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ArribaAbajoLibro V

La América del Norte.-Guerra contra ingleses.-Ventajas conseguidas por España.-Término de las hostilidades.-Rebelión de Tupac-Amaru



ArribaAbajoCapítulo I

La América del Norte


Colonias inglesas.-Su levantamiento y declaración de independencia. Agentes americanos en Europa.-Proyecto de España no admitido por Francia.-Tratos entre la corte de Madrid y Lisboa.-Operaciones de Ceballos.-Ajuste definitivo.-Ventajas de los americanos.-Les mira propicio el gabinete de Versalles.-Cómo pensaba el de Madrid.-Tratado entre americanos y franceses.-Principio de las hostilidades.-Disturbios pasajeros en Alemania.-La corte de Madrid agasajada por franceses e ingleses.-Opiniones contrarias de Aranda y Floridablanca.-Hace España de mediadora.-Opuestas pretensiones de Francia e Inglaterra.-Cómo procura España conciliarlas en vano.-Plan de campaña de Aranda.-Declaración de guerra.-Anulación virtual del Pacto de Familia.-Paralelo importante: 1761, 1779.-Entusiasmo de los españoles.-La sinceridad de Carlos III demostrada.-Sus miras y verdadera situación al romperse las hostilidades.

Cuando Carlos III eligió al conde de Floridablanca por ministro de Estado se ventilaba una gran cuestión allende los mares. Las colonias anglo-americanas, erigidas para dar ensanche mayor a las especulaciones mercantiles; pobladas, de resultas de las contiendas religiosas, por gentes que, víctimas de persecuciones, abandonaban la amada patria a trueque de vivir libres; prósperas y acreditando con el auge de su agricultura, el desarrollo de su industria y la animación de sn comercio los prodigios que opera el trabajo; frente a frente de los franceses hacia la parte del Canadá y de los españoles hacia la de la Florida, siempre y de antiguo miraron el poder marítimo de la metrópoli como prenda segura de la integridad de su territorio. Sobre los límites del que poseían allí los franceses rompió la guerra ya descrita, y en que junto a estos pelearon los austriacos y los españoles, y en contra los ingleses, los prusianos y los portugueses; guerra terminada al cabo de siete años con la agregación de la Florida y del Canadá a las colonias. Sin rivales estas dentro de casa, tras de adquirir en las lides el convencimiento de su fuerza, ufanas de sus privilegios más que nunca, siendo sus habitantes republicanos de espíritu y monárquicos solo de nombre, no tardaron mucho en blandir las armas contra Inglaterra, porque su Gobierno creyó justo cargar a los súbditos americanos parte de la deuda contraída durante la lucha, y ellos rehusaron tenazmente pagar tributos votados por un Parlamento donde no tenían representantes. Vanas fueron las contemplaciones sucesivas de imponer a varios géneros el derecho del timbre (1765), de abolir este impuesto, bien que salvando la autoridad de la metrópoli para dictar leyes y estatutos a las colonias (1766), de limitar el número de géneros gravados, y de reducir a lo más mínimo el derecho de entrada, y de cohonestarlo todo con la providencia de haberse de destinar sus productos a cubrir los gastos de la administración de aquellas provincias (1767). Nada bastó para aquietar los ánimos de los colonos, que hicieron cundir desde luego la agitación amenazadora, y después la resistencia pasiva, y finalmente se aventuraron a la guerra. Tanto al murmurar de los tributos como al decidirse a no comprar los géneros gravados y al arrojarse a las batallas, se apoyaron en sus derechos, se captaron las simpatías de la mayor parte de Europa, y hasta encontraron elocuentísimos defensores, como Pitt, Burke y Wilkes, en las Cámaras de Inglaterra. Por setiembre de 1774 se reunían en Filadelfia los diputados de las colonias, y creaban papel moneda, y al par tropas, y aclamaban jefe a Jorge Washington, rico plantador de la Virginia, muy idóneo por su gran seso, enérgico temple y férrea constancia para sacar a vida una nación poderosa y un gobierno estable de entre el hervor de las pasiones y el estrépito de las lides: por abril de 1775 se derramaba la primera sangre en aquella gran lucha: por julio de1776 los representantes de los Estados-Unidos de la América Septentrional, invocando al Juez Supremo como testigo de la rectitud de sus intenciones, y a nombre y por autoridad del pueblo, declaraban solemnemente la independencia de las colonias, a impulsos del entusiasmo que produjo el suceso de evacuar la ciudad de Boston los ingleses, faltos de vituallas. No era ya posible la avenencia de voluntades, y así los ingleses enviaron allá soldados vendidos por los pequeños príncipes de Alemania, y los americanos vinieron a Europa en demanda de aliados que fomentaran sus esfuerzos y salieran a los combates773.

Recelosos del engrandecimiento marítimo de Inglaterra habían de encontrar necesariamente a los Borbones, y al frente de la rivalidad al de Francia. De este país fueron el marqués de Lafayette y otros jóvenes entusiastas a compartir los peligros y las glorias de los confederados, que lidiaban heroicamente por su independencia. Silas Deane, Arturo Lee y Benjamín Franklin, cuyos descubrimientos físicos le valían ya alto renombre, se regocijaron ante el espectáculo de la popularidad que gozaba entre los franceses su noble y pujante levantamiento. No había tocador ni chimenea en París ni en Versalles donde no se vieran folletos relativos a la libertad de los Estados-Unidos, como El Plantador de la Pensilvania, las 31,emorias de Beaumarchais y otros semejantes, dando asunto a todas las conversaciones y haciendo mal papel en la sociedad hasta con las damas el que no los sabía de coro. Se hizo de moda celebrar la sencillez del vestido y modales de los agentes americanos; y sentarlos a la mesa, y a Franklin muy principalmente, era honor que se disputaban los personajes más ilustres774. De oficio desaprobaba la corte de Versalles demostraciones como estas y actos como los de Lafayette y sus camaradas; mas secretamente se congratulaba y los aplaudía en odio a la prosperidad de Inglaterra. Por el propio motivo la corte española trasladaba al periódico oficial con fruición mal disimulada la relación de los apuros de los ingleses, de la indómita constancia de los americanos y de las luchas parlamentarias de Londres, en las cuales se oían acentos que, abogando enérgicamente y de continuo por la justicia de las quejas de los colonos, embarazaban a los ministros y fomentaban la insurrección vigorosa con sus vehementes discursos.

La primera vez, que hablaron de la independencia de los Estados-Unidos las cortes francesa y española, sacó la conversación el conde de Floridablanca al de Vergennes, jefe a la sazón del Gabinete de Versalles, en el sentido de enviar fuerzas de mar y tierra, los franceses a la isla de Santo Domingo y los españoles a la de Cuba. No lo juzgaron conveniente por entonces los consejeros de Luis XVI, para no desviar a los ingleses del objeto de sus colonias con el rumor de semejantes prevenciones y para corresponder a las protestas de amistad que se les habían renovado, pretextando además el temor de un pronto rompimiento entre rusos y turcos, y la facilidad de estar dispuestos para acudir a cualquiera punto de América donde se necesitaran socorros. «Excusaré a V. E. (dijo Floridablanca) hacer reconvenciones sobre toda la conversación precedente que han tenido las dos cortes sin que hayan variado notablemente las circunstancias. Mi genio aborrece este modo de disputar, especialmente con los amigos, porque no aspira a disgustarlos, sino a persuadirlos si se puede.» En cuanto a las hostilidades entre los imperios ruso y otomano, veíalas el ministro español remotas, según noticias muy fundadas, por más que los rusos supieran y pudieran atemorizar a sus contrarios: lo de acudir desde los puertos de Europa a los países americanos donde fuera urgente, le parecía dificultoso, ignorando si las escuadras inglesas embarazarían entonces el paso a los buques de España y Francia; fuera de que las reliquias del poder británico en sus colonias y las fuerzas que allí enviaba incesantemente podían descargar un golpe de mano lucrativo para ellos y vergonzoso para franceses y españoles; y con decir el Gabinete de Londres que así lo había ejecutado para tomar satisfacción de los auxilios que suponían enviados por unos y otros a los insurgentes, y para evitar que se les continuaran en lo sucesivo, daría un pretexto plausible a la Europa y un gran contento a la Inglaterra. «¿Qué haremos (preguntaba Floridablanca) con las prevenciones en nuestros puertos después de un insulto que nos quite, o el caudal de nuestras flotas o un puesto importante de alguna de las dos naciones? Quiero suponer (añadía) que nada puede, y lisonjearme que nada sucederá; aun en tal caso sería, en mi dictamen, el más craso error político vivir en la inacción de la parte de nuestra América. La Francia misma tiene el principal interés en aquel objeto: no puede un francés iluminado y celoso del bien de su nación dejar de conocer que el empeño de la Inglaterra para sujetar sus colonias y la obstinación de estas ha de presentar un momento de debilidad de ambos beligerantes en que la Francia puede sacar ventajas de intervenir en la pacificación o en la tregua, librar su pesca de Terranova del yugo afrentoso que sufre, extender su comercio en las mismas colonias y restablecerse tal vez en el Canadá o en sus puertos para proteger lo que le importa o refrenar a sus enemigos. Todas estas ideas puede promover la Francia si tiene algún poder en los puntos cercanos de reunión con la España; y pueden ambas coronas sacar su partido, ya sea quedando independientes las colonias, o ya sujetas. En uno y otro caso hay medios para negociar con utilidad, si nos hallamos en estado de ser respetados; pero, si no tenemos fuerzas por allá, seremos tratados con desprecio, cuando antes no experimentemos algún insulto... No por eso pretendo que pensemos en guerra, ni que dejemos de seguir nuestras explicaciones amigables; por el contrario, soy de parecer que debemos seguirlas y sacar por negociación todo el partido que podamos, separados o unidos, sin dejar de la mano nuestras prevenciones».775

Efectivamente, Carlos III no había proyectado el envío de fuerzas a las islas de Santo Domingo y de Cuba con aparatos de agresión ni de manera de meter ruido, sino con algunos intervalos, y valiéndose de la coyuntura obvia a todas horas para los que tenían posesiones ultramarinas; pues un navío detrás de otro y algunos batallones que renovaran o aumentaran la guarnición de las plazas, no daban la idea de un convoy o de una expedición que pudiera inspirar zozobras. De esta suerte lo iba practicando el Monarca español respecto de la Habana, fundado legítimamente en que todo el mundo se prevenía en su casa cuando a la inmediación se notaba fuego. Persistiendo Luis XVI en la opinión de no enviar allí refuerzos, hubo de resultas frialdad entre las dos cortes, y cada una empezó a obrar por cuenta propia.

Oídos prestó la de España a las apremiantes insinuaciones de la de Portugal para ajustar definitivamente sus disputas. Las usurpaciones de los portugueses en el Río-Grande de San Pedro y la salida del general Ceballos en calidad de primer virrey de Buenos-Aires para pedirles razón de ellas al frente de nueve mil hombres y con una fuerte escuadra, en que iba el marqués de Casa-Tilly por jefe, habíanse verificado por dicha sin que los embajadores español y portugués cruzaran la raya de vuelta a sus respectivas capitales. Así D. Francisco Ignacio de Sousa, representante de Portugal en España, pudo hacer por orden de su soberana proposiciones de acomodo a la muerte de José I, seguida inmediatamente de la destitución de Pombal, como en su lugar se ha referido. Floridablanca apoyó las miras de Portugal, y entró en ellas también el Monarca, bajo condición de que los tratos fueran de Gabinete a Gabinete y sin intervención de mediadores. Muy a los principios de la negociación llegaron noticias de Ceballos. Por noviembre de 1776 había zarpado su expedición de Cádiz, y por febrero de 1777 puso el pie en la isla de Santa Catalina, quitándosela a los portugueses a la vista de su escuadra, que, mandada por el inglés Madwerd y compuesta de doce velas, se retiró precipitadamente de la ensenada de Garoupas a fin de evitar la refriega. De aquí se siguió el ocupar Ceballos toda la isla sin disparar un solo tiro, aunque la guarnecían muy cerca de cuatro mil soldados, cuya mayor parte cruzaron el brazo de mar que la separa del Brasil en pequeños bajeles, no librándose por fugitivos de ser contados en la capitulación como prisioneros de guerra.

Al saberlo Portugal pidió armisticio y lo obtuvo de España; pero las órdenes despachadas a América para que se observara, hallaron a los españoles dueños otra vez de la disputada Colonia del Sacramento y sin haber desenvainado todavía la espada. ¡Que viene Ceballos! solían decir las mujeres de aquella colonia para acallar a impulsos del miedo el llanto de sus hijos, desde que en 1762 hizo la primera visita a la plaza. ¡Que viene Ceballos! hubieron de repetir los hombres al anunciarles la segunda, y pusilánimes se rindieron antes de tantear la suerte. Ya Ceballos iba a combatir a los seis mil soldados que tenían los portugueses en el Río-Grande de San Pedro, cuando las cartas de oficio le obligaron a suspender las hostilidades776.

Concluidas fueron del todo por los preliminares firmados en el Real Sitio de San Lorenzo el 1.º de octubre de 1777, y luego por el tratado definitivo de 24 de febrero de 1778, quedando en su virtud España señora del Río de la Plata con la posesión absoluta de la Colonia del Sacramento; adquiriendo asimismo entonces las islas de Fernando Po y Annobon junto a las costas africanas, y alcanzando por último que Portugal ofreciera la garantía y seguridad de los dominios que en la América Meridional poseían los españoles, no solo contra los enemigos externos, sino también contra las sublevaciones intestinas. Todas estas ventajas no costaron a España más que la devolución de la isla de Santa Catalina, recientemente conquistada, gravosa para poseída sin el inmediato continente, y de muy difícil custodia en llegando a estallar una guerra. Lo más trascendental del bienhadado ajuste consistía en estrechar a las dos naciones los vínculos fraternales, malamente rotos a consecuencia del Pacto de Familia, y en conseguir que, si la Europa se ponía en armas, no lidiaran, como el año 1762 y en campos opuestos. Dechado de la fraternidad con que ambos países deben estar inseparablemente unidos mostráronse desde luego la reina madre portuguesa María Ana Victoria y Carlos III, quienes, tras cerca de medio siglo de no verse, vivieron más de un año juntos777. Floridablanca, trabajando por la intima unión de españoles y portugueses, había dado su primer paso ministerial en el sendero de la gloria.

Y seguía igual rumbo en los tratos con Francia a propósito de los Estados-Unidos, cuyos habitantes habían dejado en la campaña de 1777 muy mal trecho a sus enemigos, logrando que diez mil de ellos rindieran las armas junto a la posición de Saratoga, suceso desde el cual ya ofreció pocas dudas el éxito de la contienda a favor de los americanos. Cabalmente era lo que aguardaba el Gabinete de Versalles para declarárseles amigo sin rebozo, cuidando antes y después de halagar a la España con el objeto de que también acudiera en su ayuda. Cómo respondía la corte española a los halagos de la francesa compréndese por los siguientes pasajes de la correspondencia de Floridablanca con Aranda: «Por acá se trabaja y trabajará cuanto se pueda para que logremos lo más conveniente al servicio del Rey y bien de la patria. V. E. nos ayuda y ayudará, y me alegro que para ello haya adoptado la máxima del disimulo y de la frescura, la cual jamás ha estado reñida con la firmeza. Estamos, pues, de acuerdo, y estémoslo también en trabajar para que la imprudente ligereza de esa nación no nos arrastre a un rompimiento, ya porque el Rey no le quiere, ya porque, cuando fuese inevitable, dicta la política que saquemos antes todo el partido posible y nos aseguremos de nuestras ventajas... S. M. no quiere una guerra para que mañana se le estreche a concluirla sin decoro... Si ahora no acertamos, vendremos a parar a lo menos en gobernarnos sin tutores y no quejarnos de otros que de nosotros mismos, sintiendo solo el tiempo que hemos perdido en planes, preguntas, respuestas y altercaciones para concluir en no hacer nada hasta la hora precisa en que se le antoja a esa corte dictar la ley o tomar su partido para lo que crea conveniente, sin contar con nuestro daño ni provecho... Parece que nuestra conducta política debe ser semejante a la militar que ahí proponen; esto es, obrar separados sin dejar de ser amigos... Vuelvo a declamar por España, la cual estará bien cuando mire por sí, sin faltar a lo que debe, y muy mal cuando sea esclava de otro poder, sea el que fuere».778

Vergennes, que por conducto del marqués de Ossun, antiquísimo representante de Francia en España, había rehusado, corriendo marzo del 1779 enviar tropas a sus posesiones en las Antillas, brindábase a principios de 1778, por conducto del conde de Montmorin, sucesor de Ossun en la embajada, a seguir ciegamente cualquiera plano que propusiera la corte de Madrid para batallar contra Inglaterra; mas no siendo tal designio el de España, y comprobando a mayor abundamiento la experiencia que ningún plano de los propuestos anteriormente se había adoptado en Versalles, negóse Floridablanca de la manera más absoluta a dar respuesta satisfactoria779.

Ya cundía el susurro de que los ingleses iban dándose por vencidos en la contienda, y tiraban a conciliar, si era posible, su supremacía con la libertad de los americanos; razón por la cual apresuróse Francia a reconocer la independencia de estos, quienes se comprometieron en cambio a no ser nunca más súbditos de la corona de Inglaterra. En Londres se recibió, al mediar marzo de 1778, copia auténtica del ajuste, y su publicación fue la verdadera señal del combate. Maurepas, decididor todavía, aunque viejo, manifestó a la sazón a Aranda, en conversación familiar, que los ingleses servían oportunamente a Francia, pues con el paso de sacar a luz sus papeles llevarían a las colonias la noticia oficial del tratado, y con su correo a España aguijonearían a esta nación a declararse, ya que parecía estar muda780. Lo mismo permaneció después de celebrado sin conocimiento suyo el convenio, y, a pesar del Pacto de Familia, Francia se presentó sola en campaña.

Al principio dio muy poco de sí en Europa. Haciéndose a la mar las dos escuadras enemigas con ánimo de disputarse el dominio del canal de la Mancha, tuvieron a la altura de Ouessant un reñido encuentro, y quedó por decidir la victoria, aunque de pronto se celebrará en las dos capitales. Treinta y dos navíos ingleses había mandado el almirante Keppel y treinta y dos franceses el conde de Orvilliers en aquel combate, y, más o menos maltratados, y con pérdida casi igual de gente, entraron todos los del primero en Portsmouth y en Brest todos los del segundo, solo que este se mantuvo a la altura de Ouessant la noche en que el contrario se fue al abrigo de su costa. Lejos de allí, donde quiera que midieron las fuerzas salieron los ingleses triunfantes, pues en África avasallaron los establecimientos rivales del Senegal y la Gorea; en América se apoderaron de las islas de Santa Lucía y la Dominica; y con hacer también suyo el punto de Pondichery, arrojaron a los franceses del Asia781.

A este tiempo se empezaron a mover en tren de guerra los alemanes. Maximiliano José, elector de Baviera, había fallecido sin prole, y el Palatino, su heredero, sojuzgado por Austria, cedióle una buena porción del legado. Llevándolo a mal Federico de Prusia, instigó a protestar contra la desmembración proyectada al duque de Dos-Puentes, sucesor presunto del Palatino. Por dos puntos invadió el monarca prusiano la Bohemia, yendo personalmente a la cabeza de los que por Silesia se abrieron paso, y guiando el príncipe Enrique a los que entraron por Sajonia, que les daba también ayuda. Otra vez el veterano y célebre Laudon presentóse a batalla, y sostuvo su justo renombre maniobrando tan hábilmente que Federico II y el príncipe Enrique nunca pudieron verse juntos por más que lo procuraban a porfía. Este último hubo de evacuar la Silesia y después la Sajonia; y Laudon hubiera caído al punto sobre Dresde, a no parar el golpe la emperatriz María Teresa, constriñendo a su hijo José II a admitir la mediación de Francia y Rusia, por cuya virtud el elector Palatino desprendióse únicamente del territorio contenido entre el Danubio, el Inn y el Salza, a gusto de los beligerantes, que tornaron a vivir en concordia782.

Pasado este amago de guerra, la corte española se vio nuevamente agasajada por los ingleses y los franceses, al modo que en los días de Fernando VI y cuando heredaba su corona el monarca reinante. Como antes Keen y Ossun, ahora Grantham y Montmorin se la disputaban por amiga: aquel patentizábala el peligro de favorecer a las colonias una nación que las tenía tan dilatadas: este la ponía delante de los ojos el interés común de los Borbones en domar el tiránico poder marítimo de Inglaterra. Así pensaba también Aranda, exponiendo con su vehemencia marcial un día y otro que el intimar a los isleños esto quiero, y si no os emprendo, y perderéis más por mí y por vuestros enemigos, había de ser como lección de puntos, en el término de veinte y cuatro horas, y que ocasión como aquella para que la España se restaurase no se volvería a presentar en siglos783.

Ya en julio de 1777 había dicho Floridablanca: «Tal vez una negociación que yo no veo imposible, aunque si difícil, pudiera valernos más que la guerra más gloriosa y ponernos en paraje de ir recobrando el crédito; todo esto requiere madurez, previendo de antemano lo que puede suceder después de muchos días»784. Y sucedió en efecto, a poco más de un año de haberse expresado de este modo, que, neutral España entre las dos naciones beligerantes, vino a hacer figura de mediadora; y admitiéndola en clase de tal franceses e ingleses, abriéronse las negociaciones.

En Inglaterra la opinión popular mostrábase propicia a la guerra y contraria a la independencia de las colonias: Vergennes calculaba que la nueva campaña no sería feliz sino en el caso de que la hicieran juntos franceses y españoles785; no entraba en las máximas de la corte de Madrid presenciar impasible el abatimiento de Francia, bien que con las experiencias anteriores se recatara cautamente de ligarse para proceder al tenor de sus veleidades; y de la lucha entre Inglaterra y sus colonias pensaba que el espíritu de independencia no quedaría sofocado, por favorable que fuera para la metrópoli la suerte de las armas. Así las cosas, España se dedicó a procurar sinceramente la pacificación de los dos mundos, empezando por trasladar de Lisboa a Londres al marqués de Almodóvar como sucesor del príncipe de Maserano, enfermo de muerte, y por no admitir al agente de los Estados-Unidos, que pretendía negociar en la corte de Madrid al modo que en la de Versalles.

Desgraciadamente las pretensiones de Inglaterra y Francia por donde empezaron los tratos imposibilitaban la avenencia. Alegando Inglaterra que nadie le podía disputar el derecho de entenderse con sus propias colonias, declaraba que apenas cesara Francia de enviarlas auxilios no dilataría por su parte el restablecer la buena inteligencia entre las dos cortes. Francia quería ante todo que Inglaterra se apresurara a retirar de las colonias sus naves y soldados y a reconocer a los Estados-Unidos como independientes, y se reservaba para después la facultad de hacer otras reclamaciones con el objeto de corregir o de explicar los antiguos tratados.

Esta negociación, inaugurada bajo tan mal pie, se siguió de tal suerte que no se impuso en el secreto ni aun al conde de Aranda, si bien este la penetró muy luego, y siguiéndola con sagacidad suma el hilo, estuvo al corriente de todos sus trámites e incidencias786. Francia respondió a las pretensiones de Inglaterra que el honor de la corona le impedía abandonar a los colonos, quienes además estaban resueltos a no volver al vasallaje. Inglaterra, sin desistir de lo ya propuesto, se prestaba a conceder una amnistía general a las colonias y a tratar con ellas como con pueblos confederados, para restaurar el Gobierno legal y satisfacer a la par sus quejas; la reserva de Francia en punto a las reclamaciones posteriores parecíale con fundamento una manera de negociar que se resentía de capciosa. Sin asidero España para conciliar prestamente voluntades tan desacordes, propendió en los tres planes que sucesivamente propuso a suspender las hostilidades con una tregua limitada o indefinida, y a ventilar todas las cuestiones que agitaban los ánimos de los contendientes, no con las armas, sino en pacífico debate. A este fin nada mejor pudo imaginar que la reunión en Madrid de un congreso, donde los Estados-Unidos, Inglaterra, Francia y España tuvieran sus representantes. Muestras inequívocas dio el monarca español de imparcialidad, no prejuzgando punto alguno a favor ni en contra de nadie; de desinterés, no mentando ni por asomo nada que redundara en su particular provecho; de moderación, sufriendo con serenidad imperturbable y durante meses las desentonadas repulsas de Inglaterra a los diversos planes admitidos por las demás potencias787.

Aranda, que veía el engrandecimiento de su patria en habérselas con Inglaterra sin más dilaciones; y estaba alerta a lo que daba de si la negociación pendiente, aunque Floridablanca nada le revelaba sobre ella; y comprendía que contra la sinceridad de la mediación española, rechazada por la altivez inglesa, no bastaba un resentimiento pasivo, sino hostil, vengador y fuerte, cuando averiguó que los medios de pacificación se habían ya agotado, expuso al primer ministro de su Rey el plan que le parecía preferible para la próxima campaña.

Sentando por base que los proyectos ínfimos sirven de poco, los medianos solo entretienen el tiempo y los superiores son decisivos, exhortaba a que se descargara súbito un golpe menos dispendioso que todos y más seguro, cual lo era el de desembarcar en Inglaterra ochenta batallones y cuarenta o cincuenta escuadrones, con la correspondiente artillería y demás pertrechos, que tenía Francia de sobra. Agregados a sus treinta navíos existentes en Europa cuarenta españoles, casi duplicaban la escuadra que les podía oponer Inglaterra. Lo corto de la travesía proporcionaba que a bordo de los setenta buques fueran setenta batallones, y tampoco ofrecía dificultad el trasladar allí los restantes y la caballería, la artillería y víveres para quince días o un mes del primer pie a tierra, siendo abundantes los trasportes en aquella costa de Francia, y capaz la rada de Brest de esta y aun mayores expediciones. A la ventaja de atacar por tierra a Portsmouth, plaza de poca resistencia, y cuyos fuegos destruirían cuantos buques hubiese en el puerto, incendiarían los almacenes y acabarían con el primer arsenal de la Gran Bretaña; prefería el conde que el desembarco se efectuara en otro paraje más abierto y próximo a Londres, con el firme propósito de marchar allí sin perder instante. Dominado el canal, nadie tenía por quimérico el desembarco ni el continuo envío de los socorros necesarios, y con la escuadra combinada, casi doble en fuerzas a la enemiga, se lograba positivamente el gran intento. Inglaterra no podía juntar arriba de diez mil veteranos de todas armas, y componiéndose las demás tropas que improvisara de gente allegadiza e inexperta, era de esperar que el terror de una invasión ya verificada abriera camino a la paz muy en breve. A su ver, rey, ministros, parlamento, pueblo, reconviniéndose recíprocamente, perturbando los unos las ideas de los otros, concordarían solo en rescatarse del daño, sin reparar en el sacrificio de soltar las prendas distantes por salvar el arca del cuerpo.

Llegado este caso, podría España interponer su autoridad para moderar las exigencias a cada lado, y conquistar dentro de Inglaterra a Menorca y a Gibraltar con los cañones de las plumas788.

