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De Valle-Inclán a León Felipe

Manuel Durán



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ArribaAbajoNota inicial

La gran literatura de nuestra época -lo sabemos- es una literatura rebelde. El momento privilegiado del escritor de hoy es el de la crítica y el desafío. De Valle-Inclán a León Felipe, los escritores españoles que aparecen en este pequeño volumen tienen en común esta actitud de crítica y rebeldía, sostenida a lo largo de su producción, y que además -pensemos en Miguel Hernández, en Max Aub, en Goytisolo- va exasperándose progresivamente a medida que transcurren los años.

Tienen igualmente en común un mismo amor por la «espaciosa y triste España», un amor no exento de rabia y violencia, un amor que se expresa en forma doliente y crítica. Toda obra literaria es un intento de reorganización del mundo visible -y del mundo invisible- que nos rodea. En los autores que aquí estudiamos la reorganización del ambiente -es decir, el retrato de su sociedad se aparta de las normas «realistas» tradicionales para llegar con frecuencia a la distorsión: el ejemplo más claro de ello es Valle-Inclán, el más rebelde de su generación, y el más apasionado distorsionador de las imágenes españolas gracias a su galería de espejos cóncavos y convexos. (A quienes achaquen a Valle-Inclán, y a los autores aquí estudiados, su falta de «realismo», se les puede contestar recordando un viejo proverbio ruso que cita Gogol: «El espejo no tiene la culpa de que la nariz esté torcida».)

M. D.





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ArribaAbajoDel Marqués de Sade a Valle-Inclán

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Un tenue hilo, evidente en algunos lugares y soterrado en otras partes de su largo trayecto histórico, une la obra de Valle-Inclán y los escritos del «divino marqués» de Sade. Este enlace entre ambos escritores no depende del estilo, sino de un interés común por lo sensual, lo físico, lo corpóreo.

La manera de expresar este interés tiende, sin embargo, a separarlos: Valle-Inclán transforma la sensualidad en arte, la sublima o la caricaturiza y retuerce; Sade la transciende hasta convertirla en abstracción, en símbolo vacío: sensualidad intelectualizada y transparente de puro exasperada. Un reciente juicio de Octavio Paz acerca de Sade contribuye a aclarar este punto: «Nadie ha tratado temas tan candentes en un lenguaje tan frío e insípido. Su ideal verbal -cuando no cede al furor- es una geometría y una matemática eróticas: los cuerpos como cifras y como símbolos lógicos, las posturas amorosas como silogismos. La abstracción colinda con la insensibilidad, por un lado; por el otro, con el aburrimiento. No quiero regatearle el genio a Sade, incluso si la beatería que lo rodea desde hace años provoca en mí ganas de blasfemar contra el gran blasfemo, pero nada ni nadie me hará decir que es un escritor sensual.»1 Y Georges Bataille subraya: «El aburrimiento se desprende de la   —14→   monstruosidad de la obra de Sade, pero este aburrimiento es en sí el sentido mismo de dicha obra. Como señala el escritor cristiano Klossowski (Sade, mora prochain, pág. 123) sus interminables novelas se parecen, más que a libros de diversión, a obras de devoción... Desde el principio nos hallamos perdidos en cimas inaccesibles. Ni vacilaciones ni moderación. En un huracán sin tregua y sin fin, la corriente arrastra invariablemente a los objetos del deseo hacia el suplicio y la muerte.»2 Y sin embargo por diferentes que sean las obras -los estilos- de Sade y Valle-Inclán, si queremos entender hasta el fondo -raíces, entraña- la obra de Valle, nos es forzoso examinar ese tenue hilo que la une a Sade, y recorre, al hacerlo, todo el siglo XIX,

«Me atrevo a afirmar -escribía Sainte-Beuve hacia mediados del siglo pasado- sin temor a ser desmentido que Byron y de Sade (y discúlpeseme el colocarlos uno al lado del otro) han sido quizá los dos mayores inspiradores d e nuestros autores modernos; el primero en forma visible y patente, el segundo clandestinamente... aunque no demasiado clandestinamente.»3 Y Baudelaire concurría: «En realidad, el satanismo ha ganado. Satán se ha hecho ingenuo. El mal consciente era menos horrible y estaba más cerca de curar que el mal que se ignoraba. G. Sand es inferior a de Sade.»4 El satanismo sádico, según Mario Praz, es el verdadero mal du siècle de los románticos; no el spleen o la melancolía, que no son sino manifestaciones pasajeras del mismo.5 En este breve ensayo trataremos de   —15→   resumir en cortas etapas la influencia del sadismo en la literatura del siglo XIX, hasta culminar con su superación y asimilación artística en el modernismo de Valle-Inclán. Con ello no pretendemos escribir un capítulo más de la «historia de las ideas» ni otra investigación de fuentes, sino más bien un estudio de ambientes poéticos y de posturas vitales ante tales ambientes. «En mi opinión -escribía Pedro Salinas- lo que caracteriza una época o un grupo literario es la actitud íntima y radical del artista ante el mundo, su peculiar postura frente a la realidad.»6 Ante la imposibilidad de abarcar la realidad como inspiración literaria en todos sus aspectos, nos hemos limitado a un solo tema: el de la mujer. Hay épocas dominadas por una concepción del ideal femenino que permite definirlas en sus aspectos centrales. El siglo XVIII, punto de arranque del romanticismo, y, por lo tanto, en último término también del modernismo, es una de estas épocas.

Si el Renacimiento forjó la idea del hombre universal, el siglo XVIII nos ha legado la idea de la mujer universal, abierta a todas las influencias, dueña de sí misma, inteligente, sensual, elevando a categoría de arte sus instintos a través de la coquetería, a mitad de camino entre el capricho y la disciplina. El ideal femenino de este siglo, todavía no turbado por los temblores prerrománticos y presádicos, lo encontramos en las heroínas de Marivaux, en los cuadros de Watteau, en las óperas de Mozart. La mujer del siglo XVIII es plenamente una persona humana capaz de llegar a las más altas cimas de comprensión y de amor. Por ello es este siglo la gran época del diálogo, del diálogo galante entre hombre y mujer, del diálogo científico o político en que la mujer comparte por vez primera los intereses masculinos y aprende a influir en la marcha de las naciones y en el desarrollo de nuevas teorías.   —16→   Sobre este ideal irá a proyectarse la sombra del Marqués de Sade.


Sadismo y romanticismo

El siglo XVIII había llegado hasta lo que parecía imposible: inventar la naturaleza y la naturalidad, reproducir artificiosamente la simplicidad. No se podía ir más lejos, y la renovación tenía que venir de otra dirección. Durante la segunda mitad del siglo se desarrolla un tipo de literatura en que la serenidad, el análisis y el equilibrio serán substituidos por un sentimentalismo nutrido en la persecución implacable de una mujer que encarne los más elevados ideales, Es el tema de la mujer inocente perseguida, sin el cual no se habrían podido escribir ni Clarissa Harlowe, ni La Religieuse, ni Les Liaisons dangereuses. En cierto sentido, y por estas obras, Richardson, Diderot y Lacios pueden calificarse de escritores presádicos. Fue incalculable la influencia que esta nueva concepción de la mujer ejerció en todos los novelones folletinescos de la primer a mitad del siglo XIX. Basta consignar que en 1842 no había cambiado todavía la fórmula para construir un folletín: Vous prenez, mosieur, (sic) par example, une jeune femme, malheureuse et persécutée. Vous lui adjoignez un tyran sanguinaire et brutal, un page sensible et verineus, un confident sournois et perfide. Quand vous tenez en main tous ces personnages, vous les mêlez ensemble, vivement, en six, huit, dix feuilletons, et vous servez chaud7. La virtud, humillada y ofendida, triunfa al final de algunas de las novelas citadas, y es recompensada o vengada por un Cielo o una Providencia en que, por otra parte, la mayor parte de los lectores no creían ya; pero el final, forzado y arbitrario, no consigue   —17→   sino salvar las apariencias. Han desaparecido los serenos rostros femeninos de Watteau y La Tour. La belleza que empieza a interesar es bien distinta; no tardará Shelley en describirla:

'T is the tempestuous loveliness of terror... escribirá en un largo y significativo poema inspirado por un cuadro atribuido a Leonardo y que representa la cabeza de la Medusa8. Termina la época de la conversación y empieza la del éxtasis.

El tema de la mujer perseguida había comenzado la labor de degradación de la mujer en la segunda mitad del siglo XVIII; la creación del héroe romántico la completará. Este héroe ha sido concebido por Sade en forma insuperable. Rousseau era ya un hombre sensible y solitario, pero el «personaje» Rousseau carecía de la grandeza siniestra de los héroes de Sade. Sade llega a la destrucción absoluta del ideal del honnête homme y de la honnête femme al degradar a las víctimas mediante humillaciones y suplicios infinitos y exaltar a los verdugos a un plano sobrehumano: Mais vous... croyez-vous réellemet que vous soyez des hommes? Oh, non, non, quand on les domine avec tant d' énergie, il est impossible d'être de leur race. -Elle a raison, dit Saint-Fond, oui, nous sommes des dieux9. La filosofía de Sade es el egoísmo integral. Cada hombre tratará de aniquilar a sus víctimas para exaltarse a sí mismo, sin más ley que su propio placer. Sade insiste hasta el cansancio en que la base de su moral es el hecho primordial e inmediato de la soledad absoluta en que nos ha hecho nacer la naturaleza. El mayor dolor   —18→   de los demás será siempre de menor importancia que mi placer. El amor es, naturalmente, imposible en un mundo en que sólo cabe ser verdugo o víctima. La fórmula de Sade, Tout est bon quand il est excessif, explica el alma romántica mucho mejor que el prefacio de Cromwell.

El «mensaje» de Sade era a la vez oportuno y excesivo. Oportuno porque llegaba preparado por una serie de tentativas deshumanizadoras (baste recordar el culto a las ruinas, la necrofilia de las Noches Lúgubres de Cadalso, etc.) Excesivo, porque el escándalo y la trágica crueldad de Sade representaban un caso límite, un absoluto que el romanticismo sólo podía aceptar en parte. Paralelamente a la difusión del sadismo, directa o indirecta, a principios del siglo XIX, otro fenómeno dominaba la atención del público europeo: un renacimiento de la religiosidad iba a dar formas cristianas o panteístas a las inconcretas aspiraciones románticas. El terremoto que destruye las estructuras racionalistas clásicas proyecta un pedazo de cielo sobre la forma inhumana de la mujer verdugo o la mujer víctima; la mujer romántica queda coronada por un halo de santidad que disfraza su verdadero carácter de objeto. Sade era, lo sabemos, ateo; l' idée de Dieu est le seul tort que je ne puisse pardonner à l'homme, afirma. Ateo o seudocristiano, el escritor romántico típico se complacía en abandonar a sus héroes -y sobre todo a sus heroínas- frente a fuerzas infrahumanas. Como señala Ortega, el resurgir de estas fuerzas «volvía a oprimir la palidez humana de la mujer, y pintaban al cisne sobre Leda, estremecido; al toro con Pasiphae y a Antíope bajo el cobro. Generalizando, hallaron un espectáculo más sutilmente indecente en el paisaje con ruinas, donde la piedra civilizada, geométrica, se ahoga bajo el abrazo de la silvestre vegetación. Cuando un buen romántico divisa un edificio, lo primero que sus ojos buscan es, sobre la acrótera o el tejado, el «amarillo jaramago». Él anuncia que en definitiva todo es tierra, que dondequiera la selva rebrota.»10   —19→   Esta asimilación de la mujer a un elemento del paisaje, a una roca más, siniestra o luminosa, prepara la vía del modernismo, en que la mujer, el cisne y el templete griego tienen exactamente la misma importancia y la misma función decorativa.




Del romanticismo a la teoría del «Arte por el Arte»

«Entiendo perfectamente una estatua,» decía Teófilo Gautier, «pero no entiendo a un ser humano. Siempre he preferido una estatua a una mujer, el mármol a la carne.»11 Gautier, uno de los fundadores de la teoría del «Arte por el Arte», vive en su juventud el apogeo del romanticismo, pero no tarda en sentirse separado de sus contemporáneos por hondas e insalvables diferencias. La principal consiste en que los grandes caudillos del romanticismo francés se sienten imbuidos de un intenso fervor religioso o social, de una religiosidad espiritualizadora. Lamartine, Hugo, Vigny, creen en el origen divino del hombre; sus obras se iluminan con vivos relámpagos de trascendencia. Para Gautier, en cambio, el mundo está vacío de dioses, incluso de ideas; no hay en él sino bellos objetos. «Una forma hermosa es una idea hermosa.»12 El inmenso vacío que queda en el movimiento romántico al evaporarse de su gigantesco escenario todos los elementos extrahumanos lo llenará la teoría del «Arte por el Arte» con formas refinadas y ritmos musicales perfectos. Empieza a colocarse en el centro de la atención una colección heteróclita de bellos objetos exóticos que el romanticismo había utilizado únicamente como efectos de guardarropía.   —20→   «Gautier adoraba a las princesas chinas,» dirá más tarde Rubén Darío.

No desaparecen por ello los motivos sádicos en la literatura. Al contrario, al despojar a la mujer de su carácter divino se descubre con mayor claridad su aspecto sádico. La literatura norteamericana, de desarrollo paralelo a las europeas en aquella época, nos ofrece la figura de Poe, en quien se combinan los esfuerzos por despojar a la lírica de todo carácter moralizador, una versión norteamericana de la teoría del «Arte por el Arte», y el empleo casi constante de temas sádicos. En su labor de crítico literario en diversas revistas, Poe tuvo ocasión de comentar la obra de otros poetas, en especial los del grupo de la Nueva Inglaterra, iniciando una violenta polémica motivada por el carácter moralizador de los poemas de sus contemporáneos. Para Poe, el objetivo inmediato de la poesía es el placer, no la verdad; la poesía es creación rítmica de la belleza; la tristeza es el estado de ánimo más poético, y la muerte de una mujer hermosa el tema perfecto. Poe es también, como Gautier, un enamorado de la forma rigurosa y trabajada. A la inspiración romántica oponen ambos un cuidadoso empleo de la palabra exacta; al entusiasmo o la desesperación, el paciente trabajo del artífice.




Tres posturas ante el sadismo

El sadismo no es, en sí, un elemento artístico; es un elemento vital, un componente de la personalidad humana de ciertos escritores. Lo interesante es, pues, apreciar no la presencia de este elemento en la obra de un escritor, sino tratar de precisar en qué forma el escritor la incorpora a su obra. La comparación de los elementos sádicos en las obras de Byron, Gautier, Poe, y Valle-Inclán, nos inclina a pensar que ante la presencia de elementos sádicos   —21→   en su obra un artista puede adoptar cualquiera de estas distintas posturas: la adopción sin reservas, la sublimación parcial, o su dominio y utilización consciente. La primera posición es la de Byron; Poe y Gautier adoptaron la segunda, y Valle-Inclán la última, el dominio y la utilización plena con fines artísticos.

Para Byron, lejano descendiente del Satán de Milton, vida y literatura se dan en íntima fusión, pero dominan los elementos vitales sobre los literarios. Byron se siente arrastrado por fuerzas contra las que no le es posible luchar; acepta su destino sin resistencia. Se rebelará contra todo, pero no contra su destino interior, paseando por un mundo enemigo su sonrisa pálida y desesperada. Estamos en la época del romanticismo desenfrenado. Lo que más tarde, en la época de Gautier o de Baudelaire, aparecerá como pueril o risible es precisamente este abandono inconsciente a los impulsos internos; para Gautier o Baudelaire, que han aprendido a bucear en sus almas y conocen ya mucho mejor lo que les está aconteciendo, las posturas melodramáticas de Byron resultan ya imposibles. Y sin embargo para la primera generación romántica la íntima fusión de vida y poesía se imponía con la fuerza de una ley biológica: el hombre byroniano, arrastrado por impulsos fatales, recurre a la poesía como a una expresión salvadora, que le permite por un momento dominar su destino: «La poesía es la lava de la imaginación, cuya erupción impide un terremoto» escribe Byron13. Según Du Bos, la literatura ha dejado de ser para Byron un medio de expresión artística para convertirse en íntimo desahogo de sus angustias. La generación byroniana es también la de Sade. En ella llega al máximo el problematismo y el sentimiento de la fatalidad, que exige una auto-expresión   —22→   sin reservas, sincera, y plasmada en formas más bien descuidadas. La obsesión es más fuerte que el arte. «Para Byron el olvido no existía, y esta incapacidad constituye a la vez la base adamantina de su genio, y la delectación morbosa de su yo interior. Fue toda su vida el hombre de la devastadora frase de Tasso que eligió como lema para The Corsair. I suoi pensier in lui dormir non ponno14. El arte, al servicio de la vida, tratará de impedir que se produzca demasiado pronto la caída hacia los abismos señalados por el hado.

La literatura como documento vital será substituida gracias a la teoría del «arte por el arte» por una tendencia de sentido contrario: la vida al servicio del arte. Gautier conoció en su propia vida -y a través de su amistad con Baudelaire- lo que podía ser el purgatorio romántico y neorromántico, y se valió de la objetivización y el plasticismo como medios liberadores, de exorcismo. Gautier, temperamento más equilibrado que un Byron o un Baudelaire, se niega a dejarse arrastrar por el torbellino del sadismo y el masoquismo, o a perderse en el laberinto de la autorecriminación; será el menos introspectivo de los románticos, y su mirada se proyectará, con inteligencia y sensualidad, hacia el mundo de lo externo. Pero este mundo exige organización, ritmo y mesura; hay que dar forma a la materia en bruto. «El mundo del alma ha cerrado ante mí sus puertas de marfil: ya no comprendo más que lo que toco con las manos; tengo sueños de piedra; todo se condensa y se endurece a mi alrededor, nada flota, nada vacila, no hay aire ni aliento; la materia me oprime, me invade y me aplasta.»15 Gautier se defiende eliminando de este ambiente enrarecido todo lo que no sea forma bella, color o musicalidad fácilmente asimilables, y, por decirlo así, predigeridos por otros artistas. Ante Gautier y la realidad se interponen, protectoramente, las   —23→   sombras de los grandes escultores, pintores o músicos del pasado; como Virgilio a Dante, lo guiarán por el confuso hacinamiento de la realidad cotidiana hacia un universo de formas depuradas en que su poesía se irá haciendo cada vez más fría, más impersonal, más decorativista. La vida equilibrada y serena triunfa, pero a expensas de un arte pleno16.




El sadismo contenido de Valle-Inclán

Valle-Inclán comienza a escribir en la época de pleno triunfo del modernismo en que la fusión de temas literarios y corrientes sádicas, que había proseguido durante todo el siglo XIX, permite una plena incorporación de estas corrientes dentro de un marco esteticista. Para el Bradomín de las Sonatas, «el horror es bello»: «amo la púrpura gloriosa de la sangre, y el saqueo de los pueblos, y a los viejos soldados crueles, y a los que violan doncellas, y a los que incendian mieses...»17 Piedad y satanismo se extreman en apretado contraste y cuajan en un estilo traspasado de cultura artística y literaria. Entre las imágenes obsesionantes, atroces, de Sade, y los elegantes personajes de las Sonatas la literatura anterior a Valle Inclán establece lazos, pero también crea distancias, forja   —24→   nimbos poéticos; las manchas de sangre quedan transformadas en púrpura gloriosa. Lo divino ayuda a neutralizar los impulsos diabólicos y a mostrar la dualidad desgarradora del alma humana: «Sobre mi alma ha pasado el aliento de Satanás encendiendo todos los pecados: Sobre mi alma ha pasado el suspiro del Arcángel encendiendo todas las virtudes.»18 Claro está que, como señala Zamora Vicente, Bradomín (y detrás Valle-Inclán) cree en toda esta novelería perversa; está convencido de que su vida tiene dos vertientes, la satánica y la angélica, y ni por un momento siente dudas19. Pero Valle-Inclán evita las crisis espirituales de Byron, para quien el arte es una explosión volcánica destinada a evitar más hondos y graves cataclismos, y de Gautier, que ve en la poesía y la pintura un refugio de seres inquietos y desencantados, un substitutivo de la vida; para Valle-Inclán -como para su contemporáneo Oscar Wilde- la superioridad del arte sobre la vida es una doctrina esencial: «Yo he preferido siempre ser el Marqués de Bradomín, a ser ese divino Marqués de Sade.» Se cierra el ciclo de la evolución; el genio maligno ha quedado apresado -¿para siempre?- en la urna dorada y tersa de las Sonatas.





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ArribaAbajoValle-Inclán o la animación de lo irreal

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Todo renacimiento -ha señalado Azorín- empieza por una influencia exterior, que con su presencia inquietante y sólo a medias asimilable viene a revitalizar un cuerpo histórico casi inerte. En el Renacimiento italiano la sociedad cristiana del siglo XV queda turbada por la intromisión de ideales trovadorescos, clásicos y neoplatónicos. La generación de Valle-Inclán queda sometida a dos influencias muy dispares, incluso antagónicas, en todo caso difícilmente conciliables. Por una parte, los ideales estéticos del modernismo; por otra, la sensación -no intelectual o artística, pero no por ello menos aguda o influyente- de la crisis histórica y social del «antiguo régimen» hispánico del siglo XIX.

La sensación de crisis engendra, como es sabido, una postura renovadora frente a la estructura tradicional de sociedad y de ideas establecidas. Pero el esteta y el crítico social raras veces consiguen entenderse: los miembros de la generación de Valle-Inclán parecen dividirse en dos bandos, uno buscador de la belleza (Juan Ramón, Valle Inclán), otro en pos de la renovación social o ideológica (Unamuno). Las tendencias se mezclan, alternan, pero raras veces quedan combinadas armoniosamente: el propio Ortega, en la generación siguiente (y en quien Juan Marichal señalaba recientemente rasgos de estilos modernistas) se quejaba de que el público resbalaba sobre sus metáforas sin comprender sus ideas.

