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ArribaAbajoSilverio Lanza y Silvestre Paradox

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¿Ha existido o no ha existido? ¿Es un personaje mítico o de la historia? Tanto se ha hablado de Silverio Lanza que Silverio se ha convertido en un ente de razón, bromeaba Azorín al referirse al solitario de Getafe y a lo poco, muy poco, que de él se sabía. Y Segundo Serrano Poncela, uno de los críticos que con mayor inteligencia se han acercado a este escritor, señala que «para levantar este velo de ceniza serán necesarios muchos esfuerzos. Silverio Lanza es casi una entelequia y en ocasiones se llega hasta a dudar de su existencia.» (El secreto de Melibea, p. 72).

Si para los que lo conocieron y lo trataron fue siempre Silverio Lanza un hombre misterioso, un solitario que se había apartado de la vida literaria de su tiempo, mitad por orgullo y desdén, mitad por no haber encontrado lectores capaces de comprenderlo («puede ser que resulten novelas mis escritos, afirmaba en cierta ocasión, pero yo sólo me dedico a escribir a Dios dándole noticias de lo que pasa en la tierra»); para nosotros, tan alejados de la época de la Restauración en que le tocó vivir y escribir, tan duros -y en ocasiones injustos- para con los hombres y las normas sociales de aquel tiempo, el acercamiento a Silverio Lanza, hombre algo fantasmal que aparece, con su gesto altivo y amargado, en plena época fantasmal, es empresa ardua. Todo parece frágil, como de humo, en aquellos años, si los miramos desde la perspectiva de   —132→   nuestro siglo; cuando queremos acercarnos a ellos -a los años y los hombres de la Restauración- las sombras se arremolinan, y acaban por disiparse en una neblina de historia, en un caos de apariencia. «Parece que en la Restauración nada falta -según Ortega-; hay allí grandes estadistas, grandes pensadores, grandes generales..., pero todo esto acontece dentro de la órbita de un sueño; es la imagen de una vida donde sólo hay de real el acto que la imagina. La Restauración fue un panorama de fantasmas, y Cánovas, el gran empresario de la fantasmagoría». Ya en 1898 Joaquín Costa subrayaba la misma inconsistencia de la época: «Esta que creíamos nación de bronce ha resultado ser una caña hueca. Donde estábamos acostumbrados a mirar ejército, marina, prensa, escuelas, pensadores, justicia, parlamento, crédito, partidos, hombres de Estado, clases directoras, no había más que lienzos pintados, verdadera tramoya a estilo de la de Potemkin, que el estampido de unos cuantos cañones ha bastado para hacer venir al suelo hasta sin estrépito». Marasmo, quietud, cultivo de las apariencias, filosofía del «como si» transformada en receta política: ésa fue la época en que se movió la figura -que los años y el descuido de sus contemporáneos han borrado en parte- de Silverio Lanza, que vendría a ser así, colocado en su época, una especie de fantasma de segundo grado.

Y sin embargo el hombre que Gómez de la Serna definía como «espíritu unigénito de España durante unos años de ramplonería», el hombre cuyos libros -según Azorín- «no se parecen a nada; únicos en su época», merece una atención, un interés, que críticos y lectores no se han decidido a concederle todavía. Quizá lo más urgente sería una reedición de algunas de sus obras, conocidas todavía en forma muy fragmentaria a través del libro antológico editado por Gómez de la Serna. Más de una vez los amigos de Silverio Lanza han vaticinado un éxito póstumo que todavía no ha llegado: «¿Cuándo saldrá a   —133→   flote? -se preguntaba Pío Baroja en 1902- Quizá les pase a sus obras como a las de Stendhal... como últimamente entre nosotros a los libros de Ganivet...; una reacción va iniciándose que hará que estos grandes desconocidos sean, al fin, los triunfadores». Evidentemente el comparar a Silverio Lanza con Stendhal nos parece hoy cosa harto forzada, o, mejor dicho, imposible. El escritor español nunca aprendió a organizar sus materiales, a escribir novelas tal como las entendemos hoy -y además, lo cual explica su falta de éxito, tal como se escribían en su tiempo- y sus libros presentan una desconcertante sucesión de relatos casi desconectados entre sí; su pensamiento procedía a saltos, caprichosamente, arbitrariamente; estaba mucho más capacitado (como señala Serrano Poncela) para el cuento que para la novela. Es cierto que hacia el final de su vida trató de ordenar y sistematizar sus ideas: su esfuerzo filosófico-antropológico, si bien no debe ser juzgado a la ligera, terminó en lo que hoy nos parece una posición incompleta, y sobre todo muy siglo XIX: un evolucionismo moralizador influido quizá en parte por Haeckel, en parte por Nietzsche, en parte por los krausistas -y aquí habría que determinar el porcentaje de todos estos ingredientes, tarea harto difícil- y además cristalizado a medias, en una obra inconclusa: ¿inconclusa porque le sorprendió la muerte o porque no fue capaz de darle fin? (Una vez más nuestra tentativa de acercamiento debe terminar en una serie de preguntas sin respuesta).

Pero pasemos ahora a un amigo y cuasi admirador de S. L.: Pío Baroja. No para cambiar de tema; para completar ideas.

No es necesario subrayar aquí, por otra parte, que las opiniones literarias de Pío Baroja suelen ser muy subjetivas y un tanto arbitrarias (no olvidemos, por otra parte, que no era el único en lanzar opiniones más o menos absurdas acerca de los escritores de su tiempo: en sus Memorias   —134→   (III, p. 268) se refiere a un crítico norteamericano que «había asegurado que si él fuera español, sentiría más que perder las Colonias, no tener en la literatura patria un escritor como Palacio Valdés», y cita al propio Palacio Valdés, afirmando que éste sostenía que «por entonces, los norteamericanos discutían qué escritor de primera fila era más universal y más profundo, si el conde Tolstoi o él». Per o el caso es que de todos los escritores de la generación del 98 que tuvieron relaciones personales con Silverio Lanza (Azorín, Maeztu, Gómez de la Serna, que sin pertenecer estrictamente a la generación del 98, por su cronología y por su espíritu, empezaba ya, por aquellos años, a agitarse y pronto habría de organizar su tertulia), Baroja es de los menos entusiastas con respecto a Silverio Lanza: «Silverio Lanza era hombre raro: a veces parecía hombre bueno, a veces parecía de muy malas intenciones... era hombre un poco fantástico, tenía extraños proyectos políticos... tenía por mí una semiamistad y una semienemistad... Yo hablé con elogio de la literatura de Lanza, y escribí algunos artículos en que le citaba. A pesar de esto, me dijeron que yo había denigrado a Silverio. El pequeño mundo de la literatura española ha sido de una estupidez y de una mezquinidad rara...» (III, 208-209). Baroja fue colega de Lanza en la redacción de la revista Arte joven. Debió de conocer a Lanza hacia 1898 ó 1899, época en que Lanza frecuentaba tertulias madrileñas: «Yo conocí a Silverio Lanza por un amigo suyo y mío que se llamaba Antonio Gil.» (III, 207). Lo esencial es que, en conjunto, Baroja no habló mal de Lanza, ni en aquellos años, ni en sus Memorias -en las que critica con cierta violencia a Unamuno, a Valle-Inclán, a Blasco Ibáñez, a Palacio Valdés, a Ortega, a Galdós, a tantos otros-. (Señalamos, de paso, que Baroja parece ajustarse, en sus opiniones acerca de otros escritores, a la definición del crítico literario dada por él mismo: «la preocupación de todos los críticos es convencernos a los   —135→   escritores de que lo que creemos nosotros que hacemos con las manos, lo hacemos con los pies») (III, 185).

La revista Arte joven empezó a publicarse en 1900. Por aquellas fechas (o un poco antes) debió iniciar Baroja la redacción de Aventuras... de Silvestre Paradox, aparecido en forma de libro en 1901 pero publicado un poco antes como folletín de El Globo. Era la época de su amistad con Silverio Lanza. ¿Hasta qué punto influyó éste en las primeras obras de Baroja? Es asunto espinoso, nada fácil de resolver. Baroja debió de admirar en Lanza lo que éste tenía de inadaptado, de irregular, de rebelde. También, sin duda, debió interesarle su ingenio paradójico y arbitrario -sin excluir que Baroja se sintiera irritado más de una vez ante las teorías más o menos absurdas de Lanza acerca de la actualidad española y sus posibles remedios-. Saltan a la vista las afinidades de Lanza con el anarquismo y con el antiguo «arbitrismo» ibérico, que Costa y otras figuras políticas del momento estaban remozando con más fortuna literaria que éxito político. Acerca de las relaciones entre Lanza y los hombres del 98, nos remitimos al largo -pero imprescindible- párrafo de Serrano Poncela en El secreto de Melibea: «Si alguna vez se llega a conocer la obra de Silverio Lanza y éste ocupa el lugar que le corresponde en la historia de la literatura española moderna, será ocasión, entonces, de estudiar la influencia inmediata que tuvo sobre algunos escritores noventayochistas. Ignoro hasta qué punto pudo entusiasmar a Ramiro de Maeztu; mas en la primera parte de su obra, sobre todo la anterior a su estancia en el extranjero, hay mucho del arbitrismo desaforado y rutilante del solitario de Getafe, su crítica de los valores burgueses convencionales, su modo brutal de acercarse a los problemas de la vida diaria española finisecular. No se encuentra en Ganivet referencia alguna a los libros de Lanza, pero el personaje de su Artuña presenta coincidencias con Pío Cid. El parentesco entre Silvestre   —136→   Paradox y algunos de los inventores y mixtificadores que aparecen y desaparecen por escotillón en las páginas de Lanza parece muy visible. De todos modos, en Vidas sombrías, primera colección de relatos barojianos, se da una marcada influencia. Aún más, una novela de Unamuno: Amor y pedagogía, se asemeja por su atmósfera y su técnica al modo de contar lanciano o lancino: el diálogo escueto, la ausencia de «circunstancias», el humor pesado, exento de verdadero "humour".» (Págs. 71-72.)

Quizá uno de los rasgos más modernos de Lanza se encuentra en su humorismo amargo, violento, cruel, mucho más afín a las bromas pesadas del barroco que al humorismo dulzón del siglo pasado. Para recordar el vigor del humorismo de Lanza -que no deja de tener mucha afinidad con el humorismo absurdo, forzado si se quiere, pero siempre válido, literariamente hablando, de Gómez de la Serna; y no en vano era y ha sido siempre, hasta hoy, Ramón el principal admirador de Lanza- basta aludir al argumento de uno de los mejores cuentos de Lanza, que Ramón recoge en su antología, y Serrano Poncela resume en su ensayo: «Alguien busca la verdad; no la encuentra sobre la tierra. Al fin, una noche -ya desencantado por su fracaso- se duerme y tiene un sueño. Despierta en el valle de la muerte (técnica narrativa de los sueños quevedianos) y recorre su confusa geografía alentado por la idea de hallar aquí el ideal hasta entonces perseguido vanamente. Penetra en un bello palacio: toda clase de gentes se encuentran en él entregadas a los más variados deleites, y, al cabo, el mosconeo de su pregunta, tratando de hallar a la beldad desconocida, produce tanta indignación como para expulsarle del lugar. Atribulado, solo, lamenta su fracaso mientras recorre un páramo. Una doncella muy hermosa lo recorre también. Vanse juntos; se presentan: se reconocen. Es la verdad, a quien expulsaron antes que a él. La lleva a su casa; se dispone a pasar con ella una noche de amor. De pronto, ya en el lecho, la pregunta: «¿Cómo me encuentras?» Y   —137→   ella: «Muy feo.» Se levanta irritado y la arroja por el balcón». (El secreto de Melibea, págs. 84-85).

Otras ideas de Lanza que debieron gustarle a Baroja eran su implacable odio a los caciques, su misantropía («Dios hizo las aguas, la tierra, los astros, las plantas, los animales, el hombre y la mujer; y no siguió haciendo porque comprendió, en su infinita sabiduría, que lo iba haciendo muy mal»), su crítica de la España contemporánea: «Hay países donde quien no huele a cera, huele a vino o huele a mierda», su mezcla de lo absurdo y lo sentimental: «Con Lanza -señala Azorín- asistíamos al desfile de una porción de paradojas, salidas de tono y digresiones estrambóticas; nos sentíamos a ratos cansados y a ratos distraídos. Y de pronto, el romántico, el pasional aparecía entre nosotros poniéndonos ante los ojos una escena que nos conmovía y nos llegaba violentamente al alma.» (Subrayamos nosotros).

Nihilismo, filoanarquismo, sentimentalismo, propensión a la blasfemia son -debieron ser- puntos de vista que sin duda hubieron de acercar a Lanza y Baroja. La actitud irónica, escéptica, el amor al diálogo -la técnica del diálogo, con frecuencia excluyente: hay un cuento de Lanza, reproducido en la antología La prosa española del siglo XIX, recopilada por Max Aub y publicada en México por Robredo, que es un puro diálogo, sin descripción alguna; diálogo rústico, en un estilo que recuerda vagamente a Gabriel y Galán- y el espíritu de burla -de una burla con frecuencia amarga, con frecuencia disuelta no en una sonrisa o en una carcajada, sino más bien en una mueca- eran otros tantos puentes entre los dos escritores.