Mayo de 1779 empezaba al exponer el conde de Aranda tan patriótico pensamiento, y antes de concluir el propio mes le enviaba al cabo el conde de Floridablanca minuciosas y puntuales noticias de lo que hasta entonces le tuvo oculto, con el mismo correo que llevaba órdenes al marqués de Almodóvar para retirarse de Londres y justificar este paso. España declaróse al fin potencia beligerante por junio, y se fundó para obrar así, no solo en la mala voluntad manifestada por Inglaterra durante el curso de los tratos de asentir a ningún acomodo, valiéndose al principio de frívolos pretextos, dando después respuestas ambiguas o nada concluyentes, y despreciando por último a España, sino también porque al mismo tiempo había insultado su pabellón, y saqueado sus bajeles, y movido en su daño a los indios alrededor de la Luisiana y de las posesiones de Honduras, y dispuesto ir por el río de San Juan al gran lago de Nicaragua para dar vista al Océano Pacífico y aproximarse a la América Meridional por el Istmo789.

Otra vez iban a pelear juntos los españoles y los franceses; mas no en virtud del Pacto de Familia, que se podía tener por caducado, aun cuando no se hubiese roto, mudada como estaba la escena política en las dos cortes; pues ni Wall ni Choiseul eran ministros, ni Grimaldi ni Ossun embajadores, ni Luis XV monarca, y Carlos III, a causa de los escarmientos y desengaños padecidos, distaba ya mucho de mirarle como obra acabada de prudencia en que estuvieran vinculados su poder y el engrandecimiento de sus pueblos. Aquel funestísimo tratado había producido por únicos frutos una guerra desgraciada, una paz vergonzosa y un llamamiento estéril a Francia cuando los españoles y los ingleses estuvieron a punto de venir a las manos sobre la posesión de las Maluinas. A dicha pudo tener España que, a pesar de aquellas estipulaciones terminantes, hubiera reconocido Luis XVI la independencia de los Estados-Unidos de modo que Carlos III hallara motivo para dirigir al marqués de Tanucci estas palabras: «Veo cuanto me dices sobre lo turbada que está la Europa, y ya sabrás estarlo hoy más por lo hecho por la Francia; pero no ceso de dar las debidas gracias a Dios por no tener la menor parte en ello, y estar libre para lo que sea justo y me convenga»790. Así negoció, no como en los años 1760 y 1761 incorporando sus quejas a las de los franceses y empuñando el acero con ansia de esgrimirlo, sino prescindiendo de sus agravios particulares, no tomando en boca sus ventajas, y con el ramo de oliva en la mano. Campo de batalla había sido entonces el territorio de Portugal; Federico II movía su hueste formidable a favor de Inglaterra, y con los marroquíes tenían los españoles molestos enemigos a la puerta de casa: ahora reinaba íntima fraternidad entre las cortes portuguesa y española; se iban a establecer relaciones diplomáticas entre esta y la prusiana, y el emperador de Marruecos se desvivía por acreditar al monarca español cuán pesaroso estaba de haber embestido en la costa de África sus posesiones. Por tener amigos en todas partes y por la conveniencia de distraer a los ingleses en la India Oriental y embarazar sus proyectos contra Filipinas, caso de que estallaran las hostilidades, Floridablanca activó la conclusión del tratado de amistad que en tiempos de Grimaldi propuso un emisario de Hyder Alí, príncipe belicoso y no domado por Inglaterra791.

A la lid iban los españoles, pero no arrastrados por los franceses, ni solo a impulsos del honor y de la obediencia a su Rey, sino en alas del entusiasmo. Lo de con todo el mundo guerra y paz con Inglaterra no sonaba ya como adagio en boca del pueblo, convencido de que, amigos o contrarios, siempre los ingleses agraviaban a los españoles. Todos los prelados y los cabildos de catedrales y colegiatas, émulos en el desinterés y el patriotismo, brindaron al Soberano con sus haberes, y de ellos le dieron gruesas sumas, y no pocos ayuntamientos le instaron vanamente para que se dignara admitir los pingües sobrantes de sus propios. Sin el más ligero gravamen del erario abundaron las maderas de construcción en los arsenales, como que a este fin ofrecieron la villa de Alcalá de los Gazules catorce dehesas y varias arboledas; el valle de Salazar, de Navarra, su término de Irati, fecundo en maderas y abetos para arboladuras; y a consecuencia de iguales ofertas se cortaron en la Algaida, de la jurisdicción de Sanlúcar de Barrameda, dos mil tres pinos, en la de Jerez de la Frontera seiscientos setenta y cinco robles, y en una hacienda del marqués de San Mamés de Arás, situada junto a Caravaca, centenares de olmos. Compitiendo en desprendimiento, los vasallos presentaban considerables donativos, y el Monarca los agradecía sin aceptarlos, como hizo, por ejemplo, con el del coronel D. Manuel Centurión, comisionado para el fomento de las fábricas de papel en toda la costa de Granada, y el de un caballero titulado, que ni aun quiso que se publicara su nombre; y es de notar que el primero había suplicado que se le admitieran trescientos mil reales, y el segundo cien mil arrobas de vino, veinte mil de paja, mil reses vacunas y treinta mil duros en dinero. Muchos daban señales ciertas de que ni a la hora de la muerte se les iba de la memoria la felicidad de su patria, como D. Juan Antonio de los Heros, diputado de los Cinco Gremios mayores y consiliario perpetuo de la Junta de los hospitales, que legó treinta mil ducados para los gastos de la guerra, y Benito Cao, pobre soldado inválido de los que habían lidiado en Italia, el cual falleció por aquellos días en Orense, dejando limosna para cincuenta misas a fin de alcanzar la protección del Cielo sobre las armas españolas792.

Desde el advenimiento de Floridablanca al poder había prevalecido, según queda manifestado, la sana política de estar a todo evento: con la declaración propicia del Gabinete de Versalles a la independencia americana se aumentaron las precauciones: mientras Carlos III hizo de mediador, no se mantuvo con los brazos cruzados; y cuando los tratos quedaron completamente rotos, se hallaba muy bien prevenido para la campaña. Por fiar Inglaterra más que en su razón en su empuje, prefería correr los azares de las batallas a acatar las resultas de amplio debate; y en tal escollo vino a chocar el benéfico anhelo del monarca español por apaciguar la contienda. Nada autoriza a suponer que aquel dignísimo soberano tirara a dilatar las negociaciones ínterin terminaba los preparativos militares793; y fuera inútil escudriñar actos o designios no hidalgos en la existencia del príncipe que, noticioso años atrás de ser facilísimo apoderarse de Gibraltar en momentos de haber inundado toda la parte baja de la población una tempestad horrorosa, abriendo además ancha brecha de sesenta pies en el muro, dijo al comandante general del Campo de San Roque estas palabras memorables: Mucho provecho sacaríamos de la posesión de Gibraltar; pero estando en paz con la Inglaterra no es justo violarla794.

De hombre de la más recta probidad e incapaz de adoptar plan alguno de conducta, a no presentir perfectamente en el fondo de su conciencia que era justo y honesto, le calificaba a la sazón, trazando su retrato, uno de los periódicos de Londres795; y propios y extraños le conocían por tales señas. Prueba evidente de su afán por la pacificación de ambos mundos se halla en no haber querido confiar ni aun la noticia de ser mediador entre las cortes de Londres y Versalles a su embajador en esta última, conde de Aranda, solo porque propendía a la guerra, a pesar de no tener competidores en el sigilo ni en la lealtad sin mancilla, y manifiesta entonces mismo, cuando escribía a Floridablanca: «No entro en nada de esta negociación, que debo respetar, pues el Rey nuestro Señor la ha juzgado preferente. Yo, como hombre privado y como uno de los que han estado en la corrida de las causas anteriores que la motivan, he pensado diversamente. Muchas veces sucederá a V. E. el opinar de otro modo que S. M. y ceder a sus superiores luces, obedeciendo sus superiores determinaciones, y en el mismo caso están cuantos le sirven... las razones son las que conducen mi opinión, y la autoridad superior arregla mis acciones»796.

Por su cuenta pensaba Carlos III poner bloqueo a Gibraltar y remitir al otro hemisferio órdenes apremiantes a fin de comenzar las hostilidades, y, unido a Luis XVI, emprenderlas al tenor del pensamiento del conde de Aranda. Para hacer el desembarco en Inglaterra se había de juntar a la escuadra francesa la española: surta en Cádiz estaba, corría abril, y la negociación de paz tocaba a su término infausto; pero el soberano español perseveraba todavía en el ahínco de llevarla a feliz remate.

Y tan fue así, que, proyectando Floridablanca hacer salir las naves con la justa causa de aguardar una flota mercante y ponerlas de paso en franquía para concurrir a las operaciones sin retardos, lo desaprobó el Rey por el recelo de que esta salida aumentase las desconfianzas de Inglaterra y apresurase la guerra, que su piadoso corazón quería evitar a toda costa797. Resulta de delicadeza tan llevada al extremo fue que hasta fines de junio tuvieran los vientos encerrada en el puerto de Cádiz a la escuadra española, que a principios del propio mes debía estar incorporada a la francesa.

Ya con el acero fuera de la vaina el Soberano, cuyos esfuerzos habían sido infructuosos para no verse en aquel trance, pretendía redondear el territorio con la recuperación de lo que naturalmente era parte integrante de su monarquía: avanzaba a combatir en unión de Francia, pero libre para hacer la paz cuando mejor le conviniera, y, lo que es más digno de notar en la historia, sin reconocer positiva ni eventualmente la independencia americana.




ArribaAbajoCapítulo II

Guerra contra Ingleses


Incorporación de las escuadras.-Sus operaciones infructuosas.-Proyectos para rendir a Gibraltar.-Combate entre Lángara y Rodney.-Socorre a la América Solano.-Sorpresa de dos convoyes ingleses.-Expediciones del gobernador de Campeche.-Triunfos del gobernador de Ia Luisiana.-Campaña feliz del presidente de Goatemala.-Otros descalabros de los ingleses.-La Jamaica amenazada.-Victoria de Rodney contra Du Grasse.

Por juntarse las escuadras francesa y española debía comenzar la campaña, verificándose la unión a la altura del cabo de Finisterre, con cuyo objeto Orvilliers leyó anclas de Brest el 3 de junio al frente de treinta navíos y algunas fragatas. Hasta el 22 del mismo junio no pudo salir a la mar el teniente general D. Luis de Córdoba con los treinta y dos navíos de su mando, y retardada la navegación por vientos poco favorables, fuele también imposible avistar la escuadra francesa antes del 23 de julio. Ya unidas, y reforzadas con otros navíos de que disponía en el Ferrol D. Luis de Arce, hicieron rumbo al canal de la Mancha.

Muy diferente perspectiva presentaban las opuestas costas: todo era animación en la de Francia y terror en la de Inglaterra. Junto al Hayre, Honfleur y Saint-Malò aguardaban quinientos buques de trasporte la señal de hacerse a la vela con el general M. de Vaux, conquistador de la Córcega, y su ejército dividido en cuatro columnas, cada una de doce batallones, fuera de otros seis que, a las órdenes de Rochembau, debían ir a la vanguardia, y de dos regimientos de artillería y otros tantos batallones de guardias de París destinados para servirla, y los húsares y los dragones de La Rochefaucauld y de Noailles, complemento de aquella hueste poderosa. Prontas estaban además en las aguas de Dunkerque otras naves para recibir a su bordo al duque de Chabot, que había de auxiliar con diez y ocho mil hombres las operaciones del general en jefe. Acopios de víveres y de pertrechos habíalos de sobra: al ansia de gloria de los capitanes correspondía el ardimiento de los soldados; y los moradores de los lugares circunvecinos acudían solícitos a acelerar en lo que estuviera de su parte la jornada, y presenciaban el espectáculo marcial que aparecía ante sus ojos con presagios de triunfo en la mente y muestras de regocijo en el semblante. Sin preparativos contra la invasión que se le iba encima, y escasa de bajeles para su resguardo en puertos y arsenales, nunca había pasado Inglaterra por crisis tan peligrosa desde los tiempos en que tomó el derrotero de sus playas la escuadra que tuvo el nombre de Invencible, y que no pudo sustentarlo contra el choque de los vientos desencadenados y de las olas embravecidas. La voz del Gobierno sonaba para levantar a toda prisa fuerzas militares, y respondía el eco de la alarma general difundida con celeridad extraordinaria, viéndose de resultas en aquellos primeros instantes pocos ingleses animosos entre muchos sobrecogidos, y refugiándose tierra adentro bastantes de los que vivían a la lengua del agua.

Era ya el 14 de agosto cuando asomaron por la embocadura del canal las escuadras francesa y española: mandábalas Orvilliers, colocado en el centro de los cuarenta y cinco navíos que formaban la línea de batalla, con Guichen a la derecha y D. Miguel Gastón a la izquierda: Córdoba navegaba a la cabeza del cuerpo de observación, fuerte de diez y seis navíos; y cinco llevaba Latouche Treville en la escuadrilla ligera puesta a vanguardia.

Según los deseos de la corte de Madrid, habían de arrimarse a los puertos franceses y arrancar de allí sin tardanza con las tropas de desembarco, y ponerlas en tierra enemiga, a fin de que lo repentino del golpe correspondiera exactamente a lo formidable del amago. Designio de la corte de Versalles era buscar a la escuadra inglesa, y atacarla, y batirla, o bloquearla dentro de sus puertos, si no se atrevía a abandonarlos, antes de lanzarse a la expedición proyectada. Viniéndose a más andar el equinoccio, pudiendo trascurrir largos días en semejantes maniobras, y prevenirse entre tanto los ingleses, vueltos del susto, a pelear con el denuedo y el tesón de quien defiende sus hogares, desde luego auguraron todos los previsores el malogro de la alta empresa, y aun creyeron algunos que los aprestos por parte de Francia se habían reducido a simple aparato, sin más trascendencia que la de reconcentrar durante más o menos tiempo, nunca mucho, los esfuerzos británicos en el sostenimiento de su isla.

Ello es que prevaleció este dictamen desacertado, y que la escuadra combinada cruzó por delante de Plimouth para tomar lenguas de la inglesa. Varios pequeños bastimentos sueltos con este fin se aproximaron allí bastante, y volvieron después de reconocer y contar hasta unos diez y siete navíos. Y no hubo más consecuencias por entonces, pues a los dos días de estar Orvilliers a la vista de las costas británicas echáronle fuera del canal impetuosos vientos de Levante, precursores de una borrasca. Después de haber luchado con ella, determinóse en junta de generales el día 25 de agosto navegar la vuelta de las Sorlingas, hacia donde, según avisos de diversos buques neutrales, se encontraba el almirante Hardy con veinte y tres navíos y mil quinientos cañones menos que los de la escuadra combinada. Tal desproporción de fuerzas necesariamente había de inducirle a esquivar el combate, y más no permaneciendo así ocioso; pues distraer a los enemigos de la idea del desembarco; ganar tiempo mientras venía el de las tempestades y lo empleaban sus compatriotas en prepararse a la resistencia, y proteger el arribo de los opulentos convoyes de Ultramar, que aguardaba el comercio inglés de un día a otro, provechos eran positivos y poco ocasionados a azares.

Corriendo las naves de Orvilliers en busca de la escuadra enemiga, desde la mañana del 31 de agosto diéronla vista y caza hasta la del 1º. de setiembre, si bien, como era de presumir, en vano. Orvilliers forzó velas para seguir mejor el alcance. Hardy, que a la sazón aquella solo con no pelear triunfaba, huyó a todo trapo, y ya se había desembarazado de perseguidores cuando el 4 de setiembre se vio dentro del puerto de Spithead con abrigo y en salvamento. Perdida la esperanza de emparejar con los bajeles fugitivos, viraron los de Orvilliers contra otros que en no escaso número divisaban a su espalda; pero, ya a tiro de cañón, conocieron ser convoy de holandeses, escoltado por varias embarcaciones de guerra.

Tres meses cumplíanse entonces de hallarse Orvilliers en la mar con su escuadra, y por la mala calidad de los comestibles y el desaseo de los buques se le habían multiplicado los enfermos de manera de llegar a doce mil entre tripulantes y soldados; los de la escuadra española no pasaban de la cuarta parte. Unos y otros hubieron de tornar a Brest, y allí entraron todos del 12 al 14 de setiembre sin más trofeo que un navío, el Ardiente, cuyo capitán, equivocándose de escuadra al salir de Plimouth, se había metido entre la ligera de Latouche Treville, y no tuvo más arbitrio que el de  rendirse. Poco después, con intervalos cortos y sin el menor embarazo, surgieron en los puertos ingleses tres convoyes de las Indias Orientales y Occidentales, componiendo la totalidad hasta cuatrocientos catorce buques. Repitamos con un historiador de aquel tiempo «que es difícil perder en menos de dos meses tantas buenas ocasiones de hacer a poca costa un gran mal a su enemigo»798.

Todavía aseguraba la corte de Versalles que absolutamente había de tener ejecución el desembarco en Inglaterra, de suerte que el dudarlo parecía a Floridablanca una tentación del demonio799. Mas pasaron días, y a los últimos de octubre anunciaba el conde de Aranda desde Brest la imposibilidad de que operara pronto la escuadra combinada, habiendo sido menester desarmar por completo los buques de la francesa para su ventilación y reparo. A la larga y con justo enojo hablaron el ministro y el embajador sobre las vacilaciones de la Francia, y convinieron en lo urgente que era evitar chascos semejantes al ya sufrido, mantener la aparente fraternidad hasta que pusiera casa independiente cada uno y cuidara de su respectiva familia, y afanarse exclusivamente por estrechar y rendir a Gibraltar durante el invierno800.

Desde fines de julio bloqueaban aquella fortísima plaza, por tierra el teniente general D. Martín Álvarez de Sotomayor con muy cerca de catorce mil hombres, y por mar el jefe de escuadra don Antonio Barceló al frente de buques repartidos en las bahías y caletas de las inmediaciones, y destinados a impedir que llegaran socorros furtivos a los ingleses. Defendían el puesto combatido tres mil ochocientos soldados, de los cuales eran artilleros doscientos sesenta, y los mandaba lord Elliot, caudillo en quien andaban como en competencia la estoica serenidad y la indestructible constancia. No había de aguardar su nación a que extremara los prodigiosos recursos que dan de sí tamañas prendas, privándole de los indispensables para mantener a su tropa, ni se los había de enviar sin resguardo y como a la ventura. De sobra penetraba el Gobierno español cuándo y de dónde habían de salir los socorros; todo lo supo muy a tiempo de prevenir dos puntos de espera con la certidumbre moral de interceptar y aun de coger la expedición en uno u otro. Brest era el primero, y el estrecho de Gibraltar el segundo.

Allí se dejaron veinte navíos para que, uniéndoseles otros tantos de Francia y reconociendo a don Miguel Gastón por jefe, se mantuvieran en acecho y cayeran de súbito sobre la escuadra y el convoy de Inglaterra a la hora de su salida. Aunque del combate no resultara el cabal triunfo, debilitados los enemigos entonces, y todavía más después de un viaje largo y, por efecto de la estación, verosímilmente penoso, habían de pelear junto a Gibraltar, donde estaba de crucero el jefe de escuadra D. Juan de Lángara con once navíos, que, unidos a otros diez y seis aguardados de Brest con D. Luis de Córdoba, al tenor de órdenes recientes, podían oponer fuerzas superiores a las que vinieran en conserva de los socorros.

Plan atinado a todas luces parecía este, y de éxito seguro, si en la ejecución no se hubieran sucedido velozmente los contratiempos. Lángara, combatido por una tempestad horrorosa, hubo de pasar al Mediterráneo y de tomar puerto en Cartagena para reparar las averías de sus navíos. Cuatro, incapaces de seguir sin grave incomodidad el viaje, envió Córdoba al Ferrol de los suyos, y no hallando a Lángara en el Estrecho, se vio en la precisión de ir vía recta apostó allí con los restantes en vez a Cádiz para reponerlos sin demora, lo cual se vio en la precisión de efectuar a la postre, maltratado por los temporales, antes de terminar el año y de volver Lángara al crucero. Del Ferrol debía llevar D. Ignacio Ponce los navíos dejados por Córdoba y algunos otros, y los malos tiempos no le permitieron doblar a Finisterre.

Solo estaba, pues, D. Juan de Lángara con los navíos Fénix, San Agustín, San Eugenio, Princesa, Santo Domingo, San Lorenzo, Diligente, Monarca, San Julián y las fragatas Santa Cecilia y Santa Rosalía entre los cabos Trafalgar y Espartel, cuando, a poco de mediar el día 16 de enero de 1780, anunciaron los vigías que se divisaban algunas velas en dirección del Noroeste. La cerrazón del tiempo y una tenaz llovizna estrechaban tanto los horizontes, que solo a distancia de menos de tres leguas fue posible reconocer la cantidad y calidad de aquellos buques. Veinte y uno eran y enemigos a las órdenes del almirante Rodney, que, saliendo de Portsmouth el 24 de diciembre, había desembocado el canal de la Mancha, sin el menor tropiezo, con los anunciados auxilios, que acababa de aumentar entre los cabos de la costa de Galicia, merced a la presa de un convoy expedido de San Sebastián a Cádiz y cargado de provisiones para la marina y de mercaderías de la compañía de Caracas.

Lángara ante todo mandó formar la línea de combate; pero, atento a que los enemigos avanzaban en dos alas y como haciendo media luna para rodear la escuadra española, preguntó por señales si convendría arribar al puerto más cercano. Unánimes contestaron afirmativamente los jefes de los demás buques, vista la inferioridad de sus fuerzas; así lo mandó Lángara, y a un tiempo volvieron a tierra las proas e hicieron zafarrancho para batirse en retirada.

Ya venían muy al alcance los navíos ingleses: uno de los más delanteros acometió al Santo Domingo, que no estaba en su andar por haberle arrancado la verga mayor un fuerte vendabal tres días antes. Su capitán D. Ignacio Mendizábal sobresalía entre los valientes. No me vuelva V. a entrar aquí sin un navío de guerra inglés lo menos, le había dicho meses atrás su amigo el conde de Fernán Núñez en Lisboa, donde representaba a España. -Esté V. seguro que a mí no me tomarán los ingleses, porque, o yo los tomo, o me han de hacer saltar antes que rendirme, contestó el bizarro marino, hombre de tesón como natural de Vizcaya. Al tenor de aquellas palabras fueron los bríos con que rompió el fuego, y tanto que el navío inglés se le desvió del costado. Muy luego tuvo encima uno nuevo, y después otro, y gallardamente jugó su artillería por las dos bandas con grande tino y suma viveza, augurando una heroica lucha; mas de pronto se vio una gran llamarada, instantáneamente un globo de humo, y de seguida que el Santo Domingo había desaparecido de la haz de las aguas.

Fuera de combate las dos fragatas Santa Cecilia y Santa Rosalía, y los navíos San Lorenzo y San Agustín por la ligereza de su marcha, después de volado el Santo Domingo pudieron acometer fuerzas triplicadas a los menos veleros. Con tres navíos se batió el Princesa; con otros tantos el Diligente, y de esta suerte casi todos. Seis horas se defendió vigorosamente el Fénix, a cuyo bordo vino Carlos III desde Nápoles a Barcelona, habiéndole llegado a combatir hasta cinco navíos. Era el que montaba Lángara, y así porfiaban los enemigos por rendirle a cualquiera costa. A las diez de la noche ocupáronlo como suyo, barrido el palo de mesana, con el mastelero mayor sobre cubierta y muy baleados el palo de trinquete y el mastelero de velacho. Muertos hubo pocos; los heridos pasaron bastante de ciento, entre ellos Lángara de bala de fusil junto al oído izquierdo, de metralla en un muslo, y por último en la cabeza, de cuyas resultas perdió algunos instantes el sentido. Sin más salvación que la retirada, y empeñado el lance con la imposibilidad del triunfo, lo glorioso de la defensa mereció las alabanzas de los contrarios.

Casi todos los demás navíos hubieron de rendirse a las dos horas de roto el fuego. Hasta las dos de la madrugada, en que sufrió una abordada terrible del Sanwich, no se rindió el Monarca; y aún sonaron las baterías del San Julián algunos minutos. Su jefe, el marqués de Medina, había resistido con gran valor los ataques continuos que de tres en tres le hicieron nueve buques; mas vino a acometerle el Real Jorge, y herido de un hastillazo en la pierna izquierda y de un golpe en la cara, quedó privado, y supo tristemente, al volver en su acuerdo, la rendición de aquel navío a las diez horas de combate. Ventura suya fue rescatarlo de la manera más extraña. Lo grueso de la mar y la oscuridad de la noche no permitían trasbordar todos los prisioneros, y el marqués fue de los que permanecieron en su navío, del cual se apoderaron oficiales y marineros del Real Jorge sin conocimiento de la costa vecina. Próximos a perderse en ella, recurrieron al capitán español, como experimentado, quien no se prestó a sacarlos de apuros sino a condición de ser sus prisioneros; y consintiéndolo a más no poder, el San Julián volvió a surcar las aguas de Cádiz, aunque muy maltratado el casco y rendida completamente la arboladura. Por igual incidente se vio libre el San Eugenio después de apresado. Antes que ellos habían ganado la bahía gaditana el San Agustín y el San Lorenzo, y las fragatas Santa Rosalía y Santa Cecilia: no se hallaron en la función los navíos San Genaro y San Justo, ni las fragatas Santa Bárbara y Santa Gertrudis, que a impulsos de un recio vendabal viéronse la antevíspera en la urgencia de separarse de la escuadra; y el extravío de estos, el salvamento de los otros y la voladura del Santo Domingo produjeron la casualidad de que no cayera en poder de ingleses ninguna de las naves que llevaban nombres de Santos, siendo presa suya las demás, el Fénix, el Princesa, el Diligente y el Monarca801..

El triunfo de la escuadra británica deshizo en una sola tarde lo que bloqueando a Gibraltar se había adelantado en seis meses. Rodney avitualló la plaza y la aumentó los defensores: señor del Estrecho, aprovechó aquella ventaja para enviar víveres a Menorca; y sin pérdida de tiempo diose a reponer sus navíos y a habilitar los cuatro que fueron de españoles.

No juzgando por el éxito, a la manera de los espíritus vulgares, Carlos III galardonó magnánimamente la bizarría de los vencidos; y en su consecuencia el jefe de escuadra D. Juan de Lángara y el brigadier D. Vicente Doz ascendieron a teniente general el uno y a jefe de escuadra el otro; los capitanes de navío a brigadieres; todos los demás igualmente al grado inmediato; y las familias de los que perecieron en el Santo Domingo alcanzaron pensiones vitalicias sobre lo que por el Monte-pio les correspondiera de derecho.

