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ArribaAbajoMiguel Hernández, poeta del barro y de la luz

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«CARA DE PATATA» le llamaba, afectuosamente, Pablo Neruda. Y el propio Hernández -certeramente, implacablemente- insiste en definirse como hecho de tierra: «Me llamo barro aunque Miguel me llame. / Barro es mi profesión y mi destino / que mancha con su lengua cuanto lame». Barro, sí, pero también lluvia, viento, huracán, cataclismo, rayo. Rayo de luz cegadora. Rayo incesante, asombroso, deslumbrador. «El prodigioso muchacho de Orihuela» le llamó Juan Ramón Jiménez a raíz de la publicación en 1934 de su auto sacramental, Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras. Y más recientemente, en Literatura española contemporánea, de 1965, Ricardo Gullón, refiriéndose a aquellos años en que el poeta se imponía, súbitamente, a las minorías madrileñas, precisa:

Las revistas literarias aportaron testimonios irrecusables de su talento y poemas insólitos (insólitos en aquel momento) contribuyeron a la formación de su leyenda. En ellos se oía una voz popular de singular refinamiento, un hombre entero y verdadero cuya capacidad expresiva le permitía decir con finas y musicales modulaciones una canción vigorosa y sutil. No sé qué barroquismo espontáneo coincidía con una emoción que manaba de las capas hondas de esa misma tierra-pueblo de que el poeta estaba hecho. En una época como la presente, cuando lo popular es con frecuencia maquillaje   —214→   de moda, choca hallarlo encarnado en tan alta gentileza y autenticidad.69


Barro y luz, sí. Pero para ser fieles a la esencia del poeta, hecha de vivos contrastes, hay que extremar la nota: el barro más barro que darse pueda; la luz más sutil y complicada que podamos imaginar. El barro primordial es en su vida no sólo tierra, sino también algo más vital, y más difícil de poetizar; es estiércol. Y la luz se nos deshace en las manos -o ante los ojos, intocable- en una nube de telarañas gongorinas, irisadas, transparentes, sin que por ello deje de latir en su centro un robusto eje luminoso. Es decir: el barro de que está hecho el poeta es más barro -más rudo, más áspero- de lo que nos pudiéramos imaginar; por ello la complicada luz a la que aspira, y a la que llega, se nos aparece como más imposible y milagrosa. A propósito de Perito en lunas ha escrito Concha Zardoya -una de las más finas inteligencias críticas de nuestra literatura, y que además conoce a Hernández muy a fondo- que el poeta

procura eliminar la rudeza original que cree poseer y lo consigue plenamente. Es el hombre de la tierra que aspira a las formas de expresión más cultas, incluso a las más alquitaradas. Cuando Miguel escribe este libro está superando una tragedia: la del poeta sin cultura que aspira a las formas más elevadas del pensamiento y del arte. Ningún crítico ha advertido en este libro lo que hay en él de drama humano. Si hubieran visto la casa en que vivió Miguel, habrían comprendido esta su primera reacción contra el estiércol que le rodeaba.


(Poesía española contemporánea, p. 647).                


No basta con saber -intelectualmente, por fuera- que Miguel Hernández era pastor. Se interponen ante nuestro conocimiento y la realidad mil imágenes absurdamente literarias,   —215→   falsas, inútiles. Ser pastor -y pastor pobre quiere decir llevar una vida mísera y sucia. Oler a ganado. Limpiar las cuadras. Pero dejemos que el poeta lo explique por sí mismo, en una prosa que permaneció inédita hasta que Concha Zardoya la publicó en su ya citado libro: la escribió en los años mismos en que preparaba Perito en lunas, y se titula «Miguel y mártir»:

¡Todos! los días elevo hasta mi dignidad las boñigas de las cuadras del ganado, a las cuales paso la brocha de palma y caña de la limpieza.

¡Todos! los días se elevan hasta mi dignidad las ubres a que desciendo para producir espumas, pompas transeúntes de la leche; el agua baja y baja del pozo; la situación crítica de la función de mi vida, más fea, por malponiente y oliente; los obstáculos de estiércol con que tropiezo y que erizan el camino que va de mi casa a mi huerto; las cosas que toco; los seres a quienes concedo mi palabra de imágenes; las tentaciones en que caigo, antonio (sic).

¡Todos los días! me estoy santificando, martirizando y mudo.


Y Concha Zardoya comenta:

Desde este momento, toda la vida de Miguel será un constante esfuerzo por elevar hasta su dignidad interior y hasta ese plano de hermosura superior todas las cosas feas y tristes que cercaron su existencia. Ahora, más que pastor de las cabras paternas, será «lunicultor», «perito en lunas».


Dignificar no quiere decir -no quiso decir nunca para Miguel Hernández, siempre fiel a sus orígenes, a su infancia y su adolescencia- borrar y olvidar. Al contrario.   —216→   La fidelidad a la tierra, al barro -al barro impuro, manchado- seguirá siendo una constante de su poesía. Uno de los mejores poemas de Viento del pueblo -poema con sabor autobiográfico- es su oda al «Niño yuntero», en que canta al niño humilde nacido entre el estiércol, y al cantarlo ensalza a todos los niños pobres que han conocido el hambre y la miseria: «Entre estiércol puro y vivo / de vacas trae a la vida / un alma color de olivo / vieja ya y encallecida». Y en el poema a García Lorca, que abre el libro, nos dice que el poeta asesinado será para siempre «estiércol padre de la madreselva». Y en el teatro de Hernández encontramos igual fidelidad al realismo de la tierra, del ganado, de la vida cotidiana: el labrador malicioso, Quintín, canta en El labrador de más aire:


En los templados establos
donde el amor huele a paja,
a honrado estiércol y a leche,
hay un estruendo de vacas
que se enamoran a solas
y a solas rumian y braman.
Los toros de las dehesas
hunden con ira en la arena
sus enamoradas astas.


Fidelidad a su origen, siempre. Incluso cuando ya empieza a abrirse paso. Hacia mediados de 1935 se publica La destrucción o el amor de Vicente Aleixandre. Miguel sabe que es un libro importante; quizá conoce ya algún poema; quizá ha visto el libro en casa de algún amigo. Pero -como siempre- le falta dinero hasta para lo más indispensable. Le escribe al autor una carta pidiéndole el libro. La carta es el principio de una honda amistad; Aleixandre es uno de los maestros, y Miguel le dedicará su «Oda entre arena y piedra a Vicente Aleixandre».   —217→   La carta de Miguel va firmada: «Miguel Hernández, pastor de Orihuela.» (¿No había una cierta coquetería, conciente o no, en esta frase? El pastor-poeta era cada vez más poeta y menos pastor. Y sin embargo la experiencia del campo es en su poesía una constante, y uno de los más hondos y significativos ingredientes).

Y fidelidad al sufrimiento. Miguel había sufrido en Orihuela. Nos queda de ello el testimonio del propio poeta y el de sus amigos. Basta con releer, por ejemplo, un párrafo de la carta que le escribe García Lorca a poco tiempo de publicarse Perito en lunas: carta que fue encontrada por Concha Zardoya en el archivo privado de Josefina Manresa, la viuda del poeta, y publicada en el Bulletin Hispanique de julio-septiembre de 1958:

Mi querido poeta: No te he olvidado. Pero vivo mucho y la pluma de las cartas se me va de las manos. Me acuerdo mucho de ti porque sé que sufres con esas gentes puercas que te rodean y me apeno de ver tu fuerza vital y luminosa encerrada en el corral y dándose topetazos por las paredes...


El esfuerzo de su «conversión» poética lo agotaba, al aislarlo de su ambiente normal sin acabar de abrirle las puertas de otros ambientes; el poeta se quejaba del silencio con que había sido recibido su libro, y Federico procura calmarle:

... la gente es injusta. No se merece Perito en lunas ese silencio estúpido, no. Merece la atención y el estímulo y el amor de los buenos. Eso lo tienes y lo tendrás porque tienes la sangre de poeta y hasta cuando en tu carta protestas tienes en medio de cosas brutales (que me gustan) la ternura de tu luminoso y atormentado corazón.


  —218→  

Miguel iba a seguir sufriendo -y amando- en Madrid, sin acostumbrarse nunca del todo a la vida en la gran ciudad. Iba a sufrir y vibrar de indignación durante la guerra civil. (El comienzo de la guerra debió de tener para Hernández un sabor especialmente amargo: nos dice Juan Cano Ballesta en su excelente libro sobre La poesía de Miguel Hernández que

el 13 de agosto de 1936 muere en Elda el guardia civil Manuel Manresa, padre de Josefina (la prometida del poeta), de una herida en el cerebro producida por arma de fuego. Es asesinado en el centro de la ciudad y precisamente por los milicianos republicanos con los que luchaba Miguel Hernández.70


Dura prueba, drama personal que se funde en el drama colectivo. El «sino sangriento» del poeta se perfila ya. Son muchos los poemas escritos entre 1935 y 1939 en que se transparenta una premonición de desastre, de muerte inminente, de prisa, de angustia. El poeta quiere encontrarse, y encontrar a los demás, antes de morir. Presiente que su vida va a acabar mal, y que la pasión que estalla en Viento del pueblo -que contiene alguno de sus mejores poemas- va a quebrarse, a convertirse en cenizas y en lágrimas. No en vano el poeta es también, y ante todo, vate, es decir, adivino. Miguel adivina su muerte trágica y la muerte trágica de la República que ha dado alas a su voz. Y así nace este libro confuso y doliente, desigual y a veces grandioso, que es El hombre acecha.

El poeta -escribe Cano Ballesta- va adentrándose lentamente en su interior, el fuego purificador del dolor le va despojando de todo lo que pudiera ser mero palabreo superficial sin mensaje ni hondura. En El hombre acecha se atisba el fatal y trágico desenlace de   —219→   la guerra. La amargura, el odio de hombre a hombre asoma su garra en estos poemas... las manos que todavía eran en Viento del pueblo herramientas, mensajes del alma, fuentes de vida y riqueza, se han convertido en instrumentos de destrucción, en garras de odio. El soldado valiente, la juventud dichosa, el jornalero, han rememorado sus garras, se han convertido en tigres: el hombre acecha al hombre. La misma guerra que en Viento del pueblo era entusiasmo, valentía, heroísmo, canción a la alegría, se ha trocado en tragedia inacabable: odios, heridos, hospitales, hambre y cárceles.71


Es precisamente este dolor, individual y colectivo, un dolor que acabaría por consumirlo, lo que da a su poesía de estos años una dimensión que no tiene la de ningún otro poeta español contemporáneo. Sentimos que en los poemas de sus libros escritos durante la guerra -y entre ellos incluimos, claro está, el hermoso Cancionero y romancero de ausencias, libro escrito todavía desde la guerra, desde la doliente consecuencia de una guerra que los vencedores quisieron prolongar años y años en el corazón de todos los españoles- se da una extraña, una única conjunción de pasado, presente y futuro. Pasado, porque la cultura clásica española está presente -Quevedo, Góngora, Lope, Calderón- en muchos de los versos de Miguel. Presente, porque la poesía de guerra de Miguel es única: si en algún momento el poeta ha sido, plenamente, testigo, esto se da en su caso. Testigo que participa y vive cada instante, que transforma cada momento trágico en poesía perenne. Y futuro, porque en sus visiones entusiastas o amargas Miguel proyectaba hacia adelante a sus contemporáneos, preveía o temía lo que iba a ocurrir, y, más aún, su actitud y los temas escogidos por él prefiguraban la evolución de la lírica española en las siguientes décadas.

No hay que olvidar el hecho fundamental de que Hernández   —220→   pertenece -junto con Leopoldo Panero, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Germán Bleiberg, Ildefonso Manuel Gil- a la llamada «promoción de la República» -o, como quieren muchos, a la llamada «generación del 36». Dejemos aparte, para mejor ocasión, el precisar si se puede o no llamar «generación» al grupo de escritores que empiezan a publicar por aquellos años. (Véase, sobre la «Generación del 36», el número de Ínsula de julio-agosto de 1965). Todos estos poetas tienen algo en común: en aquellos años se substituye el culto a Garcilaso por el culto a Góngora, que había dominado durante la «generación de la Dictadura», o del 27, o del 28 -como sería más lógico contar, ya que si situamos una generación a 30 años de distancia de la anterior, el 28 es la fecha exacta a partir de 1898). Y casi todos ellos son poetas transidos de religiosidad. Casi todos, pero no Miguel, anclado en la inmanencia, en el «aquí y ahora», y, además, sacudido por el «viento del pueblo», por la pasión de la sangre, la creación y la destrucción de lo humano y por la pasión social y política72. No se trata aquí de restarles mérito a los demás poetas de la generación -o promoción- de Hernández. De la pluma de Panero o Rosales han salido grandes poemas. Pero si nos preguntamos sinceramente -sea cual sea nuestra posición política o nuestra creencia religiosa- cuál es la actitud más característica de nuestra época -no solamente de estos últimos años, sino incluso de todo nuestro siglo-, la política o la religiosa, creo que la respuesta es más bien obvia. La pasión política, el interés apasionado por los temas suscitados por la política no solamente ha estallado con furia en más de una ocasión, sino que se ha extendido considerablemente por todos los países, viejos o nuevos, a lo largo del siglo. Y si en estos últimos años se ha observado -así lo han hecho notar Raymundo Aron y otros- un cierto enfriamiento de las pasiones ideológicas, ello es cierto sobre todo en cuanto a los países europeos   —221→   y no vale para la mayor parte de los demás países. En todo caso la evolución de la poesía española iba a dar la razón a Hernández. Pensemos en Crémer, Celaya, Blas de Otero, Angela Figuera. Recordemos cómo maldice Celaya «la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales», y cómo increpa Crémer a los poetas «puros»: «Lanzar gorgoritos rítmicamente, mientras el hombre a secas trabaja, sufre y muere, es un delito». De todos los poetas de su generación, el único que desde el primer momento, desde la primera lectura de cualquiera de sus libros maduros, nos resultaría totalmente inconcebible colocar fuera de nuestro siglo es Hernández. En él se da un hondo sentimiento trágico de la vida, no motivado por consideraciones metafísicas, sino arraigado en experiencias y premoniciones existenciales: para Hernández, la vida está siempre amenazada:


Un carnívoro cuchillo
de ala dulce y homicida
sostiene un vuelo y un brillo
alrededor de mi vida.


Y esta sensación de vida amenazada, precaria, difícil, angustiada, es quizá la sensación más típica de nuestro tiempo, la que mejor ayuda a definir nuestro siglo.

Porque hay que precisar: nuestro siglo, el siglo XX, lo sabemos, no es -no puede ser- idéntico al siglo XIX. El romanticismo -y la última variante, el último avatar, la versión definitiva del romanticismo es el modernismo- domina todo el siglo pasado. Pero el siglo pasado termina, no en 1899, o en 1900, como querrían los calendarios, y, también, el «espíritu geométrico», sino naturalmente, en 19l4, O en 1918: da lo mismo. El caso es que a partir de 1918 -o de 1919 en algunos países- cambiamos de clima sentimental y cultural. Lo que antes era suave, dulce -y hoy nos parece que era excesivamente,   —222→   empalagosamente dulce- se vuelve amargo, intenso, ácido. La sátira, la caricatura, la ironía, se apoderan de los primeros planos, desplazando a los elementos que antes dominaban. La evolución puede verse en forma clara y precisa, en la literatura española, si examinamos los profundos cambios que hacen posible la evolución de Valle Inclán: de las Sonatas, escritas según las mejores recetas modernistas, a los esperpentos, que reflejan la ironía, el amor a lo grotesco, y la crítica social y política tan propias y características de nuestro siglo, hay, estilísticamente, estéticamente, un abismo. Y sin embargo el salto mortal sobre este abismo lo da el ágil Valle Inclán en unos pocos años, precisamente -y no por casualidad- los años que van de 1916 a 1919. Pensemos en La lámpara maravillosa, en La pipa de kif, y en Los cuernos de Don Friolera: la sucesión -la evolución- es demostrativa, relampagueante, iluminadora. Si no entendemos que la evolución de Valle, en estos breves años, ejemplifica -simboliza, resume- la evolución de los estilos románticos hacia lo típicamente moderno -existencial, irónico, desgarrado, trágico- no podremos entender, rigurosamente, ninguno de los demás fenómenos que tipifican la literatura de nuestros días. Y no cabe olvidar tampoco que los demás grandes definidores del final de una época y el principio de la nuestra -Proust, Kafka, Joyce, Mann- se aprestan a darnos su foto sentimental del pasado o su plano del futuro en papel azul precisamente alrededor de estos años.