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La situación, relativamente sencilla en esquemas, a vista de pájaro, se complica considerablemente cuando nos acercamos a un autor concreto. A Valle-Inclán, por ejemplo. ¿Es el Valle-Inclán de las Sonatas -tan cuidadosamente analizadas por Alonso Zamora Vicente- el mismo de los esperpentos y de los deformadores espejos del Callejón del Gato de que nos habla Pedro Salinas en su Literatura española siglo XX? Si examinamos por encima el mundo compacto, terso, perfumado y erótico de las Sonatas y lo comparamos con los gestos agrios, los colores acres y las voces entre chillonas y cascadas de, por ejemplo, Viva mi dueño, una primera conclusión -provisional-, a la que no es fácil resistir, será que Valle-Inclán se ha transformado, que ha cambiado de método y de objetivos. En términos cinematográficos, el Valle-Inclán de las Sonatas nos hace pensar no en Bardem -a pesar de ser el realizador de la película-, sino en el Visconti de Senso. El de Viva mi dueño, en cambio, nos recuerda algunas películas expresionistas alemanas, o una fantástica e imposible película histórica interpretada por los hermanos Marx.

Claro está que la cuestión del enfoque, de las distancias, es muy importante. Los personajes de Viva mi dueño parecen enfocados desde primeros planos. Se les ve el maquillaje y lo granuloso de la piel. En las Sonatas, en cambio, Valle-Inclán guardaba las distancias, hacía poéticos travellings hacia el fondo de largos salones vagamente iluminados; la luz era tamizada y discreta, y las figuras se destacaban aureoladas, realzadas por el juego de luces y distancias. Sartre -y no es el único- ha visto bien la importancia de las distancias en la creación literaria. En una entrevista (Revista «Universidad de México», febrero 1961) señalaba precisa mente este problema: «¿Qué es un escritor digno de ser calificado de tal? Es aquel que crea una cierta distancia con respecto a lo observado; aquel que no tiene la nariz metida en las cosas; aquel que no repite lo que es conveniente que los periódicos repitan. Es aquel que trata,   —29→   en una obra, de presentar las cosas con cierta perspectiva que permita contemplar su totalidad.» Pero añade: «Contemplada esa totalidad por el escritor mismo, ocurre que se vea conducido a decir «no» ante cosas que, inicialmente, debían llevarlo a decir "sí".» La actitud del primer Valle-Inclán es, ante todo, poetizadora, creadora de valores plásticos y líricos, y, por lo tanto, «positiva»; el Valle-Inclán de los esperpentos parece empeñado en despojar al pasado de sus misterios, sus ricas vestiduras, la nobleza implícita en el paso del tiempo y la dignidad de lo histórico; es, por lo tanto, «negativo». ¿Será ello debido a que en la famosa definición de que fue objeto, «eximio escritor y extravagante ciudadano», la segunda parte de la definición, el ciudadano, extravagante, quizá, pero en todo caso atento a la vida política y a los aspectos deleznables del pasado, que la generación del 98 exponía despiadadamente, empezaba a dominar al escritor empeñado en crear belleza?

Muy posible. Y, sin embargo, persisten ciertas dudas. Por ejemplo: ¿no era forzoso que el modernismo desembocara en algo parecido al esperpento, con tal que el escritor modernista estuviera dotado de cierto sentido del humor? Este era precisamente el caso de Valle-Inclán; y lo mismo ocurre con un poeta argentino que no tuvo gran cosa que ver ni con la generación del 98 ni con Primo de Rivera. Nos referimos a Leopoldo Lugones y a su Lunario sentimental. ¿No hay, acaso, en esos poemas, indudable mente derivados del modernismo, una clara actitud irónica y crítica, ciertos evidentes deseos de sorprender al lector, de irritarlo incluso? Los recursos líricos d el modernismo están ahí maravillosamente aprovechados, pero para fines bien distintos. Lo que antes era sublime se convierte en exagerado y absurdo. Como el modernismo quería a toda costa llegar a ciertos límites, era bien fácil hacerle dar un paso más y obligarlo a caer en la exageración. Los personajes de los esperpentos son también -para volver a los paralelos cinematográficos- como los actos de una vieja   —30→   cinta que quizá, en su tiempo, tuvieran la impresión de expresar lo sublime, y que, sin embargo, dan al espectador -al lector- la idea inevitable de que están «sobreactuando»: exagerados, violentos, distorsionados, con ritmos rotos y disonancias de conducta y lenguaje que llevan a quien los ve al borde de la risa. Al borde únicamente, pues por una parte la energía de que están imbuidos los personajes, y por otra ciertos rasgos no plenamente humanos y autónomos que poseen, nos impiden asimilarlos a hombres y mujeres reales, que habrían sido los objetos de nuestra hilaridad. Nos sentimos confusos, sobrecogidos ante un arte que, al animar lo irreal, al acercarlo a nuestros ojos; nos muestra también, al mismo tiempo, los hilos con que lo va moviendo.

Pero pasemos a los textos. Quizá ellos nos permitirán justificar nuestra idea central: que, a pesar de las apariencias, la técnica de los esperpentos, de la segunda época de Valle-Inclán, y en particular de Viva mi dueño, es hermana de la de las Sonatas. Veamos, ante todo, lo que dice Valle-Inclán acerca de sus objetivos, y de la distancia a que pretende colocarse de sus temas para conseguir sus propósitos. El propio Valle-Inclán ha definido admirablemente el estilo modernista de su primera época como «una tendencia a refinar las sensaciones y acrecentarlas en el número y en la intensidad». Pero para ello, en lugar de acercarse a las cosas, conviene alejarse de ellas. Proust se encargaría de mostrar qué poca cosa es un beso frente al deseo, la ilusión o el recuerdo de un beso. Y en La lámpara maravillosa, Valle-Inclán aconseja: «sé como el ruiseñor, que no mira a la tierra desde la rama verde donde canta», frase que parece resumir toda su primera actitud. Entre el escritor y las cosas, entre el lector y las cosas hay que interponer varios velos semitransparentes hechos de literatura, de leyenda, de valores plásticos que, como decorado suntuoso, nos transportan a la atmósfera menos humana y más «manejable» de un museo. Como ha visto certeramente Enrique   —31→   Anderson Imbert (Los grandes libros de Occidente, p. 211), «las confesiones de Bradomín son notables, no por la revelación de experiencias íntimas, sino por la habilidad con que pisa terrenos escabrosos sin embarrarse: habilidad de bailarín de pies ligeros. Escenas de alcoba, con estilo exquisito, frío e irónico de quien está más interesado en las posturas que se reflejan en un estilo literario que en la vida misma. Rarísimas veces Bradomín analiza los pliegues de su alma, y cuando lo hace, su análisis es insuficiente porque la frase, toda encrespada de arte, llega y pasa por encima... Bradomín no aparece como un gozador de experiencias amatorias, sino como un coreógrafo de escenas amorosas. El amor como espectáculo artístico».

Danza o museo. Ritmos lentos: el ruiseñor desde su alta rama canta mientras procura ver las cosas de soslayo, enturbiados los perfiles por las doradas irisaciones de alusiones, asociaciones y presencias literarias. En la Sonata de primavera, por ejemplo: «las cinco hermanas se aparecían con las faldas llenas de rosas, como en una fábula antigua», y también: «con extremos verterianos soñaba»; en la de Estío, tras mencionar un «enredo de comedia antigua», se cita a Lot, Atala, los cantos homéricos, Carón, los poemas indios, Salambó. Y también: «Con las manos trémulas le calcé el espolín. Mi noble amigo Barbey D'Aurevilly hubiera dicho de aquel pie...» Dominan, pues, las alusiones literarias, sin que falte -sobre todo en la Sonata de primavera- la asociación con la historia del arte: «Eran antiguos lienzos de la escuela florentina... Y salieron de la estancia con alegre murmullo, en un grupo casto y primaveral como aquel que pintó Sandro Botticelli... El tardo paso de las mulas me dejó vislumbrar una madona. Sonreía al niño en el regazo, y el niño, riente y desnudo, tendía los brazos para alcanzar un pez que los dedos virginales de la madre le mostraban en alto, como un juego cándido y celeste.»

La actitud de Valle-Inclán es perfectamente consistente y   —32→   lógica, y se deriva de su premisa esencial de que lo que importa es la sensación, no la verdad (que en su ambiente esteticista, postkantiano, relativista, ecléctico y anticientífico se consideraba inalcanzable). Para reforzar la sensación hay que asociarla con otras anteriores que el arte ha establecido ya en el lector. Así en Un amour de Swann de Proust -cuya posición estética tiene numerosos puntos de contacto con el modernismo-, lo decisivo para Swann es asociar la figura de Odette de Crécy con una «obra florentina», cosa que, al ennoblecerla, la hace mucho más deseable.

La actitud del Valle-Inclán de los esperpentos nos parece ser no una ruptura frente a esta posición original, sino una sutil continuación de la misma. En Viva mi dueño, por ejemplo, Valle-Inclán trata un tema histórico, y muchos de sus personajes existieron realmente. Sabemos, por otra parte, que el escritor no aspira ni siquiera a la dudosa «objetividad» del historiador. Pero la forma de tratar este tema «real» se encuentra en Valle-Inclán mucho más cerca del arte de las Sonatas que del acercamiento más directo y respetuoso de Galdós. No se trata de saber si el novelista debe o no ser «objetivo»; se trata de analizar los métodos de una deliberada «inobjetividad», de una sistemática interposición entre el lector y la situación descrita de ciertas reminiscencias y asociaciones ya muy elaboradas. En Viva mi dueño, el material interpuesto es de origen ligeramente distinto; su función, sin embargo, es, en parte, la misma. El papel que en las Sonatas había quedado confiado a las alusiones poetizadoras literarias y plásticas queda ahora entregado a una transposición de elementos teatrales: hay en los Esperpentos en general, y en Viva mi dueño en particular, una elaborada mise en scène que al crear sus ilusiones en forma casi franca, casi inocente, nos transporta del ambiente lírico (comparable al de los cuadros de Renoir y de los prerrafaelistas ingleses que domina en las Sonatas) a la desgarrada atmósfera de café-concierto, de cabaret, de Toulouse-Lautrec.   —33→   Tampoco vemos «directamente» a los personajes en este caso: los vemos a través de las luces de las candilejas, a través del maquillaje, y los vemos en posturas algo forzadas, gesticulantes, como actores algo exagerados contemplados desde una primera fila.

En las Sonatas había aparecido ya la descripción de gestos histriónicos: «El mayordomo me dirigió una mirada oblicua que me recordó al viejo Bandelone que hacía los papeles de traidor en la compañía de Ludovico Straza» (Primavera). Pero en forma mucho más incidental, menos sistemática. Lo que predomina en ellas es un ambiente de lejanía, en el espacio y en el tiempo; una bruma de historia y de leyenda. Los ritmos son lentos, como en un sueño. En cambio, en Viva mi dueño domina el gesto rápido y brusco, el primer plano de colores chillones, los gestos precipitados de ópera bufa, de pantomima o de melodrama: «La Marquesa, soponciada, fue conducida al tocador. El Marqués corrió turulato, refugiándose alternativamente en los brazos de unos y otros, todos en aquel momento amigos del alma...» (Libro segundo, VII). Y es significativo que el que menos se deja convencer por todas las actitudes teatrales de que está impregnada la obra es un personaje que pertenece, en rigor, a otro mundo poético, a otro ambiente literario: el Marqués de Bradomín, uno entre tantos personajes secundarios, pero que sirve con su irónica y escéptica presencia para poner de relieve lo forzado y falso de la actitud de todos: «El Marqués de Bradomín experimentaba un asombro humorístico oyendo aquellos lances de melodrama. Jugaba el Señor [D. Juan de Borbón] su papel con magnífico desparpajo. Complicando la intriga, el clérigo narigudo salióse de su rincón y cayó de rodillas ante la Augusta Persona... Don Juan, entre las luces de la consola, cruzado el pecho por una banda, con el narigudo a sus pies, tomaba una bella actitud de teatro» (Libro noveno, XII).

No solamente están exagerados los gestos, las situaciones,   —34→   los parlamentos, sino que existen a lo largo de la obra una serie de detalles que asociamos únicamente con el teatro: las acotaciones escénicas, marcando entradas y salidas de personajes; detalles técnicos en cuanto al maquillaje y la iluminación; descripción enumerativa de trajes o efectos de guardarropía en la forma seca y concisa que utilizan los dramaturgos: «La hija de la tabernera toma un taburete y cabalga la pierna. Bata de percal, lazos azules, un aro de lacre en el pelo, pupilas de mar, labios pintados, rizos en la frente, mejillas inmóviles, con rigidez de albayalde» (1.º, XIII). «Enigmas crueles, la boca pintada en corazón, las azules ojeras, el rígido estuco de la máscara: Inicia una pirueta de cancán...» (1.º, XV). «Melania, con la flecha clavada en los aceros del corsé, salta en los medios, con una cabriola de escenario...» (1.º, XV). «La Duquesa Angela, de rosa y crema, en el primer espejo que halló ante los ojos, ensayó un bello mohín de condolencia, indispensable en aquellas circunstancias» (2.º, VII). «Abríase una puerta. Del fondo rosa y malva del tocador salía la desconsolada madama, el pañolito en los ojos, el chal de cachemira por los hombros, los anillos sobre el brazo del Pollo Real. La Marquesa se dirigía a las habitaciones de su hijo. Toda la capilla de fieles amigos dábale asistencia y consuelos. La obertura de la gran escena apagaba las voces y las pisadas, mantenía atentos los ánimos» (2.º, IX). «En el fondo de una galería, el piano de cola destacaba su teclado con la solfa en el atril y las bujías encendidas. Unos guantes olvidados en el musiquero, una puerta entornada, un rumor apagado de voces, contenían como en potencia magnética los espectros de una escena que acababa de ser abolida. Se abrió la puerta entornada, y apareció un vejete oralino, condecorado con una banda...» (9.º, XI). «La Marquesa Carolina, oculto el rostro en los almohadones, sollozaba nerviosamente con los hombros, como las primeras damas de la Comedia Francesa» (2.º, VIII). Señalemos como rasgo esencial la gran diversidad de situaciones dramáticas,   —35→   que el autor va alternando hábilmente. A veces creemos hallarnos ante un coro de una ópera de Verdi («La cuadrilla ministerial, con elocuentes murmullos, loaba el cante del señor Marfori», 1.º, II), otras veces domina lo popular: romances de ciego, canciones infantiles (libro octavo, VIII; libro segundo, XXI), o aparecen las inconfundibles de melodías de la Verbena de la Paloma (2.º, II).

En toda evolución hay, a la vez, cambio y permanencia. Se cambia desde cierto punto de partida, y de acuerdo con cierta intención fundamental, original. En Viva mi dueño cabe encontrar numerosos aspectos en que la técnica de las Sonatas reaparece casi intacta. Por ejemplo: el empleo de alusiones estrictamente literarias. Solamente que en este caso se trata de literatura «inferior»: folletines románticos, a los cuales se alude en numerosos pasajes que sería prolijo citar. Y también aparece aquí la nota plástica: sólo que esta vez en lugar de los prestigiosos pintores renacentistas italianos nos hallamos frente a grabados novecentistas mucho menos refinados, y que corresponden a una versión española de las populares obras gráficas producidas en Epinal durante todo el siglo pasado y que con frecuencia representaban imágenes belicosas y bizarros generales a caballo entre apretadas filas de soldados: «Al General Prim, las ratas palaciegas se lo figuraban siempre a caballo. A caballo, cubierto de polvo, con batallones pronunciados... El general Prim tenía puesto sitio a Palacio: Caracoleando, recorría las filas de sus batallones: Arengaba con un brazo en alto: Intimaba la rendición de la guardia» (1.º, VIII). Finalmente, en ciertos momentos el paralelo es quizá demasiado preciso: «Bajo los miradores reales se desliza, coro de líquidas voces, la verde fábula del Tajo.» Y Valle-Inclán, consciente de su nuevo punto de vista, se apresura a corregir el efecto demasiado lírico unas líneas más allá: «Bajo los miradores reales, el río sacaba fuera mucho más del pecho, y sólo por escrúpulo de la luna no descubría las vergüenzas» (1.º, XI). Con lo cual consigue un doble objetivo:   —36→   la velada alusión literaria, que satisface su postura inicial, y la despoetización de la misma, tal como conviene a su nueva actitud.

Muchos pueden haber sido los factores que impulsaron a Valle-Inclán a adoptar como modelo artístico, como molde impuesto a la vaga realidad «objetiva» de su segunda época, el teatro. Por una parte, parece evidente que fue siempre hombre dramático, profundamente interesado en el teatro como género literario, y en la dramatización de su propia vida: en su caso, como ocurre con Lope, es difícil saber dónde termina lo literario y empieza lo vital, tan profundamente se hallan combinados en cada una de sus vivencias. Por otra parte, la inclusión de elementos teatrales «técnicos» (luz, maquillaje, descripción de gestos, notas que parecen preparadas para un director de compañía teatral, o visiones que son como fotos de primer plano de los actores durante su trabajo) en lo que esencialmente es una novela, tiene indudables consecuencias artísticas: continuidad con la primera época (pues tan disfrazado queda el personaje maquillado, iluminado en forma espectral, y gesticulando, como el personaje envuelto en un halo de lejanía y un nimbo poético), y al mismo tiempo diferencias esenciales: el dinamismo, lo desorbitado de los gestos, la proximidad misma a gestos y disfraces, desembocan en la despoetización y la actitud crítica, propia del 98. Es decir: Valle-Inclán cambia, pero desde dentro, sin dejar de ser quien era antes. El despego de toda su generación frente a la literatura del siglo XIX es, quizá, uno de los motivos que le impulsan a escoger como forma artística impuesta a sus personajes -desde fuera- una actividad y un ambiente apenas literarios, apenas artísticos: el de actores, traspuntes, bambalinas, decorados. La literatura como tal -folletín o melodrama- aparece, pero convertida siempre en materia prima para el despliegue de elementos teatrales en que una idea algo abstracta e irreal -la vida como farsa o tragicomedia, como ópera bufa o melodrama, la vida   —37→   como teatro, y en especial la vida de España en el siglo XIX como apicarada y grotesca comedia- se anima, se hace concreta, se convierte en arte convincente, a veces mucho más esencial y convincente, a pesar de que «enseña la trampa» a cada paso, que la inmensa mayoría de las novelas realistas del siglo pasado.

Si definimos el esperpento como una estilización despoetizadora y grotesca de los planos «normales» de lo cotidiano, estilización de signo contrario a la exaltación poetizadora de la primera época de Valle-Inclán, pero estilización al fin y al cabo, se podría sostener que tal cosa significa que, en potencia por lo menos, el esperpento ha existido siempre para Valle-Inclán, incluso durante su primera época. Y en efecto resulta posible hallar rasgos «esperpénticos» incluso en su primeras obras20. Pero más útil que tales afirmaciones parece el tratar de definir la etapa de formación del esperpento, la etapa en que el estilo de D. Ramón cambia de signo. Esta etapa va aproximadamente de 1916 a 1922. Durante estos años el presente histórico, la vivencia inmediata, la actualidad política y social, se imponen bruscamente al escritor. Antes las había soslayado, difuminado, substituido por un pasado remoto o intemporal. Pero de pronto la historia contemporánea -la guerra, la huelga general de 1917, el caos político, las bombas anarquistas, los asesinatos de Barcelona y las sublevaciones campesinas- acucian al escritor, le presentan un mundo tan insoslayable como difícil de poetizar. La única respuesta posible para Valle-Inclán ante tan ingratas realidades es deformarlas, desintegrarlas gracias al esperpento. Una vez adquirida esta nueva y eficaz arma, la blandirá en todas direcciones, hacia el pasado también, y con ella explorará rincones del siglo XIX o logrará esta síntesis intemporal de lo hispano americano que es Tirano Banderas. Pero primero había que darle forma y comprender su función.

Valle-Inclán no descarta todavía su vieja estética pero expresa una inquietud, una necesidad de cambio. Ya en   —38→   1916, en La lámpara maravillosa, manifiesta tal inquietud ante los rasgos tradicionales, fosilizados, de la lengua española, y su afán renovador: «Desde hace años, día a día, en aquello que me atañe yo trabajo cavando la cueva donde enterrar esta hueca y pomposa prosa castiza, que ya no puede ser la nuestra cuando escribamos, si sentimos el imperio de la hora...» [subrayamos nosotros].

«Amemos la tradición como un enigma que guarda el secreto del Porvenir» (II, 577).

Otros escritores de aquellos años se muestran tan inquietos como él; los estilos, sobre todo en poesía y en las nuevas generaciones, se preparan para dar un gran viraje precisamente entonces, hacia fines de la primera guerra mundial21. Valle-Inclán no era insensible a los cambios -por pequeños que fueran- del clima estético. Pero el impulso principal para cambiar de estilo debió surgir del interior: el escritor debió de sentirse insatisfecho con una estética que no se ajustaba ya al momento, que repetía lo hecho largos años antes, y que no era arma adecuada para expresar la indignación moral, la sátira, la violencia. Por estética y por ética, Valle-Inclán debió decidirse a cambiar. Ello está de acuerdo con lo que sabemos del carácter del escritor22.