Aún había esperanzas de lograr pronto el desquite de la derrota, porque D. Miguel Gastón venía de Brest con sus veinte navíos, y de los franceses traía cuatro; no explicándose de una manera satisfactoria cómo en tan corto número se habían puesto útiles para el servicio desde la mitad de setiembre. De haber estado a punto de salir al encuentro a Rodney veinte navíos franceses, como lo estuvieron veinte españoles, según se había concertado, mala cuenta diera probablemente el célebre almirante a los defensores de Gibraltar de los auxilios que reclamaban con urgencia; pero ya se ve que no se curaron de aprontarlos para tomarle la delantera ni para seguirle la pista. Al igual que las naves de Orvilliers habían padecido las de Gastón durante agosto, y estas ya surcaban el mar luchando con nuevos temporales, que no alcanzaron a Rodney en idéntica travesía hecha sin más anticipación que la de una semana: ¡siempre, la fortuna se complace en agasajar a los diligentes! «Si Gastón llega íntegro y aun diminuto (decía Floridablanca por aquellos días), aún podremos arrinconar a nuestros enemigos, que, según la cuenta, se han quedado todos en Gibraltar muy maltratados... Quedan los franceses dueños de la Mancha, con pocos navíos, y podrán serlo de la suerte de las islas si ha salido su convoy, el cual no encontrará enemigos en el camino, ni allá buques ingleses bien reforzados. Así sea; aunque temo la debilidad, la vana confianza, la inconsecuencia y la ligereza de ellos; que por estos cuatro vicios han dejado perderla mejor ocasión fuerzas del mundo. ¡Dios nos dé más fortuna y fuerzas!»802.

Gastón arribó finalmente a Cádiz, por desgracia no en buen estado, a los principios de febrero. Trece días iban corridos de este mes cuando Rodney hizo rumbo desde Gibraltar a América al frente de veinte y dos navíos; y aunque los de Córdoba debían estar recompuestos, y algunos de Gastón servibles, y se tuvo muy a tiempo el aviso, resolvióse en junta de generales celebrada en la Isla de León, contra el parecer de Gastón y otros, no aventurar el lance, por lo dudosísimo del suceso y por las tristes consecuencias que resultarían de ser infausto803.

Nada más apremiante a la sazón para Carlos III que enviar refuerzos a sus posesiones ultramarinas. Llevólos el jefe de escuadra D. José Solano con doce navíos y sesenta y dos buques de trasporte, dándose a la vela desde Cádiz el 28 de abril y burlando hábilmente, hasta llegar a su destino, la vigilancia de Rodney, que, unido a Parker, pretendía batirle. De esta suerte se aumentaron con más de doce mil hombres las tropas de Puerto-Rico y de la Habana, por lo cual obtuvo Solano años, adelante el título de marqués del Real Socorro. Su escuadra y la de Guichen, juntas en el Guarico, sumaban treinta y seis navíos; y bien que no ejecutaran los proyectos de acometer algo importante, al menos lograron estorbar las ventajas de los ingleses hacia aquella parte de mundo804.

Ahora ya no quiso el monarca español asentir a las instancias del francés para intentar nuevamente el desembarco en Inglaterra, y así dispuso que la escuadra de Cádiz saliera a cruzar por aquellas aguas. Verificábalo entre los cabos de Santa María y San Vicente a tiempo que su jefe D. Luis de Córdoba recibió un pliego del conde de Floridablanca, quien por enfermedad del marqués González Castejón despachaba entonces lo más urgente del ministerio de Marina. Y éralo en sumo grado la orden contenida en el pliego, como que se le mandaba por ella ir sin tardanza a las islas Azores, donde habían de recalar dos convoyes ingleses custodiados por un navío y dos fragatas, y hacer desde allí rumbos diversos, uno a la Jamaica y otro a las Indias Orientales. Por confidencias muy seguras habíalo sabido Floridablanca, y autorizándole el Rey para aprovecharlas sobre la marcha, expidió a la ligera correos a Cádiz y a Lisboa, de cuyos puntos salieron bajeles hacia el crucero de la escuadra, siendo el buque gaditano el primero que avisó a Córdoba lo propicio de la coyuntura.

A toda vela y con buen viento fue el jefe de marina en demanda de la rica presa, y hallábase a la altura de las Azores a la una de la madrugada del 9 de agosto, cuando la detonación de un cañonazo, disparado por navío suyo, le advirtió que hacia donde aquel iba navegando debían virar todos. Y hecho así, descubrió con júbilo a los primeros albores lo que de corazón apetecía, y revirando prestamente, puso señal de caza general y de marinar las embarcaciones. Treinta y seis estaban ya encerradas y rendidas por diez y seis navíos a las cinco de la mañana; todo el día se empleó en la persecución de las restantes, y al anochecer las cogidas se aproximaban a sesenta. Alguna pudo salvarse trabajosamente para divulgar la noticia del descalabro con el navío Ramillies y las fragatas Tetis, y Southampton que iban en conserva de los convoyes espresados y salidos de Portsmouth once días antes.

Lo de menos trascendencia fue el gran valor material de la presa, estribando la sustancia en quedar privados los que bajo el pabellón británico peleaban al otro lado del Océano de tres mil nuevos combatientes y de considerable porción de vestuarios, de armamentos, y de jarcias, velamen y lonas destinadas a sus escuadras. Todo cayó en manos de los españoles, a quienes parecía halagar por fin la fortuna805.

Hasta entonces en América les había sido favorable, y después de apresar los convoyes ingleses era menos de esperar que se les volviera contraria. Allí las hostilidades empezaron realmente primero que en Europa, a causa de la celeridad con que se despacharon por el Gobierno los avisos de estar declarada la guerra.

Dos expediciones aprestó al punto D. Roberto de Rivas Betancourt, gobernador interino de Campeche, durante los meses de setiembre y octubre de 1779. De Bacalar partieron ambas. La primera, al mando del coronel D. José Rosado, se apoderó de Cayo Cozina, el mejor establecimiento inglés junto a Río-Hondo, y aunque hubo de abandonarlo a la aproximación de dos fragatas y un bergantín jamaicanos, fue llevándose las principales familias, y entre varias embarcaciones menores otro bergantín de catorce cañones, avalorado en siete mil duros; y volviendo por Río-Nuevo, de donde habían huido los ingleses, destruyóles diez y siete establecimientos, en que había trescientas treinta y ocho casas. La segunda, a las órdenes del coronel D. Francisco Piñeiro, hizo igualmente pie en Cayo Cozina, cuyos habitantes se habían ya refugiado a Jamaica, creyéndose con razón mal seguros, y dividida en dos cuerpos, aniquiló a la par todas las rancherías del Cayo y de Río-Hondo, y en el Chevun hasta ciento treinta y cuatro casas; y al restituirse al punto de partida cincuenta o sesenta más en el río del Norte, con lo que la provincia de Campeche quedó absolutamente limpia de enemigos.

Laureles conquistó muy luego D. Bernardo de Gálvez, sobrino del ministro de Indias y gobernador de la Luisiana. Todavía más activo que el de Campeche, púsose en movimiento el 26 de agosto con mil cuatrocientos hombres de todas castas, entre los cuales solamente doscientos eran veteranos. Internándose en la Florida, el 6 de setiembre dio vista a Manchak, fuerte situado a treinta y cinco leguas de la capital de la Luisiana; y mientras al amanecer del día siguiente formaba la tropa veterana en una posición ventajosa, impacientes los sesenta hombres que iban en la división expedicionaria de milicias, tomáronlo de sorpresa y por asalto, distinguiéndose el capitán D. Gilberto Antonio de Maxent, que saltó adentro por una tronera y antes que todos.

A los seis días de descanso siguieron a Baton Rouge, distante cinco leguas; y media antes de llegar sacaron a tierra la artillería, que llevaba por el Misisipi D. Julián Álvarez, teniente del arma. Aquel fuerte imponía mayor respeto por su foso de nueve pies de profundidad y de doble anchura, sus altas murallas, su parapeto con caballos de frisa y trece cañones, su guarnición de cuatro cientos soldados y cien habitantes; y a pesar de tales tropiezos, no había quien no clamara enardecido por el asalto, fuera de Gálvez, que, tan cuerdo como animoso, resolvió, según las reglas militares, prevenir la acometida. Punto adecuado al intento era sin duda la extremidad de un bosque vecino, y de alcanzársele así a cualquiera sacó partido el gobernador de la Luisiana para figurar allí la ejecución de los trabajos y entretener a los enemigos, mientras con la mayor cautela alzaba las baterías detrás de las tapias de un huerto, y a tiro de fusil del fuerte, sin que los que pugnaban por su defensa alcanzaran a descubrirlas hasta sentir el mortífero fuego, que no pudieron aguantar más de cuatro horas. Al cabo de ellas solicitaron capitulación y les fue concedida, declarándoseles prisioneros juntamente con los soldados de guarnición en el fuerte de Panmure de Natches, siete leguas más lejos, y el cual también quedó por el rey de España el 21 de setiembre.

Tras de guarnecer los tres puestos conquistados y de custodiar seiscientos prisioneros, no restaban a Gálvez gentes para otras operaciones, y tomó la vuelta de Nueva-Orleans, aplazándolas hasta allegar fuerzas con que proseguir la victoria. Política la obtuvo por medio de D. José Boidore, que, enviado a explorar a los indios chactas, tribu la más numerosa y temible de la Florida del Oeste, se trajo diez y siete caciques y cuatrocientos ochenta guerreros, deseosos de acreditar en nombre de todos los suyos cordial afecto a los españoles. Tan majestuoso como agasajador los recibió el gobernador de la Luisiana, inspirándoles al par la idea del poder y de la dulzura, y ellos, cautivados por la pompa y por los obsequios, de que eran testigos y participantes, despreciaron las patentes y las insignias que les habían dado los ingleses, admitieron en su lugar medallas con el busto de Carlos III, acompañadas de pingües regalos, y brindáronse por último a levantar cuatro mil hombres, si los necesitaban sus nuevos amigos.

Noticioso Gálvez a principios de 1780 de estar ya en la mar los refuerzos que le enviaba el capitán general de la isla de Cuba, juntó mil doscientos hombres veteranos, de milicias, gentes de color y sirvientes, a fin de remontar el Misisipi a mayor distancia que durante la expedición de los meses anteriores. Ya estaban en poder de sus armas los puestos de Thompson y Amith, y por consiguiente bajo la dominación de Carlos III muchas leguas de territorio fértil y poblado de estancias y de diversas tribus de indios comerciantes en pieles. Ahora el joven caudillo, ganoso de militar renombre y de la gloria de su patria, iba en demanda de la Mobila con catorce embarcaciones de distintos portes y la escasa fuerza antedicha, bien que esperanzado en recibir a tiempo la expedida desde la Habana.

Del 14 al 27 de enero nada le entorpeció la empresa; mas este último día se le volvieron los elementos contrarios, de suerte que a duras penas ganó la ría de la Mobila, no sin que naufragaran seis de los buques en su barra. Además sobrevino un temporal tremendo, que solo dio lugar a salvar la gente, pisando ochocientos soldados una isla desierta casi desnudos, y estos y todos los demás sin víveres ni municiones. Lejos de caer de ánimo en tal conflicto, como varón de temple que ante los obstáculos no retrocedía, sino que pensaba únicamente en la manera de superarlos, Gálvez halló al punto un arbitrio para domar la mala fortuna, sugiriéndole su grande arrojo construir con los fragmentos de las naves que habían dado de través las precisas escalas, y tomar el fuerte de la Mobila por asalto. Y lo llevara a cabo sin duda a no llegarle oportunamente en cuatro buques de la armada española soldados, víveres y pertrechos, con lo que, reembarcada su gente y repuesta, y a pesar de que el temporal no había cesado, presentóse delante de la Mobila el 24 de febrero.

Digno apreciador del mérito, cabalmente porque lo tenía muy grande, y habiéndole contraído no pequeño durante la navegación y el naufragio D. Gerónimo Girón, coronel del regimiento del Príncipe, cedióle generosamente Gálvez el mando del ataque. Con suma prontitud se abrió la trinchera, se establecieron las baterías, y se tuvo la tropa dispuesta a resistir la vigorosa defensa del fuerte, donde el coronel Dunford mandaba trescientos soldados, y a hacer cara a los mil y ciento que traía de Panzacola el general Campbell, dando crédito a las falsas noticias de haber perdido Gálvez en el naufragio no menos de setecientos hombres. Al convencerse del error no osó aproximarse más de nueve leguas al campamento, y desanduvo lo avanzado con la pena de averiguar que Dunford se había rendido el 14 de marzo, a tiempo en que los españoles iban a meterse por la brecha abierta en el muro.

Un paso más faltaba a Gálvez para rematar su campaña, apoderándose de Panzacola. No pudo intentarlo de seguida, falto de recursos; y con el afán de adquirirlos pronto, dirigióse en un pequeño bergantín a la Habana. Sin embargo, no se le colmaron los deseos hasta el día 16 de octubre, en que salió de aquel puerto a la mar con siete navíos, cinco fragatas, el chambequín Caimán y el paquebot San Pio, al mando de D. José Solano. A bordo llevaba tres mil ochocientos hombres de desembarco, víveres abundantes y cuanto es preciso en un asedio; pero el alborozo de Gálvez pasó por entonces como sombra, pues, al día siguiente de hacerse a la vela, un huracán espantoso de ochenta horas dispersó la escuadra, y cada buque se abrigó donde le fue dado.

Perseverante en el designio y aguijoneado por el ansia de gloria, a despecho de la adversa fortuna, volvió el intrépido caudillo a salir de la Habana el 28 de febrero de 1781 con cinco buques de guerra a cargo del capitán de navío D. José Calvo, algunos transportes y mil trescientos quince soldados. Esta vez no le avino desgracia, y el 9 de marzo desembarcó toda su gente en la isla de Santa Rosa, a la embocadura del puerto de Panzacola, su anhelada conquista. Puesto allí el pie, y ahuyentadas dos fragatas inglesas que le molestaban con disparos, atendió a meter en bahía sus naves, por la exposición de que, permaneciendo de la parte de afuera, las obligaran los vientos a desviarse de la costa. Peligro había asimismo en forzar la entrada, defendiéndola con cinco gruesos cañones al mar el castillo de las Barrancas Coloradas.

Intentóse la operación el día 11, y el navío San Ramón, colocado a vanguardia, tocó en escollo, y viró, desistiendo de la tentativa, con los demás buques. La angostura del canal y el imperfecto conocimiento de su dirección y de su fondo no eran dificultades del menor bulto para el impávido gobernador de la Luisiana; y asaltó al bergantín corsario Gálvez-town, arboló la insignia de su grado, y de pie sobre la toldilla y con el corneta en el palo mayor, largó vela y mareó canal adelante por entre el fuego del castillo, sin recibir lesión alguna, y, fuera ya de tiro, se atravesó en bahía e hizo una triunfadora salva de quince cañonazos, a compás de los aplausos de su gente, que se admiraba de tanto denuedo desde la isla de Santa Rosa. A otro día de mañana le imitaron los demás buques, y solo algunos de trasporte experimentaron averías, y esas de leve monta.

No eran las fuerzas conducidas por Gálvez desde la capital de Cuba proporcionadas a la empresa de rendir a Panzacola; y así con laudable previsión había dispuesto que de la Mobila y Nueva-Orleans se le enviaran soldados y recursos. Lleváronselos por tierra el coronel D. José Ezpeleta, desde la Mobila, el 20 de marzo, y por mar cuatro días después, desde Nueva-Orleans, diez y seis embarcaciones, que también forzaron el puerto con buena ventura. Estas tropas y las que en la isla de Santa Rosa efectuaron el desembarco hallábanse ya el día 25 en el continente, y situadas de manera que interceptaban toda comunicación entre la plaza y el castillo. Varias veces mudó el jefe español de campamento, porque los de Panzacola eran bastante numerosos para molestarle con salidas, y al par desembocaban indios salvajes de los bosques y le acometían improvisamente y sañudos. Al fin resolvió atacar ante todo el fuerte avanzado de la Media Luna; pero como no le consentía su valor ver el peligro y no desafiarle sereno, recibió el día 12 de abril una herida en el vientre y otra en la mano izquierda, que consternaron a sus tropas, creyéndole fuera de combate. La consternación fue momentánea, porque no se apartó del puesto; y el ardimiento subió de punto al arribo de D. José Solano, que había salido de la Habana el 9 de abril con once bajeles y porción de soldados, temeroso de que ocho navíos ingleses, que mareaban sobre el canal de San Antonio el día 31 de marzo, fueran en auxilio de Panzacola.

Con aquel inesperado refuerzo aceleró Gálvez las operaciones del sitio. Abierta la trinchera contra el fuerte de la Media Luna, aprestábase a correr al asalto, cuando una granada despedida de las baterías españolas incendió el almacén de pólvora que allí tenían los ingleses, enterrando los ciento y cinco de su guarnición bajo los escombros. Prontamente dispuso que los ocuparan soldados, cañones y obuses, cuyos fuegos obligaron a retroceder a los enemigos, que, conocedores de la importancia de aquel puesto, iban a ganarle por la mano, haciéndolo de nuevo suyo. Volado y todo, el fuerte de la Media Luna dominaba y batía de lleno el fuerte Jorge, centro de la defensa de la plaza, por lo cual solo pensaron los ingleses en capitular desde aquel momento. De resultas la mañana del 10 de mayo de 1781 entraron los españoles en posesión de Panzacola, guarnecida por ciento cincuenta y tres piezas de artillería y sustentada por mil cuatrocientos soldados y mayor número de negros, los cuales quedaron prisioneros, juntamente con el general Campbell y el almirante Chester, capitán general de aquella provincia806. Y así hubo fin la gloriosa campaña del joven caudillo D. Bernardo de Gálvez y la dominación inglesa dentro del seno mejicano.

A este tiempo batallaba todavía en el territorio de Goatemala su presidente, que era D. Matías de Gálvez, hermano del ministro de Indias y padre del gobernador de la Luisiana. Apenas tuvo noticia oficial de la declaración de la guerra, juntó las tropas veteranas que pudo, armó milicias, pidió al capitán general de la isla de Cuba y al virrey de Nueva-España socorros de hombres y de dinero, y tomó las providencias que le parecieron más convenientes para rechazar a los enemigos, si llegaban a invadir el país con medianas fuerzas, o cerrarles el paso a lo interior si, llevándolas más en número, conseguían ocupar alguna posesión de la costa. Camino de ella iba con hueste escasa, y en San Pedro de Sula, llave del territorio de su mando, supo que el pabellón británico ondeaba ya en las almenas del castillo de San Fernando de Omoa.

Un navío de cincuenta cañones, dos fragatas de treinta y seis y una balandra de diez y ocho habían dado fondo al anochecer del 23 de setiembre de 1779 en el Golfo Dulce y a la inmediación de la fortaleza de San Felipe, y río arriba hallaron sus lanchas del todo vacíos los almacenes donde se solían depositar los efectos comerciales de Europa. A tal de no retroceder sin presa levaron anclas los bajeles y fueron contra el castillo de Omoa. Su guarnición constaba de doscientos hombres, y los mandaba D. Simón Desnaux por ausencia del comandante D. Ignacio Maestre. Con la estratagema de arbolar bandera española acercáronse la balandra y luego el navío sin embarazo, bien que, roto el fuego, se retiraron con más escarmiento que fruto, y la expedición se les malogró por entonces. Mas de allí a poco volviéronla a emprender con más fuerzas, anclando el 16 de octubre en Puerto-Caballo, y por consiguiente fuera de tiro, cuatro fragatas, dos balandras, un bergantín, un paquebot y dos piraguas. Desde luego saltaron en tierra setecientos indios mosquitos y zambos, y mientras cincuenta negros los acometían con arrojo, desembarcaron los ingleses y subieron de seguida a una loma, situada a medio tiro de cañón del castillo, y desde donde lo dominaban completamente. Hecha la intimación y rechazada, consiguieron escalar uno de los baluartes la noche del 20 de octubre, y lo arrebataron por sorpresa.

Rescatándolo a todo trance quería empezar D. Matías de Gálvez la campaña. Y a este fin dejó San Pedro de Sula, distante quince leguas, y al frente de pocos, sin tiendas ni bagajes, apoderóse el 25 de noviembre de la loma donde hicieron pie los ingleses; recibiendo a cuerpo descubierto las balas hasta que se concluyó la trinchera; impidiéndoles tomar agua en un río cercano y reses vacunas en el bosque, y figurando capitanear muchas tropas con el ardid de desparramarse de noche las cajas militares por el contorno para los toques de oraciones y de retreta, y de aparecer durante el día en los puntos visibles varios soldados con diversidad de uniformes. Los que mandaba realmente eran cincuenta y cuatro veteranos, trescientos diez y ocho de milicias, ochenta que sufrían condena de presidio y sesenta negros esclavos. Que había prometido a los últimos la libertad si en el asalto se portaban con bizarría, y que entonces no podría refrenar sus ferocidades, dijo el presidente de Goatemala al jefe inglés de Omoa, intimándole segunda vez la rendición de la fortaleza; y aunque este se manifestara determinado a resistir hasta el último estremo, abandonóla a las calladas la noche del 28 de noviembre.

Después de recuperar a San Fernando de Omoa, de recibir caudales de Nueva-España, armas, víveres y pertrechos de Cuba, y de precaver nuevas invasiones, destacó D. Matías de Gálvez dos cuerpos contra los establecimientos ingleses de Honduras. El primero, de cuatrocientos cincuenta hombres, a las órdenes del sargento mayor D. Cayetano Ansoátegui, llegó el 4 de abril de 1780 a la boca del Limon en el río Aguam, tras veinte y tres días de penosa marcha, y cruzando en otros tres veinte leguas y dos desfiladeros, cayó de repente sobre la Siriboya, y destruyó cañaverales, y trapiches, y cuantos productos halló a mano, ejecutando lo propio en las poblaciones de Que-priva y Mister-Cric, por carecer de fuerzas para guardarlas y de medios para acarrear lo que podía ser trasportado. El segundo cuerpo, de trescientos cincuenta hombres, dirigidos por el comandante D. Vicente de Arizabalaga, apresó en las inmediaciones de Guampís cien indios pagas, llegó el 8 de abril al río Paum, el 16 al Embarcadero, y de allí, por agua y en botes cogidos a cuarenta negros ingleses, a los establecimientos Champ-Pich, MisterTauce, Mister-Laure y Teperegil, arruinándolos totalmente. Ambos destacamentos expedicionarios detuvieron el paso cerca de la Criba de Puerto-Mosquito, punto ventajoso, bien guardado, y cuyo ataque requería más gruesa tropa. Entre tanto el teniente coronel D. José Estaciera ahuyentaba por las montañas de Jícaro a los indios contrarios de los españoles.

Antes de recibir el presidente de Goatemala estas faustas noticias, supo la desagradable de ir remontando en piraguas cuatrocientos ingleses y seiscientos zambos y mosquitos el río de San Juan con la intención de señorear el castillo del mismo nombre. Volando a la provincia de Nicaragua con seiscientos hombres de milicias, puso el cuartel general en Granada, e hizo que se abriera un camino para llevar socorros al comandante don Juan de Aysa, que defendía aquella fortaleza con un puñado de valientes. Hubiéranle llegado el día 21 de mayo, mas tuvo que rendirse el 29 de abril, porque los ingleses domaron su denuedo cortándole el agua.

Como el objeto antiguo de los contrarios era salir al mar del Sur por el Istmo, tiró a estorbárselo el presidente, con cuyo fin mudó el cuartel general a Masaya, donde se forma el río de San Juan a orillas del lago, y juntó cayucos y piraguas suficientes a la defensa. Para la del valle de Matina, sobre Costa-Rica, amenazada desde el puerto de San Juan de invasión inglesa, comisionó a D. Tomás López del Corral, quien, gracias a su práctica del país, salió airoso del cargo, destruyendo además la ranchería de Tortuguero y limpiando de ingleses el punto llamado la Boca del Toro.

Ya por aquel lado no quedaba otro empeño que el de recuperar el castillo de San Juan de Nicaragua. Fióse la empresa el último día del año 1780 al capitán D. Tomás Julia, quien se embarcó en el río al frente de doscientos hombres, entre los cuales solo sesenta eran veteranos, hasta llegar, la noche del 2 de enero del nuevo año, al puesto denominado el Desayuno. Allí tomó tierra y después una loma sobre el castillo, contra el cual rompió la mañana siguiente sin dilación alguna el fuego. Mal animados los ingleses a la resistencia, se embarcaron la noche del 3 al 4, y a otro día los españoles se posesionaron de la fortaleza, debiendo a un desertor el que la victoria no les abriera sepultura, pues los enemigos habían dejado dos minas con mecha encendida, y la explosión estallara exterminadora, de haberse dilatado el reconocimiento solo algunos minutos.

En consolidar sus victorias y en disponerse a ganar otras nuevas tardó D. Matías de Gálvez más de un año. El de 1782 corría por el mes de marzo al zarpar del puerto de Trujillo contra la isla de Roatán las fragatas de guerra Santa Matilde y Santa Cecilia, la corsaria Purísima, Concepción, cuatro lanchas cañoneras y diez y seis buques pequeños, llevando a bordo los granaderos y cazadores del batallón de Goatemala y unos seiscientos milicianos. Un día después de hacerse a la vela, ya la vista del puerto enemigo, fue el capitán de fragata D. Enrique Maedonell a intimar la rendición a sus defensores, quienes pidieron seis horas de plazo. No rendirse deliberaron a la postre, sin más fruto que el de tenerlo que hacer a discreción a la otra mañana, 16 de marzo, batidos primero en los fuertes Dalling, Despard y Jorge, y acto continuo en las alturas donde quisieron buscar el postrer refugio. Desde allí revolvieron los españoles contra Río-Tinto y se apoderaron a principios de abril del puesto de la Criba, donde se había detenido la expedición antecedente. Tras de lo cual, aventados los enemigos del golfo de Honduras, fuese D. Matías de Gálvez en sosiego a su capital de Goatemala807.

A la sazón habían reconquistado los franceses casi todas las Antillas de su pertenencia; don Juan Manuel de Cagigal, capitán general de la isla de Cuba, estaba para caer sobre la de la Providencia y las demás denominadas de Bahama808; el poder británico a punto de expirar en sus emancipadas colonias, y el jefe de escuadra D. José Solano aguardaba en Santo Domingo al almirante Du Grasse, que debía ir a unírsele desde la Martinica, para lanzar sobre la Jamaica cerca de setenta bajeles y muchas tropas de desembarco. No más de treinta y seis capitaneaba Rodney, bien que su alta capacidad estaba muy por encima de la de los marinos de su tiempo. Alerta al movimiento de Grasse, diole caza en la travesía; y habiendo este disminuido velas para que se le incorporaran dos de sus buques, y navegando muy delanteros otros en conserva de los trasportes, vio el almirante inglés que la ocasión le estimulaba a la acometida. Du Grasse quiso evitar el decisivo empeño formando la línea de combate; mas cortóla Rodney osadamente, cogió entre dos fuegos la escuadra central francesa, y obtuvo cabalísima e insigne victoria. Lo ha dicho un historiador de la Gran Bretaña: De conseguirse la incorporación de los navíos franceses y españoles, ningún poder humano hubiera impedido la expulsión total de los ingleses de las Indias Occidentales809.




ArribaAbajoCapítulo III

Ventajas conseguidas por España


Insinuaciones de Inglaterra.-Óyelas España.-Negociación sobre Gibraltar.-Sus incidencias.-Su verdadero objeto.-Tratos del Ministerio británico en Rusia.-Invalídalos Floridablanca.-Manifiesto de Catalina II.-La neutralidad armada.-Laudable imperturbabilidad de Inglaterra.-Sus hostilidades con los holandeses.-Proyectos de España.-El duque de Crillon.-Expedición contra Menorca.-Gran secreto con que se prepara.-Plan de desembarco.-Ocupación de la isla.-Sitio del castillo de San Felipe.-Vigor del ataque.-Heroísmo de la defensa.-Su rendición a las armas españolas.-Alborozo que produce.-Fiesta notable.- Pensamiento radical de Carlos III.