Ahora bien: el gran tema desarrollado por los más típicos autores de nuestro siglo es el tema de la vida precaria, amenazada, inestable. Proust nos habla, al final de su gran novela, de una reunión de fantasmas. En cuanto a Kafka, su tono cruel, ácido, resulta más que evidente. Y la ironía es el arma preferida de Joyce y Marin. Todos ellos nos cuentan la misma historia: la degradación de los mitos -grandiosos o sentimentales que el romanticismo había exaltado -y que casi siempre   —223→   nos llegaban de mucho más lejos. Miguel Hernández no ha roto del todo con la tradición romántica. (Ello es también cierto, si se trata de ser precisos, con respecto al surrealismo, heredero de la gran corriente que parte del romanticismo alemán, pasa por Baudelaire y Rimbaud, poetas visionarios, y desemboca en Apollinaire, Aragon, Eluard, Breton, y tantos otros, entre los cuales figuran, nada menos, Vallejo y Neruda; y es bien sabido cuán hondo fue el influjo de Neruda sobre Hernández). El tono de la poesía de Miguel es existencialista-trágico. No juega con las situaciones o las palabras (y ello es típico de cierta etapa de la vanguardia, de algunos escritores del período inicial, de los «años veintes:» pensemos en el primer Gerardo Diego, o en las greguerías de Gómez de la Serna). Al contrario: ha descubierto que la vida es un juego serio, total y profundamente serio:


Escribí en el arenal
los tres nombres de la vida:
vida, muerte, amor.


Si pensamos en el Hernández al borde de la guerra civil, un poco antes de la gran tragedia colectiva, y releemos los poemas que escribía en aquellos meses, comprenderemos que el poeta intuía ya lo que iba a suceder, lo vivía de antemano en su corazón. Como señala Cano Ballesta, uno de los críticos que más certeramente han interpretado a Hernández:

este posible existencialismo hernandiano, lejos de tener su origen en Heidegger o en cualquier otra escuela filosófica, es más bien un existencialismo vivido, hispánico, un existencialismo avant la lettre, producto tal vez de un cierto fatalismo y de esa peculiar vivencia del tiempo típicamente hispana, abocada a lo inmediato del presente. Como bien observa Christoph Eich (en   —224→   Federico García Lorca, poeta de la intensidad, pp. 123-124), los españoles ya eran existencialistas antes de Kierkegaard y antes de que el existencialismo fuera una filosofía y una moda. A Miguel Hernández le pudo venir la idea obsesionante de la continua amenaza del carnívoro cuchillo que vuela en torno a su vida, bien de los continuos golpes de la fortuna que conmovieron su existencia desgraciada -recordemos el acontecimiento doloroso que inspiró Sino sangriento-, bien de la visión fatalista andaluza plasmada en los cuchillos y navajas de la vida gitana y de los dramas de García Lorca que Miguel conocía bien.


(op. cit., p. 65)                


La vida inestable comienza, para la sociedad europea, en 1914. Y es ésta la fecha en que terminan las grandes corrientes estéticas del siglo XIX. Todo lo que sucede después de 1914 es «contemporáneo». Y una de las características fundamentales de lo contemporáneo es la inestabilidad, el conocimiento de que todo -sociedad, economía, ideas filosóficas- es precario. Esta sensación no se establece repentinamente; se va filtrando poco a poco; la primera reacción de los escritores y artistas es la de un nihilismo alegre y esperanzado; únicamente en los «años treintas» cuando llega la segunda oleada de angustia y de inestabilidad, desencadenada mundialmente por la depresión económica de 1929, empezamos a ver perfilarse una actitud francamente pesimista y angustiada. (Los que se sientan escépticos en cuanto a estas ideas pueden leer las lúcidas páginas escritas por Lucien Goldmann sobre la evo lución estética de André Malraux, uno de los autores más representativos de los «treintas»: incluso me atrevería a decir que Malraux, Hernández y Stephen Spender son con toda probabilidad los autores más típicos del «espíritu de los treintas».)

La vida le llega a Hernández a golpes. A golpes rápidos   —225→   y crueles; no hay tiempo; falta tiempo para resistir elásticamente, para asimilarse a la circunstancia, para adaptarse y poder sonreír de nuevo. Falta tiempo. Este es, precisamente, el angustioso mensaje. Y tiempo es, precisamente, lo que sobra antes de Hernández: sobra hasta el punto de que el poeta puede detenerse, morosamente, y, reflexionando -Machado, Juan Ramón- tratar de llegar hasta el fondo del tiempo, esforzarse en desentrañar lo que el tiempo significa. Pero en la década de los «treintas» todo se acelera. Si recordamos los años de la República y de la guerra civil, nos sacude la extraña sensación de que lo que llega a nuestra memoria se parece a una de esas películas viejas en que todos se mueven a sacudidas (y los que han visto la película Mourir á Madrid recordarán que no solamente eran los políticos los que vivían, y morían, a bruscos golpes de destino.)

Amor, vida, muerte, sexualidad, libertad. Estas son las coordenadas de Miguel. El sexo es un arma; hay que hacer que penetre en la historia, que labre un futuro más limpio para los hijos que soñamos; la sensualidad tiene un sentido que va mucho más allá de la experiencia concreta y subjetiva, siempre egoísta; Góngora no habría podido, quizá, prever el futuro de la sensualidad; pero en todo caso, Miguel Hernández lo hace por él; se trata de que la sensación vibre como un acorde, se abra indefinidamente, sin límites: el mundo está cifrado, como sabían Fray Luis y -después, tras la revolución estética de los románticos los simbolistas y los modernistas, Darío y Juan Ramón. El mundo está cifrado; pero la llave que abre las puertas secretas no es el deporte, el placer o el juego; es el sufrimiento. Y cada vez más el sufrimiento y la poesía tienden a identificarse para Miguel. Como ha visto José Albi:

su ámbito poético y su ámbito humano se aproximan más y más (en su última obra, el Cancionero), y las dos fuerzas que mueven su capacidad creadora -vida y   —226→   muerte-, siguen manifestándose con todo su vigor. Por una parte, la atracción de la tierra, que en el fondo no es más que una llamada de la muerte, un retorno a los orígenes. Por otra parte es la vida, sentida a través del amor y de la libertad, la que alumbra el pozo de energía que hay en su alma. Vida y muerte se atraen y se repelen con impulsos iguales. Pero algo que es vida, y, a la vez, un poco de muerte, vence. Es el amor.


(«El último Miguel,» Verbo, dic. 1954, Alicante.)                


La prisa es uno de los temas del poeta. Es ella la que organiza y orquestra la angustia. Y, por encima de ella, la ambigüedad: el poeta debe ver y sentir claramente; pero su mensaje debe ser complejo y ambiguo porque así es la realidad que él refleja; la luz lucha con las sombras, y si bien siempre hay un rayo de luz que deja la sombra vencida, también es cierto que de pronto el mundo se ha convertido en cárcel; las manos pueden ser alas en cadenadas, relámpagos en forma de alas, y, también, garras. Y precisamente la prisa y la ambigüedad son dos notas muy características de nuestro siglo, que ha visto acelerarse dramáticamente todos los ritmos, y, además, enturbiarse todas las fuentes tradicionales que nos daban creencias y valores. Todo el que vea el mundo de hoy en forma totalmente unívoca, sin sombras ni dudas, podrá tener grandes éxitos en las oficinas de propaganda de algún partido político o ganar elevados sueldos en las oficinas de Madison Avenue en que se elaboran los textos de la propaganda comercial, pero nada tiene que hacer entre los poetas. Tenemos prisa porque la historia nos empuja y acucia por todos lados; nos sentimos confusos porque las claridades de los grandes sistemas religiosos o racionalistas se nos han escurrido entre las manos. Y todo ello se desprende de una lectura atenta de los acontecimientos culturales, políticos, sociales y económicos de nuestro siglo, y de los mejores poemas de Miguel. No otro es el mensaje del primer Dámaso Alonso del período de   —227→   la postguerra, con su Madrid que es un cementerio con más de un millón de cadáveres. La angustia existencial que rezuma en algunos de los poemas de Hijos de la ira, si bien de raíz religiosa, tiene también su fuente en Hernández, o, por lo menos, si no fuente, un claro antecedente. Todo ello significa una cosa: la posición poética de Hernández resulta ser en realidad el gran puente entre los años treintas y la época de la postguerra en España. Posición clave, por tanto, aunque pocos hayan reconocido su esencial importancia.

La poesía existencial de Dámaso Alonso y la poesía social de Blas de Otero, de Gabriel Celaya, de tantos otros: imposible concebirlas en abstracto, fuera de las difíciles y dolorosas circunstancias de la vida española de la postguerra. Pero es también imposible, o muy difícil, dejar de recordar que en todos estos casos -en todas estas posiciones poéticas- Miguel Hernández ha sido el precursor. El auténtico poeta de los años de la República, el más representativo, es también el único que fue capaz de proyectar su visión poética hacia el futuro, y, habiendo vivido plenamente los años de la guerra y la tragedia de los primeros años de la postguerra, pudo expresar la desesperación y la esperanza que siguen siendo los dos grandes polos de la poesía española de hoy.

La crítica ha sido menos que generosa con la obra de Miguel Hernández. Los dos trabajos fundamentales siguen siendo el estudio de Concha Zardoya, publicado primero por el Hispanic Institute en Nueva York en 1955 y después reproducido parcialmente en Poesía española contemporánea de las ediciones Guadarrama, y el libro de Cano Ballesta, de Gredos. La bibliografía de este último libro consta de 59 trabajos sobre la vida y la obra del poeta. No es mucho si lo comparamos con lo que se ha publicado sobre otros grandes poetas españoles de nuestro siglo. La   —228→   explicación la hallamos en parte en la actitud oficial en España, durante largos años reacia a lo que el poeta representó. (Juan Cano Ballesta, colega mío en la Universidad de Yale, me contaba cuál difícil resultaba trabajar sobre el tema: hostilidad abierta de las autoridades, imposibilidad de consultar ciertos textos sin violar los reglamentos, etc.) Y fuera de España la atención crítica parece haber sido polarizada por otras grandes figuras que rodean al poeta en el tiempo. Concretamente: la bibliografía de la revista PMLA para 1966 -no exhaustiva, pero sí cuidadosa, y ciertamente buen barómetro de preferencias colectivas- nos da un solo artículo, en este año, sobre Miguel Hernández.

Todo ello, desde luego, importa poco. Contamos ya con estudios muy detallados y valiosos sobre la vida y la obra del poeta. Sus versos ahí están. A pesar de lo incompleto de sus «obras completas» (?), se propagan, duran, se imponen. Ninguna sombra podrá vencerlos: durarán lo que dure la lengua española y nuestra conciencia de lo que es ser hombre de verdad, arraigado en el barro y saltando hacia lo alto como rayo de luz.



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ArribaAbajoMax Aub o la vocación de escritor

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«Para el escritor la vocación es lo primero, luego el talento, en seguida la agonía. No olvidemos que hacer belleza es luchar contra sus enemigos, y vencerlos. Encontraremos entre nuestro cansancio una luz. Esa es la belleza.» Palabras de Azorín contestando a un joven, amigo mío, que le pedía consejo, pues no sabía si de veras quería o no dedicarse a la literatura. Sospecho que Max Aub no hubo de pedir jamás consejo a nadie acerca de lo que debía o no hacer con su vida. Sospecho que siempre, desde el principio, desde la adolescencia, llevaba metida en el pecho y en la cabeza esa voz insistente, machacona, irritante, que nos dice quiénes somos y qué es lo que tenemos que hacer para ser del todo quienes somos: la voz de la vocación.

No ocurre siempre así. Hay escritores -es el caso de Proust- que empiezan a escribir por dilettantismo, por vanidad, por ganas de probar una nueva experiencia, un nuevo juguete mental. Después «les agarra el toro», se apodera de ellos la voz interior y se encierran a escribir con furia, como para recuperar el tiempo perdido. A veces es una enfermedad la que, al aislar al hombre de sus contactos normales, al crear un silencio forzoso, le permite escuchar la voz de la vocación: así le pasó a Pascal.

Max Aub se ha dedicado, naturalmente, a muchas otras actividades. Ser escritor, en el mundo hispánico, significa ante todo tener que ganarse la vida de alguna otra manera. Ha sido viajante de comercio, agregado cultural en París,   —232→   argumentista de cine y burócrata «ilustrado» (director de radio, televisión y grabaciones en la Universidad) en México. Nos imaginamos a Max charlando con un posible comprador de botones en Valencia o en Madrid, tratando de colocarle la mercancía, y al mismo tiempo estudiando a su comprador como hombre, como individuo, como posible integrante de una situación teatral o novelística. Lo mismo en sus contactos diplomáticos en la embajada española en París; o en la radio de la Universidad en México. Le ha interesado siempre mucho más ese «animal difícil» que es el hombre que lo demás: los botones, la diplomacia o la organización de programas de radio. Lo cual no quiere decir que haya desempeñado mal las otras funciones. Quiere decir, simplemente, que mientras iba cumpliendo -impecablemente, eficientemente- con sus otras funciones, ejerciendo sus actividades variadas, Aub iba acumulando experiencias, observaciones, detalles concretos, archivándolos para uso futuro o inmediato; dibujando perfiles, reteniendo frases, que después, con grandes modificaciones, se convertirían en personajes y en diálogos de sus novelas o de sus obras de teatro. (Los amigos que le preguntan: «¿Me vas a poner en tu próxima novela?» no tienen, desde luego, ni la más remota idea de lo que es la actividad del escritor. Lo mismo que el pintor no suele -o no solía; hoy el hecho es más frecuente- utilizar los colores puros, tal como salen del tubo, y los mezcla y combina con otros, es rarísimo el caso de un escritor que lleve a sus obras directamente, sin transposición o combinación con dos o tres «personajes», reales o inventados, a un amigo o conocido. Pero lo mismo que no se puede pintar sin colores no se puede tampoco escribir sin derivar la creación de personajes de algún ser humano conocido o «posible», que tenga características vistas en alguna parte o adivinadas en alguien.)

La fuerte y auténtica vocación de escritor es la que le ha permitido a Max Aub sobrellevar todos los contratiempos   —233→   que esta arriesgada profesión lleva aparejados, tanto en España como en México. («Escribir en Madrid es llorar», había señalado Larra, pero sin pasar por la complicada experiencia en tierras americanas; ¿cómo habría descrito la experiencia de escribir en México para un hombre de formación y origen españoles?)

