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  -203-  

ArribaAbajoCapítulo quinto

El presidente don José Diguja


Fallecimiento de Fernando sexto.- Proclamación de Carlos tercero.- Cómo se hallaba organizada la Audiencia de Quito después de la muerte del presidente Montúfar.- El obispado de Quito en la vacante del ilustrísimo señor Nieto Polo del Águila.- Viene el ilustrísimo señor doctor don Pedro Ponce y Carrasco, decimoctavo Obispo de Quito.- Noticias biográficas acerca de este Prelado.- Sublevaciones de los barrios de Quito con motivo del estanco de aguardiente y establecimiento de la aduana.- Gobierno del teniente coronel don Antonio Zelaya como Presidente interino de Quito.- Don José Diguja, vigésimo cuarto Presidente de Quito durante la colonia.- Quién era don José Diguja.- Expulsión de los jesuitas.- Estado de la provincia quitense de la Compañía de Jesús al tiempo de la expulsión.- Riquezas de los jesuitas.- Su influencia social.- Reflexiones necesarias.



I

Hemos llegado ya con nuestra narración a una época muy notable en la colonia, el reinado de Carlos tercero, sobre el cual se han solido formar juicios muy contradictorios. En cuanto a nosotros, le juzgaremos con la misma imparcialidad severa con que hemos juzgado a los anteriores monarcas, así de la casa de Austria, como de la dinastía de Borbón.

Fernando sexto murió el 10 de agosto de 1759; y, como no tuvo hijos, recayó la corona de España en su hermano Carlos, hijo de Felipe quinto y de la reina Isabel Farnesio, su segunda esposa. Carlos era Rey de Nápoles, y, cuando   -204-   comenzó a reinar en España, fue proclamado como tercero de ese nombre en la serie de los monarcas de Castilla.

La noticia de la muerte de Fernando sexto se recibió en Quito a principios de 1760; el 2 de junio se celebraron sus exequias en la Catedral, y el 15 de julio se hizo la ceremonia de alzar pendones, reconociendo y aclamando a Carlos tercero, su sucesor, por Rey y Señor natural de las Indias Occidentales. La oración fúnebre del Rey muerto fue pronunciada por el doctor don José de Llano y Valdez, clérigo, Oidor de la Real Audiencia; y las fiestas de la jura y proclamación de Carlos tercero fueron tan solemnes y magníficas, que en la plaza mayor se calcularon más de quince mil espectadores. Hubo, como siempre en aquellos casos, funciones religiosas y festejos profanos; en la Catedral Te Deum laudamus; en las calles y plazas, fuegos de pólvora, luminarias y corridas de toros67.

La celebración de los funerales de Fernando sexto y la ceremonia del reconocimiento y proclamación de Carlos tercero fueron los últimos hechos notables en que tomó parte el presidente Montúfar, Marqués de Selva-alegre; pues, como ya lo hemos dicho, falleció a fines de septiembre de 1761; a consecuencia de la muerte del Presidente, vino el mando de estas provincias a manos del anciano y achacoso licenciado don Manuel   -205-   Rubio de Arévalo, el más antiguo de los oidores que componían entonces el Tribunal de la Cancillería de Quito.

Don Manuel Rubio de Arévalo era octogenario, y había desempeñado cargos de judicatura desde 1713; en 1748 fue suspendido en el ejercicio de su destino de Oidor, a consecuencia de sus inicuos procedimientos en la pesquisa que contra el presidente Araujo le confió el Consejo de Indias; y estaba recién rehabilitado en su antiguo empleo, cuando, por muerte del Marqués de Selva-alegre, tuvo la fortuna de empuñar en sus débiles y cansadas manos las riendas del gobierno de estas provincias. Rubio de Arévalo era natural de Sevilla, y había vivido cuarenta años en Quito, porque llegó a esta ciudad en 1720, proveído en una plaza de Oidor para la Audiencia que acababa de ser restablecida.

A la muerte del presidente Montúfar podemos decir, con toda verdad, que la Real Audiencia de Quito estaba desierta, pues no había en ella más que un Ministro y el Fiscal; don José de la Quintana, uno de los oidores, era ya tan anciano, que casi no concurría al tribunal; don Manuel de la Vega y Bárcena residía en Guayaquil, donde lo tenía confinado el Virrey de Santa Fe; don Juan Romualdo Bernal se hallaba en Bogotá; don Gregorio Hurtado de Mendoza y Zapata había obtenido licencia del Gobierno y pasado temporalmente a Lima; don Félix de Llano y Valdez, Oidor de Charcas, depositado en Quito, se hallaba ocupado en la numeración de los Indios por orden del mismo Virrey; para el despacho de los negocios de justicia en 1761 no había, pues,   -206-   más que un solo Oidor, que era don Luis de Santacruz y Centeno, y el fiscal don Luis de Cistúe.

Así, estas provincias quedaron casi sin gobierno alguno, cabalmente cuando era más que nunca indispensable una autoridad vigorosa que conservara el orden y mantuviera la tranquilidad pública, en peligro de ser alterada. El Gobierno español (por una de aquellas máximas morales que honran tanto ciertas medidas administrativas dictadas por los primeros soberanos de la familia de Borbón) había procurado, con grande constancia, remediar los males que en las colonias y principalmente en Quito causaba el aguardiente; la fabricación de este licor era prohibida, y se permitía solamente con ciertas y determinadas condiciones; andando el tiempo, tuvo el Gobierno por más conveniente impedir a los particulares la fabricación de aguardiente en sus haciendas y establecimientos privados, y disponer, como en efecto dispuso, que el aguardiente no se destilara sino por cuenta de la Real Hacienda; quedó, pues, en consecuencia, establecido el estanco del aguardiente en Quito y en todas las provincias sujetas a la jurisdicción de esta Audiencia. Nadie podía fabricar aguardiente de caña ni otras bebidas alcohólicas; y hasta la venta de la chicha se reglamentó de tal manera, que el consumo de su tan querido y acostumbrado licor les fue a los indios no solamente costoso sino difícil. En las haciendas de los valles calientes continuó la siembra y el cultivo de la caña de azúcar, pero en los trapiches no se consentía elaborar aguardiente, y sólo era lícito cocer mieles, para venderlas en   -207-   el real estanco. Y en aquella época era tan común y tan lucrativa la industria del aguardiente, que especulaban con ella, sin escrúpulo alguno, hasta las comunidades religiosas, en cuyas haciendas, públicamente, había alambiques de refinamiento. La disposición gubernativa, por la cual Felipe quinto prohibió la fabricación y venta de aguardiente casi no fue, pues, obedecida en Quito; el presidente Araujo se esmeró en cumplirla; pero su celo tropezó con la codicia ciega de los destiladores, quienes, por eso, le hicieron la guerra, y cooperaron a su destitución; el período de gobierno del pusilánime Marqués de Solanda terminó tranquilamente para los especuladores en la destilación de aguardiente; en tiempo del presidente Selva-alegre se estableció el estanco de esa industria; pero, al principio, se comenzó a administrar por asentamiento, sacándose a remate público o comprándose por el Cabildo civil en una suma determinada, que se pagaba a la Caja Real. Esta manera de administración hacía más tolerable el estanco, y producía pingües ganancias para los asentistas y monopolizadores. Deseando el virrey Mesía de la Cerda que el provecho y ganancia de los rematadores del estanco de aguardiente acrecentara las entradas de la Real Hacienda, que habían venido muy a menos, resolvió que el estanco se administrara de cuenta de la Corona; y, con este objeto, vino a Quito don José Díaz Herrera, empleado honorario de la Real Hacienda en Bogotá. Díaz Herrera era hábil para desempeñar la comisión que le confiaba el Virrey, y la cumplió con el mayor esmero. Llegó en Quito, hizo respetar su   -208-   autoridad, obró con diligencia, y, en breve tiempo, estableció el estanco de aguardiente de una manera tan arreglada y vigilante, que casi extinguió por completo los alambiques privados, donde furtivamente destilaban aguardiente los particulares; nadie podía destilar aguardiente ni aun para su gasto doméstico; el aguardiente se vendía solamente en las tabernas, establecidas por cuenta de la Real Hacienda. Las mieles eran compradas por Herrera; y, como el destilador de aguardiente no era más que uno sólo, y los vendedores muchos, el monopolizador tasaba el precio de cada botija conforme a las conveniencias del Real Erario, y no a las ganancias o provecho de los agricultores; las entradas de la Real Hacienda iban, pues, aumentando al compás del descontento de los vecinos; hubo peticiones al Virrey, se elevaron reclamos, pero no se consiguió que el estanco volviera a administrarse por asentamiento. No pocos gérmenes de disgusto existían, por lo mismo, en la ciudad; la prohibición de fabricar aguardiente no podía menos de ser odiosa, y provocar la animadversión de todos los especuladores privados, que habían solido hasta entonces tener como una granjería preciosa esa industria; los vendedores y los fabricantes se sometieron de muy mala gana a la disposición del Gobierno; y, viendo que aquel lucro, infame y fratricida, se les iba de las manos, comenzaron a cavilar sobre la manera de estorbar el estanco.

