima «conciencia lingüística» diferencial americana, bien que limitada -lo que, por otra parte, nada tiene de extraño- al plano léxico. Ahí está el tono indisimuladamente orgulloso con que, tras la aparente modestia, habla el autor, en primera persona del plural, de «los Americanos». Y ahí está, en fecha sorprendentemente temprana (1703), esa acuñación del término indianismo, que, nótese bien, no vale "indigenismo", sino, igual que el hoy equívoco americanismo en una de sus acepciones, "elemento léxico propio o característico del español de América".

Lo cual es perfectamente explicable, pues, dado que la denominación oficial y abrumadoramente mayoritaria para el conjunto de posesiones ultramarinas venía siendo Indias, lo lógico es que el adjetivo que calificara lo "relativo a las Indias" fuera indiano, vocablo también apto, desde luego, para designar, sin la especifidad étnica de indio, al "natural de las Indias"30. En el quicio de los siglos XVII y XVIII, indiano ya tiene un sinónimo que permite a Álvarez de Velasco lucirse en el manejo de la variatio: los indianismos de que usamos los americanos.

No dispongo de datos estadísticos sobre la frecuencia relativa en el empleo de Indias, Nuevo Mundo y América a lo largo de los siglos XVI y XVII, pero creo que bastará apelar a le experiencia lectora para convenir en que no erramos al considerar a la primera de esas designaciones «abrumadoramente mayoritaria». Es evidente que América suscitó rechazo entre los españoles, rechazo que varias veces se hizo explícito; pese a todo, y como era inevitable que sucediera, el nombre fue ganando terreno poco a poco, haciéndose cada vez menos raro a medida que nos acercamos al XVIII31.

Lo extraño es que, simultáneamente, no prosperara en similar medida americano, cuyo uso en la península fue, ya lo hemos visto, rarísimo. Tanto, que por las fechas en que, como acabamos de mostrar, ya empieza a generalizarse entre los criollos, sigue sin aparecer en textos de españoles. En vano se buscará en las casi setecientas páginas del Estado eclesiástico, político y militar de la América (o Grandeza de Indias) (1683) del prolijo arbitrista Gabriel Fernández de Villalobos, marqués de Varinas32 (nacido en la metrópoli, pero buen conocedor directo del nuevo continente), y ello a pesar de que la alternancia denominativa del título se mantiene, como era de esperar, a lo largo de toda la obra (con clara preferencia, no obstante, por el nombre tradicional, Indias).

Queda claro, a mi parecer, que el nuevo gentilicio «nació» en América, y que -pronto repartido entre la mera referencia geográfica y la designación de los nacidos en ella- su adopción ha de relacionarse con la maduración de la conciencia y el orgullo criollos. No puedo aportar más pruebas que lo confirmen, aunque es probable que existan. Me he acercado a otro importante foco de criollismo de la América hispana, el virreinato del Perú, y allí he encontrado, siempre en las mismas fechas, un testimonio casi sobrecogedor de las tensiones entre españoles europeos y españoles americanos, pero expresado esta vez, en lo que a los segundos se refiere -y en boca de uno de ellos-, mediante la palabra indiano:

¡Con qué desprecio y aun cólera mira el noble europeo a la persona, al cavallero y al sujeto indiano, y estos con qué tedio, sobrecejo y aun horror miran aquellos, sin más ocasión que nacieron o no nacieron aquí! [...] Los más que pasan acá se quedan casados con las señoras indianas, y estas y todos tenemos en las Españas nuestro origen. [...] Pero si en fee, en ydioma, vasallaje, phisionomía, ciencias, artes, cultura, política, trajes y demás prendas naturales y adquiridas nos vemos tan emparentados y tan unos que a mí me juzga europeo el que no me pregunta por mi patria, y al de España yndiano el que no lo vio nacer allá, ¿qué infame torpedad es esta que nos desune?33


Es probable que en otras lenguas europeas el gentilicio correspondiente a América tuviera no solo más temprano, sino también más extendido empleo34. Acaso no sea casualidad que Quevedo, en el citado pasaje de La Hora de todos, ponga la palabra americano en labios de un holandés. El caso es que, de nuevo en fechas muy avanzadas del XVII, nuestro adjetivo reaparece en la curiosa y bastante célebre traducción que un médico español afincado en Amsterdam, y llamado (?) Alonso de Buena-Maison, hace de un fascinante libro holandés del también médico Alexander O. Exquemelin, De Americaensche Zee-Rovers (1678), con el título Piratas de la América, y luz a la defensa de las costas de Indias Occidentales (Colonia, 1681)35. El gentilicio se emplea ahí solo como referencia geográfica: «el Poniente Americano», pág. 1; «aquellas Costas Americanas», pág. 65; «la parte Septentrional Americana»36. Pero es un indicio de que traducciones como esta, en la medida en que alcanzaran cierta difusión, pudieron también contribuir en algo a que se llenara aquel anómalo hueco del léxico español. Es también significativo que el primer diccionario de nuestra lengua que registra americano sea de 1705: se trata del bilingüe español-francés de Francisco Sobrino, publicado en Bruselas en el año dicho37.

En cualquier caso, cuando en 1730 Feijoo dedica un discurso del tomo IV del Teatro crítico a defender la excelencia intelectual de los criollos, lo titula, con toda naturalidad, «Españoles americanos». Mas solo durante ese siglo resultaría ya posible ser a un tiempo español y americano. En los umbrales del siguiente, Alejandro de Humboldt escribe las impresiones de su estancia en México y nos deja este precioso testimonio:

Los criollos prefieren que se les llame americanos; y desde la paz de Versalles y, especialmente, después de 1789, se les oye decir muchas veces con orgullo: «Yo no soy español, soy americano»; palabras que descubren los síntomas de un antiguo resentimiento38.


Lo que aquí he pretendido mostrar es que, justo un siglo antes, una minoría de criollos había preparado el camino a esos artífices de la independencia, haciendo posible que tuvieran a punto el adjetivo que enarbolaron como bandera.





 
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