Pues, en efecto, Max Aub nació en París por casualidad; su experiencia fundamental, formativa, es toda ella auténticamente española, y española la parte más considerable y decisiva de su obra impresa. «Se es ciudadano, en el fondo, y sin reservas, del país donde uno cursa los estudios del bachillerato», ha dicho no sé qué filósofo. Max Aub es, en este sentido, auténticamente español. Es, si podemos cambiar una frase y a bien establecida, un «valenciano universal», más universal, a decir verdad, que Juan Ramón Jiménez, ya que domina varios idiomas y está muy al corriente de lo que se piensa y escribe en casi toda la Europa occidental y en Estados Unidos. Cuando queríamos escuchar el último disco de poemas de Michaux, o enterarnos de lo que pasaba en Inglaterra, o de lo que se publicaba en Alemania, íbamos a ver a Max; no había otra persona, en México, -y no la hay todavía- que estuviera tan bien informada, con un lujo de detalles que no excluía ni la anécdota personal ni la teoría abstracta, no por improvisada menos certera. Pues bien: para un español, para un refugiado español, para decirlo claramente, escribir -y publicar- en México no ha sido, ciertamente, tarea fácil o agradable. México es -lo dice quien ha vivido allí muchos años y se siente en buena parte mexicano- un país áspero, violento, cruel con sus propios hombres y más con los que llegan de fuera. Si España es, como indica Américo Castro, una síntesis de un elemento dominante cristiano y dos elementos subordinados árabe y judío, si España es, en los mejores casos, la fusión de estos elementos dispares -en los peores, como sabemos, antropofagia, masoquismo- México, a su vez, ha de ser en mejor caso -que raras   —234→   veces se logra- una síntesis de la síntesis española y de lo indígena, cuajada en un ambiente dominado por la tecnología norteamericana, por «las cosas», las máquinas, los objetos, y en parte la cultura, de importación norteamericana. No es país cómodo, y menos para los intelectuales, siempre en primera línea de fuego. Y Max Aub -como León Felipe, como tantos otros- ha escrito lo más granado de su obra en México; más aún, la ha impuesto, la ha impreso, la ha difundido, ante un público en parte hostil y en parte indiferente; ha escrito teatro, cuentos, novelas, a sabiendas de que no podrían circular fácilmente por España, a sabiendas de que los españoles en México constituíamos un público inexistente o distraído, a sabiendas de que los mexicanos no sabían qué hacer de una actividad literaria intensa y de primera calidad en la que el problema, los problemas, de los mexicanos, aparecían solamente de vez en cuando. ¿Heroísmo? ¿Quijotismo? Vocación de escritor, fidelidad a sus raíces españolas y a su destino de escritor. A Max Aub le pasa lo mismo que le ocurrió a Ovidio, otro caso de vocación clara: si algún día un gobierno autoritario le impusiera el silencio, la confesión pública de que no iba a escribir más, Max convertiría esa confesión en una obra maestra de la literatura, y al par que prometía no seguir escribiendo nos dejaría un documento de inmenso valor literario.

En sus Cartas a una joven poeta señala Rilke lo irremisible, lo necesariamente invencible de la vocación poética: es poeta el que no puede dejar de escribir poemas. Lo mismo en cuanto a la actividad general del escritor. Max Aub no puede, no podrá jamás, dejar de escribir. La muerte adecuada para él es la que cerró los ojos de Petrarca: trabajando, frente a su escritorio, con libros abiertos y papeles a medio llenar. Contra viento y marea, contra todo y contra todos, el escritor que tiene algo que decir ha de seguir escribiendo. (He conocido en la ciudad de México a muchos escritores; pero cuando pensaba en lo que pudiéramos   —235→   llamar «el escritor profesional», se me ocurrían en seguida dos nombres, y sólo dos: Max Aub y Alfonso Reyes. Y de los dos es Max, menos obsesionado por la belleza del sexo opuesto, el que más fiel ha sido a la literatura.)

Contra todo obstáculo. Y a veces casi parece que se los creara él mismo para tratar de sobrepasarlos. Así, por ejemplo, Max empieza por escribir teatro experimental, en la España de 1923-24: El desconfiado prodigioso. Y, también, Una botella, El celoso y su enamorada, Espejo de avaricia, Narciso. Obras todas ellas reunidas en el volumen de Teatro incompleto, de 1931. Teatro experimental para un público hispánico sumamente hostil a lo experimental en las tablas. Teatro experimental en que fracasaron, o casi fracasaron, Jacinto Grau, Miguel Hernández, Alberti, y -varias veces- el propio Lorca. (En rigor, el teatro experimental, en sus variadas formas, derivado en parte del expresionismo alemán, que Aub debió conocer, no ha tenido éxito sino hasta época muy reciente; a pesar de Cocteau y de alguna obra de Lorca, ha triunfado hace tan sólo unos años, a partir de Ionesco, y su éxito no está del todo asegurado, ni mucho menos.) Por mucho que le desagrade a Aub el teatro de Jacinto Grau, hay que confesar que los dos dramaturgos tienen en común un rasgo negativo: los dos han escrito un tipo de teatro que se ha leído más que representado (y dado el amor a lo chabacano de las masas que acuden al teatro en el mundo hispánico es dudoso que este rasgo sea, en realidad, negativo.)

Teatro ágil, lleno de sorpresas, de anacronismos audaces, como el del triángulo Narciso-Eco-Juan, en Narciso, en que el héroe mitológico va esfumándose en escena, mirándose a un espejo de bolsillo: «Aún quedo un poquito, aún soy yo...» y en que los motivos y temas tradicionales quedan renovados a través de la metáfora audaz inspirada por el ramonismo de la época y por la transposición a situaciones   —236→   modernas. Teatro que no merece, por cierto, quedarse en las bibliotecas acumulando polvo. Y una novela epistolar: Luis Álvarez Petreña, con rasgos wertherianos. Lo suficiente para que los corrillos literarios de Madrid empezaran a hablar de él. Pero no bastante para imponerse en una época dominada por la doble corriente del juanramonismo -y la poesía pura- y de las ideas filosóficas y estéticas de Ortega. Ambas actitudes eran obstáculos para la evolución de la novela; y de las novelas intelectualizadas y semipoéticas de la época, como las de Jarnés, poca cosa ha quedado en pie. Porque el hecho esencial es que Aub pertenece a una generación de poetas: nace en 1903: Alberti en 1902, Cernuda en 1904. Aub, como Francisco Ayala, comienza por la novela «subjetiva», en que los personajes son presentados indirectamente (el héroe, que se suicida, a través de sus cartas; su mujer, Julia, y otros personajes, a través de las que ella escribe antes y después del suicidio del héroe.) Novela lenta, en que ocurren pocas cosas pero el análisis de personajes y motivos es llevado a cabo con rigor a veces cruel. Quizá el personaje más interesante, que entrevemos pero no acabamos de comprender del todo, es el de Laura, amante momentánea pero desdeñosa del héroe, fría y cínica, una de las causas de su suicidio. (Observemos de paso que ya en esta primera novela aparece el tema de la vocación humana, y estrictamente de la vocación de escritor: el héroe se suicida en parte porque lo único que le interesa, aparte del amor de Laura, amor no correspondido, es escribir, y escribir bien: «mi tragedia no es solamente la de ser hombre, sino escritor, y donde se oscurece más mi infortunio es cuando veo que soy un mal escritor», escribe el héroe. Novela de vida interior lenta y torturada, la primera y -en esta medida casi total- la única escrita por Max Aub. Las circunstancias -guerra y destierro- imprimen a su prosa un ritmo más rápido, una acción externa más sostenida: el mundo en derredor, el mundo «objetivo», llega con una ráfaga de brutalidad y se le impone.   —237→   Lo mismo ocurre en otros países: tras Proust llega Malraux; tras los «crepusculares» y los «herméticos», Silone y Moravia. Esta primera novela es -dentro de los límites de su época- una excelente novela. No se olvide lo difícil que era este género, lo enrarecida y antinovelística que estaba la atmósfera española de la época: hasta el punto de que las obras de Sender y los otros novelistas sociales y «proletarios» de los años que precedieron a la guerra civil quedaron totalmente aisladas del público y de la crítica, pasaron inadvertidas, y han tenido que ser exhumadas mucho más tarde por los investigadores serios, Eugenio de Nora entre otros. Precisamente es Nora quien dice, a propósito de Luis Álvarez Petreña: «A más de veinte años de distancia, Petreña nos aparece tan vivo que no dudaríamos incluso en atribuirle algo de -como él, conceptista, diría- las «entrañas extrañadas» del propio autor. Petreña, en trance de representar el drama de su tiempo (cargado de presagios e inminencias), lo encarna, ¿por qué no?, como romántico buitre prometeico de su propio espíritu agobiado; pero en el fondo, esta árida y flageladora vivisección es también un disciplinado entrenamiento, un rebote en las paredes de la náusea capaz de provocar una más íntegra y auténtica recuperación. Por arriba incluso de su mérito artístico, no escaso, Álvarez Petreña es un libro-límite: la encarnación de una crisis al mismo tiempo estética, espiritual, social, y simplemente humana, desde la cual es preciso regresar a un punto de partida. Del empacho del subjetivismo pasaremos, en efecto, al reconocimiento de la objetividad pura y simple, casi despersonalizada.» Volver a empezar, borrón y cuenta nueva: esto es lo que el sangriento borrón de la guerra y el exilio imponen a Aub. Y volver a empezar bajo otro cielo, entregando el mensaje de español atormentado a un público que pedía otra cosa. ¿Quién no se hubiera cansado? Pero los esfuerzos de Max redoblan; se crece con el destierro, de su pluma -o su máquina de escribir-- sale un torrente de obras de teatro, de   —238→   cuentos, de novelas, de artículos y ensayos: son los Campos, Deseada, No, Sala de espera, San Juan, Morir por cerrar los ojos, La calle de Valverde, Jusep Torres Campalans (que triunfa internacionalmente), sus estudios sobre la nueva poesía española, sobre el siglo XIX español, sin olvidarnos de Las buenas intenciones (1954) y de su última (hasta la fecha) excursión por los campos del pastiche literario, su antología de poetas desconocidos, fechada en 1963, o de Ciertos cuentos, Cuentos ciertos, Cuentos mexicanos, y La verdadera muerte de F. F. (una de sus obras maestras.) Aub florece en la adversidad: caso típico del hombre con vocación. Raro es el año en que no publique una, dos, hasta tres y cuatro obras.

Vocación, talento y agonía: tal es la fórmula de Azorín a la que nos hemos referido al principio. Si hasta ahora hemos insistido acerca de la vocación de Max Aub es que se trata precisamente de un ingrediente más interno, más difícilmente demostrable y explicable, que el talento; para aludir a este último basta examinar lo escrito por un autor. Y en cuanto al sufrimiento, es patrimonio, en nuestro siglo, y sobre todo en el mundo hispánico, de todos los hombres de buena voluntad.

Unas líneas -pocas- en cuanto al talento de escritor de Max. Lo obvio no necesita demostración. Soy de los que creen que los recursos de un autor se captan más claramente en una obra secundaria que en una obra maestra: en esta última el conjunto funde las partes, las devora, las transforma en una impresión armónica; en la obra secundaria es más fácil ver el andamiaje. Abro al azar un pequeño libro de Aub: Heine. Escrito casi al descuido, casi por casualidad. Lo abro también al azar. Y en seguida aparece la agudeza de la expresión concentrada, conceptista, de un barroco depurado y moderno (Aub no es purista,   —239→   pero sí clásico en su estilo, muy siglo XVII cuando no reproduce el habla popular de hoy, sin excluir el retruécano: «Eliot es católico converso -y con versos...») La expresión es jugosa, rápida, de un esquematismo esencial: «Heine es a la literatura alemana lo que son juntos Larra y Bécquer a la Española; Larra sería la vertiente francesa, satírica, sin títere con cabeza, y Bécquer la alemana, sentimental y amante de más de una. ¿Quién reúne esas dos caras en nuestra literatura? Tal vez sólo el imponderable y nunca bastante alabado don Francisco de Quevedo. Quevedo fue más, mucho más que Heine pero, salvados los siglos, se enfrentaron al mundo desde un ángulo semejante: la lengua la mieux pendue, ahorcados ambos a medias por envidias y maledicencias de las que los dos supieron mucho, por sí y por los demás.» Y unas páginas después otro juicio rápido, certero: «Toda obra grande, en tamaño, entraña una parte de ingenuidad que el muy agudo repele. (Si Hugo, Tolstoi, Dickens, Galdós, no tuvieran cierta parte cándida no habrían escrito lo suyo. Tal como Quevedo, Voltaire, Heine o Valéry no parieron mamotretos.)»

Claro está que para un escritor como Aub la pasión y el talento van unidos, no se explican el uno sin la otra. El caso es que nos hallamos ante un escritor profundamente serio, trágico incluso a veces (basta reeler los Campos o No) que al principio de su carrera fue clasificado, un poco apresuradamente, como esencialmente humorístico: esto es lo que opinaba Félix Delgado acerca de sus primeras obras de teatro: «Max Aub es antes que nada un humorista. Lo que otro autor elegiría como argumento para un drama lleno de efectos de más o menos calidad, Max Aub lo comprime hasta achicarlo en el rincón de su íntimo humorismo. Extrae así el jugo cómico del gran fruto dramático. Toca los resortes de su ironía y obtiene, colado, limpio, el zumo esencial de su humorismo.» Y tal juicio a propósito de un escritor que, a partir de 1939, iba a producir algunas de las descripciones más desgarradoras de la   —240→   guerra, los campos de concentración, la crueldad, la ignominia, la imbecilidad de nuestra época. ¿Para qué hablar de «doble personalidad» en este caso, si sabemos, por ejemplo, que Picasso es el autor de Guernica y de cuadros con alegres faunos y eróticas ninfas? ¿Y que Shakespeare, además de Hamlet y King Lear, se complació en dejarnos una serie de comedias amables e «intrascendentes»? No; el humorista que Max llevaba dentro no ha desaparecido del todo; asoma su cabeza cada vez que las preocupaciones políticas, sociales, humanas, lo dejan respirar; nos ha dado ya Jusep Torres Campalans, espléndido divertissement que ha engañado a más de un crítico en su reconstrucción integral, concienzuda, paciente, de un pintor que jamás existió, pero que sigue ahí, más vivo que muchos otros pintores de carne y hueso; nos ha dado varios cuentos deliciosos y una antología de poemas hijos de padre poco conocido. En el mundo hispánico solamente Borges -en algunas de sus notas para eruditos, al pie de la página, alusivas a libros inexistentes- y Max Aub son capaces de llevar tan lejos la broma, el espíritu del humorismo creador. Claro está que cuando el humorismo va tan lejos enlaza directamente con el sentido de lo absurdo. (¿Acaso no han creído algunos críticos que Kafka era, ante todo, un humorista? Hay momentos en que el escritor nos ofrece dos caminos posibles: la risa o el llanto. Y es el lector quien debe decidir.)

En el decorado de la fachada o los interiores de muchos teatros españoles del siglo pasado aparecían con frecuencia dos máscaras: la de la tragedia, grave y amarga; y la de la comedia, alegre y sonriente. En el rostro severo, cuadrado, de intensos y perspicaces ojos (¿azules? ¿grises? ¿verdes?) de Max, amable y acogedor para amigos y extraños, aparecían de pronto, turbando la placidez habitual, a veces la máscara de lo trágico, a veces la regocijada expresión de lo cómico. Él sabía cómo se las arreglaba para que, allá por adentro, las dos máscaras quedaran conciliadas, amigas, y   —241→   no le hicieran la vida imposible con sus disensiones. Lo importarte era seguir siendo fiel a ambas, con una fidelidad propia del entusiasmo juvenil -o del hombre cuya firme vocación le impide vacilar ante los complicados problemas que plantea la vida del escritor- Volvamos al juicio de un buen crítico, Eugenio de Nora: «Las últimas obras de Max Aub demuestran, contra lo que podría creerse dado lo personal de la fórmula narrativa y la solidez de construcción alcanzada en los Campos y relatos anejos, que el escritor, en vez de repetirse, cuenta con fuerzas de renovación interna y posee un caudal de novedad y de sorpresa prácticamente inagotable...» Y después, poco después, insiste: «... la inagotable potencia de Max Aub que, en la plenitud de su talento, es también, todavía, un escritor «joven», y reserva acaso para el futuro sus pruebas definitivas.»



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ArribaAbajoNotas al margen de señas de identidad, de Juan Goytisolo

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Una novela afortunada

¿Qué significa para un crítico de la literatura española contemporánea enfrentarse con una novela como la de Goytisolo, que ha conseguido interesar a un público muy numeroso? Quizá es algo parecido a lo que le acontece al observador que se acerca a una ciudad moderna rodeada de nubes, cubierta de gases, nimbada por una atmósfera densa.

Es difícil ver el conjunto, acercarse a la realidad concreta. La novela de Goytisolo, Señas de identidad73, se nos presenta aureolada de una gran cantidad de zonas vagas, imprecisas. El lector, el crítico, ha presentido, intuido, su importancia desde lejos. Quiere acercarse, precisar el contorno que -de momento- se le ofrece borroso. Detrás de las nubes, el nimbo, la aureola, que han creado la publicidad y los otros lectores, se ofrece un cuerpo compacto y difícil. Una novela larga y que posiblemente, probablemente, fue meditada y escrita en forma muy deliberada. La novela más importante que ha publicado hasta la fecha uno de los más destacados novelistas españoles de nuestro siglo.