Los propietarios se veían defraudados en sus negocios; los que antes habían medrado con el remate y monopolio del estanco, anhelaban volver a disfrutar de una riqueza, que el inflexible   -209-   virrey Mesía de la Cerda les había quitado de las manos; la embriaguez, lejos de disminuir había prosperado; antes era más barata; con el estanco se había logrado hacerla más costosa, quedando así burladas las humanitarias intenciones del Monarca, que prohibió la industria de licores alcohólicos y bebidas fermentadas. Diéronse, pues, los negociantes defraudados y los especuladores quejosos a discurrir sobre el modo de hacer volver las cosas al estado en que se hallaban antes del establecimiento del real estanco, y pronto se les presentó una ocasión oportuna, de la cual se aprovecharon para concitar al pueblo de Quito contra el estanco, aguijoneándolo a un levantamiento.

El aguardiente que se expendía en las tabernas de la Real Hacienda era mejor destilado que el que se solía vender antes por los particulares, pues tenía algunos grados más, su fortaleza era mayor y su potencia embriagadora trastornaba la razón más prontamente, causando letargos prolongados y profundos; comenzó, pues, a cundir entre el pueblo el rumor de que el aguardiente estaba atosigado con vallico, para que los mestizos fueran pereciendo poco a poco; unos creyeron esta invención calumniosa; otros, fingiendo estar convencidos de ella, la exageraron, porque así les convenía, para encolerizar al pueblo y poner por obra sus planes calculados de antemano. Había otro motivo grave de disgusto, que traía bastante molestados a los quiteños contra el Gobierno, y era el establecimiento de lo que entonces se llamaba la aduana; consistía ésta en una contribución que se pagaba por todos los víveres que se introducían   -210-   en la ciudad para la venta y abasto del público, gravamen odioso, y tanto más pesado, cuanto era mayor cada día la pobreza que padecía el pueblo. Estaban, pues, los ánimos exaltados, las pasiones enardecidas, y la hora de los tumultos populares no podía tardar.

Veamos cómo estaba organizada entonces la Audiencia y cuál era la situación en que se hallaba la autoridad pública en estas provincias. Hacía tres años a que en la Audiencia presidía el mismo anciano licenciado don Manuel Rublo de Arévalo; los oidores Navarro y Llanos Valdez habían regresado a Quito, y Bárcena había fallecido. La Cancillería Real no contaba, por desgracia, con ningún ministro de grande autoridad; todos eran considerados por el pueblo, mas ninguno era temido. La vacante de la presidencia se había prolongado; no así la del obispado, pues se hallaba ya en esta ciudad el ilustrísimo señor doctor don Pedro Ponce y Carrasco, inmediato sucesor del señor Polo del Águila, y decimoctavo Obispo de Quito68.

Era el obispo Carrasco varón grave, de modales reservados; hacía respetar su autoridad, y no dispensaba a nadie de los homenajes que a su sagrado carácter y elevada dignidad eran debidos. Estaba en América desde 1732, año en que vino en compañía del Obispo de Santiago de Cuba, don   -211-   fray Juan Lasso de la Vega; entonces contaba veinticuatro años de edad, y sólo tenía las órdenes menores. Nacido en la Puebla de Guzmán, sus padres fueron don Rodrigo Ponce y Carrasco y doña Francisca García, moradores honrados del mismo lugar. De cuerpo bien proporcionado, cabellos negros y barba cerrada, rostro grueso y redondo, el entonces minorista y familiar del obispo Lasso de la Vega, aunque no manifestaba cualidades relevantes, poseía sin embargo un cierto instinto de decoro y de dignidad personal, más propios del severo carácter castellano que de la jovialidad andaluza. En Cuba se ordenó de sacerdote, ejerció el ministerio de párroco y desempeñó el cargo de Provisor del obispado; después el mismo señor Lasso de la Vega lo pidió por su coadjutor, y fue consagrado Obispo de Adramita in partibus infidelium, con obligación de residir en la Florida, como auxiliar del Obispo de Santiago de Cuba69.

En 1762 fue presentado para el obispado de Quito, y el primero de septiembre del año siguiente de 1764, entró en esta ciudad y tomó posesión de su diócesis. La sede vacante había durado   -212-   casi seis años, así porque la noticia de la muerte del obispo Polo se recibió en España cuando Carlos tercero acababa de llegar a Madrid, como porque la guerra de la Gran Bretaña con la Metrópoli y el sitio de La Habana fueron parte para que el nuevo Prelado tardara en venir a Quito.

Hubo también otra causa para que la vacante se prolongara, y fue la renuncia que del obispado de Quito hizo don Francisco Fernández de Játiva, cura de San Justo en Madrid, nombrado antes que el señor Carrasco.

El ilustrísimo señor Carrasco pasó de Cuba a Cartagena, e hizo su viaje viniendo despacio hasta Guápulo, donde se detuvo adrede un día, para verificar al siguiente su entrada solemne en esta capital.

El gobierno de la diócesis durante todo el tiempo de la sede vacante estuvo confiado al doctor don Fernando Sánchez de Orellana, Deán de la Catedral y Marqués de Solanda, elegido Vicario Capitular después de la muerte del señor Nieto Polo. El ex-Presidente de la Audiencia se condujo en el ejercicio de la jurisdicción espiritual con aquel mismo espíritu de suavidad con que se portó mientras tuvo en sus manos la autoridad civil y el mando de estas provincias; y así los seis años transcurrieron sin disputas escandalosas ni perturbaciones en el estado eclesiástico, cosa rara en las sedes vacantes del tiempo de la colonia70.



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II

Levantamientos del pueblo y tumultos de otro orden alteraron profundamente la tranquilidad pública en la ciudad. Refirámoslos, con las circunstancias más notables.

En la mañana del 22 de mayo de 1765 amanecieron pegados en las paredes de las esquinas de la ciudad unos cartelones grandes, en los que, con letras gordas y muy legibles, se anunciaba como inminente una sublevación de los barrios de Quito contra la aduana y el estanco de aguardiente; no hubo quien no leyera en todo aquel día las amenazantes inscripciones, y todos, en todas partes, no hablaban más que del anunciado levantamiento; los oidores, dominados de pánico, vieron acabarse el día, y su miedo creció con la oscuridad de la noche; encerrados en palacio, tenían a punto unos cuatro viejos pedreros, mandados fundir un siglo antes por el obispo Montenegro, cuando las invasiones de los filibusteros de las Antillas en las playas del Pacífico; los sacaron apresuradamente del aposento donde yacían arrumbados, y los montaron para defender las Cajas Reales, en caso de que los sublevados intentaran apoderarse de unos ochenta mil pesos en dinero que estaban aparejados para remitirlos a la Corte; apenas había veinte soldados de guarnición, provistos de no muy buenas armas.

Vino la noche, dio el reloj las siete, hora fatal, pues era la fijada para el levantamiento. En efecto, al extremo occidental de la ciudad se   -214-   reventaron algunos cohetes; era la señal convenida para que los del barrio de San Roque se juntaran; las campanas de la parroquia comenzaron luego a tocar a rebato; el estallido de los cohetes lanzados desde la placeta de San Sebastián y el tañido de las campanas parroquiales indicaban que también toda la parte meridional de la ciudad se atumultuaba; los del barrio de San Roque bajaron derecho a la plaza de Santo Domingo; los del barrio de San Sebastián subieron a la misma plaza por la calle del Mesón, y, junta allí toda la marejada de gente, se dirigió furiosa y resuelta hacia la casa del estanco y aduana, situada en la plazuela de Santa Bárbara; apedrearon las ventanas, derribaron las puertas, se precipitaron dentro e hicieron pedazos todo cuanto encontraron; un torrente de aguardiente, mezclado con miel, no tardó en descender por la calle; ya no era solamente contra el estanco la acometida; embriagadas las turbas, prendieron fuego a la casa, y, para precipitar su destrucción y acabar del todo con ella, comenzaron a desentecharla y a arrojar los muebles a la calle; en ese como océano agitado de gente, al resplandor que despedían las llamas del incendio, se divisaban confusos, mezclados, arremolinados en incesante vaivén niños, viejos, hombres, mujeres y personas de todas clases, gritando y voceando en no interrumpida algazara; algunos frailes y clérigos discurrían afanados, haciendo como calmar a las turbas, pero nadie les prestaba atención. Cerca de las once de la noche, el cura de Santa Bárbara sacó el Santísimo Sacramento, creyendo que la manifestación de la adorable Eucaristía no podría   -215-   menos de amainar el furor del pueblo; mas se equivocó, porque la muchedumbre continuó enfurecida y miró con desdén la procesión; el cura, temiendo algún sacrilegio, llevó las Sagradas Formas a la iglesia del Carmen bajo. Don José Díaz de Herrera logró escapar, medio desnudo; acudió a los oidores, imploró de ellos auxilio y, viéndose desatendido, corrió al convento de San Francisco, donde se ocultó.