Para ser precisos, y a riesgo de simplificar lo que, sin duda, debió ser una evolución compleja, vacilante, intuida más que plenamente proyectada, señalaremos algunos hitos cronológicos. La primera etapa, de inquietud y deseo de cambio, se produce con La lámpara maravillosa, ya aludida, en 1916. La segunda es un espléndido «ejercicio de estilo»: La pipa de Kif, de 1919. Valle-Inclán intuía, quizá, que un nuevo estilo implicaba ejercicios cuidadosos, «escalas y arpegios», tanteos, tentativas «al margen» de lo que hasta entonces había sido su línea normal de expresión: de ahí sus escarceos juguetones, incisivos, en el campo de la poesía «en verso» (poeta en prosa lo había sido siempre). En 1920, Luces de bohemia marca un hito; el artista es ya plenamente   —39→   consciente de lo que está haciendo, y al mismo tiempo que escribe un esperpento nos proporciona ideas, esquemáticas pero muy valiosas, acerca de lo que el esperpento es y debe ser: «Mi estética actual -habla Max, en la Escena XII de Luces de Bohemia, pero a través de Max, o a través del Alejandro Sawa histórico que la crítica ha identificado como el modelo de Max, es Valle-Inclán el que se dirige a nosotros -es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas» (I, 939). Después, en 1922, Cara de Plata, «comedia bárbara» en que el estilo «esperpéntico» se desarrolla ya con bastante libertad, y que escribe al mismo tiempo que los primeros esperpentos escénicos, obras breves pero llenas de vigor dramático. Finalmente, en 1926, la novela «esperpéntica» completa: Tirano Banderas. La etapa -una etapa que debía prolongarse hasta el final de la vida del artista- ha llegado a su estabilización, a su culminación.

Y es curioso que en Luces de Bohemia, la obra en que el autor es ya plenamente consciente de su nuevo estilo, encontremos numerosas alusiones a los acontecimientos políticos de 1917, y en particular a la huelga general de aquel año.

Algo debió ocurrirle a Valle-Inclán precisamente en aquel año, precisamente durante aquellos días de encarnizados combates callejeros de agosto de 1917. La «vida miserable» de España, de una España urbana, proletaria, revolucionaria, anarquista y bohemia, estallaba repentinamente, urgentemente; el viejo tinglado de la Restauración no podía contener el caos; los fantoches políticos se movían en un ambiente cada vez más absurdo, más irreal;23 y las masas obreras -a diferencia de los campesinos gallegos, ennoblecidos por el lenguaje arcaico y el contacto con la tierra- no eran ya poetizables, no podían quedar enmarcadas en el hermoso ambiente feudal que tanto se habían complacido en evocar las primeras obras de Valle-Inclán. De la noche a la mañana, un escritor que había simpatizado -por desdén hacia los otros intelectuales, por gesticulación literaria,   —40→   en parte, pero también, en parte, por un amor sincero hacia las fuerzas tradicionales- con los carlistas, y ello durante largos años, empieza a interesarse por los anarquistas y los socialistas. Desaparece el «complejo princesil» de que hablaba Pedro Salinas, sin que ello quiera decir que a partir de este momento la evolución política de Valle-Inclán va a ser rectilínea e inequívoca.

Pero incluso para un observador poco atento a los fenómenos de la vida pública aquellos días -nos referimos a los de agosto de 1917- habían de parecer cargados de electricidad, dramáticos, decisivos, como en efecto lo fueron. Recordemos las circunstancias. Debido a la guerra mundial, la inflación se agudizaba; el ejército -o mejor dicho su «ala izquierda»- se organizaba, en pos de un aumento de sueldo y en contra de los abusos y las corrupciones de los generales -y de los políticos- en las llamadas «Juntas de Defensa»; los fabricantes catalanes y vascos, unidos a los socialistas en extraña alianza, pedían nuevas Cortes elegidas libremente, sin caciquismo, exigían autonomía, modernización del Gobierno y cambios en el sistema aduanero. Se trataba nada menos que de convertir a España en un país industrial, liberal, moderno. Los diputados que apoyaban estas peticiones se reunían en secreto. El sistema -el viejo sistema creado por Cánovas durante la Restauración, que tantos años había servido- se hallaba inerte, carcomido, incapaz de renovarse. Pero el Gobierno contra atacaba: negándose a toda transacción con los sindicatos, provocó la huelga general; las tropas salieron a la calle y barrieron a los obreros con sus ametralladoras. En tres días todo había terminado: «La huelga -narra Gerald Brenan se hundió a los tres días, con un saldo de setenta muertos, centenares de heridos y dos mil presos. El ejército, al parecer, se comportó brutalmente, y las juntas (de Defensa) perdieron la popularidad que habían adquirido como enemigas del Gobierno; pero el ejército había «salvado la Nación», y, a partir de aquel momento, era, junto con el Rey,   —41→   el único poder efectivo en el país»24. (Subrayamos nosotros.)

Recordemos también que aquel ejército que barría con sus ametralladoras las calles de Madrid lo mandaban oficiales casi unánimemente germanófilos, mientras que Valle Inclán había sido francófilo desde el principio, y como invitado del Gobierno francés había recorrido las trincheras y los campos de batalla, expresando su entusiasta admiración por los aliados, y su odio hacia los alemanes, en La media noche (1917). Que el ejército español, por variadas razones históricas, se hallaba en aquellos años sumamente desprestigiado. Y que el propio Valle-Inclán, en sus obras sobre la guerra carlista, había adoptado, insistentemente, un punto de vista hostil al ejército oficial y favorable a sus enemigos. Todo ello bastará, creemos, para señalar que aquellos días aciagos de 1917 debieron obrar sobre el escritor como un tremendo revulsivo, como un choque interno de consecuencias a largo plazo, como un catalizador de ideas y sentimientos negativos que venían gestándose en él desde hacía ya algunos años. Que la realidad, la interpretación de la realidad, no podían ser ya las mismas a partir de aquellos acontecimientos. Valle-Inclán, que había vivido, en cierta forma, por encima de la historia, al margen de la historia, que se había burlado de la historia «oficial», debió sentirse, en aquellos días, «atrapado» por la Historia25; el hecho es que a partir de 1917 las alusiones al Ejército y a la vida estrictamente contemporánea se multiplican en sus obras. No faltan, por ejemplo, los juicios de conjunto, amargos, condenadores: «las leyes las sacan los ricos, sin otra mira que sus prosperidades» (La Corte, LI, 95). (Y no deberemos olvidar que en esta posición «anti-legalista» Valle-Inclán, gallego preocupado por los abusos de los leguleyos que despojaban a los campesinos de sus tierras forales, coincidía con los anarquistas en forma casual, accidental, si se quiere, pero no por ello menos significativa). Sus ataques al Ejército son especialmente virulentos: «Es   —42→   una cochina vergüenza aquella guerra -dice uno de sus personales, Juanito Ventolera, en Las galas del difunto, (1927).- El soldado, si supiese su obligación y no fuese un paria, debería tirar sobre sus jefes... La guerra es un negocio de los galones. El soldado solo sabe morir» (I, 965). En esta misma obra, el soldado que regresa de Cuba, cubierto de medallas pero amargo y desengañado, le ofrece sus medallas a una prostituta a cambio de una noche de juerga. LA DAIFA.- El ama está alerta, ¿Qué medalla es ésta? JUANITO VENTOLERA.- Sufrimientos por la Patria. LA DAIFA.- ¡Hay que ver!... ¿Y ésta? JUANITO VENTOLERA.- Del mérito. LA DAIFA.- ¡Has sido un héroe! JUANITO VENTOLERA.- ¡Un cabrón! (I, 967). Y en Los cuernos de Don Friolera la sátira de las fuerzas armadas llega a su punto culminante.

Lentamente, mucho más despacio que sus otros compañeros de generación, Valle-Inclán llega a poner su arte al servicio de la indignación ética y patriótica. Su evolución es, en cierta forma, el envés de la de Azorín, o incluso de Unamuno, mucho más radicales, más revolucionarios, más indignados, al principio de su carrera, y más resignados, más estetas, más «artistas», al final. Este contraste entre Valle-Inclán y los demás miembros del grupo es especialmente claro y preciso si lo comparamos con Azorín, cuya evolución artística y política es de sobra conocida; el caso de Unamuno, socialista al principio de su carrera, trágicamente resignado en San Manuel Bueno, Mártir, es algo más complicado, pero en el fondo la evolución en su caso no difiere de la de Azorín.

Y llegamos así a la actitud «esperpéntica», amarga, desengañada. Goya, Solana, Quevedo, los grandes deformadores, los grandes caricaturistas, los eternos rebeldes. La furia esperpéntica, ha escrito Salinas, lleva a los personajes de Valle-Inclán a ser «modelos de indignidad plástica», y -agregamos nosotros- la indignidad individual, espejo de la colectiva, es expresada mediante la deshumanización   —43→   caricatural, grotesca, siniestra, absurda o ridícula26; mediante una serie de distorsiones, compresiones, cambios bruscos de ritmo, contrastes, ironías, paradojas; mediante el uso de un vocabulario mucho más cercano al habla del hampa, al lenguaje de germanía. Es decir: mediante todas las técnicas del esperpento.

Lo primero que observamos en la nueva estilización -al compararla con la antigua, la de las Sonatas, por ejemplo- es, quizá, lo más general: un cambio de sentido, de calidad, en los ritmos. Todo, en Valle-Inclán, es teatro: pero el nuevo teatro, el de los esperpentos, obedece a leyes propias. Diríase que los ritmos de los personajes de las primeras novelas -de movimientos enfáticos, deliberados, lentos, graves, nobles- son los ritmos majestuosos de la ópera italiana. Los ritmos nuevos del esperpento, en cambio, mucho más rápidos, tienden a rebajar a los personajes, a deshumanizarlos, simplemente porque en su vertiginosa rapidez se acercan más a los «gestos» de una máquina que a los de un ser humano; y en todo caso lo que antes evocaba la ópera ahora nos recuerda un teatro más vulgar: las contorsiones de las cupletistas, el music-hall, el café-concert; los teatros de títeres; el «grand guignol» y sus sangrientos melodramas. Los personajes «se disparan» como a pesar suyo, movidos por hilos -por hilos no del todo invisibles-, sacudidos por reflejos inconscientes, automáticos; Valle-Inclán subraya todo lo que en el cuerpo humano es máquina: armazón de huesos, geometría de articulaciones, mecanismos sensuales y nerviosos. Los antiguos superhombres -descubierto ya el truco- se transforman en marionetas, en fantoches, en vistosas muñecas de gestos grotescos y violentos tras los cuales el elemento humano, personal, ha casi desaparecido. Veamos, como ejemplo de ello, un párrafo de Las galas del difunto:

«El boticario, con rosma de gato maniático, se esconde la carta en el bolsillo... Entrase en la rebotica. La cortineja suspensa   —44→   de un clavo deja ver la figura saturna y huraña, que tiene una abstracción gesticulante... Se reviste gorro, bata, pantuflas. Reaparece bajo la cortinilla con los ojos parados de través y toda la cara sobre el mismo lado, torcida con una mueca. La coruja, con esquinado revuelo, ha vuelto a posarse en el iris mágico que abre sus círculos en la acera. El estafermo, gorro y pantuflas, con una espantada, se despega de la cortinilla. El desconcierto de la gambeta y el visaje que le sacude la cara revierten la vida a una sensación de espejo convexo. La palabra se intuye por el gesto; el golpe de los pies, por los ángulos de la zapateta. Es un instante donde todas las cosas se proyectan colmadas de mudez. Se explican plenamente con una angustiosa evidencia visual. La coruja, pegándose al quicio, mete los ojos deslumbrados por la puerta. El boticario se dobla como un fantoche» (970).

Que el lector subraye mentalmente todos los verbos de movimiento, todas las alusiones a los objetos y su importancia, toda la «cosificación» de los gestos y las esencias humanas: los ritmos se han hecho a la vez rápidos y mecánicos, el tono general tiende a rebajar, a despreciar, lo humano. Si antes había abundancia de tiempo y espacio, espléndidas perspectivas, lentísimos gestos, ahora todo es arrebato y violencia, y todo está en un primer plano opresivo, obsesivo, que impide ver más allá, que todo lo ocupa, todo lo tapa. Esta yuxtaposición -inquietante, angustiosa, de pesadilla- de lo humano y lo no humano, en la cual nos sentimos «comprometidos», «en peligro», es precisamente la esencia del esperpento, que es también, naturalmente, la esencia de lo grotesco27. Los gestos caen por debajo del nivel normal de lo humano y tienden hacia las sacudidas del muñeco; las intenciones de tan grotescos personajes son igualmente descarnadas, violentas, subhumanas, dominadas por pasiones sin matizar, sin posible salvación moral, social, histórica o cultural; el lenguaje con que se expresan es igualmente un lenguaje degradado, la lengua del hampa, o, cuando más, una extraña, alucinante, irónica mezcla de varios lenguajes, correspondientes a varios niveles, en discordante mezcla.   —45→   Si antes, en el mundo relativamente sereno de la primera época, luchaban los elementos nobles con los diabólicos, ahora el caos -la forma moderna de lo demoníaco- ha penetrado hasta la entraña de las cosas, y desde ella nos ataca, nos subyuga, nos vence.



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ArribaAbajoValle-Inclán en 1913-1918: el gran viraje

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Como era lógico sospechar -dado la formación literaria e ideológica inicial de Valle- nuestro escritor se acerca a los problemas de la España contemporánea movido por motivos no morales ni científicos o históricos, sino estéticos. El gran viraje, que desvía su atención, antes fija en la belleza intemporal, hacia el presente concreto y el «dolor de España», acontece durante los años de la primera guerra mundial, y encontramos huellas de él en uno de sus textos menos estudiados, en sus ensayos estéticos de La lámpara maravillosa. Es típico que el enfoque sea el lenguaje, el estilo. Valle-Inclán escribe: «La mengua de nuestra raza se advierte con dolor y rubor el escuchar la plática de aquellos que rigen el carro y pasan coronados al son de los himnos» (es decir los políticos, los hombres públicos conocidos y aplaudidos). «Su lenguaje es una baja contaminación: francés mundano, inglés de circo y español de jácara. El romance severo, altivo, grave, sentencioso, sonoro, no está ni en el labio ni en el corazón de donde fluyen las leyes. Y de la baja sustancia de las palabras están hechas las acciones». (Subrayamos nosotros). Esta es, por decirlo así, una primera cristalización consciente, teórica, frente a los problemas que van a agitar al Valle-Inclán hombre -y al artista- durante la segunda etapa de su vida. El contacto es breve, y Valle parece retirarse sin atacar a fondo: «Yo, por mi ordenación, tengo como precepto no ser histórico ni actual...»   —52→   afirma. Y sin embargo, la inquietud frente a la España presente no dejará de crecer en él durante los años de 1916 a 1921, y estallará, mucho más clara, en algunos poemas de La pipa de Kif, que son como una introducción a la crítica social y estética de los esperpentos, y que pudiéramos calificar en algún caso de esperpentos en miniatura. La irritación de Valle va creciendo frente a la germanofilia de los militares y muchos altos funcionarios, el fracaso de la política interna del gobierno (inflación, huelga general de 1917, creciente militarismo, desorientación general).

Puede suceder que la contigüidad de dos textos literarios produzca una chispa que los ilumine a los dos. Creemos que los textos de La pipa de Kif no se entienden del todo si no los colocamos al lado de uno de los más significativos poemas de Antonio Machado. E igualmente podemos afirmar que algunos poemas de La pipa de Kif ocupan en la obra poética de Valle-Inclán, e incluso en la obra total de Valle, un lugar privilegiado. Machado nos habla de una España «de charanga y pandereta», beoda, «de carnaval vestida». Una España «que ora y embiste», devota de Frascuelo y de María. Una España de chulos y señoritos ociosos. Es precisamente la España que hay que regenerar y superar. Y es menester empezar por vilipendiarla y destruirla. Esto es lo que intenta llevar a cabo Machado. Y este es, igualmente, el objetivo de Valle. No solamente en La pipa de Kif. El negativismo de Valle, como el de Machado, está hecho de rabia y de ironía, pero se abre hacia un futuro mejor. El de Valle es, quizá, más sistemático: a partir del presente abyecto, y para explicarlo, va a ahondar en el pasado, en la España del siglo XIX, y va a generalizar en lo hipanoamericano, a través de Tirano Banderas, no vela que frente a los esperpentos cabe comparar a la teoría generalizada de la relatividad de Einstein con respecto a la teoría restringida de la relatividad. Por todas   —53→   partes Valle observa el mismo fenómeno: «pobretería y locura», para decirlo con la frase de Moreno Villa, y, superponiéndose a este caos, los espadones, el militarismo desenfrenado, sin plan para el futuro, sin más designio que un poder abyecto en el presente. El pasado, supuestamente glorioso, se desmorona, se nos deshace entre las manos como arena sin forma. Así lo define uno de los personajes de la Corte de los milagros, el poeta huero de la corte isabelina, Adelardo López de Ayala, «pompa de gallo polainudo en el estrado de las madamas»: «... el teatro clásico nos ha dado el espejismo del honor de capa y espada, intentaba combatir la tradición picaresca y la ha contaminado de bravuconería. Las espadas se acortaron hasta hacerse cachicuernas, y la culterana décima se nacionalizó con el guitarrón del jácaro». Y en Viva mi dueño, cuando un personaje exclama: «¡Aquí todo es bufo!» otro contesta: «¡Bufo y trágico!» y un tercero precisa: «¡Pobre España! Dolora de Campoamor.» Un dejo sentimental, de romanticismo trasnochado, esfuma y suaviza los duros filos de la tragedia.

El parecido entre ciertos poemas de La pipa de Kif, con su descripción de un triste y siniestro carnaval de borrachos («Martes de carnaval») y sus chulos, jaques y matones («El crimen de Medinica») y el poema de Machado no es pura coincidencia. De todos los escritores de la generación del 98, Machado y Valle-Inclán son los dos únicos que llegan al final de sus vidas plenamente conscientes de la tragedia de España, y tratan de expresarla por todos los medios a su alcance. Hacia el final, tanto Juan Ramón como Azorín se encuentran flotando, felices, en una especie de nirvana estético: el panteísmo o el eterno retorno les sirven de bálsamo, de apaciguadora aspirina frente a los dolores de España. Unamuno ensalza a San Manuel Bueno, que miente para salvar las apariencias. Incluso la voz de Baroja, que solía ser bronca y sincera, parece haber perdido calidad. Pero   —54→   la España del verso de Machado, beoda y de carnaval vestida, es la que Valle-Inclán nos va a presentar, cada vez más desgarrada y patética, cada vez más trágica, hasta el último momento. Valle es, pues, como certeramente vio Pedro Salinas, el «hijo pródigo» de la generación del 98. Se aleja del grupo en busca de los fantásticos tesoros del modernismo, y después regresa: cuenta lo que vio en el camino, pero se prepara para observar y revelar, con toda la eficacia que le da su arte, lo que encuentra al regresar a la vieja casona de paredes medio desmoronadas. El Valle de la segunda etapa no abandona su técnica modernista; la modifica, simplemente, le cambia el signo, la emplea hacia abajo y hacia adentro.

Subrayemos, pues, una vez más lo que nos parece ser el acontecimiento central, el eje del «gran viraje» de Valle-Inclán: en 1917, cansado de la mediocridad del ambiente y del fracaso de la España «oficial», nuestro autor decide, por fin, enfrentarse con el presente abrupto y desagradable; sin interponer el filtro mágico y suavizador de la Galicia intemporal. Todo análisis del nuevo estilo de Valle, de su visión amarga de España, debe, por tanto, partir de un análisis de los poemas de La pipa de Kif. Ahora bien: es muy posible que en parte, la virulencia de la reacción de Valle se deba al hecho de que, cronológica y vitalmente, se trata de una respuesta tardía. Valle se había negado, durante muchos años, a ver y tratar ciertos problemas que su generación había abordado desde el principio. Cuando lo hace, se halla en posesión de un estilo maduro, sumamente eficaz; y sabe, además, que la situación se ha agudizado, ha hecho crisis, y además que a él, personalmente, no le quedan, quizás, muchos años de vida para expresar su indignación. De ahí que cuando por fin se decide a hacer frente a la España de su tiempo, a la España de las ciudades y del militarismo, de la burguesía apática y conformista y las clases dirigentes corrompidas, su humor acre no conozca límites.   —55→   En los deformados espejos de Valle aparecen monstruos. En La pipa de Kif nos encontramos desde el principio con una deliberada despoetización, irónica o grotesca, de lo cotidiano. Valle nos anuncia que sus versos serán «funambulescos». Se burla de los puristas y hace «higa a los verdugos»; «Yo anuncio la era argentina / de socialismo y cocaína». «De cocotas con convulsiones / y de grandes revoluciones». La yuxtaposición caótica de lo político y lo mundano nos anuncia un cambio profundo en su sistema estético. La musa de Valle ha de saltar, de aquí en adelante, «luciendo la pierna», como una tanguista de café-concert. Y va a ofrecernos una España ebria y estúpida, vestida de carnaval, en la que «los pingos de Colombina / derraman su olor / de pacholí y sobaquina». Algunos versos deshumanizadores, cacofónicos y disonantes, nos ofrecen todo un programa de estética expresionista o «feísta». Así, por ejemplo, en su descripción del carnaval: «En el arroyo da el curda / su grito soez, / Y otra destrozona absurda / bate el almirez», o en el llamado «estilo impresionista», en que los objetos han substituido a las personas: «Latas, sartenes, calderos / Pasan en ciclón...» No falta la crítica al aristócrata homosexual, y la crítica al ejército, que después desarrollará en algunas obras de mayor aliento, como Tirano Banderas y La hija del capitán. Por ejemplo: «Y bajo el foco de Volta, / Da cita el Marqués / a un soldado de la Escolta. / ¡Talla de seis pies!» Aparecen animales humanizados, y en cambio los personajes humanos quedan con frecuencia rebajados al rango de objetos: así a la puerta del circo, cobra la entrada «una Pepona», es decir una tosca muñeca de trapo. Valle-Inclán parece decirnos que en España todo es chabacanería, apariencia, bambolla, oropel, o bien jactancia, violencia, hampa y pobreza, como en «El crimen de Medicina». Se han acabado los mitos, las ilusiones baten en retirada. En esta obra lo grotesco corroe los   —56→   oros y azules del modernismo, los mancha irremediablemente. En uno de los poemas encontramos, es cierto, un homenaje a la gran figura de Rubén Darío, que parece iluminar a Valle desde la ultratumba. Pero es más bien un adiós, una despedida al modernismo. La influencia modernista está siendo substituida, es este libro, y más claramente aún en los siguientes, por la de otros escritores y artistas, profundamente españoles, y acerbamente críticos de la España de su tiempo: por la influencia de Quevedo y de Goya. En ellos aparece ya el humor, negro, el sarcasmo, la burla dolida, lo grotesco, el tono de tragicomedia. Pues si en Los cuernos de don Friolera anuncia don Estrafalario que su estética -es decir, la de Valle- es una superación del dolor y de la risa, ello significa que va a acercarse a la realidad española a través del prisma de la tragicomedia. Lo que pasa en España, aclara otro personaje de Valle en Luces de bohemia, no es tragedia: es esperpento. Y el carácter esencialmente cómico de los elementos deshumanizadores del esperpento, que reducen lo humano al nivel animal o, con mayor frecuencia, al de un objeto, hace también imposible la tragedia. Una tragedia significa plena conciencia de lo que está ocurriendo por parte de los héroes, cosa que la estética de Valle hace imposible. Ni siquiera el lector se da cuenta con frecuencia de la amargura del mensaje de Valle. Pasa con la visión madura de nuestro escritor lo que sucedió cierta vez en un circo, según cuenta Kierkegaard: el circo había empezado a incendiarse; sale un payaso a anunciarlo, para que se vaya el público; pero el público lo toma a broma, no se mueve, y todos perecen. Frente a las llamas de la tragedia de España, la descarnada figura gesticulante de Valle-Inclán parecía ser más la de un gran artista, actor gesticulante y profeta todo a la vez, en apretada fusión de amor y de indignación, de risa y de llanto frente a España.