Porque -no cabe dudarlo- Señas de identidad es una de las más significativas novelas publicadas, dentro o fuera de España, y obra de autor español, a partir de 1939. Resiste la comparación con obras tan esenciales como La   —246→   colmena, de Cela, o Cinco horas con Mario, de Delibes, El Jarama, las páginas emocionadas de Ana María Matute, o Tiempo de silencio. Obras y autores muy diferentes, cuyo único denominador común es la calidad literaria y la sensibilidad frente a la España de hoy.

Claro está que un éxito de público no significa que una novela pueda durar. La mortalidad de un best-seller frente a la prueba del tiempo es muy elevada. La novela de Goytisolo ha recibido otro galardón inesperado pero muy efectivo: ha sido «adoptada», por decirlo así, por parte de los novelistas hispanoamericanos de hoy, gracias a uno de los más destacados: Carlos Fuentes.




Carlos Fuentes y Juan Goytisolo

En la historia de las relaciones culturales entre España e Hispanoamérica existen dos momentos en que la literatura hispanoamericana se presenta, a los observadores extranjeros y por ello mismo en gran parte objetivos, «neutrales», y también a no pocos observadores españoles, como más madura y avanzada que la española. El primero es el modernismo. El momento histórico en que el modernismo llega a España, se revela allí como más prometedor y fecundo, por lo menos técnicamente, y también como portador de una sensibilidad nueva, ha sido estudiado repetidas veces. Creemos que técnicamente -y también en lo que toda técnica implica en cuanto a una nueva sensibilidad- las novelas hispanoamericanas de hoy (pensemos, por ejemplo, en Rayuela, de Cortázar: en Cien años de soledad de García Márquez, para no citar más que dos ejemplos) pueden aportar a los ambientes literarios de España un soplo de fresco viento, una sensibilidad más aguda frente a los grandes temas de hoy y de siempre, una herramienta que ayude a precisar lo que a veces sabemos y no podemos expresar. Los escritores hispanoamericanos de hoy han sido con frecuencia   —247→   muy duros -quizá, probablemente, excesivamente duros- al enfrentarse con la literatura española. Una literatura de la que, según opina Jorge Luis Borges, se salvan, apenas, Cervantes y Quevedo. Una literatura que, según la expresión de Octavio Paz, ha oscilado, en la época moderna, entre la academia y el café, entre la oratoria y el chisme. Es, pues, esperanzador constatar que por fin un escritor hispanoamericano perteneciente a las últimas promociones reconoce como hermano, con cariño y admiración, a un escritor español contemporáneo. Así ha sucedido con este encuentro -que es reconocimiento de lazos profundos, de hermandad presente- entre Carlos Fuentes y Juan Goytisolo: «Si Luis Buñuel -ha escrito Fuentes- representa, en el más alto grado, nuestro re-encuentro con la verdadera e inmutilable tradición española, Juan Goytisolo, a su vez, significa el encuentro de la novela española con la que se escribe en Hispanoamérica. Hay una frase que el propio Buñuel -hombre de terribles y magníficas obsesiones- acostumbra reiterar en su conversación: «Es preciso que los españoles aprendan de nuevo a ser rebeldes.» Sabemos lo que el camino de la rebeldía significa para Buñuel: no un viaducto pavimentado con programas e iluminado por dogmas, sino un oscuro laberinto en la selva. Recorrerlo es asumir el riesgo de una libertad nueva, es decir: desconocida. Señas de identidad, la novela de tránsito de Juan Goytisolo, obedece en todo a esta concepción.»74

Tres aspectos de la novela de Goytisolo son los que atraen la atención -y la admiración- de Fuentes: el lenguaje, la posición de rebeldía crítica frente a la sociedad española, y la estructura misma de la novela. El lenguaje -el estilo- de Goytisolo ha sido censurado más de una vez por sus críticos. Se le ha juzgado escritor «sin estilo» (pero lo mismo se ha dicho de Galdós), desdeñoso de la gramática y el «buen decir». Estos pretendidos defectos de Goytisolo -señala Fuentes- son, en el fondo, otras tantos   —248→   ventajas, otras tantas victorias: «A la luz de estas páginas cruel y lúcidamente honestas, la prosa tradicional de España aparece como una suma de complacencias: con el paisaje, con la nostalgia, con el folklore, con la insularidad, con el romanticismo populista, con el nacionalismo y con la supuesta esencia española -hidalguía, honor, flama sagrada, realismo cazurro- celosamente reclamada por la derecha y la izquierda tradicionales,» escribe Fuentes. «Goytisolo contamina todos los niveles del español escrito y al hacerlo los desjerarquiza radicalmente. Una solemne montaña se convierte en un río tumultuoso que el autor contiene con frágiles represas de verso libre narrativo... de esta manera, Goytisolo emprende la más urgente tarea de la novela española: destruir un lenguaje viejo, crear uno nuevo y hacer de la novela el vehículo de esta operación.»75.




Forma y contenido

Es posible que, si decidimos fijarnos únicamente en el «contenido crítico», en el campo de la literatura española de hoy el nombre más extremo -junto al de Francisco Arrabal, otro enemigo irreconciliable de la realidad social y política de la España de hoy- sea el de Juan Goytisolo. Y, sin embargo, ¿cómo olvidar a Max Aub, a Ramón Sender, a tantos otros? Más aún, el castellano que escriben Aub y Sender no es, en modo alguno, el de las academias o el de las tertulias madrileñas. Todo intento de acercamiento esencial, de definición esencial, como el que lleva a cabo Fuentes, implica un acierto posible, pero -no menos- un riesgo. Claridad y selección, por una parte; por otra, olvido de matices, afinidades, movimientos paralelos o convergentes. No importa. Creemos que Fuentes ha sabido ver el lazo -fundamental- que une a Goytisolo con sus «compañeros de viaje», de viaje literario- que es, también, en muchos casos, una toma de posición política   —249→   en Hispanoamérica. La novela hispanoamericana de estos últimos años -leamos a Cabrera Infante, a Lezama Lima, a Cortázar, al propio Fuentes- se ha esforzado por crearse un lenguaje nuevo; Goytisolo, por olvidar el lenguaje «oficial», aprendido: «para un hispanoamericano, crear un lenguaje es crear un ser. El hispanoamericano no se siente dueño de un lenguaje, sufre un lenguaje ajeno, el del conquistador, el del señor, el de las academias... Las formas del habla mexicana -el circunloquio respetuoso, el humilde diminutivo, el agresivo albur- son maneras con las que el esclavo secular niega su presencia, la suaviza o la afirma brutalmente porque siente no tenerla... Para el español, por lo contrario, el problema no es poseer una lengua, sino des-poseerse de ella, renunciar a ella, hacerse extranjero a su lengua, recobrar un desamparo que, de nuevo, convierta a la lengua en un desafío y una exploración, como lo fue para Cervantes, Rojas o Góngora. Con Goytisolo, el español escrito en España deja de ser el lenguaje de los señores para revelarse, igual que en la América Española, como el lenguaje de los parias.»76

Forma y contenido se corresponden, encajan una en otro: a una realidad caótica y sin jerarquías corresponde, por una parte, un lenguaje «corriente», vulgar a veces, o bien un contraste irónico entre el lenguaje elevado -o más bien pedante- de los documentos oficiales y el lenguaje vulgar, y una composición a base de relatos entrecruzados, composición de mosaico o «collage», relatos diversos que tienen por denominador común la vida cotidiana de la España de hoy y sus efectos en distintos personajes. Ahora bien: creemos que tanto en la estructura de su novela como en la manera de perfilar sus personajes o de contrastar estilos diversos, Goytisolo es a la vez innovador y tradicional: tiene en cuenta una tradición, y trata de llevarla a su expresión más acabada.



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Tradición y originalidad

La técnica de presentar narraciones cruzadas y complementarias, en efecto, se encuentra ya en La colmena de Cela y La noria de Romero (para no citar más que dos antecedentes muy claros). Goytisolo la había empleado ya más de una vez, y en especial en Campos de Níjar, de 1960, donde se dan cita el relato de viajes, el documento, y la conversación con la gente del pueblo. El contraste, a la vez irónico y dramático, entre la retórica oficial y la cruda realidad presente es, también, uno de los recursos esenciales de Goytisolo. Así, por ejemplo, en La resaca. (Agreguemos que el tema esencial de Goytisolo es la lucha contra la hipocresía, quizá más que contra la injusticia social, si bien no es posible separar ambos males: la hipocresía hace posible la injusticia social, la justifica, la protege. Agreguemos también que es el tema favorito de la juventud rebelde de hoy, que ve en la hipocresía el mal intolerable de las viejas generaciones, y en esta juventud Goytisolo ha encontrado, dentro y fuera de España, a sus más entusiastas lectores. Claro está que no cabe tal indignación ante la hipocresía sino entre los que, como Goytisolo, se han sentido, aunque sólo fuera momentáneamente, cautivos de algún ideal, «creyentes» en algo o en alguien: no olvidemos, por ejemplo, que a los once años Goytisolo intentó escribir una novela cuyo tema era la vida de Juana de Arco.)77

En La resaca el entrecruzarse de retórica oficial y cruda desesperación cotidiana, el tema de «las ilusiones perdidas», del lenguaje como máscara que encubre la miseria y la opresión, es desarrollado brillantemente, en forma muy clara, quizá, a veces, demasiado obvia. Así ocurre en los capítulos finales, en que se atacan, sucesivamente, el lenguaje de la propaganda oficial y el de la propaganda eclesiástica. En el capítulo 7, uno de los personajes, Evaristo, ha llegado a la conclusión de que su única posibilidad de   —251→   rebelión, de decir «no» al mundo gris y atroz que lo rodea, es el suicidio:

Aquella zona estaba desierta de noche y Evaristo la atravesó lentamente, bordeando los montones de basura. Soplaba el viento, húmedo y pegajoso, y, con las mochilas al hombro, escaló el teso de la colina. Desde allí se dominaba la enorme explanada de la estación y su mirada se detuvo en la leyenda escrita en el muro. «Ni un bogar sin lumbre, ni un español sin pan», decía. Evaristo se acomodó bien entre las hierbas y la observó durante largo rato, fijamente. Luego se sacó la navaja de afeitar del bolsillo y, con las manos en los potes para no manchar el suelo, se abrió las venas de los brazos.)78



La ironía última -y la más absurda- estriba en que este español desesperado, que ha renunciado a su sociedad y a su vida, obedece, sin embargo, a un resabio de «urbanidad», de «orden público», y trata de no manchar el suelo con su sangre. Ni en el momento de la muerte se libera de sus prejuicios o principios tradicionales. La novela termina con otro «choque de estilos», con otro contraste entre la retórica oficial -un discurso va a ser leído por un niño, que con toda seguridad no se entera ni de la mitad de lo que está diciendo y la amarga situación personal y familiar del mismo muchacho, que, en el momento decisivo, no acierta a pronunciar las palabras que de él se esperaban. Es la fiesta de San Juan: desfile, llegada del Delegado Apostólico, banderas, música. El muchacho ha ensayado su discurso con toda paciencia:

... Se anuncia el gran acontecimiento. Ya resuenan las martellinas que labran los primeros sillares de los alcázares de nuestra liberación... Cantando y con los fusiles empenachados con las rosas de la paz, colgados en el balcón, al claro sol de España... Un pueblo que es capaz de estas hazañas del espíritu, de estos encuentros con Dios, es un pueblo de seres fabulosos que, puestos en el carril de la cultura...79



  —252→  

Y en el momento culminante todo este universo de oropel se derrumba:

Avanzaban, avanzaban hacia él y una angustia terrible le escaló por la garganta. Subidos en el techo de una barraca, Hombre-Gato y Ramón reían y hacían cuchufletas con las manos. Y, de repente, como a un condenado antes de morir, la vida se presentó, desnuda, a sus ojos, y se acordó de Saturio y de la niña, de Giner y del viejo expulsado de la caseta. Las lágrimas brotaron incontenibles deformando su visión del grupo sonriente y benigno y, cuando la música enmudeció y el cura le hizo un ademán con el brazo, sólo acertó a balbucir: «Delegado... Somos pobres... Mi padre...» El pliego del discurso le había resbalado entre los dedos y, cortando el penoso silencio, los altavoces reanudaron su programa.80



Si nos hemos detenido en estos dos ejemplos es porque vemos en ellos no solamente una técnica esencial, central, en la obra de Goytisolo, sino también porque, a través de ellos, comprendemos mejor la continuidad entre Goytisolo y los escritores que le preceden: en especial, Baroja y Valle-Inclán. Las últimas novelas de Valle, a partir de Tirano Banderas y en casi todos los textos del Ruedo Ibérico, abundan en contrastes irónicos entre estilos irreconciliables: sería prolijo citar textos. En cuanto a Baroja, bastará recordar el final de Paradox, Rey. Las tropas coloniales francesas han arrasado la pequeña ciudad de Bu-Tata, entre idílica y utópica, fundada por el anarquista Paradox y sus compañeros de aventuras. Empiezan las epidemias y el alcoholismo. Los cínicos soldados se disponen a explotar a los indígenas en forma implacable. Y la obra de Baroja termina con un breve capítulo, el XII, titulado «Una noticia».

De «L'Echo» de Bu-Tata:

«Tras de la misa, el abate Viret pronunció una elocuentísima arenga. En ella enalteció al Ejército, que es la escuela de todas   —253→   las virtudes, el amparador de todos los derechos. Y terminó diciendo: Demos gracias a Dios, hermanos míos, porque la civilización verdadera, la civilización de paz y de concordia de Cristo, ha entrado definitivamente en el reino de Uganga.»



No sería difícil encontrar precedentes de este contraste irónico en la tradición española -Siglo de Oro, Cervantes, Quevedo, «Los Borrachos» de Velázquez -o en la francesa- las célebres páginas que Flaubert dedica, en Madame Bovary, a los «Comicios Agrícolas», entre muchos otros ejemplos. Ahora bien: si comparamos entre sí varias de las novelas de Goytisolo empezamos a vislumbrar que el contraste irónico desempeña en ellas un papel esencial. No es «efecto» o «adorno», sino pieza central, clave de bóveda. Fiestas, por ejemplo, termina con un espléndido contraste irónico entre el festival religioso, con sus fuegos de artificio, sus discursos, su desfile y procesión, y la entrada de la policía en un barrio de chabolas para expulsar a los murcianos. Y con frecuencia son niños o adolescentes los que, testigos impotentes y angustiados de este contraste, quedan amargamente aplastados por él, agobiados, sin salida, sin esperanza. Se han acabado los ideales; ya no hay Reyes Magos, o «Santa Claus», o lo que sea. La novela-paradigma de Goytisolo es, en el fondo, un diálogo entre un niño -o un adolescente, o un adulto de mentalidad infantil- y la sociedad: el niño espera que la sociedad se muestre benévola, que sus ilusiones se realicen, y la sociedad -con crueldad creciente e incluso melodramática- arruina esas ilusiones. A veces, los adolescentes se forman su propia sociedad provisional, en espera de que la verdadera sociedad cambie o pueda ser cambiada (Juegos de Manos, Duelo era el Paraíso) sin conseguir por ello la estabilidad: esta sociedad en miniatura se desintegrará, al final, en lo que pudiéramos llamar una «ceremonia de iniciación», paralela a la ceremonia, al rito, al espectáculo con que la sociedad grande, la verdadera y todopoderosa,   —254→   impone su brutalidad, su crueldad, al espíritu del adolescente al final de las novelas -La resaca, Fiestas- ya mencionadas. Para llegar a ser adultos, parece decirnos Goytisolo, para adquirir plena identidad de adultos, hay que pasar por esa trágica e irónica ceremonia que el autor se complace en colocar al final de varias de sus novelas. (La aparente excepción, La isla, no lo es. Claudia Estrada, la heroína -o quizá antiheroína- recuerda con una parte de su ser la época de idealismo, y se indigna, impotente, medio seducida, ante la España de hoy, que «se ha convertido en un país aparte, en una verdadera isla... Los maridos engañan a sus mujeres... Las mujeres engañan a sus maridos... La virginidad ha desaparecido del mapa.»)