Ya en avanzadas horas de la noche, notando que la sublevación en vez de calmar crecía por momentos, discurrieron los oidores el arbitrio de mandar algunos jesuitas, para que redujeran a los amotinados; el Rector del Colegio condescendió con los oidores y diputó cuatro de los más autorizados padres, encargándoles desempeñar con eficacia su comisión; de los cuatro jesuitas escogidos por el Rector, dos tenían mucha mano con el pueblo, por el prestigio de su predicación, y eran los padres Pedro Milanesio y Juan Bautista Aguirre; con gran trabajo y agotando sus esfuerzos, lograron los padres que los sublevados les dieran oídos y prometieran retirarse, siempre que también los comisionados empeñaran su palabra, comprometiéndose a alcanzar de la Audiencia todo cuanto se le pidiera; los padres aseguraron que el estanco y la aduana serían abolidos y que habría perdón absoluto para todos y por todo lo que en esa noche se había cometido; los amotinados no se dieron por satisfechos con la promesa de los jesuitas, y exigieron de éstos que volvieran con alguno de los oidores, para que les ratificara con juramento cuanto habían prometido los padres; ¡nuevos apuros para los jesuitas!   -216-   Al principio, ninguno de los oidores se atrevió a salir; pero tanto instaron y suplicaron los padres que, al fin, cobró ánimo el doctor Juan Romualdo Navarro y, escoltado por los jesuitas, se presentó en la calle de Santa Bárbara, y, sin oponer reparo alguno, prometió con juramento que se haría todo cuanto se les ocurrió pedir a los amotinados, con lo cual éstos se dispersaron. Así terminó el primer levantamiento de los barrios de Quito, en la noche del 22 de mayo de 1765. Al día siguiente aún humeaba la casa del estanco con el incendio que la había reducido a escombros, y el barrio a la redonda todavía estaba trascendiendo con el olor del aguardiente que había inundado la placeta de Santa Bárbara.

El pueblo se había convencido por experiencia de la debilidad de los gobernantes, y, adquiriendo bríos, se desenfrenó; el 23 de mayo se publicó un bando solemne, declarando exentos de toda responsabilidad criminal a los autores y cómplices de la sublevación; y, para dar más aparato al bando, salieron acompañando al escribano los frailes graves de los conventos. Las sublevaciones continuaron; varias casas de algunos españoles fueron invadidas y sus dueños puestos en fuga, pues el pueblo los odiaba, porque habiendo sido ellos quienes, por miras de interés particular, habían aprobado el propósito de la sublevación, después, para ocultar su felonía, se habían apresurado a acudir al palacio de la Audiencia, como defensores de los caudales del Rey. Era en aquellos días por demás insoportable la situación de la ciudad; todos los europeos formaban una parcialidad unida y compacta, la cual hacía ostentación   -217-   de amor al Soberano, por cuyo servicio aseguraba que derramaría hasta la última gota de su sangre; agrupados en torno de la facción europea, se presentaban los criollos nobles y ricos, compitiendo unos con otros en dar pruebas de lealtad al Gobierno, de cuyas manos se prometían recibir galardón y recompensa; el pueblo odiaba a los primeros, y tenía no sólo cariño sino adhesión a los segundos. Como todos los días se anunciaban nuevos levantamientos, los europeos y los nobles no desamparaban el palacio, y todas las noches salían los alguaciles a rondar la ciudad, acompañados de gente armada.

En la noche del 24 de junio, llegó uno de los alguaciles con su compañía a la plaza de Santo Domingo, descubrió un grupo reducido de hombres del pueblo y se lanzó sobre ellos, rompió la guitarra de uno de los mozos e hizo azotar allí, en el mismo lugar, a otros dos que cayeron en sus manos; semejante atropello indignó a la gente del barrio de San Sebastián; sonó la campana tañendo con ahínco a rebato, reventaron los cohetes, y en un instante, como por encanto, las torres de todos los demás barrios de la ciudad respondieron, convocando al pueblo con la señal del levantamiento. El estallido de los cohetes anunció que las turbas acudían en tropel a la plaza; los españoles corrieron y se atrincheraron en el palacio de la Audiencia; mas pronto las calles estuvieron inundadas por la muchedumbre, que, armada de palos, de cuchillos y de piedras, se precipitaba a combatir en lucha desigual, gritando: ¡Viva el Rey! ¡Mueran los chapetones! ¡Abajo el mal Gobierno!

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En el palacio de la Audiencia se defendían los españoles con armas de fuego, fusiles, escopetas y cañones; la principal arma ofensiva de los amotinados eran las piedras; hacían llover pedradas sobre sus contrarios y avanzaban ganando palmo a palmo, en combate desigual y tenaz, las calles que conducían a la plaza y estaban defendidas por los cañones; la oscuridad de la noche sólo era interrumpida por la momentánea llamarada de los disparos del cañón, que causaban grandes destrozos en los compactos grupos de los amotinados, los cuales seguían avanzando sin aterrarse por los estragos; la grita de las turbas, el incesante vocerío, el estampido de los cañonazos y el estrépito de las pedradas formaban un ruido espantoso y amenazador. Con tanto denuedo y coraje luchaban los invasores, que no tardaron en apoderarse de uno de los cañones, del que defendía la entrada a la plaza por la calle de la Compañía; los intrépidos sanroqueños estaban triunfantes, ¡eran dueños de un cañón! Los oidores se tuvieron por perdidos, y fugaron del palacio y se escondieron en el coro bajo de las monjas de la Concepción; el licenciado Rubio de Arévalo, cuyos pies estaban pesados por la edad, y cuyas piernas desmadejaba el miedo, fue más bien arrastrado qué llevado al coro de las monjas; allí, el asustado viejo temblaba y no se tenía por seguro. ¡Los sublevados habían triunfado, la autoridad tan respetada de la Audiencia había venido al suelo!

Eran las cinco de la mañana y principiaba a clarear el horizonte con la luz de la aurora, cuando se retiraron los de todos los barrios, y quedaron   -219-   peleando todavía los de San Roque; la lucha duró con éstos hasta las diez del día, hora en que retrocedieron, no derrotados ni vencidos, sino cansados, y con propósito de bajar nuevamente, así que llegara la noche. En efecto, durante el día, la ciudad se conservaba en calma y no parecía señal alguna de sublevación; pero, cerraba la noche, avanzaban las horas y los barrios renovaban el ataque al palacio de la Audiencia; el número de los amotinados se aumentaba día por día con las partidas que iban llegando a la capital, de los campos y de todos los pueblos de la provincia; entre la gente de los barrios había ya no pocas armas de fuego, y por las calles discurrían muchos a caballo, aun durante el día; los europeos estaban fatigados, les faltaba pólvora, se les había agotado la munición, y sitiados por los barrios no acertaban la manera de salvar las vidas con honra. El 28 se hallaban todos juntos en el palacio, conferenciando, a puerta cerrada, sobre las medidas que deberían tomar para salir de la aflictiva situación en que se encontraban, cuando, de repente, fueron interrumpidos por el estruendo de los sublevados, que golpeaban a las puertas del palacio y exigían que inmediatamente entregaran todas cuantas armas tuvieran y se rindieran y dispersaran. El caso era extremo; hallábase allí el Obispo y algunos religiosos, y todos opinaron que era indispensable condescender con lo que pedían los barrios. Hízose, pues, la entrega de todas las armas, las cuales se distribuyeron entre los barrios, para retenerlas como en depósito. Los defensores del palacio pasaban de doscientos.

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Pero los oidores continuaban todavía escondidos en el convento de las monjas de la Concepción, y las reuniones de las noches en los barrios se repetían con mayor empeño; se hacían sermones y rogativas en las iglesias; los dominicanos sacaron por las calles a la imagen de la Virgen Santísima del Rosario en procesión; y los jesuitas discurrían por los barrios, empleando su autoridad e influencia para pacificar al pueblo; los europeos, aterrados, estaban escondidos unos en los conventos de los frailes, y otros en los monasterios de las monjas, pues el pueblo de Quito, para deponer las armas y someterse a la obediencia, exigía que los chapetones fuesen desterrados de la ciudad; y la Audiencia cedió y el decreto de destierro se pronunció y los españoles solteros tuvieron que salir de la ciudad, en el perentorio plazo de ocho días; y, cuando los aborrecidos chapetones salieron, el pueblo de Quito tornó dócilmente a su habitual sumisión y rendimiento71.

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Notables fueron la constancia y el denuedo de la plebe de Quito en aquellos días aciagos; murieron muchísimos en los tan desventajosos combates que sostuvieron con los europeos; pero ni la muerte de los suyos ni la sangre que manchaba las calles desalentaba a los quiteños; y, mientras unos, llorando, daban sepultura a los cadáveres, enterrándolos en las quebradas que atraviesan la ciudad; otros combatían denodadamente con los europeos... El pueblo de Quito   -222-   no aborrecía al Rey de España ni se rebelaba contra el gobierno del Monarca, no; lo que irritaba al pueblo de Quito, lo que agotaba su paciencia era la dominante altivez de los europeos, su codicia insaciable, su insolencia desvergonzada y sus abusos escandalosos; por esto, cuando, después de rendidas las armas, se expuso en la plaza mayor el retrato de Carlos tercero, el pueblo todo lo aclamó, gritando vivas al Rey, doblando la rodilla derecha e hincándola en tierra, en señal de obediencia, fidelidad y vasallaje; honró al Soberano, haciendo centinela a su retrato, alumbrándolo un día y una noche con hachas de cera de Castilla, y protestando que se sometía gustoso a cárceles, a castigos y a cualquiera otra pena, con tal que se la impusieran los nacidos aquí, en la ciudad, y no los execrados chapetones. Chapetón era ya, en boca del pueblo de Quito, una palabra de odio y de desprecio con que afrentaba a los europeos.