  —57→  

La pipa de Kif es obra de transición, y se sitúa entre la estética modernista, todavía vigente en 1913, y la esperpéntica, ya definida en 1920. La obra nos sugiere un Valle-Inclán inquieto, dinámico, en plena evolución. Los poemas revelan la gestación de una técnica nueva, una nueva visión del mundo, pues Valle-Inclán se pone «al corriente», y fija su atención en el desgarrado -y desgarrador- presente ciudadano, popular, plebeyo. Si comparamos este libro con El pasajero notamos inmediatamente una diferencia de tono, de intención. Como señala Mary Borelli, «el vago misticismo que emanaban los símbolos de El pasajero desaparece totalmente... se hacen muy frecuentes las palabras «funambulesco», «grotesco», y aparece un amargo sarcasmo difuso, una intención crítica, visiones de tragedia violenta. Los temas no son ya pastoriles, como en el pasado. La inspiración no proviene ya del campo; es ciudadana, con una preferencia triste por el suburbio»28. No aparece todavía la palabra mágica -«esperpento»- pero las disonancias teatrales del estilo y los temas nos advierten que algo grave, serio, profundo, le está ocurriendo a Valle. A pesar de las sonrisas algo forzadas, de las muecas irónicas, de la comicidad violenta, se masca la tragedia, aunque en forma tan truculenta, tan espectacular, que no podemos tomarla en serio. Pero Valle está evolucionando: nos lo avisa reiteradamente29.

Encontramos en esta obra elementos que pertenecen a dos esferas estéticas diferentes. Métrica, vocabulario, temas, todo, en fin, denota esta cualidad mixta, «bifronte», del libro. La métrica no ofrece grandes novedades con respecto a las innovaciones modernistas. «Claro es -señala Guillermo de Torre- que un escritor como Valle-Inclán con un pasado tan considerable a sus espaldas no podía romper abruptamente, en lo poético, con las formas métricas   —58→   y sintácticas; se limita, pues, a insuflarles cierta jovialidad, un soplo travieso, jocular...»30 Por ejemplo: el poema que da el título al libro está escrito en dodecasílabos, divididos en serventesios, con rimas agudas en los versos segundo y cuarto de todas las estrofas; igualmente los poemas o claves VII y IX están escritos en este metro; el segundo poema, «¡Aleluya!», está escrito en pareados eneasílabos; el eneasílabo, tan favorecido por los modernistas, reaparece muchas veces en el libro. Las rimas ricas, raras, difíciles, y las terminaciones agudas, no son ya, ciertamente, una novedad. Tampoco lo es la primacía dada a las sensaciones, hasta el punto de que cabe decir que esta importancia es la más clara indicación de que el libro no se aparta de la corriente modernista. Pero importa subrayar que el Valle-Inclán anterior a La pipa de Kif, si bien se interesaba por todas las sensaciones, había dado gran importancia, sobre todo en sus poemas, a la música31.

Pues bien: en La pipa de Kif el primer lugar lo ocupan las sensaciones visuales, no los efectos musicales. Más aún: las sensaciones visuales agrias, violentas, los colores puros, como recién salidos del tubo del pintor; y las alusiones a colores de pintor, con sus nombres técnicos, al lado de alusiones a los artistas mismos y a movimientos pictóricos. En el primer poema, el que da el título al libro, aparece el color favorito de los modernistas, el azul: el «azul cristal», y poco después, en sinestesia, «en mi pipa el humo da un grito azul». En la clave III, «Fin del Carnaval».


Un Pierrot junta en la tasca
    su blanco de zin (sic)
    con la pintada tarasca
   de rosa y carmín32.



En la clave. IV, «Marina norteña», los colores estallan   —59→   o se ensombrecen: «Eran allí pictóricos trofeos / Azafrán, pimentón, fuentes azules»; y, un poco antes, «El cielo raso tiene dos estrellas / Pintadas, y una luz azul cobalto». En la clave V, «Bestiario», nos pinta a la cigüeña «En un fondo de azul añil». En la clave VI vuelve a los vivos y violentos contrastes de color:


   La nota verde rabiosa
de la cotorra asesina
sobre el escarlata y rosa
   de la cortina.



En «El crimen de Medinica» (Clave XIV), «Azul de Prusia son las figuras / Y de albayalde las cataduras / De los ladrones. Goyas a oscuras». Concisión, violencia, contraste. Alusiones, en este poema, a tres pintores: el Greco, Goya, y Solana. Y el poema mismo nos da la sensación de hallarnos ante el cuadro de un pintor ingenuo, en la descripción de la víctima:


   Entre los senos encorsetados,
sendos puñales tiene clavados,
de rojas gotas dramatizados.



En la «Escena última» de este mismo poema, otro contraste de colores:


Faja morada, negra navaja.
Como los oros de la baraja
ruedan monedas desde su faja.



No sigamos el recuento; subrayemos, en cambio, que estos contrastes violentos, estas disonancias de color, se presentan con mayor fuerza debido a que irrumpen frente a otros colores y otros matices -los azules, dorados, rosas- que amaba el modernismo. Colores suaves, poéticos, «femeninos». «Tarde de ocaso rosada» (Clave VI, «El circo de lona») que sigue al «alba de oro» (cita de   —60→   Darío, y alusión a éste) de «¡Aleluya!» (Clave II), y a la «Aurora vestida de rosado tul» del primer poema. Y recordemos que «tul» rima con «voz azul», en sinestesia típicamente modernista. Es decir: que en La pipa de Kif, obra de transición, coinciden -coexisten- dos posiciones estéticas bastante diferentes: la primera, tradicional ya en Valle-Inclán, inspirada por el modernismo, el culto a la sensación, las alusiones literarias prestigiosas, la belleza «formal» y «pitagórica», el arte por el arte; la segunda, es ya, en buena parte, la estética del esperpento: contrastes, caricaturas, efectos de sorpresa, humorismo, máscaras, muñecos, primitivismo, cubismo.

El libro comienza con un poema francamente modernista, el que da el título a toda la obra. No faltan en este poema los ingredientes esenciales: musicalidad, conscientemente convertida en instrumento de conocimiento: «El ritmo del orbe en mi ritmo asumo»; alusiones raras, exquisitas, exóticas -si bien, como otras veces, Valle se permite ciertas libertades con la ortografía de los nombres propios, como lo vemos en «Puk» y «Gluk»-. El modernismo del poema es tan completo que casi se convierte en paródico. Releamos, por ejemplo, la tercera cuarteta:


Alumbran mi copta conciencia hipostática
las míticas luces de un indio avatar,
que muda mi vieja sonrisa socrática
en la risa joven del Numen solar.



Viejos mitos, reencarnación, Sócrates, Apolo. Asia, África, Grecia. Dos versos con rimas agudas -muy frecuentes en todo el libro- un poco abruptas para la nobleza de los temas tratados, aquí. Valle nos está diciendo que va a jugar, a divertirse -y divertirnos- a partir de los temas   —61→   modernistas; nos sugiere que su juego puede convertirse en burla, en cabriola, en mueca (como ocurre más adelante).

Las visiones que evoca el humo de la droga son aquí todavía modernistas; la Musa, la Niña Primavera, se parece más a la princesa de la «Sonatina» de Darío que a la Niña Chole:


   ¡Y jamás le nieguen tus cabellos de oro,
jarcias a mi barca, toda de cristal,
la barca fragante que guarda el tesoro
de aromas y gemas de un cuento oriental!



Transición abrupta, vivo contraste, el que ofrece, frente a este poema inicial, la clave II, «¡Aleluya!», poema mucho más representativo del libro, mucho más típico de la nueva estética de Valle. Si en el poema anterior tendíamos a la meditación lírico-mística, al éxtasis -desmentido por los cuatro versos finales, juguetones, burlescos- aquí entramos en pleno delirio postmodernista. Valle nos anuncia que sus versos serán «funambulescos» y que los puristas los llamarán «grotescos». Cabriolas espantables para las gentes respetables. Más que la tradición de Darío (Verlaine, Baudelaire, Hugo) nos hallamos aquí frente a la tradición sutil, irónica, fría, de Jules Laforgue, de tanta importancia para la lírica moderna. Una postura, la de Valle, que se acerca aquí a la de Apollinaire y prefigura la frase de Breton: «la Belleza será convulsiva o no será»; aparecen prosaísmos, expresiones vulgares («y hago la higa a los verdugos»), alusiones a personajes -políticos, como Maura; eruditos, como Emilio Cotarelo y Julio Cejador; escritores conservadores y «arcaizantes», como Ricardo León y Ramón Pérez de Ayala- vivos. Estos retratos de Valle (miniaturas, pues cada uno se desarrolla en un par de versos) son un modelo de economía verbal y de cómica exactitud. Así; el erudito y sabio Emilio Cotarelo Mori es pintado como un tipo a la vez   —62→   indeciso y crédulo («Cotarelo la sien se rasca, / Pensando si el diablo lo añasca»); Ricardo León, el autor de Carta de hidalgo, escritor muy famoso en su época y de rancio catolicismo, casi totalmente olvidado hoy, aparece también escandalizado ante los versos de Valle: «Y se santigua con unción / El pobre Ricardo León». Julio Cejador Frauca, sabio y pedante, autor de una conocida Historia de la literatura castellana, agrio y violento en sus polémicas, es definido por un oxímoron, y ataca a Valle: «Y Cejador, como un baturro / Versallesco, me llama burro». La complejidad de Pérez de Ayala -observemos, de paso, que los poemas de Valle en El pasajero tienen bastante en común con la poesía de Pérez de Ayala- es descrita, también en forma sucinta: «Y se ríe Pérez de Ayala / Con su risa entre buena y mala». Después de la evocación de Rubén Darío a parece una extraña pareja: Maura, y Clemencina Isaura. Aquí la socarrona alegría de Valle llega a su límite, al hacer rimar con Maura -Antonio Maura, el serio y solemne político conservador que tanta importancia tuvo en el reinado de Alfonso XIII, y que había formado nuevo gobierno en abril de 1919- a Clemencina Isaura, dama provenzal fundadora de los Juegos Florales; pero cuyo nombre recuerda el de Amalia Isaura, que a la sazón era una joven y discutida cupletista, cuya belleza, gracia y desenfado fascinaban al público de Madrid. El presente irrumpe, así, en la poesía de Valle. El poeta nos «desmitifica», en parte por lo menos; el presente y el futuro importan más que el glorioso pasado:



Yo anuncio la era argentina
de socialismo y cocaína.

De cocotas con convulsiones
y de vastas revoluciones.



La belleza será dinámica, alegre, grotesca. La Musa del   —63→   primer poema se ha transformado. No estamos ya en un universo mágico, místico, intemporal; estamos en la Europa de la postguerra, o por lo menos de los últimos meses de la guerra. Una Europa de cabarets, espectáculos, libertinaje («La lujuria no es un precepto / Del Padre: Es su eterno concepto.) Una España en que las cupletistas son aplaudidas y admiradas. La Musa del libro será muy diferente de la princesa lejana de Darío. Será la «musa moderna», y la semidiosa griega -o medieval- queda degradada al nivel de una artista de «café-concert», de una cupletista, de una tanguista:



¿Acaso esta musa grotesca
-ya no digo funambulesca-,

que con sus gritos espasmódicos
irrita a los viejos retóricos,

y salta luciendo la pierna,
no será la musa moderna?



El libro ha cambiado de dirección. El primer poema nos prometía visiones -producidas, es verdad, por la droga- de tipo místico. Ahora sabemos que Valle nos va a proporcionar visiones de espectáculos, y sospechamos que estos espectáculos van a resultar mucho más grotescos que líricos. Y sin embargo el poema contiene numerosos elementos modernistas, como la visión de un Darío mágico, de ultratumba -su muerte era todavía muy reciente- que a su vez evoca a Poe:


Darío me alarga en la sombra
una mano, y a Poe me nombra.



La dualidad del libro es evidente a cada paso en este poema. Toda una parte de la inspiración, los temas, el vocabulario, de Valle, depende del pasado, alude a él. Así, por ejemplo, «Apuro el vaso de bon vino» alude   —64→   a un conocido verso de Berceo -que fue uno de los poetas favoritos de la generación del 98-; el poema se cierra con una cita clásica («Anímula, Vágula, Blándula»); mientras que el tema del circo («la flor del alma de un payaso») y del teatro como espectáculo interesaba no sólo al pasado, sino a los escritores y pintores contemporáneos (piénsese en el Picasso del período azul, y en Andreyev, cuya obra El payaso de las bofetadas se estrenó en 1915).

A partir de este poema introductorio, de este «segundo prólogo» al libro -si consideramos que el poema inicial es el primer prólogo, la primera declaración de las intenciones del autor- el libro nos ofrece, en efecto, una serie de espectáculos. Espectáculos ciudadanos o de los suburbios casi todos: en «Fin del Carnaval», la alegría pública, un poco ficticia, y teñida de melancolía, que se desborda por la calle y la convierte en teatro, con sus disfraces y sus luces; en «Marina norteña», un interior de taberna para marineros que podría ser una larga acotación escénica, con instrucciones muy precisas en cuanto a la iluminación; en «Bestiario», la descripción de un parque zoológico; en «El circo de lona», la grandeza y miseria de los actores del circo; en el largo poema «El crimen de Medinica» -que por su longitud y posición parece ser el eje del libro- el crimen como espectáculo; en «Vista Madrileña», la verbena de suburbio pobre; únicamente en los dos últimos poemas, «La tienda del herbolario» y «Rosa del sanatorio» volvemos a temas relacionados con el haschich y las drogas, si bien el primero, con su enumeración y sus evocaciones, nos da la impresión de que la tienda del herbolario es tratada a manera de museo, y por tanto se convierte igualmente en espectáculo. Espectáculo todo, pero predomina la nota urbana, sórdida,   —65→   grotesca, amarga, voluntariamente despoetizada. Hay que recordar que estamos en plena época de ismos. Que tanto el cubismo de Picasso y Braque como la renovación de la música por Stravinsky son anteriores a La pipa de Kif. Que el modernismo, en fin, está siendo atacado, subvertido, deformado, por una serie de movimientos de vanguardia. Si el modernismo buscaba la sensación rara, exótica, delicada, si el propio Valle había cultivado la visión noble y la sensación refinada, ahora, en «Fin del Carnaval», nos vamos al extremo opuesto:


Los pingos de Colombina
    derraman su olor
de pacholí33 y sobaquina.



En todo este poema, evidentemente, reina lo grotesco, la máscara. Y la máscara es uno de los símbolos más importantes para la segunda mitad de la obra total de Valle. Como señala Emma Susana Speratti Piñero, «La máscara o la careta, con la que a menudo se compara el rostro de los seres esperpénticos y que llega a ser verdadera negación del rostro, tampoco es completamente nueva en la predilección de Valle-Inclán... entre 1904 y 1926 las caretas y las máscaras vuelven a aparecer de vez en cuando, ya en Aguila de Blasón, ya en La pipa de Kif, ya en Luces de bohemia, en comparaciones insistentes e intencionadas Y si en «¡Aleluya!» (La pipa, I, 1135). Valle-Inclán nos dice: «Darío me alarga en la sombra / una mano, y a Poe me nombra», no es difícil adivinar el porqué. Poe había ocultado a la muerte tras una máscara. Con máscaras encubrirá Valle a los seres esperpénticos, pequeñas muertes aniquiladoras de España»34.

El desfile de máscaras que señala el fin del carnaval era, en aquellos años, motivo y pretexto de disfraces a cuál más ridículo y absurdo. Nosotros, que no hemos tenido ocasión de presenciar más que una versión edulcorada,   —66→   más débil y menos animada, de tales desfiles, no podemos formarnos una idea cabal de lo que fueron sino a través de los cuadros de Solana -y alguno de Goya- y textos como este de Valle-Inclán:



El curdela narigudo
    blande un escobón:
    -Hollín, chistera, felpudo,
    nariz de cartón

En el arroyo da el curda
    su grito soez,
Y otra destrozona absurda
    bate un almirez.



«Pobretería y locura» son el denominador común de tan extravagantes máscaras, descritas a veces según el llamado «estilo impresionista», empleado con intención deshumanizadora:


Latas, sartenes, calderos,
    pasan en ciclón.



Lo cual evoca en nuestra memoria, por asociación de ideas, no solamente algún otro pasaje de Valle, posterior, como el de Tirano Banderas «Al cruzar el claustro [Tirano Banderas] un grupo de uniformes que choteaba en el fondo, guardó repentino silencio» sino también la (también posterior) «Oda al rey de Harlem» de Lorca.

«Marina norteña», parece hecho, todo él, de una minuciosa descripción de decorado y efectos de iluminación, como ya señalamos antes.


... Tiene una luz verde
ante la puerta, la cortina de agua.



El lugar descrito es una taberna en algún puerto del Cantábrico; lo esencial es crear un ambiente, una atmósfera más bien melancólica, brumosa:

  —67→  

Las olas rompen con crestón de espuma
bajo el muelle. Los barcos cabecean
y agigantados en el caos de bruma
sus jarcias y sus cruces fantasean.



Pero el ambiente gris, monótono, le resulta, quizá, a Valle, algo aburrido. Introduce -en forma algo artificial- la nota discordante:


   La triste sinfonía de las cosas
tiene en la tarde un grito futurista:
de una nueva emoción y nuevas glosas
estéticas, se anuncia la conquista.



Y muy pronto nos damos cuenta de que, en efecto, este «grito futurista», que anuncia el fin de la estabilidad, de la calma, es como el aviso del traspunte que señala al actor que ha llegado el momento de entrar en escena. Y, en efecto, el actor -un matón truculento, un chulo o pistolero como los que por aquellos años provocaban el terror en Barcelona y otras ciudades de España -aparece, en el final mismo del poema:


Y está en la puerta el hombre que pregunta:
-¿Quién quiere sacar filo a la navaja?



La clave V nos lleva a un jardín zoológico, la «Romántica Casa de Fieras / del Bueno Retiro...» Si Valle, en Tirano Banderas, se dedicará a animalizar a los hombres («Bajo la influencia goyesca -escribe E. S. Speratti- Santa Fe de Tierra Firme se puebla de una fauna humana»)35, aquí, en este poema, lleva a cabo la operación inversa, igualmente inquietante: humaniza a los animales. Así, el canguro «es australiano y tiene trazas de alemán»; el oso que bosteza «recuerda al Conde de Tolstoy», la «romántica jirafa» es una «solterona que bebe hiel» y su cuerpo alargado le recuerda el de Sara Bernhardt; la cotorra es una «feminista que disparata / En la copa   —68→   del calamac». El elefante le permite una divagación netamente modernista:



   ¡Tú, que a mi musa decadente
brindas la torre de marfil

    resplandeciente
como una noche de las Mil...



Y el final del poema tiene cierta grandeza teatral: al caer la tarde aparecen las estrellas, que reproducen en el cielo, con sus constelaciones, figuras de animales:



   Muere la tarde. -Un rojo grito
sobre la fronda vesperal

   Y abre el círculo de su mito
el Gran Bestiario zodiacal.



«El Circo de Lona.» (Clave VI) nos ofrece otro espectáculo, más ágil -y más patético- que el de los animales. A la entrada del circo hay una muchacha en cargada de vender los billetes:


   Tarde de ocaso rosada:
la feria. Un circo de lona.
Cobra en la puerta de la entrada
    una Pepona.