Mientras en América llevaban tal giro las hostilidades, se proyectaban negociaciones en Europa. Carlos III, escribiendo a Luis XVI a principios de 1780, alegaba como nuevo testimonio de no faltar nunca a sus compromisos la puntualidad con que le había comunicado las insinuaciones que le vinieron de Inglaterra por la vía de Lisboa en octubre de 1779810. Se las hizo el comodoro Johnstone, jefe de la estación británica en aquel puerto, y se reducían a manifestar lo muy predispuesto que el Ministerio presidido por lord North estaba a desprenderse de Gibraltar si, mediante este sacrificio, lograba restablecer la paz con España. Semejante propuesta no era para desatendida en ningún tiempo, y menos en el de estar a mal con Francia, por ser culpa suya la no ejecución del proyectado desembarco sobre las costas de Inglaterra.

Sin que le fascinara la oferta seductora, y previa la autorización de Carlos III, valióse Floridablanca del presbítero irlandés Mr. Hussey, limosnero del soberano español, y que, perteneciendo a la comitiva del embajador marqués de Almodóvar, se había quedado a la salida de este en Londres, para que indicara al Gabinete británico la inclinación del de Madrid a separarse de la guerra, si recuperaba a Gibraltar aun a costa de compensaciones equitativas. Por conducto de Cumberland, secretario particular de lord Germaine, que era ministro de la Guerra y encargado de los negocios americanos, puso Hussey en conocimiento de este y de lord North lo que le participaba Floridablanca; y como entonces se hallaba Inglaterra en grandes apuros y había lugar a suponer que se resfriara la confianza mutua entre franceses y españoles ínterin la negociación durara, por infructuosa que fuera, ni uno ni otro ministro juzgaron político eludirla. Antes bien conjeturaron ambos ser lo mejor que Bussey regresara a Madrid bajo pretexto de asuntos particulares, aunque proveyéndole de una especie de credencial para el desempeño de su encargo. Consistía este en fomentar, a la sombra de sus relaciones con personas de alta categoría, el deseo del Gobierno español en punto a renovar la buena inteligencia recientemente rota con el de Inglaterra; todo bajo la seguridad de que sus representaciones serían acogidas en Londres con la consideración más amistosa, y de que, si llegare a estar autorizado para hacer algunas propuestas de parte de España, se discutirían allí con la sinceridad y buena fe posibles. Aun cuando se le dijo que hablar de Gibraltar le estaba terminantemente vedado, vino Hussey a Madrid con aire de tenerlo como en el bolsillo811.

Durante los pocos días de su permanencia en la corte española, admitióle a diversas entrevistas Floridablanca, de cuya boca supo que las insinuaciones a propósito de la cesión de Gibraltar habían sido traídas de parte del ya citado comodoro por un correo de Lisboa, si bien no faltaban motivos para creerlas mañeramente enderezadas a suscitar desavenencias entre las cortes de Francia y España; que esta podía hacer la paz sin concurrencia ni participación de aquella; y que no se lograría el objeto de ningún modo, a no preceder la cesión de Gibraltar por el Gabinete británico, de quien dudaba mucho que obrara con intención recta en este negocio. Y después de hablar a Hussey vagamente de compensaciones, le despachó el 9 de enero de1780 con una carta, semejante a la que lord Germaine le había dado en lo de manifestarse propenso al reposo, y con instrucciones sobre la manera de ampliar los términos generales en que aquella estaba concebida, cerca de los ministros ingleses.

Estos, a la llegada de Hussey, celebraron cuatro consejos consecutivos, en los cuales no se platicó de otra cosa que de las resultas de su encargo; y las de los acuerdos ministeriales, fundados en la importancia de Gibraltar y en el interés del amor propio nacional de mantenerlo bajo su dominio, fueron sumamente irritantes. Para el caso de asentir el Ministerio de Inglaterra a restituir Gibraltar, según los deseos de España, habrían de exigírsele en cambio la isla de Puerto-Rico; el castillo de San Fernando de Omoa y su territorio; el suficiente en la bahía de Orán para edificar una fortaleza, y además puerto donde se abrigaran sus buques; el pago efectivo de los pertrechos y artillería de la plaza; una compensación de diez millones de reales por lo gastado en fortificarla desde que la poseían los ingleses; la ruptura de los compromisos que tenía el Gabinete de Madrid con el de Versalles; la promesa de no socorrerá las colonias sublevadas, de no admitir a ninguno de sus agentes en la corte, ni a ninguna de sus naves en los puertos; y, si se podía, hasta la obligación de ayudar a la metrópoli para volverlas al vasallaje812.

Guardando el más firme secreto sobre lo así determinado, lord Stormont, ministro del departamento del Norte, expuso verbalmente y de parte de sus compañeros a Hussey que la paz estaba en las manos de España, siempre que se aviniera a que el tratado de París se reconociera por fundamento, y que Inglaterra no esquivaría la coyuntura de hacerla más eficaz y estable por medio de concesiones recíprocas de territorio; bien que, por lo relativo a Gibraltar, con el mapa de los dominios españoles a la vista y tres semanas de plazo, no se comprometería a poder elegir un verdadero equivalente. Aseguróle también de oficio que Johnstone no había sido autorizado para nada que se rozara con ajuste de paces; y que, sin otra representación que la de comandante de un crucero, sus insinuaciones debían ser consideradas como procedentes de su carácter proyectista.

Asaz mohíno Hussey con noticias tan desfavorables, y con no recibir respuesta por escrito, ni carta, ni tampoco nueva autorización para volver a Madrid en todo febrero, como lo había prometido, si no enviaba contestación expresa, fuese a casa de Cumberland, mostrándose resuelto a escribir inmediatamente a Floridablanca, y a pedirle perdón, así como a Carlos III, por las seguridades que les había trasmitido acerca de las disposiciones pacíficas de aquel Gabinete, en el cual solo predominaba a la sazón la mala fe, según el ministro español sospechaba y se lo anunció desde la primera entrevista. Cumberland procuró calmarle, y no consiguiéndolo a breve rato, alzó el tono y le dijo que era dueño de escribir lo que se le antojara, pues el honor del Gabinete británico saldría ileso de toda mancilla, como que haría de una manera solemne declaraciones contrarias a asertos semejantes. «¿Cuál será (añadióle con gravedad suma) vuestra situación respecto de España cuando sepa que, a impulsos de vuestro carácter fogoso y poco mesurado, presentasteis a falsa luz una negociación de tamaña importancia?». Y pasando súbito Hussey de la osadía al rendimiento, oyó tranquilo a Cumberland defender la justicia del principio en que se fundaba el Ministerio de Inglaterra, se despidió amistosamente, y volvió a otro día apesarado de su vehemencia y en traza de acceder a lo que a Cumberland le pareciera razonable. Diciendo y haciendo, al tenor de las inspiraciones de este fue la contestación dirigida por aquel a Floridablanca.

Su texto contenía la especie de que el Ministerio británico no se prestaba a restituir la plaza de Gibraltar como condición indispensable del tratado, y sí a que sobre el de París versaran las negociaciones, pudiendo el Gobierno español tocar el punto en que manifestaba más empeño bajo el aspecto de cambio de territorio, lo cual proporcionaría a Inglaterra la ocasión de hacer ver al mundo con el desenlace de los tratos la sinceridad de sus votos relativamente a un acomodo con España. Tras esto conjeturaba Hussey que la cesión de Gibraltar se verificaría mediante ciertas condiciones; y finalizaba declarando que el Gabinete inglés negaba haber dado a Johnstone encargo alguno, bien que no debiera oponer obstáculos a la negociación comenzada la imprudencia del comodoro.

Apenas partido el correo de Londres con tan artificiosa carta, vista por los lores Hillborough y Germaine, recibióse allí el parte del triunfo de Rodney sobre las aguas del Estrecho. No concebida en términos satisfactorios, tampoco cerraba la puerta a las pretensiones de España, y habiéndose perdido con la derrota de Lángara y el socorro puesto en Gibraltar lo adelantado durante seis meses de bloquearle, quiso el Rey que Floridablanca siguiera los tratos.

Por virtud de la respuesta de este ministro diose orden a Cumberland para trasladarse a Lisboa y aguardar allí las resultas de lo que Hussey descubriera en la corte de España, adonde vino de nuevo con el encargo de averiguar si se persistía en que la cesión de Gibraltar fuera base del acomodo. Habilísimo Floridablanca, sorteó las insidiosas artes del presbítero de Irlanda uno y otro día; y sin contestar claramente atrajo a Cumberland a la corte de España por el mes de junio de 1780. De sus entrevistas y las de Hussey con Floridablanca provino que se pensara en el plan de convenio, y que, antes de debatir sobre el punto de Gibraltar, llegaran noticias del tumulto de Londres acaecido por aquellos meses; de haber arribado en salvamento a su destino la expedición del jefe de escuadra Solano, y de la presa hecha por Córdoba del convoy inglés enviado a las Indias Orientales y Occidentales.

Entonces mostraron los ingleses más anhelo por llevar a cabo el ajuste. Púsolo muy en claro una carta escrita por Hillborough a Floridablanca, llena de halagos y cumplidos813, en la cual ni se inclinaba a segregará Francia de la negociación pendiente, ni a admitirla sin cortapisas terminantes; y de todo infería el jefe del Ministerio español que el británico aguardaba noticias, y que entre tanto iba poco a poco soltando y reteniendo, sin romper los tratos ni avanzar a las paces. Admitido por ambas partes que lo estipulado en París se fuera cumpliendo y modificando, ninguna quería anticiparse a fijar las ampliaciones o restricciones indispensables; y la negociación estancóse en esta disputa, hasta que Floridablanca se explicó a las claras, no solamente sobre lo de preceder la restitución de Gibraltar a todo, sino también sobre la necesidad de comprender en el ajuste al Gabinete de Versalles; con lo que, tras ocho meses de residencia en la corte de Madrid, tomó Cumberland a la de Londres, ya entrado el año de1781; y por entonces nada más se habló de acomodo.

Semejante negociación, aparentemente infecunda, no fue tal para España. Versando sobre Gibraltar toda ella, ni el Gabinete británico pensaba en cederlo, ni el español tenía esperanzas de adquirirlo por esta vía, ni intenciones de abandonar a Francia814. Inglaterra, con las insinuaciones del comodoro de estación en Lisboa, quiso alucinar a Carlos III y mover a sospechas a su aliado. Floridablanca, muy al cabo del ningún valer oficial de lo que Johnstone proponía, aconsejó a su Rey asir aquel hilo para desembocar en la paz o proseguir con eficacia y probabilidades de éxito venturoso la guerra. Como las circunstancias eran poco favorables para conducir al primer objeto, limitóse a procurar el segundo, y los efectos correspondieron a las esperanzas. Ya que la empresa proyectada con las escuadras francesa y española se había frustrado por indecisión del Gabinete de Versalles, era menester inducirle a obrar con entereza y más a la corriente del interés de Carlos III en recuperar las posesiones de sus antepasados sometidas a los ingleses. Para conseguirlo, se tuvo fundadamente por atinado hacer recelar a Francia que iba a quedar sola con Inglaterra, y temiéndolo así efectivamente, hubo de suscribir a las miras de España, sostenidas con vigor por su primer ministro; y presentóse el almirante conde de Estaing en Madrid para combinar las operaciones sucesivas de la campaña; y vinieron buques franceses a Cádiz y Algeciras para concurrir al bloqueo de la reconquista deseada; y navegaron otros hacia las Antillas para ayudar a las empresas convenientes; y las naves de Carlos III no tornaron a Brest, sin embargo de las repetidas gestiones de su aliado; y España, en suma, no anduvo ya como a remolque de Francia camino de las hostilidades815.

Inglaterra continuábalas sin aliados, y los buscaba entre los rusos; pero también allí el activo celo y la afortunada inteligencia de Floridablanca esterilizaron sus afanes. Harris, que había hecho insignes pruebas de aptitud diplomática en la corte española con motivo de las desavenencias originadas sobre las islas Maluinas, representaba ahora no menos dignamente a la corte de Londres en la de San Petersburgo. Y con órdenes y deseos de que la emperatriz Catalina II saliera a batalla por los ingleses y contra los Borbones, deslumbrábala sagacísimo con la posibilidad no lejana de adquirir en recompensa la isla de Menorca, importante de suyo, y más para el proyecto favorito de apoderarse de los Dardanelos. Vacilante al principio la Czarina, iba ya inclinándose a unir a las naves de Inglaterra las de una escuadra que equipaba sin levantar mano, cuando casi improvisamente se puso a la cabeza de las potencias neutrales, siendo la política española origen primordial de esta resolución significativa.

Nunca Inglaterra había observado la regla generalmente conocida de amparar el pabellón neutral las mercaderías propias de adversarios. De resultas Carlos III, al refundir la ordenanza de corso para esta guerra, dispuso que las naves de bandera neutral o amiga fueran traídas a sus puertos, y que se procediera con las que llevaran efectos ingleses a semejanza del Almirantazgo británico respecto de las apresadas con mercaderías pertenecientes a españoles o aliados suyos, para obtener moderación en la conducta habitual de Inglaterra, o resarcimiento de los perjuicios que su continuación ocasionara816.

Proporcionando el bloqueo de Gibraltar repetidísimos casos de poner en práctica la bien pensada providencia con muchas embarcaciones que pasaban al Mediterráneo cargadas de efectos ingleses, los ministros de Suecia, Dinamarca, Holanda, Rusia, Prusia, Venecia, Génova y otros acosaron a Floridablanca para que se cortara el daño que padecía su comercio con la detención de tanto número de buques; pero siempre repuso a los universales clamores que, en defendiendo las potencias neutrales su pabellón contra los ingleses, cuando estos quisieran apoderarse de efectos españoles, se respetarían por su monarca los bajeles que bajo el mismo pabellón neutral condujeran mercaderías inglesas a bordo.

Con celeridad previsora había cultivado Floridablanca, de orden del Rey, la buena correspondencia con Rusia, harto resfriada, al encargarse de la primera secretaría del Despacho, por la etiqueta de los tratamientos imperiales y de las ceremonias de aquella corte. Su canciller propuso a Floridablanca ahora que se afianzaran la tranquilidad y armonía de las potencias comerciales con la formación de un código marítimo donde se comprendieran los puntos más necesarios para evitar disputas, ofreciendo que la Emperatriz dedicaría muy gustosa su autoridad y buenos oficios a que fuera adoptado por las naciones.

De las dificultades que embarazarían este designio, en que resaltaban las aspiraciones de Rusia a dictar leyes marítimas a Europa, valióse Floridablanca para acariciar las ambiciosas ideas de Catalina II, indicando como paso más obvio y conducente a igual objeto el de mover a las potencias marítimas neutrales a que defendieran su pabellón contra, las beligerantes que se propasaran a ofenderlo, bajo la promesa de que España y Francia se acomodarían a las reglas que fueren establecidas, aun cuando las desechara Inglaterra. Prestóse Rusia a obrar de esta suerte, y las instancias de Federico II le avivaron más el anhelo817.

En vísperas de hacerse pública la resolución importante, modificóse por Carlos III la ordenanza de corso para acallar las quejas de todas las potencias neutrales818. A muy pocos días, España el 18 y Francia el 23 de abril de 1780, aprobaron el manifiesto de Catalina II, y esta lo dio a la luz el 13 de julio del mismo año. Anunciando el armamento de su escuadra y el propósito de sostener el lustre de su pabellón y el comercio de sus vasallos, establecía las siguientes bases: «Los buques neutrales pueden navegar libremente por la costa de las potencias que están en guerra, y arribar sin oposición a sus puertos. Les será lícito llevar toda clase de efectos, menos pertrechos y municiones, por ser naturalmente de contrabando. Solo se admitirá excepción a estas reglas generales respecto del bloqueo de los puertos, considerándose tal el que esté puesto de manera que los buques de guerra no puedan acercarse allí sin peligro.»

Desde luego se adhirieron al célebre manifiesto de la Czarina, Suecia, Dinamarca y Prusia; de seguida Holanda y las Dos Sicilias, y el imperio de Austria inmediatamente después del fallecimiento de su soberana María Teresa, acaecido a últimos de aquel año, viniendo a formar todas estas naciones lo que se conoce en la historia con el nombre de la neutralidad armada819.

Lejos de caer de ánimo Inglaterra, devorada interiormente por la lucha de los partidos, acometida con tenaz empuje por las fuerzas terrestres y marítimas de España y Francia, sin auxiliares en parte alguna, casi ya vencida por sus colonias, punto menos que expulsada de las Indias Occidentales, y en la necesidad de dilatarse por todo el mundo, si había de hacer cara a sus contrarios, aún tuvo sobrada energía para aumentárselos con los holandeses. ¡Ganado ha por cierto y legítimamente lleva el título de nación grande y poderosa la que, tan impávida como perseverante, supo desafiar los peligros y mantener el honor de sus armas contra los ímpetus de la fuerza y los vaivenes de la fortuna!

En haber descubierto un tratado de los holandeses con los colonos de la América del Norte fundó Inglaterra la declaración de hostilidades el 18 de diciembre de 1780820. Como aquel no debía de considerarse vigente, según lo explicaba su texto, hasta que el monarca británico reconociera la independencia de las colonias, fundadamente propalaron los holandeses que se les provocaba a la guerra por su adhesión a la neutralidad armada. Y con más justificado motivo que ninguna potencia se habían resuelto a este paso. Beyland, almirante suyo y procedente de Texel, llevando un convoy a su cargo, acababa de ser acometido por el comodoro inglés Filding con la pretensión de reconocerle; y como persistiera en el empeño, a pesar de las repetidas protestas de no ir nada de contrabando, rindióse Beyland, no sin disparar antes una andanada para que constara la violencia, resistiendo luego a las insinuaciones y hasta a las súplicas de Filding para que enarbolara nuevamente su pabellón y prosiguiera el viaje, y haciéndose traer a Inglaterra; cuyo insulto fue, causa general de escándalo y de que la emperatriz de Rusia apresurara la publicación del manifiesto821.

Holanda tenía a la sazón muy cerca de cinco millones de habitantes, y en libras esterlinas pasaban de este guarismo sus rentas; a cincuenta y tres mil y trescientos hombres de todas armas ascendían sus tropas; a veinte y ocho sus navíos, y a treinta una sus fragatas; refuerzo considerable para coadyuvar a los designios de los Borbones, si el Estatuder hubiera impulsado convenientemente los bríos de sus gobernados. Estos perdieron sus mejores establecimientos en Asia, y en América varias islas, entre ellas la de San Eustaquio, aunque muy poco tiempo se la dejaron poseer los franceses. Combate naval sostuvieron bizarramente uno sobre las costas de Noruega, los al mirantes Parker y Zouthman con igual número de navíos, todos los cuales quedaron bastante maltratados. Aunque los de Inglaterra contaban treinta y seis cañones más que los de Holanda, estos sostuvieron el honor de su bandera, y capitán de fragata hubo que, como no pudiera ya hacer fuego ni resistirlo, preguntó por señas al almirante, no si rendiría el buque, sino si había de volarlo o echarlo a pique; acto de verdadero heroísmo que supo avalorar Zouthman disponiendo que se retirara de la línea de batalla y colocándose en su puesto.

Casi no hubo, pues, sucesos militares en Europa durante la campaña de 1780; pero la venida del conde de Estaing a consecuencia de la negociación entablada con Inglaterra para dar qué temer a Francia, si no cooperaba a las miras de Carlos III, la neutralidad armada, y las hostilidades más o menos activas de los holandeses, ventajosas en uno y otro caso a los Borbones, semillas eran de que España había de cosechar fruto.

Contra la inacción lastimosa clamaba sin cesar el conde de Aranda, y el de Floridablanca le respondía que empleara su elocuencia con los franceses, pues aquí en menos de un mes se había despachado a América una expedición formidable.

«Por lo que mira a Europa (añadía), todos nuestros armamentos van con gran celeridad, y a estas horas ya habrán salido bastantes navíos del Ferrol, en que van dos nuevos, y uno de ellos de tres puentes, para incorporarse en Cádiz. Desde allí se tomarán medidas, y no falta idea que se está madurando»822.

Días adelante se la explicaba de este modo: Estamos tentando alguna cosa en Mahón, mientras dura la ilusión de Gibraltar; pero esto debe ser secretísimo, porque depende de mil accidentes y contingencias823.

Habiéndose apoderado el general Sthanope y el almirante Lake en setiembre de 1708 de la isla de Menorca, hechas las paces de Utrech, guardaron los ingleses aquella preciosa conquista. Al romperse las hostilidades el año de 1756, quitáronsela con no poca dicha los franceses, a las órdenes del mariscal de Richelieu y protegidos por el almirante M. de la Gallisionière, que batió a la escuadra inglesa destinada al socorro y mandada por el almirante Bhing, quien, sometido a consejo de guerra, fue arcabuceado sobre la cubierta del mismo navío que montaba cuando padeció la derrota824. Entre los fatales efectos de la paz de París de 1763 contóse el de que los ingleses tornaran a señorear el castillo de San Felipe, y por consiguiente el puerto de Mahón y la isla toda. Para acometer la reconquista puso Floridablanca los ojos en D. Luis de Berton des Balbes, duque de Crillon, que en las campañas de Italia supo granjearse créditos de inteligente, valeroso y afortunado, y vino de teniente general al servicio de España, ganoso todavía de gloria, y como en despique de haberle privado el duque de Choiseul de nuevas ocasiones de adquirirla no dándole el mando de los franceses que el año de 1762 pasaron a la campaña contra Portugal y en auxilio de los españoles. Al marqués de Sollerich, persona de grande influencia en la isla, fióse la delicada comisión de explorar los ánimos de los naturales, y, desempeñándola felizmente, pudo asegurar que allí Carlos III no contaba más enemigos que los ingleses. Del secreto pendía el pronto y mejor éxito de la empresa, y, exceptuados el Rey, el príncipe de Asturias, Floridablanca y Crillon, nadie sospechaba que los aprestos que se hacían con todo estudio en lugar tan distante como Cádiz, fueran contra Menorca; algunos imaginaron que se pensara en reforzar a Buenos-Aires, y miráronlos casi todos como indicios de que el bloqueo de Gibraltar se iba a convertir en asedio.

Cuando el 23 de julio de 1781 salieron al mar y desplegaron velas al viento setenta y tres buques mercantes, llevando cerca de ocho mil hombres a bordo, y dos navíos, dos fragatas, dos bombardas, dos brulotes y dos balandras en su custodia y al mando del brigadier D. Ventura Moreno, aún no había penetrado nadie el destino de aquella expedición misteriosa en que iba el duque de Crillon por jefe. Y, a no cogerla calmas de muchos días a las inmediaciones de Cartagena, con las primeras noticias de su rumbo hubiéranse divulgado por España las del término de su viaje.

Plan de Crillon era hacer el desembarco de noche y a un tiempo mismo por las dos costas, saltando personalmente a tierra con cinco mil hombres por la playa de la Mezquita, mientras practicaban igual operación el marqués de Casa-Cagigal con una brigada, doscientos voluntarios de Cataluña y varias compañías de granaderos por la Cala de Alcofa, y el de Avilés con las fuerzas restantes por las cercanías de Ciudadela, antigua capital de la isla. De esta suerte pensaba cortar a los soldados que guarnecieran a Mahón y su arrabal la retirada hacia el castillo de San Felipe, y aun tomarlo quizá de rebato. No se lo permitieron los vientos, arreciando la noche del 18 de agosto y empujando la expedición a tierra, en términos que a las diez de la mañana siguiente pasaba el navío San Pascual, donde iba Crillon, al alcance del castillo de San Felipe, e izaba su bandera, asegurándola con un cañonazo, que llevó a los ingleses la primera noticia de ser atacados por los españoles. Si faltaran otros comprobantes, la expedición contra Menorca, sobrecogiendo súbito a los ingleses, y la de seis años antes contra Argel, hallando juntos y prevenidos a los moros, no obstante haberse intentado con ambas llegar por el mismo profundo arcano a igual afortunada sorpresa, bastarían a patentizar lo mucho que superaba el tacto político de Floridablanca al de Grimaldi.

Desembarazadamente salía Crillon a tierra a la una de la tarde del 19 de agosto en la playa de la Mezquita: luego avanzaba sobre Mahón al frente de tres mil y quinientos hombres: con su rápido movimiento encerraba a los ingleses en el castillo de San Felipe, obligándoles a abandonar sus bien provistos almacenes; y antes de amanecer el día 20, y de que pudieran desembarcar las tropas destinadas a la Cala de Alcofa y a Ciudadela, dejaba establecidos en rededor de la fortaleza y fuera de tiro los puestos que habían de servir de base a las operaciones825. Ya en tierra todas las tropas, el marqués de Peñafiel y el coronel don Ventura Caro se apoderaron sin tropiezo del fuerte de Fornell y la Ciudadela: todos los habitantes, presurosos y alborozados, prestaron juramento de fidelidad al rey de España; y los capitanes Castejón y Garnica, enviados en el jabeque Lebrel a Barcelona, y tomando allí la posta la noche del 27 de agosto, le trajeron la fausta nueva de estar reducidos los ingleses al castillo de San Felipe en número de unos tres mil hombres, y mal provistos de vituallas, como cogidos de sorpresa.

Por voto unánime de los oficiales generales, y con la aprobación del Monarca, resolvióse formalizar el sitio en vez del bloqueo proyectado antes de creer expugnable la fortaleza. La suma estrechez de su recinto, la elevación de las tapias de muchos huertos situados a menos de tiro de fusil y en dirección exactamente paralela, y la facilidad de establecer baterías que asestaran sus fuegos contra todas las de la plaza, indujeron al duque de Crillon a responder con su cabeza de alcanzar el triunfo, economizando hombres y gastos, a los tres meses de abrir trinchera. Sin más que arrimar por dentro y por fuera a las tapias de los huertos sacos de tierra, túvola el general casi formada, pues había encontrado caminos por donde avanzar hasta allí sin experimentar el menor daño, solo a merced de algún rodeo y de varios espaldones construidos a bastante distancia unos de otros. Limitándose de esta suerte a establecer nada más que una paralela, ya que los accidentes del terreno le facilitaban tal ventaja, y necesitando repartir sobre ella la mayor parte de su artillería, la puso defensas con reductos por frente y flancos, para rechazar oportunamente las salidas del enemigo; y se destinaron a este fin tres columnas, la de la derecha al mando del marques de Avilés, la del centro al de D. Pablo Sangro, la de la izquierda al de D. Ventura Caro, y todas al del oficial general de día en el caso de operar juntas.