Los oidores, antes de salir del convento de las monjas, en medio de cuya comunidad habían buscado refugio, expidieron un auto, por el cual se concedía la supresión del estanco y de la aduana y el perdón de todos los tumultos y sublevaciones; mandaron también quitar de la plaza la horca, que la habían hecho plantar allí los españoles, como una amenaza para inspirar temor al pueblo, y que no había producido otro efecto sino el de envenenar más los ánimos, azuzándolos a la venganza.

El 17 de septiembre se recibió en Quito una comunicación oficial del Virrey de Bogotá, en la cual ratificaba el auto de la Audiencia y concedía,   -223-   por su parte, un indulto general por las sublevaciones de los barrios. Esta resolución se publicó con grande aparato en todos los barrios de la ciudad, que, para eso, se pusieron con aspecto de gran fiesta, hermoseadas las ventanas con vistosas colgaduras de colores, y adornadas las calles con arcos de triunfo; el bando se pregonó primero en San Roque, y luego, por orden, sucesivamente en San Sebastián, San Marcos, San Blas y Santa Bárbara, lo cual manifiesta cuán general había sido el levantamiento de los barrios de Quito contra los españoles. Al otro día, se verificó la solemne devolución de las armas; los valerosos sanroqueños bajaron trayendo plateado el viejo pedrero, de que se apoderaron en la noche del 24 de junio; a éstos los capitaneaba don Manuel Guerrero, Conde de Selva-florida; y a los del barrio de San Sebastián, el padre fray Isidro Barreto, Provincial de Santo Domingo.

Restablecida la tranquilidad pública, procuró la Audiencia tomar algunas medidas discretas, para evitar que las sublevaciones se repitieran en lo futuro; por jefe de cada barrio nombró un caballero noble y honrado, cuidando de elegirlo entre los más bien quistos del pueblo; prohibió las reuniones de gente por la noche y dispuso que, dadas las diez, todos se retiraran a sus casas, sin que a nadie le fuera lícito andar por las calles, pasada esa hora, sin previo permiso de la autoridad. Se hizo también salir de la ciudad a ciertos individuos baldíos y que no tenían hogar conocido. En breve volvieron a reinar en Quito la confianza mutua entre los vecinos, el orden y la tranquilidad pública, pues el pueblo   -224-   de la capital no aborrecía la justicia ni andaba reñido con la autoridad; lo que lo había sublevado era la abusiva dominación de los europeos, que en el mandar no conocía freno. Ni fue la provincia de Quito la única donde hubo sublevaciones y levantamientos populares, con motivo del nuevo sistema de contribuciones y administración de rentas reales que se trató de plantear en las colonias; tumultos hubo en México, en la Puebla de los Ángeles, en Cuba y en otros puntos así del Perú como de la Nueva España. En Quito, el pueblo fue más atrevido, clamó contra el mal gobierno, y no faltaron algunos que ya desde entonces trataran de nuestra completa emancipación política de España, siendo cosa muy notable que las primeras ideas de Patria y de gobierno nacional independiente hayan nacido del pueblo de Quito, ¡de esta a quien podemos llamar generosa plebe de Quito!

La sublevación de los barrios de Quito (según la frase de las memorias y relaciones de aquel entonces) fue obra de la ínfima plebe; pues bien, entre esa ínfima plebe ya hubo quienes advirtieran que el verdadero remedio de los males que padecía la colonia no estaba en sublevarse contra los impuestos, sino en tener buenos gobernantes, es decir personas que buscaran no su medro privado, sino el bien general; y, como los empleados que venían de España lo único que procuraban era enriquecerse, la ínfima plebe de Quito discurrió elegir un mandatario, nacido en el país, y no escaso en bienes de fortuna, y puso los ojos en don Manuel Ponce de Guerrero, cuarto Conde de Selva-florida. El Conde rechazó la propuesta;   -225-   y, para dar una pública manifestación de lealtad al soberano, se ocupó en trasladar del palacio de la Audiencia al colegio de los jesuitas los caudales del Rey, cargando personalmente a sus espaldas los talegos de dinero.

Esta sublevación fue, pues, como un rompimiento de los plebeyos con los patricios en la antigua república romana; los españoles, en número de más de doscientos, se atrincheraron en el palacio, forzando a tomar las arenas hasta a los alumnos del Seminario de San Luis; y el pueblo, ya desbordado, como sucede en días de tumulto, se lanzó a cometer crímenes que, en nombre de la moral, nos complacemos en condenar. Mas ¿quién puede poner valla a los atentados de un pueblo enfurecido?... El denuedo en el combate y el valor con que se apoderaron de los cañones en la noche del 24 de junio manifiestan que el éxito habría sido muy funesto para los españoles, si la plebe hubiera tenido armas con que combatir; pero, en los designios adorables de la Providencia, la hora de la emancipación de las colonias aún no había llegado.

La ciudad y todas las provincias que dependían de ella estaban ya sumisas a la autoridad y tranquilas; pero el Gobierno español no confiaba en una obediencia y sumisión que, imponiendo condiciones a la Audiencia, tenía el carácter de una rebelión triunfante, más bien que el de una sublevación domeñada. El Virrey del Perú y el del Nuevo Reino de Granada se pusieron, pues, de acuerdo y tomaron la resolución de mandar a Quito un jefe militar de confianza, con una fuerte guarnición de tropa, y, al efecto, fue elegido   -226-   don Juan Antonio Zelaya, español de nacimiento, de edad provecta y soldado de valor conocido. Zelaya estaba en Guayaquil ejerciendo el cargo de Gobernador del distrito de la costa, que, por motivos de conveniencia política, había sido recientemente erigido en gobierno militar. Zelaya había militado en las campañas de Italia y de África; recibido su nombramiento de Presidente de la Audiencia y Gobernador interino de la provincia y Capitán General, salió de Guayaquil a la cabeza de un batallón como de seiscientas plazas, parte reclutadas en la misma provincia de Guayaquil, parte enviadas de Panamá y de Lima; y el primero de septiembre de 1766, un año después de pacificados completamente los movimientos populares de los barrios, hizo su entrada en la ciudad y tomó posesión del Gobierno. Con Zelaya, y bajo el amparo de su tropa, incorporados en ella, regresaron a la ciudad los españoles que un año antes habían sido expulsados de Quito.

Como se temieran nuevas sublevaciones del pueblo, para impedir la entrada de Zelaya en la ciudad, procuraron los oidores que los jefes de los barrios influyeran en sus subalternos a fin de que no opusieran resistencia alguna al nuevo gobernante; y los capitanes tuvieron en el desempeño de su arriesgada comisión un éxito tan feliz, que los del pueblo no sólo no se opusieron a la entrada de la tropa, sino que la auxiliaron, ayudando a transportar las municiones y las armas, de las cuales venía, por cierto, bien provisto el ejército de Zelaya72.

  -227-  

El gobierno de éste fue de muy corta duración, pues apenas llegó a diez meses; y, en julio de 1767, regresó a Guayaquil, entregando el poder en manos de otro distinguido militar, el teniente coronel don José Diguja, que venía provisto en el cargo de Presidente de la Real Audiencia de Quito. Zelaya ejerció su autoridad con firmeza, y se distinguió como justiciero; no lo contamos en la serie de los antiguos presidentes de Quito,   -228-   porque ese cargo ni le fue dado por el Rey ni lo obtuvo en propiedad73.

El verdadero sucesor del Marqués de Selva-alegre, y el vigésimo cuarto Presidente de Quito en tiempo de la colonia fue, pues, don José Diguja. Don Juan Pío Montúfar había sido andaluz, granadino, Zelaya fue navarro, y Diguja castellano. Demos a conocer quién era el nuevo Presidente, y la ardua e inesperada comisión con que debía inaugurar en Quito su período de gobierno.




III

Don José Diguja era español, nacido en la villa de Benavente en Castilla la vieja, estaba soltero y tenía más de cuarenta años de edad; había   -229-   recorrido casi toda la América meridional, desempeñando, como marino y como militar, importantes comisiones del Gobierno, y se hallaba adornado de cualidades morales sobresalientes; sus modales eran nobles, su corazón bien puesto, y de tal manera sabía asociar la severidad con la mansedumbre, que era por todos respetado y obedecido y de todos generalmente amado. Llegó a Quito el 8 de julio de 176774.