(Recordemos, para los lectores poco familiarizados con ciertos aspectos de la vida española, que las «peponas» eran unas muñecas hechas de trapo, muy toscas, con mejillas pintadas de rojo, y, por lo menos de acuerdo con gustos de generaciones más modernas, francamente feas.) Este «muñeco humano» va definiéndose, haciéndose más misterioso y más concreto: es una «... Pepona / Sibilina». «La Pepona con mitones / Moño y rizos de canela. / Y el talle con alusiones / De vihuela», Figura, perfil, detalles. Pero la muñeca sigue siendo muñeca, no se humaniza plenamente. Peponas, fantoches, muñecos,   —69→   peleles, aparecerán, con frecuencia, en los esperpentos. Son elementos teatrales, deshumanizadores, y en ellos aparece la crítica social y la crítica «filosófica»: en la medida en que son muñecos, son, también objetos, privados de libertad y de conciencia, manejados por otros, a través de hilos invisibles... o demasiado visibles. Muñecas, monos, payasos, miseria: «Y dió en el alambre / la sombra del hambre / Un salto mortal». El ambiente de este poema es ya francamente esperpéntico.

La clave VII nos ofrece el poema central, el más importante del libro: en realidad el poema prosigue, dividido en secciones, hasta la clave XIV, «El crimen de Medinica», y todas estas secciones forman una unidad poemática. El autor y protagonista principal del crimen, «El jaque de Medinica», aparece en la clave VII; el lugar del crimen es descrito en la clave VII; una de las víctimas aparece en la IX; su premonición del desastre en la X, «Tijeras abiertas»; en XI, Valle pinta a la amante del bandido, «La Coima»; en XII, el crimen ya ha sucedido, y el criminal camina, entre guardias civiles, hacia el patíbulo; XIII es una escena descriptiva en que vemos preparar el patíbulo en que van a dar garrote al criminal; en XIV se describe el crimen en un poema retrospectivo, y uno de los mejores del libro, en el que abundan las oraciones nominales: «Boca con grito que pide, tila, / Ojos en blanco, vuelta pupila». «Azules frisos, forzado armario, / jaula torcida con el canario, / Vuelo amarillo y extraordinario». Son como pinceladas -descriptivas, intensas, breves- que componen el cuadro del crimen. El ritmo martillea obsesivamente, aumentando la tensión de la escena. Es un cuadro tosco, deliberadamente primitivo y sombrío, un cartelón de feria como el que introducirá más tarde Lorca en La zapatera prodigiosa.

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La clave XV, «Vista madrileña», nos vuelve a la ciudad, y a su pintoresca miseria arrabalera; la XVI, «Resol de verbena», continúa y amplía los temas ciudadanos. Escenas sueltas, violencia latente de suburbio («Un chulo en el baile alborota, / Un guardia le mira y se naja: / En los registros de la jota / Está desnuda la navaja»), polvo y sol. La XVII, «La tienda del herbolario», alterna entre un tono evocador, lírico, modernista, y la nota burlona. Volvemos al tema que abrió el libro: «A todos vence la marihuana, / Que da la ciencia del Ramayana.- / ¡Oh! marihuana, verde neumónica, / Cannabis indica et babilonica». Y el libro se cierra con la clave XVIII, «Rosa del sanatorio», un soneto, el único de la colección. La sensación del cloroformo es «Cubista, futurista y estridente». La rosa mística de otros tiempos se ha convertido en rosa de cloroformo, en trampolín químico, en puerta que conduce a un incierto más allá: «Y va mi barca por el ancho río / Que separa un confín de otro confín». El libro adquiere así mayor unidad: hemos pasado de la droga al espectáculo -un espectáculo de pesadilla, como creado por la droga- y ahora volvemos a la droga como única salida frente al presente, como única trascendencia. Y con este ejercicio lírico Valle se prepara para encontrarle al presente otra salida, una salida artística: el esperpento.



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ArribaAbajoValle-Inclán y el sentido de lo grotesco

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En el tomo primero de sus Memorias escribe Pío Baroja: «Yo no he partido nunca de la lectura de un libro para escribir otro... Yo no creo que esto sea un mérito ni un de mérito. Escritores como Shakespeare, Lope de Vega y Goethe componían sus obras leyendo otras de distintos autores, imitándolas y modificándolas. En el tiempo de mi juventud yo discutí esta cuestión con Valle-Inclán y con Maeztu, que consideraban el sistema de la lectura anterior como el mejor para producir obra literaria. Valle-Inclán decía que tomar un episodio de la Biblia y darle un aire nuevo, para él era un ideal.»36 En la obra de Valle-Inclán se produce en cierto momento -los años del final de la primera guerra mundial, los primeros años de la postguerra: más o menos de 1917 a 1922- un cambio de dirección, una reorganización en los valores estéticos del autor: aparece el esperpento, y con él se coloca en primer plano lo grotesco. Las líneas que antes expresaban nobleza, abolengo, dignidad, lejanía, se retuercen y deforman para llegar a la caricatura. Una caricatura en que con frecuencia no sabemos dónde termina lo humano y dónde empieza el títere, el muñeco, el objeto. Ello no significa que Valle-Inclán haya renunciado a inspirarse en ciertos modelos; sí que los modelos «nobles» han sido substituidos por otros, sombríos, siniestros o grotescos.

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Así lo señala Guillermo de Torre: «en los esperpentos, la visión detallista y la perspectiva de lejanías cambian sus términos; no es, por ejemplo, Patinir, sino el Bosco la referencia pictórica que se impone; y saltando siglos, más aún que el Goya de los disparates, como semejanza coetánea, Solana, el de las máscaras. Y no pienso únicamente en el Solana pintor, sino en el escritor de esos libros crudos, desgarrados, que se llaman La España negra, Madrid callejero, Dos pueblos de Castilla... Medinica, el pueblo del romance de cordel que, ante el cartel del crimen, cuenta un ciego, es otro pueblo más, aunque no tan bronco como el solanesco, pues Valle-Inclán estiliza y alisa hasta las superficies más ásperas37. Pero el problema de las fuentes es menos interesante que el de llegar a una mejor comprensión del espíritu del esperpento; en todo caso, las fuentes pueden llegar a aclarar aspectos parciales del segundo problema, que es el que debe ocuparnos primordialmente.

¿Qué es el esperpento? No, en rigor, un género literario; más bien una actitud, un ingrediente estilístico, una manera de ver las cosas, de deformarlas para que la imagen externa traduzca y simbolice la imperfección, lo absurdo, lo tragicómico, lo monstruoso, de personajes y situaciones. Valle-Inclán, que afirmaba que «sólo las figuras cargadas de pasado están ricas de porvenir» (según una conversación con Alfonso Rey es, citada por el mismo Reyes en la 2.ª parte de Simpatías y diferencias), se encarga de proporcionarnos una genealogía del esperpento: hace decir a su personaje Max Estrella en Luces de Bohemia: «El esperpentismo lo ha inventado Goya. Los héroes clásicos, han ido a pasearse en el callejón del Gato.» (Es decir, ante los espejos deformadores, uno cóncavo y otro convexo, que estaban adosados a la pared de una tienda en dicha calle.) «Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos,   —77→   dan el esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada... España es una deformación grotesca de la civilización europea... Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo, son absurdas»38. La palabra «grotesco», aplicada a su estilo, aparece ya repetidas veces en el libro de poemas que anuncia la segunda época, La pipa de Kif:


Por la divina Primavera
me ha vertido la ventolera
de hacer versos funambulescos.
Un purista diría grotescos.
Para las gentes respetables
son cabriolas espantables.


(Clav. II, ¡Aleluya!)                


Estos versos de 1919 vienen a darnos, en su cínico desenfado, un anuncio -o mejor un ejemplo práctico en miniatura- de lo que poco después será el esperpento. Recordemos la definición de Max Estrella, ya citada: «Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento.» Lo que ocurre en la práctica es que Valle-Inclán superpone dos modelos procedentes de ambientes muy distintos, opuestos, y por tanto disonantes. En los versos arriba citados, nos encontramos con una evocación tradicional: la musa griega, inspiradora del artista, que centenares de imágenes plásticas ennoblecedoras han grabado en nuestra imaginación y en nuestra memoria. Y ante esta imagen se desliza más tarde otra, innoble y moderna, de sentido contrario: la imagen de una cupletista de cabaret, de una tanguista apicarada:

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Mi musa moderna
enarca la pierna,
se cimbra, se ondula,
se comba, se achula

con el ringorrango
rítmico del tango
y recoge la falda detrás.


(«Apostillón», Farsa y licencia de la reina castiza, O. C. Il, 629).                


Dos imágenes, la noble, clásica y serena, y la vulgar, frenética y moderna, que se interfieren una a otra, produciendo un contraste cómico, y también una sensación de inestabilidad, de ruptura de valores y tradiciones, de confusión: el personaje así descrito no es ni una cosa ni otra, ni una musa tradicional ni una cupletista del siglo XX. Como señala Alfonso Reyes, «a Valle-Inclán se le ocurre aplicar su estética con equívoco; desviarla ligeramente de las líneas de nobleza a las líneas de la caricatura; hacer no ya un injerto vital dentro de las líneas de un tema o de un personaje, sino una mímica de la vida desde las apariencias de un muñeco ridículo.39» La misma distorsión por superposición de imágenes contradictorias ocurre a cada paso en los esperpentos y en las novelas del Ruedo Ibérico. ¿Acaso no es éste el mismo procedimiento que emplea Quevedo en Los sueños cuando hace aparecer a Venus vestida con guardainfante y pone en boca de los dioses palabras vulgares o soeces? En forma más sutil, menos contrastada, ¿no es también el procedimiento que sigue Velázquez en algunos de sus cuadros mitológicos, como La forja de Vulcano, o Los borrachos? (Recordemos el bello ensayo de Ortega sobre este último cuadro.) En todos estos casos se produce   —79→   una tensión, una oscilación, un vaivén, entre dos polos: el polo ideal, más allá de la norma humana, de la calidad humana normal o media, por una parte; por otra, el polo de lo ínfimo, lo abyecto, lo vulgar, lo corriente pero por debajo de la norma generalmente aceptada para los valores medios individuales o sociales. La visión del lector -o del espectador- vacila, inquieta, va flotando de un polo a otro, sin atreverse a descansar en ninguno de los dos. Lo que ocurre es que la superposición de elementos tan disímiles parece pedirnos una síntesis que somos incapaces de llevar a cabo; una síntesis que el propio artista creador se abstuvo, deliberadamente, de buscar; y la nueva realidad que se nos propone está hecha, por tanto, de elementos incongruentes, que no es posible asimilar y ordenar lógicamente. La sensación, para el lector o el espectador, puede pasar rápidamente de la sorpresa a la risa (una risa inducida por la sátira o la caricatura). Es posible también que lo caótico de las combinaciones propuestas nos produzca una sensación de ahogo, de angustia, ante un ambiente irrespirable, en el que los elementos humanos o ennoblecedores han quedado degradados, aplastados por los rasgos inferiores, «animalizados» o «cosificados» por la superposición de las imágenes negativas. El factor decisivo puede ser la inclusión o no, inclusión del lector o espectador en el ambiente siniestro o absurdo que se propone a su consideración. Si logra mantenerse a distancia, podrá reírse del espectáculo, viéndolo desde fuera y sintiéndose superior a las personas degradadas que contempla. Si, por el contrario, el espectáculo tiende a incluir al espectador, a decirle: «tú también padeces estas deformaciones» la impresión será grave, seria, angustiada. En Valle-Inclán solemos reírnos de las deformaciones y caricaturas de tantos personajes de todo rango ofrecidos a nuestra avidez de espectadores, hasta que, en un momento dado, nos damos cuenta de que es toda España la que está siendo retratada, simbólicamente, a través de unos cuantos personajes selectos, y en este   —80→   instante el lector -el lector español- deja de reírse, o no puede reírse ya de la misma manera; lo cómico cambia de signo, se transforma en tragicómico y llega con frecuencia a lo trágico.

En La reina castiza encontramos numerosos ejemplos de esta superposición desrealizadora y deshumanizadora. Se encuentran, sobre todo, en las acotaciones escénicas (que Pedro Salinas veía como origen del esperpento, de la actitud esperpéntica). Una acotación escénica puede llevar en sí -involuntariamente por parte del autor- ciertos gérmenes cómicos. En el teatro, por lo general, los actores se mueven sin dejar de hablar, sin perder el contacto emocional con los otros actores -y con el público- mediante su expresión, sus reacciones. Pero una acotación escénica desliga estas dos cosas con mucha frecuencia: por una parte, describe movimientos, movimientos «de bulto»; por otra, el diálogo sigue, forzosamente, por necesidades tipográficas, más adelante. Valle-Inclán parece haber comprendido estas posibilidades cómicas de la acotación, y las desarrolla con gran cuidado: mímica, gestos exagerados o mecánicos, reacciones involuntarias de los personajes, todo ello para crear rapidísimas miniaturas de «ballet», breves «pas de deux» en que predomina lo satírico-grotesco. Así cuando describe una entrevista entre Lucero -el chulo amante de la reina-, el Gran Preboste, y la reina:


Lucero se precia con toses de guapo,
rie la comadre, feliz y carnal,
y un temblor cachondo le baja del papo
al anca fondona de yegua real40


(ibid., 665)                


es tan evidente el predominio de las palabras desvalorizadoras, que tienden a rebajar al personaje coronado -«comadre», «carnal», «temblor cachondo», «papo», «anca»- que Valle-Inclán se ve obligado a modificar ligeramente al final: se trata de una «yegua», pero de   —81→   una «yegua real», con lo cual la superposición queda perfectamente definida, la animalidad de la reina se encuentra en franco contraste con el carácter «real» de la, en principio y teóricamente, augusta y sagrada persona de Isabel II. Otras veces la superposición introduce el objeto (procedimiento también muy usado por Quevedo), que, al ocultar los rasgos específicamente humanos -movimiento, emociones, reacciones, lenguaje- lo rebaja con toda rapidez al nivel de «cosa». Así cuando al principio del libro I de Tirano Banderas nos describe al dictador «inmóvil y taciturno, agaritado de perfil en una remota ventana... parece una calavera con antiparras negras y corbatín de clérigo... » Modificando esta «cosificación», como arrepintiéndose de ella, viene la confrontación con lo animal -pero con lo animal inmóvil y algo siniestro-: «Tirano Banderas, en la remota ventana, era siempre el garabato de un lechuzo»41.

Cuando se acumulan los detalles deshumanizadores y absurdos, cuando la atmósfera se enrarece o llega a hacerse asfixiante, entramos en el reino de lo grotesco. Buena parte del Valle-Inclán maduro, el de los esperpentos, de Tirano Banderas y del Ruedo Ibérico, nos lleva hasta el umbral de esta zona o nos introduce en ella deliberadamente. Zona todavía mal explorada por la crítica literaria: lo grotesco no es un estilo histórico, como el barroco,   —82→   sino una categoría mucho más general. Lo grotesco ha existido -con funciones y gracias a técnicas de expresión que pueden no ser siempre las mismas- en todas las épocas, y quizá en todas las culturas. Parece florecer con mayor vigor en los finales de época: en el período helenístico, hacia fines de la Edad Media, al terminar la era racionalista y comenzar el romanticismo. Y, finalmente ha resurgido con nueva intensidad y nuevos acentos en el período contemporáneo. Es natural que así suceda: cuando los dioses se debilitan o mueren, cuando declina un sistema de ideas, se produce una bajamar en la historia: las aguas, al retirarse, dejan abandonados en la playa multitud de objetos heterogéneos, irreales, turbadores. En nuestra época se ha producido el fenómeno con especial intensidad: de ahí que Valle-Inclán, que empieza por ser un escritor arcaizante, llegue a convertirse, al llegar a su madurez artística, en uno de los escritores más representativos de la época, más indiscutiblemente modernos.

Claro está que en el caso de Valle-Inclán la modernidad no supone una ruptura con la tradición, y muy especialmente con la tradición española, sino una continuación de ésta, previo un cambio de modelos. Lo grotesco se da con abundancia, con profusión, a lo largo de todo el desarrollo histórico de la cultura española: en el Arcipreste, en algunos momentos de Cervantes -basta pensar no sólo en ciertos incidentes del Quijote sino también en obras más breves como el Coloquio de los perros-, se infiltra en Las meninas42, en los enanos de Velázquez, en los Sueños, la Hora de todos y los poemas satíricos y jocosos de Quevedo, en los grabados de Goya y los poemas   —83→   de Espronceda. Ya en 1788, el crítico Karl Friedrich Flógel señalaba en su Geschichte des Grotesk-Komischen que los españoles «sobrepasan a todos los otros pueblos de Europa»43 en el campo de lo grotesco. Lo explicaba atribuyendo tal fenómeno a «la fantasía calenturienta y excesiva» de los españoles44. Wolfgang Kayser, en su libro sobre Lo grotesco en el arte y en la literatura, afirma: «en verdad, el fenómeno de lo grotesco puede ser experimentado mucho más intensamente en el curso de una visita al Museo del Prado que leyendo los relatos de Keller o el Tristam Shandy de Sterne...»45

Tradición y actualidad: ambos aspectos se hallan presentes en la interpretación de lo grotesco que nos ofrece Valle-Inclán. Parece indudable, además, -y es éste un punto que nos interesa subrayar especialmente- que Valle-Inclán, escritor que solía partir de un modelo literario, que hacía «literatura de literatura», se aparta en los años de madurez, en los años en que comienza a escribir esperpentos, de sus modelos extranjeros (franceses e italianos sobre todo: los simbolistas y decadentes, Barbey d'Aurevilly, D'Annunzio, etc.) y substituye estos modelos por otros españoles, clásicos (Quevedo sobre todo, y también Goya). En este sentido habría que corregir ligeramente la apreciación -en conjunto tan certera-   —84→   de Amado Alonso: «A los temas del primer Valle-Inclán, tomados del mundo de la literatura, corresponde una entonación libresca estilizada en extremo; a los del segundo -temas de la vida nacional-, una entonación oral estilizada... Estilización, siempre...»46 En efecto: siempre hay estilización en Valle-Inclán. Pero en su fase madura la «entonación oral estilizada» es un ingrediente entre varios. Aparece, sobre todo, en los diálogos, como es natural. Y en esos diálogos hay que distinguir entre dos ingredientes diversos, casi de signo contrario, que Valle-Inclán mezcla a veces, con efectos cómicos, y otras veces mantiene separados, frente a frente, en dialéctico contraste: un lenguaje «cursi», «redicho», propio de personajes con pretensiones pero de escasa inteligencia; y un lenguaje vulgar, violento, desgarrado, más cercano al hampa que a la alta sociedad que con frecuencia lo emplea. Pero quedan las acotaciones escénicas, tan importantes, ricas y variadas que en ellas ha podido ver Pedro Salinas el origen de los esperpentos; y quedan las descripciones de ambientes y paisajes. En las primeras domina la desrealización y deshumanización procedente de las caricaturas y distorsiones verbales de Quevedo y de las deformaciones plásticas de Goya. En las segundas encontramos a veces vigorosos efectos de esquematización, de luces, de ángulos -pensemos sobre todo en algunas descripciones de ambientes y paisajes de Tirano Banderas- que nos recuerdan el puntillismo, el cubismo, e incluso parecen prefigurar la pintura abstracta47.

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Y es que los modelos escogidos por Valle-Inclán en la tradición española contienen numerosos gérmenes de modernidad. No olvidemos que Goya ha sido llamado repetidas veces «padre de la pintura moderna»; que Quevedo es, quizá, estilísticamente el más avanzado, inquieto y experimental de todos los escritores del Siglo de Oro. El carácter con frecuencia moral, ético, de las críticas de Quevedo y Goya a la sociedad de su tiempo -críticas que llegan a veces al didacticismo- se combina también, perfectamente, con la actitud del Valle-Inclán maduro: en él, el esteticismo del partidario de «arte por el arte», del hombre que sólo creía en la belleza, se transforma en el gesto iracundo del moralista, del hombre indignado, pero cuya arma no es el sermón, sino esa forma literaria «intermedia» que es la tragicomedia, ni lo puramente trágico ni lo puramente cómico parecen convenir al Valle-Inclán maduro. Y es curioso que un conocido dramaturgo contemporáneo, Friedrich Dürrenmatt, haya declarado que la tragicomedia y lo grotesco son las expresiones más típicas de nuestra época: «La tragedia presupone culpabilidad, angustia, mesura, intuición, responsabilidad. La confusión de nuestra época... no ha dejado espacio para el sentimiento de culpa y de responsabilidad. Nadie tiene la culpa, a nadie se puede acusar de complicidad. Todos nos sentimos arrastrados y encallamos en alguna parte. Somos culpables en forma demasiado colectiva, estamos contaminados de los pecados de nuestros padres y antepasados en forma demasiado colectiva.   —86→   No somos más que descendientes. Esta es nuestra desgracia, no nuestra culpa... Nuestro mundo nos ha llevado hacia lo grotesco en la misma forma inevitable que nos ha llevado a la bomba atómica... Lo grotesco, sin embargo, es tan sólo una expresión sensual, una paradoja sensual, la forma de lo que no tiene forma, el rostro de un mundo sin rostro...»48

Nuestra época -no podemos olvidarlo- es la época del teatro absurdo, de Dalí y Max Ernst, de Kafka y Cocteau, del dadaísmo y el surrealismo. La literatura y el arte del siglo XX han hecho uso de la categoría «grotesco» con más frecuencia, probablemente, que en ninguna otra época anterior. Época de alienación del individuo frente a la sociedad, la técnica, lo mecánico.

Frente al concepto primitivo de lo grotesco, a lo grotesco como una forma del humorismo, como una caricatura o un juego destinados a suscitar la risa, hallamos en críticos de hoy un concepto mucho más intenso, importante y dramático: lo grotesco -afirma Kayser- es «el mundo extrañado», es decir, un mundo que antes nos era familiar y que ahora, por razones que no son patentes, se ha vuelto contra nosotros, nos rechaza, nos ataca. Se produce una tensión amenazadora cuando lo humano se vuelve monstruoso, inhumano, informe; cuando se cosifica o se animaliza; cuando los animales y las cosas asumen formas y atributos humanos.