Tan indispensables prevenciones ocuparon a Crillon mucho tiempo, y más debiendo aguardar que le llevaran de Cartagena y de Barcelona pertrechos, artillería de grueso calibre y un batallón de la misma arma. De Tolón llegáronle además, ya muy adelantado octubre, con el barón de Falckenhain, cuatro mil franceses, que Luis XVI envió a su aliado Carlos III, no obstante la desazón que le produjo haber sabido la expedición contra Menorca no mucho antes de que la divulgaran las gacetas826. Hasta principios de diciembre no se empezaron a levantar las baterías. Cinco habían de ser, denominadas Saboya, Filipet, Murcia, América y Burgos, al cuidado de otras tantas brigadas, y en el curso del mes, y sin que los enemigos alcanzaran a descubrir más que dos de ellas, montáronse todas de cañones, bajo la dirección del comandante de artillería D. Bernardo Tortosa. Otras de morteros se interpolaron en los puntos más convenientes para que, desde el instante de roto el fuego, no quedara por batir ninguna de las de la plaza, pues Crillon pretendía rendirla a cañonazos sin apelar a otros medios de ataque, por ahorrar sangre a sus valientes. Y, sensibles estos a las contemplaciones del general, y prendados de su intrepidez, no disminuida con los años, y de la cual hizo especialmente gala subiendo a poner por su mano y con gran riesgo de la vida la bandera española en la torre de las Señales827, todos competían en denuedo y en ansia de gloria; y así cuando, para ocupar el puesto de más peligro, se creó la compañía de Voluntarios de Crillon pidiéndose un hombre a cada una de las existentes, no hubo en el ejército quien no se disputara la preferencia, y por evitar honrosos altercados intervino la autoridad del jefe, escogiéndolos a su gusto.

Dentro del castillo mandaba el general Mr. Jorge Murray, soldado antiguo y de corazón muy entero, que le impulsaba naturalmente a lidiar hasta el último trance, y a pesar de la poca esperanza de socorros. Bastante escasos pudo introducir una o dos veces por la cala de San Esteban los que le remitió el cónsul inglés en Liorna: cuantas salidas había intentado a deshora se le rechazaron con presteza: el fuego más o menos nutrido de su artillería molestaba poco a los sitiadores; y juntándosele a tantas desgracias la de carecer de víveres frescos, muchos de su tropa caían enfermos de escorbuto.

Así las cosas, al amanecer el 6 de enero de 1782, y para solemnizar el cumpleaños del delfín de Francia, empezaron a jugar ciento once cañones y treinta y tres morteros contra el castillo de San Felipe, desde donde solo dos días correspondieron con el mismo vigor los ingleses, abrumados por el fuego espantoso, que experimentaban de continuo. Sin embargo, Murray los animaba infatigable, haciéndoles esperar auxilios, prometiéndoles galardones, y enseñándoles a despreciar la vida. Con la palabra y el ejemplo mantúvolos briosos semana tras semana; y entre tanto se le multiplicaban los desvelos, se le desvanecían las esperanzas, y únicamente el valor heroico le consentía permanecer sereno entre la desolación que le circundaba por todas partes. Nada podía resistir el terrible diluvio de balas, bombas y metralla: entre las ruinas de los muros caían y rodaban al foso los cañones desmontados de las baterías con horrísono estruendo: de día, nube densa de polvo y humo impedía ver todo el estrago: de noche, si tal vez se interrumpía la pelea, alumbrábanlo funerariamente las llamas del incendio, que consumía los almacenes de víveres y municiones, y hasta los hospitales, siendo menester llevar los enfermos a las casamatas, donde se les agravaban las dolencias. Muertos y heridos se aumentaban considerablemente; manera de defensa ya no había, y resignarse a morir sin ofender era a todas luces temeridad infructuosa.

Al fin Murray tuvo que ceder el día 5 de febrero a la voluntad de los que se inclinaban a rendirse. ¡Viva el Rey! gritó con espontáneo y sonoro acento la muchedumbre de paisanaje agolpada hacia el campamento de Crillon y gozosa de ver tremolar una bandera blanca sobre el castillo de San Felipe. Tras esto la capitulación se hizo al instante, dándose por prisioneros de guerra Murray y los suyos, y debiendo trasladárseles a Inglaterra, donde permanecerían inactivos hasta ajustarse la paz o hacerse el oportuno canje. Pocos más de seiscientos soldados, con otros ciento veinte de artillería, doscientos marineros, y como cincuenta griegos, turcos y judíos, salieron macilentos y desfigurados, a tambor batiente y con mecha encendida, y desfilaron por entre los vencedores, formados a uno y otro lado en orden de parada desde el glasis de la fortaleza, hasta donde habían de rendir las armas: con ellos y con los setecientos postrados de heridas o de enfermedad en las casamatas del castillo de San Felipe, hicieron franceses y españoles, poco antes enemigos sañudos, oficios, más que de compañeros, de hermanos. Crillon anduvo justamente pródigo con Murray en elogios y contemplaciones, admirando su constancia, sentándole a su mesa, y no perdonando manera de dulcificar su infortunio hasta proporcionarle cómodo embarque. Si la generosidad no lo ennoblece, el valor no es más que barbarie; y, victoriosos o vencidos, los héroes mueven a respeto.

De los sitiados habían sucumbido más de mil en el combate y de escorbuto: ciento ochenta muertos fueron los de los sitiadores y trescientos sesenta heridos; y, aunque muchos de ellos entre escombros, cuarenta y nueve morteros y trescientos cañones hallaron al posesionarse de su conquista. Murray, sometido a consejo de guerra, y sin que le faltaran enemigos entre sus compatriotas, obtuvo un fallo absolutorio; prueba auténtica de la brillantez de su defensa, de la excelente combinación del ataque y de la importancia de la victoria828.

Toda España celebróla con alegre repicar de campanas, y solemnes funciones de iglesia, y luminarias y otras manifestaciones de regocijo natural en quienes veían recuperada aquella porción de territorio, después de gemir bajo ajeno yugo durante setenta y cuatro años. Sobre todas las fiestas que hubo entonces, ninguna más digna de recuerdo que la ideada por los alumnos del Seminario de Vergara, erigido no mucho antes, y fecunda hijuela de la Sociedad Patriótica Vascongada: tuvo lugar el 23 de febrero, y por consiguiente a los pocos días del acontecimiento glorioso.

Por acción de gracias a Dios en solemne misa y Te Deum la dieron principio; y desde el templo se trasladaron los convidados, que eran los más notables de la villa, al Seminario, en cuyo salón de actos públicos había una bien aparatada mesa con doce cubiertos. La orquesta allí prevenida estuvo silenciosa mientras los concurrentes ocuparon los bancos y sitiales, y rompió en melódica sonata al aparecer junto a la puerta doce pobres, elegidos por los curas de las parroquias, y a quienes se dedicaba aquel espléndido agasajo. Otros tantos seminaristas se adelantaron a su encuentro con plácido semblante y les colocaron alrededor de la mesa, y después fuéronles sirviendo la comida afectuosos y envanecidos de desempeñar aquel ministerio santificante. A los postres les sacaron un ramillete que representaba el castillo de San Felipe con bandera española, y, viéndolo, todos los circunstantes pasaron repentinamente del enternecimiento al entusiasmo. Vivas y aclamaciones salieron de sus labios, y patéticos brindis a la salud de Carlos III, de los de los menesterosos en cuyo obsequio se hacia la fiesta. Completáronla composiciones poéticas recitadas por los seminaristas, un himno a la victoria de los españoles y entonado a coro, distribuciones de limosnas a los pobres, y de noche iluminación y concierto. Escenas de esta clase, en que la adolescencia desahoga los nobles ímpetus del patriotismo practicando las máximas sublimes del Evangelio, ni se presencian ni se refieren sin que, en testimonio de sincera alegría, se arrasen de lágrimas los ojos.

Cuando supo el Rey que era al fin suya toda la isla de Menorca, hizo a Crillon capitán general, dándole meses más tarde, con el título de duque de Mahón, la grandeza de España, y distribuyó además ascensos y mercedes a cuantos se distinguieron en la jornada venturosa. «Una de las ventajas que se propuso lograr el rey Carlos en esta guerra fue la recuperación de Mahón y de Gibraltar (ha dicho quien le conoció y trató muy de cerca)829. La honradez y hombría de bien de este Monarca le habían inspirado constantemente el deseo de restituir a la nación, siempre que lo pudiese, estos dos importantes puestos, que había perdido al principio del siglo por poner la corona sobre las sienes de su padre. Si el amor que le profesaba le hizo desde luego que llegó a España mandar pagar las deudas a los particulares, no es extraño que desease pagar a la nación entera la que conocía haber contraído en su obsequio.»

Efectivamente, al esgrimir las armas, Carlos III no abrigó jamás el deseo de poseer nada de nadie, sino el de recuperar lo que legítimamente consideraba como suyo: este afán tomaba cuerpo de punto de honra en lo íntimo de su corazón caballeroso, y para satisfacerlo por completo no le faltaba ya más que un paso.




ArribaAbajoCapítulo IV

Término de las hostilidades


Gibraltar.-Sus vicisitudes.-Su ocupación por los ingleses.-Tentativas para recuperarlo.-Sus fortificaciones.-Se convierte el bloqueo en sitio.-Proyecto del conde de Aranda.-De D. Antonio Barceló.-Del conde d'Estaing.-De D. Silvestre Abarca.-Otros proyectos.-Propuesta rechazada.-Salidas de los sitiados.-Las baterías flotantes.-Pareceres distintos sobre ellas.-Espectativa general.-Ataque de las baterías flotantes.-Su incendio.-Esperanzas de interceptar el socorro a la plaza.-Temporal.-La escuadra inglesa en el Estrecho.-Pasa al Mediterráneo.-La escuadra combinada en su seguimiento.-Gibraltar socorrido.-Se avistan las escuadras enemigas.-Córdoba se lanza al ataque.-Cañoneo.-Fuga de los ingleses.-Sigue el sitio de la plaza.-Negociaciones.-Bases de las de España.-Nuevos preparativos de guerra.-Se anudan los tratos.-Preliminares.-Ajuste definitivo.- Recompensas.-Cuestión importante.-Representación atribuida a Aranda.-Su pensamiento.-Diversidad entre las colonias inglesas y españolas.-Mejoras en estas.-Buen espíritu de sus moradores.

Llave de dos mares Gibraltar, con su altísimo y escarpado Peñón frente de las costas africanas, y enlazado como por una cinta a la península española, ha sufrido sin número de vicisitudes, aguijoneando con su situación formidable la codicia de cuantos han sido fuertes en naves y marinería. Allí los moros hicieron pie y empuje para su invasión tremenda y desparramada por todo el territorio, y allende los Pirineos, y hasta Covadonga. Un héroe, Guzmán el Bueno el de Tarifa, hospedó en aquel puesto ventajoso, tras rudo batallar, su triunfante hueste: un soldado, entre pusilánime y desleal, Vasco Pérez de Meira, dejólo otra vez en manos de enemigos; y por recuperarlo un monarca, Alfonso XI de Castilla, estrechólo con fuerte cerco hasta morir de epidemia junto a sus muros. Treinta años antes que la de Granada tuvo lugar su reconquista en términos de suscitar rivalidades sangrientas entre dos casas de magnates, las de Medina Sidonia y Arcos, no apagadas del todo, ni aun después de incorporado muy a los principios del siglo XVI a la Real corona. Fortificada sucesivamente por los ingenieros Calvi y el Fratino; acometida por los turcos; expuesta a las correrías de los moros, y participante en fin del descuido trascendental a todas las cosas de la monarquía bajo los últimos austriacos, hallábase la plaza mal artillada y peor guarnecida cuando más de media Europa se alió contra Felipe V, sustentado únicamente por Luis XIV y los castellanos.

Entonces los ingleses fijaron sobre Gibraltar los ávidos ojos, y, protegidos por fuerzas de Holanda, cercáronlo con muchas naves y tropas en tiempos que lo custodiaban no más de ochenta soldados y cien cañones. A pesar de hacer los vecinos mejor defensa que la que se debía esperar de tal desprevención y abandono, clavaron los contrarios dentro de la plaza y encima del castillo su bandera a 4 de agosto del año 1704: ¡día nefasto, y cuya memoria hoy todavía enluta el corazón de los que aman la independencia patria y vienen por todas líneas de los que de padres a hijos y desde los siglos más remotos hasta ayer mismo han sellado con su sangre el sentimiento de horror al yugo extranjero, que ennoblece nuestra alcurnia, y da sublime unidad a nuestra historia!

Cómo quinientos hombres del marqués de Villadarias, llevados ocultamente y por la espalda del Peñón a sus cumbres, gracias al conocimiento práctico del terreno y a la leal intrepidez del cabrero Simón Susarte, no fueron socorridos la mañana del 10 de noviembre del mismo año de 1704 por once mil y más españoles y franceses que sitiaban la plaza, acontecimiento es a fe que acongoja por lo funesto y desconcierta por lo inconcebible830. Cómo el brioso asalto dado el 7 de febrero de 1705 no produjo fruto, se explica por el ruin anhelo del general de los franceses en reservar la gloria de la empresa para el mariscal de Tessé, aguardado a otro día en el campamento de los sitiadores. De desperdiciar ambas coyunturas, y de promoverse desavenencias, y de dar largas a los sitiados, nada más había de sobrevenir que proporcionarles rehacimiento de fuerzas con la llegada de socorros muy bastantes para poder cantar victoria, viendo al fin levantado el cerco.

Hasta entonces algunos de los antiguos habitantes, con la esperanza de quedar pronto libres de los que profanaban sus templos y hacían presa de sus fortunas, aguantaron vejámenes e insultos: descorazonados ahora, huyeron casi todos de donde estaban los sepulcros de sus padres, y lleváronse las cunas de sus hijos para suspirar en el contorno por días de menos tribulación y amargura. D. Juan Romero de Figueroa, cura de la parroquial de Santa María, fue de los muy escasos que allí permanecieron mustios y como atados a sus deberes. Peregrino se consideraba en su patria: de día oraba a Dios, y para llorar se aprovechaba de las tinieblas de la noche: llevando por compañeros el miedo y el dolor, salía a recorrer las puertas de su templo, y muchas veces, barriendo los ladrillos, regaba el suelo con agua de sus ojos831. Vieron llegar la paz apetecida, y siempre a Gibraltar con el estandarte de San Jorge desplegado al viento donde antes el de Santiago. Vanas las promesas de Jorge I sobre restituir la plaza: vanos los esfuerzos del conde de las Torres por rendirla en 1727; y estériles fueron ni más ni menos los tentadores halagos del célebre Pitt a Fernando VI, ofreciéndosela si abandonaba en favor de los ingleses la posición neutral donde políticamente se hallaba como parapetado.

Sobre las ventajas de la naturaleza añadieron las obras del arte los que ideaban retener por siempre a Gibraltar, que era para ellos como bajel anclado en costa contraria, a fin de frustrar toda acometida. De más arriba del salto del Lobo establecieron baterías en descenso gradual hasta buscar la Puerta de Tierra, y hacia los arenales, cortaduras, y mesetas, las más bajas a veinte y las más altas a cincuenta y dos toesas, guarnecidas todas de cañones. Con gruesas murallas, macizos baluartes y baterías bien artilladas por cara y flancos, aprovechando siempre los escarpes de roca viva, rodearon cuanta extensión hay desde Puerta de Tierra por aquel lado de la bahía y las caletas hasta la Punta de Europa, defendida además con emplazamientos situados a conveniente altura, concentrándose las defensas en las puertas de Mar y de Mediodía; siendo obras avanzadas de tan fuerte línea los muelles Viejo y Nuevo, y no dejando consiguientemente recurso para penetrar en el recinto de la plaza sino por las troneras de los innumerables cañones, o por encima de los muros, que era forzoso escalar desde los bajeles, si antes no abrían suficiente brecha que facilitara el asalto. De las cumbres del Peñón a las aguas del Mediterráneo, donde naturalmente no lo estaba, tajaron a pico el descenso con el arbitrio de bajar colgados a los trabajadores hasta una profundidad inmensa; y del camino del Pastor, así llamado por ser el que había seguido Susarte, borraron hasta la más mínima huella, ya que no estuviera a su alcance extinguir también la memoria832.

Tres años se cumplían de bloquear esta gran plaza tropas y naves de Carlos III sin poder triunfar de obstáculos tales como la proximidad de las costas africanas y portuguesas, desde donde, atraídos por el cebo de la ganancia, venían a Gibraltar con víveres y con pertrechos patrones osados en buques sueltos y a viaje seguro; ni de los vientos fuertes y a menudo contrarios, que no consentían a las escuadras españolas cruzar de seguida por el Estrecho, y amparaban a las inglesas para llegar a la plaza, y abastecerla, salir otra vez al mar sin estorbo.

Ansioso de superar de una vez tamaños azares y de recoger el último fruto de los sucesos prósperos de la guerra, determinó el Monarca español convertir el bloqueo en sitio. Por los días en que se hizo público el mandato, daba a luz su Historia de Gibraltar el catedrático de Poética de los Reales Estudios de San Isidro, D. Ignacio López de Ayala, acabándola con la propia noticia y de este modo: «Mas el progreso de la guerra, la conquista de Mahón, los combates navales, y al fin las extraordinarias baterías, fuegos y máquinas que se preparan contra Gibraltar, serán digna materia de otro libro. Entretanto esperamos que el éxito de la expedición contra esta plaza, la más bien fortificada de cuantas ofrecen los siglos, y acometida con armamentos desconocidos hasta ahora, corresponda a la justicia de la causa, a la pericia y actividad del duque de Crillon y al experimentado valor de las tropas españolas.» Que, si escribió al fin el nuevo libro, no está impreso, cosa es fuera de duda; y a otra pluma dejaríamos de buen grado la tarea de llenar el vacío, a no tiranizarnos la voluntad el deber de no dejar ningún cabo suelto, ya que tan estrechas son las leyes de la severísima historia.

Proyectos para estrechar y hasta rendir la plaza pasaban sin cesar y, por decirlo así, en montón a manos del Rey y de los ministros. El conde de Aranda proponía que se pusieran a la entrada de los fondeaderos escollos subácueos artificiales, donde tropezaran los muchos buques aventureros que iban en socorro de los ingleses833. D. Antonio Barceló, hombre de grande espíritu y denuedo, como marino español, y tan sinceramente piadoso, que con, un escapulario de la Virgen al cuello se figuraba invulnerable, clamaba por que se le dieran lanchas cañoneras, cada una con un mortero a placa, a fin de batir los muros de Gibraltar un día y otro hasta rendirlo, asegurando que todos los navíos de Inglaterra juntos no le harían moverse de donde se colocara, ni osarían acercársele a tiro834. El conde d'Estaing, creyendo necesario desistir de la toma de la plaza por fuerza o por hambre, inclinábase a proceder de suerte que se disminuyera su precio, para trocarla con más baratura por otra plaza o a dinero efectivo. Consiguientemente aconsejaba construir a la orilla del Mediterráneo, y costeando el Peñón lo más posible, una línea de aproche con baterías de morteros para disparar bombas cuya parábola pasara por encima de la montaña, sin dejar ninguna de sus partes, ni la ciudad ni el puerto, al abrigo de estragos; con lo cual, y con el espaldón construido muy al alcance de la plaza, y con soltar en tiempo oportuno brulotes contra los navíos, y de las barcas cañoneras bombas y bala roja, se verían obligados los ingleses a acampar al raso y entre peñas, se les aumentarían las fatigas, y vendría a ser Gibraltar la fortaleza más molestada de todo el mundo835. D. Silvestre Abarca, jefe superior de ingenieros, juzgaba a Gibraltar inconquistable por tierra, y aunque a su ver tenía un gran flanco por mar para rendirlo sin pérdida muy grave, era menester respetar el parecer de los marinos, quienes aseguraban lo contrario. Bajo supuesto semejante entendía que, a tal de ser exacto y activo, presentaba el bloqueo dos objetos de suma importancia; la conquista de la plaza por capitulación de sus defensores, o la destrucción de la escuadra inglesa, si se aventuraba a socorrerlos.

Para todo convenía elegir los meses de junio, julio y agosto, durante los cuales dispararían las baterías avanzadas desde la línea contra las dos terceras partes de la montaña y de la ciudad, que estaban a su alcance, mientras el jefe de escuadra Barceló, con seis navíos, las lanchas cañoneras y ocho bombardas, cada una con dos morteros a placa, bordeaba todo el recinto, y Latía y derribaba el torreón que libertaba al muelle Viejo de ser enfilado, y los baluartes de menos resistencia; llevando mil hombres de los voluntarios de los presidios y al descubierto buen número de escalas para cualquiera accidente y para mantener a la tropa sitiada en un continuo ejercicio y sobresalto. Así el incendio de la ciudad; la ruina de sus casas y almacenes; el no hallar la guarnición paraje alguno libre del efecto de las bombas y de los multiplicados rebotes de las balas; el consumo y malogro de muchos víveres y utensilios, serían motivos suficientes para que el gobernador clamara a su corte por socorros, y aun llamara a capitulación, si no le llegaban al cabo de sesenta u ochenta días de ataque, en que habría consumido todas o la mayor parte de sus municiones. Si el Ministerio británico, por acallar las voces populares, pretendía hacer el mayor esfuerzo para auxiliar la plaza, necesitaría combatir antes con los navíos españoles y franceses, que estarían cruzando en los citados meses de verano a la boca del Estrecho, entre los Cabos Espartel y Santa María; las fuerzas marítimas de Barceló podrían apresar las embarcaciones de trasporte que intentaran penetrar hasta la plaza, destacándose de la escuadra al tiempo de entrar en combate; y, una vez interceptado el socorro, la rendición de Gibraltar no se dilataría mucho836.

Con ánimo de lograr lo propio menudeaban en el Ministerio dictámenes de Personas menos autorizadas, como el de levantar en la línea una fortificación enorme, desde cuya eminencia fuera posible batir la plaza de alto a bajo, y como el de rellenar las bombas de una materia tan horriblemente mefítica que, al reventar, emponzoñaran con sus exhalaciones o pusieran en fuga a los sitiados837.

Por quiméricos, o por difíciles, o por impracticables en su totalidad no se plantearon tales proyectos, y también porque el bloqueo de Gibraltar venía a ser una operación primordial solo en el sentido de mantener alerta a los ingleses mientras se llevaban a cabo las demás empresas proyectadas en ambos mundos, y, merced a las cuales, podíase esperar la cesión de la plaza por la vía de las negociaciones. Trocarla por la isla de Puerto-Rico había llegado a proponer el Ministerio británico a Floridablanca, y ni aun quiso Carlos III que se le enviara respuesta838. Alcanzados ya los triunfos del gobernador de la Luisiana y del presidente de Goatemala en la Florida y en Honduras; reconquistada por Crillon Menorca; poseídas por Cajigal las islas de Bahama: frustrado el golpe contra Jamaica a causa de la derrota que el almirante Grasse había sufrido, Gibraltar era el único objeto verdaderamente interesante para España. Y urgía acelerar las maniobras dirigidas a hostilizarlo, porque las pláticas de paz entre corte y corte avanzaban mucho camino, y llegar a su término sin que la toma de aquella plaza coronara las demás victorias, parecía al Monarca español vencer a medias, quedando en territorio suyo hombres a los cuales no podía llamar vasallos.

Todos los días triunfaba el impávido lord Elliot, pues conseguía guardar su posición sin padecer daño de monta; segundo socorro le había llegado con víveres y municiones, y mandaba ya siete mil soldados. Ya no satisfecho con la gloria pasiva que le resultaba de la tenaz defensa, había dispuesto una salida, a las órdenes del brigadier Rose, contra las obras avanzadas de la línea de ataque; y verificada aquella, y cogiendo a los españoles desprevenidos la noche del 26 al 27 de noviembre de1781, arruináronles en menos de media hora los ingleses tres baterías de seis cañones y dos de diez morteros. Menos felices la noche del 27 al 28 de febrero de 1782, al intentar igual ventaja, fueron vigorosamente repelidos, muriendo en el lance el coronel D. José Cadalso, tan bizarro de espada como donoso y suelto de pluma839. Posteriormente desde las obras reparadas continuaron el fuego los españoles, bien que no con gran fruto por la situación topográfica de los puntos de ataque y defensa, estrecho aquel, y vasto y dominante este a golpe de ojo.

Asomaba la primavera, y los aprestos militares contra Gibraltar fijaban la atención de la Europa. Sobre el campo de San Roque y ostentando el laurel ganado en Menorca, iba a acaudillar el duque de Crillon cerca de cuarenta mil hombres, para combinar la acometida por la parte de tierra y la del mar, hacia donde habían de acudir diez baterías flotantes nunca vistas, y en cuya bien aparatada estructura se vinculaba el éxito final de la empresa. Naves grandes eran, y reforzadas con una doble cubierta a prueba de cañón todas, y un talud desigual de planchas de hierro sobre el primer puente, para que rodaran presto al mar cuantas bombas les cayeran encima. Sus costados presentarían de espesor vara y media, defendiéndolos sacos de lana encajonados entre corcho: doscientos veinte cañones llevarían entre todas a una sola banda, y a la otra, y haciendo balanza, la correspondiente cantidad de plomo. Para que ni las balas rojas pudieran incendiarlas, llevarían tubos interiores, por los cuales, y con el auxilio de bombas, circulara el agua como la sangre por las venas y las arterias del cuerpo humano, conservando en estado permanente de saturación la madera. Remolcadas estas baterías flotantes al frente de la plaza, vomitarían balas y metralla por todas sus bocas, durante no menos de quince días, imitándolas desde la trinchera morteros y cañones, y por el otro lado del Peñón, a la parte del Mediterráneo, varios navíos y veinte lanchas cañoneras y bombardas, hasta que apagados los fuegos de Gibraltar, como se daba por seguro, se acoderaran para batir en brecha la cortina de uno de los muelles y emprender vivamente el asalto840.

Este proyecto vino recomendado de Francia por el Soberano, el Ministerio, el conde de Aranda, y especialmente por el buen talento y justo renombre del ingeniero M. d'Arzon, que lo había ideado. Como todas las invenciones, tuvo la de las baterías flotantes apasionados y opositores, contándose quienes la acogieran entusiasmados y quienes la rechazaran desdeñosos. Carlos III y Floridablanca prohijáronla con anhelo; el duque de Crillon y los marinos la consideraron infecunda; pero la generalidad de las gentes propias y extrañas, creyeron como el Monarca español y su primer ministro lo que d'Arzon aseguraba con la elocuencia natural en todos los proyectistas, e irresistible cuando son hombres superiores; y por consiguiente, orillando las dificultades, y fijándose en las soluciones que el inteligente inventor daba a todas, suponían que con las baterías flotantes, ciudadelas terribles y no expuestas a naufragio ni a incendio, eran obvias a la vez dos operaciones, cada una de las cuales figura entre las más arduas de las militares; un desembarco y un asalto, y todo contra plaza erizada, como Gibraltar, de instrumentos de muerte.