Su primera medida gubernativa fue la de suspender todas las pesquisas que contra los autores de las sublevaciones pasadas se estaban siguiendo en la Audiencia, con lo cual tranquilizó a la ciudad y se adueñó de la confianza de los vecinos; el mismo día en que tomó posesión del mando, hizo quitar de la plaza la horca, que por orden del virrey La-Cerda se había vuelto a levantar en aquel lugar. Calmó también con sagacidad a los indios que estaban sublevados en Tabacundo y Otavalo, a consecuencia de las nuevas contribuciones con que se los había asustado, y restableció en todas partes el orden y la tranquilidad pública.

Nada parecía, pues, que sería capaz de causar nuevos trastornos en estas provincias; Diguja despidió a la mayor parte de las tropas traídas por Zelaya, mandó tornar a Guayaquil, a Lima y   -230-   a Panamá las compañías que de allá habían venido y dejó en Quito solamente la guarnición que, para conservar el orden público, le pareció indispensable. Tales fueron los primeros pasos que en la senda de su gobierno dio el nuevo Presidente.

Habían transcurrido solamente tres semanas desde que tomara posesión de la presidencia, cuando, por medio del Virrey de Bogotá, le vino un pliego cerrado y junto con él un oficio, en el cual se le comunicaban instrucciones prolijas sobre lo que debía hacer para que las órdenes reales, que contenía el pliego cerrado, recibieran el más exacto cumplimiento; se le concedían de seis a ocho días de plazo para abrir el pliego y ejecutar puntualmente lo dispuesto por el Rey. Aunque el pliego venía cerrado y las disposiciones del monarca eran reservadas, con todo Diguja sospechó el objeto de ellas y se armó de fortaleza para ponerlas por obra. Llegó el día octavo, abriose el pliego real y se encontró una cédula de Carlos tercero, en la cual ordenaba Su Majestad que todos los jesuitas que existieran en Quito, y en todos los demás lugares sujetos a esta Audiencia, fueran reducidos a prisión y luego expulsados irremisiblemente de los dominios del Rey católico en América.

Era el 20 de agosto de 1767; Dibuja había tomado todas las medidas necesarias para evitar un tumulto de parte del pueblo, y había expedido órdenes apretadas, a fin de que la prisión se llevara a cabo en un mismo día en todas las ciudades de la presidencia. Había entonces jesuitas en Quito, Latacunga, Ambato, Riobamba, Guayaquil,   -231-   Cuenca, Loja e Ibarra; pertenecían a la provincia llamada de Quito los colegios de Buga, Pasto, Popayán y Panamá, y además las Misiones de Mainas en la región oriental y las de los Guaymíes en el territorio del istmo de Darién. En la ciudad de Quito había tres casas: el Seminario de San Luis, el Noviciado y el Colegio máximo de San Ignacio. Diguja llamó escribanos de su confianza, encargoles el mayor secreto, y, en la madrugada del 20, cuando el reloj de la Compañía había dado las cuatro de la mañana, llamó a las puertas del Colegio y habló al padre Rector, anunciándole que tenía que intimar a todos los jesuitas una orden severa de Su Majestad; el Rector hizo reunir al punto la comunidad; pasaron también todos los del Seminario al Colegio, y, juntos todos, oyeron, en silencio y con las cabezas descubiertas, la lectura de la real cédula, por la que se los condenaba a extrañamiento perpetuo de todos los dominios del Rey de España. Así que el escribano hubo terminado la lectura de la cédula, el Provincial la tomó en sus manos, la besó, la puso sobre su cabeza y declaró que él y todos sus súbditos estaban prontos a cumplir las órdenes de su Rey y Señor natural. Desde ese momento, se les advirtió que estaban detenidos en la casa como en prisión, y que no les era permitido salir fuera ni comunicarse libremente con los vecinos de la ciudad.

A la misma hora, practicaba igual diligencia en la casa del Noviciado el oidor don Luis de Santacruz y Centeno, acompañado de un escribano y de los oficiales de justicia que se juzgaron necesarios al efecto.

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En ningún lugar opusieron la menor resistencia los jesuitas a su prisión preventiva ni a su destierro; de parte de ellos hubo el más absoluto sometimiento a las órdenes del Rey; no se quejaron ni reclamaron; obedecieron callados. Después de la detención, siguió la entrega de todas las cosas que poseían, todas las cuales fueron puntualmente embargadas e inventariadas, inclusa hasta la correspondencia privada.

Determinose que todos los jesuitas fueran reunidos en Guayaquil, desde donde debían ser embarcados para Panamá; los que estaban en Ibarra fueron traídos a esta ciudad y hospedados en el Colegio máximo, que fue el lugar señalado para la detención de todos los que vivían en Quito.

Diguja trató a los jesuitas con grandes consideraciones y miramientos, procurando suavizar, en cuanto le fuera posible, la penosa situación a que se encontraban reducidos; hizo preparar mil quinientas camisas, ropa así para invierno como para verano, muchísimos pares de zapatos, toldos para el camino y casas de posada improvisadas en los sitios despoblados, donde los padres tendrían necesidad de detenerse en sus jornadas desde el punto de su residencia hasta Guayaquil; cuidó además de que hubiera chocolate y tabaco, a fin de que los desterrados no carecieran de comodidad en su marcha; y, para la decencia conveniente al estado religioso, dio órdenes terminantes de que se llevaran hasta catres, para las dormidas del camino. Hechos estos preparativos, dividieron a los religiosos en dos partidas; la primera salió de Quito el 31 de agosto, la segunda el 4 de septiembre, y quedaron en la ciudad solamente   -233-   los procuradores de los Colegios y los hermanos coadjutores temporales, que manejaban las haciendas. Concluida la entrega de los bienes y papeles, siguió también a Guayaquil la tercera partida. Cada partida iba acompañada de un alcalde y de un vecino distinguido75.

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El decreto de expulsión se les intimó el 25 de agosto a los jesuitas establecidos en Cuenca; era entonces Corregidor don Joaquín de Merizalde. Los desterrados salieron en dos partidas: la primera el 28, compuesta de todos los que hasta aquel   -235-   día estaban en la ciudad; la segunda salió el 30, y en ella iban los que habían estado en vacaciones en la hacienda denominada San Javier, en el valle de Yunguilla; éstos llegaron a Cuenca el 29, y al día siguiente continuaron a Guayaquil. A cada   -236-   uno de los jesuitas se le obligó a declarar su nombre y apellido, su edad, el lugar de su nacimiento, el ministerio o cargo que estaba desempeñando en la comunidad y la condición religiosa que tenía en la Compañía.

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Así que arribaron algunas partidas a Guayaquil, cuidó el Gobernador de irlas haciendo embarcar para Panamá; la primera salió el 17 de septiembre, la segunda el 25 del mismo mes, y la tercera el 3 de octubre; en esas tres partidas   -238-   fueron embarcados ciento cincuenta y tres jesuitas, provenientes de los colegios y casas que poseía la Compañía en las ciudades del territorio de la actual República del Ecuador; quedaban solamente algunos enfermos y veinticuatro procuradores;   -239-   éstos fueron embarcados en noviembre, y aquéllos esperaron aquí lo que el Gobierno superior de Madrid tuviera a bien disponer acerca de su viaje o detención en estas provincias76.

El Conde de Aranda desaprobó el que el presidente Diguja hubiese dejado a algunos jesuitas en Quito, y mandó que, sin dilación, fueran remitidos   -240-   a España; así es que, el 9 de septiembre del año de 1772, fueron sacados de esta ciudad seis jesuitas que, por sus enfermedades, parecía que eran acreedores a la conmiseración del Gobierno. Estos seis jesuitas fueron el padre Francisco Campuz, natural de Cerdeña, profeso de cuarto voto, de edad de setenta y seis años, completamente ciego; el padre Marcos Vega, natural de Trujillo en el Perú, profeso de cuarto voto, de cincuenta y ocho años de edad, y el hermano Nicolás Insaurdieta, español, natural de Plasencia, coadjutor temporal, ambos enfermos de achaques habituales; el padre José Pérez, español, natural de Alcalá la Real, de cincuenta y cuatro años de edad, coadjutor espiritual, baldado; el padre Andrés Cobos, natural de Cádiz, y el joven Ramón Espinosa, americano, ambos dementes, el primero tenía cincuenta años de edad, y el segundo treinta y ocho. El humanitario Diguja hizo conducir al ciego y al baldado a hombros de indios, en camillas portátiles. Con el destierro de estos últimos terminó la expulsión de los padres jesuitas del territorio sujeto a la presidencia de Quito77.

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El 25 de marzo de 1771 había muerto en Ambato el hermano coadjutor temporal Hilario Adrián, a quien, por viejo y enfermo, se dejó depositado en el convento de Santo Domingo de esa ciudad; los dos locos y los otros enfermos estuvieron unos en el convento de los franciscanos de Quito y otros en Ibarra.

Del actual territorio ecuatoriano fueron, pues, expulsados ciento ochenta y dos jesuitas, sin incluir en este número los veintisiete misioneros de Mainas, que, por el Amazonas, fueron llevados a Lisboa, desde donde los alemanes pasaron a Alemania, y los españoles y los americanos a Italia, que era el punto señalado para su destierro78.