Las cocas me están mirando
y yo no puedo mirarlas


es la descripción de un largo instante de angustia en el Romance sonámbulo de Lorca. Claro está que este concepto de lo grotesco requiere que los elementos que consideramos como grotescos se encuentren presentes en   —87→   gran abundancia; que, en realidad, se cierren las puertas de escape; que nos sintamos oprimidos, atrapados, por el ambiente inhumano que el autor describe. Un solo rasgo grotesco, aislado, nos producirá risa; al acumularse tales rasgos, la risa podrá aumentar hasta cierto punto, y después se mezclará a ella un sentimiento ambiguo, de asfixia, participación y culpabilidad. No es posible -creemos- examinar con atención y en detalle cierto número de cuadros de Bosch o leer con detenimiento los cuentos y novelas de Kafka, sin sentirse embargado por un sentimiento de angustia: nos hallamos flotando ante un universo amenazador, hostil, incomprensible incluso en sus rasgos más familiares; seguimos reconociendo ciertos rasgos, ciertos objetos, pero se nos escapa su función, su papel, su situación frente a otros rasgos, otros objetos, y nosotros mismos como espectadores; es más, acabamos por convencernos de que el papel de espectador es imposible; de que los profundos cambios que descubrimos nos afectan a nosotros también. En conjunto parece quedar afectado, sobre todo, el sentido de la realidad cotidiana, la sensación de que dicha realidad nos es favorable, de que vale la pena vivir, de que el mundo ha sido hecho para el hombre. El sentido común, que solía protegernos, se debilita o desaparece. Dos aforismos de Kafka ilustran esta actitud: «La verdadera realidad es siempre irreal»; «Los sueños descubren una realidad que deja muy atrás nuestra imaginación. En esto consiste el horror de la vida y la tragedia del arte»49.

¿Cómo señalar en forma indudable la presencia de elementos grotescos en una obra? Nos hallamos aquí frente al viejo problema de la intención del artista y de los resultados producidos por la obra que es fruto de esa intención. Caso típico podría ser el de Bosch. Si,   —88→   como creen algunos historiadores del arte, el lenguaje de Bosch era, en realidad, didáctico-simbólico, dentro de un marco estrictamente religioso y moral, habría que concluir que la intención del artista no era la de producir una obra grotesca. Lo mismo que un mensaje en clave, en el cual se ha cambiado el orden de las palabras, puede producirnos una falsa sensación de que nos hallamos frente a un texto absurdo si tratamos de entenderlo sin descifrar la clave, o quizá sin sospechar que fue escrito en clave, la obra de ciertos escritores o artistas puede producirnos una sensación de hallarnos frente a un universo grotesco sin que ello signifique necesariamente que estamos interpretando correctamente la intención del creador. El caso de Bosch es, por lo menos, dudoso, y toda conclusión al respecto parece prematura.

Lo grotesco es anticlásico, antihumanístico. El lugar del hombre en el planeta, en la historia, en el cosmos, es puesto en entredicho; dentro de la atmósfera de lo grotesco no tenemos más remedio que dudar de la dignidad del hombre. Y es que el repertorio de temas grotescos contiene una larga lista de formas que pudiéramos llamar «inferiores», inhumanas, infrahumanas, que a pesar de ello se mueven, actúan, capturan nuestra atención, y pueden decidir, incluso, nuestro destino: sapos, culebras, murciélagos, monstruos, objetos inanimados que de pronto toman vida y nos persiguen. El mundo de lo grotesco es, con frecuencia, una pesadilla convertida en obra de arte. Todo se halla fuera de su lugar normal, todo puede, por consiguiente, amenazarnos, ya que al cortarse las relaciones normales con el ambiente los seres se han hecho ininteligibles. «Los objetos mecánicos -señal a Kayser- se han alienado al convertirse en objetos dotados de vida; los seres humanos quedan alienados al ser privados de ella. Entre los motivos más persistentes de lo grotesco hallamos cuerpos humanos reducidos al papel de títeres, marionetas y autómatas, con sus rostros convertidos en   —89→   frías máscaras... Incluso las calaveras sonrientes y los esqueletos animados son motivos cuyo contenido macabro los coloca estructuralmente dentro del mundo de lo grotesco: repetidas veces hemos mencionado la Danza de la Muerte, que, despojada de su envoltura didáctica, pasó a enriquecer el vocabulario de las formas grotescas»50.

La locura y la posesión de un ser humano por fuerzas abstractas o misteriosas son también temas recurrentes de lo grotesco, temas que sin duda interesaban a Valle-Inclán desde el principio de su carrera literaria. Magia, brujería, supersticiones de origen celta o medieval, son ingredientes que aparecen en abundancia en los libros de Valle-Inclán desde el principio de su carrera como escritor -pero que casi desaparecen al llegar la época de los esperpentos-. Y es que en el primer Valle-Inclán predomina el elemento grotesco primitivo: implícito en la magia, lo maravilloso, lo arcaico, es un elemento lírico, fantástico, poético y poetizable, con todo el prestigio y la fuerza evocadora de la actitud mágica, celta y medieval, precristiana pero mezclada a actitudes cristianas. Es el aspecto fantástico de lo grotesco, que se contrapone al aspecto satírico de lo grotesco que va a predominar en la segunda mitad de la obra de Valle-Inclán. Para la actitud mágica, es posible poner en contacto lo humano con las fuerzas de la naturaleza, ya que el cosmos vibra al unísono y si hallamos la fórmula adecuada, el ensalmo, el conjuro, la invocación, conseguiremos una influencia o un contacto en apariencia imposibles. Lo grotesco imaginativo y mágico se opone, ciertamente, a la actitud racionalista, al sentido común, a la experiencia cotidiana trivial. Pero ni Valle-Inclán ni sus lectores, creemos, se tomaban estos elementos mágicos, tan frecuentes en sus primeras obras, demasiado en serio. Cargados ya de literatura, de reminiscencias culturales, eran más bien un   —90→   decorado lírico que una invocación a las fuerzas oscuras. Esta invocación, acompañada de una sublimación artística que obra como un exorcismo, es precisamente lo que nos parece hallar en los esperpentos, en Tirano Banderas y en las novelas históricas de la segunda etapa. El mundo -por lo menos el mundo hispánico, el único que interesa a Valle-Inclán- está deformado, es absurdo, y lo pueblan seres infrahumanos, enmascarados, torpes y violentos. Títeres sin voluntad, con los hilos bien visibles, se mueven por escenarios improvisados, proyectan sus sombras fantasmales hacia decorados pintados con colores chillones o sombríos. No hay héroes; todos quedan -quedamos- envueltos en la misma atmósfera asfixiante de estupidez, irresponsabilidad y violencia. «Tirano Banderas es una sátira inequívoca; mas no sólo dirigida contra el tirano; se extiende a todos los medios y personajes que en el libro aparecen -el empeñista Pereda, el diplomático español, don Celes, etc.; únicamente muestra ternura hacia el indio»51. (El indio, agregamos nosotros, que está, en gran parte, fuera del ámbito cultural hispánico; que pertenece al mundo de seres primitivos, mágicos, que Valle-Inclán había glorificado en la primera parte de su obra). No hay en Tirano Banderas una caricatura parcial, sino un afán de totalidad. «El caso es que todavía hoy parece existir en el continente una marcada resistencia a considerar Tirano Banderas como una «novela americana» -con los debidos matices diferenciales, por supuesto, de las oriundas, pero con menos reservas de las que han existido siempre en España para tener por española una novela como La gloria de don Ramiro, de Larreta. ¿Se deberá tal vez esta actitud a que ninguno de los nacidos en cualquiera de los varios países hispanoamericanos aludidos o sugeridos en el libro, se aviene a reconocer el suyo como pintado con autenticidad?   —91→   Pero ¿acaso no fue cabalmente otro, el opuesto, no caracterizar ninguno específicamente, el designio ideal de Valle-Inclán, sino forjar una suerte de sincretismo ideal? Tal propósito resulta inequívoco en una carta del autor de Tirano Banderas a Alfonso Reyes: «Una síntesis el héroe, y el lenguaje una suma de modismos americanos de todos los países de lengua española, desde el modo lépero al modo gaucho. La República de Santa Trinidad de Tierra Firme es un país imaginario.» Novela americanista total -podríamos resumir-, no americana de este país o del otro, y de primer orden, es Tirano Banderas. Ha influido y creado prole a los dos lados del Atlántico»52. Agreguemos también: novela hispánica total. En la carta a Reyes, Valle-Inclán le revela que está escribiendo «la novela de un tirano con rasgos del Dr. Francia, de Melgarejo, de López y de don Porfirio»; pero no hay que olvidar que el final de la novela está claramente inspirado por las crónicas que narran la muerte del conquistador español Lope de Aguirre, el llamado «Tirano Aguirre», que se rebeló contra el rey de España en tierras de Indias, y que por este modelo, por esta faceta, el tirano de la novela de Valle-Inclán es, también, español.

En los esperpentos y las novelas de la segunda época no hay, hemos dicho, héroes; solamente monigotes, fantoches, muñecos trágicos o cómicos, o actores, cuyos efectos de maquillaje y guardarropía el autor subraya cuidadosamente. Prim, en Baza de espadas, hubiera quizás, podido convertirse en héroe; el autor no lo permite: «verdoso, cosméticas la barba y la guedeja, levita de fuelles y botas de charol con falsos tacones... pisando fuerte y abriendo vocales catalanas...»

Es precisamente esa angustiosa totalidad en la crítica   —92→   lo que nos impide salir del universo de lo grotesco por la puerta de lo cómico. Valle-Inclán, «hijo pródigo del 98» (según la acertada frase de Pedro Salinas), nos presenta todo un vasto panorama de la cultura hispánica como deformación: deformación de la cultura clásica, de la cultura europea, quizá deformación de la propia cultura hispánica en sus mejores momentos. Y no nos vale tratar de refugiarnos en lo hispánico en tierras americanas: allí está Tirano Banderas para cerrarnos el paso. O en lo hispánico del pasado: allí están las novelas sobre la España del siglo XIX, o incluso las críticas al honor calderoniano en Los cuernos de don Friolera, tapándonos esta puerta de escape. El sentimiento de opresión, de crítica total a la cultura hispánica, crece, sobre todo, si consideramos como una sola unidad todo lo escrito por Valle-Inclán en su período maduro, desde La pipa de Kif hasta Baza de espadas. A ello nos autorizan las declaraciones del propio autor acerca del sentido de los esperpentos. Y el propio Valle-Inclán, para cerrar la última salida, parece haber comprendido la necesidad estética de no quedar fuera del complejo y retorcido mundo que iba creando: con su aspecto físico estrafalario y sus gestos y frases extravagantes («extravagante ciudadano» le llamó Primo de Rivera en un célebre comunicado), con sus anécdotas teatrales, sus desplantes, sus manías, el artista acabó por convertirse en una caricatura de sí mismo, en un actor que desempeñaba permanentemente el papel de Valle-Inclán, en un esperpento más53 -genial, absurdo, contradictorio, grotesco- que fue a incorporarse al inmenso fresco de caricaturas jocosas y crueles en que había quedado convertida la historia hispánica.



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ArribaAbajo«Los cuernos de don Friolera» y la estética de Valle-Inclán

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Si partimos del hecho fundamental, unánimemente aceptado, de que el interés de la obra de Valle-Inclán reside, ante todo, en el estilo -y no, en principio, en la hondura psicológica de los personajes, en las ideas del autor, o en la composición, en la estructura de las obras- y centramos nuestra atención en Los cuernos de don Friolera, lo primero que nos sorprende es hallarnos ante una composición inusitada, rica, compleja, excepcional en grado sumo. (Es posible, incluso, llegar a la conclusión de que esta obrita, relativamente corta, resulta más compleja, más difícil de interpretar, más interesante desde el punto de vista del ideario de Valle-Inclán, que una novela de gran aliento como «Tirano Banderas», la cual, por otra parte, no está exenta de complicaciones estructurales, sobre todo en la forma de manejar el tiempo.)

Sí, insistamos: en la totalidad de la obra de Valle-Inclán, Los cuernos forman una excepción, un capítulo aparte, y por ello más digno de nuestra atención.

La obra no es, en sí, lo que pudiera llamarse un esperpento clásico; únicamente la parte central de la misma merece ser llamada así. Descomponiendo la obra en sus diferentes partes, nos encontramos con lo siguiente: 1) el prólogo, que contiene dos elementos marcadamente distintos: los comentarios críticos de don Estrafalario y don Manolito el Pinto, y la función de títeres presenciada por ellos en Galicia, cerca de la frontera de Portugal, en la   —96→   feria de un pueblo gallego. En la función de títeres aparece el tema central, el honor conyugal traicionado, pero tratado en forma mucho más cercana a la farsa que a la tragedia; 2) las aventuras de don Friolera, que, creyéndose traicionado por su esposa, y empujado a la venganza por sus compañeros de armas, acaba matando por error a su hija; 3) una nueva versión de los hechos, que aparece en el romance de ciegos del epílogo, y que representa una mitificación heroico-popular, presentada aquí con sentido irónico, de los tristes sucesos: don Friolera lava su honor dando muerte a la esposa infiel, es condecorado, y tras combatir heroicamente contra los moros es nombrado ayudante del Rey; 4) ya en el epílogo, reaparecen los mismos personajes del prólogo, testigos críticos y en cierta medida portavoces de la opinión de Valle-Inclán, que condenan la copla de ciegos, la atacan como ejemplo de «mala literatura», y la comparan desfavorablemente con la función de títeres del prólogo, pero son a su vez condenados y rechazados por la sociedad española, mucho más solidaria de las mitificaciones de los romances de ciegos que de las críticas de los intelectuales: la simpática pareja se halla a la sazón presa en una cárcel de la costa andaluza, «por sospechosos de anarquistas, y haber hecho mal de ojo a un burro en la Alpujarra».

Es decir, que la obra yuxtapone y combina varios géneros literarios: en el prólogo, un comentario crítico dialogado que nos atreveríamos a calificar de «ensayo ideológico» en miniatura; en el mismo prólogo, una «farsa» alegre y despreocupada que se expresa mediante la intervención desrealizadora, de los títeres; en la parte central, las aventuras conyugales (mejor dicho, las desventuras conyugales) de don Friolera, un «esperpento», es decir, una acción tragicómica y grotesca; después; en el epílogo, el romance de ciegos, que con su tajante división entre héroes y villanos constituye un breve «melodrama» lírico heroico; y, finalmente, correspondiendo simétricamente al   —97→   diálogo de los intelectuales en la introducción, los mismos intelectuales dialogan al final en otro brevísimo «ensayo ideológico», no exento de ironía, ya que los intelectuales críticos, los testigos de los excesos y brutalidades de la vida española (y de su mitificación), hablan desde la cárcel.

Dada esta multiplicidad de géneros, que entraña una multiplicidad de niveles de realidad, el primer problema que se plantea al lector es averiguar cómo se relacionan entre sí, cómo funcionan unos frente a otros. El nivel crítico es, quizá, el más sencillo (y no por ello el menos importante ideológicamente). Puesto que se encuentra tanto al principio como al final, puesto que la totalidad de la obra es, por decirlo así, un «bocadillo» compuesto por tres versiones de un hecho, rodeadas, por arriba y por abajo, de «rebanadas» críticas, es forzoso ocuparnos de este nivel crítico primero.

Nos hallamos ante dos vascos inquietos y trotamundos, que «corren España para conocerla», con sus «boinas azules, vasto entrecejo, gozo contemplativo casi infantil y casi austero», y en quienes algunos críticos han visto una caricatura de Unamuno y Baroja (véase D. Bary, «Notes on «Los cuernos de don Friolera»», «Hispania», marzo 1963, página 81). Don Manolito llega a acusar a su compañero de viajes, «clérigo que ahorcó los hábitos en Oñate», de ser «un hereje, como don Miguel de Unamuno». (Pero, como señala el propio Bary, la personalidad de don Estrafalario y sus opiniones literarias se hallan más cerca de las de Valle-Inclán que de las de Unamuno.) Este punto es importante: Valle-Inclán, a través de don Estrafalario, aplaudirá la «dignidad demiúrgica» del titiritero gallego, por parecerle que denota un alejamiento, una indiferencia, frente a sus muñecos, que es precisamente lo que el propio Valle-Inclán sugiere, siempre a través de don Estrafalario, como norma estética: «Mi   —98→   estética es una superación del dolor y de la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos al contarse historias de los vivos... Yo quisiera ver este mundo con la perspectiva de la otra ribera. Soy como aquel mi pariente que usted conoció, y que una vez, al preguntarle el cacique qué deseaba ser, contestó: «Yo, difunto».- Es decir: que Valle-Inclán -altivo, orgulloso- declara, esta vez como otras, a través de su portavoz don Estrafalario, que desea despegarse, ver a sus personajes desde lejos, «sub specie aeternitatis». Veremos después hasta qué punto esta actitud es compatible con el estilo esperpéntico, y en qué forma la complicada estructura de la obra respondía, quizás, a una contradicción entre la «estética» consciente de Valle y la «práctica» del nuevo estilo esperpéntico que por aquellos años -1920, 1921- estaba llegando a su madurez.

La relación entre los dos observadores intelectuales y las tres versiones de la «realidad» no se halla, desde luego, exenta de complicaciones. De esas tres versiones, los testigos intelectuales no conocen directamente sino dos: la función de títeres y el cantar de ciegos. Frente a ellas, y ocupando la parte central y más importante de la obra, se halla el esperpento de don Friolera, que viene a representar, por tanto, algo así como el «noumenos» kantiano, la realidad «real» pero sólo conocida a través de sus manifestaciones fenoménicas, y, en este caso, literaturizadas. Los intelectuales no juzgan, pues, directamente el contenido del esperpento; aprueban o rechazan su «versión preliminar», la de los títeres, que parece prefigurar o inspirar el esperpento propiamente dicho, y la «versión definitiva», de apoteosis popular -y vulgar- expresada en el melodramático romance de ciegos.

La versión de los títeres, con su actitud de farsa frente al problema del honor, es aprobada por don Estrafalario; la versión del romance de ciegos, rígida, con sus personajes   —99→   estereotipados, es rechazada. El primer enfoque «está más lleno de posibilidades»; el segundo, relacionado con la crueldad, el dogmatismo y la «furia escolástica» de la tradición castellana y el teatro calderoniano, es rechazado. Los motivos de esta admiración y este rechazo parecen ser en parte ideológicos y en parte estilístico-estéticos. Valle reacciona como gallego, como «hombre de la periferia», frente a la rigidez centralista de la vieja Castilla: «Indudablemente, la comprensión de este humor y esta moral no es de tradición castellana. Es portuguesa y cántabra, y tal vez de la montaña de Cataluña. Las otras regiones, literariamente, no saben nada de estas burlas de cornudos, y ese donoso buen sentido, tan contrario al honor teatral y africano de Castilla. Ese tabanque de muñecos sobre la espalda del viejo prosero, para mí, es más sugestivo que todo el retórico teatro español.» (Observemos cómo, al llegar a la plenitud de su obra, Valle-Inclán se aparta de la línea «castellanista» de su generación, expresada por Unamuno y por Azorín, en forma cada vez más consciente, y opone la España atlántica y periférica a la Castilla centralista, anquilosada y momificada por la tradición. Los títeres del prólogo se expresan con mayor espontaneidad, en estilo más variado, más inesperado, que el del romance de ciegos, en el cual los adjetivos son estereotipados, simbolizando con ello la inmovilidad de la tradición y las costumbres de Castilla.) Y no hay que olvidar que -primero en asuntos de lenguaje, después en materias de interpretación histórica y política- Valle-Inclán evoluciona, durante los años de la primera guerra mundial, pasando de una postura arcaizante y conservadora a una inquietud abierta, experimental, cada vez más radical, más anti-conservadora. En cuanto al lenguaje, o mejor dicho a las ideas de Valle sobre el lenguaje, el cambio de posición se anuncia ya en algunas de las ideas -no por vagas y seudomísticas menos significativas- de «La lámpara maravillosa», de 1916. Así, por ejemplo: «En el romance   —100→   de hogaño no alumbra una intuición colectiva... El habla castellana no crea de su íntima sustancia el enlace con el momento que vive en el mundo. No lo crea, lo recibe de ajeno. Poetas, degollad vuestros cisnes y en sus entrañas escrutad el destino. La onda cordial de una nueva conciencia sólo puede brotar de las liras... Desde hace muchos años, día a día, en aquello que me atañe yo trabajo cavando la cueva donde enterrar esta hueca y pomposa prosa castiza, que ya no puede ser la nuestra cuando escribamos, si sentimos el imperio de la hora». Es decir, que su insatisfacción ante la retórica del siglo XIX le había impuesto la búsqueda de un estilo nuevo, más de acuerdo con el presente histórico; pero tal búsqueda, que lo había llevado por caminos de estilización y poetización cuando la materia de que trataba era, en efecto, estilizable y poetizable, iba a cambiar de signo al enfrentarse Valle-Inclán en forma resuelta con los temas del presente (como puede verse en Luces de bohemia).

Estilísticamente, ideológicamente, Valle se apartaba de la tradición española tal como había sido interpretada a lo largo del siglo XIX. Sus actitudes arcaizantes eran gestos de evasión, no hacia el pasado, sino hacia un mundo poético imaginario. Pero a Valle, en 1921, le han pasado muchas cosas. La guerra de 1914-1918, en particular, y algunos gravísimos acontecimientos de la política española, como la huelga general de 1917, parecen haber obligado al escritor a una toma de conciencia del presente. La literatura no será ya la fuente y la inspiración de sus textos; dejará de hacer «literatura de literatura», «literatura de segundo grado», y al ocurrir tal cosa se enfrentará con realidades concretas, urbanas o rurales, difícilmente poetizables. Desde luego no desaparecerá la estilización, pero adquirirá otra función, otro sentido. Recordemos que en España cundía el malestar social y político, y que, en una u otra forma, era casi imposible no tomar partido, incluso para un hombre tan altivo como Valle.   —101→   De esa posición cada vez más política, más partidista, en sentido general, no específico, quedan huellas en Los cuernos: el conjunto es un ataque a la cerrazón tradicionalista, a la mentalidad estrecha que tiene raíces en el Siglo de Oro, e incluso, si se quiere, una crítica de las «fuerzas armadas», junto con una alusión antiprusiana: «jactanciosa como si hubiese pasado bajo los bigotes del Kaiser», dice de la literatura de los romances de ciegos.