La primera versión

Si insistimos en lo que pudiéramos llamar «tradición» y «continuidad» en la obra de Goytisolo, es porque su originalidad se impone por sí sola (y también porque Goytisolo, traducido al francés, sobre todo, pero también al inglés, y cuyo éxito fuera de España ha sido, quizá, mayor que dentro de España, corre el riesgo de ser interpretado por críticos poco conocedores de la tradición cultural hispánica y que por ello mismo no señalan las hondas raíces hispánicas de su obra.) Goytisolo es, ciertamente, un hombre culto que ha leído mucho y que además de conocer bien la literatura española, trabaja incansablemente, se esfuerza en depurar y superar sus obras iniciales, sus intuiciones artísticas básicas. Diríamos que ha escrito, hasta ahora, variaciones -cada vez más amplias, cada vez más conmovedoras- basadas en un tema central. Por esto resulta fácil encontrar en sus anteriores novelas un antecedente a Señas de identidad. Es éste como una primera versión de su última novela. Se titula La Chanca, y apareció en 1962.

  —255→  

La Chanca es, en apariencia, una descripción de un viaje por Almería, por la zona más pobre y abandonada de Almería. En realidad es mucho más que eso. Goytisolo reside en París desde 1957: La Chanca es una crónica del regreso -doloroso, frustrado- a la patria. (No en vano Carlos Fuentes llama a Álvaro, el protagonista de Señas de identidad, novela que, señalamos, continúa, amplía y completa el ambiente de La Chanca, «miniulises hispánico... que en vez de una mujer persigue fantasmalmente a un país, a una cultura y a una esperanza revolucionaria.»)81 El héroe de La Chanca, el de Señas de identidad, el de todas y cada una de las novelas de Goytisolo, es, lo sabemos, (por lo menos en parte) el propio Goytisolo. Esta inevitable identificación entre autor y héroe añade intensidad y autenticidad a cada una de las páginas de nuestro escritor. La Chanca combina la descripción objetiva -el autor como cámara fotográfica, el autor como recopilador de documentos, libros de geografía, anuarios de estadística: así en los apéndices, que trazan la historia de Almería a partir del siglo XII, y nos dan el número de cuevas habitadas, chozas, fuentes, oficinas de correos, etc., que corresponden a los 19.000 habitantes de esta zona desolada -con la introspección amorosa y amarga: el viaje despierta recuerdos de niñez, el autor va en busca de un amigo, y cuando por fin llega a su casa se entera de que la policía acaba de llevárselo. Es casi como si Ulises al llegar a Ítaca se enterara de que a su mujer acaban de raptarla y violarla. «Hambre e injusticia, miedo e injusticia, dolor e injusticia, muerte e injusticia», son las frases de Goytisolo que resumen la visión total. «El autor -escribe Kessel Schwartz- llega a la conclusión de que Almería no es una provincia española, sino más bien una colonia española ocupada militarmente por la Guardia Civil y cuyos ciudadanos viven abandonados y víctimas de la discriminación.»82



  —256→  
En busca de una identidad

El narrador de La Chanca se siente unido a su patria por una relación compleja, ambigua: lo mismo ocurrirá con el héroe de Señas de identidad. Relación hecha de amor y de odio, de ternura y de repulsión. Pero el problema fundamental -que únicamente la segunda novela revela en su plenitud- es que la nostalgia esencial que envuelve al exilado no le permite llegar del todo hasta el fondo de sí mismo, y, por otra parte, la vida en la patria resulta insoportable. «Ni contigo ni sin ti -reza la vieja copla- tienen mis penas remedio; / contigo porque me matas, / y sin ti porque me muero.» ¿Cómo vivir en España? y, por otra parte, ¿cómo puede un español vivir fuera de España? (Juan Valera ya se había planteado este dilema en el s. XIX). La fórmula de Ortega se aplica aquí: yo soy yo y mis circunstancias, y si no las salvo no puedo salvarme a mí mismo; si no las comprendo no existo. Esto es lo que parece decirse el héroe de Goytisolo: va en busca de España porque necesita sus circunstancias españolas, sus raíces españolas, para saber quién es y qué puede hacer.

«Una farsa que acaba mal»: así había definido el pro pio Goytisolo una de sus novelas, El circo. La misma definición parece convenir a la España contemporánea bosquejada en Señas de identidad. Es curioso -y significativo- que en esta novela, en la cual el personaje principal busca a España y se busca a sí mismo, afanoso por ahondar en su ser, en su identidad, las páginas iniciales -y las finales- estén ocupadas por un coro de voces sin nombre. Voces inconexas, frases entrecortadas, sin puntuación. Frases anónimas: las primeras, un abigarrado y estridente coro de voces franquistas que critican al héroe; las últimas, interrumpiendo constantemente el monólogo del héroe, son voces de turistas, frases triviales, retazos de conversaciones que el viento se lleva.



  —257→  
Un panorama desolador

A Goytisolo le agrada terminar sus novelas con una escena dramática, de un dramatismo simbólico. Son, con frecuencia, finales de «fuegos de artificio». El relato, aparentemente desorganizado hasta entonces, queda enfocado, y la necesidad del desorden y la desconexión se hace evidente, queda superada por la escena final. Las últimas páginas de Señas de identidad (el capítulo IX en la primera edición, que es el VIII de la segunda)83 constituyen un despliegue de virtuosismo literario. No gratuitamente, sino para dar una visión total de lo que al héroe le ha acontecido, de las conclusiones -contradictorias pero no por ello menos válidas- a que ha llegado. Su regreso a España, sus años de residencia en París, sus recuerdos de infancia, su amor intenso pero fracasado, su viaje a Cuba, todo ello contribuye a esta visión final de Barcelona desde un catalejo en lo alto de Montjuich. Visión gigantesca, dilatado «collage», mosaico infinito cortado por monólogos interiores, rótulos, voces franquistas, inocentes exclamaciones de turistas mentecatos, traspasado de imágenes poderosas («como cuellos de girafa o periscopios amenazadores las torres de la Sagrada Familia»). Los ingredientes de esta escena final son muy variados, y si bien al principio del capítulo Goytisolo ayuda a diferenciar cada fragmento mediante espacios y tipografía, a medida que avanzamos van entremezclándose con creciente frenesí. La multiplicidad de mensajes heterogéneos se halla muy cerca de lo que Marshall McLuhan llama «experiencia total», en que los sentidos son bombardeados por innumerables sensaciones, muchas percibidas en forma subliminal. Los ingredientes manejados por el autor son: la descripción objetiva, como de libro de geografía; el documento, en forma de cartel para turistas en varios idiomas; la prosa oficial de un folleto para turistas; el monólogo interior, en segunda persona; el coro de turistas anónimos, que se expresan en francés,   —258→   inglés, catalán, alemán y castellano; la anécdota, la noticia periodística y el recuerdo retrospectivo de los años de guerra -recuerdo real o imaginado- formando parte del monólogo interior, pero interrumpiendo con su presencia insistente, obsesiva, ridícula o trágica, el fluir de la conciencia; y, finalmente, las voces del régimen, las voces franquistas, que parecen salir de algunos monumentos y reprochar al héroe su conducta y su actitud.




Un orden desordenado

La algarabía de estas páginas finales -verdadero poema en prosa- esconde y revela, a la vez, un mensaje concreto. Un mensaje de despedida desgarrada, llena de nostalgia, de amor y de odio. El héroe -y sabemos que tras él se encuentra Goytisolo mismo- ha llegado al final de su peregrinación. Ulises ha vuelto a Ítaca. Pero Ítaca le parece un lugar extraño, remoto, hostil. Trata en vano de orientarse, frente al rebaño de turistas, a la invasión de turistas (Goytisolo prescinde de la puntuación, en especial de las comas, y acumula sustantivos, como en un catálogo, para acentuar la impresión de caos y su extrañeza frente a ese caos):

Imaginaste al caballero Don Quijote con su lanza su yelmo y armadura cociéndose al sol de esta bochornosa mañana de agosto de 1963 en medio de las bárbaras caravanas de Hunos Godos Suevos Vándalos Alanos que con gafas oscuras shorts sombreros de paja botijos porrones máquinas de fotografiar castañuelas sandalias alpargatas de payés banderillas blusas de nailon pantalones tiroleses camisas estampadas contemplaban la perspectiva de la ciudad...84



El protagonista se pregunta: «La ciudad que contemplaban ¿era la tuya?» Frente al presente trivial evoca los fantasmas del pasado, las sombras de la guerra civil, los fusilados de Montjuich, los retazos de historia medieval, en   —259→   violentas transiciones (el rey Ataúlfo aparece al lado de un incansable transistor). Casi estamos a punto de perder el hilo y no escuchar el triste mensaje de despedida:

todo ha sido inútil

oh patria

mi nacimiento entre los tuyos y el hondo amor que

sin pedirlo tú

durante años obstinadamente te he ofrendado

separémonos como buenos amigos puesto que aún es tiempo



Y, contrapuntalmente, se escuchan las Voces franquistas:

piedra somos y piedra permaneceremos

no te empecines más márchate fuera

mira hacia otros horizontes danos a todos la espalda

olvídate de nosotros y te olvidaremos

tu pasión fue un error

repáralo



A continuación, un letrero en cuatro idiomas, esta vez no como contraste sino más bien como feliz casualidad, como respuesta externa a lo que las Voces indicaban y que el héroe había ya decidido:

SALIDA

SORTIE

EXIT

AUSGANG



Llegamos, pues, a una especie de «acorde final»: los variados estilos se apoyan unos a otros, se funden en un solo mensaje. ¿Todo ha terminado? No; el héroe debe confiarnos sus últimas palabras, su última rebeldía, inspirada quizá por la insolencia de las Voces franquistas:

pero no

su victoria no es tal

y si un destino acerbo para ti como para los otros te lleva

no queriéndolo tú

  —260→  

antes de ver restaurada la vida del país y de sus hombres

deja constancia al menos de este tiempo no olvides cuanto

ocurrió en él no te calles



Quizá, escuchando con atención, oiremos en estas últimas páginas de la novela algunos ecos -sobre todo de poetas: de Cernuda, el Cernuda cívico, indignado, dolido, cruel; de Vallejo; de Blas de Otero (Goytisolo emplea un gerundio muy de Otero, un neologismo inconfundible, «españahogándose»). No importa. El efecto total es de una originalidad y una fuerza muy poco comunes. Y las líneas finales nos ofrecen otro ejemplo de contraste irónico, que viene a mostrarnos hasta qué punto su diálogo con el presente, con la realidad española de hoy, se ha convertido para el héroe de la novela en un «diálogo entre sordos»: el héroe va meditando «qué orden intentaste forzar y cuál fue tu crimen», y el mundo externo le contesta con un último mensaje, con un cartel típico del mundo materialista, del mundo de la burguesía y del turismo bobalicón que el héroe ha venido rechazando -y con el héroe ha venido rechazando el lector de la novela:

INTRODUZCA LA MONEDA

INTRODUISEZ LA MONNAIE

INTRODUCE THE COIN

GELDSTUCK EINWARFEN



Ironía, melancolía, sentimiento de lo absurdo, estallan ante nosotros: son los cohetes finales de este castillo de quema, de estos fuegos artificiales, de que está hecho el final de la novela de Goytisolo.





  —[261-262]→     —263→  

ArribaAbajoEl lenguaje de Juan Goytisolo: vindicación y reivindicación

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El poeta -y un novelista de la talla de Juan Goytisolo «funciona» también, en muchas páginas de sus obras, como poeta- es, lo sabemos, quien puede dominar el lenguaje, moldearlo, dar una forma más pura y más brillante a las desgastadas monedas del lenguaje cotidiano, transformar el cobre en oro. Como ha escrito Octavio Paz:


hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.



De todos los novelistas españoles activos hoy, Juan Goytisolo es, quizá, el que más tiempo ha tardado en conquistar un lenguaje propio, en domesticar el idioma hasta transformarlo en servidor fiel. En estos últimos años, y antes de que Goytisolo llegara a la plenitud expresiva de sus dos últimas grandes novelas (Señas de identidad y Reivindicación del Conde don Julián) hemos visto formarse, entre los novelistas españoles de hoy, estilos coherentes y eficaces: el de Francisco Ayala, por ejemplo, ácido, amargo, socarrón, quevedesco; el de Cela, grotesco y caricatural pero no exento de finura y melancolía en algunas páginas; las fuertes y dinámicas imágenes de la prosa de Ana María Matute; o los párrafos densos, misteriosos, elusivos, de Álvaro Cunqueiro, para no dar más que unos pocos ejemplos. Goytisolo, hombre tenaz y paciente, ha tratado más que sus compañeros en encontrar su estilo. Y ello no solamente por cuestión de edad o   —266→   por circunstancias personales -si bien es cierto que es mucho más joven que Ayala o que Cela, y que además le tocó educarse en la España de la postguerra, mala época para un escritor en formación- sino quizá por que el campo novelístico por él escogido al principio, la novela «realista» de crítica social, con toques naturalistas y grotescos, ha solido ser una escuela de veracidad y de sentido moral pero en ella el «estilo artístico», el cultivo de un estilo refinado y elegante, ha sido deliberadamente desdeñado, con resultados a la vez positivos y negativos (pensemos en Zola, en Gorki, en tantos otros novelistas de esta escuela). Claro está que la crítica social o ideológica no es incompatible con la creación de un estilo rico y original: bastaría con el nombre de Quevedo para disipar toda duda sobre este punto.

Quizá la evolución del estilo de Goytisolo, su creciente variedad y fuerza, se deba, ante todo, a que los sentimientos de Goytisolo se han agudizado y exasperado. Ante la realidad española de hoy, que antes se contentaba con describir, se indigna con una obsesión exasperada y desesperada. Antes -en Juegos de manos, en Fiestas, en La resaca- Goytisolo corría el telón, mostraba la escena, subrayaba uno o dos ángulos particularmente sombríos, y dejaba que el lector llegara a sus propias consecuencias. Ahora, en sus dos últimas novelas, asistimos a un crescendo de ira: no basta con criticar; es preciso fustigar verbalmente, acometer, subvertir, violar, profanar. La honda excitación del autor se comunica al estilo y a los lectores.

Claro está -para mayor gloria de la cultura española- que la indignación de Goytisolo no es una voz única clamando en el desierto. Recordemos al último Valle-Inclán, el de Tirano Banderas y La hija del capitán. A Max Aub, Francisco Ayala, Luis Buñuel. En La nueva novela hispanoamericana, Carlos Fuentes señala algunas   —267→   de esas voces rebeldes: «Si Luis Buñuel representa, en el más alto grado, nuestro reencuentro con la verdadera e inmutilable tradición española. Juan Goytisolo, a su vez, significa el encuentro de la novela española con la que se escribe en Hispanoamérica. Hay una frase que el propio Buñuel -hombre de terribles y magníficas obsesiones- acostumbra reiterar en su conversación: «Es preciso que los españoles aprendan de nuevo a ser rebeldes». Sabemos lo que el camino de la rebeldía significa para Buñuel: no un viaducto pavimentado con programas e iluminado por dogmas, sino un oscuro laberinto en la selva. Recorrerlo es asumir el riesgo de una libertad nueva, es decir: desconocida. Señas de identidad, la novela de tránsito de Juan Goytisolo, obedece en todo a esta concepción. No en balde los gurús personales de Goytisolo son Buñuel y un poeta secreto, Luis Cernuda, que espera aún ser reconocido en Europa y que en España sólo lo fue al morir hace pocos años. Como Buñuel en el cine, Cernuda representa en la poesía la profanación de todo lo consagrado por la inercia, la culpa o la ilusión españolas: La realidad y el deseo es el título de su obra única y total; título que proclama las dos ausencias de la cultura española contemporánea, en la que la realidad se confunde con la mistificación y el deseo con la nostalgia.» Goytisolo puede haber aprendido de Buñuel y de Cernuda que el camino que lleva a la libertad conduce forzosamente, en ciertos casos, como etapa previa e insoslayable, a la profanación. Otras voces, y en otras épocas, se han atrevido a decir lo mismo: entre ellas la del Marqués de Sade, citado en epígrafe por Goytisolo en Reivindicación del Conde don Julián, y cuyo espíritu parece animar algunas de las páginas más significativas de esta última novela.