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De Guayaquil fueron los de Quito a Panamá de esta ciudad a la de Portovelo, de ahí a Cartagena y luego a La Habana; de La Habana a Cádiz, y de este último puerto a la isla de Córcega, último lugar de su cansada y triste peregrinación. Después se les permitió trasladarse al continente y establecerse en las ciudades de las Legaciones de Bolonia y de Ferrara, en los estados pontificios; ¡pero el regreso a la tierra patria les fue vedado para siempre!...

Hemos referido la historia de la expulsión de los jesuitas en el año de 1767; ahora nos detendremos un momento, para dar a conocer el estado en que se encontraba la provincia de Quito en   -243-   aquella época, los bienes que a los jesuitas se debían, las quejas que contra ellos se daban entonces y las circunstancias que contribuyeron, sobre todo en Quito, para su expulsión. La historia ha de tratar de cada una de estas cosas con severa imparcialidad, imponiendo silencio tanto al elogio entusiasta, como a la censura apasionada. La expulsión de los jesuitas fue injusta, y habría sido siempre un mal para la sociedad; pero en las circunstancias en que se encontraba entonces la colonia, el quebranto que la expulsión de los jesuitas causó a la moral pública fue irreparable.

Ya hemos dicho que los jesuitas poseían casas de su orden en todas las poblaciones importantes de la antigua presidencia de Quito; las que tenían en Ibarra, Riobamba, Cuenca, Loja y Guayaquil eran colegios, y en ellas se ejercitaban en los ministerios sacerdotales y en la enseñanza de la juventud; las casas de Latacunga y de Ambato eran residencias, sin profesorado ni enseñanza superior de ninguna clase. La residencia de Ambato fue la última casa que fundaron los jesuitas en el territorio ecuatoriano; y, para alcanzar el permiso del Rey, alegaron que aquél era el punto más adecuado para una fundación que les facilitara la entrada a las Misiones del Marañón, por haberse destruido el camino del Napo a la región oriental con las tres erupciones que en pocos años había hecho el Cotopaxi. El 6 de mayo de 1747 se expidió la cédula por la cual daba el Rey el permiso solicitado para la nueva residencia; sus fundadores fueron dos vecinos ricos de Ambato, don Francisco Saltos, clérigo, y don Antonio Flores, secular, quienes, al efecto, contribuyeron con   -244-   veinte mil pesos. La casa de Ambato se hizo célebre en la historia de las letras ecuatorianas, porque allí fue donde los jesuitas establecieron la primera imprenta que hubo en tiempo de la colonia79.

El antiguo noviciado, fundado en 1673 en Latacunga, se arruinó completamente con el terremoto del 22 de febrero de 1757, por lo cual se trasladó a Quito, mediante autorización provisional de la Audiencia; su establecimiento definitivo en la capital se verificó ocho años antes de la expulsión, en 1759, con licencia del padre general Lorenzo Ricci, y permiso del rey don Fernando sexto. Ésta fue la última gracia que aquel Monarca concedió a los jesuitas de la antigua provincia de Quito.

La casa del noviciado estaba donde se halla ahora el Hospicio llamado de San Lázaro. En aquel sitio, al extremo de la ciudad, en las faldas de la colina del Panecillo, poseían los jesuitas, desde el año de 1630, un terreno en el cual levantaron una casa de campo para su recreo en ciertos días del año, cuando lo permitían las reglas y constituciones de su Instituto. El año de 1738 convirtió el edificio en casa de retiro para ejercicios espirituales el padre Baltasar de Moncada, que, de la provincia del Perú, vino a gobernar la de Quito como Provincial de ella, después de la visita practicada por el ya mencionado padre Andrés de Zárate.

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Más tarde, el insigne obispo Nieto Polo pretendió edificar, a su costa, en el mismo sitio, una casa espaciosa y sólida, donde pudieran recogerse a practicar los ejercicios espirituales, bajo la dirección de los jesuitas, tanto los eclesiásticos del obispado, como todas las demás personas que sintieran el llamamiento divino a cambiar o mejorar de vida; levantó el primer claustro (que aún subsiste), pero, cuando se hallaba más afanado en edificar la capilla, falleció, y su obra quedó sin concluir. La construcción de la casa de ejercicios fue uno de los motivos por los cuales se rompió la armonía entre el obispo Nieto Polo y el presidente Montúfar, Marqués de Selva-alegre, pues sostenía el Presidente que el Obispo estaba defraudando las regalías del patronato eclesiástico de la Corona, al edificar una casa la cual, aunque tenía por objeto el retiro espiritual para los ejercicios, podía convertirse en un verdadero convento, sin licencia ni autorización de Su Majestad. Elevado el asunto al conocimiento del Rey, se le permitió al Obispo concluir la fábrica, con ciertas y determinadas condiciones. El terremoto de Latacunga en 1757 cambió por completo las circunstancias de la casa, y de ella fueron expulsados los novicios y sus directores en la madrugada del 20 de agosto de 1767. Era entonces Maestro de novicios y Superior de la casa el padre Tomás Nieto Polo, hermano del que fue Obispo de Quito; había once novicios y residían además allí algunos juniors y varios hermanos legos80.

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En los colegios de Guayaquil, Loja, Cuenca e Ibarra y en la casa de Latacunga sostenían escuelas primarias y clases de Gramática latina; la enseñanza de Filosofía estaba establecida solamente en Quito, en el colegio máximo de San Ignacio y Universidad de San Gregorio Magno, en la cual había cátedras de Teología escolástica y de Moral, regentadas por jesuitas, y además dos de Derecho canónico, y una de Instituta, dictadas por seculares. La educación de la juventud quiteña, o más propiamente ecuatoriana, estaba, pues, casi exclusivamente en manos de los jesuitas, quienes tan sólo en Quito tenían la competencia de los dominicanos, fundadores y directores del convictorio real de San Fernando y de la Universidad de Santo Tomás de Aquino.

La influencia de los jesuitas en la sociedad de la colonia no podía, pues, menos de ser poderosa, y así lo fue, en efecto; influyeron por la educación de la juventud, que estuvo en sus manos hasta el día en que fueron expulsados; influyeron por la formación del clero secular, porque a ellos estaba confiada la dirección del único seminario conciliar que entonces tenía la vasta diócesis de Quito; o influyeron por la dirección espiritual de las conciencias, mediante el ministerio del confesonario, que tan asiduamente desempeñaban. Los jesuitas eran los que concedían o negaban los grados académicos y los títulos universitarios; los jesuitas eran los consejeros ordinarios de los   -247-   presidentes, los directores espirituales de los obispos y los confidentes de los oidores, alcaldes y fiscales; no se tomaba medida alguna de importancia sin que interviniera en ello un jesuita; y los jesuitas eran para nuestros mayores los árbitros y los dispensadores del buen nombre y de la fama literaria. Los ricos y los nobles se juzgaban honrados con la amistad de los jesuitas, y sus cartas de recomendación y sus informes favorables eran muy solicitados, así por los criollos, como por los mismos españoles, pues su voto pesaba mucho y aun decidía las cuestiones en el Real Consejo de Indias81.

Otro medio poderoso de influencia poseían los jesuitas en la colonia, y consistía en su riqueza verdaderamente asombrosa; ellos eran dueños de las fincas más productivas, y con sus haciendas no podían competir ningunas otras ni en extensión ni en rendimientos. Todos los colegios y casas tenían fundos propios, pero el colegio de Quito disponía de un número casi increíble de ellos; sus bienes y rentas estaban distribuidos en procuras, de las cuales había dos especiales, además de la que correspondía a cada casa y colegio; la procura de provincia, que vigilaba sobre las rentas asignadas al Provincial para los gastos que exigían el gobierno y la visita periódica de las casas, colegios y misiones; y la procura   -248-   llamada de Mainas, la cual recaudaba y administraba las rentas con que eran auxiliadas las Misiones del Marañón.

Los bienes raíces de los jesuitas, sus haciendas, eran sin disputa las mejores de todas estas comarcas, por la calidad de los terrenos y por lo bien cuidado y administrado de todas ellas; a cada una le sobraban indígenas para el laboreo de los campos en los climas fríos, y negros esclavos para el cultivo de la caña de azúcar en los valles ardientes; distribuidas en grupos o departamentos, cada uno de éstos era administrado por un hermano coadjutor temporal, el cual tenía bajo su dependencia un gran número de mayorales y subalternos, prontos a cumplir sus órdenes. Nada les hacía falta a los jesuitas; disfrutaban de los productos de todos los temperamentos de la región equinoccial, desde la sal, que purificaban en las salinas propias del Colegio de Guayaquil, hasta el vino, que cosechaban en Patate, Tumbaco y Pimampiro; aves de corral, cerdos, cabras, inmensas manadas de ovejas, numerosas yeguadas, piaras de borricos y lucidas greyes de ganado mayor vivían y prosperaban en sus haciendas. Con la abundancia y la variedad de los productos de ellas, los jesuitas eran los capitalistas más poderosos de la colonia. Entre ellos no se vio jamás el escándalo (por desgracia tan común y ordinario en las demás comunidades religiosas) de individuos particulares con hacienda y peculio propio; el individuo no fue nunca rico, vivió siempre extraño a la codicia y nunca poseyó caudal propio; las riquezas eran de la comunidad, pertenecían a cada casa, y los individuos, como individuos,   -249-   nunca, en ningún tiempo, ejercieron dominio sobre ellas82.