Quizá la mejor manera de entender las tres versiones (títeres, esperpento, romance) que componen lo esencial de la obra sería comparándolas con un ejercicio literario similar: los «Exercices de style» de Raymond Queneau. Allí también un solo hecho es narrado en variedad de maneras, con estilos diversos, desde ángulos distintos, que lo deforman y transforman. La diferencia consistiría en que el relato inicial de Queneau pretende ser escuetamente objetivo, real, verídico, mientras que el relato central de Valle, el esperpento propiamente dicho, es ya un relato deformado estilísticamente. Cualquier definición del esperpento, la de Nora, por ejemplo, nos servirá para comprenderlo. «Desde 1919 (año en que aparece «La pipa de kif») -escribe Eugenio de Nora- o acaso antes, Valle-Inclán acelera su evolución hacia lo que poco más tarde ha de bautizar con el extraño mote de «esperpento». La palabra (originariamente «persona o cosa ridícula y extravagante», o también «disparate o desatino») adquiere en Valle una significación literaria muy precisa: esperpento es la obra realizada mediante «una estilización que deforma y rebaja sistemáticamente la realidad» («La novela española contemporánea.», I, pág. 76). Hoy -no cabe dudarlo- nos interesa mucho más el Valle-Inclán de los esperpentos que el de las «Sonatas». Como ha escrito Guillermo de Torre, «en la valoración definitiva de la obra valleinclanesca el esteticismo armonioso, melódico, pero insalvablemente gratuito, del ciclo que inicia «Femeninas», retrocede, mientras cobra prioridad la estilización   —102→   grotesco del «esperpento» y la reconstrucción histórico-satírica de «La corte de los milagros». El amable impresionismo modernista desaparece y surge vigorosamente un expresionismo sarcástico de rasgos tan buidos y complejos como los de pocos otros novelistas en la primera mitad de este siglo» (La difícil universalidad española, págs. 114-115).

Pues bien: el Valle-Inclán de los esperpentos, a pesar de su teórica superioridad, indiferencia o ataraxia frente al mundo, es un escritor que «participa» de la realidad por él descrita, que «se acerca» a las cosas, aunque sólo sea para deformarlas. En su juventud, en 1902, había escrito: «Ya dentro de mi alma, rosa obstinada, me río de todo lo divino y lo humano y no creo más que en la belleza...» La risa se convierte finalmente, en la época de los esperpentos, en una mueca. Por más que trate de ocultarlo, Valle se siente vagamente solidario de la España tradicional y contemporánea que hace objeto de sus amargas burlas y sus tenaces distorsiones. Don Estrafalario, su portavoz, afirma: «Reservamos nuestras burlas para aquello que nos es semejante.» Los personajes de «Los cuernos» son a la vez hombres y mujeres -débiles, ignorantes, alucinados- y atroces muñecos movidos por ideas abstractas, por impulsos externos. El estilo, exasperado, en tensión constante, adquiere cierto barroquismo moderno de arrabal pobretón: es la versión moderna del Quevedo amargo y furioso. Y ciertamente el esperpento cabe en una definición ahistórica, general, del estilo barroco, como la que da Borges: «Yo diría que barroco es aquel estilo que de liberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura.» (Pról. «Hist. Univ. de la Infamia», «OC», página 9).

El honor, el honor tradicional, parece decirnos Valle en «Los cuernos», es una idea abstracta, externa a la realidad humana de cada día; lo que existen son hombres y mujeres en situaciones concretas. La abstracción se impone a   —103→   ellos, llega a ellos con toda la fuerza de la cultura, con todo el prestigio de la tradición y al subyugarlos los aplasta, los deshumaniza, los convierte en muñecos de trapo, más absurdos e irreales en el esperpento que los títeres del prólogo. Pero, evidentemente, para llevar a cabo una distorsión tan completa, tan a fondo, hay que acercarse a los objetos o las personas que van a ser transformados. La idealización puede llevarse a cabo mediante una técnica de alejamiento, de difuminación, de luces pálidas y contornos borrosos; la distorsión exige mano firme, mano de cirujano que no tema mancharse de sangre, luz cruda y muy intensa, violencia implacable al tironear y reajustar los datos concretos de la realidad. Si bien es cierto que hay estilización en el Valle maduro como la hay en el primer Valle, también parece exacto que el cambio de intención de tal estilización exigía un cuerpo a cuerpo con la realidad que para Valle debió ser algo nuevo, y en cierta forma inquietante. De la superioridad debió pasar al desprecio, y del desprecio a la agresión. Su temperamento valeroso, audaz, le daba fuerzas para enfrentarse con temas intrínsecamente espinosos, uno de ellos viejo pero en parte vigente, como era el honor conyugal y la venganza del marido burlado, otro de candente actualidad, la sátira de las fuerzas armadas. Pero para Valle, estilista ante todo, un cambio de estilo debió de presentarle un problema mucho más grave.

De ahí la complejidad de la obra: en forma consciente o -lo que es más probable- inconsciente, el escritor al ofrecernos su nuevo estilo lo comenta, lo explica, lo justifica, en forma a la vez teórica y práctica. Empieza por incluirse a sí mismo en la obra, bajo la máscara de don Estrafalario, a la manera de Velázquez en las «Meninas», aunque en forma más turbia (no acabamos de tomar en serio a un personaje con tan extraño nombre; es como si el pudor y la timidez que, lo sabemos, existían en él recubiertos por el disfraz del Valle «oficial», el de las anécdotas,   —104→   le impidieran presentarse ante nosotros en forma directa). Justifica después, en el epílogo, un posible fracaso de sus experimentos esperpénticos ante el gran público: el país no está preparado para tal punto de vista; los intelectuales como él se hacen sospechosos, acaban en la cárcel. Pero, sobre todo, se acerca a su tema, el esperpento desrealizador, en forma oblicua, dando un rodeo, colocándolo después de una «farsa» (los títeres) y antes de una «parodia melodramática» (el romance de ciegos).

Con esta multiplicidad de planos y de estilos, con esta «tríada» de farsa-esperpento-parodia, Valle-Inclán consigue, creemos, dos resultados de considerable importancia. El primero sería lograr subrayar y realzar el estilo esperpéntico como tal, lo cual desde luego interesa a Valle en grado sumo. El segundo consiste en hacer resaltar el papel simbólico, ideológico, ontológico si se quiere, de la «realidad» descrita en el esperpento que narra las desventuras conyugales de don Friolera. Ambos resultados son un efecto del contraste entre las tres versiones distintas que el autor nos ofrece, una tras otra.

En cuanto al contraste entre los tres estilos, hace patente que la única parte artística, trabajada, plenamente expresiva, es la del esperpento. La farsa es demasiado breve, insustancial, ingenua y descuidada; el romance tiene todos los defectos y vicios de la peor poesía lírica del siglo pasado: exageración, truculencia, adjetivos manidos, frases hechas: es una obra semipopular, semiculta, con pretensiones y sin mérito; es, en efecto, una verdadera parodia, con todos los rasgos cómicos que tal cosa implica, y por tanto no sólo no podemos tomarla en serio, sino que con su presencia hace resaltar el mérito del esperpento.

La «estrategia estilística» de Valle al rodear su esperpento de obritas de calidad literaria decididamente inferior parece, pues, a la vez lógica y afortunada. En cuanto   —105→   al aspecto ideológico y ontológico de esta yuxtaposición, a que nos hemos referidos antes, el problema resulta un poco más delicado. Valle no era filósofo. Quizá intuyó vagamente las ventajas que se obtienen al rodear un texto no realista de textos más irreales y fantásticos todavía. En todo caso, para él, el esperpento traducía una realidad: «El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.» («Obras completas», I, 939). Pero el esperpento traducía esta realidad española en forma que, a primera vista, para un público no preparado, podía parecer demasiado irreal, demasiado fantástica para que se la tomara en serio. Para que la nueva forma adquiriera todo su vigor, para que el lector comprendiera que, a pesar de las distorsiones, se hallaba en presencia de un retrato verdadero, era preciso situarla frente a formas claramente literarias, no sólo más débiles estilísticamente, sino más desligadas de todo contacto con la «realidad»: rodearla de «títeres» y de «parodias». La lógica interna de esta confrontación, si bien oculta, parece ineludible; tenemos dos versiones «débiles» y en cierta forma increíbles -y deformadas e imperfectas- de un hecho «real», narrado con todo lujo de detalles en el relato esperpéntico; las versiones de los títeres y del romance «garantizan», por su carácter de interpretación imperfecta e insuficiente, la autenticidad de los hechos narrados en el esperpento, lo mismo que un rumor absurdo viene a respaldar una noticia, en principio no totalmente verosímil, pero cuya autenticidad se impone a nosotros al ir precedida por el rumor que prepara nuestra atención y al ser dada la noticia con todo lujo de detalles y de conexiones lógicas de que el rumor carecía.

Los héroes clásicos deformados en los espejos cóncavos dan el esperpento. Pero la deformación impuesta a los elementos -visuales, ideológicos, de lenguaje- por el Valle-Inclán maduro no es sino la traducción artística de una realidad española que el escritor ve como empobrecida   —106→   y deformada, y por tanto, el escritor quiere que su caricatura no sea aceptada como tal, sino como verdadero retrato; o, mejor dicho, insiste en que el esperpento no es una caricatura, sino un retrato auténtico. En «Los cuernos», la deformación simbólica y grotesca nos llega rodeada de versiones menos vigorosas y más «blandas», estilísticamente e ideológicamente, como si el autor hubiera envuelto la parte central de la obra, el esperpento, en un paquete protector, y provisto de explicaciones críticas acerca de la importancia y el uso del esperpento. Irónicamente, los dos intelectuales no analizan ni aplauden la versión esperpéntica de los hechos; hablan de la función de títeres y del romance de ciegos. Posiblemente hay para ello dos motivos: a Valle le resultaba difícil y embarazoso hacer que dos personajes que expresaban su punto de vista dieran su opinión sobre la parte del libro que de veras le interesaba, la única parte importante y original en sí. Y además no olvidemos que los dos pintorescos vascos del prólogo y el epílogo «hablan de literatura», hacen crítica literaria e ideológica al referirse a la función de títeres y al romance de ciegos, y precisamente el esperpento aparece, por contraste, como «no literatura», realidad, que hay que aceptar sin comentarios: la realidad «es», sin estilo ni estructura que se puedan juzgar estéticamente.

Así, pues, al iniciar la época de plenitud de su segundo estilo, Valle-Inclán responde en forma más o menos consciente a los problemas planteados por su nueva actitud, su nueva solidaridad con el mundo que le rodea, y para dejarnos un testimonio de sus preocupaciones teóricas -y un toque de atención que nos obligue a fijarnos en la «realidad» y el «realismo» de las deformaciones esperpénticas- nos deja, en «Los cuernos de don Friolera», la obra más complicada y difícil (junto con «Tirano Banderas») de toda su larga carrera literaria. Obra que en su dramatismo, su confusión de planos que se entrecruzan,   —107→   y su tono grotesco y paródico, nos da una imagen fiel no sólo de aquellos años de la vida española, sino de todo el siglo XX, tan grotesco y dramático, tan confuso y oscilante. Guillermo de Torre así lo ha visto: «Ya -durante la segunda y definitiva etapa de su obra- refleja o presagia una realidad dramática, un universo absurdo de sobrecogedor parecido con el que sobrevendría poco después. «La realidad ha dado en parecer se extrañamente a mis novelas» pudiera haber dicho Valle-Inclán, con no menos fundamento, si bien con otros matices, que André Malraux hacia 1940.» («Ob. cit.», pág. 114). Valle-Inclán, el más arcaizante de todos los miembros de su generación, pasa -en intensa, dramática evolución, de la cual «Los cuernos de don Friolera» es un hito memorable- a convertirse en el más actual, el más vigorosamente y desgarradoramente moderno, el más claro anunciador de los caminos angustiados que hoy recorremos.



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ArribaAbajoActualidad de «Tirano Banderas»

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«Su lengua -ha escrito de Valle-Inclán, en Castillo de quema, Juan Ramón Jiménez- fue llama, martillo, yema y cincel de lo ignoto, todo revuelto... Una lengua suprema, hecha hombre, un hombre hecho con su lengua, habla, fabla. Era el primer fablistán de España, e intentó, en su obra de madurez sobre todo, una jerga total española que expresara la suma de giros y modismos de las regiones más agudas y agrias de España (con hispanoamericanismos también, de los países americanos que él conocía o adivinaba, no en los libros, sino en el roce humano...)» Hoy, a un siglo del nacimiento de Valle-Inclán, a 40 años de la publicación de Tirano Banderas, sigue interesándonos su lengua, su estilo. Pero comprendemos, cada vez con mayor claridad, que únicamente siguen vivas, actuales, fecundas, las obras del Valle-Inclán maduro, en las que -a partir, aproximadamente, de 1920- su voluntad de estilo queda canalizada por una conciencia crítica. Es el Valle-Inclán ácido, amargo, demoledor, el que hoy nos interesa y nos conmueve: el caricaturista implacable de los esperpentos, el Quevedo moderno del Ruedo ibérico, el estilista deshumanizador, acre, sombrío, de Tirano Banderas.

Nos formulamos ahora una doble pregunta: ¿Cómo pudo ocurrir un cambio tan radical en la visión del mundo en un escritor ya maduro, ya hecho, como era Valle-Inclán hacia 1920? Y también, ¿en qué sentido influyó este   —112→   cambio para hacer de sus obras últimas, las escritas a partir de 1920, y en particular de Tirano Banderas, obras que aún pueden incitar y servir de ejemplo a los novelistas de nuestro tiempo?

La respuesta a la primera pregunta dista mucho de ser obvia. Valle-Inclán hizo algo peor que olvidarse de escribir sus memorias; dejó tras sí una nube de anécdotas -y a las auténticas se han añadido las apócrifas- que enmascara su verdadera personalidad. Es difícil, con frecuencia, descubrir la verdadera personalidad de un actor. Y Valle-Inclán, en público, era un actor constante, representaba su papel, se representaba a sí mismo (tal como creía que los otros deseaban verlo) y, por si ello fuera poco, sobreactuaba. Parece, sin embargo, inevitable postular que se produjo en él un cambio profundo a lo largo de los años de la primera guerra mundial: cambio ante los problemas del pasado y del presente de la sociedad española. Y que este cambio de actitud, en sentido cada vez más negativo y sombrío, reforzado por los vientos de fronda que corrían por la literatura en aquellos años -y que se llamaban Ramón Gómez de la Serna, ultraísmo, y, fuera de España, dadaísmo, expresionismo, etc.- determinó en él un cambio de estilo y una nueva postura frente a la sociedad. De la poetización y estilización de la «realidad», vista siempre, por lo menos en parte, a través del prisma de otros autores, «literatura de literatura», en Femeninas o en Sonata de estío, a la estilización caricatural, grotesca, encaminada a degradar los mitos culturales hispánicos, a desenmascarar la historia y la sociedad de su país, en Los cuernos de Don Friolera, Tirano Banderas y El ruedo ibérico: pirueta o salto mortal -más lo segundo que lo primero-, cambio decisivo y profundo, verdadera explosión interna en Valle-Inclán. Para explicarla recurramos a una hipótesis: la acción conjunta, en un momento determinado -en años determinados- de tres factores: la personalidad del escritor, la situación histórico-social de España,   —113→   y, finalmente, las corrientes ideológicas artísticas internacionales. De los tres, el más difícil de definir y calibrar sigue siendo el primero. La máscara espectacular y truculenta de don Ramón del Valle-Inclán, el gran personaje de barbas de chivo, sigue hoy todavía recubriendo y ahogando al hombre de carne y hueso cuyo verdadero nombre era Ramón del Valle y Peña. Con razón Manuel Azaña, que lo conoció bien, lo describió como un «hombre dulce e infantil, huidizo y modesto... que vive secretamente aherrojado por el personaje fabuloso de Valle-Inclán». Gómez de la Serna lo definía como «la mejor máscara a pie que paseaba, todo el año, la calle de Alcalá». Para Ramón J. Sender -que en Examen de ingenios ha definido y criticado, de modo más bien subjetivo y áspero, a diversas personalidades de la generación de Valle- este último era el más sencillo, cortés y afable de todos sus compañeros de generación. En la novela-clave de Ramón Pérez de Ayala, Troteras y danzaderas, encontramos una interesante y valiosa apreciación, aplicada al personaje Monte Valdés, que representa a Valle-Inclán: «... entonó su vida conforme a una pauta de orgullo, mordacidad y extravagancia, que todos tres eran los tres ángulos de su defensa contra burlas, insidias y rutinas ambientes». El Valle-Inclán íntimo podía ser tierno o brusco, dulce o malhumorado, según las circunstancias. Fue, con toda probabilidad, un «falso tímido», un tímido a medias, resuelto a proteger su intimidad mediante un elaborado andamiaje externo que lo impelía a veces a excesos de audacia, a desplantes agresivos. Fue también, sin duda, un artista plenamente consciente de su valor y probablemente amargado al comprobar que el aplauso que la sociedad le otorgaba no coincidía con el que él creía merecer. Baroja era más leído, Unamuno más escuchado, Azorín conseguía más fácilmente la aprobación de los poderes públicos. Por los años en que D'Annunzio llegaba a la cumbre de su popularidad y se convertía en «monumento nacional»,   —114→   Valle-Inclán vivía todavía en un cuchitril y tenía que pedir anticipos a sus editores para no morirse de hambre. Las leyendas tejidas en torno a su vida encubren casi siempre una realidad difícil, dolorosa. Así ocurre desde el principio, desde, por ejemplo, su famoso primer viaje a México. En un breve texto «autobiográfico publicado en 1903 en Alma Española afirma haber sido allí «converso en un monasterio de cartujos y soldado en tierras de la Nueva España»; más adelante se concede un ascenso: había llegado a ser nada menos que Coronel general de los ejércitos de Tierra Caliente. Piadosas mentiras que ocultaban unos años de estrecheces, por no decir de miseria: después de las pacientes investigaciones de William L. Fichter (Publicaciones periodísticas de don Ramón del Valle-Inclán anteriores a 1895, El Colegio de México, 1952) sabemos que nuestro autor hubo de trabajar como reportero de segunda clase, escribiendo crónicas noticiosas y reimprimiendo cuentos ya publicados en España en un diario de la capital; no llamó la atención, no consiguió abrirse paso, y su visita a México (1892-93) debió dejar le un sabor amargo que su posterior mitificación no llegaría a borrar del todo: un resentimiento que habrá de aflorar, no en la Sonata de Estío, impregnada todavía de efluvios poéticos, de sensualismo tropical, sino, precisamente, en Tirano Banderas. Como si Valle-Inclán hubiese escindido su experiencia mexicana en dos mitades: una parte susceptible de idealización, y otra, digna de sátira y caricatura, que habría de dormir largos años en la memoria del escritor en espera de la transformación artística que, al hacer posibles los esperpentos, le permitiría aprovechar los materiales negativos acumulados en el recuerdo. De la experiencia mexicana -del aspecto negativo de esta experiencia- salen también ciertos personajes del esperpento La hija del capitán, de La cabeza del Bautista, de El ruedo ibérico. Poco a poco, Valle-Inclán profundiza, aquilata, subraya: lo que empezó por ser un doloroso fracaso   —115→   se convierte en fuente de creación. Él solía decir que el motivo principal que lo impulsó a viajar a México era, simplemente, «porque se escribe con x». Y Valle acabaría, a la larga, por resolver -artísticamente, no matemáticamente- la incógnita que aquella x implicaba.

Así, pues, al llegar los años decisivos que preceden la creación del esperpento -y de Tirano Banderas- nos encontramos con un Valle-Inclán acosado por pequeños y grandes problemas personales: escasez de dinero, dificultades familiares y sentimentales, enfermedades crónicas, sensación íntima de injusticia debida a un -relativo- fracaso frente al público. Valle se parece al ingenioso hidalgo de Cervantes: como él, se crea una personalidad, lucha constantemente por mantenerla frente a la indiferencia o la hostilidad de los demás; como Don Quijote hacia el final de la novela, Valle-Inclán se siente, en sus años maduros, cansado de la lucha constante que el mantener su personalidad -a base de pequeñas y grandes mentiras, de energía, de ilusiones sin cesar renovadas, sin cesar destruidas, siempre vulnerables, siempre en peligro de derribarlo todo al frustrarse- le obliga a librar día tras día. Como actor de su propia obra de teatro, como héroe de la tragedia personal que se va inventando a lo largo de su vida, Valle no puede tomarse ni un solo día de descanso. El cansancio personal debió proyectarse hacia lo colectivo y nacional, y Valle, sin duda, debió de atribuir a ciertos defectos de la vida española -defectos existentes, y bien visibles por cierto, pero que, en aquellos años, algunos de sus compañeras de generación empezaban a sublimar, a «perdonar»: este es, sin duda, el caso de Azorín- parte, por lo menos, de su fracaso personal. Y reaccionó con violencia, con indignación, con rabia. Con toda   —116→   la nobleza quijotesca y un poco ciega que su personalidad, su «máscara noble», le imponía.