Señas de identidad (México, J. Mortiz, 1968; 2.ª ed., 1969) planteaba un problema; Reivindicación (México, J. Mortiz, 1970) lo resuelve. El problema consistía en la identidad -como autoconciencia, como manera de hallar   —268→   un camino en la vida, de saber quién se es y adónde se quiere ir- del personaje central de la novela, Álvaro, miniulises hispánico», como le ha llamado Fuentes. Vemos a Álvaro a través de una descripción objetiva, en tercera persona: la de su pasaporte. Escuchamos su monólogo angustiado, buceamos en sus recuerdos de infancia, lo vemos moverse por España y por París, testigo fiel de todo lo que ocurre a su alrededor pero hombre todavía sin vocación. Asistimos a su enamoramiento y al fracaso de ese amor, lo acompañamos a Cuba. Poco a poco la identidad se va robusteciendo, en la medida en que Álvaro decide -paradójicamente, puede parecernos- separarse de sus orígenes, cortar con su pasado, renunciar a la vida española: el último capítulo es un largo y suntuoso poema sinfónico, un coro con muchas voces discordantes, una visión abigarrada en que contemplamos desde lo alto la ciudad de Barcelona, y -entre las observaciones triviales de los turistas y las voces de la reacción- Álvaro decide marcharse para no regresar jamás. La vocación de Álvaro es llegar a ser, definirse, y no puede hacerlo sin renunciar a su patria. (No en vano Jung, en su estudio Símbolos de transformación -que conozco por su versión inglesa- ha incluido dos largos capítulos sobre los mitos y símbolos que giran en torno a la difícil separación del hijo y la madre. La madre, en este caso España, es un obstáculo a la vida verdadera del hijo, impide con su obsesionante presencia que el hijo madure y llegue a ser el que tiene que ser. Si es preciso -y Jung da de ello numerosos ejemplos- hay que llegar hasta la destrucción de la madre. Este es el programa mental que adivinamos al final de Señas de identidad y que encontramos plenamente realizado en Reivindicación del Conde don Julián.) En ambas novelas, el individuo se define frente a -y en contra de- la sociedad que le ha dado el ser. Para conocerse, le es preciso conocer a fondo esa sociedad. Para madurar, para adquirir su plena identidad, le es indispensable   —269→   oponerse a esa sociedad, a esa madre cruel y obsesiva, y -en último término- planear su destrucción.

El arma de que dispone este individuo es doble: la conciencia y el lenguaje. Pero la conciencia del héroe de Señas de identidad está todavía en formación, es una nebulosa de conciencia. En la segunda novela la conciencia aparece ya firme, decidida: el delirio que con frecuencia la trastorna es también un arma ofensiva, una imaginación que se desboca como un caballo de batalla o se alarga en forma de daga. Y el lenguaje, la otra arma, es, sin embargo, parte de la realidad española que se trata de combatir y de negar; de ahí que en Reivindicación el lenguaje español se vuelva contra sí mismo, en extraño boomerang, quizá sin paralelo en la literatura española. (Rastrear fuentes es tarea tan enojosa como, con frecuencia, intrascendente. ¿Hay o no huellas de Cortázar, del Cortázar de Rayuela, y de Fuentes, el Fuentes de Cambio de piel, en Señas de identidad? La respuesta, afirmativa o negativa, no deberá preocuparnos demasiado. En cuanto a Reivindicación, hay abundantes fragmentos de otros autores, identificados o identificables, sembrados a lo largo de la obra; su presencia -casi siempre- se debe a que el autor los exhibe un instante ante nosotros antes de destruirlos.)

Chiste, parodia, visión onírica o profética: tres etapas de la destrucción de esa «madre-madrastra» que es la tradición hispánica. Un chiste es ya una subversión del lenguaje, es torcerle el rabo a una palabra o una frase. Y los chistes abundan en Reivindicación, a veces inocentes («O tempora! O Moros!» -pág. 55: acabamos de aludir a Séneca y a los romanos, y estamos en Tánger) y otros maliciosos, como cuando Goytisolo habla de los «hors-d'oeuvre completos» de José Ortega y Gasset. Las Sílfides, de Chopin, se transforman en labios del adocenado locutor de radio, que transmite desde España, en «la sífilis de Xopén». (Nos parece a veces hallarnos en el   —270→   alegre y despreocupado ambiente de «orgía lingüística y cultural» que ofrecen los capítulos centrales de la novela Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante; y sin embargo el clima emocional es aquí bien distinto; lo que en el novelista cubano es ejercicio de estilo y alegría de vivir se ha transformado aquí en protesta y ataque a fondo contra toda una tradición cultural.) La actividad más visible y sistemática del héroe es, en cierto modo, un chiste, una broma pesada llevada a cabo contra el espíritu mismo del idioma: después de matar y recoger cuidadosamente un buen número de insectos, se dirige repetidas veces a una biblioteca de Tánger en la que deposita estos insectos entre las páginas de los dramas calderonianos o los florilegios de poemas del Siglo de Oro, o, mejor dicho, del Siglo de Cartón Dorado: «... con los libros apilados en el pupitre, erigiendo una protectora barrera entre ti y el guardián: que bosteza abismáticamente otra vez mientras tú buscas en el bolsillo izquierdo de la americana y sacas la fúnebre y recatada bolsita; tu pequeño capital: cifrando velozmente el modesto, pero salutífero haz de posibilidades: moscas, hormigas, abejas, tábanos: quizá alguna araña opulenta y velluda: vaciando el contenido sobre el hule, en apetitoso montón: insecticida catástrofe no registrada en los anales que tú observas y abarcas con resolución pronta y fría: alcanzando el primer volumen de la pila y depositando entre sus páginas una hormiga y seis moscas: en el quintaesenciado diálogo de Casandra y el duque: esto disponen las leyes del honor, y que no haya publicidad en mi afrenta con que se doble mi infamia: cerrando de golpe, zas!, y aplastándolas: ojo avizor, cuidado que el guardián no te descubra: mientras abres el libro y compruebas morosamente el resultado: con el prurito aperitivo del viejo catador: espachurradas, la masa abdominal por de fuera!: indelebles manchones que salpican la peripecia dramática y la contaminan con su difluente viscosidad: cabos, ensenadas, bahías...» (pág. 37). Incluimos   —271→   esta larga cita por creerla muy representativa del estilo y la intención de Goytisolo: detallada descripción de una actividad en apariencia absurda e infantil, en el fondo significativa y simbólica. Profanación de textos clásicos, de actitudes «castizas», que continuará a lo largo de la novela. No son los dramas de honor conyugal calderonianos las únicas víctimas de Goytisolo; para que el lector comprenda que no se trata únicamente de combatir lo rancio, el pasado, lanzará ataques variados contra toda la generación del 98, contra Platero y yo, contra Ortega y los «adelantados y precursores de Heidegger» (pág. 138), y se burlará del «españolísimo vínculo existente entre el estoicismo y la tauromaquia» (pág. 139), pasando por Isabel la Católica y desembocando en las inefables páginas de Corín Tellado. (No se escapa ni siquiera el ilustre «Don Garbanzote de la Mancha».) El gesto del joven español que la novela describe es, en el fondo, una operación de homeopatía: la cultura española está anquilosada, es una inmensa fachada, un caparazón vacío; hay que combatirla con algo semejante, con el caparazón de insectos muertos. El estilo -rico, entrecortado- une el vocabulario de la biología y el de las ideas abstractas o literarias mediante una serie de frases en mosaico, parte de un larguísimo monólogo interior, entrecortado por una puntuación muy especial, a base de los dos puntos, con muy pocas comas, y sin puntos. Las páginas de Goytisolo, en su inagotable variedad, y con múltiples efectos de sorpresa, describen ante todo una actitud interior, un vasto ensueño, un delirio muy personal; pero es un delirio no exento de base, de punto de partida, de lógica inicial; nos describen la «razón de la sinrazón» de su héroe, esta vez más «miniorestes» que «miniulises». Las páginas de Goytisolo son una prolongada venganza, una traición, una subversión de las raíces de la cultura española, de las propias raíces del autor; por eso escribe Fuentes que «la escritura de Goytisolo es un ejemplar suicidio, una violación permanente   —272→   de lo que hasta ahora ha pasado por «lenguaje» en la prosa novelesca española. En cierta forma, Goytisolo utiliza esas armas tradicionales para destruirlas. Y su explosión del «lenguaje escrito» de los españoles es la destrucción de una España sagrada, basada en la posesión de un léxico pútrido como las tumbas de El Escorial: el léxico de una literatura que, en la feliz expresión de Octavio Paz, «ha oscilado entre la academia y el café, entre la oratoria y el chisme».

Creo prudente dejar a un lado, de momento, todo lo que en la actitud de Goytisolo frente a la tradición hispánica pueda parecernos una «injusticia» -y también lo que pueda irritar al lector, por las mismas razones, en las opiniones paralelas de Fuentes y de Paz- ya que lo que nos interesa aquí es la literatura, la obra de arte y el lenguaje en que está escrita. El infierno de la mala literatura está pavimentado de «buenas intenciones»; en cambio, de lo aparentemente -patentemente- absurdo, o injusto, o para llegar al caso extremo de lo criminal (¿y no es la traición un crimen castigado por todos los códigos?) puede surgir una obra maestra. Creo que Don Julián lo es, y que en todo caso su carácter excepcional de obra sin paralelo en la literatura española, y con poquísimos paralelos en otras (nos hace pensar a ratos en Sade, o en Kafka, o en el Burroughs de The Naked Lunch, que también tiene lugar, por lo menos en parte, en Marruecos) exige del lector, incluso del lector español, hispánico, o hispanófilo, una actitud de calma lúcida y comprensiva que, descartando la indignación irritada, nos permita saborear los frutos de una imaginación a la vez espléndida y sumamente controlada. Criminalidad y «decencia» son dos vertientes de una misma realidad, adquieren su sentido en mutua simbiosis, lo mismo que el amor y el placer carecen de sentido sin el dolor y la muerte, como Georges Bataille -tras otros- nos ha señalado. (Y, para aludir a otro escritor francés de hoy, ¿no es acaso Jean   —273→   Genet, criminal de profesión en su juventud, y que ha exaltado como pocos el crimen y el vicio, uno de los «santos» más ilustres en el santoral de la literatura contemporánea, creador indiscutible e indiscutido de un número considerable de obras maestras?) Con buenos sentimientos -según la tan repetida frase de Gide- suele hacerse mala literatura. No juzguemos los de Goytisolo según las normas tradicionales de los cursos de patriotismo para párvulos o los discursos moralizadores de una escuela dominical provinciana. Fijémonos ante todo en lo esencial: la relación entre un clima tenso, emocionalmente muy cargado, que es el que el autor ha vivido y sentido, que es el que ha querido expresar, y el estilo -los estilos múltiples- o el lenguaje -una serie de lenguajes- con que ha querido expresar dichos sentimientos: comprenderemos así la profunda y creadora relación entre lo que solíamos llamar «el fondo» y «la forma» en esta novela. El lenguaje de Goytisolo estalla en todas direcciones, salta ágilmente a una serie de niveles, precisamente porque trata de expresar una situación emocional explosiva, a la que nos remite una y otra vez; y nosotros, los lectores, comprendemos esta situación, y en gran parte la revivimos al leer estas páginas, precisamente porque el lenguaje del autor ha sabido estallar y desdoblarse. No es posible hablar del continente sin aludir al contenido: la novela de Goytisolo no es un mero «ejercicio de estilo» (aunque en ella, como veremos más adelante, desempeñe el pastiche un papel importante).

Claro está que el nuevo estilo de Goytisolo no ha surgido de pronto, espontáneamente, como Minerva de la cabeza de Júpiter. Hay en el resto de su obra una serie de significativos tanteos que van en esta dirección, y en particular nos ofrece con frecuencia un fuerte contraste irónico entre dos tipos de lenguaje: el de la gente del pueblo, ignorante y vulgar pero que se expresa sinceramente, y el lenguaje florido y falaz de los discursos oficiales,   —274→   la prensa, radio y televisión, en que nadie cree: entre estos dos polos tan distantes salta la chispa de la ironía trágica, tendiente a destruir el lenguaje oficial y a crear un ambiente en que -como señala el personaje Abel Sorzano en la primera novela de Goytisolo, Juegos de manos- «los símbolos perdían su valor y no quedaba más que eso: el hombre, reducido a sus huesos y a su piel». En La resaca todo el último capítulo es un largo contraste entre el lenguaje de un absurdo discurso oficial («Ya resuenan las martellinas que labran los alcázares de nuestra libertad...») y las palabras balbucientes del niño que debería leerlo, pero que, embargado por el dolor de sus problemas personales, no acierta a decir más que: «Delegado... somos pobres... mi padre...» mientras las autoridades siguen desfilando, y una música marcial envuelve a la muchedumbre indiferente, en medio del «fastuoso ondear de las banderas y el ritmo alegre... de las marchas». Otro personaje, Evaristo, expresa las rebeliones frustradas y las trágicas contradicciones de una sociedad hipócrita al suicidarse, desesperado, frente a un letrero que proclama: «Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan.»

El programa literario de Goytisolo, desde el principio, había, pues, avanzado hacia una dirección clara: continuar la labor desmitificadora iniciada por Baroja y los mejores noventayochistas, arrancar la máscara de hipocresía que todavía ostenta el Estado y llevan muchos españoles: «hay que humanizarse o perecer», señala en Problemas de la novela (1959), pues se trata ante todo de «abordar los diferentes aspectos y problemas de la creación literaria desde el punto de vista... de su motivación social.» La novela objetiva, «basada en una apreciación sintética y real de su conducta [la del hombre de hoy] se ha convertido... en el único medio eficaz de nuestro tiempo.» Quizá el único error de esta actitud consistía en que Goytisolo creía que «el tema debe determinar la técnica», lo   —275→   cual es cierto sólo en parte; más de una vez lo que pudiéramos llamar la «autonomía de la técnica», las leyes internas de la organización y del lenguaje, hacen posible una mejor expresión del tema. Hay interacción, no dependencia absoluta o sujeción de arriba hacia abajo, entre tema y técnica. El último Goytisolo, el de Señas de identidad y el Conde don Julián, parece haberlo entendido así. Ha llegado con ello a la mayoría de edad, edad literaria, claro está. Y como él mismo señala con frase certera y muy significativa (en el cap. 7 de Fiestas), «hay algo más triste que envejecer, es continuar siendo niño». (Subraya Goytisolo). La súbita madurez de algunos de los adolescentes de Goytisolo es adquirida a través del dolor, del derrumbamiento de las ilusiones. La del propio Goytisolo -en las dos novelas últimas- está marcada por el dolor, la rabia, la impotencia, la indignación, el delirio, todo ello provocado por la clara conciencia del fracaso de una sociedad y un estilo de vida. Sainte-Beuve ha subrayado que una de las funciones del crítico literario, quizá la esencial, es la de revelar las obsesiones del autor estudiado. Siguiendo este precepto, apuntemos que una de las obsesiones centrales de Goytisolo es precisamente la de pintarnos el despertar de la adolescencia frente a la injusticia, la hipocresía y la crueldad sociales; la adolescencia se convierte en madurez rabiosa, en algunos casos dispuesta a la lucha, en otros abrumada por su nueva conciencia. De Juegos de manos a Fiestas, el tema es constante. En las dos últimas novelas, Señas de identidad y Don Julián, el amargo despertar ocupa un papel esencial, y en torno a él se organiza cada obra. Esta evolución va acompañada de un proceso de creciente introversión. El héroe de Señas se mueve todavía, durante la mayor parte de la obra, en un ambiente objetivo, objetivado u objetivable; el de Don Julián se hunde -y hunde, al mismo tiempo, a sus lectores- en la introspección, el monólogo interior, y, formando un crescendo al final, en   —276→   la elaboración de los pocos datos que podemos juzgar objetivos, hasta convertirlos -como la ostra convierte en perla su grano de arena- en un espléndido sueño de destrucción simbólica y poética.