A los jesuitas se deben varias mejoras en la agricultura, como la construcción de acequias, para conducir agua de enormes distancias y convertir en terrenos fecundos campos antes eriales y desapacibles. Los jesuitas fueron también quienes propagaron la industria de los molinos de trigo y la curtiduría y adobo de las pieles. Sus riquezas no podían menos de aumentar año por año con tan abundantes capitales, tanta constancia   -250-   en el trabajo y, sobre todo, con tan magistral economía; en las casas de los jesuitas había abundancia, mas nunca despilfarro.

Siendo ésta la situación de los jesuitas en la colonia, ¿cómo se explica esa facilidad con que fue ejecutada su expulsión? ¿Por qué un pueblo tan piadoso como el de la colonia se cruzó de brazos y miró con tanta serenidad y hasta impavidez la expulsión de una comunidad religiosa tan influyente como la de los jesuitas?... Da el Rey un decreto severo, exterminador; no alega razones, no justifica motivos; por toda causa, aduce   -251-   la conveniencia de su real servicio, y, sin embargo, la regia pragmática se obedece al punto, y los jesuitas son expulsados, sin que nadie levante la voz para reclamar, ni siquiera para suplicar, en favor de los desterrados. ¡Expulsadlos!, así conviene a mi real servicio, ¡yo os lo mando!... Tales fueron las palabras del Monarca español, y esas palabras fueron obedecidas en toda América, puntualmente, sin réplica ni dilación. ¡Jamás orden de rey absoluto ha sido cumplida como lo fue la que expidió Carlos tercero para expulsar a los jesuitas de sus dominios de América!

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No es propio de una historia particular, y puramente nacional como ésta, el referir los motivos que le habían inducido a Carlos tercero a tomar contra los jesuitas una resolución tan severa e inexorable; pues la expulsión de los jesuitas de todos los dominios españoles de América, y la extinción que de la Compañía de Jesús decretó más tarde el papa Clemente decimocuarto, son hechos que pertenecen a la historia general de América y a la universal de las naciones civilizadas del mundo, a fines del siglo pasado; a nosotros,   -253-   como historiadores de la República del Ecuador, lo que nos toca es explicar por qué causas se llevó a cabo tan fácilmente en la antigua presidencia de Quito la expulsión de los jesuitas, siendo tanta la influencia que ellos ejercían en la colonia en aquel tiempo83.

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La expulsión de los jesuitas no sólo en todas las ciudades secundarias de la antigua presidencia, sino en Quito, en la misma capital, se ejecutó con facilidad y con el mayor orden; no hubo obstáculos, demoras, ni dificultades de ninguna clase. Diguja dio orden de preparar setecientas bestias, unas de silla y otras de carga; y el día señalado, las setecientas mulas estuvieron en Quito, y los jesuitas fueron conducidos al destierro, y ese destierro era fuera del continente americano y para siempre; la despedida de los jesuitas era eterna, su adiós era para siempre; ¿cómo Quito los vio partir sin hacer demostración ninguna en su favor?

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Los buenos, los de veras virtuosos, los de conciencia timorata, lloraron y se afligieron en silencio; la gente devota no tardó en tranquilizarse, pues los predicadores se encargaron de exhortar a los cristianos al rendimiento a la voluntad divina y a la obediencia y sumisión a los decretos y órdenes del Rey; ponderaron los predicadores en sus pláticas la justicia del monarca, su rectitud, el celo de que en servicio de la religión estaba animado, y el pueblo acabó de persuadirse que la expulsión de los jesuitas había sido necesaria para el bien y la tranquilidad de las colonias84.

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La cédula de expulsión no era el primer golpe que el rey Carlos tercero había descargado sobre los jesuitas de América; dos años antes, había expedido la célebre pragmática sobre diezmos, en la que revocaba la sentencia de su hermano Fernando sexto, y mandaba que los jesuitas pagaran de diez uno, como todos los demás vecinos y religiosos de los dominios de América. En esa pragmática acusaba el Rey a los jesuitas de haber engañado al monarca difunto, y de haber solido defraudar el pago de los diezmos, jurando en falso, cuando se les obligaba a declarar sobre los productos de sus numerosas y pingües haciendas. Esta pragmática fue como el anuncio de la medida definitiva que no tardó el Rey en tomar contra los jesuitas; por ella quedaron desconceptuados ante la opinión pública85.

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El pleito sobre diezmos duró más de sesenta años, y fue sostenido por la mayor parte de las catedrales y obispados de América contra los jesuitas, hasta que éstos alcanzaron de Fernando sexto una cédula, por la cual se fallaba el punto litigado, concediéndoles la gracia de que pagaran no el diezmo sino el trigésimo o de cada treinta solamente uno. Semejante sentencia, pronunciada casi de sorpresa, hizo que los Capítulos comenzaran a perder la alta estimación que tenían de los jesuitas, y los miraran con desconfianza y hasta con recelo; el favor dispensado por el Monarca les fue perjudicial, y los otros regulares, que pagaban diezmos de sus haciendas, se consideraron como desfavorecidos por la Corte, con lo cual aumentó la rivalidad que desde un principio había existido entre los religiosos y los jesuitas. Esta rivalidad, esas tristes e históricas envidias de convento, fueron parte para que los frailes se alegraran en secreto de la expulsión de sus competidores y rivales. El obispo Carrasco se manifestó muy sumiso a la voluntad del Rey y vio, sin mucha pena, partir a los jesuitas; los canónigos templaron su sentimiento, acordándose de los disgustos y humillaciones que por causa del Seminario había proporcionado al Cabildo eclesiástico la avasalladora influencia de los padres en los días de su prosperidad.

Pero, lo que más perjudicó a los jesuitas, lo que facilitó más su expulsión fue su riqueza, esa casi fabulosa riqueza que los constituía en árbitros de la colonia. Sus haciendas equivalían en el territorio de la moderna República ecuatoriana a ochenta leguas cuadradas o a cuatro grados geográficos,   -258-   pues una de ellas, el obraje de San Ildefonso, comenzando en el valle de Patate, se extendía hasta las selvas orientales bañadas por el Napo, tras la cordillera andina. La propiedad estaba, pues, en tiempo de la colonia, a mediados del siglo decimoctavo, muy desigualmente distribuida; la presidencia de Quito era muy pobre, y entre los particulares casi no había un solo propietario independiente, porque las casas de las ciudades, las granjas en los campos, las haciendas extensas y hasta los cortijos pertenecían, de un modo directo o indirecto, al estado eclesiástico y principalmente a los regulares; casi toda casa reconocía un censo, casi toda propiedad pagaba un canon en dinero. Con la riqueza de los jesuitas sólo podía compararse la de las otras comunidades religiosas, sobre todo la de los dominicanos, cuyo Provincial lograba gozar hasta de cien mil pesos de renta anual; entre tanto, los seculares gemían en la pobreza, y no había negocio ninguno en que pudieran trabajar, porque en todos la competencia de los jesuitas no podía ser vencida. Como ellos eran los mayores productores de la colonia, ellos daban la ley en el mercado público, vendiendo sus efectos al precio que les parecía mejor, lo cual, algunas veces, dio ocasión a quejas y lamentos del pueblo y a protestas del Cabildo civil86.

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A tantas riquezas se añadían los privilegios y las exenciones, que siempre hacen odiosos a los privilegiados; suprimidos los obrajes, conservaron los suyos y sostuvieron el comercio de palios con el Perú, para lo cual tenían un procurador especial en Lima; establecido el estanco de aguardiente, ellos fueron los únicos a quienes se les concedió que lo fabricaran en sus haciendas, y lo vendieran de su cuenta. Los ricos se felicitaron, pues, de la expulsión, viendo acabada la competencia que hasta entonces los había mantenido tan caídos de fortuna; los necesitados se halagaban, con la esperanza de que las haciendas de los   -260-   expulsos pasarían a ser propiedades de la Corona y se venderían a los particulares; el pueblo conjeturaba que la riqueza acumulada por los jesuitas se distribuiría entre los vecinos, aliviando la triste condición de muchos de éstos. Es necesario estudiar atentamente los documentos de aquel tiempo, para convencerse de que nuestros mayores habían llegado a concebir una especie de horror a la riqueza de los jesuitas; y que ansiaban verse libres de ella. ¿Qué más? Cuando la guerra de la Gran Bretaña contra la Península, ¿no se pensó, acaso, en Quito, que era conveniente entregarse a Inglaterra para remediar de una vez el estado de miseria en que se encontraba la colonia,   -261-   a causa de las grandes propiedades de los regulares? ¡Proyecto desesperado, pero que manifiesta la situación de la sociedad en aquella época!