Es evidente que lo que más une a dos hombres es una afinidad en las antipatías y en las simpatías, o, como suele decirse, en su sistema de valores. Lanza y Baroja coincidían en muchas cosas: en su amor a los marinos y a los viajes en barco, en su odio a los policías y a los curas, y,   —138→   sobre todo, en su interés por los asuntos científicos, cosa poco común en una época -el final del siglo pasado- en que el positivismo iba ya de capa caída y era combatido por tendencias espiritualistas, personalistas, antimaterialistas. (Recuérdese, por ejemplo, el enconado ataque de Unamuno en contra de los científicos o seudocientíficos.) De todos sus compañeros de generación, era Baroja el que, por motivos en parte de educación profesional, y en parte de gusto cultivado conscientemente y nunca debilitado (incluso en quien, como él, sentía fuertes simpatías por el escepticismo) se sentía más cerca de la actitud científica, y a lo largo de su vida (sobre todo en sus Memorias: véanse numerosos pasajes en el tomo III) afirmó que la ciencia era lo único que valía la pena, lo único de lo que no había renegado. Ahora bien: Lanza era un aficionado a la ciencia, a los laboratorios caseros, a las curiosidades de gabinete de física, de antropología o de biología, y en más de una ocasión se encuentran en sus obras alusiones que parecen salidas de la pluma de un médico. (Escribió en uno de sus artículos: «No besen ustedes a las jóvenes que usan polvos de arroz, porque casi todos tienen sales de plomo que producen excoriaciones en los labios, por lo menos.») (Cit. por Gómez de la Serna, Biografías completas, pág. 1252). En su casa de Getafe guardaba extraños aparatos que le servían para sus experimentos antropológicos: «A veces -comenta Gómez de la Serna- nos enseñaba el esqueleto que tenía guardado como en la caja erguida de un reloj de alta caja, y, a veces, nos enseñaba el cuarto dedicado a sus experimentos de antropocultura, y en el que había armado varios aparatos como guillotinas o instrumentos para dar garrote, aparatos como los que sirven para tallar a los quintos, y una cama con colchón de flores, en la que acostaba al mensurado para apuntar las últimas mensuraciones. Aquel cuarto, que parecía el de las ejecuciones o el de la magia negra, nos preocupaba mucho y mirábamos a sus ventanas como de   —139→   hospital cuando salíamos de aquellos sombríos departamentos de la casa...» (Ibid., 1240).

Hay más: veleidades eléctricas y mecánicas. «La gran curiosidad de la casa jovial de Lanza eran los timbres. Además de los hilos ideales que la cruzaban, y con los que parecía comunicarse con lo internacional, como si tuviese un asta sutil de telegrafía sin hilos sobre su tejado, había toda una red enmarañada de hilos de timbre que iban a parar a un cuadro central que estaba en su alcoba. Allí, en aquel registro de su alcoba, se anunciaba todo; cuando habían abierto una puerta lejana, cuando en su ausencia alguien había pasado tal umbral y hasta cuando se cernía la tormenta sobre su tejado; pero ninguno comunicaba con la Guardia Civil, como se ha dicho. Con sus instalaciones de timbres se entretenía... (Ibid., pág. 1240).

En su interesante -más que interesante: imprescindible- libro sobre El pensamiento de Pío Baroja, publicado en Méjico por la editorial Robredo en 1963, Carmen Iglesias, en pasajes que nos parecen ser algunos de los pocos lunares que se le pueden achacar a su libro -en general excelente- insiste, en forma que nos parece arbitraria y excesiva, en el carácter autobiográfico de Aventuras... de Paradox. Por ejemplo: «En Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox, Baroja se retrata a sí mismo en el protagonista y se convierte en científico y en inventor. La figura de Paradox está tratada con un cariño no exento de ironía, como si su autor hubiera querido retratar en este Quijote de la ciencia sus propios fracasos y desilusiones.» (Pág. 110, nota 11). Nos parece unilateral y desacertado este punto de vista. En primer lugar, no es ésta la forma en que un novelista, por lo general, procede al elaborar sus personajes; casi siempre combina dos o más personajes conocidos, o le añade y quita a uno, dos, o más personajes conocidos, una serie de características, para llegar a una síntesis. El   —140→   retrato «fotográfico», ya sea de sí mismo o bien de otra persona, tiene lugar muy pocas veces en literatura. Un examen atento de las Memorias de Baroja habría llevado a Carmen Iglesias a matizar sus conclusiones, y señalar que el propio Baroja nos da la pista que permite afirmar que Paradox tuvo un modelo «de carne y hueso» distinto a la persona de su autor. Leemos en la página 67 del vol. III: «También venía (sic) a mi casa un hombre alto y flaco con la barba negra e inculta y la nariz colorada como una rosa, que había ideado una ratonera con un espejo, basada en el instinto de sociabilidad de los ratones; un inventor del aprovechamiento de los rastros de los caracoles en la tierra y otros tipos parecidos.» Poco antes habla de su amigo Lamotte, que no necesitaba para sus invenciones más que dos cosas: «luz cenital y agua corriente». Algunos de aquellos tipos pintorescos debieron de impresionar hondamente a Baroja: «Al pensar en muchos de aquellos tipos que pasaron al lado de uno con sus sueños, con sus preocupaciones, con sus extravagancias, la mayoría tontos y alocados, pero algunos, pocos, inteligentes y nobles, siente uno en el fondo del alma un sentimiento confuso de horror y de tristeza.» (III, 68).

¿Llegó Baroja a visitar la casa de Lanza en Getafe? ¿Hasta qué punto hay rastros de Lanza en la figura de Paradox? ¿Cuántos son los personajes que expresan ideas que Baroja pudo haber escuchado de labios de Silverio Lanza? El antifeminismo del escritor de Getafe es bien conocido. Y Paradox, en Paradox, rey, declara, al hablar de una mujer: «Creo que estamos en presencia de una gallinácea vulgar. Ya sabe usted que estas aves tienen la mandíbula superior abovedada, las ventanas de la nariz cubiertas por una escama cartilaginosa, el esternón óseo y en él dos escotaduras anchas y profundas, las alas pequeñas y el vuelo corto. Son los caracteres de miss Pich.» No abundan los insultos directos a mujeres en las obras de Baroja. El propio Silverio Lanza, en el discurso que pronunció en el banquete a Baroja, declaró «que el defecto   —141→   de la obra de Baroja es que carece de mujeres, que no hay en ella una sola mujer verdadera» (cit. por G. de la Serna, p. 1242), quizá porque a Lanza le parecía que Baroja no era suficientemente duro y crudo en su presentación de personajes femeninos. Es sobre todo, el tono mismo de las novelas sobre Paradox lo que nos recuerda la personalidad de Lanza tal como ha sido descrita por los que le conocieron: la mezcla de utopía e ironía, de fantasía y brutalidad. Paradox, rey, novela fantástica, irónica y sentimental (recuérdense los dos capítulos poético-sentimentales, el «Elogio sentimental del acordeón» y el «Elogio de los viejos caballos del tiovivo»), nos presenta a un héroe contradictorio, cínico y utópico, desadaptado y práctico: un anarquista-rey, un hombre de acción que es sentimental y tierno. Odia la policía y los códigos, quiere escuelas sin maestros, es científico y arbitrista. «Una serie de cabriolas, de saltos, de ideas apareciendo y desapareciendo, tan pronto cómicas como profundas... Su cerebro estaba lleno de ideas y de paradojas; un bullir continuo de proyectos, razonados unos, ilógicos otros; de planes políticos, sociales, mercantiles...; un pensador de una originalidad violenta, de una independencia salvaje y huraña.» ¿Descripción de Silvestre Paradox? No; estas líneas contienen la descripción de Silverio Lanza por el propio Baroja (en Tablado de Arlequín, de 1904). «Silverio Lanza -decía Baroja en sus Memorias- como era un hombre un poco fantástico, tenía extraños proyectos políticos... Silverio Lanza quería que la literatura se hiciese, no como decía Quintilano de la Historia, ad narrandum, sino ad probandum.» (Memorias, III, 298). Las novelas barojianas sobre Paradox son, quizá, las más políticas, y las más de tesis, de don Pío.

Como Silverio Lanza, fue Baroja un hombre de acción frustrado y al refugiarse en la literatura dotó a sus personajes de la pasión por la violencia y el activismo que él no había podido desarrollar en su vida. Es indudable que Paradox tiene mucho de Baroja. Creemos   —142→   que Carmen Iglesias se acerca mucho más a la verdad cuando afirma que Baroja ha cultivado a veces un «tipo de novela que podríamos llamar semiautobiográfica, en la que la figura central se inicia con cierta independencia, pero, insensiblemente, va transformándose hasta identificarse con su autor: Silvestre Paradox (en Aventuras...) (pág. 20). Las dos novelas de Baroja a que hemos hecho alusión son fruto de una compleja síntesis. En la ideología de Baroja, Heráclito, Darwin, Shopenhauer, las ideas anarquistas y anticlericales, se codean en extraña -pero con frecuencia fresca y simpática- mescolanza. En Paradox, rey, por ejemplo, encontramos rasgos autobiográficos (el incidente del gallo emborrachado por un médico, en el cap. III, por ejemplo, es algo vivido por Baroja durante su viaje a Tánger: véase sus Memorias, III, p. 310). El capítulo X, «El gran proyecto», contiene reminiscencias nada menos que de Julio Verne (la fabricación de explosivos en L'Ile Mystérieuse). Y así sucesivamente. Es muy posible que el personaje de Paradox haya sido elaborado por Baroja a base de una combinación de elementos muy variados, algunos de ellos autobiográficos; otros procedentes de las boutades del primo de Baroja, justo Goñi (hombre absurdo y aficionado a la política, la historia y la etnografía; véase págs. 273-274 de Memorias, III), otros observados en el personaje del grotesco inventor que había construido la ratonera con espejos, basada en los instintos sociales de los roedores, de que ya hemos hablado antes, y otros, en fin, procedentes de la conversación o las obras literarias de Silverio Lanza, sin que este breve catálogo pretenda agotar las fuentes de personaje tan complejo como es Paradox.

La historia literaria y la crítica literaria no son ciencias exactas. En las páginas anteriores no hemos querido sino apuntar una sospecha, no probar un teorema. Sin embargo,   —143→   cuando releemos las novelas paradoxianas de Baroja, en que se crea a un Quijote moderno, el único posible en la época de Baroja, en el ambiente español de la bohemia ilustrada que Baroja vivió, a un Quijote que es, con sus arbitrariedades y sus genialidades, con su «pobretería y locura» -como diría Moreno Villa- quizá el más hispánico de los personajes barojianos, y uno de los más admirables y simpáticos entes creados por la literatura española moderna, no podemos dejar de evocar la figura -altiva, confusa, frustrada- de Silverio Lanza.



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ArribaAbajoUnamuno y su «Elegir en la muerte de un perro»

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De sí mismo dijo Unamuno: «habrá en España pocos publicistas que en lo esencial y más íntimo hayan permanecido más fieles a sí mismos.» Esto lo escribía en 1916, cuando tenía ya más de cincuenta años y, por tanto, cabe presumir que había llegado a la madurez, la estabilidad y el conocimiento de sí mismo. Es muy posible que la frase de Unamuno sea exacta; en todo caso nos resulta difícil dudar de ella, ya que nadie, salvo el propio Unamuno, conocía tan al detalle lo que ocurría en la intimidad de su corazón y de su cabeza. Y, sin embargo, a juzgar por lo externo -por lo publicado, por lo público- Unamuno se nos ofrece lleno de contradicciones, de bruscos cambios de frente, a veces en asuntos de detalle, en otras ocasiones en asuntos de gran importancia para la historia de sus ideas. La posición de Unamuno con respecto a la «europeización » de España, o frente a los problemas religiosos -para no citar sino dos puntos de importancia-, cambia a lo largo de su vida, como es bien sabido. No hay que pedirle a nadie que no cambie; sería absurdo, inútil y paralizador que exigiéramos al Unamuno maduro fidelidad a un mítico arquetipo de sí mismo. Pero esta inquietud espiritual de don Miguel ha venido a complicar la vida a sus múltiples críticos. Imaginemos, por ejemplo a un pintor tratando de retratar a un modelo nervioso, móvil, inquieto, que se levanta y se acuesta, que cambia de posición constantemente, y tendremos una idea de lo difícil que ha sido   —148→   para la crítica el darnos una imagen fiel de Unamuno. Y no es que no se haya intentado. Unamuno es, quizá, de todos los autores españoles modernos, el más estudiado. Una ojeada a la abundantísima bibliografía sobre su vida y su obra -bibliografía que crece constantemente, y que en este mismo año de aniversario ha aumentado más de lo acostumbrado en otros años- nos convencerá de ello. Y lo malo es que las distintas imágenes que de Unamuno nos ofrecen los críticos raras veces coinciden del todo. Si leemos lo que de él escriben, por ejemplo, Julián Marías y Antonio Sánchez Barbudo, creeremos que se ocupan de dos autores diferentes, que no nos hablan de la misma persona. Para Marías, tras las declaraciones algo arbitrarias de Unamuno, es posible rastrear una posición cercana a la ortodoxia católica; para Sánchez Barbudo, Unamuno llegó a convertirse en un ateo desesperado. Blanco Aguinaga nos ofrece un Unamuno contemplativo, de signo radicalmente distinto al Unamuno agónico que nos era familiar, y así sucesivamente. Tales discrepancias se deben a que los críticos subrayan aspectos diversos, existentes, ciertamente, en la obra de Unamuno, a partir de los cuales llegan a una imagen total que en nada, o muy poco, se parece a la trazada a base de otros aspectos, de otro enfoque. Esto, que ocurre también con otros grandes escritores, con otros hombres complejos, de facetas múltiples, parece exagerarse, convertirse casi en caricatura, cuando nos acercamos a Unamuno. Es como si éste hubiera sido «seis personajes en busca de crítico». Muy posiblemente, había en el hombre Unamuno una propensión al gesto dramático, muy explicable por otra parte en una sociedad excesivamente difícil de entusiasmar y de conmover, como era la española de su tiempo; pero esta propensión al gesto es la que nos ofrece ahora una imagen desdoblada, borrosa. La foto de Unamuno nos ha salido borrosa porque el modelo se movía constantemente mientras tratábamos de sacarla.