Y el desdoblamiento de los estilos, la multiplicidad de los lenguajes empleados, parte del interior del héroe, no es algo impuesto por el autor. No es la primera vez, evidentemente, que en una novela encontramos estilos muy diversos. El caso más claro de esta riqueza lo encontramos, en la tradición hispánica, en el Quijote. El caballero no habla como Sancho, los comentarios del autor son a veces irónicos, otras paródicos, otras relativamente directos y objetivos. El contraste irónico entre los estilos grandilocuentes y el lenguaje llano y vulgar lo notamos desde el principio, y en particular en la conversación entre el caballero y las mozas del partido. Pero tras este contraste se producen otros muchos, y a niveles diferentes. Contraste irónico existe también en algunas páginas de Baroja o de Valle-Inclán, por ejemplo, al final de Paradox, rey, entre el relato objetivo de la destrucción de una ciudad de África por las tropas coloniales francesas y las hinchadas e hipócritas palabras de un diputado francés que, en el Parlamento, y al mismo tiempo que las tropas siguen saqueando y destruyendo, puede definir lo que ocurre en África como gloriosa misión civilizadora. Pero en estos casos -y en el caso de las primeras novelas de Goytisolo- la diversidad de estilos se limita a este contraste radical entre la verdad objetiva y la hipocresía oficial. Se diría que nos hallamos ante un contraste del tipo «blanco frente a negro», un grabado de Posada o de Goya. El último Goytisolo, en cambio, escribe en «tecnicolor», con una paleta rica y luminosa que es digna de los grandes pintores coloristas de ayer y de hoy. Con todo lo cual no queremos insinuar en modo alguno que las novelas de Goytisolo anteriores a Señas de identidad hayan de ser consideradas como un semifracaso literario. En todas   —277→   ellas hay poder creador, imaginación, sensibilidad, abundancia de talento. Todas interesan al lector desde el primer momento. Goytisolo tiene el sentido de lo dramático, a veces en forma espectacular. Desde su primera novela, críticos como José M.ª Castellet y Eugenia de Nora reconocieron el gran talento de Goytisolo; lo que constantemente se le reprochaba era no haber conseguido plena eficacia en el dominio de su lenguaje. Castellet, por ejemplo, en su artículo «Juan Goytisolo y la novela española actual» (La Torre, enero-marzo de 1961) juzgaba el lenguaje de Juegos de manos «vacilante... envarado, poco espontáneo y eficaz». Es ésta una opinión que hay que cambiar radicalmente cuando llegamos al último Goytisolo. El recorrido ha sido largo, pero en continuo ascenso: Goytisolo se ha convertido en uno de los grandes estilistas de la literatura española contemporánea.

Hagamos un recuento: en Reivindicación del Conde Don Julián es posible identificar por lo menos siete clases de lenguaje, siete modos de expresión. Clasificados por orden de intensidad emocional -y empezando por los más «fríos» para terminar con los más «cálidos»- hallamos, primero, un estilo escueto, de inventario o de clasificación científica y descriptiva, que podríamos a su vez dividir en dos variantes: el «estilo inventario» y el «estilo libro de texto». Vendría a continuación la larga serie de textos literarios puestos en epígrafe a los diversos capítulos de la novela: los epígrafes funcionan aquí con un poder inusitado, son como pequeños «collages» que ayudan a contrastar con el resto de la obra, enmarcándola de historia y haciendo posible que la ficción se inserte en la historia; en un delicado arabesco, algunos de los temas tocados en estos textos (por ejemplo, el de los árabes invasores descritos como sierpes) reaparecen en el relato en formas muy variadas. El tercer estilo es el del monólogo interior del autor en sus momentos -relativamente abundantes primero, más escasos al final- de normalidad   —278→   y objetividad. Hallamos después dos clases de estilo paródico: parodias del lenguaje hablado, y parodias de textos literarios. Finalmente, el monólogo interior -como todo buen vehículo- tiene «cambio de marchas»: tras el monólogo normal, objetivo, de que ya hemos hablado, aparecen otros dos, un monólogo que pudiéramos llamar exaltado, discursivo, efusivo y, finalmente, un monólogo interior totalmente delirante. Este recuento dará una idea de la riqueza estilística de la última novela de Goytisolo, pero no de su complejidad: para ello sería preciso mostrar cómo pasamos con rapidez, en muchos casos, y sin previo aviso, de un estilo a otro, y cómo algunos temas -el tema del homosexualismo, el de la invasión de España, el de la transformación negativa de los valores españoles- reaparecen una y otra vez, desarrollados por estilos diferentes, como variaciones sinfónicas de un número limitado de melodías.

Esta multiplicidad de estilos es utilizada por el autor no solamente para dar plena expresión -a través de variaciones, matices, contrastes- a la vida interior de su atormentado héroe, sino también para modelar y estructurar el ritmo y la composición de la obra, que tiene una estructura perfectamente circular y se apega incluso -a pesar de su carácter onírico, exaltado, de visión entre surrealista y apocalíptica- a la clásica regla del teatro de Corneille y Racine -y de Moratín-, la regla de las Tres Unidades. Unidad de lugar: todo ocurre en Tánger, frente a España, y en la experiencia interna y externa de un solo protagonista. De acción: todos los hilos se juntan, convergen en un solo haz de obsesiones. Y de tiempo: la novela comienza con el despertar del héroe, dura un solo día, y termina cuando el protagonista fatigado por sus aventuras -físicas pero sobre todo mentales- al caer la noche se acuesta y se duerme. El carácter circular de la novela resalta todavía más por la simetría en el uso de los estilos, al principio y al final. La novela se inicia con un monólogo   —279→   interior cargado de emoción, pero que deriva poco a poco hacia la minuciosidad descriptiva: «tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti: con los ojos todavía cerrados, en la ubicuidad neblinosa del sueño, invisible por tanto, y, no obstante, sutilmente insinuada: en escorzo, lejana, pero identificable en los menores detalles, dibujados ante ti, lo admites, con escrupulosidad casi maniaca: un día y otro día y otro aún: siempre igual: la nitidez de los contornos presentida, una simple maqueta de cartón, a escala reducida, de un paisaje familiar...» El protagonista, en su duermevela, piensa en la tierra de España, tantas veces contemplada desde la atalaya de Tánger. Un poco más tarde pasamos a la descripción-inventario (que no deja de recordarnos a Robbe-Grillet) de la habitación en la que sueña y medita: «tres metros, incorporarse, calzar las babuchas, tirar de la correa de la persiana: mirando a tu alrededor en un apurado y febril inventario de tus pertenencias y bienes: dos sillas, un armario empotrado, una mesita de noche, una estufa de gas: un mapa del Imperio Jerifiano escala 1/1.000.000, impreso en Hallwag, Berna, Suiza: un grabado en colores con diferentes especies de hojas: envainadora (trigo), entera (alforjón), dentada (ortiga), digitada (castaño de Indias), verticilada (rubia): en el respaldo de la silla: la chaqueta de pana, un pantalón de tergal, una camisa de cuadros, un suéter de lana arrugado...» (pág. 14). La novela termina igual, pero invirtiendo simétricamente los dos estilos, el objetivo y el monólogo interior angustiado. Vemos una vez más la habitación, el mapa del Imperio Jerifiano, el grabado en colores con diferentes especies de hojas, tras lo cual el fatigado protagonista se acuesta: «después, tirarás de la correa de la persiana sin una mirada para la costa enemiga, para la venenosa cicatriz que se extiende al otro lado del mar: el sueño agobia tus párpados y cierras los ojos: lo sabes, lo sabes: mañana será otro día, la invasión recomenzará» (pág. 240). La novela   —280→   termina así, sin punto final, circular y recurrentemente abierta, larga serpiente que se muerde la cola y sigue girando ante nosotros.

Puede ocurrir que un objeto demasiado brillante nos ciegue, no nos permita discernir su perfil verdadero. Sería lástima que tal cosa ocurriera con esta última novela de Goytisolo, y que sus lectores no vieran en ella más que una serie de «ejercicios de estilo», como los que Raymond Queneau ha desarrollado. Los ejercicios de estilo equivalen a escalas y arpegios: preparación, pero no obra completa. Czerny no es Chopin o Schumann. Importa, pues, subrayar que estos estilos diversos de la última novela de Goytisolo se apoyan mutuamente, produciendo un efecto de distancia, de graduada y armónica profundidad, que va desde la visión subjetiva hasta el marco histórico de la evolución de un país y una cultura. De ahí que el empleo de estilos tan diversos no produzca una sensación de caos o de vértigo. Variedad, pero también unidad: las partes ayudan a definir el todo, y éste, a su vez, desde un centro invisible pero activo, ayuda a reforzar y vitalizar las partes. ¿No será ésta, acaso, la definición de una obra maestra? Sabemos bien que en nuestro acercamiento a la literatura contemporánea debe existir, forzosamente, una buena dosis de provisionalidad. Quisiéramos aquí dejar constancia de que para este lector, para este crítico, la última novela de Goytisolo alcanza una cumbre, probablemente la más alta, en el desarrollo de la novela española de la postguerra, posiblemente también en toda la novela española de nuestro siglo.

Toda obra bien organizada, en arquitectura, en pintura, o en las artes literarias, no puede mantenerse en pie sino gracias a una serie de columnas y bóvedas, a una serie de centros de interés, secundarios y principales. Ya que hemos insistido en la elaborada organización de esta última novela de Goytisolo, nos toca ahora señalar que,   —281→   como en los buenos cuadros clásicos, podemos hallar en ella un centro de interés secundario y otro principal. El secundario es fácil de definir: consiste en una serie de parodias, parodias de obras literarias -a veces breves frases auténticas, que, fuera de contexto, cobran interés cómico- o bien parodias del español hablado. El castellano en tanto que lengua «imperial» es cuidadosamente destruido, al mostrarnos Goytisolo en qué forma lo habla un árabe españolizado (por ejemplo, en las págs. 23-25), y cómo lo transforman un mexicano, un argentino y un cubano (págs. 194-195). Muy probable es que a estos hermosos pastiches hispanoamericanos haya contribuido la eficaz ayuda de Carlos Fuentes, julio Cortázar y Guillermo Cabrera Infante, cuya «amistosa y solidaria colaboración» es agradecida en una nota final. En cambio, la regocijada escena en que un Dr. Pedro Recio de Tirteafuera -en este caso árabe de pura cepa- le retira al castellano, al idioma español, sus ingredientes de origen árabe, es una pequeña obra maestra de ingenio y de verdad histórica.

Hemos reservado para el final el plato fuerte, la pièce de résistance en este suntuoso banquete que nos ofrece la novela que comentamos: el «estilo delirante», que constituye la clave de bóveda, el auténtico centro de atención, y que, si bien se desarrolla en múltiples formas a lo largo de la obra, culmina en una triple manifestación hacia el final, formando una curva ascendente, un climax, una cordillera con tres cumbres cada vez más elevadas. Nos referimos a tres visiones espectaculares que tienen lugar en la tensa y morbosa conciencia del protagonista. En la primera, el filósofo Séneca se transforma en el torero Manolete. En la segunda llevamos a cabo una visita turística a una gruta gigantesca que resulta ser el aparato genital de una monja. Finalmente, la nueva versión del cuento clásico: Caperucito Rojo -aquí símbolo de España- llega a casa de la Abuelita y se encuentra con que el Lobo es un   —282→   moro bigotudo que lo sodomiza. Explosiones oníricas, claves de bóveda o mejor inmensas bóvedas delirantes que a su vez están sostenidas -como en una catedral gótica- por arbotantes y contrafuertes igualmente delirantes pero menores, subordinados: la extraña muerte de una turista norteamericana, la transfiguración de Don Álvaro, la perversión de un niño, la profanación de una imagen sagrada. Cumbres, laderas, valles: una arquitectura interna anima, levanta, ordena, explica y exhibe cada uno de los detalles de la obra total. Obra única, repetimos, en la literatura española de nuestro siglo. Obra de la que se hablará durante muchos años. Con estas páginas no tratamos -modestamente, honradamente- más que de iniciar esta larga tarea de análisis y evaluación que las últimas obras de Goytisolo reclaman con urgencia.



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ArribaAbajoReflexiones melancólicas sobre León Felipe

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Que van a dar en la mar...

Comencemos primero, por algunas observaciones que podrán parecer no solamente melancólicas, sino, además, negativas y en extremo irritantes. Primero: León Felipe es un gran poeta cuya obra no se ha impuesto ni podrá imponerse al público de lengua española -y menos aún, naturalmente, a un público internacional-. Es más: parte de esta obra admirable es inasequible; algunos de los mejores poemas de su segunda época son perfectamente desconocidos en España, y, en fin, si comparamos el lugar que su valiosa poesía debería ocupar en antologías e historias de la literatura con el lugar que en efecto, en realidad, ocupa, nos damos cuenta inmediatamente de que nos hallamos frente a una situación de patente injusticia.

Segunda observación: tal injusticia es irremediable e incorregible. Si existiera algún factor específico, alguna persona concretamente culpable de tal estado de cosas, sería posible atacar, censurar, lanzar una campaña victoriosa. Pero los factores son múltiples, complejos, misteriosos. Nadie tiene la culpa -y todos la tenemos en parte, incluso el propio León Felipe.

Pero nadie es culpable, y ello quiere decir que la suerte, la historia, las circunstancias, impusieron a León Felipe una trayectoria literaria en que un máximo de talento habría de producir un mínimo de influencia. Las bases   —286→   del éxito son bien conocidas: 1) pertenecer a una generación influyente, y a un grupo coherente y decisivo dentro de dicha generación; 2) escribir en prosa, y, sobre todo, novelas o libros que parezcan novelas; 3) establecerse en Madrid y publicar abundantemente en la capital, no solo libros, sino también artículos en periódicos y revistas; 4) ser traducido al francés y publicado en París (la traducción al inglés, si bien útil para el éxito, puede esperar unos años más). (Todo esto no es crítica, sino sociología de la cultura.) León Felipe ha violado todas estas reglas. Pueden violarse algunas y a pesar de ello lograrse un impacto considerable. Algunos escritores célebres del siglo XX español han escrito teatro, o incluso poesía. Pero no pueden violarse impunemente todas estas reglas a la vez.

León Felipe las ha violado a veces sin querer, a veces a sabiendas, con la suprema confianza del artista creador que lo apuesta todo a su obra, nada a las circunstancias encargadas de apoyar y propagar dicha obra. Hay cierta grandeza en esta despreocupación por las circunstancias. Él había escogido su destino de hombre errante y solitario mucho antes de que la guerra civil llegara como un viento destructor e irresistible, dispersándolo a él como a tantos otros, reforzando su vocación original, haciéndolo todavía más errante y más solitario. Ya había escrito cuando llegó ese viento cruel su poema «Romero sólo»:



Ser en la vida romero,
romero sólo que cruza por caminos nuevos.

Pasar por todo una vez solo y ligero,
ligero, siempre ligero.
Sensible a todo viento
y bajo todos los cielos,
poetas, nunca cantemos
la vida de un mismo pueblo
ni la flor de un solo huerto.
—287→
Que sean todos los pueblos
y todos los huertos nuestros.


(Versos y oraciones de caminante,
I. Antología rota, pp. 19-20).
               


El exilio, repetimos, no hizo más que reforzar una soledad de origen. León Felipe, hombre sencillo; hombre errabundo, llega tarde a la literatura; pasa primero por una etapa difícil, penosa, en la que busca, sin encontrar la inmediatamente, su vocación; es farmacéutico (como Baroja había sido médico) y actor en una compañía ambulante. Es, pues, en literatura, autodidacta, y escritor que publica tardíamente y con dificultades; jamás hombre de tertulias o de capillas literarias, quizá debido a una mezcla de timidez y de orgullo, en todo caso para mejor defender una personalidad que sabe precaria y amenazada, pero valiosa. Uno de los pocos admiradores constantes que ha tenido en España (y en América), Guillermo de Torre, ha dicho de él que era la personalidad más acusada, junto con García Lorca, de las décadas 20 y 30 (véase «Historia de las literaturas de vanguardia», 2.ª ed., p. 569). Y sin embargo el propio León Felipe ha tendido siempre a la modestia. Hasta el punto de que su personalidad parece a veces disolverse. No es él, dice, el que escribe. Son otros. Es el Viento. Él, León Felipe, es «el otro». Es Jonás, el profeta «malgré lui». Es una voz desencarnada. Es el payaso de las bofetadas. Es el eco de la estrella y de la piedra. Es el Publicano. Es el español del éxodo y del llanto. Anuncia su disponibilidad total, su disolución:


En el molino me morderán las piedras de basalto...
Perderé la piel, la forma...