He aquí, pues, cómo la riqueza de los jesuitas les dio mucha influencia; pero, al fin, esa influencia fue la del acaudalado sobre el menesteroso, influencia nada amable; antes por el contrario, ¡pesada y temible!87

La Historia no puede callar otra circunstancia muy digna de ponderación, y es que parte de esa riqueza había sido ocasión de litigios perennes en los tribunales, y hasta de levantamientos en algunos pueblos, donde, como en Cuenca, por ejemplo, se alzaron los campesinos, para estorbar, a mano armada, que los jesuitas tomaran posesión de las heredades que iban comprando88. ¿Nos admiraremos, pues, de que la expulsión se haya verificado sin estrépito y con el mayor orden y decencia,   -262-   como decía el presidente Diguja escribiendo al Conde de Aranda?... Los vecinos nobles de Quito se prestaron, sin repugnancia, a cooperar a la expulsión; y después, ellos y sus descendientes alegaban, entre los servicios prestados a la Corona, el haber contribuido al destierro de los jesuitas. Había además un cambio bastante notable en las ideas y sentimientos de los hombres de la colonia, y ya para entonces la opinión pública había aceptado algunas de las acusaciones que en otras partes se habían divulgado contra la Compañía de Jesús; en el mismo año de 1767, pocos meses antes de que llegare a Quito la cédula de expulsión, se elevaron al Rey varias representaciones en favor de los jesuitas, a nombre de algunas ciudades de la presidencia; y, por esas representaciones, se conoce cuánto había cambiado la opinión pública respecto de los merecimientos de los padres de la Compañía de Jesús89. La expulsión fue, no obstante, una   -263-   grave calamidad para la colonia, pues en la escandalosa relajación de las demás comunidades religiosas no quedaban sino elementos de ruina para la moral cristiana; las costumbres privadas de los jesuitas eran limpias, y guardaron hasta el día de su proscripción una dignidad decorosa, que inspiraba respeto y admiración; prudentes en no recibir un número crecido de religiosos, y sagaces para no conservar en su seno a los que daban muestras de la ruindad de su origen, prefirieron siempre la excelencia del mérito al aumento del número; ni tuvieron curatos, ni dirigieron monjas, ni manejaron caudal propio, ni pelearon escandalosamente por el mando y las prelacías. Su expulsión habría sido, acaso, más difícil, si todos ellos hubieran sido criollos, nativos de estas ciudades; pero no sucedió así, porque la mayor parte era de extranjeros: alemanes, bohemios, sardos, italianos; los españoles y los nativos de Quito y de otros puntos de la presidencia eran relativamente pocos. Como las divisiones entre americanos y europeos eran cada día más profundas, la expulsión de una comunidad, en la que el número de religiosos extranjeros era crecido, no fue difícil. Hubo también algunos engaños que contribuyeron a facilitar la expulsión; se creyó   -264-   que Carlos tercero retractaría en breve su propósito, y que su regio enojo se trocaría en clemencia; aun los mismos jesuitas se consolaban con la esperanza de que su destierro no se prolongaría indefinidamente, y no acababan de persuadirse que el Rey católico quisiera desterrarlos de América para siempre; y, no obstante, el destierro fue para siempre, y la expulsión fue inexorable; de los jesuitas expulsados de Quito, ninguno volvió acá; todos fallecieron proscritos y algunos perecieron estando todavía de camino.

El padre Miguel Manosalvas, natural de Ibarra y último Provincial de la provincia de Quito, falleció en Panamá, el 20 de noviembre; al otro día, en el pueblecito de las Cruces, murió el padre Vicente Valencia, y en la travesía de Panamá a Portovelo, en el Atlántico, encontró su tumba el padre Jacinto Ormaechea.

En la Urca del Rey, llamada San José, se embarcaron treinta y cinco jesuitas: diez padres profesos, cuatro sacerdotes, tres escolares y trece hermanos coadjutores; hiciéronse a la vela de Cartagena el 21 de mayo de 1768, tocaron en La Habana el 24 de junio y volvieron a continuar el viaje el 23 de agosto; a los tres meses de navegación, el 22 de noviembre, por la tarde, arribaron a Cádiz; pero su número estaba ya muy disminuido, pues ocho padres habían perecido durante la navegación, atacados del vómito negro. Entre ellos se encontraban el padre Baltasar de Moncada y el padre Ángel María Manca, que habían sido provinciales de la provincia de Quito; el primero sucumbió el 29 de agosto, a la edad de ochenta y cuatro años, y el segundo el   -265-   13 de octubre; sus cadáveres fueron arrojados a las olas... De este modo, antes de llegar al término de su destierro, acabaron el viaje de la vida algunos de los jesuitas expulsados de Quito.

El Rey dio orden de confiscar hasta la correspondencia privada de los jesuitas, y a ninguno se le permitió llevar consigo dinero ni en la más pequeña cantidad. Todos los gastos que fueron necesarios para la expulsión se hicieron con los fondos de las haciendas y con los réditos de los censos confiscados a los mismos padres. El transporte de los de la presidencia de Quito, desde el lugar de su respectiva residencia a Panamá, importó la suma de cuarenta mil pesos. Después, de los mismos bienes se sacaba todos los años una gruesa cantidad, la cual se remitía a Madrid, para que con ella fuera satisfecha la módica pensión con que, de orden del Rey, se socorría a los desterrados. La vuelta a la América les estaba prohibida a éstos, bajo pena de la vida.

Carlos tercero, en vez de aplacarse, continuó cada día más adverso al Instituto de San Ignacio de Loyola, y no se contentó con expulsar a los jesuitas de todos sus dominios de España y de América, sino que instó a la Silla Romana que aboliera la Compañía de Jesús en todo el orbe católico; y el papa Clemente decimocuarto la suprimió, en efecto, por su célebre bula Dominus de Redemptor, expedida el 21 de julio de 1773. El aprobar y el suprimir órdenes religiosas en la Iglesia católica es derecho exclusivo del Romano Pontífice, como facultad inherente a su primado de jurisdicción en la sociedad o iglesia verdadera de Jesucristo, de la cual el Papa es cabeza visible   -266-   en la tierra. Si como católicos profesamos de corazón amor y reverencia a los institutos religiosos, mayores son nuestra veneración y nuestro amor a la Santa Sede.

El documento pontificio se publicó en Quito, por bando, con toda la solemnidad y aparato con que se acostumbraba publicar los asuntos de gran de trascendencia social; y la lectura de la bula acabó de desengañar a los que hasta entonces habían acariciado la esperanza del regreso de los jesuitas a estas provincias90.

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Carlos tercero era no solamente católico sincero, sino hasta piadoso; en su vida privada, buen padre, buen esposo y de costumbres intachables; amaba el bien y procuraba hacerlo a sus vasallos. Engañose de buena fe en el asunto relativo a los jesuitas, y la crítica histórica si, con razón, no debe elogiarlo, tampoco puede calumniarlo.

Carlos tercero recibió los informes que acerca de las sublevaciones de los barrios de Quito le remitieron de esta ciudad, en los cuales se ponderaba la influencia de los jesuitas sobre el pueblo; y esta circunstancia, que en otro tiempo habría sido una gran recomendación en favor de los padres, acabó de perderlos, por la desconfianza que de la fidelidad de ellos se había logrado inspirar al monarca. Así, las recomendaciones, acaso ponderativas, les fueron esta vez perjudiciales, pues las noticias de los tumultos de Quito   -268-   no podían menos de traerle a la memoria a Carlos tercero las desagradables escenas de los motines que hacía poco habían sucedido en Madrid; tanto más, cuanto allá y acá se exageraba la influencia pacificadora de los jesuitas sobre las gentes del pueblo.

Séanos lícito deplorar aquí la triste aberración que de acaudalar riquezas excesivas se apoderó, en mala hora, de los jesuitas de la antigua provincia de Quito; cierto es que de esas riquezas supieron hacer siempre buen uso, invirtiéndolas en obras grandiosas, que todavía son ornato y orgullo de nuestra capital; ese templo suntuoso, donde se ha gastado el oro con magnífica profusión; esa vistosa portada, en la que los primores de la escultura y de la estatuaria han dado vida y hermosura a la piedra; ese gran edificio que se levanta en el centro de Quito, tocando con su ángulo occidental en la plaza de San Francisco, y saliendo con su extremo oriental a la plaza principal; la copiosa Biblioteca y las alhajas, vasos sagrados y paramentos eclesiásticos para el culto divino dan testimonio de que sus riquezas recibían una inversión no indigna de religiosos; ¡pero el historiador se complacería mucho si pudiera presentarlos a la admiración de la posteridad brillando más con la lumbre del desprendimiento evangélico de los bienes terrenales, que con el esplendor de los suntuosos monumentos que con sus cuantiosas riquezas levantaron!91

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Narrado todo cuanto se refiere a la expulsión de los padres de la Compañía de Jesús, continuaremos historiando los sucesos notables que acaecieron durante el gobierno del mismo presidente don José Diguja, y de su inmediato sucesor.

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¿También ahora se clamará contra nosotros porque no hemos tributado elogios incondicionales a los jesuitas? Conste una vez más: que a los jesuitas, en nuestra condición de historiadores, no les debemos más que la verdad, y ésa la estampamos con sinceridad, aquí y en todos los capítulos de nuestra historia.





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