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Debido a esta multiplicidad de gestos, de posturas, de puntos de vista diversos en la obra de Unamuno, resulta de interés especial para nosotros todo aspecto de su obra que nos ofrezca una síntesis, por parcial que ésta sea. Creo que uno de los textos en que esto se hace patente es en el conocido poema Elegía en la muerte de un perro. Aparecen en este poema -relativamente corto, sobre todo si lo comparamos con un poema majestuosamente largo como el que dedica al Cristo de Velázquez- casi todos los temas centrales de Unamuno: en primer lugar, el que es motor indispensable de tantos otros poemas suyos -y de tantas páginas de prosa-, la lucha contra lo abstracto, contra las frías ideas «platónicas», o, como ha escrito certeramente Concha Zardoya, la «humanación»; y también el tema del Unamuno contemplativo, el descanso en el seno de la naturaleza; además, el tema de la muerte, el tema de Dios, el tema del tiempo, y uno de los temas esenciales -que aparece con grave rigor en Niebla- el tema de las relaciones entre el creador y la criatura, entre el maestro y su discípulo, entre las fuerzas de la conciencia y del poder y las fuerzas oscuras que se sienten iluminadas y atraídas por esa conciencia y ese poder. Todo ello en un poema de longitud moderada, motivado por un incidente de escasa trascendencia (pero, ¿acaso hay incidentes sin trascendencia para un gran poeta?), la muerte de un perro.

Unamuno no es de los que tardan excesivamente en enfrentarse con sus temas: en este poema, después de los primeros versos, que establecen la presencia de la muerte del animal,


La quietud sujetó con recia mano
al pobre perro inquieto...


una breve alusión a la ausencia del perro en el porvenir,

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Sus ojos mansos
no clavará en los míos
con la tristeza de faltarle el habla,


en que, al mismo tiempo, «humana» al perro, le atribuye rasgos humanos que hacen de él un hermano, un prójimo, un ser capaz de dialogar -incluso en diálogo mudo- con Unamuno, se lanza a la especulación acerca del más allá. El tema es difícil, arriesgado: ¿qué ocurre con el alma del perro muerto?, ¿qué destino le está reservado? La tradición occidental se ha enfrentado más de una vez a este problema: la Iglesia, negándole un alma a los animales, los excluye del Paraíso; Descartes y los cartesianos ven en ellos simples máquinas. Únicamente en Inglaterra y en algún otro país nórdico hallaríamos una actitud de comprensión y cariño ante los animales, capaz de suscitar actitudes parecidas a la de Unamuno en este poema.

Porque el poeta se plantea aquí el problema de la supervivencia concreta, general, de lo vivo. No le basta con que los teólogos le hablen de la inmortalidad de su alma, quiere también la de todo lo que le rodea. Y la de su perro.


Y ahora en qué sueñas?
dónde se fue tu espíritu sumiso?
no hay otro mundo
en que revivas tú, mi pobre bestia,
y encima de los cielos
te pasees brincando al lado mío?


La pregunta destruye la imagen convencional del cielo, nos ofrece la posibilidad de imaginarlo muy distinto, más humano y acogedor, con nuestro perro brincando a nuestro lado. Y es que para Unamuno la tradición platónico cristiana resulta insuficiente, abstracta, irreal:

  —151→  

El otro mundo!
Otro... otro y no éste!
Un mundo sin el perro,
sin las montañas blandas,
sin los serenos ríos
a que flanquean los serenos árboles,
sin pájaros ni flores,
sin perros ni caballos,
sin bueyes que aran...
el otro mundo!
mundo de los espíritus!


Le horroriza la visión estereotipada y fantasmal de un mundo hecho de puros espíritus. Su robusta y sana sensualidad materialista se rebela ante las líneas descarnadas en que nuestra alma se encuentre desprovista de «las almas de las cosas de que vive», «el alma de los campos», «las almas de las rocas», «las almas de los árboles y ríos», las de las bestias. (El materialismo de Unamuno es de la misma índole concreta, sensual y «espiritualizada» que el de Santayana).

No nos es posible introducirnos en la intimidad de Unamuno. A pesar de todos nuestro esfuerzos críticos, el pensamiento secreto de Unamuno sigue siéndonos desconocido. Pero, ¿no es posible, acaso, sospechar que en su crítica y rechazo del más allá «platónico» de un cielo sin materia, sin almas de cosas, de naturaleza y animales, había una actitud similar a la de la zorra de la conocida fábula? El poeta que escribirá



En la sombra la lluvia se diluye
y en el silencio el son de la campana,
nocturno el río de las horas fluye
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desde su manantial, que es el mañana
eterno, en tus negras aguas huye
aquella mi ilusión harto temprana


(Obras compl., XIII. 594).                


había renunciado ya probablemente -con dolor, con angustia- a sus ilusiones religiosas «harto tempranas» cuando escribió la Elegía.


El otro mundo es el del puro espíritu!
Del espíritu puro!
Oh terrible pureza,
inanidad, vacío!


Frente a ese más allá indeseable -e inalcanzable- la trágica y conmovedora vitalidad espinoziana: la lucha por cobrar y acrecentar la propia conciencia; la hermandad con todo lo creado; la confianza en que los demás quieren también perseverar en su ser. Unamuno descubre «en los forcejeos y movimientos y revoluciones de las cosas todas una lucha por cobrar, conservar o acrecentar conciencia, a la que todo tiende». (Del sentimiento trágico... quinta edición, B. A. 1952, pág. 117.) Y en este gran impulso hacia una vida más plena el perro es hermano, compañero, del hombre. Desde su yo inquieto y tenso, Unamuno siente, supone, que todo lo vivo, incluso todo lo organizado, como las mismas rocas, tiene «alguna conciencia más o menos oscura», que «la evolución de los seres orgánicos no es sino una lucha por la plenitud de conciencia a través del dolor, una constante aspiración a ser otros sin dejar de ser lo que son, a romper sus límites limitándose». (Ibid, loc. cit.).

Y es que el hombre «no se resigna a estar, como conciencia, solo en el Universo, ni a ser un fenómeno objetivo más», porque «quiere salvar su subjetividad vital o pasional haciendo vivo, personal, animado, al Universo todo».   —153→   «Y por eso y para eso ha descubierto a Dios y la sustancia, Dios y sustancia que vuelven siempre en su pensamiento de uno o de otro modo disfrazados. Por ser conscientes, nos sentimos existir, que es muy otra cosa que saberse existente, y queremos sentir la existencia de todo lo demás, que cada una de las demás cosas individuales sea también un yo.» (Ibid, páginas 120 y 121.)

Todos los hombres son mortales. Unamuno es un hombre: ergo... O bien, en la fórmula sartriana: todos los hombres son pasiones inútiles; Unamuno es un hombre; ergo... Y, sin embargo, el esfuerzo de Unamuno por proyectar su persona, sus dimensiones humanas sobre los objetos inmediatos y los seres queridos -incluyendo a sus libros, sus botas, sus paisajes, su perro- es, a la vez, heroico y patético, y ciertamente digno de perdurar en nuestro recuerdo.


La lengua de tu alma, pobre amigo,
¿no lamería la mano de mi alma?


pregunta en dos versos cargados de intensidad emocional: el poeta humaniza todo lo que toca, todo aquello de que habla, y sus almas no son esencias incorpóreas: tienen manos, cuerpo, lengua. La poesía de Unamuno nos hace penetrar en un universo de hermandad, en que el diálogo, el contacto amistoso y cordial, une todos los cabos, recorre todas las superficies, anima todos los espacios en apariencia vacíos. Nada menos snob, menos hostil al diálogo, que un poema de Unamuno. En sus versos las piedras adquieren sentimientos humanos, las casas se perfilan con aspecto de hombre.


Esa casaca de la naricita
con sus negros ojazos cuadrados,
¿qué me quiere?


Esa casuca...». Romancero del desierto).                


  —154→  

El poema de Unamuno a la muerte de su perro reproduce y elabora, en el plano artístico, lo que pudo ser una meditación, un monólogo interior, De ahí el carácter fluido, poco estructurado en apariencia, del poema: hay en él ecos («otro mundo», del verso 14 reaparece en el verso 18, ya en el centro de la «corriente de conciencia» unamuniana) que nos dan la impresión de que, en efecto, el poeta ha dejado funcionar la asociación de ideas, se ha dejado arrastrar un poco a la deriva por sus pensamientos sombríos. La aparente fluidez nos lleva a un movimiento circular: partiendo de la muerte del perro, Unamuno nos habla del otro mundo fantasmal para volver al tema de la muerte, esta vez unido al tema del destino del hombre:


Yo fui tu religión, yo fui tu gloria;
a Dios en mí soñaste;
mis ojos fueron para ti ventana
del otro mundo.
Si supieras, mi perro,
qué triste está tu dios porque te has muerto?
También tu dios se morirá algún día!


La muerte de un ser querido debilita nuestros lazos con el mundo, nos recuerda nuestra mortalidad, prefigura nuestra propia muerte. Y cuando el ser querido depende de nosotros, cuando hay entre él y nosotros la relación de criatura a creador, la muerte puede acarrear consecuencias graves para el creador, que es en cierto modo responsable de la perduración de lo que ha creado si no quiere desaparecer él también. Así, por ejemplo, en la escena en que al final de Niebla, Augusto Pérez se enfrenta con Unamuno, y, sabiéndose condenado a muerte, resiste y ataca a su vez: «Pues bien, mi señor creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y volverá a la nada de que salió...! ¡Crearme para dejarme morir! ¡Usted   —155→   también se morirá! El que crea se crea y el que se crea se muere.»

Y es que, implícito en el pensamiento de Unamuno, en la expresión poética del mismo, y en su desarrollo en novelas como Niebla, hallamos un gesto difícil de definir lógicamente, que el autor no llega a expresar en forma clara, y que pudiéramos calificar de «chantaje a lo divino»: el creador depende de la criatura que ha creado, su existencia está ligada a la de la criatura; si la deja morir, él también se muere en parte inmediatamente, y se morirá después del todo. De ahí la tristeza del amo frente a la muerte del perro, que prefigura la suya: «Si -comenta el propio Unamuno en Del sentimiento...-, si existiera el Dios garantizador de nuestra inmortalidad personal, entonces existiríamos nosotros de veras. ¡Y si no, no!» (cap. VI). Pero al mismo tiempo la debilidad, la falla, en la existencia del hombre, la mortalidad del hombre, puede poner en peligro la existencia del Dios que debía garantizar al hombre la vida eterna. Angelus Silesius, el místico alemán, había ya afirmado, en el siglo XVII, que privado de la existencia de su criatura, Dios no podría seguir viviendo ni un instante.

La religión del perro, nos sugiere Unamuno en su Elegía, debe consistir en creer en el Hombre, debe estar hecha de fe y confianza en el Hombre, y en aspirar a una vida eterna, en la cual el perro se acerque definitivamente a su divinidad, se funda y unifique con ella:


El vivir con el hombre, pobre bestia,
te ha dado acaso un anhelar oscuro
que el lobo no conoce;
tal vez cuando acostabas la cabeza
en mi regazo
vagamente soñabas en ser hombre
después de muerto!


  —156→  

Inútil esperanza: ser hombre no protege contra la muerte; el destino del hombre es más triste que el del perro, pues se siente responsable y sabe que ha de fallar: «más triste / la suerte de tu dios que no la tuya.»

El tema de la muerte domina el final, a la vez melancólico y trágico, del poema: Unamuno contrasta la muerte estoica, resignada, serena, de su perro, con la de otro perro, símbolo de la desesperación animal y humana, desesperación que el propio Unamuno quiere evitar para sí a toda costa:


Tú has muerto en mansedumbre,
tú con dulzura,
entregándote a mí en la suprema
sumisión de la vida,
pero él, que gime
junto a la tumba de su dios, de su amo,
ni morir sabe.


Y los versos finales alcanzan una intensidad, un patetismo, pocas veces igualados, incluso en otros poemas de Unamuno:


Descansa en paz, mi pobre compañero,
descansa en paz; más triste
la suerte de tu dios que no la tuya.
Los dioses lloran,
los dioses lloran cuando muere el perro
que les lamió las manos,
que les miró a los ojos,
y al mirarles así les preguntaba.
¿a dónde vamos?


El mérito estilístico principal estriba en haber sabido emplear aquí una expresión ambigua: después de la alusión a «tu dios», el dios del perro, es decir, el hombre, se refiere   —157→   a «los dioses», en transición concreta, al dolor de los hombres cuando se les muere un perro o, por el contrario, nos permite interpretar esta frase en sentido más vasto y general: los dioses, o Dios, desamparados y confusos ellos también, y sabiéndose a su vez mortales, lloran cuando muere «la criatura», es decir, no el perro, sino el hombre, que en su fe ciega, en su mal justificada confianza, espera de ellos la salvación y la solución al enigma -¿a dónde vamos?- que los dioses no pueden darle. Es decir: el perro es al hombre lo que el hombre a los dioses; pero todos son mortales, todos se hallan desamparados frente a un destino adverso, frente al agujero de la nada. La interpretación es posible, y en su inquietante angustia llevaría a cabo, una vez más, el fenómeno de «humanación» de lo divino, que ya conocemos en otros aspectos del Unamuno lírico, que, al mismo tiempo que eleva al nivel del hombre a los animales y a los objetos inanimados, a las casas y a los árboles, al paisaje y a las ciudades, que dialoga con esos objetos, con el cielo o con Salamanca, en un amistoso gesto de igualdad, tiende también a hacer descender a Dios al nivel humano, lo acosa, lo interroga, le pide favores urgentes o pone en duda su trascendencia:


¿Dónde estás, mi Señor, acaso existes?
¿Eres tú creación de mi congoja,
o lo soy tuya?