La irritación es un enamoramiento negativo. El hombre enamorado ve cosas que otros no ven, y que sin embargo existen. El hombre irritado ve, con mayor claridad que otros, otras cosas que también existen, que también merecen que nos fijemos en ellas. La irritación hace a Valle especialmente clarividente, le revela aspectos de la realidad española que ningún otro miembro de su generación sabe ver con la misma precisión. Le impulsa, incluso, a generalizar: no sólo sabrá precisar los defectos de España, sino que, a través de ellos a partir de ellos, podrá definir los defectos de todo el mundo hispánico. Y esto es lo que ocurre en Tirano Banderas.

Valle-Inclán, hombre público, busca a sus lectores y admiradores sin encontrarlos en cantidades suficientes, o en calidad satisfactoria. No hay que olvidar que un artista con dotes y temperamento de actor, como era él, necesita siempre un público fiel y numeroso. Es de sospechar, incluso, que Valle-Inclán compensaba con su éxito en las tertulias -y a las suyas acudían, junto con personas de auténtico valor, no pocos papanatas- la amargura de no haber logrado todavía imponerse ante un público más vasto y ante los críticos más exigentes. O, en todo caso, de no haber logrado el éxito que él creía merecer. No hay que olvidar tampoco que el artista histriónico, si es orgulloso y altivo, como lo era él, no puede jamás sentirse satisfecho: si le falta el público se siente abandonado; si el público lo aplaude, desconfía del aplauso de aquellos -la mayoría- a quienes desprecia.

Pero, además, el hecho esencial es que el escritor nunca escribe sólo, aislado, nunca puede sentirse desligado de los demás, como Robinson en su isla. Es parte de una comunidad, y tiene que expresarla, pronto o tarde. Las torres de marfil -y ello es especialmente cierto en los países de   —117→   habla española- acaban por agrietarse y hacerse inhabitables. La de Valle-Inclán se desintegra -extraña coincidencia- precisamente durante los años de la primera guerra mundial, años en que aparecen en el aparentemente sólido edificio de la colectividad española, vastas fisuras, irreparables grietas. Para todo español sensible -y Valle-Inclán lo era en grado sumo- a partir de 1916 ó 1917 la tierra tiembla, todo adquiere un carácter irreal, precario. Crisis más grave, en el fondo, que la de 1898. En la primera crisis se desmoronaban los restos de un imperio y -para los intelectuales- los falsos mitos de grandeza con que la España oficial, la de las escuelas y los libros de texto, la de los discursos y las proclamas, se venía alimentando a lo largo del siglo XIX. Pero la crisis de 1917 es mucho más honda: pone en peligro la existencia cotidiana de la nación, su equilibrio social, político y económico. Es todo un sistema de coexistencia interna, el sistema de la Restauración, el que empieza a fallar. Un sistema ideado por Cánovas, que parecía bien afianzado, útil, imprescindible.

Es preciso decirlo, aunque parezca paradójico: Valle Inclán demuestra, con su cambio de posición ocurrido entre 1917 y 1920, mucha más sensibilidad para las cuestiones sociales y políticas que sus compañeros de generación. El fracaso de la nación española en 1898, frente al cual reaccionaron tantos escritores, era en cierta forma periférico, soportable. El fracaso de la Restauración -que Valle debió intuir, ayudado por su antiborbonismo de los años de adhesión sentimental a los carlistas, y que se refleja claramente en la violencia crítica con que a partir de esos años juzga todo lo hispánico- era esencial, insalvable. Cánovas fue, por mucho que nos irrite el confesarlo, una de las tres mentes más claras de la vida política española del siglo pasado. (Las otras dos fueron Mendizábal y Prim.) Su sistema del «turno pacífico» con cambio periódico de los partidos políticos en el poder   —118→   era, en teoría, perfecto, y en la práctica no funcionó mal durante muchos años. (Señalemos de paso que cuando un país hispanoamericano amenazado por una prolongada crisis interna, como Colombia, ha querido resolver sus problemas políticos, ha tenido que recurrir a una solución similar.) En la superficie de la vida nacional se mantenía una apariencia de democracia: la democracia «se llevaba mucho» por aquellos años y permitía ciertos desahogos, ciertas críticas, especialmente en los discursos de las Cortes y en la prensa de izquierdas; todo ello contrarrestado, en la práctica, neutralizado, suprimido, por las trampas electorales y el sistema de caciques locales. A las oligarquías tradicionales, las más fuertes, la parte del león, gracias al mantenimiento del statu quo; al pueblo, la paz, la estabilidad, una creciente -pero limitadísima- prosperidad, una ración -exigua, pero con todo eficaz durante algún tiempo- de esperanza. El sistema se basaba en dos premisas: ausencia de toda crisis externa grave; y ausencia de toda crisis económica interna grave. Ambas fallaron en los años de 1917 a 1922. Nadie, ni siquiera Cánovas, podía preverlo todo. En 1898 se había producido una crisis externa, sin graves consecuencias internas; en 1917-1922, al combinarse la agitación interna -inflación, provocada por la guerra mundial; agitación obrera, huelga general- con los fracasos externos -guerra de Marruecos, desastre de Annual, responsabilidad de Alfonso XIII en dicha guerra y dicho desastre- todo el sistema empieza a descubrir su ineficacia y su senilidad. La huella más honda de este progresivo hundimiento, al final del cual encontramos la crueldad fratricida de la guerra civil española, aparece precisamente en los cambios en el estilo de Valle-Inclán, cambios que resultan milagrosos, ininteligibles, si nos empeñamos en juzgar cada una de sus obras separadamente, sin tener en cuenta el ambiente y la reacción del escritor frente al ambiente. La «estilística pura» no funciona bien en este caso (y en tantos otros).

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Tirano Banderas es fruto de la nueva estética de Valle Inclán, perfilada ya en La pipa de Kif, de 1919, estética que, a su vez, es el reflejo artístico de la nueva actitud ética del escritor, de la denuncia de las lacras y monstruosidades del mundo español -del mundo hispánico-, de la «pobretería y locura» de tantos pueblos de habla española. El viaje de Valle-Inclán a México en 1921, invitado por Obregón, repristina sus recuerdos -lingüísticos, de paisaje, de ambiente- adquiridos en su primera visita al país y contribuye, además, a darle una actitud de hostilidad -motivada, sin duda, por incidentes personales- frente a la presencia de diplomáticos españoles y comerciantes gachupines en México. Melchor Fernández Almagro señala que «se indispuso Valle-Inclán durante su estancia en México con la colonia española, en la que figuraban terratenientes perjudicados por la Reforma Agraria. En cien millones de pesos se cifraba, poco más o menos, la cantidad reclamada por aquéllos a título de indemnización. «No debe pasar de seis millones», objetaba Valle-Inclán en conversaciones públicas o privadas, según su cálculo personalísimo. El Presidente Obregón le dedicó su libro Ocho mil kilómetros de campaña, que serviría a Valle-Inclán en adelante para documentar de algún modo sus apologías del México revolucionario. También le dio Obregón su retrato, que Valle-Inclán, vuelto ya a España -diciembre de 1921- no dudó en colocar con los de don Carlos y don Jaime (los pretendientes carlistas al trono de España) en el Valhalla de la consola de su salón» (Vida y literatura de Valle-Inclán, 2.ª ed., pág. 197).

La evolución política de Valle-Inclán se aceleraba. Su antiguo carlismo, postura más bien sentimental y romántica, de gentilhombre provinciano, rebelde, excéntrico, y amigo de causas perdidas, lo había hecho antiborbónico; la guerra de 1914, durante la cual fue, como es bien sabido, violentamente francófilo, mientras que el ejército español -y casi todos los conservadores- apoyaba al   —120→   Kaiser, le hizo odiar al ejército y a la burguesía de las ciudades, y poco después de estallar la revolución rusa afirmaba, según cita de Fernández Almagro: «En el siglo XIX, la Historia de España la pudo escribir don Carlos; en el siglo XX, la Historia del mundo la está escribiendo Lenin» (Op. cit., pág. 196).

Tirano Banderas se publica a fines de 1926, y su aparición señala un momento de importancia no solamente para la novela española, sino también para la novela hispanoamericana. Existe en esta obra una decidida voluntad de síntesis, como el autor declara en carta a Alfonso Reyes: «Una síntesis el héroe, y el lenguaje una suma de modismos americanos de todos los países de lengua española, desde el modo lépero al modo gaucho. La República de Santa Trinidad de Tierra Firme es un país imaginario» (Cit. por G. de Torre, La difícil universalidad española, pág. 158).

Y precisamente por ello nos encontramos en el polo opuesto a la actitud localista, costumbrista, que había inspirado la novela hispanoamericana -y la española- durante tantos años. Estamos ante un mundo recreado artísticamente, y en el plano lingüístico, a partir de multitud de fragmentos: el tirano Santos Banderas, por ejemplo, centro y eje de la novela, es un personaje inspirado por rasgos de varios dictadores: el doctor Francia, Melgarejo, López, don Porfirio; por otra parte, su muerte, precedida por la de su hija, apuñalada por él para que no la gocen sus enemigos, está claramente inspirada por las crónicas que narran la muerte del español Lope de Aguirre, el llamado «tirano Aguirre» en la época de la conquista. Emma Susana Speratti Piñero ha señalado otra curiosa fuente de un fragmento breve de la obra de Valle-Inclán en un cuento del Dr. Atl (Véase «Las fuentes y su aprovechamiento», en La elaboración artística en Tirano Banderas, págs. 12 y sigs.). En el caso del cuento del Dr. Atl, como   —121→   en el de las crónicas coloniales utilizadas por Valle, no se trata de plagio, sino de introducir en la obra una especie de «collage», con elementos claramente distinguibles, utilizados para una composición a la vez decorativa y de sabor auténtico. El «collage» es uno de los procedimientos favoritos del cubismo, y la estética de Valle, por aquellos años, se ha impregnado de actitudes cubistas.

Resumamos brevemente lo que la novela de Valle-Inclán introduce en el mundo de las letras hispánicas: un lenguaje en cierto modo «inventado», sincrético; situaciones satíricas extremas, grotescas, trágicas, en enlace apretado; descripciones inspiradas frecuentemente por técnicas y movimientos modernos -el cine, la pintura cubista, los grabados de Posada-; acción proyectada sobre varios planos; personajes vistos en acción, definidos por sus actos y por el diálogo, con un mínimo de reflexión y de monólogo interior (con la única excepción del interesante monólogo interior del embajador de España); dislocación en la secuencia temporal. En cuanto al lenguaje de la novela, los estudios -tan cuidadosos y detallados- de E. S. Speratti han subrayado la preponderancia de mexicanismos, cosa bien natural dada la experiencia mexicana del autor: «Sobre unos cien vocablos y giros de uso americano muy extendido... y otros limitados a dos o más países... alrededor de cincuenta son corrientes en México. De los que pueden señalarse como particulares de una región, unos cincuenta son mexicanos, siete son exclusivos de Chile y de las regiones limítrofes, y de los ocho que podrían representar a la Argentina, sólo cuatro le pertenecen rigurosamente. El vocabulario empleado por Valle-Inclán tiene, pues, una alta proporción de mexicanismos, pero la hábil trabazón de voces y frases, y la no menos hábil selección de formas agudamente caracterizantes en lo que respecta a las regiones menos representadas en este aspecto, es lo que provoca en el lector la vigorosa impresión de síntesis» (Op. cit., pág. 113). La voluntad   —122→   de síntesis es constante. Así por ejemplo, al principio del Libro Segundo («El Circo Harris», IV) los dos periodistas emplean el voseo, hablan de la necesidad de ganarse «los frijoles», aparece un cholo, y se bebe -o mejor dicho «se sopla»- chicha. La República de Santa Fe de Tierra Firme es cifra y resumen de todo un continente de habla española. Esta ambición generalizadora, sintetizadora, de Valle no dejó de suscitar resistencias por parte de algunos lectores: Guillermo de Torre recuerda las reservas con que fue acogida la novela de Valle-Inclán por algunos hispanoamericanos: «Precisamente, un venezolano en Madrid, Blanco-Fombona, escribió entonces que Valle-Inclán había creado con Tirano Banderas una «América de pandereta». El caso es que todavía hoy parece existir en el continente de América una marcada resistencia a considerar Tirano Banderas como una «novela americana». Novela americanista total -podríamos resumir-, no americana de este país o del otro, y de primer orden, es Tirano Banderas. Ha influido y creado prole a los dos lados del Atlántico. Sin ella no existirían novelas como El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias, y La catira, de Camilo José Cela» (La difícil universalidad española, págs., 157-158).

Más aún: la sátira de Valle-Inclán es total; se dirige contra el tirano, contra la arcaica estructura social de Hispanoamérica, los militares fantoches, los explotadores del indio, y también contra Pereda, el español prestamista, don Celes, y los otros tipos estrafalarios de la colonia española, sin olvidar al inefable Embajador de España, el afeminado barón de Benicarlés. «España podrá valer mucho -declara uno de los personajes de la novela- pero las muestras que acá nos remite son bien chingadas.» Y el propio Tirano Banderas refiriéndose al barón de Benicarlés: «Por veces nos llegan puros atorrantes representando a la Madre Patria.» Si la generación del 98 había comenzado por criticar la abulia, la estrechez y la intolerancia   —123→   de la sociedad española, la novela de Valle-Inclán, «el hijo pródigo del 98», como le definía certeramente Pedro Salinas, aplica esta amarga actitud crítica a todo lo hispánico; no se salva nada ni nadie. El pesimismo de Baroja en El árbol de la ciencia -para no dar más que un ejemplo- lo inspiraba el estado de la sociedad española; el de Valle-Inclán en Tirano Banderas, la vida hispánica en su totalidad. Valle, que llega con retraso a la posición crítica típica de su generación, adopta, quizá como compensación a su tardanza, una posición mucho más radical e inclusiva. (Uno de los «herederos» de este aspecto de Valle es, probablemente, Francisco Ayala, que en Muertes de perro nos ha dado su visión satírica y amarga de la realidad americana.)

Pero la modernidad de Tirano Banderas reside, más que en la actitud crítica, en el estilo y en la dislocación temporal. En cuanto al estilo, domina la sobriedad, la economía, sin excluir las disonancias, las estridencias, las dislocaciones, los efectos de sorpresa. Frases breves, tersas; grandes vistas panorámicas, bruscamente desarticuladas, que recuerdan los montajes cinematográficos y los «collages» cubistas: «Cachizas de faroles, gritos, manos en alto, caras ensangrentadas. Convulsión de luces apagándose. Rotura de la pista en ángulos. Visión cubista del Circo Harris» (Libro Segundo, V). Y también: «La ciudad, pueril ajedrezado de blancas y rosadas azoteas...» «Conforme adelantaba el día, los rayos del sol, metiéndose por las altas rejas, sesgaban y triangulaban la cuadra del calabozo... La luz triangulada del calabozo realzaba en un módulo moderno y cubista la actitud macilenta de las figuras» (Ibid., 1203). Y es que Valle, que en la primera mitad de su obra es ante todo un «modernista arcaizante», según la definición de Guillermo de Torre, ha remozado su estilo -a partir, aproximadamente, de 1919- y en los esperpentos ha llegado a un «estilo de acotación teatral» -la frase es de Pedro Salinas- mucho   —124→   más concentrado y sobrio, mucho más de acuerdo -en su frialdad, su objetividad, su violencia, sus rasgos caricaturales- con las posiciones estéticas de nuestro tiempo, más amigo de la sátira, de lo grotesco, de la destrucción de los mitos, que de la armonía, lo noble, la creación de ideales y mitos. Estilo impresionista, estilo sobrio, en el que con frecuencia predominan las oraciones nominales: «Sobre el resplandor de las aceras, gritos de vendedores ambulantes: Zig-zag de nubios limpiabotas: Bandejas tintineantes, que portan en alto los mozos de los bares americanos: Vistosa ondulación de niñas mulatas...» Los inventarios de visiones parciales se suceden, rápidos, y E. S. Speratti está en lo justo al señalar que «la oración nominal actúa con valor parecido al del "puntillismo"» (p. 79); es decir, Valle señala y subraya aspectos parciales de la realidad, puntos, manchas, objetos, movimientos; hay que tomar perspectiva para que las cosas, los actos, adquieran sentido; si nos acercamos demasiado nos sumimos en el caos. El puntillismo de Valle se parece más a ciertos cuadros de Van Gogh que a las serenas superficies de Seurat; hay en Valle una explosión tropical, expresionista, violenta; y con frecuencia son las cosas las que dominan el cuadro, no las personas; cosas que aluden a personas, que las representan, pero que de todos modos nos son presentadas en forma que sugiere, por lo menos, una «cosificación» del ambiente:

«Al cruzar el claustro [Tirano Banderas], un grupo de uniformes que choteaba en el fondo, guardó repentino silencio» (pág. 56); «... la patrulla de fusiles desaparecía con los dos prisioneros» (pág. 141). «Valle Inclán pudo hablar de un grupo de oficiales o de una patrulla de soldados armados con fusiles. Pero prefirió destacar los uniformes y las armas porque con ellos evoca una impresión de vaciedad, de no haber personas. Para Valle, y a través de él para el lector, la idea de que en un ambiente tiranizado   —125→   la sumisión anula al hombre resulta así intensa.» (Speratti, pág. 78).

Quizá el resultado más obvio de un estilo como el de Valle en Tirano Banderas sea, sin embargo, para el lector medio o poco preparado, casi enteramente negativo. Debido a lo rico y raro del vocabulario, a los giros locales, al impresionismo de la frase, y a la estructura complicada de la novela, nos hallamos ante un libro plenamente accesible a pocos. Piénsese en lo que podía entender el lector medio español, el madrileño semiculto, en 1926. El léxico de la novela presenta dificultades tales que resultan casi insuperables, no solamente para un español, sino también para un hispanoamericano, incluso -el caso más favorable- un mexicano. Tirano Banderas es probablemente la novela más difícil de toda la literatura española moderna. El que no haya intentado su estudio en clase, el que no haya tratado de contestar a las innumerables preguntas de estudiantes abrumados por los pasajes ininteligibles, por los substantivos desconocidos, por la marcha, en apariencia caprichosa o absurda, de la acción, no puede darse plena cuenta de los obstáculos que representa la lectura de Tirano Banderas. Ciertamente su autor no podía contar con esta novela para conquistar a un público reacio. Se dirigía, una vez más, a las minorías, y esta vez a minorías muy selectas, muy exiguas. Y sin embargo su mensaje no podía ser más urgente, más angustiado: «Tirano Banderas no es una «americanada». Tirano Banderas es la interpretación en América de un problema español: la presencia repetida e insistente del Espadón que se opone al buen deseo democrático. No porque sí Valle ha ido a espigar por las viejas crónicas que narran las aventuras de Lope de Aguirre, primer tirano de América, o se ha detenido en relatos que ilustran el mal endémico de la revolución finalmente sojuzgada por los propios militares que la dirigieron. Tampoco porque sí es ese ondular por los caminos de la historia del Nuevo Mundo, ni el esfuerzo   —126→   por sintetizar en un punto geográfico inexistente una existencia real y hereditaria. Lo que Valle expuso como tesis de carácter naturalista... y desarrolló con un arte peculiar de gran escritor y hombre dolorido profundamente, es su visión de la América española condenada a padecer el mal que sus conquistadores le inocularon y por el cual puede llegar, como España, al anquilosamiento moral y a la muerte» (Speratti, 128). Valle escribe como escribe en esta novela porque es, ante todo, un gran artista exasperado. Y lo que le irrita y angustia es ver copiadas, incluso aumentadas a veces, en Hispanoamérica, las lacras españolas. Y el no encontrar la salida: «Toda nuestra historia en lo que va de siglo es un albur de espada. Un albur o un barato», dirá un personaje de Baza de espadas, su última novela, en la que vuelve, como obsesivamente, al problema del militarismo, del fracaso y la frustración de la voluntad del pueblo. En su última etapa Valle es a la vez un moralista y un esteta. El arte del moralista puede quedar demasiado cerca del sermoneo; el del esteta no suele hablar al corazón; pero cuando Valle reúne las cualidades del moralista a las del esteta, nos da un arte estéticamente perfecto que, además, nos ofrece un mensaje moral grave, profundo, humanamente sentido, que reconocemos como válido y urgente. La novela de Valle queda, en cierto modo, abierta al final: muere el tirano, pero no queda claro lo que va a ocurrir después. La historia -nuestra historia, la de España y de Hispano américa, la de todo el mundo moderno- nos ofrece tantas incertidumbres, tantas promesas y tantas angustias como el final abierto de la novela de Valle-Inclán.

Valle siempre se interesó por las tierras de América. Era justo que a su vez los países del continente se interesaran por Valle. De tierras americanas han salido algunos de   —127→   los más valiosos libros sobre Valle. El libro de Alonso Zamora Vicente sobre las Sonatas se elaboró en el Instituto de Filología Románica de la Universidad de Buenos Aires. En el Colegio de México se editó el ejemplar estudio de E. S. Speratti sobre Tirano Banderas. (Véase, con fecha más reciente, y de la misma autora, su no menos excelente De la Sonata de Otoño al esperpento, Londres, Támesis, 1968). Y de las tierras americanas al norte del Río Bravo nos llega más cosecha: Emilio González López ha cuajado muchos años de inteligente esfuerzo en su El arte dramático de Valle-Inclán, del decadentismo al expresionismo (N. Y., Las Américas, 1967); José Rubia Barcia elaboró su pionera bibliografía e iconografía en Los Angeles y la publicó en Berkeley en 1960; Anthony Zahareas, con la ayuda de Rodolfo Cardona y Sumner Greenfield, lanzó en Nueva York (Las Américas 1968) su monumental y macizo libro (856 p.) antológico, R. del V. - I., An Appraisal of his Life and Works con textos procedentes de dos continentes; Ricardo Gullón editó (con su acostumbrada maestría) Valle-Inclán Centennial Studies en Austin (U. of Texas) y en 1968. La cosecha continúa; es justo que así sea, justo homenaje al más americano de los españoles.



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