Aparentando Crillon, a instancias de Floridablanca, ser favorable al plan en boga, presentóse el 18 de junio de 1782 al frente de los sitiadores841. Desde aquel día empezaron a afluir en torno del Campo de San Roque gentes sin cuento, que pernoctaban en las poblaciones o en las montañas circunvecinas, y remanecían siempre anhelantes por ver la toma de la plaza. Entre los espectadores atraídos a solemnidad tan famosa, habíalos de cuenta, como el conde de Artois, después Carlos X, y el duque de Borbón, otro de los príncipes de Francia. Desde luego pudieron todos apacentar la curiosidad en Algeciras, donde se aprestaban las baterías flotantes con portentosa diligencia; más adelante en el aumento de las obras avanzadas, que se extendieron de mar a mar, coronadas de artillería; superando a todas el nuevo espaldón de diez pies de espesor y nueve de altura, construido por diez mil hombres en una paralela de doscientas treinta toesas, con un millón y seiscientos mil sacos de tierra, la noche del 14 al 15 de agosto, durante cinco horas y de manera que a la nueva mañana contempláronlo atónitos los ingleses como cosa de encantamento. Poco después, los que estaban suspensos de las operaciones admiraron la perspectiva de las escuadras francesa y española, fuertes de cincuenta navíos, pasando de Cádiz a Algeciras para acometer a la inglesa, próxima, según noticias oficiales, a traer socorros a los sitiados, entre quienes empezaba a picar el escorbuto, por carecer de víveres frescos.

Ya el 9 de setiembre jugaron furiosamente contra la plaza doscientos veinte cañones colocados en la trinchera, y el 15 a las siete de la mañana, ni colina ni ribazo había donde no se agolpara la muchedumbre, fija la atención toda en las diez baterías flotantes, que surcaban las aguas desde Algeciras a Gibraltar, para cañonearlo hasta rendirlo.

Delante iba La Pastora, y por comandante el jefe de escuadra D. Ventura Moreno: seguía la Talla Piedra, y a su bordo el ingeniero d'Arzon, aunque la mandaba el príncipe de Nassau, llegado también a presenciar el triunfo y sobrado brioso para permanecer impasible durante el combate. La Paula primera, Rosario, San Cristóbal, Príncipe Carlos, San Juan, Paula segunda, Santa Ana y Dolores, navegaban detrás y ordenadamente, dirigidas por el capitán de navío don Federico Gravina una de ellas, y las demás por otros marinos, que tenían bien puesto el corazón, la honra altiva y la vida en nada.

Todas las baterías flotantes llevaban vela, por haberse tocado las dificultades de conducirlas a remolque, y las mismas intervinieron para desistir de que anclaran ante el muro contrario a la espía o con cables dobles, por los cuales se apartaran fuera de tiro si sobrevenía accidente funesto. Notóse que perjudicaba a la pólvora con que se debían cebar los cañones, la circulación del agua por los tubos, obligando tal contratiempo a renunciar al preservativo; y sin él se iban a practicar los primeros ensayos de la incombustibilidad ponderada, en la refriega misma, no habiéndose ejecutado antes, por temor de que, incendiándose en la prueba, cundiera la desconfianza entre los destinados a mandar el ataque, y se anticipara por efecto de las dilaciones el arribo de los socorros de Inglaterra842.

Cual si de la precipitación y el acaso pendiera el éxito de la jornada, soltáronse pues las baterías flotantes sin los requisitos que, según el plan del inventor, habían de constituir la resistencia incontrastable; y a pesar de todo, aquellas máquinas incompletas llevaban a su bordo no menos de cinco mil hombres. Lord Elliot, juez muy competente en materias de bizarría, viendo la marcha uniforme y resuelta de las baterías flotantes y convencido íntimamente de que los que las guiaban no podían desconocer la temeridad de su designio, se admiraba de aquella muestra de arrojo y subordinación sin ejemplo843.

Al fin anclaron a distancia proporcionada, y hacia el lado del muelle Nuevo, y al golpe tronaron sus cánones juntamente con los de la trinchera y los de la plaza, haciendo casi retemblar el Peñón enorme con su horrísono estruendo. Mayor y más prolongado que el de tempestad espantosa, dilatábase por el espacio a muchas leguas, y no había memoria de función bélica donde jugaran a la vez tantas piezas de grueso calibre. Horas pasaron sin advertirse que aflojaran el ataque ni la defensa, y aun momentos hubo en que Elliot se maravillaba al observar aquellas máquinas seguir violentamente sus disparos, y las bombas a ellas asestadas con puntería muy certera, rebotar y caer al mar sin dañarlas. Balas rojas diluviábanlas también encima: una y más veces densas humaredas anunciaban incendio; y una y más veces, disipado el humo, continuaron los que lidiaban dentro la embestida pasmosa, alentados e imperturbables, no pareciendo sino que eran de bronce a semejanza de los cañones con que arrojaban sin cesar bombas y proyectiles.

Cerrado había ya la noche cuando las baterías flotantes necesitaron de socorro; dos de ellas, La Pastora y la Talla Piedra, se incendiaron primeramente y después otras, sin que fuera posible atajar el fuego; y no sobreviviera ninguno de los animosos combatientes, a no acudir presto las chalupas de la escuadra surta en Algeciras. Con todo, más de mil perdieron la existencia y quinientos la libertad, heridos muchos de ellos, acercándose botes ingleses a las baterías flotantes en los momentos de mayor desesperación para los que estaban a punto de perecer entre las llamas, antes de arribar allí las chalupas. D. Ventura Moreno y los demás comandantes fueron los últimos en abandonar las baterías, prendiendo fuego a las que aun estaban servibles, a fin de que no las aprovecharan los enemigos844. Así quedó sepultado tan formidable y costoso armamento bajo las olas, agitadas a la sazón y rugientes, para que nada faltara a la confusión y al espanto de aquella noche, triste como la que pasaron Hernán Cortés y los suyos al abandonar la capital de Motezuma y sobre las lagunas mejicanas.

Apenas salvo el ingeniero d'Arzon en tierra, escribía al conde de Montmorin, embajador de Francia. «He quemado el templo de Efeso; todo se ha perdido por mi culpa; sírveme de consuelo en tal infortunio, la consideración de permanecer ilesa la gloria de ambos reyes. Y la de los españoles que montaron las baterías flotantes, más sublimada, se puede añadir con orgullo; que a la verdad envanece poder apellidar compatriotas a los que, en demanda de una empresa nacional por extremo, arrostraron peligros de tal magnitud serenamente y sin esperanzas de victoria.

Veinte y cuatro horas uno después de otro, llegaron a la corte española el correo despachado al punto de atacar las baterías flotantes y el que trajo la infausta nueva de su exterminio; sin que por esto degenerara el alborozo en abatimiento. Alrededor de Gibraltar quedaron solitarias las alturas, y los príncipes franceses tomaron por Madrid y el Escorial la vuelta de su patria, como que se había errado el golpe que tuvo a todos en anhelante espectativa; pero los sitiados estaban cual nunca menesterosos de socorros, y los marinos franceses y españoles impacientes por venir a las manos con los ingleses, y no titubeando en afirmar que, si embocaban el Estrecho, habría una acción muy sangrienta y de grande importancia».845 Noticias auténticas certificaban que aquellos vendrían custodiando el convoy a las órdenes del almirante lord Howe, con treinta y cuatro navíos; y los que mandaba D. Luis de Córdoba, ya Director general de la Armada, subían a cincuenta, según se ha dicho, con once fragatas y porción de balandras, escampavías y jabeques destinados a apresar los trasportes contrarios mientras se trababa el combate.

Un temporal tremendo, sobrevenido el 10 de octubre por la noche, trastornó lo dispuesto en el surgidero de Algeciras para situar los navíos de modo que salieran al encuentro de la escuadra inglesa con viento Poniente, que era el que favorecía su entrada en el Estrecho. Muchos navíos perdieron sus cables: de resultas garraron estos y otros, y aun se abordaron varios: el San Dámaso quedó sin los palos bauprés y trinquete: el Triunfante y el Santa Magdalena fueron arrastrados bajo los fuegos de la plaza, de donde se los dirigieron con bala roja; el San Miguel varó por desgracia en paraje donde le apresaron sin dificultad los sitiados; el San Pablo y las fragatas Crescent y Santa Lucía hubieron de salir al mar a salvarse; y la escuadra toda se puso en gran movimiento y trabajo de anclas, por si el temporal repetía.

A la tarde siguiente, 11 de octubre, asomaba la escuadra inglesa junto al Estrecho con viento Sudoeste, que la obligó a engolfarse por el Mediterráneo, sin que permitiera tampoco fondear más que cuatro trasportes, llevándose todos los demás por el rumbo de los navíos. Ventaja para los españoles y franceses era esta que les proporcionaba cerrar el paso al convoy y a la escuadra, poniéndose a la capa cerca de la embocadura del Estrecho; pero los vientos, las nieblas y los dictámenes, hicieron a nuestra armada tomar otro partido, al decir de Floridablanca846; y fue el de salir la tarde del 13 al Mediterráneo en busca de los enemigos. Así, arrastrada primero la escuadra combinada hasta meridianos de Vélez-Málaga por las corrientes y con tiempo calmoso; tomando luego, al saltar viento bonancible del Este, la bordada del Sur, en demanda de la costa de Berbería; virando de bordo para pasar en facha la noche del 15 y siguiendo el 16 con tiempo recio y oscuro la vuelta del Norte, se dio lugar a que se corrieran hacia Gibraltar los contrarios, y metieran allí sin estorbo el 17 por la tarde cuanto llevaban de hombres, víveres y pertrechos. Nuevamente maniobraban en tanto a vista de Vélez-Málaga franceses y españoles, y detenidos por las calmas y ventolinas no lograron avistar a los ingleses hasta que, puesto el convoy en salvamento, navegaban la vuelta del Océano el 19 de mañana. Todo el día y el siguiente diéronles caza hasta el anochecer en que hubo una especie de escaramuza naval de ningún efecto.

«La Inglaterra se gloriará en sus papeles públicos de haber hecho frente con treinta y cuatro navíos a cuarenta y seis de la escuadra combinada (decía el buen viejo D. Luis de Córdoba, despechado de que se le hubiera ido la ocasión de mostrar sus bríos, todavía lozanos, y de añadir una gloria más a las de su patria). Pero quien conozca el oficio (continuaba en el parte) sabe que la circunstancia de tanta ventaja de vela suple al mayor número en grado que nunca pudieron entrar en fuego doce navíos de la retaguardia, en que había dos de tres puentes, dos de ochenta cañones, y tres generales, comandantes de cuerpos de la Armada. Así no podrán decir las relaciones del almirante inglés que combatió con más de igual número; y las nuestras deberán aseverar que batimos a treinta y cuatro con toda la desventaja de una situación accidental, sin los comandantes naturales de los puestos; falta que solo puede compensarse con el exceso de fuerzas efectivas en el ataque, para doblar o atravesar a favor de la superioridad, pues plegaron y huyeron a las cuatro horas y media de fuego en el total, y sin que en la parte más cargada llegase a dos horas, o pasase sensiblemente de ellas; de que resulta, o que huyeron batidos de menos fuerzas, o porque convendría así a las miras políticas de la Inglaterra, no aventurando su escuadra a los incidentes de acción tenaz que dejasen a la armada combinada dueña de hacer uso de la superioridad de sus fuerzas. Y omitiré por decoro a la dignidad de la corona británica, la discusión del que hizo de balas incendiarias en la acción, y si en caso de ser apresado el navío del Almirante mismo en un combate de escuadra, debería ser tratado como incendiario sin remisión ni acepción de persona, por una conducta y medios tan chocantes a la humanidad»847..

Este pasaje pinta al vivo lo que fue la función naval provocada por los de España y Francia y eludida por los de Inglaterra. No obstante, lord Howe dijo a su Gobierno que la escuadra combinada disminuyó sus velas rehuyendo el combate; especie cuya falsedad salta a la vista solo con reflexionar un instante que el cañoneo, empezado al oscurecer el 20 de octubre, se prolongó hasta las once de la noche, y que siendo esta muy serena y clara, como de plenilunio, lejos de aguardar los ingleses en línea de batalla, se escaparon a todo trapo y a sálvese el que pueda, yendo a parar a la isla de la Madera su retaguardia fugitiva. Tiempos adelante propalólo así el comodoro Jhonstone en el Parlamento, y lord Howe no se atrevió a contradecirle848. Sin duda este había conseguido su objeto, metiendo en Gibraltar auxilios de todo linaje; mas lo de suponer que hizo esfuerzos por batallar, tuvo carácter de ridícula baladronada. Ansiáronlo, sí, los españoles, y por esto su Rey les galardonó con mercedes. De ellas tocaron los ascensos de alféreces de fragata a los guardias marinas D. José Vargas Ponce y don Martín Fernández Navarrete, varones que han llegado hasta nuestros días, siendo honra de las letras y directores ambos de la Real Academia de la Historia. Solo por no desistir de tender las manos hacia Gibraltar en traza de codiciarlo a todo trance, se previno a Crillon continuar el asedio, sin que acaeciera cosa de bulto, no obstante haberse adelantado la trinchera, estableciéndose quinientos granaderos a espaldas del Peñón y a cierta altura para proteger los trabajos de los zapadores dentro de una mina, de cuyos estragos el general en jefe, tal vez más jactancioso que reflexivo, se prometía grandes portentos849.

A la sazón Inglaterra, vencida ya por sus colonias y acosada por los Borbones, solicitaba la paz con ahínco, marchando a París sucesivamente de emisarios suyos M. Tomás Grenville y M. Alejandro Fitzherbert, después lord Santa Elena. Por esto importaba a la corte española dar a entender que no desesperaba del designio de vencer a Gibraltar con armas, para conseguirlo negociando. «Ya ve V. E. (había dicho Floridablanca a Aranda, participándole el mal éxito de las baterías flotantes) que pueden firmarse los preliminares antes de la conquista, contra todas las esperanzas que se habían concebido. En este supuesto, asegúrenos V. E. los tres puntos de Honduras y Golfo de Méjico hasta Cañaveral, Gibraltar y Mahón, y déles a Orán, Providencia, etc., y renuncie a la Pesca con tal que no hablen o renuncien a la corta del Palo.»

Tratando Aranda sobre estas bases, casi llegó a hacer el ajuste, logrando la cesión de aquella plaza mediante una recompensa de Francia a Inglaterra en alguna de sus Antillas, y de España a Francia con su parte de la isla de Santo Domingo. Desbaratóse todo porque el Ministerio británico exigía mayor resarcimiento, y porque embarazaba al gabinete de Versalles la oposición de los interesados en los terrenos de la parte francesa de aquella isla a semejante arreglo, del cual pensaban que se les originarían perjuicios.

Otra vez entablaron de resultas Carlos III y Luis XVI pláticas dirigidas a combinar una nueva campaña, a tiempo en que el soberano británico había ya anunciado al Parlamento por diciembre de 1782 la necesidad absoluta de reconocer la independencia de las colonias, no sin calificar a sus habitantes de hijos desnaturalizados. A España tornó el conde d'Estaing de orden de su Gobierno, para acordar el plan de operaciones en unión de Floridablanca. Vasto fue el concebido por ellos, y propio también a patentizar que, aun después de cuatro años de guerra, distaban mucho de estar agotadas las fuerzas de sus respectivos soberanos. Cincuenta navíos, prontos en Cádiz a darse a la vela, debían unirse a otros veinte, surtos en el Guarico, llevando todos cuarenta mil hombres de desembarco, para no dejar vestigio alguno de la dominación inglesa en las Indias occidentales. Bajo las órdenes del conde d'Estaing estaba dispuesto que fueran escuadra y tropas, siendo cuartel-maestre general el marqués de Lafayette, destinado asimismo para tomar el mando de la Jamaica luego que se efectuara su conquista; aunque esta elección última desagradaba a Carlos III, pues decía que Lafayette no era bueno sino para tratar con rebeldes850.

Hechos todos los gastos y en vísperas de lanzarse expedición tan poderosa a la grande empresa, de éxito seguro y completo, a no intervenir, como dijo Floridablanca, una declarada oposición de la Providencia divina851, propuso nuevamente el Ministerio británico los preliminares, descartando para negociaciones ulteriores lo relativo a Gibraltar y a las recompensas equivalentes, y firmáronse al fin el año de 1783 por enero.

Francia de resultas, aumentaba sus posesiones africanas y sus franquicias para la pesca en Terranova. España adquiría, sobre la Florida Occidental conquistada, la Oriental aun no poseída: quedaba señora de la dilatadísima costa de Honduras y de la de Campeche, y por consecuencia de todo el Golfo Mejicano, y recuperaba para siempre la isla de Menorca. Tan desdorante creyeron esta paz los ingleses, que obligaron al Ministerio, presidido entonces por lord Shelburne, a descender prontamente del mando. Sucediéndole Fox en la dirección de los negocios extranjeros, apresuróse a declarar que lo referente a la cesión de Gibraltar no se admitiría a debate; pero, a pesar de sus esfuerzos hasta concluirse a 3 de setiembre el tratado definitivo, no pudo borrar ninguna de las ventajas obtenidas por los Borbones, según el texto de los preliminares. Verdad es que el plenipotenciario de Inglaterra consiguió hacer escribir en el tratado cómo se entendía respecto del continente español la evacuación de los establecimientos clandestinos ingleses; y que de esta frase, repetida con afectación estudiosa, quiso el Ministerio británico sacar pretexto para no evacuar el país de Mosquitos, por pertenecer a unos indios libres; pero días adelante el marqués del Campo, representante nuestro en Londres, obtuvo que se reconociera la soberanía española sobre el país de los Mosquitos, y que los colonos de Inglaterra lo abandonaran totalmente852.

Siglos habían pasado para España de continuas y porfiadas contiendas, sin llegar nunca, desde la famosa jornada de San Quintín y al alborear el reinado de Felipe II, tan gloriosamente al reposo. Por tan fausto suceso y el de nacerle dos gemelos al príncipe de Asturias, regocijóse la monarquía. Poco dado Carlos III a escatimar los galardones, distribuyólos en aquella doble coyuntura de alborozo y aplauso, sin dejar en claro a ninguno de sus ministros. Solo cuatro tenía entonces, habiendo fallecido el verano antecedente, con grave sentimiento suyo, el conde de Ricla y D. Manuel de Roda853. De ellos, el de Hacienda, D. Miguel de Muzquiz, obtuvo el titulo de conde de Gausa; el de Indias, D. José de Gálvez, la gran cruz de Carlos III; el de Marina, marqués González Castejón, plaza efectiva de consejero de Estado. También el conde de Floridablanca solicitó para sí una gracia, aunque sin determinar de qué especie fuera; y el Rey no quiso concedérsela antes de que la puntualizara claramente, ni aun después tampoco, pues consistía en que le aceptara la dimisión de su Ministerio. Lo platicado posteriormente entre el Rey y su primer secretario del Despacho, referido se halla por este de manera tan inimitablemente patética y sencilla, que, si se ha de encomiar como es justo, no hay mejor arbitrio que el de trasladarla a la letra.

«Además de las honras con que V. M. me trató para no permitir mi retiro, me hizo la de conferirme la gran cruz de su Orden como a los otros ministros. Pedí encarecidamente a V. M. que no me distinguiese con esta gracia, aceptándome su renuncia como aceptó la que hice de la misma cinco años antes al tiempo de la paz con Portugal. No quiso ahora V. M. adherir a mis instancias, aunque las repetí en varias ocasiones; y en la última que se habló de ello, estando solo con V. M., tuvo la incomparable benignidad de decirme: ¿Qué se dirá de mí si no te atiendo, habiendo trabajado tanto? Acéptala, siquiera por mí. Estas palabras, grabadas en mi corazón, me enternecieron hasta el punto de verter muchas lágrimas, y besé la mano a V. M.».854Cuando el historiador encuentra rasgos de esta clase y los trasmite a sus lectores ¿qué puede añadir que no sea lánguido y descolorido?

Merced al entusiasmo público y a la buena administración, se habían sostenido las hostilidades sin arruinar a los vasallos ni gravarles con una sola quinta forzada. De imponer contribuciones extraordinarias no se pudo prescindir, acreciéndose considerablemente los gastos; pero se idearon en junta compuesta del procurador general y diputados de los reinos y de varios ministros de los Consejos Reales; por virtud de acuerdos suyos, satisficiéronse la mayor parte con arbitrios sacados de roturas, cultivos y cerramientos de tierras, que se concedieron a los pueblos para fomento de su agricultura y ganadería; y cesaron según la Real promesa empeñada al establecerlas, tan luego como se concluyó el tratado definitivo855.

A vueltas de las dichas ventajas, sale al encuentro una cuestión de gravedad suma, que no es posible pasar por alto; y consiste en determinar si obraron políticamente Carlos III y sus ministros al incorporarse a la lucha, que tuvo origen con el levantamiento de las colonias inglesas y terminó con su independencia absoluta, poseyendo España sobre el territorio americano tantos dominios, que de ellas podrían tomar ejemplo y apoyo a la postre.

Demostrado queda en lugar oportuno cómo se alzaron las colonias inglesas, y luego se puso de parte de ellas Francia, sin poder recabar de Carlos III que acudiera en su ayuda, a pesar del Pacto de Familia; cómo hizo de mediador procurando sinceramente la pacificación de las potencias beligerantes; y cómo, rechazando Inglaterra con su acostumbrada altanería el arbitrio usualísimo y decoroso de abrir un congreso, donde los discursos sustituyeran a las batallas, hallóse empeñada la honra del monarca español en salir a las hostilidades. Por lamentable y azarosa que sea la guerra, hay ocasiones en que no se puede vivir pacíficamente sin desdoro; y tal sucediera a Carlos III y a la nación hidalga que regía, cruzándose de brazos tras el menosprecio de Inglaterra, que recaía sobre anteriores y casi continuos agravios. Ya en campana, peleó por cuenta propia y con ánimo de reintegrarse de lo suyo, y de borrar el ignominioso tratado de París de 1763 con la punta de la triunfante espada. Lejos de que hiciera alianza eventual ni positiva con las colonias inglesas, puestas en armas, se vino finalmente a la paz, y España no asintió a la independencia de los Estados Unidos hasta después de reconocerla Inglaterra, aunque hubiera en semejante conducta afectación ni fingimiento.

Hoy son repúblicas independientes las antiguas posesiones de España sobre el continente americano; y algunos quieren derivar acontecimiento de tanto bulto, de la errada política seguida por Carlos III, coadyuvando más o menos directamente al éxito venturoso del levantamiento de los Estados Unidos; pero justo es aseverar de plano que ningún enlace, mas que el de haber acaecido la una después de la otra, existe entre la guerra de 1779 a 1783 contra la Gran Bretaña y la independencia de las colonias españolas, y que ni un solo día se hubiera dilatado esta, aun cuando Carlos III presenciara inactivo aquella lucha. Supónese que el conde de Aranda, previendo entonces la inseguridad del dominio español sobre sus colonias, propuso dividirlas en tres porciones y establecer allí otros tantos infantes como soberanos del Perú, Méjico y Costa-Firme, pagando tributo a los reyes de España, declarados emperadores, el primero en oro, el segundo en plata y el último en géneros coloniales, y manteniendo siempre la independencia o el vasallaje de los nuevos reinos con matrimonios de familia.

Inverosímil de todo punto nos parece que Aranda hiciera representación semejante856. Su correspondencia confidencial y de Oficio con Floridablanca, existe completa, y en ninguna de sus páginas se menciona. Cierto es que suena como escrita en Madrid y así resulta de su texto; cierto es, asimismo, que Aranda vino con licencia, y saliendo de París el 10 de diciembre de 1783, a la corte española; y que, presentándola a la mano, pudo existir aquella, aunque ni antes ni después la indicara o recordara en sus despachos ni en sus cartas; pero se hace muy cuesta arriba creer que personaje de tanta gravedad y fijeza de opiniones como Aranda pusiera su firma en documentos donde se encuentran estas palabras, alusivas a los Estados Unidos. «Esta república federal nació, por decirlo así, enana; y han sido menester el apoyo y las fuerzas de dos Estados tan poderosos como España y Francia para que logre su independencia; día vendrá en que sea gigante y hasta formidable coloso en aquellas regiones, y en que olvide los beneficios que ha recibido de ambas potencias, no soñando más que en su engrandecimiento.»

Años antes clamaba Aranda, con la tenacidad que se ha visto, contra el Ministerio español, porque permanecía a pie quieto y desperdiciaba la coyuntura de triunfar de Inglaterra, recalcando a menudo la frase de que otra igual no se presentaría en siglos. A la sazón dijo con su desenfado de costumbre: «Las colonias ya están en el caso de burlarse de los ingleses, y de no necesitar más garantía que el echarlos de su casa, o que ellos mismos se vayan, contentándose con ser buenos amigos. En la hora aun se puede sacar partido de las colonias; pero es menester mostrarse. Y no nos lisonjeemos, pues la Inglaterra no se ha de recoger a dormir sin explicarse con los Borbones. Las colonias quedarán independientes y en estado formal que todos reconocerán; no habrá más vecinos que ellas y la España; ellas a pie firme, y nosotros de lejos; ellas poblándose y floreciendo, y nosotros al contrario. Cuidado, Excelentísimo, con el seno mejicano, y el célebre Puerto de Panzacola tocando con la Luisiana, y el canal de Bahama con su Costa-Firme en poder de otros; y la hermosa templada provincia de la Florida, la primera que se poblará con preferencia a las otras».857

Habiendo sido Aranda resuelto parcial de la guerra, y asegurando que las colonias estaban ya en el caso de burlarse de la metrópoli británica a fines de 1778, mal pudo mostrarse apesarado en 1783 de que hubieran esgrimido las armas los españoles, cuyos triunfos llenaban todos los objetos que le había sugerido su perspicacia; y mal pudo tampoco aseverar que sin el auxilio de España y Francia no hubieran conquistado los norteamericanos su independencia, ni que al alentarla el Gabinete de Versalles había obrado contra sus verdaderos intereses, palabras, asimismo, de la representación que se le atribuye.

Previsor, como buen estadista, era sin duda el célebre conde, y prueba auténtica de ello se deduce de las siguientes frases suyas: «Me he llenado la cabeza de que la América meridional se nos irá de las manos, y ya que hubiese de suceder, mejor era un cambio que nada. Yo no hago de proyectista, ni de profeta; pero esto segundo no es descabellado, porque la naturaleza de las cosas lo traerá consigo, y la diferencia no consistirá sino en años.» Esto escribía a Floridablanca, después de insinuar como conveniente la adquisición de Portugal a trueque del Perú y aun de Chile, si fuese preciso este aditamento, para inclinar la balanza a favor de los portugueses, y el establecimiento de un infante español en Buenos-Aires; porque retener su territorio, cogido entre el Brasil, el Perú y Chile, más serviría a España de embarazo que de provecho, sacando además todo el que le bastaba de su soberanía sobre Quito y Costa-Firme, y Méjico y las islas todas. Justo es añadir que el mismo Aranda calificaba plan tan galano de puro sueño858.

Entre muchas consideraciones, era imposible que se le ocultaran dos muy principales; una procedente de la oposición de las potencias de Europa, que suscitaría nuevas hostilidades; otra de la opinión pública nacional, abiertamente contraria a desmembrar la porción más mínima del territorio americano poseído por españoles. Carlos III, amante de la paz, y acabándola de obtener con ventajas, no había de atizar inconsideradamente la guerra, ni de convertir su gobierno paternal en despótico, forzando a los vasallos a venerar providencias impopulares; demás de que su propia voluntad no propendía a cercenar de sus dominios un solo palmo de territorio, habiendo corrido patrióticamente los azares de las batallas por recuperar lo antes cercenado.