(Poesías, XIII, 281)                


«La fe unamuniana -ha señalado José Luis Aranguren- coexiste siempre con la duda radical, con la desesperación. Unamuno nos ha dado tres versiones o grados de ella: la más alta se resume en aquellas palabras evangélicas, tan amadas por él: «creo, ayuda a mi incredulidad» (Marcos IX, 23). La segunda, terriblemente dramática, del que quiere y no puede creer, ha sido espléndidamente encarnada   —158→   en la figura de San Manuel Bueno, mártir. La tercera, estoica, en la que ya apenas queda sombra de fe, se concreta en las palabras de Sénancour: «L'homme est périssable. Il se peut; mais, périssons en résistant, et, si le néant nous est réservé, ne faisons pas que ce soit une justice.» (Catolicismo y protestantismo..., pág. 203.)

Una de las formas más definitivas y desconsoladoras de enfrentarse con el problema de la fe, es descubrir la falta de fe en alguna figura superior, cuya misión es casi la de «garantizar» nuestra supervivencia. Los dioses de que nos habla Unamuno al final del poema no tienen fe, solo pueden contestar con lágrimas a la angustiada pregunta «¿a dónde vamos?» Por ello, más cercano del final del poema que el conocido texto que sirve de epílogo a la novela Niebla (en el que el perro Orfeo reflexiona melancólicamente ante la muerte de su amo, discurre acerca de la existencia y la vida eterna, hace comentarios irónico-cínicos sobre la vida y la sociedad humanas, y acaba por morir también), me parece el espíritu de ciertas páginas de San Manuel Bueno. Páginas en que la amargura, la melancolía y la heterodoxia de Unamuno llegan a una cima (¿inspirada quizá por la Vie de Jésus de Renan?) Don Manuel -lo mismo que Unamuno- ha querido creer, trata de consolar e inspirar a los demás, y lo consigue. Pero hay más: por ciertas alusiones, señaladas minuciosamente por Ricardo Gullón en su excelente ensayo, El testamento de Unamuno (revista Universidad de México, mayo 1964), casi no tenemos más remedio que identificar a Don Manuel con una figura divina (recordemos que en el poema nos habla de los dioses de triste destino), con Immanuel: «Y por las inequívocas alusiones a Jesucristo -escribe Gullón-, cabe pensar si el autor quiso establecer un paralelo entre la situación y la actitud del personaje y la del Hijo de Dios; si quiso, nada menos, señalar la posibilidad de que el creador de nuestra religión no creyera en ella, no creyera en la verdad de lo predicado para consolar a los tristes y mantener   —159→   la alegría, imaginando, como don Manuel le dice a Lázaro, que «la verdad es algo intolerable, algo mortal: la gente sencilla no podría vivir con ella». La equivalencia en las actitudes de Jesús y de don Manuel no es un ataque contra la figura de Cristo, sino un modo personal, heterodoxo sin duda, de entenderla y explicarla, en contradicción con lo cantado por el propio Unamuno en El Cristo de Velázquez

Sea como sea: el poema a la muerte de su perro nos recuerda que Unamuno, el gran animador de España, el gran sembrador de ilusiones, el gran gesticulador dramático, tenía momentos -más frecuentes, probablemente, de los que revelaba el Unamuno «oficial»- de profundo y total abatimiento, de sincera desnudez frente a la idea de la muerte y de la nada. Momentos en que abandonaba sus aspiraciones a la inmortalidad, porque le era imposible seguir ilusionándose. Como dice un personaje en San Manuel: «Hasta que un día los muertos nos moriremos del todo.» El Unamuno poeta lo acepta a veces en forma más directa, franca y desolada que el Unamuno ensayista, que sigue defendiéndose y argumentando. El poeta acepta que algún día nos convertiremos -como dirá más tarde Lorca- en «un montón de perros apagados», hundidos en el agujero de la nada, girando eternamente por espacios vacíos, sin eco, indiferentes.



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ArribaAbajoAntonio Machado, el desconfiado prodigioso

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«La inseguridad, la incertidumbre, la desconfianza, son acaso nuestras únicas verdades... La inseguridad es nuestra madre; nuestra musa es la desconfianza. Si damos en poetas es porque, convencidos de esto, pensamos que hay algo que va con nosotros digno de cantarse. O si os place, mejor, porque sabemos qué males queremos espantar con nuestros cantos.» (Juan de Mairena, XLIV). Habla Machado, por boca de Juan de Mairena. (¿Hasta qué punto es Mairena intérprete de lo que piensa Machado? ¿No es posible que, después de creado el personaje, éste se haya independizado, insubordinado, y haya dicho o escrito cosas con las que Machado no estaba del todo de acuerdo? Mairena es más bien un aspecto, una faceta de Machado: el Machado audaz, escéptico, irónico, más andaluz y más alegre que el «otro» Machado.) Cuando Mairena se torna serio, melancólico, no podemos ya dudar de que coincide, totalmente, con Machado: de que escribe (o habla) desde el centro mismo de Machado.

A veces resulta muy difícil convencerse de que Mairena dice las verdades -todas las verdades- de Machado. El tono semidisparatado, semisentencioso del maestro apócrifo nos hace creer que no estamos en presencia del Machado serio. («El ademán garboso nos ha perdido. Yo os aconsejo que habléis siempre con las manos en los bolsillos,» dice Mairena.) (J. M. XXIX.) Machado respetaba mucho la filosofía, muy poco a los filósofos. «Los grandes filósofos   —164→   son los bufones de la divinidad» (J. M. II) ¿es elogio o burla? Quizá porque respetaba la filosofía, y aborrecía de la «pose» y del dogmatismo, protegía cada incursión suya por los campos filosóficos tras una doble máscara: la de su alter ego, Martín o Mairena, y además les obligaba, sobre todo al último, a contradecirse, a desdecirse, a contar anécdotas y bromas, a pedirnos que no les hiciéramos caso: «No toméis demasiado en serio -¡cuántas veces os lo he de repetir!- nada de lo que os diga. Desconfiad sobre todo del tono dogmático de mis palabras. Porque el tono dogmático suele ocultar la debilidad de nuestras convicciones.» (J. M. XLVIII.) En su libro sobre Machado nos cuenta Serrano Plaja: «quiero recordar aquí que otro día en que fui a verle con Emilio Prados, hablando de temas literarios, fue la conversación hasta dar en la palabra «filosofía». A este respecto, Machado declaró "que de esas cosas no podía escribir en serio".» (Pág. 29.) Creía, en efecto, que sin un minimum de precaución y de ironía todo filosofar se convertía en una actividad superflua. Se acercaba a sus temas en forma parcial, fragmentaria, dando grandes rodeos, interrumpiéndose para volver a empezar. Pero seguía acercándose.

Porque los temas filosóficos que le interesaban -la radical soledad del hombre, el impulso hacia la comunión, o, como dice Abel Martín, «la incurable «otredad» que padece lo "uno"» (J. M. II), la nada, la muerte, la dignidad del hombre y el impulso ético, eran continuación en buena parte de su visión poética del mundo. Con menos consuelo afectivo, con menos salvación estética que en algunos poemas: la inteligencia escueta frente a lo inevitable («por que el hombre ama la verdad hasta tal punto, que acepta anticipadamente la más amarga de todas,» J. M. I) pero sin renunciar al diálogo, a la comunión con los demás: «El que no habla a un hombre, no habla al hombre; el que no habla al hombre, no habla a nadie.» (J. M. XLIX.) A   —165→   diferencia de Unamuno, empeñado en hablar con Dios o consigo mismo, o de Juan Ramón Jiménez, que dialogaba a veces con los árboles (en sus Romances de Coral Gables), o sentía diluir su dolor por los espacios cósmicos, Machado siempre se entregó, o quiso entregarse, solamente a los hombres:


Poned atención:
un corazón solitario
no es un corazón.


(Nuevas canciones, LXVI.)                


Y también:


No es el yo fundamental
eso que busca el poeta,
sino el tú esencial.


(Nuevas canciones, XXXVI.)                


A Machado le sobraban razones para creer en el diálogo. No en vano se había enamorado dos veces; no en vano había sido dos veces correspondido. Y le sobraban también razones para creer en la inestabilidad del diálogo, en su carácter precario. Por ello se nos aparece como un «entusiasta precavido», como un optimista escéptico, que avanza con pies de plomo y tropieza a pesar de ello:


Hora de mi corazón:
la hora de una esperanza
y una desesperación.


(Nuevas canciones, LII)                


Machado no se contentaba con dudar; dudaba, además, sobre la conveniencia de seguir dudando. No se fiaba ni de la duda. Esta desconfianza -que no impedía, por otra   —166→   parte, al llegar el momento oportuno y necesario, los arranques más nobles, más viriles, de uno de los hombres más auténticos y generosos de su tiempo, de un hombre íntegro y valiente tras su máscara de timidez- era en él cosa ya vieja. Le venía de la infancia. Pone en boca de Juan de Mairena una anécdota de infancia que -por figurar también en Los complementarios referida al propio Machado- tiene todo el sabor de la experiencia auténtica, vivida, en apariencia insignificante pero que deja en el niño una huella imborrable. El niño va por la calle con su madre, que le ha comprado un pedazo de caña de azúcar. Ve pasar a otro niño, con otra caña de azúcar en la mano. Le parece que la suya, la que él lleva en su mano, es la mayor, y así se lo dice a su madre. Pero ésta -personificación de la objetividad- le corrige: la del otro niño es, en verdad, más larga. ¿Dónde tenía los ojos, que no lo vio? Y esto es lo que Juan de Mairena se sigue preguntando. Es la primera lección de filosofía; se encuentra en cualquier manual: la diferencia -necesaria pero difícil- entre apariencia y realidad. La necesidad de desconfiar de las apariencias. Y se trata en este caso de una realidad penosa, molesta, antipática: el otro niño lleva una caña de azúcar más grande que la suya. Machado no olvidará jamás esta lección.

Quizá la angustia que siente el poeta, de la que nos habla constantemente, está hecha de pequeñas decepciones como la que acabamos de citar. Quizá estas decepciones no son sino el punto de partida, para intuir la verdad que Camus habría de definir, en nuestro tiempo, con muy pocas palabras: «los hombres se mueren, y no son felices». El caso es que la soledad y la angustia revolotean como insectos, como presencias sombrías y viscosas, alrededor del niño, del poeta, del filósofo.


Muda en el techo, quieta ¿dormida?
la gruesa gota de angustia está,
—167→
y en la mañana verdiflorida
de un sueño niño, volando va...


(J. M., XXXI.)                


Según Mairena, «el mundo del poeta es casi siempre materia de inquietud». Y Abel Martín dictamina: «A todo despertar se adelanta una mosquita negra cuyo zumbido no todos son capaces de oír distintamente, pero que todos de algún modo perciben.» ¿Todos? Quizá. Pero para algunos -para el Don Nadie, por ejemplo; para el hombre im personal, inauténtico, de que nos habla Heidegger- las voces llegan envueltas en una baraúnda tal, en un rumor tan confuso de agitaciones, de slogans, de anuncios, de proyectos falsos, que de veras es como si no llegaran a parte alguna. Después de cierto tiempo, las drogas adormecedoras que todos o casi todos se toman -nos tomamos- para acallar la inquietud interna surten efecto; no hay necesidad de aumentar la dosis, salvo en casos excepcionales; el individuo queda destruido por dentro, deja de oír el zumbido de la angustia, deja de oír casi todo lo que no sean las voces inauténticas de lo que «se dice».

Ese desconfiado prodigioso que fue Machado desconfió, por lo pronto -e instintivamente, como hombre bien nacido que era, como aristócrata del espíritu- de las voces hueras de Don Nadie. Pero desconfió también -y esto es lo que queremos subrayar ahora- de las voces de la soledad y la angustia. Mejor dicho; no las rechazó, las aceptó, pero sin dejar de luchar contra ellas. O, quizá, mejor al lado de ellas, pero para trascenderlas. Para encontrar otra cosa: un diálogo, una comunión, un tú esencial. Su existencialismo está más cerca, en el fondo, de Berdiaev, Marcel o sobre todo Buber que de Heidegger. O quizá es como si Heidegger aspirara a negarse, a trascenderse, sin conseguirlo del todo. Recayendo, con frecuencia, en la misma serena amargura. Sin aspavientos, sin gestos trágicos a lo   —168→   Unamuno. Y sin dejar de forcejear, de dialogar, ni un momento con el ángel de la soledad y de la angustia.

«El sentimiento -dice en Los Complementarios, 1917- no es una creación del sujeto individual, una elaboración cordial del yo con materiales del mundo externo. Hay siempre en él una colaboración del , es decir, de otros sujetos. No se puede llegar a esta simple fórmula: mi corazón, enfrente del paisaje, produce el sentimiento, y, una vez producido, por medio del lenguaje lo comunico a mi prójimo. Mi corazón, enfrente del paisaje, apenas sería capaz de sentir el terror cósmico, porque aun este sentimiento elemental necesita, para producirse, la congoja de otros corazones enteleridos en medio de la naturaleza no comprendida. Mi sentimiento ante el mundo exterior, que aquí llamo paisaje, no surge sin una atmósfera cordial. Mi sentimiento no es, en suma, exclusivamente mío, sino más bien nuestro. Sin salir de mí mismo, noto que en mi sentir vibran otros sentires y que mi corazón canta siempre en coro, aunque su voz sea para mí la mejor timbrada. Que lo sea también para los demás, éste es el problema de la expresión lírica.» En esta larga cita se encuentra admirablemente expresada la actitud de Machado frente a la poesía, frente a la inspiración, frente a las raíces de esta inspiración: el , el nosotros, el diálogo, la comunidad, incluso cuando está hablándonos de su soledad, de su abandono, de su angustia.