(Ganarás la luz, p. 80)                


  —288→  

El poeta se define, melancólicamente, con resignación:


Yo no soy nadie. Me acojo a mi estribillo predilecto otra vez:
Yo no soy nadie.
Un hombre con un grito de estopa en la garganta
y una gota de asfalto en la retina;
un ciego que no sabe cantar,
un vagabundo sin oficio y sin gremio,
una mezcla extraña de Viento y de sonámbulo,
un poeta irresistible que no acierta jamás.


(«Jonás se equivoca», Ganarás la luz, pp. 190-191).                


Y, sin embargo, nada hay más contrario a la personalidad profunda de León Felipe que el anónimo hombre masa, el Don Nadie que figura en listas de supuestos «hombres ilustres» y acaba por ser condecorado y elegido a alguna Academia. Cuando el poeta dice: «yo no soy nadie», entiéndase: «soy la voz del pueblo». Pero sin que el individuo desaparezca en la colectividad. ¿Por qué no nos ha llegado esta voz con la claridad y el volumen necesarios? Una vez más las circunstancias tienen la culpa. Nacido en 1884, publica su primer libro de poemas en 1920. No pertenece, estrictamente, a la generación del 98; marcadas diferencias de estilo lo separan de la generación de García Lorca, Guillén y Alberti. Después de su primer libro, calla largos años. Y cuando vuelve a publicar, cuando estalla su poesía bruscamente («La insignia», «El payaso de las bofetadas», «El hacha», «Español del éxodo y del llanto» surgen entre 1937 y 1939), el público español está absorto y sordo, demasiado ocupado por las tareas esenciales de luchar y sobrevivir; el americano, entre asombrado, desorientado o indiferente. Su voz lucha por imponerse. Por eso tenemos la impresión de que a veces   —289→   nos habla a gritos. De que muchos poemas suyos son un puro grito o un puro lamento.

No había tiempo ni atención, casi, en aquellos años, para la poesía. Incluso a una poesía tan estrechamente vinculada al presente histórico, a lo inmediato y concreto, le fue difícil abrirse paso. Y ello a pesar de que el poeta recorrió medio mundo lanzando su mensaje al aire, al viento. En el epílogo a la «Antología rota» del poeta, Guillermo de Torre enumera las largas etapas de un viaje inacabado: África, Estados Unidos, la América Latina de Norte a Sur y su inquieto zigzaguear por los Andes. La revista «Cuadernos Americanos» es la tribuna continental desde la que el poeta envía sus imprecaciones proféticas, sus visiones apocalípticas. La revista, sin embargo, no llega a España; y en aquellos años de la guerra, en que las comunicaciones son cada vez más difíciles, a veces los números se pierden o se hunden en el mar por obra y gracia de los submarinos alemanes. Queda la estela luminosa de la presencia de León Felipe en tantas ciudades. Hace poco un uruguayo, Emir Rodríguez Monegal, me decía cuán honda fue la impresión que el poeta produjo durante su visita a Montevideo. Se le recuerda con cariño en Chile, en Centroamérica, y desde luego, con fervorosa emoción, en México (donde los admiradores seguían con emoción el curso de su enfermedad desde los periódicos; donde el propio Presidente de la República llegó a la casa del poeta, ya gravemente enfermo, a entregarle el Premio Nacional de Literatura). Todo ello es hermoso y reconfortante. Y también, en cierta forma, insuficiente.

Por desgracia nuestra -y muy especialmente desgracia de todos los países de habla española, que deberían formar una sola comunidad cultural- vivimos todavía en un clima de nacionalismos literarios. León Felipe no figurará, probablemente, en las futuras antologías de la literatura mexicana -o chilena, o argentina-. Sus raíces, su inspiración, sus mejores poemas, pertenecen a la poesía   —290→   y la cultura española. Como poeta social que toca temas del presente, de la historia contemporánea, del puesto del hombre en el cosmos, es cierto que el continente americano lo ha inspirado mas de una vez y que en este continente ha compuesto la parte más madura de su obra. Pero incluso si en muchos puntos su poesía comprometida se anticipa a la de Neruda, (en, pongamos por caso, los temas y el estilo de «Ganarás la luz», comparados con tema y estilo del «Canto General» de Neruda), lo cierto es que en esta «especialidad» que es la poesía social, comprometida, y de tema político, es Neruda quien es considerado por todos como el poeta de América, y no León Felipe. Un detalle más. León Felipe vivió en Estados Unidos. Su poesía impresionó a un crítico tan influyente como Federico de Onís, que la incluyó en su famosa antología. Y sin embargo la poesía de León Felipe apenas ha dejado huella en los cursos de literatura española del siglo XX tal como se enseñan hoy en la mayoría de las Universidades norteamericanas. Me consta: escribo estas líneas desde Estados Unidos y conozco la situación. Es más: antes de que Concha Zardoya, en una reunión de la «Modem Language Association» que tuvo lugar hace dos años, se ocupara del tema de León Felipe, era rarísimo que su nombre se mencionara en los círculos académicos mejor enterados. León Felipe era -y sigue siendo- un gran poeta ignorado por todos o casi todos los hispanistas norteamericanos. Insisto, pues, en contemplar con melancolía, con pesimismo incluso, el influjo de la poesía de León Felipe en los países de lengua española, y desde luego fuera de España, sobre todo a corto plazo. A largo plazo ya es otra cosa. Y, como dicen los árabes, «Alá conoce la verdad».




Prometeo desencadenado

Mis recuerdos de León Felipe se superponen y entremezclan   —291→   como retazos de un film viejo, cortados y editados caprichosamente. Lo recuerdo por la calle y en su casa, en las reuniones del Ateneo Español de México, en una cena de «Cuadernos Americanos», en casa de Emilio Prados. Parecido, físicamente, quizá en parte debido a la barba en punta, a Juan Ramón Jiménez. A los jóvenes -habíamos llegado muy jóvenes, niños casi, a México, en el 39, el 40, el 41, el 42- nos daba un poco de miedo. Sobre todo después de que hubimos leído «Ganarás la luz» cuando salió, en el 43. Con su dura mirada de fuego, su andar rápido de hombre eternamente joven, sus poemas incandescentes, se nos aparecía lejano, inasible, extrañamente altivo y solitario. Como si un profeta bíblico hubiera surgido de pronto, por escotillón, en pleno siglo XX. El profeta se ha acercado -peligrosamente- a Dios. Quizá en sus ojos ha guardado un reflejo de Su rostro. Y el que le ve el rostro a Dios -según una vieja tradición hebrea- se muere. No lo sabíamos entonces, pero lo intuíamos.

«El poeta -ha escrito León Felipe- no es aquel que juega habilidosamente con las pequeñas metáforas verbales, sino aquel a quien su genio prometeico despierto lo lleva a originar las grandes metáforas: sociales, humanas, históricas, siderales... La parábola... aún no está corrompida. La parábola es una manera oblicua y perifrástica de hablar que no pueden usar los mercaderes porque no se acomoda al mecanismo desvergonzado y cínico de las transacciones». («Ganarás la luz», págs. 93-95).

Después, a medida que lo fuimos conociendo, se nos fue haciendo más humano. Le descubrimos el talón de Aquiles: el teatro. A León Felipe le apasionaba el teatro. Lo veíamos en todos los estrenos. Siempre se podía iniciar una conversación con él preguntándole qué le parecía tal obra o tal actor. (Uno de nosotros, Luis Rius, fue acercándose más y más al poeta, por este y otros caminos:   —292→   de sus conversaciones y su amistad ha sido fruto un hermoso libro sobre León Felipe, publicado hace poco en México. Lo mismo sucedió con la amistad entre Emilio Prados y Carlos Blanco Aguinaga. En cada uno de nosotros había un Eckermann en potencia.)

León Felipe, hombre de teatro, se sentía arrebatado por dos grandes admiraciones, que influyeron hondamente en su poesía y en su visión del mundo: la Biblia y Shakespeare. Le pregunté en cierta ocasión si veía algo en común en estos dos amores literarios suyos. Me contestó que, en el fondo, había en la Biblia una inmensa cantidad de elementos teatrales, no plenamente desarrollados como teatro, pero no menos eficaces por ello. Que todo el Libro de Job era una tragedia «de gran espectáculo, con sus truenos y relámpagos», y además expresiva de finos matices psicológicos. Que en toda la Biblia estaba implícita la idea del «Gran Teatro del Mundo», y que al fin de los tiempos se borrarían las diferencias entre actores, director y público; que ese era el destino de la historia y del hombre.

Nuestra admiración por León Felipe fue creciendo con los años. A veces -algún sábado, algún domingo- llevábamos a cabo lo que nosotros llamábamos «el paseo de los poetas». Empezábamos por visitar a Emilio Prados -que vivía a dos minutos de mi casa- y luego pasábamos un rato con Juan José Domenchina y su esposa, Ernestina de Champourcin. Finalmente íbamos a ver a León Felipe. Siempre el más enérgico, entusiasta, violento -en sus indignaciones, sus adjetivos, sus admiraciones y sus críticas- de todos. Siempre dispuesto a levantar la espada y la lanza de sus versos, quijotescamente, noblemente, frente a todas las injusticias y todos los entuertos del mundo moderno. Nos parecía más universal -por castellano, mediterráneo, bíblico, americano, todo a la vez -que Pablo Neruda. Como Neruda, desde luego, influido   —293→   por Walt Whitman, al que había traducido bellamente. Era -y no lo sabíamos- un Blas de Otero y un Gabriel Celaya, los dos en apretado haz, y los dos «avant la lettre». Hablar unos minutos con él era tocar fondo, estar ante un ser humano completo, de carne y hueso, con sueños y esperanzas, con entusiasmo y manías. No abusábamos de su hospitalidad. Sabíamos que se ganaba la vida haciendo traducciones y que necesitaba su soledad -para su poesía y para su trabajo de traductor- tanto o más que nuestra compañía.




El viento, la estrella, la piedra

La poesía de León Felipe está transida de símbolos, que, a su vez, se convierten en parábolas. Nadie lo ha visto más claro que Concha Zardoya. El poeta se identifica con la piedra. Piedra esencial que es también piedra existencial: la historia la tritura, la convierte en polvo. Pero el polvo canta. Y canta a las estrellas. Su voz se la llevará el viento hacia lo alto. Su voz es la voz del viento, es viento. Y el viento sigue su camino hacia lo alto:


¡Hay que encender una estrella! ¡una sola, sola, sí!


(«La Insignia», en Antología rota)                


Imágenes y parábolas expresan la misión -canto, y sufrimiento- del poeta en la historia, en el presente concreto. Como ha escrito Concha Zardoya, «en estas parábolas, pues, se expresa León Felipe. Poeta Prometeico. En él poeta y hombre sufren eternamente, y a ambos, por sufrir, no les preocupa la belleza ni la música, arrastrados por el implacable viento de Dios o del Destino. León Felipe no se siente vinculado a Orfeo en modo alguno, sino a Prometeo, benefactor de los hombres que, por serlo, sufre terribles castigos, suplicio inacabable. Prometeo donó   —294→   el fuego a los humanos. El Poeta Prometeico regala constantemente el fuego de su espíritu, la incandescencia interior, y con su fuego eternizará a los mortales. El Poeta Prometeico es un poeta titánico, hijo de la tierra y del mar». («Poesía española del 98 y del 27», p. 145).

León Felipe es a la vez Prometeo y Job-Jonás-Isaías. Ha intuido lo que pocos saben: que Prometeo es el profeta griego, lo mismo que Job es el Prometeo israelita. Que, en el fondo, representan la misma pregunta angustiada, el mismo reproche, la misma rebelión hecha de reverencia, sí, pero también de un afán superador y crítico. «Llega a ser el que eres», la inscripción en Delfos estaba dirigida a los hombres por los dioses. Los profetas -y Prometeo- les devuelven a los Dioses -a Dios- la misma exhortación imperativa.

La mayor parte de los poemas de León Felipe son, pues, en esencia, éticos, históricos y metafísicos. Hay en ellos no poco de filosofía de la historia, incluso ecos de Hegel y de Nietzsche que se sobreponen a veces a la gran corriente clásica greco-hebraica. Y todo ello, naturalmente, traducido a un presente concreto, no pocas veces irónico: puede hablar de la «Standard Smile Company» (en «Llamadme publicano») y preguntar:


¿Quién ha roto la luna del espejo?
¿Quién ha sido?
¿La piedra de la huelga,
la pistola del «gángster»,
o el tapón de champaña que disparó el banquero?


(Antología rota, p. 142.)                


Algunos temas -la tiranía, la usura- le arrancan una indignación sin límites ¿Nos recuerda entonces a Quintana, a Ezra Pound? No importa. Es lo de menos.   —295→   León Felipe seguirá siendo original pese a todas las influencias posibles o imaginables.

Y es que este poeta nacido del corazón de Castilla (las etapas de su viaje por la vida son Tábara, Sequeros, Sierra de Salamanca, Almonacid de Zorita, Valladolid, Madrid, Guinea, los Estados Unidos, México, la América del Sur, otra vez México) es uno de los más universales de nuestros poetas españoles contemporáneos. Como todo hombre universal, se nutre de influencias diversas, las digiere, las transforma, las supera.

León Felipe ha muerto. Parecía hombre desordenado y caótico, pero no lo era. Como todo hombre ordenado, ha dejado un testamento: un testamento poético.

En su penúltimo libro, hermosamente editado -con ilustraciones de casi todos los pintores españoles emigrados, y algunos de los grandes artistas mexicanos-, «El Ciervo», nos anuncia que lega al fuego todo cuanto posee. «Todas mis pertenencias para el fuego». Y el Viento se encargará de aventar las cenizas:


Que él recoja el legado de polvo y de ceniza, el mineral residuo,
la ingrávida reliquia que no se trague el fuego


(Ceniza, p. 121)                


Y comenta Concha Zardoya («Poesía española del 98 y del 27», pág. 206): «El viento será su tumba: en él se disolverán los ápices últimos de sus cenizas. León Felipe será viento: nada».

¿Nada? Sí y no. Polvo, polvo poético, polvo enamorado de los hombres y de los dioses. Polvo que se lleva el viento. Ayudemos a soplar, a aventar ese polvo de poesía hasta los últimos confines de las tierras en que pueda entenderse su mensaje español y universal.







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ArribaNota final

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La primera versión de «Del marqués de Sade a Valle Inclán» apareció en Asomante, abril-junio 1954. «Valle Inclán o la animación de lo irreal» se publicó en Ínsula, núm. 176-177, junio de 1961. Otros fragmentos incluidos en esta sección aparecieron, en su primera versión, en Valle-Inclán: An Appsaisal of his Life and Work, ed. por A. Zahareas, Nueva York, Las Americas Publishing Co., 1968. «Valle-Inclán y el sentido de lo grotesco» fue publicado en Papeles de Son Armadans, núm. CXXVII, octubre de 1966. «Los cuernos de don Friolera y la estética de Valle Inclán» apareció en Ínsula, núm. 236-237, julio-agosto de 1966. «Actualidad de Tirano Banderas» se publicó en Mundo Nuevo, núm. 1, enero de 1967. «Silverio Lanza y Silvestre Paradox», en Papeles de Son Armadans, julio 1964. «La estructura de La colmena» en Hispania, marzo 1960. «La generación del '36 vista desde el exilio» en «Cuadernos Americanos, septiembre-octubre 1966. «Unamuno y su "Elegía en la muerte de un perro"» en Ínsula, noviembre-diciembre 1964. «Miguel Hernández, poeta del barro y de la luz» en Symposium, verano 1968. «Antonio Machado, el desconfiado prodigioso» en Ínsula, julio-agosto 1964. «Max Aub o la vocación de escritor», Papeles de Son Armadans, noviembre 1963.

Doy aquí las gracias a Alejandro Finisterre, generoso editor, a la Fundación Guggenheim, que permitió un viaje   —300→   de investigación por diversos países europeos, y a los directores de las diferentes Revistas en que han aparecido algunos de estos trabajos y que han ayudado a conseguir el texto original de los mismos, así como a los pacientes bibliotecarios de la Yale Sterling Library que contribuyeron a resolver varios problemas de investigación. Todos ellos han hecho posible que este libro se convierta en realidad.

M. D.