Sobre todo, no existía causa que le impeliera ni a pensar en la pérdida inminente de ninguna de sus posesiones ultramarinas. Delirio fuera equiparar las colonias inglesas y españolas, tan diferentes por su origen, organización y circunstancias; ocupadas las unas poco a poco y de resultas del interés individual y de las disensiones religiosas, por mercaderes y perseguidos; y conquistadas las otras rápidamente a impulsos de la fe católica y del espíritu de aventuras, y en nombre de Dios y del Rey, por misioneros y soldados; aquellas fraccionadas y en posesión de todas las libertades, principalmente la de cultos; y estas uniformemente sujetas al vasallaje y con el tribunal de la Inquisición en su seno; las primeras sin funcionarios ni tribunales propios a transmitir viva y latente a los gobernados la idea de la soberanía, y las segundas con virreyes rodeados de todo el aparato de Majestades y con Audiencias muy acatadas. Las colonias inglesas, unidas a la metrópoli con muy tenues lazos, rebeláronse por mantener sus privilegios, mientras las españolas, enlazadas con vínculos casi indisolubles a la madre patria, prestábanla obediencia, manifestándose agradecidas a las mejoras por cuya virtud florecían y prosperaban de continuo.

Cuatro eran ya los dos antiguos virreinatos, y así la autoridad vigilaba más de cerca por el bienestar común y la recta administración de justicia: virreyes y magistrados se enviaban entonces a aquellos países, que han dejado imperecedero renombre de integridad acrisolada: desde antes de estallar la guerra, el libre comercio de la metrópoli con las islas de Barlovento, Campeche y la Luisiana, se había hecho extensivo a toda la América española859; siendo ministro de Indias un hombre inteligente, y muy al cabo de sus necesidades, nada se perdonaba por fomentar a una toda las fuentes de su riqueza, y con particularidad la minería, ni por perfeccionar la gobernación en todos sus ramos.

Gérmenes de unión cada vez más fraterna se echaban cotidianamente; los de la emancipación de aquellos dominios, irremisible tarde o temprano, brotaron casi de improviso, y hay que buscarlos muy fuera de la época de Carlos III, y sin el entronque más remoto con el funesto Pacto de Familia, caducado virtualmente desde que Floridablanca vino a suceder a Grimaldi en el Ministerio860; y prueba material de que a la sazón nada predecía ni el menor conato de independencia, se acababa de tocar manifiestamente en los mutuos esfuerzos de españoles europeos y americanos, para contrarrestar un terrible levantamiento de indios, cuya relación puntual se dispone a trazar la pluma.




ArribaAbajoCapítulo V

Rebelión de Tupac-Amaru


Turbaciones.-Catari.-Tupac-Amaru.-Muerte del corregidor Arriaga.-Triunfo de los indios.-Aprestos de defensa en el Cuzco.-Prisión y muerte de Tomás Catari.-Sus hermanos sobre La Plata.-Ardimiento del vecindario.-Victoria alcanzada en la Punilla.-Catástrofe de Oruro.-Ferocidades de los indios.-Reseguin en Tupiza.-López en Jujuí.-Llegada de ambos a La Plata.-Política de Tupac-Amaru.-Es rechazado del Cuzco.-Gloriosa expedición de Valle.-Prisión de Tupac-Amaru.-Heroísmo y desgracia de los de la villa de Puno.-Suplicios en el Cuzco.-Indulto general.-Defensa de la ciudad de la Paz.-Del pueblo de Sorata.-Sumisión de Miguel Bastidas.-De Diego Cristóbal Tupac-Amaru.-Levantamiento de los Condoris.-Prisión de Diego Cristóbal y otros.-Su muerte.-Fin de la rebelión.-Sus causas demostradas por el visitador general Areche.

Virreyes del Perú y de Buenos-Aires eran los señores D. Agustín de Jáuregui y D. Juan José Vertiz, y estaba de visitador general en el primero de estos países D. José Antonio de Areche, planteando la renta del tabaco y dando mayor extensión a la de aduanas, cuando ocurrió el terrible sacudimiento que puso allí en grave peligro la dominación española.

Desde principios del año 1780 se sucedieron las turbaciones, encadenadas unas con otras. Ya los indios habían manifestado hondo resentimiento, asesinando a Castillo y Sugástegi, corregidores de Pacages y Chumbivilcas, y en Yungas de Chulumani a un dependiente del marqués de Villahermosa, que hubo de resistirles con las armas. En casi todas las provincias del virreinato del Perú, y en muchas del de Buenos-Aires, abundaban pasquines contra los europeos, y particularmente contra los corregidores, que violando las leyes, imponían a los indios el insoportable yugo de los repartimientos de géneros inútiles para ellos del todo, revendiéndoselos a precios muy caros. Cerca de perecer estuvo el corregidor de Arequipa, D. Baltasar Semanat, a quien saquearon la casa; y contra el de la provincia de Chayanta, D. Joaquín Alós, declaróse formal levantamiento, promovido por Tomás Catari, indio principal del pueblo de San Pedro de Macha. Dos años antes había caminado a pie las seiscientas leguas que separaban el lugar de su domicilio de la capital del virreinato de Buenos-Aires, con el fin de exponer a la primera autoridad sentidas quejas por las vejaciones de que eran víctimas sus compatriotas; y dictando aquella providencias favorables a la justicia, invalidólas Alós, protegido por la Audiencia de Charcas, la cual redujo a prisión a Catari. Para conseguir su libertad subleváronse los indios, y prendieron al corregidor Alós, en Pocoata, y la Audiencia tuvo que prestarse a transacciones, asintiendo, a más no poder, al canje de los presos861.

Ramificaciones eran todas estas de una general sublevación ideada tiempos hacía, para dar al traste con el despotismo de los corregidores, ominoso de suyo, y más puesto en cotejo con el gobierno paternal de los Incas, según se halla descrito en los Comentarios Reales, de Garcilaso de la Vega, obra familiar entre los indios, quienes, por poco ladinos que fueran, se embelesaban y enardecían juntamente con su lectura. De aquellos soberanos blasonaba de proceder, por legítima descendencia, José Gabriel Tupac-Amaru, cacique de Tungasuca, pueblo de la provincia de Tinta. Altivo de carácter e irascible de genio, hallándose en la virilidad de los años, y superior a todos los de su casta, no solo por el nacimiento, sino también por haber frecuentado los institutos de enseñanza de Lima y el Cuzco, se resentía más vehementemente de los vejámenes que le alcanzaban como a todos, y considerábase llamado a ser el libertador de su patria. Por esto venía de muy atrás proyectando con los indios más principales de diversas provincias, la manera de restaurar el trono de sus antepasados, y de ocuparlo, y de hacer a sus súbditos independientes del rey de España: su oficio de arriero le proporcionaba la ventaja de echar personalmente y sin riesgo la semilla de la discordia en los puntos más apartados, pues variaba los viajes al tenor de las conveniencias de su proyecto. Quizá no estaba todavía maduro, cuando las alteraciones de la provincia de Chayanta le indujeron a tremolar alevemente su bandera, teñida desde los principios en sangre862.

Era el 4 de noviembre de 1780, y Tupac-Amaru convidó al corregidor de Tinta, D. Antonio Arriaga, para festejar los días de Carlos III en cordial banquete. Muy ajeno Arriaga de sospechar inicuas traiciones, y encontrando plausible el motivo, aceptó el convite; pero, no bien había comenzado, quitóse la máscara el cacique de Tungasuca, declarándole que estaba preso. Durante seis días le mantuvo de aquella suerte y empleólos en sumariarle por sus violencias, no sin esparcir sagazmente que obraba con orden reservada del Soberano, y en forzarle a firmar cartas citatorias para que los de la provincia acudieran a Tungasuca; tras de lo cual dispuso que el 10 de noviembre fuera ahorcado públicamente en la plaza por mano de Antonio Oblitas, negro y esclavo suyo. Ejecutado así, apoderóse Tupac-Amaru de los bienes de Arriaga, y seguidamente de los del corregidor de la inmediata provincia de Quispicanchi, que salvó la existencia huyendo al Cuzco, donde llevó la primera noticia del levantamiento.

De allí salieron en tropel unos seiscientos hombres, los más de ellos criollos, en contra de los rebeldes, a quien avistaron cerca del punto llamado Sangarará, con multitud de indios y mestizos. Una fuerte nevada les obligó a refugiarse bajo la iglesia, y como enviaran a averiguar las intenciones del cacique, les contestó al instante que todos los americanos pasaran a su campamento, donde se les trataría como patriotas, pues iba solamente contra europeos, corregidores y empleados de aduanas. De resultas, variaron los pareceres sobre acometer al enemigo, entre los expedicionarios del Cuzco, exacerbándose de manera la disputa, que hasta vinieron a las manos con saña, en cuyo punto les atacó Tupac-Amaru, volóseles la pólvora toda, se les cayó encima un lienzo del edificio, y no más que veinte y ocho heridos, de más o menos gravedad, salieron con vida del lance. Sus armas sirvieron a maravilla al cacique de Tungasuca, y envalentonado con aquella primera victoria, avanzó hasta la provincia de Lampa, entró en Ayavirí sin resistencia, y dirigióse al Cuzco para coronarse como Inca. Allí habían buscado asilo desde las provincias inmediatas muchos europeos y varios corregidores, y aun caciques leales a la dominación española, como los de Antas, Chincheros, Rozas y Pumacagua. No obstante, en la generalidad de los refugiados y vecinos predominaba el sobresalto, y por consiguiente, la idea de abandonar la ciudad a merced del rebelde, cuando asomara por sus inmediaciones. Ventura fue de España que se contara entre los que allí habían logrado refugio, el teniente coronel y corregidor de Abancay, D. Manuel Villalta, quien supo acalorar aquellos espíritus abatidos y empeñarlos a la defensa, ayudándole poderosamente el obispo D. Juan Manuel Moscoso y Peralta, y los eclesiásticos seculares y regulares, organizados también en hueste para resistir la acometida863.

Con divulgarse la noticia del alzamiento de Tupac-Amaru, y por efecto de sus proclamas y de sus circulares a los caciques, muy en breve se propagaron los alborotos a todas las provincias que mediaban entre el Tucumán y el Cuzco, no quedando por el rey de España sino muy pocas poblaciones. Otra vez se renovaron los desórdenes en Chayanta, ocasionados imprudentemente por la Audiencia de Charcas, que sostuvo inoportunas competencias con D. Ignacio Flores, comandante general enviado recientemente a la ciudad de La Plata, por el virrey de Buenos-Aires; opúsose a sus hábiles contemporizaciones, y sin conocimiento suyo dio comisión secreta a un D. Manuel Álvarez para aprisionar de nuevo a Tomás Catari, como lo ejecutó puntualmente en el Asiento de Ahullagas. A disposición de la Audiencia le traía, y acompañábale asimismo el justicia mayor de Chayanta, D. Juan Antonio Acuña, con escasa escolta; pero desembocando improvisamente junto a la cuesta de Chataquilay porción de indios a librar al prisionero, le mandaron matar Álvarez y Acuña antes de que se trabara el combate, en que dejaron de existir ambos con su poco numerosa tropa.

Al regocijo causado en La Plata por la prisión de Tomás Carari, suponiendo los que la ordenaron y muchos vecinos que así cesarían las inquietudes, sucedió la consternación más funesta, nacida del suceso de Chataquilay, que irritando a Dámaso y Nicolás, hermanos del caudillo de Chayanta, les indujo a levantar gente en unión de sus compañeros Santos Achu y Simón Castillo, y a conducirla sobre la ciudad con propósito de venganza.

Siete mil indios se presentaron muy pronto a distancia de dos leguas, en el cerro de la Punilla, y con atrevidas comunicaciones pidieron las cabezas de varias personas, y anunciaron su intención de abusar de las mujeres del regente y de los oidores y de emplearlas en los oficios más humildes de sus casas. Todos los vecinos se aprestaron a la defensa; las calles fueron cortadas con paredes de adobes; se establecieron puestos extramuros, y el clamor unánime pedía que se atacara sin dilación a los rebeldes. Lo retardaba el comandante general D. Ignacio Flores, por no aventurar el éxito de una jornada decisiva con hombres no habituados a las armas, y cuyo valor en la refriega no estaba a la vista, como su voluntad de acometerla sin reparo.

Lleno de arrojo D. Francisco de Paula Sanz, circunstancia que le hacía bien quisto de todos, a pesar de hallarse por entonces planteando la renta del tabaco en La Plata, salió al campo con sus dependientes y algunos vecinos, no pasando todos de cuarenta, y se arrimaron con garboso continente a la falda de la Punilla; temeridad a que no hubiera sobrevivido ninguno de ellos, si de la ciudad no salieran varias columnas para proteger su retirada, que emprendieron aceleradamente, no bastando la bizarría a contener el tropel de indios que se les echó encima furioso. A partir de aquel día, que era el 16 de febrero de 1781, ya no pudo Flores templar el ardimiento de los de La Plata, quienes con más o menos descaro, le motejaban de cobarde; y tanto, que la misma noche hubo quien le insultara, regalándole porción de gallinas. Y verdaderamente la época de las contemporizaciones había pasado, aun cuando no por culpa suya, como acabó de conocerlo a la otra mañana; pues manifestando los vecinos su determinación a la pelea, y que la emprenderían solos, si no les guiaba el comandante, se acomodó este a publicar la jornada para de allí a tres días. Con efecto, el 20 a las doce de la mañana pusiéronse en marcha las milicias; y entre ellas no pocas mujeres que, desoyendo los ruegos de Flores, se adelantaron contra los enemigos. Dos horas más tarde sonaba la señal de acometerlos, hallándose apostados en tres alturas de áspera subida. Semejante obstáculo sirvió únicamente para estimular el denuedo de los acometedores a ganar airosamente las cumbres, y a herir de muerte a los contrarios, que no se pudieron librar en la huida; con cuya derrota, los de Chayanta, recelosos ya del castigo, bajo la impresión del primer susto, entregaron a los vencedores los Cataris y demás caudillos, quienes murieron en tres palos.

La alegría por la victoria tuvo tanto de extraordinaria como de pasajera; todavía se celebraba en La Plata al tiempo de propalarse allí una horrible catástrofe acaecida en la villa de Oruro. Dominada estaba diez y ocho años había por los hermanos Rodríguez, D. Juan de Dios y D. Jacinto, criollos desperdiciados y manirrotos, que, monopolizando los cargos del ayuntamiento, se burlaban de las autoridades y tenían arruinada la población toda, floreciente antes con sus minas, de las cuales ninguna se hallaba a la sazón en productos, pues los europeos, laboriosos, económicos y acaudalados, no querían adelantar más fondos a los Rodríguez ni a los de su laya, endeudados enormemente con la Real Hacienda y con ellos, y jamás saciados de vicios.

D. Ramón de Urrutia, corregidor de aquella villa, tomó a pechos purgarla de tales abusos, empezando por influir para que recayeran los oficios de ayuntamiento en personas beneméritas y honradas. No perdonaron los Rodríguez ardid ni amaño a tal de salir vencedores; y como así y todo fueron vencidos, se enojaron por el desaire en términos de ausentarse el D. Juan de Dios a una de sus haciendas de campo con designios siniestros, y de padecer el D. Jacinto un ataque de bilis que le arrastró cerca del sepulcro. Ambos prohibieron a sus clientes ir a las corridas de toros que solían dar los nuevos alcaldes, y hasta prestarles cosa alguna para los refrescos de costumbre. De parte de los hermanos turbulentos estaba, a no dudarlo, el cura, y acreditólo pronto; pues concurriendo los capitulares a la misa de gracias, que se decía al terminar la elección todos los años, adelantóse el sacristán al atrio de la iglesia a avisarles, de parte del párroco mismo, que no les cantaba la misa porque nadie había dado limosna.

Todo esto coincidía con la fermentación experimentada en Oruro desde que llegaron las circulares de Tupac-Amaru; con saberse allí la muerte de Tomás Catari y la del corregidor de Paria, don Manuel Bodega, quien en la inteligencia de que ya le sería fácil sujetar su provincia, iba a ella con cincuenta hombres, los cuales sucumbieron también casi por completo en el pueblo de Challapata.

Vanamente procuraba Urrutia prevenirse contra todo evento, organizando e instruyendo milicias: una compañía de ellas formó el criollo D. Manuel Serrano, con la hez del pueblo, e hizo teniente suyo a D. Nicolás de Herrera, procesado diversas veces por ladrón público y salteador de caminos; y así se infiltraba el desorden en los mismos cuerpos con que el corregidor intentaba ponerle coto. Sin embargo, logró reunir hasta trescientos hombres a sueldo, y acuartelarlos, venciendo las dificultades que suscitaban los Rodríguez con artificios, para tener más desembarazada la senda de las turbaciones y rehabilitarse en la supremacía. Ya hubieron de recurrir al expediente de agitar los ánimos de los milicianos para volverlos en contra de Urrutia y los europeos; y lo realizaron por conducto de Sebastián Pagador, su antiguo criado y actual confidente, que la noche del 9 de febrero salió del cuartel con varios de la compañía de Serrano, pidiendo socorro y propalando cómo los chapetones (que así llamaban allí a los europeos) se disponían a exterminar a los americanos, por lo cual era llegada la ocasión de convertir la humanidad y el rendimiento en ira y furor, para extirpar tan maldita raza.

Con gran celeridad trascendió a todos los de la villa la tal especie, sugerida por el D. Jacinto al Pagador, en momentos de hallarse tomado, como solía, de bebidas espirituosas; y madres, mujeres, hijas y hermanas de los milicianos, se agolparon en torno del cuartel excitándoles con gritos y sollozos a que se volvieran a sus casas, y hasta lograrlo, perseveraron en vocear y gemir a la puerta.

Como al día siguiente continuara tomando cuerpo lo de la ilusoria conjuración de los europeos contra los americanos de Oruro, no faltó quien patentizara lo ridículo del supuesto, siendo los primeros no más de cuarenta o cincuenta, y pasando de cuatro mil los segundos; pero, en horas de efervescencia, la turba popular toma lo más absurdo por más verdadero. En que por tal se imaginara lo de que el corregidor tenía abierta una mina desde su casa al cuartel de los milicianos, para prenderla fuego a deshora, se interesaban por una parte los Rodríguez, deseosos de venir a las manos, y seguros del triunfo, y por otra el teniente Herrera, a quien se le iban los ojos detrás de las barras y zurrones de plata que los europeos, ínterin tenían oportunidad de poner a recaudo en la ciudad del Potosí las vidas y los intereses, depositaban en casa de su compatriota D. José Endeiza, sugeto universalmente querido y respetado, merced a su edad avanzada, y a su fortuna adquirida a costa de afanes, y a sus ejemplares virtudes, y a su liberalidad sin medida.

Por carta de un religioso franciscano, capellán al servicio de los Rodríguez, se supo que los indios se preparaban a invadir aquella noche la villa de Oruro, para asesinar al corregidor y oficiales Reales. A los cuatro de la tarde se juntaron casi todos los milicianos al toque de llamada, sin que Urrutia consiguiera que entraran al cuartel como le parecía conveniente, aun brindándose a dormir también dentro para infundirles confianza. Alternativamente empleaba frases suaves y amenazadoras, tirando a persuadirlos o a intimidarlos; pero ellos prestaban mejores oídos a las excitaciones de Pagador, que les traía a la memoria los hechos de Tupac-Amaru y apoyaba el alzamiento contra el Monarca en las violencias e injusticias procedentes del mal gobierno de sus ministros. Solo pudo el corregidor recabar de los milicianos que se dividieran y guardaran las avenidas de la plaza. Al anochecer fueron al cuartel a pedir el prest asignado; y mientras se les satisfacía, se oyeron en la calle gritos de muchachos y chasquidos de hondas, e instantáneamente el toque de alarma de las campanas de la parroquia, y extramuros el de cornetas de indios, con lo que se supo que se aproximaban a la villa. Practicado un reconocimiento, no se vio a nadie por el contorno, como que todo era traza que se daban los perturbadores para arrojarse furibundos sobre la presa.

Siempre había sido la casa de D. José Endeiza punto de reunión de los españoles; a la sazón tenían allí sus caudales y muchos de ellos moraban juntos; y repuestos algún tanto de la zozobra que les produjo la anunciada aproximación de los invasores, se sentaron a cenar en buena armonía. Pero, apenas se les había servido el primer plato, presentóse D. José Cayetano de Casas, vertiendo mucha sangre de una herida que acababa de recibir junto a la iglesia, al evitar que los criollos forzaran la esquina que guardaba con sus milicianos. Antes de concluirla relación de este suceso, empezaron a llover piedras sobre la casa, y a una echaron mano de las armas los españoles, para vender caras las vidas. Endeiza, piadoso por extremo, con vocación de mártir e imperturbabilidad de hombre justo, se puso de por medio y les dijo estas patéticas palabras: «¡Ea, amigos y compañeros! No hay remedio; todos morimos, pues se ha verificado ser la sedición contra los que no tenemos más delito que ser europeos y haber juntado nuestros caudales, para asegurarlos, a vista de los criollos. Cúmplase en todo la Voluntad de Dios; no nos falte la confianza de su misericordia, y en ella esperemos el perdón de nuestras culpas; y pues vamos a dar cuenta a tan justo tribunal, no hagamos ninguna muerte, ni llevemos este delito a la presencia de Dios; y así, procuren ustedes disparar sus escopetas al aire, y sin pensar en herir a ninguno; quizá conseguiremos con solo el estruendo atemorizarlos y hacer que huyan.» Tan acatada era la voz de aquel digno anciano, que todos le obedecieron sin réplica y enternecidos, hasta que, empezando a arder la casa, apenas pudo salvarse alguno de ellos por entre los sediciosos, que frenéticos la entraron a saco.

Y lo mismo hicieron en todas las de los europeos y aun de algunos criollos. Hasta el 16 de febrero no cesaron sacrilegios, asesinatos y hurtos. Español hubo a quien privaron de la existencia, arrancándole de entre los pliegues del manto de la Virgen de los Dolores, en el convento de mercenarios; y buscando al corregidor Urrutia, que tuvo la dicha de huir cuando ya no había esperanzas de restablecer el sosiego, bajaron a la bóveda de la parroquia, desclavaron un ataúd, por si estaba escondido dentro, y no encontrando mas que el cadáver del administrador de correos, fallecido pocos días antes, aun tuvieron la ferocidad de descargarle puñaladas. Procesionalmente sacaron la imagen del Cristo de Burgos las comunidades de San Agustín, de la Merced y San Francisco; pero solo iban detrás las viejas; y pasándola por la calle del Tambo de Jerusalén, con el anhelo de refrenar a los forajidos, agolpados a la puerta de la tienda de D. Francisco Resa, y persistentes en derribarla, contestaron a las exhortaciones piadosas, que la imagen no suponía más que cualquiera pedazo de magüey o de otra pasta, y que como de estos y otros engaños padecían por culpa de los pintores.

A tamaños crímenes y abominables atrocidades se asociaron bastantes miles de indios, convocados unos por los Rodríguez y atraídos otros al amor del saqueo desde las poblaciones, los campos y los minerales de la comarca. Mucho costó a los dos hermanos, ya victoriosos, echar a semejante chusma de Oruro, aunque el indigno sacerdote, párroco de la villa, significándoles que ya no era necesaria su ayuda, les habló con estas repugnantísimas frases: «Hijos míos, yo como cura y vicario vuestro, os doy las debidas gracias por la fidelidad con que habéis venido a defendernos, matando a estos chapetones pícaros que nos querían quitar la vida a traición a todos los criollos. Una y mil veces os agradecemos y suplicamos os retiréis a vuestras casas, pues ya, como lo habéis visto, quedan muertos; y por si habéis incurrido en alguna excomunión o censura, haced todos un acto de contrición para recibir la absolución.» Y luego siguió con el Misereatur vestri, hecho que, se hará dudoso a cuantos no estuvieron presentes; pero así es, y así sucedió, y así se halla escrito a la letra en la relación de donde se copia864. Además hubo necesidad de repartir a cada indio un peso de las arcas Reales, y aun de matar a algunos de ellos para obligar a la muchedumbre a que se tornara a sus estancias; y no obstante, se repitieron las alarmas todas las noches; y de suerte, que los mismos Rodríguez apelaron al auxilio de los españoles, que en número de diez y ocho se hallaron todavía ocultos dentro de los conventos, para batir a los indios, como lo efectuaron en el cerro de Chorequiri, a dos leguas de Oruro.

No solo a esta villa se redujo el teatro de tales excesos; todavía más inauditos los dio de sí la rebelión de Tupac-Amaru. Durante el propio mes de febrero, y tras de defenderse los vecinos del pueblo de San Pedro de Buena Vista, provincia de Chayanta, siete días, alentados por su párroco D. Isidoro José de Herrera, que había enarbolado por estandarte un crucifijo para enfervorizar a los leales y contener a los rebeldes, ya acosados aquellos por el hambre y la sed, y faltos absolutamente de municiones, se acogieron al templo con la esperanza de que los indios no osarían trasponer los sagrados umbrales; pero lejos de que el temor de Dios entumeciera sus plantas exterminadoras, precipitáronse dentro furiosos y mataron cinco sacerdotes y mil personas más, sin excepción de sexos ni edades. En Caracoto, provincia de Sicasica, la sangre de los europeos, vertida sobre el pavimento de la iglesia, llegó a cubrir los tobillos de los desatentados agresores. De detrás del altar mayor de la parroquia de Tapacari, provincia de Chayanta, sacaron a un español con seis hijos varones, y llevándole a su casa, y poniéndole un puñal en las manos, quisieron obligarle a ser verdugo de su prole delante de su esposa, que estaba en cinta; y sin que les ablandaran los accidentes desgarradores de la horrorosísima escena, asesinaron bárbaramente al español y a sus seis hijos, y todavía aquellos salvajes, más tigres que hombres, como la desventurada mujer abortara, transida de dolor y de susto, acudieron rabiosos a examinar el feto, y hallando que era varón, le quitaron la vida antes que espirara naturalmente ¡La pluma se salta de entre los dedos trémulos y convulsos al trazar la lúgubre pintura de tan feroces crueldades!

Dentro de la misma provincia y en el pueblo de Palca, mataron a golpes y empellones al cura D. Gabriel Arnau, al pie de las sagradas aras y teniendo el Santísimo Sacramento en las manos. Todos los vecinos españoles del pueblo de Arque y su quebrada, fueron víctimas de los indios; y en el de Colcha condujeron al párroco D. Martín Martínez de Tineo, maniatado y dándole de palos, por entre el tumulto, sin que pudieran vencer su entereza, con la cual, y milagrosamente libre de tan grande peligro, corrió a la capital de Cochabamba y conmovió los ánimos de los habitantes, que ya vacilaban en la fidelidad a Carlos III. Así el corregidor D. Félix José de Villalobos pudo enviar fuera partidas de cochabambinos que batieron a los de Colcha, se posesionaron de Oruro, y entraron en Tapacari a tiempo de cegar una zanja donde aquellos inhumanos rebeldes iban a enterrar vivas a las mujeres españolas865.