Mas busca era tu espejo al otro,
al otro que va contigo


y también:


Todo narcisismo
es un vicio feo,
y ya viejo vicio.


(Proverbios y cantares, IV, III.)                


  —169→  

Sí: soledad, angustia, preocupación, zumban constantemente; y constantemente también, sin espantarlas jamás definitivamente, sigue el poeta su camino, buscando al otro. Esto es fundamental. Y explica, además, el renovado interés de los poetas de hoy por Machado y su obra. Más que nunca los poetas de las últimas generaciones han abandonado -como señala Castellet- la ruta de Juan Ramón Jiménez, incluso la de Unamuno -que sí influyó inmediatamente después de la guerra civil- para seguir a Machado, todos ellos fieles partidarios y escuderos del poeta que «buen caballero era», como dijera Alberti de Garcilaso. «Del yo -señala Emilio Alarcos Llorach- van cayendo en el nosotros. Como «social», tal poesía que no canta un yo sino pretende cantar un nosotros, que no busca resonancia en otro yo sino en otro nosotros, ha de tocar los temas que nos interesan en cuanto humanidad y no que me interesan en cuanto persona única.» «Una vez más es el hombre lo que interesa -escribe Blas de Otero en 1959-, pero no ya el hombre considerado como individuo aislado, sino como miembro de una colectividad inserta en una situación histórica determinada.» Machado es precursor de la poesía de hoy por partida doble. Por haberse interesado -apasionado será más exacto- por los temas «comprometidos»- ya desde el principio, en sus conocidos poemas «regeneracionistas» tan típicos del 98; y después, naturalmente, y con mayor vehemencia, durante la guerra civil. Y por haberse acercado al «tú» esencial -y haberlo hecho existencialmente- en forma que más allá de la desconfianza, de la soledad, de la incertidumbre, se estableciera un contacto -no por implícito menos profundo- entre el poeta y el pueblo. Pueblo no entendido como «grupo», como «masa». No hay nada menos «masa» que el pueblo tal como lo concibió Machado. «Por muchas vueltas que le doy -decía Mairena- «no hallo manera de sumar individuos» (J. M. I.) Y ello en respuesta al que afirmaba que la sociedad era una mera suma de individuos. El pueblo,   —170→   para Machado, no era masa, sino comunidad depositaria de una sabiduría muy antigua. De él podía y debía aprender el poeta.

No sería justo afirmar que la raíz de la poesía de Machado se encuentra en la desconfianza del poeta ante la vida, la felicidad, el progreso, etc. Es cierto que Machado se nos aparece, en sus poemas primeros, como un hombre que no tuvo infancia, que se sintió solo, melancólico, profundamente serio y triste, casi desde el primer momento. Pero también es cierto que Machado tenía fe en el hombre, en el futuro del hombre. Por lo menos a ratos. Que creía en el diálogo, en la posibilidad de amar y ser amado. (También a ratos.) Y que en su franciscanismo laico no estuvo lejos de creer, en algún momento, si bien con «fe dudosa», con fe escéptica, resignada, senequista, en alguna deidad más o menos vagamente panteísta. Lo que queremos decir con nuestra insistencia en el tema de la desconfianza es simplemente que Machado seguía buscando, no se resignaba. Ni a una «solución» o falta de solución en el terreno de la religión o de la metafísica, ni a una sola postura, una sola tendencia, en el terreno de la poesía. Exploración de la soledad -por las largas galerías del alma- y de la angustia; exploración del paisaje que se hace eco de la soledad o permite distraernos de ella por un instante; exploración de los temas históricos, nacionales, colectivos; exploración del amor y de la identificación con una comunidad, son aspectos de una misma inquietud, de un mismo afán de no ceder a la desesperación.

Es tentador aceptar, aunque solo sea en forma preliminar, a beneficio de inventario, la tesis de Segundo Serrano Poncela relativa a la evolución de Machado y de sus «dobles»: «Abel Martín, profesor de Juan de Mairena, y éste profesor de Antonio Machado, se corresponden con la órbita cíclica del pensamiento machadiano del siguiente modo: Martín o el pensamiento metafísico, Mairena o el pensamiento crítico, y Machado el poeta. Cronológicamente, resultaría   —171→   a su vez lo siguiente: Machado poeta crea como justificante teórico a Abel Martín metafísico, y éste, a su vez, segrega a Juan de Mairena, retórico y moralista. Conforme transcurren los años, el poeta se oscurece y reduce el agua del hontanar lírico, el filósofo se trasplanta al moralista y éste concluye, tras de haberse incorporado la sustancia de los dos anteriores, por ocupar todo el territorio real-ideal del primitivo Machado, al extremo de que durante los últimos tiempos de su vida el poeta sólo escribe, opina y hasta publica con el seudónimo que le presta su homónimo espiritual Juan de Mairena.» (Antonio Machado. Su mundo y su obra. Pág. 209). Juan de Mairena vendría a ser una «ficción de segundo grado», un personaje de «nivola» que acaba por influir poderosamente en su creador. Y la evolución se explicaría -en parte, y sólo en parte- por un afán de trascender la angustia que la poesía revelaba, sublimaba, pero no acababa de destruir del todo. En lugar de soledad y belleza nos encontramos con la ironía, el humor y el escepticismo de Juan de Mairena -que son también, en alto grado, formas de dominar la angustia, de canalizarla hacia terrenos menos peligrosos, de dudar de ella, ya transformada en objeto de especulación intelectual, con lo cual cae bajo el filo del escepticismo, de los sofismas, de todas las aceradas armas de disquisición con que cuenta Juan de Mairena. Y la lucha continúa. La idea de la «otredad», la «esencial heterogeneidad del ser», es, quizá, el gran puente que nos permite pasar de la poesía a la metafísica, de la soledad sentida, vivida, frente a las galerías internas o frente a un paisaje que también, con frecuencia, es fuente de tristeza:


Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo


(Campos de Castilla, XXV.)                


  —172→  

a la luminosidad, la frescura airosa de las anécdotas mairenianas. ¿Pueden llegar a entenderse el corazón y la cabeza? La angustia y la muerte rondan al poeta desde el principio. Machado se defiende, pero no tratando de olvidarlas, pues eso sería como tratar de salirse de su autenticidad, de su vida, de su tiempo, convertirse en Don Nadie, en un Don Guido cualquiera, en «ese hombre del casino provinciano», «fruta vana / de aquella España que pasó y no ha sido», en un hombre falso y vacío por haberse vuelto de espaldas al tiempo y a la angustia, por haber negado la presencia de la temporalidad y de la muerte: «Ese hombre no es de ayer ni es de mañana, / sino de nunca...) («Del pasado efímero», Campos de Castilla.)

Pero Machado sabe que los españoles (los auténticos, no los hombres del casino provinciano, los Don Guido, los Don Nadie) se parecen un poco a Heidegger, sin darse cuenta de ello, naturalmente; y sabe también que con el sentimiento de la muerte, con la presencia de la angustia, no hay más remedio que contar si se quiere llegar a ser hombre de veras. Pero que cada uno tiene derecho a hacerlo a su manera, con tal que sea auténtica y sincera. Las sombras que lo rodean exigen el diálogo. Pero el hombre tiene derecho a buscarse aliados. Así surgen los dos fantasmas amigos, los dos cordiales compañeros en su viaje por el tiempo, las dos sombras transparentes, serias o risueñas, sesudas o disparatadas: el filósofo Abel Martín y el moralista Juan de Mairena. Lo acompañan por las largas galerías en sombra, atraviesan con él los destartalados salones «de sal-si-puedes». ¿Que sus opiniones suenan a veces en forma algo disparatada? Mejor: así habrá diálogo entre Machado y los dos amigos imaginarios que él ha engendrado. Y el diálogo es para Machado fuente de esperanza, consuelo inagotable:

  —173→  

Converso con el hombre que siempre va conmigo
-quien habla solo espera hablar a Dios un día-


(«Retrato», C. de C.)                


De ahí la paradoja: Machado, el gran solitario, el hombre «desconfiado», el enemigo de las tertulias, resulta a la postre uno de los españoles de su tiempo que más y mejor lograron la comunicación humana. Que menos solo estuvo. Que conoció el amor, la amistad, el auténtico diálogo. Que desde el fondo de su soledad supo suscitar un movimiento de simpatía, de admiración y de amor que ha seguido dilatándose hacia adelante: los jóvenes poetas españoles, los poetas de hoy -y de mañana- le han vuelto la espalda a Juan Ramón Jiménez, desconfían algo de Unamuno, pero sienten por Machado una admiración y un amor sin límites. Seamos sinceros: si pudiéramos convocar una «junta de sombras», si pudiéramos hallarnos en presencia de los hombres del 98, iríamos a contemplar, a admirar, el rostro exaltado de Juan Ramón; escucharíamos un buen rato a Unamuno; pero para dialogar -para tener una conversación profunda, auténtica, cordial- nos acercaríamos todos a Machado.



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ArribaAbajoLa estructura de La colmena

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La colmena ocupa en la historia de la novela española contemporánea, y en la carrera literaria de su autor, Camilo José Cela, un lugar especial. Más aún que Nada, de Carmen Laforet, la obra de Cela ha pasado a simbolizar para las nuevas generaciones la reacción (amarga, negativa, casi desesperada) de un escritor joven frente a la retórica oficial, tradicionalista y optimista, de la prensa y las revistas españolas durante los años que siguieron inmediatamente a la guerra civil. En este sentido desempeña La colmena en el campo de la novela idéntica función a Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, en la poesía.

Veamos, por ejemplo, lo que opina otro joven novelista, Juan Goytisolo, bastante representativo de la actitud de las nuevas generaciones: refiriéndose a la novela española hacia 1950 escribe que «la década anterior había descubierto a un escritor de talento, Camilo José Cela, autor de La familia de Pascual Duarte; pero no es esta obra, sino La colmena, publicada en 1952, en Buenos Aires, la que debía imponer su nombre entre los jóvenes. Retratando con crudeza el Madrid de después de la guerra, abordaba por primera vez, con un doble rigor crítico y técnico, una zona hasta entonces tabú de la vida española contemporánea.»54 En cambio, al hablar de Carmen Laforet: «Después de Nada, nada.»55

La importancia de La colmena pala las nuevas promociones se debe sin duda, en parte, a que la obra gana en   —178→   profundidad y sentido al incorporarse a una carrera literaria fecunda, llena de aciertos y de inquietudes, como es la de Cela. En parte es de señalar también la importancia del tema: la vida de una gran ciudad (pues la novela en cuestión no tiene protagonista central, ni siquiera un grupo central bien visible de personajes importantes; el héroe de La colmena es la ciudad de Madrid, o, por lo menos, un grupo, ciertamente heterogéneo, de habitantes de Madrid.) La colmena es, pues, una novela unanimista, panorámica, o colectiva. Se incorpora a una tradición, que es a la vez europea y norteamericana, de novelas en que predomina lo social sobre lo individual: ha de ser explicada como parte de esta tradición, como forma variante y especial del grupo a que pertenece.

Las novelas pertenecientes a este grupo suelen tener una estructura sui generis, pues los autores andan en busca de efectos nuevos, imposibles de conseguir según técnicas de composición tradicionales. El que la estructura de La colmena tenga rasgos especiales no es, pues, obra de la casualidad. No es tampoco algo que el autor haya elaborado sin darse cuenta de lo que hacía: «su arquitectura es compleja, a mí me costó mucho trabajo hacerla,» escribe Cela en la solapa de la edición de Buenos Aires. Y añade: «Es claro que esta dificultad mía tanto pudo estribar en su complejidad como en mi torpeza» (rasgo de humildad o modestia insólito en Cela). «Los ciento sesenta personajes que bullen -no corren- por sus páginas, me han traído durante cinco largos años por el camino de la amargura.»

Otro comentario de Cela sobre su novela, de idéntica procedencia, subraya también el predominio en ella de lo colectivo sobre lo individual: «Esta novela mía no aspira a ser más cosa -ni menos, ciertamente- que un trozo de vida narrado paso a paso, sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre. Queramos o no queramos. La vida es lo que vive -en nosotros o fuera de nosotros-; nosotros no somos más que su vehículo, su excipiente,   —179→   como dicen los boticarios» [Subrayamos nos otros]. Lo que Cela parece señalar como característico de esta novela -el que el individuo no tiene un valor en sí, sino que es valioso en la medida en que encarnan en él los valores de vida- ha sido señalado también, en otra forma, por algunos críticos de su obra, que insisten en su interés por lo social y su aparente desinterés por lo individual, por los personajes como tales: «Some authors -escribe Robert Kirsner- like Cervantes and Galdós, have forged great characters as well as believable literary situations; others, like Baroja and Cela have excelled more in painting social conditions than in moul ding protagonists whose lives we can experience as our own. Their novelistic characters are incapable of transcending their environment. Their reality is believable only in terms of the peculiar world they occupy56

«En la novela -había escrito Pío Baroja, uno de los maestros de Cela- apenas hay arte de construir. En la literatura todos los géneros tienen una arquitectura más definida que la novela; un soneto, como un discurso, tiene reglas; un drama sin arquitectura, sin argumento, no es posible; un cuento no se lo imagina uno sin composición; una novela es posible sin argumento, sin arquitectura y sin composición... Cada tipo de novela tiene su clase de esqueleto, su forma de armazón, y algunas se caracterizan precisamente por no tenerlo, porque no son biológicamente un animal vertebrado.»57 Creemos que esta opinión de Pío Baroja es algo excesiva. No es difícil hallar composición y estructura incluso en las novelas de Baroja que más desorganizadas parecen a primera vista58. (Al contrario, son los personajes de Baroja los que a veces dan la impresión de ser «invertebrados,» y así Ortega ha podido calificar de «infusorio» a Aviraneta.) Pero ciertamente La colmena pertenece, en todo caso, al grupo de novelas «vertebradas.»

Forma y contenido son, lo sabemos, inseparables. La peculiar   —180→   estructura de La colmena procede, sin duda, de que a través de ella aborda el autor el difícil problema de la descripción de una gran ciudad. No es que no haya precedentes de tal descripción en la literatura española. Por una parte, la novela costumbrista, de técnica y finalidad algo trasnochadas, y que no puede satisfacer a Cela; por otra, ciertas novelas de Galdós -como Fortunata y Jacinta- en que predominan los personajes, desarrollándose a ritmo lento, con una seguridad y una perspectiva vital como sólo eran dables en el siglo XIX, y que, por lo tanto, no podía ser un modelo adecuado para una novela inmersa en el caótico dinamismo del siglo XX. Quedaban tan sólo en la literatura española, los ejemplos de Pío Baroja, y en especial su trilogía La lucha por la vida: La busca, (1904), Mala hierba (1904), Aurora roja (1905). Importa señalar el carácter negativo del individualismo en la obra de Baroja, sobre todo en sus novelas escritas entre 1900 y 1912: «se trata, casi siempre, -escribe Eugenio G. de Nora en La novela española contemporánea- de presentar la disolución lenta de una voluntad que por uno u otro motivo llega a perder por completo la orientación y los estímulos que deberían llevarla a obrar (así Ossorio, Manuel, Hurtado), o bien, que después de un dramático y fugaz destello de energía, desemboca, tras el fracaso, en un vacío total idéntico a la abulia enfermiza de los vencidos sin lucha (Paradox, César Moncada, Zalacaín mismo.»)59 Hay, pues, un vínculo ideológico entre el Baroja de la primera época y el Cela de La colmena. Según Baroja, «la vida es esto: crueldad, ingratitud, inconsciencia, desdén de la fuerza por la debilidad, y así son los hombres y las mujeres, y así somos todos... Sí; todo es violencia, todo es crueldad en la vida, y ¿qué hacer? No se puede abstenerse de vivir, no se puede parar, hay que seguir marchando hasta el final...»60 Idéntica visión cruda y amarga, idéntica aceptación sin compromisos de la crueldad y la miseria humanas. La diferencia estriba en que Cela, más consciente que Baroja   —181→   de la importancia de la composición, se propone desde el principio de su novela hacer que sus personajes se entrelacen de formal tal, vayan sucediéndose unos a otros, apareciendo y desapareciendo, para reaparecer más tarde, en arabesco apretado y difícil de descifrar, hasta el punto de que -como sucede con la pintura semiabstracta- nos fijamos más en la composición que en los personajes; estructura, colores, detalles, vibraciones contrastadas o armónicas, llegan a importarnos más que el tema mismo. La conciencia del autor, aparentemente fría, intelectual, objetivada, nos describe la presencia de la masa, la presencia de la gran ciudad.

Y ello es, en la novela española contemporánea, algo relativamente nuevo e insólito. La gran generación de escritores anterior a Cela, la del 98, estaba compuesta por novelistas, ensayistas y poetas que oyeron, en su mayor parte, la llamada de Madrid, y en Madrid vivieron, pero sin identificarse plenamente con la gran ciudad, y con frecuencia escribiendo acerca del campo -el campo de Castilla-, la aldea, la ciudad de provincias. «Madrid -escribe Unamuno- pulula en vagabundos y atrae al estéril vagabundaje callejero... Madrid es el vasto campamento de un pueblo de instintos nómadas, del pueblo del picarismo... La mejor defensa es huir, huir al desierto a encontrarse uno consigo mismo en él... Gracias a Dios no vivo en ninguna de estas ciudades, todas iguales y todas imitadoras de París.»61 Los novelistas de la generación intermedia -Pérez de Ayala, Gabriel Miró- no se interesan tampoco mayormente por la gran ciudad. En cambio, esta actitud desaparece al terminar la guerra civil: La colmena, Nada, La noria de Luis Romero62 y tantas otras obras importantes de estos últimos años se sitúan en Madrid o en Barcelona. Incluso novelas como El Jarama que se sitúan en el campo exigen para su comprensión el tener presentes la vida cotidiana, los prejuicios, las estrecheces y las ilusiones de la masa de la gran ciudad63.

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A diferencia de lo que ocurre en la novela española, es posible hallar en otras literaturas -sobre todo la francesa y la norteamericana- ciertas técnicas expresamente elaboradas para la descripción de las masas, de lo colectivo, de la vida de una gran ciudad. Estas técnicas, implícitas ya en parte de la obra de Zola, recibieron articulación teórica con el movimiento unanimista fundado por Jules Romains (Crommedeyre-le-Vieil, y algunas de las novelas de la serie Les hommes de bonne volonté64. En Estados Unidos ha sido John Dos Passos (Manhattan Transfer, U.S.A.) el que más lejos ha llevado la técnica unanimista o panorámica. Finalmente, en el período de la postguerra, autores tan diversos entre sí como Louis Aragon (Les beaux quartiers), Ilya Ehrenburg, y Theodor Plivier (Stalingrado, Mosca, Berlín) han seguido utilizando técnicas unanimistas.

La novela unanimista o panorámica trata, ante todo, de expresar un conjunto de relaciones humanas, una diversidad caótica dentro de un marco colectivo. La técnica, tal como la elabora Dos Passos, consiste en la presentación sucesiva de muchos personajes, cada uno de los cuales aparece en una viñeta, a modo de poema en prosa, y cede el paso a otro, para reaparecer más tarde o desaparecer definitivamente. A veces la viñeta no presenta personajes, sino una noticia periodística, las titulares sensacionales de un crimen o de un acontecimiento político, un anuncio leído por un locutor de radio, un fragmento de conversación entre dos desconocidos. En U.S.A. se incluyen secciones especiales (The Camera Eye, Newsreel) en que llega a su máximo el impresionismo periodístico al servicio de las ideas políticas y sociales de Dos Passos.

La técnica de Cela en La colmena se parece indudablemente a la de Dos Passos, más a la de Manhattan Transfer que a la de U.S.A., obra, esta última, poco difundida en España (a diferencia de Manhattan Transfer, cuya versión española apareció en Madrid años antes de la guerra civil).   —183→   Idéntica construcción a base de viñetas, unidas unas a otras por un proceso de asociación (por contigüidad espacial, o mediante conexiones efectuadas en el recuerdo o en la conversación de los personajes.) Idéntico fluir contrapuntístico de los personajes hasta que algunos adquieren marcado relieve. Señalemos, sin embargo, algunas importantes diferencias: Cela usa mucho menos el «material gráfico» de anuncios, carteles, titulares, etc.; no intenta renovar la ortografía ni crear palabras nuevas; pero en cambio caracteriza mucho mejor, más rápidamente, con mayor intensidad y economía, a sus numerosos personajes. Dos Passos nos distrae constantemente de los personajes al describir paisajes, edificios, calles; en La colmena el paisaje urbano es relativamente poco importante, los personajes se entrecruzan y se desarrollan sin que el autor parezca intervenir activamente; hay mayor objetividad en Cela que en Dos Passos, y también abstención por parte de Cela frente a la tentación que representa el poema en prosa intercalado en las novelas de este género (U.S.A. y Manhattan Transfer contienen numerosas viñetas sin personajes, verdaderos poemas en prosa, a veces descriptivos, otras lírico-políticos, de contenido muy desigual, que oscila entre el mensaje vibrante y épico y el sermón farragoso y retórico.) Cela aparece, de vez en cuando, y parece decirnos unas cuantas palabras con cierta sorna, sin forzar el tono, advirtiéndonos que, después de todo, es él quien maneja la situación: «El cliente sigue fumando. Se llama Mauricio Segovia y está empleado en la Telefónica. Digo todo esto porque, a lo mejor, después vuelve a salir.» (Pág. 26). Las diferencias son, pues, de técnica, y también de tono: hay en Cela un humorismo frío, sardónico, amargo, hecho de emoción contenida, de indignación refrenada; Dos Passos emplea, en cambio, efectos basados en la descripción, el diálogo prolongado y la amplificación lírica, que dan a sus libros un carácter difuso al acumular detalles y personajes que no contrastan ni ofrecen tanta variedad como los de La colmena. Dos Passos, consciente   —184→   de la teoría unanimista francesa y de las posibilidades del montaje cinematográfico, aspira a dar a sus obras un carácter épico-político -esta ha sido, en efecto, la idea latente tras muchos de los entusiastas de esta técnica literaria- mientras que Cela prefiere, ante todo, dejarnos un retrato implacablemente acusador, desarticulador, que está a dos pasos del «esperpento» pero no llega a coincidir con él a fuerza de rapidez, de humorismo y de sarcasmo. Arturo Barea opina que «tras las tensas descripciones de Cela hallamos reacciones amargas y un sentimentalismo desesperado»65. Quizá; en todo caso se trata de un sentimentalismo antirromántico, si es que tal cosa es posible. (Cela, escritor pintoresco y orgulloso, parece más afín a Byron que a Lamartine o Bécquer).

Cela es plenamente consciente, además, de la tradición española: Baroja y la picaresca ante todo. (No son pocos los puntos que la picaresca y las novelas panorámicas tienen en común.) De la picaresca proceden el sarcasmo, el humorismo amargo, el comentario rápido e incisivo. De Baroja el sentimentalismo reprimido y transformado, a veces, en crueldad; la observación certera y el gesto algo brusco con que se suprimen las transiciones.

Pero todo ello, naturalmente, transformado, asimilado, sintetizado: La colmena es más breve y más intensa que las obras similares de Dos Passos y de Baroja; y, sobre todo, la técnica, -al servicio de esta concentrada densidad,- le permite abarcar lo colectivo sin perder de vista lo individual.

La colmena está dividida en tres partes, de las cuales solamente la central, -la más extensa,- ofrece un aspecto caótico y nos pone en contacto con la existencia dispersa y desorganizada de las masas en la gran ciudad. El capítulo I y el Final o epílogo presentan, al contrario, una unidad fácilmente inteligible. En el capítulo primero nos presenta Cela a unos treinta y cinco personajes, reunidos todos ellos   —185→   en el café de Doña Rosa. Aparecen uno tras otro, dialogan, vuelven a aparecer. Algunos (Doña Rosa en particular) cobran relieve e importancia al aparecer varias veces. Al final la conversación general alrededor del periódico y con motivo de la guerra ayuda a dar al grupo mayor unidad. Jerónimo Mallo lo ha observado: «En la complicada estructura de esta obra se percibe como un vínculo, que es para todos o casi todos los personajes el eslabón de primero o de segundo grado que los une al café de doña Rosa -un café típicamente madrileño al que muchos de ellos concurren- eje o centro de la original novela.»66 Este café es un microcosmos, que nos permite analizar, sobre todo, a la clase media empobrecida por la guerra civil y a los grupos humildes que giran en derredor de esta clase media. Nos encontramos con un grupo reunido un poco como al azar en un espacio limitado (procedimiento empleado también por varios autores norteamericanos, entre otros Thornton Wilder en The Bridge of San Luis Rey, y, con posterioridad, por William Inge en Bus Stop, que sin duda no conoció Cela, por ser su representación posterior a la publicación de La colmena, la obra que sí pudo conocer es la clásica película de los años treinta, It Happened One Night, que con el título de Sucedió una noche alcanzó en España un gran éxito). El procedimiento es, por otra parte, bien conocido, y sería imposible, inútil incluso, tratar de hallar la fuente exacta para esta parte de La colmena. Al capítulo primero sucede el cuerpo principal de la obra: los personajes se dispersan (ya en pleno capítulo primero, en la pág. 45 de la primera edición, uno de los personajes, D. Leoncio Maestre, sale a la calle, rompiendo con ello la unidad de lugar y preparándonos para la dispersión ulterior de los personajes). Cada uno se va por su lado; aparecen personales nuevos; se multiplican las situaciones insospechadas, las sorpresas; la riqueza temática y de personajes aumenta muy rápidamente. El único núcleo espacial en esta parte es la casa del Sr. Suárez, el homosexual,   —186→   cuyos vecinos conoceremos uno tras otro. Mientras tanto ha adquirido especial importancia Martín Marco, uno de los pocos personajes simpáticos; a medida que el lector se siente perdido ante el caos de los personajes nuevos, que se mueven en rápido torbellino, tiende a concentrar su atención en los personajes que más atractivos resultan.

Esto le permite a Cela conseguir su objetivo: el lector ve que el horizonte se ensancha hasta el infinito, pero no se siente perdido; los personajes que reaparecen (en especial Doña Rosa, Martín Marco, varios otros) son como antiguos amigos, y permiten aceptar la presencia de los nuevos personajes. Presencia de la masa, sí, pero también continuidad en las vidas de unos pocos personajes. Martín Marco domina en cierto modo la segunda mitad de la novela, y sobre todo el final, que gira en torno a Martín, perseguido por la policía, y sin embargo Cela ensancha constantemente el círculo y nos ofrece nuevos personajes, nuevos ambientes, hasta las últimas páginas.

«Cuando uno trata de encontrar al pueblo -ha escrito Dos Passos- siempre, al final, resulta que acaba uno encontrándose con alguien en concreto.»67 Esto ocurre también en La colmena. No aparece la masa como tal; aparecen personajes bien concretos -la señorita Elvira, tímida y orgullosa; D. Pablo, cruel y presuntuoso; Pepe, el viejo camarero, acobardado, pero con estallidos de mal humor que cobran volumen y dimensión moral desde el principio. Es el entrecruzamiento y la abundancia de los personajes lo que nos da la impresión de la masa, la presencia confusa de la gran ciudad. La estructura de La colmena es lo que ha hecho posible que Cela nos muestre los árboles individuales y el bosque colectivo, -confuso, triste, pero bien vivo,- del Madrid de la postguerra.