De Buenos-Aires despachó el virrey D. Juan José Vertiz, uno tras otro, dos cuerpos de veteranos, compuestos en totalidad de cuatrocientos hombres, y cuando ya el primero llevaba muchos días de marcha, fiólo a la órdenes del teniente coronel de dragones D. José Reseguin, llamado con este designio de Montevideo. En posta partió el bizarro jefe, y alcanzó a su tropa en 14 de marzo de 1781 junto al puesto de los Colorados, y a cuatrocientas leguas de distancia del punto de partida. Tres días después llegaba a las inmediaciones del pueblo de Mojos, provincia de Chayanta, que era de las ya incorporadas al levantamiento, y allí se le abocó D. Antonio José de Iribarren, cura de Talina y persona de recomendabilísimas prendas. Sus informes fueron muy tristes, como que versaron sobre el asesinato en Tupiza del corregidor D. Francisco García de Prado, del de D. Francisco Revilla, que desempeñaba igual cargo en Lipes, y sobre la fuga forzosa de don Mateo Ibáñez de Arco y de D. Martín de Borneo, corregidores también de las provincias de Cinti y Porco.

A la vista de tantos desastres intentaba el celoso presbítero alcanzar del activo jefe que aguardara en Talina al segundo destacamento, retrasado aún bastantes marchas, con el fin de que no se aventurara solo al paso de asperezas y desfiladeros, por territorio de enemigos, no habiendo esperanzas de salvación para la ciudad de La Plata, el Potosí y las escasas poblaciones que duraban en la fidelidad al Soberano, si se perdía con su gente; añadiéndose a todo que los sublevados interceptarían las comunicaciones con el Tucumán y Buenos-Aires, y no habría manera de recibir nuevos socorros para sosegar las provincias.

Reseguin vacilaba ante razones de tanto bulto, porque amaba el mejor servicio del Rey y de la patria, y se pasaba de valeroso; mas considerando a la postre que el abrigarse de trincheras equivalía a mostrar miedo, y que con verle suspender de pronto su marcha se alentarían los rebeldes, y no sabiendo todavía la suerte de La Plata, ni el éxito del ataque a la posición de la Punilla, determinó sacrificarse, si era menester, con los suyos, en demanda de alguna empresa ventajosa. Mientras descansaban allí sus soldados, platicó secretamente con el cura Iribarren sobre la posibilidad de sorprender a Tupiza, residencia de don Luis Laso de la Vega, cabeza de motín de aquella villa y de las provincias inmediatas. Discurrido el caso, facilitóle el cura, merced a sus relaciones y ascendiente, hasta doscientas mulas, apostándolas en el sitio llamado Moraya, camino del Potosí, y distante tres leguas de Mojos; y algo engrosado por los españoles fugitivos, que se acogieron a su amparo, se puso aquella tarde en marcha, publicándola para La Plata, al tenor de las órdenes que tenía para incorporarse con Flores.

Ya en Moraya, y cuando la noche hubo cerrado, solo dejó allí veinte hombres y las fogatas encendidas, a fin de engañar a los enemigos, que le observaban muy de cerca, y levantando el campo con todo el grueso de su gente e individuos prácticos del terreno, torció a la izquierda hacia Tupiza, donde llegó a las cuatro de la mañana del 17 sin más tropiezos que los naturales en diez leguas de cuestas, barrancos y escabrosidades, por donde descendía un río que era indispensable vadear muchas veces. No menos dichoso Reseguin en la sorpresa que en la marcha, apoderóse del caudillo en su misma vivienda, y por la tarde tenía ya presos a ciento sesenta de los principales sediciosos. Desde allí destacó partidas de su escasa fuerza al ingenio del Oro y al mineral de la gran Chocalla, donde sacaron de entre multitud de sus secuaces a Pedro de la Cruz Condori, indio principal del pueblo de Challapata, y a tres hermanos, que alborotaban a los naturales fingiéndose el uno Tupac-Amaru, y los otros dos Dámaso y Nicolás Catari.

De Tupiza trasladóse Reseguin a Santiago de Cotagaita, uno de los pocos fieles a los españoles; apaciguó las turbulencias de Lipes; impuso miedo a los que las promovían en Porco; solo a los cabezas de motín condenó al último suplicio; y laureado, no menos que por su arrojo, por su fortuna y su buen tacto, se volvió a poner en camino, experimentando la satisfacción de que los indios de todos los pueblos del tránsito se esmeraran a porfía en facilitarle provisiones y alojamientos y en agasajarle con músicas y danzas a su uso, hasta que el 19 de abril llegó a la ciudad de La Plata, y fue recibido por todas las clases con señales de júbilo y aclamaciones de entusiasmo866.

A otro día entró allí también el segundo cuerpo de tropas, enviadas de Buenos-Aires, a las órdenes del teniente coronel D. Cristóbal López, capitán de granaderos de Saboya. Y había tenido igualmente ocasión de cooperar por el camino al restablecimiento del reposo, pues llegando a las inmediaciones de Salta, y llamándole el coronel don Andrés Mestre, gobernador de la provincia aquella, en atención a que trescientos hombres de milicias, destinados a operar en el virreinato del Perú, desobedecían a sus comandantes, y a que los indios tobas se coligaban con los de las cercanías de la ciudad de Jujuí para invadirla y saquearla, fue allá diligentemente, y sin más que su compañía de granaderos, consiguió lo que el gobernador apetecía. Por consideraciones de prudencia permitióse que los milicianos regresaran a sus domicilios; pero los proyectos sediciosos contra Jujuí quedaron absolutamente desbaratados con el escarmiento de los tobas. Para que no levantaran cabeza, despachó sin tardanza el virrey Vertiz a aquella ciudad una compañía de veteranos; precaución muy digna de loa, por estar allí el paso hacia las provincias internas y ser muy peligroso un levantamiento en la del Tucumán, donde las poblaciones grandes eran pocas, y muchos y espesos los bosques sobre su terreno montuoso, y habitado por indios atléticos y feroces, y muy a mal con todo yugo867.

Aunque faltara mucho para consolidar la paz en el virreinato de Buenos-Aires, la victoria de Flores en la Punilla, las afortunadas correrías dispuestas por el corregidor de Cochabamba, el golpe atrevido de Reseguin sobre Tupiza, el ingenio del Oro y la gran Chocalla, y el buen servicio prestado por López contra los tobas, daban respiro para que los veteranos recién llegados a La Plata se repusieran de sus fatigas y de las calenturas intermitentes, contraídas por muchos de ellos en expedición tan larga y penosa. Entre tanto el virreinato del Perú inspiraba muy serios temores.

Tupac-Amaru tenía a su devoción numerosa falanje, bien armada mucha parte de ella, y cañones fundía cuantos necesitaba, aun cuando de corto calibre. Montaba siempre caballo blanco; traje azul de terciopelo galoneado de oro vestía, y encima la camiseta o unco de los indios, cabriolé de grana, sombrero de tres picos, y, como insignias de la dignidad de sus antepasados, llevaba un galón de oro ceñido a la frente, y del propio metal una cadena al cuello, con un sol al remate. Sus armas eran dos trabucos naranjeros, pistolas y espada; de la muchedumbre recibía continuas señales de entusiasmo y de reverencia. Aunque en sus edictos proscribía a todos los hijos de Europa, indultaba a los que se le presentaban de buen grado y hasta a los que sometía a la fuerza, si podía sacar provecho de su habilidad o su oficio, y particularmente si no eran extraños a la profesión de las armas; pero nunca le fue dado alcanzar que se atemperaran a esta hábil política sus generales. A uno de ellos, Cicenaro de nombre, reconvino agriamente cierto día por haber pasado a cuchillo en Ayavirí a todos, sin más excepción que los de su casta. «Si no extinguimos a cuantos no sean puramente indios (repuso Cicenaro), quedaremos en dependencia de cualquiera clase a quien anime parte de sangre española.» «No es tiempo aun (dijo Tupac-Amaru); pensemos por ahora solamente en posesionarnos del dominio de estas vastas y dilatadas regiones, que luego se buscará medio para deshacernos de todos los embarazos y obstáculos que se nos presenten».868 Mucho sobresalía de la esfera del vulgo quien usaba de tal lenguaje y recomendaba tal sistema. La carencia de jefes que lo observaran de una manera inalterable, deponiendo sus instintos; la lealtad de muchos criollos a Carlos III; el retraimiento de los restantes a contribuir al éxito de la lucha en el sentido de la independencia americana, traspasando la dominación a los indios; y el patriótico ardor con que se lanzaron los españoles a la batalla, explican suficientemente cómo no obtuvo Tupac-Amaru pronta y cabalísima victoria, habiéndose declarado desde luego la más de la tierra por suya; quedando centenares de españoles sin aliento, al propagarse velozmente la rebelión de provincia en provincia; siendo justas las quejas que le impelían a agitar los ánimos de los oprimidos, y teniendo además derechos a la soberanía de sus mayores.

Sancionarlos quería virtualmente con apoderarse del Cuzco, antigua capital de los incas, y sobre ella puso miles de hombres el día 1º. del año 1781. El teniente coronel D. Francisco Laisequilla salió a ocupar el cerro de Reho, contiguo a la ciudad, y por donde el rebelde pretendía entrarla obstinadamente, lo cual produjo cotidianos y sangrientos choques, bien que hasta pasados ocho días no se empeñara formal refriega. Sostuviéronla contra los enemigos cuarenta fusileros, ciento sesenta indios de Anta y varios españoles y criollos, que, desalojados de la cumbre, la recuperaron con brío y repelieron nuevos ataques. Ya cedían al empuje del excesivo número de contrarios y al cansancio de la trabajosa jornada, cuando fueron en su socorro la compañía del comercio y varios eclesiásticos, guiados por el deán D. Manuel Mendieta y Leiba; y así, antes de oscurecer el día, era la victoria de los españoles. No pocos la compraron con la existencia, y el mismo coronel Laisequilla, contuso de metralla, quedó muy lastimado del pecho. Contra lo que esperaban los mismos defensores del Cuzco, la jornada fue decisiva, pues a la mañana siguiente se pronunciaba Tupac-Amaru en retirada, muy parecida a fuga, por el desconcierto que introdujeron en su campo los que desertaban a impulsos del miedo, o por venir allí de mal grado869.

Sin duda influyeron asimismo sobre el ánimo del cacique de Tungasuca, para replegarse hacia su provincia y reconcentrar allí su gente, las súplicas de su muger Micaela Bastidas, y las noticias de haber salido fuerzas de la ciudad de Lima en su contra. Guiábalas el visitador D. José Antonio de Areche, investido por el virrey Jáuregui con el mando superior de Hacienda y Guerra, y venía también como primer jefe el mariscal de campo e inspector de las armas del Perú, D. José del Valle. Por cuartel general eligieron la ciudad del Cuzco, y con activo celo y cuantiosos caudales a la mano, allegaron milicias de infantes y ginetes, y fuerzas de indios auxiliares que, agregadas al núcleo de tropa veterana que traían consigo, les puso en proporción de maniobrar con un ejército de diez y siete mil hombres.

Mandado por D. José del Valle, y dividido en seis columnas, que, dándose la mano unas a otras, debían caer sobre la provincia de Tinta, emprendió el movimiento a 9 de marzo. Asaltáronle penalidades sin cuento en la marcha; aguaceros, granizadas y nieves frecuentes en aquellas empinadas y escabrosas alturas; suma escasez de víveres y leña, por la vigilancia de los indios en cortar las comunicaciones con los pueblos de donde se podían esperar tan indispensables socorros; ataques a los campamentos, siempre de madrugada, cuando más postrados suponían a los españoles por los rigores de la intemperie. A pesar de salir triunfantes de todos, su situación vino a ser crítica por extremo, y tanto que el general Valle, cambiando la dirección de pronto, resolvióse a tomar una cañada por entre dos ásperas breñas, y bajando a templada y feraz llanura, solo tuvo ya que hacer frente a los indios, quienes le acechaban de continuo, y para hostilizarle aprovechaban todos los accidentes del terreno. Combatiendo sin cesar y triunfando, acampó una noche de las primeras del mes de abril junto al pueblo de Quiquijana, limítrofe a Tinta y situado en posición muy ventajosa. Dicha suya fue no tener necesidad de pararse a cercarlo y poderlo ocupar a otro día con el aviso que le trajo el cura de haberlo abandonado los rebeldes. No más encontró Valle dentro que mujeres y hombres, que por los años o las dolencias no pudieron seguir la fuga, y se abrigaron del lugar santo; y tratólos humanamente, aunque en ser frenéticos sediciosos habían competido sanos y dolientes y los de ambos sexos y todas edades.

Camino adelante divisaron los españoles el primer campamento de Tupac-Amaru en muy escarpadas alturas, donde tenían porción de galgas prevenidas para dejarlas caer sobre aquellos al paso de angosto desfiladero, contiguo a un río, que habían de vadear forzosamente. Ahuyentólos Valle de allí con cien veteranos y los indios auxiliares de Anta y Chincheros, que rodearon la montaña y treparon valerosamente a la cima. Otra más distante guardaban diez mil hombres, y, acometiéndolos, trabóse al día siguiente la acción general, terminada con huir los indios que lograron salvar la vida. Entre ellos contóse Tupac-Amaru, debiéndola a la lijereza de su caballo, y no sin arriesgarla en la corriente de un río que pasó a nado, pues, en el aturdimiento de la huida y con el peligro tan cerca, no estaba para buscar el punto por donde se vadeaba fácilmente. Vienen, contra nosotros muchos soldados y valerosos; no nos queda otro recurso que morir, escribía caído de ánimo a su mujer, siguiendo la fuga acelerada sin arrimarse al pueblo de Tinta.

A una legua de este, y junto al de Cambapata, pernoctó Valle con los suyos, y allí vinieron a decirle muy temprano, que los de la familia del rebelde se habían escapado presurosos. Desde Tinta adoptó las providencias oportunas para perseguirlos, y con especialidad para cerrarles el paso a los Andes por la provincia de Carabaya. Tupac-Amaru y muchos de sus parientes y parciales echaron por la ruta de Langui, y el coronel de aquella jurisdicción, D. Ventura Larda, atrevióse a prenderle en unión de varios vecinos sabedores de la derrota. Micaela Bastidas, mujer del rebelde, dos hijos suyos, Hipólito y Fernando, y otros individuos de su parentela, perdieron también la libertad el 6 de abril a manos de aquellos, quienes los entregaron gozosos a uno de los destacamentos que iban en su busca870.

A pesar de tan insigne triunfo, la rebelión no quedó acabada, atizándola principalmente Diego Cristóbal Tupac-Amaru, hermano del Gabriel José, y Andrés Nogueras y Miguel Bastidas, sus sobrinos. Desde luego, no menos proyectaron que apoderarse de los prisioneros cuando fueran conducidos al Cuzco. Valle les contrarió el designio, custodiándolos hasta el puente de Urcos en persona, y con una columna muy reforzada; y de allí escoltólos el coronel D. José Cabero, sin embarazo, hasta el lugar de su destino.

Resueltamente hubiera proseguido el jefe vencedor la victoria, a no ser porque muchos de los suyos, como allegadizos y deseosos de vivir en sus hogares, y de recoger sus cosechas, se le desertaban de las filas. Supliendo la falta de la mejor manera que estuvo a su alcance, destinó a pacificar las provincias del virreinato del Perú, las más de las columnas de su tropa, y con la que dirijía personalmente, metióse en el de Buenos-Aires detrás de Diego Cristóbal Tupac-Amaru, que iba acuchillando a cuantos no eran de su casta, sin exceptuar los sacerdotes. Otro sanguinario caudillo figuraba en el bando rebelde; Julián Apasa, que de sacristán pasó a peón de un ingenio en la provincia de Sicasica, y tomando el nombre de Tupac-Catari, para inspirar mayor acatamiento a los indios, tuvo en breve a su devoción los de Carangas, Pacages, Yungas, Omasuyos, Larecaja, Chucuito y otros.

Apenas, cruzó Valle la raya de los virreinatos, crecieron enormemente las deserciones; con todo, batió diversas veces a los indios en los cerros de Ceasiri, Condorcuyo y Puquina-Cancari, donde se defendieron a la desesperada, y prefiriendo morir a rendirse871; y después de salvar a la villa de Puno, asediada por doce mil hombres, y dentro de la cual habían hecho proezas el vecindario todo y algunos auxiliares a las órdenes del corregidor D. Joaquín Antonio de Orellana, hubo de tomar la vuelta del Cuzco, llevándose a aquella brava gente, precisada a abandonar sus hogares por la imposibilidad de continuar la heroica defensa entre tan numeroso enjambre de enemigos. Trabajosas fueron las marchas de la mermada columna de Valle y del vecindario de Puno; más al fin, tras de repetidos encuentros y grandes cuidados y fatigas, llegaron los días 3 y 5 de julio a la conclusión de su viaje872.

Mes y medio antes, el 18 de mayo, habían dejado de existir en la plaza del Cuzco José Gabriel Tupac-Amaru, su mujer, su hijo Hipólito, mozo de veinte años, un tío suyo, Antonio Bastidas, su cuñado, y varios otros. Tanto como la relación de las crueldades de los rebeldes, hace que se erice el cabello la de tan atroces suplicios. No es para representada aquella escena con pormenores; baste decir que Fernando Tupac-Amaru, niño de diez años, fue sentenciado a asistir al suplicio de sus padres y a pasar por debajo de la horca y el garrote, y que al jefe del levantamiento, después de presenciar la muerte de su mujer y de su hijo, le cortaron la lengua y le amarraron por los cuatro remos a las cinchas de otros tantos caballos, que, para colmo de tormento y por sus pocos bríos o por inhabilidad o turbación de los ginetes, no pudieron arrancar a la carrera y le descoyuntaron sin despedazarle, por lo cual fue preciso que el visitador general Areche dispusiera que le cortaran la cabeza873.

No la inhumanidad de los castigos, sino la blandura de la misericordia, abrió sendero a la pacificación de aquellos países. Hasta entonces las palabras de perdón dirigidas a la muchedumbre iban mezcladas con los pregones, que ponían a precio las cabezas de sus capitanes; ahora el virrey del Perú publicó un edicto de indulto en que se comprendía a todos; conducta imitada asimismo por el virrey de Buenos-Aires. En el territorio del primero nada había ya que impusiera sumo cuidado; en el del segundo, Tupac-Catari, la Bartolina, mujer o amante de uno de los caudillos de Chayanta, Miguel Bastidas y Andrés Nogueras, cercaban la ciudad de la Paz y el pueblo de Sorata con gran número de indios. Mandaba la ciudad aquella D. Sebastián de Segurola, hombre activo y brioso, a quien ayudaba en el heroico empeño de defenderla hasta la muerte el obispo de la diócesi D. Gregorio Francisco del Campo. Ya se empezaban a sentir dentro, sobre las fatigas de la incesante lucha, los terribles estragos del hambre, cuando la socorrió D. Ignacio Flores, al empezar julio de 1781; mas no pudiendo disminuir sus fuerzas para resguardarla de nuevos ataques, y llamándole otras atenciones, sitiáronla segunda vez doce mil indios, no bien le vieron lejos de ella.

Por volar en su auxilio pugnaba el mariscal de campo Valle, en la raya de los dos virreinatos, sin poder conseguir que los corregidores, vueltos a las provincias pacificadas, le asistieran con gente, pues insistían en la cobranza de sus repartos y hasta en permitir el general destrozo, antes que desprenderse de un hombre que les debiera seis varas de bayeta874

Dichosamente salió a campaña el intrépido D. José Reseguin, con salud muy intercadente, aunque siempre con heroico arrojo. A salvar a Sorata fue primero, tristemente sin fruto, habiendo tenido el asedio un desenlace muy aciago, porque, irritado Andrés Nogueras de la indomable constancia de los defensores contra sus catorce mil indios, recogió las aguas del cerro nevado de Tipuani, y al verlas crecer en el estanque, formado de intento sobre el nivel de la población valerosa, rompió los diques, e inundándola de golpe, tomó cruel venganza de su heroísmo.

También Tupac-Catari y la Bartolina produjeron otra inundación en la Paz, soltando represas practicadas en el río que la baña toda, y destruyendo puentes y muchas casas; pero todavía resistieron Segurola y los esforzados vecinos, hasta que les trajo auxilios y salvación D. José Reseguin con cinco mil hombres, y así pudieron cantar victoria al cabo de ciento nueve días de penalidades y angustias padecidas en los dos asedios.

Postrado de fuerzas Reseguin, y enfermo, ni aún tiempo de convalecer tuvo, llamándole al Santuario de las Peñas la obstinación de Tupac-Catari en prolongar las turbaciones. Y fue allá velozmente, sin embargo de sus padecimientos físicos, que le tenían extenuado, y derrotó completamente a los sediciosos, y les apresó el caudillo Tupac-Catari, y rendido por el extraordinario esfuerzo de la voluntad enérgica, después del triunfo, no pudo llegar a la población sino en hombros de sus propios soldados, cabalmente al cumplirse un año de la rebelión del cacique de Tungasuca875.

Allí se le presentaron Miguel Bastidas y siete coroneles, a gozar de los beneficios del indulto; y desde entonces caminóse a la pacificación general, por decirlo así, cuesta abajo. D. Ramón Arias, jefe de una columna de Arequipa, entabló negociaciones con Diego Cristóbal Tupac-Amaru, que se hallaba en Azángaro por aquellos días. Anhelo mostraba el rebelde por el indulto, y desconfianza a la par de que se le cumpliera religiosamente, persistiendo además en que se aliviaran los gravámenes y las amarguras de los indios. Con fecha 4 de diciembre escribía a D. Ramón Arias: «Se me ha imputado siempre de rebelión contra mi augusto y católico Monarca (que Dios guarde). Quienes fomentan con más energía este modo de pensar son los corregidores, llamando traición al Rey mi Señor tomar las armas o cometer algún exceso con ellos; cuando este modo de proceder, aunque indebido por falta de jurisdicción en quien se toma la mano, no es más que surtirse de la desesperación a falta de la debida justicia, que se les debe administrar a los pueblos, especialmente a los miserables indios, tantas veces recomendados por S. M. Esta siempre la hemos encontrado atropellada contra nosotros, devueltos diariamente a manos de ellos (los corregidores) originales nuestros informes, resultando de ellos nuevos agravios. A todo el mundo consta ser estos miserables indios más que esclavos, trabajando toda la vida para el logro de cuatro pícaros que vienen a formar caudales con la sangre de los pobres; por ellos atrasados los Reales haberes; por ellos desnudos sin tener con qué alimentar sus pobres familias; por ellos hoy perdidos, abrasadas sus casas, sin tener de qué sustentarse. ¿Y querrían volver a chupar el último jugo que les queda, y a irrogar nuevos agravios?».876

A esta pregunta, naturalmente deducida de tan fundadas y legítimas quejas, había respondido, hasta cierto punto, de antemano el virrey Jáuregui en el mismo edicto del indulto de 12 de setiembre, eximiendo de tributos a los indios por término de un año, tiempo suficiente para que se enmendaran del todo los abusos de los corregidores. Así, interviniendo el mariscal de campo Valle, y principalmente el obispo del Cuzco, logróse al fin que ante los dos, y celebrando de pontifical el prelado, se sometiera de nuevo Diego Cristóbal Tupac-Amaru al vasallaje, con todos los suyos, el 27 de enero de 1782 en la iglesia del pueblo de Sicuani: siempre temeroso el jefe indio de que se quebrantara lo prometido en el indulto, vio partir con dolor al obispo, de quien se fiaba más que de nadie877.

Por julio del mismo año hizo Pedro Vilca Apasa, en las provincias de Larecaja y Omasuyos, nuevo levantamiento, que sofocó al punto el infatigable general Valle. Tampoco tuvo sino duración muy pasajera, el promovido a fines de enero de 1783 por los Condoris, Simón y Lorenzo, en las alturas de Marcapata. Sin embargo, dio margen a la prisión de Diego Cristóbal Tupac-Amaru, por D. Raimundo Necochea, corregidor de Quispicanchi, y a la de varios individuos de su familia y antiguo bando, por el de Tinta, D. Francisco Salcedo.

Conducidos al Cuzco, procesáronles D. Gabriel Avilés, comandante general por fallecimiento de Valle, y D. Benito de la Mata Linares, magistrado de la Audiencia de los Reyes, y fueron sentenciados a muerte los Condoris, por caudillos del levantamiento de Marcapata; Marcela de Castro porque, noticiosa de que iba a estallar pronto, ni lo delató, ni se opuso; Diego Cristóbal Tupac-Amaru, porque se interesaba ardientemente en mejorar la suerte de los indios; porque estos le manifestaban sumisión y afecto y le denominaban su padre, y por sospechas de que les mantenía en perpetua alarma para que se sublevaran al primer grito878

. Ahorcados perecieron en la plaza del Cuzco el 19 de julio de 1783 los Condoris, la Castro y Tupac-Amaru: este, después de padecer el feroz martirio de que le atenacearan los pechos879. Doce días antes habían subido al patíbulo de Lima Felipe Velasco Tupac, Inca Yupanqui, y Ciriaco Flores, apresados en el pueblo de la Ascensión, de la provincia de Huarichori, por su corregidor D. Felipe Carrera, que apagó así la última chispa de incendio tan voraz y espantoso880.

Sin la abominable codicia de los corregidores no se explica la rebelión de Tupac-Amaru, en cuyo curso perdieron la vida entre leales y rebeldes más de cien mil personas, y se saquearon muchos millones de duros. De los repartos consentidos a aquellos funcionarios, y sujetos a una moderada tarifa, y en que no se les toleraba para toda la clase de géneros más que una tercera parte de ganancia, habían hecho un crecido manantial de riqueza. Solo se les permitía un reparto durante los cinco años de su corregimiento, y los repetían a su antojo: se les autorizaba el lucro de vender, por ejemplo, en doce, lo que les había costado ocho, con la obligación de darlo a los indios al fiado hasta que buenamente pudieran satisfacer el precio, y les apremiaban al pago: se quería por la superioridad que a beneficio de los repartos gozaran los indios la ventaja de adquirir lo que necesitaran con mayor baratura, y los corregidores les obligaban a tomar lo que para nada les servía, y a coste muy exhorbitante881.

«Los daños que ha sufrido el indio son bien notorios (escribía el visitador Areche al ministro de Indias, después de restablecido el sosiego), y si no fuera extraviarme, mucho de lo que pide este informe, lo expondría, y con rubor acaso habría de confesar tenía mucha culpa la conducta de los que han merecido la confianza más particular.... Al contemplar que los sueldos señalados a los que sirven al Rey no dan sino escasamente para mantener la decencia correspondiente, y ver que en pocos años se forman crecidos caudales, y muchos de quienes no se puede atribuir al frívolo pretexto del comercio, es preciso confesar que se han adquirido con la violencia, la extorsión, el dolo, el contrabando y otra infinidad de iniquidades.»

Todo esto y más decía Areche, recomendando que se procediera de forma que los indios no vieran otra cosa que suavidad, fidelidad, horror al fraude, buen trato, seguridad en sus posesiones y anhelo de hacerles beneficios, que lo fueran de suyo y hubieran de confesar por tales882. Para conseguirlo, como deseaba Carlos III, fue necesario, no solo abolir los repartos, declarando vigente una Real cédula expedida desde 1779 y en suspenso por consideraciones particulares, sino suprimir en todos los dominios americanos la clase, justamente allí desacreditada y aborrecida, de los corregidores, únicos responsables ante el cielo y el mundo de la rebelión de Tupac-Amaru, que no es posible recordar con los ojos secos, ni escribir sin que el papel se enrojezca de sangre.