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ArribaAbajoLa generación del '36 vista desde el exilio

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«Trasplantados son mejores». Eso dice Gracián de los españoles en el Criticón. ¿Nos hubiera consolado la frase si la hubiéramos conocido o recordado mientras nos dispersábamos por los caminos de Francia o nos preparábamos para embarcar hacia tierras de América? No sé. Creo que no. Para la inmensa mayoría, el destierro era un golpe inesperado, absurdo, pasajero; una herida dolorosa e inaceptable que el tiempo y la historia se encargarían de sanar. Pasaron muchos años antes de que pudiéramos acatarlo como un hecho irreversible, imborrable, y también, en cierto modo, aceptable y aceptado: parte de nuestra vida, fuente de vigor y de flaqueza, ingrediente de lo que decíamos, pensábamos y escribíamos, molde insoslayable de nuestra actividad.

Nuestros Mayflower se llamaban Nyassa, Ipanema, De la Salle. En tierras americanas el destierro cobraba una dimensión nueva: bastaba saber que nos separaba de España el mar, la distancia, los días de viaje difícil, para empezar a comprender que, de veras, nos habíamos trasplantado. Pero para muchos el fenómeno vital seguía siendo -durante muchos años, en bastantes casos hasta la muerte- el desarraigo. Una negativa obstinada, a veces consciente, otras no; y lo que nos negábamos más a aceptar era, nada menos, que el presente tuviera razón, peso, sentido. Los exilados seguían viviendo en Madrid, en Barcelona, en Valencia. Y si el mundo exterior les enviaba unos árboles, unas   —194→   calles, unas voces, que correspondían más bien a los detalles cotidianos de alguna ciudad americana, era que el mundo exterior andaba un poco trastornado -cosas de la guerra- pero aquel espejismo no podía durar. «Mañana tengo que regresar a Barcelona», me decía un día, en Cuernavaca, Joaquín Xirau. Quería decir, en el plano consciente, con la voz del sentido común, que había de regresar a la ciudad de Méjico -o México, como aprendimos a escribir muy pronto- y ni siquiera se dio cuenta de la substitución. Le esperaban sus alumnos, la vida continuaba. Pero la voz interior no se equivocaba: a Barcelona -o a Madrid, o a mil otros lugar es- era donde había que ir, donde la vida habría podido adquirir densidad, abandonar aquella provisionalidad que hemos arrastrado tantos años.

El hombre, según la frase de Ortega, viaja por el mundo cautivo de su raza, de su pueblo, de su cultura, como la gota de agua en el seno de la nube. Y cuando la abandona comienza por no entender nada. Son los jóvenes, los niños, los adolescentes, quienes, más rápidos, mejor adaptados, tienen que explicarles a los viejos lo que sucede en el nuevo ambiente. Y los viejos comienzan por negarse a entender: entender, adaptarse, les parece una traición. No es raro el caso de refugiados españoles en México que, terminada la Segunda Guerra Mundial, cuando empezó a verse claramente que el final del conflicto no iba a permitirnos regresar a España en la forma que queríamos hacerlo, dejaron de leer el periódico, o se limitaron a las noticias frívolas, los deportes y los anuncios de películas.

Egoísmos, obsesiones, «pobretería y locura» -según la frase de Moreno Villa- nos afectaron, en mayor o menor grado, a todos. Nuestro aislamiento era sólo en parte culpa nuestra. (Hablo de lo que he vivido en México, no de otras experiencias que me son ajenas.) En México, el refugiado español se hallaba frente a una paradoja: los mexicanos amigos de España eran los conservadores, de   —195→   los que se sentía separado por un abismo ideológico; algunos liberales eran -y son- en principio antiespañoles, sobre todo cuando piensan en la España de Felipe II y de la Colonia. Excepciones como las de Alfonso Reyes, Octavio Paz y tantos otros, entre los más inteligentes y cultos, justifican la regla.

Otra característica de los exilados, producto en parte de la exasperación y el aislamiento, en parte de la conciencia del propio valer: el orgullo. Cuando todo iba peor, cuando todas las noticias eran desalentadoras, hacíamos recuento de hombres ilustres y no nos sentíamos tan solos. «Pero yo me llevo la canción», había gritado León Felipe. La lista de poetas desterrados era impresionante: Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, León Felipe, José Moreno Villa, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Juan Larrea, Emilio Prados, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre. Y las noticias que nos llegaban acerca de lo que en España se escribía en los primeros años de la posguerra no hacían sino reforzar nuestro orgullo. Poco o nada de lo que escribían los poetas garcilasistas, por ejemplo, podía interesarnos (y sigo creyendo que a pesar de la indudable calidad «técnica» de lo que en aquellos años escribieron Rosales, Vivanco, Ridruejo y Panero, o quizá precisamente porque la técnica, una técnica algo fría e impersonal, los caracterizaba, sus obras no interesan ya a casi nadie ni en España ni fuera de España). El Gerardo Diego de aquella época, con sus sonetos tan formales, de joven de buena familia dispuesto a sentar cabeza, no nos seducía. De los novelistas no sabíamos nada. En rigor era muy poco lo que nos llegaba de España, casi todo de segunda mano, nombres en nuevas ediciones del Valbuena Prat, noticias confusas en cartas de amigos. Nunca estuvo más bajo el prestigio de la cultura española en tierras americanas. Los españoles desterrados habían dejado de ser prestigiosas figuras exóticas: convivían con mexicanos o con argentinos,   —196→   despertaban a veces las envidias de otros escritores autóctonos. Y la España oficial o semioficial era rechazada por casi todos. En la Argentina, Borges seguía con sus críticas a la tradición española, Ortega no conseguía despertar el entusiasmo de otros tiempos, la atención de grupos como el de Sur se dirigía ante todo hacia Francia e Inglaterra. En México la animadversión a la España oficial -y a muchos valores españoles tradicionales, con algunos de los cuales, pero no con todos, habíamos roto nosotros mismos- era todavía más marcada. Únicamente en países más conservadores, como el Perú o Colombia, se mantenía cierto respeto -no exento de condescendencia o incluso de lástima- hacia lo español. (Se da el caso de que aún hoy los escritores liberales españoles tienen que vencer la indiferencia o la repugnancia de una opinión pública que juzga en principio que todo lo que se hace en España ha recibido ayuda oficial o por lo menos un «nihil obstat»: y no se olvide que la gran mayoría de los intelectuales «activos», incluso en los países conservadores, es liberal e izquierdista, a veces extremosamente).

No conocíamos los poemas escritos por Miguel Hernández desde la cárcel. Los libritos de Adonais nos intrigaban: apenas nos habíamos acostumbrado a creer que todos eran iguales, que un sólo poeta los había escrito todos, valiéndose de numerosos seudónimos, cuando se nos ofrecía alguna valiosa sorpresa. Pero nos aferrábamos a lo nuestro, repetíamos el poema de León Felipe:


Hermano... tuya es la hacienda...
la casa, el caballo y la pistola...
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo
y me dejas desnudo y errante por el mundo...
mas yo te dejo mudo... ¡mudo!
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Y ¿cómo vas a recoger el trigo
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?


Orgullo y exasperación. Porque nos exasperaba ver que pasaban los años y la emigración estaba irremisiblemente condenada a desintegrarse: los viejos se morían como españoles, los niños crecían ya como franceses, mexicanos, argentinos. Y los que no éramos ni jóvenes ni viejos nos convertíamos en híbridos complicados, mitad españoles, mitad otra cosa, inevitablemente. Quizá de esta exasperación han salido los mejores frutos del destierro: la poesía incandescente, ruda y violenta de León Felipe; los cuentos amargos de Francisco Ayala; los lentos, desolados relatos de Segundo Serrano Poncela; la fecundidad siempre juvenil, siempre llena de sorpresas, de Max Aub. Y los ensayos de Américo Castro, de Antonio Sánchez Barbudo, de tantos otros.

Porque los emigrados teníamos un arma secreta. Todo nos fallaba, menos la conciencia de poder escribir lo que nos diera la gana. Ningún tema nos estaba prohibido. Publicar era ya otra cosa, y a veces los libros han tenido que esperar. Pero no importaba. Mientras en España, después de la guerra civil, pasaron años y años antes de que -tímidamente al principio, con más energía a medida que pasaba el tiempo- alguien se atreviera a evocar la tragedia, nosotros lo hacíamos a cada paso; era nuestra obsesión. De ahí las novelas de Aub sobre la guerra civil, las de Barea -tan autobiográficas y tan novelescas al mismo tiempo, sobre todo el primer volumen-, las de Sender, los relatos de Ayala o de Serrano Poncela. Nuestro reloj interno se había detenido, como ocurre con los relojes de las ciudades bombardeadas o asoladas por terremotos, en la hora de la guerra civil; éramos incapaces de sentir plenamente el presente o de   —198→   hacer planes para el futuro; pero incluso aquello, lo que nos ocurría a nosotros, era mejor que sentirse fuera del tiempo, escuchando la música celestial de los garcilasistas o sin atreverse a poner el dedo en la llaga de todos, que era lo que ocurría -creíamos- a los que se habían quedado en España. Mejor la obsesión que el olvido o el vacío.

Pero mientras tanto los autores desterrados caían en otro vacío: el público ideal de sus libros, el público español que podía entender su mensaje, les estaba vedado. Novelas, poemas y ensayos -en ediciones en general reducidas, con excepción de algunas argentinas- o no llegaban a España o lo hacían de manera incierta y esporádica. Saber para quién se escribe es ganar media batalla: los desterrados no sabían, con frecuencia, qué clase de público iba a leerlos. El aislamiento funcionaba en ambos sentidos. Era cierto que España se hallaba en parte separada del resto de Europa, y que los libros de los emigrados raras veces llegaban al público minoritario, y nunca al gran público; también lo era que nosotros sentíamos prevención, en principio, contra todo lo que se publicaba en España, y a veces lo condenábamos sin conocerlo. Un observador imparcial que hacia 1944 hubiera examinado la producción española de la posguerra y la hubiera comparado con lo que escribían los emigrados habría concluido que se trataba de dos literaturas diferentes, que no tenían en común más que el idioma, pero cuyos estilos, ideas, intenciones, eran en casi todo opuestos. A partir de dicha fecha las posiciones de ambos grupos se han ido aproximando. En general los desterrados han cambiado menos -en ideología, estilo, gustos e intenciones- que lo que pudiéramos llamar la vanguardia liberal de España: el acercamiento ha sido, en gran parte, unilateral, y producto de la evolución del ambiente español: poesía social, novela sobre la guerra civil, etc. Recuerdo, por ejemplo, con qué emoción leímos Hijos de la ira o   —199→   La colmena. Por fin alguien se atrevía a enfrentarse con el dolor y la miseria: ya era hora.

Me gustaría poder recordar exactamente lo que Emilio Prados o Juan José Domenchina me dijeron por aquellos años acerca de Hijos de la ira. Todos teníamos la sensación de que estábamos en vísperas de un cambio que iba a afectar a otros poetas. Un terremoto invisible, que iba a pasar inadvertido para la mayoría, pero iba a afectar hondamente a muchos de los mejores. Y así fue.

Los ecos se multiplicaron:


Voz de lo negro en ámbito cerrado
ahoga al hombre por dentro como un muro
de soledad, y el sordo son oscuro
se oye del corazón casi parado...


... Blas de Otero interpretaba al mismo tiempo que la angustia de los españoles de España, nuestra propia angustia, nuestra desazón, nuestro desconcierto. Poco a poco las vibraciones metafísicas se convertían en preocupaciones ancladas en el presente, en la sociedad, en la historia, en lo concreto. (Salvo en el caso de Dámaso Alonso, que evolucionaba en sentido contrario).

Por fin reconocíamos voces que eran como las nuestras. O mejor dicho: como las que hubiéramos querido para nosotros. En 1937 la voz desgarrada de César Vallejo urgía:


... si la madre
España cae -digo, es un decir-,
salid, niños del mundo; id a buscarla...


(España aparta de mi ese cáliz)                


Y las nuevas promociones se buscaban a sí mismas y buscaban a España. Comenta Max Aub, uno de los emigrados   —200→   que con mayor interés se han ocupado de la nueva poesía española: «Han salido a buscarla (a España), con riesgo de su vida; la traen en sus manos, con el mismo acento trágico y angélico del poema peruano; la llevan en andas, en angarillas, llegan hasta donde no se puede llegar: más allá de donde les permiten. Es la misma y es otra -nunca se es igual a sí mismo- que la mía: la dorada de Jorge Guillén, la verde de Federico García, la azul de Rafael Alberti, a la sombra buena de Juan Ramón; Machado y Unamuno, horizonte morado. Es otra, más oscura. Ahora bien: la esperanza de esa pléyade es la nuestra. Es nuestro presente, así somos suyos». (Una nueva poesía española, pág. 16).

Más tarde debían llegarnos los versos desolados del último Miguel Hernández, de un patetismo respaldado por el sufrimiento personal:


   En la cuna del hambre
    mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba...


Hay muchas maneras de morir. Miguel Hernández, con su visión del rayo de luz que dejaba vencida la sombra, nos esperanzaba y satisfacía mucho más que la resignada tristeza de José Luis Hidalgo («pleno y dorado estoy para tu sueño»).

Los poetas nuevos eran, ante todo, nombres y libros: muy pocos de nosotros los conocíamos personalmente. Teníamos que conformarnos con los delicados retratos, impregnados casi todos de sensaciones auditivas, que de ellos hace Aleixandre en Los encuentros. Así conocimos a Hidalgo, «cuya voz se esperaba que tuviera resonancias de cueva, de piedra pura y adusta... Leía sus versos con infinita castidad en la voz... Pero otra voz resonaba más honda, otra voz sin garganta, que todos oíamos en   —201→   la ronca voz de José Luis (págs. 248-249). Y a Blas de Otero: «Tenía una voz clara, limpia, y si estabais en un jardín cualquiera con cielo alto y tersa luz, él poseía todas las cualidades naturales de una condición comunicativa. Por otra parte, había tensión en su tranquilidad, casi podría decir en su silencio... Su afluente palabra, que ingresaba ahora en la corriente de los demás con la más natural de las entonaciones...» Y a Concha Zardoya: «La cabeza de Concha Zardoya está excavada probablemente en una roca... Mirándola desde lejos..., se dibuja perfectamente el contorno de la cima, la masa pétrea de los bucles, la despeñada roca que ondula hasta tocar el cuello y hundirse con él en la arena inmensa, en el vasto llano sobre el que la cabeza está. Se trata de un antiquísimo monumento milenario, de una cultura extinta..., sobre una región desolada por donde a veces se desata el huracán...». Y a Gabriel Celaya, cuya voz suena «cálida y verdadera desde un recinto protegido».

Poco a poco fue creciendo nuestro interés por lo que se escribía en España. Fuimos recibiendo libros y revistas. Poco a poco, gracias en buena parte a los esfuerzos de Ínsula y de Seix Barral, se ha ido creando un puente. España nos necesita a todos. Algunos años contribuyó a separarnos una estéril rivalidad: nos parecía que lo único bueno de España se había ido con nosotros, que nada grande o digno podía llegarnos de allá. Hemos rectificado. El propio León Felipe ha reconocido -a propósito, si no recuerdo mal, de Belleza cruel de Angela Figuera Aymerich -que la canción, que él creía haberse llevado, seguía siendo patrimonio de los nuevos poetas españoles.

Mientras tanto, los exiliados seguían publicando -y muriéndose. Lo ha expresado más claro que nadie uno de los mejores, Segundo Serrano Poncela: «El problema del escritor en el exilio no es fácil... Tiene que escribir «a la española» y, sin embargo, España no le presta jugos   —202→   para la pluma; quiere corresponder con la realidad americana y no la siente más que conceptualmente... Lo grave es que esta situación aumenta cuando se considera que las generaciones españolas exiliadas son generaciones a extinguir, algunas de ellas ya en el escalafón de las cuentas incobrables. Dentro de diez años [esto lo escribía en 1953] la obra no hecha ahora quedará en el limbo de lo que se debió hacer, porque la última generación y más joven está dejando de ser española y la más vieja también, aunque por ese procedimiento más universal y dramático que consiste en hacerse ciudadano del subsuelo. Sólo una, intermedia, con muy contados ejemplares en reserva... tiene abierta todavía su posibilidad. Esperamos que la aproveche». (La Torre, abril-junio 1953).

Un estudio completo acerca de la literatura española en el destierro está por escribir. Hoy por hoy, el mejor libro sigue siendo el de Marra-López, Narrativa española fuera de España. Su imparcialidad, su rigor crítico y su intuición de los problemas del escritor exiliado compensan de sobra las pequeñas omisiones. «Si el español es, por naturaleza, un ser arraigado -escribe Marra-López- la situación del exilio le resulta angustiosa, como una planta a la que le falta el riego indispensable. Por ello, la situación del escritor desterrado resulta aún más trágica, pues si el resto de sus compatriotas se ven afectados por el desgajamiento que el exilio supone, el escritor se encuentra doblemente a la deriva, como español y como profesional» (pág. 55) A los exiliados, como al personaje de la novela de Miró, nos ha tragado América: los espacios inmensos, las ciudades enormes en que cada día es más difícil ver a los amigos, las tentaculares y acogedoras universidades norteamericanas nos han ido capturando, digiriendo, transformando. Lo que no ha hecho la inmensidad del espacio o la urgencia de la vida moderna lo ha logrado la angustia de escribir desde un limbo   —203→   para un público inexistente. Y sin embargo la lista de valores «nuevos» -revelados por el destierro o transformados radicalmente en él- es considerable, y entre ellos algunos de los más significativos pertenecen a la generación del '36.

Otros pueden ser considerados, sin forzar demasiado la cronología, como miembros honorarios de la misma. La guerra y el destierro han cambiado muchas cosas, nos han hecho más jóvenes y más viejos al mismo tiempo. Han trastornado nuestras capas geológicas, como un terremoto. Dicen que en Londres, después de la guerra y de los bombardeos, aparecieron en los terrenos baldíos removidos por las bombas algunas flores y plantas de especies que los botánicos creían extinguidas. Las explosiones al remover la tierra y desenterrar las semillas habían creado el aparente milagro. No sé si esto es cierto o no. Pero sí sé que la atroz explosión de la guerra civil ha producido cambios tan bruscos en nosotros, en lo que algunos escritores dentro y fuera de España han sentido y escrito en los años de la posguerra, que la forma normal de dividir y agrupar las generaciones parece insuficiente en más de un caso.

Todo intento de poner orden en ese desorden permanente que es la vida, la historia, significa, con frecuencia, forzar y mutilar. Pero ¿en qué generación situar a Barea, a Max Aub, a Sender, a Francisco Ayala, a tantos otros cuyas mejores obras han quedado cristalizadas, deformadas si se quiere, vitalizadas o polarizadas por la inmensa explosión de 1936? Trate el que quiera de situarlos en la alegre y elegante generación de Guillén y García Lorca. Yo no.

En España misma, al tratar de los que allí han seguido, ocurre más o menos lo mismo. Dámaso Alonso, por ejemplo, cuyo nombre parecía unido en forma indisoluble a 1927 y el aniversario de Góngora, ¿no empieza a arder   —204→   plenamente como poeta con la inmensa explosión de Hijos de la ira? ¿Dónde situarlo? Compárese cualquier poema de ese libro con lo que se escribía hacia 1927, con lo que él mismo escribía en aquellos años. O con lo que han seguido escribiendo en el destierro -a pesar de lo mucho que han cambiado- Guillén o Salinas o Alberti. Y se verá una irreductible diferencia. «Un escritor tiene la edad de sus libros, no la de su partida de bautismo -ha dicho Max Aub. León Felipe tiene veinte años menos de los que le marca la ley».

Lo que caracteriza a una generación, en estos casos, es que exista un hecho histórico de importancia indudable que sea para los miembros de la misma una experiencia vital imprescindible, la más importante para todos ellos, y que alrededor de esta experiencia se organicen vidas y sensibilidades, ideas, actitudes y obra creadora. Todo ello, naturalmente, complica la tarea de establecer una nómina de la generación del '3668. Y, sin embargo, por esquemático e insuficiente que pueda parecer nuestro enfoque, hay que intentarlo. Y hacerlo, naturalmente, partiendo de la existencia de lo que Francisco Ayala llama «el tajo»: la división, el destierro, la existencia de dos literaturas, una   —205→   en España y otra fuera de España, la de la España peregrina.

Vista desde el destierro, la generación del '36 me parece compuesta en España (quisiera subrayar ahora lo personal de esta opinión) por un novelista (Cela) rodeado de tres o cuatro novelistas notables pero algunos de ellos semifrustrados y otros difíciles de juzgar por hallarse todavía en pleno desarrollo (Zunzunegui, Ignacio Agustí, Carmen Laforet, Matute, Delibes), sumergidos todos ellos en un mar de poetas, y, en lontananza, un dramaturgo, Buero Vallejo, cuyo mérito sobresale aún más debido a la falta de rivales en su generación, y algunos ensayistas (Laín Entralgo, Julián Marías, Aranguren), cuyo indudable talento no les ha servido, sin embargo, por razones muy complejas, para conquistar una posición ni de lejos comparable a la que por tantos años ocupó Ortega.

Es muy posible que el párrafo anterior suscite discrepancias. He estudiado con cuidado las fechas de nacimiento y de publicación de los autores a que me refiero. Quisiera invitar, simplemente, a los que no estén de acuerdo con el breve esquema que apunto, a que colocaran   —206→   en otra generación a estos escritores. El resultado sería confuso, para no decir desastroso.

A la larga, toda generación adquiere una estructura: figuras principales frente a otras subordinadas. Me parece indudable ya que Cela ocupa el primer lugar indiscutible en esta generación española del '36: es el gran prosista creador, otros novelistas, como Zunzunegui y Agustí, fracasan en parte porque no saben situarse «a la altura de los tiempos» y emplean técnicas novelísticas anticuadas, que los sitúan estilísticamente en el siglo pasado. A Gironella le falta profundidad y poder de síntesis: es un periodista que ha decidido escribir novelas. El destino de los periodistas es ser leídos y olvidados, y no creo que sea diferente el destino de Gironella. Carmen Laforet es simplemente, una promesa que no ha cuajado. (Excepción muy honrosa es su última novela, Insolación) Delibes es el más prometedor, fresco y espontáneo y logra en El Camino una de las obras maes tras de la generación.

En cuanto a la poesía, forma el núcleo principal de la generación, Vivanco, Rosales, Panero, Ridruejo, contrapesados por Miguel Hernández, Blas de Otero, José Luis Cano, Gabriel Celaya, Victoriano Crémer, Concha Zardoya, Angela Figuera (¿no se reproduce aquí, en los estilos y la concepción del mundo, el tajo de que hablaba Ayala?). Recordemos lo que afirma Crémer: «Lanzar gorgoritos rítmicamente, mientras el hombre a secas trabaja, sufre y muere, es un delito». Y escuchamos a Celaya, que maldice «la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales». Pero en esta generación hay para todos los gustos. Castellet, en su ya famosa antología, ha visto con claridad la evolución de muchos de ellos, y ha situado históricamente los estilos sin raíces de unos y las angustias de otros.

Fácil es observar, por otra parte, que la poesía social o comprometida tardó algunos años en desarrollarse. Blas   —207→   de Otero tiene la misma edad que Cela, ambos nacieron en 1916. Pero mientras Cela había encontrado su estilo y sus temas pocos años después del final de la Guerra Civil, Otero tuvo que esperar algo más hasta conseguirlo. No importa. Lo esencial es que el panorama de la poesía de esta generación es rico y variado, y su calidad comparable, en conjunto, si no en riqueza de estilo o en fuerza innovadora, sí en intensidad emocional, con la producción de la generación precedente, una de las más ricas en la historia de la lírica española. Poetas firmemente anclados en el presente, y -a través del influjo de Unamuno y Antonio Machado, visible en muchos de ellos en la historia. Incluso la preocupación patriótica de muchos de ellos nos recuerda la de Jovellanos o de Quintana hacia fines del siglo XVIII. O de Cadalso. «Hombre de bien»: así define Juan Marichal a Cadalso. Y así parece oportuno definir a muchos de ellos. A Blas de Otero, a Celaya, a tantos otros. Poetas, sí, pero ante todo hombres, y hombres de bien. El claro sentido moral de esta poesía hace de ella algo aparte en el panorama de la lírica contemporánea: un caso único en que la poesía se renueva al ponerse en contacto con problemas colectivos: abandona su retiro preciosista y baja a la calle no para seguir banderas partidistas sino para levantar las de ideales -paz, hermandad- que son o deberían sernos comunes a todos.

Sería ingenuo, pueril e inútil tratar de colocar al lado de cada nombre ilustre de la generación del '36 en España un nombre parecido, en cuanto a la importancia de su obra, entre los emigrados. La partida resulta en exceso desigual. Es cierto que los emigrados llevan publicados ya varios millares de libros. (No exagero. Véase lo que en 1950 escribe Mauricio Fresco en La emigración republicana española: «El acervo de libros editados por los refugiados españoles es revelador de la calidad de   —208→   la emigración a que nos referimos: más de dos mil doscientos cincuenta libros han aparecido, como fruto de la intelectualidad española») (pág. 92). Pero desde luego esta cifra, si bien se limita a México, es muy baja comparada con lo que en España se publica en un solo año, lo cual es natural si tomamos en cuenta la cifra de los exiliados y la comparamos con la totalidad de los habitantes de España. Sería fácil, por ejemplo, enfrentar el grupo de ensayistas emigrados (Ferrater Mora, Sánchez Barbudo, Eduardo Nicol, María Zambrano, Eugenio Imaz, José Gaos, Francisco Ayala, Vicente Llorens, Segundo Serrano Poncela, etc.) de esta generación con los ensayistas de edades similares que han surgido en España después de la guerra. O cotejar la calidad y la variedad de los cuentistas y novelistas -Aub, Barea, Ayala, Serrano Poncela, Sender-, con lo que han producido los novelistas de esta generación en España. No se trata de oponer unos a otros sino de sumar valores, para mejor comprensión del panorama total de las letras españolas y sencillamente porque estos valores emigrados no pueden ser pasados por alto. La crítica ya ha empezado a comprenderlo así: Eugenio de Nora en su libro sobre la novela española, el ya citado estudio de Marra-López, y además la presencia de los nombres de emigrados en manuales como el de Ángel del Río y el de García López, nos aseguran que sus obras no se van a perder en lo que ha sido y es todavía la generación del '36. Me gustaría afirmar simplemente que no creo que las novelas de Max Aub del ciclo de la guerra civil o las de Francisco Ayala dedicadas a temas americanos desmerezcan en modo alguno al ser colocadas junto a la mejor producción española de la posguerra. Y lo mismo ocurre, creo, con los cuentos de Serrano Poncela o de Francisco Ayala, o con los mejores de Aub. Pero una vez más insisto: no se trata de rivalizar   —209→   sino de completar. La generación del '36 en España es especialmente rica en poetas. La del '36 fuera de España, en cuentistas, novelistas y ensayistas. La España del futuro las necesita a las dos.